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ELOGIO HUMANO DE LA FIDELIDAD Juan Mª Uriarte Madrid, 18-V-2010 INTRODUCCIÓN - el porqué de esta conferencia - extensión y límites - estructura de la conferencia I.- LA FIDELIDAD, BAJO SOSPECHA 1. La fidelidad, incompatible con la libertad humana 2. La fidelidad, adversaria del progreso 3. La imposible fidelidad humana 4. La fidelidad, enemiga de la autorrealización I.- LA FIDELIDAD, UN VALOR INESTIMABLE 1. Para la persona humana 2. Para la familia 3. Para la comunidad humana y eclesial III.- LA ESTRUCTURA DE LA FIDELIDAD 1. La fidelidad es confianza

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ELOGIO HUMANO DE LA FIDELIDAD

Juan Mª Uriarte

Madrid, 18-V-2010

INTRODUCCIÓN

- el porqué de esta conferencia

- extensión y límites

- estructura de la conferencia

I.- LA FIDELIDAD, BAJO SOSPECHA

1. La fidelidad, incompatible con la libertad humana

2. La fidelidad, adversaria del progreso

3. La imposible fidelidad humana

4. La fidelidad, enemiga de la autorrealización

I.- LA FIDELIDAD, UN VALOR INESTIMABLE

1. Para la persona humana

2. Para la familia

3. Para la comunidad humana y eclesial

III.- LA ESTRUCTURA DE LA FIDELIDAD

1. La fidelidad es confianza

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2. La fidelidad es amor

3. La fidelidad postula la adhesión perpetua

4. La fidelidad se expresa visiblemente en el compromiso definitivo

IV.- PROPIEDADES DE LA FIDELIDAD

1. La fidelidad es fuente de libertad

2. La fidelidad es creativa

3. La fidelidad es fuente de fecundidad y de dicha

4. La fidelidad es modesta y realista

V.- DEFORMACIONES Y FALSIFICACIONES DE LA FIDELIDAD

1. La fidelidad orgullosa

2. La fidelidad fanática

3. La fidelidad medrosa

4. La fidelidad mecánica y mediocre

CONCLUSIÓN

- La fidelidad, una aspiración indestructible

- Fidelidad humana y fidelidad religiosa

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ELOGIO HUMANO DE LA FIDELIDAD

Introducción

El Año Sacerdotal promulgado por Benedicto XVI se propone, entre otros objetivos, estimular la fidelidad de los sacerdotes. El Congreso

celebrado en Roma versó en torno al lema: “Fidelidad de Cristo,

fidelidad del sacerdote”. Es obvio que el tema central de nuestro Encuentro de este año sea la fidelidad.

1. El porqué de esta conferencia

Puede parecer una desmesura dedicar en el apretado espacio de unas

Jornadas reducidas, una conferencia y un largo tiempo de diálogo al elogio humano de la fidelidad. No lo creo así. La virtud cristiana de la

fidelidad reclama un suelo antropológico firme. Sin él, su ejercicio se torna notablemente más difícil. Este suelo antropológico se ha

quebrado sensiblemente en nuestros días. La fidelidad ha perdido muchos enteros en nuestro espacio social hasta el punto de

convertirse, en gran medida, en una virtud contracultural. Uno de los factores que ha contribuido a este fenómeno preocupante es el

pensamiento emergente en Europa a partir de la segunda guerra

mundial. La influencia de Sartre, de A. Gide y de los discípulos de Nietzesche ha presentado a la fidelidad como una actitud sospechosa

y dañina. Es, pues preciso, asentar la base humana de esta inapreciable virtud cristiana.

2. Extensión y límites

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Con la mirada siempre fija en los sacerdotes, vamos a centrar exclusivamente nuestra atención en el “núcleo duro” de la fidelidad.

Porque el significado de esta palabra ha alcanzado una extensión

sumamente amplia. Bajo el manto de esta palabra se cobijan hoy la fidelidad a las costumbres en uso, a la ley, a las propias ideas, al

partido político, al puesto de trabajo, al jefe, a la tertulia de los jueves. Hablamos de un retrato fiel, de un animal fiel, de una

memoria fiel. Es necesario reducir el ámbito de referencia. Yo voy a referirme solamente a la fidelidad postulada por las grandes opciones

de la persona humana. Tales son, p.e., la fidelidad conyugal, al ministerio, a la vida religiosa, a la amistad, a los pobres. Pero no

debemos reducir en exceso este ámbito. Así procederíamos si nos ciñéramos únicamente a la fidelidad que persevera en el estado de

vida requerida por estos grandes compromisos. Hemos de referirnos también a la actitud inte- rior fiel que inspira dicha perseverancia.

3. Estructura de la conferencia

En un primer momento vamos a recoger los recelos del clima sociocultural de nuestro tiempo contra la fidelidad. Abordaremos

después las razones que avalan la necesidad de esta virtud. Nos aproximaremos a continuación a la estructura misma de la fidelidad.

Enumeraremos seguidamente sus propiedades más relevantes. Dedicaremos un ulterior capítulo a anotar sus deformaciones más

frecuentes. Registraremos, en fin, la apertura de este tratamiento al mensaje cristiano de la fidelidad.

I.- LA FIDELIDAD BAJO SOSPECHA

“La fidelidad ha llegado a ser, en cierta medida, algo extraño a

nuestra cultura” (Boros). Los expertos identifican los ingredientes del

caldo cultural que tanto ha debilitado este gran valor personal y

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social. Tales serían: el tránsito de una “sociedad del orden” a una

“sociedad del proyecto” que mira casi exclusivamente al futuro; la valoración positiva del cambio muy por encima de la estabilidad; la

modificación de nuestra percepción del tiempo, vivido como conjunto

de instantes, no como sucesión orgánica de los mismos; la fragilidad actual de las certidumbres, que conduce al relativismo; la crisis de la

palabra humana que ya no es autorrevelación ni auto compromiso; el vacío existencial o crisis del sentido de la vida (Ayel pgs. 42-55).

