el terremoto tecnológico de san francisco

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El terremoto tecnológico de San Francisco San Francisco está cambiando. La otrora meca liberal de Estados Unidos, refugio de radicales, intelectuales y marginados, se está con- virtiendo en la exclusiva residencia privada de los más ricos. El auge de las empresas de tecnología ha llenado la ciudad de jóvenes ingenie- ros, que desplazan al resto de la población con la subida de precios provocada por sus sueldos de cientos de miles de dólares. Esto ha llevado a muchos de los habitantes de la ciudad, que están siendo de- sahuciados de manera masiva, a declarar la guerra contra las empre- sas de tecnología y sus trabajadores. Los infinitos privilegios de estos trabajadores, despectivamente conocidos como “techies”, resultan in- sultantes a una población cada vez más empobrecida. El conflicto está adquiriendo tintes de guerra de clases. - A FONDO - Por IRENE CANTIZANO

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El terremoto

tecnológico

de San Francisco

San Francisco está cambiando. La otrora meca liberal de Estados Unidos, refugio de radicales, intelectuales y marginados, se está con-virtiendo en la exclusiva residencia privada de los más ricos. El auge de las empresas de tecnología ha llenado la ciudad de jóvenes ingenie-

ros, que desplazan al resto de la población con la subida de precios provocada por sus sueldos de cientos de miles de dólares. Esto ha

llevado a muchos de los habitantes de la ciudad, que están siendo de-sahuciados de manera masiva, a declarar la guerra contra las empre-sas de tecnología y sus trabajadores. Los infinitos privilegios de estos trabajadores, despectivamente conocidos como “techies”, resultan in-sultantes a una población cada vez más empobrecida. El conflicto está

adquiriendo tintes de guerra de clases.

- A FONDO -

Por IRENE CANTIZANO

Es una mañana de niebla en San Francisco. Apoya-dos contra una pared, una hilera de hombres en la veintena espera paciente-

mente frente a la parada del autobús público. Con gafas de pasta, un café en la mano, y absortos en sus teléfo-nos móviles de última generación, se les distingue fácilmente del resto de mujeres y niños, en su mayoría latinos, que se amontonan en la pa-rada. Un enorme autobús blanco de dos plantas aparece entre la niebla y se detiene frente a ellos. Los crista-les tintados y la ausencia absoluta de indicaciones en su inmaculada chapa le dan un aire de misterio, de nave espacial. Tan sólo un discreto letrero luminoso al frente, que reza “Gbus to MTV”, ofrece alguna pista acerca de la naturaleza del imponente vehículo, que claramente no pertenece a la red

pública. Uno a uno los jóvenes des-aparecen en su interior tras enseñar al conductor una credencial con su foto en tres dimensiones. Tras la puerta, se atisban asientos de cuero individua-les y luces tenues.

Justo cuando el autobús se dispone a arrancar, un puñado de personas salidas de la nada comienza a agru-parse frente al autobús, cortándole el paso. En cuestión de segundos apare-cen tambores, pancartas, cámaras, un megáfono. Una mujer latina agarra el megáfono con fuerza y comienza a gritar entre lágrimas “¡Nos están ro-bando la ciudad, hemos luchado tanto por ella y la estamos vendiendo muy barata!”. Parece desesperada. Los tambores marcan el ritmo y una de-cena de personas comienza a entonar consignas contra los desahucios. El autobús espera impasible, imposible

adivinar la reacción de sus ocupantes al otro lado de las ventanas tintadas. Aparece la policía y en unos minutos despeja la protesta. El autobús arran-ca y la niebla vuelva a cerrarse sobre la ciudad.

Cada día decenas de autobuses como este recorren San Francisco para re-coger a los trabajadores de las empre-sas de tecnología de la vecina Silicon Valley que habitan en la ciudad. Se-gún la experta en planificación ur-banística Alexandra Goldman, más de 14000 techies, como se denomina con ánimo de insulto a los trabajado-res del sector tecnológico, los utilizan a diario y de manera completamente gratuita. Los autobuses se han con-vertido en el emblema de la gentri-ficación de la ciudad, neologismo que designa el proceso por el cual la población original de un sector urba-

Jóvenes en el popular barrio de Mission, epicentro de la gentrificación de San Francisco Fotografía: Irene Cantizano

no tradicionalmente humilde es des-plazada por una nueva población de mayor nivel económico. Los habi-tantes de San Francisco están siendo expulsados en masa de su propia ciu-dad al ser incapaces de competir en el mercado inmobiliario con el altísimo poder adquisitivo de estos nuevos trabajadores, cuyo número no deja de incrementarse.

Los ciudadanos enfurecidos blo-quean los autobuses, les tiran huevos, los persiguen con móviles construi-dos por las mismas empresas contra las que protestan para publicar en Facebook o Twitter cualquier mínima infracción que puedan cometer. El contraste entre los enormes autobuses de dos plantas, de un blanco inmacu-lado, con cristales tintados, asientos de cuero individuales y red wifi, y los maltrechos y envejecidos autobuses de la red pública, es abismal. Para los habitantes de San Francisco, en nin-guno otro momento es tan hiriente el privilegio de los techies como cuan-do sus autobuses privados aparcan en el lugar de los públicos que una vez más, se han vuelto a retrasar.

