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Avelino de Luis Ferreras BEATIFICACIÓN DE LAS MÁRTIRES DE ASTORGA «EN SU MARTIRIO, SEÑOR, HAS SACADO FUERZA DE LO DÉBIL» TESTIGOS DE CRISTO AYER Y HOY

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Avelino de Luis Ferreras

B E A T I F I C A C I Ó N D E L A S M Á R T I R E S D E A S T O R G A

«EN SU MARTIRIO, SEÑOR,HAS SACADO FUERZA DE LO DÉBIL»

TESTIGOS DE CRISTO AYER Y HOY

BEATIFICACIÓN29 MAYO 2021

MÁRTIRES LAIC

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E ASTO

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1REFLEXIÓN TEOLÓGICA

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«EN SU MARTIRIO, SEÑOR,

HAS SACADO FUERZA DE LO DÉBIL»

TESTIGOS DE CRISTO AYER Y HOY

AVELINO DE LUIS FERRERAS Sacerdote diocesano de Astorga y Profesor de teología

INTRODUCCIÓN El martirio, el morir como mártir, es una gracia especial e inmerecida que Dios libremente concede a los que él mismo elige para ello, la gracia de sufrir por Cristo una muerte cruenta, sellando la fe en él con efusión de la sangre. Esta condición de gracia, de don eximio –‘privilegio’ en ese sentido-, es lo que explica (no hay otra razón, principio de razón suficiente) el sorprendente hecho históricamente constatado de que a tales hombres y mujeres no les importó perder la vida, no tuvieron miedo a “los que matan el cuerpo” (Mt 10,28), aquella muerte violenta. No la eludieron, al contrario, la asumieron sin vacilar y hasta con profundo gozo interior, sabiendo por su gran fe que la muerte sería precisamente su nacimiento definitivo en la vida eterna. Tan convencidos estaban de esa verdad, que respondieron de ella con su persona.

“Regocijaos en los días de los santos mártires, pero orad para que sigáis sus pisadas. Porque no sois vosotros nacidos en esta tierra, mientras ellos vinieron de otra parte; no llevaron ellos carne de distinta especie de la que vosotros lleváis; de Adán venimos todos…, el mismo Hijo de Dios no tuvo carne de otra especie que nosotros…, ellos representan la piedad vencedora y la impiedad vencida” (San Agustín).

1. ‘SERÉIS MIS TESTIGOS’ Martyreo-martyrein es el verbo griego usado por el Nuevo Testamento con el significado de testimoniar, testificar, atestiguar, afirmar la fe solemnemente en público, o ante jueces y autoridades; el sustantivo es martys, traducido al español por mártir. En san Juan el evangelizar de Cristo, de que hablan los sinópticos, se denomina testificar: siendo testigo de Dios, de su amor y de su verdad, es como evangeliza (Jn 18,37). En la misma clave también san Lucas resume la misión del cristiano en la fórmula <dar testimonio de Cristo>, que es la verdad misma en persona (Jn 14,6). En eso consistiría, entonces, nuestra tarea en medio de la

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sociedad, en ser testigos de Cristo, ‘dar testimonio’ (Jn 15,27), de lo que hemos visto, oído y experienciado (Cf. 1Jn 1,2). Cristo al final del evangelio según San Lucas dice: “vosotros sois testigos de estas cosas” (Lc 24,48), de todo su acontecimiento salvador, especialmente de la ‘cosa’ que empezó en Galilea y culminó en el Calvario (Cf. Hch 10,37), deberán testificarlo por todas las naciones. Y al comienzo del libro de los Hechos se repite la misma expresión: ‘seréis mis testigos desde Jerusalén hasta los confines del mundo’ (Hch 1,8; 14,3), testigos sobre todo de su pasión, muerte y resurrección (Cf. Hch 4,33; 2,32; 2Tes 1,10), de esos hechos y de su significado para la Humanidad.