No vamos a internarnos en este trasfondo cultural. Solo vamos a

enumerar las objeciones que de él se derivan para la fidelidad:

1.- La fidelidad, incompatible con la libertad humana

Todos conocemos situaciones que revelan, al menos implícitamente, esta mentalidad y sensibilidad. Muchos jóvenes se

sumergen en una especie de vacilación crónica a la hora de asumir compromisos de hondo calado existencial. Temen quedar

atrapados en el cepo de la fidelidad requerida para tales

compromisos. Para mucha gente obligarse a ser fieles a decisiones del pasado equivale a renunciar a la libertad. Elegir es

propio de la libertad. Condenarse de antemano a no elegir es arruinar este precioso tesoro.

Debajo de esta mentalidad subyace un legítimo empeño por

subrayar que vivir humanamente no consiste en repetir mecánicamente el pasado, sino en promover un futuro mejor. Es

verdad que el reto de todo compromiso fiel consiste en renovarse continuamente. Pero pensar así revela un concepto reducido y

deformado de la libertad. Esta no consiste en declinar los compromisos debidamente discernidos, sino en asumirlos

voluntariamente, renunciando libremente de antemano a actitudes y comportamientos incoherentes con la orientación vital

que se ha decidido imprimir a la vida propia y con las legítimas

expectativas de las personas con las que se compromete. “La libertad del hombre consiste en la facultad de realizar su proyecto

a través de su vida” (card. Suenens). En palabra de Zundel, el compromiso de fidelidad “es una opción cada vez más libre de un

amor cada vez más fuerte”.

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2.- La fidelidad, adversaria del progreso

Nuestra sociedad ha cambiado mucho en los últimos 50 años. En

muchos aspectos este cambio ha resultado saludable. Un progreso parcial, pero real. Tal vez por esto se ha modificado la

actitud de muchas personas ante el cambio social. En el pasado se veneraba la estabilidad y se miraban con recelo los cambios.

Como ya apuntaba Pablo VI, hoy lo antiguo es fácilmente considerado como inválido y caduco y lo nuevo es saludado de

entrada como un verdadero progreso. La civilización industrial nos ha acostumbrado a cambiar continuamente de vestido, de

electrodomésticos, de aparatos electrónicos, de lugar de vacaciones. “Usar y tirar” se ha convertido casi en una consigna

social.

Esta mutación social repercute notablemente sobre la fidelidad. También para las grandes opciones existenciales, la posibilidad de

un cambio incluso radical sería un postulado vital. “Vivir es

cambiar, repetirse es fosilizarse; en una palabra, morirse”. La historia mostraría que los grandes cambios que han traído el

progreso son fruto de la ruptura de fidelidades importantes. La fidelidad nos fijaría en el pasado. Nos haría mirar siempre hacia

atrás, como la mujer de Lot. En consecuencia, “los compromisos duraderos y perpetuos nos repugnan. Esto no es un progreso, es

una regresión” (Nédoncelle). “Usar y tirar” puede ser una consigna más o menos aceptable para los objetos. Pero es

absolutamente inhumano para nuestra relación con las personas. En última instancia, a través de nuestras opciones existenciales,

no somos fieles a hábitos, a reglamentos, a leyes, a modos de vida. Somos fieles a las personas. No podemos “usarlas y tirarlas”

como si fueran objetos materiales.

Esta manera de pensar muestra además una concepción

desfigurada de la fidelidad, que lejos de calcificarnos en el pasado, está orientada a hacer fecundo el futuro. El ser humano

es, a la vez, continuidad y cambio. Su estructura vital le pide ser libre y estar vinculado (Moratalla).

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3.- La imposible fidelidad humana

Para algunos la fidelidad es demasiado bella para ser humana. Es

algo imposible e inaccesible para el ser humano. Somos, por

naturaleza, demasiado frágiles y variables para mantenernos en la fidelidad. Nuestras opciones comportan siempre un

componente de ambigüedad y son tornadizas. La fidelidad es una virtud divina. Pretender ser fieles es intentar ser dioses, no

humanos. Existe una gran desproporción entre la altura de nuestras promesas y la baja capacidad de nuestras fuerzas

reales. Caben, a lo sumo, “fidelidades sucesivas”. Es una osadía y una pretensión alocada comprometernos a una fidelidad duradera

o definitiva. Se paga muy cara. El sentimiento de culpabilidad y la pérdida de la autoestima serían el precio de esta fidelidad

imposible.

No debemos subestimar el lado aceptable de la posición antedicha y el aviso saludable que lanza a nuestra fidelidad. Nos ayuda a

reconocer más claramente que todas nuestras opciones son

frágiles. Nos hace comprender que la fidelidad humana va siempre entreverada con un coeficiente de infidelidad. Nos induce

a purificar los motivos sobre los que se sustenta nuestra fidelidad. Nos invita a ser humildes, realistas y comprensivos con las

debilidades ajenas y propias. Pero la experiencia nos dice que hay muchas personas que, en medio de debilidades, permanecen

básicamente fieles a sus opciones durante toda su vida. Una autor tan laico como Comte-Sponville, en su obra “Pequeño tratado de

las grandes virtudes” (1995), tras dedicar 13 páginas a esta virtud, confiesa sentirse conmovido ante la fidelidad de parejas

que “con una mezcla de confianza y gratitud” envejecen juntos (pg. 41).

4.- La fidelidad, enemiga de la autorrealización

Según esta concepción, el ser humano tiene que ser, ante todo, fiel a sí mismo. Esta fidelidad ha de conducirle a elegir en cada

momento o nueva situación vital aquello que más le realiza como persona. Si un nuevo amor o un nuevo proyecto de vida han

nacido en mí y me ofrece nuestras posibilidades de

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enriquecimiento y de dicha ¿por qué renunciar a ellas? Muy al

contrario, debo romper con mis viejas fidelidades en la medida en que éstas se opongan a mi realización personal. Tal ruptura sería

para mí una exigencia ética. Curiosamente, aquí la fidelidad es

contestada en nombre de la fidelidad.