LA CIUDAD REBELDE

El conflicto, uno de los ejemplos más extremos del incremento de la desigualdad económica y el debili-tamiento de la clase media que azota todo Estados Unidos, es especial-mente doloroso para una ciudad que se ha visto siempre a sí misma como emblema de la diversidad y la inte-gración de las minorías. Y es que San Francisco permanece en el imagina-rio colectivo como la ciudad de los hippies, aquella en la que había que ponerse flores en el pelo al visitar. Rebelde, radical, progresista, capital de la contracultura americana. Más allá de la espesa barrera de niebla que protege a la ciudad del mundo exte-rior había un oasis para los margina-dos, para los diferentes, para los que se atrevían a ser más. En San Francis-co cabían todos, y hoy, no cabe casi nadie.

A pesar de su gran importancia polí-tica, económica y cultural, San Fran-cisco es una ciudad pequeña. Alre-dedor de 800.000 personas habitan la ciudad de las colinas, un número que

apenas ha aumentado en los últimos treinta años. Limitada al oeste por el mar, al este y al norte por la bahía, al sur por otros núcleos suburbanos y, dentro de su propio perímetro, por leyes que limitan la altura de los edi-ficios, San Francisco ya no tiene por donde crecer, y aquellos que pueden llamarla hogar pueden considerarse más que afortunados.

San Francisco ha sido desde su naci-miento una ciudad deseada. Fundada en 1776 por un misionero español, ochenta años después superaba ya los 25.000 habitantes. Su enclave estra-tégico en la entrada de la Bahía de San Francisco y su casi mágica pros-peridad la convirtieron enseguida en la joya del Oeste Americano . Pero fue durante la Fiebre del Oro que San Francisco se convirtió en San Fran-cisco. Salvaje, caótica y turbulenta, la ciudad atrajo a buscafortunas del mundo entero, que la establecieron como base de operaciones en su en-febrecida búsqueda. Situada lejos de todo, al otro lado del Salvaje Oeste, solo los más valientes, o los más ilu-sos y desesperados, se atrevían a cru-

Protesta en frente de un autobús de Facebook en el centro de San Francisco / Fotografía: Irene Cantizano

zar el continente hasta San Francisco en busca de una quimera. Cuando la Fiebre del Oro se extinguió, aquellos miles de locos y visionarios, unos arruinados y otros enormemente en-riquecidos, se establecieron definiti-vamente en San Francisco y termina-ron de dotar a la ciudad de su carácter único.

Frente al monótono entramado de su-burbios extendiéndose hacia el infini-to en el que se convirtieron la mayo-ría de las ciudades norteamericanas durante el siglo veinte, San Fran-cisco supo evolucionar a lo largo de las décadas manteniendo su esencia intacta, siendo una ciudad con alma. Superviviente a decenas de terre-motos, conflictos sociales, guerras, reconstrucciones y cambios, nunca quiso conformarse con el sueño ame-ricano de la vivienda unifamiliar y el césped inmaculado, e indiferente a las exigencias morales del resto del país se convirtió en refugio de oleada tras oleada de inconformistas. Jack Kerouac y la generación beat; los hi-ppies y el verano del amor; Harvey Milk y los derechos de los home-sexuales; todos hicieron de San Fran-cisco su hogar y su campo de batalla.

Pero mientras San Francisco pro-testaba con flores y drogas la guerra de Vietnam, unas millas al sur de la Bahía, en la prestigiosa universidad de Standford, brotaban las semillas de otra revolución que cambiaría el mundo para siempre, y con él, el des-tino de San Francisco.

Algunos de los mismos hippies e in-conformistas que habían venido a la Bahía atraídos por su carácter radical y rompedor, donde todos los días se hacía lo que el resto del mundo no se atrevía a soñar, quisieron soñar un poco más y crearon Silicon Valley a mediados de los años 50. Amparados por el mecenazgo de Stanford, algu-nas de las mentes más privilegiadas del país comenzaron la primera revo-lución tecnológica con la invención del microprocesador y los ordenado-res personales, internet, y finalmente los grandes imperios del software y las redes sociales.

Empresa a empresa e innovación a innovación, Silicon Valley se con-

virtió en lo que es hoy, la región más rica de Estados Unidos, la que cuenta con mayor número de multimillo-narios per cápita. Cien años después del inicio de la Fiebre del Oro, la ansiada veta madre de los cazafortu-nas resultó no estar en las montañas, sino en la industria de la tecnolo-gía, fuente de inagotables riquezas. Mientras tanto, San Francisco obser-vaba la explosión de Silicon Valley con una mezcla de orgullo y reparo. Muchos de los genios que se hicieron multimillonarios eran la mezcla justa de excéntrico, visionario y radical de la que tanto se enorgullecía la ciudad. Al contrario que otras industrias tra-dicionalmente poderosas como el pe-tróleo o las finanzas, Silicon Valley decía valorar más la innovación y el ingenio que el dinero; y sus brillantes ingenieros, en vez de soñar con yates y mansiones, querían soñar con cam-biar el mundo a golpe de código. Mu-chos de estos visionarios, como Ste-ve Jobs o Bill Gates se convirtieron en iconos mundiales. Sus empresas, Microsoft, Apple, Google, Facebook, Ebay, Yahoo, y muchas otras, comen-zaron a generar unas ganancias que dejaron en ridículo a la previsión más optimista. El imparable crecimien-to de la industria atrajo a ingenieros de todo el mundo, que comenzaron a emigrar en masa a la ciudad y a subir los precios con su alto nivel adquisi-tivo. Hasta llegar al presente, cuando la explosión de la nueva generación de empresas de internet, encabeza-