Cristo es el testigo fiel (Ap 1,5), por antonomasia, el mártir fundamento como piedra angular del edificio eclesial (Ef 2,20), él fue traspasado derramó su sangre por nosotros (Cf. Jn 19,37; Lc 22,20; 1Pe 1,19). Eso creído de verdad en la intimidad del corazón, deben manifestarlo exteriormente a la vista de todos, en las calles y plazas, testimoniándolo con palabras y obras, “factis verbisque”, dice el Vaticano II (Dei Verbum, 2); “por mis obras te probaré mi fe” (St 2,18). Ese testimonio suyo se apoya en el previo testimonio absoluto de Dios: ‘os anunciamos el testimonio de Dios’, que es el acontecimiento Cristo (Cf. 1Co 2,1; Jn 5, 32.37); el Padre testifica que Jesús es su Hijo, su enviado como redentor del mundo (Cf. Mc 1,11; Jn 3,16). “El pueblo santo de Dios participa de la función profética de Cristo difundiendo su testimonio vivo” (Lumen gentium, 12): todos los cristianos debemos, en la vida cotidiana, ser mártires en sentido etimológico y genérico, aunque no en sentido estricto y técnico, que ya desde mediados del siglo II incluye el derramamiento de la propia sangre por Cristo; era la nueva acepción del vocablo. Se les denomina así: testigos de sangre, les mataron haciéndoles derramar esta. Han llevado el testimonio al punto máximo, supremo, a la realización insuperable, ‘no cabe amor más grande que el dar la vida por los amigos’ (Jn 15,13). Se le llama también bautismo de sangre, produce la justificación, los mismos efectos que el bautismo de agua e introduce en la bienaventuranza eterna al sujeto así plenamente santificado. Según 1Tim 6,13, Jesús dio un bello testimonio ante Pilato. Eso mismo habrán de hacer sus discípulos “ante el pueblo” (Hch 13,31), ante todos los hombres (Cf. Mt 24,14), sus contemporáneos incrédulos o paganos, pero especialmente ante los tribunales (de veredictos condenantes) y perseguidores, los que practican el diabólico ‘odium fidei’, el rechazo de Dios, el odio a Cristo (a la Iglesia, la ley divina, la fe católica y sus valores), la cristianofobia; “no te avergüences del testimonio de nuestro Señor” (2Tim 1,8). “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también yo me pondré de su parte ante Dios” (Lc 12,8).

Los cristianos deben tener parresía, valentía, coraje, intrepidez en el dar la cara, jugarse el tipo y mantenerse bajo la bandera de Cristo (Cf. Hch 4, 13.33). Animosos y ardientes, han de defender su verdad y su causa, sin temor a las amenazas, sin cobardía, frente a los adversarios y negadores, los que combaten en guerra sin cuartel, los perseguidores y enemigos, los partidarios del maligno, ‘la bestia del abismo infernal’ (Ap 11,7; 13,1), el misterio del pecado, el gran dragón

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que ataca bestialmente a la mujer encinta, la Iglesia (Cf. Ap 12), atacando a Cristo en ella (Cf. Hch 9,5), queriendo borrar su historia y su memoria. Los cristianos son los que promueven y llevan adelante su proyecto de fraternidad universal, de justicia, de libertad. Prolongan su misión, mejor dicho, sirven a Cristo como dóciles instrumentos para continuarla él mismo, que la va llevando a término. Sostienen la verdad con firmeza y convicción radical, sin ceder ni un ápice en ello, dispuestos a los más atroces padecimientos, a pagar el precio más elevado. 2. HISTORIA MARTIRIAL “Algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron llamados y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor” (Lumen gentium, 42). Los apóstoles daban testimonio de Cristo con mucho valor, con gran fortaleza de ánimo (Hch 4,33; 5,41); estad alegres cuando tegáis que compartir los sufrimientos de Cristo (1Pe 4,13). “Según el libro de los Hechos, Pedro es azotado, Esteban lapidado, Santiago inmolado, Pablo expulsado, son acciones que están escritas con su sangre…, de ello hablan los documentos del Imperio así como las piedras de Jerusalén” (Tertuliano). Efectivamente, tras Santiago el Mayor, pasado a espada por orden de Herodes Agripa (Cf. Hch 12,2), tras Esteban protomártir, matado a pedradas (Cf. Hch 7, 57-59), y tras los primeros mártires de la ciudad de Roma bajo Nerón (Cf. Ap 17,6), incluidos los gloriosos Pedro y Pablo, sigue una larguísima serie de hombres y mujeres de todas las latitudes hasta nuestros mismos días del siglo XXI. Qué nombres tan egregios e inmortales: Policarpo, Justino, Ignacio de Antioquía, Clemente, Cornelio, Cipriano, Lorenzo, Cosme, Damián, Felicidad, Perpetua, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia (Canon Romano), Juan Fischer, Pablo Miki y compañeros, María Goretti, Andrés Dung-Lac y compañeros, Maximiliano María Kolbe, los de Uganda, los de Corea, Oscar Romero de San Salvador, los monjes trapenses franceses de Argelia, los de Irak, Siria, Pakistán, etc, etc...