Todavía son más radicales en este punto autores como A. Gide, que defienden la “fidelidad al instante” como única forma

auténtica de vivir. “De tal manera me he acostumbrado a aislar cada instante de mi vida como una totalidad de gozo solitario

para encontrar en él súbitamente concentrado toda una particular felicidad, que no me reconocería ya ni en el más inmediato

recuerdo… Todo goce es semejante a aquél maná que se corrompía de un día para otro”. La vida es una secuencia de

instantes. El instante presente es lo único que reclama mi entrega. Gide tiene hoy muchos seguidores.

“En esta actitud vital se desvela un temor a limitarse, a paralizar

el dinamismo expansivo de la persona. Optar y comprometerse

equivaldría casi a una muerte de la persona, a una golosina fatal que irreflexivamente nos conduciría a cegar posibles crecimientos

y goces de futuro” (Ayel, pg. 38).

La “fidelidad a sí mismo” olvida que básicamente la fidelidad nos vincula no a nosotros mismos, sino a otras personas. “La

auténtica fidelidad –dice G. Marcel-, es fidelidad a otro ser, ya sea particular, ya sea Dios mismo”. Al hablar de fidelidad no podemos

poner en primer término la fidelidad a sí mismo sin cometer un flagrante abuso de lenguaje. La fidelidad, como la justicia, supone

alteridad. Es más propio hablar de coherencia consigo mismo, que de fidelidad a sí mismo. Ser fieles a otros o al Otro es la única

manera de ser “fieles a nosotros mismos”.

En el fondo de la “fidelidad a sí mismo” existe mucho narcisismo

camuflado. El respeto a la individualidad se convierte en individualismo. La vida propia se erige en valor supremo. Las

personas y la comunidad con las que me he comprometido ocupan un lugar más que subordinado. La pretendida libertad se

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reduce a una incapacidad de comprometerse. El sujeto humano

se proclama como un absoluto frente a Dios.

II. LA FIDELIDAD, UN VALOR INESTIMABLE

Una sacudida como la que hemos descrito tiene que producir efectos

muy notables sobre la virtud de la fidelidad. Por contraste la crisis nos está enseñando a distinguir más netamente la auténtica fidelidad

de sus deformaciones y falsificaciones. Nos ayuda a aquilatar más el concepto que habíamos heredado de la fidelidad. Hoy comprendemos

mejor tres rasgos inherentes a una fidelidad auténticamente humana: ha de ser creativa, ha de gratificar a la persona fiel, ha de ser

progresiva. La intemperie social en la que hemos de vivir nuestra fidelidad con escasos apoyos ambientales nos conduce a cultivar con

mayor empeño nuestra decisión personal de ser fieles.

No podemos negar, al mismo tiempo, el gran impacto negativo de la

crisis de la fidelidad. Ella da consistencia a la vida personal, social, eclesial. “La fidelidad no es un valor más, una virtud más, sino que

por ella hay valores y virtudes” (Lecomte-Sponville pg. 31). Salvaguarda valores y relaciones importantes. Cuando la fidelidad

estornuda, estos valores y relaciones “se constipan”. La fidelidad es inestimable:

1.- Para la persona humana

“La consistencia de una persona se reconoce y se comprueba por

la fidelidad de que es capaz” (G. Marcel en HV.). En efecto, la fidelidad salvaguarda la orientación estable que una persona ha

querido dar a su propia vida y le ayuda a superar la desintegración que acecha siempre a la condición humana.

“Cuando la decisión compromete la vida entera –dice el gran

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filósofo J. Ladrière- salva al yo de la dispersión, unifica al “yo”,

despierta los recursos más profundos que existen en él y la abre a sus más extremas posibilidades”. La persona no se deja arrastrar

por las fluctuaciones del instinto o de la afectividad. “Una persona

no llega a su plena madurez sino escogiendo fidelidades que valen más que la vida” (Mounier).

Recíprocamente la infidelidad rompe algo muy profundo y

delicado dentro de nosotros. Una herida grave queda en el corazón que ha roto un compromiso existencial importante. El

psicoanálisis nos desvela muchos traumatismos que pueden quedar velados a la mirada exterior y no reconocidos por la

consciencia misma del sujeto que ha sido infiel. Un censor interior le reprocha oscurantismo. Se defiende ante él por los mecanismos

de la racionalización, la justificación, la proyección. Una circunstancia insospechada lo puede hacer emerger en algún

momento. Las lágrimas suelen ser, con frecuencia, el signo de esta emergencia. En otras ocasiones las defensas del sujeto son

tan fuertes que no permiten que la herida del alma se haga

patente en forma de remordimiento consciente. Un difuso malestar y ciertos síntomas psicosomáticos se instalan en su

lugar. Sartre en “Les mouches” compara los remordimientos de su personaje infiel a un enjambre de moscas que le acosan sin

cesar, a las que no tiene más remedio que acostumbrarse. Debajo de muchas vidas “felizmente recompuestas” late este mundo

interior en el que anida la “mala conciencia”. La salud integral de la persona reclama la fidelidad.

2.- Para la familia

Cuando la fidelidad conyugal naufraga, al menos uno de sus

miembros sufre con frecuencia un traumatismo doloroso y resentido. “No hay divorcios amistosos” (Rojas Marcos, 2003).

Los hijos padecen en su carne las consecuencias de este

naufragio. Si son niños o adolescentes, la estabilidad de su carácter, el amor a la vida, la confianza en sí mismos quedan

sensiblemente alterados. Reconocemos que hay situaciones que son un infierno para los esposos. Los expertos sostienen que un

clima muy enrarecido es, también para los hijos, más insalubre que la separación de la pareja. “Un hogar sacudido por el odio y

el resentimiento conyugal es más pernicioso para los hijos y para

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la pareja que el traumatismo de la separación” (Pastor, G. 2002).

