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Espadas curvasPor Ree Soesbee

Lejos, al oeste, en tierras Unicornio…Los cortesanos hicieron gráciles reverencias a su paso, un arcoíris de elegantes ropajes re-

lucientes, como �ores cargadas de rocío. Ella sonrió, pensando no en los cortesanos, sino en la celebración y en los jinetes del patio.

Cimitarras golpeaban unas contra otras bajo el brillante sol, y el baile de sus a�ladas hojas lanzaba re�ejos prismáticos por el patio. Dos samuráis vestidos con los colores púrpura y blanco del Clan del Unicornio combatían en una zona de frondoso verdor. Su exhibición de esgrima atraía por igual la atención de los cortesanos, intérpretes y niños que los rodeaban. Y entre los abanicos y las suaves risas de los cortesanos, los malabaristas hacían malabares, los músicos to-caban y los jinetes ejecutaban proezas atléticas a lomos de magní�cos corceles.

Era un día especial, un día festivo. El palacio, orgulloso y rígido, de pizarra gris y madera blanqueada, se encontraba hoy adornado con �ores y coloridos emblemas púrpura y blanco para celebrar la ocasión. Un cálido viento movía los estandartes como si fuesen llamas de velas sobre los toldos encorvados.

Shinjo Altansarnai bajó por el camino central de los terrenos del castillo, vestida con panta-lones ajustados de monta y un keikogi púrpura plegado en forma de elaboradas olas sobre una túnica interior de plata y oro. Mientras otros samuráis llevaban sus espadas en el cinturón obi, la funda de la espada curvada de Altansarnai le colgaba de un tahalí al costado, y de la parte su-perior de su bota sobresalía el mango de un cuchillo.

—Shinjo-sama —dijo un invitado, un cortesano Grulla con un abanico que siempre estaba en movimiento—, felicidades por vuestra futura boda —sus ropas eran del color del cielo de verano, y su cabello blanco le llegaba por debajo de la cintura, todo él trenzado con cordones de oro y plata.

Altansarnai le dedicó una sonrisa de agradecimiento y continuó hacia el borde de la zona de monta. Antes de que pudiese responder, un despliegue mágico en el patio atrajo su atención. Allí, una shugenja Unicornio alzaba las manos y recitaba nombres ancestrales siguiendo las prácticas del meishōdō. En las manos tenía dos pequeñas esculturas de mar�l y gran antigüedad. Al tiempo que invocaba a los talismanes con una voz suave y reverente, las esculturas comenzaron a brillar con un fulgor rojizo. Oscuros zarcillos de magia se trenzaron alrededor de las �gurillas, ilumina-das por fuegos de arti�cio interiores que se movían y jugaban entre la oscuridad. Los espectadores Unicornio del patio aplaudieron con entusiasmo. El resto de los cortesanos mantuvieron silencio,

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al tiempo que apartaban la vista de la de-mostración, mientras sus abanicos se levan-taban cono una brisa invernal.

—Este tipo de magia… es un desplie-gue inusual. En el Imperio no estamos acostumbrados a ver a los espíritus trata-dos de esta forma —dijo el cortesano con cautela.

Por supuesto, los tradicionalistas es-trictos se horrorizarían ante las inusua-les costumbres Unicornio. —La magia de nombre del meishōdō es la tradición de nuestro pueblo —el Grulla pareció apo-carse, pero Altansarnai no se detuvo ahí—. No importa qué es lo que digan los shugenja Fénix: es nuestra magia, la dominamos y la controlamos.

—Pero vuestro clan lleva aquí más de dos siglos —instó el Grulla suavemente—. ¿Sin duda estas peligrosas tradiciones pueden dejarse atrás?

Los caballos cabalgaron en círculos, manteniendo el paso al unísono con sus jinetes de pie en el lomo. Con un grito, los atletas Unicornio fueron cambiando de caballo entre saltos, intercam-biándose monturas para alborozo de la audiencia. Sus pantalones de montar ondeaban al viento y se apretaban contra sus piernas mientras bailaban sobre los corceles. Cimitarras curvas partían en dos las naranjas que les lanzaban, dejando a su paso limpias mitades.