das por Google, Facebook y Twitter, ha traído consigo una nueva oleada de trabajadores con sueldos de seis cifras, los únicos que pueden permi-tirse los nuevos precios de la ciudad. Mientras tanto, el resto de habitantes de San Francisco contemplan impo-tentes como el abismo que se abre entre ellos y estos nuevos ocupantes se vuelve cada vez más insalvable. Ahora en San Francisco, lo hippie no es más que un souvenir made in Chi-na, y la foto turística obligatoria en la calle Haight. Según la clase media

va desapareciendo, para muchos la ciudad se va convirtiendo en un mero dormitorio para los trabajadores de la tecnología, que todas las mañanas cogen el autobús privado desde sus carísimas casas victorianas hasta sus empresas, dispuestos a ganar unos cientos de dólares más. San Francisco ha vuelto a cambiar el mundo, pero por primera vez, parece no ser capaz de sobrevivir a sus propios cambios.

CUANDO EL DESAHUCIO ES UN EXILIO

“Me he convertido en una extraña en mi propia ciudad. Todos están sien-do expulsados y ahora me toca a mí. Nuestra historia está siendo borra-da. Porque si no tienes el dinero ya no existes, ya no eres importante...ya no hay sitio para ti en esta ciudad. Es muy triste para todos, porque lo bonito de San Francisco era que to-dos podíamos existir juntos, todas las personas, pensaran como pensaran, vinieran de donde vinieran. Todos podíamos convivir juntos, valorar-nos, entendernos, tolerarnos...y ahora eso ya se ha acabado. Pero yo no me voy a marchar sin pelear”. Claudia Tirado, la mujer que gritaba a través de un megáfono delante del auto-bús blanco, es uno de esos miles de ciudadanos de San Francisco que no puede contener la rabia al verse ex-pulsada de su propia ciudad mediante una orden de desahucio. Ríe y llora a la vez, y las palabras se le amon-tonan en la boca al tratar de contar su historia, mientras con una mano intenta calmar los lloriqueos de su bebé y con la otra le prepara un bi-berón. Claudia lleva dieciocho años viviendo y trabajando como profeso-ra de primaria en el barrio de Mission en San Francisco. Hace siete años se mudó con su marido, taxista, a la casa de la calle Guerrero en la que hoy ha-bita, un edificio de estilo victoriano con siete apartamentos. Cuando ella llegó, Mission era un barrio humilde, refugio de inmigrantes latinos, artis-tas y jóvenes bohemios. Hoy Mission se ha convertido en el principal fren-te de batalla de la encarnizada guerra por el futuro de San Francisco. “Todo ha cambiado. Mis nuevos vecinos tra-bajan todos en la tecnología y cogen los autobuses privados. Esas personas no son como nosotros. Se les ve tan

“Me he convertido en una extraña en mi propia ciudad. Todos están siendo expulsa-dos y ahora me toca a mí”.

(Claudia, profesora)

diferentes, son niños de veinticinco o treinta años los que están tomando el autobús a Google, que acaban de salir la universidad con una media de diez, que han inventado algo, que están en la tecnología. Son ellos y después el resto del mundo en San Francisco”.

En los últimos años Claudia y su ma-rido han sido testigos de cómo sus amigos, todos de clase media, se iban marchando uno a uno de la ciudad. Algunos querían una casa más gran-de al comenzar a tener hijos, otros eran desahuciados al venderse la casa que alquilaban a un nuevo propieta-rio. Pero en todos los casos el resul-tado era el mismo: una vez perdían el apartamento en el que llevaban años residiendo gracias a las leyes de con-trol del precio del alquiler, era impo-sible permitirse volver a alquilar en San Francisco. Estaban fuera.

Los amigos de Claudia no son un caso excepcional. Según los últimos datos oficiales del censo nacional, los alquileres de San Francisco son con diferencia los más altos de todo Es-tados Unidos, superando con creces a la tradicionalmente carísima Nueva York. El precio medio de un piso de un solo dormitorio es 3.120 dólares al mes, tres veces más caro que la me-dia nacional, según el último informe de la compañía de datos Priceono-mics. Los suburbios de la ciudad no son mucho más asequibles, ya que se encuentran todos entre las diez áreas metropolitanas más caras de la nación. Según el estudio de Alexan-dra Goldman para la Universidad de Berkeley, en algunos de los barrios la subida de los precios de los alquileres entre 2011 y 2012 alcanzó el 135%.

