en torno al «quijote» como «obra cómica» · por nuestra parte, preferimos buscar el sentido de...

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EN TORNO AL QUIJOTE COMO «OBRA CÓMICA» Albert A. Sicroff En años recientes hemos visto varios intentos de volver a la idea de que Cer- vantes concibió el Quijote como una obra cómica, particularmente, según al- gunos cervantistas prestigiosos, como una parodia cómica de los libros de caballería. 1 Aunque no aceptemos como fundamental tal entendimiento de la historia del ingenioso caballero de la Mancha, sin embargo, podemos acogerlo porque nos invita a reflexionar sobre el arte cervantino de crear una obra que, a pesar de su evidente comicidad, resulta ser de una seriedad trascendente. No menos importante es intentar descifrar algunas de las ideas serias que Cervantes imbricó en tantas construcciones con fachadas cómicas. Un repaso del texto del Quijote con el fin de recoger datos sobre estos aspectos de su composición nos ha rendido una cosecha abundante de obser- vaciones que, a pesar de su gran variedad, pueden organizarse en dos cate- gorías principales. Por un lado, hay las que tienen que ver con el manejo cervantino de episodios individuales que de primera vista provocan a risa pero que, en segunda instancia, comunican una idea importante sobre algún asun- to —sea con referencia a la vida humana en general, sea sobre algo más específico de la vida española de su tiempo. 1. El ensayo más desarrollado sobre el entendimiento cómico del Quijote es el libro de Anthony Cióse que lleva el título The Romantic Approach to «Don Quijote»: A Critical History of the Romantic Tradition in «Quixote» Criticism (Cambridge University Press, 1978), habiéndolo precedido en el mismo sentido el artículo de P.F. Russell sobre «Don Quixote as a Funny Book», Modern Language Review, 64 (1969), 312-326. El profesor Cióse procura apoyar su idea del Quijote como una obra burlesca en dos consideraciones fundamentales: los contemporáneos de Cervantes, mantiene el autor, no vieron más en su libro que una obra cómica, y luego achaca a los románticos del siglo xix la atribución de ideas serias al Quijote, que, según Cióse, ni Cervantes había concebido ni los lectores de su tiempo habían encontra- do en el libro. Por nuestra parte, preferimos buscar el sentido de esta o cualquier otra obra literaria, más bien que en la historia del entendimiento de ella, en una «lectura meditada» del texto conjugada con lo que sepamos del autor y de las circunstancias en que se entregó a la tarea de componerla. Aquí, cabe añadir que en el caso de Cervantes tenemos que considerar la posibilidad de que las opiniones expresa- das públicamente sobre el Quijote por sus contemporáneos no sean siempre fidedignas. Y esto, porque las vigilancias a que estaba sometida su sociedad limitaban tanto lo que un escritor podía expresar abiertamente en su obra como lo que el lector que fuera buen entendedor y compartidor de ideas «peli- grosas» sugeridas indirectamente en ella estaría dispuesto a delatar. ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Albert A. SICROFF. En torno al «Quijote» com...

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EN TORNO AL QUIJOTE COMO «OBRA CÓMICA»

Albert A. Sicroff

En años recientes hemos visto varios intentos de volver a la idea de que Cer­vantes concibió el Quijote como una obra cómica, part icularmente, según al­gunos cervantistas prestigiosos, como una parodia cómica de los libros de caballería. 1 Aunque no aceptemos como fundamental tal entendimiento de la historia del ingenioso caballero de la Mancha, sin embargo, podemos acogerlo porque nos invita a reflexionar sobre el arte cervantino de crear una obra que, a pesar de su evidente comicidad, resulta ser de una seriedad trascendente. No menos importante es intentar descifrar algunas de las ideas serias que Cervantes imbricó en tantas construcciones con fachadas cómicas.

Un repaso del texto del Quijote con el fin de recoger datos sobre estos aspectos de su composición nos ha rendido una cosecha abundante de obser­vaciones que, a pesar de su gran variedad, pueden organizarse en dos cate­gorías principales. Por un lado, hay las que tienen que ver con el manejo cervantino de episodios individuales que de primera vista provocan a risa pero que, en segunda instancia, comunican una idea importante sobre algún asun­to —sea con referencia a la vida humana en general, sea sobre algo más específico de la vida española de su t iempo.

1. El ensayo más desarrollado sobre el entendimiento cómico del Quijote es el libro de Anthony Cióse que lleva el título The Romantic Approach to «Don Quijote»: A Critical History of the Romantic Tradition in «Quixote» Criticism (Cambridge University Press, 1978), habiéndolo precedido en el mismo sentido el artículo de P.F. Russell sobre «Don Quixote as a Funny Book», Modern Language Review, 64 (1969), 312-326. El profesor Cióse procura apoyar su idea del Quijote como una obra burlesca en dos consideraciones fundamentales: los contemporáneos de Cervantes, mantiene el autor, no vieron más en su libro que una obra cómica, y luego achaca a los románticos del siglo xix la atribución de ideas serias al Quijote, que, según Cióse, ni Cervantes había concebido ni los lectores de su tiempo habían encontra­do en el libro. Por nuestra parte, preferimos buscar el sentido de esta o cualquier otra obra literaria, más bien que en la historia del entendimiento de ella, en una «lectura meditada» del texto conjugada con lo que sepamos del autor y de las circunstancias en que se entregó a la tarea de componerla. Aquí, cabe añadir que en el caso de Cervantes tenemos que considerar la posibilidad de que las opiniones expresa­das públicamente sobre el Quijote por sus contemporáneos no sean siempre fidedignas. Y esto, porque las vigilancias a que estaba sometida su sociedad limitaban tanto lo que un escritor podía expresar abiertamente en su obra como lo que el lector que fuera buen entendedor y compartidor de ideas «peli­grosas» sugeridas indirectamente en ella estaría dispuesto a delatar.