Los testimonios del martirologio, pese a la sencillez y sobriedad del relato, resultan verdaderamente tan fascinantes e impresionantes como estremecedores. Constituyen la historia martirial eclesial, regada de sangre fecunda. El fenómeno del martirio no es un vestigio de tiempos remotos, como piezas antiguas y muertas de museo, algo que sólo se hubiera dado en las tres primeras centurias y que apenas tuviera que ver ya con nuestro mundo actual. Al contrario, ha acompañado la vida eclesial siempre, a lo largo de dos mil años, lo cual le confiere una gloria sin parangón en el panorama mundial y de las religiones, de ahí su festiva y solemne canonización litúrgica (que implica la infalibilidad). Se trata así de un fenómeno no sólo de hecho, sino de derecho, o sea, perteneciente a la esencia misma de la Iglesia; no es sólo histórico o casual, sino esencial, intrínseco, necesario; todo cristiano tiene que cargar cada día con la cruz (Cf. Lc 9,23); precisamente porque la Iglesia es en sí misma martirial, al nacer de la muerte en cruz de Cristo (de cuyo costado brotó sangre y agua: Jn 19,34), por eso es Iglesia de mártires, que representan su autorrealización pragmática; cada uno de estos,

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siempre parcial, tiene sentido y garantía sólo dentro del testimonio de la Iglesia entera, no sin o al margen de ella.

En lo que concretamente se refiere a España, Dios ha sido generoso, bendiciéndonos desde los clérigos de Tarragona, Eulogio, Augurio y Fructuoso en el año 259, hasta las tres enfermeras laicas de Astorga en el año 1936; desde los niños Justo y Pastor hasta los adultos Toribio obispo o Fray Lucas del Espíritu Santo; y todas las insignes figuras que engrandecen nuestra diócesis jalonando o flanqueando el camino de su devenir temporal. Resulta tan certera como profética la sentencia de Tertuliano: <La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos>, prende la simiente en una ininterrumpida cadena de fecundidad divina. 3. EJEMPLOS A IMITAR Los mártires representan la vanguardia o la primera fila de los cristianos, las figuras más perfectas de la fidelidad o perseverancia, de la coincidencia entre fe y vida, teoría y praxis, identidad y misión. Son los grandes apologetas o defensores de la fe. “Es fácil venerar al mártir celebrando su gloria, pero difícil imitar su fe y su paciencia” (San Agustín). Son los modelos a imitar -no sólo a aplaudir desde lejos, v.gr., en la canonización-, a seguir, los ejemplares a reproducir, los mejores hijos de la Iglesia, verdaderamente heroicos (por eso se habla de ‘virtudes heroicas’). Su compromiso o alianza con Cristo alcanzó un nivel paradigmático para nosotros. Así los honra y celebra la Iglesia en la liturgia ya desde el siglo II, acogiéndose a su intercesión, dedicándole iglesias y basílicas.

Su caso fascinante efectúa una potente y muy creíble llamada a nuestra libertad o decisión, a dejarnos involucrar en el mismo acontecimiento salvífico, en la misma línea de actuación, de respuesta. Están entre Cristo y nosotros, que somos así el tercer elemento, los terceros, los interpelados por ellos como segundos y referidos al primero, Cristo, origen y causa de todo martirio, además de clave hermenéutica de este. Su testimonio es un lenguaje, un discurso, una palabra eficaz que Dios dirige ahora a nosotros, una propuesta, una comunicación, un desafío que obliga a tomar postura, a reaccionar, dejando espacio a cada libertad individual, que ha de arriesgarse a confiar; es un mensaje, una acción interpretada y entendida con palabras por nosotros: ‘exempla trahunt’, por su credibilidad o fiabilidad; no son meras palabras habladas, sino palabras encarnadas, ensangrentadas, por eso nos confirman en la fe y “hacen posible nuestra decisión” (Pascal). Bajo el impulso o moción de la gracia, han realizado o actualizado magníficamente su autotrascendencia espiritual hacia Dios mismo, hacia su inmediatez en la visión beatífica, ya sin necesidad de las actuales mediaciones terrenas. No fueron testigos en sentido meramente jurídico, de alguien que ha presenciado algo que no le importaba nada, y así, desde fuera, aséptica y fríamente relata o describe con objetividad exacta el asunto que observó y que le trae completamente sin cuidado; sería un conocimiento sólo intelectual, no del corazón o del alma. A diferencia de ello, en sentido cristiano se trata de alguien que se halla