—Mirad allí —dijo al Grulla—. ¿Veis las espadas curvas que utilizan nuestros samuráis? —levantó la mano y apuntó—. Estas espadas sirvieron a nuestros padres, a nuestros abuelos y a sus ancestros antes de ellos. Son tan sagradas como vuestra katana, y más resistentes. Sí, podríamos aprender a utilizar una espada recta, pero esa no es nuestra naturaleza. Eso no es lo que podemos ofrecerle al Emperador. Los Ki-Rin, nuestros ancestros, fueron enviados a estudiar el mundo más allá de Rokugán. Nuestro objetivo era el de ser una sorpresa poco ortodoxa contra los enemigos del Imperio en las Tierras Sombrías. Durante nuestros viajes decidimos adoptar nuevas costum-bres. Nuevas tradiciones. Las mezclamos con la cultura que traíamos del Imperio. Acero antiguo, recién forjado.

—Aunque nos encontramos en Rokugán, muchos hemos decidido seguir combatiendo con espadas curvas porque nuestro dominio de sus técnicas resulta valioso. Avanzamos hacia el fu-turo con nuestro pasado, y lo uni�camos con lo nuevo. Recordamos lo que aprendimos durante nuestros viajes, y estas lecciones nos hacen valiosos para el Emperador.

—Los Unicornio no dejan nada atrás, Doji-san. Y en especial nada que nos haga más fuertes, o que nos haya salvado la vida tan a menudo como lo ha hecho el meishōdō. El Imperio tendrá que acostumbrarse a aceptar el pragmatismo. Deberá aceptar nuestras espadas curvas.

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—¿Y continuaréis con vuestras tradiciones cuando os caséis con un miembro del Clan del León, Shinjo-sama? —preguntó el Grulla.

No había motivo para permitir que su ignorancia empañase un día tan bonito, por lo que Altansarnai se limitó a responder con una penetrante mirada.

En ese preciso momento, al otro lado del corral una �gura salió desde las sombras. Un hom-bre, con cabello largo y oscuro echado hacia atrás y recogido en un apretado matojo de trenzas, sonrió e hizo una respetuosa reverencia. Iuchi Daiyu. El mundo se ralentizó alrededor de los dos mientras ella levantaba la mirada. Altansarnai no pudo evitar esbozar que una tímida sonrisa le iluminase el rosto. Habían pasado casi veinte años, pero Daiyu aún era capaz de hacerle sentir como una chiquilla que estuviese siendo cortejada.

—¡Madre! —saludó un samurái, y el tiempo volvió a �uir. Altansarnai saludó a su vez. Shinjo Shono, su hijo menor, cabalgaba a lomos de su caballo de guerra, y su armadura, de piezas laca-das en púrpura y unidas con cordel plateado, brillaba a la luz del sol. Shono era el favorito de los cortesanos: joven, franco y entusiasta, pero al mismo tiempo obediente con su madre y �el a su clan.

—Debéis sentiros muy orgullosa —sonrió el Grulla.—Estoy orgullosa. Mis tres hijos se han hecho fuertes en tierras Imperiales. Nuestro clan se

ha esforzado por encontrar nuestro hogar durante un millar de vidas… y lo hemos encontrado aquí, en Rokugán. Mis hijos son un presagio del pasado y el futuro combinados. Nuestro pasado como Ki-Rin y nuestro futuro como Unicornio.

—Cierto, dama Shinjo Altansarnai —la voz del cortesano se trabó ligeramente al pronunciar las extrañas sílabas de su nombre—, y os deseo todo lo mejor al inclinaros ante tal futuro.

Altansarnai asintió educadamente, giró el hombro y dirigió la mirada hacia el campo de ex-hibiciones. Shinjo Shono se puso de pie sobre la silla de su caballo, primero con una sola pierna y luego con la otra, mientras su caballo trotaba suavemente. Cabalgaba en círculos alrededor del corral y cogía argollas con su lanza al pasar. Tras la valla sus otros dos hijos, Haruko y Yasamura, animaban a su hermano menor con fuertes gritos de alegría.