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A la segunda categoría pertenecen observaciones que se refieren a la obra en su totalidad. Tienen que ver con las condiciones iniciales que Cervantes asentó como punto de partida de su obra, las cuales hicieron posible encami­narla por un doble carril de comicidad y seriedad a un terreno h u m a n o nunca antes explorado por ningún escritor en lengua castellana.

Respecto a lo pr imero —episodios cómicos individuales que tienen una resonancia seria— podemos detenernos, por ejemplo, en lo que le pasa a don Quijote, apenas salido al mundo para emprender su carrera caballeresca, en la primera venta. 2 Por cierto, todos los detalles de los sucesos narrados por Cervantes tienen un primer impacto cómico —comenzando por el hecho mis­mo de tomar el ilusionado caballero la venta por castillo, las rameras por damas y el toque del cuerno con que un porquero recoge su manada por el t rompetazo de un enano que le acoge desde la a lmena del castillo. No menos cómicos son su diálogo con el socarrón del ventero, lo que le sucede mientras vela las a rmas en el corral de la venta hasta el desenlace de su estancia en el «castillo», con el rito en que el ventero-castellano y las rameras Tolosa y Moli­nera le a rman caballero andante .

Pero es precisamente en esta última escena que la solemnidad con que Cervantes hace actuar a sus personajes parece desviar todo lo que ha pasado en la venta de lo puramente cómico. Así, aunque el ventero lee de un libro de cuentas, lo hace «como que decía alguna devota oración» y le da el espaldara­zo a don Quijote «siempre murmurando entre dientes, como que rezaba». La moza Tolosa le ciñe la espada recitando «Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en las lides», mientras la Molinera le calza la espuela (I, 3, 93-94). En todo esto, no hay ninguna nota desatinada; todos desempeñan su papel con la mayor discreción, aunque conteniéndose «para no reventar de risa a cada punto». Por consiguiente, el que se está a rmando caballero corresponde con una solemnidad apropiada a la conducta ejemplar­mente caballeresca de las mozas. Les ruega titularse en adelante, a pesar de su ínfima categoría —una es hija de un remendón y la otra de un molinero—, respectivamente, doña Tolosa y doña Molinera. Con tal desenlace, habiendo evitado el autor exponer a su hidalgo a las mayores consecuencias burlescas que le hubiera merecido su loca ilusión, el episodio de por sí cómico se tras­ciende apuntando hacia una idea importante que ha de reaparecer en varias formas a lo largo de la novela. Aquí, como por toda la obra, las cosas y personas no son sencillamente según la realidad de su definición esencial sino también según su «estancia», su manera de funcionar en el momento específi­co en que están en la vida del hidalgo manchego . 3 Así, venta, rameras , por­quero, ventero, corral con su pila para animales, agenda de cuentas, han fun-

2. Seguimos la edición de Luis Andrés Murillo, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, t. I, capítulo 2, Madrid, Castalia, 1987, pp. 82 ss. En adelante, citaremos tomo, capítulo y página de esta excelente edición.

3. A esto mismo corresponde también la onomástica cervantina. Muy evidentes son los casos del rocín y de Aldonza Lorenzo, que van a funcionar en la novela como Rocinante y Dulcinea. Recuérdese, también, que Sansón Carrasco será, según varía su relación con don Quijote, «El Caballero del Bosque» (por el lugar donde le encontró el manchego), «El Caballero de los Espejos» (¿por reflejar las locuras

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cionado respectivamente como «castillo», «damas», «enano», «castellano», «capilla con su pila de agua bendita», y «un libro ritual», durante la estancia de don Quijote con todos ellos. En efecto, ya se ha sugerido aquí lo que se declarará abiertamente más adelante respecto a ser cada uno «hijo de sus obras ».

Lo que es más, con hacer que el loco don Quijote prevalezca sobre los cuerdos de la venta para que entrenen y se comporten según lo que exige la locura suya, Cervantes ha esbozado un pr imer ejemplo de un procedimiento literario muy suyo, inventado para manejar la totalidad de la carrera de su protagonista en sus encuentros con los demás personajes del libro. Lo comen­taremos más adelante. Por el momento , l imitémonos a sugerir que el autor hizo que las andanzas del «loco» don Quijote se vinculasen en un movimiento constante de abrirse y cerrarse brechas —de acuerdos y desacuerdos— entre él y los tenidos por «cuerdos» respecto a la realidad (o las realidades) que vivía cada personaje de la novela.

Volviendo a lo de crear episodios cómicos que resultan vehículos para acercarnos a algún asunto trascendental, sólo nos permite el t iempo limitado señalar muy pocas de las muchas instancias en que Cervantes obra de esta manera . En la famosa aventura de los molinos de viento que don Quijote toma por gigantes enemigos hay resonancias de tres asuntos importantes, dos de ellos sujetos a conjeturas sobre su posible sentido y uno de un significado indudable. Se puede discutir el significado part icular que pudiera tener aquí y en tantas otras ocasiones el a taque contra gigantes y lo gigantesco. También habría que considerar el repetido uso que hace Cervantes de la figura del maligno encantador como sembrador de confusiones. 4 Pero lo que no está

del que le deja derribado en el suelo?) y «El Caballero de la Blanca Luna» (¿apelación emblemática del enemigo infiel —i.e. «blanca luna» = emblema del infiel musulmán— que pone fin a la carrera del que se creía vivir en un mundo de caballeros andantes?). Más intrincado es el juego con el nombre del protago­nista. Después de conjeturas sobre «Quijada-Quesada-Quejana», sale al mundo el hidalgo manchego para hacer el papel de «don Quijote de la Mancha», con sus variaciones circunstanciales de «Caballero de la Triste Figura», «Caballero de los Leones», y, por fin de «Alonso Quijano el Bueno». Sobre la última apelación queda mucho que decir. ¿Qué sentido tiene introducir un apellido que no fue de los anteceden­tes conjeturados al comenzar la novela? También, ¿qué querrá decir Cervantes al hacer morirse a «Alon­so Quijano el Bueno» para terminar el libro volviendo a nombrar «don Quijote» a quien es el que «real y verdaderamente yace tendido de largo a largo» en la tumba?