Sin querer ser incomprensivos con estas parejas, hoy tan numerosas, podemos preguntarles con respeto si el deseo y el

derecho a rehacer su vida ha de ser en ellos anterior y superior al

riesgo de “deshacer”, o al menos de alterar sensiblemente, el equilibrio de sus hijos.

3.- Para la comunidad humana y eclesial

“Entre las conductas de orden social, la fidelidad ocupa un puesto

de primer orden. Constituye, con el amor y la justicia, uno de los fundamentos de la vida en sociedad. Desde el día en que

cesáramos de poder contar con los demás o no pudiéramos brindarles nuestra confianza, creer en su palabra, confiar en su

entrega, las relaciones humanas perderían todo arraigo firme. El grupo, la comunidad, se dislocarían. Así se explica el relieve

reconocido por ciertas civilizaciones a la idea de la fidelidad (Adnès: Dict. de Sp. 309).

“¿Qué sería de la justicia sin la fidelidad de los justos? ¿De la paz sin la fidelidad de los pacíficos? ¿De la libertad sin la fidelidad de

los espíritus libres? ¿Y qué valor tendrá la verdad sin la fidelidad de los espíritus sinceros? (Comte-Sponville, 31). No habría vida

social digna de tal nombre allí donde fuera expulsada, por arcaica o por molesta, la fidelidad.

En su debate con A. Gide, acérrimo debelador de todo

compromiso sobre todo incondicional, G. Marcel asevera: “la actitud de rechazo del compromiso incondicional haría imposible

la vida social, puesta que ya nadie podría apoyarse en nadie”. En su obra señera “Homo Viator” dirigiendo su mirada hacia la

situación de su propia patria, asevera: ”me parece imposible comprender la decadencia espiritual de nuestro país, entre otros,

desde hace más de medio siglo sin subrayar el descrédito cada

vez más flagrante del que han sido objeto los valores de la fidelidad durante este mismo período”. Análogamente podríamos

imaginar una vida eclesial carente de esa confianza recíproca nacida de la mutua fidelidad. La fidelidad confiere estabilidad a los

proyectos pastorales y sociales necesarios. Si la Iglesia es

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esencialmente comunidad y faltara en ella la confianza requerida

para la fidelidad no podría realizar su propio verdadero ser y actuar.

En unos tiempos escasamente propicios a la fidelidad, corresponde a la Iglesia mostrar, sobre todo con su testimonio

(e.d. siendo digna de confianza y modelo de fidelidad) que esta virtud es no solo necesaria, sino practicable. El testimonio eclesial

debe desvelar que la fe en Dios y en Jesucristo es un sedimento inagotable de fidelidad.

III. LA ESTRUCTURA DE LA FIDELIDAD

¿Cuál es la textura interior de la fidelidad? ¿Cuáles sus componentes

esenciales? ¿Cuáles sus propiedades características? Estas preguntas se imponen tras haber identificado las sospechas culturales que

despierta y haber descubierto su necesidad social.

Renuncio de antemano a ofrecer, entre las muchas existentes, una

definición de la fidelidad. Es más práctico para nuestro propósito analizar sus componentes fundamentales.

1.- La fidelidad es confianza

“La fidelidad emana necesariamente de la fe ofrecida a una

persona y de la confianza depositada en ella” (Oleg. Glez. de

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Cardedal). Somos fieles porque confiamos en aquéllos a quienes

brindamos nuestra fidelidad. Sin esta confianza la fidelidad se encuentra desprovista de su suelo nutricio. En el núcleo mismo de

nuestra fidelidad encontramos la confianza. Por algo “fidelidad” y

“confianza” son palabras lingüísticamente emparentadas.

¿Qué significa confiar? En primer lugar, reconocer que la persona o la comunidad a la que soy fiel cuenta verdaderamente para mí.

Tiene tanta importancia en mi vida que merece la pena ofrecerle mi fidelidad. Nadie ofrece su fidelidad a las personas a las que no

valora. Confiar significa además esperar que esa persona o comunidad sea siempre digna de mi fidelidad; “No me venderá

jamás”. Significa, pues, apostar por su valor futuro en mi vida. Es firmarle un cheque en blanco; es abrirle un crédito.

Toda verdadera fidelidad lleva dentro de sí este núcleo de

confianza. En la fidelidad religiosa depositamos en Dios una confianza total. En otras palabras, le reconocemos como el Valor

Absoluto y confiamos en que no nos defraudará nunca. El

creyente fiel dice con Pablo: “sé de quién me he fiado” (2Tm. 1,12).

A menudo nuestra resistencia a ser fieles proviene de la dificultad

para confiar en alguien “a fondo perdido”. Remito aquí a las reflexiones que el pasado año formulé ante vosotros en el nº VI

de mi exposición (pgs. 43-46). Muchas crisis de fidelidad matrimonial han nacido de una crisis de confianza. En la sociedad

actual la confianza es un valor escaso. No es extraño que flaquee la fidelidad.

Al describir la confianza subyacente en la fidelidad he utilizado

deliberadamente los verbos “esperar” y “apostar”. La confianza humana no alberga en su interior una seguridad absoluta. No es

un arrebato súbito ni una explosión emotiva. Expresa no una

seguridad total, sino una esperanza, junto con la voluntad de seguir confiando a pesar de los obstáculos y pruebas. Uno nunca

sabe exactamente a qué se compromete ni hasta dónde le llevará su compromiso en el futuro. Pero la confianza acepta este futuro

con su coeficiente de oscuridad y de imprevisión. La confianza es

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una victoria sobre el miedo a que la duración o las dificultades

arruinen el compromiso de nuestra recíproca fidelidad.

