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LLEGIR EL TEATRE
EL PERRO DEL HORTELANO
Félix Lope de Vega
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EDELMIRA MARTÍNEZ FUERTES
Pròleg a El Perro del hortelano de Lope de Vega, Diario El País, 2005.
Las constantes críticas de los moralistas de finales del siglo XVI y principios del XVII
consiguieron en numerosas ocasiones cerrar los teatros y prohibir las
representaciones. A pesar de ello, el teatro se convirtió en el espectáculo nacional
por excelencia y fue el de los corrales de comedias (patios cerrados por casas en tres
de sus lados) el que más éxito obtuvo. Estaba dirigido a un público mayoritario,
especialmente popular, y tenía su máximo representante en Lope de Vega, el
«monstruo de naturaleza», capaz de alzarse «con la monarquía cómica» del teatro,
en palabras de Cervantes. El padre de la comedia nueva consiguió armonizar los
elementos teatrales ya existentes y conferirles un valor dramático del gusto de la
mayoría, convirtiéndose, con su intensa producción dramática, en la voz teatral del
pueblo.
Fue Lope el autor del Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609), obra
teórica de obligada referencia para los dramaturgos posteriores, en la que proponía
innovaciones teatrales como la mezcla de elementos trágicos y cómicos, el abandono
de las tres unidades aristotélicas de lugar, tiempo y acción, la división de la obra en
tres actos (presentación, nudo y desenlace) para mantener la intriga hasta el final, el
respeto a la ley del decoro, el uso de la polimetría o la aparición recurrente de
personajes como el galán, la dama, el padre (u otra autoridad masculina que vele por
el honor), el villano o el gracioso —clásico contrapunto del galán—, entre otros. Y
pese a tantas innovaciones y reglas, será el propio Lope quien se permita no siempre
seguirlas al pie de la letra, de lo que es perfecto ejemplo El perro del hortelano.
Editada por primera vez en 1618 en la Onzena parte de las comedias de Lope de
Vega Carpio, la obra podría haber sido escrita en torno a 1613. Surge, pues, en su
época de consagración como autor teatral, periodo al que también pertenecen La
dama boba, El acero de Madrid o Fuente Ovejuna. Se trata de una comedia palatina,
con un arranque típico de capa y espada y un final propio de comedia de enredo;
que, entre burlas y veras, retrata ciertos usos de la nobleza de la época, a partir de
un argumento de índole amorosa. Los sentimientos de la condesa Diana de Belflor
hacia su secretario Teodoro son fruto de los celos, porque surgen cuando ella
descubre que él corteja a otra, a Marcela, una de sus damas («De los celos mi amor
ha procedido / por pesarme que, siendo más hermosa, / no fuese en ser amada tan
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dichosa»). Este amor despierta un fuerte conflicto en la condesa, dado que las leyes
del honor no permitían relaciones amorosas con personas de clases sociales
inferiores. Quedan, de este modo, trazados dos triángulos: el amoroso (Diana-
Teodoro-Marcela) y el temático (amor-celos-honor). A partir de este planteamiento,
Diana se comporta como el perro del refrán que da título a la obra: ni se casa con
Teodoro, ni deja que éste se case con Marcela, dando pie, así, a una serie de
vaivenes amorosos que permiten profundizar en el carácter de los protagonistas de la
obra.
No es frecuente en el Barroco encontrar personalidades dramáticas con profundidad
psicológica, antes bien, responden a arquetipos generales que encarnan los ideales y
formas de vida de la época, son personajes de acción. Sin embargo, en nuestra
comedia el dramaturgo trasciende los esquemas elementales y da predominio al
mundo interior de los personajes sobre las escasas acciones, lo que justifica el
abundante número de monólogos que permiten configurar un retrato psicológico de
mucho mayor calado que en las obras al uso. La figura principal, sin lugar a dudas,
es la bellísima Diana, mujer de «sangre ilustre y clara», de fuerte temperamento, que
contrasta con el prototipo de dama imperante en la comedia, tradicionalmente
sometida a una autoridad masculina. La condesa de Belflor parece tener un control
absoluto de su propia vida y de todos los que la sirven, es la dueña única de su casa
y la que lleva las riendas en las relaciones amorosas. Esquiva con los hombres que
la pretenden, pero ansiosa por cazar al que no le hace caso, Diana parece emular a
la diosa del mismo nombre, a quien su padre, Júpiter, dio permiso para no casarse
nunca. Si bien en un principio, parece dominarla la preocupación por su honra: «Es el
amor común naturaleza, mas yo tengo mi honor por más tesoro», pronto afloran los
constantes cambios de parecer («...en amor no es ansí, / que no ofende un desigual /
amando»), que sorprenden hasta al propio Teodoro, para quien la dama es «tornasol
mudable», «veleta» o «monstro de mudanzas»; y finalmente Diana opta por el triunfo
del amor, una vez a salvo las apariencias.
Frente al galán tradicional, de noble linaje, valiente, honrado, siempre dispuesto a
luchar por la justicia y a defender el honor de su dama, Teodoro presenta ciertos
rasgos que lo hacen diferente: corteja a dos mujeres de manera poco caballerosa,
pues, dependiendo de cómo soplen los vientos, se inclina por Marcela, su igual, o por
Diana, su señora. Y aunque su relación con la primera parece encaminarse a un fin
honesto, enseguida la ambición le hace olvidar su promesa de matrimonio,
demostrando que no es hombre de palabra: «Las palabras poco cuestan». Su
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repentino interés por Diana surge, inicialmente, más motivado por intereses sociales
que estrictamente sentimentales, pero es consciente de la gran batalla que tiene que
librar: «que nunca tan alto azor / se humilla a tan baja presa». Más preocupado de su
propio bien que del ajeno, finalmente adopta una resolución: «O morir en la porfía, / o
ser conde de Belflor», entrando así en un juego de avances y retrocesos, paralelo al
que sigue su señora, con un solo temor, acabar como Ícaro, por haber volado tan
alto. Pese a todo, en algunas ocasiones la conciencia de Teodoro parece querer
aflorar: reconociendo su egoísmo para con Marcela, lo justifica amparándose en el
comportamiento atribuido por él a las mujeres: «Mas dejar a Marcela es caso injusto /
...Pero si ellas nos dejan cuando quieren / por cualquiera interés o nuevo gusto, /
mueran también como los hombres mueren»; al final triunfa su honestidad, se impone
su amor sincero y declara a Diana: «mi nobleza natural / que te engañe no me deja, /
porque soy naturalmente / hombre que verdad profesa / ...que no quiero yo engañar /
tu amor, tu sangre y tus prendas». La ambición de Teodoro podría recordar las
aspiraciones nobilianas del propio Lope, con el que también coincide, curiosamente,
en su oficio de secretario.
A diferencia de la dama y el galán, el resto de los personajes se ajusta fielmente al
modelo social y teatral de la época, como demuestra el caso de Marcela, quien se ve
obligada a acatar sumisamente las decisiones de la condesa, aunque le sean
totalmente desfavorables. Mención aparte merece el gracioso, papel que recae sobre
Tristán, contrafigura de Teodoro, siempre fiel a su amo hasta el punto de salvarle la
vida, pero al mismo tiempo hábil y sagaz para no descuidar sus propios intereses. Si
en los dos primeros actos, el protagonismo absoluto es de Diana y de Teodoro, en el
tercero, cuando no parece haber solución, es Tristán quien inventa toda la farsa con la
que se desencadena la resolución final de la obra, que se convierte, a partir de ese
momento, en una comedia de enredo. Como corresponde a su papel, el amor al dinero
y a la buena vida lo llevan a aguzar su ingenio para enriquecerse y asegurarse un
mejor puesto de trabajo, al pasar de estar al servicio de un secretario a servir a un
eventual conde de Belflor. El autor nos plantea la duda de si estamos ante una mera
ilusión teatral o ante una ironía crítica de los problemas sociales de la época.
Como en la mayoría de las obras teatrales barrocas, los temas fundamentales son
honor, amor y celos, pero, igual que ocurría con los protagonistas, con una nueva
orientación: el motor de la obra ya no es el honor, sino los celos, que son los que
hacen avanzar o retroceder las relaciones amorosas entre los diferentes personajes; y
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es el amor la fuerza que vence todos los obstáculos y que se enfrenta incluso a las
firmes obligaciones del honor, piedra angular de la sociedad española del siglo XVII.
Lope sabía bastante de esto, ya que en numerosas ocasiones había contravenido las
normas sociales para luchar por unos amores protagonistas de no pocos escándalos:
por amor se había visto en la cárcel y más tarde conducido al destierro tras unas
tormentosas relaciones con Elena Osario, una actriz casada que se convirtió en la
Filis de sus poemas; protagonizó un rapto junto a Isabel de Urbina, su Belisa, con
quien tuvo que casarse para salvaguardar el honor de la familia; tras algunas
aventuras y después de morir su esposa, hubo otro matrimonio (con Juana de
Guardo, la única a la que no dedicó ni un solo verso), que compaginó con frecuentes
relaciones con actrices, algunas lo suficientemente largas y fructíferas, como la de
Micaela Luján (Camila Lucinda), con la que tuvo cinco hijos; con los años, compartió
su vida con otra mujer casada, Marta de Nevares (Amarilis y Marcia Leonarda), el
gran amor de su vida, que apareció cuando él ya había sido ordenado sacerdote. Su
intensa vida amorosa, llena de contradicciones, encontraba eco en su obra literaria:
fue un hombre que amó mucho, pero también pasó mucho tiempo escribiendo de
amor. En El perro del hortelano se unen el dramaturgo y el poeta y optan por un
juego amoroso basado más en palabras que en hechos, dando así rienda suelta a un
talento poético en forma de ejercicios literarios que intercambian los dos
protagonistas, como el duelo en forma de sonetos del acto I.
Esta comedia podría ser considerada un Ars amandi con muestras de diferentes
actitudes amorosas: el amor fiel de Marcela, el amor cambiante, caprichoso, pero
apasionado de Diana, el amor interesado de Teodoro o el amor natural que finalmente
supera todas las dificultades y triunfa. Sin embargo, el asunto dramático no es tanto el
amor como las normas y convenciones que lo condicionan: las leyes del honor, uno de
los temas más recurrentes del teatro barroco y uno de los preferidos por el autor. Él
mismo lo declara en el Arte nuevo de hacer comedias: «Los casos de la honra son
mejores, porque mueven con fuerza a toda gente [...].» (vv. 327-328). No se cuestiona
en esta obra él honor íntimo, sino el honor social, el que se preocupa por la opinión que
los demás pueden tener si alguien incumple las normas sociales. Desde la primera
escena, el tema de la honra ya está presente en boca de Diana, quien se debate entre
el deber impuesto por el código de honor imperante y su voluntad individual. Y aquí
radica la diferencia con otras comedias: mientras lo habitual es que triunfe el yo social,
aquí triunfa el yo individual. Diana no sólo es depositaria del honor familiar, sino
también su única albacea, ya que no hay ninguna figura masculina que se cuide de
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defenderlo: ni padre, ni hermano, ni esposo. Si acaso sus pretendientes, pero éstos
actúan más movidos por los celos, que por la honra de la condesa de Belflor.
Finalmente, es ella quien elige esposo, llevada más por sus sentimientos que por las
obligaciones sociales. Estamos ante un innovador caso de honra fingida: a pesar de
que las leyes del honor impiden las relaciones amorosas entre un noble y un criado,
cuando la farsa triunfa, la condesa no parece tener ningún problema en aceptar esa
falsedad si ante los ojos de los demás su honor está a salvo. Si en otras obras, el Fénix
de los Ingenios utilizaba el teatro para trasmitir una serie de valores sociales
establecidos, aquí se permite hacer todo lo contrario: los personajes transgreden las
normas y no sólo no son castigados por ello, sino que salen airosos y con final
aparentemente feliz. No obedece, sin embargo, a que quisiera cuestionar el honor o la
estratificación social, sino más bien a un mero juego teatral.
Las diferencias entre el Lope teórico y el Lope dramaturgo no se limitan al tratamiento
que reciben los personajes y los temas. El perro del hortelano incumple también la ley
del decoro poético, ya que no hay distinción entre la forma de hablar de los nobles y sus
criados: Teodoro y Marcela hablan igual que Diana; sólo el gracioso, Tristán, utiliza un
lenguaje más coloquial. También se diferencia por su forma de hablar el marqués
Ricardo, del que el autor se sirve para parodiar el lenguaje engolado de Góngora en las
Soledades (vv. 689-736), lo que nos recuerda su conocida aversión por el culteranismo.
En cuanto a la variedad métrica y estrófica, Lope proponía el uso de la polimetría, para
adaptarse a las circunstancias de la acción y a la condición de los personajes; sin
embargo, ahora recurre a ella de una forma más libre, sin acomodarse a las diferentes
situaciones de manera sistemática: sonetos, redondillas, romances, octavas, décimas
y quintillas son las notas musicales que libremente conforman esta sinfonía amorosa.
Todos estos contrastes parecen ser reflejo de las paradojas vitales del propio Lope de
Vega, pero también de las contradicciones políticas y sociales de una de las épocas
más complejas de la historia de España: el final del reinado de Felipe II y los reinados
de Felipe IIl y IV, periodos en los que sobrevino el declive de aquel Imperio «donde no
se ponía el sol», debido a los continuos conflictos bélicos, a los estragos causados por
la peste o al arbitrario gobierno de los válidos, mientras en la Corte imperaba una vida
marcada por el lujo, el derroche y la corrupción, que obligaba al pueblo a pagar fuertes
impuestos para cubrir ese exceso de gastos. Paradójicamente, frente a esta
decadencia del Imperio florece el «Siglo de Oro», una época de esplendor artístico y
literario, en la que Lope de Vega y Carpio se erige monarca indiscutible del arte de la
comedia.
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MIGUEL GARCÍA POSADA
«Introducción» a Lope de Vega, Poesía. Antología, Colección Austral, 1992
La actividad creadora de Lope de Vega se desarrolla en uno de los períodos más
significativos de la historia de España. Transcurre la juventud del poeta bajo el reinado
de Felipe II; tiene lugar su madurez en el de Felipe III, y su ancianidad se produce
cuando reina Felipe IV. En estos años, el Imperio español conoce su plenitud política
(anexión de Portugal), pero también, desde comienzos del siglo XVII, los signos
irreversibles de la decadencia, que, al morir Felipe III, es una realidad en todos los
terrenos, tanto en el aspecto económico —donde primero se había manifestado—
como en el político —que fue donde más tiempo tardó en hacerse explícita. La
decadencia española debe situarse en el marco de la crisis económica y política
internacional del siglo XVII, con una Europa dividida por querellas religiosas y
dinásticas. Pero es claro también que el declive del Imperio español posee causas
específicas, que pueden sintetizarse en la incapacidad de nuestro país para
incorporarse al mundo moderno, al sistema capitalista. El descubrimiento de América
había resultado esencial para el naciente capitalismo. Pero la mentalidad feudal de los
conquistadores y de la nobleza dirigente no fue capaz de traducir en términos
económicos capitalistas (inversiones en la industria y en la agricultura) las fabulosas
riquezas del continente descubierto. El oro y la plata, que llegaban a Sevilla en
cantidades increíbles, solo servían para la compra de productos manufacturados en el
extranjero y para el pago de las deudas que la Corona había contraído con los
grandes banqueros europeos. Se dio de este modo la paradoja de un país
hegemónico políticamente, pero dependiente en el plano económico. Tal contradicción
tenía que acabar resolviéndose como lo hizo: en la decadencia total.
La sociedad barroca española posee una estructura rígida de carácter estamental, en
cuya base está el pueblo llano —los agricultores—; sobre ella se superponen los
diferentes grados de la nobleza, y culmina con el Monarca absoluto. La burguesía no
existe. Una burocracia inmensa se encarga de la gestión del Estado. Esta estructura
piramidal es, conforme se sube en ella, crecientemente parasitaria. Sus componentes
viven obsesionados con la limpieza de sangre —judía o morisca, sobre todo la
primera. Los estatutos o probanzas tienen por finalidad certificar la pureza del linaje:
quien no la posee, o no la puede acreditar, está condenado a la marginación. Lo más
grave de todo ello son las consecuencias económicas: se desprecia el dinero y el
comercio —con los que se asociaba a los judíos— y el trabajo manual es considerado
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indigno por los nobles.
Todos estos elementos van a encontrar su reflejo en la literatura. Esta, pese a la
decadencia política y económica el país, conoce su máximo esplendor: el segundo
Siglo de Oro. Lope de Vega, escritor genial, convive con otros genios cuya simple
enumeración pasma: Cervantes, Góngora, Quevedo, Gracián, Calderón... El espíritu
contrarreformista —anticapitalista y, en cierto modo, medieval— fue fatal para la
evolución de España como nación moderna, desenganchados como quedamos del
nuevo mundo, pero fue fértil para nuestro arte y nuestra literatura. Hoy está
demostrado que el barroco es, genéticamente al menos, en parte importante, resultado
estético de la Contrarreforma: la limitación de la libertad de conciencia obligaba al
escritor y al artista a la manipulación de los elementos heredados del Renacimiento: la
columna clásica es sustituida por la salomónica; la claridad de la composición pictórica
del siglo XVI (Leonardo) es reemplazada por los violentos claroscuros (el tenebrismo de
Ribera o de Caravaggio); y la fluidez y transparencia expresiva de Garcilaso ceden el
paso a las violentas distorsiones sintácticas de Góngora, o a la condensación de
Quevedo. Esta raíz contrarreformista no debe relegar al olvido otros factores. En este
sentido, las estructuras sociales de los países en que triunfa plenamente el barroco
son coincidentes: se trata de sociedades aristocrático-feudales y agrarias, compuestas
por señores latifundistas y una gran masa de campesinos. El barroco se nutre de este
tejido social y de sus valores. Desde perspectivas sociológicas se ha dicho que a las
dificultades económicas y a la rigidez de la clase dominante, que paraliza todo ascenso
en la escala social, obedece el tema capital del desengaño; a esa misma inmovilidad
social correspondería, siempre desde este enfoque, la consideración de la vida como
sueño, o bien como teatro en el que los papeles están asignados de antemano; y el
triunfo de la comedia se inscribiría en la misma línea. También se ha dicho que el
exacerbado intimismo de muchos poetas guarda relación con el creciente autoritarismo
del sistema político, propio de una época de crisis y con los conflictos de casta, aunque
es también evidente su conexión con la nueva concepción cosmogónica de Copérnico
y Galileo: por primera vez el hombre toma conciencia de su insignificancia en el
conjunto del universo. A la misma atmósfera responde el estoicismo (la resignación
digna), el epicureísmo (el goce moderado) y la conciencia trágica de la vida (el paso
del tiempo, la muerte).