Claudia y su marido, como tantos otros, se agarraban a la esperanza de aquello no les ocurriría a ellos, que

mientras permanecieran en su apar-tamento y pagaran religiosamente la mensualidad del alquiler, estaban a salvo. Hasta el año pasado: su casero de toda la vida vendió el edificio por un precio probablemente exorbitante. El nuevo casero, Jack Halprin, era el prototipo del nuevo san franciscano, empleado de Google, poco más de treinta años, blanco, extremadamente acaudalado. El pasado abril les llegó a todos los inquilinos del edificio una notificación informándoles de que te-nían un mes para abandonar sus casas. Como Claudia y sus vecinos, cientos de san franciscanos reciben cada se-mana notificaciones parecidas, en lo que se conoce como “desahucios sin culpa”. Y es que, según los últimos censos, sólo el 35% de los habitantes

de San Francisco son propietarios. El resto alquilan amparados por una ley que impiden a los caseros aumentar el el precio del alquiler más allá de un 1% al año, lo que se conoce como “rent control”. En un mercado en el que la oferta inmobiliaria es muy in-ferior a la demanda, la diferencia de precios entre los alquileres contro-lados y los que salen al mercado es abismal. Para los propietarios com-pensa vender la casa y hacerse ricos, y para los nuevos caseros es mucho más lucrativo expulsar a los antiguos inquilinos y esperar los tres años que marca a la ley para poder alquilar de nuevo los apartamentos a precios diez veces más altos. Por este motivo, el número de desahucios sin culpa ha aumentado un 175% en el último año, según los datos de la Asociación Antidesahucios de San Francisco.

A Claudia le tiembla la voz al pro-nunciar el nombre de Jack Halprin, su nuevo casero, empeñado en ex-pulsarla de su casa. “Este señor es millonario, si tiene tanto dinero, ¿por qué no podía comprar una casa que no tuviera inquilinos?, ¿por qué tiene que intentar agarrar todo para él? Él no entiende que está mal lo que está haciendo, no entiende por qué protes-tamos, por qué no nos resignamos, porque desde su punto de vista, él se lo merece todo, porque si tiene el di-nero, tiene el poder. Las únicas pala-bras que me ha dirigido han sido para demandarme”. A pesar de la avalan-cha de protestas y la presión públi-ca, Jack Halprin, que se ha negado a hacer declaraciones, permanece ina-movible en su decisión. Por su parte, Google sostiene que se trata de un asunto privado entre el casero y sus inquilinos que en nada le concierne como empresa.

Pero la influencia de las empresas de tecnología en la vida de Claudia no se limita al desahucio. Su marido, taxis-ta, ha visto cómo su negocio ha ido mermando hasta casi desaparecer por la intrusión profesional que han pro-vocado empresas como Uber o Lyft, que permiten a cualquier individuo utilizar su vehículo como taxi cuan-do le sea conveniente para ganar un dinero extra. Estas empresas se ba-san en una aplicación para el móvil, y como tantas otras, se desarrollaron aquí en San Francisco. Es lo que co-noce como start-ups, pequeñas em-presas con ideas geniales cuyos crea-dores aspiran a hacerse millonarios. La ciudad se ha convertido en in-cubadora y laboratorio privado para este tipo de empresas, que a menudo no son más que un par de amigos con conocimientos de programación y la esperanza de alumbrar el próximo Twitter o Whatsapp. Muchas de ellas

Pintada en el suelo de la calle Valencia en San Francisco, la frontera entre la zona más gentrificada y lo que queda del barrio latino. / Fotografía: Irene Cantizano

“Todos mis amigos se han marchado. Absolutamente

todos”(Evan, profesor)

acaban siendo compradas por otras empresas más grandes por miles de millones de dólares. La rabia de los san franciscanos aumenta ante el he-cho de que algunas de estas empre-sas tecnológicas reciben exenciones fiscales al instalarse definitivamente en la ciudad. Es el caso de Twitter, que en cuanto amenazó con marchar-se de la ciudad fue disuadida por el ayuntamiento con la exención de los impuestos al sueldo de sus emplea-dos, lo que ha permitido a la empre-sa ahorrarse 56 millones de dólares. Otras grandes empresas como Zynga y Yelp también han preferido instalar sus oficinas centrales en la ciudad, mientras que las más grandes, como Google, expanden sus sedes locales en la ciudad comprando más y más edificios. Claudia comparte esta frustración: “El alcalde quiere que to-das estas empresas estén aquí en San Francisco, es una mentalidad que no entiendo. San Francisco ya era fan-tástico sin ellas, no necesitaba darles la llave de la ciudad para que hicieran con ella lo que quieran. Ya hay sufi-ciente gente que quiere estar aquí, no hacía falta que estas empresas pudie-

ran quedarse gratis”. No hay que ir muy lejos para encontrar otros ciuda-danos que compartan sus opiniones.

“Todos mis amigos se han marcha-do”. Evan aprieta los dientes y se de-tiene un momento, su mirada se aleja hacia otros días de un San Francisco que no volverá. Una nube de tristeza oscurece sus ojos, y baja la vista a un café que se enfría. Pero tras un sorbo, vuelve su resolución. “Absolutamen-te todos”. Evan es vecino de Claudia, y como ella, profesor, en este caso de instituto. Con sus gafas de pasta, su barba cuidadosamente recortada y su pasión por las nuevas tecnolo-gías, sólo hay algo que le diferencia de los techies: el sueldo. Al igual que para Claudia, para Evan el desahucio significa tener que marcharse de la ciudad en la que vive y trabaja desde hace más de una década. “Creo que nuestro caso ha demostrado a cual-quier persona que piense que esto no le va a pasar que sí que le va a pasar. Esta no es una situación de una familia inmigrante que no habla inglés y no conoce las leyes y son intimidados. Quien piense que esto

solo le pasa a esas familias, o a un determinado tipo de gente, están muy equivocados. En nuestra casa hay todo tipo de gente, empezando por mí, un profesor de cuarenta años con un máster, a un músico, un psicólo-go, un discapacitado, una familia con hijos, un taxista...todos los sectores de la ciudad, y nos están desahucian-do a todos. Creo que a la gente que no le preocupa lo que está pasando en la ciudad, si supieran que son los siguientes les motivaría para luchar contra el cambio”.