2.- La fidelidad es amor

La fidelidad no es solo confianza; es también adhesión. Podemos

adherirnos a valores, a programas, a instituciones. Estas adhesiones a realidades impersonales no son propiamente

fidelidad. La fidelidad es siempre, en último término, adhesión a una persona, a una comunidad, y, en el caso de la fidelidad

religiosa, a Dios.

Pero a una persona podemos adherirnos por admiración, por obstinación, por fanatismo, por interés, por temor al riesgo, por

costumbre. La fidelidad es una adhesión por amor. La fidelidad es una cualidad del amor. “Es una propiedad esencial del amor”

(Häring). Decir fidelidad es lo mismo que decir amor fiel. “La fidelidad –nos dirá Rovira Belloso- es el amor que resiste el

desgaste del tiempo”. Del tiempo y de las dificultades y

oscuridades del itinerario.

Aquí radica la distinción entre la fidelidad y la perseverancia. Somos perseverantes cuando el paso del tiempo no desgasta

nuestra adhesión. La fidelidad es algo más: es una perseverancia por amor. Aquí reside también la distinción entre fidelidad y

constancia. Somos constantes cuando las dificultades externas no cuartean nuestra adhesión. La fidelidad es algo más: es una

constancia por amor.

Así son todas las fidelidades existenciales que afectan al núcleo de la persona. Así es también la fidelidad religiosa. Dios no es

para los creyentes simplemente el Valor Absoluto, sino una Persona que provoca en nosotros no una simple adhesión

admirativa, sino una adhesión amorosa. Debemos purificar

cuidadosamente nuestras adhesiones existenciales para que sean

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expresión del amor. “El amor es el móvil y el guardián de nuestra

fidelidad” (Adnés).

El Ritual de la liturgia anglicana del matrimonio contiene un

fórmula que expresa magníficamente la textura amorosa de la fidelidad: “Yo, N., te tomo a ti, N, por esposa mía legítima, para

ampararte a partir de este día, para lo bueno y para lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la enfermedad y en la salud, para

amarte y quererte hasta que la muerte nos separe, de acuerdo con la santa voluntad de Dios. Y por ello te juro fidelidad”.

3.- La fidelidad postula adhesión perpetua

La confianza y el amor, cuando son auténticos y profundos

modelan la fidelidad y suscitan en ella el anhelo y el propósito de ser perpetua, incondicional, definitiva. Tal anhelo no es, pues, una

imposición externa, sino una necesidad interior. En el fondo de todo amor auténtico y confiado late un postulado de perpetuidad.

No podría no ser así. La confianza y el amor profundos nos tocan muy dentro. Nos marcan hasta el punto de que esta relación se

convierte en parte de nuestra identidad. La ruptura de esta relación la altera gravemente, produce una verdadera “avería

interior”. Lo que se rescinde no es un simple contrato de trabajo, ni una relación periférica y efímera. Cuando ponemos toda

nuestra confianza y nuestro amor en una persona, en una comunidad o en Dios, nuestros pensamientos, sentimientos y

proyectos giran en torno a esta relación o al menos quedan seriamente condicionados por ella. “No se hace tan fácilmente

tabla rasa de un pasado así. No se corrigen los fallos descarrilando, sino reparando pacientemente las vías”

(Nédoncelle).

Precisemos mejor el significado real de esta aspiración a la

perpetuidad anotando dos reflexiones complementarias. En primer lugar, significa nada más y nada menos que la inclinación

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vital neta a comprometerse incondicionalmente, en la esperanza

de que tal compromiso sea efectivamente perpetuo. Prometer es esperar. Tal esperanza excluye la plena garantía y el cálculo

cauteloso frente al futuro que toma medidas preventivas y

defensivas ante él. Una fidelidad que, de entrada, no incluyera el carácter incondicional y “para siempre”, entrañaría en sí mismo

una contradicción. “Todo amor profundo incluye esencialmente por lo menos la voluntad de ser fiel” (La Ley de Cristo, II, pg.

538).

La segunda reflexión anota que realmente existen situaciones en las que la fina porcelana del amor y de la confianza se ha hecho

añicos. Hay situaciones francamente irreversibles, a no ser que sean enderezadas por un verdadero milagro moral. Un error

grave en la elección primera o un terremoto ulterior que ha afectado a los cimientos pueden generar situaciones como éstas.

En tales casos, el card. Suenens sostiene que “es legítimo que no se le fuerce a vivir una vinculación… cuyas consecuencias no

puede aceptar”. La sociedad o la Iglesia arbitran medidas legales

como la separación conyugal, la eventual declaración de nulidad, la dispensa de los votos, la secularización.

4.- La fidelidad se expresa visiblemente en el compromiso definitivo

El ser humano, espíritu y cuerpo, necesita expresar visiblemente sus

vivencias fundamentales. Así sucede con sus fidelidades existenciales, que reclaman visibilidad. La expresión exterior no solo explicita la

vivencia interior: la modifica y la refuerza. Cuando un hombre dice a su mujer “te quiero”, el amor mutuo queda robustecido y enriquecido

con esta manifestación. Cuando un joven, dejando en manos del obispo sus propias manos dice “prometo” en su ordenación, tal

promesa refuerza su decisión de fidelidad.

Dos razones nos hacen comprender la necesidad de expresar, al

menos en el plano interpersonal, nuestras fidelidades más profundas en forma de compromiso. En efecto, la persona que se entrega en

fidelidad perpetua necesita decirle sin equívocos que no hay nada que pueda oponerse eficazmente a su amor y confianza. Sabe además, si

es mínimamente realista, que su corazón tornadizo, las influencias

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ambientales y las pruebas de la vida podrían engendrar en él la

tentación de volverse atrás. Reconoce que hay una distancia entre sus intenciones y sus capacidades. “El tiempo suele traer consigo el

olvido, que no es todavía infidelidad, pero que la prepara

insidiosamente” (Adnés). Al comprometerse, la persona que quiere ser fiel perpetuamente se defiende ante lo que dentro de sí misma

puede ir erosionando su fidelidad hasta deshacerla. Establece un cortafuego contra su inconstancia. El compromiso es un acto

simbólico por el que la persona que quiere mantener su fidelidad se obliga voluntariamente a ella y expresa su renuncia a otros posibles

caminos.

