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EL TIPO OBJETIVO DEL ENRIQUECIMIENTO ILÍCITO DE FUNCIONARIOS Y
EMPLEADOS PÚBLICOS* Carlos Julio Lascano
(h) I. Introducción
La cuestión que abordaremos pone en evidencia, por un lado, la tensión
entre la honestidad -que debería ser una de las virtudes cardinales de los
representantes del pueblo en un régimen democrático de gobierno- y la corrupción de
los funcionarios públicos como degradación de la actividad política bien entendida
como vocación de servicio en búsqueda del bien común; por otra parte, la constatación
en los últimos años de la recurrente utilización simbólica del Derecho Penal paraamenazar enérgicas sanciones a quienes incurren en aquella perniciosa práctica, que
casi nunca se materializan en la realidad. La corrupción pública –con los nefastos efectos que genera- es un fenómeno
que apareció en todas las épocas y en todo modelo de Estado con una dimensión
patológica que involucra a la totalidad del tejido social, pues difícilmente pueda
darse una corrupción de la administración pública de la que sea aséptico el sector
privado, ya que ambos ámbitos se encuentran indisolublemente ligados y sometidos a
influencias recíprocas. Sin menoscabar la importancia que asume el fenómeno de la corrupción del
empresariado, procuraremos centrar nuestra atención en la vinculación existente
entre ciertas modalidades en que aquélla se manifiesta en el ejercicio funcional de los
agentes de los tres poderes estatales y el sistema penal entendido como extrema
ratio, basado en normas e instituciones encuadradas en el Estado constitucional de
Derecho. De un modo particular, analizaremos el delito conocido como “enriquecimiento
ilícito de funcionarios y empleados públicos”, previsto en el art. 268 (2) del C. Penal
argentino, limitando nuestro análisis a la situación normativa posterior a la reforma
constitucional de 1994. Reflexionaremos sobre algunos interrogantes, a saber:
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a) ¿Cuáles son los criterios político-criminales que pueden extraerse de la
Constitución argentina con respecto a la lucha contra la corrupción pública, y, en
especial, al enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados gubernamentales? b) En particular, ¿qué relevancia pueden tener aquellos principios
constitucionales de política-criminal en la delimitación del “bien jurídico protegido” a
través de la tipificación del delito del art. 268 (2) del C. Penal? c) Por último, si los postulados político-criminales de nuestra ley fundamental
admiten -junto a la antijuridicidad general- una ilicitud específicamente penal
plasmada en el referido dispositivo del Código Penal; en su caso, cuál es la conducta
creadora de un riesgo jurídicamente desaprobado para aquel “bien jurídico protegido” ,
que sea imputable al tipo objetivo del delito regulado por el art. 268 (2) del C. Penal.
II. El programa político-criminal de la Constitución argentina respecto
a la lucha contra la corrupción pública, y, en especial, al enriquecimiento
ilícito de funcionarios y empleados gubernamentales La vinculación de la Política criminal con los valores constitucionales a través
de los principios penales ha sido puesta de relieve en nuestro país por GUILLERMO J.