Aunque Evan participa activamente en manifestaciones y protestas con-tra los desahucios y los abusos de las empresas de tecnología, es pesimista respecto al futuro de la ciudad. “San Francisco está siendo desmantelada. Los estudiantes están siendo des-ahuciados, los profesores se tienen que marchar a mitad de curso porque también están siendo desahuciados, y a muchos no les importa. Los que no lo han experimentado no se dan cuen-ta de lo terrible que es. Las empresas no se dan cuenta de que el impacto que tienen en la ciudad es devastador

Un cartel denucia el precio de un pie cuadrado en San Franscisco utilizando los colores corporativos de Google. Fotografía: Irene Cantizano

para familias y comunidades enteras. Creo que a menos que toda la ciudad se involucre en la lucha y compren-da que está en juego el futuro de la ciudad, no hay esperanza para San Francisco”.

A pesar de la presión pública, la ac-titud de las empresas de tecnología ante situaciones como la de Claudia y Evan ha sido, hasta ahora, evasiva. “He intentado contactar a los relacio-nes públicas de Google para pregun-tarles si saben que alguien tan arriba en su compañía está haciendo esto y si tienen algo que decir al respec-to, pero hasta ahora no he recibido respuesta”, comenta Evan. Claudia, harta de ser ignorada, decidió direc-tamente colarse en la Conferencia de Desarrolladores de Google de este año para protestar. “Yo estaba lista para ir a la cárcel por esto. Durante años he enseñado a los niños sobre Gandhi y Martin Luther King. A ve-ces tienes que ir a la cárcel por lo que crees, y lo que yo creo es que uno tie-ne la responsabilidad de enseñar a sus

empleados como ser buenos emplea-dos, como ser un modelo para la co-munidad. Las empresas de tecnología tienen que tomar responsabilidad de lo que está pasando en San Francisco aunque no quieran, porque está claro que no quieren”. Claudia no acabó en la cárcel, pero tampoco consiguió mucho. Google se limitó a enviarle un email con su posición oficial: lo que pase entre sus empleados y sus inquilinos no es asunto suyo. A nivel público, la única señal que han dado hasta ahora los gigantes de la tecno-logía de ser conscientes de las críticas que les llueven desde la ciudad, han sido tímidas donaciones públicas. Durante el último año Google ha do-nado cuatro autobuses eléctricos a los residentes de Mountain View, locali-dad donde se encuentran sus oficinas centrales, mientras que Facebook ha donado dinero a los colegios públi-cos de la zona. Para Evan, no es sufi-ciente. “El primer paso que deberían tomar estas empresas es simplemen-te escucharnos, ser capaz de venir a reuniones con nosotros y escuchar

nuestras historias, eso es todo lo que pido por ahora, porque no han hecho nada de esto todavía”.

Ante la falta de respuesta por parte de las empresas de tecnología y el Ayun-tamiento, y la completa ausencia de alternativas, Claudia y Evan se ven obligados a comenzar a plantearse la derrota. La voz de Claudia se templa, y poco a poco la rabia va dando paso a la resignación. “Después de haber enseñado durante tantos años a los ni-ños de San Francisco, ahora que por fin tengo un hijo tenía el sueño de que pudiera ir a la escuela donde yo ense-ñaba, y jugar en los parques donde yo he visto a otros niños crecer. Me pone muy triste saber que no le voy a poder dar la vida que soñé para él”.

LOS PRÍNCIPES DE LA CIUDAD

A tan sólo una manzana de Claudia y Evan vive Carlos, un joven ingeniero portugués de Google. Carlos prefiere no utilizar su verdadero nombre por

El campus de Facebook imita un idílico centro urbano con una excepción: aquí todo es gratis. / Fotografía: Irene Cantizano

miedo a represalias de su empresa, que recomienda a sus empleados no hablar con medios de comunicación acerca de su trabajo. Carlos había encadenado sobresaliente tras so-bresaliente durante toda su carrera universitaria. Ambicioso y brillante, soñaba desde niño con contribuir al desarrollo de la inteligencia artificial, pero su ambición se dio de bruces con la crisis económica que se ensa-ñaba con los países del sur de Euro-pa. La pequeña empresa madrileña de robots personales en la que encontró trabajo nada más acabar el máster no duró ni dos años. Desde adolescen-te, Carlos había soñado con Silicon Valley, la tierra prometida de los in-formáticos. Después de meses de en-trevistas, exámenes y largas esperas, su sueño se materializó en forma de oferta de empleo de Google. Carlos no podía creer su suerte. Después de haber malvivido en un piso de estu-diantes diminuto en Madrid durante dos años, de haberse considerado pri-vilegiado por estar cobrando 1.200 euros al mes en su antiguo empleo, cuando sus amigos, eternos becarios, apenas podían juntar 500, de repen-te se encontraba ganando diez mil dólares al mes, de repente todas las puertas se abrían, de repente estaba en el centro del mundo. Y el centro del centro del mundo era, por supues-to, San Francisco. Carlos alquiló un estudio por 2.000 dólares al mes en el barrio de Mission, el más moderno y atractivo para los jóvenes. Una casa de madera pintada de azul enclava-