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FERNANDO LÁZARO
Lope de Vega. Introducción a su vida y obra
LA HERENCIA: ORÍGENES DEL TEATRO ESPAÑOL
Olvidada casi por completo la tradición clásica a lo largo de la Edad Media, el teatro
nace en España, como en el resto de Europa, vinculado al templo. Determinados
momentos de los Evangelios —especialmente los de Navidad y Resurrección— eran
susceptibles de una breve amplificación dialogada, los tropos, que representaban los
propios sacerdotes.
Obedecía esto a una demanda popular, a la necesidad de hacer más plástica la
liturgia. Los tropos más primitivos, que se desarrollan en medios monásticos franceses
y suizos, corresponden al siglo IX. Del XI son los más antiguos que se localizan en
España, uno en Silos y otro en Ripoll. El desarrollo y progresiva secularización de los
tropos litúrgicos conducirán al gran apogeo del teatro medieval en toda Europa y en el
reino de Aragón. En Castilla, sin embargo, los tropos no alcanzaron desarrollo
apreciable, debido a que la reforma litúrgica —implantación del rito romano frente al
mozárabe— fue muy tardía (1085), y porque se encargaron de ésta los monjes de
Cluny, poco propicios a la utilización de tropos dramatizados en los oficios litúrgicos.
En cambio, y para canalizar y ordenar las irreverencias en los templos, parece que
estos mismos monjes favorecieron la representación de obritas religiosas —sobre el
Nacimiento, la Epifanía y la Resurrección, en primer lugar—, directamente escritas en
lengua vulgar, de las que no nos queda más muestra que la Representación de los
Reyes Magos (siglo XII), procedente de la catedral de Toledo, cuya lengua presenta
gasconismos evidentes, y cuyo tema posee indudables antecedentes franceses. En tal
sentido, como impulso para que estos ejercicios dramáticos prendiesen en nuestras
iglesias —y no como testimonio de que la práctica de los mismos estuviese muy
extendida— debe ser interpretado el famoso decreto de Alfonso X, en que prohíbe los
«juegos de escarnios», y estipula: «Pero representacion ay que pueden los clerigos
fazer, asi como de la nascencia de Nuestro Señor Jesu Christo, en que muestra como
el angel vino a los pastores e como les dixo como era Jesu Christo nacido. E otrosi de
su aparicion, como los tres Reyes Magos lo vinieron a adorar. E de su Resurreccion,
que muestra que fue crucificado y resucitado al tercer día: tales cosas como estas que
mueven al orne a fazer bien e a aver devocion en la fe, pueden las fazer» (Part. I, ley
34, tít. VI).
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El éxito de estas representaciones sacras, vinculadas al calendario litúrgico, debió de
ser extraordinario; parecen perdurar aún en ciertas prácticas dramáticas de la región
leonesa. Y si no se conservan textos es porque carecían de carácter litúrgico —por lo
que no se registraban en los libros rituales de los templos— y porque su transmisión
debía de ser preferentemente oral. Por otra parte, tanto literaria como espectacu-
larmente, eran, con toda seguridad, de una gran pobreza. Lo revela el hecho de que,
cuando volvemos a hallar textos o alusiones o actividades teatrales sacras, ya en el
siglo XV, muestran un carácter muy rudimentario; tal acontece con las obritas de
Gómez Manrique, si se comparan con el desarrollo que el drama sagrado había
obtenido por entonces en Aragón, Francia e Italia. Un factor contrario a la evolución
dramática de Castilla fue, sin duda, el arte de los juglares, que satisfacía sin esfuerzo
la apetencia popular de espectáculo.
EL SIGLO XV
El interés por el teatro, que parece limitado durante toda la Edad Media a las
representaciones en los templos, despierta con fuerza en el cuatrocientos. Gómez
Manrique escribe una bellísima Representación del Nacimiento de Nuestro Señor,
entre 1467 y 1481, para las monjas del convento de Calabazanos, que deseaban sin
duda poseer un texto menos rústico que los habituales en tal tipo de ejercicios
dramáticos. Sabemos también que el condestable Miguel Lucas de Iranzo celebraba la
Navidad, en su palacio de Jaén, con una pantomima de indudables rasgos dramáticos.
El teatro sacro popular de la comarca salmantina impresiona a los escolares de aquella
Universidad, hasta el punto de que fray Iñigo de Mendoza introduce en su poema Vita
Christi una escena dialogada en sayagués, lengua a la que las Coplas de Mingo
Revulgo habían conferido dignidad literaria. Este interés se hará pronto patente con
Encina.
Por otra parte, algunas fiestas cortesanas creaban un ambiente propicio para el
nacimiento de un teatro áulico profano, con el auge que cobran los géneros
dialogados, muchos de los cuales, sin ser propiamente dramáticos, pudieron ser
dramatizados. Hay noticias de un género cultivado entonces, el auto de amores, cuyo
nombre denuncia su naturaleza teatral. Por otra parte, se conserva una obra, la Égloga
de Francisco de Madrid (h. 1495), de intención política, cuya naturaleza dramática es
indiscutible. Juan del Encina (1468-1529) asumirá la función de crear cauces
definitivos a este teatro cortesano, en una doble vertiente: religiosa y profana.
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LA CELESTINA
La aparición de La Celestina a finales del siglo XV constituirá un acontecimiento
decisivo para nuestra historia teatral, a pesar de ser obra no representable. Por lo
pronto, desencadenó una serie de imitaciones, alguna de las cuales pudo ser
dramatizada en medios palaciegos o estudiantiles. Pero su importancia mayor estriba
en haber roto la incomunicabilidad existente, en los preceptos clásicos, entre el mundo
noble y el plebeyo, mostrando simultáneamente las sublimidades heroicas y amorosas
de Calisto y Melibea, y la llaneza vulgar de la vieja, Sempronio, Pármeno y Areusa. De
esta manera hacía saltar la regla antigua que imponía una férrea distinción de géneros:
la tragedia, destinada sólo a representar pasiones sublimes de personajes augustos, y
la comedia, que había de desenvolverse en ambientes cotidianos con protagonistas
triviales.
Fernando de Rojas, al dar validez genial a la tragicomedia, abrirá perspectivas
amplísimas al teatro. Muchos autores que, desde muy temprano, escriben para los
corrales, se servirán del hallazgo, que agilita la escena al permitir que, como en la
realidad, personajes de toda condición, puedan mezclar su trato y su vivir.
El Fénix leyó con enorme atención la obra de Rojas, y le guardó permanente devoción.
Por numerosos lugares de sus escritos asoma el recuerdo de ella; y ya hemos visto el
molde celestinesco a que ajustó La Dorotea. Pero no es esto sólo: «Lo que Lope debe
a la famosa tragicomedia es enorme —ha escrito Montesinos—; le debe los supuestos
fundamentales de su teatro.» Y, entre éstos, en primer término, aquella mezcla
tragicómica, que si estaba ya en otros autores coetáneos, él supo afianzar
sólidamente. En sus comedias, junto al caballero va el gracioso; junto a la dama, su
doncella. Todos intervienen en la acción, y los amores de los nobles, de los reyes
incluso, tienen la contrapartida vulgar de los amoríos entre criados. Se trataba de una
mixtura chocante para paladares exquisitos; pero Lope supo imponer el hecho con
general aceptación. Y así, la innovación de Rojas alcanzó a fecundar, un siglo
después, la comedia española, guiándola por caminos no frecuentados antes.
EL SIGLO XVI
A lo largo de este siglo, el teatro se configura en sus aspectos religioso, profano-áulico
y profano-popular.
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Con motivo de las procesiones del Corpus, en Cataluña se había desarrollado un
teatro procesional, con representaciones de obras sacras, desde fines del XV o
principios del XVI. Algún tiempo después, la costumbre se extendió por el resto de
España; en la Farsa de Santa Susaña, de Diego Sánchez de Badajoz, que escribe en
el segundo cuarto del siglo XVI, se lee la siguiente acotación: «ha de ir en la carreta
hecha un vergel». Seguían representándose obras en el interior de los templos, pero
estas obras, junto con los autos que escriben numerosos autores piadosos, salen a la
calle en los desfiles religiosos del Corpus, y se levantan también tablados fijos en las
plazas para su representación. Poseemos una excelente colección de tal tipo de obras
en el famoso Códice de autos viejos, de la Biblioteca Nacional. Un subgénero bien
definido, el de las farsas sacramentales, dará lugar a los autos sacramentales, en el
último tercio del siglo. A su cultivo se aplicarán enseguida los más importantes
escritores dramáticos, entre ellos Lope de Vega, y su popularidad tendrá las
consecuencias a que luego aludiremos.
También en los palacios y en los medios estudiantiles se desarrolló ampliamente el
teatro, con temas profanos (pastoriles, caballerescos, clásicos, humanísticos,
novelescos, etc.). Destaquemos entre sus cultivadores a Bartolomé de Torres Naharro
(m. h. 1524).
Pero el teatro profano, dedicado al público que había de consumirlo como distracción
más o menos habitual, es una aportación italiana. Efectivamente, desde el segundo
cuarto del siglo, compañías de cómicos de aquel país recorren España, haciendo
temporadas de cierta duración en sus principales ciudades. En 1534, Carlos V ordena
que los cómicos se distingan por su manera de vestir; se sabe que actuaron en Sevilla
(1538) y en Valladolid (1548); hay también noticias posteriores del paso de las
compañías de los famosos Ganassa (1574) y Bottarga (1583). Su repertorio estaba
constituido por comedias literarias, previamente escritas para ser representadas, y
también por «commedie dell’arte», es decir, por piezas improvisadas.
A ejemplo de estos ambulantes actores italianos, un sevillano, Lope de Rueda (m.
1565), crea hacia 1554 la primera compañía teatral española de que hay noticia. Con
ella recorre el país, y alcanza una inmensa popularidad. Su repertorio estaba
constituido por obras probablemente traducidas del repertorio italiano y por comedias
originales; entre éstas, unas se inspiran en dicho repertorio, y poseen un carácter
literario muy marcado, y otras, los pasos, parecen una recreación personal y a la
española de la «commedia dell’arte». Los temas y los personajes de estas obritas son
populares, su intriga mínima, y su éxito parece confiado principalmente a la
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interpretación. Otros autores debieron de proporcionar obras a la compañía de Rueda;
así, el discípulo de éste y actor a sus órdenes, Alonso de la Vega. Cervantes, que
alcanzó a conocer al famoso actor sevillano, recordaba su maestría en la
representación de «entremeses ya de negra, ya de rufián, ya de bobo y ya de vizcaíno;
que todas estas figuras y otras muchas hacía el tal Lope, con la mayor excelencia y
propiedad que pudiera imaginarse».
Otras compañías se formaron pronto. El mismo Cervantes da noticia de la que
constituyó el toledano Navarro, famoso por su modo de interpretar el tipo de rufián
cobarde y por otras humildísimas invenciones —a imitación, quizá, de los italianos—;
así, le atribuye el guardar los trajes en cofres y no en costales, el quitar las barbas a
los actores que no las precisaran por la edad de sus personajes, el sacar los músicos a
escena —los cuales actuaban antes detrás de la manta que constituía el decorado
único—, y el complicar la tramoya. Agustín de Rojas dice de él que fue «el primero que
inventó teatros»; y de un Cosme de Oviedo, que «fue el primero que puso carteles».
Estas compañías eran contratadas por los municipios para representar los autos en las
fiestas del Corpus, con lo que se aseguraban una ejecución más esmerada de los
mismos y, de paso, se libraban de la enojosa y larga tarea de su organización. Ello
suponía una indudable ventaja para estas agrupaciones teatrales, ya que las
subvenciones recibidas les aseguraban una buena base económica para su campaña
de teatro profano. [...]
LOS ACTORES
Como acabamos de decir, el ejemplo de Lope de Rueda cundió pronto. Se formaron
compañías que recorrían el país con su variado y casi desconocido repertorio. Agustín
de Rojas, en su famosísimo libro El viaje entretenido (1603), da noticia de las
siguientes modalidades de actores y de compañías teatrales:
El bululú, que «es un representante solo, que camina a pie y pasa su camino, y entra
en el pueblo, habla al cura y dícele que sabe una comedia y alguna loa; que junte al
barbero y sacristán y se la dirá, porque le den alguna cosa para pasar adelante.
Júntanse a éstos, y él súbese sobre una arca, y va diciendo: —Ahora sale la dama y
dice esto y esto... —, y va representando, y el cura pidiendo limosna en un sombrero, y
junta cuatro o cinco cuartos, algún pedazo de pan y escudilla de caldo que le da el
cura, y con esto, sigue su estrella y prosigue su camino hasta que halla remedio».
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Ñaque era el conjunto de «dos hombres...; éstos hacen un entremés, algún poco de un
auto, dicen unas octavas, dos o tres loas, llevan una barba de zamarro, tocan el
tamborino y cobran a ochavo...; viven contentos, duermen vestidos, caminan
desnudos, comen hambrientos y espúlganse el verano entre los trigos, y en el invierno
no sienten con el frío los piojos».
La gangarilla era «compañía más gruesa; ya aquí van tres o cuatro hombres, uno que
sabe tocar una locura; llevan un muchacho que hace la dama, hacen el auto de La
oveja perdida..., dos entremeses de bobo, cobran a cuarto... Éstos comen asado,
duermen en el suelo, beben su trago de vino, caminan a menudo, representan en
cualquier cortijo y traen siempre los brazos cruzados».
El cambaleo estaba formado por una mujer que cantaba, y cinco hombres; podían ya
representar una comedia, aparte autos y entremeses. Actuaban en cortijos y pueblos.
En la garnacha, la actriz representaba el papel de dama, e iban con ella cinco o seis
hombres, y un muchacho que hacía los segundos papeles femeninos. Su ajuar era
más complicado, y constituían su repertorio cuatro comedias, tres autos y otros tantos
entremeses. También solían actuar en los pueblos.
La boxiganga era más compleja, con dos mujeres, un muchacho y seis o siete actores.
Podían representar seis comedias, tres o cuatro autos y cinco entremeses.
Le seguía, como superior organización, la farándula, «víspera de compañía», en la que
había tres mujeres, abundantes hombres, y contaban con un repertorio de ocho o diez
comedias. Podían ya encargarse de ejecutar los autos del Corpus en grandes
ciudades.
Por fin, las compañías, con dieciséis personas, llevaban cincuenta comedias de
repertorio, y constituían un conjunto suficiente para representar cualquier clase de
obras.
Hemos visto que en algunas de estas agrupaciones participaban niños para
desempeñar los papeles femeninos. En efecto, hasta 1581 no hay datos seguros de
que existan mujeres representantes; y duró mucho tiempo la resistencia a aceptar la
licitud de tal ocupación. Como dato complementario, señalemos que la actuación
escénica de las mujeres era normal en Francia desde la Edad Media; en Inglaterra
comenzaron a representar en 1656; y en Italia hay noticias firmes desde 1565.
En cuanto al número de compañías, en sus diversas modalidades, es incierto y varió
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con los años. Algunas de ellas, oficialmente autorizadas, recibían el nombre de
compañías reales o de título; en 1603 eran ocho, y doce en 1615. Las demás, carentes
de licencia, se denominaban compañías de la legua.
En sus niveles ínfimos, y aun en los elevados, los actores solían arrastrar una vida
miserable. Aparecen frecuentemente complicados en delitos, y los moralistas claman
contra ellos. Agustín de Rojas hace de los representantes esta viva y conmovedora
descripción:
... no hay negro en España
ni esclavo en Argel se vende,
que no tenga mejor vida
que un farsante, si se advierte.
.................................................
Pero estos representantes,
antes que Dios amanece,
escribiendo y estudiando
desde las cinco a las nueve,
y de las nueve a las doce
se están ensayando siempre.
Comen, vanse a la comedia,
y salen de allí a las siete;
y cuando han de descansar,
los llaman el presidente,
los oidores, los alcaldes,
los fiscales, los regentes,
y a todos van a servir
a cualquier hora que quieren.
¿Que es eso aire? Yo me admiro
cómo es posible que pueden
estudiar toda su vida
y andar caminando siempre,
pues no hay trabajo en el mundo
que puede igualarse a éste.
LOS TEATROS DE MADRID
Las actuaciones de las primeras compartías se celebraban en lugares variables. Pero
precisamente cuando Lope era niño, se crean en Madrid y en otras ciudades los
primeros locales estables, llamados corrales. Pertenecían los de Madrid a dos
cofradías piadosas, la de la Sagrada Pasión (1565) y la de la Soledad (1567), que
destinaban las ganancias a fines benéficos. (Esta conexión entre piedad y diversión
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que a Schack le parecía típica de España, se produjo también en Inglaterra.)
Eran lugares sumamente rudimentarios: los patios posteriores o corrales de unas
casas, en los que se había levantado un tablado. En un principio, la cofradía de la
Pasión dispuso de tres corrales, uno en la calle del Sol, y dos, el de la Pacheca y el de
Burguillos, en la calle del Príncipe; uno de éstos fue cedido a la cofradía de la Soledad
(1574). Los espectadores asistían de pie; las localidades preferentes eran los balcones
y ventanas abiertos en los muros que cerraban el patio. No había tejado, y era
frecuente la suspensión del espectáculo, cuando el tiempo era malo.
En 1574, el actor italiano Ganassa obtuvo autorización para construir un teatro en el
corral de la Pacheca; da idea de su naturaleza rudimentaria el hecho de que fue
construido por dos carpinteros, utilizando los tablados, toldos y lienzos del viejo
establecimiento. El convenio firmado con las cofradías —que se habían asociado ese
año para explotar los corrales— estipulaba que el teatro sería completamente cubierto
con un tejado; se le cedía a Ganassa por nueve o diez años, y éste debía abonar un
alquiler de diez reales diarios. Pero, de hecho, el tejado sólo cubría la escena y los
lados del patio; para resguardar el centro de éste no había más que un toldo, que sólo
evitaba el sol.