YACOBUCCI, al señalar la existencia de una “impronta dual: positiva y negativa. Positiva,
en tanto mandato general de preservación de la paz, la tranquilidad y la seguridad
pública; y particular, en cuanto imperativo de protección de ciertos bienes, fines y
funciones. Negativa, en cuanto impide ir más allá de las necesidades de un recto orden
de la convivencia, preservando solo aquello que resulta imprescindible para el
mantenimiento de la existencia social pacífica y segura y dejando librado a los otros
órdenes normativos y a la consistencia misma de las relaciones sociales informales el
desenvolvimiento de los proyectos individuales”. Los criterios político-criminales de la Constitución argentina y los pactos
internacionales con respecto a la lucha contra la corrupción pública, y, en especial, al
enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados estatales, son los siguientes: 1. La reforma constitucional de 1994 introdujo en nuestra Carta Magna el
art. 36, cuyo párrafo quinto expresa: “ Atentará contra el sistema democrático quien
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incurriere en grave delito contra el Estado que conlleve enriquecimiento, quedando
inhabilitado por el tiempo que las leyes determinen para ocupar empleos públicos” . 1.1. Uno de los primeros autores que se ocuparon de este texto y su relación
con el art. 268 (2) C. Penal, fue Humberto S. Vidal; el título de su breve pero
sustancioso trabajo aparecido en la página 12 A de “La Voz del Interior ” del jueves 5
de septiembre de 1996, ya implicaba una categórica definición: “El enriquecimiento
ilícito es un delito de jerarquía constitucional ”. Dicha tesis fue seguida pocos meses después por José Severo Caballero,
quien, en su artículo de la revista “La Ley ” del viernes 20 de diciembre de 1996,
afirma: “1. Que la reforma constitucional que introdujo el art. 36 ha colocado al
intérprete en la necesidad de advertir la más amplia significación conceptual que han
adquirido los artículos del título 11 del Código Penal denominados “Delitos contra la
Administración Pública”, desde el momento en que el enriquecimiento ilícito de los
funcionarios debe respetar la expresa definición de grave delito doloso contra el
Estado que conlleve enriquecimiento y que no figuraba en la Constitución anterior que
tuvo en cuenta la reforma de la ley 16.648. 2. El deber constitucional de facultar a la
Administración Pública a exigir en cualquier momento al funcionario o empleado
público que justifique la procedencia del enriquecimiento patrimonial apreciable suyo o
de una persona interpuesta le ha dado una especial naturaleza política-social al deber
cuya violación reprime el art. 268 (2) del Cód. Penal ”.
A partir de aquellas opiniones, un sector doctrinario mayoritario sostiene que
en nuestro Estado constitucional de Derecho la corrupción de los funcionarios públicos
que incurren en tal conducta antisocial está consagrada como delito constitucional. En tal sentido, Aída Tarditti expone con precisión: “Es la Constitución y no el
Congreso quien decide que al menos una forma concreta de corrupción (el
enriquecimiento doloso de funcionarios en delitos contra el Estado) tiene que ser
incriminada. De ordinario, esa atribución le compete al Congreso, pero no ocurre así enlos delitos constitucionales , en los cuales la Constitución se ha adentrado al menos
en una descripción parcial que requerirá de complementación, pero que no podrá
tampoco ser desoída por el Congreso”. Ello se compatibiliza con la opinión de Germán
J. Bidart Campos, para quien la conducta “grave delito doloso” contra el Estado,
“requiere que la ley la tipifique, porque la constitución no lo hace por sí misma, si bien
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marca como pauta para la incriminación legal que tal delito ha de aparejar
enriquecimiento”.
1.2. En una respetable posición opuesta se ubican prestigiosos autores como
Marcelo A. Sancinetti, Miguel A. Inchausti, Edgardo Alberto Donna y Javier Esteban de
la Fuente; éste resume las posiciones de los antes nombrados diciendo que el art. 36
C.N. “tiene un sentido y contenido mucho más amplio, refiriéndose a cualquier delito
doloso contra la administración que implique enriquecimiento como el peculado,
cohecho, exacciones o negociaciones incompatibles, de modo que no existe ningún
argumento para entender que dicho principio constitucional exige y sustenta la
creación de un tipo penal como el examinado”. 1.3. Creemos que –a pesar de la seriedad de tales argumentos- la reforma
constitucional de 1994, al equiparar expresamente las graves conductas delictivasdolosas contra el Estado que impliquen enriquecimiento a los atentados contra el
sistema democrático -en un país como el nuestro que ya contaba desde treinta años
atrás con un delito como el tipificado en el art. 268 (2), que había dado lugar a
discusiones sobre la posible afectación de las garantías individuales propias de un
Derecho Penal liberal- tenía el inequívoco objetivo de zanjar de una vez por todas la
cuestión, mediante un decidido respaldo a la constitucionalidad del referido tipo legal,
que –aunque con ciertas imperfecciones- conminaba con penas el enriquecimiento
patrimonial no justificado, como un instrumento idóneo para controlar y limitar elejercicio del poder estatal por parte de sus funcionarios, evitando que la impunidad de
la corrupción genere la desconfianza de los ciudadanos en la efectiva vigencia del
principio de igualdad ante la ley, uno de los pilares del régimen republicano.