da en lo alto de una colina, rodeada de casas victorianas de colores que parecían construidas para una foto. La casa tenía otros dos apartamentos y tres vecinos: en el del medio otra joven empleada de Google, en el de arriba, y con unas vistas de la ciudad que dejan sin aliento, dos jóvenes in-formáticos indios de la misma edad que Carlos. Entre los cuatro suman 10.000 dólares al mes de alquiler. Al mudarse a San Francisco, Carlos se

convirtió en uno de los más de 60.000 empleados de empresas tecnológicas que habitan la ciudad, un número que según los datos del departamento de Empleo de California ha aumentado un 109% desde 2004.

Ahora un brillante autobús blanco con ventanas tintadas recoge a Carlos cada mañana a escasos pasos de su casa y le lleva hasta las oficinas cen-trales de Google en el sur de la bahía. Por las noches el mismo autobús le trae de vuelta a su casa en la colina. A menudo sale a cenar por el barrio con sus amigos y vecinos, todos ingenie-ros, a restaurantes repletos de jóvenes como él. Es un príncipe en un mundo hecho a su medida. Pero le preocupa el rechazo del resto de ciudadanos: “Cuando llegué a Google estaba an-sioso por ponerme la camiseta que me regalaron el primer día y ense-ñársela a todo el mundo. Todos mis amigos en España y Portugal estaban impresionados, ¡estaba trabajando para la mejor empresa del mundo! Así que cuando descubrí que en San Francisco la gente odiaba a los traba-jadores de Google y que nunca podría salir con la camiseta a la calle no me lo podía creer, no podía entenderlo”.

La primera semana en su nuevo tra-bajo, Carlos fue educado en los valo-res de Google, el más importante de todos y que constituye el lema de la empresa: “No seas malvado” (“Don’t be evil”). Este lema, ridiculizado y criticado hasta la saciedad en las calles de San Francisco por los con-trarios a las empresas de tecnología, es aún un principio al que Carlos se aferra. “Creo de verdad en que Go-ogle se esfuerza por cumplir con su lema, no sé cómo serán las otras em-presas tecnológicas, pero Google no me parece en absoluto malvado, y me preocupa que haya gente difundiendo ideas falsas sobre nosotros”. Carlos no cree que el autobús que le recoge todas las mañanas sea un privilegio al que deba renunciar por el bien de la comunidad. “Como yo lo veo, Goo-gle no tiene la culpa. Están discrimi-nando a los trabajadores de las em-presas de la tecnología, cuando hay muchas otras personas que cobran sa-larios altísimos. La gentrificación nos perjudica a todos. Protestar enfrente de los autobuses no va a cambiar

nada, este es un problema muy com-plejo y que tiene muchas causas, y en este sistema económico siempre va a haber ricos que echen a los pobres”.

A pesar de la complejidad a la que alude Carlos, la reciente investiga-ción de Alexandra Goldman demos-tró que el ataque directo hacia los autobuses privados de las empresas tecnológicas no era injustificado: los precios de los alquileres en las zonas donde paraban estos autobuses esta-ban aumentando un 20% más rápido que en el resto. Cualquier visita a las páginas de alquileres más populares corrobora este hecho: los pisos más caros suelen incluir casi siempre una nota anunciando su proximidad a al-guna parada de estos autobuses.

DENTRO DE LAS EMPRESAS DE TECNOLOGÍA

Los privilegios de Carlos y los demás techies no se limitan a poder coger un autobús gratis y a un sueldo que duplica la media nacional de Estados Unidos. Trabajar para Google, igual que para Facebook, Twitter y muchas otras, es entrar a formar parte de un mundo que juega a ser perfecto.

Es una mañana cualquiera en la ofi-cina de Google de San Francisco, un edificio de ladrillo con amplios balcones que miran a la bahía. Los trabajadores llegan, arreglados y son-rientes, y pasan al enorme comedor a disfrutar de un nutritivo desayuno antes de empezar el día. Las opciones son abrumadoras: zumos, frutas de todos los colores venidas de todos los rincones del mundo, todo tipo de bo-llería, huevos cocinados de todas las maneras imaginables, tostadas, pas-teles, quiches, salchichas, café hecho individualmente por un barista según las preferencias de cada empleado. Todos los alimentos y platos han sido cuidadosamente etiquetados según sus valores nutricionales siguiendo un código de colores: verde para lo más sano, naranja para lo intermedio, rojo para los productos azucarados o con alto nivel de grasa. Los camare-ros sonríen, el sol entra a raudales por los inmensos ventanales, y nada su-giere que nos encontramos en un lu-gar de trabajo y no en el bar de moda. Los Googlers (como se denominan

“Google no me parece en absoluto malvado, y me preo-

cupa que haya gente difun-diendo ideas falsas sobre

nosotros”(Carlos, ingeniero de Google)

a sí mismos los trabajadores de Go-ogle), sentados en pequeños grupos, ríen a carcajadas con platos llenos de de todas las combinaciones de frutas y cereales posibles. Las servilletas y los vasos son biodegradables, los re-siduos se separan meticulosamente para reciclar todo lo posible. Todo sucede con eficiencia y elegancia. Colores cálidos y vibrantes animan el moderno diseño industrial. ¿Quién no querría trabajar aquí?