Hemos pronunciado una palabra hoy “radioactiva”: renunciar. Pero quien elige de verdad, renuncia a otras alternativas. “Hay que

atreverse a decir que la fidelidad es una forma de renuncia. El lenguaje puede resultar desacostumbrado, pero creo que es el más

saludable” (Dumas). Amar exige renunciar e incluso aguantar.

Algunos compromisos deber ser, además, sociales y públicos. Son

aquellos en los que se juegan importantes valores sociales o eclesiales. Tal es el matrimonio en la vida civil. Tales son el ministerio

sacerdotal y la vida religiosa en la vida eclesial. La celebración pública del compromiso tiene en estos y otros casos una viva significación. En

primer lugar, reconoce que la sociedad o la comunidad eclesial no son un simple testigo que levanta acta notarial de aquello que se celebra.

Son parte interesada que se persona en la celebración porque tiene una palabra importante que decir en su compromiso, puesto que le

afecta notablemente. La celebración pública es, además, en estos casos, una forma en la que quienes se comprometen reclaman a la

sociedad o comunidad correspondiente que proteja este compromiso propiciando las adecuadas condiciones para su estabilidad.

A partir de este momento crucial la fidelidad entra bajo la cobertura

institucional. He aquí otra palabra que produce “rechinar de dientes”.

Bastantes sostienen que “fidelidad instituida, fidelidad muerta”. No negamos que cabe una presión institucional que contribuya a la

asfixia del amor fiel. Pero ¿por qué su expresión institucional ha de sustraer al amor su esencial cualidad de libre donación? Lejos de ser

un estorbo, “el “momento institucional” es determinante” (Suenens), en el sentido en que ensancha y transforma el compromiso

interpersonal. Le confiere una dimensión social explícita que abre el

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amor fiel a la sociedad o comunidad y lo extrae del riesgo de

concebirlo y vivirlo como algo privado que solo concierne a quienes celebran su compromiso.

IV. PROPIEDADES DE LA FIDELIDAD

La naturaleza de la fidelidad auténtica resplandece en sus propiedades. Registraremos solamente algunas entre las más

características.

1.- La fidelidad es fuente de libertad

Una de las convicciones más arraigadas sostiene que la fidelidad es incompatible con la libertad (cfr. Cap. I). La fidelidad sería una

trampa en la que caería la libertad. Al responder a esta objeción mayor hemos enunciado algunos caracteres de la auténtica

libertad humana. Nos proponemos ahora completar el rostro de

este preciado valor y desvelar su armonía con la fidelidad.

La verdadera libertad humana es libertad de la persona y ésta es un ser en la relación. Cuando mi fidelidad es una relación viviente

con una persona viva, esta relación me libera de la prisión interior, del aislamiento. La posibilidad de las personas libres no

consiste precisamente en prever el futuro, sino en comprometerse ante él y edificarlo con la humildad y con la audacia suficiente

para asumir el riesgo que comporta este compromiso. Nunca somos más libres que cuando nos proponemos una orientación

definida y compartida, sellada por una mente lúcida que discierne, por un amor grande que apuesta y por una “sana

locura” que me recuerda la “sobria ebriedad” evocada por un antiguo himno latino (“Laeti bibamus sobriam ebrietatem

Spiritus”).

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Las personas que, por mantener “intacta” su libertad de elección, no se comprometen de verdad, lejos de salvar su libertad, la

arruinan. Incurren en una falsa libertad que, bajo el falaz pretexto

de seguir siempre abiertos, les cierra del todo en sí mismos al negarse a elegir y al entretenerse en un flirteo superficial,

irrespetuoso con los demás, encubridor de temores que poco tienen que ver con la madurez humana y, a la postre,

insatisfactorio. “El hombre libre –dice G. Marcel- es el que posee la facultad de prometer, aun a costa de que subsista la posibilidad

de no ser fiel a su promesa”. La libertad humana no es solitaria, sino solidaria.

Esta libertad se nos ha dado en germen. Es tarea nuestra llevarla

progresivamente hacia la plenitud. Una semilla no es fiel a sí misma, sino llegando a ser planta. Por eso, su verdadero nombre

es “liberación”. La fidelidad es el alimento cotidiano y la condición de crecimiento de la auténtica libertad. “Compromiso fiel y

liberación están inseparablemente vinculados” (E. Mounier).

2.- La fidelidad es creativa

“La fidelidad auténtica –dice de nuevo G. Marcel- es libre,

inventiva, creadora. Implica una lucha activa y continua contra las fuerzas que tienden en nosotros, por un lado, hacia la

dispersión interior y, por otro, hacia la esclerosis del acostumbramiento”.

Podría parecer a simple vista que la fidelidad a compromisos

adquiridos anteriormente debería inducirnos inexorablemente a repetir mecánica y aburridamente el pasado. Es un riesgo real,

pero no una fatalidad. La experiencia nos dice que existe la fidelidad creativa. ¿Cómo reconocerla?

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La fidelidad, como hija del amor, es ingeniosa. Lejos de repetir

monótonamente el pasado, busca y encuentra maneras nuevas de expresarse. Atenta a las necesidades y deseos de aquellos a los

que está entregada, no se descuida ni se adormece. Intenta

satisfacerlas por todas las formas a su alcance. Todos conocemos el ingenio que derrocha una madre para responder a las

necesidades de sus hijos, un esposo para tener detalles con su esposa del alma, un amigo para “sorprender” a su amigo con un

libro o una tarjeta postal que llega de lejos, un sacerdote con sus feligreses para mostrarles su amor. La fidelidad creativa tiende a

un compromiso continuamente renovado.

La fidelidad creativa es, además, activa. Reacciona viva y rápidamente ante las circunstancias que le ponen en peligro.