Las cofradías se ven desbordadas por el éxito de su empresa, y poco después
habilitan otros corrales, el de Puente, en la calle del Lobo, y el de Valdivieso. En 1579
adquirieron otro local en la calle de la Cruz, y en él, con materiales procedentes del
corral de Puente, construyeron un nuevo teatro, el de la Cruz, que compartirá el favor
del público con el de la Pacheca. Por fin, y para librarse de la renta que debían pagar
por el alquiler de este último, la cofradía de la Soledad compró en 1582 algunas casas
próximas, en la misma calle del Príncipe, y en su solar se edificó otro teatro parecido al
de la Cruz, el del Príncipe. Ambos fueron, a partir de 1584, los únicos locales
dedicados a espectáculos en Madrid (hablaremos enseguida de otro más: el del Buen
Retiro). En relación con los anteriores corrales, ofrecían singulares ventajas, con
localidades separadas para hombres y mujeres, tejadillos, vestuarios, asientos altos y
celosías para personas de calidad que no querían mezclarse con el vulgo. Pero
seguían siendo abiertos, y la lluvia continuaba perturbando o impidiendo las
representaciones.
En estos teatros tan incómodos y destartalados, cuya gloria se ha comparado a la del
Globo de Londres, estrenarán sus obras Lope, Tirso, Calderón, Rojas, Moreto... La
pléyade toda de nuestra literatura dramática.
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LAS REPRESENTACIONES
Resulta difícil imaginar una representación en tales condiciones. Hombres y mujeres
estaban separados. Los varones se instalaban en el patio; eran los temibles
mosqueteros, dueños absolutos, con sus abucheos o vítores, de la suerte de la
comedia. Las mujeres ocupaban unas gradas —la cazuela— en la parte posterior del
patio. Ellos y ellas se increpaban, y originaban temibles escándalos.
Cuando la comedia empezaba, pasaban algunos minutos antes de que los actores se
dejasen oír. De ahí que, normalmente, el cómico que recitaba la loa inicial del
espectáculo solicitara del «ilustre senado» asistente, silencio, compostura y
benevolencia. Pero ésta faltaba por completo cuando algún intérprete erraba o cuando
la obra no satisfacía.
El mecanismo escénico era sumamente sencillo, al principio: una humilde cortina de
fondo servía como evocación de cualquier lugar pensable. El público debía imaginar el
decorado ambiental de la acción. Poco a poco, por influjo de la ostentosa escenografía
de los autos y de las representaciones cortesanas, la maquinaria teatral fue
haciéndose más compleja. Lope, educado en la mayor sobriedad en cuanto a medios
auxiliares, protesta más de una vez: él prefería luchar a cuerpo limpio, con un texto
poético tan sólo, con una emoción y una gracia que debían surgir del recitado y no de
la plástica. Pero la moda de los decorados, de las maromas que sacaban a los actores
de escena en fulminantes ascensiones, de los trajes lujosos, fue creciendo y, en la
época de Calderón, serán instrumentos imprescindibles del espectáculo teatral.
Las comedias, antes de que se fijase en tres el número de actos, constaban de cuatro
breves partes. En los intermedios había bailes y entremeses que complacían
extremadamente al público. A veces la comedia servía de mero pretexto, y la parte
sustantiva del espectáculo eran, precisamente aquellas danzas, no pocas veces
indecentes. El Fénix tendrá que luchar contra este estado de cosas, dando mayor
extensión a las comedias, y convirtiendo a éstas en centro de la función. Aunque siguió
representándose un entremés en el primer intermedio, e incluyéndose un baile en el
segundo.
Las representaciones tenían lugar a primera hora de la tarde —a los dos en invierno y
a las tres en verano—; se celebraban los domingos, martes y jueves. Para Carnaval se
autorizaban las funciones diarias.
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REPRESENTACIONES ANTE LA CORTE
Tras una lógica inhibición de las gentes discretas, el interés por la comedia ganó todos
los estamentos sociales, y alcanzó a la real familia. En la Relaciones, de Cabrera de
Córdoba (20-I-1607), se lee esta preciosa noticia: «Hase hecho en el segundo patio de
las casas del Tesoro [en el Alcázar madrileño] un teatro donde vean sus Majestades
las comedias como se representan al pueblo en los corrales que están deputados para
ello, porque puedan gozar mejor de ellas que cuando se les representa en su sala, y
así han hecho alrededor galerías y ventanas donde esté la gente de Palacio, y sus
Majestades irán allí de su cámara por el pasadizo que está hecho, y las verá por unas
celosías.» Efectivamente, desde antes, en Madrid o en sus viajes a distintas ciudades
del país, Felipe III y su esposa se hacían representar comedias y autos; hay datos
desde 1603, de esta afición. Más favorable para el espectáculo teatral fue todavía
Felipe IV, hasta el punto de haberse afirmado que él mismo fue autor de comedias;
cuando era príncipe, había actuado en algunas obras ante la Corte.
Las representaciones, con un verdadero derroche de lujo que provocaba, a veces, viva
indignación entre el pueblo, continuaron en la nueva y ostentosa residencia real del
Buen Retiro (1631), en cuyos jardines y lagos se montaban espectáculos suntuosos;
uno de ellos fue el estreno de La noche de San Juan, de Lope, a quien se la había
encargado Olivares para esta ocasión. Especialmente fastuosa fue la fiesta con que se
celebró la terminación del palacio (1632), cantada por el Fénix en su poema A la
primera fiesta del Palacio nuevo. Entre sus instalaciones, este real sitio contó con un
espléndido teatro, que hacia 1640 se abrió al público. Proporciona esta noticia Pellicer
en sus Avisos (7-II-1640): «Hase empezado a representar en el teatro de las comedias
que se ha fabricado dentro [del Buen Retiro], y concurre la gente en la misma forma
que a los de la Cruz y del Príncipe, celebrándose para los hospitales y autores de la
farsa.» De esta manera, la real familia se funde no ya en los gustos, sino físicamente
con sus súbditos, en las representaciones de las comedias. Y llega a extremos de
chocarrería y barbarie como éste, cuya protagonista fue la reina de España, en 1656;
según los Avisos de Barrionuevo, «en 14 de septiembre, los Reyes se entretienen en el
Buen Retiro, oyendo las comedias en el Coliseo, donde la Reina nuestra señora,
mostrando gusto de oírlas silbar, se ha ido haciendo con todas, buenas y malas, esta
misma diligencia. Asimismo, para que viese todo lo que pasa en los corrales, en la
cazuela de las mujeres, se ha representado bien a lo vivo, mesándose y arañándose
unas, dándose vaya otras y mofándose los mosqueteros. Han echado entre ellas
ratones en cajas, que, abiertas, saltaban; y ayudado este alboroto de silbatos, chiflos y
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castraderas, se hace espectáculo más de gusto que de decencia». Fueron más de cien
los ratones que se soltaron una tarde para regocijo de Su Majestad.
Pero entre tantas dificultades, y contando con el gusto progresivamente unánime del
país, la comedia, conducida por Lope, había ido desarrollando la misión vertebradora
que hemos descrito.
LOS AUTOS SACRAMENTALES
Para completar el panorama de lo que era el espectáculo teatral en la época de Lope
de Vega, debemos referirnos a los autos sacramentales, que hemos aludido ya de
pasada numerosas veces.
La conmemoración del Corpus Christi, solemnemente festejada desde su institución,
se hizo más extensa y cuidada desde el siglo XVI como resultado de «la voluntad de
depuración y cultura religiosa que animaba entonces a la capa selecta del clero...;
voluntad de volver las ceremonias católicas al espíritu en que habían sido instituidas»
(Bataillon). Felipe III, que había subido al trono en 1598, se caracterizó por su gran
devoción al Sacramento; él instituyó la costumbre de que el rey presidiera la procesión
eucarística; y bajo su reinado, los autos sacramentales se convirtieron «en una
institución verdaderamente pública, con rígida organización y derechos y deberes de
carácter legal; y fueron sustraídos a los accidentes y al arbitrio de las empresas
privadas, adquiriendo así una situación más estable que el teatro de comedias»
(Pfandl).
En las principales ciudades españolas fueron los municipios los encargados de montar
el piadoso espectáculo, llamando en auxilio suyo a actores profesionales, y
encargando los textos a poetas especializados en el género.
La conmemoración del Corpus daba comienzo con las solemnidades litúrgicas en los
templos, seguidas de una brillante procesión, que terminaba a primera hora de la tarde.
Tras un breve descanso para yantar, se ponía en marcha la gran máquina del auto
sacramental. Éste no se celebraba en un local cerrado, sino en una espaciosa plaza,
ante millares de espectadores.
En primer lugar recorrían las ciudades los famosos carros, tirados por bueyes; en cada
uno de ellos iba montado un fragmento del escenario. Rodeados de público, se dirigían
al lugar previsto para la representación, donde se había dispuesto un espacioso
- 20 -
‘
tablado fijo. Los carros se disponían ordenadamente alrededor de este tablado, y el
escenario quedaba así cerrado y constituido. Se encendían, seguidamente, grandes
cirios, y el fastuoso espectáculo podía comenzar. Estas representaciones se repetían
durante toda la octava del Corpus.
El gran hispanista francés Marcel Bataillon ha hecho notar que la costumbre de
representar autos hizo posible el desarrollo y el apogeo de la comedia: «La fuerte
suma pagada por la municipalidad de una ciudad a una o dos compañías teatrales
para las representaciones del Corpus entrañaba una elevada remuneración para el
poeta célebre a quien los autos habían sido encargados. Por otra parte, constituía para
los directores de estas compañías una verdadera subvención que los ligaba a la
ciudad, al menos por el período que iba de Pascua al Corpus. Durante este período se
comprometían a dar frecuentes representaciones de comedia. En compensación,
gozaban durante el mismo tiempo de un privilegio, no pudiendo ninguna otra compañía
ser autorizada a hacerles competencia.» De esta manera, la fiesta del Corpus se
convirtió en un impulso que operó en dos direcciones, y no en una sola como se creía,
porque, a la vez que estimulaba la composición de autos sacramentales, producía
unas condiciones económicas óptimas para el desarrollo del teatro profano. [...]
EL TEATRO EN VALENCIA
La influencia que las actividades dramáticas valencianas pudieran ejercer sobre Lope
fue tempranamente apuntada por Schack, más tarde por Mérimée y E. Juliá, y ha
encontrado un reciente e inteligente defensor en Rinaldo Froldi. Advirtamos, sin
embargo, que esta idea ha contado también con importantes detractores; así Hugo A.
Rennert escribía tajantemente en 1909: «Se ha exagerado mucho la importancia de
Valencia como centro teatral». Con todo, el libro de Froldi aporta sugerencias que
deben ser tomadas en consideración.
Hay, por lo pronto, en Valencia, una temprana actividad de teatro áulico y literario; en
1524, se representó el Coloquio de las damas de Juan Fernández de Heredia, en la
corte de Germana de Foix; poco más tarde, otras dos obras: La farsa de las galeras y
La montería del rey de Troya, con personajes de la leyenda homérica. En 1521, se
habían publicado tres importantes obras dialogadas: la Comedia llamada Thebayda, la
Comedia Ypólita y la Comedia llamada Seraphina; de 1537 es la Farsa a manera de
tragedia, quizá representada en ambientes palaciegos.
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Existía también un activo teatro escolar, en latín, atestiguado desde 1521; en su
promoción y cultivo se destacó el famoso humanista aragonés Lorenzo Palmyreno, que
estrena sus obras latinas (Lobenia, Sigonia, Octavia) hacia 1546 y años siguientes. Se
produce, sin embargo, en él una curiosa evolución, de muy grande significado.
Efectivamente, en su Fabella Aenaria (1574) predomina el castellano netamente, y
asegura que no ha seguido las leyes clásicas porque tiene derecho a escribir farsas
hispánicas para complacer a su público, los estudiantes valencianos, los cuales
abandonan sus estudios y gastaban el dinero en asistir a los espectáculos. Estamos,
como dice Froldi, ante algo que preludia a Lope: el anteponer la complacencia del
público a cualquier abstracto interés de perfección clásica.
Es este principio el que el citado hispanista italiano halla sólidamente establecido en
Valencia. Quizá se manifestara con idéntica o mayor intensidad en otros lugares; pero
lo que importa es que Lope lo encontrará allí, cuando llegue, muy joven y quizá sin
haber decidido aún su orientación dramática.
El teatro para el público indiscriminado se manifestaba tan pujante como el cortesano o
el escolar. En 1566, una calle tenía el nombre de Carrer de les Comedies. Lope de
Rueda hizo en la ciudad del Turia largas temporadas; sabemos que actuó en 1559 y en
1560; y Luis Milán, en el Cortesano (1561) lo alude como el farsante por antonomasia.
En Valencia, Rueda halló sin duda un ambiente teatral bien dispuesto a estimar su
esfuerzo en pro de un teatro «popular». El escritor y editor Juan de Timoneda centraba
este ambiente, con su convicción de que la comedia no podía basarse exclusivamente
en un plano literario de narrativa dialogada o de ficción pastoril, sino que debía, ante
todo, agradar al público. Él mismo había dado el ejemplo con sus Tres comedias
(1559), en cuyo prólogo se lee: «Quise hacer comedias en prosa, de tal manera que
fuesen breves y representables; y hechas como pareciesen muy bien, así a los
representantes como a los auditores.» Su convicción de que el teatro ha de ser, sobre
todo, espectáculo, se plasma en el hecho de haber publicado los pasos de su amigo
Lope de Rueda, obras fundamentalmente histriónicas, en que los efectos escénicos
privan sobre los valores literarios; para poder llevarlos a la imprenta, Timoneda, según
confiesa, tuvo que limpiarlos de repeticiones e incongruencias. Con este gesto
impensable —¡editar obras tan viles!—, el editor valenciano afirma su fe en un teatro
posible, ordenado en función del público y no de los códigos literarios.
Con estos nombres —Palmyreno, Lope de Rueda, el discípulo de éste Alonso de la
Vega, y Timoneda, que, además de publicar sus propias obras, editó algunas de los
dos últimos— se va perfilando en la capital levantina una dirección favorable a la
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comedia como diversión fundamentalmente destinada a los espectadores. [...]
LOPE Y LOS AUTORES VALENCIANOS
El Fénix llega a Valencia, tras el desastre de la Invencible, a principios de 1589; allí
vivirá dos años. Y el problema se plantea así: ¿ha creado ya la fórmula de la comedia
en Madrid, y se limita a trasplantarla a la ciudad que lo acogió en el destierro, o recibió
decisivos estímulos del ambiente teatral valenciano para crearla? La crítica, en
general, se inclina a aceptar el primer término de la disyuntiva. Pero algunas
observaciones parciales de historiadores que ya hemos citado han sido tenidas en
cuenta ahora por Froldi, para afirmar con energía que Lope aprendió mucho de la
tradición local valenciana.
Hay, por lo pronto, su paladina atribución a Virués (que escribe entre 1580-1586) de la
división de la comedia en tres actos; este escritor, aun apegado a tendencias clásicas,
había compuesto cinco tragedias, en cuatro de las cuales, según confesión propia,
había «procurado juntar... lo mejor del arte antiguo y de la moderna costumbre». En La
infelice Marcela, de hacia 1581, emplea el romance alternando con otros metros; sería
el primer autor español, según Morley, en adoptar este metro dramático; sin embargo,
como ya dijimos, la realidad de este tipo de «invenciones» no puede ser definida hoy
con exactitud. ¿La aprendió Lope en Virués, en Cueva y Silva, en una costumbre ya
muy extendida?; ¿fue hallazgo personal? Imposible dar una respuesta concreta.
Pero lo cierto es que la actividad teatral estaba en auge en Valencia a la llegada de
Lope. Un famoso teatro, la Casa de la Olivera, había sido inaugurado en 1584; poco
después se adaptó para tal fin la Casa dels Santets. Y ya dijimos cómo el paso de
comediantes italianos debía de ser frecuente, a juzgar por actuaciones atestiguadas de
Bottarga en 1583, 1585, 1587 y 1589.
La ciudad contaba por entonces con algunos autores dramáticos de entidad. En primer
término, con el canónigo Tárrega (h. 1554-1602). Baltasar Gracián lo cita, al trazar la
línea fundamental del teatro español, a continuación de Lope de Rueda, con estas
palabras: «el canónigo Tárrega aliñó ya más el verso y tiene muy sazonadas
invenciones»; y añade: «sucedió Lope de Vega, con su fertilidad y abundancia». Pero
este orden, tan claramente señalado en la Agudeza y arte de ingenio, no ha querido
ser aceptado por la crítica, empeñada en mostrar un Lope creador, del que depende
todo. Y ocurre que Tárrega ofrece muchos rasgos lopescos. ¿Discípulo o maestro? He
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aquí una enojosa cuestión, que se ha resuelto de modos muy diversos: restando
importancia a su labor o forzando la cronología, para que el Fénix sea anterior.
Así, Mérimée fecha en 1589 —año de la llegada de Lope— la composición de su
supuesta primera obra, El prado de Valencia; «no se comprende cómo, apenas llegado
a Valencia, pudo Lope influir sobre un poeta local, hasta el punto de conducirlo
inmediatamente a escribir una obra de indudable madurez y experiencia», comenta
Froldi. Por el contrario, Tárrega parece representar una modalidad dramática local, a la
cual pertenecen, al nivel de la citada comedia, los siguientes rasgos: la polimetría, con
predominio de metros castellanos, el romance entre ellos; el enredo complejo; el tono
cómico; el influjo temático de Virués; el equilibrio entre dignidad literaria y vitalidad
escénica; ambiente local; presencia —atenuada— del tema del honor; los tipos del
galán y del lacayo; la brillantez conceptuosa del diálogo; la duplicidad de la intriga
amorosa... Muchos de estos rasgos aparecen también en otras comedias del mismo
autor, algunas de las cuales parecen anteriores a 1589. Hay otro poeta, Gaspar de
Aguilar, que, según Lope, competía con Tárrega en la «dramática poesía», cuya
cronología es tan confusa que no permite sacar conclusiones.