2. La ley 24.759 incorporó a nuestro Derecho la Convención
Interamericana contra la Corrupción, aprobada por la Tercera Sesión Plenaria de la
OEA celebrada en Caracas, Venezuela (29/3/96).
Dicha convención enfoca el impacto negativo de la corrupción pública en lalegitimidad de las instituciones públicas (y la consecuente afectación a la
sociedad, el orden moral y la justicia) y en el desarrollo integral de los pueblos.
Por ello combatirla “fortalece las instituciones democráticas, evita distorsiones de la
economía, vicios en la gestión pública y el deterioro de la moral social ”.
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Su artículo IX, bajo el epígrafe “Enriquecimiento ilícito” dispone: “Con sujeción
a su Constitución y a los principios fundamentales de su ordenamiento jurídico, los
Estados Partes que aún no lo hayan hecho adoptarán las medidas necesarias para
tipificar en su legislación como delito, el incremento del patrimonio de un funcionario
público con significativo exceso respecto de sus ingresos legítimos durante el ejerciciode sus funciones y que no pueda ser razonablemente justificado por él. Entre aquellos
Estados Partes que hayan tipificado el delito de enriquecimiento ilícito, éste será
considerado un acto de corrupción para los propósitos de la presente Convención”.
2.1. En esta última situación se encuentra nuestro país, pues según lo expresa
CABALLERO, la Convención recomienda establecer fórmulas como la del art. 268 (2) del
Código Penal argentino, pues pone a cargo del funcionario -al ser requerido por el
poder público- la justificación razonable del incremento patrimonial. JAVIER AUGUSTO DE LUCA y JULIO E. LÓPEZ CASARIEGO, al comentar la referida
Convención, expresan que “debe tenerse mucha prudencia con la interpretación y
aplicación del art. 268 (2) porque la Argentina ha firmado un tratado internacional,
que como tal, tiene jerarquía superior al Código Penal, que es una ley del Congreso, y
en dicha Convención el Estado se ha obligado a adoptar las medidas necesarias para
tipificar en su legislación como delito, el incremento del patrimonio de un funcionario
público con significativo exceso respecto de sus ingresos legítimos durante el ejercicio
de sus funciones y que no pueda ser razonablemente justificado por él.” 2.2. La validez constitucional del tipo del art. 268 (2) C. Penal sustentada en
el art. IX de la Convención de Caracas no es admitida por JAVIER ESTEBAN DE LA FUENTE,
para quien haber suscripto dicho pacto no autoriza la inclusión de tipos penales que
contradicen las garantías básicas del Estado democrático de Derecho, porque “el
propio artículo IX de la Convención aclara que el castigo del enriquecimiento ilícito
debe hacerse Con sujeción a su Constitución y a los principios fundamentales
de su ordenamiento jurídico”. Sin embargo, como afirman DE LUCA Y LÓPEZ
CASARIEGO, “refutadas las tachas de inconstitucionalidad, ese mandato se encuentra
satisfecho”. No podemos ahora referirnos a los conocidos precedentes jurisprudenciales
favorables a la validez constitucional del tipo delictivo bajo análisis. Sólo nos
permitimos destacar dos fallos: la sentencia número 11 dictada el 12/6/06 por un
tribunal no perteneciente al “Puerto”, la Sala Segunda de la Cámara Primera en lo
Criminal de la Primera Circunscripción Judicial de la Provincia de Entre Ríos, con
asiento en Paraná, con excelente voto de Jorge Amílcar Luciano García, en la causa
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“Rossi”; y la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación del 22/12/08, en
autos “Alsogaray, María Julia”, que por unanimidad declaró improcedente el recurso
extraordinario, en base al meduloso dictamen del Procurador General de la Nación,
Dr. Esteban Righi, en el cual reafirmó los argumentos del tribunal de casación,
algunos de ellos basados en el art. 36 C.N. y en las convenciones internacionalescontra la corrupción de Caracas y Nueva York, tal como lo había hecho también el
tribunal entrerriano.
3. El párrafo sexto del art. 36 de la Constitución reformada en 1994 establece:
“El Congreso sancionará una ley sobre ética pública para el ejercicio de la función”.