—¡Altansarnai-sama! —la mujer dio un ligero respingo. La voz era fuerte, bronca, y se en-contraba demasiado cerca para su gusto, pero era cierto que nadie había acusado nunca a Utaku Kamoko de tener un exceso de decoro—. ¿Podéis venir conmigo?

Altansarnai se giró para mirar a su amiga. —Kamoko-san —asintió. Algo no iba bien—. Por supuesto.

En el campo de exhibiciones, Iuchi Daiyu colocaba un pie en el estribo y se subía a su mon-tura.

Altansarnai suspiró. Ya habría tiempo más tarde para disfrutar del día. Se alejó de las festivi-dades y siguió a la joven samurái hacia el interior del castillo.

El salón del trono del Clan del Unicornio era más pequeño de lo usual, se usaba con muy poca frecuencia y estaba impoluto. Tenía un estrado con resplandecientes almohadas púrpura,

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un lugar reservado para la armadura de la Campeona, y en una alcoba un exhibidor con diversas armas de caballería colocadas como si fuesen �ores. Eran antiguos trofeos, conservados siglos después de que sus portadores hubieran sido derrotados. Algunas eran armas rokuganesas an-cestrales. El resto provenían de tierras extranjeras, desde las arenas del desierto hasta inmensas montañas, todos aquellos lugares que su clan había visitado durante el tiempo que había pasado fuera del Imperio Esmeralda. Estas armas eran historias, en otro tiempo contadas con orgullo, pero que ahora eran vestigios de una libertad vagabunda que había diferenciado a su pueblo, los hijos del viento, del resto. Guardias vestidos de blanco y púrpura se pusieron �rmes como señal de respeto cuando Altansarnai entró en la sala. Sus ojos miraban hacia abajo, y sus manos esta-ban colocadas sobre sus armas, listos para responder a cualquier movimiento efectuado por la �gura situada en el centro de la habitación.

Allí, arrodillada en el suelo entre dos guardias, se encontraba una mujer vestida completa-mente de blanco funerario.

Altansarnai caminó hasta el estrado y se acomodó en el tatami, cruzando las piernas con un movimiento elegante.

—Esta es Asako Akari, del Clan del Fénix. La encontraron en uno de los jardines. Con esto —explicó Kamoko, sacando del cinturón una pequeña daga con mango blanco y tirándola al suelo frente a la mujer, junto con una pieza de cordel blanco puro. El arma repicó contra el suelo, desprendiendo re�ejos plateados al re�ejar la luz de la luna que se �ltraba por las ventanas.

—¿Un cuchillo de jigai? —Altansarnai frunció el ceño. El jigai era una forma de seppuku practicada por aquellos samuráis que no eran guerreros, de sangre noble pero sin entrenamiento militar. La cuerda formaba también parte de la ceremonia, igual que los ropajes blancos que lle-vaba la persona que se preparaba para morir.

Kamoko se mantuvo pegada a la cautiva como una nube de tormenta. Altansarnai la indicó que se apartase. —No es peligrosa, Kamoko-san. Déjala hablar.

Asako Akari murmuró de forma lenta y entrecortada —Deseo cometer jigai como protesta por vuestro casamiento —levantó la barbilla al tiempo que sus suaves labios comenzaban a temblar levemente. La mu-jer era sólo algo más joven que Altansar-nai, y de una belleza callada y serena. Al lado de Kamoko parecía un pájaro junto a un tigre, a la espera de ser devorada viva—. Tengo… tengo el derecho a hacerlo.

—Protesta —Altansarnai recordó los sucesos recientes—. He oído que hay pro-testas en tierras León. Incluso con una

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dote de corceles Unicornio, a los León no les gusta ver cómo uno de sus respetados samuráis se desposa con una Shinjo. Esperaba tener que enfrentarme a problemas por ese lado. No del Clan del Fénix.

En el Imperio no estamos acostumbrados a ver a los espíritus tratados de esta forma. La opo-sición del Clan del Fénix a la magia Unicornio era aún más enconada. ¿Habrían consentido los Fénix este jigai porque deseaban humillar al Clan del Unicornio? Era posible.

La mujer se estremeció. —Sólo deseo dar mi vida como lo hubiesen hecho mis ancestros, sacri�cándola por aquello que se me quitó.

