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1 INTRODUCCIÓN A LA ESTÉTICA COMO DISCIPLINA FILOSÓFICA Simón Marchán Fiz La estética, referida a los saberes difusos o estelares sobre la belleza, el arte y las manifestaciones del mismo, admite una historia milenaria que se remonta al menos en Occidente a la Antigüedad Clásica. No obstante, mientras unos autores hablan de un período de gestación, otros prefieren referirse, no sé sabe bien por qué, a una edad dogmática dominada por las dos grandes figuras de la filosofía griega: Platón y Aristó- teles. En ambos la reflexión, esparcida y a veces diluida en el corpus general de sus filosofías, en particular de la Metafísica y la Ética, al igual que en la época medieval en la Teología, giraba en torno a la Belleza y la mimesis. Simplificando, diríamos que estas dos categorías han presidido su historia, ya sea en el ámbito más general de lo que hoy denominaríamos lo estético o en el más acotado del arte. La primera que, en compañía de la Verdad y la Bondad, fue elevada a la condición de una idea universal, sería ensalzada incluso como una propiedad objetiva de los seres y las cosas, mientras la segunda actuaría como legitimadora de gran parte del arte occidental, encarnado en el modelo clasicista. No obstante, el hecho de que no hubiera una Estética como disciplina filosófica reconocible, no quiere decir que no existieran experiencias estéticas como, tampoco, que no pudieran gozar de un cierto reconocimiento diferenciado respecto a otros comportamientos humanos. Admitiendo estos y otros antecedentes, el siglo XVIII marca sin embargo un hito decisivo en su historia no sólo debido a que revisa las antiguas categorías y elabora y pone en juego otras nuevas, sino, ante todo, a la manera inédita de articularlas hasta conferirles un estatuto teórico y disciplinar nunca logrado hasta entonces. Durante la época de la Ilustración, asistimos a la germinación y la floración de unos saberes cuya red casi inextricable de raíces dispersas no solamente pugna por despuntar, sino por engrosar una nueva rama del tronco filosófico. Será únicamente en este sentido en el que la Estética conquista una autonomía plena como disciplina “ilustrada” por antono- masia, como una práctica naciente de la apropiación del mundo y del dominio del hombre, no menos autónomo en la acepción del período, sobre la realidad en el pro- ceso de emancipación del sujeto ilustrado. La disputa de las Facultades Cuando en 1798 el filósofo I. Kant se justifica en La disputa de las Facultades, no hace sino sacar a la luz el antagonismo entre el trabajo científico, propio de la razón, y las servidumbres ideológicas impuestas por los órganos del Estado, es decir, los conflictos latentes entre conocimiento e interés, como apostillaría en nuestros días J. Habermas. En cambio, cuando, pocos años después, tras la incorporación de la provincia del Rin, el propio Estado prusiano funda en 1818 la Universidad de Bonn, procura apaciguar esta guerra entre las Facultades universitarias mediante un programa ambicioso que pronto quedará plasmado en unos frescos monumentales, hoy desgraciadamente desapareci- dos, a contemplar en el Aula Magna de dicha universidad. Su iconografía, en efecto, re- presentaba a las facultades de Teología, Jurisprudencia, Medicina y Filosofía. Esta escenificación visual que, a primera vista, puede parecer una anécdota, tal vez transparenta con más nitidez que enrevesados discursos no sólo las oscilaciones

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INTRODUCCIÓN A LA ESTÉTICA COMO DISCIPLINA FILOSÓFICA

Simón Marchán Fiz

La estética, referida a los saberes difusos o estelares sobre la belleza, el arte y las manifestaciones del mismo, admite una historia milenaria que se remonta al menos en Occidente a la Antigüedad Clásica. No obstante, mientras unos autores hablan de un período de gestación, otros prefieren referirse, no sé sabe bien por qué, a una edad dogmática dominada por las dos grandes figuras de la filosofía griega: Platón y Aristó-teles. En ambos la reflexión, esparcida y a veces diluida en el corpus general de sus filosofías, en particular de la Metafísica y la Ética, al igual que en la época medieval en la Teología, giraba en torno a la Belleza y la mimesis.

Simplificando, diríamos que estas dos categorías han presidido su historia, ya sea en el ámbito más general de lo que hoy denominaríamos lo estético o en el más acotado del arte. La primera que, en compañía de la Verdad y la Bondad, fue elevada a la condición de una idea universal, sería ensalzada incluso como una propiedad objetiva de los seres y las cosas, mientras la segunda actuaría como legitimadora de gran parte del arte occidental, encarnado en el modelo clasicista. No obstante, el hecho de que no hubiera una Estética como disciplina filosófica reconocible, no quiere decir que no existieran experiencias estéticas como, tampoco, que no pudieran gozar de un cierto reconocimiento diferenciado respecto a otros comportamientos humanos.

Admitiendo estos y otros antecedentes, el siglo XVIII marca sin embargo un hito decisivo en su historia no sólo debido a que revisa las antiguas categorías y elabora y pone en juego otras nuevas, sino, ante todo, a la manera inédita de articularlas hasta conferirles un estatuto teórico y disciplinar nunca logrado hasta entonces. Durante la época de la Ilustración, asistimos a la germinación y la floración de unos saberes cuya red casi inextricable de raíces dispersas no solamente pugna por despuntar, sino por engrosar una nueva rama del tronco filosófico. Será únicamente en este sentido en el que la Estética conquista una autonomía plena como disciplina “ilustrada” por antono-masia, como una práctica naciente de la apropiación del mundo y del dominio del hombre, no menos autónomo en la acepción del período, sobre la realidad en el pro-ceso de emancipación del sujeto ilustrado.

La disputa de las Facultades Cuando en 1798 el filósofo I. Kant se justifica en La disputa de las Facultades, no

hace sino sacar a la luz el antagonismo entre el trabajo científico, propio de la razón, y las servidumbres ideológicas impuestas por los órganos del Estado, es decir, los conflictos latentes entre conocimiento e interés, como apostillaría en nuestros días J. Habermas. En cambio, cuando, pocos años después, tras la incorporación de la provincia del Rin, el propio Estado prusiano funda en 1818 la Universidad de Bonn, procura apaciguar esta guerra entre las Facultades universitarias mediante un programa ambicioso que pronto quedará plasmado en unos frescos monumentales, hoy desgraciadamente desapareci-dos, a contemplar en el Aula Magna de dicha universidad. Su iconografía, en efecto, re-presentaba a las facultades de Teología, Jurisprudencia, Medicina y Filosofía.

Esta escenificación visual que, a primera vista, puede parecer una anécdota, tal vez transparenta con más nitidez que enrevesados discursos no sólo las oscilaciones

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disciplinares, sino incluso las académicas, toda vez que en ella nos es posible rastrear ciertos episodios de la representación alegórica e histórica de cada una de estas disciplinas y, más en concreto, de una autonomía artística que trasluce la de la propia estética. El cartón dedicado a la Filosofía, dibujado por J. Götzenberger entre 1829 y 1831 y fijado en un fresco en 1833, afecta directamente a la propia fundación de la estética como reconocida disciplina académica.

Así como Las Meninas de Velázquez parece prefigurar, siguiendo las sugerentes observaciones de Foucault en Las palabras y las cosas, el estatuto ambivalente del hombre como objeto de un saber y sujeto que conoce, a la vez que ofrece pistas para la propia identidad del sujeto estético o, incluso, del triángulo artístico: el artista, la obra y el espectador; del mismo modo que la pintura El caminante sobre el mar de nubes, de G. D. Friedrichs, puede ser interpretada como la plasmación más apurada no sólo de la representación romántica de la naturaleza, sino también de la representación inmediata como esfera del sujeto burgués y del sujeto estético en el acto de contemplación, de una manera similar el cartón que representa a la Filosofía en este concierto facultativo visualiza, a no dudarlo, las funciones mediadoras que, como veremos, son asignadas a lo estético y al arte en los grandes Sistemas del Idealismo, así como la posición intermedia de la Estética entre la Filosofía Teorética y la Práctica. No a otro motivo responde el lugar central que ocupan en la composición personajes tan caracterizados como Rafael, Durero y Winckelmann, figuras todas señoras del arte y la teoría estética desde la óptica del romanticismo tardío, aunque habían sido popularizadas por W. H. Wackenroder y los hermanos Schlegel.

Desde el momento en que el arte es colocado en el centro de la Filosofía, desplegada históricamente al modo hegeliano, está pronunciando un enunciado filosófico: el papel desempeñado en el ámbito de la Filosofía de la Ilustración por la propia Estética, la rama más joven de su tronco , que, trasmutada ya en Filosofía del Arte, clausura la construcción del Sistema. Interpretada indistintamente como Estética o Filosofía del Arte, la nueva disciplina era reconocida así con todos los honores académicos que se le tributaba desde el propio Kant, al mismo tiempo que traslucía la función integral que concediera al arte el Absolutismo estético de Schelling y los románticos. Incluso, la circunstancia de que en el cartón indicado Rafael sostenga en sus manos una reproducción de la alegoría "Filosofía" de la Stanza della Segnatura y se una a A. Durero en la contemplación del cuadro de la meditación, Melancolía I, no resalta sino su propio papel conciliador y mediador respecto a la filosofía y a la ciencia, ya que, por otra parte, toda la composición está presidida por otro motivo rafaelesco: la propia figura de la Verdad, encumbrada en el trono como símbolo de la philosophia perennis.

Desde que el alemán Baumgarten bautizara a la ciencia del conocimiento sensible o gnoseología inferior con una “palabra nueva”: Aesthetica (1750) , la disciplina filosófica emergente fue consagrada de un modo público y solemne, casi institucional, cuando la Encyclopédie francesa la incluyó como una de sus voces en los Supplèments ( Vol. II, 1777), aunque fuera tomándola prestada de un artículo extraído de la Teoría general de las Bellas Artes (1771-1774) del alemán J. G. Sulzer . Sin embargo, mientras en Francia el término desaparece en los cuatro volúmenes de la Encyclopédie méthodique (1788 a 1791) y no recibiría su verdadero certificado de nobleza filosófica hasta el Cours d’esthétique (1843) de A. Jouffroy, en Alemania, tras la consolidación ilustrada, los filósofos la acogen como disciplina y método expositivo en cuyo marco se desgranan los sucesivos sistemas estéticos del primer cuarto del siglo diecinueve.

Me refiero, por supuesto, a las Lecciones, a las conocidas Vorlesungen que dictan A.W.Schlegel en Viena o Hegel en Berlín durante el primer cuarto del siglo XIX.. A través de su progresiva institucionalización académica logran imponer la Estética como disciplina en los planes de estudio universitarios. Aun sin alcanzar el prestigio de la situación alemana y, en menor medida, de la inglesa, la nueva disciplina es reconocida

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académicamente en los diversos países europeos. Su rápida propagación haría exclamar a Jean Paul en los albores del nuevo siglo: “De nada está más lleno nuestro tiempo que de estetas” .

¿ Estética o Crítica del gusto?

Ciertamente tanto lo estético como la Estética se revelan como unos términos ambiguos a nada que sigamos sus genealogía, pero, posiblemente, ningún pasaje trasluce con más sinceridad esta condición que las cavilaciones que asaltan a Kant en una Nota que inserta a pie de página en las sucesivas ediciones de la Crítica de la razón pura (1781, 1787):

Los alemanes son los únicos que emplean la palabra “estética”para designar lo que otros denominan crítica del gusto. Tal empleo se basa en una equivocada esperanza concebida por el destacado crítico Baumgarten. Esta esperanza consistía en reducir la consideración crítica de lo bello a principios racionales y elevar al rango de ciencia las reglas de dicha consideración crítica. Pero este empeño es vano, ya que las menciona-das reglas o criterios son, de acuerdo con sus fuentes (principales) , meramente empíri-cas y, consiguientemente, jamás pueden establecer (determinadas) leyes “a priori” por las que debiera regirse nuestro juicio de gusto. Es éste, por el contrario, el que sirve de verdadera prueba para conocer si aquellas con correctas. Por ello es aconsejable (o bien) suprimir otras vez esa denominación y reservarla para la doctrina que constituye una verdadera ciencia (con lo que nos acercamos, además, al lenguaje y al sentido de los antiguos...) (o bien compartir este nombre con la filosofía especulativa y entender la estética, parte en sentido trascendental, parte en sentido psicológico).

Este extenso texto merece un matizado comentario, pues trasluce bastante bien lo se pensaba de la autonomía disciplinar en sus momentos fundacionales. Es fácil deducir que el distanciamiento de Kant respecto a las posiciones de Baumgarten des-linda una contraposición entre sus dos interpretaciones hegemónicas: la crítica del gusto y la estética, sacando a la luz las tensiones que sacudían a las tendencias hegemónicas del período: el empirismo inglés y el racionalismo germano. Como se desprende de sus primerizas Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo su-blime (1764), Kant venía alineándose abiertamente con el primero y nunca ocultará sus deudas hacia E. Burke. Sintonizando con esta filiación, cuando al año siguiente presenta a los alumnos el curso de Lógica, insinúa que el parentesco tan estrecho de las materias brinda la ocasión “para lanzar algunas miradas a la crítica del gusto, esto es, a la estética”. Un desliz terminológico, más que una concesión de fondo, que brota bajo la presión de la moda, pero que para nada altera sus preferencias hacia la crítica del gusto, transformado en juicio de gusto o estético..

La mayoría de los autores ilustrados reconoce la paternidad del término gusto al español Baltasar Gracián en El héroe ( 1645) y El oráculo manual (1684), si bien con anterioridad lo había usado Lope de Vega en el Arte nuevo de hacer comedias ( 1609) . Trasvasado a Francia durante el primero tercio del siglo XVIII , el bel esprit, gens du monde, como se calificaban a sus poseedores, se convierte en un atributo distintivo de la sociedad cortesana. Voltaire lo alegoriza en el Temple de Goût ( 1733) como un dios que mora en su santuario, mientras La Enciclopedia lo institucionaliza entre los sabe-res del siglo nada menos que a través de tres artículos que corrieron a cargo de D’Alembert, Montesquieu y Voltaire.

Noción equívoca hasta bien entrado el siglo XVIII, el gusto se encuadra en una progresión basculante entre la metáfora gastronómica originaria y el meramente fisio-

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lógico , entre el juicio de los sentidos y el artístico, entre el sentido común y la facultad de juzgar y distinguir las bellezas de la naturaleza y las obras de arte con placer y las imperfecciones con desagrado, entre el sentimiento interior y el juicio inmediato o no sé qué de Boileau y nuestro Feijóo. A pesar de que se tiña de distintas coloraciones según las escuelas filosóficas, lo decisivo es que logra emerger como un sentido o capacidad diferenciada, reservada a ese discernimiento de la belleza, y es reconocido como un estado psíquico específico e irreducible.

En esta dirección, el empirismo inglés le confiere un estatuto teórico que poten-cia su diferenciación como experiencia estética respecto a otras conductas humanas. Con la particularidad de que su emancipación no remite a la religión y la política como en la Iglesia o la Cortes Absolutistas, ni siquiera a las reglas objetivas de la doctrine classique y los modelos empíricos de la Historia del Arte en el Neoclasicismo , sino a la naturaleza humana, a ese sustrato común a todos los hombres. El patrón del gusto, el Standard, por más señas siempre subjetivo, es una de las ideas matrices de la En-lightement desde Lord Shaftersbury, J. Addison, F. Hutcheson, D. Hume , E. Burke, A. Gerard etc.

En su atención preferente a las reacciones humanas frente a las bellezas de la naturaleza y las obraS artísticas, las teorías empiristas sobre el gusto no solamente asocian lo estético con las conductas psicológicas, sino que lo reorientan hacia lo que en nuestros días se conoce como una estética del espectador y una estética de la re-cepción. Con esta filiación inglesa enlaza el mismo Kant, aunque sea abandonando los predios de lo empírico para elevarse a un horizonte “trascendental” en la acepción que fundamenta todo su pensamiento. Desde la atalaya alemana, Kant sintoniza preferen-temente con la escena inglesa, pero, aunque no sea demasiado explícito respecto a lo criticado, es consciente del clima que se respiraba en Alemania tras el bautismo disci-plinar que había celebrado por primera vez Baumgarten en 1758:

Estética como Ciencia del conocimiento sensible

“Estética (teoría de las artes liberales, gnoseología inferior, arte del pensar bellamen-

te, arte análogo a la razón) es la ciencia del conocimiento sensible... El fin de la estética es la perfección del conocimiento sensible en cuanto tal.

En esta amalgama se entremezclan aspectos muy heterogéneos y, si bien inten-ta anudarlos en una sola categoría, sus predicados son tal vez irreconciliables. No es extraño por tanto que algunos contemporáneos, como Herder, se resistieran a aceptar-la, rebelándose contra la confusión que parece alimentar. Una confusión que, sin em-bargo, tampoco se sacude él mismo cuando en 1769 la define como sigue:

Las fuerzas de nuestra alma se ponen en movimiento para sentir lo bello y los pro-ductos de la belleza, que ella ha producido, como objetos de investigación; ve ahí una gran filosofía , una teoría del sentimiento de los sentidos, una lógica de la imaginación y de la poesía, una investigación del chiste y de las ingeniosidades, del juicio sensible y de la memoria; un analista de lo bello donde éste se encuentre, en el arte y en la ciencia, en los cuerpos y en las almas, esto es la estética y, si se quiere, filosofía sobre el gusto.

Cuando en 1776 la Enciclopedia francesa incorpora en los Suplementos la voz “Estética”, traduce la que había redactado unos años antes el alemán J. G. Sulzer para su diccionario de Teoría General de las Bellas Artes (1771-1772):

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Término nuevo, inventado para designar una ciencia que no ha adquirido su forma sino después de algunos años. Es la filosofía de las bellas artes o la ciencia de deducir de la naturaleza del gusto la teoría general y las reglas fundamentales de las aquéllas. El término procede del griego aisthesis, que designa el sentimiento. Así, la estética es pro-piamente la ciencia del sentimiento.

Como es fácil advertir, a pesar de que la definición vuelve a mezclar la filosofía de las bellas artes y el gusto, remite al origen griego de la Aisthesis.. Sin embargo, en la versión francesa se aprecian algunos cambios. En particular, la aisthesis, que en Baumgarten remitía a la cognitio sensitiva y en la edición alemana es interpretada co-mo Empfindung ( sensación en su primera acepción), se traduce ahora por sentimiento (Gefühl). Dos términos claramente diferenciados en la voz alemana, Aesthetik, cuya última frase de la definición reza en el original como sigue:

La palabra significa propiamente la ciencia de las sensaciones (Empfindungen), que en la lengua griega son denominadas aistheses. La principal finalidad de las bellas artes es la excitación de un sentimiento (Gefühl) vivo de lo verdadero y de lo bueno.

Estas ambigüedades terminológicas, así como el balanceo inestable entre el gusto y las bellas artes, provocará una tensión permanente en lo estético entre las sensaciones o percepciones de los sentidos y los sentimientos, entre lo sensible y lo sentimental, así como entre la estética como ciencia y crítica de la sensibilidad o de los sentimientos, sin acabar de delimitar unas nítidas fronteras entre ambos, ya que tanto se atraen como se repelen o se interfieren. Sea como fuere, la estética se desdobla por un lado en una teoría de las artes liberales que no se desliga fácilmente de la nor-mativa de las reglas clasicistas ni, según se desprende de las analogías invocadas, tampoco de la retórica clásica, y, por otro, en una gnoseología inferior que se subsume en una ciencia del conocimiento sensitivo, de los sentidos.

Sin entrar en más indecisiones ni en las disquisiciones coetáneas sobre el cono-cimiento sensible y el sentimiento, la estética se desdobla en una filosofía de las bellas artes, que se consumará cuando, en los umbrales decimonónicos, se abandone la normativa clasicista en la transición de la estética del gusto a la del genio, y en una teoría de la sensibilidad (Empfindsamkeit), un término que oscilará entre las sensacio-nes, las percepciones y los sentimientos.

Si desde la primera entra en connivencias o incluso puede escorar hacia otras fun-daciones disciplinares, como la historia del arte, las poéticas y la crítica del arte, hoy en día cada vez más entreveradas en sus prácticas y a menudo en sus premisas teóricas, en cuanto “ciencia” del conocimiento sensible en cuanto tal se bifurca hacia el sentimien-to y hacia la percepción, sin delimitar con claridad las fronteras entre ambos, ya que tan pronto se atraen como se repelen. Asimismo, desde la última, no era anecdótico que mientras Diderot cifraba lo bello y los problemas que suscita en la “percepción de las re-laciones”, Herder imaginara, anticipándose a Nietzsche, que el futuro edificio de la filoso-fía de lo bello tendría como acceso o pórtico de entrada a la “gran ciencia de la aparien-cia”, a la “fenomenología estética”.

Desde otro punto de vista, frente a las la objeciones que aduce Herder, el cual sostiene que la estética no es un arte sino una ciencia, Baumgarten la interpreta , al modo de la doctrine classique, unas veces como ciencia y otras como “ars aesthetica”, ya sea como una estética teórica que confía todavía en la autoridad de la razón y una estética práctica que aplica las reglas adquiridas en la primera; en suma, como una

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“teoría de forma pulchre cognitionis” y un “ars pulcre cognitionis” ( Aesthetica, § 10, 68, 73).

En realidad, el desdoblamiento interpretativo de la estética como teoría de las ar-tes liberales o como conocimiento sensible genera respectivamente una estética ad-quirida, artificial, y una estética natural , innata. Dejando de lado que la artificial se bi-furque en una estética doctrinal o teórica, que a su vez se prolonga en una heurística, una metodología y una semiótica incipiente de los signos, y una estética práctica, el “arte estético” es asociado todavía en el espíritu normativo de la doctrine classique con un conjunto de reglas y leyes, en el que si bien sus fundamentos no pueden ser tan ciertos como los de la ciencia, la diferencia entre ambos es cuestión de grados o inclu-so el arte puede transformarse en ciencia, producir haciéndose pasar por ciencia.

Sea como fuere, en opinión de Baumgarten lo que es ejecutado según reglas pertenece al arte, mientras la estética artificial, al impartir las reglas de lo bello, se eri-ge como teoría de las artes liberales o ciencia doctrinal que les sirve de guía cual auro-ra austral. Precisamente, contra tales aspiraciones de elevar las reglas de lo bello y del arte al rango de una ciencia, así como la estética a principios racionales, se alzará Kant al proclamar que la nueva disciplina nada tiene que ver con una ciencia sino con una crítica. Sin embargo, el tratamiento que el primer autor recibe del segundo es de-masiado severo, pues en la maraña en la que brota la otra línea de fuerza de la defini-ción, a saber, la estética como ciencia del conocimiento sensible, no se han apagado los resplandores del lenguaje , del sentido de los antiguos, y al mismo tiempo en ella alborea una autonomía o , tal vez mejor, la heautonomía del nuevo astro disciplinar que Baumgarten modula en la obra citada ( & 14) con la siguiente apostilla esclarece-dora:

fin de la estética es la perfección del conocimiento sensible en cuanto tal —esta es la belleza— y el evitar las imperfecciones en cuanto tal —esta es la fealdad (Deformitas).

Un broche resplandeciente respecto a lo que venía desgranando en obras ante-riores, como en Meditationes Philosophicae de Nonnullis ad Poema Pertinentibus (1735), sobre el “discurso sensible perfecto”, la consideración de las “representaciones sensibles “ que constituyen las partes del poema como “poéticas” o su revalorización frente a lo conceptual, poniendo en la misma balanza a la filosofía y la poesía. El des-tino futuro de lo estético se juega entre la lex continui de una subordinación de la gno-seología inferior a la superior, de la Estética a la Lógica, y el qua talis del conocimiento sensible que estimula tímidamente una liberación de los sensible respecto a lo inteligi-ble.

Desde que se toma conciencia del mismo, la Estética se mueve en ese espacio de inseguridad, oscilando entre el mero conocimiento sensible, confuso y oscuro, y el supuestamente claro y distinto. Tal vez por ello, la recepción de esta hipótesis bautis-mal alimenta pronto un equívoco que no se ha disipado, ya que si para algunos la nueva disciplina cristaliza en el conocimiento sensible de la perfección de los objetos —posición racionalista o clasicista—, otros la asumen como perfección del conoci-miento sensible en cuanto tal. Me inclinaría por la segunda opción.

Posiblemente, el propio Baumgarten no se libera de esta ambivalencia raciona-lista que esconde una diferencia nada baladí para el despliegue posterior de lo estético y su comprensión. En efecto, si se redujera a lo primero, reafirmaría su carácter de gnoseología o teoría inferior del conocimiento, subordinada a la Lógica. Si se afirma, en cambio, en lo segundo, nos adentramos en una demarcación más apurada de sus límites respecto a otras capacidades, en una reivindicación más específicamente esté-tica, ya que con ello se pone en primer término la perfección de los fenómenos en

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cuanto tales, se testimonia un reconocimiento de lo sensible, valorado en sí mismo, prefigurando la venidera percepción estética desde la apariencia. A pesar de sus inde-cisiones, frente el marco epistemológico racionalista y clasicista en el que despunta, la estética revalúa la sensibilidad (Empfindsamkeit) por sí misma.

Desde semejante óptica, lo estético se delimita frente a lo lógico y se desliga del mismo —una permanente preocupación desde entonces— tanto en virtud de su mate-rial, lo sensible, como por ese detenerse en lo sensible en cuanto tal, por la manera de organizarlo perceptivamente. El propio desplazamiento de las cuestiones de verdad , en la acepción tradicional de adecuación entre el entendimiento con las cosas, hacia la “verosimilitud” delata que el conocimiento sensible reivindicado por la estética saca a la luz las carencias del racionalismo, ya que la lógica, como después sucederá con la razón teorética y la ciencia, pierde el monopolio epistemológico sobre la realidad. Asi-mismo, el tipo humano, personificado hasta entonces en el logicus, es confrontado abiertamente con el felix aestheticus, el hombre estético feliz de las Filosofías Popula-res y la conocida teoría de la tragedia de Lessing o de las canciones anacreónticas.

Desde un punto de vista complementario, los teóricos menos sistemáticos del taste comienzan a ligar la experiencia estética con una actitud vacante, con un dejarse mecer en la inmediatez de los estímulos sensibles, en el que el contemplador, el spec-tator, tiene que transmutarse en un espejo puro, apropiado, para aprehender las do-bleces y las distorsiones de lo sensible por irrelevantes que aparezcan. La estética no solamente se compromete con un conocimiento de lo sensible, sino que lo “vivifica” en su perfeccionamiento. Algo que, mejor que Baumgarten, percibió el propio Herder al decir que:

“La belleza es el nombre sustantivo de la estética. Una teoría de la vista, una óp-tica y una Fenomenología estética; es, por tanto, la primera entrada principal para un edificio futuro de una filosofía de lo bello... Semejante teoría nos enseñaría a ver lo bello, antes de que nos volviéramos a los objetos reflejados en la fantasía.... Aquí la estética espera por tanto a un Newton óptico...Ya que la belleza visible no es más que una apariencia, así también hay una gran ciencia perfecta de esta apariencia, una fe-nomenología estética que aguarda a un segundo Lambert”.

La Estética como Filosofía del Arte

A veces tengo la impresión de que la evolución de la disciplina incluye cada vez más anillos al ofrecernos los sucesivos ámbitos en donde puede operar. La disputa estética a finales del siglo ilustrado, por ejemplo, se abre paso a través de una cadena de oposiciones devenidas tópicas, como la formación natural y la formación artificial, lo ingenuo y lo sentimental, etc., que conforman la propia irrupción de lo moderno y no hacen sino instaurar una tirantez sin apaciguamiento posible.

En efecto, mientras en la oposición ilustrada entre la naturaleza y la cultura, co-mo después entre la naturaleza y el artificio, lo estético se acogía preferentemente al primer término, con el Idealismo o Absolutismo estético y el Romanticismo temprano se invierte tal preferencia, provocando una reestructuración de los vínculos entre la belleza natural y la artística y, consiguientemente, entre la naturaleza y el arte. Si unos mimaban la belleza no adulterada de la naturaleza, la cual, en buena concordia ilus-trada, era el paradigma de la artística, enriqueciendo la tradición de la inocencia prísti-na de la naturaleza, la inversión de preferencias forzará desplazamientos en el objeto de la propia Estética. Mientras los primeros se detenían en los juicios estéticos puros y tan sólo consentían las impurezas del arte como contaminaciones de la empiria y la historia, los segundos primaban las determinaciones del sujeto creador. Por ello mis-

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mo, circunscribiéndonos al ámbito estético, advertimos repercusiones nada desprecia-bles.

En primer lugar, las inversiones de las oposiciones ilustradas culminan en un desplazamiento de lo bello en general y las estéticas del gusto a lo bello artístico y las estéticas del genio, incoando unas fluctuaciones de las que somos testigos y pacientes hasta el presente. A consecuencia de ello, la estética se desliza casi de un modo im-perceptible hacia ámbitos de una menor extensión pero de una más rica comprehen-sión, transitando desde la filosofía de lo bello hacia la filosofía del arte, siendo secun-dario que en semejante travesía pueda verse acompañada tanto por la doctrina fich-teana de la ciencia, del yo como sujeto absoluto y originario, trasvasado por el roman-ticismo a la capacidad formativa del artista, como por las proclamas de arte como ór-gano supremo o las inversiones más radicales del olvido de la naturaleza y de la belle-za natural en beneficio de la del espíritu y lo bello artificial.

Si bien es plausible que en este fundar la estética en una suerte de "a priori" de la subjetividad, a medida que se abandona la naturaleza en beneficio de la cultura pri-mero y, después, del artificio se restringen sus ámbitos, dando lugar a una filosofía del arte , tampoco lo es menos que este cambio de rumbo en la reflexión trascendental o empírica acoge nuevas determinaciones y categorías que, ya en sintonía con las transformaciones materiales de la revolución industrial, desembocará, primero en una estética del genio y, posteriormente, en una estética del artificio . En sus momentos aurorales el genio parece absorber los poderes del sujeto trascendental cual nuevo Prometeo, alter deus, “naturaleza creadora” —bildende Natur— ( el artista moderno), pronto trasfigurado en Proteo por su capacidad de metamorfosearse( Picasso como paradigma postmoderno).

Mientras tanto, existe toda una corriente más visible en el ámbito de la Literatura que, aunque todavía sumergida en el clima de la Ilustración, aborda a lo largo del siglo XVIII los poderes del genio, ya en la estética inglesa, el Círculo de Zurich ( J.J. Bodmer y J.J. Bretinger) o en el llamado Genieperiode ( J.G. Hamann, J.G. Herder y Goethe) del movimiento Sturm und Drang en Alemania, e incoan las primeras estéticas de la producción en la modernidad. “La fuerza creadora”, el “formar”, el “moldear”, el “plas-mar”, “imitación creadora” (bildende Nachahmung) etc., son motivos de una especie de programa estético que aparece condensado en ese canto a la libertad del individuo que encontramos en el poema Prometeo (1774), de Goethe, como portador de la luz y del fuego, de la lucha por la libertad y la “naturaleza creadora” ( Bildende Natur), del medio dios, alter deus o second Maker.

Precisamente, las siguientes palabras de K.Ph. Moritz, próximo al Sturm und Drang y eslabón casi perdido entre la Ilustración y el primer romanticismo, traslucen el salto olímpico para la posterior modernidad y clausuran el sentir subterráneo en el ocaso ilustrado:

El artista nato no se satisface con mirar a la naturaleza; la debe imitar según su ejemplo y formar (bilden), crear (hervorbringen) como ella.

Sin embargo, quien tal vez encarne mejor esta transición sea W. von Humbold en la época de Jena (1794-1800), en la que mantiene una estrecha relación con Goethe y Schiller e intenta aplicar la perspectiva trascendental de la Crítica de la razón pura al “lado subjetivo del arte” sin desvincularlo de la percepción estética específica ni de la observación de las obras artísticas como “ productos de la imaginación” , de las capacidades de un genio en sintonía con la concepción kantiana del mismo como ta-lento o don de la naturaleza, como capacidad productiva innata del artista. Por eso, a

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punto de concluir su Doctrina poética del género: teoría del poema épico (1799), re-sume:

Dado que ahora ya no tenemos nada que añadir sobre nuestro objeto, permítasenos lanzar una mirada general sobre la Estética ....En esta ocasión hemos creído examinar y encontrar de un modo más preciso la esencia y los métodos de la Estética en general, que ella deduce todas sus leyes únicamente de la naturaleza de la imaginación (Einbil-dunskraft), tomadas por sí mismas y relacionadas a las otras fuerzas anímicas y , para ser perfccta, debe cerrar un doble círculo : uno objetivo, el de la posibilidad de efectos (Wirkungen) estéticos , y otros subjetivo, el de la posibilidad de las disposiciones aními-cas estéticas .

Bajo cualquiera de las sucesivas versiones, desde los albores del nuevo siglo la estética escora hacia una teoría filosófica de las bellas artes, como en el caso de A.W. Schlegel , si es que no a una filosofía del mismo encumbrada al rango filosófico su-premo en el Sistema del Idealismo trascendental (1800) Tal vez el siguiente pasaje de A.W. Schlegel trasluce estas permutaciones del debate en términos de la filosofía del arte, ofreciendo incluso un programa bastante exhaustivo que, desde un continuismo clasicista, no renuncia al arte como nuevo transcendental objetivo encarnado en sus propias leyes:

Tan pronto como se afirma , tal como lo hemos hecho, que es posible una teoría fi-losófica de las bellas artes, encontramos ya una característica ... que en ellas lo esencial es lo que tienen de común entre sí ( la finalidad humana) y lo casual es lo que las dife-rencia ( los medios de ejecución). Según esto la denominación más apropiada para su teoría filosófica sería debería teoría del arte, en analogía con la teoría de las costumbres, del derecho, de la ciencia....Debería establecer como principio fundamental: el arte o lo bello, si así deseamos llamar al objeto del mismo, debe ser producido. Tendría que rela-cionar este principio fundamental con el principio superior de la filosofía. Además tendría que explicar la autonomía de lo bello, su diferencia esencial e independencia de los bie-nes éticos. Afirmaría la autonomía del arte... Acto seguido, mediría y circunscribiría todas las esferas posibles del arte y fijaría de nuevo las fronteras necesarias de las esferas par-ticulares de las distintas artes, de los géneros y subgéneros, y de este modo continuaría, a través de una síntesis ”permanente, hasta las leyes más determinadas del arte.

Desde este vuelco, junto con el hecho de reconocer de un modo explícito la au-tonomía de lo bello, trasvasándola a la esfera artística, el arte monopoliza cada vez más el reino de lo estético, llegando incluso a subsumir y sacrificar virtualmente cual-quier otro ámbito de la apariencia estética. Pero si A.W. Schlegel era respetuoso con el kantismo, su amigo,F. W. J. von Schelling en las lecciones pronunciadas en Jena durante el invierno de 1802 a 1803 sobre la Filosofía del arte es sumamente severo con la estética o teoría de las bellas artes conocidas hasta entonces debido a que no ofrecen una “doctrina científica y filosófica del arte”, un “todo científico”, “el sistema de la filosofía del arte”, sino que en ellas predomina el empirismo, una “chata popularidad en la filosofía”, las “recetas o libros de cocina” y:

con la Crítica de la facultad de juzgar de Kant ocurrió lo mismo que con sus demás obras. De los kantianos había que esperar naturalmente la mayor falta de gusto, así co-mo en la filosofía la mayor falta de ingenio”.

Un año antes Schelling había señalado que el genio, innato y don libre de la na-turaleza, “es para la estética lo que el Yo para la filosofía”, pero su circunscribir el ge-

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nio al arte acarrea la deducción de éste como órgano general de la filosofía, así como la inserción de la filosofía del arte en el sistema del idealismo trascendental al lado de la filosofía teórica y la filosofía práctica. En consonancia por tanto con la indivisibilidad de la filosofía y la obsesión sistemática, por este proceder se consuma la transición de la estética del gusto a la estética del genio y de la Estética a la Filosofía del Arte, en-salzada como la repetición del sistema elevado a la máxima potencia. A consecuencia de este deslizamiento, desde ahora la experiencia estética quedará monopolizada por la experiencia artística.

No obstante, lo que más distinguiría a los proyectos estéticos anteriores, como el kantiano o el de Schiller, del Idealismo trascendental es que mientras en los primeros lo estético posee una función mediadora, actúa como mediación en la economía psí-quica de las facultades humanas, en el segundo el arte posee una función integral, suprema, absoluta , que se expresa en estas dos afirmaciones:

“El arte es el único órgano verdadero y eterno y a la vez documento de la filosofía... El arte es lo supremo para el filósofo......” y “en la filosofía del arte no construyo por ahora el arte como arte, como particular, sino que construyo el universo en la figura del arte, y la filosofía del arte es la ciencia del todo en la forma o potencia del arte. Sólo con este paso nos elevamos a una ciencia absoluta del arte.

De esta argumentación no solamente se desprende la insinuada transición y re-ducción de la Estética a la Filosofía del Arte, que hasta fechas recientes ha sido la hegemónica en la modernidad, sino que, como consecuencia de elevar al arte a órga-no supremo para el filósofo y proclamarle una imagen fiel o representación absoluta del universo, deriva a un verdadero Absolutismo estético, a lo que en la actualidad conocemos con el nombre de la estetización. Un neologismo referido al papel abusivo que puede jugar lo estético o el arte en cualquier ámbito o actividad humana, que, en estos momentos aurorales, opera en una doble dirección: la estetización gnoseológica, que se prolongará en el Esteticismo nietzscheano, y una estetización del universo, que se manifestará en los ámbitos más diversos de la entera realidad y la cotidianidad. Una estetización que implica definitivamente no sólo a la filosofía sino a la historia del arte, ya que

Según mi concepción entera del arte, éste es un efluvio de lo absoluto. La historia del

arte nos muestra del modo más evidente sus relaciones directas con las determinaciones del universo y, por tanto, con esa identidad absoluta en la que está predeterminadas.

Desde este vuelco, el arte monopoliza cada vez más el reino de lo estético, lle-gando incluso a subsumir y sacrificar virtualmente cualquier otro ámbito de la aparien-cia estética. Así lo advertimos no solamente en la proclama de la filosofía del arte por el Idealismo trascendental, que desemboca en el absolutismo estético y en una esteti-zación de la entera realidad en la figura del arte, sino también en Hegel. Este autor, a pesar de que titula su magna obra Lecciones de estética (Vorlesungen über Aesthetik), se inclina igualmente por una reducción de la estética a filosofía del arte en las coor-denadas de su sistema filosófico. Sin embargo, reconoce tanto la genealogía de la estética como las aportaciones concretas de la historia del arte:

Estas lecciones se ocupan de la estética; su objeto es el vasto reino de lo bello, y, más precisamente, su campo es el arte, es decir, el arte bello. Por supuesto, a este obje-to, propiamente hablando, no le es enteramente adecuado el nombre de estética, pues

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“estética” designa más exactamente la ciencia del sentido, del sentir, y con este significa-do nació como una ciencia nueva o, más bien, como algo que en la escuela wolfiana de-bía convertirse en una disciplina filosófica en aquella época en que en Alemania las obras de arte eran consideradas en relación con los sentimientos que debían produ-cir....La ciencia que proponemos considera, no lo bello en general, sino puramente lo be-llo del arte. Nos conformaremos, pues, con el nombre de Estética, dado que, como mero nombre, nos es indiferente, y, además, se ha incorporado de tal modo al lenguaje común que, como nombre, puede conservarse. No obstante, la expresión apropiada para nues-tra ciencia es “filosofía del arte” y, más determinantemente, “Filosofía del arte bello”.

Tal como se desprende de estas palabras, la interpretación de la nueva discipli-na que había triunfado en Alemania no era tanto la estética como teoría de la sensibili-dad, como la ciencia del conocimiento sensible a la manera de Baumgarten, cuanto la que la definía como aquella ciencia de los sentimientos que despiertan las obras artís-ticas. Sin embargo a Hegel tampoco le interesa esta acepción y, si bien en la apuesta por una reconversión de la estética a la filosofía del arte no descarta por completo la belleza de la naturaleza, es evidente que ensalza en exclusiva a la belleza artística como su objeto propio.

Una primacía de la belleza artística que tan sólo se entiende si consideramos la nueva atalaya que ocupa la filosofía del arte en la Filosofía general del Espíritu, pues en ella, a diferencia de lo que acontecía en la Ilustración con las tensiones inestables entre la naturaleza y el espíritu, la primera, el "sol exterior", en y para sí no es nada si no es en relación con nosotros, ya que por sí misma no puede exhibir una conciencia propia. El mundo propio no es el mundo primero de la naturaleza, sino el producido por el hombre; el mundo segundo del "sol interior", el mundo del Espíritu en su devenir, en su historia.

En consecuencia, la reclusión de la estética en la filosofía del arte tiene como premisa aquella concepción según la cual el mundo verdadero es la historia mundial (del Espíritu) y su capacidad para desplegarse en el curso de los tiempos. Su objeto es la belleza generada y regenerada por el Espíritu y, dado que éste y sus producciones se hallan por encima de la naturaleza y sus manifestaciones, se colige que lo bello artístico es superior a lo bello natural. Por lo demás, desde el momento en que la filo-sofía del arte está atenta a las manifestaciones del espíritu en su historia, se desliza de un modo casi imperceptible hacia el despliegue de las mismas. Por esta vía de ac-ceso penetra incluso la historicidad en la estética, la cual, en gran medida, marca al-gunas de las tendencias más operantes hasta nuestros días, sin olvidar que puede propiciar y escorar a un historicismo estético degradado, dispuesto a renegar de todo desarrollo conceptual en aras de una historia del arte como estética aplicada, relegan-do por completo la deducción filosófica.

No obstante, la deriva hacia la filosofía del arte no parece se una arbitrariedad teórica del pensamiento idealista, ni se debe simplemente a las exigencias del siste-ma, ya que corre parejo con el carácter cada vez más autónomo que alcanza el propio arte, con el reconocimiento de su proceso de diferenciación y las interferencias que se producen entre ambos. La autonomía de la Estética, exaltada a filosofía artística, ten-drá algo que decir como una legitimación que, a su vez, es legitimada por la autono-mía del arte. Ambas se complementan de continuo. Posiblemente, los problemas in-terpretativos surgen cuando, como advertía F. Schlege:

en lo que se denomina filosofía del arte falta habitualmente uno de ambos: o la filoso-

fía o el arte”.

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Claro que el mismo autor, como si se hubiera retractado de la arbitrariedad del poeta que en la infinitud romántica no soportaba “ley alguna sobre sí” , cuando re-flexiona sobre lo bello en la poesía y constata “la anarquía del arte – la antinomia de la capacidad de sentir y el balanceo del juicio”, reclama una ciencia objetiva : “ La res-puesta a la pregunta de si existe una ciencia universalmente válida de lo bello y del arte es un asunto necesario, eterno, de la filosofía, que no depende de las condiciones del tiempo. La respuesta a esta pregunta y... la erección de un edificio científico de doctrina sobre lo bello y el arte no es únicamente una necesidad apremiante de nues-tra época, sino un tarea eterna de la humanidad, de la razón especulativa”.En un pen-samiento tan trasgresor como había sido el del romanticismo temprano, en esta pre-tensión latía una añoranza de la objetividad y, en el fondo, remitía a la doctrina clasi-cista cuyo abandono había impulsado, precisamente, la consolidación de la misma Estética.

Si, como veremos, con la emergencia de la Estética la "ratio" burguesa se resig-na a ejercer sobre sí misma a cierta autocrítica, renunciando así al monopolio que has-ta entonces gozaban lo lógico y sus variantes, el afianzamiento progresivo de la "auto-nomía" relativa de la práctica artística, aunque sea bajo el diafragma de la evolución del Espíritu o de la sociedad, trasmuta a la estética en una teoría universal del arte autónomo. Como contrapeso sin embargo, al promover el monopolio del todo por la parte, de lo estético por lo artístico, se reduce la extensión de la disciplina. El incre-mento de su comprehensión se logra a cambio de la disminución de su extensión. No obstante, si es cierto que se constriñen sus límites, tal vez gracias a ello ha podido sobrevivir.

Sin ahondar de momento en esta sospecha, el resultado es que, desde unos horizontes menos modernos, han quedado fuera de sus dominios, de un modo fáctico, todos aquellos fenómenos estéticos que se sitúan fuera del arte o en sus márgenes, siendo sacrificados por envolventes y difusos. Precisamente, contra esta situación, afianzada en los sucesivos sistemas, ha reaccionado la reflexión estética en los años recientes en lo que conocemos como la actualidad de lo estético. Lo abordaremos como el desbordamiento de los límites de la Estética.

¿Qué es la estetización?

Ciertamente, la estetización es un neologismo un tanto cacofónico que ha pene-trado paulatinamente en el castellano a través del alemán (Aesthetisierung) y del ita-liano (estetizzazione), deslizándose de un modo silencioso en la jerga estética y, cuando menos se espera, en la prensa diaria, sin que hasta ahora haya elevado un tono desafiante para hacerse oír en el concierto de los ídolos del foro, a no ser en el telemático. Precisamente, el pasar casi desapercibido en su penetración lingüística guarda cierta sintonía con el modo de empapar como lluvia fina la cotidianidad.

La experiencia estética moderna se mueve entre dos polos en cuyo tramo se ge-neran muchas tensiones. Ante todo, en la alta cultura parece haberse especializado en unas obras clausuradas sobre sí mismas, recluidas en el arte autónomo, en una expe-riencia estética introvertida o, mejor dicho, centrípeta, que se potencia culturalmente en el interior de la estructura interna de las obras y de los espacios institucionales de su presentación social, en el sistema institucionalizado del arte: museos, salas de ex-posiciones, galerías, bienales nacionales e internacionales, subastas etc.

Este cultivo privilegiado de la experiencia estética como si se tratara de una píl-dora artística concentrada en las obras ha contribuido a pensar que el arte posee el monopolio de lo estético cuando, más bien, acontece casi lo contrario, pues el ámbito

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de lo estético es más amplio que el artístico. Incluso, lo estético desborda de tal modo a las obras autónomas en su condición moderna de concentrados por antonomasia, que éstas podrían llegar a ser accesorias, secundarias y desaparecer.

En otras palabras, si en algún momento se daba por sentado que lo artístico no sólo es estético sino que goza de su monopolio, ahora se tiene claro que no todo lo estético es artístico, sino que puede desbordarlo. Precisamente, en este desborda-miento es donde se intensifican las experiencias estéticas centrífugas y se localizan los escenarios principales de una plausible estetización, que es proclive a desplegarse en territorios que poco o nada pueden tener que ver con los del arte en sus prácticas habituales.

En el ámbito filosófico es sabido que la Estética como disciplina, tomando como punto de partida una indagación de la naturaleza del espíritu humano como un conjun-to de fuerzas y potencias, como un haz de facultades que es preciso sacar a la luz si desea desvelar y penetrar en lo que cada una de ellas tenga de más inconfundible, se ha esforzado por dilucidar la escurridiza conducta estética que, en la racionalidad do-minante, parece situarse en las zonas marginales y periféricas. Por eso mismo, desde los momentos aurorales de la construcción de lo moderno la acción crítica de la filoso-fía aspira a marcar las fronteras, sin interponer barreras infranqueables, entre las con-ductas humanas que exploran los territorios de nuestras experiencias e inquieren en el proceso de diferenciación que opera en nuestras relaciones con el mundo exterior.

El punto de partida de la experiencia estética es el mismo que en los restantes comportamientos humanos: la aprehensión o apropiación de los objetos como fenó-menos sensibles a través de las maneras en las que nuestro psiquismo es afectado por ellos, de nuestros modos de sentirlos, percibirlos, pensarlos e interpretarlos. Ini-cialmente, la jerga filosófica “ilustrada” solía resumirlos en las relaciones física, lógica, moral y estética, para, posteriormente, ser etiquetados como “diferencias en el modo de darse”, “hilos conductores” que tendemos con el mundo, “miradas” que proyecta-mos, “funciones” que establecemos, “distinciones modales” que las distinguen etc.

A consecuencia de ello, conviene retener las expresiones con las que la expe-riencia estética suele ser descrita en los usos cotidianos o especializados del lenguaje, pues en la Estética moderna ha sido reconocida en las diversas corrientes bajo deno-minaciones tales como conocimiento sensitivo en cuanto tal; sensibilidad; gusto o jui-cio de gusto; estado estético; juicio estético; aprehensión, apropiación o percepción estéticas; apariencia estética; conducta o comportamiento estético, función estética; dimensión estética y otras

Sin entrar ahora en una disquisición, en líneas generales se asume que la expe-riencia estética es una “receptividad específica”, que si no se disuelve en la teórica y la científica, las práctica y la utilitaria, la ética y la política, las cotidianas o las de cual-quier otra índole, no es porque no pueda entrar en contacto ni tenga nada que ver con ellas, sino en virtud de que interpone una “diferencia específica”, una “différance”, una “negatividad estética” etc. al tamizar cualesquiera otro contenido desde su peculiar diafragma. Gracias a ello, es reconocida epistemológicamente como estructura especí-fica de la conciencia.

Asimismo, en lo estético suele ponerse más el acento en la percepción que en la creación, en la receptividad que en la formatividad, en la aisthesis que en la poiesis. O, si se prefiere, aun cuando incluya a ambas, presta más atención a la recepción que a la producción artística, pues de algún modo todo artista, como se recalca desde M. Duchamp a Beuys o la estética actual de la recepción, antes que un creador es un espectador, si bien éste tampoco está privado de una cierta participación poiética. La inclinación de la balanza hacia un lado u otro es cuestión de grados, pues incluye a los dos polos.

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Ciertamente, cuando en nuestros días se invoca “la actualidad de lo estético”, el “giro estético” o se proclama abiertamente que vivimos “unos nuevos tiempos estéti-cos”, se tiene en mente una rehabilitación oportuna y necesaria de lo estético más allá de las fronteras de las artes. Pero, probablemente sin que apenas nos demos cuenta de ello, con dichas expresiones y otras similares se alude sobre todo a la estetización generalizada y difusa de la entera existencia como un fenómeno central, no sólo esté-tico sino también social, de nuestra época; al proceso de una estetización galopante en el que, percatándonos de ello o no, estamos sumergidos.

Ahora bien: ¿en qué consiste la estetización? Desde luego, no hay que confundir las improntas que pueda dejar la experiencia estética en cualquier ámbito con la este-tización, ya que ésta, en realidad, no es sino un uso abusivo de la primera. La esteti-zación no se desencadena por el hecho de que la dimensión estética sea operativa y coloreé cualquiera de las facetas de la vida humana, siempre que su actuación no amortigüe o elimine otros componentes de las mismas. Lo que realmente separa a la estetización de las experiencias estéticas adheridas a otros comportamientos, activi-dades y ámbitos, es que en la primera lo estético desempeña un papel que oscurece a los demás. La contaminación estética produce una polución tal, que lo estético oscure-ce o nubla a los restantes bajo sus veladuras y protagoniza un papel que no le corres-ponde.

Todo parece haberse iniciado cuando la función mediadora, que se atribuye a lo estético en la economía psíquica, es desplazada por la función integral, vertebradora, que lo estético pretende jugar en cualquier ámbito de la existencia. Es, precisamente, la absorbente presencia, el erigirse en la función suprema de cualquier comportamien-to o ámbito, lo que provoca el fundamentalismo estético, el proceso de la estetización.

Desde que nos hallamos en los horizontes objetuales y mass-mediáticos de la cultura de masas, en el mundo del artificio y de la simulación, en los nuevos confines de la expansión tecnológica en cualquiera de sus ámbitos, las experiencias estéticas, aunque todavía se refracten en el espectro de la razón moderna, incluido el ámbito de la naturaleza, son provocadas en todas las direcciones por los objetos y las imágenes, las acciones y los procesos, los comportamientos y los acontecimientos más dispares, los espacios y las atmósferas de la existencia o las realidades cotidianas, pudiendo afectar a cualquier dominio de la vida individual y colectiva.

Asimismo, a nada que nos abrimos a las experiencias estéticas en sus modos actuales, nos percatamos de lo fácil que resulta traspasar en direcciones contrarias los umbrales entre la estetización y la anestetización. Curiosamente, se trata de unos des-lizamientos a contracorriente que se filtran en virtud de la siguiente paradoja: si todo es estético, podría acontecer que nada lo sea. Paradoja que está siendo especialmente clamorosa en el mundo de la percepción medial trasformada por las nuevas tecnologí-as y, no digamos, cuando traspasamos los predios de las simulaciones y la hiperreali-dad. De un modo no menos paradójico, la estetización en cuanto fundamentalismo estético y la anestetización como nihilismo estético pueden llegar a exigirse y comple-mentarse mutuamente.

La estetización, en suma, no se define por operar en todas las partes, sino por poder actuar en cualquiera de ellas; se trata de una potenciación ubicua que no se queda estática en ningún lugar y puede invadir virtualmente cualquiera. La universali-zación de lo estético, bajo los excesos de la estetización, es un rasgo dominante de nuestro presente que se acentúa en el cruce entre la modernización de la producción y de la circulación en el consumo y la cultura de masas, invadiendo con su onda expan-siva las competencias legítimas de otros comportamientos: lógicos, cognoscitivos, científicos, utilitarios, comunicativos, funcionales, éticos, políticos etc.

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El arte estético y el arte de la vida

Dando por descontado que para Schiller el arte desempeña un papel estelar co-mo instrumento de reforma, tal vez lo más desconcertante sea que lo bifurque en dos direcciones cuando subraya de un modo expeditivo: “Porque, para decirlo de una vez por todas, el hombre sólo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es enteramente hombre cuando juega. ... Sobre esta afirmación, os lo aseguro, se fundamentará todo el edificio del arte estético y del aún más difícil arte de vivir” (Cartas sobre la educación estética del hombre, XV, 9).

La primera expresión, “el arte estético”, no sorprendía en absoluto a su época, pues empezaba a ser aceptada como una denominación de moda en el despliegue del arte en la sociedad moderna y era el embrión de la distinción actual entre el arte autó-nomo y el arte aplicado o las artes y oficios y otras designaciones similares. Como es bien sabido, esta dualidad suscitó uno de los grandes debates en la teoría estética y las prácticas artísticas de la primera modernidad inserta en la revolución industrial, en los movimientos de reforma estético-social desde las Arts and Crafts en Inglaterra has-ta los Talleres Vieneses, el Werkbund alemán o la Bauhaus, y continúa siendo una cuestión candente en la actual extensión del arte.

El arte estético, como poder de simbolización, se consolida a partir del recono-cimiento específico de esa actividad específica en el proceso de diferenciación de las manifestaciones humanas, pero, casi al mismo tiempo, se halla en permanente con-frontación con las impurezas de las bellezas adherentes en la vida cotidiana y, todavía más, en la producción, para, al final, de alguna manera acabar fundiéndose ambos en las vanguardias como proyectos relativamente satisfechos y poderes no sólo de sim-bolización, sino también de realización.

Asimismo, el nacimiento del arte estético discurre en paralelo con la consolida-ción una disciplina de la autoconciencia estética que reflexiona sobre el proceso de diferenciación subjetiva de las actividades, transmutada a no tardar en una filosofía del arte que investiga la diferenciación objetiva de sus exteriorizaciones en las obras de arte. No obstante, si reparamos en el papel destacado que desde la Ilustración se atri-buye al espectador en la experiencia estética, una premisa central en el juicio estético reflexionante kantiano, el arte estético puede ser interpretado asimismo en el actual sentido de Duchamp antes de Duchamp, a saber, como una práctica artística naciente del sujeto moderno en la que no se resalta tanto la acción del genio cuanto la media-ción de la experiencia estética del artista como espectador. Con ello aludo a lo que en nuestros días se impone en la reflexión artística con el lema Kant después de Du-champ.

Por último, bajo el calificativo de arte estético nos referimos en ocasiones a un arte estetizado o , tal vez mejor, a una estetización del arte, como si éste tuviera que recluirse necesariamente en las limitaciones del purismo artístico o del formalismo radical y la distinción estética excluyera por principio los contenidos extraestéticos de cualquier procedencia y ámbito. ¡Un desatino frecuente en las estéticas hermenéuticas de la verdad o el postmodernismo norteamericano!

En el fondo, a muchos de poco les ha servido el sentido emancipatorio de la me-diación estética ni el “retorno moderno del lenguaje” en las artes, que anunciara Fou-cault y las paraestéticas francesas en la crítica a la metafísica blanca de los signos, pues continúan apegados al añejo contenidismo decimonónico, como si no se hubiera producido el estallido de los referenciales ni supiéramos que el arte no es sólo ni tanto un reflejo de la realidad como, sobre todo, un instaurador de mundos.

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En relación a la autonomía del arte la experiencia estética muestra una acusada ambivalencia, pues si, por un lado, es la premisa para su afianzamiento inicial, por otro, interviene en su abandono actual. Ciertamente, en ello desempeña un papel rele-vante el señalado desdoblamiento clásico-moderno entre el arte autónomo y el arte aplicado. En efecto, frente a la autonomía moderna aislada en las fortalezas de la insti-tución arte, si algo sacaron a la luz las vanguardias era que en las artes aplicadas se impone una universalización de lo estético en el campo del diseño en cualquiera de sus vertientes, que en nuestros días está escorando de un modo galopante hacia la estetización. Sin duda, ello está afectando al destino del arte autónomo, pues altera los equilibrios que venían manteniéndose en la modernidad entre la experiencia estéti-ca y una experiencia artística modificada a partir de las vanguardias.

De alguna manera, en la estetización de los objetos y de las imágenes de la vida cotidiana cosechamos uno de los trofeos más logrados de los proyectos de las van-guardias afirmativas ligadas a una estética de la producción. Con la particularidad, de que en nuestros días la producción de la primera modernidad está siendo desplazada en el mundo del diseño a la esfera de la circulación y, en consecuencia, a una estética de la recepción. A este respecto sería intrigante rastrear cómo las vanguardias se inte-resaban desde el arte autónomo por la renovación radical de nuestra percepción y constitución de la realidad tamizada por la experiencia sensible en general y la estética en particular.

¡Aún más! Desde tales suposiciones, a medida que se impone la estetización, se promueve un segundo fenómeno. Lo enunciaré de un modo comprimido como la este-tización contra el arte. ¡Y, efectivamente, la estetización está alzándose en nuestros días contra el arte! En la inclinación de la balanza a favor de lo estético el proceso, cuyo desenlace es todavía imprevisible, está desatado por las tensiones que se instau-ran entre la extensión del arte, heredada de las vanguardias a partir de los indiscerni-bles, es decir, de los objetos o las imágenes de una serie que, desde la Fuente de M. Duchamp y los ensamblajes o fotomontajes dadaístas hasta las actuales “instalacio-nes” y bricolage electrónico, tanto pueden ser declarados obras de arte como no, y la estetización, mientras que en el punto intermedio se sitúa la desartización o, lo que es lo mismo, el despojamiento del arte en una acepción de techné o skill, de las maestrí-as mentales y manuales, del saber y poder realizar algo ( el Kennen y el Können del Kunst germánico).

La situación del presente se visualizaría a través de la imagen de un triángulo desigual invertido, circunscrito en una circunferencia y elástico en cada uno de sus lados, en cuyos vértices horizontales se localizan el arte autónomo y la estetización generalizada, mientras que la extensión del arte ocupa la posición central del vértice inferior. Tal como lo conocemos hasta ahora, el arte se desdibuja en la atmósfera este-tizante envolvente y, sobre todo, se ve en la tesitura de entrar en competencia con los restantes ámbitos en los que está filtrándose la estetización.

Sin embargo, para el proceso de estetización ético-política en curso me parece más intrigante la alusión el arte de vivir o, si se prefiere, el arte de la vida (Lebens-kunst), pues, probablemente, sea una de las expresiones que goza de más aceptación y éxito en los años recientes. Un “arte de vivir” que, en sintonía con la sensibilidad del Clasicismo de Weimar, florecía bajo el cielo azul heleno y el sentimiento de los grie-gos, los cuales pronto trasladaron a los dioses del Olimpo lo que debería haber acon-tecido sobre la Tierra, pero que, de cara al futuro, se transformará también a ras de tierra en un objetivo o meta de los seres humanos completos, en una ansiada recupe-ración de la totalidad del carácter, del hombre total, como se decía años ha.

Ciertamente, en la tradición filosófica la expresión “arte de la vida” se remonta al peri bíon téchne o la téchne tou bíon griega, al ars vitae o ars vivendi de los latinos,

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pero a caballo entre los siglos XVIII y XIX el arte de la vida se orienta en varias direc-ciones entrelazadas: la Estética, la Dietética, y la Ascética, que se prolongan y están en pleno auge en el presente.

Desde el punto de vista de una Estética operativa, lo bello posee en el arte una existencia provisional y, de hecho, en la actualidad, el exilio de Venus o de Adonis en las artes, la expulsión de lo bello en el arte moderno, está siendo clamorosamente contrarrestado por el triunfo de la belleza ideal en la exaltación de la belleza corporal. Desde la Antigüedad abundaban los “formosissimi viri” que serán reivindicados por la estética neoclasicista y los poetas románticos en las figuras de Endymion, Ganimedes, Jacinto, Narciso y sobre todo Venus y Adonis.

Posiblemente, siendo el símbolo bello que desprendía una mayor melancolía, Adonis personificaba la unión romántica genuina del conflicto irreconciliable entre la idealidad y la realidad. Ahora bien, mientras que en el clima que se respiraba a finales del siglo Adonis, al lado de otras figuras míticas de la belleza, se convertiría en el au-gurio y el signo del Esteticismo de la décadence, en la actualidad suele ser rechazado por el arte, pero es enarbolado como uno de los iconos de la publicidad y el culto coti-diano a la belleza física. El destronamiento de la belleza en el arte moderno se halla en una relación inversamente proporcional a su ubicuidad en las modas estéticas coti-dianas en torno al cuerpo y su ornamentación en la moda y la cosmética.

Aunque el gusto por la belleza del cuerpo humano no es un lujo de las civiliza-ciones altamente desarrolladas, pues se halla en el centro de la evolución natural en la Antropología Cultural, salta a la vista que en nuestros días vivimos una versión reno-vada de la belleza ideal pasada por el Photoshop, es decir, un proceso intenso de la estetización del cuerpo en la vida cotidiana y, sobre todo, en el campo de la publicidad y las revistas ilustradas o de la moda; una potenciación de las apariencias bellas, re-saltadas por la ornamentación de la cosmética o la genetic engineering y mediadas por las nuevas tecnologías. Más que en ningún otro momento de la historia vivimos una cultura de las apariencias. No porque las apariencias en las vestimentas y las modas no sedujeran a otras épocas, sino por la potenciación que han experimentado a través de los nuevos medios tecnológicos y la cultura de masas.

Incluso, en un campo aparentemente tan frívolo y poco académico, podríamos elaborar una teoría sobre la verdad y la mentira de los ornamentos o las preferencias universales de la waist-hip-ratio, es decir, de las proporciones, universales o no, en las tallas de la cintura. ¿Retornamos, pues, al canon, a las proporciones armónicas, a una recuperación de la belleza ideal, en la estetización del cuerpo, cuando se han abando-nado y son rechazadas en las artes que ya non bellas?

Desde luego, cuando menos lo esperábamos, vuelven a replantearse y revitali-zarse en términos compensatorios viejas categorías estéticas enfrentadas, como la belleza absoluta y la belleza relativa, la belleza natural y la belleza artificial, que habían sido arrumbadas al baúl de los recuerdos de una fase supuestamente superada de la humanidad. Pero, ahora, ya no son invocadas porque sean reminiscencias evanescen-tes de mitos o de añoranzas metafísicas, sino debido a las promesas de belleza y, por tanto, de bondades que anidan en la selección estética, sobre todo sexual, y el atracti-vo del parecido, en el conjunto de las apariencias físicas, como se subraya en las revi-siones actuales de la belleza del cuerpo desde la teoría darwinista de la evolución o en la hipótesis freudiana sobre el carácter cultural originario de la belleza humana, en la que juega un papel destacado la sublimación. ¡Por cierto, una sublimación parecida a la que desprendían las esculturas clásicas y sobre todo neoclasicistas o las pinturas del academicismo durante el siglo XIX!

A este respecto, como conjetura a desarrollar, sugeriría que en el actual “sentido de la belleza” del cuerpo humano parecen estar confluyendo las aportaciones de la

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historia de la naturaleza, la historia del arte y la antropología cultural, y todas ellas sancionan a su vez las lúcidas intuiciones de la estética filosófica. No obstante, la pre-sente condición está sacando a la luz un cambio cualitativo en las complicidades entre todas ellas.

A saber, el atractivo del parecido parece triunfar como una transformación cultu-ral de las preferencias que habían guiado la evolución de los ornamentos corporales en la selección natural; como una compensación ante la pérdida de las funciones ori-ginarias y las mutaciones de los patrones arcaicos que impregnaban la selección bio-lógica en otras fases de la historia humana. Creo que son, precisamente, estas trans-formaciones y compensaciones las que están impulsando lo que denominaré el actual “calocentrismo”, si es que no una “calocracia”, es decir, un nuevo culto exagerado, obsesivo, a la belleza física o, lo que es lo mismo, una estetización de la belleza de los cuerpos.

Incluso, lo bello artístico reenvía también a una plasmación de lo bello más allá del arte tanto en un plano individual como en el social. En esta remisión a una realiza-ción práctica, el arte estético se erige en un modelo, en un paradigma. Como podemos observar en la apreciación de la escultura griega y la belleza ideal en el Neoclasicis-mo, respecto al pasado actuaba como salvación y conservación, incluso, añoranza, no solamente de lo bello, sino de una vida social y políticamente bella.

De cara al futuro, como han puesto en evidencia ciertas vanguardias, opera co-mo una imagen ideal de una futura república o sociedad bella todavía en ciernes. Por eso, si se concibe lo bello o, como diríamos hoy, lo estético sin más, como un ideal político y su realización social como la satisfacción suprema, el arte reclama también un carácter político como anticipación modélica de la realización social de lo estético, ya sea en la república estética de las artes o en la vida social.

La Dietética y la Ascética en el Arte de la vida.

Como sabemos, la Dietética estudia los regímenes alimenticios de acuerdo con los conocimientos sobre la fisiología de la nutrición. Adscrita a las ciencias de la salud, en el lenguaje cotidiano y el discurso popular se vincula con el “saber vivir” hedonista, del que una de facetas es el arte culinario. Aunque parece haberse redescubierto en las pasadas décadas, es una preocupación que viene de lejos, al menos desde de los amantes de la buena mesa y los tratadistas francesas de la cocina durante el siglo siglo XVIII. Originariamente, el gusto (taste) es un movimiento del órgano que goza de sus objetos y pertenece a todas las sensaciones. Se tiene gusto tanto por la música y la pintura como por los “guisados” (ragoûts), por el don de discernir nuestros alimen-tos. Por eso, como categoría fundadora en la Estética basculaba entre la metáfora gastronómica o fisiológica y la facultad de discernir las bellezas de un autor con placer.

Si esta oscilación se traslucía en las voces que dedica la Enciclopedia francesa al goût”, el provecto Kant matizaba en su Antropología en sentido pragmático (1798,1800) que el “Gusto, en la significación propia de la palabra, es...la propiedad que tiene un órgano (la lengua, el paladar y la garganta) de ser afectado específica-mente por ciertas materias disueltas al comer o beber”. Creo que este comentario re-sume el sentir de la época. No obstante, a continuación se preguntaba sorprendido “¿Cómo puede haber sido que principalmente las lenguas modernas hayan designado la facultad del juicio estético con una expresión (gustus, sapor) que alude meramente a un cierto órgano de los sentidos (el interior de la boca) y a la distinción y a la elec-ción de las cosas que se pueden gustar por medio de él? No hay ninguna situación en que la sensibilidad y el entendimiento puedan unirse en un goce, prolongarse tanto y

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repetirse con complacencia tan frecuentemente, como una buena comida en grata compañía”.

En un sentido primerizo, el gusto pertenece por tanto a una estética de los senti-dos, de la sensibilidad. Preferentemente, a la de los sentidos fisiológicos del gusto y del olfato, considerados en la tradición filosófica inferiores al oído y la vista, los senti-dos estéticos por antonomasia. Recientemente, algunas monografías artísticas y ex-posiciones dedicadas a la Gastronomía en el arte, El pensamiento en la boca, Comer o no comer y otras, han sancionado un Eat Art que tiene sus precedentes en los su-rrealistas y en las obras posteriores de artistas, como Daniel Spoerri, Herman Nitsch, M. Brooodthaers o Antoni Miralda y otros, que desde los pasados años setenta se han apropiado, metafórica o realmente, de los productos encontrados de la alimentación y la mesa para elevarlos a la categoría de arte. Pero no deja de ser llamativo que, por lo general, siguen privilegiando la vista y, en ocasiones, colateralmente el olfato.

Sin embargo, si en estos casos nos topamos con unas obras que, como los bo-degones tradicionales, se apropian de los motivos alimenticios, aunque sean los “en-contrados” en la realidad cotidiana, lo distintivo a partir de la última Documenta XII de Cassel (2007) es cómo la gastronomía, incorporada al arte de la vida, va más allá del empleo de los medios higiénicos en la dieta y el régimen de alimentación, para ser encumbrada a través del arte culinario a la condición de un arte estético.

Dada la resonancia que alcanzó en los medios escritos y en los programas de te-levisión, es sabido que el toque de salida lo dio la invitación cursada por la dirección artística de la muestra internacional al restaurador Ferran Adrià a participar en la Do-cumenta con una intervención o instalación que no era sino el espacio de su propio restaurante El Bulli en Cala Montjoi (Roses) y los platos que allí se sirven.

Es evidente que una transfiguración tan repentina de la restauración en un arte estético sólo es posible en las clases y las sociedades de la abundancia o, al menos, en aquéllas que tienen cubiertas las necesidades básicas en la alimentación. Desde esta premisa sociológica, si bien el alimentarse convenientemente es una idea com-partida, el arte culinario se gesta en la distinción entre el comer para matar el hambre y el comer para degustar los alimentos condimentados que se toman, entre saciar el hambre y el saborear lo que se ingiere, entre una nutrición que responde a la necesi-dad del comer biológico y de la nutrición concebida técnicamente a través de la liber-tad para elegir.

En suma, mientras que el comer es un hecho de subsistencia, de necesidad bio-lógica, la exploración de los sabores en la gastronomía es un hecho de cultura, de libertad, que puede suscitar un goce estético, una experiencia estética, acentuada por la grata compañía, es decir, por la sociabilidad. Pero, el cambio cualitativo que se pro-ducía con la iniciativa de la Documenta era que el goce estético de los sentidos, que acompaña normalmente a la gastronomía, aspiraba a transfigurarse en un goce artísti-co a través del obrar del restaurador, desbordando las ambiciones habituales del arte culinario para ser potenciado por la institución arte como un arte estético cuando, pa-radójicamente, parece que en las artes está abandonándose lo estético.

Dejando de lado, por su obviedad, que las invitaciones para trasladarse en avión desde la ciudad alemana a Cala Montjoi y visitar por una horas la “instalación” in situ, con menú de degustación incluido, eran muy codiciadas y aceptadas con delectación por los respetables gestores de la “institución arte”, la participación gastronómica en la Documenta suscitaba unas dudas de primer orden tanto a los periodistas y los crítico como a los académicos que se enteraron de ello sobre si aquello era arte o no arte, así como si, de pronto, el restaurador en cuestión se había convertido en un artista per-manente o la clausura del evento en Cassel frustraría su carrera como artista en as-censo. En mi opinión, lo más llamativo fue cómo el éxito de la “nueva cocina”, que

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había podido quedarse en una mera anécdota, se convirtió en una categoría artística, mientras que el arte culinario como una vertiente muy loable del arte de la vida rozaba la condición de un arte estético.

En efecto, la gastronomía se ha convertido en una práctica “artística” en el mun-do globalizado, mientras que los grandes chefs parecen metamorfosearse en ofician-tes de un arte estético expandido, sin fronteras, que se ve reflejado en numerosos li-bros prácticos o de ficción, como en la novela irónica de Irvine Welsh sobre los Secre-tos de alcoba de los grandes chefs. Es como si la renovación del arte estético pasara por las papilas gustativas y el paladar y como si éstos dispusieran de unos sensorios estéticos universales que reaccionan ante los productos elegantes, sofisticados, cuyos destinatarios son paladares fascinados por lo nuevo, lo extraño, exótico.

La presentación estética de los menús en unas vajillas refinadas de diseño no sólo puede ser abstracta, sin referentes reconocibles o con referencias limitadas sobre los contenidos específicamente alimenticios, o minimalista en la máxima reducción de los formatos y la cantidad, sino que incluso pretende despertar, junto a la sensibilidad gustativa, los efectos de la vista y unas sensación poco habituales: las del tacto. Para ello, en algunos menús de la carta, nada mejor que prescindir de los cubiertos y comer con las manos.

Si esto sucede en las nuevas obras de arte, desde el lado subjetivo, los restau-radores se han visto seducidos por el síndrome del artista como un genio, por la aven-tura o locura de sentirse originales, por una marabunta de la creatividad. No estoy in-ventando sustantivos ni calificativos algunos, pues los extraigo literalmente de los de-bates que se han suscitado entre los propios interesados, quienes, posiblemente sin percatarse de ello, extrapolan los términos del arte estético al arte culinario como mo-dalidad del arte de la vida.

Este deslizamiento hacia una estetización imparable del “arte culinario” suscitó a no tardar una guerra de los fogones o, en términos más civilizados, lo que denominaré una Querelle entre los artistas de los fogones. En el debate entre los partidarios y los detractores, los últimos tienen a uno de sus polemistas más activos en Santi Santama-ría con su exitosa obra de La cocina al desnudo (2008), en donde critica a la cocina tecno-emocional, ataca los aditivos propios de la fast food de la cocina artificial, mien-tras que en un ensayo anterior había postulado incluso La ética del gusto. De nuevo, entra en lidia la contraposición filosófica entre lo natural y lo artificial, que evoca no sólo la diferencia estética entre la belleza natural de los alimentos y la belleza artificial de su elaboración, sino la disociación que puede llegar a consumarse entre la remisión de su ser y la potenciación exagerada de sus aparecer. Las apariencias estéticas sus-tituirían entonces al ser.

Por eso, creo que una salida airosa a esta nueva querella no es negar que exista el arte culinario con aspiraciones estéticas manifiestas, sino retomar distinciones analí-ticas bien conocidas pero con frecuencia ignoradas sobre las acepciones del término arte en la Estética. En particular, la que existe entre las artes bellas y las artes agrada-bles, a las que corresponden, respectivamente, los juicios estéticos en el sentido pro-pio y los juicios de gusto de los sentidos. Las legítimas presencias de lo estético en el arte culinario únicamente escoran a una estetización cuando las apariencias estéticas se vuelven tan hegemónicas y absorbentes, que oscurecen la naturaleza específica de los alimentos y entran en conflicto con las propiedades fisiológicas de la nutrición. ¡Se-ría entonces cuando la ética del gusto sucumbiría a la estética del gusto!.

Asimismo, el arte de la vida animado por una ascética del cuerpo en dos direc-ciones. En efecto, en primer lugar, si en el pasado el arte de la vida, en cuanto es ca-paz de trasvasar armonía y belleza al hombre, podía ser tamizado por una idealización que se desviaba de la suposición epicúrea más hedonista y añoraba el arte griego

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como su modelo, en la actualidad, como hemos visto, también persigue los modelos de belleza o ahora añora la belleza ideal a través de una ascética del cuerpo, sinteti-zada en los deportes y de un modo más sacrificado en la el control de la nutrición y la entrega a la fitness. Un proceder ascético que, en realidad, contempla desde otro án-gulo la estetización del cuerpo analizada más arriba.

Sin embargo, en una segunda acepción “el arte de devenir un hombre ético” o ascética se transforma en una idea artística y en un arte de vivir , en una doctrina del arte de la vida que no puede ser adquirida sin un entrenamiento de sí por sí mismo, sin una askesis en el sentido originario de los socráticos y los cínicos, cuyo telón de fondo siguen siendo las geografías ideales de Grecia y sus objetivos la prosecución de la totalidad ideal, de un despliegue pleno de las facultades humanas.

Precisamente, este devenir hombre ético, la eticidad, se desvela para el poeta romántico Novalis a través de ensayos como Anécdotas y otros como “el arte de elegir entre los motivos de las acciones en conformidad con una idea ética, con una idea de arte a priori y de este modo poner en todas las acciones un sentido profundo y grande- conferir a la vida un significado elevado y así ordenar y unificar artísticamente en un todo ideal (idealisches Ganzen) la masa de acciones internas y externas”, cultivar “ar-tísticamente su sentido para la vida”- “Arte para vivir- construir arte vida”- “a través de la elaboración perfecta de todos los miembros físicos. La física perfecta será la doctri-na universal del arte de la vida” (Lebenskunstlehre). Una ascética que confiere tanto una armonía a las facultades espirituales como a los miembros físicos de nuestros cuerpos

Cuando, en pleno crepúsculo finisecular y de los dioses, Nietzsche proclame desde las primeras cadencias de El nacimiento de la tragedia que las artes “ son las que hacen posible y digna de vivirse la vida” o que bajo los estremecimientos de la embriaguez dionisiaca “el ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte”, no hace sino ensalzar, como matizará después en El ensayo de autocrí-tica, una interpretación y justificación puramente estéticas del mundo y de la vida ba-sadas en la apariencia y el engaño, rasgos con los cuales identifica el arte.

En esta deriva Nietzsche no parece interponer diques de contención al entu-siasmo báquico del sí mismo fuera de sí, como, en cambio, sí lo hacía Hegel en La Fenomenología del Espíritu, al abordar en “La religión del arte” la fiesta que el hombre se da en su propio honor. El hombre, encumbrado en ella a una forma viva, a una “obra de arte viviente”, se hunde en el espíritu ético, en la vida ética, de su pueblo..

Bajo esta óptica, en la fiesta el hombre se reconoce como miembro de una co-munidad ético-política, en la belleza que anida y se anuncia en ella, donde las fuerzas de la libre cooperación conducen estéticamente a la sustancia de la comunidad. La eticidad del futuro aparece cada vez más hermanada con la belleza de la polis, libe-rando fuerzas que alteran de tal modo las formas petrificadas de la vida, que favorecen y acercan las relaciones armónicas entre la estética y la política.

En nuestros días, en cambio, es plausible interpretar las fiestas, cada vez más desvinculadas del ritual y del culto, como unas derivas secularizadas que se deslizan hacia una estetización de la eticidad o de la religión. Es cierto que, a medida que se alejan de los mitos y de los dioses, todavía es posible reconocer en quienes las cele-bran que son partícipes de unas creencias religiosas respetables o de una comunidad concreta y tomarlas, en la estela de Montesquieu y Hegel, como una manifestaciones de su espíritu y de sus sentimientos, de su pertenencia a unas creencias o a una so-ciedad determinada.

No obstante, a medida que en nuestras sociedades laicas se mueren los dioses y se borran las creencias míticas y religiosas, para la mayoría de la población las fies-

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tas tradicionales, instituidas a la luz del rito o de la teología, arrastran una existencia penosa, pierden tanto los valores cultuales como aquellos ideales humanistas de la polis, de aquella gozosa y utópica unidad que, supuestamente, presidía la “eticidad” o la religión de un pueblo

Las fiestas de la tradición, desplazadas de su mundo, de la vida ética o mítico-religiosa en las que florecieron y maduraron, perduran cual reliquias de los mitos y los dogmas, como formas sustitutivas que subsisten a condición de quedar aisladas de sus marcos de referencia y significados originarios. Sometidas, por tanto, a la desme-moria en el tiempo y la descontextualización en el espacio, sobreviven gracias las cos-tumbres, las tradiciones y las normas sociales etc., mientras que las investigaciones de la Antropología cultural rescatan algunos de sus sentidos y la experiencia estética las vivifica en sus aspectos lúdicos.

Aún así, con ciertos matices diferenciados, pues mientras la Antropología Cultu-ral intenta rescatar los recuerdos velados de una identidad con los orígenes y, en cier-tos casos, mantener con vida sus últimas reliquias míticas, reavivando los rescoldos en sus postreros resplandores, o simplemente pretende celebrar su pervivencias como hechos culturales y sociales, la Estética propicia que los residuos secularizados sean filtrados y trasfigurados por el filtro de una estetización que con frecuencia escora con descaro hacia las formas administradas del turismo y del ocio, del tiempo libre y sobre todo del entretenimiento, los espectáculos circenses de masas y las representaciones de toda índole organizadas desde los poderes políticos o los intereses económicos. En otras palabras, el deslizamiento de la fiesta hacia una plausible estetización no es in-compatible con la relevancia que alcanzan en la economía política de los signos.

En efecto, el frecuente recurso postmoderno a las imágenes y los motivos míti-cos, cuyos orígenes y significados son desconocidos por la mayoría de la población, supone un vaciamiento semántico y vital en donde los símbolos, de un modo similar a lo que acontece en la implosión mass-mediática de los signos, operan de un modo eminentemente estético, esto es, estetizados. De cualquier modo, ¿tendrán que ver las pervivencias de las fiestas, aunque sólo fuese por razones culturales o esteticas con los patrones psicoanalíticos que se reconocen en las disposiciones arcaicas o con las constantes antropológicas del homo ludens sobre las que se asienta el mismo arte de la vida?

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LAS LIMITACIONES DE LO TÁCTICO: DEL ARTE INMEDIATO A LA REIVINDICACIÓN POLÍTICA DE LA

FORMA: MARCUSE Y SU OBRA TARDÍA

Jordi Claramonte Arrufat

En su obra más temprana Marcuse, como tantos otros teóricos de la contracultu-ra, llegó a confiar en el potencial que un arte “inmediato” podría tener de cara a la rup-tura del sujeto moderno, añorando: "un retorno al arte "inmediato" que sirva como acti-vador no sólo al intelecto y a una sensibilidad refinada, "destilada" y restringida, sino también y principalmente, a una experiencia "natural" de los sentidos, liberada de los requisitos de una caduca sociedad explotadora...y volcada en la búsqueda de una cul-tura sensual..."1

Precisamente Marcuse es aquí un autor del máximo interés en la medida en que en su obra no sólo podemos rastrear estas conocidas posiciones de desublimación de la cultura, desartistizando primero, y disolviendo luego la forma estética, sino que ape-nas unos años después podemos ver cómo esa postura, que podríamos considerar una pervivencia a través del romanticismo y las vanguardias heroicas, es rebasada en aras de una recuperación del valor intrínsecamente político de la "forma estética" en su autonomía. “Forma estética” significa para este Marcuse tardío y quizá menos co-nocido "el conjunto de cualidades (armonía, ritmo, contraste) que hacen de la obra un todo en sí, con una estructura y un orden propios (estilo). En virtud de esas cualidades la obra de arte transforma el orden que priva en la realidad"2

Así pues Marcuse tras haber sido un abanderado de la desublimación de la cultu-ra va a sostener en "Contrarrevolución y revuelta", una de sus últimas obras, que la "revolución cultural" del arte-vida, revolución que ha preconizado buena parte de las vanguardias, ha tenido sentido en tanto que ha estado vigente la cultura burguesa clá-sica caracterizada por rasgos como: el utilitarismo, en tanto preocupación por el dinero y el negocio como valor existencial; el patriarcado, como base tanto de la empresa como de la familia y finalmente el autoritarismo, como clave de la educación y las insti-tuciones disciplinarias.

Pero para Marcuse es obvio, ya a principios de la década de los setenta, que es-ta cultura clásica burguesa ha dejado de detentar posiciones hegemónicas, y que ello se debe a una multitud de factores entre los que quizá quepa destacar el hecho de que con la revolución keynesiana y los auspicios al consumo, el "ascetismo interior" ha dejado de ser normativo, si es que no ha desaparecido totalmente, mientras que al mismo tiempo el mercado de "subculturas libertarias" ha ido creciendo dotando de todos los gadgets necesarios a los modos de vida alternativos

                                                            1 Herbert Marcuse, Contrarrevolución y Revuelta, México, 1986, pág. 94 2 Ibidem, pág. 93

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Por otro lado, según Marcuse, el "Pensamiento idealista" ha caído en desuso en función de las nuevas necesidades educativas, de socialización y de reproducción del capitalismo que, por lo demás, han cuestionado definitivamente quizá, la hegemonía del modelo patriarcal de familia dando lugar a nuevas formas de organización domés-tica que, en definitiva, corroboran la incorporación de las mujeres al mercado laboral y la de los varones a un mercado de ocio en continua expansión.

Todo este diagnóstico lleva a Marcuse a cuestionar el modelo de crítica cultural que se había estado aplicando desde el inicio mismo de las vanguardias: "si estamos presenciando una desintegración de la cultura burguesa, como resultado de la dinámi-ca interna del capitalismo contemporáneo y el ajuste de la cultura a los requerimientos de dicho capitalismo, ¿no estará entonces la revolución cultural puesto que su meta es la destrucción de la cultura burguesa, sometiéndose precisamente al ajuste capitalista y a la redefinición de la cultura? ¿No está en consecuencia traicionando su propia fina-lidad, que es preparar el terreno para una cultura cualitativamente diferente, radical-mente anticapitalista?"...3

En otras palabras ¿no serán los esfuerzos por desarrollar un anti-arte, o un "arte vivo"; como rechazo de la forma estética, pioneros en la configuración de una nueva esfera pública específica del capitalismo cultural, caracterizada por la diversidad de opciones de consumo y entretenimiento? Frente a esa cuestión, Marcuse se propone analizar el funcionamiento de la denostada forma estética.

A su juicio la mayor parte de la producción artística hasta el siglo XIX es clara-mente antiburguesa, la obra de arte clásica: "...se desvincula del mundo de las mer-cancías, de la brutalidad de la industria y el comercio burgueses, de la distorsión de las relaciones humanas, del materialismo capitalista, de la razón instrumentalista."4

Nos hallamos aquí claramente en la fase que Pierre Bourdieu ha estudiado, en Las reglas del arte por ejemplo, como aquella en que aparece de modo diferenciado y autónomo el “campo” de lo literario en Francia de la mano de autores como Baudelaire o Flaubert.

Obviando la argumentación sociológica de Bourdieu sigue siendo claro que al formar parte de la forma estética "las palabras, los sonidos, las formas y los colores se apartan y se oponen a su uso y su conocida función ordinaria; (y) quedan así liberados para entrar en una nueva dimensión de la existencia".

Es en esta nueva dimensión de la existencia que "el universo estético contradice a la realidad "metódica" e intencionalmente." Como había dicho Robert Musil: "¡No os dais cuenta de que, una de dos, o es una incomprensible perturbación anímica, o bien es el fragmento de una vida distinta".

Por supuesto, advierte Marcuse, que dicha contradicción nunca o casi nunca es directa sino que reside, está contenida, en la forma, en la estructura de la producción estética misma que sirve para articular esa misma distancia crítica hacia la realidad. La obra de arte clásica ejerce su antagonismo de modo tal que "transfigura y transubs-tancia la realidad dada –y la liberación de ella. Esta transfiguración crea un universo encerrado en sí mismo y sigue siendo el otro de la realidad y la naturaleza, indepen-dientemente de lo realista o naturalista que sea"5

                                                            3 Ibidem, pág. 98 4 Ibidem, pág. 98 5 Marcuse, Contrarrevolución y revuelta, pág 99

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Esta transformación estética es la que da validez aún hoy a la tragedia griega o la épica medieval, precisamente porque a través de la articulación de la transformación estética se nos revela, y aquí coincide Marcuse con los clásicos de la Ilustración como Moritz, la "condición humana", la presencia de la genericidad por encima de las limita-ciones de las situaciones especificas, así como "ciertas cualidades constantes del inte-lecto, la imaginación, y la sensibilidad humana; cualidades que la tradición de la estéti-ca filosófica ha interpretado como idea de la belleza"6

Es según esa idea de la belleza y sus leyes que podemos mantener nociones como la de “estilo”, modo específico de relación que propone a la realidad un orden distinto, o mejor dicho: todo un aluvión de ordenes distintos y proliferantes que quizá podrían tener contacto con los ordenes orgánicos cuya importancia hemos visto en los teóricos y artistas de la Ilustración. Es en ese sentido que Marcuse alude al arte como recuerdo, en el sentido de la tesis marxista según la cual dicho recuerdo "refiere a una cualidad reprimida en los hombres y las cosas, que una vez reconocida, podría llevar a un cambio radical en la relación entre el hombre y la naturaleza"7, apelando a una ex-periencia y una comprensión preconceptuales que se despliegan contra el instrumen-talismo.

De un modo bien interesante Marcuse sienta aquí las bases para la "recupera-ción" de prácticas artísticas habitualmente menospreciadas en su cualidad de arte po-pular o incluso folklore: "cuando llega a este nivel primario –punto final del esfuerzo intelectual- el arte viola todos los tabúes, presta voz, vista y oído a cosas que normal-mente están reprimidas... Aquí no hay más conformidad ni rebelión, sólo pena y felici-dad"8

Por el contrario para Marcuse las manifestaciones del arte-vida (menciona el tea-tro de guerrilla, el rock, la poesía de la prensa libre) pierden su poder de denuncia pre-cisamente por ser inmanentes, habiendo renunciado a esa distancia y ese extraña-miento que caracterizaba a la forma estética, y este diagnóstico es tanto más radical cuanto más se clarifique el estatuto del capitalismo cultural: al moverse dentro de la "vida real" pierde la trascendencia que todo arte podía oponer.

A su vez, no deja de ser obvio que una resurrección del ideal ilustrado de auto-nomía del arte sin más no puede sino dejarnos insatisfechos, por ello y dado que se reconoce el potencial subversivo intrínseco a la naturaleza del arte, la pregunta fun-damental es ahora: ¿cómo pueden las prácticas artísticas conformarse y articularse de modo que se conviertan en elementos de la praxis del cambio sin dejar de ser arte, es decir, sin renunciar a su potencialidad subversiva interna?

Quizá en la interesante respuesta que da Marcuse a esta cuestión hallemos al-guna clave que ya hemos ido manejando al hablar de la buscada quiebra de la repre-sentación de que acabamos de hablar en el capítulo anterior: "La tensión entre afirma-ción y negación hace imposible cualquier identificación del arte con la praxis revolucio-naria. El arte no puede representar la revolución, sólo puede invocarla en otro medio,

                                                            6 Ibidem, pág. 100 7 Ibidem, pág. 112 8 Ibidem, pág. 112. No cabe duda de que en esta tesis marxista del recuerdo y en los apuntes de una recuperación "organicista" de los esquemas de articulación y relación formal hay posibilidades para un analisis del valor político de prácticas que, como la música y el cante flamenco, se han resistido a los analisis historicistas o contenidistas que buscaban sobrecargarlas o desvincularlas por completo de cualquier carga política.

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en una forma estética en que el contenido político se vuelva metapolítico, gobernado por la necesidad interna del arte".9

Ahí aparece una distinción que ha de ser importante, a saber, la que se estable-ce entre la distancia estética y la representación. Es en función de dicha distancia que Marcuse ataca al Living Theatre en tanto que "la falsedad es el destino de la represen-tación no sublimada, directa. Aquí el carácter "ilusorio" del arte no está abolido, sino doblado..."10

Se trata de discernir entre una revolución interior de la forma estética y su anula-ción, entre lo verdaderamente directo y lo que no lo es, que para Marcuse es espe-cialmente patente en las prácticas musicales populares: "La música ‘viva’ sí tiene una base auténtica: la música negra como grito y canto de los esclavos y los ghettos... es cuerpo, la forma estética es el ‘gesto’ de dolor, de pena, de condenación. Con la irrup-ción de los blancos se produce un cambio importante: el rock blanco es lo que su pa-radigma negro no es, o sea representación."11

Esto es importante por cuanto Marcuse abre la posibilidad de una práctica artísti-ca, modal como el jazz libre, en que se pueda abandonar la representación12. De hecho, una teoría no representacional del arte, de la que aún carecemos, nos permiti-ría atar algunos de estos cabos. Esto es, si se pudiera rastrear un análisis del capita-lismo en tanto sistema de representaciones y mediaciones -la teoría del espectáculo de Debord sería parte –sólo parte- de dicho análisis- entonces quizá se podría com-prender de otro modo la tensión del arte por fundirse con la vida, es decir, por abando-nar el campo de la representación. Ahora bien, los errores cometidos en este proceso también deberán ser leídos a la luz de esta teoría representacional del capitalismo, por ejemplo la consigna misma del arte-vida no va a ninguna parte si, como sucede en el capitalismo tardío, eso que llamamos vida esta ya constituido desde las representacio-nes tonales del capital.

El proyecto político de las vanguardias y el arte-vida depende de la conservación o la creación de esferas verdaderamente autónomas de vida, que no sean ellas mis-mas parcelas del capital reproduciéndose. En el momento en que la "vida" se parezca a eso, la reivindicación de la autonomía del arte volverá a ser pertinente, pero dicha autonomía sólo será sostenible en tanto se organice para contagiar su autonomía a otras esferas de producción, marcadamente las que definen la aparición de nuevos agentes colectivos de antagonismo, de nuevos "obreros sociales".

Precisamente la constatación de las relaciones entre el proyecto de autonomía en el arte y la constitución de agentes sociales autónomos marcará el desarrollo de la última parte de este trabajo de investigación, articulando conceptos como el de “imagi-nario constituyente” de Cornelius Castoriadis.

Mientras tanto, Marcuse se esforzará, como buen frankfurtiano, por rescatar del mercadillo de “estilos de vida” del capitalismo cultural la, nunca bastante apreciada, reserva de negatividad de la “autonomía moderna” y al hacerlo la intentará mantener a salvo incluso de su relación negativa con la sociedad burguesa frente a la cual crece y se define:

                                                            9 Ibidem, pág 116 10 Ibidem, pág 126 11 Marcuse, Contrarrevolución y revuelta, págs. 126-127 12.

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El arte nunca podrá eliminar su tensión con la realidad. La eliminación de esta ten-sión sería la imposible unidad final de sujeto y objeto: la versión materialista del idealismo absoluto... Interpretar la enajenación irredimible del arte como un producto de la sociedad de clases, burguesa o no, es una necedad13

Y esto es así porque para Marcuse, podrá el arte perder su carácter elitista, su encierro en las instituciones de la “autonomía ilustrada” pero no su "extrañamiento de la sociedad" en la medida en que "el 'mensaje' libertario del arte trasciende las metas realmente accesibles de la liberación... sigue comprometido con la Idea (Schopen-hauer), con lo universal en lo particular... el arte debe seguir siendo enajenación"14

No se trata pues de que el arte pierda su autonomía en aras de una práctica polí-tica iluminada, sino de que, precisamente ostentando su condición de producción au-tónoma, defienda ámbitos de percepción y actuación que puedan eludir no sólo las dinámicas colonizadoras del capitalismo cultural, sino como sostiene Marcuse, todo proyecto de reducción del ámbito de lo proyectual al de los hechos consumados, o de suplantación de la sociedad instituyente por la sociedad instituida:

La abolición de la forma estética, la noción de que el arte podría convertirse en parte integrante de la praxis revolucionaria (y prerrevolucionaria) hasta que en un socialismo perfectamente desarrollado, se tradujese adecuadamente a la realidad (o fuese absorbi-da por la ciencia) es un concepto falso y opresivo que sugiere el fin del arte15.

Y el fin, también, de unas cuantas cosas más, nos atreveríamos a sostener.

                                                            13 Ibidem, pág. 120 14 Ibidem, pág. 116 15 Marcuse, Contrarrevolución y revuelta, pág. 119