Con ello impone al Parlamento la obligación de regular legalmente las prohibiciones y
los deberes de los funcionarios y empleados del Estado, especialmente de aquéllos que
administren fondos públicos, para reducir la corrupción funcional desarrollada en dicho
sector.
Las modificaciones introducidas al Código Penal argentino en 1999 por la ley
de ética de la función pública nº 25.188 siguen las directivas político-criminales
emanadas de la tipificación como delito constitucional de los actos de corrupción
funcional dolosa que impliquen enriquecimiento, como asimismo de la mencionada
Convención Interamericana.
En lo que atañe a nuestro tema, la mencionada ley ratifica y amplía el tipo
penal ya existente del enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos, art. 268,
(2), C.P., en el cual se extiende la obligación del funcionario de justificar la
procedencia del incremento patrimonial, hasta dos años después de haber cesado en
su desempeño; se introduce en dicho tipo una regla de interpretación auténtica según
la cual “se entenderá que hubo enriquecimiento no sólo cuando el patrimonio se
hubiese incrementado con dinero, cosas o bienes, sino también cuando se hubiesen
cancelado deudas o extinguido obligaciones que lo afectaban” ; incrementa las penas
conminadas en abstracto para el enriquecimiento ilícito funcional, art. 268 (2).
Igualmente, modifica el último párrafo de este artículo, equiparando la pena de estedelito en el supuesto de la persona interpuesta para disimular el enriquecimiento del
funcionario o empleado público. Lo importante es que la ley 25.188, sancionada en
pleno fragor de las discusiones sobre la constitucionalidad del art. 268 (2) C.P., se
limitó a introducirle algunas modificaciones que no alteraron su estructura.
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4. La ley 26.097, promulgada de hecho el 6/6/06, aprobó la Convención de
las Naciones Unidas contra la corrupción, suscripta en Nueva York en 2003, que
establece en su artículo 20: “Enriquecimiento ilícito. Con sujeción a su constitución y a
los principios fundamentales de su ordenamiento jurídico, cada Estado Parte
considerará la posibilidad de adoptar las medidas legislativas y de otra índole que seannecesarias para tipificar como delito, cuando se cometa intencionalmente, el
enriquecimiento ilícito, es decir, el incremento significativo del patrimonio de un
funcionario público respecto de sus ingresos legítimos que no pueda ser
razonablemente justificado por él ”.
Como se advierte, nuestro país casi cuarenta años antes, ya había tipificado
en el art. 268 (2) del C. Penal el delito de enriquecimiento ilícito funcional, con una
redacción similar a la que ahora sugiere la Convención de las Naciones Unidas.
III. El bien jurídico protegido En este controvertido tema tienen razón JAVIER DE LUCA y JULIO LÓPEZ CASARIEGO
cuando expresan que, sin bien el art. 268 (2) C.P. está ubicado en el capítulo IX bis
(“Enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados”), dentro del título XI del
mencionado código (“Delitos contra la administración pública”), el texto de aquella
disposición “en ningún momento señala que el enriquecimiento deba tener un origen
ilícito o deba responder a alguna conducta determinada del autor para ser considerado
tal.”.
En principio no habría dificultad en ponernos de acuerdo acerca de cuáles
intereses no se encuentran penalmente protegidos a través de la figura delictiva en
estudio. Más problemático es definir con claridad cuál es ese “bien jurídico penal ”, lo
que ha dado lugar a una multiplicidad de opiniones, pero sólo nos ocuparemos de
las vertidas luego de la reforma constitucional de 1994.
A partir de la vigencia del art. 36 de la constitución reformada, José Severo
Caballero afirma que el bien jurídico protegido es “el interés social de toda la
comunidad que sus funcionarios o empleados públicos no corrompan la función pública
y que justifiquen su enriquecimiento al ser requeridos, como una exigencia no sólo
legal, sino social ”.