—¿Qué se os quitó? —saltó Altansarnai —Yo soy la que va a abdicar de mi puesto como Campeona del clan para llevar a cabo esta unión. Yo soy la que dejo atrás mis tierras, mi familia, mi… —Iuchi Daiyu, sus largas trenzas oscuras cayendo delicadamente sobre su hombro—. Yo soy la que va a dejar todo atrás para que haya paz. ¿Pero vos decís que se os ha quitado algo?

Inclinando la cabeza, la Asako respondió. —Lo habéis hecho, gran Campeona, aunque no lo sabéis.

Curioso. Altansarnai respondió, —Contadme vuestra historia.—En otro tiempo fui Ikoma Akari, esposa del señor Ikoma Anakazu, daimyō de la familia

Ikoma. Durante muchos años fuimos una familia. Tenemos una hija… pero ahora, por su clan y su deber, se le ha ordenado hacernos a un lado —la voz de la Asako fue fortaleciéndose al ir avanzando su narración—. Podéis creer que no me gustáis, mi señora. Pero no es cierto. No son vuestras costumbres extranjeras ni vuestros extraños hábitos los que me llevan hoy a la muerte. Es el amor. No puedo vivir sin él. Como se ha divorciado de mí, moriré a modo de protesta.

Esta mujer era una desvergonzada por hablar de aquella forma a una Campeona. —¿Y qué me debe importar a mí? Vuestros problemas no son los míos. Con todo, no me gustaría ver cómo se desperdicia una vida. ¿No podríais continuar como hasta ahora, pero sin el título? La nuestra es una unión política, no una cuestión amorosa.

—No —Akari sacudió la cabeza. Sus ojos se apagaron, y se inclinó profundamente hasta to-car el reluciente suelo con la cabeza y las manos—. Anakazu-sama es un hombre obediente y leal. Será �el a su esposa… cualquiera que esta sea.

—¿Y os ama? —el amor no formaba parte del código de un samurái, sólo el deber. Sin em-bargo, la historia de la mujer le había sorprendido. ¿Cómo era posible que no se lo hubieran comunicado?

—Lo hace.La sala se sumió en una frágil quietud.¿Era este algún retorcido truco Escorpión? Si la mujer cometía jigai, especialmente aquí, en

tierras Unicornio, Altansarnai quedaría deshonrada. La ceremonia se consideraría un mal au-gurio de cara a las Fortunas. —Ahora que tengo conocimiento de la situación, debo actuar. ¿Sois consciente de ello, por supuesto?

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—Es mi sino —murmuró la Asako apesadumbrada—. Es la única forma que tengo de atacar. Por mí. Por mi hija. Para mi gran vergüenza, he sido descubierta antes de poder completar mi tarea.

—Os dije que la boda no era un buen presagio —saltó Kamoko—. Llevamos tres años esfor-zándonos por establecer la paz con el Clan del León, sólo para que nos exijan algo que condena a esta mujer. ¿Qué ha hecho ella de malo? Nada.

Altansarnai se removió en su asiento. La decisión de actuar de la mujer había sido valiente, aunque poco pensada. La muerte no la reuniría de nuevo con su esposo. —Kamoko-san, una boda con Ikoma Anakazu es la única forma de conseguir la paz con el Clan del León. Si su clan ha decidido poner �n a vuestro matrimonio, esa es decisión de su Campeón —pensar en ello resultaba perturbador, pero necesario. Los divorcios no eran algo inaudito, aunque resultaba inevitable que uno de los dos integrantes acabase deshonrado.

—Incluso si es algo que le acarrea la muerte.—De acuerdo con los rokuganeses, su muerte no signi�ca nada.—Lo signi�ca todo. No ha cometido ningún crimen, no se ha deshonrado de forma alguna. Y

a pesar de ello despojamos a una mujer de su esposo, de su hija a una madre. ¿Acaso no nos han enseñado que se debe honrar a la familia? ¿Qué la vida es algo sagrado?