A última hora de la tarde los traba-jadores comienzan a marcharse. Cóc-teles de gambas y botellas de vino y champán a la salida dificultan la resolución de volver a casa. Algunos optan por darse la vuelta y, tras coger una cerveza, se marchan a la sala de billar a jugar una partida más. Final-mente, la oficina se calma de nuevo. Carlos se acomoda en una mullida butaca de cuero mirando la bahía y sonríe, “¿qué más se puede pedir?”

En las oficinas centrales de Facebo-ok un camino de baldosas amarillas atraviesa la hierba hasta un coqueto café gratuito con sillas de metal pin-tadas de colores, donde las parejas ríen y beben en tacitas de porcelana acompañadas por pequeños dulces, una explosión de colores. “Viviendo el sueño” reza el mensaje grabado en uno de los espejos que adornan la

pared. Fuera del café los trabajadores pasean por lo que parece ser la calle principal de un típico pueblecito ame-ricano, con la diferencia de que todas las tiendas y restaurantes son gratis, y lo que parecen casas típicas son en dfrealidad oficinas. Según los propios diseñadores, la fuente de inspiración para el complejo es Disneyland.

Mientras tanto fuera del recinto, que está completamente vallado y prote-gido para que ningún extraño pueda entrar, las colinas de California se abrasan bajo el sol inclemente de un verano que ha traído una de las peo-res sequías de la historia. del estado. Pero aquí la hierba es verde, la som-bra abundante, y si un empleado tiene sed sólo tiene que extender la mano y escoger su favorita de la inmen-sa selección de bebidas gratuitas en cualquiera de la decena de cafés. Los empleados no tienen ni que volver a preocuparse por lavar la ropa, pue-den traer la colada a Facebook y se la devuelven limpia, planchada y en perchas. El guiño al Mago de Oz de las baldosas amarillas no parece aza-

roso. Igual que en la Ciudad Esme-ralda del cuento, donde los habitantes eran obligados a llevar unas gafas con cristales verdes para protegerles del “brillo y la gloria” de la ciudad pero que les impedían ver la realidad tal y cómo era, los trabajadores de las empresas de tecnología son deslum-brados a diario por la perfección de su entorno. ¿Cómo mirar hacia los problemas de fuera cuando dentro tienen todo lo que puedan desear e incluso más?

Amrut es uno de los dos ingenieros informáticos que viven en el ático del edificio de Carlos. Devora una pizza que le han enviado a su casa con tan sólo pulsar un botón de una aplicación móvil en su reluciente IPhone. En la mesa, una botella de whiskey vacía y una pequeña bolsa de marihuana. Al otro lado de los grandes ventanales del ático, las luces de San Francisco brillan en la oscuridad. Amrut sacrifi-có su infancia para poder llegar hasta donde está hoy. Sus padres le pro-hibieron jugar con otros niños hasta que no se convirtiera en el mejor de su clase, de su curso, de su escuela. En la India, el segundo país más po-blado del mundo, sólo los mejores de los mejores tienen una oportunidad. Como Carlos, Amrut quería dedicar-se a desarrollar la inteligencia artifi-cial y cambiar el mundo. Al acabar el máster en una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos y cuando se disponía a comenzar su doctorado, recibió una oferta como becario en Silicon Valley. Al cabo de tres meses ya ganaba más de cien mil dólares. En menos de un año una nue-va oferta de empleo duplicó ese sala-rio. Entre cheque y cheque su sueño de dedicarse a la investigación quedó olvidado. Aunque se declara apenado por los problemas de sus conciudada-nos, su principal preocupación en este momento es poder maximizar sus ho-ras de trabajo para poder progresar en su actual empresa, Netflix, una de las más exigentes de toda la Bahía y de las que mejor paga a sus empleados. Amrut siente que, después de todo lo que ha trabajado para llegar a donde está, se merece todo lo que tiene, y reconoce que lo que ahora quiere es ser multimillonario, comprar un yate, un avión privado, una mansión. Que sus padres puedan sentirse orgullosos.

“Aún no he visto que las em-presas de tecnología hayan

ayudado a esta ciudad absolu-tamente en nada”

(Erin, activista antideshaucios)

Aunque la desigualdad está aumentando en todo EEUU, en ningún lugar crece tan rápido como en San Francisco, donde la brecha entre ricos y pobres aumentó en un 390% entre 2007 y 2012.Fuente: Brookings Institute Gráfico:Elaboración Propia

Por ello, se muestra entusiasmado con el invento de otros ingenieros de la Bahía: Soylent, unos batidos que eli-minan la necesidad de comer comida sólida. En su esfuerzo por maximizar su tiempo de trabajo, la comida se ha convertido en una pérdida de tiem-po y una molestia para Amrut y para muchos otros trabajadores de Silicon Valley, como demuestra el furor que ha causado Soylent en la Bahía. Hay pocas otras cosas que Amrut tenga aún que hacer por sí mismo. Furgo-netas de Google y Amazon le traen la compra a casa, sólo con pulsar un botón de su móvil un coche viene a recogerle y a transportarle a donde desee, y al pulsar otro botón una an-ciana china aparece para hacerle la colada. En el nuevo San Francisco ya hay una start-up para satisfacer cada uno de los deseos y necesidades que un joven veinteañero con mucho di-nero y poco tiempo pudiera tener. “Es una locura” reconoce Amrut, pero, tras meditar unos instantes, añade con seriedad “tengo que ponerme a pensar en una idea brillante y crear la próxima start-up”.