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Oscar A. Estrella y Roberto Godoy Lemos consideran que la figura del art. 268
(2) C.P. tiene la finalidad de “tutelar la decencia administrativa y la salud de los
negocios públicos”. Siguiendo la línea marcada antes de 1994 por Justo laje anaya, Javier De Luca
y Julio López Casariego expresan que lo que se protege es “ la imagen de
transparencia, gratuidad y probidad de la administración y de quienes la encarnan. En
consecuencia, aunque un funcionario se haya enriquecido lícitamente, por ejemplo,
ganó la lotería o recibió una herencia, el no justificarlo lesiona el bien jurídico, porque
todos los administrados al percibir por sí mismos el cambio sustancial en el patrimonio
del funcionario se representarán –fundada o infundadamente- que está or iginado, …,
en su actividad pública y, por ende, que los perjudica, ya que la administración pública
tiene su única razón de existencia (objeto y fin) y sustento (económico y a través de
los tributos) en los ciudadanos”. Tal posición –aunque la considera “una de las más convincentes” - es
correctamente objetada –aunque sin explicar cuál es su propia opinión sobre el bien
jurídico protegido- por Edgardo Alberto Donna, quien sostiene que contiene
afirmaciones que no están basadas “en ningún antecedente legislativo, ni en título del
propio Código, ni en la estructura de la norma, amén de que avanza sobre un
problema ético que es rechazado por el Estado de Derecho”.
En igual sentido se pronuncia Javier Esteban de la Fuente, para quien “el bien
jurídico protegido no es sólo la imagen de transparencia de la administración, sino que
la norma intenta claramente evitar que los funcionarios utilicen ilegalmente sus cargos
para enriquecerse ilegítimamente”. Esto último merece la réplica de Javier De Luca y
Julio López Casariego, quienes niegan que se reprima el enriquecimiento ilícito a partir
de la no justificación del incremento patrimonial. Por el contrario, aseveran: “Lo ilícito
es no justificar el incremento. El enriquecimiento (apreciable y objetivamente
inexplicable), es calificado por la ley o se torna ilícito cuando el funcionario no lo
justifica, con independencia del carácter de su origen”. Por nuestra parte, en sintonía con Aída Tarditti, sostenemos que el bien
jurídico protegido por el art. 36 C.N. es el sistema democrático, en la misma
orientación teleológica que las convenciones internacionales de lucha contra la
corrupción, aprobadas por el Congreso en los últimos años.
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ERNESTO GARZÓN VALDÉS en “El velo de la ilusión – Apuntes sobre una vida
argentina y su realidad política”, ha dicho: “Existe, desde luego, otra forma de socavar
la legitimidad del sistema democrático que proviene no ya de los excluidos sino de los
que forman parte del aparato estatal: la corrupción”.
Agrega el profesor GARZÓN VALDÉS que “…la corrupción se vuelve posible y
prospera cuando los decisores abandonan su punto de vista interno de adhesión y
lealtad al sistema normativo en el que actúan. El problema de la lealtad democrática,
de la eliminación de la posibilidad de gorrones, es posiblemente una de las cuestiones
centrales de la democracia actual. No es casual que una buena parte de la discusión
entre liberales y comunitaristas gire alrededor del tema de la lealtad democrática”. Adherimos a tales argumentos pues la corrupción pública produce un
quiebre de la relación entre representantes y representados, toda vez que cuando losprimeros cobran un soborno para no hacer lo que están obligados a hacer en virtud de
un deber institucional, dejan de representar a sus mandantes porque actúan en
función de sus propios intereses.
IV. La estructura del tipo objetivo Suele decirse que la indeterminación de la estructura del tipo objetivo del art.
268 (2) C.P., que resultaría violatoria del principio de legalidad (art. 18 C.N.), ha
provocado interpretaciones disímiles sobre el contenido de la conducta prohibida por la
norma, con la finalidad de legitimar la constitucionalidad del precepto legal: para
algunos aquélla consiste en enriquecerse ilícitamente en perjuicio de la administración
pública, prevaliéndose del cargo (delito de comisión); para otros, en no justificar el
origen del incremento patrimonial (delito de omisión); finalmente, hay quien han dicho
que se combinan ambas formas de comportamiento. 1. El primer criterio fue defendido inicialmente por Carlos Fontán Balestra
para quien “lo que la ley castiga es el hecho de enriquecerse ilícitamente, aunque el
no justificar ese enriquecimiento sea una condición de punibilidad ”.