—Aquí, en Rokugán…En Rokugán se aferran a costumbres retrógradas, y destruyen vidas —la Utaku movió su lar-

ga melena, lo que le arrancó brillantes re�ejos a la luz del sol. —Esta mujer está dispuesta a morir por su familia. ¿Estáis vos dispuesta a vivir por la vuestra? Iuchi Daiyu-sama…

—¡Ya basta! —con el simple sonido de su nombre, Altansarnai sintió cómo se le calentaban las mejillas. Su voz era tan fuerte como la de un cuerno de caza, y sus ecos reverberaron por toda la habitación. Se detuvo un momento para recuperar la compostura, cerró los ojos y se frotó la frente con una mano—. Ya basta —dijo más tranquilamente, mirando a Kamoko a los ojos—. Daiyu-sama es el padre de mis herederos, y mi compañero. Leal como es, apoya nuestra unión. No le he dejado de lado.

—Os apoya a vos, Altansarnai-sama. No la boda —respondió Kamoko en tono comedido.Su relación con Daiyu era asunto de ellos y de nadie más, y en parte ese era el motivo por el

que nunca se habían casado formalmente. Ese, y las complicaciones derivadas de unos esponsa-les entre la Campeona del clan y un daimyō familiar. Y sin embargo, ¿le estaba siendo in�el a Dai-

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yu? Tratando de ignorar su incomodidad, estudió la situación con ojo crítico. —Deber, amor… no siempre pueden coexistir. Debemos escoger, y por el bien de mi clan, debo elegir la paz. El contrato está �rmado. Debemos cumplir nuestra parte del mismo —después suspiró y añadió—. ¿Qué otra cosa podemos hacer, Kamoko? Ya hemos tenido antes esta discusión.

—¡No será paz si sois una prisionera! Cuando accedisteis, no sabíais que se desharía de su esposa como un cobarde, como tampoco sabíais…

La habitación se sumió en el silencio, roto únicamente por los quedos lloros de Akari. Ti-tubeante, Kamoko continuó. —¡Esos León! Los Ki-Rin viajamos solos durante siglos, y nos en-frentamos a nuestros peligros en solitario. Luchamos, sangramos, nos esforzamos, y �nalmente regresamos a nuestro hogar… ¡únicamente para ser tratados como intrusos! No se han recono-cido nuestros sacri�cios. No se respeta nuestra fuerza. Los León se niegan a reconocer nuestros territorios ancestrales, ¡y tratan de hacerse con ellos a la menor oportunidad! Matan a nuestros padres y hermanos por mezquinas cuestiones de orgullo.

—Aislado y lejos de su hogar, el Clan del Ki-Rin aprendió a respetar la vida como sagrada. El seppuku era algo inaudito y los castigos, aunque podían llegar a ser crueles, rara vez acababan en la muerte. Necesitábamos todas las espadas que pudiésemos conseguir simplemente para seguir con vida.

—Nuestro clan ha regresado, y ha redescubierto nuestra tierra natal. Como Clan del Unicor-nio protegemos a Rokugán, pero para continuar viviendo en el Imperio se nos pide que olvide-mos todo lo que hemos aprendido y que seamos iguales que los demás. No debemos olvidar las lecciones aprendidas por el vagabundo Clan del Ki-Rin. Ni en bene�cio de los León, ni de nadie.

—Gran Campeona —Asako Akari levantó de forma vacilante la mirada del suelo—. Es cier-to: no entiendo vuestras costumbres. No sé por qué se me ha mantenido con vida para hablar con vos en vez de haber sido ejecutada por mi atrevimiento. No puedo vivir sin Anakazu-sama —tomó profundamente aliento—. No hay lugar para mí en este mundo, no sin mi familia. Por eso, os ruego que me matéis o que no os desposéis con Anakazu-sama —el Bushidō debería ha-ber evitado que la Fénix hiciese semejante solicitud. Akari se había deshonrado con sus palabras, había desobedecido a su familia y había traicionado su honor. Le había costado mucho hacer semejante petición en voz alta, pero su atrevimiento no alteraba la situación.

—No tienes derecho a pedirme eso.—Tal vez ella no lo tenga —Kamoko se puso lentamente de rodillas—, pero yo sí.—El Clan del Unicornio respeta los preceptos del Bushidō, pero nuestros largos años de viajes

nos han enseñado que actuar con sentido práctico es la clave de la supervivencia. Os encontráis atada por vuestra palabra dada, por vuestro sentido del honor… pero ignoráis lo correcto… —Kamoko hablaba de forma apasionada, y sus ojos oscuros brillaban—. Poderosa Campeona, ¿si rogase a mi daimyō que reconsiderase sus planes de matrimonio, me escucharía?

—Kamoko-san —Altansarnai sacudió la cabeza—. Nuestros dos clanes ya han llegado a un acuerdo. Si no me desposo con él, nuestro clan sufrirá una gran pérdida de honor, que nos podría

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llevar a la guerra —dejó caer los brazos a sus costados, y las mangas púrpura de su keikogi formal rozaron sus nudillos—. El Clan del León ofreció este matrimonio como forma de lograr la paz. Les entrega-mos una dote de caballos, y ellos retiraron su demanda de nuestros territorios meri-dionales.

—¡Los León nos han engañado! No erais consciente del precio. Si os desposáis con él, dejaréis el clan y perderemos un gran líder. Accedimos a este matrimonio antes de saber que os convertiríais en su

trofeo. Antes de que fuésemos conscientes de la costumbre Ikoma por la que la esposa siempre asume el nombre del marido y anexa sus tierras a las de su esposo. No le solicitamos unirse a nuestra casa porque no sabíamos que necesitábamos hacerlo. A�rmar que las condiciones han cambiado no nos hará perder prestigio, y si con ello salvamos la vida de esta mujer, aún mejor.

—Altansarnai se detuvo. Los argumentos de Kamoko eran hirientes, y su temperamento los volvía apasionados, pero la mujer no estaba equivocada. Sin embargo, ella no pensaba en el de-ber, sólo en el sentido práctico. ¿Qué pasaría con la posibilidad de una guerra con el Clan del León? ¿Debería negarse a aceptar las tradiciones de Rokugán y su deber? ¿O dejar de lado las tradiciones de su pueblo para aliviar las tensiones con otro clan? Para evitar una guerra, se estaba planteando renunciar a su futuro.

Los Unicornio no dejan nada atrás.Espadas curvas. Era una cuestión de espadas curvas, de encontrar una manera de incorporar

el sentido práctico Unicornio a las tradiciones del Imperio. A veces era necesario cambiar cosas para fortalecerse. ¿Acaso no había sido ese el propósito del Clan del Ki-Rin? ¿Hallar poder fuera del Imperio y traerlo de vuelta para bene�cio de Rokugán? Esta boda se basaba en tradiciones ancestrales, tradiciones que su clan no había sabido cómo contradecir. Ahora se encontraban atrapados, y el clan sufriría por ello. —Los León no lo verán de esa forma —dijo �nalmente—. Sólo les importará que no se haya seguido la tradición.

—Entonces son tan desafortunados e indefensos como ella. Casaos con él, y vuestro espíritu morirá. No lo hagáis, y tal vez muera vuestro honor. Sea como fuere, habrá sangre en vuestra hoja. El tantō de esta mujer nos pregunta a qué haremos caso, ¿al espíritu o al deber? —dijo Ka-moko—. Nuestros ancestros se marcharon del Imperio para responder a esa pregunta. Regresa-mos con la única respuesta que tuvo sentido: libertad. La libertad para elegir entre los dos.

—¿Piensas que estoy rindiendo esa libertad?

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—No tomaríais esta decisión por vos misma. Decís que el clan lo necesita… ¡no lo necesita-mos! Nuestros corceles son veloces, y nuestras espadas certeras. ¡Podemos derrotar a los León! —las palabras reverberaron en la habitación durante un largo y tenso instante, y la tensión oscu-reció la luz del día. Kamoko se ruborizó, claramente avergonzada por su arrebato—. Perdonad-me, Campeona, no debería…

La pasión se veía claramente en el rostro de Kamoko… demasiada pasión. Pero tenía razón, y Altansarnai no podía continuar diciendo lo contrario. El sentimiento era como una piedra que se hundía en su vientre. Si tomaba esta decisión, dejaría a su clan a merced de un millar de tramas políticas. En su mente se dibujó la imagen del puntilloso cortesano Grulla, y frunció el ceño. —Tienes razón. Es una elección. Pero no una entre espíritu y honor. Es una elección entre el pasado y el futuro. Debemos llevar a Rokugán hacia el futuro, sea de la forma que sea.

Altansarnai cerró los ojos. —El matrimonio era político, diseñado para fomentar la paz entre nuestros clanes. Pero esta paz no se logrará a expensas de todo aquello que representa el Clan del Ki-Rin, el Clan del Unicornio, todo aquello que hemos aprendido y en lo que nos hemos conver-tido. Y los León deberán aprender a respetar nuestras tierras ancestrales, de una vez por todas.

—Tienes razón —repitió Altansarnai mientras tocaba la empuñadura de la cimitarra en su cintura—. La tradición de Rokugán no es su ley. Me niego a que me arrebaten mi posición por algo que no se encuentra en los términos de nuestro acuerdo. Accedí a desposarme, no a rendir mi nombre y mi posición. Debemos dejar clara esta distinción —hizo sonar una campanilla para llamar a un mensajero, que se detuvo un instante al ver a la mujer vestida de blanco arrodillada ante su Campeona, pero tuvo la perspicacia de no hacer preguntas y de aparentar mantenerse completamente impertérrito. Altansarnai dijo—: Preparad una misiva para el embajador Ikoma y para el Clan del León. Decidles que hemos dejado de aprobar su oferta de matrimonio. Retiro mi mano, y no pagaré mi dote —el mensajero hizo una reverencia y salió a toda prisa.

Altansarnai se levantó, lo que hizo que los soldados de la habitación se inclinasen al unísono. Kamoko también se inclinó hacia adelante, bajando grácilmente la cabeza como señal de respeto. La Asako hizo la reverencia más profunda de todas, hasta que su frente tocó el suelo ante los pies de Altansarnai.

—Levantaos, Ikoma Akari-san. Se os ha salvado la vida. Marchad para siempre de estas tie-rras. Regresad con vuestro esposo, y contad con mis bendiciones para vuestro matrimonio reno-vado. Podéis marcharos.

Kamoko pestañeó y entornó los ojos. Sin embargo, se hizo a un lado, permitiendo a la Asako levantarse con elegancia. Akari, sin aliento a causa de la alegría, no perdió el tiempo: se recom-puso y prácticamente salió huyendo del lugar, con las mejillas aún manchadas de lágrimas.

—Kamoko-san. Llevarás personalmente un mensaje al Emperador. Esta yegua no será doma-da por ninguna silla o brida, y tampoco comprometeré mi clan en nombre de la paz. Si el Clan del León desea realmente una guerra dará comienzo a una, y lo hubiese hecho con o sin matrimonio. Pero si lo hace, descubrirá que un caballo libre vale por diez felinos de montaña encadenados.

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—Sólo cambiaré de opinión si el Emperador en persona me lo exige. Dejad que me lo orde-ne… o que permanezca como hasta ahora, únicamente a su servicio.

Utaku Kamoko hizo una profunda reverencia, y el movimiento provocó que su largo cabello se derramase sobre los hombros. —Así lo haré, mi Campeona.

Altansarnai se levantó y se dirigió hacia la ventana para mirar a los jinetes que se encontraban bajo ella. Sonrió al verlos correr a través de campos verdes como si no tuviesen ninguna preocu-pación, únicamente alegría. Las pezuñas hollaban el césped, y sus melenas y colas danzaban en el fuerte viento, un viento proveniente de las montañas y desiertos de tierras lejanas. —Dejad que el pasado se quede en el pasado —dijo—, aceptaré la vergüenza que me ofrecen.

—Haremos avanzar al Imperio hasta donde sea posible, a pesar de su apego a antiguas cos-tumbres y tradiciones limitadoras. Mostraremos nuestra fortaleza a sus gentes, y les mostrare-mos también nuestro deber —con los ojos brillantes, se alejó de Kamoko y de los guardias hacia el campo y los corceles.

—Les enseñaremos cómo combatir con espadas curvas.

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Shinjo Altansarnai, innovadora Campeona del Clan del Unicornio