Todas las notas señaladas en la obra del canónigo Tárrega son, sin duda, incipientes,
dispersas, carentes de la coherencia que hallaremos en la comedia lopesca; pero
están ahí tentando con la posibilidad de que el Fénix las hubiera aprendido en sus
supuestos discípulos valencianos. Hasta en el propio Guillén de Castro ha podido
distinguir Juliá dos épocas: una en que sigue la tradición local, y otra posterior en que
es captado por el influjo exclusivo de Lope. ¿No era porque éste había asumido el
sustrato común en una síntesis perfecta?
Por otra parte, dista de ser seguro que el Fénix hubiera alcanzado su fórmula
dramática antes del destierro. Ya señalamos cómo la única obra suya anterior, con
seguridad, a esa fecha, Los hechos de Garcilaso de la Vega, posee cuatro actos. Todo
indica que no había hallado aún su camino, y que se orientaba en una dirección
semejante a la que seguían Juan de la Cueva, Argensola y Cervantes. Predominan,
además, en dicha obra, los metros italianos, y parece inscribirse en una temática de
tipo patriótico, al modo de La Isabela y La Numancia, como apunta Froldi. [...]
CONCLUSIÓN
Existen, pues, sobrados indicios, a falta de pruebas absolutas, de que Lope de Vega,
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en sus años juveniles, halló un ambiente en el que se perfilaban líneas esenciales de lo
que será su fórmula teatral. Eran atisbos dispersos, muy nítidos a veces, que no se
habían estructurado en un sistema; cuando él lo consiga, podrá hacerlo con una
conciencia de inventor. De las dos corrientes con que se pretendía satisfacer la
apetencia popular de espectáculo (una, de apresura da implantación de las doctrinas
clásicas, y otra, de vinculación al gusto de los espectadores), el Fénix, salvando y
potenciando los requerimientos inviolables del arte, y tras algunos titubeos, optó
decididamente por el último camino. Supo asumir inquietudes y hallazgos dispersos,
innovaciones que surgían por doquier, que enriqueció y perfeccionó muy pronto, hasta
conseguir una síntesis que tendrá más de un siglo de vigencia. Maestro indiscutible,
hará olvidar —y olvidará él mismo— todas las tentativas anteriores; Lope de Vega,
asegura Tirso de Molina, «basta para hacer escuela de por sí, y para que los que nos
preciamos de ser sus discípulos nos tengamos por dichosos de tal maestro y
defendamos constantemente su doctrina contra quien con pasión la impugnare».
Pero esta imagen emotiva de Lope creador que perfilaron sus apasionados amigos y
enemigos, y que consagró la crítica romántica, es insuficiente. Debemos transformarla
en otra de serena admiración hacia aquel monstruo de la Naturaleza, en quien canales
y canalillos esparcidos se hicieron cauce impetuoso y definitivo. El descubrir, atisbar o
imaginar esa prehistoria del Fénix, ese sustrato inmediato de que emerge, es una tarea
fascinante para la crítica, que no intenta amenguar su gloria, sino dar a ésta imágenes
que puedan ser contempladas racionalmente.
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MAURO ARMIÑO
Pròleg a El perro del hortelano, ed. Mauro Armiño. Cátedra, 1996.
FECHA DE COMPOSICIÓN Y CONTEXTO
De las poco más de trescientas comedias que hoy pueden adjudicarse, sin dudas
razonables, a Lope de Vega, hay un grupo bastante amplio puesto por la crítica
literaria bajo la advocación demasiado genérica, pero eficaz, de comedias
costumbristas, en las que el dramaturgo enreda personajes en una anécdota de
consistencia leve; le basta, sin embargo, para esbozar unos caracteres trazados a
partir de la observación del mundo y de las relaciones personales del autor.
Pérez de Montalbán propuso en el siglo la cifra de mil ochocientas comedias (con
cuatrocientos autos incluidos) como la de la producción total lopeveguesca, pero el
tiempo, y análisis más ajustados en número, habían ido reduciendo esa cifra a poco
menos de la mitad. En su excelente, y útil por mucho tiempo todavía, Cronología de
las comedias de Lope de Vega, S. Griswold Morley y Courtney Bruerton, partiendo de
estudios de la versificación lopesca en comedias de paternidad no ensombrecida por
ninguna duda, adjudicaron el marchamo de autoría indiscutible a trescientas dieciséis
comedias, a más de otras veintisiete cuya autenticidad es probable. Aun rebajada de
esta forma, es una cantidad pasmosa que suele subrayarse mediante comparaciones
poco pertinentes. Si ese parangón se atiene, única y exclusivamente, al guarismo de
los títulos y los versos dramáticos, resulta evidente que frente a las ochocientas piezas
que Lope de Vega pudo escribir, según se supone con fundamento, la producción de
las dos figuras indiscutiblemente mayores del teatro europeo del siglo XVII,
Shakespeare y Molière, con poco más de treinta piezas cada uno, resulta escasa; el
español hizo un descomunal despliegue de facultades casi inhumanas. Añádanse,
además, los autos y otras piezas de menor calado, una ingente cantidad de poemas y
la abundante prosa que pueden encabezar textos narrativos como La Dorotea o las
Novelas a Marcia Leonarda, y tendremos una facilidad de escritura creativa no
superada, prácticamente, por nadie en la literatura universal.
Además de las que se hayan perdido, puede haber otro número indeterminado de
comedias lopeveguescas que, dadas las manipulaciones y cambios que sufrían los
textos a partir del instante en que el autor los ponía en manos de los cómicos, no
resulta reconocible; cuando Lope o cualquier otro dramaturgo vendía su pieza, ésta
pasaba a propiedad absoluta de los auctores o directores de compañía; y por el propio
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Lope sabemos, en la Dedicatoria que escribe al duque de Sessa cuando en 1617 se
decide a intervenir por primera vez de forma directa en la Parte IX de sus obras, que
hasta ese momento se venían publicando de tal modo que «era imposible llamarlas
mías».
No acomete Lope de Vega esa intervención personal en sus escritos guiado por
ningún prurito de autor; en la época, los escritores ponían en la poesía sobre todo, y
en la novela en segundo lugar, su porvenir de gloria, y el teatro, como el mismo Lope
declara en la Dedicatoria citada, estaba hecho para ser representado, no para la
publicación. Era, desde luego, gran satisfacción publicarlas, dada la popularidad que
cómicos y público dispensaba a sus comedias; pero, además, en ese pasaje de la
ajetreada vida lopesca, convenía al poeta poner las cosas en «su» sitio, en el nuevo
lugar que ahora exigía su condición de sacerdote desde 1614. Porque el rumor público
que lo exaltaba hasta las nubes como insuperable autor de comedias, no dejaba de
hacerse eco de la mala fama de vida que también le acompañaba.
Y no eran rumores de antaño sobre episodios de otros tiempos: años de ataques
habían culminado en 1617 en la aparición de un libelo, la Spongia, de Pedro Torres
Rámila, justo en el momento en que las rencillas literarias y la difusión y polémica del
culteranismo exigían que Lope se cuidase personalmente de apuntalar, cuando
menos, su prestigio literario; el personal y moral resultaban más difíciles de restablecer
a ojos de la época, que veían al ahora sacerdote Lope de Vega proseguir con su vida
tumultuosa, amancebado como estaba desde 1616, pese a la siempre presente
comezón de los remordimientos, con la bellísima Marta de Nevares —sus ojos verdes
son, gracias al poeta, los más bellos de la literatura española—, con quien ha tenido
una hija y que, a la muerte de su marido, se instala en la casa que Lope y sus
vástagos de otras relaciones —Camila Lucinda, Marcela y Lope Félix— ocupaban en
la calle madrileña de Francos.
Comedia famosa del Perro del hortelano abre (fol. 1-27) la Onzena parte de las
comedias de Lope de Vega Carpio, editada en Madrid en 1618, al cuidado personal, si
hemos de creer las intenciones que declara en esa Dedicatoria, de Lope de Vega, y de
acuerdo con los originales; que la edición fue revisada por alguien meticuloso e
interesado lo pone de manifiesto la fe de erratas que antecede en los preliminares a
los textos de las comedias, y que indica el cotejo con un manuscrito o copia de la
pieza. Pero nada sabemos de forma documental sobre la persona que se encargó de
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la tarea, pareciendo poco probable que fuera el autor.
Como de El perro del hortelano no existe autógrafo ni copia de esos años
—los manuscritos, en las comedias que así se han conservado, ofrecen textos
notablemente superiores a los impresos en las Partes— hay que remitirse a esa
edición y a otra posterior, aunque del mismo año, editada en Barcelona
(identificaremos ambas siguiendo la forma ya admitida de M y B, por la inicial de la
ciudad de impresión), con el título de Doce comedias de Lope de Vega Carpio...
Onzena parte, con variantes y errores que demuestran su dependencia de la príncipe.
Si el texto sólo plantea problemas menores gracias a esas dos ediciones y al trabajo
filológico1 de depuración de variantes, errores y erratas manifiestos, más complicada
resulta su datación exacta. Gracias a la citada obra de Morley y Bruerton, los análisis
de la versificación lopeveguesca sitúan El perro del hortelano en el periodo de 1611-
1618. Si la última cifra viene dada por la fecha de publicación, precisar la data primera,
la de escritura, plantea mayores vacilaciones. Varios versos de El perro parodian y
parecen burla —uno de los pretendientes nobles, el marqués Ricardo, se ridiculiza a sí
mismo en escena precisamente a través del lenguaje— de la Soledad primera de
Góngora, cuyo manuscrito había empezado a circular por Madrid —aunque de forma
restringida— entre mayo y junio de 1613.2
Tales son las dos únicas pruebas documentales para precisar el año de composición:
entre mediados de esa fecha y el año de impresión, 1618, de la príncipe en la Onzena
parte. Los análisis de versificación citados señalan la presencia de un porcentaje de
versos sueltos y de romances muy superior a los habituales de Lope a partir de 1615,
y coincidentes con los de otras piezas auténticas de fecha conocida en 1613, año
también sugerido por W. L. Fichter «en carta particular» a Morley y Bruerton
basándose en las alusiones al cultismo (I, VV. 689-736, II, 1222-1242).
No ha quedado constancia de las representaciones a que el texto pudo dar lugar
entonces, aunque hemos de suponer que el libreto seguiría el camino usual de la
producción lopesca, en esos años en que su popularidad estaba ya consagrada y los
auctores le quitaban las comedias de las manos: la subida a las tablas nada más ser
escrita y entregada a los cómicos. El adjetivo del encabezamiento Comedia famosa,
1 Véanse las ediciones más recientes de El perro del hortelano en el apartado bibliográfico. 2 M. Artigas, Don Luis de Góngora y Argote, Madrid, 1925.
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en nada aludía a la fama pública que pudiera acompañar a la representación de la
pieza; era común a las obras publicadas y carece de cualquier valor específico.
Podemos admitir, por tanto, con muchas probabilidades esa fecha sin tener que
recurrir a otras justificaciones de tipo biográfico más evanescentes. En el periodo
inmediato, Lope se había instalado en 1610 con su familia legítima en la calle de
Francos, y es entonces, en esa etapa de aparente tranquilidad vital, cuando escribe
varias de las comedias para las que Zamora Vicente encontró el calificativo de
«densas», como La dama boba, El acero de Madrid y El perro del hortelano, además
de algunas de sus piezas mayores que no pertenecen al género de comedia, como
Fuente Ovejuna (datada por la crítica más rigurosa a finales de 1612 como fecha más
probable). David Kossoff, editor de la comedia, ha relacionado precisamente pasajes y
personajes de El perro del hortelano con ese período concreto (1613) de la vida de
Lope, quien pronto vio interrumpida la etapa de sosiego iniciada en 1610 con su
mudanza a la calle de Francos: en otoño de 1612 muere su hijo más querido, Carlos
Félix, y en agosto del año siguiente la madre de éste, Juana de Guardo, esposa legal
del dramaturgo. De la crisis espiritual que tales muertes provocan en Lope —que
acababa de cumplir cincuenta y un años— parece derivar un cambio de estado: antes
de junio de 1614 recibió el sacerdocio en Toledo,3 aunque no por ello abandonase sus
habituales usos amorosos, y a pesar de que, disfrazado de Belardo, diga en Peribáñez
y el comendador de Ocaña que «el gusto se acabó ya».4 La cómica Jerónima de
Burgos no había tardado en llenar el vacío dejado por la muerte de Juana de Guardo
en la vida emocional del poeta.
De ahí a pensar que este contexto es fuente para El perro del hortelano supone un
salto en el vacío que Kossoff da como hipótesis. Consciente de la peligrosa tarea de
asentar las obras literarias sobre las huellas biográficas de un autor, Kossoff señala
también el riesgo contrario, el rechazo absoluto a toda referencia y su negación. Ve
Kossoff en El perro todo un conjunto de coincidencias, empezando por la condición de
secretario que Lope de Vega, de bajo nacimiento, había desempeñado en múltiples
ocasiones y en parte desempeñaba todavía al lado de un noble, el duque de Sessa;5 y
3 Casimiro Morcillo, Lope de Vega, sacerdote, Madrid, 1934. 4 Belardo: «Cayó un año mucha nieve, / y como lo rucio vi, / a la iglesia me acogí» (vv. 2342-2344); no
parece, sin embargo, que aluda Belardo a la ordenación de su alter ego, pues la fecha más probable de
Peribáñez es la de 1610. 5 A lo largo de su vida lo fue de los marqueses de Navas y Maplica, del también duque de Alba, del conde
de Lemos, sin olvidarnos de algún alto eclesiástico como el obispo de Ávila, Jerónimo Manrique.
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siguiendo por la igualdad anímica que Kossoff quiere suponer entre el Lope que acaba
de perder a uno de sus hijos predilectos, Carlos Félix, y a su esposa, y el viejo
Ludovico; éste, encarnación del viejo crédulo y necio que el teatro arrastraba entre sus
tipos desde Plauto por lo menos, «recupera» un hijo que hace veinte años le fuera
robado, siendo niño de corta edad, y no deja de recordar a su esposa, «¡Ay, si viviera
su difunta madre!» (v. 3096).
Estas correlaciones no sólo hacen pensar a Kossoff que la fecha de 1613
—es decir, poco después de la muerte de Carlos Félix y de Juana de Guardo— es la
más adecuada para situar la escritura de la pieza, sino que le permiten aventurar
conjeturas: «Es punto menos que inconcebible que Lope pudiera escribir sobre la
pérdida de un hijo y acerca de la difunta mujer en una comedia, sin pensar en su
propio hijo y su propia mujer, tan cercana a la muerte de los dos». Llega Kossoff a
más: «Si el niño perdido nos recuerda a Carlos Félix, ¿es Ludovico el equivalente de
Lope? Recuérdese que, disfrazado de Belardo, Lope hacía el papel del vejete en
Peribáñez, escrita por los mismos años».6
Parecen poco consistentes las conjeturas de Kossoff en este punto de las trazas
biográficas de Lope y su correlación con El perro: el indudable dolor por la pérdida de
Carlos Félix no resulta determinante: 1º) porque pudo seguir vivo ese sufrimiento en
fechas posteriores; y 2°) porque la nostalgia del hijo desaparecido a temprana edad no
es en la comedia otra cosa que un topos frecuente que precede a la anagnórisis en
escenas semejantes, acompañado también por el dolor del cónyuge desaparecido.
Además, por mucho que llorara a la «difunta madre», Lope no tardó en consolarse
fácilmente de la pérdida de Juana de Guardo, a la que en vida olvidaba con frecuencia
en brazos de otras mujeres, y de manera especial en los de Micaela Luján, «cónyuge»
a tiempo parcial —lo cual no le impediría tener varios hijos del comediógrafo— durante
casi toda la duración de su matrimonio con Juana.
La comparación de Ludovico con Belardo no parece mejor asentada, porque en las
palabras del vejete no hay nada que no sea tópico en el tipo del personaje, mientras la
voz de los diversos Belardos que aparecen en distintas obras y poemas corresponde,
6 A. David Kossoff, El perro del hortelano - El castigo sin venganza, Madrid, 1970; edición de 1993, pág.
25. Como señalo en nota anterior, la crítica ha adelantado la fecha de escritura de Peribáñez varios años
(1610), interpretando el verso 2344, no como alusión al ingreso en el estado sacerdotal del autor sino a su
entrada en la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento, ocurrida en 1609 (cfr. Peribáñez y el
comendador de Ocaña, edición de A. Zamora Vicente, Madrid, 1987, págs. 7-14). De cualquier modo, no
parece definitivamente resuelto el problema de datación de Peribáñez.
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sin duda ninguna y con demostración fehaciente desde Menéndez Pelayo, a nuestro
autor.7
Admitir ese fundamento biográfico sume a Kossoff en una red de interrogantes y
contrasentidos que le llevan a considerar El perro como un poema elegíaco que Lope
hace a la muerte de Carlos Félix y de Juana, utilizando la ironía y consiguiendo «(¿con
amargura? ¿con desprecio?) [...] que el público se ría de lo que en el fondo no es
risible».8
FUENTES
Fue E. Kohler en su edición de El perro del hortelano quien sugirió lo que puede
considerarse como la fuente más cercana de Lope: una de las novelas del italiano
Bandello, manantial del que sale buen número de argumentos para las obras de teatro
y algunas narraciones cortas españolas de la época. Lope no se quedó atrás utilizando
los esquemas bandellianos, que leyó en su idioma original y cuyas tramas
argumentales aprovechó en distintas etapas de su vida;9 por ejemplo, los que
fundamentan dos de sus obras mayores, Fuente Ovejuna10 y El castigo sin venganza,
pieza de 1631, que es, sin demasiadas dudas razonables, trasunto de la I, 44 de las
novelas de Bandello; la siguiente, la I, 45, es la señalada por Kohler como fuente de El
perro del hortelano.11
Narra ahí el italiano la historia de una reina de Hungría, por nombre Ana, que
7 Obras de Lope de Vega, ed. Acad., X, Madrid, 1889. 8 A. D. Kossof, ed. cit., pág. 26. 9 Se han descubierto influencias o episodios sacados de las novelle de Bandello en veintitantas obras de
Lope de Vega. 10 Además de la Crónica de las tres órdenes y caballerías de Sanctiago, Calatrava y Alcántara, de
Francisco de Rades y Andrada (1572), Lope pudo encontrar en Bandello (novella III, 54 y novella III, 62)
uno de los móviles claves de la acción: la irrupción de una jerarquía superior —Juan de Aragón, padre de
Femando el Católico en la primera; Enrique VIII de Inglaterra en la segunda— en la boda de un súbdito,
encaprichamiento del monarca por la novia y «rapto» de la doncella delante de los invitados, bien para
casarse con ella (III, 54), bien para sustituir al novio en la noche de bodas (III, 62). Claro que, a ese
hecho, Lope aporta un tema mayor y envolvente: el enfrentamiento entre clases sociales. El rapto de la
novia también constituye núcleo dramático de otras piezas lopeveguescas: desde algunas menores como
El padrino desposado y La quinta de Florencia hasta las mejores: Peribáñez y El mejor alcalde, el rey,
además de Fuente Ovejuna, que pertenecen a periodos muy distintos de la escritura dramática de Lope. 11 Ibíd., págs. 22-33.