Muchas fidelidades se cuartean a causa de una actitud pasiva que “se deja llevar” por estímulos exteriores o instintos interiores. La

fidelidad sólida es como un gran SÍ que va siendo generado por una cadena de pequeños síes que componen la vida cotidiana. Los

grandes compromisos de un sacerdote, p.e., se van minando

cuando, por falta de lucidez o de coraje, han ido deteriorándose las fidelidades de cada día: la oración pausada, la vigilancia

despierta de nuestra afectividad, la preparación cuidadosa de las celebraciones y las intervenciones pastorales, el vigor de la

confianza en los colaboradores, la sencillez para confesar nuestras infidelidades, el cuidado por recuperar el tono vital y espiritual

tras una fase difícil. Una gripe descuidada una y otra vez puede degenerar en una grave neumonía de nuestra fidelidad.

La fidelidad creativa es, en fin, progresiva. Tiende al crecimiento

continuo, aunque casi siempre avanza en zig-zag. No se contenta con flotar; quiere avanzar. Se repone con cuidado de sus malos

momentos. Aprende de sus propios traspiés. Busca las medidas adecuadas para consolidar sus opciones.

3.- La fidelidad es fuente de fecundidad y de dicha

“La fidelidad –afirma Marcel Légaut- libera en el hombre unas potencialidades para él desconocidas, haciéndole capaz de realizar

lo que siempre le había parecido imposible, por nobles que fueran

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sus deseos”. Es admirable la sensación de fuerza interior que

desprenden ciertas vidas. Son aquellos que han condensado sus energías en torno a las personas o tareas, a las que están

entregadas. Tal vez no están excepcionalmente dotadas, pero

realizan obras increíbles. La explicación es simple: juegan con todo su capital humano a una sola carta. No conocen la

dispersión. La fidelidad favorece una tal condensación de energía.

El mismo M. Légaut afirma a continuación que “el gozo que la fidelidad proporciona al ser humano llega incluso hasta dejarlo

asombrado”. No sería la fidelidad un valor verdaderamente humano si no tuviera capacidad de gratificar nuestra existencia.

La auténtica realización del ser humano consiste no en sacrificar la felicidad a la fidelidad, sino en vivir ambas simultáneamente.

Las fidelidades heroicas que son abnegadas, pero no gozosas, son admirables pero no deseables. Pueden fácilmente endurecer a la

persona haciéndola rígida y fría o abatirla en una depresión más o menos explícita. El puro deber sin gozo llega a ser, a la larga,

intolerable. “Nuestro Dios es el Dios del gozo” decía una sencilla

anciana carmelita de su convento a una afligida novicia llamada Teresa de Lisieux.

4.- La fidelidad es modesta y realista

Nada más inexacto que presentar una fidelidad humana

impecable, siempre coherente. La experiencia humana de siempre y la reflexión contemporánea nos hablan de una fidelidad surcada

por la debilidad y por ello, modesta y realista. La trayectoria de la fidelidad no es la estela rectilínea del reactor en el cielo azul, sino

lo del ave herida que una y otra vez intenta remontar el vuelo.

La debilidad congénita al ser humano asoma de muchas maneras. Una es la duda. “Hay pocos individuos que no experimentan

algunos días la impresión de haberse equivocado y no sienten la

tentación de concluir: debería haber seguido otro camino” (Nédoncelle). Otra manera es la incoherencia que eventualmente

puede llevarnos a algunos comportamientos de infidelidad, siquiera como accidentes en el camino.

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Hay también fidelidades que albergan un cierto coeficiente de ambigüedad en los deseos. Tal puede ser, en bastantes

ocasiones, la fidelidad al celibato. Con frecuencia el corazón

humano no se hace a la idea de perder todo aquello a lo que ha renunciado. Quiere ser fiel y no se resigna del todo a serlo.

Desearía los bienes de la fidelidad con algunas gratificaciones de la infidelidad. No puede decirse siempre que “su voluntad lo

quiere, pero que sus pasiones no acaban de doblegarse”. El conflicto radica en el mismo corazón.

De este corazón no suficientemente unificado y pacificado nace la

ambivalencia de los comportamientos: los arranques de la fidelidad se entreveran con los tirones de la infidelidad. El campo

de combate es nuestro corazón.

V. DEFORMACIONES Y FALSIFICACIONES DE LA FIDELIDAD

Al contraluz de la imagen diseñada de la fidelidad, la reflexión y la

experiencia identifican con mayor nitidez las expresiones deformadas y falsificadas de la fidelidad. Toda actitud humana de calidad suele

ser víctima de malas imitaciones que son versiones mutiladas e incluso adulteradas. También la fidelidad tiene sus versiones

defectuosas. No las exponemos por ningún afán puritano. No existen en este mundo fidelidades “químicamente puras”.

Todas estas fidelidades deformadas o adulteradas tienen en común

un rasgo central: al menos en parte se ha deslizado en el hueco amplio del amor y de la confianza alguna pasión dominante.

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1.- La fidelidad orgullosa

El orgullo ocupa aquí buena parte del espacio que deben ocupar la

confianza y el amor. Es la fidelidad propia de aquel que es inconsciente de su propia fragilidad. Hay personas dotadas de un

carácter blindado que se exigen a sí mismas un cumplimiento fiel y meticuloso de sus compromisos. Pero el motivo predominante

de su conducta fiel es el amor a sí mismos. La imagen que tienen de su persona y el sentimiento de su propia dignidad son muy

elevados. No se permite defraudarse a sí mismos con un comportamiento infiel. Suele creer también que la fidelidad de los

suyos hacia él está bien asegurada, bajo control. No son en absoluto comprensivos, sino intolerantes, con las infidelidades

ajenas. Pueden suscitar a veces admiración, pero no logran estimular la fidelidad de los demás. A su fidelidad le falta ese

toque de modestia que es signo de autenticidad y realismo.