4. Lo que propongo aquí no quedaría satisfecho con la sencilla observación de que Cervantes no hace más que recoger en la obra suya las figuras del gigante y el encantador que se encontraban en los libros de caballería. Se trataría más bien de intentar lo que intentó hacer Américo Castro respecto al sentido particular que pudiera tener el uso de gigantes y lo gigantesco en el contexto de la obra cervanti­na (véase su «Cómo veo ahora el Quijote», estudio de introducción a la edición de la obra publicada por Editorial Magisterio, Madrid, 1971). Haría falta descifrar también el sentido que pudiera tener la figura del encantador en el desarrollo de la novela de Cervantes. Recuérdese que, aunque el primer ventero le habla a don Quijote de los que «tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría [...]» (I, 3, 89), Cervantes no le dio al caballero andante suyo un encantador amigo que le socorriese en algún momento. En la vida de don Quijote los encantadores siempre son malignos enemigos que le infligen repetidas desgracias. ¿Sería que Cervantes se sirviera de la figura del encantador para evocar las fuerzas invisibles que obraban en su tiempo para dañar a las personas —en el caso de don Quijote, para quitarle sus libros, para impedirle ganar fama y glorias con sus hazañas y para ocasionarle toda clase de confu­siones (e.g. las confusiones a que da lugar lo de Dulcinea-labradora, que a fin de cuentas se vive en la novela como obra del encantador que persigue a don Quijote, aunque sabemos que en realidad fue una burla que le hizo Sancho)?

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sujeto a duda alguna en este encuentro del hidalgo con los gigantes es la introducción cervantina de la idea de depender la realidad de lo que se ve de lo que permite percibir la condición existencial del personaje. En este caso, don Quijote entiende que Sancho ve molinos y no gigantes porque «no estás cursado en esto de las aventuras» (I, 8, 129). 5 La misma idea reaparece y adquiere un sentido más amplio en la «no-aventura» de los batanes. Habiendo pasado toda una noche esperando la batalla que prometía el estruendo conti­nuo de golpes temibles, descubrieron a la mañana que la causa «de aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido» eran «seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban». El ridículo desenlace de esta temerosa aventura da un giro hacia otra cosa más seria cuando el intrépido caballero declara que no era de su obligación «conocer y distinguir los sones, y saber cuáles son de batán o no», y aun más porque «podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos». Así, con este razonamiento, la situación cómica en que se encuentran se debería a Sancho más bien que a su amo. Por lo que tocaba a don Quijote, «¿Pareceos a vos que, si como éstos fueron mazos de batán, fueran otra peligrosa aventura, no había yo most rado el áni­mo que convenía para emprendella y acaballa?» (I, 20, 249). Con lo cual, a pesar de la pr imera impresión del lector, quedan intactas tanto la cordura como la valentía del caballeresco manchego.

Otro episodio cómico con su trasfondo de razones serias es el del encuen­tro de don Quijote con los mercaderes toledanos (I, 4, 99-100). El autor co­mienza puntual izando los detalles cómicos de la escena. Describe la ñgura del loco caballero «que con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen». Llega­dos ellos, «levantó don Quijote la voz y con ademán arrogante» les exige con­fesar «que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatr iz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso».

Con este principio, Cervantes hubiera podido llevar al lector directamente al desenlace que había de tener esta burlesca detención por don Quijote de unos mercaderes con poca paciencia para locuras caballerescas. Pero parece que, antes de conducir al lector al apaleamiento que iba a sufrir el inoportuno

5. También, al mandarle que «si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración» Cervantes intro­duce ligeramente la idea de que el miedo puede turbar la percepción. Más adelante, vuelve a esto de una manera explícita que ya no permite dudar de lo que se trata: en la aventura de los rebaños, Sancho confiesa no ver ni entender más que ovejas y carneros en vez de los ejércitos de los guerreros a punto de entrar en batalla que ve su amo. Entonces, Cervantes continúa con: «El miedo que tienes —dijo don Quijote— te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo; que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda» (I, 18, 223). Y en la Segunda Parte, Cervantes le hace volver otra vez a la misma idea en el encuentro con los leones. Cuando le suplica Sancho que desista de atacarlos porque un león, a juzgar por el tamaño de la uña, «es mayor que una montaña», don Quijote contesta: «El miedo, a lo menos [...] te le hará parecer mayor que la mitad del mundo» (II, 17, 162).

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defensor de la belleza de su dama, el autor optó por desviar el desarrollo del episodio para tocar la cuestión, siempre sensible en su época, de la creencia. Así, dando un giro algo inesperado a su narración, Cervantes comienza a alejarse de lo puramente cómico del suceso con la demanda que pone en boca de uno de los toledanos. Le hace pedir lo que es, en efecto, una muestra de la «mercancía» antes de pronunciar la opinión sobre ella que le exige don Quijo­te. A esta demanda del mercader, normal para uno de su oficio, el hidalgo contesta desde el mundo en que vive él con otra idea del comportamiento que exige «la verdad»: «—Si os la mostrara —replicó don Quijote—, ¿qué hiciéra-des vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia». A continuación, al hilo de la discusión entre el hidalgo y el mercader, Cervantes los hace incurrir en lo que tiene un alcance mucho más allá de su desacuerdo sobre la belleza de Dulcinea. Pues las diferencias que expresan sus personajes, sin perder el tono cómico de su expresión, acaban rozando el conflicto sobre cómo vivir la verdad: vivirla como una creencia o como algo que hay que comprobar antes de aceptar su validez. Mientras el loco don Quijote protagoniza la pr imera postura, es el cuerdo mercader quien mant iene la segunda, aunque se hace problemática la cordura suya en el juego cómico que Cervantes mant iene en lo que sigue. Así, todavía puede pasar por cómicamente razonable el merca­der que, «en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos», le suplica a don Quijote, «porque no encarguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Estremadura». Pero es precisamente la persistencia cervantina en mantener el tono humoríst ico lo que nos adentra más en la gravedad del problema sin solución que se va asomando. El toleda­no procura asegurarle a don Quijote que con mostrarles «algún retrato de esa señora, aunque sea t amaño como un grano de trigo», quedarán satisfechos él y sus conciudadanos. Luego, es el intento mismo de rematar la declaración de buena voluntad que los toledanos le tienen a don Quijote lo que lleva al mer­cader a declarar que «estamos tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo ya que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere».