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implicado (engagé), sumergido y concernido por algo que ha transformado su persona y reorientado su vida, se ha comprometido con ello; más aún ha muerto por su ratificación y confirmación; “no amaron tanto su vida, que temieran la muerte” (Ap 12,11); ¿de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? (Mt 16,26). Ha quedado tocado en la hondura de su ser, profundamente impresionado y marcado por aquel hecho, sin el cual ya no logra entenderse ni explicarse a sí mismo; el testimonio es algo que lleva dentro (Cf. 1Jn 5,10: lo tiene ‘ϵν αυτω’, en sí); desde el interior le impulsa con fuerza a manifestarlo al exterior, como los samaritanos: ahora ya no creemos por tus palabras, sino que nosotros mismos lo hemos oído y visto (Jn 4,42); no testifican cosas ajenas a ellos, sino que han sido atrapados y conquistados, ya no pueden dejar de transmitirlo o evangelizarlo (Cf. Hch 4,20; 1Co 9,16). 4. DON DIVINO Y MÉRITO HUMANO El martirio debe ser visto, ante todo, de manera descendente, como un don de lo alto, una especie de descarga de Dios sobre la historia –sólo en segunda instancia ha de ser visto de manera ascendente, como heroicidad humana-. Dios los “hace aparecer en la historia según su beneplácito” (Rahner), cuando y como El determina. Por más que pueda ser suplicado –como hicieron antiguamente los circunceliones o modernamente la misma santa Teresa de Lisieux-, el concederlo y obtenerlo depende de Dios en su libertad insondable. Eso significa que nadie puede ser mártir si Dios no lo quiere, si no le concediera ese don. No tiene nada que ver con el suicidio. Se trata de un evento de gracia, de una prueba, atestiguación y proclamación de la gracia divina, más exactamente, de la increíble potencia del misterio de Cristo resucitado, que consigue un sí tan admirable, maravilloso, un milagro en la flaqueza y debilidad de ‘vasijas de barro’ (2Co 4,7). Demuestran la asombrosa fecundidad de él como grano de trigo sembrado en el surco de la historia universal (Cf. Jn 12,24). Es una proclamación de Dios, de su amor trinitario -que sigue presente y operante en ese amor martirial-, de su majestad y santidad infinitas, de su omnipotencia amorosa y ello frecuentemente en silencio, sin formulación verbal explícita, o sea, hablando ya por sí mismo el hecho: la muerte misma es ya locución o discurso excelso; sin el hecho las palabras no valdrían nada, serían falsas o huecas. Al mismo tiempo que don divino inmerecible, el martirio es también una respuesta humana, una tarea y quehacer del individuo elegido, un acto de virtud y mérito, de modo que nadie es mártir si no quiere, si no asiente al don, si no dice sí a la pasión y muerte terrible que le van a sobrevenir impuestas, si reniega de Cristo para evitar los tormentos, como por ejemplo los lapsi durante las persecuciones en el siglo III (sin que nosotros podamos juzgar la interioridad de tales personas, sólo Dios la conoce). El martirio es una muerte horrorosa voluntariamente aceptada, consentida, un dejar que Dios disponga completamente de esa vida, que haga su voluntad. En un acto sublime de libertad los mártires han dispuesto de sí entera y definitivamente entregándose a sí mismos por Dios,

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afirmándole como Absoluto -frente al actual relativismo ateo y nihilista-, obedeciéndole a El antes que a los hombres (Hch 5,29), como Amor en el que se confía a fondo perdido, subordinando todo lo demás como secundario y prescindible (Flp 3, 7-8), afirmando a la vez la intangible e inviolable de toda persona humana, imagen de Dios e indestructible por ningún poder de este mundo. Como escribe Rahner: “Si se nos pregunta dónde está en la vida del hombre el punto en el que la apariencia es absolutamente verdadera y la verdad es absolutamente aparente, dónde está el punto en el que todo concuerda: la acción y la pasión, la realidad más ordinaria y la más incomprensible, lo más divino, la oscura pecaminosidad del mundo y la gracia de Dios que la abraza en la misericordia, el culto y la realidad, se debe responder que en el martirio; aquí y sólo aquí”. Es un acto supremo de amor a Cristo, de estar prontos a sufrir por él lo que fuere menester, en respuesta a su amor infinito e impagable de morir crucificado por nuestros pecados, por nuestra redención o rescate (Cf. Gal 2,20; 1Tim 1,15). Nada consiguió separarles del amor de Cristo y a Cristo (Cf. Rm 8,35). Teológicamente formulado, esta plena entrega amorosa es un morir <por Cristo, con él y en él>, por amor a él, comunión íntima con él y en la fuerza de su Espíritu (Hb 9,14), fuerza o virtud que les ha sostenido y sin la cual no sería posible un acto de tal calidad (Cf. Jn 15,26). En ellos actuaba de modo singular y palpable la gracia, que lo esclarece todo. “Lo que el testimonio testifica no es otra cosa que la fe en el éxito de este tipo de muerte en Cristo y la esperanza de poder imitar tal muerte” (Rahner), una muerte redentora, muerte en y para la resurrección, participando en la de Cristo. Los mártires son los cristianos más intensamente cristificados, configurados con Cristo (Cf. Rm 8,29; Gal 4,19), obediente hasta la muerte (Flp 2,8), completando lo que en ellos falta a la pasión de él (Cf. Col 1,24); en ellos resplandece el rostro de su Señor en la Iglesia. Murieron perdonando a sus verdugos o criminales -que les arrancaban la vida-, amándoles en vez de odiarles, como sería la reacción natural y lógica a nivel meramente humano (guardar rencor, deseo de venganza o resarcimiento). “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34); pobres inconscientes, demasiado misterio para ellos, ¡para quién no! 5. UNA MUERTE TRIUNFAL Paradójica pero realmente, muriendo vencieron (Cf. Ap 12,11), siendo torturados y masacrados triunfaron para siempre; “el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mc 8,35). Perdiendo la vida mortal y relativa han obtenido la vida inmortal, eterna y absoluta en Dios. A los ojos increyentes del mundo es una locura absurda, irracional, pero desde la fe su acto representa la suprema sabiduría, la de la cruz (Cf. 1Co 1,18ss), renunciar a otras opciones existenciales, a todas las recompensas, promesas e ídolos mundanos por Dios, no dejarse comprar o seducir por dinero, poder o placer, por nada terreno, sino trascenderlo todo –también a sí mismo- por el Misterio santo que da sentido a la vida y al universo en su

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afirmándole como Absoluto -frente al actual relativismo ateo y nihilista-, obedeciéndole a El antes que a los hombres (Hch 5,29), como Amor en el que se confía a fondo perdido, subordinando todo lo demás como secundario y prescindible (Flp 3, 7-8), afirmando a la vez la intangible e inviolable de toda persona humana, imagen de Dios e indestructible por ningún poder de este mundo. Como escribe Rahner: “Si se nos pregunta dónde está en la vida del hombre el punto en el que la apariencia es absolutamente verdadera y la verdad es absolutamente aparente, dónde está el punto en el que todo concuerda: la acción y la pasión, la realidad más ordinaria y la más incomprensible, lo más divino, la oscura pecaminosidad del mundo y la gracia de Dios que la abraza en la misericordia, el culto y la realidad, se debe responder que en el martirio; aquí y sólo aquí”. Es un acto supremo de amor a Cristo, de estar prontos a sufrir por él lo que fuere menester, en respuesta a su amor infinito e impagable de morir crucificado por nuestros pecados, por nuestra redención o rescate (Cf. Gal 2,20; 1Tim 1,15). Nada consiguió separarles del amor de Cristo y a Cristo (Cf. Rm 8,35). Teológicamente formulado, esta plena entrega amorosa es un morir <por Cristo, con él y en él>, por amor a él, comunión íntima con él y en la fuerza de su Espíritu (Hb 9,14), fuerza o virtud que les ha sostenido y sin la cual no sería posible un acto de tal calidad (Cf. Jn 15,26). En ellos actuaba de modo singular y palpable la gracia, que lo esclarece todo. “Lo que el testimonio testifica no es otra cosa que la fe en el éxito de este tipo de muerte en Cristo y la esperanza de poder imitar tal muerte” (Rahner), una muerte redentora, muerte en y para la resurrección, participando en la de Cristo. Los mártires son los cristianos más intensamente cristificados, configurados con Cristo (Cf. Rm 8,29; Gal 4,19), obediente hasta la muerte (Flp 2,8), completando lo que en ellos falta a la pasión de él (Cf. Col 1,24); en ellos resplandece el rostro de su Señor en la Iglesia. Murieron perdonando a sus verdugos o criminales -que les arrancaban la vida-, amándoles en vez de odiarles, como sería la reacción natural y lógica a nivel meramente humano (guardar rencor, deseo de venganza o resarcimiento). “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34); pobres inconscientes, demasiado misterio para ellos, ¡para quién no! 5. UNA MUERTE TRIUNFAL Paradójica pero realmente, muriendo vencieron (Cf. Ap 12,11), siendo torturados y masacrados triunfaron para siempre; “el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mc 8,35). Perdiendo la vida mortal y relativa han obtenido la vida inmortal, eterna y absoluta en Dios. A los ojos increyentes del mundo es una locura absurda, irracional, pero desde la fe su acto representa la suprema sabiduría, la de la cruz (Cf. 1Co 1,18ss), renunciar a otras opciones existenciales, a todas las recompensas, promesas e ídolos mundanos por Dios, no dejarse comprar o seducir por dinero, poder o placer, por nada terreno, sino trascenderlo todo –también a sí mismo- por el Misterio santo que da sentido a la vida y al universo en su

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globalidad. Son los vencedores o triunfadores por su fe; símbolo típico suyo son las palmas que agitan con sus manos (cual ramas del árbol del paraíso), como lo hace la multitud innumerable de Ap 7,9. Por eso en las actas martiriales ya a partir del siglo II aparece la expresión ‘palma martyrii’, la palma del martirio.

Cristo había anunciado y prevenido: os harán sufrir por mí, por mi causa (Mt 5,11), por mi nombre (Jn 15,21); os llevarán ante gobernadores y reyes, os odiarán (Mc 13,9), os matarán pensando dar gloria a Dios (Jn 16,2); vendrían días de gran tribulación (Mc 13,19), de pruebas extremas (Ap 10), de purificación y acrisolamiento, donde se pondría de manifiesto los verdaderos y los falsos discípulos, quiénes sucumben y quiénes no. Y en efecto han ido llegando aquellos sucesos trágicos, que los mártires han aceptado para blanquear sus mantos en la sangre purificante o redentora del Cordero (Cf. Ap 7,14; 1Jn 1,7), para participar del cáliz de su dolorosa pasión, de su sacrificio santo; si al Maestro lo maltrataron, también a sus discípulos los matratarán (Jn 15,20), los ultrajarán (Hch 5,41); decapitados (Ap 20,4), “degollados a causa de la Palabra” (Ap 6,9); “si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes” (Jn 15,18.20). El paroxismo de sus sufrimientos en muerte tan cruel fue para ellos, paradójicamente, el alumbramiento de su ser nuevo, escatológico, definitivo, el dies natalis, el nacer como criaturas nuevas para la eternidad bienaventurada. “Mi cáliz lo beberéis y seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado” (Lc 11,39), dice el Señor a los Zebedeos. Los mártires han recibido el bautismo por antonomasia, la comunión y asimilación totales con Cristo. Ello les ha proporcionado las vestiduras blancas, condición indispensable para entrar en el banquete de bodas de la Jerusalén celestial (Ap 22,14; Mt 22, 11-12: ‘uno sin traje de fiesta’). NUESTRAS TRES MÁRTIRES Las tres mártires de Astorga, también con su referencia social de ayuda a los demás desde su profesión de enfermeras atendiendo sin distinción a nacionales y republicanos, representan un mensaje plenamente actual, aunque su existencia haya tenido lugar hace casi un siglo. En sus circunstancias históricas ejercitaron el cristianismo como proceso constante de obediencia a la voluntad de Dios, de seguimiento de Cristo, y de docilidad al Espíritu Santo “usque ad sanguinem”, su fe quedó sellada y rubricada de modo cruento, fiándose absolutamente de la palabra divina: “tened valor, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

Semejante actitud las convierte en modelos vigentes para nuestra conducta hoy como cristianos, teniendo así un valor extraordinario. Con su ejemplaridad radiante iluminan la vida de la Iglesia, especialmente a la diocesana donde nacieron y crecieron, y la impulsan a seguir dando testimonio de la fe en Cristo, único Salvador, resucitado, Christus vivit, el mismo ayer, hoy y siempre (Hb 13,8). Con su intercesión ante Dios nos lo posibilitan, El les ha dado ‘la corona de la vida’ (Ap 2,10). Que la Virgen María, asociada como ninguna otra criatura a la pasión de Cristo y por ello invocada desde el principio como reina de los mártires,

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ruegue por nosotros, para que mostremos el ser nuevo que recibimos en el bautismo (Ad gentes, 11), o sea, para que seamos testigos más creíbles, sal y luz de la tierra, levadura en medio de la masa…, a fin de que el mundo crea (Jn 17,21).

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