MAPAS CONTRA LA GENTRIFICACIÓN

“Aún no he visto que las empresas de tecnología hayan ayudado a esta ciu-dad en absolutamente nada”. Erin ha-bla despacio, con calma, escogiendo las palabras con cuidado y pronun-ciándolas con absoluta seguridad. No quiere que su discurso sea desdeñado como la diatriba de una radical furio-sa. Su arma en la lucha contra la des-igualdad y el desplazamiento son los mapas, mapas para mostrar todas las casas en las que ha habido desahu-cios, mapas para poner en evidencia la correlación entre las paradas de los autobuses de la tecnología y el au-mento de los desahucios, mapas para documentar la imparable transforma-ción de San Francisco. ¿La ironía? Los mapas no habrían sido posibles sin Google Maps.

“Esta ciudad era un santuario para los oprimidos y marginados del mun-do entero. Gays, exiliados, hippies, inmigrantes, enfermos de sida...a todos los acogía, a todos tenía algo

que ofrecerles...hasta ahora. Los que hacían esta ciudad única, diversa, y abierta, ahora son expulsados” El pa-norama que dibuja Erin es desolador. “Los desahucios sin culpa han au-mentado de manera exponencial. La desigualdad entre los ingresos de los trabajadores está aumentando más rápido que en cualquier otra ciudad en Estados Unidos porque cada vez los pobres son más pobres y los ricos más ricos. Los alquileres en el barrio de Mission superan ya los 10.000 dó-lares al mes. Los niños y los ancianos están desapareciendo, hasta el punto de que hoy hay ya más perros que ni-ños en San Francisco. La ciudad es cada vez más blanca, ya no hay sitio para los inmigrantes y las minorías raciales. Y mientras tanto, los beca-rios de Google cobran 6.000 dólares por mes”.

Erin está en lo cierto, la pérdida de di-versidad de San Francisco no es sólo a nivel cultural o profesional, sino también a un nivel mucho más básico y preocupante: informe tras informe se demuestra que la inmensa mayoría

Un cartel en un bar de San Francisco pide a sus clientes que se quiten las “Google Glasses”antes de entrar. La polémica que ha provocado el invento es parte de la creciente tendencia anti-techie. /Fotografía: Irene Cantizano

de los trabajadores de las empresas de tecnología son hombres blancos de entre veinte y treinta años. Algu-nos asiáticos les siguen. De mujeres, latinos, negros y mayores de cuarenta años, ni rastro. Según los datos de un informe publicado por Facebook este año, el 77% de sus empleados son hombres y el 74% blancos. Entre los

ingenieros de Google, los resultados son aún peores: 83% hombres y 60% blancos.

A pesar de que muchos trabajadores se sienten atacados personalmen-te por las acusaciones de activistas como Erin, para ella el enemigo no son los trabajadores individuales,

sino las empresas que les emplean. “Estamos intentando no perseguir a los techies como individuos a me-nos que estén desahuciando gente personalmente, como Jack Halprin. Sin embargo, creo que algo que sí podrían hacer es presionar a sus jefes y organizarse dentro de sus empresas para cambiar las cosas desde dentro.

Arriba y abajo: trabajadores de Google disfrutan de un día en la oficina. / Fotografía: Irene Cantizano

Y eso es algo que no están haciendo en absoluto”.

Erin se ha propuesto acabar con la fe ciega de los techies en la bondad de sus empresas. “A pesar de todo lo que están provocando, todo lo que está ocurriendo, existe la creencia entre los trabajadores de la tecnología de que sus empresas realmente están me-jorando nuestras vidas, cuando hay a su lado gente perdiendo sus casas por su culpa. Han conseguido venderle al mundo esta idea de que son una in-dustria guay, enrollada. Mi objetivo

como activista es arrancarles la más-cara, que el mundo vea que no hay nada guay en echar a una señora de ochenta años de su casa”. En los ojos de Erin no hay una pizca de humor u optimismo. Sus pequeños dedos re-piquetean sobre la mesa cubierta de informes y gráficos, impacientes por volver a su lucha, a sus mapas.

El autobús vuelve del sur y abre sus puertas para depositar a su precio-sa carga, los príncipes de la ciudad. Carlos llega cansado, pero satisfecho. Sube la cuesta hasta su casa en la co-

lina y celebra la tarde con una cerve-za en la terraza de su vecino Amrut, contemplando juntos como las últi-mas luces del día acarician la ciudad, su imperio.

“Google ha cambiado mi vida y mi visión del mundo, me ha demostra-do que un grupo de personas sufi-cientemente inteligentes trabajando juntas puede cambiar el mundo”, concluye Carlos. La decisión sobre si ese cambio lleva o no a un mundo más justo sólo depende de ellos. - Irene Cantizano

Un activista protesta contra el desplazamiento tras un autobús de Facebook. A su lado una pancarta advierte del incremento de los alquileres cerca de las paradas de este tipo de autobuses. / Fotografía: Irene Cantizano