Es en este punto donde Cervantes toca lo más grave de la cuestión que ha surgido entre su protagonista caballeresco y sus interlocutores toledanos. En­tre el que exige creer absolutamente en la verdad de la belleza suprema de Dulcinea y el que pide alguna evidencia de ella no hay término medio en que puedan convivir ambas partes. La buena voluntad de complacer a don Quijo­te, afirmando lo que les exige, aun cuando esté en contradicción con la evi­dencia, no puede satisfacer la intransigencia del que exige nada menos que una creencia sin reparos. Llegados a este callejón sin salida de la oposición entre el creyente absoluto y los otros que serían creyentes condicionales, la única «solución» es la violencia. En esta ocasión, es el intransigente caballero

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andante quien sufre el castigo de una paliza. ¿Insinuación cervantina de lo que merece el intento de imponer en otros una creencia intocable o sencillo aviso de la consecuencia inevitable del choque entre el creyente absoluto y los que no comparten semejante pos tura? 6

De todos los episodios cómicos de que Cervantes se sirve para tocar cues­tiones graves, ninguno tiene resonancias más profundas que la burla que San­cho le hace a su amo al comenzar la Segunda Parte del Quijote. El hidal­go manda a Sancho volver a visitar a Dulcinea, «pidiéndola fuese servida de dejarse ver de su cautivo caballero». Pero el escudero no sabe adonde dirigir­se, porque fue una mentira lo que le contó a don Quijote en la Primera Parte de haber entregado su carta a Dulcinea. Para salir del aprieto en que ahora se halla, Sancho agarra la ocasión que le ofrece el encuentro con tres labradoras para decirle a su amo que ahí se acerca su Dulcinea con dos doncellas que la acompañan. Desde luego, Cervantes no pierde la oportunidad de regocijarse con notas cómicas del encuentro: hacer que Sancho se dirija con una elocuen­cia incongruente a la tosca labradora, que su amo se hinque de rodillas ante esa «dama» campesina, que ésta responda a las galanterías caballerescas como la rústica que es, no sólo en el lenguaje que emplea sino aun dando un brinco, «como si fuera hombre», para monta r a su pollina y seguir su camino (II, 10, 109-111).

Pero entretejido con este episodio va surgiendo el problema del encanta­miento de Dulcinea, el cual será una preocupación constante para don Quijo­te en la Segunda Parte. Aquí comienzan las incert idumbres y las inquietudes que Cervantes le hará sufrir hasta terminar su obra. Así, por pr imera vez, es don Quijote quien no ve lo que debiera ver, teniendo delante de sí, según Sancho, a la misma dama Dulcinea de quien está enamorado. Cervantes le presenta perplejo, t ratando de explicar su «ceguera» en un vaivén de dudas sobre si es él la víctima de su enemigo encantador, que le ha cegado para que no vea la belleza suprema de Dulcinea que «ve» Sancho, o si es Dulcinea la víctima del maligno encantador, que ahora le persigue transformando a su dama en una tosca labradora. 7 Esta es la pr imera de tantas desdichas que ha de sufrir don Quijote en la Segunda Parte y que, antes de acabar desdiciéndo­se de su vida caballeresca, le ocasionarán repetidas dudas sobre ella. 8

6. Con toda cautela, sin atreverme a sugerir una influencia directa, para evitar alguna acusación de «despuntar de agudo», ¿no habría una semejanza fundamental entre este punto a que llegan los merca­deres con don Quijote sobre afirmar la belleza suprema de Dulcinea y el problema que se dio —tan recientemente para Cervantes como por los años setenta— entre fray Luis de León y el Santo Oficio? Fray Luis estaba dispuesto a aceptar la Vulgata —con todos sus defectos de traducción— como la Biblia «suprema», consagrada como canónica por la Iglesia. Pero se negaba a abandonar sus estudios humanís­ticos de los textos hebreos de la Biblia, que ya le habían revelado tantos «lunares» de traducción en la Vulgata. Los perseguidores de fray Luis no estaban más dispuestos a aceptar el compromiso que les ofreció él que don Quijote a aceptar el acuerdo propuesto por los mercaderes toledanos. Pero, mientras en el caso de fray Luis pudieron imponerse los intransigentes inquisidores encarcelándole por varios años, Cervantes hizo que fuera don Quijote quien pagara la intransigencia suya a manos de los mismos que se mostraron dispuestos a llegar a un acuerdo razonable para satisfacerle.

7. En las pocas páginas en que Cervantes describe el episodio, vemos a don Quijote oscilar por lo menos cuatro veces entre una y otra posibilidad, entre ser él el encantado y serlo ella (II, 10, 110-115).

8. Debemos notar que no todas las confusiones de don Quijote en la Segunda Parte tienen que ver

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El problema del encantamiento de Dulcinea llega a ser el hilo conductor más importante de la Segunda Parte, entretejido con lo más profundamente cómico-serio de toda la obra. Así, por ejemplo, la manera de jugar Cervantes l i terariamente con el engaño de Sancho sirve, en efecto, para demostrar cómo la mentira puede cobrar la fuerza de una verdad en que se puede fundar la «verdad» de varios otros engaños que le hacen. Esto es lo que pasa cuando el autor utiliza el engaño sanchesco sobre Dulcinea-labradora para asegurar a don Quijote de la verdad de los detalles extraños de su aventura con el Caba­llero de los Espejos. A éste, en realidad Sansón Carrasco, que se presenta primero como el Caballero del Bosque y luego sale a la pelea caballeresca con don Quijote como el Caballero de los Espejos, Cervantes le hace declarar que «de lo que yo más me precio y ufano es de haber vencido en singular batalla a aquel tan famoso caballero don Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que su Dulcinea; y en sólo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos los caballeros del mundo , porque el tal don Quijote que digo los ha vencido a todos; y habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado a mi persona» (II, 14, 135). El asombrado don Quijote, hablando de sí en tercera persona para no descubrirse, procura explicarle al Caballero del Bosque su error con la conje­tura de que «como él tiene muchos enemigos encantadores, especialmente uno que de ordinario le persigue, no haya alguno dellos tomado su ñgura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama que sus altas caballerías le tienen granjeada y adquirida por todo lo descubierto de la tierra» (II, 14, 136). Y, en confirmación de lo que sugiere, añade que «no ha más de dos días que transformaron la figura y persona de la hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana soez y baja, y desta manera habrán transformado a don Quijote» (II, 14, 137). Más tarde, después de vencer al que ahora se nombra el Caballero de los Espejos, don Quijote ve que el vencido, en efecto, como ya lo ha notado Sancho, tiene la cara de Sansón Carrasco. Esta vez, el manchego no reconoce ningún equívoco de su parte. Convencido de la verdad de que tiene un enemi­go encantador que le persigue con transformaciones para quitarle sus mo­mentos de gloria, don Quijote, con la punta de su espada puesta en el rostro del vencido Caballero de los Espejos, le manda confesar «que aquel Caballero que vencisteis no fue ni pudo ser don Quijote de la Mancha, sino otro que se le parecía, como yo confieso y creo que vos, aunque parecéis el bachiller

con el «encantamiento» de Dulcinea. Así, en el inmediatamente próximo episodio, vemos a don Quijote reconocer su error en tomar a unos comediantes por gente con quienes ha de entrar en una pelea caballeresca. Y esto le hace declarar, por primera vez, que «es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño» (II, 11, 117). Con esto, ya no es el personaje de la confianza absoluta de la Primera Parte, siempre preparada con Ja explicación de su «aparente» equívoco —e.g, los «gigantes-molinos» fue obra de su enemigo Frestón para robarle la gloría de vencerlos. Más tarde, en el desenlace de la aventura del «barco encantado», Cervantes le salva de la pura ridiculez dándole voz para expresar la duda profunda a que ha llegado sobre la posibilidad de entender lo que pasa en la vida en este mundo. Desde el abismo de su confusión, se le ocurre que hay «dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta [...] etc.». Parece que está a punto de sucumbir en tal vida desordenada cuando pide que «Dios lo remedie, que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras», y concluye «Yo no puedo más» (II, 29, 267).

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Sansón Carrasco, no lo sois, sino otro que le parece, y que en su figura aquí me le han puesto mis enemigos, para que detenga y temple el ímpetu de mi cólera, y para que use blandamente de la gloria del vencimiento» (II, 14, 145).

Cervantes da todavía otra vuelta al engaño Dulcinea-labradora, con la cual acrecienta su efecto cómico y a la misma vez introduce un razonamiento que, por atrevido que sea decirlo, parece anticipar uno de los argumentos ontológicos cartesianos sobre la existencia de Dios. Así, nada más cómico que la escena en que Sancho confiesa a la duquesa que lo del encantamiento de Dulcinea derivó del engaño que hizo a su amo y ella le advierte que el enga­ñado es él y no su amo, pues «la villana brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que está encantada como la madre que la parió». Es entonces cuando Cervantes, sin abandonar el tono cómico de la escena, inventa una respuesta para Sancho que por su forma sería nada menos que cartesiana avant la let-tre. El escudero se deja convencer de la verdad de lo que acaba de decirle la duquesa «porque de mi ruin ingenio no se puede ni debe presumir que fabri­case en un instante tan agudo embuste [...]» (II, 33, 301). Por descabellado que pueda parecer comparar este razonamiento sanchesco con el de Descar­tes sobre la existencia de Dios, ¿no coinciden ambos en establecer una verdad objetiva por medio del reconocimiento del sujeto de su propia incapacidad de imaginar o inventar la verdad en cuestión? Tanto la verdad de la existencia de Dios como la de la existencia de Dulcinea-labradora quedan comprobadas —respectivamente para el filósofo francés y el novelista español— porque en ambos casos se trata de «existencias» que la limitada consciencia del sujeto sería incapaz de inventar.

Por fin, podemos dejar lo del encantamiento de Dulcinea con una últ ima observación sobre hasta dónde pudo Cervantes llevar a su lector con lo que comenzó como una burla de Sancho. Como acabamos de ver, el autor manejó la escena para que la duquesa lograra convencer a Sancho de que creyendo ser el engañador fue él el engañado y que Dulcinea verdaderamente está en­cantada en la figura de una labradora. Pero inmediatamente antes de esto, Cervantes empleó el mismo asunto con otro propósito en la conversación que desarrolló entre la duquesa y don Quijote. Ella ha avisado al loco manchego que, según la historia que circula entre la gente, él nunca ha visto a Dulcinea y que se cree que «esta tal señora no es en el mundo , sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfecciones que quiso». Y la respuesta del caballero andante es de lo más turbador para su vida como caballero andante que ha dedicado todas sus hazañas a su dama. Pues, a las dudas sobre la existencia de Dulcinea y las perfecciones que le atribuye, don Quijote contes­ta: «En eso hay mucho que decir [...]. Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo , o si es fantástica, o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo». Con esto parece que la creencia rotunda y absoluta del caballero en su dama —recuérdese su comportamiento con los mercaderes toledanos sobre la cuestión de la belleza de Dulcinea— ha enflaquecido, y que, por la manera de expresar su incert idumbre don Quijote,

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se está poniendo en tela de juicio la existencia misma de la figura transcen­dente a que él ha dedicado sus hazañas caballerescas. En efecto, debemos recordar que Dulcinea nunca aparece en la obra y no tiene otra existencia que la que le prestan las hazañas del que cree en ella. 9 Así, por lo menos por un momento , Cervantes se ha atrevido a llevar la original burla cómica de San­cho a incurrir en lo que hubiera sido el problema más arriesgado que se pudiera tocar en su época. Fuese para la vida de don Quijote dentro de la novela o fuese para los lectores contemporáneos del autor, nada pudo ser más grave ni más peligroso que expresar dudas respecto a la existencia de la figura trascendente en cuyo servicio el ser h u m a n o desempeñaba todas sus ob ras . 1 0

Es hora de pasar de la consideración de los episodios cómicos individua­les en que resuenan asuntos de mucha importancia al examen de algunas observaciones de la segunda categoría que mencionamos al comenzar, las que se refieren al desarrollo de la obra cervantina en su totalidad. Se trata de señalar las condiciones iniciales que Cervantes asentó para poner en movi­miento la historia de don Quijote y para mat izar las aventuras que iba a tener a lo largo de su carrera como caballero andante.

Como ocurre con los episodios individuales que acabamos de examinar, también parecerá cómica la forma en que Cervantes crea a su protagonista y le hace emprender su carrera de caballero aventurero. Y también esa manera misma de comenzar la narración guarda posibilidades de un entendimiento que trascienda su comicidad. El pr imer paso en este sentido, que se ha consi­derado como fundamental para la composición de una parodia del género caballeresco, será la introducción de una figura exageradamente entregada a la lectura de libros que cuentan las aventuras fantásticas de los caballeros andantes. Cervantes nos dice que el hidalgo manchego se enfrascó en sus lecturas tanto que cayó en la locura ridicula de creer que «era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones», hasta tal punto

9. ¿Será éste el sentido de las palabras en la poesía introductoria que Urganda la Desconocida dirige «Al libro de Don Quijote de la Mancha», declamando que don Quijote «alcanzó a fuerza de bra- / a Dulcinea del Tobo-». Puesto que no hay tal «alcanzar», al pie de la letra, en la novela cervantina, parece­ría que Urganda celebra a don Quijote como quien «alcanzó» a Dulcinea sólo en el sentido de hacerla existir como figura para quien ejerció la «fuerza de su brazo» (I, p. 60).

10. Desde luego, no hay manera de «documentar» si en efecto Cervantes quería insinuar deliberada­mente la idea que parece estar latente en [a inseguridad que don Quijote expresa aquí sobre Dulcinea. Lo que sí es indudable es que, considerada la siempre presente vigilancia por la ortodoxia española en su tiempo, Cervantes se hubiera expuesto a consecuencias gravísimas escribiendo, sin ambages, de la vida de un don Quijote que se dedicó a obrar en el servicio de Dios y que llegó a dudar si es «fantástica» o no es «fantástica» su existencia. Sin embargo, no le faltaba a Cervantes la habilidad de llevar a su protago­nista, por vía indirecta, a expresar dudas que pudieran atañer a Dios. Para esto, hace falta recordar que en otro momento anterior Cervantes ya había encontrado una manera de acercar el lugar que ocupa Dulcinea en la vida de don Quijote al lugar que ocupa Dios en la vida de los hombres. Recuérdese el reparo que le hizo un «caminante» en la Primera Parte: «[...] una cosa, entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acome­terla se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros seme­jantes; antes se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios [...]». A esto el de la Mancha contestó, con la ligereza y la rapidez de quien pasa sobre ascuas, que también se encomendaban a Él (I, 13, 174). Pero si en efecto esto es lo que hace don Quijote quizá un par de veces, es a su dama a quien dedica todas sus hazañas en las demás ocasiones.

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que «para él no había historia más cierta en el mundo». Por fin, cuenta el autor que el enloquecido lector «vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo»: hacerse caballero andante (I, 1, 73-75). Y así, con el nombre de don Quijote de la Mancha, Cervantes le hace salir a ganar fama y gloria con buenas hazañas que dedicará a su dama.

Pero estos mismos detalles apuntan hacia algo distinto de lo que se ha entendido tradicionalmente. En realidad, indican que el autor comenzó su obra alejándose del mundo de los libros caballerescos y, por consiguiente, de la posibilidad de parodiarlos. Pues, ¿cómo se puede fundar la parodia de este o cualquier otro género literario en una condición que no es una característi­ca suya? El punto de partida que Cervantes tomó para su narración no tiene igual, a lo que sepa yo, en los libros de caballería. Los sucesos narrados en ellos ocurren en un mundo homogéneamente caballeresco. No presentan el caso de una figura extravagante que, arrebatada por lecturas de las aventuras de los caballeros andantes, decida hacerse uno de ellos. Tampoco encontra­mos en los libros de caballería el desacuerdo radical que Cervantes siembra entre el que sale a ganar fama y gloria como caballero andante y todos los demás personajes que tienen por loco al que cree en la veracidad de las patra­ñas caballerescas y se propone encarnarlas en su propia vida.

Habiendo comenzado su narración de esta manera, Cervantes todavía hu­biera podido componer, si no una parodia, una obra cómica, encerrando a su protagonista en su locura sin otra posibilidad de relacionarse con los demás personajes de la obra que como objeto constante de sus burlas. Pero el autor evidentemente lanzó al mundo a su ingenioso caballero no como un simple hazmerreír de la gente con que tropezaba. Sin abandonar las posibilidades cómicas que se pudieran ofrecer en los encuentros de don Quijote con los que le tenían por loco, el autor también le dotó de ideas, voz para expresarlas y espíritu para discutirlas con los personajes cuerdos de su novela. Por consi­guiente, su protagonista estaba en condiciones de comunicarse con ellos so­bre una amplia variedad de temas. En efecto, Cervantes manejó las confronta­ciones quijotescas con los demás personajes de tal modo que a veces los mis­mos cuerdos quedaban asombrados de la cordura con que discurría el loco caballero andante, mientras que en otras ocasiones Cervantes dejó para el lector el asombro del loco comportamiento de los que pasan por cuerdos en la novela. 1 1

Así, por un lado, oímos al loco don Quijote pronunciar discursos discre­tos sobre la defensa de la mujer contra las agresiones amorosas del hombre ,

11. Hace falta notar que este proceso de «problematización» de la locura quijotesca y la cordura de los personajes con quienes se encuentra se intensifica en la Segunda Parte. Esto ocurre precisamente cuando, a diferencia de lo que pasó en la Primera Parte, Cervantes hace derivar las aventuras más importantes de don Quijote de las burlas deliberadas que le hacen más bien que de sus propios engaños o ilusiones. Compárese su aventura con los gigantes-molinos que brotan en la Primera Parte de la imagi­nación suya con su primer encuentro de la Segunda Parte con la labradora que Sancho le presenta como si fuera Dulcinea. Ya vimos cómo esta transformación burlesca obrada por su escudero llega a ser el vehículo para incurrir en algunas de las cuestiones más graves y más profundas que Cervantes toca en toda la novela.

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sobre a rmas y letras, sobre la belleza de la poesía y la torpeza de los poetas malos, sobre las justas razones para hacer guerras (cuando están para pelear­se los del pueblo de los rebuznadores y los que se burlan de ellos), sobre cómo debe comportarse el gobernador de una «ínsula». Y es notable que Cer­vantes no permite subir a ninguno de los cuerdos a tan altas cimas de expre­sión edificante. En cambio, sí que les hace prestarse a acciones que hacen dudar del buen juicio suyo. Esto es lo que ya vimos en el comportamiento del ventero-castellano y las rameras-damas de la pr imera venta en que se detiene don Quijote. Es la pr imera de muchas ocasiones en que los cuerdos provocan a risa con sus locuras, a veces para complacer al caballero andante , a veces con el propósito de curarle de la locura suya o, en otros momentos , para divertirse con el que tienen por loco. Entre tantas ocasiones en que así pasa, recordemos la andanza del cura por los montes vestido de la princesa Mico-micona, papel que dentro de poco emprende Dorotea. De otra índole es el episodio en que al barbero que reclama su bacía le dicen todos, para burlarse, que en efecto es un yelmo, según mantiene don Quijote. Aquí es el barbero quien queda perplejo e incrédulo. «¿Que es posible —dice el dueño de la ba­cía— que tanta gente honrada diga que ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa parece ésta que puede poner en admiración a toda una Universidad, por dis­creta que sea» (I, 45, 541).

Es en el encuentro de don Quijote con Sansón Carrasco, alias el Caballe­ro de los Espejos, donde Cervantes delata explícitamente lo que venía hacien­do a lo largo de su obra: hacer borrosa la línea que separa a los cuerdos del loco manchego. Vencido Sansón por su loco adversario en una pelea caballe­resca, yace maltrecho en el suelo. En este punto, el autor le da la palabra a Tomé Cecial, el «escudero» de Carrasco, para plantear el problema: «Don Qui­jote loco, nosotros cuerdos, él se va sano y riendo; vuesa merced queda moli­do y triste. Sepamos, pues ahora; ¿cuál es más loco: el que lo es por no poder menos, o el que lo es por su voluntad?» (II, 15, 147). No contento con esto, Cervantes da todavía otra vuelta al asunto cuando hace que conteste el venci­do Caballero de los Espejos, «La diferencia que hay entre esos dos locos es que el que lo es por fuerza lo será siempre, y el que lo es de grado lo dejará de ser cuando quisiere». Pero enseguida comienza a hacerse confusa la distin­ción para el mismo Sansón que la definió. Mientras Cecial ahora quiere dejar de serlo, según lo que dijo Sansón de lo que distingue al loco «de grado», Carrasco parece cogido en su locura. Cecial quiere volver a casa pero, por lo que toca a su amo, «pensar que yo he de volver a la mía hasta haber molido a palos a don Quijote es pensar en lo escusado; y no me llevará ahora a buscar­le el deseo de que cobre su juicio, sino el de la venganza; que el dolor grande de mis costillas no me deja hacer más piadosos discursos» (ibídem). Y, como sabemos, Sansón persistirá en su más estrecha locura hasta no sólo vengarse de don Quijote sino aun acabar con sus andanzas caballerescas.

Para terminar sobre el manejo cómico-serio de la totalidad del Quijote, fijémonos en lo que seguramente debe considerarse como la consecuencia literaria más innovadora que Cervantes sacó de su creación de la figura de

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don Quijote. La manera en que el autor lleva a su caballero andante a la muerte no tiene antecedente en la literatura en lengua castellana y quizá en toda la literatura de la Europa occidental. Cervantes pasa más allá del modo tradicional de tratar la muerte del personaje literario como un suceso que le ocurre en algún momento . En esta obra cervantina se muere el que ha hecho el papel de don Quijote de la Mancha sólo después de quedar desengañado y, por consiguiente, desdecirse de la vida caballeresca que llevó. 1 2 Y no llegará a este punto en su vida antes de tener varias experiencias en que le surgen dudas y padece confusiones respecto a cómo es el mundo en que cree que está viviendo como caballero andante . Ya hemos tenido la ocasión de referir­nos a algunos de esos momentos , comenzando con su encuentro con Dulci­nea, en quien él no ve más que una labradora. Enseguida, Cervantes le hace equivocarse respecto a quiénes son los comediantes, para luego darse cuenta de que «es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño» (II, 11, 117). Más tarde, en el desenlace de la aventura de los barcos encantados, le vimos a punto de sucumbir al desorden del mundo (II, 29, 267) y, poco después, cuando la duquesa le hizo preguntas sobre cómo es Dulcinea, sólo pudo contestar con la incert idumbre que notamos antes. No son éstas las únicas instancias en que Cervantes nos presenta a don Quijote en un estado de ánimo que hace dudar de su capacidad para seguir adelante con su vida de caballero andan te . 1 3 Tomadas todas juntas, estas experiencias de don Quijote tienen el efecto de turbar la confianza absoluta en la caballería que tenía en la Primera Parte de la novela. De modo que, al quedar vencido por el Caballero de la Blanca Luna, ya no tiene el mismo ánimo recuperativo que demostró en peleas anteriores en que fueron más duras las palizas físicas que recibió. Desanimado como no lo vimos antes, entendemos los lamentos de don Quijote, al salir de Barcelona, que sondean la profundidad del efec­to de su derrota: «¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventu­ra para jamás levantarse!» (II, 66, 541).

En efecto, al volver a casa ya no se levanta otra vez. Al cabo de pocos días de enfermarse y guardar cama con una calentura se despierta y declara: «Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia,

12. No podemos menos que mencionar otro aspecto que presenta Cervantes sobre el proceso de desengaño a que somete a su protagonista. Mientras está llevando a don Quijote camino del desengaño, nos presenta un par de episodios que demuestran que no es tan fácil abandonar los engaños que uno vive. Véanse el encuentro de don Quijote con el retablo de Maese Pedro (II, 26, 242-248) y su intento de sosegar a los del pueblo de rebuznadores que están para entrar en batalla con los que se burlan de ellos (II, 27, 252-255).

13. Entre otras instancias de esta clase, podemos recordar aquella en la que el león, «no haciendo caso de niñerías ni bravatas [i.e. del desafío de que fue objeto] [...], volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote» (II, 17, 164), y también la de su descenso en la Cueva de Montesinos, donde tiene experiencias melancólicas e irrumpen detalles «realistas» (e.g. echar sal al corazón de Du-randarte «porque no oliese mal», referirse a la condición femenina mensil de Belerma y padecer los encantados la necesidad de dinero), que pondrían a riesgo la creencia caballeresca en la realidad de los encantamientos.

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que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de caballerías» (II, 74, 587). Ya no es don Quijote de la Mancha sino Alonso Quijano, conocido como el Bueno, apelación, como ya indicamos, con que Cervantes nos hace un último juego, cuyo sentido todavía hace falta des­cifrar. Pues, aunque él se nombra Alonso Quijano, para el autor, Cide Fíame­te, sigue siendo «don Quijote» quien hace su testamento, ordena su alma «con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren», pide perdón a San­cho por «la ocasión que te he dado de parecer loco como yo», recibe todos los sacramentos, y se muere. Todavía en los últimos renglones de la obra, el au­tor moro cuelga su pluma amonestándola que advierta a quien se atreva a descolgarla para sacar al manchego de la tumba otra vez, «Para mí sola [i.e. la pluma] nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió [...] a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio» (II, 74, 592-593.)

Con esta evocación y denuncia de Avellaneda, autor del Quijote apócrifo, me parece que Cervantes asesta un golpe definitivo contra el entendimiento puramente cómico de su Quijote. Pues fue precisamente la obra de Avellaneda la que intentó reducir la novela cervantina a la historia ridicula de un loco. En su falsificación del Quijote de Cervantes, tenemos la historia de un verda­dero loco, incapaz de comunicarse de una manera coherente con ningún otro personaje. Sus encuentros con los otros personajes sólo son ocasiones en que él pronuncia discursos absurdamente fantásticos que tienen el efecto de ais­larle de los que hubieran sido sus interlocutores. Ni por sus episodios indivi­duales ni por la totalidad de su estructura se acerca a la complejidad proble­mática de la novela de Cervantes.

Por lo que toca al Quijote auténtico, dándonos cuenta de las implicacio­nes serias que laten en sus acontecimientos cómicos, podemos apreciar el arte con que el autor manejó su obra. Tocar explícita y abiertamente las cuestio­nes latentes en el trasfondo de sus episodios y en sus mismas líneas estructu­rales —según hemos intentado demostrar— hubiera supuesto mucho riesgo en una sociedad siempre vigilante de una ortodoxia oficial en todos los aspec­tos de la vida española. Sin hacerlo con notas cómicas, así como por rodeos indirectos, ¿cómo hubiera podido Cervantes tocar con ideas nada conformis­tas cuestiones sobre la creencia, la múltiple percepción de la realidad entre los seres humanos, la dudosa existencia del ser trascendente en cuyo nombre el ser humano desempeña sus obras y, quizá el asunto de mayor importancia, la sugerencia de que la vida humana será una creación del individuo inspira­do en sus lecturas que se acaba cuando el ilusionado queda desengañado y se muere —sin sugerir a la vez que según su comportamiento en este mundo se verá salvado o perdido en la vida de ultratumba?

En conclusión, es evidente que Cervantes compuso su historia del loco caballero andante con tanta habilidad que en su tiempo sólo le censuraron detalles muy evidentes, como el del rosario que se hizo don Quijote con una

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tira de las faldas de la camisa. Por lo demás, parece que nadie expresó públi­camente dudas sobre la ortodoxia de su libro; lo que hubieran pensado algu­nos en su intimidad, desgraciadamente, no está a nuestro alcance. Así, parece que, tanto para los contemporáneos de Cervantes como para prestigiosos es­tudiosos modernos de su obra, el Quijote sigue entendiéndose principalmente como una obra cómica compuesta para divertir a sus lectores a pesar de las notas muy serias que laten en ella en cada momento .

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