Es noble y legítimo que seamos fieles también por sentirnos a

gusto con nosotros mismos. Pero no es correcto que tal sentimiento pase de ser componente a ser determinante.

2.- La fidelidad fanática

Ciertas adhesiones están más cerca del fanatismo que de la

auténtica fidelidad. Al contrario que ésta, el fanatismo se entusiasma con las ideologías mucho más que con las personas.

Los fanáticos trabajan más por “las causas” que por verdadero amor a las personas.

Al fanático su “fidelidad” le sorbe el seso obsesivamente, hasta el

punto de perder interés por otras adhesiones valiosas. Parece que no hay espacio dentro de su alma para valores como la amistad,

el arte, la curiosidad intelectual, las aficiones deportivas.

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En el límite, el fanático no tiene más que amigos (pocos) y enemigos (muchos). Los que comulgan con su “causa” son

amigos; los que no sintonizan con ella, o bien no merecen

consideración o han de ser combatidos. El fanatismo puro y duro es una caricatura de la fidelidad. Las formas más benignas son

versiones imperfectas de la fidelidad.

3.- La fidelidad medrosa

La pasión dominante aquí es el miedo. El componente más debilitado es la confianza. La dificultad de confiar en los demás

puede hacerle suspicaz o celoso. La nativa desconfianza en sí mismo puede tornarle neuróticamente inseguro de su propio amor

y confianza. El temor reverencial a ciertas personas (sobre todo a la madre) puede conducir a un sacerdote a mantenerse en el

estado sacerdotal, a pesar de estar instalado en una doble vida. Estamos ante una cruda falsificación de la fidelidad. El miedo a la

intemperie de la vida puede inclinar a una mujer a mantenerse en

una fidelidad exteriormente correcta e interiormente fría y desconfiada. El temor a Dios en forma de temor al pecado puede

ocupar un espacio más ancho que el amor y convertirse en el principal motor de una vida religiosa.

El miedo produce, a lo sumo, fidelidades mediocres.

4.- La fidelidad mecánica y mediocre

En el caso de la fidelidad mecánica pervive la fidelidad exterior,

pero ha desfallecido la fidelidad interior. No existen graves infidelidades habituales contrarias a los compromisos contraídos,

pero no queda apenas verdadera fidelidad interior.

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El comportamiento humano auténtico tiene dos dimensiones. Una

es interna: la vivencia. Otra es externa: la conducta. En este caso la vivencia de la fidelidad se ha amortiguado hasta casi apagarse

del todo.

La costumbre, ordinariamente auxiliar de la fidelidad, tiende, con

el paso del tiempo, a dos deformaciones: la insensibilidad y el automatismo. Por un lado no hay vibración interior al cumplir con

nuestras fidelidades. Por otro lado, se instala la rutina. Entra en funcionamiento “el piloto automático”. Los compromisos

profesionales degeneran en automatismo desganado. Se “despacha” la clientela, se “cumple”. Las promesas sacerdotales o

religiosas se llevan sin ilusión, como una carga. La vida conyugal es un espacio de tedio y de rutina. El servicio a los pobres se

vuelve maquinal y laborioso. Todo es costoso cuando falta el fuelle. Todo nos pesa para seguir marchando.

El “talón de Aquiles” de la mediocridad es la ambigüedad crónica.

El deseo de fidelidad y el escepticismo se bloquean mutuamente.

El deseo querría un futuro más fiel. El escepticismo tiene la honda sospecha de que no vale la pena intentarlo. No hay arrestos para

decantarse por una posición u otra. Se quiere “nadar y guardar la ropa”. Deseamos los bienes de la fidelidad pero, al mismo tiempo,

apetecemos los beneficios secundarios de la infidelidad. Todo se hace sin “punch” y sin alegría interior.

CONCLUSIÓN

Tras este largo recorrido no pretendo extraer conclusiones. Me contento con añadir, a modo de coda final, estos dos

pensamientos:

1º) La crisis de la fidelidad es patente, pero la fidelidad sigue siendo una aspiración y una

realidad indestructible. Basta mirar a nuestro alrededor para comprobar que la fidelidad está viva en familias, en profesionales, en servidores de los pobres, en amigos

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insobornables, en sacerdotes y religiosos, en misioneros, en una multitud de cristianos

de a pie.

Muchos de los que no la practican sino muy deficientemente la

anhelan en sus vidas y en la vida social. Un indicador de este anhelo es la indignación con la que se reacciona ante ciertas

infidelidades públicas (no ante todas, lamentablemente). Casi todos admiramos el testimonio público de fidelidad ofrecido por

personas o instituciones. Caritas, p.e., es admirada por su fidelidad a los pobres.

Sentimos satisfacción cuando anteponemos en nuestra vida una

conducta fiel a una ventaja económica. Sentimos remordimiento ante nuestros desfallecimientos.

Experimentamos la necesidad de legitimar o justificar nuestras

infidelidades. Todos estos indicadores son un tributo explícito o implícito a la fidelidad.

2º) Algunos pensadores personalistas (G. Marcel, Nédoncelle, Claudel y otros) llegan a la

conclusión de que, dada la distancia entre la fidelidad perpetua e incondicional y la condición frágil y tornadiza del ser humano, tal fidelidad es incomprensible e imposible

si no tiene como fundamento la Fidelidad Absoluta de Dios. En el fondo de toda fidelidad humana incondicional y perpetua subyacería, implícita o explícitamente, la

Fidelidad de Dios y la consiguiente fidelidad a Dios. “Si nuestras promesas no se

apoyasen en un Tú Absoluto serían incluso deshonestas, pues no podemos comprometernos a tener siempre sentimientos idénticos a los de hoy pues demasiado

bien sabemos que nuestra naturaleza es inconstante” (Nédoncelle).

Esta perspectiva ofrece un tránsito a la visión cristiana que será expuesta a lo largo de estas mismas jornadas. Muchas gracias.