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La Habana: ¿ esta vez sí? Por Álvaro Sierra Restrepo 34

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La Habana: ¿esta vez sí?

Por Álvaro Sierra Restrepo

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Iván Márquez y la delegación de las Farc durante los diálogos de paz en La Habana, Cuba. / AFP

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El 23 de febrero del 2012, cuando Enrique Santos Calderón, Sergio Jaramillo y Frank Pearl se sentaron a hablar en secreto con las Farc en La Habana, habían pasado casi exactamente 30 años desde que el mismo

Santos conoció a Alfonso Cano y otros miembros del secretariado, la máxima dirección de esa guerrilla, en Casa Verde, en La Uribe, Meta, donde el presidente Belisario Betancur abrió las primeras conversaciones con las Farc en los 18 años transcurridos desde su creación.

Treinta años más tarde, ese febrero del 2012, los cinco miem-bros del secretariado que firmaron el acuerdo de Casa Verde que dio origen a la Unión Patriótica —“Cano” entre ellos— estaban muertos (solo sobrevive, enfermo y retirado en Cuba hace tiempo, Jaime Guaraca). Alias “Manuel Marulanda”, también conocido con el alias de “Tirofijo”, su líder histórico, murió en la selva. “Lo persiguieron 17 gobiernos de Colombia y Estados Unidos y solo la naturaleza nos lo quitó”, le dijo Guaraca a Confidencial Colombia, hace unos meses. Tres nuevos miembros del secretariado habían caído en bombardeos del Ejército, entre el 2008 y el 2010: “Iván Ríos”, “Raúl Reyes” y “El mono Jojoy”.

En lugar de esos veteranos, al frente de la delegación de las Farc estaba un completo desconocido para la mayoría de los co-

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lombianos y para sus interlocutores: alias “Mauricio Jaramillo”, conocido también con el alias de “El médico”, jefe del Bloque Oriental, la fuerza militar más importante de esa guerrilla, que puso en jaque al Ejército en la segunda mitad de los años noventa.

Era la primera vez en una década que se abrían conversacio-nes desde el fin del fiasco de la zona despejada del Caguán, en febrero del 2002. Y, cuando Enrique Santos y sus compañeros se sentaron con las Farc en La Habana, era otra guerrilla con la que estaban hablando.

Las Farc han sufrido golpes que nunca en su historia experi-mentaron. Miles de guerrilleros han sido seducidos por la política de desmovilización y más de medio centenar de jefes de frentes y otros mandos han caído víctimas del dominio aéreo con el que el Estado —con una masiva inyección de dinero, asesoría e inte-ligencia de Estados Unidos, Israel y el Reino Unido, y no sin la ayuda de los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colom-bia (auc) y prácticas como las de los llamados “falsos positivos”— inclinó finalmente la balanza militar en su favor.

Pero no se trataba solo de un cambio de la ecuación militar. Por cuenta de la degradación del conflicto, en el que todas las par-tes venían cometiendo toda clase de horrores desde los años no-venta, y con la contaminación tóxica del narcotráfico, la legitimi-dad de la insurgencia estaba por el piso. Una aplastante mayoría de la gente común ya no veía a las Farc como los “muchachos” rebeldes de los setenta, sino como un grupo de bandidos o una banda “narcoterrorista”, según la narrativa de los dos gobiernos de Álvaro Uribe, que se impuso entre muchos colombianos.

Entre la propaganda oficial y sus propias prácticas totalitarias, las Farc estaban en el punto más bajo de su prestigio y de su capa-cidad militar. Crímenes sistemáticos como el secuestro extorsivo de civiles, las incursiones devastadoras a los pueblos, el uso in-discriminado de explosivos y los métodos autoritarios de control

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sobre la población local han dejado una huella difícil de borrar, que dificulta que muchos colombianos acepten que la guerrilla sea considerada un interlocutor legítimo.

Por primera vez en estos 32 años, se conversa con las Farc en una situación en la que no están en ventaja militar frente al Esta-do. Una diferencia sustancial frente a negociaciones anteriores. Como lo ha mostrado un reciente estudio de la Fundación Ideas para la Paz, en 1991-92 y en 1998-99, justo cuando tenían lugar las negociaciones de Caracas-Tlaxcala y el Caguán, las acciones militares de las Farc superaban en número los combates por ini-ciativa de la Fuerza Pública. Algo similar ocurrió en los años de Betancur. Hoy la situación es la contraria.

Y este factor no es el único que pone el proceso actual en una categoría aparte frente a los otros intentos, todos ellos fallidos, de negociar el fin del conflicto armado con esa guerrilla.

¿30 años no es nada?Esta no es, de lejos, la primera vez que se habla con las Farc (y con el eln). Como escribió hace unos años el “colombianólogo” estadounidense Mark Chernick, “Colombia no solo tiene la insur-gencia más larga de la región sino los procesos de negociación más largos de la región”.

En total, se ha dialogado con las Farc alrededor de 17 años: ocho bajo los gobiernos de Betancur y Barco, entre 1982 y 1990; César Gaviria empezó bombardeando la sede de esas negociacio-nes, Casa Verde, pero en 1991-92 negoció con la Coordinadora Nacional Guerrillera, de la que las Farc formaban parte, en Cravo Norte (Arauca), Caracas y Tlaxcala; se dialogó casi otros cuatro, del 98 al 2002, en el Caguán despejado, con Andrés Pastrana; y cerca de tres más ahora, con Juan Manuel Santos, desde que en febrero del 2012 empezaron las conversaciones secretas que condujeron al actual proceso.

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Las conversaciones anteriores no llevaron a nada. Y tampoco lo hicieron con el eln, con el que se empezó a hablar mucho más tarde que con las Farc, en 1991 (27 años después de su creación), en Caracas y Tlaxcala, y con el que, con intermitencias, se siguió hablando hasta el segundo gobierno de Álvaro Uribe. Ernesto Samper y su entonces Comisionado de Paz, Carlos Holmes Truji-llo, dieron unas puntadas en Madrid y Alemania, con los acuerdos de Viana y Maguncia. Pastrana recibió el bastón e incluso intentó hacer otra zona de distensión en el sur de Bolívar, pero no prospe-ró. Y el Comisionado de Paz de Álvaro Uribe, Luis Carlos Restrepo, adelantó con los “elenos” ocho rondas de conversaciones entre el 2002 y el 2007 en La Habana, México y Caracas, en un formato que tiene notables similitudes con el que hoy el propio Uribe le critica a Santos: negociaciones en el exterior, con levantamiento de órdenes de captura a los jefes guerrilleros, sin exigirles cosas que hoy el uribismo considera “inamovibles”, como el cese de hostili-dades, las acciones contra civiles o el secuestro.

Colombia tiene también una tradición de negociaciones exi-tosas que llevaron a la desmovilización del m-19, el epl y la Co-rriente de Renovación Socialista, entre otros. Entre 1990 y 1994 hubo ocho procesos que llevaron a dejar las armas a más de 4000 combatientes. El balance, en general, es positivo y ninguna de esas organizaciones retomó la lucha armada.

Sin embargo, con las dos guerrillas más fuertes intactas, el conflicto armado nunca cesó. Tres décadas de intentos de negocia-ción no lograron ponerle fin. Pero dejaron no pocas lecciones que, con algo de suerte y mucho de tino, podrían hacer que la que está en curso sea la definitiva.

30 años pueden ser todoA lo largo de todos estos años, los gobiernos colombianos han os-cilado entre dos posiciones: considerar a la guerrilla un actor po-

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lítico con el que se pueden negociar temas de fondo, o etiquetarla como un grupo de facinerosos con el que solo se puede hablar de desarme y desmovilización. Entre los primeros están Betancur, Samper y Pastrana; Uribe, Gaviria y Barco, con diferencias, calzan más entre los segundos. Santos camina una línea intermedia.

Varios de los temas del Acuerdo de Casa Verde de 1984 hoy, 30 años después, figuran en la agenda de La Habana, en particular el agrario y el de la ampliación de la política. Varios no lo están: en-tonces, las drogas ilícitas apenas asomaban las orejas como gasoli-na de la guerra, y aún se podía hablar de perdón y olvido, palabras ahora proscritas por el derecho internacional. Gobiernos como el de Turbay y el de Betancur pusieron leyes de amnistía como “case” inicial para negociar. Y en ninguno de esos procesos el tema de las víctimas tuvo ni de lejos la importancia que cobra ahora.

Las negociaciones de ayer eran públicas. De los “safaris beli-saristas” a Casa Verde, como los llama uno de sus protagonistas; a las ruedas de prensa diarias de los jefes de las delegaciones del gobierno y la guerrilla en Caracas; a la “oportuna” interrupción de las conversaciones en Los Pozos, justo cuando iban a empezar los noticieros de las 7, en los que los representantes de las Farc y del gobierno Pastrana hablaban en directo, en todos estos años se ha negociado por los micrófonos.

Las negociaciones anteriores —incluso las que avanzaron hasta un acuerdo, como las del 84— se atascaron todas en un punto: el cese de hostilidades. En los años de Betancur y Barco, los asesinatos contra la up y el desdoblamiento de frentes con el que las Farc extendieron enormemente su cobertura territorial fueron constantes fuentes de tensión entre las partes. Las nego-ciaciones de Caracas y Tlaxcala no pudieron ni siquiera pasar de ese punto. Durante el Caguán, lo que las Farc hacían o dejaban de hacer dentro de la zona de distensión se volvió tan problemático como la complacencia estatal ante la creciente acción paramilitar

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y los combates entre las fuerzas militares y la guerrilla, por fuera de ella. Con los “elenos” ocurrió lo mismo y el cese de hostilidades nunca llegó a pactarse.

Históricamente, la espina atravesada en la garganta de las ne-gociaciones en Colombia ha sido el cese de hostilidades. Pero no ha sido la única. Los militares, desde el general Fernando Landa-zábal en tiempos de Betancur hasta el ministro de Defensa Ro-

Humberto de la Calle y la delegación del gobierno durante los diálogos de paz en la Habana, Cuba. / AFP / NOTIMEX

No seré yo ni este equipo que nos acompaña los que vamos a alimentar discusiones estériles o protagonismos…

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drigo Lloreda, que le renunció a Pastrana, han terminado opo-niéndose de tal forma a los procesos de negociación que estos terminan siendo inviables.

El secretariado que habló por primera vez con un gobierno colombiano no existe, pero hay continuidades. Desde el 91, “Iván Márquez” (y algunos otros de sus compañeros) ha desempeñado un papel destacado en las negociaciones. Y hombres del gobierno también: Humberto de la Calle, jefe negociador hoy en La Haba-na, lo fue también en Caracas en 1991, como ministro de gobier-no de Gaviria.

Viejos conocidos, pues, se vuelven a ver las caras en La Haba-na, casi un cuarto de siglo después. En parte, para volver sobre los mismos temas inconclusos desde los años ochenta.

Pero hasta ahí llegan las similitudes entre los procesos del pasado y la actual negociación. Por primera vez desde que se em-pezó a dialogar con las Farc, aciertos y errores anteriores parecen haberse asumido como lecciones aprendidas para generar unos diálogos cuya arquitectura profunda rompe con la tradición en no pocos puntos. Y, por eso, además de la ventaja militar que ha logrado el Estado, tiene quizá más posibilidades de éxito que todas sus predecesoras. Estos 30 años de intentos fallidos pueden no haber pasado en vano.

Un chancePoco antes de que se rompiera el proceso en el Caguán, “El mono Jojoy” dijo: “Nos vemos en diez años en la Plaza de Bolívar, con el Caquetá y el Putumayo despejados, o en un pueblito en Ale-mania”. La certera premonición del jefe militar de las Farc no se cumplió a la letra, pero casi lo hizo. El Estado inclinó a tal punto la balanza militar estratégica en su favor que las Farc aceptaron negociar sin despeje y por fuera de Colombia. El único precedente fue en Caracas y Tlaxcala.

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Hoy, el cese de hostilidades no es un punto para empezar la negociación, y verificarlo no se atravesará en las conversaciones, sino que se deja para el final, cuando un acuerdo completo sobre todo lo demás haga más fácil el tránsito por esa avenida, que es la que genera las mayores desconfianzas entre las partes.

Todas las negociaciones anteriores, aparte de enredarse en ese punto, avanzaban tortuosamente en la construcción de una agenda temática. En esta ocasión, se empezó con una ya cons-truida, en secreto, limitada a puntos sensibles para las Farc y que están en el corazón del conflicto, como la tierra, las drogas ilícitas y la participación política.

Más allá del discurso propagandístico oficial, lo que se nego-cia no es la paz sino el fin del enfrentamiento armado, que no es lo mismo. La construcción de la paz se concibe como un proceso posterior a la remoción del obstáculo del conflicto armado. Figu-ran en la agenda, como en tiempos de Betancur, temas como la re-integración de las Farc a la vida civil y su participación en política pero, a diferencia de entonces, solo después de dejar las armas. Ni las Farc ni el país resisten otra Unión Patriótica inmolada mien-tras la guerrilla sigue armada.

Por primera vez, y a diferencia de todos los intentos anteriores, fallidos y exitosos, las víctimas están en el centro de la negociación. Un acuerdo que ellas no avalen será, probablemente, inviable, inter-namente y frente a la comunidad y la justicia internacionales. Tam-bién, por primera vez, se plantea refrendar popularmente lo que se acuerde.

Todos estos puntos marcan una clara diferencia con las tra-diciones colombianas de negociación y le dan a este proceso una oportunidad que no han tenido sus predecesores.

Pero hay otra diferencia sustancial. Lo que se está haciendo en La Habana enfrenta desde su inicio una oposición sin prece-dentes. En los procesos anteriores (Casa Verde, Caguán) esa opo-

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sición fue creciendo a medida que la negociación avanzaba, pero al principio el respaldo en la opinión fue muy amplio. Hoy no.

Como lo mostraron las elecciones, el país políticamente ac-tivo está dividido casi por mitades entre partidarios del proceso y críticos, opositores y dudosos. Hoy, a diferencia de todas las otras negociaciones, los militares están a bordo desde el comienzo y dos generales en retiro se sientan a la mesa en La Habana. Pero, aun así, para nadie es un secreto la profunda desconfianza de mu-chos militares frente a los esfuerzos del gobierno de negociar el fin del conflicto. Aún más grave, hay una lucha abierta por “los corazones y las mentes” militares en torno al tema de la paz. Las “chuzadas” al equipo negociador son la punta del iceberg de esas tensiones que están estirando al máximo las costuras del unifor-me castrense.

Hoy, la paz tiene un chance que, probablemente, no ha teni-do nunca antes. Pero los obstáculos para llegar a un acuerdo que ponga fin al enfrentamiento entre la guerrilla y el Estado no son menores (y falta ver qué pasará con el eln, con el que no hay avan-ces). El 2015 dirá si los 30 que lo precedieron no pasaron en vano.

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