En nuestros días Javier Esteban de la Fuente, luego de realizar una
convincente refutación a la posición que analizaremos a continuación, afirma que “el
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núcleo de lo injusto típico debe buscarse en la ilicitud del enriquecimiento, lo que nos
aleja de la omisión y nos conduce al campo de los delitos de acción ”; agrega que el
art. 268 (2) C.P. “no se limita a exigir el cumplimiento de un deber formal por parte de
los funcionarios públicos, sino que castiga los casos de enriquecimiento ilícito, es decir,
reprime a quien utiliza indebidamente el cargo para incrementar ilegalmente su patrimonio”.
La tesis del delito de comisión, seguida por la Sala IV de la Cámara Nacional
de Casación Penal en “ Alsogaray, María Julia”, es compartida por el dictamen del
Procurador General de la Nación, que la Corte Suprema hizo suyo al declarar
improcedente el recurso extraordinario federal.
2. La consideración del enriquecimiento ilícito como delito de omisión se ha
impuesto en la doctrina nacional. Así lo entienden Lascano, Soler, Nuñez en su “Manual ”, Creus, Laje Anaya, Vidal, Caballero, Villada, Donna, Buompadre, y De Luca y
López Casariego quienes sintetizan la posición mayoritaria diciendo que “la
construcción que mejor explica el delito es la de la omisión, que no se corresponde a
un tipo activo”. Tal criterio es también el predominante en la jurisprudencia. Tal opinión de De Luca y López Casariego pareciera contraponerse a la de
Vidal quien afirma que se trata de un “delito de omisión impropia”, pues el sujeto
activo, “en cuanto funcionario, y mediante su poder de garante, debe afianzar que su
patrimonio es legítimo; consecuentemente, tiene el deber de suministrar explicaciones
en relación al apreciable enriquecimiento de su patrimonio. En este caso, la conducta
precedente, el aumento apreciable de su patrimonio, constituye la fuente de su
obligación” Otros autores consideran que el criterio prevaleciente, favorable al tipo de
omisión simple, asimila la figura del art. 268 (2) C.P. a los llamados “delitos de mera
infracción del deber ”, pues el tipo consiste exclusivamente en la no justificación formal
del incremento patrimonial.
En tal sentido, de la Fuente desarrolla razonables cuestionamientos contra la
doctrina mayoritaria: “si realmente el enriquecimiento ilícito fuera un delito de mera
infracción al deber, el tipo debería excluirse cuando el funcionario demuestre el origen
de sus bienes, aunque éste sea ilegal (ej. prueba que se enriqueció como consecuencia
de un conjunto de cohechos o peculados)”; ello por cuanto si lo que se exige al
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funcionario no es únicamente demostrar el origen de sus bienes, sino la “ licitud ”, “la
violación o no del deber formal pasa a un segundo plano, y lo realmente importante es
la legalidad o ilegalidad del enriquecimiento”, es decir, “la comisión de los ilícitos que
dieron lugar al enriquecimiento ilegal ”. 3. No ha faltado quien –como es el caso de Nuñez- ha sostenido que se trata
de un “delito complejo” ya que exige “un enriquecimiento patrimonial apreciable del
autor y la no justificación de su procedencia al ser debidamente requerido para que lo
haga. El primero es un acto positivo. La segunda representa una omisión al deber de
justificación emergente del enriquecimiento y del requerimiento o, simplemente, una
imposibilidad de hacerlo. Sin enriquecimiento apreciable no puede haber requerimiento
y, por consiguiente, deber de justificar. Pero, existiendo enriquecimiento sólo el
requerimiento impone ese deber ”. Por nuestra parte, pensamos que la estructura del tipo objetivo es la propia de
un tipo compuesto o de pluralidad de actos, pues para su consumación se requiere
más de un comportamiento, uno positivo y otro negativo, de manera similar a lo que
ocurre con el delito de libramiento de cheques sin provisión de fondos (art. 302.1
C.P.). Entre el antecedente -la conducta comisiva del funcionario público consistente
en incrementar significativamente su patrimonio durante su desempeño en el cargo o
hasta dos años después de su cese, respecto de sus ingresos legítimos- y el
consecuente -la omisión de justificar que la causa de tal enriquecimiento ha sidoextraña al ejercicio funcional (no exigiéndose que acredite el “origen lícito del