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corresponde a las atenciones de un hombre de baja condición social con sentimientos
de afecto, y procura su mejora y engrandecimiento cuando el enamorado es enviado
por su señor a la corte española de Carlos V, con cartas de recomendación de su
puño y letra al monarca. La falta del juego de los celos y de referencias a cualquier
lazo matrimonial entre la reina y su galán, así como la desemejanza de las
circunstancias aledañas, hicieron negar a Kohler cualquier posibilidad de «reivindicar
esa novela como fuente de El perro del hortelano».
Sin embargo, Kossoff vuelve sobre la novelita bandelliana para percibir semejanzas no
captadas por Kohler: desde la baja extracción de los protagonistas de ambas obras,
además de la referencia biográfica al propio estado de secretario que Lope
desempeñó sobre todo con el de Sessa, hasta la seguridad de la lectura de Bandello
por parte de Lope; primero, porque El perro antecede, en la edición italiana, a la que
sustenta la trama de El castigo sin venganza; y en segundo lugar, «el tono de los
versos amorosos de Amanio que emplea Bandello es semejante al de los sonetos y
diálogos de amor en El perro.12
Con ser interesante la propuesta de Kossoff, el papel de fuente que le otorga no deja
de ser una aproximación lejana que nos dice muy poco de la génesis de El perro del
hortelano. Si parece cierto que Lope fue lector de Bandello, también lo es que la ley
del refrán que titula la pieza se cumple en otros personajes y otras obras del autor de
Fuente Ovejuna. No obstante, debe tenerse en cuenta lo explicitado por Kossoff en su
edición.
CONTENIDO
Acto primero. Lope abre la comedia in medias res, con un recurso muy socorrido en el
teatro para alzar el telón: la precipitada huida de una casa protagonizada por un galán,
en compañía de su criado, como aquí, o ayudado por la dama, como sucede en la
primera escena de El burlador de Sevilla, por ejemplo. Teodoro, secretario de la
condesa de Belflor, Diana, corteja a Marcela, una de las mujeres de cámara de la
noble dama. Tras el alboroto de la huida, y cuando Diana, despertada por el ruido,
consigue enterarse por medio de Anarda, otra mujer de su cámara, del galanteo, de
que no es ella el blanco de los amores de nadie —su mayordomo-advierte desde el
12 Ibíd.
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primer momento (vv. 90-100) la «porfía» que manifiesta Diana en rechazar el amor y el
matrimonio—, y de que el honor de su casa está a salvo porque no ha entrado en ella
ningún caballero a favor de la noche —pues el galán pertenece a la servidumbre de la
casa—, se ofrece a mediar ante su secretario en provecho de Marcela, para conseguir
el fin «justo y honesto» del matrimonio.
Le basta a Diana cerrar el acuerdo con su dama de compañía para ponerse a pensar
en las prendas del secretario, que, «a no ser desigual» podría satisfacer su amor:
mas yo tengo honor
por más tesoro;
que los respetos de quien soy adoro
y aun el pensarlo tengo por bajeza.
Queda así configurado el núcleo central de la comedía: el enfrentamiento entre el
amor y el honor (vv. 325-338).
En el vaivén con que, de lo grave a lo cómico e incluso lo chusco, va a desarrollarse la
obra, la escena siguiente está protagonizada por Tristán, criado del galán Teodoro;
Tristán se empeña en dar lecciones de desamor a su amo —pensar en defectos de la
amada y otros expedientes tópicos del caso—, y Teodoro en hacer protestas de amor
por Marcela; ni unas ni otras servirán de nada cuando la comedia se adentre por su
materia auténtica, ese enfrentamiento entre el amor y el estado social: cuando la
conciencia de Teodoro apele a la justicia de sus obligaciones con Marcela, a la que va
a abandonar, le bastan dos tercetos de un soneto para el razonamiento (vv. 1181-
1186), y no en trueque de sentimientos amorosos como los que demuestra en esta
escena en conversación con Tristán: pasa de Marcela a Diana por ambición nada más
sospechar que los ojos de la condesa están puestos en él (versos 339-510).
Tras la escena cómica, y después de que Diana sienta el aguijón de los celos y del
amor, vuelve a las tablas con una estratagema: para usurpar el papel de Marcela, pide
a Teodoro ayuda para el caso de una amiga, y le encarga probar fortuna con un
soneto semejante al que ella ha escrito al presunto amado de la otra; en realidad, el
ardid resulta explanación del proceso psicológico que la condesa ha seguido, el de
«amar por ver amar» y haber nacido el amor de la envidia y los celos, dado que se
sabe más hermosa que Marcela. Pese a todo, Diana sigue confesándose para sus
adentros que no es amor lo que la mueve, porque se declara únicamente «celosa sin
amor, aunque sintiendo; / debo de amar, pues quiero ser amada» (vv. 560-561).
Tras la explicación del embarazoso caso de la amiga, Diana se queda a solas con
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Tristán, al que interroga sobre las prendas y costumbres del secretario: por medio de
sus cómicas respuestas, el criado distiende la gravedad de la escena anterior.
No tarda Lope en mostrar de forma fehaciente el rechazo que Diana siente por
hombres, amor y matrimonio: aparece el marqués Ricardo, uno de los dos
pretendientes de alcurnia, que se retrata a sí mismo, en engolados endecasílabos, de
pedante y «precioso» avant la lettre: dado que sus ojos le certifican de la gallardía y
hermosura de Diana, no pregunta por la salud de la bella, sino que exige de la dama
confirmación del propio estado del marqués; éste acude a solicitar como a campo
ganado, porque ya ha llegado a un acuerdo con los familiares de Diana. En la
representación escénica, no sólo el estilo de lenguaje, su engolamiento y el previsible
vestuario deben ridiculizarlo, sino que Lope lo ha convertido en mensajero de su burla
antigongorina, mediante una parodia de la Soledad primera: «...a los primeros paños
del aurora... / ...en campañas de sol pies de madera... / ...del humano poder últimas
rayas» (vv. 689-736).
En el soneto que Teodoro ha escrito a petición de Diana, el secretario justifica el
«amar por ver amar» por el gran poder de Amor; pero ya va aplicando su amor a la
condesa, quien le anima a servir y amar porque
amor no es más que porfía;
no son piedras las mujeres.
Le faltará poco a Teodoro para intuir el enredo de Diana; la presencia y las palabras
de Marcela le hacen despertar del sueño por el que ya se engolfaba; promete
casamiento a Marcela con la «rúbrica» de un abrazo que interrumpe Diana,
fingidamente satisfecha por el desenlace de una situación que podía afrentar al honor
de su casa. Pero, en nombre de ese decoro que invoca, aprovecha la presencia de
ambos para decretar el encierro de la rival en un aposento.
No tarda Teodoro en deshacer la «rúbrica» de sus promesas a Marcela, presionado
por Diana, que quiere saber y oír de labios del secretario lo que, en su rechazo del
amor, nunca ha oído: las palabras mismas que Teodoro le decía a Marcela: la
«perversión» que esa actitud supone analizada en términos freudianos tenía
antecedentes, y no pocos, en el teatro,13 y el propio Teodoro la percibe como tal
perversión: «Extrañamente me aprieta I vuseñoría» (vv. 1056-1057). La escena en que
Diana le sonsaca hasta qué punto ha llegado con Marcela, qué partes le ha tocado,
13 Véase, por ejemplo, Twelfth Night, de W. Shakespeare.
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cómo la ha besado, no hace sino confirmar a Teodoro en lo que apenas se atrevía a
pensar: que sea Diana la amiga amadora de los sonetos.
Tras la labor de demolición que la condesa hace de su rival, explicándole al galán uno
por uno sus defectos, hay una significativa defensa más del amor: a la sugerencia del
secretario de que, con un engaño, la dama de alto estado puede «gozar» al hombre
humilde, Diana se pregunta si no sería mejor matarle y resolver así el problema. El
remate de la escena es pura metáfora: cuando Diana va a salir, tropieza y cae,
trasunto de la otra «caída» que está produciéndose en su resistencia, seguida por la
inmediata amenaza de la mujer de la nobleza:
...que tengas
secreta aquesta caída, si levantarte deseas.
(vv. 1170-1172)
Cae el telón de la primera jornada sobre un Teodoro confuso y confundido por un lado,
decidido por otro: confuso porque a la interpretación de los signos que acaba de
recibir, para ser inequívocos y no propiciar un tropiezo, le falta una confesión explícita
de Diana y signos no equívocos; y decidido porque, pese a lo difusas que son las
señales enviadas por la condesa, se dispone a acabar con los amores de Marcela,
aunque sea plenamente consciente de la injusticia de su conducta.
Acto segundo. Abre Lope el telón sobre una escena típica del género de capa y
espada: en una calle, dos pretendientes, el conde Federico y el marqués Ricardo,
aguardan la salida de la iglesia de su dama. Aprovecha la ocasión el autor de Fuente
Ovejuna para burlarse del lenguaje barroco, poniendo ahora la parodia, no en boca del
marqués, sino en la de su criado Celio, quien, acordándose del Tauro raptor de Europa
de los versos iniciales de la Soledad primera, rehace un pasaje de Góngora: «el
blanco toro / que pace campos de grana» (vv. 1225-1226).
Esa escena de apertura con los dos pretendientes presta pintoresquismo a la entrada
en materia, que no es otra que mostrar a Teodoro cavilando en décimas sobre la
confusión de sus amores y sobre la clave de El perro del hortelano: la altura a que se
encuentra del objeto amado y la bajeza de la condición del galán. Embebido en su
ambiciosa aspiración, y desde su «altura actual», no puede detenerse a pensar en
Marcela, porque es tan pequeña ahora para la mente de Teodoro «que aun de que la
ve se admira» (v. 1366). Rasga, sin leerlo, el papel que la desdeñada le ha enviado a
- 35 -
•
través de Tristán; lleno de pretensiones caballerescas, no está interesado siquiera en
su viejo amor por más que fracasen sus ambiciones condales, pues está dispuesto a
jugarse todo a una carta: «César o nada».
Sin embargo, el encuentro que a renglón seguido mantiene con Marcela es un
enfrentamiento envuelto en mentiras; Teodoro se desdice de su amor por ser «de
quietud amigo» y no querer perder su condición de secretario por el alboroto que
Diana está provocando so capa del decoro y el honor de su casa. Marcela sospecha la
verdad y, culpando a Anarda de su desgracia por haber hecho público el galanteo
contándoselo a la condesa, decide vengarse robándola el galán, el gentilhombre
Fabio, al que se insinúa: Lope inicia una sub-acción en la comedia para ampliar el
juego de sentimientos, trenzar el enredo con nudos más complicados y facilitar el
desenlace de bodas totales,
Cuando Diana recibe la reprensión de Anarda por mostrarse tan desdeñosa con el
amor y sus pretendientes, la condesa confiesa su amor por un hombre «que puede
infamar mi honor» (v. 1627), pero se declara dispuesta a «querer no querer». Pese a
ello, cuando aparece Teodoro, le pide que la ayude a elegir entre sus pretendientes: la
burla de Diana, y la confusión en que cae de nuevo el secretario, concluyen de forma
súbita: una frase de Teodoro hace que recaiga sobre el marqués el honor del
casamiento con Diana.
Confuso, y derrumbado de la altura a que le ha encumbrado su ambicioso
pensamiento, Teodoro pretende dar ahora marcha atrás y volver con «su igual», con
Marcela. El encuentro es dramático y cómico: la joven está dispuesta a curar su amor
fallido con otro amor advenedizo; cuando llega el momento de los reproches, la
tensión se trueca en comicidad, con cambio de papeles respecto a la anterior escena
de los mismos personajes. Marcela adivina que se han torcido los planes de Teodoro y
que por eso vuelve «a buscar tu igual» (ver- so 1841).
Pese a la confesión y arrepentimiento del secretario, la joven sigue dispuesta a
continuar con el plan de despecho y venganza, utilizando a Fabio contra Anarda;
rechaza de nuevo a Teodoro en una tópica pelea de enamorados que ha sido
comparada con la que Dorina y Valerio interpretan en el Tartufo molieresco.14 Cuando
Tristán se encuentra concertando a los amantes enfurruñados, les sorprende Diana,
14 Moliere, El Tartufo o el impostor, ed. y trad. de M. Armiño, Madrid, 1984; véase II, iv, págs. 156-162 y
nota 23.
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que, encendida de celos, tras haber oído toda la conversación, y para no escuchar los
insultos que, contra ella, exige Marcela de labios del galán, se deja ver.
Los celos de Diana estallan en una carta que dicta al propio destinatario, Teodoro,
para sumirlo en nueva confusión; el secretario, si está seguro del amor de Diana,
también lo está de sus «intercadencias». Le basta, sin embargo, la esperanza para
despedirse sin muchos miramientos de Marcela con una mentira que tampoco engaña
a la dama joven: «Cuando te quiere me dejas, / cuando te deja me quieres» (vv. 2069-
2070).
El decorado cambia para presentamos a un marqués Ricardo que corre para
agradecer su elección como esposo por parte de Diana; pero ésta se desdice del
mensaje y achaca a los criados el enredo. Sola ya, un soneto juega con el amor y su
sombra, los celos, capaces de hacer naufragar el honor. Mas, frente a Teodoro, que
entra rendido y confeso de amor tras haber leído despacio la misiva, Diana vuelve a
convertirse en hielo y a jugar con el sentido de las palabras, dejando claro sin embargo
«tus méritos tan humildes». A Teodoro no le queda sino aclararle a la propia Diana los
términos del juego:
Si cuando ve que me enfrío se abrasa de vivo fuego,
y cuando ve que me abraso
se hiela de puro hielo,
(vv. 2188-2190)
y aplicar al peregrino caso psicológico el refrán del perro que ni come ni deja comer.
La amenaza de volver a los brazos de Marcela surte efecto: Diana le previene de
muerte si Teodoro retoma con sus antiguos amores y le despide «por sucio y grosero»
con dos bofetones que le provocan sangre. A la conclusión de que un amor
desaforado roe el corazón de Diana llegan, tanto uno de los pretendientes, que
aparece de improviso, como el propio abofeteado:
Si aquesto no es amor, ¿qué nombre quieres,
Amor, que tengan desatinos tales?
(vv. 2246-2247)
Porque, según Teodoro, los placeres pueden ser «iguales en desiguales». Aun así, el
acto se cierra con un «halago» de la condesa, que viene a interesarse por la sangre
que han provocado sus bofetadas, y que trata de excusar dando mil escudos al
secretario para «lienzos» con los que restañar, según el criado de Teodoro, la sangre
de futuros bofetones (v. 2359).
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Acto tercero. De nuevo son los pretendientes nobles quienes abren el acto; sabedores
de la escena de las bofetadas, no han tardado ambos en concluir que tales muestras
de ira en Diana y el mejoramiento de galas que perciben en Teodoro no pueden ser
sino consecuencias de la pasión de la condesa. De ahí que, para defender el decoro
debido a su casta noble, acuerden la muerte del intruso que ha infringido las normas
del código del honor y enamorado a una dama de alta alcurnia.
La búsqueda de un matón que haga el trabajo sucio y acometa la muerte por ellos los
lleva a Tristán, que festeja con otros lacayos el medro de su amo. El criado de
Teodoro reconoce de inmediato a los pretendientes y se finge el mejor bravucón y
matahombres de todo Nápoles. Recibe, pues, un adelanto por el concertado asesinato
de Teodoro, a quien corre a comunicar la traza urdida con sus rivales en amor.
Pero poco importa al galán, angustiado como está por el vaivén de la pasión de Diana,
la muerte. La desea incluso, ante la imposibilidad de superar los obstáculos que le
impiden la realización del anhelado matrimonio que lo encumbraría de estado.
Dispuesto a remediarle, Tristán recurre a falsear uno de los recursos tópicos del teatro,
la anagnórisis: un viejo conde de la ciudad, de nombre Ludovico, cuyo hijo fue
capturado hace muchos años por los moros, ha de servir al secretario de envoltura
para enmascararse de noble.
No le parece adecuado el remedio a Teodoro, que prefiere huir de Nápoles y así
acabar con ese amor, con su melancolía y las amenazas de muerte que sobre su
cabeza penden. Esa es también una posibilidad que contempla Diana, quien ve
amenazada «la honra de su casa» y está dispuesta a colaborar económicamente a la
mudanza de tierras de su amador.
Consiguen desprenderse de sus abrazos en una despedida casi molieresca, con
desarrollo de conceptos sentimentales y amorosos que la lírica arrastraba desde el
petrarquismo, y denuestos en labios de Diana contra el honor, que la obliga a
enfrentarse «al propio gusto», y contra sus mismos ojos, por haberse fijado en un
hombre de desigual condición. Pero, cuando Diana está resignada a perderle, de
nuevo la comezón de los celos interviene. Marcela también quiere irse, casada con
Teodoro, a España, y pide permiso para ello a su ama, que lo niega. Y sin admitir
réplica, la ordena casar con Fabio.
Como los protagonistas, abocados a la separación, están en un callejón sin salida,
Lope dispone el desenlace de la pieza presentando al espectador el resorte último de
la comedia: un Ludovico, obsesionado y cegado por la pérdida del hijo y la falta de
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sucesión, está dispuesto a casarse en la vejez con alguna doncella, a pesar de que
en un viejo una mujer
es en un olmo una hiedra,
que aunque con tan varios lazos
le cubre de sus abrazos,
él se seca y ella medra.
(vv. 2742-2745)
Se convierte así en presa fácil de la traza urdida por Tristán, cuando éste le endilga el
cuento de la aparición de su hijo, de igual nombre que el secretario; escénicamente la
estampa adquiere el carácter de farsa necesario para el cierre de la comedia.
Tristán se ve obligado, además, a dar seguridad a los pretendientes, de que ha de
matar a Teodoro, mientras se va difundiendo la noticia del «hallazgo» y del
«ennoblecimiento» del secretario. En cuanto a Marcela, después de haber intentado
engañar a Diana con la falsedad de haber concertado el matrimonio y el viaje a
España con Teodoro, se enfrenta a éste, recibe sus desprecios, y los reproches, en
primer lugar, de sus amores con Fabio, y en segundo de ser culpable de su forzada
marcha. Se alegra incluso Marcela del desastre en que han parado las ambiciones de
Teodoro, y se burla porque
...entre el honor y el amor
hay muchos montes de nieve.
(vv. 3004-3005)
Pero no le queda otro remedio que casarse con Fabio, como ha ordenado la condesa
de Belflor, que sale a escena para declarar su amor a Teodoro y lamentar su partida. Y
cuando, llorando y «perdidos los dos están», según Anarda, surge el conde Ludovico:
a la ceguera de éste se une la bellaquería de Teodoro, que, sabedor del enredo del
criado, no afirma, sino que, haciendo una restricción de conciencia, pregunta al viejo
conde: «¿Hijo soy vuestro?», para oír incluso a Ludovico alabar el parecido físico entre
ambos.
Cuando ambos amantes quedan a solas, la escena muestra a un Teodoro creído y
señor, que se afirma en su falsa nobleza mediante desprecios: trata de dominar a
Diana en nombre de su cuna y declara no poder amar ya a Marcela por ser «criada».
La farsa continúa con Tristán, quien se burla de los pretendientes: aunque ahora estén
al tanto de su nobleza, los rivales en amor siguen dispuestos a eliminarle; la causa no
son ahora, como en su primer acuerdo, las pretensiones nobiliarias, sino la pasión que
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Diana siente por él; por eso, por su nueva condición y estado, Tristán pide más
adelanto y mayor precio por su muerte.
Pero no es la muerte lo que teme ahora Teodoro, sino que se descubra el engaño y
pague con la vida, por lo que nuevamente pide permiso a Diana, pese al «encuentro»
de su padre noble, para irse a España. No le queda más remedio que contarle a la
condesa la traza del «padre» urdida por Tristán y la falsedad del parentesco.
La enamorada Diana, encarnación del honor y la nobleza, al conocer la mentira, no
sólo la acepta,
pues he hallado en tu bajeza
el color que yo quería
(vv. 3307-3308),
sino que está dispuesta a eliminar al único testigo que conoce el «deshonor», al
inventor de la infamia, Tristán, arrojándolo de noche a un pozo. Por suerte, el criado ha
oído el futuro que le espera y sale de su escondite para conseguir gracia a cambio de
mantener secreta la invención. Y con la felicidad de Ludovico y la palabra de
casamiento entre Diana y Teodoro, el nuevo señor desposa a su criado con una dama
de Diana, Dorotea, dotada, lo mismo que Marcela, por los pretendientes.
LA REPRESENTACIÓN
Como comedia palatina, son pocas, como en todo Lope de Vega, las indicaciones que
el autor hace para la puesta en escena. Se limita a anotar las entradas y salidas de los
personajes, y le basta con señalar la localización geográfica, Nápoles, sin que ello
quiera decir que exija un pintoresquismo local a los cómicos de la época, quienes,
salvo en las obras de aparato y fiestas regias, apenas superaban la exigencia lopesca
de una manta y un par de actores para que exista teatro. El texto lleva en sí la carga
de intenciones y, entreverado entre los versos, buena parte de las necesidades de la
pieza para la representación, que puede hacerse sobre un tablado simple, con un
estrado y algunos elementos decorativos o necesarios —bufellos, cojines, etc.—,
dictados por las palabras de los personajes.
En eso que podemos llamar «espacio prácticamente desnudo», la palabra que sale de
la boca de los personajes es la que condiciona la pieza, la que la estratifica y la que
porta los distintos contenidos, estableciendo planos, categorías sociales, momentos de
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gravedad o de farsa. Se somete así Lope a los lugares comunes del teatro de su
época, de sobra conocidos por los «autores» y directores de troupes.
Es la primera escena la que, sin recurrir a largas tiradas que expliquen situaciones
anteriores, coloca al espectador en el meollo más certero de la pieza: una joven
condesa que vive sola en su palacio, sin los deudos directos y habituales de esta
especie de personaje —padres, hermanos varones— organiza a su alrededor un
micromundo absolutamente jerarquizado, como corresponde a la sociedad estamental
a la que Lope de Vega entrega su comedia. Diana, aunque mujer, como dueña del
condado de Belflor, encarna un modo de vivir aristocrático: su casa no es sino un
pequeño reino que depende, en todo, de la voluntad de la condesa; y así, puede
prohibir y ordenar hechos esenciales de la vida de sus «súbditos», como en el
desenlace de El perro del hortelano la boda de Marcela con Fabio.
No es muy frecuente en la escena de la época el protagonismo de una mujer no
sometida a una jerarquía superior y masculina, por encima de ella; se trata de uno de
los rasgos que caracterizan la acción de esta comedia, porque la presencia de un
padre o de un hermano mayor habría arruinado las posibilidades que tiene Diana de
«comer o dejar comer»; aunque la condesa conozca las obligaciones del honor, y se
pliegue a ellas en un primer momento, luego, a medida que avanza el dominio que
sobre ella ejercen los celos y la pasión, el concepto empieza a ser un juguete de su
pensamiento para terminar desmoronándose. Porque es en ese concepto donde se
juega la pieza, que pasa de comedia palatina inicial a farsa que destroza todos los
principios graves que han dado lugar a la acción inicial.
Reflejo de una situación social del siglo XVII, El perro del hortelano esboza con
absoluta nitidez las relaciones jerarquizadas. Lope las conocía perfectamente, en su
interioridad más íntima: fuera de la casa de Diana, unos pretendientes nobles que
codician ante todo el condado del que es titular: en las palabras del conde Federico y
del marqués Ricardo no hay nada que exprese un apasionamiento cualquiera por la
dama: es puro juego social de ambición por el asiento masculino vacante en esa
corona condal lo que mueve a ambos; y si, en un primer momento, son capaces de
pagar a buen precio la cabeza del «secretario» Teodoro para defender, según ellos, el
honor que Diana, enamorada, parece incapaz de defender, cuando Teodoro se
convierta en «conde», seguirán comprando su cabeza; esta vez no será la disculpa del
«decoro» nobiliario lo que les impulse, sino la pérdida, definitiva, de Diana, pues la
nueva identidad del secretario iguala a los dos protagonistas.
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En ese mundo primero, el nobiliario, y externo también a la casa de Diana, se instala el
conde Ludovico, aunque sea sacado a escena para resolver el callejón sin salida en
que están los amantes, como deus ex machina inexorable. No importa que Ludovico
acomode su condición en un plano de farsa: es más, es su mundo, el mundo de la
aristocracia basada en el honor, lo que Ludovico arruina con su aparición primero, y en
segundo lugar con su necedad crédula, a la que le arrastran tanto las obligaciones del
topos que Lope de Vega necesita en ese punto de El perro, como la esencia de su
tipo.
El resto de los personajes se hallan muy por debajo de esa condición, pero
perfectamente escalonados en la jerarquía que rodea a Diana: un gentilhombre, un
mayordomo, un secretario, lacayos, damas de cámara y criados. Y todos conocen los
límites de su estado, de una existencia regida por las normas estamentales que los
someten a su ama. Sólo Teodoro pretende romper esa frontera y trocar el estado llano
en que ha nacido por el nobiliario que puede alcanzar, no por pasión propia, sino por
pasión ajena. No es Teodoro quien pone los ojos en Diana, sino la condesa en él,
arrastrada por el aguijón de los celos. Sabedor de que se juega la vida en el empeño,
y aunque confundido por las palabras equívocas con que Diana, sin descubrirse, le
alienta, decide jugarse el todo por el todo, «César o nada», y tratar de romper el tabú
que separa el estado llano de la aristocracia.
Que lo consiga urdiendo falsedades y mentiras, no es cosa suya, siempre que logre
salvar la cabeza: el estado llano no tiene entre sus mandamientos el del honor, y es
Diana quien se debate entre las redes que su condición la impone. Porque tal resulta
ser el núcleo de la comedia, junto con el tema de los celos: el honor, fiel sagrado que
la clase nobiliaria no puede transgredir por ser la coartada de sus privilegios.
No es frecuente en el teatro del Siglo de Oro la variante que aquí esboza sobre el
tema del honor Lope de Vega: si Diana arranca de una sumisión absoluta al código de
su condición de noble, si llega en un momento a pensar en la muerte del galán, para
así dejar de amar a un desigual, y si en algún instante lamenta las obligaciones que el
honor le impone, siempre se muestra dispuesta a someterse a ellas; pero cuando el
azar la coloca en una situación en que el honor salva su apariencia, a sabiendas de
que el decoro queda roto y de que se casa con un «desigual», no sólo no duda en
aceptar la trapacería urdida por uno de los criados de su secretario, sino que maquina
la forma de asesinar al único testigo de su «deshonor».
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. El tema de los celos como motor de ese amor deshonroso comparte con el anterior el
protagonismo. Pero aquí Lope juega con él, con situaciones que, como una trampa,
van adentrando cada vez más a Diana en el amor por su secretario. Un interesante
punto de partida para el análisis psicológico de la condesa ha sido aportado por
Antonio Carreña, quien ve en los primeros versos de la obra los síntomas de una gran
sentimentalidad emotiva que llega hasta la histeria. Carreña comenta los versos 5-13:
«Las exclamaciones, fórmulas interrogativas, pausas, miradas apresuradas en la
oscuridad, gritos (vv. 1010; 1142) caídas simuladas, revelan la inhabilidad de percibir
lo real, de no poder distinguir entre lo que es y pudiera ser».15 Para Carreña, «el deseo
de la condesa de Belflor por Teodoro da en frustración y en inhibición sexual».16
Así establecidos los puntos de partida, Lope no tenía más posibilidad para desenlazar
la comedia que irrumpir en el camino de la farsa, y arruinar la estructura patriarcal de
la que Diana es, en El perro del hortelano, representante. Y, en una comedia con
remate farsesco, Lope puede subvertir el valor esencial sobre el que se asentaba la
sociedad estamental: el honor.
ANÁLISIS MÉTRICO DE EL PERRO DEL HORTELANO
La variedad de metros poéticos empleados por Lope en el presumible periodo de
escritura de El perro del hortelano, 1613, no puede resumirse fácilmente con los tan
sobradamente conocidos ocho versos con que Lope despacha el asunto de la
versificación en el Arte nuevo de hacer comedias:
Acomode los versos con prudencia
a los sujetos de que va tratando:
las décimas son buenas para quejas,
el soneto está bien en los que aguardan;
las relaciones piden los romances,
aunque en otavas lucen por estremo;
son los tercetos para cosas graves,
y para las de amor, las redondillas.
(vv. 305-312)
No se atuvo sin embargo Lope a estas prescripciones dadas por él mismo, como han
15 Edición de El perro del hortelano, Madrid, 1991, Introducción, pág. 24. 16 Ibíd., págs. 12-13. Siguiendo por ese camino, Carreño hace las derivaciones pertinentes sobre el refrán
y las implicaciones sexuales del término «comer», etc.
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demostrado de forma no teórica sino fehaciente Morley y Bruerton: precisamente estos
hispanistas han conseguido datar las comedias lopeveguescas gracias a los cambios
que el autor introdujo en sus prácticas métricas a lo largo de toda su producción
dramática, demostrando además, no sólo que no se atenía a esas reglas, sino que, de
hecho, no había reglas, y que la elección de los metros se debía a una intuición
subjetiva difícil de normativizar.
Acto I
Versos 1-240 241-324 325-338 339-550 551-564 565-688 689-752 753-756 757-770 771-890 891-970 971-1172 1173-1186
Metro redondilla romance soneto redondilla soneto romance octava redondilla soneto redondilla décima romance soneto
Cantidad 240 84 14 212 14 124 64 4 14 120 80 202 14 Total 1186
Acto II
1187-1266 1267-1271 1272-1277 1278-1327 1328-1643 1644-1647 1648-1655 1656-1723 1724-1739 1740-1793 1794-1807 1808-1987 1988-2071 2072-2119 2120-2133 2134-2245 2246-2259 2260-2359
redondilla endecasílabos sueltos endecasílabos pareados décima redondilla endecasílabos pareados redondilla romance octava romance soneto quintilla romance octava soneto romance soneto romance
80 5 6 50 316 4 8 68 16 54 14 180 84 48 14 112 14 100 Total 1173
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Acto III
2360-2415 2416-2508 2509-2548 2549-2561 2562-2575 2576-2715 2716-2729 2730-2761 2762-2921 2922-2985 2986-3025 3026-3073 3074-3138 3139-3198 3199-3231 3232-3263 3264-3383
redondilla endecasílabos sueltos octava endecasílabos sueltos soneto redondilla soneto redondilla romance octava décima redondilla endecasílabos sueltos redondilla endecasílabos sueltos redondilla romance
56 93 40 13 14 140 14 32 161 64 40 48 65 60 33 32 120 Total 1024
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FAUSTA ANTONUCCI
(Università Roma Tre)
«El perro del hortelano, una comedia de frontera», a El perro del hortelano.
Cuadernos pedagógicos, 57. Compañía Nacional Teatro Clásico, 2016.
1. ¿En qué género teatral se inscribe El perro del hortelano? Mi lectura empieza con
una pregunta que puede parecer baladí, determinada por preocupaciones de tipo
formalista o clasificatorio, y que sin embargo creo que nos permitirá adentrarnos en las
múltiples interpretaciones posibles de esta genial comedia de Lope de Vega. Para
contestar a dicha pregunta tendré que manejar categorías cuyos nombres y
contenidos han sido elaborados fundamentalmente por la crítica moderna; pero esto
no quiere decir que el público de la época de Lope no estuviese en condiciones de
reconocer que El perro del hortelano jugaba con los rasgos característicos de al
menos dos tipos de comedia de entre los más afortunados de su tiempo, que hoy
llamamos el género urbano y el género palatino. Aunque el público no suele tener
conciencia cabal ni teórica de todos los matices del sistema de géneros que articula
una producción artística (teatral, cinematográfica, novelística), sí tiene conocimientos
empíricos suficientes como para orientar sus expectativas a base de algunos rasgos
caracterizadores de la obra que está disfrutando; expectativas que pueden cumplirse o
no, porque la obra especialmente original y novedosa las desatiende, al menos en
parte, generando un superávit de significados —que es lo que sucede con El perro del
hortelano.
La intriga típica de la comedia palatina se desarrolla en un palacio noble, en una
geografía lejana, más o menos exótica pero en todo caso no española, en un tiempo
impreciso o remoto, y tiene como protagonistas a personajes que pertenecen a clases
sociales muy dispares: un-a noble y un-a villano-a o hasta un-a salvaje, hasta que tal
diferencia acaba anulándose gracias a un reconocimiento que devuelve al personaje
socialmente inferior su verdadera identidad, propiciando el desenlace matrimonial. En
El perro del hortelano se mantienen todos estos rasgos, menos la procedencia del
personaje socialmente inferior, es decir Teodoro, que no es ni villano ni salvaje, sino
un cortesano letrado, aunque, como dice de sí mismo, no tiene padre conocido: «que
soy hijo de la tierra / y no he conocido padre / más que mi ingenio, mis letras / y mi
pluma» (vv. 3287-3290). Además, mientras el héroe palatino típico se desvive por
demostrar al mundo que es más de lo que parece, porque se siente noble en el alma
(es el motivo tópico de la diferencia entre apariencia y esencia que se combina con el
de la ‘fuerza de la sangre’), en El perro del hortelano Teodoro no tiene ninguna
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sospecha de ser más de lo que es (porque, de hecho, no es más de lo que es), ni
aspira a ser más, hasta que recibe de Diana su disimulada declaración de amor.
A la vista de estas diferencias con la comedia palatina típica, algunos críticos han
afirmado que El perro del hortelano se parece más bien a las comedias urbanas, o de
capa y espada.17 De hecho, la intriga se desarrolla en una ciudad (Nápoles), en
espacios domésticos y callejeros (estos, sobre todo en el tercer acto), y se construye a
base de amor, celos, rivalidades, como suele suceder en las comedias urbanas. El
gracioso, Tristán, remite al tipo cómico del servus fallax (‘criado engañador’) que
deriva del modelo plautino y terenciano y es propio de la comedia urbana. Sin
embargo, el poder que mantiene Diana sobre sus criados, y que ejerce especialmente
con Marcela pero también con Teodoro, introduce en la intriga una variable impropia
del género urbano y más afín al palatino, en donde los deseos amorosos del poderoso,
con su corolario de injusticias y prepotencias, son un motivo muy corriente. No es que
el tema de una relación amorosa entre desiguales no se trate en la comedia urbana
(ahí están, para probarlo, al menos La villana de Getafe y La moza de cántaro, para
limitarnos a las obras de Lope); es que la conexión de este tema con el del ejercicio
del poder es más bien propia de la comedia palatina.
2. Uno de los temas centrales de la comedia palatina es la recuperación de una
posición social elevada por un personaje que ha sido relegado a la escala más baja de
la sociedad, no por su culpa sino por razones ajenas a su voluntad y que radican
normalmente en la vivencia de sus padres. En El perro del hortelano también vemos
un personaje que llega a subir socialmente de forma inesperada; pero, como ya he
apuntado, se trata de un personaje que no conoce a sus padres, que siempre ha sido
de humilde condición, y cuya genealogía noble (la que se le reconoce en el final) es el
resultado de un engaño pergeñado por el gracioso. Este conjunto de condiciones nos
autoriza a ver en la comedia un asomo de intención paródica, como si Lope, que
tantas y tantas comedias palatinas canónicas había compuesto sobre todo en la
primera fase de su dramaturgia, estuviera ahora guiñando el ojo a su público,
mostrándole la verdad escondida detrás de una construcción de hojalata y oropel.
17 Por ejemplo Victor Dixon, «El vergonzoso en Palacio y El perro del hortelano: ¿comedias gemelas?», in
Tirso de Molina: del Siglo de Oro al siglo XX. Actas del coloquio internacional (Pamplona, Universidad de
Navarra, 15-17 de diciembre de 1994), eds. I. Arellano, B. Oteiza, M. C. Pinillos, M. Zugasti, Madrid,
Revista Estudios, 1995, pp. 73-86. La adscripción de El perro del hortelano al género palatino se remonta
al artículo de Frida Weber de Kurlat, «El perro del hortelano, comedia palatina», Nueva Revista de
Filología Hispánica, 1975, XXIV, 2, pp. 339-363.
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Ningún acto heroico o hazaña debe emprender Teodoro para llegar a ser conde de
Belflor, a diferencia de tantos protagonistas de comedias palatinas que saben domar
fieras, ganar batallas, lucirse en guerras. Su atrevimiento (una de las palabras clave de
la obra) se ejerce en la esfera privada de las relaciones amorosas. Sus armas no son
las de la fuerza, sino las de la inteligencia: entendimiento e ingenio (otras dos palabras
clave), imaginación, capacidad de aprovechar la ocasión, despreocupación y
habilidades estratégicas.
Los campos semánticos formados por estos conceptos recorren todo el texto de El
perro del hortelano. La escena de apertura deja muy claro que Diana echa de menos a
«un hombre» que se comporte como tal en su defensa, es decir, que no sea, como ella
increpa duramente a su criado Fabio, un «lindo gallina» («¡Hermosas dueñas / sois los
hombres de mi casa!», dice irónica incluyendo también a su mayordomo Octavio).18
Pero el atrevimiento que exige de Teodoro, en la primera escena que comparte con él,
es de otro tipo, y apunta directamente a la capacidad de superar las timideces y las
reservas determinadas en el secretario por la diferencia social que los separa. El
discurso de Diana procede por alusiones, por sustitutos simbólicos de su deseo: la
amiga «que desconfía de sí» (v. 516), el papel que ella ha escrito supuestamente para
esta amiga y que Teodoro debe «escribir mejor» (v. 521)... Teodoro responde
adoptando el mismo vocabulario, las mismas sustituciones simbólicas: él también es
«muy desconfiado» (v. 535), y no se atreve a competir con el papel escrito por Diana.
La palabra que utiliza Teodoro en realidad es igualarle («Yo no me atrevo a igualarle»,
v. 595), un verbo que alude indirectamente a la desigualdad social entre él y Diana y
del que ya se había servido antes de leer el soneto de la condesa («igualarle fuera en
vano, / y fuera soberbia en mí», vv. 525-526). Por ello, es significativo que Teodoro
repita dos veces, en esta breve secuencia que cierra la escena, el sintagma «No me
atrevo», y que Diana insista en que tiene que hacerlo «por vida mía» (v. 597); y de
veras le va en ello la vida, según está de enamorada y turbada.
Cuando, a partir del soneto monologal que cierra el primer acto, Teodoro ya se ha
decidido a «seguir [su] suerte venturosa» (v. 1178), aceptando el reto que le supone,
el verbo atreverse y el sustantivo atrevimiento marcarán las fases alternas de la suerte
de Teodoro, sujeta a los vaivenes (las «intercadencias», las llama él, v. 2043) de la
actitud de Diana. Al comienzo del segundo acto, convencido ya del amor de Diana,
Teodoro pronuncia un largo monólogo en décimas que se abre con esta estrofa:
18 Vv. 59 y 52-53 respectivamente.
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Nuevo pensamiento mío,
desvanecido en el viento,
que con ser mi pensamiento
de veros volar me río;
parad, detened el brío,
que os detengo y os provoco,
porque, si el intento es loco,
de los dos lo mismo escucho,
aunque, donde el premio es mucho,
el atrevimiento es poco.
(vv. 1278-1287)
Como afirman los dos últimos versos, para corresponder a un premio tan alto como el
de ser amado por Diana hay que ser atrevidos; aunque, de acuerdo con el imaginario
moral de la época, el atrevimiento conlleve la idea de la locura, de la vanidad, y
finalmente de la soberbia castigada, de la que son emblemas Ícaro y Faetonte,
mencionados repetidas veces en el primer acto. Efectivamente, cuando Diana parece
desdecirse de sus insinuaciones amorosas, diciendo que se casará con el marqués
Ricardo, Teodoro también reniega de su atrevimiento, pidiendo para sí la pena de
Ícaro:
[...] Oh sol, abrasadme
las alas con que subí,
pues vuestro rayo deshace
las mal atrevidas plumas
a la belleza de un ángel.
(vv. 1691-1695)
Pero en el tercer acto vuelve a reafirmarse en su voluntad de atrevimiento: «Solo y sin
alma, el pensamiento sigo / que al sol me dice que la vista atreva» (vv. 2511-2512).
¿Por qué entonces, no bien termina esta escena en la que Tristán le pone al tanto de
su intención de forjarle una genealogía noble, asegurándole que «tú serás marido de
Diana / antes que den las doce de mañana» (vv. 2560-2561), Teodoro decide al
contrario marcharse a España, y le pide luego permiso a Diana para ello,
determinando por primera vez su llanto? Y sobre todo, ¿por qué —si hay que dar fe a
las afirmaciones de Marcela— se pone de acuerdo con esta para que vaya a pedirle a
Diana permiso para marcharse también, casada con él? Todo lo que había sucedido
antes auguraba el resultado de esta petición: Diana se niega a casar a Marcela con
Teodoro, obligándola a casarse con Fabio. Marcela —que desde el primer rechazo de
Teodoro sabe descifrar perfectamente los motivos de su comportamiento y del de
Diana— pronuncia entonces un bello soneto con el que se resigna a la victoria del
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poder sobre un amor (el suyo), «desdichado» por haber entrado en competencia con
«el tirano poder»:
¿Qué intentan imposibles mis sentidos,
contra tanto poder determinados?
Que celos poderosos declarados
harán un desatino resistidos.
(vv. 2716-2719)
Si verdaderamente Teodoro ha engañado a Marcela una vez más, pidiéndole que se
vaya a España con él, no creo que sea, como dicen algunos críticos, porque es un
amante inconstante, una veleta al viento del favor o disfavor de Diana,19 sino porque
está siguiendo una estrategia precisa, centrada en darle celos a Diana (¿no sabe él
mejor que nadie que el amor de la condesa ha empezado con los celos?) para
obligarla a declararse. Y de hecho, he aquí que, cuando finalmente Teodoro se le
presenta ya vestido «de camino», Diana no tiene más remedio que decirle, por primera
vez, «Teodoro, / tú te partes, yo te adoro» (vv. 3035-3036). A las lágrimas de ambos y
las declaraciones de amor recíproco sigue inmediatamente la escena del (falso)
reconocimiento, en la que el conde Ludovico viene a pedir a Diana que le restituya a
su hijo Teodoro.
Culminan en este punto de la intriga dos estrategias, dos tipos de «ingenio», que
convergen en el mismo resultado: permitir que Teodoro se case con Diana y llegue, de
simple secretario que no ha conocido a sus padres, a ser conde de Belflor. Ambas
estrategias se basan en el engaño: el de Tristán está clarísimo, y tanto él como
Teodoro lo definen así («engaño», vv. 3257, 3280; «engañifo», v. 2896; «traza», vv.
2556, 3239); el de Teodoro nunca recibe este nombre sino en su momento culminante,
poco antes de su despedida de Diana, cuando Marcela le echa en cara que sus
disculpas son tan falsas «como tu engaño lo ha sido» (v. 2991). Ella —como
sospechaba ya desde el segundo acto— no ha sido sino una pieza en el juego de
Teodoro, dirigido a suscitar los celos de Diana y por eso mismo a provocar su amor.
Por otra parte, en el amor como en la guerra todos los recursos son lícitos, como
argumentó prolijamente Ovidio en su Ars amatoria. Y de Ovidio procede la lección que
19 Para la abundante bibliografía relativa, remito a la nota 5 de mi trabajo «Teodoro y César Borgia: una
clave para la interpretación de El perro del hortelano», en Memoria de la palabra. Actas del VI Congreso
de la Asociación Internacional Siglo de Oro (Burgos-La Rioja, 15-19 de julio de 2002), eds. M. L. Lobato –
F. Domínguez Matito, Madrid-Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2004, vol. I, pp. 263-273. http://cvc.
cervantes.es/literatura/aiso/pdf/06/aiso_6_1_020.pdf
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cierra el soneto final del primer acto, en el que Teodoro decide dejar a Marcela para
corresponder a Diana: «Pero si ellas [las mujeres] nos dejan cuando quieren, / por
cualquiera interés o nuevo gusto, / mueran también como los hombres mueren», que
glosa el fallite fallentes («engañad a las engañadoras») de un pasaje del Ars amatoria
en el que se afirma entre otras cosas que «es justo que los artífices de muerte mueran
de sus mismas armas».20 Si ambos, Teodoro y Tristán, son capaces de engañar
eficazmente, es porque ambos tienen ingenio, esa capacidad de la inteligencia
(entendimiento) que investiga, según la definición del Tesoro de la lengua castellana
(1611) de Covarrubias, «lo que por razón y discurso se puede alcanzar en todo género
de ciencias, disciplinas, artes liberales o mecánicas»; aunque en nuestra comedia ni
Teodoro ni Tristán alcanzan nada en ninguno de estos campos, sino en el de una
mejora de estatus que les parece vitalmente mucho más importante. Del
entendimiento e ingenio de Teodoro —cualidades que corren parejas con su belleza y
gracia— da cuenta el primer soneto de Diana, cuando a solas dice «Mil veces he
advertido en la belleza, / gracia y entendimiento de Teodoro, / que, a no ser desigual a
mi decoro, / estimara su ingenio y gentileza» (vv. 325-328). Al ingenio de Tristán se
refiere repetidamente el mismo en el tercer acto, cuando habla de su «lacayífero
ingenio» que ha podido «alborotar a toda Nápoles» (vv. 3211-12), y exclama «¿Qué
tesoro llega / al ingenio?» (vv. 2913-2914).
¿Quiere esto decir que Teodoro y Tristán se parecen? No y sí. Sí por todo lo que
acabamos de decir; y por el papel parecido que desempeñan en cuanto «secretarios»,
es decir, en sentido literal, depositarios de secretos. Cuando Diana finge caer, casi al
final del primer acto, para poderle dar la mano a Teodoro, le avisa «que agora eres
secretario, / con que te he dicho que tengas / secreta aquesta caída, / si levantarte
deseas» (vv. 1169-1172). Y cuando, hacia el final de la comedia, Diana perdona la
vida a Tristán, le avisa: «pero has de tener secreta / esta invención [se refiere al
engaño que ha ennoblecido a Teodoro], pues es tuya» (vv. 3331-3332). No por
casualidad, buen profeta, Tristán se había jactado con sus amigotes, al comienzo del
tercer acto, de que pronto sería «secretario... del secretario» (v. 2424).
En otras cosas, como es obvio, Tristán y Teodoro no se parecen. No se parecen en su
forma de hablar del amor, de pensar en las mujeres. Tristán, como se conviene a un
criado, expresa una visión cínica y grosera, o si se quiere realista, del amor, al
subrayar lo imperfecto de la realidad física escondida detrás de vestidos y maquillaje
femeninos (vv. 380-442; 459-502), o al apuntar sin reparos a la conclusión sexual del
20 Ars amatoria, Liber I, vv. 644-657.
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largo escarceo amoroso entre Diana y Teodoro (vv. 2300-2317; 2357-2359). Teodoro,
como se conviene a un galán, expresa al contrario una visión idealista, sirviéndose de
imágenes ya tópicas que proceden tanto de la poesía cancioneril como de la
petrarquista. Buen ejemplo de ello son los requiebros que Marcela imprudentemente
refiere a Diana en el primer cuadro de la comedia (vv. 264-272), o los que Teodoro
mismo repite a Diana en los vv. 1057-1061; o su reacción a la visión que le propone
Tristán de los defectos físicos femeninos («Yo no imagino que están / de esa suerte
las mujeres, / sino todas cristalinas, / como un vidrio transparentes», vv. 449-452); o,
finalmente, su lenguaje de amante cortés, jugando con el oxímoron del dulce
sufrimiento de amor, cuando va a despedirse de Diana en el tercer acto:
No quiero yo mejorar
de la enfermedad que tengo,
pues sólo a estar triste vengo
cuando imagino sanar.
¡Bien hayan males que son
tan dulces para sufrir,
que se ve un hombre morir,
y estima su perdición!
(vv. 2580-2587)
Hay que recordar, sin embargo, que toda esta imaginería no se corresponde
necesariamente a una verdad sentimental, según insinúa el mismo Teodoro cuando
repite a Diana los requiebros que había dicho a Marcela:
DIANA ¿Qué le has dicho, por mi vida?
¿Cómo, Teodoro, requiebran
los hombres a las mujeres?
TEODORO Como quien ama y quien ruega,
vistiendo de mil mentiras
una verdad, y ésa apenas.
(vv. 1049-1054)
Tampoco se parecen Teodoro y Tristán en su actitud hacia el engaño que le otorga al
primero un flamante título nobiliario. A diferencia del gracioso, que no cabe en sí de
contento por su éxito, Teodoro se siente incómodo con esta mentira y decide revelar a
Diana que él no es hijo de Ludovico. Las palabras que utiliza para explicar por qué se
lo revela son significativas, porque reivindican una «nobleza natural» que se opone a
la nobleza de la sangre: «mi nobleza natural / que te engañe no me deja; / porque soy
naturalmente / hombre que verdad profesa» (vv. 3294-3297).
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Finalmente, lo que caracteriza a Teodoro frente a Tristán, que en cuanto criado se
caracteriza por su medrosa prudencia, es el atrevimiento. Como ya hemos visto, se
trata de un atrevimiento que se ejerce en la esfera privada y no en los campos de
batalla; pero supone, como todo atrevimiento, aceptar un riesgo que el gracioso en
cambio no está dispuesto a correr. Por ello, en una escena del segundo acto que
considero clave de la comedia,21 Tristán trata de disuadir a su amo contándole la
historia del duque (César Borgia) que había adoptado como lema César o nada, y que
terminó siendo César (por su nombre, no por el éxito del mucho más afortunado
homónimo Julio César al que apuntaba el lema) y nada (por haber muerto joven sin
cumplir sus expectativas de gloria). Teodoro sin embargo no se deja asustar por la
alusión, y replica «Pues tomo, Tristán, la empresa, / y haga después la Fortuna / lo
que quisiere» (vv. 1428-1430). En mi opinión, este remite a la figura de César Borgia
no se hace tanto para esgrimir un ejemplo de ambición castigada que debería servir de
amonestación a Teodoro, como para evocar a una de las figuras que Maquiavelo
citaba en el capítulo 2 de su Príncipe como modelo de quienes quisieran llegar al
principado adquiriéndolo ex novo. Quienes aspiran a tal objetivo, según Maquiavelo,
deben poseer tres cualidades fundamentales: aprovechar las ocasiones favorables;
adaptarse rápidamente a los cambios de fortuna; ser capaces de acciones malas
cuando sea necesario.22 Y si examinamos el comportamiento de Teodoro, a la luz de
lo que ya hemos dicho, veremos que combina en la justa medida estas tres
cualidades: reconoce su ocasión y sabe aprovecharla,23 se adapta a los vaivenes de
Diana volviendo a Marcela para darle celos a la condesa, no tiene escrúpulos en
servirse de Marcela como de una pieza en este juego; y finalmente, se ve premiado
con el principado al que aspiraba, el condado de Belflor.
3. ¿Quiere esto decir que todo en El perro del hortelano es juego estratégico, ambición
de poder y de medro social? No por cierto. El amor es una presencia importantísima,
un móvil fundamental; en Teodoro convive con las aspiraciones que ya hemos
analizado, en las protagonistas femeninas, Diana y Marcela, es un sentimiento
21 Ver al respecto mi trabajo citado en la nota 3. 22 La necesidad de adaptarse a los cambios de fortuna y de saber obrar el mal se afirma en el capítulo
XVIII del Príncipe («Quomodo fides a principibus sit servanda»): «E però bisogna che egli [el príncipe]
abbia uno animo disposto a volgersi secondo ch’e’ venti della fortuna e le variazioni delle cose li
comandano, e […] non partirsi dal bene, potendo, ma sapere intrare nel male, necessitato» («debe [el
príncipe] estar dispuesto a ir en la dirección que le señalan los vientos de la fortuna y lo variable de las
situaciones, y […] no alejarse del bien, pudiendo, pero saber acometer el mal, si le fuere necesario». 23 «Tristán, cuantos han nacido / su ventura han de tener; / no saberla conocer / es el no haberla tenido. /
O morir en la porfía, / o ser conde de Belflor» (vv. 1412-1417).
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totalizador. Marcela es en cierta medida un personaje tópico: el de la amante
abandonada que sufre y se queja, pero que también se venga seduciendo a otro
hombre, Fabio. Diana, en cambio, es un personaje mucho más novedoso y complejo.
Su amor, como dice ella misma en el papel-soneto que enseña a Teodoro, empieza
con los celos: «por pesarme que, siendo más hermosa, / no fuese en ser amada tan
dichosa / que hubiese lo que envidio merecido» (vv. 556-558). Luego, cuando Teodoro
le objeta que «esos celos, señora, / de algún principio nacieron, / y ése fue amor» (vv.
579-581), reconoce su sentimiento pero no puede declararlo abiertamente, en parte
porque es mujer, pero sobre todo por la diferencia social que la separa de Teodoro. De
ahí que toda su relación con él se base, a nivel verbal, en una trama de alusiones y
sobreentendidos, y a nivel extraverbal, en una serie de manifestaciones físicas
(temblores, colores de la cara) de las que dan cuenta las palabras de Teodoro,24 ya
que por muy hábil que sea la actriz que interprete a Diana, es muy improbable que
logre hacer visibles estos matices al público. De ahí que uno de los campos
semánticos clave de la comedia sea el que gira alrededor de las palabras
entendimiento-entender-entendido: el entendimiento es una de las primeras cualidades
que Diana aprecia en Teodoro, como ya he recordado, y no es nada casual que el
último terceto de los dos sonetos que se intercambian los protagonistas en el primer
acto utilice una serie de poliptotos del verbo entender (siendo entiendo palabra-rima en
ambos sonetos):
DIANA [...] Darme quiero a entender, sin decir nada.
Entiéndame quien puede; yo me entiendo.
(vv. 563-564)
TEODORO Esto que entiendo solamente ofrezco;
que lo que no merezco, no lo entiendo
por no dar a entender que lo merezco.
(vv. 768-770)
De ahí que sea tan frecuente en la comedia la presencia de los adjetivos necio/necia,
es decir, lo contrario de entendido/entendida. El gran obstáculo al amor de Diana es,
como apuntaba arriba, su posición social, y el honor que de esta deriva. Diana siente
con fuerza el vínculo del honor, y quiere someterse a él, aunque le pese en el alma. Su
24 Véanse sobre todo los vv. 866-878, en los que Teodoro reflexiona en monólogo sobre el juego de los
colores de la cara de Diana al hablar con él; y los vv. 1175-1178, también monologales, en los que
Teodoro rememora el temblor que ha sentido en la mano de Diana al dársela para ayudarla a levantarse,
tras la caída fingida de ella.
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actitud puede resumirse en tres citas monologales, procedentes cada una de un acto,
en las que se percibe la dificultad creciente de la protagonista por acatar las leyes del
honor:
Es el amor común naturaleza,
mas yo tengo mi honor por más tesoro,
que los respetos de quien soy adoro,
y aun el pensarlo tengo por bajeza.
(vv. 329-332)
Yo quiero a un hombre bien, mas se me acuerda
que yo soy mar, y que es humilde barco,
y que es contra razón que el mar se pierda.
En gran peligro, Amor, el alma embarco;
mas si tanto el honor tira la cuerda,
por Dios que temo que se rompa el arco.
(vv. 2128-2133)
¡Maldígate Dios, honor!
Temeraria invención fuiste,
tan opuesta al propio gusto.
¿Quién te inventó? Mas fue justo,
pues que tu freno resiste
tantas cosas tan mal hechas.
(vv. 2623-2628)
La oposición gusto/justo que se observa en esta última cita es el eje del dilema en el
que se debate Diana. La tentación de ceder a su gusto es cada vez más fuerte, y a
cada acto de hecho Diana baja un escalón en su acercamiento a Teodoro, aunque no
llega nunca a ceder del todo, hasta el momento de la falsa anagnórisis de Ludovico.
Detrás del dilema de Diana está, en parte, la tradicional visión misógina que considera
a la mujer como ser irracional, incapaz de controlar la fuerza del propio deseo
amoroso. En este sentido, es interesante comprobar que los ejemplos mitológicos de
lujuria desenfrenada que aporta Anarda para animar a la condesa («Si Pasife quiso un
toro, / Semíramis un caballo, / y otras los monstros que callo / por no infamar su
decoro, / ¿qué ofensa te puede hacer / querer hombre, sea quien fuere?», vv. 1628-
1633) son análogos a los que Sempronio aduce a Calisto en el primer acto de La
Celestina para convencerle de que no le será tan difícil obtener el amor de Melibea.25
25 «Dixe que tú, que tienes mas coraçón que Nembrot ni Alexandre, desesperas de alcançar vna muger,
muchas de las quales en grandes estados constituydas se sometieron a los pechos e resollos de viles
azemileros e otras a brutos animales. ¿No has leydo de Pasife con el toro, de Minerua con el can?»
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Por otra parte, en la dramatización del dilema de Diana apunta asimismo una visión
más moderna y más comprensiva de las exigencias sentimentales del individuo, y un
cuestionamiento de las barreras estamentales al menos en lo que se refiere a las
relaciones entre hombre y mujer. Cuando Diana, tras haber escuchado la revelación
del engaño de Tristán, dice a Teodoro que no se será tan necia que deje de casarse
con él, «pues he hallado a tu bajeza / el color que yo quería; / que el gusto no está en
grandezas, / sino en ajustarse al alma / aquello que se desea» (vv. 3307-3311), sus
palabras pueden leerse como un alegato contra el honor y el estatus social, meras
convenciones que quedan burladas con el final que se prepara. Se observará que lo
justo, al formar el verbo ajustarse, ya no entra aquí en conflicto con el gusto, sino todo
lo contrario.
4. Volvamos ahora brevemente, para concluir, al carácter genérico fronterizo de El
perro del hortelano. Teodoro es, como hemos visto, un héroe palatino sui generis, que
no llega de fuera de la Corte, sino de su mismo seno; más urbano, menos
desinteresado y puro, más moderno, que otros congéneres suyos de la comedia
palatina. Un personaje, en suma, más en la línea del príncipe de Maquiavelo que en la
de los héroes de los libros de caballerías. En su desaprensiva estrategia amorosa
Teodoro se parece muchísimo a tantos galanes de comedias urbanas de Lope:
piénsese solamente en el Laurencio de La dama boba, que no tiene escrúpulos en
dejar a la culta Nise por la más rica aunque boba Finea. De hecho, es la comedia
urbana el territorio dedicado a dramatizar la amplísima gama de las estrategias y
estratagemas de la guerra de amor, de acuerdo con las enseñanzas de Ovidio. En
estos escarceos amorosos —con matices que dependen de la cronología y del
dramaturgo— el fin suele justificar los medios, para utilizar una expresión maquiavélica
ásperamente censurada por los moralistas. La peculiaridad de El perro del hortelano
en este contexto es que el fin de Teodoro no es solamente el amor de Diana, sino
también el condado de Belflor; en este cruce entre el amor y el medro personal, entre
lo urbano y lo palatino, lo heroico y lo cínico, reside la dimensión especial de la obra,
su desconcertante modernidad. No hay que olvidar que El perro del hortelano no se
inscribe en el ámbito del drama, macrogénero en el que las intenciones didácticas
ocupan una parte importante al lado de las exigencias de diversión y espectacularidad.
(Fernando de Rojas, La Celestina, ed. Julio Cejador y Frauca, disponible en línea en la Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes, http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor-din/la-celestina--1/html/fedc933a-82b1-
11df-acc7-002185ce6064_114.html#I_8_).
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Se inscribe, al contrario, en el ámbito de la comedia,26 donde Lope se permite unas
exploraciones de gran modernidad y desenfado que nos hablan, todavía hoy, del
deseo de plenitud sentimental de los individuos, más allá de trabas y normas sociales,
y del condicionamiento que las relaciones de poder inevitablemente ejercen hasta en
los sentimientos más íntimos.
26 Para esta diferencia entre el macrogénero del drama y el de la comedia, es imprescindible el ya clásico
trabajo de Joan Oleza, «La propuesta teatral del primer Lope de Vega» (1981), ahora en Teatro y
prácticas escénicas. II. La Comedia, ed. J. L. Canet Vallés, London, Tamesis Books, 1986, pp. 251-308.
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ARON DAVID KOSSOFF
«Introducción biográfica y crítica» a El perro del hortelano, Clásicos Castalia,
1970.
Tratando de las fuentes de El perro, [Eugène] Kohler indicó que en la comedia y en un
cuento de Bandello existía «une situation semblable, ou une noble dame: Anne, reine
de Hongrie, est l’objet des attentions d’un homme de basse extraction, mais ‘vertuoso
e scienzato’ qui Iui fait des vers, étant amoureux d’elle; la reine elle-même a de
l’affection pour lui; finalement, elle l’envoie en Espagne, où il acquiert une haute
situation auprès du roi Charles-Quint. Mais il n’est jamais question de mariage;
l’élément essentiel de la jalousie fait défaut, et les circonstances concomitantes du récit
sont si dissemblables qu’il n’est pas possible de revendiquer cette nouvelle comme
source du Perro del Hortelano».
En cuanto a las diferencias entre el cuento y la comedia, Kohler tiene razón; pero
rechazando la posibilidad de que el cuento le hubiera servido de fuente, no acertó,
puesto que hay más motivos de los aducidos por él para creer que el cuento pudiera
haber atraído a Lope: 1. Además de su «baja extracción», tanto el protagonista de
Bandello como el de Lope (y el propio Fénix) eran secretarios de señores nobles. 2. La
reina Ana podía parecerle a Lope casi española, siendo esposa de un español y
cuñada de Carlos V. 3. Nuestro dramaturgo demostró su predilección por el tema que
aborda la novela —el amor entre gentes de clase desigual—, tratado aquí con
amplitud por Bandello. 4. Aunque sea verdad que faltan en la novela varias
circunstancias esenciales de la comedia, y que el tono general es diferente, en
cambio, el tono de los versos amorosos de Amanio que emplea Bandello es semejante
al de los sonetos y diálogos de amor en El perro; 5. La novela fuente de El castigo sin
venganza es la I, 44 y la referida por Kohler es la I, 45. ¿Pura casualidad? Pues bien,
no hay duda que Lope leyó a Bandello en italiano. Cierto que no sabemos cuándo leyó
estos dos cuentos, pero sí que usó fuentes bandellianas antes y después de escribir El
perro (1613). Antes, en El castigo del discreto [...] y en El sembrar en buena tierra,
cuyo autógrafo está fechado algo después, 1616. Es razonable suponer que Lope
hubiera leído las novelas de un tirón —no son tantas— y que le sirvieran de inspiración
durante largos años, hasta El castigo sin venganza de 1631. En resumen, es probable
que Lope leyera la novela II, 45; y en ella Kohler, proponiéndose lo contrario, señaló
una fuente de El perro. Esto también explicaría el que Lope situase la acción en Italia,
si bien la de la novela transcurre en Innsbruc (Ispruc). A buen seguro que una lectura
detenida de Bandello descubriría nuevas fuentes de obras del Fénix. [...]
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A mi ver, [...] el tema del honor en Lope [se puede tratar] desde dos puntos de vista:
como reflejos, a cierta distancia, de los valores del pueblo español y como excelente
sistema para inventar tramas de tensión dramática. [...] Vale la pena considerar el
drama popular de hoy en día, el del Far West en cine y televisión, para encontrar
paralelos instructivos. El duelo a pistola, como el del cine, no existió en la historia, ni
tampoco la figura del sheriff solitario, aislado en el pueblo amenazado por los
malvados. No obstante, hemos presenciado hermosas obras, a veces de calidad
épica, como Shane o High Noon, basadas en los valores del hombre valiente que
confía su destino a su valor, al manejo veloz de sus armas, y a nada y nadie más.
Además de esto, el héroe se reduce a luchar dentro de los límites de una ceremonia
ideada para exaltar la justicia, de la cual él no abusa en la aplicación de su fuerza, etc.
¡Y qué maravillosas situaciones dramáticas nos presenta! El bueno destruye al
malvado o éste mata al bueno; el muerto resulta ser amigo o hermano del victorioso
—bueno o malo— etc., etc. Con estos elementos se reflejan los ideales del público y
pueblo de entonces y de hoy: hombría, autodominio, justicia, maña. La aparición de la
leyenda y su representación dramática parecen ser hechos simultáneos en ambas
culturas, respectivamente. En España ocurre a partir de Torres Naharro. En las dos
culturas, las primeras obras dramáticas sobre el honor y sobre el Far West parecen
representar acciones contemporáneas. Lope sabía sacar todo el partido posible y vario
del tema del honor, tanto en acciones cómicas como en trágicas; en aquéllas lo
emplea para mantener la tensión, pero sin causar demasiada aprensión en el público.
Para suscitar su inquietud en dramas serios, hasta entre chistes del gracioso, o de
quien sea. Lope inserta desde los comienzos detalles que indican el tono general de la
obra: augurios, como una caída grave (Peribáñez); figuras poéticas tocantes a la
muerte (Caballero de Olmedo) o (en la misma comedia) claras referencias a modelos
desastrosos (Celestina). Por este motivo, El castigo sin venganza empieza con la
humillación del duque, el despecho del conde, la caída de la duquesa y su levantarse
en brazos del conde. Así, cuando aparece el tema del honor, se sabe que promete un
grave desenlace. El perro comienza con una competencia entre dos mujeres
encantadoras por el amor de un guapo joven y con muchos chistes del gracioso; por
eso, aunque se hable mucho del honor, lo que se dice, en realidad, no pasa de ser una
expresión del respeto por las diferencias entre las clases sociales, fenómeno en nada
privativo de España y de su «código» del honor. Cuando al final de la comedia se
habla de la muerte y de un asesinato, el público sabe seguir el tono general anterior y
no se asusta.
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Me parece que es error hablar de un «código de honor» y más atribuirle un valor ético
ritual, por lo menos en el teatro de Lope. Considérese el caso de Las ferias de Madrid:
el marido ofendido no sabe coger en flagrante a su mujer y al amante; acude al padre
de ella quejándose y queriendo evitar un desastre o escándalo. El padre lo evita, en
efecto, matando al marido y casando a la hija con el amante. En La viuda valenciana el
galán abandonó a una mujer que evidentemente había seducido; más tarde un amigo
del galán se casa con ella, y no hay un comentario siquiera. En nuestro Perro, la
condesa, por mucho que se hable del obstáculo que constituye el honor, se casa con
quien no conoce a sus propios padres. No es un caso único en el teatro de Lope este
matrimonio entre una dama y alguien de condición inferior. En fin, Lope usó de casos
de la honra cuando le parecieron mejores para su propósito; y cuando no, se desvió de
normas «codificadas». Por eso quizá sea más acertado pensar en un sentimiento
general del honor que manifiesta Lope a través de diversos actos convencionales, que
no en un «código» del honor.
Esta inconsistencia por parte de Lope debiera recordarse cuando algunos admiradores
le consideran como «el más grande poeta de la conformidad». [La frase es de Amado
Alonso.] Pero en cuanto a El perro, ¿con qué se conformaba Lope? ¿Con el amor o
con la sociedad? En su época algunos no le tenían por conformista, sino que tachaban
su teatro de pecaminoso, de moralmente peligroso. También en otras cuestiones es
difícil establecer lo que pensaba Lope; por ejemplo, sus ideas sobre la jerarquía de
clases, o de la relación entre virtud y nobleza. Esta inconsistencia sin duda que ha
influido en el fervoroso partidario de Lope que fue [el dramaturgo austríaco Franz]
Grillparzer. Para él, el Fénix era la misma naturalidad, un ser espontáneo, desprovisto
de ideas o de interés por ellas. Puso como lema preliminar para las obras de Lope
estos versos de El perro:
Tristán: Tiras, pero no reparas.
Teodoro: Los diestros lo hacen ansí.
(vv. 346-347.)
Rennert y Castro también representan a Lope como el hombre que nunca contempló
su vida ni el mundo en que vivía: «Esa actitud ciega, sin el menor asomo de crítica, el
no sospechar siquiera que pueda haber otras posibilidades de valorar el mundo, esto
es característico del ambiente intelectual en que Lope proyecta su personalidad» (pp.
226-227).
Últimamente ha habido un cambio saludable en este concepto de la espontaneidad de
Lope. Wardropper —que hace tiempo planteó un contraste entre la comedia de Moreto
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que reflejaba las «ideas y creencias» del período y «Lope’s artless spontaneous
plays»— recientemente ha destacado dos ideas importantes en El perro: 1. el juego
entre la realidad, la mentira y la creencia; 2. la limitada capacidad de la razón para
dominar las pasiones, i.e. = la naturaleza. [...] [Leo] Spitzer ha expuesto que Fuenteo-
vejuna se basa en conceptos pitagórico-platónicos de la armonía (el amor y la música).
[Robert Duguid Forrest] Pring-Mill parece haber extendido este concepto, indicando la
armonía como idea básica en el teatro de Lope. Y, en otro terreno, Dámaso Alonso se
pregunta si no se puede vislumbrar en El perro una como crítica social.
Bastan estas referencias para indicar la necesidad de volver más detenidamente sobre
las comedias de Lope para entresacar sus ideas. Y estas referencias, más lo dicho
antes, ya sugieren la imposibilidad de reducir a estrechas fórmulas toda la comedia
española. La justicia poética (tema de Parker) nos dirá poco sobre El perro, aunque
acierte bastante más en cuanto a El castigo. Lo mismo se puede decir del
ensalzamiento de valores sociales, que es fundamental en el concepto que
Reichenberger tiene de la comedia.
El moverse Lope de un lado a otro de una cuestión social o filosófica posiblemente se
explique por su esfuerzo en abarcarlo todo, para reflejar la naturaleza entera en el
espejo de su teatro. Claro que no es un reflejo realista, al estilo decimonónico, pero
tampoco es antirrealista o irrealista: retrata fielmente gentes, costumbres y escenas de
su mundo. También se representa la vida poética y simbólicamente. Un síntoma muy
importante de la preocupación de Lope por reflejar su mundo, es la acuidad espacial
con que lo siente y lo representa. Lo mismo se puede decir de sus grandes
contemporáneos: Cervantes, Góngora y Quevedo.
Era un período de valores antagónicos: los cristianos contra los clásicos, la vida
contemplativa contra la activa, la santidad contra lo heroico, la austeridad contra la
belleza física y el placer, etc. La conciencia de este conflicto de valores, sin duda
contribuyó a crear ese sentido irónico característico de la época. Se notaba la
discrepancia entre la armonía del universo y el lugar que en él ocupan el hombre y sus
instituciones. No hay solución para esos conflictos de valores. Aun en El perro, Lope
no elige claramente entre la vitalidad (el amor) y la sociedad.