incremento”)- debe haber mediado un elemento normativo del propio tipo penal: que
el agente haya sido debidamente requerido a justificar el enriquecimiento por
autoridad competente, exigencia que algunos autores consideran una condición
objetiva de punibilidad. En nuestra opinión, atento que por aplicación de los arts. 18 y
19 C.N. la investigación de un supuesto delito debe ser posterior al hecho, el
requerimiento en cuestión no puede operar dentro del proceso penal, pues ello
implicaría iniciar el ejercicio de la acción penal antes de que existe el presunto delito. Resultan de gran interés los razonamientos de JORGE AMÍLCAR LUCIANO GARCÍA en
el fallo dictado de la Cámara en lo Criminal de Paraná en la causa “ Rossi ”, al sostener
que se trata de un “delito complejo –en el que confluyen mandatos y prohibiciones- y
donde el tipo doloso es de aquellos tipos de “valoración global ” que estudió Roxin en
su trabajo “Tipos abiertos y elementos del deber jurídico” (trad. De Bacigalupo,
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con el título “Teoría del tipo penal ”, ed. Depalma; idem, Roxin, en “Derecho
Penal ”, I, 285 y sig.), ya que la tipicidad contiene el juicio de injusto, tiene
“adelantada” l a antijuridicidad. Quien se enriquece de modo incompatible con sus
ingresos y habiendo quebrantado su deber de transparencia –declaración
pormenorizada- ya realizó el ilícito”. Sostiene que en primer término, existe un “deber positivo” de transparentar
su patrimonio, que obliga al funcionario -al ingresar al cargo- a declarar sus bienes
(activo y pasivo) y a informar su evolución patrimonial, mientras dure dicho rol
institucional. Pero la conducta punible se complementa con una prohibición –“deber
negativo” - la de enriquecerse ilícitamente de un modo grave. “No se trata de impedir
acrecentar el patrimonio, sino sólo que ello obedezca a una evolución normal del haber
funcional o de la profesión no inhibida por el cargo, y que ello se refleje –se
transparente- para el control público”. El ilustrado voto de JORGE GARCÍA tiene algunos puntos en común con el ya
comentado trabajo de HUMBERTO VIDAL, en cuánto éste –para explicar el deber del
funcionario emergente del art. 268 (2) C.P.- se basa en la teoría de la imputación
objetiva de GÜNTHER JAKOBS, respecto de los roles que asumen los distintos sujetos en
la dinámica social, al igual que de la defraudación de las expectativas sociales.
En efecto: GARCÍA expresa que el punto medular de la cuestión es la
“competencia institucional ” o los “deberes especiales” de quienes acceden a la función
pública y la pertenencia a dicho status de los deberes positivos, más allá de los clásicos
deberes negativos, que surge del “del párrafo inteligente de Soler en el mensaje del
proyecto de 1960 –art. 326 inc. d- “. Entiende que SOLER no se quiso referir a que se
tratase “sólo de un tipo de simple omisión, sino que su alusión a la comisión por
omisión en realidad mentaba lo que hoy Jakobs denomina competencia por
institución”, realizando un prolijo análisis de la exposición del ex profesor de Bonn en
el Seminario de la Universidad Pompeu Fabra. La profunda fundamentación filosófica de tal categoría de obligaciones
efectuada por JORGE GARCÍA daría tema para un Seminario, pero nos limitaremos a
parafrasear al maestro ERNESTO GARZÓN VALDÉS, quien en su obra “Calamidades” enseña
que “los cargos oficiales imponen a quienes los detentan una serie de deberes. Este
tipo de deberes específicos suelen ser llamados institucionales”.
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Estimados señoras y señores: concluyo mi intervención agradeciéndoles
nuevamente el gran honor que me tributan. Esta celebración estará siempre entre los
recuerdos más lindos de mi vida. Al mismo tiempo, deseo manifestarles mi
compromiso de empeñar mis esfuerzos para contribuir al enaltecimiento de la Ciencia
del Derecho y al perfeccionamiento intelectual de las jóvenes generaciones deargentinos, a partir de mi incorporación a las actividades de esta honorable institución,
imbuida de una acendrada vocación de servicio a la República.
* Disertación pronunciada el 28 de abril de 2009 al ser incorporado como académico denúmero de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba.