el reino de los hombres sin amor - alfonso mateo-sagasta

2112

Upload: lulu-yo

Post on 06-Dec-2015

269 views

Category:

Documents


61 download

DESCRIPTION

novela

TRANSCRIPT

Alfonso Mateo-Sagasta

El reino de loshombres sin

amor

Dramatis personae

Isidoro Montemayor.Protagonista de estahistoria, que empiezacomo secretario y amantede la condesa de Cameros.Antes se había ganado la

vida escribiendo cartas oavisos sobre las novedadesde la Corte, corrigiendopruebas en la imprenta deJuan de la Cuesta enMadrid y regentando elgarito ilegal que FranciscoRobles tenía en el sótanode su librería de la calleSantiago. Hombre derecursos, un año anteshabía sido el encargado delocalizar a AlonsoFernández de Avellaneda,el apócrifo autor de la

segunda parte del Quijote,y de resolver el asesinatodel archivero del gabinetede las maravillas delmarqués de Hornacho,ambas historias narradasde primera mano en losvo l úm e n e s Ladrones detinta y El gabinete de lasmaravillas.

Condesa de Cameros (Micaela).Señora y amante deIsidoro, mujer con muchainfluencia en la Corte,amiga del conde de Lemos

y Villamediana y dama dela reina.

Conde de Villamediana (Juan deTassis). Correo mayor delrey, poeta, seductor,amigo de Micaela yconocido de Isidoro, aquien protege.

Marqués de Peñafiel (JuanGirón). Joven hijo de donPedro Girón, el granduque de Osuna,prometido con la hija delduque de Uceda y nietadel duque de Lerma.

Marqués de Sieteiglesias(Rodrigo Calderón).Protegido del valido delrey, el duque de Lerma.Caballero de la Orden deSantiago, comendador deOcaña, capitán de laGuardia Alemana del rey,le gustaría recuperar supuesto de secretario delrey.

Don Fernando Montero. Finadoconde de Cameros.

João Mego. Portugués, capitándel galeón Mariana.

Cosme Vecino . Administradorde la condesa de Camerosen Nueva España.

Miguel de Ipeñarrieta.Secretario del Consejo deHacienda, nombrado porel duque de Lerma paracontrolar a FernandoCarrillo.

O avio Centurión . Importantebanquero y asentistagenovés, administrador delas aduanas del norte.

Pablo Cimorro. Amigo de

Isidoro, empleado delbanquero Adán deVivaldo y buen conocedorde todos los asuntoseconómicos del momento.

José López Madera. Alcalde deCasa y Corte, encargadopor Fernando Carrillo deinvestigar la desapariciónde Francisco de Juara.

Matías Amézquita. Agente delpuerto de San Sebastián.

Tadeo Amézquita . Hermano deMatías, contrabandista y

socio de don FernandoMontero.

Duque del Infantado (JuanHurtado de Mendoza).Duque consorte, casadocon su prima hermanaAna. Un hombre muyreligioso y consuegro delduque de Lerma.

Duquesa del Infantado (Ana deMendoza). Mujer muyreligiosa que renunció a suvocación para casarse dosveces (primero con un tíoy luego con un primo)

para asegurar ladescendencia de la Casadel Infantado. Consuegradel duque de Lerma.

Marquesa de Saldaña (Luisa).Hija de los duques delInfantado, casada conDiego de Sandoval,segundo hijo del duque deLerma. Su hijo Rodrigo erala personificación delsueño del duque de Lermade ver a alguien de susangre a la cabeza de laCasa del Infantado.

Véronique de Bodineau. Damafrancesa enviada paraeducar a la futura reina deFrancia, Ana de Austria, alos usos de su nuevaCorte.

Anne de Breuil. Joven doncellade Véronique deBodineau.

Fray Luis de Aliaga. Frailedominico confesor del reyFelipe III y aliado delduque de Uceda paraapartar del poder a supadre el duque de Lerma.

Duque de Osuna (Pedro Girón).Aristócrata muyinfluyente y ambicioso,aliado de Uceda y Aliaga,padre del marqués dePeñafiel, a quien habíalogrado casar con la hijade Uceda. Acababa determinar su virreinato deSicilia y aspiraba a lograrel de Nápoles.

Silva de Torres . Hombre depaja o testaferro en losturbios negociosinmobiliarios del duque

de Lerma y su camarilla enlos cambios de domiciliode la Corte. En la historiala que aparece es su viuda.

Carlos Pallache. Embajador deMuley Zidán, sultán deMarruecos, judío «depermiso» y comerciante.

Fernando Carrillo. Presidentedel Consejo de Hacienda,hombre honesto que seencargó de procesar aFranqueza y que ahoraintenta hacer lo mismocon Calderón.

Peter Donahue. Tahúr irlandés,conocido de Isidoro de suépoca de encargado en elgarito de Robles.

Mauricio. Joven que Isidorocontrata de lacayo.

Antonio de Espinar. Boticarioreal y amigo de RodrigoCalderón.

Duque de Lerma (Francisco deSandoval). Valido o primerministro del rey Felipe III.Viudo.

Duque de Uceda (Cristóbal de

Sandoval). Viudo, hijoprimogénito del duque deLerma, conspiraba confray Luis de Aliaga,confesor del rey, paraocupar el puesto de supadre.

Ana de Austria. Infanta deEspaña, hija de Felipe III,y reina de Francia, esposade Luis XIII.

Nöel Brûlart de Sillery.Embajador de Francia.

Gil Blas de Santillana.

Mayordomo de donRodrigo Calderón.

Marqués de Mondéjar (ÍñigoLópez de Mendoza). Sobrinode los duques delInfantado, aspirante alvirreinato de NuevaEspaña. Tiene unpreacuerdo matrimonialcon el marqués deSieteiglesias para unir asus jóvenes retoños.

Enrique Horcajo. Juez amigo deCalderón.

Pedro Caballero. Teniente de laescolta del bagaje deLerma, que años atrásacompañó a Francisco deJuara a Lisboa.

Conde de Lemos (Don PedroFernández de Castro).Sobrino y yerno del duquede Lerma, cuñado delduque de Uceda. Expresidente del Consejo deIndias y ex virrey deNápoles. Hombre muyculto e inteligente,aficionado al arte y a la

literatura. Amigo deMicaela y del conde deVillamediana, asociadocon don Fernando Carrilloen su lucha pordesenmascarar a loscorruptos.

Francisco Márquez de Torres .Licenciado, capellán delarzobispo de Toledo, autorde la Aprobación de lasegunda parte de ElIngenioso caballero DonQuijote de la Mancha.

Fermín Zabalza. Platero

encargado de preparar elajuar de plata del duquede Lerma para la jornadade Francia.

Juan de Guzmán. Relacionadocon Francisco de Juara,vive en Léniz a costa delderecho de su mujeradolescente a explotar lasalina.

Alonso del Camino. Mendigo yborracho, relacionado conla desaparición deFrancisco de Juara.

Señor de Tréville (Jean-Armandde Peyrer). Joven soldadodestinado a la guardia dela reina de Francia.

Georges Villiers. Enviado delrey Jacobo I de Inglaterrapara homenajear a la reinade Francia.

Duque de Guisa. Primerministro del rey de Franciay delegado pararepresentar a Su Majestaden la ceremonia de lasentregas.

El intercambio de lasprincesas

Burgos, otoño de 1615

30 de septiembre

El aire que recorre las calles deBurgos en invierno tiene la cualidadde reducir la piel a pergamino y el

cerebro a carne de nuez. Burgos esuna ciudad fría, de las más frías deCastilla, que es un reino frío, y ni elhecho de haber sido elegidaescenario del acontecimiento másimportante del siglo lograba hacerde ella un lugar más apacible. Noexagero. El 18 de octubre de 1615tendría lugar en su catedral la bodapor poderes de la infanta Ana deHabsburgo, hija de nuestro reyFelipe III, con el ya coronado LuisXIII, rey de Francia, mientras queen Burdeos contraería matrimonio,también por poderes, la infanta

Isabel de Borbón con el príncipe deAsturias. A pesar de las vocescontrarias a esa doble alianza quese alzaban en uno y otro reino,muchos la veían como el inicio deuna nueva era. Esperaban quetrajera paz y prosperidad a unaEuropa exhausta de guerra porque,para qué nos vamos a engañar, enel viejo Imperio los conflictos son,en gran medida, la lucha por lahegemonía de esas dos familiasarrastrando tras de sí a susrespectivas clientelas. A las bodasles seguirían varios días de fiesta, y

luego ambas cortes tenían previstoviajar hasta el paso de Behovia, enla frontera sobre el río Bidasoa,junto a la lengua de tierra conocidacomo la Isla de los Faisanes, parallevar a cabo lo que ya todosllamaban «El intercambio de lasprincesas».

Por aquel entonces yodesempeñaba el cargo de secretariode la condesa de Cameros, midueña en todos los sentidos, conquien llevaba más de un añoescribiendo una nueva versión deldiscurso de la pluma y la espada,

no sé si me explico. Nuestrahistoria de amor era tan secretacomo apasionada y, a pesar detodos los problemas queconllevaba, estaba contento con misuerte o, mejor dicho, resignado ysatisfecho en lo que cabía, porque aotra cosa no podía aspirar. Aunquecontara en mi haber una ejecutoriade hidalguía que me había costadosudor, lágrimas y mucho dinero,era impensable que un tipo comoyo llegara a ocupar legítimamenteel tálamo de una condesa; tanimpensable, a decir verdad, como

los cambios que iba a sufrir mi vidaa lo largo del siguiente mes. Eldestino, tan rácano por lo habitualcon el devenir de un simplesecretario, me tenía reservadasunas cuantas sorpresas y más de unsusto.

Pero vayamos por partes.

Los aposentadores reales y, asu sombra, los enviados de lasgrandes casas, como servidor,caímos en primavera sobre laciudad para asegurar camas ybalcones desde donde nuestrosamos pudieran asistir a los

históricos acontecimientos que seavecinaban. Con la llegada de laCorte, todo Burgos se puso enalmoneda. Cada palacio —salvo eldel Cordón, propiedad delcondestable y destinado aresidencia real, y el del conde deSalinas, reservado para el valido delrey, Su Excelencia el duque deLerma—, casona, cámara o tabucofue tasado, y por unos días laciudad recobró el rubor de doncellaque tuvo cuando las viejas familiaslocales amasaron sus fortunasgracias al comercio con Flandes.

Pero en cuanto los visitantesfirmamos los contratos abusivosque nos impusieron, se hizopatente que su doncellez no eramás que un canto de sirena.

Desde el día 20 del mes, doñaMicaela, condesa de Cameros, y suCasa ocupábamos el palacio de lafamilia Salamanca en la calleCalera. Como tantas otras estirpesarruinadas, los Salamanca vieron enel paso de la Corte por la ciudad laocasión de resarcirse de mediosiglo de guerras y olvido, de modoque arrendaron su palacio por un

buen pellizco y se retirarondiscretamente a empezar lainvernada en una casita másmodesta que poseían en el barriode San Martín, cerca del arco deFernán González.

—Ya que estás de buenhumor, Micaela, te voy a contar unahistoria graciosa que circula por losmentideros.

Quien así hablaba era donJuan de Tassis, conde deVillamediana, un viejo conocido dela condesa que acababa de llegar deMadrid. Digo viejo conocido

aunque era un hombre joven, dealgo más de treinta años, elegante,guapo, buen soldado, poeta lúcidoy brillante, tahúr implacable,mordaz con sus enemigos y hastadespiadado si llegaba el caso y confama de gran amante. Don Juanreunía en su persona másadmiración, odio y envidia que elresto de los caballeros de la Cortejuntos.

—Conoces al marqués deOreña ¿no? —indagó el conde.

Micaela frunció sutilmente elceño, apenas un temblor en el

entrecejo. Aquélla era una señal dealerta, como cuando un caballoorienta las orejas, pero a don Juanle pasó desapercibida.

—¿A don Jacinto? No mucho—mintió la condesa.

—Yo sí lo conozco… —dijoatusándose la melena el marquesitode Peñafiel.

Villamediana había aparecidopor la casa a media tardearrastrando consigo una corrientede aire frío y la compañía deljovencísimo Juan Téllez Girón,

primogénito del duque de Osuna ymarqués de Peñafiel. El muchachopresumía de pelo largo, casi hastalos hombros, un gesto de rebeldíapara contrastar con el corte quellevábamos los adultos.

—… el otro día jugué con él alas cartas. Es un caballero muysimpático. Le gustan los toros, loscaballos y frecuenta las academias.

Me hizo gracia la descripcióndel personaje en boca del jovenpisaverde, pero evité manifestarlo.En estas visitas de compromisoprefería pasar desapercibido,

mantenerme en el discreto segundoplano que corresponde a unsecretario.

Villamediana prosiguió con suhistoria.

—Pues resulta que la otranoche un común amigo llamó a supuerta para rogarle auxilio y cobijo.

—¿Quién lo perseguía?

—Nadie, no lo perseguíanadie. El amigo en cuestión ibaacompañado por una joven damacon el rostro tapado, y le rogó a donJacinto que le prestase una estancia

con la mayor discreción paraultimar el negocio que se traía entremanos. El marqués entendió rápidoel asunto, y no sólo le cedió undormitorio próximo al zaguán, sinoque hizo servir a la tierna parejauna frasca de vino y un plato defiambre.

—Vaya con don Jacinto —dijola condesa reacomodándose sobreel costado izquierdo. Su codo sehundió en un enorme almohadóncon brillantes pasamanos.

Se la veía cómoda, y yo mesentí orgulloso. El encuentro tenía

lugar en la sencilla habitación delestrado que, gracias a los objetosque había hecho traer de Madrid,había quedado bastante elegante.El estrado propiamente dicho erade madera de nogal y estabaalfombrado con piezas de hilodoble y cubierto con un dosel dedamasco verde que guardaba elcalor del brasero. Las paredeshabían sido forradas con una esterafina hasta la altura de una vara, y elresto con finos tapices de seda conescenas campestres. En lasesquinas, a ambos lados de la

puerta, dos enormes tiestoscontenían un naranjo y un jazmín.

—Sí, ¡ja, ja, ja! ¡Lo que nopodía imaginar es que la mujerfuera su propia esposa!

Tanto Micaela como yosospechamos en el acto que el«amigo» común no era otro que élmismo, pero la condesa prefiriónegar la mayor.

—¡Por Dios! ¿Quién te lo hacontado?

—Dícese el pecado, pero no elpecador.

—¡Qué disparate! ¿Y lo sabeya el marido?

—No, quita.

—En Burgos no habíamosoído nada de eso, ¿verdad, donJuan? —comentó Micaela, y el jovenPeñafiel negó con la cabeza—.Mejor no hablar del tema porqueno tardarán en ir al marqués con elchisme.

—Caramba, Micaela —replicóVillamediana controlando la risa—,no sólo te veo alegre, sino tambiénmoralista, y eso se me hace muy

raro. No haces juego con tusvecinos.

—¡No lo dirás por el Hospitalde Recogidas! Pobrecitas, no digasnada malo de ellas que harás queme enfade.

—No, de ésas no —replicódon Juan alzando las manos—. Merefiero al del otro lado, al delpalacio Miranda, a don RodrigoCalderón. Ya habrás visto que elflamante marqués de Sieteiglesiasanda últimamente bien guardado.

Intuí que cuando

Villamediana vinculaba uncumplido con un título no eranecesariamente señal de respeto.Estaba claro que lo de «flamante»no era ningún halago.

—Es lógico, ¿no? —replicóMicaela—. Es capitán de la GuardiaAlemana, y los capitanes de laguardia del rey siempre se muevencon escolta.

—Guardia no le falta, eso esverdad. Pero los que ahora velan supuerta no lo hacen para protegerlo,sino para retenerlo.

—¿Está arrestado?

—De verdad que vives en otromundo, Micaela. Yo acabo de llegarde Madrid y ya me he enterado demás cosas que tú, que llevas aquídiez días.

—¿Qué ha pasado?

—Que ayer tuvo una peleasonada con el capitán de la GuardiaEspañola.

—¡Yo lo vi! —gritó orgullosoPeñafiel.

Villamediana lo miró molesto,pero tuvo que ceder la anécdota al

testigo.

—Sieteiglesias pretendióponerse a la cabeza del cortejo queprecedía al rey en el trayecto que vade la catedral al palacio, y el otro senegó a ceder la preeminencia.Porfiaron, y al final don Rodrigo, enun arrebato de ira, retó a duelo a suoponente.

—¿Todo en presencia de SuMajestad? —preguntó sorprendidala condesa.

—¡Te puedes imaginar! —exclamó don Juan recuperando el

protagonismo—. La comitivaparada y los dos oficiales de laguardia discutiendo sobre quiéntenía más derecho a encabezarla.Otros testigos me han contado —puntualizó para excluir a Peñafiel—que el rey estaba fuera de sí, que lesalía fuego por los ojos y que entregritos prohibió el duelo, mandóprender a los dos y los envió bajoarresto a su casa.

—Qué quieres que te diga —se disculpó la condesa—, yo no henotado nada porque en la puerta desu casa siempre ha habido soldados

de guardia…

—Que no, Micaela, que no hastenido suerte, ¡tu vecino es de laestirpe de Caín!

—¿Por qué eres tan cruel? —preguntó la condesa fingiendoescandalizarse.

—La verdad nunca es cruel, deraza le viene al galgo. ¿No has oídohablar de su padre?

—No.

¡Qué actriz!, me dije. Si Lopede Vega la viese… No, mejor queno, me corregí en el acto. El

maestro tenía tal fama que no habíamarido, novio o amante que seencontrara seguro si él manifestabainterés por una mujer, así quemejor que no la viese.

—Era capitán de infantería delos tercios y estaba casado con unamujer holandesa, de la ciudad deAmberes.

—Una familia muy normal —juzgó la condesa.

—Sí, normal hasta el saqueopor los tercios de la ciudad, yasabes lo que fue aquello.

Todos lo sabíamos. En 1576los tercios de infantería andaban unpoco revueltos por el retraso en laspagas, pero no dudaron en acudir alcombate en cuanto un ejércitoprotestante amenazó con ponersitio a la ciudad de Amberes. Lomalo fue que, después de hacerhuir al enemigo, entraron en laciudad y se desmandaron por suscalles decididos a cobrarse elesfuerzo.

—Os ahorraré los detalles,pero el padre de don Rodrigo seocupó de robar la sede central de

compraventa de tapices flamencosde la ciudad y otros comerciosselectos. Lo suyo no fue un saqueoindiscriminado, sabía muy bien loque quería y dónde estaba. Él y sucuñado vaciaron todos losalmacenes de telas, pieles y tapicespreciosos de la ciudad y luegoescondieron el botín en casa de sussuegros.

—¿En casa de los suegros?

—Como su suegro era unpreboste de la ciudad favorable alos españoles, el ejército respetó sucasa.

—Una historia triste, pero nopeor que otras muchas de aquelentonces.

Villamediana se rebulló en lasilla y buscó con la mano la copa devino que había dejado en el suelo.

—No, pero su mezquindadfue más allá. En plena vorágine,aprovechando la total impunidadque le otorgaban las circunstancias,hizo que sus hombres saquearantambién la vivienda de ReymerWempers.

—¿Quién era Wempers? —se

adelantó a preguntar Peñafielmientras se atusaba la melena.

—Un reputado galeno a quienel capitán debía una sumaimportante de dinero.

—¿Un médico? ¿Qué podíanrobarle a un médico?

—Se llevaron la vajilla,material quirúrgico, la biblioteca…

—¿Libros? —Se sorprendió elniñato—. Vaya robo más extraño.

—Lo suficiente para negociarsu restitución a cambio de lacondonación de la deuda. ¿Se

puede ser más miserable? ¿Puedeun capitán del tercio comportarsecon menos honor? Y ya sabes lo quedicen de don Rodrigo; de tal palo,tal astilla. La estirpe de Caín.

—Pero ¡qué cosas se teocurren, Juan! —exclamó Micaela,mundana—. ¿Desde cuándoheredan los hijos los pecados de lospadres?

—Desde Adán, Micaela, ¿o noconoces la Biblia? Lo malo es quedon Rodrigo sigue siendo la manoderecha del duque de Lerma. Yademás, es el encargado de

organizar la renovación del ejércitode Flandes. ¿Lo puedes creer? ¡Unhombre cuyo padre era un ladrón yque nunca ha estado en el frente,encargado de renovar el ejército!

Don Rodrigo Calderón,marqués de Sieteiglesias, favoritodel valido del rey, pensé, favoritodel favorito. No sonaba muy bien,pero no era mal puesto.

—No es tan grave —replicóMicaela—, ¿acaso no estamos enpaz con Francia, con Inglaterra ycon las Provincias Unidas?

Villamediana respondió serio;se veía que aquello le preocupabade verdad.

—Con los holandesesfirmamos una tregua, no la paz. Yningún papel es eterno. Si así fuera,no haría falta seguir adelante conestas bodas, ¿no te parece? Pordesgracia, para recordarnos que notodo es perfecto y tocarnos lasnarices, están los saboyanos, losberberiscos, los turcos y losvenecianos, por no hablar de losherejes: luteranos y calvinistas noven el momento de hincarnos otra

vez el diente.

—Haces que me sienta comouna hogaza de pan en la plaza deun mercado.

Don Juan de Tassis miródespacio a la condesa y su rostropareció relajarse.

—Ya veo que a pesar de misesfuerzos no logro borrarte lasonrisa, Micaela —dijo en tonoresignado—. Pareces de un humorexcelente. No sabía que te gustarantanto las bodas.

—No es por la boda, pero es

verdad que estoy contenta. Ayerrecibí una carta confirmando elarribo a Sevilla del barco que trae laplata de nuestras concesiones deZacatecas.

—¡Hombre! —exclamóVillamediana alzando la copa porencima de su cabeza—. Ahoraentiendo tanto optimismo ydesapego a las cosas graves delmundo. ¿Y es grande el envío?

Micaela bajó la miradasimulando una modestia queestaba lejos de sentir.

—Cincuenta cofres con másde una veintena de lingotes deplata pura cada uno.

—¡Cincuenta cofres! ¡Tumarido es un genio! ¿Qué tal le vaen Nueva España? ¿Piensa volverpronto? Hace casi ocho años que sefue, ¿no?

En efecto, pensé yo, ocho añosque se fue a Nueva España y dosmuerto, aunque claro, eso era unsecreto, el secreto mejor guardadode la Casa de Cameros. Sé quepuede parecer extraño, pero cuandoMicaela me explicó la razón de por

qué no había hecho pública sumuerte, la acepté de inmediato.Don Fernando Montero, que así sellamaba el conde de Cameros,había sido un sinvergüenza alservicio de Pedro Franqueza, otrosinvergüenza a quien el duque deLerma colocó de secretario delConsejo de Hacienda y que, ochoaños atrás, había sido detenido,juzgado y condenado por más decuatrocientos treinta y seis delitosentre fraudes, cohechos ymalversaciones. Todos los bienesde Franqueza fueron confiscados y

él encerrado en prisión, dondehabía permanecido hasta su muerteunos meses antes. Sus acólitostemieron recibir un trato similar,así que los que pudieron tomaron elcamino del exilio. Don Fernandoabandonó sus posesionespeninsulares en manos de su jovenesposa y se marchó a NuevaEspaña. El matrimonio había sidoacordado, una fortuna a cambio deuna joven con título, pero lacondesita Micaela no habíaresultado ser la esposa tierna ysumisa que deseaba el viejo, así que

con la separación todos salieronganando.

Durante casi seis años Micaelagozó por primera vez en su vida deuna libertad absoluta. Sola,independiente, sin esposo nifamiliares que le dijeran qué, cómoo cuándo hacer las cosas, había sidototalmente feliz. Pero pasado eseplazo, una carta amenazó contrastocar su pequeño paraíso. Elremitente, Cosme Vecino, que seidentificaba como administrador ymayordomo de don Fernando enNueva España, escribía para

informar de que unas fiebreshabían acabado con la vida de supatrón en un lugar próximo a laselva. Las circunstancias les habíanobligado a enterrar el cuerpo en elmismo lugar del óbito, y pedíainstrucciones a Madrid sobre quéhacer a continuación y cómoproceder en el futuro en los temastocantes a su patrimonio, queincluía una encomienda próxima aVeracruz y dos concesiones en lasminas de plata de Zacatecas.

Micaela pasó cuatro díasencerrada en su habitación

imaginando las consecuencias desemejante noticia. Pensó en el luto,dudó entre la toca de viuda y la vidaretirada o un nuevo matrimonio,recordó las presiones familiares yanticipó el interminable desfile depretendientes a la caza de unabuena dote… Al final, tomó lapluma para contestar aladministrador que si él estaba deacuerdo, su marido seguiríaoficialmente vivo y retirado en lasIndias hasta nueva orden, y que nose preocupara, que ella sabríapremiar sus desvelos. Y así había

sido desde entonces. Los dos añossiguientes, el señor conde deCameros estaba en Madrid para lasautoridades de Nueva España, ypara las españolas seguía al otrolado del Atlántico.

—Ojalá vuelva pronto, Juan,lo echo tanto de menos… —dijoMicaela en tono resignado.

—Mientras envíe plata… —bromeó Villamediana.

—Ja, ja, qué tonterías dices —respondió ella—. Confío en que suagente me traiga al menos cartas

suyas. Le espero en cualquiermomento. Debió de dejar Sevillacasi al mismo tiempo que el correo,así que llegará hoy mismo omañana a más tardar.

El portero entródiscretamente en la habitación y seme acercó por la espalda paraanunciarme al oído la llegada delsastre. Tuvo que repetir dos veces elmensaje porque, como le faltabanlos dos incisivos superiores que learrancaron la primera vez que fuecondenado por blasfemia y untercio de lengua por la segunda,

susurraba con una especie desilbido difícil de entender. A pesarde todo, el hombre seguíaponiendo a Dios y a la Virgen portestigos de todas sus certezas, queeran muchas. Hay hábitos que,aprendidos de niño, no se sueltan,aunque en ello vayan seis años degaleras.

—Doña Micaela —transmitíen un tono impersonal—, hallegado Bartolomé.

—¡Ah! ¡Es increíble! Paso lamañana esperando al sastre y vienea presentarse en el momento más

inoportuno —dijo mirando a donJuan de Tassis con sonrisa pícara.

El conde entendió la indirectay se puso en pie de un salto.

—Señora, contra la llegada deun sastre a la casa de una dama nopueden competir la defensa deFlandes, la conquista de Argel nilos avatares de la flota de Indias —declaró ajustándose el jubón.

El joven marquesito se pusotambién en pie, pero se quedó tiesoe indeciso. Villamediana se acercóresuelto a besar la mano de la

condesa.

—Permite que nos retiremos,Micaela —dijo dirigiéndose a lapuerta—, para que puedas atendera ese hombre como es debido. Enestos días hay que tener másmiramientos con esa gente que conla propia familia. Y además elbarón de Vedia te lo agradeceráporque hemos quedado con él parajugar unas manos, ¿verdad,marqués?

—En efecto, en efecto —corroboró el otro correteandodetrás.

Acompañé a Villamediana y aPeñafiel a la calle y, hasta que nocerré la puerta a sus espaldas, nopresté atención al señor Bartoloméni a los cuatro cajones que habíadescargado en el zaguán.

—Ya era hora de queapareciera —le dije en tonoagresivo—. Estaba a punto deecharle los perros.

—No me hable, don Isidoro,no he podido venir antes. Estos días

son de locura —respondió conhumildad el hombre dando vueltasa la gorrilla que sostenía entre lasmanos.

Por extraño que pareciese, aBartolomé no le faltaban recursospara ablandar corazones. Era unhombre pequeño, de tripa y cabezaredondas y calvo hasta el cogote,pero tenía los ojos grandes y negrosy las pestañas tan largas quecubrían como un velo el resto desus imperfecciones. Incluso sehacía perdonar la falta de seriedaden el cumplimiento de sus

compromisos.

—¿Son las libreas? —preguntéseñalando los cajones.

—Las veintisiete, sí señor, concalzas y cintas. Tal y comoquedamos.

—Tal y como quedamos no,con una semana de retraso.

Me acerqué al cajón máspróximo y levanté la tapa.Cuidadosamente doblados estabanlos jubones con los valones a juegode terciopelo negro con pasamanosde plata. Me gusta la ropa nueva y

limpia, y aquella caja expedía unagradable olor a manzana verde.

—¿Y las medias capas?

—En esas cajas, don Isidoro.Le digo que está todo. La primeraes la suya —murmuró adelantandouna sonrisa de triunfo—. A sumedida.

Seguí con la mirada losadornos de los puños, las randas…

—Muy bien —dije asintiendosatisfecho—. ¿Y los vestidos de lacondesa?

El sastre señaló el cajón que

estaba a su lado.

—¡Germán! —grité al portero—. Encárgate de que suban estecajón a la cámara de la condesa y deque lleven esos otros al almacén. Yque dejen la primera librea de ésteen mi dormitorio junto con unherreruelo.

Germán multiplicó mis vocesy al momento aparecieron mediadocena de lacayos que empezaron amover las cajas.

—Adelante, señor Bartolomé—dije al sastre indicando que

siguiera al cajón que subían por lasescaleras—, la condesa hace tiempoque le espera.

Micaela no quiso que mealejara, así que hice compañía alsastre en la habitación contiguamientras un ejército de camareras ydoncellas dirigidas con eficacia porLluïsa, su camarera mayor, lavestían y desvestían. Yo creo queLluïsa, una guapa joven de Manresade nariz respingona y pelo y ojos

castaño oscuro, era la única personaque conocía nuestra aventura. Notenía la certeza, pero era imposibleque no lo supiera, aunque nunca sele había escapado ni una palabra alrespecto, ni una alusión, ni siquierauna broma. Era una mujerinteligente y discreta, y no sé porqué en aquel momento me alegréde que Micaela contara con unaamiga tan fiel.

Cada vez que se probaba unvestido, Lluïsa lo anunciaba con sucálido acento y entoncesentrábamos nosotros para dar el

visto bueno o ajustar los retoquesnecesarios. Eran ocho los trajesencargados con ocasión de lasbodas de los príncipes y las fiestasprogramadas en torno al magnoacontecimiento: la procesión alsanto Cristo, la boda por poderesen la catedral, recepciones, fiestasde cañas, toros y máscaras, y por finel viaje hasta la frontera de Franciapara entregar la novia a losrepresentantes de su esposo, eljoven rey Luis XIII. Eraemocionante oír los cuchicheos delas muchachas que entraban y

salían nerviosas del probador, y elmurmullo general que se alzabasiempre que abrían el paquete deuna nueva prenda. No diré que soyconocedor de la moda femenina, dehecho no es la única cosaimportante que desconozco, perocada vez que entraba en la cámarala condesa me parecía máshermosa, y cada vez que salía lohacía con la sensación de haberasistido a un nuevo nacimiento deVenus. El señor Bartolomé estabaexultante con el efecto quecausaban sus trajes, y debo

reconocer que me sorprendió quetanta armonía y belleza pudierasalir de las gordezuelas manos deaquel escuerzo.

Dado el visto bueno al últimoatuendo, acompañé al sastre hastala puerta con el mismo respeto quea un gran señor y, antes de subir denuevo al estrado, eché un vistazo ala cocina atraído por el alegrecanturreo de la cocinera y el rítmicosonido de su pinche batiendo

huevos.

—¿Ya está usted aquíenredando? —gritó la cocinera encuanto me vio asomar la cabeza.

—Sólo he venido para ver sinecesita algo, señora María —medisculpé.

—¡Nada! ¿Qué voy anecesitar? Que me deje trabajartranquila, eso es lo único quenecesito, que en cuanto cae la tardeya empieza a rondar mi territorio.

María Gambín era una mujerde pelo negro y mirada de gato que

cocinaba como los ángeles. Nada delo que ocurría en su pequeño reinole era ajeno así que, mientras seaplicaba en su tarea no descuidabael modo en que una de sus pinchespicaba verdura, ni cómo la otrabatía los huevos. En aquelmomento estaba con las manosmetidas en un lebrillo color mieldesmigando lomos de pescadocecial recién cocido. Con uncuidado exquisito dejaba a un ladolos restos de piel y espinas ydepositaba los pellizcos de carnelimpia sobre un lienzo de lino que,

de lejos, empezaba a parecer untrozo de felpa.

—Es que huele de maravilla —me aventuré a decir.

—Ande, ande —dijollevándose el dorso de la manoderecha a la cara para apartarse elpelo que le caía sobre los ojos—. Sitodavía no huele a nada. Niña,prepara los arreos.

La joven pinche dejó el cuencode los huevos junto al plato deharina y se puso frente al hogarpara apartar unas brasas. Sobre el

lecho candente colocó una trébedey apoyó en ella una sartén de hierrohonda y pequeña.

—¿Es bacalao?

—Sí, señor Isidoro, mire quees usted cotilla. ¿Está ya contento?

Me encanta el bacalao, y Maríalo preparaba en bolas, como sifuera una especie de guiso demanjar blanco muy suavementeespeciado. Una delicia.

—Contentísimo, María. No ladistraigo más.

Volví al estrado casi al mismo

tiempo que la condesa, que despuésde vestirse se había entretenidodando instrucciones de cómo ydónde guardar sus nuevos trajes.

—¿Cuál te gusta más para laboda, Isidoro; el azul conpasamanos de oro o el leonadoclaro con los ribetes de raso?

—El azul —respondí porcortesía, aunque sabía que lapregunta no era para mí; a lacondesa a veces le gustaba pensaren voz alta.

—¿El azul?

—O el leonado —me corregísobre la marcha. En cualquier caso,era un tema que no me interesabanada, y no quería dejar escapar laocasión de hablar de otra cosa a laque daba vueltas desde hacía unrato—. Por cierto, explícame eso deque apenas conoces al marqués deOreña y de que no sabes nada deRodrigo Calderón. ¡Es increíble!¿Desde cuándo has decididohacerte la tonta?

—¿La tonta? ¡Cómo se teocurre! —exclamó divertida—. Yademás, ¿de qué te sorprendes? —

añadió con una enorme sonrisa.Toda su dentadura quedó a la vista,una dentadura preciosa, no lefaltaba ni una pieza—. Si algo heaprendido en la Corte es a sercauta. Y a esperar.

—¡Ser cauta y esperar! Ésa síque es buena. Explícame qué hapasado hace un rato. Durante todala visita de Villamediana y Peñafielte has mostrado frívola, infantil ycoqueta.

—¡Qué dices!

—Pero si hasta he sentido un

poco de vergüenza. El joven Girónte miraba con ojos de corderodegollado.

—No digas tonterías.

—Y con esa melenita que segasta el pollo… Será que el padreestá lejos y al guacho le hanentrado ganas de volar.

—¡Estás celoso! —murmuróacercándose despacio.

—¡Qué voy a estar celoso! Sólote hago notar que a la últimageneración de príncipes les salenlos espolones antes que las plumas.

—Estás celoso…

Micaela me agarró de unamanga y me atrajo hacia sí condecisión para ahogar con besos misprotestas.

—¿Y al mozo no le ha dichonadie que el pelo largo es deladrones? —dije casi sin aire.

—¿De ladrones?

—¡A ver! Sólo llevan esasgreñas los que quieren ocultar losmuñones de las orejas cortadas enel cadalso. De verdad que mesorprende tanto teatro. ¿No es

Villamediana amigo tuyo?

—Claro, pero Peñafiel es hijodel duque de Osuna y estácomprometido con la nieta delvalido, así que ya ves si hay quemedir la lengua.

—Pues Villamediana no secubre mucho las espaldas —murmuré.

—No, y ya no sé cómodecírselo. Pero es incapaz, lo que lepasa por la cabeza lo suelta, estécon quien esté.

—¿Y qué te parece lo de la

marquesa de Oreña?

—Ja, ja, ja —rió abiertamenteMicaela, y luego añadió entredientes—: Si tú supieras las cosasque hace Margarita…

—Vamos…, cuenta, no tehagas de rogar.

—Pero bueno, Isidoro, ¿noacabas de criticar a Villamedianapor cotilla?

—Micaela…

—Deja, hombre, si no es tanraro. Mira, que yo sepa, la marquesaha seducido un par de veces a su

marido yendo tapada.

—¿La marquesa a su propiomarido? ¿Por qué?

—Los maridos tienden a sermás generosos con las amantes quecon las propias esposas. ¿Nuncahas oído que se pace mejor en elprado del vecino?

—No puedo creer que él no sediera cuenta.

—Margarita lleva la caratapada y disimula la voz. Ademássabe que a su hombre le gustatomar a las mujeres desde atrás, así

que lo seduce y cuando llega elmomento se inclina sobre una mesao se dobla sobre el respaldo de unasilla para que él se alivie.

—¿Y él no sospecha nada?

—Si sospechara no le haría losregalos que le hace. La última vez,aún estaba con la falda sobre lacabeza cuando él le ató a la cinturauna cadena de oro que valía más dedoscientos escudos.

—Pero si luego la ve en sucasa…

—Las joyas nunca vuelven a

casa. La marquesa las vende paracomprarse otras cosas que legustan.

—Joder con la marquesa deOreña. Espero que no hagas lomismo con las joyas que yo teregalo.

—Hay quien la llama lamarquesa de «Ordeña». Y no tepreocupes por el destino de tusregalos, Isidoro, no hay cordelerosde segunda mano.

Creo que lo dijo en broma,pero no me hizo gracia. Yo le había

regalado en prueba de mi amor uncordón de piel color rojo que ellallevaba siempre anudado en lamuñeca izquierda. Me encantabavérselo puesto; era nuestropequeño secreto. De sobra sabía yoque no era una joya, pero ¿quépodía regalarle si no tenía otropatrimonio que el sueldo desecretario que ella me pagaba?Supongo que en mi fuero internoconfiaba en que ese sencillo cordóntuviera para ella más valor que lamejor de sus ajorcas, pero el hechode tasarlo, aunque fuera en broma,

hizo que me sintiera un pocoridículo. Creo que lo notó, porqueme acarició el rostro con ternura yme dio un rápido beso en el cuello.Desde que estábamos en Burgosnuestro contacto físico se habíareducido al mínimo, siemprependientes de que nadie nossorprendiera, así que sentí unaoleada de ternura.

—Eres un camaleón. ¿Cómopuedes cambiar tan deprisa?

—Yo no cambio, Isidoro.Gracias a que siempre soy lamisma, estoy donde estoy. Parece

mentira que seas tú precisamentequien lo critique… ¿No decías quehabía que mirar siempre más alláde la punta de los zapatos?

—Sí, pero ahora no puedo,Micaela —dije en tono resignado—,en mi diario ando bastanteconcentrado en no pisar ningunamierda.

—¿Qué te preocupa?

—El viaje, Micaela, el viaje.

—Por Dios, qué pesadilla conel viaje. Deja a los alcaldes y a losaposentadores de la Corte que se

encarguen de buscarnos acomodo.

—Ya te he dicho que no me fíode ellos —respondí un pocoirritado.

El tema del viaje se habíaconvertido últimamente en unacausa constante de fricción entrenosotros, y me molestaba que asífuera. Lo lógico era que los señorespresionaran a sus secretarios ymayordomos para que todoestuviese listo y engrasado, y no alrevés, pero en mi relación conMicaela no había muchas cosaslógicas. Para empezar, nos

conocimos porque ella creyó que yohabía sido el responsable delsuicidio de una tía suya, y nosenamoramos cuando ordenó a susescuderos darme una paliza. Todauna historia de amor digna de servivida.

—Además —añadípacientemente—, seremos miles depersonas en el camino, ¿acaso creesque habrá cama para todos?

—Tendrá que haberla. Y terecuerdo que yo llevo la mía. Camay muebles, tú mismo has preparadoel equipaje, ¿no?

—No es la cama lo que meinquieta, Micaela, sino el techo. Porsi acaso, prefiero tenerlo reservado.Ya tengo todo cerrado hasta Oñate.Además, me preocupa laintendencia.

—De eso se encarga el duquede Lerma —dijo Micaela al final deun largo suspiro.

—En teoría. El duque dará decomer a la Casa del Rey, a la suya ya los nobles, pero luego cada unotendrá que alimentar a sus criadosy a los arrieros, y allá dondeparemos no habrá nada, o lo que

haya será muy caro.

—Entonces, ¿qué sugieres?

Creí que por fin había caídoen el problema que teníamos entremanos y me esforcé en explicarlemi plan.

—El duque ha partido su Casapara cubrir las etapas que nosesperan de aquí a la raya deFrancia, y yo he pensado hacer lomismo. La mitad puede hacersecargo de las noches enQuintanapalla, Pancorbo, Vitoria,Oñate, Villafranca y San Sebastián;

y la otra mitad de las de Briviesca,Miranda, Salinas, Villarreal, Tolosay Fuenterrabía. De ese modo,siempre tendrías una habitaciónconfortable y una comida calienteesperándote.

—Forzarás a los lacayos ahacer dobles jornadas —dijoreprimiendo un bostezo—. Te van aodiar.

—Pero con casi un día dedescanso entre una y otra. Con unadocena de acémilas y el coche nosarreglaríamos.

—Bien, bien, hazlo comoquieras —dijo declaradamenteaburrida—. Está en tus manos.

Micaela se recostó sobre unode los cojines del estrado y sequedó con la mirada perdida en eltecho.

—¿Te preocupa algo? —pregunté un poco inquieto.

—Pensaba en lo que ha dichoantes don Juan sobre la paz y laguerra, y en los enemigos queesperan su momento para echarsesobre nosotros… Tú has estado en

Flandes, Isidoro, ¿qué opinas de esaguerra?

A pesar de los añostranscurridos, aún no habíadecidido si aquella etapa de mi vidaera algo de lo que debía sentirmeorgulloso. Yo fui de los primeros enentrar en Ostende cuando cayeronlas defensas de la ciudad, de losprimeros en contemplar ladevastación después de cuatro añosde asedio. Apenas quedaban casasen pie, ni baluartes, ni bastiones, nimurallas. Todo se había convertidoen una confusa masa de ruinas, un

légamo de barro y podredumbre enun paisaje desolado entre cuyosrestos asomaban las cabezas de lossupervivientes como ratascurioseando fuera de lasmadrigueras. El aroma de la quehabía sido una fabulosa ciudad erauna mezcla de heces y carneputrefacta, y su música, el zumbidoconstante de unas moscas grandescomo escarabajos. En el sitio deOstende murieron unos cientoveinte mil hombres, nos quedamossin tierra para cubrir tantosmuertos y los dedos de los que

sabíamos escribir se nosagarrotaban al copiar las listas decaídos.

—Yo estaba sobre unpromontorio que había sido una delas puertas de la ciudad cuandollegaron los archiduques Alberto eIsabel Clara Eugenia.

—¿Viste a los príncipes?

—Lo vi a él, pálido y agotado,y a ella con el rostro arrasado enlágrimas. Ésa es la imagen querecuerdo de la victoria.

—¿No crees que la guerra

sirva para nada?

Tardé en responder.

—La guerra no sé, pero esaguerra no. Si Felipe II no fue capazde liquidarla en cuarenta años, nocreo que lo logre su hijo conmuchos menos recursos.

—Bueno, Isidoro, ahoraestamos en tregua —dijo Micaelaintentando dar un tinte festivo asus palabras. Parecía molestaconsigo misma por haberme hechorecordar—. ¡Vamos!, no estemostristes que éstos son días de gozo a

pesar de todo. Mira —dijo sacandoun pliego de cordel que guardabadebajo del almohadón.

Lo tomé con curiosidadporque la ilustración de la portadaera llamativa —un bebé con lacabeza llena de ojos—, y el títuloresultaba curioso:

Relación verdadera delnacimiento de un niñomonstruoso con ocho ojos en laciudad de Bruselas, y de laaparición milagrosa de unasplanchas de cobre de trescientos

años de antigüedad donde seanunciaba el nacimiento de esteser.

Lo abrí y pasé rápido sus ochopáginas de abigarrada letra góticasin llegar a leer de verdad el texto.

—Interesante…

—Lee en voz alta, anda —meinstó Micaela.

—Hummm. En la remotaciudad de Bruselas… —Empecé aleer, pero el portero meinterrumpió porque un

desconocido caballero portuguéshabía solicitado ver a la condesacon urgencia.

—¿Dónde está?

—Aguadda en el zaguán. ¡LaVidgen! Y padece muy ezcitado.

—¿Has avisado a Cherinos y aEscalante?

—Eztán con él.

—Está bien. Danos un minutoy que Cherinos lo acompañe alestrado. ¿Dices que es portugués?

— Y madinedo, como que Dioz

ez Crizto.

—Ten cuidado, Germán, operderás otro trozo de lengua.

—Pedo zi lleva un ado de odoen la odeja izquiedda, tiene la cadaatezada y le zube pod el cuello eldibujo de una zidena hazta mediamejilla.

—Verde y con asas —reconocí.

Me peiné hacia atrás con losdedos, aseguré la espada, recoloquéla vizcaína al alcance de la mano yme situé un poco ladeado delantede la condesa. No tuve tiempo de

nada más. Cherinos golpeó lapuerta y dejó entrar al sujeto.

Germán tenía razón, parecíaun marino hasta en la formainsegura de andar. Se trataba de unhombre pequeño, moreno, decabeza grande y cejas muy espesasy puntiagudas. El aro de orodestacaba más por lo curtida quetenía la piel. Tanto que la famosasirena del cuello parecía unamancha de carbón. El hombreresopló nervioso al entrar, pero encuanto se detuvo ante Micaela,pareció relajarse un poco.

—Senhora —dijo en unportugués que parecía brotarle dela frente al tiempo que se inclinabaante ella y barría el suelo con lasplumas del sombrero—. O meunome é João Mego. Sou el capitão delMariana e não gosto que brinquemcomigo.

Micaela y yo nos miramos dereojo sin entender, pero vi queCherinos retrasaba discretamentela pierna izquierda. Evidentementeno le había gustado el tono delportugués.

—No me gusta que me tomen

el pelo —repitió en español.

Micaela estiró la espalda yalargó el cuello. Aquél no era unbuen principio.

—¿Se puede saber de qué estáhablando? —pregunté yo antes deque la condesa ordenara echarlo apatadas.

— Va m o s , senhora —dijodirigiéndose de nuevo a Micaelacomo si yo no existiera—, ¿a estasalturas ha decidido hacerse lalouca?

Cherinos asió con firmeza el

puño de la vizcaína y yo di un pasopara interponerme entre él y lacondesa.

La voz de Micaela sonó firmey serena.

—Explíquese, caballero, odespídase de la lengua.

Por un instante el portuguéspareció dudar. Avanzó un poco lapierna derecha, descompensó lascaderas y se acarició lentamente elbigote almidonado y la densaperilla que crecía en punta como ungarfio.

—¿No es usted la condesa deCameros?

La respuesta era evidente, asíque nadie se tomó la molestia decontestar.

—Y no es usted la dueña delos oitenta cofres de plata en barrasque ha traído el Marianaprocedentes de Nueva España?

Micaela me miró para queconfirmara el dato.

—Sí —dije yo—, pero…Espere. ¿Cuántos ha dicho?

—Oitenta.

—¿Ochenta? —exclamésorprendido—. Volvamos aempezar. Dice usted que es elcapitán del Mariana. Supongo quepodrá probarlo.

El hombre miró a la condesa yluego a mí. Creo que por unmomento pensó que le tomaba elpelo, pero al no ver ni un gestocontrario a la gravedad delmomento me tendió el tubo de hojade lata que llevaba colgando alcuello. En su interior encontré lapatente y el nombramiento, asícomo la asignación de salario y

beneficios. Le indiqué a Micaelaque aquello parecía estar en orden.

—Bien, entonces —dijo ella—.¿Y cuál es su reclamación?

—Entre otras muchasmercancías, mi barco transportabaoitenta cofres de plata de SuSeñoría…

—Y dale —volví ainterrumpirle yo—. Ahí hay unerror. En las cartas que eladministrador ha enviado a lacondesa, y que yo mismo herevisado, se habla de cincuenta

cofres, no de ochenta.

—Porque siguiendo susórdenes yo traspasé treinta a unacarraca portuguesa a la altura delcabo de San Vicente.

—¿Cómo?

—Sí, senhora. No diga que nosabía nada, porque todo iba pororden del señor conde.

—Pero ¡qué dice! —estallóMicaela. Por un momento penséque le iba a gritar que su maridoestaba muerto, pero se contuvo—.¿Dice que mi esposo ha ordenado

pasar de contrabando treinta cofresde plata de nuestras minas deNueva España?

—A ese acuerdo llegué yo, ycumplí mi parte. Le entregué lamercancía a Trinidad.

—¿Quién es Trinidad?

—Ya se lo he dicho, al capitánd e l São Cristóvão, una carraca deLisboa.

—¿Para qué?

—¿A qué tanta pregunta? —soltó el capitán desafiante—. Losabe perfectamente. Yo tenía que

entregar la carga y seguir rumbo aSevilla. Supongo que ellos irían aPasajes, o a San Sebastián, qué séyo. Ése ya no es mi problema. En elpuerto debería esperarme un amigocon mi dinero y el de los aduaneros,pero no había nadie. Es la primeravez que me pasa y por poco mecuesta el cuello.

—¿Cómo que la primera vez?—preguntamos al unísono lacondesa y yo—. ¿Cuántas veces hahecho esto?

—¿Cuántas? Pues… todas.

Miré a Micaela. Se habíadoblado y dejado caer sobre uno delos grandes almohadones. Ellacontaba con que el administrador lerobara, pero no tanto, y muchomenos que usara su nombre detapadera para instigar un fraude ala Corona.

—No es posible —murmuró—. Los cofres de plata vieneninventariados.

—Vamos, senhora —respondióel portugués con menos convicción—. La plata de contrabando noaparece en el manifiesto del barco,

se estiba como lastre mezclada conlos plomos de la sentina. Y todos sellevan su parte, hasta losaduaneros.

—No entiendo qué tienen quever los aduaneros. ¿No ha dichoque entregaron la plata a un barcoportugués en el cabo de SanVicente?

—Ésos siempre se llevantajada. Al disminuir la carga, lalínea de flotación del barco subeunas pulgadas, y ellos lo notan. Eslo primero que miran cuando unbarco llega a puerto. Y en mi caso

iban a lo seguro. Lo sabían, meestaban esperando y tuve quepagarles con mi propio dinero paraque no me arrancaran la piel a tiras.

—¡Hijo de perra! —explotóMicaela—. ¿Se atreve a escupirme ala cara que me roba y encima quiereque me haga responsable de suparte del botín?

El piloto palideció. Creo queen ese instante fue de verdadconsciente de que la condesa notenía ni idea del asunto. De unplumazo vio esfumarse suesperanza de cobrar, y creo que le

entró el pánico. Miró nervioso a unlado y a otro, a Cherinos, a lacondesa. De pronto se lanzó contramí, me dio un empujón y saliócorriendo por la casa como un pollodescabezado. Imagino que no selanzó escaleras abajo porquesupondría que nuestros gritoshabrían alertado a Escalante, perocorrió, sin embargo, hasta eldormitorio principal, abrió laventana y saltó a la calle sobre dosbalas de lana que había apoyadasen la fachada. Al ponerse en pietrastabilló, pero enseguida siguió

corriendo calle abajo hacia la plazade la Vega. Se veía que estabaacostumbrado a moverse por lasjarcias y aquellas acrobacias, paraél, carecían de mérito. Dudé siseguirlo, pero pensé que seríainútil.

—¡Maldita sea, Isidoro, hasdejado escapar a esa rata de agua!

No valía la excusa de quefuera más joven que yo, y no iba areconocer que era más ágil, así quecentré mi defensa en la voluntad.

—¿Para qué querías que lo

cogiera? Ése ya nos ha dicho todo loque sabe.

—Para denunciarlo —dijoMicaela entre dientes—, para verloentre alguaciles, para que le dentormento, para que lo paseen con eltorso desnudo y sentado deespaldas en una burra mientras lepropinan un centenar de vergajos ypara verlo colgando de una horca.

Reconocí en aquellas palabrasa la Micaela de nuestro primerencuentro, y sentí cierta nostalgiamezclada con ternura. Cogiéndolela mano, susurré:

—Entiendo tu atracción por laparte lúdica de la justicia, pero creoque antes de hacer público esteasunto no estaría de más quehabláramos con tu administradoren Nueva España. Tal vez todo seaun malentendido.

Micaela se tomó su tiempopara responder.

—De acuerdo. Esperaremos —declaró mordiendo cada palabra.

Mientras Micaela se preparaba

para pasar la noche, aproveché paraechar un vistazo a las cuadras, lacochera y el almacén donde íbamosreuniendo todo lo necesario para elviaje. Harían falta al menos ochoacémilas para transportar todoaquello, y más valía que me dieraprisa en contratarlas porque ya mehabían dicho que los precios noparaban de subir. Sin embargo, elasunto de la plata era tan serio quelogró que el resto de mis problemasparecieran ridículos. ¡Contrabandode plata!, me repetía mientrasdeambulaba a oscuras por el pasillo

y me asomaba al patio trasero pararespirar el aire fresco de la noche.¡Contrabando de plata!… Prontosentí frío y regresé a la casa. Alpasar frente a la cocina, me detuveun instante en la puerta.

—¿Puedo decir ya que huelebien?

María bufó, pero me sonriócon la mirada.

A falta de estrado íntimo ensu antecámara, Micaela meesperaba en el principal ataviadacon su ropa de dormir. No llevaba

gorro ni cofia, e iba peinada con loscabellos separados por la mitad endos crenchas, atados detrás de lacabeza con una cinta y enfundadosen una especie de redecilla detafetán rojo. La camisa era de lienzofinísimo, muy amplia y con lasenormes mangas sujetas a lasmuñecas con puños ribeteados yatados con botones de diamantes,al igual que el cuello. Daba lasensación de que tenía las manosmuy pequeñas y blancas.

Lluïsa preguntó si íbamos acenar juntos y, cuando Micaela

contestó que sí, llevó dos bandejaspara que nos instaláramoscómodamente en el estrado.

Me senté en la alfombra conlas piernas cruzadas, una prueba deamor; algo que pocos hombresestarían dispuestos a hacer, paraque luego Micaela diga que tengopocos detalles con ella. El día habíasido largo e intenso, y me apetecíacenar a solas y charlar al menos unrato, ya que cualquier otro contactoestaba descartado desde que casinos sorprenden al poco deinstalarnos en la ciudad. El

problema no era sólo que la casafuera más pequeña que el palaciode Madrid y que muchos criadosdurmieran en ella, sino que losmuros eran de papel. A la terceranoche de nuestra llegada me coléen la habitación de Micaela cuandocreía que todos dormían y, a mitadde faena, Cherinos y Escalanteaporrearon la puerta pensando quele pasaba algo. La condesa losdespidió con cajas destempladas,pero ya no lo volvimos a intentar.

La velada transcurriótranquila a pesar de la sombra que

había cernido sobre nosotros elcapitán portugués. Charlamos dequién había llegado a la ciudad, aquién se esperaba todavía y quiénno iba a venir, comentamos lo quese estaba gastando cada familia contal de lucir por encima de losdemás en las fiestas que seavecinaban y dónde vivía cada uno.Micaela estaba especialmenteinteresada en el grupo de damasfrancesas que habían llegado parahacerse cargo de la educación de sufutura reina con gran enfado de laduquesa del Infantado y de la vieja

condesa viuda de Lemos, quieneshasta ese momento habían tenidolas habitaciones de la infanta comoun feudo privado.

—He oído que ha llegado a laCorte el maestro Rubens.

—¡Vaya!, ¿y viene a pintar? —preguntó Micaela.

—Creo que trae título deembajador de Mantua, y además havenido a entregar un cuadroenorme que está causando un granrevuelo.

—¿Alguna escena bíblica?

—Y tan bíblica. El duque deLerma a caballo.

—¡A caballo! —exclamóincrédula—. Qué osadía, ¡como unrey!

—A tanto se atreve el duque,ya ves, y eso que no hacen más quesalirle críticos y enemigos.

—¿A caballo? —insistióMicaela—. Pero si nunca hamandado un ejército en batalla.

—Ni falta que le hace. ¿Acasono es caballerizo mayor del rey ycapitán general de la Caballería de

España? Pues ya está. Pero deja alos poderosos que se devoren unosa otros. ¿Sabes a quién piensantraer como atracción para la cena delas bodas?

—He oído ya tantas cosas…

—A Eva Gliege.

—No sé quién es.

—¡Sí, hombre!, esa mujer quedice que desde hace diecisiete añosse alimenta sólo de jugos de flores.

—Pues menudo espectáculo,contemplar a una moribundamientras comemos.

Esa noche, cuando al fin entréen mi habitación de la segundaplanta, encontré sobre la cama milibrea nueva. A pesar de lo cansadoque estaba me puse el jubón y losvalones de terciopelo negro, lascalzas de lana y el herreruelo azulcon seis galones de plata. Todos losmiembros de la Casa de Camerosíbamos a estrenar librea el día de laboda de la reina de Francia, igualque las mejores casas. No teníaespejo donde mirarme, pero pensé

que me sentaba bien, aunque fueraun traje de criado.

1 de octubre

Me desperté muy temprano, meestiré en la cama, aparté las mantasy moví en círculos los tobillos

mientras me contaba los dedos delos pies. Es algo que suelo hacer, yhasta el día de hoy nunca me hafaltado ninguno. Luego me aseé,me puse ropa limpia y bajé a tomaren la cocina un vaso de aguardientey dos piezas de letuario para nosalir a la calle con el estómagovacío. Era importante quesolucionara cuanto antes el tema delos arrieros para el viaje a la raya deFrancia, de modo que pudiera luegoencerrarme a esperar al famosoCosme Vecino, administrador delas propiedades de la condesa en

Nueva España. O, mejor dicho,cómplice. O estafador… ¡Qué sé yolo que era!

Me envolví en la capa y salípor detrás del colegio de SanNicolás a la zona de lavaderos delana, a orillas del río Cardeñadijo.Supuse que muchos de losporteadores que allí se solían juntarestarían libres —lejos quedaba ya latemporada de la esquila—, peroencontré muchos carros llenos debalas de lana y muchas recuas demulas cubiertas de fardos hasta lastrancas. Todos formaban parte de

un envío enorme de paquetes delana «floreta» de gran calidad anombre de Juan Núñez Vega. Lamarca de la garza blanca con unpez en la boca era bien visible,garantía de que era lana lavada, sinhierba, roña ni pergamino.

Para quien nunca haya tratadocon uno de su especie, diré que elarriero es una bestia menuda detranco corto, que suele hacerseacompañar por otras más nobles y

de corazón más tierno que hacen eltrabajo pesado. Poco más puedoañadir para explicar cómo de jodidoes negociar con un arriero. El preciose apalabra a partir de una unidadde peso y de acuerdo a la distanciaque haya que recorrer, sindescuidar los plazos. Luego hay quepagar un adelanto para demostrarbuena fe y asegurar su palabra,cosa que nunca se llega a lograr deltodo, entre otras cosas porque sipecas de generoso corres el riesgode que desaparezca sin hacer eltrabajo, y si lo haces de ruin estás

expuesto a que te deje tirado por unmejor postor.

Después de mucho buscar deun lavadero a otro, topé con unapareja de padre e hijo que nohabrían hecho mal papel uncidosen un yugo, y eché la mañanaintentando hacerles comprenderque yo no era el rey de Cipango yque, por mucho que hubieransubido los precios, sus mulas nocagaban oro. Al final llegamos a unacuerdo y pagué un adelanto mayorde lo debido, pero no sin anteshaberme enterado de qué pueblo

eran y de exhibir con claridad lasarmas en mi cintura. Habría hechomejor negocio comprando unadocena de mulas para la ocasión yvendiéndolas luego para cecina,pero, sea como fuere, tenía motivospara estar contento: el ajuar deviaje de la condesa estaba listo, laslibreas de los criados preparadas,los suministros en el almacén y elrefugio apalabrado hasta casi elfinal del viaje.

Al llegar a casa me encontrécon una sorpresa: don CosmeVecino estaba en el salónesperando a ser recibido.

—¡Ya era hora de quevolvieras! —me gritó Micaela conalivio. Estaba en su tocador. Lluïsahabía ido a buscar el perfume paraasperjarla antes de recibir a lavisita, y se la veía tranquila. Tantoequilibrio daba casi miedo. Cadadía me parecía más hermosa; se laveía deslumbrante, y no creo quefuera sólo mirada de enamorado.Algo tenía que irradiaba luz—.

¿Conseguiste lo que querías? —preguntó disimulando un bostezo.

Asentí sin mucha convicción.

—¿Aún tienes sueño? —pregunté.

—Un poco. Creo que novolveré a beber agua antes deacostarme. Esta noche me he tenidoque levantar dos veces, con lo fríaque se queda la habitación.

—Ayer dijiste lo mismo.

—Puede ser —murmurósuspicaz—. ¿Acaso te molesta queme repita?

Me apresuré a rectificar. Pormuy tranquila que pareciese, bajosu piel bullía un volcán.

—Lo digo por si quieres queuna de tus doncellas mantenga vivoel rescoldo del brasero durantetoda la noche.

—No, quita, no quieroamanecer muerta. Por la noche, elbrasero al balcón.

Volvió Lluïsa, bebió un buchedel frasco de agua perfumada quellevaba entre las manos y lo asperjósobre la condesa.

—¡Puaj! —exclamó ésta—.¡Para, para, Lluïsa, me estoymareando!

—Es agua de azahar, señora—explicó la muchacha tras devolverel resto del buche al frasco.

Micaela tiró de la toalla quellevaba la doncella en el hombro yse tapó con ella la boca y la nariz.

—¡No puedo respirar! Meestán dando náuseas…

—¿Ha comido algo raro? —pregunté yo, alarmado.

—No, es este olor tan

dulzón…

—Pero ¡si le encanta estearoma! —exclamó la doncella,asustada.

—Algo me habrá sentado mal.Isidoro, abre la ventana, por favor.Lluïsa, ayúdame a cambiar de traje,a ver si me despejo un poco.

Obedecí y esperé. Temí queestuviera enferma, pero después derefrescarse un poco regresó conmejor cara, pese al lejano aroma deazahar que persistía en el ambiente.

Micaela se quedó instalada en

el estrado, y yo fui a buscar aCherinos y Escalante, susescuderos, para darlesinstrucciones. Mi relación con esosdos había pasado por muchasetapas en el último año y medio.Los conocí un día que decidieronusarme de pelota en una peculiarpartida de trinquete con la condesade testigo, y desde entonces mehabían amenazado, vapuleado ysalvado la vida en distintasocasiones. Hacía tiempo que larelación era cordial. Digamos quenos respetábamos mutuamente;

incluso empezaba a considerarloscomo amigos, aunque fuera atiempo parcial.

—Acompañadlo al estradocomo si le hicierais los honores,pero estad atentos. Puede haberproblemas.

Don Cosme entró en lahabitación con el aplomo de unhombre guapo. Lucía con aposturalas canas de sus sienes y vestíacomo un príncipe, con jubón azul

cielo, coleto de ante blanco y capacorta de terciopelo. Llevaba elbrazo izquierdo doblado, con lamano indolentemente apoyada enla preciosa cazoleta de plata de suespada, y sostenía en la derecha unsombrero con más plumas que ungallinero tras el paso de una familiade zorros. Ni que decir tiene que,nada más verlo, me cayó como unacoz en los ijares.

—¡Don Cosme, qué alegríaencontrarnos por fin! ¿Ha tenidobuen viaje? —exclamó Micaelarisueña. El mareo parecía cosa

pasada.

—El viaje siempre es malo,señora, pero compensa por laalegría de conocerla y poder besarlelas manos. Su esposo me ordenaponerme a sus pies y me encargadecirle que lamenta que asuntosurgentes lo retengan aislado en elcampo.

Dichas estas palabras,evidentemente destinadas acualquier oído ajeno a su acuerdosecreto más que a Micaela, elhombre dobló la espalda hastaponerla casi paralela al suelo, agitó

el aire con las plumas del sombreroperfumadas de ámbar y entregó a lacondesa un voluminoso memorialcon tapas de piel de becerro.Micaela respondió con una sonrisaa las cortesías del indiano.

—Las cuentas del año,supongo —dijo tomando el libro desus manos.

Con un ligero gesto señaló alrecién llegado una de las sillaspróximas al estrado y ella se dejócaer sobre un almohadón.

—Hasta el último escudo —

respondió éste obedeciendo laindicación. La punta de la espadagolpeó el suelo con un tintineo decampanilla. Me fijé que en su pomobrillaba un rubí del tamaño de unhuevo de codorniz—. Vengodirectamente de hacer entrega de laplata en la ceca de Burgos, tal ycomo usted me ordenó en su últimacarta. Los recibos están insertos alfinal del libro.

Micaela depositó el memorialsobre la almohada en la queapoyaba su brazo izquierdo y loabrió al azar. Las páginas estaban

rayadas y contenían una sucesióninterminable de gastos e ingresos:grano, carne, aves, caballerías,herrajes…

—¿Azogue? —preguntóaparentemente interesada.

Micaela alzó la vista y buscócon la mirada la del administrador.

—Para la amalgama —respondió el aludido en tonopontifical—. Hace falta mercuriopara extraer la plata.

Micaela asintió silenciosa ysiguió pasando páginas hasta el

final, donde estaban sueltos losrecibos de la última entrega. Unavez deducido el quinto real, habíaingresado cincuenta cajones conveinte lingotes de plata pura cadauno. Los números eran increíbles;esos cincuenta cajones significabanmuchos miles de escudos.

—¿Cómo se llama el barco enel que ha hecho la travesía? —preguntó Micaela inclinando eltorso.

— E l Mariana, señora. Ungaleón magnífico. Y además mehan tratado muy bien, no podía ser

de otra manera siendo criadovuestro.

—Me alegro, me alegro. Algúndía me animaré yo a hacer latravesía con el simpático capitánMego.

El indiano no pudo disimilarun pequeño gesto de sorpresa.

—¿El capitán Mego?

—Sí, el capitán del Mariana.Su amigo. Se presentó ayer aquípara hacer una extraña reclamación.

Un silencio denso y culpablenos envolvió a todos. Micaela

continuó en el mismo tonoindiferente.

—El pobre andaba un pocoquejoso de sus socios, en estostiempos… Dígame, don Cosme,¿qué sabe usted de treinta cofres deplata que fueron descargados delMariana en alta mar?

Vecino se puso rígido y yo entensión. Noté que Cherinos yEscalante se agazaparon parasaltarle encima. De pronto pareciódarse cuenta de que estaba solo enuna habitación rodeado por treshombres armados, pero no le duró

la alarma. Al instante volvió ahablar con una tranquilidaddesconcertante.

—¿Me acusa de algo? —preguntó irónico.

—De robo y contrabando —contestó Micaela.

—Tendrá pruebas, supongo.

—¡Me pide pruebas! —exclamó Micaela fingiendo sorpresa—. ¿No le basta que su cómpliceviniera ayer a contármelo todo?

A don Cosme no le cambió lacara. Había que reconocer que el

tipo tenía sangre fría. O seconsideraba tan por encima de lasituación que no temía lasconsecuencias.

—Señora, resulta ingenuo, yhasta ridículo, creer lo que dice elprimero que se presenta.

Noté que Micaela dudaba,pero se repuso de inmediato, y convoz pausada y firme dijo:

—Voy a denunciarlo, señorVecino, y haré que lo encierren.Usted mismo cantará en el potro laspruebas necesarias para acabar

colgando de una soga.

El mexicano sonrió de mediolado y la miró con desprecio.

—No lo creo.

—¡Cómo se atreve…! —exclamó Micaela, furiosa,poniéndose en pie como un gato.

La mesita baja y el bufete quetenía junto a ella en el estradosaltaron por los aires. El tinterorebotó en la alfombra y cayó a mispies. Por suerte estaba bien cerradocon un tapón de corcho. Con elrabillo del ojo vi que tenía una daga

en la mano y que apuntaba con ellael cuello de su administrador.

El hombre estiró la espalda ygiró un poco la cabeza en actituddesafiante.

—Tenga cuidado, señora.Usted puede acabar cantando máscosas que yo en ese potro —dijopronunciando despacio cadapalabra—. Sería interesante vercómo explica a un tribunal el hechode haber ocultado durante dos añosla muerte de su esposo.

Micaela palideció. De repente

se enfrentaba a las consecuenciasde aquella decisión que en su día lepareció tan cómoda. Creía que condejar que el administrador sellenara los bolsillos un poco más delo habitual se daría por satisfecho,pero lo que había hecho excedíatodo lo previsible. Miré también aCherinos y Escalante, para quienesaquella noticia debería de habersido nueva, pero nada habíacambiado en su expresión. Oestaban en el secreto, o eran de unafidelidad a prueba de terremotos.

—Diré que no lo sabía —

respondió la condesa.

—Pero yo puedo probar queno es cierto. Conservo su carta,doña Micaela. Sí, aquella en que meproponía no decir nada y tasaba misilencio.

Micaela apretó las mandíbulasy se mordió el labio inferior.

—¿Me está chantajeando? —acertó a decir.

—Nunca haría tal cosa, señora—respondió el indiano con unasonrisa torcida—. Yo apreciabamucho a su marido y por nada del

mundo querría perjudicar a suviuda. Me limito a exponer loshechos para que no pierda de vistael conjunto.

Micaela acusó el golpe. Setambaleó ligeramente pero apretólos puños. A continuación, su vozsonó apagada.

—Bonita forma de demostraraprecio a mi marido, haciendocontrabando a sus espaldas.

—Pero no, doña Micaela —dijo el otro como si hablara con unaniña—, no se equivoque. A sus

espaldas nunca. Fue él quieninventó el sistema, y todos leestamos muy agradecidos.

La condesa lo miró a los ojos,y vi cómo él disfrutaba de sudesconcierto.

—¿Todos? —intervine paradar tiempo a Micaela a recuperarsede ese nuevo golpe.

—Mis socios y yo —respondióel indiano, que pareció prestarmeatención por primera vez—. Nocreerán que estoy solo en esto,¿verdad?

Lo miré con suspicaciaintentando descubrir cuánto deverdad había en sus palabras.

—Pero usted habrá guardadoel secreto de la muerte del conde,¿no?

—Claro, eso es lo que mepidió la señora —respondió conironía señalando con un gesto a lacondesa.

Micaela parecía perdida. Laserpiente había mordido confuerza, y ahora sentía extenderse suveneno.

—Y dígame, señor Vecino —volví a insistir—, desde que falta elconde, ¿quién se ha embolsado suparte del negocio?

Eso no se lo esperaba. Se leborró la sonrisa prepotente de lacara y fijó en mí sus ojos negros.

—Tenga cuidado, amigo —dijo pronunciando despacio cadapalabra—. No sabe con quién sepuede encontrar.

—Dígamelo usted —casi leordené. Reconozco que tener aCherinos y a Escalante en la misma

habitación ayudaba a que mevolviera más osado—. ¿Qué pasaríasi sus socios supieran que el condelleva dos años muerto?

—¿Y qué pasaría si la lunacayera sobre el mar? —escupió élpara dar por zanjado el asunto—.Señora, si no manda nada más,estoy cansado.

Vecino desvió la vista al sueloy amagó un saludo que fue unaparodia del que había ejecutado alllegar. Luego se giró dando laespalda a la condesa y se quedóplantado frente a Cherinos y

Escalante, que le cerraban el paso.Los escuderos miraron primero aMicaela, pero como ella no dijonada me miraron a mí. Les hiceseñal de que lo dejaran salir.Arrastrando los pies se abrieron aambos lados de la puerta y loacompañaron a la calle.

En cuanto estuvimos solos, aMicaela se le doblaron las rodillas ycayó a cuatro patas sobre laalfombra. Con las manos

separadas, empezó a jadear como sino hubiera aire bastante en laciudad. Yo me acerqué atento a queno nos sorprendieran, me senté enel suelo junto a ella y apoyé sufrente en mi cuello. Su hálitocaliente me inundó el pecho.

—Voy a denunciarlo a losalcaldes de Casa y Corte —murmuró con rabia contenida—.Pagará por lo que ha hecho. Seráhijo de la gran puta…

Esperé, esperé hasta que elritmo de su respiración volvió a sernormal antes de decir con la mayor

dulzura que pude:

—No puedes hacerlo, miamor, y lo sabes. Tú misma seríassospechosa. Todos creerían queeres cómplice, o algo peor.

—¿Cómplice? Pero ¡qué ganoyo con todo eso!

—Tendrías que demostrar tuinocencia, y con el asunto de tumarido muerto…

—¿Tengo que aguantarme?¿Es eso? ¿Quieres decir que metengo que callar? ¿Soportar que esemiserable me robe y me chantajee?

—Aún no lo sé, Micaela, perodeberíamos investigar antes detomar ninguna decisión. Al menos,averiguar a quién rinde cuentas. Elúnico momento en que le he vistodudar ha sido cuando hemoshablado de sus socios. Creo que lesteme.

—Aunque los encontráramos,¿crees que se pondrían de mi parte?

—Puede que no les gustesaber que los han estadoengañando y que sean máscomprensivos con tus veleidades deviuda que la justicia del rey.

Micaela sonrió débilmente. Seincorporó despacio y posó un besoen mis labios.

—Siempre me haces reír,Isidoro. Creo que por eso meenamoré de ti.

Le devolví el beso y sequé unalágrima de su mejilla con la yemadel pulgar. Me enterneció verla tansola, tan inerme. Me pareció quetenía en los brazos a una mujerdiferente de la que estabaacostumbrado a tratar. La Micaelaque yo conocía no derramabalágrimas, no dudaba ni se

descomponía, dirigía a sushombres como un mariscal decampo, pero reconozco que estanueva Micaela no me desagradabaen absoluto, incluso diría que suslabios eran más dulces y carnosos y,quieras que no, mi autoestima sevio reforzada al consolarla.

—¿Qué propones que haga?—peguntó con inocencia.

Me sentí importante.

—¿Quién más puede estarrelacionado con la plata?

Micaela alzó tímidamente los

hombros.

—¿La ceca? ¿Don Tomás?

Se refería al director de la cecade Burgos, un funcionario de laCorona.

—No creo —respondí—.Carece de oportunidad y demedios. No sé cómo podría… Encualquier caso, iré ahora mismo ahacerle una visita. Pero el capitándel barco habló de los aduaneros¿no?

—Dijo algo de la línea deflotación…

—Que siempre cobrabanporque sabían cuándo descargabanmercancía de los barcos por ladiferencia en la línea de flotación.Eso los de Sevilla, que cobran porhacer la vista gorda, pero los quedeben de llevarse el gato al aguason los del norte, los de Pasajes, deBilbao o donde lleven la plata decontrabando. Ése puede ser unbuen principio. Mañana mismo meentero de quién tiene la concesiónde esas aduanas, ¿de acuerdo? —propuse como si con eso quedaratodo resuelto.

Le alcé suavemente la barbillacon dos dedos y estampé otro besoen sus labios antes de que Lluïsaanunciara que el asado de liebreestaba listo. No esperé a probarlo.Cogí el libro de contabilidad quehabía traído el mexicano y, tal ycomo había dicho, me fui a la ceca acomprobar los depósitos.

La casa que había arrendadola condesa estaba en el arrabal de laVega, al sur de la ciudad y separado

de ésta por el río Arlanzón. Nadamás salir caminé en dirección a lasagujas de la catedral que asomabana lo lejos sobre los chopos, rodeé elpalacio de los Butrón y remonté elcurso del río por la linde de lashuertas hasta la cabecera delpuente de San Pablo. Desde allí sedistinguía la columna de humo delos hornos de la Casa de la Moneda,que ascendía vertical desde elcentro del caserío. Crucé el puentemirando a ambos lados conaprensión. Era tan estrecho yendeble que no podían pasar los

carros, y había oído tantas historias,me habían contado que se habíahundido tantas veces, que no podíaponer un pie en él sin calcular lacaída. Eso en Madrid no pasaba. Elrey se había asegurado de construirun puente firme y amplio; yademás, para aquilatar riesgos,había ordenado quitar el río.

Crucé sin prisa la plaza delMercado Mayor casi vacía, y seguípor la calle Comparada al pie delpalacio del Condestable, ese quellaman del Cordón por el relieve delcíngulo franciscano que recorre su

fachada. Al llegar a la calle de SanJuan giré a la izquierda y me detuveun momento sobre el puente de laesgueva de la Moneda paraobservar la débil corriente que losurcaba. Apenas había llovido enlos últimos meses; el caudal parecíaun hilo de orín y exhalaba unpegajoso olor a fango. Desde allíalcanzaba a ver las dos puertas dela Casa de la Moneda: la pequeñalateral, por donde en aquelmomento entraban un par de tiposcon sacos de peltre; y la principalen la misma calle de San Juan, dos

poderosas hojas de madera deroble y nogal adornadas con losescudos reales dorados y unaaldaba en forma de corona.

Me coloqué con aplomo bajoel escudo del frontón enmarcadocon el Toisón de oro e hice sonar laaldaba. Tres golpes. Desde lapuerta ya se percibía el murmulloprocedente de los muelles de lasforjas y el golpe rítmico del martilloal caer sobre el cuño. Un hombrearmado me franqueó el paso, y otrome acompañó hasta el primer piso,junto al Aposento del Tesoro,

donde tenía el despacho donTomás.

El director era un hombredelgado, de tez cerosa y macilenta yaspecto agrio, pero de trato cordial.Cuando llegué hizo que meinstalara cómodamente, y semantuvo de pie a mi lado y ensilencio, con dos dedos apoyadosen el borde de la mesa, mientras yorepasaba y comparabatranquilamente los documentos enlos que se especificaba la cantidadde plata recibida, su procedencia, elpropietario, el peso de cada lingote

y su equivalencia en monedaacuñada de curso legal. Todocuadraba al real con el libro delindiano.

Cuando llegué al balance finalno pude evitar un pequeñorespingo.

—¿Algún problema?

—Ninguno, don Tomás —dijeleyendo de nuevo el total delbalance. La cifra que allí constabaera cuarenta y tres mil escudos, unafortuna, una cantidad que equivalíaa casi las dos terceras partes de las

rentas anuales de la condesa. Seríaun enorme motivo de alegría si nosignificara también que el valor delo robado al precio oficial ascendíaa veinticinco mil ochocientosescudos. Era una cantidad difícil dedigerir.

Firmé el acta de entrega y medespedí con tanta prisa de donTomás que lo dejé con la palabra enla boca. A pesar de la hora que eraaún no había comido, pero en vezde hambre sentía un acuciantedeseo de encontrar un hilo al queagarrarme para emprender la

búsqueda de los socios de Vecino.Con esa idea corrí en busca dequien yo sabía que me podíaorientar en el asunto de lasaduanas.

Muchos alcaldes de Casa yCorte habían llegado desde Madridcon sus cuadrillas de alguacilespara encargarse de los alojamientosy velar por la seguridad de la Corte.Uno de esos alguaciles era miamigo Fadrique, camarada de

armas en el sitio de Ostende, quiendesde hacía más de un mes vivíajunto a otros muchos compañerosen el viejo castillo de la ciudad.Habían llegado contentos con lapromesa de ocupar unashabitaciones que fueron residenciareal, pero nadie se había molestadoen aclararles que eran de cuandolos reyes usaban espada y broquelpor almohada, y las humedades, afalta de tapices, decoraban losmuros sin enlucir.

Mis pisadas resonaron en elsuelo empedrado, y un grupo de

niños interrumpieron su partida detabas para verme pasar.

Por aquellos días el castillo deBurgos se había convertido enfábrica de pólvora y su alcaidetitular era el duque de Lerma, queen todas las ollas mete la cuchara.Aunque Su Excelencia no hubiesepuesto nunca el pie allí y no supierani de qué color eran las puertas quehabía jurado defender, de la rentano se le escapaba ni un ardite.

Uno de los soldados delcuerpo de guardia me acompañóarrastrando los pies hasta el ala

donde habían relegado a losalguaciles, unas habitacionespegadas a los molinos de pólvora,sitio poco seguro, aunque desde elverano no había estallado ninguno.De allí me reenviaron a un mesónpróximo a la puerta de San Martín,en los alrededores de la alhóndiga.Encontré por fin a Fadriquecomiendo algo antes de retirarse adescansar después de otro día largoy pesado bregando con borrachos ytahúres. Pedí un vaso de vino y mesenté con él en un discreto aparte.

Sin entrar en muchas

explicaciones, le pedí un contactocon alguien relacionado conaduanas o con quien otorgaba losnombramientos. Preguntó Fadriquea otros compañeros suyos queestaban en el mesón y al finalsurgió el nombre de Miguel deIpeñarrieta, secretario del Consejode Hacienda.

—Ten cuidado de dónde temetes, esos puestos siempre soncomprometidos.

—¿Demasiados intereses?

—Ipeñarrieta fue nombrado

secretario por el duque de Lerma, ydicen las malas lenguas que lo pusoen ese puesto para controlar aFernando Carrillo.

—¿Quién es Carrillo?

—El presidente del Consejode Hacienda.

—¿Carrillo es enemigo deLerma?

Fadrique miró a ambos ladosy se volvió discretamente paraechar un vistazo por encima delhombro.

—¡Cómo no lo va a ser! —

murmuró—. Es un hombrehonrado —farfulló en un suspiro—.Fue el juez que se encargó de metera Franqueza en la cárcel.

Vaya, me dije, el antiguopatrón del marido de Micaelatambién aparece por aquí. Puedeque, en efecto, sea éste el buencamino.

—¿Dónde puedo encontrar aese Ipeñarrieta?

—En el colegio de SanNicolás. Está allí instalado junto aotros muchos covachuelistas.

Aquello parece un sótano delAlcázar de Madrid.

Dejé pagada otra ronda paraFadrique y sus compañeros, y bajéhasta la muralla para seguir acontracorriente el cauce de laesgueva de Santa Gadea.

En aquellos días, infinidad demendigos venidos de todos losrincones de la Península inundabanlas calles de Burgos, y muchoshabían encontrado en el desordenen que estaba sumida la ciudad unainesperada fuente de ingresos. Sintregua, un ejército de andrajosos se

ofrecían de lazarillo a todo el quepasara junto a ellos con cara dedespistado. ¿El palacio tal? ¿Casade Menganito? ¿Dónde paraFulanito? Yo vestía la librea nuevade la Casa de Cameros; parecíaalguien y durante todo el trayectome fueron saliendo al paso comopolillas atraídas por la luz.

Llegué a casa muy excitado. Eldía había sido largo y necesitabapensar con tranquilidad sobre todo

lo que había sucedido, pero entrelas sombras del zaguán aún meesperaba una última sorpresa.

—Don Izidodo, le he dicho quevodviera mañana, pedo…

—No te preocupes Germán,está bien. ¿Qué tal, Uriarte? Mealegro de verlo. ¿Ya está todo elcalzado? —pregunté señalando lossacos que había junto a él.

—Todo, señor Isidoro,veintisiete pares de zapatos nuevosde terciopelo y otros tantos debotas de cordobán y baqueta.

—A ver las mías.

El hombre sacó dos botas decaña alta hasta el muslo dobladas ala altura de la rodilla. Me senté enel banco y el muchacho me ayudó acalzármelas. Di dos patadas alsuelo para encajarlas bien y lasmiré orgulloso. La piel era fina ysuave, y olía a cuero bien curtido.

—Perfecto, dame la cuentaque yo haré que te lo paguencuanto antes.

—¿No está la señora? —preguntó él tímidamente—. Me

gustaría que viera el trabajo quehemos hecho.

Lo miré con hastío. No habíaproveedor que no tratara de ajustardirectamente con la señora; lasabían más blanda que yo yconfiaban en que ella no regatearíasus precios ni buscaría rebajas.

—No. La señora tiene muchoque hacer para andar ocupándosede los zapatos de sus criados. Túprepara la cuenta con el precio queacordamos y te aseguro quecobrarás pronto.

Uriarte se fue rezongandocomo si le hubiera robado el pan.

Subí para ver aunque fuera uninstante a Micaela, pero Lluïsa medijo que hacía mucho que se habíaacostado y que ya estabadurmiendo. Desde hacía unos díasMicaela se acostaba con las gallinas,y me extrañaba porque a ellasiempre le había gustado prolongarconmigo las veladas hasta lamadrugada, charlando o leyendo. O

haciendo el amor. Todo elcansancio del día se me vinoencima de golpe, el cansancio y elhambre. No había comido nadadesde el desayuno, así que bajé a lacocina con la esperanza de queMaría me hubiera guardado algodel mediodía. En efecto, sobre laencimera de mármol había un platocubierto con un paño, pero no setrataba del anunciado asado deliebre, sino de un delicioso civetcon arroz. Metí la cucharadispuesto a comérmelo tal cual,pero en ese momento María se

asomó a su reino y me sacudió conun paño en el hombro.

—Quite, quite…

Sin más discursos me arrancóel plato de las manos, vertió elcontenido en un cazo, le añadió unpoco de agua, abrió las ascuas y lasavivó con un par de astillas.Mientras se calentaba la comida,sacó una rebanada de pan y unbuen vaso de vino.

2 de octubre

Encontré a Micaela sentada en eljardín trasero del palacio. Seacababa de lavar el pelo con lejía y

estaba de espaldas al tibio sol de lamañana, con un gran sombrero depaja con agujeros por dondeescapaban finos mechones decabello antes de abrirse alrededordel ala. Sobre su regazo descansabaun ejemplar manuscrito perolujosamente encuadernado de Lavida del Buscón llamado don Pablos,regalo de su amigo el conde deLemos.

Me acerqué hasta ella con elbufete para que firmara una cartadirigida a Ipeñarrieta solicitandouna entrevista urgente en su

nombre. Una vez rubricada ysellada se la entregué a un lacayocon instrucciones de presentarsevistiendo la librea nueva y de noregresar sin respuesta.

El resto de la mañana lopasamos en el jardín. Le di lasbuenas y las malas noticias de laceca, leímos en voz alta durante unrato las aventuras del buen donPablos y el dómine Cabra yrevivimos una y otra vez lasconversaciones con el capitán delMariana y con Cosme Vecino. Pormás vueltas que le dábamos,

seguíamos tan a oscuras como alprincipio.

Después de comer regresó ellacayo con la respuesta deIpeñarrieta, citándome para esamisma tarde. Apenas leí la nota mepuse en marcha. Me despejé unpoco con agua fresca, me calcé lasbotas nuevas y me despedí deMicaela prometiéndole volver conalgo más que suposiciones.

La tarde era propicia para elpaseo. El sol no llegaba a calentar,pero el cielo resplandecía limpio denubes y soplaba una ligera brisa

templada. Caminé despacio hacia laplaza de la Vega, y en diez minutosme planté en el colegio de SanNicolás. Dos alguaciles guardabanla puerta, así que tuve que esperaren el zaguán a que un muchachocon beca roja, uno de los pocosestudiantes que se habían quedadoen el centro tras la invasión de laCorte, informara de mi presencia alseñor secretario. Mientrasesperaba, me entretuve siguiendolas líneas de ojivas de la bóveda delzaguán.

Volvió el chico a la carrera con

las mejillas encendidas, informó alos guardias de que el señorIpeñarrieta me esperaba y meindicó que le siguiera. Cruzamos elclaustro silencioso y tranquilo —sólo había un hombre junto a lafuente central con un libro entre lasmanos— y subimos al claustro alto,donde estaban el refectorio y lasaulas de enseñanza. Dos tipos queocupaban los bancos de piedra dela ventana del descansillo de laescalera interrumpieron laconversación hasta quedesaparecimos de su vista. Flotaba

en el ambiente el mismo aire dedesconfianza que en lascovachuelas del Palacio Real deMadrid. Aquellos hombres llevabanla Corte en las venas.

Yo conocía el edificio porquefue de los que estuve considerandocuando vine a alquilar un palaciopara la condesa y, quizá por eso,aprecié mejor el cambio sufrido enlas habitaciones que veía al paso.En las paredes donde un mes antescolgaba a lo sumo una pequeñaimagen de devoción, ahora lohacían preciosos tapices y

guadamecíes pintados; donde habíasólo un arca de pino, ahora se veíanbufetes, escritorios y mesas denogal. Incluso los sencilloscamastros de medio mástil ycobertor de paño pardo habían sidosustituidos por camas conpabellones y cortinas y sábanascuajadas de randas. En su día yodeseché el colegio porque noresultaba adecuado para nuestrasnecesidades, pero como decíaFadrique, aquel montón decovachuelistas lo habían convertidoen un nuevo pabellón del Alcázar

de Madrid.

No pude evitar asomarme alantepecho del claustro alto paratener una perspectiva del conjunto,pero el muchacho notó que medemoraba y se giró para metermeprisa.

—¡Vamos, señor, vamos!

Ipeñarrieta me esperaba en labiblioteca que ocupaba el ánguloopuesto a la escalera, sentado enuna silla negra sobre una gruesaestera de sarga. Aunque la salaestaba en penumbra, una lámpara

de aceite le iluminaba el rostroafilado. Tenía el hombre tanta caracomo frente, los ojos negros ydiminutos y las orejas grandes ydespegadas. Sin moverse del sitiome invitó con un gesto a ocupar lasilla vecina.

—Es un placer atender a lacondesa de Cameros. Usted diráqué asunto tan urgente le trae a midespacho.

—Verá, se trata de impuestosy movimiento de mercancías. Lacondesa le estaría muy agradecidasi usted le pusiera en contacto con

la persona que gestiona los puertos.

Ipeñarrieta me miróimperturbable, no se le movió ni unmúsculo.

—Pero antes que nada —dijemaldiciendo mi torpeza por haberdescuidado el protocolo—, lacondesa me ha encargado decirleque le envía muchos recuerdos desu marido, don Fernando, y leruega que acepte este pequeñorecuerdo.

Saqué de bajo la capa unapequeña bolsa de terciopelo con un

dije de oro que el secretario sostuvoen la palma de la mano.

—Transmita miagradecimiento a la señoracondesa. Y dígame, ¿de qué puertoshabla? —preguntó aguzando losojos.

—Los del norte.

—¿De mar o de tierra?

—Los de mar —aclaré—. SanSebastián y Pasajes, sobre todo.

Me miró con extrañezaarrugando su inmensa frente.

—Los puertos de mar delnorte no pagan impuestos —respondió como si temiera estarsiendo víctima de una preguntatrampa.

—¿Y eso?

—Alaveses, guipuzcoanos yvizcaínos gozan de total exenciónfiscal para los productos recibidosen su territorio por mar y sobre lospropios que salgan hacia Europapor sus puertos.

—¿La Corona no cobra nadapor lo que entra en la Península por

esos puertos? —insistí incrédulo.

—Nada de lo que se queda enVizcaya, Guipúzcoa o Álava. Sientra en Castilla o Navarra cobra elllamado «diezmo del mar», peroeso es en los puertos secos deVitoria, Orduña y Valmaseda.

—¿Está seguro? ¿Unamercancía puede entrar y salir dePasajes, Bilbao o San Sebastián sinpagar ningún arancel?

—Eso es —afirmó Ipeñarrietasorprendido de que insistiese.

—¿Quién tiene ahora la

concesión de los puertos secos?

Ipeñarrieta pareció relajarseun poco. Enlazó los dedos y apoyóla barbilla entre los índices y lospulgares. Me dio la sensación deque se había dado cuenta de quemis preguntas no ibanencaminadas a sacar ningún traposucio que le atañera directamente ya partir de ese momento laconversación fue algo más fluida.

—Creo recordar que desdehace años los administra O avioCenturión, aunque hay algunos enmanos de conversos portugueses —

dijo torciendo el gesto.

—Y eso no es de su gusto —aventuré.

—Son basura, señor mío —dijo en tono despectivo—. Hacetiempo que lo vengo diciendo, peroya lo tengo por una causa perdida.Esos conversos portugueses sonparte del ejército secreto holandés.

Me sonreí, pero me esforcé enque no se notara. El secretariohablaba muy en serio y el rosarioque asomaba enrollado en sumuñeca avisaba que no era ése un

tema con el que le gustara bromear.

—Parece un poco difícil decreer —aventuré.

—No entiendo por qué.¿Recuerda usted el decreto deexpulsión de los moriscos? Teníanque irse de España con lo puestodejando aquí todos sus bienes, peroellos convirtieron sus posesiones enmoneda y joyas y luego contactaroncon esos conversos para que lesayudaran a sacar sus tesoros. Y vayasi lo hicieron. Sobre todo, los queviven en Bayona y San Juan de Luz.Ésos son los peores, porque hacen

de puente con los conversos yjudíos de Amsterdam, que sonquienes luego financian a losejércitos de Mauricio de Nassau.

Asentí. Dicho así no sonabatan descabellado como me habíaparecido al principio.

—¿Y sabe usted dónde podríaencontrar a don Ottavio Centurión?

Me miró de nuevo con esaexpresión de desconcierto del iniciode nuestra charla.

—En Génova, supongo —dijosin mucha convicción.

Dejé a Ipeñarrieta con lasensación de haber perdido eltiempo. De poco me valía saberquién tenía la concesión de lasaduanas del norte, y no sólo porquefuera genovés. Si el São Cristóvãohubiera recalado en esos puertosno habría tenido que pagarimpuestos y, por tanto, no habríatenido contacto con ningún agentede aduanas, a no ser que luego laplata hubiera seguido el caminohacia Castilla por Álava, lo que no

habría tenido ningún sentido.

Para no presentarme anteMicaela con las manos vacías se meocurrió que quizá mi viejo amigoPablo Cimorro, que trabajaba comoagente del banquero genovés Adánde Vivaldo y a quien sabía enBurgos, como todo el que esperabahacer negocios, podría darmealguna información extra sobreO avio Centurión y elfuncionamiento de los puertos.

Salí de San Nicolásdeclinando el día, crucé el río por elpuente de Santa María y seguí laapacible alameda que creceextramuros hasta la puerta de lasCarretas. Mi paso se animó por elviento fresco y húmedo procedentedel río que agitaba los árboles y elpunteo de guitarra que se escapabadel mesón que hay junto a lapuerta. En el entorno había varioscarros cargados con mercancía parael mercado del día siguiente con losanimales aún uncidos. Sus amos searremolinaban en torno a jaques,

putas y jugadores gastándose poradelantado el beneficio de lajornada. Somos una nación detahúres. Siempre nos ha gustadovender la piel del oso antes decazarlo; si lo hace el rey, empeña alos genoveses la flota de plata delas Indias y nuestro futuro y, si esun hortelano, arriesga la cosechaentrante y hasta la familia en elvuelo de unos dados.

Tarareando la música entré enla ciudad bajo el palco de losfestejos.

La ciudad de Burgos se

extiende hacia oriente por la faldadel cerro de San Miguel, de modoque en sus calles se hace de nochebastante antes que en el campocircundante. A aquellas horas, unasombra fría caía sobre la plaza delMercado Menor, donde las pilas demadera empezaban a tomar formade barrera y las gradas se alzabanhasta los balcones de los primerospisos cegando los soportales. Todoel mundo esperaba que las fiestasfueran un éxito y que acudieragente de las cuatro esquinas deEspaña, que era como decir del

mundo. En el lienzo ya terminado,unos trabajadores pintaban elescudo del rey.

Me detuve ante un charlatánque había logrado atraer la atenciónde un nutrido grupo de vecinos.GUIDO MARDONES. MÉDICOPOR LA UNIVERSIDAD DE LAARGAMASILLA, rezaba el cartelónque colgaba de una pértiga a suespalda. Los remedios que vendíaestaban expuestos en dos cajas concarteles. En uno poníaPELOTILLAS DE JABÓN DEMANOS, y en el otro PITRÓLEO.

Este segundo cartel contenía untexto aclarativo: «Cura lasenfermedades del estómago,garganta y piel, y su uso en lavativalo convierte en un purgante sinigual». En mi opinión, el talMardones pecaba de ingenuo alsuponer que en la primera caja nohacía falta un texto similar queexplicara el uso del jabón, y quizápor eso había vendido másbarrilitos de cobre estañado quepelotillas.

Cuando llegué, don Guidotenía sentado a un voluntario de

cara al público enseñando losdientes como un perro enfadadomientras él cantaba las excelenciasde su blanqueador dental.Entretanto, se envolvió dos dedosen un trapo oscuro, lo empapó conel líquido milagroso y frotó elinterior de la boca del incauto. Eljoven, jadeante, se enjuagó yescupió un buche de agua tan rojaque pensé que le había desolladolas encías. Sin embargo, no teníaheridas y, en efecto, los dientesparecían más blancos. Espoleadopor el ambiente compré un frasco y,

contento, me dirigí a los soportalesde las platerías nuevas. Todashabían cerrado ya, pero busqué lanúmero siete e hice sonar la aldaba.

—¿A quién busca? —gritó unavoz desde un ventanuco superior.

—A don Pablo Cimorro.Tengo entendido que está alojadoen esta casa.

—Un momento —dijo la voz ycerró la ventana.

Pasados unos minutos oícorrerse los cerrojos de la puerta.La vivienda del platero estaba

situada en la primera planta deledificio, pero me abrió un criadoque me hizo esperar en el despachosituado en la planta baja. Meentretuve con los libros de santosque había sobre un anaquel y losdibujos que, a modo de catálogo,adornaban las paredes. Olía a ajofrito y col hervida. Sentí hambre yempecé a pensar en dónde cenar encuanto saliera de allí.

El propio Cimorro bajó abuscarme al taller. Debía dehaberlo sorprendido en plena siestadel carnero mientras preparaban la

cena, porque tenía los ojos un pocohinchados y los pelos de lacoronilla de punta.

—Isidoro, ¿cómo estás? —dijoestrechando mi mano—. Sube, porfavor. —Me invitó solícito aunqueun poco forzado, supuse queporque no era su casa.

En el salón de la vivienda, sinembargo, el anfitrión me recibiócon la mejor de sus sonrisas y almomento nos ofreció amablementesu despacho para que pudiéramoshablar con comodidad. Él mismonos condujo hasta la cámara,

ordenó encender la chimenea y quenos llevaran una bandeja con dosvasos de vino. Mientras los criadoscumplían sus órdenes, Pablo cargódos pipas con tabaco y me tendióuna. Lo agradecí porque cada vezme gustaba más ese hábito deinhalar humo que empezaba ahacerse tan popular en la Corte. Supráctica resultaba relajante yestimulante a la vez, por no hablarde sus indudables cualidadesterapéuticas para revivir ahogados.No hacía mucho yo mismo habíasido testigo de cómo un reputado

galeno intentó salvar a unoinsuflándole humo a través de uncanuto insertado en el sieso. Elrescate fracasó porque el infeliz sehabía ahogado en espíritu de vino,que si llega a ser agua, dijo elmédico, el humo del tabaco lohabría sacado adelante aunquehubiera llevado, como era el caso,varias horas muerto.

—¿Qué tal la familia, Pablo?¿Cómo está Mariana? ¿Y los niños?—pregunté con verdadero interés.La última vez que los había visto sepreparaban para trasladarse a

Flandes, dado que la tregua habíaabierto en aquellas tierras nuevasposibilidades de negocio para losbanqueros.

—Bien, bien, gracias. Están enAmsterdam. Yo voy y vengo cuandopuedo.

Pablo parecía cansado, teníaojeras y la mirada un poco perdida.

—Te veo preocupado. ¿Vanbien los negocios?

—Con altibajos, ya sabes —dijo pasándose la mano por su pelorubio y ondulado. Lo miré

despacio. En realidad no sabía muybien a qué se dedicaba, fuera deque era banquero y que anualmenteme liquidaba los intereses delcenso heredado de mis padres queél administraba—. Hemos tenidoalgunos problemas con laexpedición de una flota holandesaen la que participábamos.

—¿Qué mercancía?

—Sal.

—¿Tú inviertes en esos viajes?

—El dinero no tiene bandera—dijo sonriendo entre dientes—.

Es tan mercenario como lossoldados del rey.

—¿De qué salinas hablamos?

—De Punta Araya.

—¡Punta Araya! Eso está en elCaribe, ¿no? ¿No tienen prohibidolos barcos holandeses comerciarcon las Indias?

Cimorro inhalóprofundamente una bocanada dehumo y la fue soltando muydespacio mientras hablaba.

—Eso no está claro —dijo,molesto—. Teóricamente, las

Provincias Unidas tienen prohibidocomerciar con las colonias, pero enPunta Araya no hay unasentamiento fijo de la Corona, asíque a todos los efectos es territoriovirgen.

—Entonces, todo se arreglará—dije intentando pareceroptimista.

—Lo dudo. Fajardo hahundido el barco a cañonazos.

—Vaya. Lo siento —dije pococonvencido. Me caía bien elalmirante Fajardo.

—Ya poco importa. Pero,dime: ¿qué te trae por aquí?

—Venía a preguntarte por unode tus colegas: Ottavio Centurión.

—¡Coño! —se le escapó—. Yno uno cualquiera. ¿Qué tienes conél?

—Nada, es sólo curiosidad.

Se quedó pensativo. Eraevidente que nadie iría a molestarlea esas horas para preguntar porCenturión por mera curiosidad,pero sabía esperar.

—Centurión es uno de los

grandes asentistas de la Corona. Nosé cuántos millones de escudos haprestado al rey, pero en estemomento yo diría que es elbanquero más influyente, si es loque quieres saber.

Sentí que cada una de esaspalabras era un clavo en mi ataúd.

—¿Lo conoces?

—No personalmente, pero sí,claro que lo conozco. ¿Has oídoalguna vez la expresión «cuandogenovés veo, hombre de bien noveo»?

Sonreí.

—Tú también trabajas para ungenovés —le dije mordaz. El dichode la paja en el ojo ajeno siguevigente, y temo que seguirá por lossiglos de los siglos.

—Sí, pero la frase se inventópara don O avio Centurión —afirmó rotundo.

Sonreí, aunque no pensé quelo dijera en serio. El odio a losgenoveses estaba demasiadoextendido, y no sólo entre el gremiode los banqueros. Yo creo que se

debía en gran parte a la envidia dever cómo esa pequeña Repúblicahabía conseguido enriquecerse acosta de los demás. CuandoAmbrosio de Spínola tomó elmando del ejército que sitiabaOstende llevó a muchos genovesescon él, y todos los veteranositalianos bromeaban, sobre todosus vecinos milaneses, con elcarácter de los recién llegados y desu ciudad: «Uomo senza fede, donnasenza vergogna, mare senza pesca,montagne senza legni», decíancargados de desprecio y no pocorencor.

—¿Tienes algo que ver con susnegocios?

—¿A cuáles te refieres?

—Las aduanas, por ejemplo.

—No.

—¿Es un ladrón? —preguntéanimándome.

Pablo se sorprendió por lapregunta, chupó de su pipa y pensódespacio la respuesta.

—Es un buen conocedor de laley…, y de sus carencias.

—Me han dicho que tiene los

derechos de las aduanas del norte,de los puertos secos.

—Sí, él y sus socios.

—¿Y es un buen negocio?

—Ya lo creo, y más todavía sison tuyas las mercancías que entrany salen por esos puertos.

—¿Centurión sacamercancías?

—¡Anda, claro!

—Pero ¿no es banquero?

—Isidoro, si voy a tener queexplicarte todo desde el principio

—dijo con la sonrisa torcida—,vamos a pasar aquí la noche.

—Resume lo que quieras, perohaz que lo entienda.

—Está bien —dijoremoviéndose en la silla—. Imaginaque la Corona necesita dinero parahacer frente a sus gastos y pide unpréstamo a un banco. Comogarantía de pago pone los ingresosque tiene previstos en distintosconceptos: la plata de Indias, lasaduanas, las cosechas… El bancoadelanta el dinero descontando unacantidad en concepto de intereses,

y luego se hace cargo de larecaudación del importe de ladeuda.

—Por ahora te sigo.

—Pasado el tiempo, elbanquero ha cobrado su dinero,pero se encuentra con que hay unaley que sólo permite sacar deEspaña una cantidad mínima deplata.

—Lo sé, para controlar el valorde la moneda.

—Exacto. Puedes imaginar elproblema que eso nos plantea a los

asentistas. —Se le escapó el plural—. Tenemos que encontrar el modode sacar esa plata.

—¿Tan difícil es?

—Es complejo, no difícil. Hayvarias vías, pero la más práctica yhabitual es convertirla en materiasprimas, sobre todo lana, y nadie lohace mejor que Centurión. Es unexperto y controla todos los canales.Lo que obtiene de la plata de Indiaslo invierte en lana de Castilla, quevende en Holanda y Alemania.

—Y así recupera la moneda —

dije, pensativo.

—No sólo moneda. Parte delos beneficios los cobra en bocacíes,fustanes, bayetas, arpilleras ygamuzas que luego mete en Españapor los puertos secos de Vitoria yNavarra con pasaporte falso.

—¿Cómo pueden tenerpasaporte falso las mercancías?

—Antes de la tregua adquiríapaños baratos de Holanda, dondeestaba prohibido comprar, y lostraía diciendo que eran franceses.

—¡Qué listo, el hijoputa!

—Un artista. Con cadaoperación multiplicaba su capital.Los beneficios eran enormes, demodo que cada vez que la Coronanecesitaba dinero para una nuevacampaña, era el primero en acudiral rescate.

—Ya veo, pero ¿qué tienenque ver los puertos del norte?Tengo entendido que no paganimpuestos.

—No sólo no paganimpuestos, sino que la Coronapermite que la mitad del precio delas mercancías que entran por ellos

se puedan pagar en moneda deplata y la otra mitad en productoslocales, como sal o hierro. Tepuedes imaginar que no es difícilmanipular los manifiestos de losbarcos cuando eres dueño de lospuertos.

—Y esa plata puede salirentonces libremente.

—Libremente.

—Pero se trata de plata queestá en la Península.

—Sí, claro.

Todo lo que me contaba Pablo

no hacía más que aumentar midesconcierto. Por lo que entendía,aquellos negocios y trapicheos sereferían a modos de sacar la plataque estaba en Castilla, pero notenían nada que ver con la desviadade contrabando. El tal Mego notenía ni idea de lo que decía cuandohablaba de los puertos del norte.

—¿Conoces a algún agente enesos puertos?

—A Matías Amézquita. Él esagente del puerto de San Sebastián.

—¿Lo conoces? —insistí—.

Quiero decir, ¿es amigo tuyo?

—He tratado varias veces conél; pero no, amigo no es. Un tipomuy inteligente.

—Nombrado por Centurión.

—Sí, claro.

—¿Y quién le concedió lagestión de los puertos a Centurión?

Pablo se quedó en silencio,pensativo.

—Pero ¿qué andas buscando?—preguntó muy serio—.Últimamente, siempre que te veo

andas metido en líos, y no sé… Laverdad, no sé si te hago un favorcontándote todo esto.

Dudé si darle explicaciones;seguramente podía confiar en él,pero me mordí la lengua.

—Vamos, Pablo —me limité adecir.

Cimorro suspiró basculandoentre la fidelidad y el deber, o,mejor dicho, qué sería másprudente hacer en mi caso,considerando que era su amigo.

—Está bien —dijo al fin—, tú

sabrás lo que haces. Por lo quetengo entendido, Centurión obtuvoel nombramiento de administradorde las aduanas del norte pormediación de Rodrigo Calderón.

—El marqués de Sieteiglesias.

Mi propia voz me sonódestemplada.

—El mismo.

El vecino de al lado, el hijo delsaqueador que tanto despreciabaVillamediana, el favorito del duquede Lerma. En aquel momento penséque tal vez no fuera ésa la vía

adecuada para librar a la condesadel chantajista. Por allí asomabansombras demasiado largas ycabezas demasiado altas como paraacercarse a peinarlas, aunquepuede que no tuvieran nada que verunos con otros.

Salí a la calle con hambre deasedio. Ya era noche cerrada, demodo que crucé la plaza solitaria yoscura en dirección a la únicaventana en la que se veía un palmo

de luz: el mesón junto a la tiendade pescado cecial. Una docena declientes silenciosos se repartían entres largas mesas flanqueadas porbancos corridos. Ocupé un sitio enel extremo de una de ellas y almomento un tipo con cara adustafue a sentarse enfrente. El dueño,un joven de sonrisa afable, barrigaredonda y dura y pies planos, seacercó a nosotros con unparsimonioso andar de ánade paraofrecernos una ración de su únicoplato: bacalao al ajo, pan y vino. Yoencargué el lote completo, pero el

otro se contentó con el vino.

—Usted es IsidoroMontemayor, ¿verdad?

Abstraído como estaba enrepasar todo lo que me habíancontado a lo largo de la tarde, mesorprendió que el recién llegado medirigiese la palabra. ¿O no me habíahablado a mí? Lo miré indeciso.

—Digo que si es usted IsidoroMontemayor —repitió mirándomea los ojos.

Me puse en guardia. Antes decontestar lo estudié detenidamente.

El sujeto rondaba la cincuentena,tenía un ojo medio cerrado yllevaba en la cabeza un pañueloatado a la nuca y en las manos finosguantes de tafilete muy sobado. Apesar de ello, tenía aspecto decaballero; el sombrero que habíadejado sobre el banco iba cargadode plumas de avestruz, el jubón erade terciopelo, el coleto de ante teníaremates de cordobán y la capa eralarga y de buen paño. Además, semantenía sentado de frente, con loscodos apoyados en la mesa y lasmanos a la vista, lejos de las armas

que antes había notado que llevabaa la cintura. Su actitud no eraagresiva, así que respondí.

—¿Quién lo pregunta?

—Me llamo José LópezMadera. Soy alcalde de Casa y Corte—dijo con una voz que de puro rotay profunda resultaba cálida.

El corazón se me disparó, ysentí calor en la cabeza.Tranquilízate, Isidoro, me dije, esimposible que sepa nada de laplata; nadie ha ido todavía a lajusticia, no hay pruebas de nada.

—¿Nos conocemos? —pregunté intentando aparentar todala normalidad que pude.

—Soy amigo de Ipeñarrieta —dijo rascándose la cabeza bajo elpañuelo con la palma de la manoenguantada—. Don Miguel me hahablado muy bien de usted.

Si lo dijo para tranquilizarme,fracasó. No hacía ni tres horas quehabía dejado al secretario deHacienda y ya me enviaba a unpodenco para seguirme el rastro. Elasunto era cuando menos molesto,si no peligroso. Si había algo de lo

que podía sentirme orgullosodespués de tantos años en la calleregentando un garito —de esto creoque ya he hablado en otra ocasión— es de haber logrado pasardesapercibido para los alcaldes deCasa y Corte, pero parecía que esose había acabado.

—Lo dudo —dije con firmeza—. No me conoce de nada.

El hombre me enseñó losdientes en un gesto amistoso.

—Tampoco a mí, la verdad.

A pesar de lo extraño de la

situación seguía sin sentir amenazaalguna; al contrario, empezaba apicarme la curiosidad.

—¿Entonces…?

Llegó el mesonero con lo quehabíamos pedido, lo sirvió conbrusquedad y se fue al instante aatender a otros recién llegados. Unaroma intenso a ajos fritos se alzóentre los dos como un muroinvisible.

—Hummm. Huele demaravilla —dijo López Maderasirviéndose un generoso vaso de

vino.

—¿Usted no come? —me sentíobligado a preguntar.

El otro negó con la cabeza.

—Ya quisiera. Tengo queseguir un régimen estricto: gallinaguisada, caldos de ave, pistos,huevos pasados por agua,tortillas…

—¿Está enfermo?

—Algo así.

—Y hace caso al médico —dijeirónico.

—¿Para qué pagarle si no?

Empecé a comer con ganas yél a mirarme en silencio mientrasbebía pequeños sorbos de vinoechando la cabeza hacia atrás comouna gaviota engullendo un pescado.El tipo seguía con los guantespuestos, y su compañía empezó aresultarme un poco incómoda. Mequedé mirándolo fijamente.

—Aún no ha contestado mipregunta —murmuré—. ¿Qué tal siempieza por decirme quién esusted?

—Me llamo López Madera, yase lo he dicho.

Hice un gesto con la cucharapara que siguiera hablando.

—Estoy a las órdenes de donFernando Carrillo.

Asentí como si lo conociera,aunque en realidad sólo sabía de éllo que me había dicho Fadrique:que era el presidente del Consejode Hacienda, que era un hombrehonrado y que no era parcial deLerma, lo que debía de causarle nopocos dolores de cabeza.

—¿Con qué objeto? —pregunté suspicaz.

—Me ha encargado investigarla desaparición de un empleado dedon Rodrigo Calderón, un talFrancisco de Juara.

¡Rodrigo Calderón! Vaya, medije, otra vez Calderón;últimamente no puedo dar dospasos sin que aparezca su nombre.¿No me había contado Fadriqueque Carrillo fue el juez que metióen la cárcel a Franqueza? Pues no lefaltaba valor para buscarle ahoralas cosquillas al marqués de

Sieteiglesias.

—¿Ha hecho algo malo? —pregunté con indiferencia.

—No, que yo sepa. Pero suhijo denunció su desaparición en lasala de alcaldes de Casa y Cortehace cuatro años.

Sacudí la cabeza de un lado aotro. Si el amigo López Maderapensaba soltarme una apologíasobre la rapidez y eficacia de lajusticia, no podía haber empezadopeor.

—La denuncia había quedado

traspapelada —explicó.

—Ya. Y ¿qué dice Calderón?

—Que él no es guardián desus criados, que hace tiempo quefalta de su casa y que cuandovuelva, si lo hace, se puede irolvidando del puesto que ocupaba.

—Ahí lo tiene. Un criado queha cambiado de aires. No legustaría la paga. Pero ¿qué tengo yoque ver con eso? —preguntéalzando un poco el tono.

—En principio nada. Pero elnombre de Juara aparece en

algunos documentos relacionadoscon la aduana del puerto seco deVitoria, y ayer yo estaba en lataberna cuando fue a ver aFadrique. De hecho fui yo quien leorientó hacia Ipeñarrieta.

Intenté hacer memoria, perono recordé haber visto a aquelhombre en la taberna de laalhóndiga. Tampoco era raro, unsitio tan triste y oscuro y con tantostipos con la cabeza hundida entrelos hombros. Podía haber estado,¿por qué no?

—¿Y me ha seguido desde

entonces?

López Madera bebió un tragolargo de vino sin levantar la cabeza,y de pronto empezó a toser y aboquear con angustia. Me asusté,me quedé inmóvil sin saber quéhacer. Se le veía congestionado; elvino le brotaba por las narices, lemojaba el bigote y chorreaba por labarbilla y el cuello. El mesoneroacudió solícito a golpearle laespalda pero él le hizo seña de quelo dejara tranquilo y, al insistir elotro, lo petrificó con la mirada y ledevolvió un manotazo en el

hombro. Poco a poco se fuecalmando. Cuando recuperó elresuello, se limpió los bigotes y elcuello con los guantes. Así entendípor qué estaban tan sucios.

—No tenía otra cosa que hacer—reconoció con indiferencia.

—¿Cree que yo conozco a esetal Juara? —pregunté, intentandoparecer natural después delespectáculo.

—¿Lo conoce?

Negué con la cabeza.

Hizo una mueca que

pretendía ser una sonrisa.

—Nadie sabe nada. Juaraparece un fantasma, es como sinunca hubiera existido.

—Y qué le hacía pensar queyo…

—Usted trabaja para lacondesa de Cameros… —dijo muyseguro. No era ningún secreto y nome extrañó que lo supiera, así queno dije nada—. Y por tanto para elseñor conde…

—No conozco al conde.

—Bueno… Pero usted está

interesado en los puertos del norte,y los puertos están controlados porO avio Centurión, quien fuenombrado a instancias de donRodrigo Calderón —dijo de corridoy con total confianza—. Y de lopoco que sé de Juara es que eracriado de Calderón y tenía tratoscon Franqueza y Centurión.

No hablamos mucho más.Poco podía añadir yo a lo que élsabía, y él nada a lo que a mí meinteresaba. Pidió la cuenta de losdos al mesonero y pagó antes deque yo terminara de cenar. Le

agradecí el detalle y él se disculpótardíamente por el numerito delvino. «Tengo un pequeño problemaen el paladar», me dijo, y antes deirse me soltó la última perla:

—Tenga mucho cuidado sientra en tratos con don RodrigoCalderón.

—Gracias por el aviso —dijepor cortesía, aunque el consejo erainnecesario. El que come aceitunas,ya sabe que tienen hueso.

Volví a casa con máspreguntas que respuestas, peroanimado por la velada que meesperaba con tantas novedades quecontar.

En la alameda me crucé concuatro jóvenes cargados con hacesde manos de vaca pinchadas enespetones de hierro. Iban cantandoalegres camino de las fraguasdonde churruscarles el cuero parapoderlas vender en el mercado aldía siguiente libres de uñas y piel.Tan pegadiza era la cancioncilla quela seguí tarareando hasta llegar a

casa.

Antes de ir a ver a Micaelasubí a adecentarme un poco y aaplicarme en los dientes mi nuevoblanqueador. Después de frotarmebien la boca con un paño, meenjuagué y escupí el líquido rojo yamargo en la bacinilla. Cualquieraque la hubiese visto habría pensadoque me acababan de sangrar.

Bajé entonces disfrutando deantemano de la sorpresa que se ibaa llevar Micaela cuando viera minueva sonrisa. Imaginé su rostroencendido como había visto los de

la plaza, y tuve que contenermepara no entrar en la habitación conla boca abierta. Micaela meesperaba tan intranquila que mearrepentí de no haber vueltocorriendo a casa en cuanto salí de laplatería. Estaba en ropa de dormircon un chal por encima de loshombros y había cenado sola. Labandeja con los platos sucios aúnestaba en el suelo.

—¡Cuánto has tardado! —gritó arrojándome un cojín a lacabeza—. Por poco envío aCherinos en tu busca. Suelta ya,

¿qué te ha dicho Ipeñarrieta?

Me hizo gracia su enfado. Apunto estuve de enseñarle mideslumbrante sonrisa pero me lareservé para el final.

—Que las aduanas del norteestán gestionadas por un banquerogenovés llamado O avioCenturión.

—O avio Centurión… —repitió frunciendo el ceño.

—¿Te suena?

—Ya lo creo. Un hombre muycallado, muy serio. Hubo un tiempo

en que vino a menudo a comer acasa y, si no recuerdo mal, a vecesen compañía de Calderón.

—Precisamente. Su nombretambién ha salido a la palestra.

—¿Ipeñarrieta te ha habladode Calderón?

—No, no. Él sólo me hacontado lo de Centurión. Luego heido a ver a mi amigo PabloCimorro, el banquero que trabajapara Andrés de Vivaldo, y él me hacontado que Centurión se hizo conla gestión de los puertos del norte

gracias a don Rodrigo Calderón.También me ha hablado de un talAmézquita, que es quien controla laaduana del puerto de SanSebastián.

Micaela apretó los labios ynegó con la cabeza.

—¿Qué tiene que ver en esomi marido? Él trabajaba paraFranqueza, no para Calderón.

—Probablemente haríanegocios con ambos. Y si dices queestuvieron juntos en tu casa…

—¿Tú crees que Centurión y

Calderón tienen algo que ver con elcontrabando?

—No lo sé. Dímelo tú: ¿esposible? Conmigo no tienes queandarte con disimulos, que llevo elpelito corto —dije para tocarle unpoco las narices con el marquesitode Peñafiel—. Sé que conoces biena Calderón. ¿Qué recuerdas de él yde tu marido?

—Lo único que sé es que esmejor no meterse con él.

—Eso también lo sé yo.

Micaela me miró con cara de

lástima. Creo que le daba perezarecordar y, cuando empezó ahablar, lo hizo lentamente.

—En aquella época Calderónera la mano derecha de Lerma y,cuando el duque fue nombradoprimer ministro, a él lo colocó desecretario de la cámara del rey.

—¿Es así como hizo sufortuna? Me extraña, un secretariono tiene acceso a ninguna caja, niadministra rentas. Algo más habría.

—No, Calderón no tratabadirectamente ningún negocio; su

cargo era más de confianza. Creoque su fortuna tuvo que ver con elcambio en la forma de gobiernoque impuso Lerma. Al acaparar loscargos de caballerizo mayor ysumiller de corps, el duque seaseguró de que nadie más que éltuviera acceso directo al rey. Todapetición, ruego o demanda habíaque hacerla por escrito, mediantememoriales debidamenteredactados, y quien recibía esosdocumentos, examinaba sucontenido y los remitía a lainstancia adecuada era el secretario

de cámara.

—Rodrigo Calderón, marquésde Sieteiglesias.

—Imagina el poder que tuvoCalderón en sus manos de repente.

—Nada menos que el destinode toda la nobleza. Vamos, que sinpretenderlo se encontró en elcentro de todo.

—Sobre él giraba la máquinadel Estado.

—Y todo engranaje funcionamejor con grasa.

Micaela asintió.

—A cada memorial leacompañaba su incentivo —dije,pensativo—. Así se puede reuniruna fortuna. Pero, ¿y ahora? Ya noes secretario de la cámara del rey.

—No, secretario no, perosigue siendo ayuda de cámara yademás le concedieron los títulosde conde de la Oliva, que ha cedidoa su primogénito, y marqués deSieteiglesias. También es regidorperpetuo de Valladolid, alguacilmayor de la Audiencia ymayordomo mayor de las obras de

la ciudad.

—Se ha hecho el amo deValladolid.

—Y es caballero de la Ordende Santiago, comendador de Ocañay capitán de la Guardia Alemana.

Recordé que estaba arrestadoen su domicilio por su recientepelea con el teniente de la GuardiaEspañola, y luego me acordé dePeribáñez, la obra de Lope, y mepregunté qué tendría Ocaña paramerecer tales comendadores.

—Calderón tiene muchos

contactos —resumió Micaela—. Y lomás importante, conoce tantossecretos que todos le temen.

—Si le temen, también leodiarán.

—Supongo, pero sería difícilencontrar a nadie dispuesto aenfrentarse a él.

Micaela negó con la cabeza.

—¿Qué razón tendría unhombre de su posición para jugarsela vida haciendo contrabando deplata?

—Precisamente un hombre de

su posición no piensa que se estéjugando la vida. Las leyes se dictanpara los pobres.

A lo largo de la conversaciónme había ido acercando a ella pocoa poco, evitando abrir mucho laboca para reservar la sorpresa.Sentí que había llegado el momentooportuno. Estábamos solos, unalámpara de aceite fino de cuatrobocas brillaba muy cerca. Sujeté surostro entre mis manos y sonreí.

—¡Aghhh! —gritó en cuantome vio los dientes.

—¿Qué ocurre?

—¡Tienes las encías rojas! ¿Tehas llenado la boca de cochinilla?

No supe qué decir. Intentérecuperar el aplomo y volví aacercarme para besarla, pero ellame apartó la cara, muerta de risa.

—¡Quita! Ja, ja, ja, pero ¿quéhaces?, ja, ja, ja. ¡No pienso besar aun insecto!

No me sentó nada bien elrechazo. Pensé defendermeargumentando la indiscutibleexcelencia de los productos del

ínclito Guido Mardones, pero mesentí ridículo. Al final, se mecontagió su risa.

—Anda, toma —dijotendiéndome su vaso de vino—,enjuágate con esto antes de queLluïsa te vea con esa cara desaltimbanqui.

Bebí un sorbo y lo escupí enun plato. Hice otro buche y loestaba pasando de un carrillo a otrocuando Micaela dijo:

—¿Sabes? Creo que es posibleque mi marido urdiera todo ese

asunto del contrabando de plata.Era muy capaz.

Escupí en el mismo vaso y lodevolví a la bandeja. Si algún criadolo apuraba en la cocina, se iba allevar una sorpresa.

—Pero tu marido lleva dosaños muerto, y la sospecha deldelito pesa sobre ti. Ahora más quenunca debemos averiguar quiéneseran sus socios y qué saben delconde. Estoy casi seguro de que sonespañoles y piensan que estárefugiado en Nueva España.

—O bien el negocio lo haheredado alguien a quien le vienebien tenerme a mí como chivoexpiatorio por si algo se tuerce.

—Para bien o para mal,estamos sobre aviso. Si te soysincero, cuando he visto aparecer elnombre de Calderón he pensadoque lo más prudente sería echarse aun lado y olvidarse del tema.Aunque puede que nos beneficie.

Micaela no me escuchaba,parecía ensimismada.

—¿Sabes de dónde procedía la

fortuna de tu marido? —preguntépara recuperar su atención.

—Tengo idea —dijo volviendoa la realidad—, pero con detalle, no.No lo sé. Me casaron con él porqueera un hombre rico, y nunca me dioexplicaciones del origen de supatrimonio.

—¿Y cuál es esa idea?

—Ya te lo he contado enalguna ocasión. Creo que ganómucho dinero cuando la Corte setrasladó de Valladolid a Madrid.

—Deberíamos saberlo con

certeza antes de hacer nada.¿Tienes documentos? ¿Escrituras?

—Conoces el archivo, Isidoro,está en Madrid, pero siempre viajocon el bufete y el bargueño —dijoseñalando los dos muebles—. Enellos están los documentos queFernando me encomendóespecialmente antes dedesaparecer. Los paquetes aúndeben de estar sellados, nunca loshe abierto. Creo que en el fondotemo lo que pueda encontrar.

—¿Te importa que lo haga yo?

Negó con la cabeza.

—Mira lo que quieras —dijocubriendo un bostezo con la mano.

Se puso de pie y estiró laespalda discretamente.

—¿Vas a dormir ya?

—Tengo sueño, Isidoro —dijoen tono de disculpa.

—¿Quieres que avise a Lluïsa?—pregunté, solícito.

—Acompáñame tú.

Fuimos juntos al dormitorio,dejó el chal sobre una silla y se

metió en la cama. Yo saqué elbrasero de la habitación, corrí lascortinas del dosel y, antes dearroparla, me incliné a besar unpecho que se escapabatímidamente por la camisaentreabierta. Puede que fuera porefecto de la luz de las velas, perome pareció que tenía la areola másoscura y que incluso se le habíadibujado un reborde violeta.Micaela me sujetó la cabezamientras se arrebujaba como ungato. Deposité un último beso ensus labios, esta vez sin aspavientos,

apagué la lámpara y me fui ensilencio.

Abrí la ventana del estradopara que se ventilara mientras iba ala cocina a por un vaso de vino. Alvolver me apresuré a cerrarla, avivélos braseros y los cebé con unaspastillas de enebro para endulzar elambiente porque la brisa de lanoche había metido en la casa undesagradable olor a pelo y pielquemados procedente de las

fraguas del otro lado de la esguevade San Lucas. En el mercado del díasiguiente no habría puesto de carneque se preciara sin un buen montónde manos de vaca limpias ypreparadas para guisar.

Casi tres horas más tarde leí elúltimo papel de aquel pequeñoarchivo. Me dolía la cabeza deforzar la vista, pero la lectura habíamerecido la pena, sobre todo porun triste descubrimiento queeliminaba la más mínimaesperanza de que don Fernando, elviejo y finado conde, fuera

inocente. Entre los títulos depropiedad apareció el de una viejacarraca portuguesa llamada SãoCristóvão. ¡El São Cristóvão!Resultaba que don Fernando eracopropietario del barco queesperaba a los galeones a la alturadel cabo de San Vicente paradescargar la plata de contrabando.¡No podía ser casualidad! Comotampoco podía serlo que su socioen esa empresa fuera TadeoAmézquita, de San Sebastián,familia seguramente del MatíasAmézquita del que me había

hablado Pablo como agente deaduanas. Anoté su nombre ytambién el de uno de los testigos dela compra, un tal Silva de Torres. Elnombre de este último lo encontrétambién en más de una treintenade documentos y cartas en las quese trataba sobre todo asuntosrelacionados con inmuebles,tasaciones y ofertas de la villa deMadrid, pero lo que más me llamóla atención fue que compartiera conél el patronazgo del conventodominico de San Telmo, en SanSebastián. Cosido a la escritura de

este último había un sobre con unafina cadena de oro y una llave.Imaginé que sería de una celda,aunque no conocía ningúnconvento en el que cerraran lasceldas con llave. Sin pensarlo dosveces, me la colgué del cuello paraacordarme de preguntar por ella aMicaela al día siguiente.

Guardé todos los documentosy me retiré a mi habitación con lasensación agridulce de haberavanzado algo, pero no en ladirección que hubiera deseado. Encualquier caso, tenía claros cuáles

eran los siguientes pasos a dar:preguntar a Micaela por Amézquitay Silva de Torres y visitar aIpeñarrieta. El covachuelista erahábil, pero ahora yo estaba encondiciones de apretarle un poco ysacarle algo más de información.

3 de octubre

—Buenos días, señora condesa —dijeen atención a Lluïsa, que estaba

presente—, ¿ha dormido ustedbien?

—Más o menos —respondió ellacon el gesto cansado.

Micaela estaba tomando unataza de chocolate caliente conpicatostes en el pequeño cenadordel jardín trasero. Esperé a quedespidiera a la doncella con ordende sahumar con ámbar el estrado yadornarlo con flores frescas antesde hacerle un pequeño resumen detodo lo que había descubierto.

—Entonces es cierto. Mi

marido era un contrabandista.

—Es muy posible. Por ahorasólo estamos seguros de que eracopropietario del barco que hace elcontrabando.

—¿Qué puedo hacer?

—¿Estás segura de que noconoces al socio?

—¿A Amézquita? No, es laprimera vez que lo oigo nombrar.

—¿Y a Silva de Torres?

—Sí, de ése me acuerdo bien.Era muy amigo de mi marido, pero

me temo que murió hace dos o tresaños.

Me quedé frío.

—¿Estaba casado?

Micaela acababa de morder untrozo de picatoste y afirmó con lacabeza.

—Uy, sí, ¡y menuda era sumujer! De esas pequeñitas y deboca alegre. Creo recordar quetambién tenía hijos, pero no estoysegura. ¿Por qué?

—No sé. Por ahora voy avisitar a Ipeñarrieta, para ver si

sabe algo del otro Amézquita, deladuanero de San Sebastián, y quérelación tiene con Centurión yCalderón. Después ya veremos.Supongo que tendré que localizar alos dos Amézquita y tal vez hablarcon la viuda de Silva de Torres.

—¿Esperas que la mujer sepaalgo?

—No perdemos nada conprobar. Desde luego, tenía muchotrato con tu marido y comparten elpatronazgo de un monasterio. Porcierto, ¿te suena de algo esta llave?—dije tirando de la cadena que

llevaba al cuello.

Micaela negó primero con lacabeza.

—No —confirmó rotunda—.¿Vas a ir ahora a ver a Ipeñarrieta?—Dio por hecho que la respuestaera que sí, acababa de decírselo,porque de inmediato añadió—:Recuerda que esta tarde vienen laduquesa del Infantado, su hija, esafrancesa recién llegada, Véroniquede Bodineau, y fray Luis de Aliaga.

De ahí el ámbar y las flores,pensé.

—¡Cómo olvidarlo! —dijebarriendo solícito el suelo con lasplumas del chambergo. No podíaser más sincero. Llevaba díaspreparando esa visita, nada menosque la primera dama de losMendoza y el confesor del rey.Según las malas lenguas, eldominico Aliaga era la conciencia yla cabeza del duque de Uceda,quien aspiraba a ocupar el puestode valido que ostentaba su padre, elduque de Lerma. Si algo puedemolestar a un hijo con ambición esque el padre no sepa morirse a

tiempo.

Antes de salir a la calle meentretuve en la cocina para tomarmi vasito de orujo y el par de piezasde fruta escarchada que María metenía ya apartadas en un platillo.Cuando quiere, esa mujer es lo másdulce de la tierra. Le lancé un besoy ella puso cara de asco y me sacó lalengua con desparpajo.

El día amenazó con torcersedesde el principio. Para empezar di

el paseo hasta San Nicolás enbalde, porque resultó queIpeñarrieta se había ido a la IglesiaMayor en compañía del duque delInfantado a ver cómo marchabanlos preparativos de las bodas. Yaera casualidad que tuviera queencontrarme al duque por lamañana y a la duquesa y a su hijapor la tarde, pero qué se le iba ahacer, me dije, sería el día de losMendoza, así que resignado tomé elcamino de la ciudad.

Un cielo limpio y luminosoera el mejor augurio para un

concurrido día de mercado y, dehecho, la puerta de Santa Maríaestaba atestada. Intenté dar unrodeo por la puerta de las Carretas,pero no había diferencia. Apenas sepodía avanzar. Algo debía de haberpasado en el puente de San Pablopara que la gente se amontonara deaquella manera. Con paciencia,paso a paso, conseguí franquear losarcos, pero hasta que no llegué a lasescalinatas de la plaza del Azogueno pude moverme con rapidez.

Si hay un edificio magníficoen Burgos, es la catedral. Es el

templo más hermoso que he visto,con dos torres rematadas ensuntuosas agujas flanqueando laentrada principal y un espléndidocrucero con cimborrio bajo en elque yacen al menos tres personasde sangre real y cuatro santos.

Cuando llegué, la puerta quedaba a la plaza estaba obstruidapor un enorme carromato cargadode madera, así que entré por la deCoronería, en el brazo norte delcrucero. Por allí se accede al temploa media altura del muro, en lo altode una preciosa escalinata que cae a

ambos lados como las crenchas dela melena de una Venus. Me detuveun momento en el rellano superiorpara recuperar el aliento y disfrutarde la maravillosa vista. A mis pies,sorteando andamios, una miríadade hombrecillos corrían de un ladopara otro en un caos aparentecargados de tablas, herramientas,esportillas y pinturas. Una cascadade luz se derramaba desde lacristalera del cimborrio, de modoque el interior del edificio parecía eltajo de una mina a cielo abierto. Loúnico discordante era el ruido que

provocaba el ejército de carpinterosque se afanaban en preparar lastarimas alfombradas y loscortinajes que disfrutarían el día 18la familia real y sus invitados juntoal altar mayor.

Bajé la escalinata, accedí a lanave central y giré a la izquierdahacia la girola. En la capilla de laNatividad dos dominicos charlabanjunto al coro, y en la de SanAntonio un capellán apremiaba ados jóvenes novicios a extender unaalfombra y a colocar un par dealmohadones para complacer a una

dama de calidad. La mujer,mientras tanto, encendíalamparillas junto al centenar queardían ya bajo la imagen del santo.

Iba dispuesto a recorrer una auna las veintitantas capillas, peropor suerte no tuve que buscarmucho más. Encontré a don Miguelde Ipeñarrieta y al duque delInfantado detrás de la girola, en lacapilla del Condestable de Castilla.Dónde si no, me dije, junto a lastumbas de don Pedro Fernández deVelasco y de su esposa doña Mencíade Mendoza. ¿No había dicho que

iba a ser el día de los Mendoza?Acompañaban a la pareja cuatrocapellanes perfectamenterasurados, con el pelo muy corto ylos bonetes en la mano. Crucédiscretamente la reja de Andino yme fui acercando a la puerta de lasacristía, junto a la escalinataajedrezada del altar mayor. Lacapilla del Condestable estárematada por un octógono convidriales y una bóveda con unaestrella de ocho puntas de cristal ensu centro por la que entra luzcenital. Después de la relativa

oscuridad de la girola, entrar en lacapilla era como salir a la calle bajoel límpido sol de la mañana.

—… y en esta capilladescansan los cuerpos de las santasVírgenes Helena y Centolla,martirizadas en tiempos deDiocleciano —estaba diciendo unode los capellanes cuando llegué.

—Gran pagano y miserable —secundó otro.

El duque asintió con gestocontrito.

A pesar de rondar la

sesentena, si no la pasaba ya, y deno haber pisado un campo debatalla en su vida, el duque delInfantado tenía cierta prestanciamilitar. Era un hombre alto, detórax ancho y barriga enconsonancia, dura y prominente,sin llegar a ser gordo. La falta dedientes quedaba disimulada bajouna barba blanca, larga y espesa,que solía peinar abierta sobre elalto cuello almidonado. Porcontraste con la cara, le gustaballevar la cabeza rapada como ungaleote.

—En Burgos —apuntó untercero—, además del SantísimoCristo que está en el monasterio deSan Agustín, y de la Virgen, gozande gran crédito la Cruz de SantoToribio y la de Caravaca.

—Y no se olvide del trozo dela suela del zapato de san Franciscocon el agujero en el mismo sitiodonde se le descubrió la llaga delpie.

Me hizo gracia. Pensé que a lomejor el santo se hizo una llaga enel pie precisamente porque tenía unzapato de mierda con un agujero,

pero nunca permitiría que unpensamiento tan impío saliera demi boca. Yo tenía más cariño a misapéndices que Germán.

—Hace poco —empezó acontar el duque en voz bien alta, sincomplejos— tuve oportunidad deacercarme al monasterio de la Sisla,cerca de Toledo, para orar ante laespada con que fue degollado sanPablo.

Un murmullo de aprobaciónprecedió a la voz de uno de loscapellanes.

—No sabía que estaba en laSisla.

—La envió desde Roma elcardenal Gil de Albornoz —aclaróel duque—. Un gran hombre ymejor arzobispo.

—¿Cómo es? Cuéntenos,excelencia.

—Es un cuchillo de algomenos de una vara de largo ycuatro dedos de hoja.

—Bendito sea —murmuróotro, y no me quedó claro si serefería al duque, a san Pablo o al

cuchillo por haberlo degollado.

—Lo tuve entre mis manos —siguió contando el duque—. Pasélos dedos por la inscripción de lahoj a: Mucro Neronis Caesaris QuoPaulus Capite Truncatus Fuit.

—Amén.

—Aunque parezca mentira,aún está manchado de sangre. Yomismo besé el hierro y sentí susabor dulzón en la boca.

—¡Como en la Comunión! —se le escapó a uno.

El duque lo miró satisfecho.

—Sentí la bendición del Señoren todo mi cuerpo.

Me quedé sorprendido. Yahabía oído hablar del caballero,pero costaba creer que aquel beatofuera el mismo hombre taimado yambicioso que se había casado consu prima hermana para ostentar eltítulo del Infantado y que habíanegociado el matrimonio de suhijastra Luisa, legítima heredera dela Casa, con el segundo hijo delduque de Lerma a cambio delnombramiento de ayuda de cámaradel rey, la tan codiciada llave

dorada. ¿Podía un espíritu en pazbregar con tanta vanidad? Aunquetal vez estuviera siendo injusto.Reconozco que no me gustan loscazadores de reliquias; su fervorosaobsesión propicia actos como elsucedido a fray Martín deCarrascosa, ese pobre fraile deCuenca con fama de santo que,cuando estaba a punto de serenterrado, la gente se abalanzósobre el cadáver, le arrancó la ropay lo trincharon como a un cerdo.Tan escandaloso fue el asunto quehasta el mismo Cervantes lo glosó

en su comedia El rufián dichoso, detan escaso éxito como las demás.

—Qué maravilla, excelencia,qué ejemplo de devoción —comentó Ipeñarrieta.

Supe entonces que donMiguel me había visto porquenuestros ojos se cruzaron uninstante y se dio la vuelta, dándomela espalda. No me lo iba a ponerfácil.

—Es verdad que no hay nadacomparable a la dulzura queexhalan esas santas reliquias —

sentenció uno de los capellanes.

—Para mí, padre, sonmomentos sublimes —dijo elduque—. Precisamente antes deemprender viaje a Burgos miesposa y yo pasamos a rezar ante lasangre de san Pantaleón, que seguarda en una ampolla de cristal enel monasterio de la Encarnación deMadrid. Y estoy seguro de quegracias a eso el viaje transcurrió sinningún contratiempo.

—No le quepa duda,excelencia, no le quepa duda —aprobó el mismo.

—Excelencia —dijo entoncesel primer capellán, ilusionado—, nopuede irse sin ver nuestra capilla delas Reliquias. En ella guardamosgrandes tesoros.

—Desde luego. ¿Qué reliquiasguarda la catedral?

—Para empezar, el LignumCrucis.

—Y una espina de la coronade nuestro Señor dada por Sixto V aJuan Fernández de Velasco, grancondestable de Castilla en tiemposde Felipe II, que Dios tenga en su

gloria —añadió el segundocapellán.

—Y la sortija de santa Ana,que es tan milagrosa. Nos lasolicitan con frecuencia porqueobra grandes milagros con losenfermos.

—Nada me haría más ilusión.

—Sígame, excelencia, haga elfavor.

—Adelante, adelante.

El grupo se puso enmovimiento. Vi la oportunidad deabordar a Ipeñarrieta y la

aproveché, muy a su pesar. En unmomento de descuido, meinterpuse en su camino y le cerré elpaso bajo el retablo de Santa Ana.

—Pero bueno, ¡qué quiereusted ahora! —exclamó molesto—.¿No ve que estoy ocupado?

Los buenos modales del díaanterior habían desaparecido;ahora todo eran prisas y nervios. Elduque y su corro de religiososcruzaron la reja y echaron a andarcamino de la sacristía.

—Sólo una pregunta, don

Miguel, se lo ruego.

—Venga, venga —concedió enúltima instancia—, pero dese prisa.

—Sólo quiero preguntarle porel señor Amézquita…

Fue oír su nombre y dar unrespingo.

—¿Amézquita? ¿Es unabroma? —dijo con cara de asco—.¿Quién se ha creído que es ustedpara venirme a mí con esaspreguntas? Hace casi tres años quefue declarado inocente. Ése es uncaso cerrado.

¿Inocente? ¿De qué? Quisepreguntar, pero don Miguel memiró fijamente a los ojos antes deproseguir en tono de amenaza.

—No sé qué se trae entremanos, pero a mí déjeme almargen. ¿Me ha entendido? Almargen.

Y dicho esto me apartóviolentamente con un brazo y salióen pos del duque del Infantado y surecua de sotanas.

Tardé varios minutos enreaccionar y entender qué habíapasado. En realidad ni siquierahabía especificado si hablaba deMatías o de Tadeo de Amézquita,pero a Ipeñarrieta le había bastadoel apellido del socio de donFernando en la carraca São Cristóvãopara tener un acceso de pánico.Evidentemente lo conocía y, por lovisto, hacía tres años se abrió unacausa contra uno de los dos que seresolvió a su favor. Pero ¿contracuál de ellos? ¿De qué lo acusaron?¿Cohecho? ¿Contrabando? Tal y

como había reaccionadoIpeñarrieta, el veredicto deinocencia resultaba, cuando menos,sospechoso. Sin esperarlo, puedeque hubiera topado con una minade oro. Poco a poco me fuecambiando el estado de ánimo de laestupefacción a la euforia. Aquellaexplosión de ira podía ser unabuena señal, un indicio de que ibapor buen camino.

Cuando salí, la mole de la

catedral cubría de sombra la plazadel Azogue y hacía que el agua dela fuente pareciera aún más fría. Delos soportales llegaba un inciertoolor a cieno. La superficie de lostoneles que exponían los puestos depescado fresco de río destellabanbrillos irisados. De pronto ungrupo de mujeres se sobresaltó yrompió a reír cuando uno deaquellos peces en su último estertorhizo caer la cesta de una anciana.Cuatro cebollas y un manojo derábanos rodaron por el suelo entreel bullicio. Antes de regresar a casa

me acerqué al vendedor deempanadas que había junto alpuente de Caldabares y compré tresde liebre. Estaban tan especiadasque igual podían ser de gato que derata, pero me sentó bien comerlassentado en el pretil con el sol en lacara. Lo que agradecí en realidadfue el silencio, contemplar el ir yvenir de la gente, pasar un rato sinrecepciones ni proveedores.Durante unos minutos volví a ser elIsidoro encargado del garito deFrancisco de Robles, gacetillero ycorrector de pruebas en el taller de

Juan de la Cuesta, como si aquellohubiera sido la panacea, y elhambre, el miedo y el abuso nohubieran formado parte de mi día adía de entonces. Es curioso con quéhabilidad enmascara la memorialos malos recuerdos.

Regresé a casa a tiempo derecibir a las invitadas de la condesa.Todos los lacayos vestimos para laocasión la librea nueva deterciopelo negro con pasamanos deplata y cuello alto y almidonado.

La habitación del estradoestaba preciosa. A los cojines

habituales habían añadido tres máslargos y estrechos y tapizados deterciopelo carmesí y franjas de oro,bufetes con pedrería y dos mesitasde plata. Grandes ramos de floresfrescas decoraban las esquinas de lasala y, a ambos extremos, junto alos macetones con el naranjo y eljazmín, Micaela había ordenadocolocar dos espejos grandes decuerpo entero que parecíanprolongar el espacio hasta elinfinito. Las plantas estaban reciénregadas y brillaban por el agua derosas que una de las doncellas

había pulverizado sobre sus hojas.Junto a la puerta ardía un pebeterocebado con ámbar gris y, en unextremo del estrado, con la badila alalcance de la condesa, lo hacía unpequeño brasero de bronce cargadode erraj.

Apenas tuve oportunidad deintercambiar dos palabras conMicaela antes de que Germánanunciara la llegada de lasinvitadas y se fuera a esperarlasjunto a la escalera.

—Micaela, querida, quéalegría verte —dijo doña Ana de

Mendoza.

—Excelencia… —contestóMicaela dedicándole unareverencia.

—Quita, quita —le cortó laduquesa—. Deja lo de «excelencia»para los salones de palacio, aquísomos Ana y Luisa —dijodirigiendo una mirada de soslayo asu hija, que le seguía unosescalones más abajo—. Hoyestamos en tu casa, Micaela, unacasa preciosa.

—He hecho lo que he podido,

dadas las circunstancias. Tengoentendido que la erigió un parientesuyo, doña Ana, aunque un pocolejano.

—Sí, qué casualidad. Me hahecho ilusión encontrar en lapuerta el escudo de armas de losMendoza.

Desde mi posición —dospasos detrás de Micaela—, pudeobservar sin recato a doña Ana deMendoza, legítima duquesa delInfantado y esposa del hombre queacababa de ver en la catedraldesviviéndose por besar reliquias.

Doña Ana era una mujer defacciones correctas y aspectodelicado. Vestía un traje violeta,elegante aunque un poco triste, casiconventual, y otro tanto se podíadecir de su aderezo: en la cintura,un rosario de cuentas gordas quellegaba hasta el suelo; al cuello, unacadena de oro con una cruz dediamantes; varios Agnus Dei en lamanga y el hombro izquierdos y,sobre el corazón, dos escapularioscon imágenes de santos.

Por lo que había oído contar,la vida de doña Ana no había

tenido mucho que ver con sussueños de adolescente. Al ser laheredera legítima del ducado delInfantado, su padre hizo oídossordos a su vocación religiosa y lacasó en primeras nupcias con suhermano, para evitar así complejosy caros pleitos de sucesión cuandoél faltara, y cuando su maridofalleció antes de lo previsto dejandosólo a dos niñas pequeñas comoherederas, la volvió a casar con unprimo. En ciertos círculos era unapráctica frecuente. Por mucho queel Papa sermonee desde el púlpito

en contra de los ayuntamientosconsanguíneos, es proclive a dardispensa cuando se trata deperpetuar mayorazgos.

Su hija Luisa, la primogénita ylegítima heredera del título, quiencomo en una enrevesadaadivinanza también era su prima,vestía de verde oscuro e iba mássobria que su madre en cuanto aabalorios devotos. Ella prefería unapequeña venera de rubíes sobre elpecho izquierdo, un alfiler en elpelo en forma de mariposa ypendientes de perlas montadas

sobre una filigrana de plata. Luisaera condesa de Saldaña y estabacasada con el segundo hijo delduque de Lerma. Por las venas deaquellas dos mujeres corría sangrecon tantos privilegios que, cuandopor alguna dolencia tenían quesangrarlas, les llovían los regalos denobles dispuestos a hacerse conuna muestra.

Pero, a pesar de las notablesdiferencias en el atuendo, elmaquillaje de ambas era similar. Alas dos se les veía la frentebrillante, la piel tersa y las cejas

depiladas en una línea muy fina yprácticamente única que recorríatoda la frente.

—Luisa, bienvenida —dijoMicaela tendiéndole las manos, quela otra estrechó cariñosa—. Quéganas tenía de verte, ¿cómo está elpequeño Rodrigo?

—Y yo de verte a ti, Micaela.Rodrigo está de maravilla, gatea portoda la casa y empieza a dar susprimeros pasitos; es un ángel.

Rodrigo era el nieto común delos duques de Lerma y del

Infantado. Tan contento estaba elvalido con ese retoño que alcoleccionista de reliquias leconsiguió el puesto de ayuda decámara del rey, y cinco mujeres dela familia Mendoza fueronnombradas damas de honor de lareina. A Lerma se le podría culparde muchas cosas, pero jamás detacañería con los fondos delpatrimonio del Estado.

—Micaela —dijo la duquesagirándose en atención a la terceradama que las acompañaba y quellegaba al rellano en ese momento

—. No sé si conoces a madameVéronique de Bodineau.

—Señora —dijo Micaeladedicándole una reverencia.

—Señora —respondió la otracon igual cortesía.

Véronique de Bodineau erauna mujer elegante, de medianaedad, con ojos azules y húmedos,labios finos y una pequeña cicatrizen la mejilla derecha. Pegada alruedo de su falda iba una doncellitade aspecto dulce, tez pálida, largoscabellos rubios que caían en bucles

sobre sus hombros, ojos azuleslánguidos, labios rosados y manosde alabastro.

—Madame de Bodineau es deToulouse —aclaró doña Ana—.Vino hace un par de meses con elséquito de Enrique de Lorena.

—¿Es usted dama de lainfanta?

—De la reina —corrigió ella.

Aunque hasta el día 18 Ana deAustria no sería oficialmente reinade Francia, todo el mundo, y enespecial los miembros de su Casa,

empezaban a tratarla como tal.

—Al parecer a los francesesno les gusta la educación que harecibido en nuestra Corte —murmuró la duquesa con retranca.

—Usted sabe bien que no eseso, doña Ana. En la Corte deFrancia hay algunos hábitosdiferentes que es conveniente quela reina conozca. Nadie ha dichonunca que sean mejores —aclaróVéronique en perfecto español.

—Es lista, la madame —murmuró la duquesa—, y

diplomática.

Mientras las seguía hasta lahabitación del estrado me di cuentade que la condesa de Saldañaobservaba de reojo la indumentariade la francesa, tan diferente de laespañola. En vez del cuello cerradocon gorguera, madame de Bodineaulo llevaba de puntas y abierto, demodo que le cubría la nuca peroenseñaba de forma atrevida laspuntas de las clavículas. Lasmangas del vestido tampoco eraniguales; en vez de estrechas ydobles, las de la francesa eran

abullonadas y sujetas con cintas enlos codos y las muñecas. Por nohablar del peinado, que en vez derizado y sobre las orejas, como erade razón, lo llevaba caído a amboslados, trenzado hacia atrás yrecogido en un moño alto. Lapobre, un espantajo lamentable, ajuicio de cualquier persona de bien.¿Y ésta viene a enseñar modales anuestra infanta?, parecía pensardoña Luisa. A mí, que ya he dichoque de moda femenina sé lo justo,lo de las clavículas me pareció unamejora nada desdeñable.

Llegaron las cuatro mujeres alborde del estrado, donde variasdoncellas las liberaron de loschapines para que entrarandescalzas en la mullida alfombra.Doña Ana lanzó un suspiro cuandose dejó caer sobre los almohadones.

—Esta habitación te haquedado maravillosa, querida —dijo la duquesa—, muy acogedora.En el convento de San Francisco nodisponemos de ninguna parecida.Aunque tampoco nos hace falta, losratos de ocio los pasamos en lacapilla.

Micaela sonrió para agradecerel rejonazo disfrazado de cumplido.Doña Ana tenía la rara virtud de laimpertinencia; menos mal que la deMicaela era la de reírse hasta de susombra. En aquellos momentos enque su cabeza estaba llena decontrabandistas de plata era difícilque los sarcasmos de la duquesa lehicieran alguna mella.

—¿Qué hábitos son esos tandiferentes? —preguntó Micaela a lafrancesa para volver al temaanterior.

—En Francia, por ejemplo —

respondió ésta solícita después dehacer una señal a su doncellita paraque se retirara con las demás—, lasceremonias de levantarse yacostarse del rey y de la reina sonsolemnes y muy importantes. Aellas asisten muchos miembros dela familia real y aristócratas, apartede los oficiales de cada una. Es unhonor ver vestirse y desnudarse alrey. Aquí a la reina apenas laasisten sus camareras.

Véronique de Bodineau teníauna voz profunda y, aunquehablaba un español casi perfecto, lo

hacía de forma atropellada, como sile faltara aire para acabar las frases.

—Habla usted español demaravilla, señora —comentóMicaela.

—No tanto como yo quisiera—replicó la otra—. En París haymucha gente que aprende español.Es un idioma muy popular, aunquela mayoría lo hace sin tener laesperanza de venir nunca aquí apracticarlo. Yo fui afortunadaporque me enseñó el maestro CésarOudin, el que fue traductor del reyEnrique IV, que el Señor tenga en

su gloria.

—Que lo tenga y lo retenga —murmuró la duquesa del Infantado.

Enrique IV de Francia habíasido asesinado por un fanáticocatólico hacía unos años y, aunqueoficialmente se condenó elmagnicidio, en privado todo elmundo lo festejó porque se tenía alrey francés por enemigo.

—Qué bien, así la reina no sesentirá sola —dijo doña Luisa envoz demasiado alta para tapar elcomentario de su madre.

—No, claro, eso nunca —respondió tranquila la Bodineau. Yocreo que había oído de sobra a laduquesa, pero no lo aparentó enabsoluto—. Además, laacompañarán damas españolas.

—¿También las van a educar?

—Por Dios, doña Ana —respondió Véronique sonriendo—.¡Qué cosas dice!

Empezaba a darme pena lafrancesa; había que reconocer quetenía una paciencia infinita.

—¿Qué le ha parecido Burgos?

—volvió a terciar Micaela.

—Es una ciudad muy bonita—respondió la mujer conprudencia—. La catedral espreciosa.

—Pues por aquí hemos oídoque en París se ha celebrado unagran fiesta, con torneos y todo, parafestejar la boda del rey con lainfanta Ana.

En el rostro de la francesa leíun ligero desconcierto.

—Debe de referirse usted alcarrusel de compromiso de hace

dos años. Fue fabuloso, sí.

—También harían comedias—añadió doña Luisa—. Por aquí seestrenan comedias casi cadasemana.

—¿Comedias? No, me temoque en París somos más aficionadosa los ballets.

—¿Al baile? —escupió doñaAna.

—No se sorprenda, en Parístodo el mundo baila. De hecho,bailar es una parte importante de laformación de una dama y de un

caballero. Nuestros jóvenesestudian matemáticas, lucha,esgrima y… danza —dijorecalcando la «y» como si hubieradejado lo más importante para elfinal.

—¿Quiere decir que los noblesdanzan en sus representaciones? —preguntó doña Ana.

La duquesa sacó un pequeñoabanico de una de sus mangasdobles y empezó a darse aire consoltura e indiferencia. Parecía quela mano se agitaba como si fuera deotra persona.

—¡Por supuesto! —respondióla Bodineau—. Hasta el mismo rey.

—¡Qué horror! ¡Quévergüenza! Un rey bailando ante elpueblo…

—No, no —intervino divertidala Bodineau—. El rey baila en laCorte. Cuando el ballet serepresenta ante el pueblo su papello interpreta un comediante.

—¿Y la infanta… quiero decir,la reina, tendrá que bailar? No creoque…

—Para eso estoy aquí. Dentro

de poco doña Ana bailará como unángel.

—Entonces… ¿Sólo bailan? —quiso saber doña Luisa.

—¡No! —exclamó la francesaencantada—. En los ballets tambiénse recita, se canta, hay máquinasingeniosas, decorados muy vistososy hasta acrobacias. Es unespectáculo muy completo y dignode verse que suele acabar con ungran banquete.

—Sí, ya había oído que austedes les encanta la comida —

dijo doña Ana.

—Hombre, doña Ana —intervino Micaela—, en los corralesquizá no, pero en la Corte tambiénes frecuente que, a mitad de unespectáculo, el anfitrión o el mismorey ofrezca una merienda o unacena. Y hay comedias que inclusoacaban con un baile al que sepueden sumar los espectadores.

Doña Ana masculló molestapor la aparente alianza en su contraantes de preguntar:

—Pero ¿tienen argumento

esos ballets?

—Sí, claro —respondiómadame de Bodineau—. Lo másfrecuente es que traten deinocentes que son atacados pormalvados y que al final sonliberados por el rey.

Las tres españolas sonrierondiscretamente, salvo la duquesa,que dejó de abanicarse.

—No parece que la trama seamuy elaborada, ¿verdad? —dijodoña Ana triunfante.

La francesa volvió a encajar el

golpe con elegancia, y ya iban no sécuántos. Cada vez que la viejaduquesa le dirigía la palabra erapara ladrarle, pero ella seguía comosi nada. Era un monstruo dediplomacia.

—Pero son fáciles de entendery de seguir —dijo en un tono muycontrolado—. Y todo el mundoaprende y canta las canciones, quese repiten durante meses.

—Me encantaría oír alguna —dijo Luisa en un suspiro.

—Nada más fácil. ¡Anne! —

gritó Véronique, y su doncellitaapareció al instante en la puerta—.Chante aux dames la chansoncomposée par François de Malherbepour fêter le mariage du roi.

—Ça m’agace, je ne veux plusamuser ce e harpie —murmuró laniña frunciendo el ceño.

Me sobresalté. ¿Cómo sepermitía una doncella contestar deese modo? ¿Qué era eso de que noquería divertir a esa bruja? Yo nohablo bien francés; lo que sé loaprendí en las trincherascompartiendo el pan con

camaradas flamencos. Pero quien sílo hablaba era Micaela, que sinembargo simuló no haberlo oído.Véronique, por su parte, miró conrapidez a uno y otro lado y, al nover reacción a la grosería de la niñapor parte de las españolas, lataladró con una mirada fría como elhielo y con una sonrisa clavada enla cara dijo muy despacio:

—Chante Anne, et n’en parleplus.

La doncellita no dijo unapalabra más. Carraspeó dos veces,fijó la mirada en el techo y se puso

a cantar con una voz dulce y bienmodulada:

Cette Anne si belle,Q’on vante si fort,Pourquoi ne vient-elle?Vraiment elle a tort. Son Louis soupireAprès ses appas;Que veut-elle direDe ne venir pas? S’il ne la possèdeIl s’en va mourir;Donnons-y remède

Allons la quérir.………

La muchacha se interrumpióal oír ruido a su espalda. Se tratabadel último invitado de la tarde, elfamoso y temido fray Luis deAliaga, confesor del rey y, por loque se decía, socio del duque deUceda en la tarea de quitarle la sillaa su padre, el duque de Lerma.Contaban tantas cosas sobre él que,si fueran verdad una décima parte,ya sería para tratarlo conprevención.

Micaela se incorporó y seacercó al borde del estrado parabesar la mano del religioso.

—Fray Luis, le estábamosesperando.

—Mi querida doña Micaela,gracias por invitarme. Señoraduquesa, doña Luisa…

El dominico era un tipo alto ygordo, de piel cetrina y faccionesrotundas. Le brillaba la pielcubierta por una pátina aceitosa yolía fuerte, como un pellejo de vinorancio. A decir de los exegetas, el

buen olor del cuerpo es la garantíade la pureza del santo, por eso elorden y la pulcritud deben imperaren los ritos sacros, pero fray Luis deAliaga había llegado tan alto que nieso se le tenía en cuenta.

La pequeña Anne arrugó lanariz, cruzó una mirada conVéronique de Bodineau y se retiródiscretamente mientras el frailehacía surcar su blanca mano por elestrado como una carpa en unestanque.

—La señora es doñaVéronique de Bodineau —dijo

Micaela cuando le llegó el turno—,dama de la reina de Francia.

—Señora, es un placerconocerla —dijo el fraile—. Resultaestimulante ver juntas y en armoníaa damas tan insignes de las másimportantes cortes de lacristiandad. Ya se ve que estamos apunto de alumbrar un mundonuevo.

—¿Un mundo nuevo, dice?Creo que exagera, padre —replicójovial la francesa.

Mientras intercambiaban

saludos yo acerqué una silla alborde del estrado. El fraile se sentósin apenas mirarme, pero yo sí mefijé en él, en su pelo corto y rizado yen la profunda tonsura que le dabaa la coronilla un punto de luz. Porlo demás, no podía tener unaspecto más espeso y macilento. Labarba se anunciaba tan cerrada quelas mejillas azuleaban y los ojos sehundían en sus cuencas empujadospor las ojeras.

—En absoluto, en absoluto —dijo recolocándose el negroescapulario para alinearlo con los

muslos—. Confío en que esta uniónde los dos grandes tronos católicoslogre espantar al turco y a la MediaLuna en el este y erradicar laherejía, que tanto daño hace en elnorte.

—Será difícil conseguir esosólo con unas bodas —comentó laduquesa.

—Puede que el amor inicie loque deba terminar la guerra.

—¡No hable de guerra, frayLuis! —quiso bromear doña Luisa,pero al dominico no le cambió el

gesto.

—Hija mía, la Casa de Austriaha heredado muchos y variadosterritorios por voluntad divina, y elprecio a pagar por tanto honor yfortuna no es otro que la defensa dela Iglesia y de la verdadera fe. Aestas alturas ya debería estar claroque Dios exige de nosotros unaguerra constante.

Me mordí la lengua.Aborrezco a los hombres quehablan de modo tan entusiasta deun horror que desconocen.

—Pero ¿la paz y la guerra nodependen de estrategias degobierno? —preguntó la Bodineau.

Aliaga agitó violentamente lamano ante su rostro con el índicemuy tieso. Eran manos queimpresionaban, grandes, de uñasanchas y largas.

—¡Cuántas veces no habréoído ese discurso de que hay quesopesar nuestras fuerzas y lasfuerzas del enemigo, estudiar laoportunidad, valorar el gasto…! Lafamosa «razón de Estado» satánica.Sí, me han oído bien, señoras,

¡satánica! Ese Maquiavelo deberíahaberse mordido la lengua paramorir con su propio veneno. Puesbien, sepan que la única y auténticarazón de Estado es la defensa aultranza de la religión verdadera.

—¿Guerra constante, diceusted? —intervino Micaela—. Así elrey se arriesga a la ruina, incluso aperder la corona.

El fraile la miró fijamente.

—No, querida mía, es ahoracuando corre peligro de perderla. Elprincipal objetivo de un rey católico

no es conservar su poder, sinodefender a la Iglesia allá dondefuere necesario y enseñar a sussúbditos a odiar y despreciar a losenemigos de Dios.

—Parte de los súbditos del reyde Francia son protestantes.Hugonotes —comentó la Bodineau—. ¿Qué espera que haga el rey?

—No se trata de lo que yoespere, sino de su obligación. Nodebe dar cuartel a los herejes.

—Qué razón tiene —dijo laduquesa del Infantado

persignándose sobre la cruz quellevaba al pecho—, ¡qué razóntiene!

—Precisamente estuvehablando ayer de todo esto con sumarido, señora duquesa —dijo elfraile cambiando el tono—. Unhombre muy cabal, doña Ana. Yocreo que coincidimos en todo.

Aquel inocente comentarioestaba lleno de intención. Aliagaestrechaba lazos con la Casa delInfantado con vistas a un futuroque se auguraba cercano y en el quenecesitaría a los duques de su

parte. En cuanto a generosidad,podían estar tranquilos; el buenfraile ya había dado muestras delnuevo aire que regiría su gobierno.A la primera de cambio habíalogrado para su hermano elobispado de Valencia, un acto dejusticia —¡quién podría dudarlo!—y no de nepotismo, como los quesolían perpetrar el duque de Lermay sus acólitos, toda una declaraciónde principios que había animadomucho a sus amigos.

—Es usted un maestro de laelocuencia —dijo la francesa

aparentemente seria, aunque a míme sonó más bien irónica.

—Pero dígame, fray Luis —intervino Micaela para cambiar detema. Creo que también se habíadado cuenta de la crecienteincomodidad de Véronique deBodineau—, ¿no tenía pensadoquedarse en El Escorial hasta lapróxima semana?

—Eso quería pero, ya ve usted,las obligaciones me reclaman, ycuando Dios llama a la puerta… —respondió con una punta deorgullo. Me dio la sensación de que

hasta alzaba ligeramente labarbilla.

Todas las señoras asintieron, yMicaela aprovechó para hacer sonarla campanita que tenía a sus pies.Lluïsa entró al instante con otrasdos criadas y colocaron una mesajunto al fraile y otras más pequeñassobre el estrado.

—Algo he oído en el convento—comentó doña Ana, ignorando elvaivén de las doncellas. Los duquesdel Infantado estaban instalados enel convento de San Francisco, juntoa la puerta de San Gil, al calor de la

suela agujereada del zapato delsanto.

—En realidad es más unasunto del obispo de Burgos —confió fray Luis a su entregadoauditorio—, pero el hombre hareclamado mi magisterio y no hepodido negarme. Tratándose decuestiones de índole teológica…

—¿Qué problemas teológicospuede tener el señor obispo? —preguntó inocentemente doñaLuisa.

Fray Luis se encogió

ligeramente de hombros paraquitar importancia a sus palabras.

—Cosas prácticas que atañena la liturgia.

—¿Es que la van a cambiar? —insistió doña Luisa.

—No, a cambiar no. Lepondré un ejemplo: ¿qué opinión lemerece un cura tuerto del ojoderecho?

El fraile esperó pacientementea que le diera una respuesta. Miróde soslayo a las otras mujeres, serecolocó el escapulario negro sobre

la túnica blanca y sonrió de mediolado.

—Le ayudaré un poco, doñaLuisa: el derecho es el ojo delCanon. Y el misal se coloca a laderecha…

—Pues que no verá bien ellibro y tendrá que girar la cabezapara cantar misa —aventuró doñaAna adelantándose a su hija, queparecía totalmente despistada.

—En efecto, hasta ahora así lohan hecho, claro, pero algunosproponen prohibirles celebrar la

eucaristía por lo forzado de lapostura. ¿Qué le parece?

—Yo no…

—Y no son los únicos a losque se plantea prohibir elministerio del altar; también estánlos que han perdido los dedoscentrales, o el índice y el pulgar, ono tienen uñas, o les tiemblan lasmanos, o tartamudean, o sonciegos, o tienen labio leporinograve o heridas en la cara, los quetienen corcova o los ojos demasiadosaltones…

—En definitiva —resumiódoña Luisa risueña—, que nocanten misa los feos.

Todos contuvimos unacarcajada, hasta doña Ana ahogóuna sonrisa, pero Micaela aún tuvola sangre fría de añadir en tonoinocente:

—Si aceptan aplicar esanorma, se quedarán sin curas.

Aliaga le dedicó una miradafría y distante. Aquel fraile no era elgordo simplón que aparentaba,sino un tipo ladino y astuto, muy

peligroso. Me pregunté qué habríade verdad sobre eso de que teníapor amante a una monja dominica yme pareció un bulo poco creíble. Elansia de poder que emanabanaquellos ojillos pitarrosos parecíaconsumir toda su energía.

—No lo tome a broma, doñaMicaela, son asuntos muy serios,aunque no el motivo principal de lareunión. Lo que el obispado tratade dilucidar son graves casos deconciencia.

Véronique de Bodineau miró alas otras mujeres con expresión de

desconcierto y, al cruzarse sumirada con la de Micaela,murmuró:

—¿De conciencia…?

El dominico oyó la pregunta yse esponjó como si hubiera tragadouna cucharada de levadura.

—El objetivo es dirimir cuál esel modo correcto de actuar de unsacerdote ante algunas situacionesdifíciles.

—¡Ah! Un libro de conducta—interpretó la francesa.

—No, no se trata de eso.

—¿Entonces? —preguntódoña Luisa, que también andaba unpoco perdida.

—Pues… —El fraile dudósobre cómo explicarse—.Imagínense que un sacerdote va acantar misa a un pueblo remoto alque llega una vez al mes y, cuandoabre el sagrario para sacar lashostias, que quedaron consagradasde su última visita, se encuentracon que están agusanadas por lahumedad. ¿Qué debe hacer conellas?

—Tirarlas —dijo doña Luisa

con cara de asco.

—¡Son el cuerpo de Cristo,niña! —le corrigió en el acto sumadre—. Eso es una blasfemia.

—No sea dura, doña Ana,seguro que doña Luisa no habíaoído que las hostias estabanconsagradas.

—No, claro…

—¿Comérselas? —aventuróentonces Micaela.

El dominico asintiócomplacido con una media sonrisa.

—En efecto, puede ser unasolución. El sacerdote puedelimpiar las hostias y comérselas,pero ¿y los gusanos?

—Matarlos, supongo —aventuró Micaela insegura.

—¡Devolverlos a la tierra! —exclamó doña Luisa al ver que elmonje no ponía buena cara.

—Han comido hostiaconsagrada; no se les puede matarni devolver a la tierra así como así.

Las mujeres se mirarondesconcertadas.

—Entonces, ¿qué debe hacer?—se atrevió a preguntar doñaLuisa.

—En ese caso, yo propondríaincinerarlo todo y guardar lascenizas en el sagrario —dijo elfraile pomposo.

—Y castigar severamente alsacerdote que lo haya permitido —apostilló la duquesa indignada.

—¿Y trataría igual a todos losinsectos? —preguntó curiosa lafrancesa.

—¿A qué se refiere?

—Suponga que una mosca caeen el cáliz consagrado…

—En ese caso —dijo fray Luisinterrumpiendo a la Bodineau—, loaconsejado es que el sacerdote setrague la mosca juntamente con elsanguis. Si no teme vomitar, claro.

—¿Y si lo teme?

—Entonces debe sacarla,lavarla diligentemente, quemarla yechar las cenizas en la pila delbautismo. Y beberse el agua conque la lavó.

—¡Qué apasionante! —

exclamó la francesa—. ¿Son ésos lostemas que dirimen en susreuniones?

—Entre otros, y todos de granrelevancia —dijo el dominico, queno captó la ironía en las palabras dela Bodineau—. Qué hacer si sederrama vino durante la misa, conqué líquidos es lícito impartir elbautismo, cuántas veces se puedecomulgar…

Entraron en aquel momentovarias doncellas cargando bandejascon jícaras de chocolate calientecon leche y yemas de huevo,

fuentes de bizcochos y platos conconfituras de albaricoque, cerezas yciruelas envueltas en papelesdorados. La última muchacha pusoen el centro una bandeja con cincograndes vasos de cristal llenos deagua helada con nieve.

—Espero que le guste elchocolate, eminencia —comentóMicaela—. Si prefiere otra cosa…

—No, no. Está bien.

—Por cierto —preguntó doñaLuisa—, ¿se han puesto ya deacuerdo en si el chocolate es

comida o bebida? ¿Quebranta o noquebranta el ayuno?

—Interesante tema, doñaLuisa —comentó el fraile mojandoun bizcocho—. Se han dichomuchas cosas, pero el papa Pío Vdeclaró claramente que era unlíquido. Claro, que León Pinelopuntualizó luego que el chocolateno quebrantaba el ayuno, pero susaderezos… —explicó alzando elbizcocho—. Aunque, respecto alayuno habría mucho que decirporque, por ejemplo: ¿quebranta elayuno los restos de agua de

enjuagarse la boca? ¿Y la sangre delas encías? Yo soy de la opinión deque, si al limpiarse los dientes setraga inadvertidamente algo quehubiera quedado de la comida deldía anterior, no se puede considerarque se haya roto el ayuno, peroseguro que alguno habrá queargumente en contra, yposiblemente con razones de peso.

Ninguna de las mujeres seatrevió a interrumpirle, aunque eraevidente que la conversación no erade su agrado. A aquel frailecualquier tema le inspiraba una

homilía. Yo escuché divertido alprincipio, pero poco a poco fuiperdiendo interés en la cháchara yacabé pensando en todo lo quetenía que hacer para solucionar elproblema que me acuciaba. Pormás vueltas que le diese, siemprellegaba a la misma conclusión:debía ir a Madrid cuanto antes parahablar con la viuda de Silva deTorres.

Supe que la velada tocaba a sufin cuando las invitadas llenaronsus pañuelos con los dulces quequedaban en los platos, hicieron

unos hatillos y los sujetaron conuna punta al cinturón del vestido.Pasaron entonces todos juntos aloratorio. Las cuatro mujeres searrodillaron sobre los reclinatoriosdelante del pequeño altar presididopor un crucifijo con su calvario yfray Luis de Aliaga dirigió laoración con los ojos entornados.Luego bajamos al zaguán, dondeaguardaban las doncellas junto alas sillas de mano con los regalospara las invitadas. Doña Ana cogiólos suyos sin mirar, pero doñaLuisa y la francesa alabaron y

agradecieron los guantes cortos ylas medias de seda cruda, así comolas cajitas de oro y esmalte llenasde pastillas de olor.

—¡Por Dios, si llega a soltarun caso de conciencia más, lo mato!—exclamó Micaela cuando Germáncerró la puerta.

Micaela se sujetó la falda conlas dos manos y corrió escalerasarriba hasta la sala del estrado, seliberó de los chapines de dos

patadas y se sentó a horcajadassobre un gran almohadón. Suspiró,bostezó y se cubrió la boca con lamano.

—¿Te encuentras bien?

—Un poco mareada.

—Habrá sido el chocolate, o elagua fría —dije poniéndole la manoen la frente como había visto hacera los médicos—. ¿Quieres quellame a Lluïsa?

—No, no. Abre la ventana unpoco y quédate conmigo. ¿Qué teha parecido la velada? ¿Lo has

pasado bien? Una lástima elmaquillaje que llevaban lasMendoza.

—Pues a mí me parecía queestaban luminosas.

Micaela me miró divertida yluego chasqueó la lengua con unamezcla de lástima y resignación.

—Isidoro, Isidoro. Lesbrillaba la frente y las mejillasporque llevaban la cara cubierta declara de huevo mezclada conazúcar. Si llego a tener un gato nose lo habría podido quitar de la

cabeza.

Después de entreabrir laventana le cogí las manos y mesenté al borde del estrado.

—Micaela —dije muy serio—,he decidido ir mañana a Madrid abuscar a la viuda de Silva de Torres.

—¿Estás seguro? —preguntócon cara de pena—. ¿Es necesario?

Asentí despacio.

—Está bien, tú sabrás. Tengoel estómago revuelto y ningunasganas de discutir.

—No hace falta discutir, perohay algo que tienes que hacer.

—¿Qué quieres?

—Que escribas aVillamediana.

Micaela sabía muy bien porqué se lo pedía. Don Juan de Tassisno sólo era buen amigo suyo, sinocorreo mayor del rey y, por tanto,encargado de las postas de España.Era el mejor medio de garantizar encada etapa del viaje una monturafresca y una cama cómoda.

—Escríbela tú y yo la firmo.

—Preferiría que la escribierastú misma —insistí—. Villamedianaconoce tu letra y es incapaz denegarte nada.

—¿Aunque sea en beneficiode otro? —preguntó.

Me hizo dudar.

—Eso espero.

—¿No puedes esperar amañana?

—Ya es mañana, querida. Yquiero salir antes del amanecer.

Con la carta en la mano meenvolví en la capa larga y salí a lacalle en busca del conde deVillamediana. Sabía que pasaba lasnoches jugando en un garito de lacalle San Juan, donde por lo vistoya había desplumado alguna vez aljoven marquesito de Peñafiel.Atravesé el Mercado Mayor enpenumbra por los hachones queardían en las esquinas de lospalacios del Cordón y del conde deSalinas. La plaza parecíaespecialmente tranquila después

del día de mercado, pese a losgruñidos y aleteos. Donde por lamañana habían competidohortelanos para poner sus puestos,ahora lo hacían cerdos, cabras ygallinas.

Villamediana tuvo a bieninterrumpir su partida para haceruna apuesta conmigo después deleer la carta de Micaela. Como yohabía previsto, estaba dispuesto acomplacer a la condesa; pero comoella había imaginado, no le hizogracia hacerlo en beneficio de otrohombre.

—A la carta más alta, Isidoro.No puedo perder el tiempo porqueestos caballeros me estánesperando. Si ganas te firmaré unsalvoconducto para que viajestranquilo haciendo uso de miscaballos y postas sin ningunaobligación para conmigo o el rey,pero si pierdes llevarás la saca delcorreo cumpliendo los horariosprevistos por el servicio.

4-6 de octubre,viaje de Burgos a Madrid

No había salido el sol cuando tomé elcamino de Madrid provisto de una

patente de don Juan, para que losmaestros de posta me proveyerande cama y caballos frescos en cadaetapa, y una saca de correo a laespalda. A pesar de los años alfrente del garito que don Franciscode Robles tenía en el sótano de sulibrería de Madrid, el juego nuncaha sido lo mío.

Seguí la ruta de Guadarrama,la mejor y más cómoda, sobre todoviajando con buenos caballos. Aunasí tenía cuatro días por delante decamino en solitario a través decampos yermos, casas arruinadas y

caseríos abandonados. Loscampesinos preferían irse a lasciudades a servir por la comida o amendigar en la puerta de unaiglesia antes que trabajar una tierralastrada de impuestos yobligaciones. A diario me crucé concarruajes de nobles camino deBurgos, carruajes dorados quesurcaban los campos de Castillacomo preciosas galeras venecianasen un mar de sargazos.

Pasé la noche del martes en laventa de un pueblo cuyo nombreprefiero olvidar, a escasas tres

leguas de Madrid. Llegué con elcorazón encogido, con la sensaciónde que alguien me seguía. Enaquellos días era recomendableviajar en grupos numerosos,porque tanto trasiego de gentehabía atraído al camino de Burgos acuadrillas de bandolerosprocedentes de los cuatro rinconesde la Península, incluidas la deRoque Guinart y la del capitánRolando. Seguro que los viajeros deCataluña y los que tuvieran queatravesar los pinares de Astorgaestarían felices, pero a los demás no

nos servía de consuelo. Ni siquieraal abrigo de la venta me sentí deltodo seguro. Cada vez que oteabalos alrededores creía ver jinetessospechosos, así que me preparé apasar la noche en vela esperando lopeor. El miedo me duró hasta que,ya oscurecido, llegaron el duque deOsuna y sus cincuenta hombres deescolta marchando con el orden deun escuadrón de caballería. Todoseran sicilianos elegidos entre lomás granado de la flota de corsariosque el duque había levantadodurante su mandato como virrey de

la isla, bregados en cien encuentroscon turcos y venecianos.

Era la primera vez que veía adon Pedro Girón en persona. El añoanterior había sabido de él a travésde su secretario Francisco deQuevedo por una indagación quehice relacionada con Cervantes y suQuijote, pero por aquel entoncesasuntos de gobierno lo retenían enMesina. Su aspecto era tal y comome lo habían descrito: bajito,delgado y fibroso, con el pelo negroy a la moda —es decir, muy cortosalvo en la parte alta de la cabeza

que hacía una especie de moñete;seguro que en cuanto viera lamelenita de su hijo, el marquesitode Peñafiel, lo mandaba azotar—, yel bigote espeso y largo, muytrabajado y con las guías haciaarriba.

El ventero se me acercóapesadumbrado para rogarme quecediera al señor duque lahabitación que ocupaba, y yo lohice sin dudarlo un instante. Ni seme pasó por la cabeza ejercer miderecho a cama como correo del reyen servicio; todo lo contrario, subí

diligentemente, retiré mis cosas yme acomodé en un rincón del pajarcon la mayoría de los sicilianos.Hasta que llegó la hora de cenar mequedé allí en un aparte, apurandoun vaso de vino y observando a lacuriosa y colorista partida.

La cena fue sabrosa yabundante. Mandaron asar liebres yconejos, y tantos pichones que casiacabaron con el palomar, todo bienaderezado con ensaladas y verdurasy regado con abundante ya que nobuen vino. Todo ello corrió a cargodel señor duque, que tuvo a bien

corresponder a mi gestoinvitándome a unirme a ellos. Laguitarra que dormitaba colgada deun clavo en la pared volvió a la vidacomo un Lázaro de ultratumba; lacuadrilla se fue animando yempezaron a cantar y bailar. A faltade otras mujeres, jalearon a laesposa y a la hija del posadero que,veteranas, sonreían y esquivabanmanos con soltura mientrasporfiaban en servir mesas.Entretanto, los hombres de la casa,el marido y un mozo grandón dedieciséis o diecisiete años,

mantenían disciplinados la vistafija en los espetones donde sedoraba la carne.

Me fui a dormir en lo mejor dela fiesta —quería salir tempranopara llegar pronto a Madrid yventilar cuanto antes la entrevistacon la viuda de Silva de Torres—sin siquiera quitarme las botasnuevas —no fuera a ser que algunode aquellos animales seencaprichara de ellas—, vueltocontra la pared y con un pañoenrollado en la cabeza a modo deturbante para amortiguar el ruido.

Me despertó con dos golpesen la espalda un siciliano pocoexpresivo.

—Subitu, arrisvigghiamuni…

Así de repente no entendípalabra y no se me ocurrió otra cosaque echar mano a la vizcaínapensando que había hecho bien enno quitarme las botas. La manazadel siciliano me detuvo el brazo yvolvió a decir, esta vez despacio ymirándome a los ojos:

—Subitu, arrisvigghiati, upatroni c’aspita.

Seguía sin entender, pero eltipo señalaba la puerta con unamano y apoyaba la otra en el puñode su espada. Sin ser políglota, sulenguaje gestual era excelente, asíque salté del jergón, me deshice demi ridículo turbante y lo seguíhasta el piso inferior, a lahabitación de don Pedro. Elespectáculo era tan grotesco que nohizo falta ninguna explicación.

Nada más entrar vi al duqueen camisa, borracho perocontrolado, sentado en la cama yempuñando con la mano izquierda

una fina daga. A sus pies yacía elhijo del ventero en posición fetal,perdido en un intento de tapar losagujeros por donde se le habíadrenado la vida. La sangreencharcaba el piso de madera yhabía manchado la cama, la daga, lamano y hasta el puño de la camisadel duque. El silencio era rotundo,roto sólo por el débil gimoteo de lamuchacha acurrucada en unaesquina de la habitación.

—Cállate, coño. Esto es culpatuya. Y vístete —dijo don Pedroarrojándole una de las prendas de

ropa que minutos antes debía dehaberle arrancado—. Calogero,despierta a los padres. Santino,tráeme al escribano del pueblo.

Los aludidos salieron alinstante. Mientras la muchacha sevestía con torpeza sin dejar delloriquear, el duque se quitó lacamisa y se limpió la sangre en unajofaina rellena con agua frescarecién sacada del pozo.

Don Pedro hacía honor a lafama de juerguista, mujeriego yaficionado al acero, por no decirasesino, que pregonaban la media

docena de cadáveres cosechados enmesones y burdeles a los quehabría que sumar el de ese pobredesgraciado, pero no se podía negarque también era un hombrevaliente. Mientras se lavaba pudever con claridad todas las cicatricesde su cuerpo: tenía el musloizquierdo desgarrado por una balade arcabuz, le faltaba el pulgar dela mano derecha y una profundacicatriz le cruzaba la cara bajo el ojoizquierdo. Todas aquellas prendas,como él las llamaba, habían sidorecibidas de frente, luchando con

honor en los campos de batalla deFlandes.

Llegaron los padres y lahabitación se llenó de gritos.

—¡Mi hijo!, ¡me lo hanmatado!, ¡me lo han matado!

—¡Hijo mío!, ¿qué te hanhecho?

—¡Mamá! ¡Papá!

La hija, aún semidesnuda,abrazó por la espalda a su madreque, arrodillada, intentaba acoger alhijo muerto en su seno. Prontoestuvieron los cuatro tan rebozados

en sangre que cuando entró en lasala el escribano dudó quién era elherido.

Es habitual en los delitos desangre que el culpable se acoja asagrado y deje pasar el tiemposuficiente para que sus allegadosnegocien con los familiares de lavíctima una indemnización acordeal daño. Parece que ésa es la formamás segura de obtener el perdón yevitar el juicio, pero don Pedro nopensaba detenerse en aquel puebloni un minuto más de loimprescindible.

El escribano, despeinado ymal vestido, arrancado de su camacaliente en lo mejor del sueño,entró directo a besar las manos delseñor duque ignorando la escena dedolor que tenía lugar a sus pies.

—Excelencia, qué granhonor…

—Usted es…

—Faustino Balbuena, paraservirle a usted y a su familia.

—Bien, bien, don Faustino,acomódese y haga el favor delevantar acta de lo que aquí ha

sucedido.

Balbuena, que era tanpequeño como el duque pero concara aniñada, pareció crecer encuanto se vio tratar de «don» porun Grande de España. Seguro queen ese momento se imaginó a símismo con una cruz de caballero enel pecho.

El hombre abrió su míserobufete en la mesa de la habitación,buscó una silla de un lado para otroy se conformó al fin con un escabelque quedaba demasiado bajo.Colocó el papel y la salvadera, abrió

el tintero y dispuso en línea tresplumas recién afiladas. Al sentarsetuvo que forzar el hombro para queel brazo quedara sobre la mesa,pero a pesar de lo incómodo de lapostura, mojó la pluma y esperó aque el duque tomara la palabra.

—Listo, excelencia. Usted dirá.

—A ver. En el pueblo este demierda donde estamos, a 6 deoctubre…

—Ya estamos a 7, excelencia—le corrigió el escribano en un hilode voz, pero de inmediato se dio

cuenta de lo improcedente de lainterrupción y ni siquiera se atrevióa terminar la frase.

—Usted escuche y luegoredacte como le venga en gana. Elasunto es que el aquí presenteMauro Cannizzaro… —El talCannizzaro, que resultó ser el queme había ido a despertar, no movióni un músculo, mantuvo la vista fijaen el ventero, supongo que porprecaución, terminó de limpiar ladaga del duque y se la guardó en lacintura junto a la suya—… hatenido una disputa con… ese

muchacho, de resultas de la cual elchico ha muerto. Comocompensación por tan lamentablepérdida acuerda abonar a su familiacien ducados. No, doscientosducados —corrigió tras echar unvistazo a la muchacha que, alparecer, le había dejado buen saborde boca—. La familia perdona alofensor porque reconoce que no fuesu intención hacerle daño, aceptade buen grado la indemnizaciónofrecida y renuncia a cualquier otracompensación o reclamaciónpresente o futura, etcétera, etcétera,

etcétera. Y para que así constefirman los implicados y comotestigo…

El duque me hizo seña de queme acercara. Di un paso al frenteevitando pisar la sangre.

—Su nombre, caballero.

—Isidoro Montemayor.

—Como testigo, don IsidoroMontemayor, viajero al queninguno de los presentes conoce,que carece de interés personal en elasunto y que anda en la venta depaso, camino de…

—Madrid.

—De Madrid. ¿Serásuficiente?

—Por supuesto, excelencia,deme unos minutos que lo redactocon todos sus términos y lo paso ala firma.

Miré al ventero controlar suira con los ojos arrasados enlágrimas; a su esposa, madre ahorade un muerto; a su hija, testigo delasesinato del hermano a quiendebió de pedir ayuda cuando elduque decidió violarla para

entretener una noche de tedio enmitad de ninguna parte, y penséque no había nada que yo pudierahacer. Contra el deseo de donPedro Girón no pesabanvoluntades, ni padres, ni maridos.Bien podía dar fe de ello todacomedianta de buen ver que pisaseun escenario, y si no que se lopreguntaran a Jerónima de Salcedo,a Mariana de Velasco o a Juana deVillalba. Todas habían mordido laalmohada entre bastidores apenasacabada la función. Muy alta teníaque estar la dama para creerse libre

de sus venalidades. Del pueblo,ninguna. Por otra parte, de lo únicoque se podía acusar al duque era depródigo por tasar la vida de ungañán en doscientos ducados,cuando ningún mozo de su raleasería capaz de ganar ese dineroaunque naciera tres veces.

No volví a la cama. Despuésde firmar bajé al patio, me lavé lacara en el pilón, ensillé y sindesayunar siquiera me eché alcamino antes de que el sol dieramuestras de romper el horizonte.Los únicos que me vieron fueron

los dos guardias sicilianos quevelaban la venta y la borrachera desus compañeros, y me consolépensando que la muchacha habíatenido suerte por haber acabado enla cama del duque y no en el pajarcon la tropa.

Triste y pensativo seguí hastaMadrid de un tirón, adonde lleguécon el sol en todo lo alto. Por elcamino no hice más que fijarme enlos campesinos con los que mecruzaba, sucios y miserables. Porninguna parte veía los rostros quecantaban los poetas. ¿Dónde estaba

la Arcadia? ¿Dónde los paisajesbucólicos de pastorcillas descalzasque lavaban su larga melena doradaen arroyos cristalinos? ¿Qué habíasido de Amarilis? ¿En quéescondidos parajes andabanGalatea y los ganados de Filis?

7 de octubre,Madrid

Después de cuatro días de viaje entréen Madrid sólo con una pequeña

molestia en la espalda, lo cual noera mal saldo para alguien noacostumbrado a correr tanto acaballo. Aun así, en vez de entregarla montura y la saca con el correoen el despacho de postas, me fuidirecto a la pequeña casa de laplaza de la Cebada donde vivía laviuda de Silva de Torres. El mozode la colchonería del bajo se quedómirándome como un bobo con unamoneda en una mano y las riendasde mi caballo en la otra, en lamisma postura en que lo encontréal salir un par de horas después. El

negocio de los colchones debía deestar de capa caída, porque nadiehabía intentado comprar uno en elintervalo.

La aldaba de la puerta erapequeña, de bronce, y emitía unrepique fino y elegante.

—¿Sí? —respondió una mujera la llamada—. ¿Quién es?

—Busco a la señora viuda deSilva de Torres —dijemaldiciéndome por no saber sunombre. En realidad, ni el suyo niel de su marido.

—¿Quién la busca? —preguntó sin abrir la puerta.

Decir la verdad era imposible;a mí no me conocía de nada yprobablemente a Micaela tampoco,pero ¿y al señor conde de Cameros?Ella no sabía que estaba muerto, asíque decidí jugar esa baza.

—Don Fernando Montero.

Abrió la puerta en el acto y sequedó tan sorprendida al vermeque no soltó el picaporte.

—Usted no es don Fernando.

—Don Fernando está en

Nueva España, debería saberlo. Yosoy su secretario.

Me miró de arriba abajo,sopesando esa posibilidad.

La viuda de Silva de Torres erauna mujer bajita, morena, con elpelo liso peinado muy tirante haciaatrás y sujeto en la nuca con unpequeño moño. Tenía la miradaviva, la espalda recta y los brazosgordezuelos y un poco cortos.

—¿Por qué cree que deberíasaberlo? —preguntó, maliciosa.

—Porque si no estuviera en

Nueva España, estaría en la cárcel.

La mujer sonrió, soltó elpicaporte y me dejó franca laentrada. Antes de cerrar la puertase asomó al descansillo y echó unvistazo a la caja de la escalera paraasegurarse de que no había nadiemás.

—¿Qué quieren ahora de mimarido? Hace tres años que murió,y bastante tuvo que penar el pobre.

—No por culpa de donFernando. —Le defendí a ver si lecaía en gracia.

—Don Fernando… Al menosél pudo irse a las Indias cuandocayó Franqueza, pero mi marido notuvo esa suerte. Y en aquellos añosnadie miró para los demás, cadacual a su propio ombligo y sálvesequien pueda. Parece mentira,después de todo lo que mi maridohizo por el duque.

Me animé y me asusté a la vez.Estaba claro que aquella mujersabía mucho de los negocios de sumarido y de su relación con elduque de Lerma y sus acólitos.Volví a pensar en sincerarme, pero

intuí que se cerraría en banda. Eltono de su voz se había dulcificadolevemente cuando me había creídoun amigo —porque al parecer asíconsideraba a don Fernando—, y noquería arriesgarme a perder esapequeña ventaja. Mientras la seguíapor un estrecho pasillo me esforcéen recordar todo lo que había leídoen la documentación del conderelacionado con Silva de Torres: elpatronato compartido en elconvento de San Telmo en SanSebastián, las numerosas cartasrelacionadas con tasaciones de

inmuebles y su firma en la escriturade propiedad de la carraca SãoCristóvão. Evidentemente, lo quemás me interesaba era el asunto delbarco, y por eso decidí que era loúltimo que debía tocar.

La mujer me condujo a unsaloncito con cuatro cómodas sillasfraileras y un gran bargueñoapoyado en la pared. El sueloestaba cubierto con una alfombraturca y las cortinas eran dedamasco. Por lo que había vistohasta el momento, la casa noparecía muy grande y tampoco

tenía muchos muebles, pero los quese veían eran de calidad y todoestaba muy limpio y recogido.Puede que la viuda no contara conun estrado como las damas pararecibir visitas, pero parecía llevaruna vida desahogada.

—Usted dirá qué se le ofrece—dijo cuando estuvimos sentadoscara a cara.

Suspiré. ¿Cómo se consigueque alguien hable sin hacerpreguntas?

—Verá —dije tomándome mi

tiempo—. Después de estos añostan movidos, don Fernando hapensado que ya es hora de irarreglando las cuentas que tienependientes con sus viejos socios yamigos, y su marido era uno de susíntimos.

La viuda dio un ligerorespingo y se quedó sentada en elborde de la silla. Creo que si se lahubieran quitado no habríacambiado de postura.

—¡Uy! —dijo queriendoparecer ingenua—. Le agradezco ladeferencia. Mi marido era amigo de

don Fernando, pero tampoco erauno de sus socios principales, no.¡Qué diría don Rodrigo si le oyese!

Don Rodrigo Calderón,supuse, aunque debía buscar elmodo de confirmarlo.

—No diga eso —protesté—,que los dos compartían el patronatodel convento de San Telmo en SanSebastián.

La mujer se puso en pie de unsalto y dio una palmada en el aire.

—De eso no me hable, que yono sé nada ni tengo nada que ver.

¿Para eso ha venido? ¿A pedirdinero?

—No, por Dios —dije paratranquilizarla.

—Porque a mí ya me hanquitado bastante con todo el asuntoese de las casas de Madrid. Ni quemi marido hubiese sido quiendecidió llevar a la Corte de un ladopara otro… Mire como vivo, de loque pude salvar, cuatro cuartos,pero no dan para sostener a ningúnmonasterio… Qué más quisiera yo,con el río de dinero que corrió enaquella época por esta casa… Quién

me iba a decir que acabaría así,madre mía…

—Todo lo contrario, señora —dije indicándole que se volviera asentar—. Precisamente donFernando quiere que sepa que él sehará cargo de lo del convento.

—El río de dinero… —repitióla mujer melancólica, mientras yointentaba calmarla con la mirada.

—Me hubiera gustado muchoconocer esa época —dije paraanimarla a seguir hablando.

—No hace tanto, parece

mentira… Quince años, cuandocambió el siglo cambió nuestrasuerte, entonces para bien.

—Me habla de cuando el reynombró valido al duque de Lerma.

La viuda asintió frotándose unmuslo con la palma de la mano.

—Madre mía, qué río dedinero. ¿Se acuerda usted decuando el duque decidió llevarse laCorte a Valladolid?

Asentí con la cabeza. Aquellofue en 1601, y yo hasta el añosiguiente no me tuve que ir a

Flandes a plantar las botas en barrohasta que se me pudrieran las uñasde los pies.

—¿Señora? —Nosinterrumpió una muchacha quecargaba un cestón de ropa blanca.

La mujer alzó un dedo paraque no dijera nada y fue hasta lapuerta hurgando en su faltriquera.

—Dile a Rafaela que ya sepuede esmerar, que como vuelva aver un roto en una sábana se le va acaer el pelo —dijo entregándoleunas monedas—. Y luego pásate

por el mercado y trae cebollas y unapieza de cordero.

—Sí, señora —murmuró lamuchacha.

La mujer volvió a su silla conel mismo brillo en la mirada deantes. Le estaba gustando recordar,y yo me alegré de que así fuera.

—Pues un año antes fuecuando mi marido conoció a donPedro Franqueza, a don RodrigoCalderón, a su don Fernando, almismísimo duque de Lerma…

—Y entonces empezó su

trabajo con las casas —afirmé porprobar.

—Ya lo creo. En Valladolidhizo sus primeros pinitos, y eso queél era de Granada. Y muy gracioso,la verdad. ¡Lo bien que se entendíacon don Pedro Franqueza!, que eracatalán, y con don Rodrigo, que eramedio flamenco. Siempre tuvomucho don de gentes, mi marido,para qué nos vamos a engañar; se ledaba bien eso. Al principio yo lopasaba mal, ¿sabe usted?, porqueyo estaba en Madrid con los trescríos pequeños y él todo el día de

aquí para allá… Que era su trabajo,a ver si me entiende, yo lo aceptabaaunque me sentía sola, pero alguientenía que estar en Valladolid. Elasunto era que el duque ya habíadecidido llevarse allí la capital, asíque se liaron a comprarpropiedades antes de hacerlopúblico y, qué le voy a contar,ganaron una fortuna. Fíjese, porejemplo, que el palacio del marquésde Camarasa lo compró el duquepara convertirlo en palacio real sólopor cuatro mil ducados.

Sonreí ante un precio tan

irrisorio.

—Y cuando se trasladó laCorte se fueron ustedes a vivir aValladolid —adelanté.

—No, qué va. Mi marido sevino entonces a vivir a Madrid, ydurante cinco años estuvo haciendoaquí lo mismo que había hecho enValladolid, y con más facilidadporque con la marcha de la Cortelos precios de las viviendas sehabían hundido. ¡Qué tiempos! Poraquel entonces se comprabanpalacios por cuatro escudos, casasenteras por unas meajas. La gente

vendía su casa en Madrid tirada deprecio para pagar una fortuna poruna casa en Valladolid. Aquello eraun sueño. Con lo que sacaban elduque y sus amigos de vender unade sus propiedades en Valladolid,compraban cuatro en Madrid.Fíjese que el palacio ese deCamarasa que Lerma compró porcuatro mil ducados, se lo vendió almismísimo rey por ¡ciento ochentamil ducados!, que se dice pronto.

Recordé que, en efecto, elmontón de cartas de Silva de Torresen las que hablaba de

presupuestos, tasaciones y ofertasde inmuebles correspondían a esosaños, entre 1601 y 1606.

—Así —continuó hablando laviuda— compró Lerma todas lasfincas que están en el Prado deAtocha entre las calles de SanJerónimo y Huertas y levantó supalacio rodeado de conventos ymonasterios. Y los demás igual, nose vaya a creer. Calderón se hizocon su casa de la calle de losConvalecientes. ¡Qué ríos dedinero, madre de Dios!, porque mimarido mediaba por todos, ¿sabe?

Figuraba él y luego se llevaba sucomisión, lo justo por su trabajo, nosé si me entiende, el hombre se loganaba, un río de dinero.

De modo que ése era su papel,pensé. Silva de Torres era elhombre de paja en Madrid de lacamarilla del duque de Lerma. Noera mal puesto, el sitio oportuno enel momento oportuno, pero no meextrañó que al caer Franqueza loarrastrara consigo, al fin y al caboera la cara visible de casi undecenio de abusos.

—Porque ya sabían que la

Corte volvería a Madrid —dije amodo de aclaración.

—¡Anda!, pues no lo iban asaber si dependía de ellos. Bueno,del duque, usted ya me entiende,pero todo lo hacían juntos. Aunquemi marido también tuvo muchoque ver en el tema, porque mientrasmediaba en la compra de casasbaratas en Madrid, se entrevistabacon uno y otro miembro delregimiento para convencerlos deque ofrecieran un buen dinero alrey para que ordenara a la Cortevolver a la villa, y ya ve si lo hizo

bien, que al final Madrid ofreció alrey doscientos mil ducados porvolver, y recuerdo que Franqueza sellevó otros cien mil de aquelmordisco, y no sé cuánto sellevarían los demás, seguro queLerma tanto o más que el rey, y donFernando… usted lo sabrá mejorque yo.

Dinero, dinero, dinero, pensé.Ése es el auténtico río que fluye porMadrid, el secreto del Manzanares,río de dinero, porque si no ¿cómoexplicar que volviera la Corte a unavilla con un entorno árido y estéril,

un clima desigual y un cauce sinagua? Bien pensado, la capitalnatural de este Imperio deberíahaber sido Lisboa, no Madrid niValladolid, y a lo mejor otro gallonos cantara a estas alturas. Peropara no perder el hilo de la charla ydemostrar que estaba al cabo detodo lo que me contaba, respondísin temor a equivocarme:

—Otro tanto. Y Calderóntambién se llevó un pico largo —añadí para confirmar que el donRodrigo del principio de nuestraconversación era el mismo marqués

de Sieteiglesias.

—Eso seguro —dijo ella converdadera añoranza—. Pues buenoera don Rodrigo, cobraba hasta porrespirar. Qué tiempos, señor, quéríos de dinero…

—Bueno —dije preparando elcamino para la última pregunta—,pues dé por arreglado lo de SanTelmo. No se preocupe más delasunto.

—No sabe cómo se loagradezco. Don Fernando siemprefue un caballero, sí señor.

—Perfecto, entonces —dijequitándole importancia—. Mañanamismo me voy a San Sebastián paradejar cerrado el asunto delpatronato y a ver si puedo teneruna entrevista con Tadeo deAmézquita —dije atento a sureacción.

—¿El negrero?

Intenté ocultar la sorpresa queme causó su pregunta, pero creoque cuando hablé me tembló algola voz.

—Otro amigo de su marido

¿no? De hecho, creo recordar quefirmó como testigo en la compra deun barco que adquirieron juntosAmézquita y don Fernando.

—Sí, y también le ofrecieronentrar en la sociedad, pero yo dijeque no, y menos mal porque luegoempezaron con lo de los negros y amí nunca me gustó ese negocio; haydemasiada gentuza metida ydemasiados riesgos. Al final, o vastú en el barco o entre unos y otroste acaban robando.

No pude resistirlo más,necesitaba una aclaración.

—¿Se refiere a la carraca SãoCristóvão? ¿Era un barco negrero?

—¿No lo sabía? —preguntófrunciendo el ceño.

—Sé que hace transportes demercancías, pero en ninguna partedice que sean esclavos.

—Y tanto que lo son. Lo deltransporte sería al principio, peroluego ya le digo yo a qué sededicaban…

Sonreí y asentí para vercuánto más podía salir de esaboquita.

—… ya se lo digo yo —continuó hablando ella, cada vezmás animada—. El São Cristóvãocargaba negros en África, losllevaba a Cuba o al Río de la Plata yhacía el viaje de retorno de vacíopara evitar a los piratas hasta cercade la costa, donde metía elcontrabando que viajaba seguro enla flota de Indias. Mi marido queríaparticipar, ya sabe usted, decía queera un negocio seguro, que teníanamigos en las aduanas del norte,que multiplicaría el capitalinvertido en los negros, pero yo le

dije que en ese asunto no semetiera porque al final le iba atocar a él viajar con la mercancía;no veía yo a los demás en un barcode esclavos, no señor, usted ya meentiende… Y yo ya me habíaacostumbrado a tenerlo en casa, noquería volver a quedarme sola y,además, ¿para qué queríamos másdinero? Claro que si llego a saber laque me esperaba… Pero quédesastre soy, llevamos un ratocharlando y aún no le he ofrecidonada, ¿le apetece un vasito de vino?

8-10 de octubre,viaje de Madrid a Burgos

Después del encuentro con la viudade Silva de Torres me fui a la

oficina de postas a entregar elcaballo y el correo y luego al palaciode la condesa. Pasé el resto de latarde revisando el archivo delconde sin encontrar nada más deinterés. Por la noche salí a dar unpaseo, cené unas empanadas en elmesón de puntapié de Lazcano yme fui a dormir a la posta para salirtemprano al día siguiente. No veíael momento de ver la cara deMicaela cuando le contara que sufortuna no sólo estaba fundadasobre el uso fraudulento deinformación privilegiada, sino que

había crecido con el contrabando yla trata de esclavos. Le iba aencantar.

Durante los primeros días delviaje de regreso a Burgos me crucécon varios grandes rebaños deovejas que viajaban hacia el surcamino de los pastos de invierno,pero no encontré a nadie con quiencompartir el camino y por eso mealegré tanto al coincidir la últimanoche con el grupo de viajeros máspintoresco que había visto en mivida.

Dada mi condición de correo,

el ventero encargado de aquellaposta dejada de la mano de Dios sehizo cargo del caballo y me enseñóel catre previsto para el jinete: pocomás que un palo de gallinero, trestablas y un saco de paja. Siempreera mejor que dormir al raso. Perola cena era harina de otro costal.Aquel miserable se había valido deno sé qué argucias para sacar lacomida del trato con el conde deVillamediana, de modo que siquería acostarme con el estómagocaliente tenía que pagarlo aparte.Acepté sus condiciones, qué

remedio, pero cuando pregunté quétenía en la despensa respondió quea esas alturas sólo podría asarmeuna cabeza de ajos al precio de unade cordero, porque un grupo deviajeros se me había adelantado yhabían arramblado con todo lodemás. Ni me molesté en contestar.Arañé del fondo de la alforja untrozo de pan duro, una corteza dequeso y dos tiras de tasajo y bajé ala cocina para apurar junto al hogartan frugal refrigerio. Nada másentrar me llamó la atención elextraño grupo que ocupaba la única

mesa disponible: dos hombres yuna mujer vestidos con atuendosorientales.

—Venga, amigo, únase anosotros —propuso uno de loshombres.

El sujeto tenía un aspectodesconcertante. Llevaba puesto unmanto largo y un birrete amarillo,como era norma para los judíosportugueses, y no una sotana dealbornoz y turbante al estilo de losde Orán, pero en vez de irimpecablemente afeitado comocorrespondía a los primeros, lucía

una cuidada barba blanca. Aunquepor encima de esos detalles, lo queme llamó más la atención fueronsus ojos, dos luceros de color azulcielo intenso en un día despejadode otoño, como diría algúnpoetastro alucinado.

—Adelante, por favor —insistió con una enorme sonrisa.Decididamente, era un hombreguapo—. Hay comida de sobra.

De eso no cabía duda. Sobre lamesa había una enorme fuente conuna montaña de humeante arrozcircundado por una corona de

hilachas de verdura y carne de polloy cordero.

Hambriento, di un par depasos en su dirección mientrasmiraba a sus compañeros de mesa,cuyo aspecto era aún más llamativo.Tanto el hombre como la mujerllevaban túnicas de seda de coloresbrillantes y ribeteadas con hilosdorados y plateados del más puroestilo oriental, y largos collares decuentas que les daban variasvueltas al cuello. Sin embargo, sutez era lechosa y tenían el pelorojizo.

—Permita que nos presente —dijo el de los ojos azules—. Miamigo es Robert Sherley, nacidoinglés y embajador de Persia; suesposa, doña Teresa Amazonitis, yyo soy Carlos Pallache. Viajo concartas de embajador de Su AltezaMuley Zidán, sultán de Marruecos.

Eso podía tener un poco másde sentido. Si de verdad eranembajadores viajarían consalvoconducto, porque de otromodo era incomprensible que semovieran por España ataviados deaquel modo sin que se les echaran

encima los alguaciles de lasciudades y los cuadrilleros de laSanta Hermandad. Ya desde FelipeII los moriscos tenían prohibidovestir a su estilo tradicional, que lasmujeres llevaran la cara tapada oque usaran alheña para adornarselas manos o teñirse el pelo y,aunque durante mucho tiempo lasautoridades habían hecho la vistagorda, desde el decreto deexpulsión nadie se atrevía aincumplir la ley.

Dediqué una cabezada a cadauno a medida que pronunciaba su

nombre y, cuando Pallacheterminó, me presenté yo comosecretario de la condesa deCameros, lamentando no llevarpuesta mi librea nueva deterciopelo.

—¿Ha dicho que es ustedinglés? —pregunté luego,incrédulo, al de la preciosa túnicade colores.

—Sí, señor —respondió elmismo Sherley en un modestoespañol—. Aunque hace años queno piso mi tierra.

—¿Y su esposa esmusulmana?

—Teresa es circasiana ycatólica, caballero —respondió elinglés como si la sola duda leresultara ofensiva.

—Disculpen mi sorpresa, perohacen ustedes un extraño grupo deviaje —dije, y no me refería a susatuendos sino al hecho de verjuntos a un embajador deMarruecos y otro de Persia, unoaliado de los otomanos y el otro supeor enemigo.

—¡Oh!, no. Se equivoca —intervino Carlos Pallache—,nuestro encuentro ha sido unagrata coincidencia. El señor Sherleyy su esposa viajan camino deLisboa y yo voy a Burgos.

Me senté despacio en la sillaque me ofrecían, pero el marroquíse dio cuenta de mi reticencia,porque insistió:

—No tenga reparo encompartir nuestra cena, donIsidoro, que también llevo cartas de«judío de permiso» del mismísimoduque de Medina-Sidonia, don

Alonso Pérez de Guzmán, mi granamigo, cartas que me dan derechode tránsito ilimitado por los reinosde la Corona.

—Pero don Alonso hafallecido —dije muy serio.

Pallache sonrió enseñando sumagnífica dentadura.

—Y eso lo convierte en mimejor amigo. ¡Ventero! Traiga másvino y otro vaso, por favor —añadiócon su peculiar acento.

Aunque hablaba bien español,se le notaba un deje de judío

marroquí. Por ejemplo decíaGarna ta por Granada, serteça porcerteza o pirmiso por permiso, peropor lo demás hablabaperfectamente aunque a veces se lecolaba alguna expresión enportugués.

Pallache apartó unmontoncito de arroz con los dedos,le incorporó un pellizco de pollo yuna zanahoria, lo amasó todo juntoy se lo llevó a la boca con granhabilidad. Yo le imité demasiadorápido y perdí la mitad de la bolapor el camino. Nadie dijo nada, y

ese instante de silencio fueaprovechado por el inglés y lacircasiana para despedirsecortésmente y retirarse a descansar.

—Ha sido una jornada muypesada —se justificóinnecesariamente el embajador dePersia— y aún nos queda un largoviaje por delante.

—El señor Sherley va a Lisboa—volvió a repetir Pallache.

Pensé que de Lisboa partíanlas naves hacia la India, y quelógicamente ése sería el destino del

embajador y su esposa, el caminomás rápido para volver a Persia. Eraextraño cómo el destino y la políticapodían convertir en aliados aquienes deberían ser enemigosnaturales, pero las circunstanciashabían hecho que el sha Abbas yFelipe III se trataran comohermanos y que España ayudara entodo lo posible a Persia en suguerra contra el Imperio otomano.Era curioso que a eso no tuvierannada que objetar fray Luis deAliaga y su verdadera «razón deEstado».

Me levanté para despedirme yno me volví a sentar hasta que lapareja salió de la cocina cerrando lapuerta a sus espaldas.

—Y usted va a Burgos,supongo.

—A la boda, sí señor.

—Espero que tenga previstauna residencia, porque la ciudadestá hasta arriba.

—No hay que preocuparse poreso, ya tengo una casa pagada yreservada —respondió Pallache—.Pero gracias por su interés, de

todos modos.

Lo que se dice interés, notenía ninguno; era más bien uncomentario de cortesía, pero estababien que lo agradeciera.

—Carlos es un nombre muyextraño para un judío —dije pararetomar la charla con mi anfitrión.

—Ya lo creo, ni yo conozco aotro. Pero, fíjese lo curiosa que es lavida, que me lo pusieron enhomenaje a su emperador Carlos, elabuelo del rey.

—¿Su familia trabajaba para

el rey?

—No. Mi familia era deGranada y mi nombre fue su últimointento de congraciarse con susvecinos cristianos antes de emigrara Marruecos. Les costó muchoabandonar esa ciudad. Yo, sinembargo, no la conozco, y eso quehe recorrido medio mundo.

—Nació en Granada y crecióen Marruecos.

—En Fez. ¿Conoce Fez? ¿No?Es una ciudad magnífica, Fez. Mifamilia vive cerca de la Bab al-

Mellah, justo detrás de la calleprincipal, la calle del Comercio.

Pallache hizo una bola decarne de pollo, se giró y la metióentre los barrotes de una jaula quetenía a sus pies medio tapada conun paño. Algo se movió dentro y seoyó un bufido.

—¿Está bien cerrada lapuerta? —preguntó.

—Sí —respondí.

Pallache retiró el paño y abrióla jaula. Yo no podía ver quécontenía, pero de pronto una pareja

de pequeñas ginetas seencaramaron de un salto al regazode su amo. Eran preciosas, con sumanto blanco moteado de negro yla larga cola rayada. Pallache lashizo bajar al suelo y les arrojó unoscuantos trozos de carne.

—¿Allí aprendió el español?—insistí.

—En mi casa se hablabaespañol, hebreo y árabe. Y tambiénalgo de holandés, francés e inglés, ysobre todo portugués, porque enFez hay muchos portugueses.Después de la victoria de Wed al

Makhazín, la ciudad se llenó decautivos portugueses, y la mayoríaviven en la Mellah.

Supuse que su victoria de Wedal Makhazín sería nuestra derrotade Alcazarquivir, donde perdieronla vida el rey Sebastián y la flor ynata de la nobleza portuguesa. Eralógico que un hombre comoPallache tuviera aquel sucesoluctuoso como una bendición,habida cuenta que don Sebastiánhabía prometido que tras la victoriapasaría a cuchillo a todos los judíos.

—Y su condesa de Cameros,

¿desempeña algún cargo en laCorte?

—No. El conde está de viajeen las Indias y ella administra supatrimonio.

—¡Ella administra! Quéencantadora. Don Isidoro, tiene queconseguirme una cita con esaespléndida mujer. Debepresentármela sin falta. Tengo algoque seguro que le interesa.

Intuí que sería cosa de valor;joyas quizá.

—Claro —respondí, y lo dije

en serio; me caía bien Pallache—.En cuanto vuelva hablaré con laseñora. Y si puedo servirle de algomás…

—Es posible, depende de aquién conozca en la Corte.

—La condesa conoce a muchagente.

—Verá, don Isidoro —dijobajando la voz a pesar de estarsolos en la habitación—, traigo unaencomienda delicada de parte demi hermano, que vive en Salé.

—¿En Salé? —pregunté

sorprendido.

Había oído hablar mucho deesa ciudad, y todo malo, para quénos vamos a engañar. Se trataba deun puerto en la desembocadura delBu Regreg, en la orilla opuesta a laalcazaba de Rabat, en el que unimportante grupo de moriscosrecién expulsados de la Penínsulase había reunido para constituiruna especie de repúblicaindependiente cuyo principalnegocio era la piratería, y su mayordeseo abofetear a Su católicaMajestad.

—¿No decía que su familiaestaba en Fez? —preguntéponiendo en duda todo lo que mehabía contado hasta el momento.

—Allí viven mis padres, miesposa y mis hijos pequeños, donIsidoro, pero mi familia es extensay está diseminada por el mundo.Tengo parientes en Portugal, enParís, en Amsterdam, en Salé…

—¿A qué se dedica suhermano?

—Es un hombre de negocios.Trata con todo tipo de mercancías:

telas, minerales, marfil, jaleas,miel…

—¿Y con cuál de ellas le haencargado negociar en España?

—Cautivos —dijo bajandoaún más la voz. Y, antes de que yodijera nada, aclaró—: Traigo cartasde cautivos para hacerlas llegar asus familiares, cartas en las quecuentan su situación y comunicanlos rescates que esperan de ellossus captores.

—¿Su hermano tiene cautivoscristianos? —pregunté

escandalizado por su desfachatez.

—No, no, no. Todo locontrario. Él busca su liberación.

—Intermediario —dijeentendiendo el negocio—. Cobrarápor sus gestiones, claro.

—Es lo justo, ¿no le parece?Todo esfuerzo merece unarecompensa.

Asentí despacio anotando enmi mente que debía tener cuidadocon aquel hombre lleno de aristas, apesar de su aspecto encantador.

—Para el asunto de los

cautivos creo que lo mejor quepuede hacer es hablar con losdiáconos de la capilla delCondestable en la catedral. Allí hayuna caja para la liberación decautivos, y seguramente ellospodrán hacer llegar esas cartas a losinteresados.

Carlos Pallache volvió asonreír y a rellenar los vasos devino.

—Se lo agradezco, don Isidoro—dijo mientras amasaba una nuevabola de arroz—, me está resultandousted de mucha ayuda. Ya sólo

faltaría que tuviese algunainfluencia sobre el duque de Lerma—dijo mirándome con malicia.

—¡Sobre Lerma! —exclamédivertido—. Me temo que no, nuncahe apuntado tan alto.

—Lástima —suspiró—,porque traigo el encargo de tratarcon el duque el tema de los librosdel sultán.

—¿Qué libros son ésos? —tuve que preguntar.

—¡Ah!, don Isidoro, ésa esuna historia triste de ladrones

franceses.

Miré alrededor. La cocinaestaba en penumbra, el fuego ardíaalegre en el hogar y las ginetasjugaban en una esquina después dehaberse frotado contra todos y cadauno de los muebles.

—Me encantan las historias deladrones franceses —dijeguiñándole un ojo.

Pallache me miró complacido.

—Tampoco es tan excepcional,no se vaya a creer, cosas de familia.No sé si sabe que a la muerte del

gran sultán al-Mansur, que el Señortenga en su gloria, empezó unalarga y cruenta guerra civil entresus dos hijos, mi señor MuleyZidán y su hermano Muley Xequé.

Asentí más por cortesía quepor conocimiento, aunque algosabía del tema porque el añoanterior había habido muchorevuelo en torno a la toma y ladefensa de La Mamora, una plazaen la costa de África, y todo elmundo hablaba de los problemasque asolaban esa franja de tierra.

—¿Ha estado usted en la

guerra? —preguntó de pronto, y yoasentí—. Sí, ya veo que sí. Sabe delo que hablo —dijo, y yo volví aasentir—. Muerte, hambre… Enuna ocasión mi señor temió versitiado su palacio y que sus tesoroscayeran en manos de su hermano, ypara evitarlo decidió ponerlos asalvo trasladándolos por mar aAgadir. Para una misión tandelicada confió en un capitánfrancés llamado Jean Phillipe deCastelane, a quien Dios confunda.Se suponía que era de fiar porquehabía llegado a Marruecos con

cartas de Luis XIII y del duque deGuisa, pero el muy hijo de puta encuanto salió de puerto tomó rumbonorte de vuelta a Francia.

No me atreví a reír, aunquecreo que el propio Pallache estuvo apunto de soltar una carcajada.

—¿Y huyó? —pregunté muyserio.

—No, por eso estoy aquí. A laaltura de Salé se topó con Pedro deLara, lugarteniente del almiranteFajardo, quien lo capturó y se llevóel botín a España.

—¿En qué consistía el botín?

—Oro, plata… Pero lo másimportante era la biblioteca privadadel sultán, unos cuatro milvolúmenes que había empezado areunir su padre Ahmad al-Mansur.Cuatro mil joyas de medicina,filosofía, gramática, derecho,política… La mayoría bellamentecaligrafiados e ilustrados, muchosmanuscritos, algunos incluso conpiedras preciosas en las tapas.

—¡Y están en España!

—Lo último que sé es que

fueron depositados en la bibliotecadel convento de El Escorial. Por esotengo que ver a Lerma —dijoapurando su vaso de vino—, miseñor quiere recuperar subiblioteca a cualquier precio.

11 de octubre

Al día siguiente cabalgamos todosjuntos hasta Burgos; una caravanadigna de ver, y no sólo por lo

colorido de los atuendos. La gentedetenía su labor en el campo o salíaa la puerta de su casa paracontemplar a los dromedarios quecargaban el equipaje del marroquí,incluida la jaula de las ginetas, y alas dos mulas equipadas con unarnés especial con perchas en lasque llevaba media docena depájaros. Su amor por la cetrería lehacía viajar con varios halcones,dos azores y una enorme águila,todos ellos con la cabeza cubiertacon caperuzas de penachos rojos.Por experiencia sé que no es

recomendable dejarse ver con unjudío pero, qué demonios, Pallacheera embajador, así que pensé queno podía perjudicarme demasiado.

Cerca ya del monasterio deSan Agustín, en el arrabal sur deBurgos, varios mendigos se nosecharon encima para ofrecersecomo guías. Uno de ellos, un tipocon aspecto de viejo estudiantearruinado con poco pelo, se dirigióa Pallache y le preguntó con tonofirme:

—Caballero, ¿es usted acaso elembajador del gran Muley Zidán?

Pallache lo miró suspicaz yasintió tímidamente. El viejoestudiante afirmó rotundo:

—Usted es el señor Carlos.

El judío, sorprendido, asintióde nuevo.

—Le estaba esperando —remató el otro.

Pallache me dirigió otra desus amplias sonrisas.

—Muy bien, caballero —dijoal estudiante mendigo—, acepto suservicio. —Y después, guiñándomeun ojo y bajando un poco la voz,

añadió—: Siempre hay que premiarla eficacia. Evidentemente éste esun tipo despierto y al tanto de loque ocurre en la ciudad. Un hombreasí debe tener trabajo, y mejor a miservicio que en mi contra.

El mendigo se puso a lacabeza de nuestra columna y laguió hasta la puerta del Hospital dela Concepción, abriéndose paso avarazos entre la nube depordioseros que pretendíancompetir con sus servicios.

—Señor Carlos, ésta es lavivienda que han preparado para

usted. Ya han desalojado mediasala del primer piso para que laocupe Su Señoría.

Nos despedimos con unrápido apretón de manos. Videsaparecer al judío por la puerta ypensé que tenía gracia que unembajador de Marruecos, y judíoademás, durmiese en el mismo sitioque la beata Teresa de Jesús, tanquerida por todos, cuando vino aBurgos a fundar su último conventode Carmelitas.

En la casa de postas tuve queaguantar el mal humor del

encargado, que me recriminó haberllegado con retraso, pero no metomé la molestia de contestar; meencogí de hombros y me larguécorriendo al palacio de Salamanca.Después de una semana sin ver aMicaela empecé a disfrutar poradelantado de la deliciosa tarde queme esperaba poniéndole al día delas novedades y haciendo planespara el futuro. Mal hecho, a esasalturas de mi vida ya debería haberaprendido que los pobres nipueden hacer planes ni tienenfuturo.

Me llevó algo más de diezminutos sacudirme el polvo delcamino, lavarme el cuello, la cara ylos encuentros, mudarme de camisay bajar al estrado vistiendo milibrea nueva. Micaela me esperabarecostada en una almohada, vestidacon un sencillo pero elegante trajede seda gris y los ojos mediocerrados. Un lejano aroma deámbar flotaba en la habitación. Sinrecato, me arrodillé en la alfombra,tomé su rostro entre mis manos y labesé, la besé con todas mis fuerzas,con el deseo contenido del último

mes. Su pelo exhalaba un fresco yrelajante olor a lavanda. Ella alprincipio correspondió a mi besocon pasión, casi con desesperación,pero pronto torció el gesto y meindicó que me alejara. Me molestó,para qué voy a negarlo, me dolióporque estábamos solos y sin riesgode que nos sorprendieran, memolestó porque no tenía sentido,me dolió porque noté que no teníalas mismas ganas de mí que yo deella, me ofendió porque me dolía laespalda y había pasado ocho días acaballo para llegar a ese beso, me

dolió porque yo la quería con rabia.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó para justificar el haberdejado de besarme.

—Bien —respondí intentandoimitar su frialdad, pero a mí el hielome quemaba la garganta.

Me incorporé y, confundido,fui a sentarme en una de las sillasque había contra la pared.

—¿Encontraste a la viuda deSilva de Torres?

—Sí.

—¿Y? —preguntó connaturalidad, aparentementeinsensible a la corriente de airehelado que, sin saber yo por qué,circulaba entre nosotros.

Cerré los ojos con fuerza,agité la cabeza y reprimí unbostezo. Seguro que es elcansancio, me dije, percibo lo queno es; así que arrastré la silla alborde del estrado dispuesto areiniciar la conversación desde elprincipio, aunque esta vez nointenté besarla.

—No te vas a creer lo que me

ha contado.

—Seguro que sí —respondióella.

No era cosa mía. No era elcansancio. Micaela estaba nerviosa.No sé por qué me dio la sensaciónde que también estaba enfadada,pero no se me ocurría qué podíahaber hecho yo para que me tratarade aquella manera.

—Escucha, esto es increíble —insistí poniendo toda la emociónque pude.

—Da igual, Isidoro.

—No, de verdad, conozco lafortuna de tu marido, sustrapicheos con Franqueza yCalderón, la sociedad que tenía conAmézquita, el origen del SãoCristóvão…

—¡Te digo que no importa! —exclamó, y su grito sonó a rabia eimpotencia—. He decididoinformar de la muerte de mimarido —dijo escondiendo lamirada.

Me quedé helado. Pensé queno había oído bien.

—¿Cómo?

Micaela bajó la voz.

—Voy a decir que mi maridoha muerto, Isidoro —repitió muydespacio. Estaba pálida y tenía losojos enmarcados en una sombraoscura—. A partir de mañana seréviuda oficialmente.

—¿Qué? —insistí, incrédulo—. ¿Lo has pensado bien?

—Ya lo creo que lo hepensado; llevo toda la semanapensándolo y no hay otra solución.

—¡Cómo que no hay otra

solución!

—No, no la hay. Es el únicomodo de liberarme de Vecino y suchantaje, y de tomar las riendas demi patrimonio y de mi vida. Nopuedo hacer nada respecto a lo queme han robado hasta la fecha, perosí puedo organizar mi futuro.

—¿Y su amenaza? —preguntéintentando controlarme—. ¿Nocrees que hará pública tu carta dehace dos años?

—No lo creo, tendría tantoque perder como yo. De esta forma,

puede desaparecer con lo que yatiene sin que nadie lo persiga.

—¡No seas ingenua! —gritémás alto de lo que debería—. Hehablado con la viuda de Silva deTorres. Tu marido compartía lapropiedad del São Cristóvão conTadeo de Amézquita, quienseguramente esté relacionado conun aduanero del puerto de SanSebastián que parece ser unhombre de paja del banquerogenovés O avio Centurión. Ydetrás de Centurión asoma lasombra del marqués de

Sieteiglesias. ¿Y sabes a qué sededica el São Cristóvão además delcontrabando? La cabeza de todo eseasunto está aquí, no en México, y sino pueden contar con Vecino loharán con el siguiente, pero tu plataseguirá corriendo la misma suerte.

Micaela me escuchabafrunciendo los labios. Tuve lasensación de estar hablando a lapared.

—¿Es eso lo que quieres?

—No, Isidoro, no es lo quequiero, es lo que puedo. Lo he

pensado bien.

—Aunque sabes que Vecinono está solo en ese negocio.

—Eso ya lo veremos.

—El São Cristóvão es un barconegrero —afirmé alzando la voz.Micaela levantó las cejas y apretó lamandíbula, al menos esa noticia lehabía sorprendido—. Compranegros en África, los lleva a Cuba oal Río de la Plata y emprende elviaje de retorno de vacío paracargar contrabando cerca de lacosta. Según la viuda de Silva de

Torres ya hacía esa ruta en tiemposde tu marido. La hacía entonces y lasigue haciendo ahora. Un negociocomo ése no lo monta unadministrador avispado.

—Con mayor motivo tengoque declarar la muerte de mimarido para tomar posesión de mipatrimonio y salir de esteatolladero.

—Pero no lo hagas antes desaber a quién te enfrentas.

—Ya he tomado la decisión,Isidoro.

Era evidente que estaba demal humor, un mal humoramasado, además; una llama quehabía prendido bajo su piel comoen un lecho de turba.

—Vamos, Micaela… —dije entono de broma. No sé por qué creíque una sonrisa podía darme laoportunidad de volver a empezaruna conversación que se habíatorcido desde el principio—. En elreino ya hay bastantes viudos: elrey, el duque de Lerma, el deUceda; éste es un reino de hombressin amor, por eso las cosas van

como van. Lo último quenecesitamos es una viuda más. Y ati, encima, no te sentaría nada bienla toca de monja ni el pelo rapado.

—¿Cortarme la melena? —dijo muy seria—. ¡Eso ni pensarlo!

—Pues tu amiga la duquesadel Infantado se la cortó cuandomurió su primer marido.

—Eso fue porque queríameterse a monja, pero su padre nolo permitió. Con el pelo rapado ytodo, la casó con su primo.

Me sentí como un imbécil

hablando de pelo mientras lo quede verdad amaba se desmoronaba ami alrededor.

—Me estás ocultando algo,¿verdad? Dime lo que sea, vamos,seguro que hay algo más que no mequieres contar.

Micaela se limitó a negardébilmente con la cabeza.

—Eres consciente de lo que vaa pasar, ¿verdad? —casi gritéestrechándole las manos.

Micaela bajó la mirada, y susmejillas adquirieron un ligero tinte

rosado.

—Una viuda preciosa con unadote magnífica. Todos los solterosde la Corte pondrán los ojos en ti.

—Pasará lo que tenga quepasar, Isidoro —dijo recuperandoel aplomo. Tanta seguridad mepilló desprevenido. De pronto, tuveuna premonición.

—¿Estás pensando en casarte?

Micaela no respondió, y nadade lo que hubiera dicho me habríadolido más que ese silencio.

—¿Has decidido ya con quién?

—pregunté retador.

—No digas tonterías —respondió como si hablara con unniño pequeño.

—¿Qué será de nosotros?

La condesa evitó mi mirada yse encogió imperceptiblemente dehombros.

—Ahora no puedo pensar eneso. Lo único seguro es que todoesto ha ocurrido por mi culpa. Si envez de dedicarme a mirar para otraparte me hubiera hecho cargo demis obligaciones desde el principio,

no habría dado alas a ese hijo deputa. Pero se acabó la debilidad.

—Maldita sea, Micaela —dijesorprendido por el cambio de tema—, ¿quieres que me quede abriendola puerta a tus pretendientes? ¿Eseso lo que me tienes reservado?

A la condesa se lehumedecieron los ojos.

Deseaba una declaración deamor, un estallido de pasión, unaprotesta, la promesa de un futurojuntos, pero sólo obtuve dostímidas lágrimas que ni siquiera

llegaron a resbalar por sus mejillas.

—Seguramente hemos dadoya mucho que hablar, y cuando seaviuda tendré que cuidar más lasapariencias. Quizá sea mejor quedejes mi casa.

Me quedé sin respiración.Sentí que las paredes de lospulmones se pegaban entre sí comosi estuvieran llenos de pez.

—¡Dejar tu casa! —exclaméincrédulo—. ¿Por qué?

—Hay que ser realista,Isidoro. No hace falta que te

explique nada, sabíamos que estollegaría antes o después.

—Pero aun sabiéndolo,éramos felices ¿no?

—Es imposible que sigamosjuntos —afirmó recalcando«imposible».

—Está bien —dije cambiandoel tono para ver si lograba calmarla—. Di que tu marido ha muerto, siquieres, pero no veo por quétenemos que separarnos.

—Tú mismo lo has dicho,tendré que volver a casarme.

—Pero hasta entonces… Yademás, seguirás necesitando unsecretario.

—No puede ser, Isidoro, noinsistas, te lo ruego. Te aseguro quenada me resulta más doloroso queesta decisión, pero por ahora nohay otro camino.

—¿Por ahora? —repetímordiendo las palabras—. Antespreferiría que dejaras que tesiguieran robando.

—Por favor, no lo hagas másdifícil, no se trata sólo de eso.

—Luego hay algo más… ¿Quées Micaela? ¿Alguien nos hadescubierto? ¿Te amenazan?

—¡Ya basta! ¡No sigas! —gritócon dureza, pero el temblor de labarbilla me descubrió que a duraspenas contenía un sollozo—. Siquieres puedo buscarte un puestode secretario con mi tío el marquésde Hornacho, o con Villamediana,que también se ha interesado porti…

—Micaela… Señora… —Laspalabras se me hacían un nudo enla garganta—. No sirvo para pedir

limosna.

No sé cómo llegué a la calle,pero debía de tener un aspectohorrible porque un tipo que pasabaante la puerta en aquel momentome esquivó con prevención. Elbueno de Germán me siguió comoun patito, pero no entendí nada delo que dijo, como si tuviera lacabeza debajo del agua. Me apoyéen una de las jambas de la puertacon ganas de vomitar, aguanté dos

arcadas secas; la ira y la rabia sehabían hecho una bola en elestómago de esas que sólo sediluyen con aguardiente. Sin miraratrás, fui calle abajo hasta la plazade la Vega y me metí en el mesónde Beatriz Lara dispuesto a acabarcon la cosecha.

El local estaba lleno desirvientes de las grandes casas, amuchos de los cuales conocía devista. Había un grupo de la Casa delInfantado, de Medina-Sidonia, deCamarasa, de Saldaña, de Lemos,de Altamira, de Sessa… Todos

hablaban en voz baja salvo un parde tipos con aspecto de viejossoldados.

—¡Me cago en la puta de oros!—gritaba uno de ellos cuando entré—. ¡Y ahora dicen que van a poneruna sisa en el vino!

—Nos abrasan a impuestospara pagar sus fiestas.

—¿No sería más justo que losricos pagaran más que los pobres?

—Pues claro, coño.

—Deberían gravar conimpuestos los pescados frescos, las

carnes finas de caza, los corderos,las terneras y el aceite de ballena.Pero no, marcan la sisa sobre elvinagre, la carne de oveja y hastalas velas de sebo.

—¡Lerma es un tirano! —gritócon desprecio el primero.

Lo miré con atención. Elindividuo tenía todas las trazas desoldado: bigote y mosca, pelo corto,coleto de cuero, botas altas con lasmusleras dobladas a la altura de larodilla, el tahalí cruzándole elpecho con espada y dos dagas, afalta de una, y un pequeño broquel

colgando del cinturón. Lospresentes se miraban incómodosunos a otros, con prevención. Laescena me recordó al inicio de unmotín. Aquellos soldados parecíanhaber llegado al límite de suaguante y, aunque no les faltabarazón en lo que decían, erapeligroso hacerlo en aquellascircunstancias. El auditorio noestaba compuesto por camaradassino por lacayos de aquellosmismos a quienes atacaban.

El hombre se puso en pie, sesacó del pecho un manojo de

pliegos de cordel y se paseó por elmesón dejando un ejemplar encada mesa.

—Camaradas, miren esto. ¿Loconocen?

Sin tocarlo, eché un vistazo ala portada. En ella, inserto en eldibujo de un frontispicio quesimulaba ser una academia o algoparecido, pude leer: De la firma deltirano. Al subtítulo no llegué, laletra era demasiado pequeña.

—Aquí está toda la verdad.Los que nos gobiernan están

corrompidos, sobre todo Lerma ysu familia.

—¿Por qué dices eso? —preguntó uno de los lacayos deMedina-Sidonia.

—¿Cómo que por qué? ¿Nosabes leer? Lerma ha convertido alrey en un pelele. Él ocupa todos lospuestos importantes del gobierno,hasta el punto de que tanto vale lafirma de uno como la del otro.

—Es cierto —se animó por fina decir uno de los sirvientes deSessa—. Todos los puestos de

gobierno y todos los cargosimportantes de ultramar sonconcedidos a sus familiares yamigos.

—Que se lo digan a mi amo —comentó un lacayo del marqués deCamarasa.

—¿Por qué no hacen lo quepide el padre Mariana? —dijo unhombre con loba de magistrado.

—¿El padre Mariana? —preguntó el segundo soldado—.¿Qué pide ese cura?

—Que se inspeccione a todos

los ministros reales, que todosandan enriqueciéndose con susoficios.

—¿Y cómo se evita eso? —preguntó un joven con pinta deestudiante.

—Para empezar, quepresenten inventario de bienesantes de tomar posesión de suscargos.

El ambiente se estabacaldeando. Por boca de los criadosse empezaban a adivinar losrencores de los amos y yo sentí que

tenía mucho que decir sobre losdesmanes de ese gobierno, sobre lacorrupción de Lerma y sus acólitos,sobre los abusos, cohechos yestafas en los que se cimentabansus recientes fortunas.

—¡Señores! —gritéponiéndome en pie dispuesto averter todo lo que sabía en unvómito liberador.

Todos se giraron hacia mí, lossoldados los primeros, atentos amis palabras.

—¡Señores! —repetí, pero

antes de que empezara a hablar unamano cubierta con un guante tansucio como una piel de patata seplantó en mi hombro y me obligó asentarme.

—Señores —dijo el tipo queme había interrumpido—, hoycelebramos que dentro de unasemana se casa la infanta Ana.¡Viva la reina de Francia! —gritóhaciendo fuerza para que no mevolviera a levantar.

Me giré para enfrentarlo y mesorprendí al ver que se trataba deLópez Madera, el alcalde que

trabajaba para Carrillo, con su pañonegro en la cabeza y sus guantesgrasientos. Me quedé mirándoloatónito, sin acabar de comprenderun comportamiento tanimpertinente. Por suerte estaba taly como había ido a ver a la condesaal estrado, con la librea nueva ydesarmado, porque si no le habríaagujereado las tripas y lo habríalamentado el resto de mi vida.

—Cómo se atreve… —protesté desconcertado.

López Madera tomó el pliegode cordel que seguía sobre la mesa,

lo miró por delante y por detrás, loarrojó al suelo y se sentó a mi ladoal tiempo que levantaba una manopara que le atendiera una de lascamareras.

—¿Has cenado? ¿No?

Ni contesté. La muchachallegó corriendo y se quedó anuestro lado con las manos a laespalda.

—Tráenos un azumbre devino, un plato de manos de vaca yuna trucha cocida con verduras. Yfruta, dos o tres piezas de fruta.

La muchacha se fue.

—Espero que te gusten lasmanos de vaca. A mí me las hanprohibido, pero disfruto viendocomerlas a los demás.

—¿A qué ha venido esenumerito? —le espeté desafiante.

—¿Conoce usted a esossoldados? —preguntó mirando alos dos que habían empezado eljaleo—. Yo sí. Los conocí en elejército; los he visto actuar. Más deun árbol yermo ha tenido cosechatras su paso por alguna compañía.

—¿Delatores? —preguntéincrédulo.

—Profesionales. Provocan alos descontentos a descubrirse, adar la cara. Ellos son los ganchos.Seguro que no están solos —dijolanzando una mirada alrededor.

—¿Qué hacen aquí?

—No sé, pero por el caminoque llevaba la conversación, debende estar a sueldo de Lerma o deCalderón, que es quien siempre leha cubierto las espaldas.

—¿Está seguro?

—Y tanto. ¿Acaso le parecenormal hablar como ellos lo hanhecho en un local lleno dedesconocidos? Sólo los dominicosse sienten libres para hablar deldemonio sin mirar antes porencima del hombro.

En ese momento sentí unpoco de vértigo. Pensé que, dehaberme explayado como pensaba,podría haber pasado los dos díassiguientes en el potro de algunaoculta mazmorra soltando nombresantes de purgar mi delitoapaleando sardinas en las galeras

del rey. López Madera me habíahecho un gran favor.

Llegó la muchacha con la cenay sirvió los vasos de vino. Temí queel alcalde diera un trago al suyo y elvino se le volviera a salir por lanariz como la vez que nosconocimos.

—Supongo que debo darle lasgracias —dije ya más calmado.

López Madera no contestó.Sacó de un bolsillo una bolsita deseda negra y de ésta un trozo deesponja y una placa de oro ovalada

y ligeramente arqueada del tamañode la yema del pulgar. Por su partecóncava era totalmente lisa, y por laconvexa le salía un pico agujereado,como el ojo de una aguja de coser.En mi mirada había muchaspreguntas, pero López Maderasiguió mudo. Se quitó los guantes ypor primera vez pude ver susmanos. Tenía costras en el dorso,erupciones escamosas y rojas en laspalmas y las uñas abultadas ydeformes. Se dio cuenta de que mefijaba en ellas y agitó los dedos antemis ojos.

—¿Le llaman la atención?Tendría que verme los huevos —dijo, y acto seguido de rascófuriosamente la espinilla de lapierna derecha.

—¿Qué es lo que tiene? ¿Elmal francés?

López Madera tardó enresponder.

—El mal francés, el malitaliano…, qué sé yo. Ya sabe lo quedicen: no hay placer que junto a unhoy no tenga un ay, y junto a unpequé un pené.

Forzó una risita antes deseguir.

—En esto todos echamos laculpa al de enfrente.

—El mal español —rematé yo—. Desde luego, mal sí que noshace. ¿Para qué es eso? —preguntéseñalando la plaquita de oro.

—¿Esto? —dijo mientrasarrancaba un pellizco de esponja ylo enhebraba por el ojo de la parteconvexa—. Para tapar agujeros —explicó, y a continuación se la metióen la boca y la apretó contra el velo

del paladar. Daba cierto reparo vercómo se hurgaba en la boca conesas manos tan asquerosas—. Laenfermedad me ha comido el huesodel paladar y, sin esto, la comida seme sale por la nariz y me ahogo. Esun buen invento.

—¿Y la esponja?

—Al introducirse en elagujero se humedece, se hincha yhace de tope. De ese modo la placaqueda bien sujeta y no hay peligrode que me la trague.

Asentí como si lo hubiera

entendido.

—¿No duele?

El alcalde me enseñó losdientes y chasqueó la lengua.Comprobaba la fijación del aparatoantes de ponerse a comer.

—Ahora no. Dolió cuando secorroyó el hueso; entonces sí que lopasé mal. Ahora está cicatrizado,sólo queda el agujero.

Volvió a ponerse los guantes,creo que por cortesía hacia mí, y dioun trago largo de vino sin queasomase por ningún orificio de la

cara.

—Pero, dígame, ¿qué haceusted solo por aquí?

Era su turno de preguntas. Mecaía bien López Madera. El hombrese estaba cayendo a pedazos, peroarrastraba cierta dignidad y,después de lo que acababa de hacerpor mí, se merecía una respuesta.

—Creo que acabo dequedarme sin empleo —dije sinpensar que era cierto, o deseandoque no lo fuera.

Desganado, arranqué un trozo

de pan de la media hogaza que noshabía dejado la mesera y lo hundíen la salsa gelatinosa de las manosde vaca. Debía de estar deliciosa ajuzgar por cómo la comía el restode los comensales, con pimentón,ajo, cebolla y pimienta, pero a míme supo a tierra. A López Maderalas penas no le habían atrofiado elgusto, de modo que sujetó la truchacon los guantes como si fuera unasardina y empezó a comerla abocados. Cada poco se giraba yescupía al suelo una espina o untrozo de piel.

—¿Le ha despedido lacondesa?

—Algo así —respondídespués de probar los garbanzos,que me parecieron bolas de serrín.

—¿No va a seguirinvestigando… —Se detuvo unmomento, pareció dudar—… lasaduanas?

—Creo que no.

—Entonces… busca unempleo.

—Es posible. Aunque porahora lo que me urge es encontrar

cama.

—No lo va a tener fácil. Lo dela cama, digo. Aunque en lo delempleo tal vez pueda ayudarle.

—¿Ayudarme? —dije consorna—. ¿Quiere contratarme dealguacil?

—No, yo no. Peroseguramente mi jefe, don FernandoCarrillo, esté interesado enconocerlo y pueda ofrecerle algo.

Don Fernando Carrillo, medije, no estaría mal entrar a trabajarpara el presidente del Consejo de

Hacienda por mis propios méritos,así le enseñaría algo a Su Excelenciala señora condesa de Cameros,egoísta autócrata. ¿Cree que lanecesito? ¿Que no soy nadie sinella? Pero no, pensé acto seguido,seguro que don Fernando en ropade cama no es ni la mitad deseductor que Micaela.

—Hágame caso —insistió él—. Vaya a verlo.

Asentí sin ganas. Duranteunos segundos lo vi comer,dudando si dar o no el siguientepaso, y al final decidí que al diablo

con la precaución; total, ya estabatodo perdido.

—¿Puedo pedirle un favor? —pregunté.

—Si está en mi mano…

—Es una consulta en losarchivos de los justicias de Madrid.

—¿Qué hay que buscar?

—Amézquita, Matías o Tadeo.El primero es aduanero del puertode San Sebastián. Hace tres añosuno de los dos fue juzgado y megustaría saber por qué.

López Madera sonrió. Parecíaque iba a seguir investigando elasunto de las aduanas, después detodo.

—¿Lo condenaron?

—Creo que fue declaradoinocente.

López Madera asintió y serascó con fuerza la frente con lamano abierta. El paño que le cubríala cabeza se movió un poco y se lotuvo que reajustar.

—Vaya a ver a Carrillo —repitió con voz cansina—. En serio.

Pedí la cuenta. Pagué la cenade los dos para agradecer al alcaldesu oportuna intercesión, y él seofreció en correspondencia aacompañarme en busca de unacama para esa noche. A la primeraque preguntamos fue precisamentea Beatriz Lara, la dueña del mesón,pero no le quedaba libre ni unapercha.

La fría brisa de la noche hizoque echara de menos la capa. Laplaza estaba vacía y oscura. Losúnicos rastros de vida procedíandel sillero que ocupaba la botica del

extremo de los soportales y deltaller del guarnicionero deenfrente. Al pasar por delante de suventaba entreabierta pude oler lamezcla embriagadora de cola ycuero.

López Madera caminaba a milado en silencio. Juntos fuimos alHospital de Bonifaz, en la mismaplaza de la Vega, una de las muchasobras pías que hay en la ciudad,pero también estaba lleno. Inclusohabía gente durmiendo por el suelosobre simples esteras de esparto.Para colmo, apenas me quedaba

dinero. Pensé en acercarme alHospital de la Concepción a pedirasilo a Pallache, pero me pareció unpaso demasiado comprometido.

—¿Es aprensivo? —preguntóLópez Madera cuando ya empezabaa desesperar.

—No especialmente.

—Tengo amigos en elHospital de San Juan, y sé que seacaba de quedar una cama libre.

—¿Cómo lo sabe?

—El finado era amigo mío.Estaba en la habitación de

infecciosos.

—¿Qué tenía?

—Lo mismo que yo. Loconocía porque tomábamos juntoslas unciones. La última semana yaestaba muy mal y lo dejaron dormiren la sala de cuarentena. Allí lascamas suelen estar libres, nadiequiere ocuparlas.

—Será por algo.

—Usted decide.

Decidí cruzar la ciudad hastael Hospital de San Juan.

Entramos por la puerta de lasCarretas, bordeamos el MercadoMenor y accedimos al Mayor por ellado de las carnicerías. Los cerdosdeambulaban de un lado para otrocon el morro anillado para que noescarbaran el suelo y, entre ellos, semovían los hijos pequeños de loshortelanos del barrio deTrascorrales recogiendo en grandesserones la bosta de los caballos.Subimos por la calle de la Puebla.Entre los que siguen a la Corte y los

peregrinos de Santiago, lossoportales hervían de gente que sepreparaba a pasar la noche. Vimoverse una cortina en la casa delconde de Salinas, y creí distinguirlos rubios tirabuzones de lapequeña Anne, la doncellita deVéronique de Bodineau.

Tres casas más arriba LópezMadera señaló una puerta ycomentó que vivía en el tercer pisocon otros cuatro alcaldes, pero queapenas tenían sitio para quitarse lasbotas. Seguimos hasta la puerta deSan Juan y salimos de la ciudad. Un

soplo de viento frío y húmedo delrío nos acarició el rostro y agitó lasramas de los chopos.

Al cruzar el puente de SanJuan tuve la sensación de entrar enla plaza mayor de otra ciudad,definida por la iglesia de SanLesmes, el convento de lasBernardas y el monasterio yHospital Benedictino. Losalrededores estaban llenos de genteque dormía al arrimo de los aleros,bajo los árboles o directamente alraso. Junto a la puerta, un grupo demuchachos apuraban las sobras de

la gallofa que el hospital ofrecíapara alivio de los más pobres. Alacercarnos se apartaron conprecaución.

Recorrimos el hospital con elabad y el hermano portero. Nosenseñó las naves divididas enestancias con tabiques de paño ymadera, la zona de incurables, la deconvalecientes, hasta lashabitaciones de los religiosos, ladespensa, la bodega y losalmacenes. Todo estaba ocupado, niun rincón ni una cama libre. Por finllegamos a la cámara de

cuarentena, un diminuto tabucocuadrado de tres pasos de lado condos camastros vacíos. Loscolchones eran unos tristes sacosde paja, y las sábanas, dos trozos detela basta y barata pensados parasudario.

—Le digo que no puede ser —se defendió el abad ante lainsistencia de López Madera—. Yaha visto que los aposentadores delrey han requisado casi todas lascamas y apenas nos queda sitiopara peregrinos.

—Vamos, don José, ¿no ve que

es un peregrino?

—Sí, claro —dijo el abadmirándome de arriba abajo—, estáhaciendo el camino.

Mi precioso traje de terciopelocon pasamanos de plata no hablabaen mi favor, y yo tampoco sabíaponer cara de peregrino.

—Va de regreso —dijo LópezMadera muy serio—. De aquí saldrápara Francia.

—¡Es usted imposible! —exclamó finalmente el monje—.Está bien, que se quede. Pero si

llega un infeccioso tendrá quedesalojar.

—Por la cuenta que me trae,padre —dije aliviado—. Eso estáhecho.

—Y la comida por su cuenta.

—Por supuesto.

Cerrado el trato, se fue el abady nos quedamos con el hermanocillerero, un monje hecho a laspequeñas miserias del mundo y alsutil arte de hacer soportable loinsufrible. Apenas me quedabanunas monedas, pero López Madera

me prestó para que pagara unnuevo colchón y un par de sábanaslimpias. Le pedí también quetrajera de la botica un poco debeleño para purificar el aire y,mientras cumplía los encargos,acompañé a mi nuevo amigo hastala puerta.

Después de tantos sobresaltossabía que no pegaría ojo en toda lanoche, y no me equivoqué. Mantuveun exasperante duermevelapoblado de pesadillas hasta que elportero me sacó de la camazarandeándome con violencia.

12 de octubre

—Vamos, ¡levántese y salga! —gritóhistérico el fraile.

Eso de despertarme bruscamentede madrugada amenazaba conhacerse costumbre. Al menos enesa ocasión no me hablaron ensiciliano y me di cuenta de lasituación de inmediato. Con losojos aún medio cerrados vi cómotumbaban en el camastro vecino aun tipo con toda la pinta de llegarenfermo de peste. Su aspecto nopodía ser peor: ardía de fiebre,vomitaba sin control y se quejabade un fuerte dolor en las axilas y enlas ingles. El novicio que lo vio enprimera instancia hizo bien en dar

la voz de alarma; nada habría peorque un rebrote de peste con el rey,la reina de Francia y toda la Corteen la ciudad. Pero por suerte no setrataba más que de un caso agudode lamparones. Eso sí, por esanoche, el mal estuvo hecho. Todo elhospital se despertó, una ola depánico lo traspasó de parte a partey ya nadie pudo pegar ojo. La solamención de la peste inspira talangustia en la gente que aun antesde apuntar el día tuvo que venir elmédico del rey a verificar lasllamativas escrófulas de aquel

desgraciado.

Dejé el hospital con ganas devolver a casa, darme un baño yaclarar las cosas con la condesa.Recordaba de forma confusa losucedido la tarde anterior y, pormás vueltas que le daba, noentendía la razón por la queMicaela había decidido acabar deun plumazo con nuestro futuro. Yoestaba perdidamente enamorado yme constaba que ella también, deotro modo se hace imposiblesostener la mirada ni compartir larisa. Sin embargo, ahora tenía la

sensación de que Micaela meocultaba un secreto, algo queejercía sobre ella tal violencia que lehabía forzado a tomar decisionesdrásticas de las que seguro que aestas alturas estaba arrepentida.Aceleré el paso anticipando elreencuentro gozoso y lascondiciones con que aceptaría susdisculpas, pero en cuanto atraveséla puerta de San Juan me detuve enseco. Algo en mi fuero interno medijo que no era prudente ir tandeprisa, que era mejor esperar yvolver a arreglar las cosas por la

tarde, cuando las aguas hubieranvuelto definitivamente a su cauce.

A falta de aguardiente yletuario desayuné sin prisa un buenvaso de vino con torreznosmientras veía salir de la ciudad ados recuas de quince mulascargadas con pellejos de vino deToro. Su destino eran los pueblosdel camino de Francia a su paso porGuipúzcoa; el duque de Lermacuidaba bien a quienes le servían.

Deambulé luego por las callesSan Juan y Comparada y fui a dar alas huertas del monasterio de San

Ildefonso. Recordé que aquelcolegio era de frailes trinitarios yque a lo mejor debería haberenviado allí a Pallache con lascartas de cautivos, antes que a loscuras de la capilla del Condestable.Pallache, ése era otro tema del quetenía que hablar con Micaela. DePallache, Sherley, TeresaAmazonitis —un nombre que porsí solo llena una velada— y delduque de Osuna, que tambiénmerecía capítulo aparte. Enrealidad no me había dadooportunidad de contarle nada del

viaje a Madrid, ¡con todo lo que mehabía sucedido!

A mediodía aún rondabafrente a la Casa de la Moneda. Comíen un bodegón de puntapiémontado en torno a un puñado debrasas, una trébede y un calderolleno de un caldo denso en el queflotaban habas, ajos y cebollas. Elhombre me facilitó una cuchara demadera, puso una rebanada de panen una escudilla de barro y vertióencima un cazo del guiso. Alprincipio sólo eché de menos unvaso de buen vino; después me

faltó el aire cuando de nuevorecordé las palabras de Micaela. ¿Ysi no daba marcha atrás?, mepregunté boqueando con lagarganta cerrada. ¿De verdad iba adecir que era viuda? ¿Decía en serioque me fuera de su casa? ¿Queentrara a servir a su tío o almarqués de Villamediana? ¿Quépodía hacer yo? Desde luego, nosometerme a su capricho. Soyhidalgo y tenía una ejecutoria quelo avalaba, así que el trabajomanual estaba fuera de discusión;pero de alguna forma tendría que

ganarme la vida. Tal vez encontraratrabajo en una imprenta, no mefaltaba experiencia de corrector,aunque me sería difícil demostrarloen ese momento, o podría volver aescribir cartas y avisos, seguro quese pagarían bien las relaciones de laboda real tomadas de primeramano, pero ¿dónde estarían a esasalturas mis viejos clientes? Tardaríasemanas en restablecer nuevoslazos con gente interesada enrecibir cartas con las novedades dela Corte, y mientras tanto no mefaltarían ocasiones de morir de

hambre.

Preocupado, reemprendí elpaseo hasta el palacio de las CuatroTorres y salí de la ciudad por lapuerta de Margarita, que da a lasalamedas que adornan las traserasde los monasterios de la SantísimaTrinidad y de San Francisco. Eszona de paseo de nobles, de modoque fui atento por si me cruzabacon algún conocido, pero con quienme encontré fue con PeterDonahue, un tahúr irlandés queconocía de Madrid, de mis tiemposcomo vigilante en el garito de

Robles. Su aspecto era como parano verlo: la capa larga negra y elpelo rojo le hacían parecer unaantorcha encendida. Donahue noera un cordero de la inmensamanada de mendigos y putas queseguían mansamente a la Corte,sino un lobo de los que acosan a losdébiles y enfermos del rebaño. Noera un parásito sino un cazador y,para los de su calaña, aquel tipo deaglomeraciones eran el paraíso.Charlamos de Irlanda, del últimointento de desembarco de Juan delÁguila en Kinsale, de los malditos

ingleses, de Hugo O’Neill, conde deTyrone, de los malditos ingleses, deHugo O’Donnell, conde deTirconnell y de los malditosingleses. Con Donahue siemprehabía que hablar de los malditosingleses.

Entrada la tarde, el cieloseguía despejado y, pese a empezara hacer frío, no se había levantadoel viento, así que pensé prolongar elpaseo extramuros hasta la puertade San Esteban. Craso error. Poresa parte las casas habían crecidosobre la muralla y los albañales de

casi cien familias vertíandirectamente en sus zarpas. El olora heces era nauseabundo y elterreno, feraz, parecía infiltrado deuna sustancia gris que se pegaba ala suela de los zapatos.Arrepentido, entré por la puerta deSan Gil y seguí hacia el oeste hastala plaza que se abría a los pies delbeaterio de la Concepción de laMadre de Dios, donde suele estar elmercado de limones, naranjas ycastañas. Por las calles seamontonaban en abigarradodeambular nobles y mendigos,

frailes y cantoneras, flamencos ysicilianos, gigantes de Navarra ycabezudos de Valencia. Dosarrieros se desgañitaban pidiendopaso para una reata cargada decestas y trenzados de palmadestinados a ser la base de losramos de flores frescas queadornarían la catedral en apenasseis días, mientras en la plaza delMercado Menor grupos decarpinteros se afanaban en rematartarimas y tablados.

Esperé. Esperé hasta que sepuso el sol para regresar a casa de

Micaela paladeando el reencuentropor adelantado. Había decidido nohablar de la conversación del díaanterior y empezar desde elprincipio, como si nada. Contar loque había descubierto de losabusos inmobiliarios del duque ysus acólitos, hablar de Franqueza,de su marido, de Calderón, deAmézquita, de Centurión… Y luegoexplicar mi plan, que era bastantesencillo; dar con Amézquita, paraempezar, el socio del conde en elSão Cristóvão, y enterarnos de cómoestaba organizado el negocio y

quién mandaba, y luego tomar lasdecisiones oportunas. Era puralógica. Seguro que ella loentendería, me pediría perdón porsus palabras de la víspera y al finalse acabaría riendo de mi aventuranocturna con el escrofuloso, y yocon ella, porque me encantaba surisa.

—D on Izidodo, ¡me alego devedle! —exclamó Germánponiéndome una mano en el pecho.

Si yo me hubiera encontradoen un estado emocionalequilibrado, aquello deberíahaberme dado una clara pista de loque me esperaba, pero por algoAmor es ciego.

—¿Pasa algo, Germán?

El desgraciado negó con lacabeza como si fuera posible tenerun nudo en la poca lengua que lequedaba.

—Vive Dioz que no quiziedazed yo quien…

—Deja a Dios en paz y déjame

pasar que tengo prisa.

—Pedo ez que no puedo.

—¿Cómo que no puedes?

—Que la zelloda ha dicho queya no vive uzté aquí.

—Que la señora ha dicho¿qué? ¡Anda!, quita que voy ahablar con ella.

—Que no, don Izidodo, que noeztá. Ha ido a devolved la vizita a lazzellodaz dolla Ana y dolla Duiza, yaún no ha deguezado. Ademáz, ibam u y peocupada podque ha decibidouna cadta de Nueva Ezpalla, creo.

—¿De Nueva España? —pregunté temiendo lo peor. Nuncahubiera pensado que todo fuese tandeprisa. No cabía duda de queMicaela lo tenía bien calculado—.Pero ¿qué es eso de que ya no vivoaquí? —insistí.

—Me lo ha dicho ellapedzonalmente. Que uzté ya notabajaba aquí, y que cuando le viedal e acompallaze a recogé zuz cozaz dezu habitación y…

Germán se interrumpió,avergonzado.

—¿Y qué más Germán?

—Que devuedva uzté la librea.

No hubo más palabras. Recogími ropa —incluido el hatillo queme había llevado de viaje a Madridy que seguía arrumbado y sucio enun rincón— y dejé la librea y elherreruelo sobre la cama. En unacto de rebeldía decidí quedarmecon las botas; total, nadie las iba aapreciar tanto como yo, y quémenos podía llevarme después deun año como criado de esa Casa. Unaño sirviendo a la condesa,amándola, y hubiera jurado que

siendo amado por ella. El año másfeliz de mi vida. Hice el equipaje lomás despacio que pude para dartiempo a que regresara, tiempopara que volviera arrepentida adarme una explicación, a rogarmeque me quedara, pero no pasó nadade eso. Bajé con mis hatillos a laespalda y me crucé con Cherinos yEscalante, que parecían esperarmeapostados en el rellano de laprimera planta. Cruzamos lasmiradas y me saludaron concortesía, y creo que casi con pesar.Sabían que su presencia me daba a

entender que también estaba lacondesa aunque se hubiera negadoa verme. ¿En tan poco me tenía queni siquiera se molestaba enecharme a la calle en persona?¿Qué podía justificar aquelcomportamiento? Por primera vezsentí un puntazo de rencor y tuveganas de gritar una impertinencia,pero me mordí la lengua y salí. Alpasar bajo su ventana alcé la vista yvi moverse una de las cortinas.Supe que estaba allí, mirándome ensilencio. Hasta esa noche no mehabía fijado en el friso que

adornaba el dintel, una escenacompuesta por cuatro jinetesatacando a un hombre que sedefiende de rodillas con una lanza.Me pareció la perfecta alegoría demi situación. Como quien no quierela cosa, le dediqué una ligerainclinación de cabeza y me fui callearriba hacia el puente de San Pablo.

Irritado, ofendido, furioso, mepresenté en casa de López Maderadecidido a decirle que aceptabatrabajar para él, para Carrillo o paraquien fuera.

El portero del sencillo edificio

me miró de soslayo cuando pasé asu lado como una exhalación ysiguió desplumando el pollo quemantenía medio sumergido en uncubo de agua caliente. La puerta dela casa era de peinazos de a palmo ycuarterones labrados enbajorrelieve con temas florales, y ala altura del pecho brillaba unaaldaba de hierro en forma delágrima. Tuve que llamar dos veces.Pensé que la casa no sería tanpequeña como me había dicho si nome había oído a la primera, pero elverdadero motivo de la demora se

leía en sus ojos.

—Siento haberle despertado.

—No dormía. Nunca duermo.

Ése era un comentario típicode los viejos que pasan los díasdormitando, pero para qué decirnada. Tenía mal aspecto,demacrado, los párpados caídos, oeso me pareció a la escasa luz de lavela. Lo que más me sorprendió fueverlo con la cabeza descubierta, sinel pañuelo negro. Llevaba el pelomuy corto y una fila de costras lecruzaba la frente como una corona

de espinas.

Sin hacer preguntas, se echó aun lado para dejarme pasar. Elrecibidor era una habitacióndiminuta, ocupada casi porcompleto por un camastro adosadoa la pared contraria a la oscura bocadel pasillo. Seguí por éste a mianfitrión, con las sombras saltandoen las paredes. Pasamos ante unahabitación sin puerta ni ventana,con tres camastros como el de laentrada pero con bolsas de cuero alos pies. En uno de ellos dormía unhombre en camisa, con una calza

por la rodilla y la otra arrebujada enel tobillo.

López Madera había instaladosu cama en la cocina, el únicocuarto de la casa que tenía unapequeña ventana y un fogón contiro de chimenea. Aunque ya era denoche, la habitación estaba enpenumbra gracias a una vela y altenue fuego que ardía en el hogar.De un clavo fijado a una de lasviguetas de madera queatravesaban el techo colgaba unared con media docena de libros.Sólo pude leer la portada de uno:

Primera parte de Guzman deAlfarache, por Matheo Aleman, criadodel rey nuestro señor y natural vezinode Sevilla. Pensé alabarle el gusto,pero lo dejé para más tarde.

En contraste con la pobreza ysuciedad reinante, las paredesrefulgían de una belleza luminosa.Estaban llenas de preciosos dibujossujetos con alfileres y de cuadritosal óleo deteriorados por golpes yarañazos o simplementeinacabados y colocados decualquier manera, aprovechandolas puntas que había ido dejando

un inquilino tras otro.

—¿Y esto?

López Madera miró losdibujos con indiferencia.

—Estaban arrumbados en unaesquina. De un antiguo inquilino,supongo, o del viejo dueño.

Me fijé en un precioso dibujoen sanguina de la flagelación deCristo, en un san Sebastián, en unsan Roque; todos bocetos muyperfilados.

—El inquilino no sería donAlonso Sedano.

—Qué sé yo. ¿Por qué? ¿Loconoce?

—Lleva muerto casi cien años,pero su obra aún se puede ver en lacatedral.

El alcalde volvió a mirar losdibujos y se encogió de hombros.

—Están mejor ahí que en elsuelo —dijo dejándose caerpesadamente en una silla. Se soltóel puño izquierdo de la camisa y sesubió la manga por encima delcodo hasta descubrir una pústulaasentada sobre un fondo violáceo.

—¿Se encuentra bien?

—Un mal día. Hoy me dueletodo el cuerpo. Apenas me puedomover.

Lo miré despacio. Tenía unaspecto desolador. Empezó aextenderse sobre la úlcera unapomada que sacó de una cajita dehojalata.

—¿Qué es eso?

—Mercurio sublimadodisuelto en aguardiente, agua decebada y leche.

—¿Eso cura?

—Por ahora ayuda a jodermela vida. Pero dígame, ¿a qué debo elhonor?

—Ayer usted me dijo que donFernando Carrillo podía darmetrabajo.

López Madera siguiófrotándose despacio la úlcera.

—¿No ha vuelto con lacondesa?

—No, no he vuelto. ¿Deverdad podría darme trabajo?

—Desde luego. Vaya a verlomañana, yo le mandaré recado.

—De acuerdo, mañana iré.Bien. Si no le importa, le dejoporque debo ir al hospital aasegurarme una cama para estanoche.

—¿Todavía así?

—No pensaba tener quevolver, la verdad, y no he dejadonada dicho.

—¿Y va a ir siempre cargandocon su equipaje? —preguntóseñalando con la mirada los dosbultos que había dejado en el suelo.

—Lo dejaré en el hospital.

—Demasiada gente pasa porallí. Contrate a un mozo que se loguarde.

—¿A un mozo? No tengodinero ni para devolverle a usted loque me prestó ayer.

López Madera echó mano a sucintura y sacó una bolsa conmonedas.

—Tome lo que necesite —dijo,y me la tiró.

—No puedo aceptar.

—Pues sin dinero no sé cómopiensa conseguir esa cama.

Eso era cierto.

—Vamos —me animó—,quédeselo. Mañana me lo devolveráen cuanto empiece a trabajar paradon Fernando. Y contrate a uncriado, hágame caso. Le hará falta.

No fue difícil renovar miacuerdo con el monje portero y conel cillerero; ninguno creyónecesario avisar al abad. Tuve quepagar lo mismo que la nocheanterior, pero ahora compartiendo

habitación. Por lo menos el tipo delos lamparones ya no molestaba;parecía un fardo, no tenía fuerzasni para moverse. Las tres purgas ylas dos sangrías que le habíanadministrado no habíanconseguido curarlo, pero síarrancarle las ganas de vivir. Lanoche se auguraba tranquila.

Dejé mi equipaje en unaesquina y pensé qué hacer con él aldía siguiente. Tenía razón LópezMadera, necesitaba un criado.

Volví a la calle, me fui directoal grupo de muchachos que

pernoctaba junto a la puerta delhospital y pregunté quién queríaentrar a servir. Casi todos sepusieron en pie. Les fui acercandola luz uno a uno. Parecían unacolección de despojos humanosaquejados de todo tipo de dolenciascutáneas. Deseché a unos por tiña,a otros por piojos, eccemas,golondrinos; el que no tenía sarnale apestaba la boca a muerto. Alfinal di con un chaval de doce otrece años, aparentemente sano,avispado y que estaba dispuesto atrabajar sólo por la comida.

—¿Tus padres?

—Mi madre, muerta, y mipadre no lo sé.

—¿A qué se dedicaba?

—Era tejedor.

Vaya novedad. Apenasquedaban telares en Castilla, yentre tejedores, cardadores,tintoreros, despinzaderas ybataneros había muchos miles dehombres sin empleo. Hasta hacepoco no había caído en el porquédel desastre, pero después de loque me había contado Cimorro

empezaba a entenderlo. La materiaprima estaba cara porque losasentistas compraban grandescantidades para sacarlas de Castillay, encima, luego importaban tejidosa bajo precio. Con eso eraimposible competir.

—¿Y esas manos?

El chico se las miró conindiferencia.

—¿Te muerdes las uñas?

—Sí.

—¿No tienes otra cosa quecomer?

—Me gusta.

—¿Cómo te llamas?

—Mauricio.

—Está bien, Mauricio. Eltrabajo es sencillo: harás todo loque te diga rápido y sin quejarte, ya la primera de cambio te echo conuna patada en el culo. ¿Algunapregunta?

—Nunca hubiera soñadomejores condiciones —respondiómuy serio.

Contuve las ganas de reír. Noera bueno dar confianza a los

lacayos desde el principio, eso lo sébien porque siempre he estado enel otro extremo del contrato.

—Tú servirás. Entra aquitarme las botas.

Cuando el chico se encontróbajo techo le cambió la cara. Sólome miró remiso al ver al camaradade los lamparones, pero le dije queno le hiciera ni caso y que seinstalara a los pies de mi camastro,junto a la pared y al lado de miequipaje. Feliz, echó en el suelo eltrozo de arpillera que le servía decapa y se tumbó. Como remate,

apareció el cillerero con un platocon pan, carne seca y un vaso devino. El muchacho me miró y yo lehice señal de que empezara. Comióen silencio mientras yo leobservaba tumbado en el camastro.Cuando terminó, sacó unos papelesde la bandolera que llevaba a laespalda y los ojeó un instante.

—¿Sabes leer?

—No.

—¿Y esos papeles?

—Eran de mi padre. Me dijoque los guardara, que siempre me

protegerían.

—¿Cuándo te lo dijo?

—Nada más morir mi madre yantes de desaparecer.

—¿De qué murió tu madre?

—Peste.

Un padre paradójico, pensé,deja a su hijo al cuidado de unospapeles y él se quita de en medio.Puede que fuera un hijoputa, quehubiera enloquecido, el pobre, oque fuera tonto. Siempre se hadicho que cada lunes y cada marteshay tontos en todas partes y,

aunque no soy yo mucho derefranes, a veces dan en el clavo.

—Enséñamelos —dijepensando que se trataría de algúntexto religioso.

El chico se los sacó del pechoy me los tendió de mala gana.Temía que si los tocaba otroperdieran su poder. Los miré porencima. Se trataba de las primerasveinte páginas arrancadas de unmanuscrito que me era conocido: ElVictorial. Crónica de Pero Niño, condede Buelna. No hacía mucho quehabía visto un ejemplar completo

de ese libro en el gabinete demaravillas del marqués deHornacho. No hacía mucho, aunqueahora sentía que había sido en otravida.

—Don Pero Niño, siemprevencedor y nunca vencido —dijealudiendo al protagonista de lahistoria.

Le tendí las páginas y él se lasvolvió a guardar junto al corazón.

Tardé mucho en dormir. Nohacía más que pensar en Micaela,no había forma de sacármela de la

cabeza; el resto de mis problemasse diluían en el dolor de la pérdida.Al muchacho, sin embargo, no leagobiaban los fantasmas, porque alpoco de tumbarse percibí surespiración profunda y sosegada.Al menos, la primera media hora,luego empezó a rebullirse. Volví aencender la vela con el eslabón yme quedé un rato observándole.Cada poco se echaba la mano alculo y se rascaba por encima de laropa; luego dobló las piernas yempezó a hacerlo por dentro. Melevanté, corté la cuerda que le

servía de cinturón, le bajé losvalones y aparté el faldón de lacamisa.

El muchacho se despertó degolpe.

—Pero ¡qué hace!, ¡qué hace!No, por favor.

—Calla, cojones —le dijeapoyando el cuchillo en su espalda.Al sentir el frío del acero dejó demoverse. Con el índice y el pulgarde la mano izquierda le separé loscachetes del culo y con la otraacerqué la vela. El ano hervía de

lombrices blancas, diminutas yfinas como pelos.

—Me cago en… La próximavez que vayas a pescar truchas meteel culo en el río, enano cabrón. Contanto cebo no te han de faltarpresas.

13 de octubre

Me desperté con el tañido de lascampanas doblando a muerto. Unaa una, desde San Esteban a San

Lesmes, las iglesias de la ciudad sefueron uniendo al triste ymonótono lamento. Sólo lascampanas de Santa María semantuvieron al margen del duelo,como si en esos días nada pudieraenturbiar la alegría en la catedral.

Además de las campanaspercibí el ajetreo en la calle, en elcamino, mejor dicho, que pasababajo mi ventana y quedesembocaba en el puente y lapuerta de San Juan. Carros yacémilas cargadas con sacos delegumbres y hortalizas, de carbón

de haya y encina, se apresurabanpara ocupar un buen sitio en elmercado.

Y ya que estaba despierto, porqué no aprovechar el día. Aunqueaún nos movíamos en las horas delas hadas, ordené al chico llevar alavar mis camisas sucias a unconvento —cuando uno tiene pocaropa, debe cuidarla; las lavanderasde la calle tratan la colada como lesgustaría tratar a sus maridos— yque no volviera sin afeitarse lacabeza y sin haberse dado un buenbaño en el río, pero con precaución,

comenté irónico, que no es elManzanares, que este río lleva aguay tiene peces. Debo decir a su favorque como criado llegará lejos,porque aceptó todas misimpertinencias sin queaparentemente le hicieran la menormella.

Mientras tanto, yo empleé elrato en apalabrar con el cillerero lacomida del muchacho y en visitar labotica del hospital para pedir algocontra las lombrices.

—¿De qué tipo? —preguntó elmonje boticario.

—¿Es que hay varios?

—Unas son anchas y planas,con la forma de pepita de calabaza;otras redondas, y las hay finas ypequeñas.

—De ésas. Finas y pequeñas.

—Ésas nacen pegando alsieso. ¿Qué…? ¿Las siente cuandose rebullen?

—Yo no siento nada —respondí, molesto—. Es mi lacayo.

—¡Ah! ¿Un muchacho?

—Afirmé con la cabeza.

—Veamos.

El boticario puso dos papelessobre la mesa al lado de losmorteros de bronce y en uno echóun par de cucharadas de polvo deruibarbo.

—Que tome esto por lasmañanas, con un trago de aceitecon limón. Y para comer un vaso devino. Que se ponga también un parde lavativas con caldo de cebada,rosa seca y flor de manzanilla.

Puso esos tres ingredientesmezclados en el otro papel, cerró

ambos con media docena depliegues y me los tendió.

—Diez maravedís.

—¡Cómo que diez maravedíspor cuatro hierbas!

—¿Sabría usted cuál tomar?—dijo alzando la mirada hacia lasestanterías llenas de frascos yredomas.

—Maldito sea el chaval —mascullé—. Me va a arruinar antesde hacerme ningún servicio.

—Y tome, dele una de estasmedia hora antes de comer durante

los próximos días —añadiótendiéndome una docena depíldoras. Yo dudé en tomarlas de sumano—. Son píldoras de acíbar —aclaró—. Y son gratis.

Me fui a la puerta del hospitala esperar el regreso de Mauriciomientras respiraba aire puro. Notardó mucho. El temor a perder elpuesto había dado alas a mi jovensirviente. Le entregué los dospaquetitos de hierbas y le di lasinstrucciones que debía seguir paralibrarse de las lombrices. Luego leexpliqué sus labores del día:

pegarse a mi equipaje y nosepararse de él para nada, y eso sintumbarse en mi cama. Le pareció eltrabajo soñado.

Con la retaguardia cubierta,me largué a la taberna del díaanterior en la calle de San Juan.Creo que ya he dicho que meencanta desayunar aguardiente conletuario, pero confieso que el vino ylos torreznos tampoco estaban mal;empezaba a cogerles el gusto.

Como era de esperar, el temade conversación era por quiéndoblaban las campanas, y, para mi

sorpresa, era por el conde deCameros. Supongo que yo deberíahaber sido el menos sorprendido,pero la noticia me cayó como unjarro de agua fría. Reconozco queaún tenía la esperanza de queMicaela reflexionara y diese marchaatrás en su loca decisión, pero larealidad me abofeteaba el rostropara que despertara de una vez portodas. Se me hizo una bola en elestómago y no pude comer. El platode apetitosos torreznos seguíaintacto cuando llegó López Madera,que había ido a buscarme al

hospital. Pidió otro vaso de vino yse sentó enfrente de mí sin decirpalabra. A nuestro alrededor lagente fantaseaba sobre la muertede don Fernando. Unos decían quelo habían matado los indios deNueva España; otros, que se habíahundido en un barco cargado deoro.

—Las noticias vuelan —dijomirándome a la cara—. Pobremujer, tan joven y viuda.

Yo me limité a alzar un pocomi vaso para brindar.

—Por don Fernando, a quienno conocí, y por doña Micaela, aquien desearía no haber conocido.

López Madera bebió un largotrago levantando la cabeza yestirando el cuello, señal de que nollevaba puesta su placa de oro en elpaladar.

—Vengo de hablar con donFernando Carrillo… —me dijodespacio. Y antes de acabar la frasese metió un torrezno en la boca y sequedó chupándolo, sin masticar—.Le he hablado de usted, y me hadicho que estará encantado de

recibirle esta misma mañana.

Asentí despacio. Llamé altabernero, pagué y ya salía a la callecuando tuve que escuchar loscomentarios de unos parroquianosque me abrieron las entrañas comoun escalpelo.

—Y no le faltaránpretendientes —dijo uno.

—¡Hombre! Si no le faltabancasada, no le van a faltar viuda.

El palacio de Astudillo-Salamanca es fácil de reconocer porlos dos pequeños cubos queenmarcan la fachada a partir delprimer piso y, en aquellos días, porel repostero de damasco escarlataque colgaba sobre la puerta con lasarmas del presidente del Consejode Hacienda bordadas en oro.

En cuanto me asomé alzaguán, tres hombres —dosarmados y uno con librea de lacayo— se pusieron en pie para cortarmeel paso.

—Tengo una cita con don

Fernando Carrillo —dije conaplomo—. Me está esperando.

—¿Usted es IsidoroMontemayor? —preguntó el lacayo.

—El mismo —dijequitándome el sombrero.

El hombrecillo corrióescaleras arriba, y al instante viasomarse tímidamente una cabecitade pelo rizado al antepecho de lagalería que se abría sobre elzaguán. Los guardias meobservaban de pie, no sé si porcortesía o por precaución, pero no

cambiaron de postura ni cuandovolvió el lacayo.

—Don Isidoro, ahora mismolo atienden.

Asentí con una sonrisaamistosa. Para hacer tiempo paseécontemplando los adornos. Un rayode sol entraba por la ventana que seabría en el descansillo de laescalera, y en él bailaban unamiríada de motas brillantes como eloro. Los muros estaban cubiertoscon reposteros iguales al de lapuerta. A un lado había una granmesa de nogal con varios hachones.

Estaba claro que a don FernandoCarrillo no le gustaba la oscuridad.

Unos pasitos breves de roedoranunciaron la llegada de alguientímido y ligero, que resultó ser elmozo del pelo rizado.

—Don Isidoro, haga el favorde entregar sus armas a estoscaballeros y sígame.

Obedecí al joven caminandocon todo el empaque que pudeaparentar —capa recogida sobre unhombro y sombrero en la mano—hasta el despacho ubicado en el

piso superior, entre la tribuna quedaba sobre el zaguán y el patiocentral del palacio.

Don Fernando Carrillo meesperaba sentado tras una enormemesa de nogal cubierta con unfinísimo tapiz a modo de mantelque no dejaba ver sus piernas. Eraun hombre de unos sesenta años,de aspecto serio y vestido congarnacha al estilo de los letrados,un ropón largo con las mangas muyanchas y el cuello forrado de piel.

—Buenos días, señorMontemayor. Haga el favor —dijo

señalando una de las sillas conbrazos que había frente a suescritorio.

Noté que el dedo anular de sumano izquierda estaba hinchado yenrojecido, y que a su derechaasomaba el mango de un bastón.Tenía toda la pinta de padecer gota.

Me senté donde me habíaindicado fijándome en el resto delos detalles del despacho: alfombrapersa con figuras en dibujos entonos azules, bargueños atestadosde papeles y varios hachones comolos de la entrada. Con ese

despliegue de luz podría iluminarla habitación a medianoche como sifuera de día. Sólo aquel detalle yame hizo pensar que Carrillo debíade ser un trabajador infatigable.

El joven secretario removiócon la badila el braserillo que ardíaa un lado de la mesa y saliócerrando la puerta tras de sí. DonFernando levantó con una mano elpapel que tenía delante y empezó laconversación sin levantar los ojosdel mismo, como si leyera unaescena de teatro.

—Señor Montemayor.

—Don Fernando.

—Tengo entendido que buscausted trabajo.

—Sí, señor.

—¿No estaba usted contentocon su empleo?

—Lo estaba, señor, pero lascircunstancias…

—Trabajaba usted para lacondesa de Cameros, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Una lástima las noticias delfallecimiento del conde, una

desgracia. ¿Era usted su hombre deconfianza?

—Nunca conocí al conde. Yoentré a trabajar para la condesahace sólo un año.

—Ah. Entonces ¿cómo es quelo han despedido coincidiendo conla noticia de su muerte? —preguntómirándome por primera vez.

—Triste coincidencia, sí señor.Pero debo aclarar que no me handespedido, que he dejado la casavoluntariamente.

—Claro, claro. Y el motivo de

su decisión no ha tenido nada quever con los negocios del conde.

—No, señor. Asuntospersonales. Desavenencias…

—¿Desavenencias?

—… con otros miembros delservicio.

—Ya. —Suspiró, me echó unrápido vistazo y volvió a mirar elpapel—. López Madera parecetener mucha confianza en usted.

—Soy trabajador y bachiller, ytengo buena letra —dije orgullosode mis méritos, aunque en realidad

no sabía en qué pensabaemplearme.

—Lo sé. Tengo entendido quetrabajó como corrector en laimprenta de Juan de la Cuesta yque además escribía avisos y cartasa varias personas sobre los sucesosde la Corte.

—Sí, señor —dijesorprendido.

Fuera quien fuese quien habíapreparado aquel papel se habíatomado en serio el trabajo.

—Y durante un tiempo se

encargó del gabinete de maravillasdel marqués de Hornacho, dondeno sólo llevó a cabo una buenalabor de archivero, sino queresolvió el asunto del asesinato desu predecesor en el cargo. Tengoentendido que lo encontraron conun cuerno clavado en la cabeza, quéhorror…

—Eso dicen, señor, pero no escierto. Gonzalo Escondrillo no teníaun cuerno clavado en la cabeza,sino que él tenía un cuerno en lacabeza. Un cuerno suyo. Era comouna masa de pelo, como un cuerno

de cabra que le crecía pegado a lapiel.

—¿Es eso posible?

—Puede verlo si quiere. Elmarqués lo conserva en su gabinetemontado en una tablita.

—Increíble.

Don Francisco soltó el papelen el que había estado leyendo losdatos que tenía sobre mí y me miródirectamente a los ojos.

—Lo que no consta enninguna parte es su experiencia enel garito de Robles.

Me asustó que Carrillo supieratambién eso. De lo demás podríahaberse enterado fácilmente, peroque conociera esa faceta de mi vidaindicaba que me había investigadoen profundidad. Pudiera ser inclusoque llevara tiempo detrás de mí.

—Sí —dije poniéndome en pie—. Durante varios años gestioné elgarito ilegal que tenía Roblesdebajo de su librería de la calleSantiago. Ha sido un placerconocerlo, don Fernando —añadídispuesto a irme.

—¿Dónde va?

Me quedé en suspenso.

—Supongo que a la calle —aventuré—. No creo que le intereseemplear a un tahúr en su despacho.

—¿Por qué no? Es posible quesea lo que necesito. Siéntese.

Obedecí.

—Y creo que también tieneamigos orientales…

Eso sí que me sorprendió.Inmediatamente imaginé que serefería a Pallache, no podía ser otro,pero para saberlo tenía que haberordenado espiarme desde antes de

que dejara de trabajar para lacondesa. Por un instante sentíverdadero temor, aunque deinmediato pensé que podía haberseenterado de forma indirecta yaccidental. De hecho, metranquilicé; seguro que Carrillotendría observadores apostados enlos accesos de la ciudad parainformar de quién entraba o salía, yla llegada del embajador deMarruecos no les habría pasadodesapercibida. De ahí a que alguienme siguiera para averiguar quién sehabía despedido de él con tanta

confianza en la puerta del hospital,había un paso.

—¿Tiene usted idea de en quésituación nos encontramos? —preguntó el jurista, ajeno a lazozobra que yo sentía en aquelmomento. Esperé a que siguierahablando, porque si quería unarespuesta estaba listo—. Puede quele parezca increíble, pero en losúltimos tiempos el rey y su Cortegastan en fiestas y dádivas más delo que antes consumía el ejército desu padre en Flandes. Increíble,¿verdad?

Yo alcé las cejas en señal deque ya nada me parecía increíble.

—Es imposible ahorrar niplanificar el futuro —siguió él—.Del Consejo de Hacienda sólo seespera que atienda las constantespeticiones de dinero del rey, pero¿de dónde esperan que lo saque?¿Creen que lo fabrico?

Aquello era un chistecito,pero anduve bajo de reflejos y nome reí. Seguí escuchando ensilencio. Parecía que Carrillo queríapredisponerme en contra delgobierno, cosa curiosa siendo él

uno de sus ministros.

—¿Qué pinto yo en todo eso?—me atreví por fin a preguntar.

Carrillo me miró con atención,sopesó sus palabras y se decidió ahablar.

—Hace unos años, y gracias alapoyo de la reina, que en gloriaesté, y a los documentos que mefacilitó en secreto el viejo Ibáñez…

—¿Ibáñez?

—Íñigo Ibáñez, el sirviente deLerma.

—Perdone, pero no loconozco. ¿Debería?

Carrillo suspiró.

—No lo conoce, no. Ibáñez esuno de esos héroes necesarios cuyonombre no saltará a los libros dehistoria pero que demuestra que aveces un solo hombre honradopuede cambiar el mundo. Gracias asu valor logramos reunir losdocumentos necesarios paraprocesar a don Pedro Franqueza, unmiserable ladrón, pero pordesgracia otro sospechoso dedelitos igual o más graves escapó

de la justicia.

—¿A quién se refiere? —pregunté con cautela. No podíaolvidar el hecho de que casi todoslos puestos importantes delgobierno, de la Casa del Rey y de laReina estaban ocupados porfamiliares o partidarios del duquede Lerma, y que cualquiera de ellospodría ser acusado de nepotismo ycohecho sin mucha dificultad.

—A Rodrigo Calderón,marqués de Sieteiglesias —dijoCarrillo midiendo cada sílaba—.Cuando ordené prender y juzgar a

Franqueza intenté hacer lo mismocon Calderón, pero el duque utilizótoda su influencia ante el rey parajustificar sus actos y protegerlo. Poraquel entonces Calderón erasecretario del rey, y éste firmó undecreto declarando que erainocente de todos los cargos que sele imputaban.

—¿Inocente por decreto? —pregunté curioso—. Para declarar aalguien inocente ¿no debe haber unjuicio previo?

—Calderón no fue juzgadoexactamente. Y lo peor es que el rey

prohibió que se le investigara.

—Cómo que el rey prohibió…

—El rey necesitaba a Lerma, yel duque condicionó sus servicios ala seguridad de Calderón.

—¿Y usted se salta el decretoy ordena a López Madera husmearentre los criados de don Rodrigo?

—López Madera investiga ainstancias de una denunciaparticular. El hijo del señor Juaraha acudido a la justicia a denunciarla desaparición de su padre.

—Eso fue hace cuatro años.

—La denuncia había quedado«retenida» en una gaveta.

—Y usted la ha encontradoahora.

Carrillo forzó una sonrisa.

—Ahora hay una nuevaoportunidad. El rey ha prohibidoque nadie relacionado con elgobierno acepte dádivas departiculares si no es con supermiso, salvo cosas «de comer ybeber».

—¿En qué cambia eso lasituación?

—Mire esta carta.

Me entregó un papel en el queconstaba una lista de objetos: telasricas, colgaduras, escritorios yescribanías de ébano, cadenas dediamantes, una bolsa con cinco milescudos, una gargantilla de rubíes,una fuente y dos jarras de plataesmaltadas con chapa de oro, unadocena de puertas, variaschimeneas de piedra, cadenas deoro, una caja de marfil con cuarentaonzas de ámbar…

Lo leí y me quedé esperandouna explicación.

—Ésa es la última lista deobjetos que Calderón declara haberrecibido para que el rey le autoricea quedárselos u ordene dóndeentregarlos.

—Es lo que tiene que hacer,¿no?

Carrillo me miró ocultandouna sonrisa irónica.

—Eso es lo que declara. A míme interesa lo que se guarda. Meconsta que sigue recibiendo regalosy prebendas por hacer favores, peroni tengo pruebas ni forma de

conseguirlas. Los implicados sonlos últimos interesados en hablar.

—Por cada beneficiado,seguro que hay media docena deperjudicados. No sería muy difícilconseguir que hablaran.

—Los perjudicados de hoyson los beneficiados de mañana —replicó con una sonrisa irónica—.¿Quién va a querer cerrarse laspuertas del futuro?

—Sigo sin saber qué espera demí.

—Señor Montemayor, quiero

que entre a trabajar para donRodrigo Calderón y me informe delo que se mueve en su despacho.

—¿Quiere que me conviertaen un espía?

Carrillo no respondió.

—Eso es… infame —dije,inseguro, sobre todo considerandolo que me acababa de soltar sobrelos héroes necesarios y cambiar elmundo.

Don Fernando se reajustó elamplio cuello de la garnacha con lamano sana y se removió

pesadamente en la silla.

—¿Ha oído hablar de Gilli? —preguntó.

—No.

—Era un espía genovés. Decíaque los pobres y necesitados sonlos que han de hacer el fructuososervicio, que sólo ellos son capacesde afrontar los peligros, y no losricos, con sus casas, jardines,esposas, hijas e hijos.

—No entiendo…

—¿Es usted rico, Isidoro?

—No.

—Pues, amigo mío, considereque la única verdadera infamia es laque emana de la pobreza, queaboca a los hombres a sacar lo peorde sí mismos. Pero no es miintención que trabaje para mí pornecesidad. Es importante que creaen lo que hace.

Durante unos minutos nosmantuvimos ambos en silencio ytuve ocasión de pensar en lasposibles motivaciones paraconvertirme en un espía: dinero,poder… La religión era una buena

causa, aunque no la mía. Pero elcaso es que sí tenía un motivo paraespiar a Rodrigo Calderón, unmotivo personal y de peso. Simiraba someramente en micorazón descubría una heridaabierta y un difuso deseo devenganza hacia Micaela, pero si lohacía más profundamentedominaba la esperanza de que sillegaba al fondo del tema delcontrabando de plata y descubríaqué o quién la amenazaba, quizárecuperara su atención, su estima ysu amor. Y para lograr ese objetivo,

¿qué mejor posición que en la bocadel lobo?

Carrillo leía mis pensamientosen los mínimos gestos de mi cara,de modo que supo mi decisión casiantes que yo mismo.

—¿Cómo espera que entre atrabajar para él?

—Está todo organizado desdehace tiempo. Sólo esperaba queapareciera un hombre con suscualidades.

—Es un elogio, supongo, peroeso no responde mi pregunta.

—¿Conoce a alguien que noencuentre justificado robar a unbanquero?

El plan era sencillo. Paraentrar a trabajar en el gabinete deCalderón debía contratarme él enpersona y, para que lo hiciera, teníaque ir muy bien recomendado.Carrillo ya había estudiado a loshombres de su círculo, y el únicoque parecía tener una debilidad eraAntonio de Espinar, boticario real y

amigo de don Rodrigo. Calderónestaba en deuda con él porquecuando murió la reina y se produjoaquel escándalo absurdo en que leacusaron de haberla envenenado,Espinar declaró a su favor sinninguna fisura. Y la debilidad deEspinar era el juego.

—¿Le suena el embajadorStafford? —me preguntó Carrillo.

Negué con la cabeza.

—Era el embajador inglés enParís, y acabó vendiendo secretosde Estado al embajador español

para pagar sus deudas de juego,que habían llegado a sermonumentales. Recibió de las arcasespañolas al menos dos milescudos.

—No tiene que contarme losestragos del juego, los conozcobien.

Carrillo siguió hablando comosi no me hubiera oído.

—El puesto de boticario de laCasa Real tiene asignado un sueldoanual, aparte de otros cien ducadosque recibe para el gasto ordinario.

Es un buen sueldo, teniendo encuenta que la única condición es ladedicación exclusiva. Espinar es unhombre sobrio, soltero, sin grandesgastos que hicieran prever quenecesitara dinero, pero en cuantome llegó el soplo de que le gustabajugar, lo hice seguir y calculé suspérdidas. Hace un mes,aproximadamente, aprovechandoque se encontraba endeudado, unamigo solicitó sus servicios en elmás estricto secreto para atenderun ataque de tercianas. Porsupuesto, ofreció pagarle una

cantidad considerable que casicubría su deuda del momento.Espinar accedió a pesar de larestricción que su puesto le exigía;la oferta era demasiado tentadora.El paciente se recuperórápidamente y quedó tan contentode la atención recibida que invitó alboticario a un sarao en su casa paradarle un regalo. Una vez allí leentregó otra bolsa de dinero y ledejó en la fiesta donde había mesasde juego. Le dejaron ganar un pocomás y el hombre se fue dichoso a sucasa.

—Hace un mes, dice. Y ahora¿ha vuelto a perder?

—No, no. Bueno, ha perdidotodo lo que le dimos, pero no hacontraído grandes deudas. Laprimera parte de su trabajo seráque lo haga. Ahora está en Burgos acargo de la botica de viaje y andaun poco justo de dinero. Seguroque en cuanto mi noble amigo lollame otra vez, Espinar acudirá. Hallegado el momento, Isidoro —dijoponiendo sobre la mesa una bolsade escudos de plata que sacó deuna gaveta—. Móntelo todo a su

gusto.

15 de octubre

Dos grandes palancas hay al alcancede un desalmado para mover de suposición a un hombre íntegro: la

vanidad y el dinero. Donde eldinero no triunfa a la primera,nunca fracasa la vanidad, y ni quehablar tiene cuando ambas seconjugan para hundirle. Usadas conhabilidad seducen a cualquiera; leinducen a vender a los amigos, acambiar de bando y, en definitiva,le hacen bailar al son que se desee.La única diferencia entre ellas esque frente a la vanidad, que tiendea hacerse pública, el dinero prefierela discreción.

Dediqué el día siguiente aorganizar a mi grupo para la

representación que debíamosinterpretar. Buscaba profesionalesde confianza, tahúres con honor, yde ésos no abundan. Recordé aPeter Donahue, el irlandés; loencontré, le conté lo que necesitabasaber del asunto y llegamos a unacuerdo. Él se encargó a su vez dereunir a un grupo de jugadores yganchos para la partida, lomejorcito de la profesión, todos conaspecto de caballeros, nada dechusma patibularia. Carrillo, por suparte, habló con su amigo noble ymontó la fiestecilla. Al principio

dudé de que fuese a salir bien contanta gente implicada, pero locierto es que casi nadie sabía nadadel asunto y, los que tenían algunaidea, era de forma incompleta. SóloCarrillo, López Madera y yoconocíamos todos los entresijos.

Con todo preparado, sólofaltaba que yo me vistiera deacuerdo a los posibles de unsecretario de banca y, como notenía tiempo para ponerme enmanos de un sastre, me acerqué a latienda de un prendero. Tuve suerte;encontré una ropilla de mangas

acuchilladas de color leonado conpasamanos de oro que parecíahecha de encargo, unos valonesbastante nuevos y una capadecente.

Volví a dormir al hospital, y eljueves temprano ya estaba en ellugar acordado supervisando lospreparativos.

Todo sucedió tal y comoestaba previsto.

La cita tuvo lugar en la casonade un acaudalado comerciante de lacalle de Cantarranas, frente al

convento de San Salvador. Cosas dela vida, frente al convento y colegioelemental de los jesuitas, esa nochese alzó la Universidad del naipe, delvino y de las mujeres hermosas.

El marqués amigo de Carrillosolicitó una consulta con donAntonio, se hizo sangrar y le pagócomo si fuera el sumo sacerdote deltemplo de Salomón tras oficiar unahecatombe. Luego, le invitó aunirse a la timba que había en elcomedor de al lado y el boticario nopudo resistirse. Tenía demasiadosbuenos recuerdos de la ocasión

anterior y dinero fresco fácilmenteganado. Se sentó en una mesa yempezó la fiesta. Siguiendo misinstrucciones, Donahue prolongó lomás que pudo su agonía,alternando grandes pérdidas conpequeñas ganancias que lomantenían engolosinado. Amedianoche se le acabó el dineroen mitad de una casi remontada ypidió prestado. Yo me presentécomo banquero y le di todo elcrédito que necesitaba, en honor asu amistad con el señor marqués.Le presté dinero siete veces hasta

que, sudoroso y con los ojoshúmedos, se levantó de la mesa y sefue. Dejó firmados pagarés por unvalor muy superior a su sueldo deun año y a los ducados con quecontaba para el gasto diario de labotica de viaje.

Dejé esperar un tiempoprudencial mientras daba un lentopaseo hasta su casa. A pesar de lapeste a podrido que emanaba laesgueva de la Moneda, me detuveun rato sobre el puente de losTrigueros. En el cauce reseco sedebatían gatos, perros y ratas en

busca de los desechos arrojadosdesde las ventanas traseras de lascarnicerías. Después de tantosmeses de sequía, aquel trozo dearroyo se había convertido en unvertedero repugnante, aunque nisiquiera por allí faltaban mendigosbuscando un hueco bajo un aleropara dormir a resguardo delrelente.

La botica del rey estabainstalada en el piso principal deuna casita enfrente del palacio delduque de Frías y vigilada por lamisma guardia del rey. Como era

preceptivo, en una ventana titilabapermanentemente una luz. Mequedé unos segundosobservándola. Aunque disponía deveinticuatro horas para liquidar ladeuda, límite habitual de cortesíaen temas de honor, calculé que enese momento el desgraciado estaríadecidiendo de qué árbol colgarseantes de que se hiciera pública suvergüenza. Respiré hondo, merecoloqué la capa y llamésuavemente a la puerta. El mismoEspinar acudió a abrir y se quedómudo al verme.

—¿Viene a cobrar? —preguntó en un hilo de voz. Aúntenía el semblante descompuesto,la tez blanca y las ojeras marcadas.Era la imagen misma de ladesolación. En aquel momento,aquel hombre sabía que no teníaningún futuro.

—Todo lo contrario —dijepara tranquilizarlo.

Espinar abrió un poco los ojosy frunció el ceño.

—¿Entonces…?

—Don Antonio —dije

mostrándole respeto—, el asuntoque me trae es de índole personal.Confío en su discreción.

El boticario me hizo sentar enuna silla frente al fuego. Mientraspreparaba un par de vasos de vino,me entretuve echando un vistazo alcuarto. Alineados contra lasparedes había una hilera de cofresabiertos llenos de frascos conungüentos, emplastos, platos ybotellitas, libros que supuse demedicina, cajas, morterillos yalambiques de cobre, decenas depequeñas redomas de vidrio,

manojos de velas, aceites…

—Le escucho —dijo ocupandola silla próxima a la mía.

Dejé mi vaso de vino en elsuelo y con deliberada lentitudsaqué los pagarés de dentro deljubón. Espinar se encogióimperceptiblemente de hombros.

—Don Antonio, vengo aponer mi vida en sus manos.

En realidad le recordaba quela suya estaba en las mías; eraimportante abundar en aqueldetalle.

—Si puedo serle de algunautilidad…

—Verá… Estaría dispuesto aperder estos pagarés a cambio deun gran favor.

Por un instante brilló una luzen sus ojos. Esperé unos segundosantes de proseguir. Me fijé en elpliego que colgaba de la cerradurade cada uno de los cofres, y supuseque en él figuraría su contenido.Bien pensado, muy práctico.

—Lo que le vengo a pedir esque me ayude a trabajar para don

Rodrigo Calderón. Tengo entendidoque es usted su amigo.

Me miró con sorpresa; era loúltimo que se esperaba.

—¿Y su jefe? ¿Qué dirá elbanquero para el que trabaja?

—Me despedirá, claro, pero taly como está la ciudad a nadiesorprenderá que me hayan robadode camino a casa.

Una sonrisa iluminó su rostro.Carrillo tenía razón, a todos nosgusta robar a un banquero.

—Tan sólo pido una carta de

recomendación, nada más, y queluego la sustente, claro, si donRodrigo pregunta. En la cartabastará con que ponga que soy unviejo conocido de Salamanca, quesoy de toda confianza y que tengobuena cabeza y mejor letra. Nadasupone una gran mentira.

Espinar me miró reticente.Algo le decía que el asunto nopodía ser tan fácil, ni la vidasonreírle de aquella manera.

—No quiero ser siempre unmozo de un pequeño banquero —expliqué. Era importante que

tuviera claro que sólo me movía laambición—. Quiero ser secretariode don Rodrigo.

No sé si lo creyó, pero almenos su conciencia tenía lacoartada perfecta para traicionar aun amigo pensando que le hacía unfavor. Malos tiempos éstos, me dije,en que la exhibición de avariciatranquiliza conciencias.

Dejé la botica del rey con lacarta del boticario apretada contrael pecho. Al pasar junto a la puertade la iglesia de San Llorente vimoverse una sombra que hizo que

echara mano a la espada y sacara arespirar una cuarta de acero.

—Me envía don Fernando —dijo el hombre en voz baja.

—Ve y dile que todo va segúnlo previsto.

El hombre saludó con lacabeza en silencio y desapareció enlas sombras.

16 de octubre

A dos días de la boda de lospríncipes nadie paraba en su casa, ymenos que nadie el marqués de

Sieteiglesias, don RodrigoCalderón, a quien el rey habíalevantado ya el castigo de prisiónpor la disputa con el capitán de laGuardia Española. Dadas lascircunstancias, me parecióprudente esperar a que pasara laceremonia antes de hacer valer lacarta de recomendación de Espinar.Además, había planeado visitar a lacondesa ese día para que seenterara de que tenía empleo ydinero y que no la necesitaba paranada. Y confieso que tambiénporque me moría de ganas de verla.

Antes de salir a la calle pasépor la botica y me hice con unrecado de escribir para redactar unanota de pésame. Después de darlemuchas vueltas escribí el siguientetexto:

Dios nuestro Señor sabe lapena que he recibido alenterarme de la muerte delseñor conde, que en gloriaesté. Puede usted creer que nosentiría mayor dolor ni por mipropio padre. Que Él lo tengaen el cielo y que guarde austed muchos años y le dé

agudeza y ánimo para elfuturo.

ISIDOROMONTEMAYOR

Lo releí varias veces paraasegurarme de que erasuficientemente impersonal ysutilmente irónico y luego lo dobléantes de guardármelo en el jubón.

Nada más encarar la calle dela Puebla me di cuenta de que algogordo se estaba fraguando, pero no

fue hasta llegar a la plaza delMercado cuando oí la palabra«procesión».

Desde que reinaba el tercerFelipe, no había excusa mala parahacer una procesión: si llegaba laflota, si no llegaba, si llovía, si nollovía, si se firmaba la paz, si sedeclaraba la guerra… La cosa erarezar a la Virgen y a los santos paramantenerlos en sazón, no fuera aser que no respondieran en losmomentos importantes. Entre laenorme ristra de motivos que sebarajaban a diario para hacer

rogativas, los viajes figuraban enlugar destacado, y el que estábamosa punto de emprender era uno delos más lucidos. Pocas veces laCorte en pleno se desplazaba hastala frontera, así que tocaba marcharpara pedir la protección del famosoSantísimo Cristo de Burgos, quetanto bien ha hecho siempre aquien ha querido.

La distancia no superaba losmil pasos y el itinerario era muysencillo: plaza del Azogue, elSarmental, puerta y puente deSanta María, plaza de la Vega y

desde allí, por el camino de Madrid,hasta el convento de los agustinos.La gente se empezó a colocar en losaledaños del recorrido desdeprimera hora de la mañana, cuandolos peones lo despejaron deinmundicias.

Abría la procesión unaimagen de la Virgen escoltada poruna miríada de monjes y frailes detodas las órdenes imaginables:capuchinos, dominicos, carmelitascalzados y descalzos, trinitarios,franciscanos, mercedarios… Acontinuación, bajo palio,

marchaban el rey, la reina deFrancia y el príncipe Felipe, einmediatamente detrás el duque deLerma, su hijo el duque de Uceda yel confesor real fray Luis de Aliaga,tan gordo que peligraban lascosturas del pontifical. Les seguíanlos enviados del rey de Francia ydespués la Corte en pleno, loscorregidores de la ciudad y lasrepresentaciones de los distintosgremios y oficios, cada uno con suestandarte a la cabeza.

—¡Viva el rey Felipe!

—¡Viva la reina de Francia!

Al pueblo le gusta el ruido, demodo que no había grito que nofuera acompañado de un petardo.

El espectáculo de la Corte enla calle resultaba deslumbrante ysobrecogedor, pero sin duda el quemás brillaba era el rey con su trajede tafetán negro bordado de sedaazul y blanca y la capa cortaenrollada al brazo. Apenas sedistinguían los diamantes queadornaban los lazos de sus zapatosy ligas, pero en su pecho destacabael Toisón de oro y en el broche,sobre el ala del sombrero, bailaba

la Peregrina. Ni en este mundo nien el otro se ha visto ni se veráperla más grande ni hermosa.

Me dediqué a seguir el cortejopacientemente por detrás de lasfilas de los mirones queaguardaban el paso a pie firme.Varios hombres cargaban unórgano portátil y la gente searrodillaba ante él y se persignabaigual que ante la imagen de laVirgen, quién sabe por qué.

Una vez en la plaza de la Vegame fui corriendo a ver a la condesa.Ya desde la calle se anunciaba el

luto que regía en la casa: un enormecrespón negro adornaba elrepostero de la entrada y el zaguánestaba entelado con paños grisescon bandas negras. En las esquinashabían montado grandes lámparasde pie de madera oscura con velasamarillas.

—¡Qué dezgacia, don Izidodo!—se lamentó el portero al verme.

El hombre tenía un aspecto unpoco ridículo cubierto con una lobade bayeta negra un par de tallasmás grandes que la suya. Nossaludamos afectuosamente, como

corresponde a viejos camaradas,pero le dejé con la media palabraen la boca en cuanto me dijo que lacondesa estaba en el cortejo. Volvícorriendo a incorporarme a la riadade gente que marchaba por delantedel Hospital de la Concepción. Alllegar a su altura vi a CarlosPallache apostado en el balcónlateral del primer piso. Era extrañover a un judío vestido con unachilaba de rayas observando el pasode una procesión. No sé por quéagité los brazos para saludarlo,pero el caso es que me devolvió el

saludo con una sonrisa. Parecíaencantado. Pensé que nunca lehabía visto serio o enojado pornada y, al momento, miré alrededorpara comprobar que nadie se habíafijado en el gesto.

En la puerta del monasterioesperaba la congregación en pleno,unos ochenta frailes agustinoscolocados en dos filas, que unieronsus voces a la música del órganoportátil. Reconozco que se me erizóel vello de la nuca. Aquellas vocesacariciaban literalmente el alma.

El rey, la reina y todos sus

gentilhombres desaparecieron porla puerta del monasterio y yo meresigné a quedarme fuera con elresto de los mirones, pero unamano se posó en mi espalda.

—Adelante, Isidoro, llegamostarde.

Los guardias alzaron lasalabardas y dejaron pasar al condede Villamediana y a quien debieronde pensar que era su escudero.

El claustro estaba lleno degente principal, pero don Juan selas arregló para llevarme hasta la

misma puerta de la capilla delCristo. Allí nos separamos. Elinterior resplandecía con casi doscentenares de lámparas de oro yplata distribuidas por toda labóveda y a ambos lados del altar,pero apenas pude ver nada hastaque sonó una campanilla. Entoncestodo el mundo se arrodilló y vi alCristo en el altar mayor, a losexvotos que atiborraban las paredescubiertas de riquísimo tisú y a ella.Micaela estaba preciosa vestida conun manto de la cabeza a los pies,una toca blanca de Cambray y un

traje negro adornado con perlas ypiedras de azabache e hilo de plata.Para mi desgracia, me gustabahasta vestida de monja. Junto a ellaestaban la condesa viuda de Lemos,la duquesa del Infantado, la deSaldaña y la francesa Véronique deBodineau, cuya mirada gris recorríacon sed todo lo que le rodeaba.

De los primeros en salir fue elconde de Villamediana, quedepositó una venera de oro ydiamantes en el cepillo de lapuerta, un óbolo por haber entradoen la capilla con espuelas.

—¿Y ahora? —preguntéinseguro.

—Al cuarto del rey, donde lainfanta hará renuncia de susderechos sucesorios a la Corona deEspaña y a los estados de Italia eIndias. Allí no creo que puedacolarte —añadió risueño.

Me escabullí en cuanto pude,temeroso de ser descubierto. Puedeque a Villamediana le resultaradivertido verme en un apuro, peromaldita la gracia que me hacía a mí.

El camino a la ciudad seguía

lleno de gente, de modo que paravolver antes a casa de Micaela memetí campo a través hasta el puentede Santa Clara, el que cruza laesgueva de San Lucas.

Después de la procesión, elzaguán del palacio de Salamanca sehabía llenado de gente ávida depresentar sus respetos a la condesa.Pensé entregar mi carta a Germán ydesaparecer, pero en vez de eso medejé llevar por él hasta la cocina.

En cuanto me vio, María alzólos brazos al cielo.

—¡Ay, don Isidoro, cuánto leechamos de menos! —gritó, y almomento plantó delante de mí unplato de queso, una hogaza de pany una jarra de vino.

Unos nuevos golpes de aldabaobligaron a Germán a volver a supuesto.

—Desde ayer esto ha sido unacasa de locos, y no hay nadie queponga orden. El pobre Germán nosabe ya qué hacer.

—¿La señora no ha contratadoa nadie para que ocupe mi puesto?

—Aún no, y no sé a quéespera, debería ser fácil —dijo entono burlón.

—No va a encontrar a nadie alque le guste más su bacalao, María.

—Eso ya lo sé yo.

—¿Quién es toda esa gente?

—Esto es un carrusel, donIsidoro. Imagínese que antes deque acabáramos de retirar losespejos y los cuadros de las paredesy de tender las colgaduras negras

en las habitaciones, apareció unescribano con dos testigos paraabrir el testamento del señor.

—¿Qué testigos?

—Un corregidor de la ciudad yel señor conde de Lemos, el amigode la señora.

Asentí en silencio. No conocíapersonalmente al conde de Lemosporque el año anterior lo habíapasado en Nápoles, su último añocomo virrey, pero sabía que eramuy amigo de Micaela.

—Cuando identificaron los

sellos del señor y dieron fe de quenadie había tocado el documento,nos reunieron a todos los criados.

—¿Para proceder a su lectura?

—Sí. El señor deja todo supatrimonio a la señora si cumplelas mandas.

—Hay mandas, claro —dijeresignado. Todos los grandestestamentos tienen truco.

—Lo habitual, no crea.Órdenes de pago para variosmonasterios, dotaciones con cálicesde plata y casullas de raso amarillo

con el escudo de la Casa deCameros para varias iglesias…También decía algo de una rentaanual para redención de cautivos…

—¡Para redención de cautivos!¿Alguna vez le importaron loscautivos?

—Ya ve usted, don Isidoro.También ha ordenado que se digamisa cantada los nueve díassiguientes a su muerte, y quince milmisas a lo largo del siguiente año ados reales cada una, y qué sé yocuantas miles de misas también porlos reyes, parientes y amigos

fallecidos.

—A ese ritmo no estarámucho tiempo en el purgatorio.

—Y hay más. También ordenavestir pobres, dotar doncellas, sacargente de la cárcel y no sé qué otrascosas de caridad y devoción.

Vaya elemento, pensé, todo loque no hizo vivo lo compra muerto.Con razón el indiano echaba encara a Micaela la demora endeclarar su óbito. De haber seguidoa tiempo ese ritmo de misas ybuenas acciones, hace mucho que el

finado estaría en el cielo a laderecha de Dios y por delante desan Agustín.

—¿Y no ha dejado nada a loscriados?

—Para nosotros hayquinientos escudos a repartir.

—¡Quinientos escudos! Noestá mal… ¿Y quién es toda esagente que espera a la condesa?

—¿Ésos? Enterradores —dijoMaría con desprecio—. Soncofrades de las Ánimas delPurgatorio de San Nicolás, de Santa

María la Blanca, de San Lesmes, deNuestra Señora del Rosario, de SanFelipe… ¡Qué sé yo! Han pasadotodos por aquí y vienen todos losdías.

—¿Qué quieren?

—El cadáver.

—Pero si no hay cadáver.

—Ya, pero don Fernando dejóseñalados cien mil ducados paragastos de entierro. Y éstos estándispuestos a simularlo en suscapillas, levantar un mausoleo, loque sea para hacerse con la manda.

Se oyó un revuelo en laentrada; los buitres aletearon.

—La señora ha vuelto —dijolacónica María.

Salí deprisa al zaguán con lacarta de pésame en la mano paradársela a Germán y desaparecerantes de que me viera, pero en vezde eso me sorprendí a mí mismosusurrándole al oído:

—Dame diez minutos. Sólodiez minutos.

Germán me miró con unaprofunda cara de pena y asintió en

silencio.

Me asomé tímidamente a lasala del estrado desde la puerta ypude ver a Micaela sentada en elcentro, como una reina. Se diría quebrillaba más por el hecho de estarla habitación desnuda, los tapicescubiertos de paño negro, sinespejos, el estrado sólo con losalmohadones, casi vacío. Ella estabapreciosa ataviada como en la capilladel Cristo, con el vestido negro y elvelo de muselina que le cubría elpelo y le escondía el rostro.

—Isidoro —murmuró con

sorpresa cuando me vio. Hizoamago de retirarse el velo, pero sedetuvo a medio camino.

Cherinos y Escalante estabana ambos lados de la puerta ysonrieron al verme. Eso era buenaseñal, al menos cuando la condesales ordenara echarme a patadas loharían con cariño.

—Dejadnos —ordenó lacondesa, y los escuderosobedecieron de buen grado.

—¿Qué es de tu vida, Isidoro?

—Nada especial, señora, de

aquí para allá —contesté al tiempoque le tendía el billete con mipésame—. Disculpe miintromisión, sólo venía a entregarleesto.

Ella cogió el billete de mismanos y, sin abrirlo, lo guardó ensu manga.

—¿Estás bien? —insistió—.¿Necesitas dinero?

Sentí un irrefrenable deseo deabrazarla, apartar el velo que meimpedía ver su rostro y besarla,pero me mordí el labio y respondí

intentando parecer tranquilo.

—No necesito nada, señora.Tengo dinero y empleo, no sepreocupe.

—¿Empleo? —preguntósorprendida, incluso creo que unpoco molesta. Me pareció que no lehacía gracia que hubiera rehechomi vida tan pronto—. ¿Estás en unabuena Casa?

—La mejor —dije poniendo laguinda.

—Siento que… —empezó amurmurar, pero la interrumpí. Lo

último que quería es que mepidiera perdón por algo de lo queevidentemente no se arrepentía.

—Vamos, señora, no tiene porqué disculparse —le dije—. Ennuestro trato no hubo nuncaviolencia ni promesa.

Creo que sonrió y, a pesar delo que estaba pasando en aquelmomento, me alegré de que lohiciera. Supongo que nadie que nosea de por aquí entenderá la broma,y quizá no estaría de más explicarla.El comentario estaba relacionadocon las condiciones del matrimonio

secreto, pensadas en general parasalvaguardar a los hombres que seaprovechan de doncellas de inferiorcalidad. Vienen a decir que quientiene trato con una doncella sinforzarla ni prometerle casamientono está obligado a satisfacciónalguna. Incluso que si un hombrede gran calidad o riqueza se acuestacon una doncella muy desigual conpalabra de casamiento, tampocoquedará obligado porque ella debesaber que esa palabra se dafingidamente. Por eso añadí:

—Y aunque me hubiera

prometido el cielo, nunca heolvidado cuál es mi sitio.

Ella no se rió. Al contrario,ahogó un sollozo, pero mantuvo lacompostura. Yo me quedédesconcertado por un momento.No supe cómo interpretar esareacción, no tenía mucho sentidoque llorase por algo que habíadecidido ella.

—¿Piensa seguir el viaje de laCorte hasta Francia? Supongo queel luto lo cambia todo.

—No, iré con la Corte. Dadas

las circunstancias, el mismo rey meha eximido del luto riguroso y mepermite viajar. Además, tengo supermiso para fundar un mayorazgo.

—¿Un mayorazgo? —mesorprendí, aunque luego pensé queera lógico, ¿qué mejor modo deasegurar los bienes dentro de lafamilia? Un mayorazgo haría muydifícil que la justicia ordinaria selos arrebatara aunque se llegara ademostrar que tenían un origenfraudulento. No era mala idea,aunque para que llegara a serrealmente efectivo había que tener

un heredero—. No tiene hijos…

—Aún no.

—Entonces es verdad quepiensa casarse.

Un silencio denso se impusoentre nosotros.

—¿Todo esto es por elcontrabando de plata?

La condesa no contestó.

—No tiene que casarse si noquiere. Voy a seguir investigando,sé dónde buscar y voy a teneroportunidad de hacerlo. Por favor,

Micaela… No hagas nada de lo quete puedas arrepentir… —Se meescapó el nombre y el tuteo.

—Quiero vender el barco.

—¿Qué barco?

— E l São Cristóvão. Lo hepuesto en venta.

—¿Y con eso crees que todoestá resuelto?

—Es un paso, ¿no?

Se oyó un revuelo en laescalera. Se abrieron las puertas yentró Germán apurado con una

mano en el pecho.

—Zeñoda, Zeñoda, el madquézde Peñafiel.

Creo que Micaela me miró conlástima.

—Muchas gracias, Isidoro —dijo—. Suerte en tu nueva Casa.

Barrí el suelo con las plumasdel sombrero y me dispuse a salir,aunque don Juan entró antes. Novestía luto; todo lo contrario, lucíasus mejores galas y traía de regaloun paquete cubierto con un paño.Estaba muy excitado.

—Mi señora doña Micaela, letraigo un regalo para que le hagacompañía y le ayude a paliar sutristeza —dijo el joven pisaverde, yacto seguido retiró el paño de lacaja y descubrió una jaula quecontenía una de las ginetas quehabía traído Pallache de África.

—Qué belleza, don Juan. Esun animal muy hermoso.

—Y cariñosa, doña Micaela. Esuna hembra —dijo el jovenabriendo la jaula.

La gineta saltó de su mano y

vino corriendo a restregarse en misbotas; hizo un ocho en torno a mistobillos y se quedó acurrucadasobre mi pie derecho. Imagino queyo era lo más familiar de aquellahabitación; mis botas aún debíande llevar el olor de su compañero, oel suyo propio. Bien por el señorCarlos, pensé, hay que reconocerque se mueve deprisa.

—Lo siento —dije levantandoa la gineta del suelo ydepositándola en el regazo deMicaela—. Es un don que tengo,supongo —añadí por decir algo.

Me acompañó Germán a lapuerta como yo hacía antes con lasvisitas. Antes de despedirme,recordó que tenía un recado paramí.

—Ezpede un momento, donIzidodo, un momento.

Desapareció en el tabuco quesolía ocupar junto a la puerta yregresó con una nota que habíandejado dos días antes.

—Eda un mozo veztido a lamodizca, don Izidodo. Ezpedo que noze haya metido uzté en líoz.

Abrí el billete y era una cartade Pallache solicitándome una citacon la condesa. Vaya con el señorCarlos, me dije, ¿le habría vendidoya la gineta al joven marqués dePeñafiel cuando me envió elmensaje? ¿Sabría para quién era?

Di dos monedas a Germán porel servicio y me fui calle Caleraabajo, hacia las agujas de lacatedral.

En dirección contraria subíandos caballeros con brazaletesnegros seguidos por media docenade lacayos cargados de paquetes, y

no parecían ginetas. No tuve dudade que se había corrido la voz deltestamento del conde de Cameros,que la fortuna de Micaela corría yade boca en boca y que todosechaban cuentas del valor delfuturo mayorazgo de Cameros.

La procesión de pretendienteshabía empezado.

18 de octubre,bodas reales

Desde mucho antes de amanecer seoía rumor de gente bajo mi

ventana. Decenas de acémilascargadas con arena fina sealternaban con carretones llenos deflores, pero a pesar de la energíaque emanaba de la calle, yo sentíaque las ganas de vivir me habíanabandonado. Para mí nada tenía yaimportancia; confundía los colores,la boca me sabía a cieno y la salivaera un grumo terroso. Mi únicosentimiento era una profundatristeza, y habría pasado el día en lacama del hospital si Mauricio nohubiera venido a decirme queLópez Madera me esperaba en la

sala de unciones.

El domingo amanecí hastiado,pero es que el sábado se me habíahecho eterno. Seguro que fui elúnico en toda la ciudad que nodisfrutó de la máscara que tuvolugar por la tarde ni del toroenalbardado, y eso que no quitomérito al esfuerzo que hicieron losgentilhombres del rey para divertira los príncipes el día anterior a suboda. Bajo la batuta del duque deUceda cruzaron la ciudad encuadrillas de diez, ataviados condiferentes libreas bordadas de oro y

plata. Unos iban de leonado conropones a lo medieval, otrosvestidos a lo portugués consombreros altos de tafetán negro,los hubo que parecían los sieteinfantes de Lara y los quepretendían hacerse pasar por ungrupo de sayagueses juerguistas.Los caballos iban cubiertos congasa de plata, las monturas estabanbordadas de oro y perlas y unaorquesta de trompetas, timbales,gaitas y pífanos acompañaron acada cuadrilla.

Los reyes y otros nobles

miraron todo desde las ventanas depalacio y la gente se agolpó en lasplazas del Mercado Mayor y Menory en las calles adyacentes, todasellas iluminadas con antorchas. Amedianoche, para más diversión,soltaron por sorpresa entre elgentío un toro bravo enalbardadocon cohetes atados alrededor conlas mechas encendidas. El pobreanimal corrió aterrorizadoembistiendo a todo lo que se leponía por delante, de modo que enun momento se cobró dos vidas yuna docena más de desgraciados

quedaron en el suelo con heridasgraves. Daba gusto oír la risa de lospríncipes en los balcones viendocómo las madres intentaban ponera salvo a sus hijos, y es que nadainduce más a festejar la vida que lamuerte ajena. Pero yo ni por ésasconseguí animarme.

Cuando ya de madrugada seretiraron los señores ebrios deorgullo y vino, cuadrillas delimpiadores peinaron la ciudad y,antes de que terminaran,empezaron a llegar los arrieros.Apenas había pegado ojo cuando

Mauricio me comunicó el recadodel alcalde.

Vestí con desgana la ropalimpia y me acerqué a la sala deunciones, que a pesar del renombreera sólo un cajón de madera al finalde una de las naves del hospital conespacio apenas suficiente para dosmesas altas. López Madera estabadesnudo sobre una de las mesasque habían cubierto con un pañogrueso de algodón. Sólo unpequeño lienzo le cubría el sexo yse había rasurado todo el cuerpo.Al entrar no pude disimular un

gesto de desagrado.

—No huele bien, ¿verdad? —dijo el enfermo al ver mi expresión.

—Ya sabe usted que podría…—empezó a justificarse el fraileboticario.

—Sí, sí. Por un poco más lepodría añadir canela, nuezmoscada, ámbar gris y almizclefino. Pero no se preocupe, padre,me conformo con la grasa de cerdo,el mercurio y el aceite de laurel.

—Cierre bien la cortina, porfavor —dijo el fraile dirigiéndose a

mí—. Es importante que el enfermono coja frío.

López Madera cerró los ojos ypude observar su cuerpo sin pudor.Estaba salpicado de manchascoloradas y amarillentas, llagadasalgunas, especialmente en lasespinillas y en la frente.

El fraile se calentó las manosen el brasero y luego empezó aextender el ungüento por lasplantas de los pies. Siguió por lostobillos, rodillas, corvas, muñecas,manos, codos, hombros, espalda,cuello y espinazo hasta el culo.

Poco a poco el paciente fueadquiriendo el tono grisáceo de unahogado.

—¿Por qué tiene ese aspectotan oscuro? —pregunté.

El fraile no me miró paracontestar.

—Lleva aceite de ruda yceniza de sarmientos. Para darleconsistencia.

Me senté en la mesa vecina. Latemperatura era agradable graciasal brasero bien cebado que ardía enuna esquina cargado de erraj y

astillas de enebro; no se estaba malcuando te acostumbrabas al olor.

—Ya me he enterado de suéxito en el asunto de nuestroamigo.

Miré al fraile con prevención,pero López Madera siguióhablando como si nada.

—Me alegro de que ya estédentro.

—Aún no lo estoy.

—Lo estará. Y una vez allí,acuérdese de mí. Tal vez encuentrealgún rastro de Juara. ¿Cuándo

piensa presentarse?

—Hasta el martes no creo quesea buena idea.

—El martes…

El fraile seguía concentradoen su tarea. Trabajaba despacio,deteniéndose y poniendo másuntura en las zonas donde habíaheridas abiertas o erosiones.

—¿Tiene que hacer esto todaslas semanas? —pregunté paracambiar de tema. Aunque no se noshabía escapado nada importante,no me gustaba hablar de algo tan

delicado con un extraño en medio.

—Debería ser todos los días—respondió el fraile.

—Si usted lo paga, hermano,no tendría inconveniente en venir—respondió socarrón el paciente.

—Siempre con el dinero —dijo el fraile con un suspiro.

López Madera se rió de buenagana y entre carcajadas sacó airepara remachar:

—El dinero siempre está enboca de quien no lo tiene.

Cuando terminó de aplicar elungüento, López Madera se quedóde medio lado y el fraile lo cubrióentero con el sudario, de pies anariz, y echó sobre él una gruesamanta de lana.

—Y ahora despídase de suamigo —le dijo. Y antes de darletiempo a hacerlo le colocó un cañónde pluma entre los labios.

López Madera me dirigió unamirada triste y cerró los ojos. Yo mequedé un rato más haciéndolecompañía en silencio, hasta que unhilo de baba asomó por el cañón de

ave y empezó a caer sobre la mesa.

Dejé sudando sus pecados ami nuevo amigo, le di unasmonedas a Mauricio para quetuviera qué comer y me fui a dar unpaseo. Como era un día de fiestatan especial me detuve en unbarbero para que me rasurara lasmejillas y me retocara el bigote y lamosca. Trabajaba el hombre en lacalle, al lado de un ciego quecantaba a voz en grito el romance

de las lamentaciones de Francisco Idelante de un cartelón conilustraciones alusivas al suceso. Losversos resultaban halagadores parael amor propio español, pero notanto para el orgullo francés,aunque nadie le hacía mucho caso.Al levantarme de la silla le echéunas monedas en el chapeo y elciego tocó una campanilla paramultiplicar el tintineo del cobre.

A lo lejos, la música depífanos y los redobles de las cajasanunciaban que las guardiasestaban formando en la plaza

delante del palacio delCondestable. Aceleré el paso.Cuando llegué, la Guardia Españolaya estaba alineada y entraba en laplaza la Alemana. Ambas vestíande amarillo, como era habitual,aunque en esta ocasión las libreaseran de terciopelo y raso. Además,habían añadido un galónajedrezado con los escaquesblancos y rojos que recorría lapechera, el borde del jubón y losacuchillados de los gregüescos, enel caso de la Guardia Española, y lascosturas de los valones en el de la

Alemana. En la puerta, a caballo,estaban sus capitanes, donFrancisco de los Cobos y Luna,marqués de Camarasa, y donRodrigo Calderón, marqués deSieteiglesias.

Por fin podía observar sindisimulo al famoso RodrigoCalderón. Tendría unos cuarentaaños, no más; un hombre jovenpara todo lo que había vivido hastael momento y el enorme poder quehabía conseguido reunir partiendocasi de la nada. Muy serio yconsciente de su papel, vestía el

uniforme de la guardia con unascintas azules, blancas y encarnadasen el brazo izquierdo y montaba unprecioso y tranquilo caballo ruanocon los arneses bordados con hilode oro. La cinta de oro delsombrero brillaba como unadiadema de la que nacía un bosquede plumas.

Mezclados entre las guardias,ajenos a sus evoluciones y encontraste con su orden y disciplina,unos saltimbanquis preparaban sutinglado frente al palacio delCordón. Habían fijado dos grandes

postes en el suelo y estabantensando con unas cuerdas atadas aunas argollas el cabo que habíanlanzado desde la chimenea de lacasa de la sal. Estuvierontrabajando hasta las once de lamañana, en que se abrieron laspuertas de palacio y unos corchetesles hicieron retirarse para dar pasoal cortejo de la reina.

Los primeros en salir delpalacio del Condestable fueron losgentilhombres del rey, una filainterminable de caballeros yseñores, todos ellos

riquísimamente vestidos, cargadosde joyas y rodeados por sus pajes ycriados que lucían las más lujosaslibreas. Detrás salió Su Majestad acaballo, acompañado por suscaballerizos y su mayordomo, y a élse pegaron los marqueses deCamarasa y Sieteiglesias. Le seguíaun coche dorado con un tronco deseis caballos blancos con elpríncipe y la reina su hermana a suderecha y, en la testera, los infantesdon Carlos y doña María. Tras él ibaotro coche con las damas de lareina, entre las que distinguí a la

duquesa del Infantado, a la condesade Saldaña, la condesa viuda deLemos, hermana de Lerma, aVéronique de Bodineau y a Micaela,mi condesa de Cameros. Por ese díael rey le había eximido del luto yvestía el precioso traje azul que lehabía cosido el genial Bartolomé.

Tras los coches cabalgaba elduque de Uceda, el del Infantado,el de Osuna, el marqués de Peñafiely otros nobles, entre los quedestacaba el conde de Villamedianamontado en un tordo rodado conlas crines casi hasta el suelo. Iba

don Juan de Tassis vestido concuera y calzas de raso blanco,bordado todo y cuajado de oro decanutillo, capa y gualdrapaincluidas, con botones dediamantes. El sombrero, tambiénblanco, llevaba una cinta adornadacon piedras preciosas y una de lasalas estaba doblada y sujeta conuna escarapela de rubíes. De ellabrotaba una explosión de plumascomo la fumarola de un volcán. Leacompañaban ocho pajes y cuatrolacayos con librea de pañolimonada con guarnición de raso

verde y caracolillos de oro y plata.A su paso, las mujeres cantabancoplas.

En cuanto arrancó la comitiva,las guardias se desplegaronrápidamente en dos filas apretadasa ambos lados del cortejo y fueronavanzando y asegurando el trayectohasta la catedral.

El duque de Lerma, querepresentaba a Luis XIII en laceremonia de la boda por poderes,había ido por otro camino encompañía del embajador deFrancia. No pudo ir a caballo

debido a lo débil que se encontrabatras el ataque de tercianas queacababa de padecer, pero lo hizo enuna silla de oro forrada deterciopelo carmesí. Cuando llegué ala plaza del Sarmental, la sillaestaba al pie de la escalinata y losocho porteadores vestidos deterciopelo rojo con pasamanos deoro aún llevaban los correones alhombro.

En lo alto de la escalera —cubierta de alfombras rojas de seda— aguardaban el conde de Lemos,el de Olivares y un niño vestido con

una túnica blanca larga y una capanegra con la cruz flordelisada verdede Alcántara bordada en el pecho.Junto a ellos estaba el arzobispodon Fernando de Acevedo,revestido de pontifical, con pluvialblanca, mitra y báculo, charlandocon don Antonio Gaetano, nunciodel papa Paulo V en España, Brûlartde Sillery, embajador de Francia, yel duque de Lerma, que iba tan deblanco como la paloma del EspírituSanto. La guarnición era de perlas,y de diamantes el más del centenarde botones del traje, las dos

cadenas que le cruzaban el pecho yla cintura, el reloj que pendía deuna de ellas, la enorme venera quellevaba prendida a la altura delcorazón y el aderezo del sombrero.Aquel hombre brillaba como unaluna llena.

Tan pronto llegó la comitivareal todos entraron en el templomenos el obispo, que corrióescaleras abajo para recibir bajopalio al rey y a los príncipes. Lainfanta estaba preciosa. Con apenascatorce años, derrochaba dignidad;mientras que el príncipe de

Asturias, cuatro años más jovenque su hermana, miraba a uno yotro lado con cara de asombro. Nosé si sabía, imagino que sí, que enese mismo instante, en la catedralde Burdeos, el duque de Guisaocupaba su lugar en una ceremoniasimilar a aquélla por la cual seligaba en matrimonio a la bellísimaIsabel de Borbón, dos años mayorque él, y hermana de Luis. Juntossubieron con gran pompa yparsimonia y, cuando entraron enel templo, el coro los recibió con unimpresionante Te Deum Laudamus

que se extendió como un eco por laciudad.

La ceremonia duró una hora,más o menos. A eso de la una de latarde debieron dar el definitivo «síquiero, otorgo y recibo», porque elcoro atacó el salmo «LaudateDominum omnes gentes…» y luego seoyó una misa pontifical en la quelos chantres cantaron loskirieleysons, el Gloria y el Credo.Supe que habíamos llegado al «Itemissa est» cuando varios sacerdotesocuparon todos los púlpitos,incluida la parte alta de la escalera

del Sarmental, para dar lectura a lasindulgencias concedidas por elPapa, como la plena remisión de lospecados a todos los presentes.Enternecía ver cómo se dulcificabala expresión de los ladrones yasesinos del pueblo llano que habíaacudido a las bodas. Los de laaristocracia otorgaban al detallemenos importancia porqueaccedían con mayor facilidad aperdones de ese calado, cuando nolos adquirían con fondos propios,como de hecho había visto hacer alduque de Osuna.

Las campanas de Santa Maríaecharon a volar, y a su alegrerepique se unieron de inmediatotodas las de la ciudad. Bandos depalomas surcaron el cielo de Burgossin hallar sitio donde posarse.

Aún tardaron en salir losreyes, supuse que por el besamanosque siguió a la ceremonia, y cuandolo hicieron se formó una comitivasimilar a la de la llegada paraacompañarlos de nuevo al palaciodel Condestable. La gente en lacalle estallaba a su paso en vítores yaplausos. Llegaba música desde

distintos puntos de las plazas, y ungrupo de danzantes sobre zancosatrajo la atención de nobles ylacayos. Impresionaba ver cómo semovían sobre aquellos palos comosi lo hicieran sobre sus propiospies.

Su Majestad comió con lareina en el palacio cerca del balcónprincipal, al que se asomó de vez encuando para saludar al gentíoreunido bajo su ventana. Mecontaron que más de seiscientaspersonas se turnaron para verloscomer en el salón del palacio, sin

contar con los grandes y señoresque servían la mesa.

La primera vez que se asomóla reina de Francia a saludar fuecuando los saltimbanquis iniciaronsu espectáculo. Al ritmo de lamúsica que interpretaba unaorquestilla de cuatro instrumentos,ejecutaron sobre sus cuerdas lasacrobacias más increíbles. Lacuerda quedaba a más de diez varasdel suelo, y andaban por elladescalzos, con bolas en los pies, conzancos, y siempre como si lohicieran por el pasillo de su casa.

Luego dieron en perseguirse. Unode ellos, con los ojos tapados y unsaco sobre la cabeza metido hastalas rodillas, intentaba atrapar a otroque saltaba de aquí para alláhaciendo muecas de terror cada vezque parecía que se iba a precipitaral vacío. La gente los observabaabsorta, y tan pronto explotaba enrisas como en gritos de angustia yestupor. Tanto fue así que, al final,unos frailes que estaban entre elpúblico pidieron que se examinaraa los acróbatas para asegurarse deque no llevaban ninguna marca

diabólica en el cuerpo. Por suerte,nada denotó su esencia maligna yles permitieron seguir haciendo lasdelicias del pueblo.

Había orden en la ciudad deponer luminarias en cuantooscureciera, y los burgalesescumplieron colocándolas a pares encada balcón o ventana, incluso enlos pisos altos. Toda la villarefulgía. Yo creo que en pocas horasse quemó más cera de la queproducen todas las abejas delYucatán en un año. Era una nochehermosa, mágica y, para rematarla,

hubo sarao en palacio con música,baile y fuegos artificiales montadospor unos valencianos, que sebastaban y se sobraban para hacercreer a los no avisados que laciudad estaba bajo asedio.

Yo cené en el mesón de lasCarretas un plato de cuchara conun trozo de pan trenchel, pardo ymal cocido, regado con un caldoque era rojo por el rubor que lesubía al oírse llamar vino. Había

mucho trasiego, demasiado, y aúltima hora servían lo que quedabaa precio de bloqueo. Casi se diríaque le quitaban el rancho a loscerdos para servirlo en las mesas,pero la gente había venido desdetan lejos para asistir a las bodas yestaban tan hambrientos quecomían cualquier cosa antes queemprender en ayunas el camino deregreso a sus casas.

El tipo que cenó a mi ladotenía los dedos negros y las uñas decolor cuero viejo. Conocía bienaquellas marcas, y los buenos

recuerdos me animaron a entablarconversación.

—¿Es usted impresor?

El tipo asintió con la bocallena.

—¿Dónde tiene la imprenta?

El hombre señaló el carro quese veía a través de la ventana: unaenorme galera detenida en uno delos extremos del patio. Aquelmonstruo tenía ocho ruedas, cuatrograndes y cuatro medianas, caja denogal y guarniciones de hierro. Laspinazas estaban hechas de fresno,

los rayos del corazón de roble y lasmazas de raíz de pino. La caja eratan larga que dos hombres podíandormir en línea sin estorbarse yestaba rematada con cuatrocantoneras de hierro con forma deflores de lis.

—¿Una imprenta en un carro?

El tipo se encogió dehombros.

—Cosas más raras se hanvisto —dijo. Y en eso tenía razón.

—¿Tiene algo nuevo ydivertido? —pregunté señalando el

montón de pliegos de cordel quetenía en el banco a su lado.

El tipo se chupó los dedos, lossecó en la pechera y me tendió elprimero. Se trataba de un relatocorto de una increíble aventura dela armada del duque de Osuna. Loojeé por encima. El título, si bien noera conciso, tampoco era claro.Decía más o menos esto:

Relación verdadera de losgrandes regocijos y fiestas que enmar y tierra se hicieron en laciudad de Mesina, en Sicilia, en

celebración de los felicescasamientos entre los católicosreyes de España y Francia, queguarde y provea el cielo largos ydichosos años para laconservación, amparo y defensade la santa Fe y ReligiónCatólica. Cuéntase asimismouna piadosa hazaña que elExcelentísimo duque de Osunahizo por remate y conclusión delas dichas fiestas, con que el Reydel Cielo y el de la tierra fueronmás bien servidos, y el grandeaplauso con que todos lossicilianos, y particularmente losMesineses y los de Palermo,

dicen a boca llena tener en él unGobernador santo.

Considerando que la bodahabía sido esa misma mañana,habían llegado rápido las noticiasde Sicilia. Hay que joderse, pensé.Cuánto poeta hay muerto dehambre y qué fácil resultaconseguir quien te acaricie el lomo.Aquél, por si los lectores no teníantiempo o ganas de seguir leyendo,había metido todas las alabanzascontratadas en la portada.

—Le pagará bien don Pedro

—bromeé.

—Mejor que otros.

—¿Lo ha escrito usted?

—Yo lo imprimo. Pararedactar no le faltan plumas —dijodibujando un amplio círculo con lamirada.

Alcé la cabeza y reconocí enefecto a un buen número de poetaschirles y hebenes, como diría donFrancisco de Quevedo, algunoshasta con lacayo, esperando quealgún noble les contratara unarelación en prosa o en verso de su

presencia en la ceremonia de laboda y en las fiestas que estabanpor venir. La opinión cada vezpesaba más, y había que cuidarla.En un par de días, seguro que todostendrían trabajo.

—Nunca falta quien cante lagloria de los poderosos —sentencié.

Me fijé que uno de aquellospoetas, en torno al que se habíalevantado una burbuja de silencio yrespeto, era el mismo Lope deVega, a quien había conocido el añoanterior en curiosas circunstancias.Tenía buen aspecto, la sotana de

bayeta, el herreruelo de felpa,forrados ambos con seda negra,igual que el birrete. Todo parecíanuevo, y sobre el labio lucía uncuidado bigote, vanidad a la que niel obispo había logrado hacerlerenunciar.

Hasta ahí llegó miconversación con el impresor. Noera hombre de muchas palabras.Terminé mi cena y antes de irmeme detuve a saludar a Lope.

—Maestro, es un placer verlode nuevo.

Lope me miró sin ver,incómodo por la interrupción.Tenía ante él un montón de papelesemborronados, un tintero y un parde plumas. La navajilla paraafilarlas estaba clavada en eltablero.

—Soy Isidoro Montemayor,nos conocimos el año pasado conmotivo de mi búsqueda deAvellaneda.

Lope frunció un poco el ceño.Lo había conocido cuandoFrancisco de Robles, editor deCervantes, me encargó descubrir

quién se ocultaba tras el seudónimode Alonso Fernández deAvellaneda, autor de la segundaparte apócrifa del Quijote. Muchoseran los poetas enemigos de donMiguel sospechosos de perpetrar eldesaguisado, pero ninguno contantas papeletas como el Fénix delos Ingenios. Además, aún medebía el argumento de su obraFuenteovejuna. No digo que tuvieraque pagarme nada, pero con todo loque había sacado de ella ya podíahaber invitado a unos vinos.

—¡Ah! ¡Sí! Montemayor —dijo

con la mirada todavía perdida.

—¿Acompaña usted a laCorte?

—Siempre al servicio delseñor duque de Sessa. Me hapedido que le asista.

El amo de Lope: don LuisFernández de Córdoba, Cardona yAragón, duque de Sessa, de Baena ySoma, conde de Cabra, granalmirante de Nápoles ycomendador de Bedmar en laOrden de Santiago; vanidoso, vago,sin estudios pero con ganas de

parecerlo y, sobre todo, de cortoalcance.

—Y querrá que escriba algopara la ocasión, claro.

—Hermosa ocasión, ¿verdad?Un trueque de dos estrellas sobre elespíritu de un dios pagano: el ríoBidasoa.

—Una imagen muy hermosa,sí, señor. ¿Ya lo tiene preparado?

—No, no. Sólo ideas.

—¿Qué le pareció aquellahistoria que le conté de una damaque se enamora de su secretario y

que no se decide a hacerlo públicopero tampoco lo deja libre?

—Ésa es buena —dijo con unbrillo en la mirada. Creo que en esemomento cayó en quién era yo—.Muy cómica.

—Pues acaba mal, así que serádifícil hacer comedia.

—Bueno, Montemayor, confíeen mí. Ya arreglaré el asunto.

—Ojalá tenga usted mejormano que Fortuna.

20 de octubre

Llegó el día que me había fijado paravisitar a Calderón. Me levantétemprano, me aseé, desayuné y

pasé por un barbero que habíainstalado su tenderete junto alcementerio de San Lesmes. Paraevitar el mercado pensé cruzar elrío Vena aguas abajo y rodear laciudad siguiendo la muralla hastael puente de San Pablo, pero medisuadió el muladar que se forma ala altura del palacio del conde deSalinas. Todos los albañales delpalacio vierten al pie de ese lienzoy, con tanta gente como entonces loocupaba, el olor a heces era muydesagradable.

Volví pues a la puerta de San

Juan, bajé la calle de la Puebla yatravesé la plaza del MercadoMayor. Perdí unos minutoscontemplando las jaulas que seamontonaban en la fachada delgallinejero desde el suelo hasta elalero del tejado. En ellas serebullían perdices, gallinas,capones, pavos, codornices… Elgallinazo blanquecino rebosaba losbarrotes de madera dando alconjunto el aspecto de un enormecirio chorreado de cera.

Me armé de paciencia y salípor la puerta de Santa María

dispuesto a que nada alterara labuena disposición con que habíadecidido afrontar mi entrevista condon Rodrigo Calderón, marqués deSieteiglesias, y al decir de todos:ladrón, estafador, cohechista,ventajista y, posiblemente,contrabandista de plata.

Al pasar ante la ventana deMicaela miré hacia arriba, pero lascortinas estaban echadas.Probablemente aún estaríadurmiendo. Volví a fijarme en elfriso: los cuatro jinetes acosando aldesgraciado con la lanza, y luego

salté al dintel de la puerta delpalacio de Miranda. En él se veíandos medallones con dos figurasmirando hacia dentro: un varónleyendo un libro y una mujeresgrimiendo un puñal. Deinmediato me identifiqué con ellector, y a Micaela, con la asesina.

Ocupaba el zaguán un fuertecontingente de la GuardiaAlemana: seis hombres vestidoscon su clásico uniforme de rayasamarillas y blancas. Me anuncié,entregué la carta que llevaba deEspinar al mayordomo que acudió a

recibirme, un joven de buenaspecto y trato amable, y medispuse a esperar contando lascolumnas de las galerías del patio.Tuve tiempo de sobra para fijarmeen que las inferiores tenían el fustedividido en tres partes condiferente terminación, y en ladecoración de cabezas humanas delfriso del piso superior. Aquella casano era propiedad del marqués deSieteiglesias, pero parecía su salade trofeos. Mirara donde mirasesólo veía alfombras turcas ymuebles exquisitos.

Media hora más tarde mesorprendió ver entrar al maestroRubens y, dos horas después, elmayordomo me condujo a la saladonde estaba el señor previaentrega de mis armas y un registroen condiciones. Por un momentocreí que me obligarían adesnudarme, aunque casi lohubiera preferido. Me incomodótanto sobeo.

—¿Qué esperan encontrar? —les espeté, molesto—. ¿Creen quellevo una culebrina en el culo?

El mayordomo sonrió.

—Discúlpelos, caballero, perodesde que un tipo intentó volar lacabeza al amo, son muyquisquillosos con la seguridad.

—¿Han intentado matar almarqués? ¿Cuándo?

—En realidad hace ya más dediez años, pero al señor aún le durael susto en el cuerpo y, como hapodido comprobar, no hadisminuido nada el celo de sushombres.

—Creo que había más aficiónque servicio, para qué le voy a

mentir —dije mirando fijamente alpar de enormes teutones que mehabían metido las manos hasta elvértice de los encuentros.

«Le ruego que acepte misdisculpas», fue lo último que dijo elmayordomo antes de abrir laenorme puerta de madera de doblehoja que daba a la armería depalacio. Se trataba de una ampliaestancia rectangular adornada conmaravillosas pinturas de maestrosholandeses entre las quedestacaban los retratos de losarchiduques Alberto e Isabel Clara

Eugenia, gobernadores de Flandes,y otra muy grande que deinmediato identifiqué como unaAdoración de los Magos. A un ladohabía un astillero con lanzas,espadas y broqueles de distintostamaños, y al otro, alineadas contrael muro, varias armadurascompletas. Sólo una de ellas, deacero liso y mate, tenía una funciónrealmente militar; las otras eran deparada, llenas de repujados yadornos. Sus respectivos yelmosparecían machos de faisánincubando un nido.

Calderón estaba sentado enuna silla de altos borrenesencaramada sobre un caballete demadera mientras el maestroRubens trazaba líneas de formafrenética en unos pliegos grandesde color tostado que iba arrojandoal suelo. Tuve tiempo de observar almarqués con detenimiento, casi conojos de pintor. Don Rodrigo era unhombre corpulento, con la cabezagrande y redonda y la frente tal vezdemasiado ancha. Tenía lamandíbula fuerte y el mentónligeramente prominente, aunque

puede que destacara más debido asu actitud arrogante. Todo en éldenotaba orgullo.

—Ya es suficiente, maestro,veamos el resultado —dijo elmarqués saltando con agilidad delcaballete.

Rubens recogió del suelo losbocetos y los extendió sobre laamplia mesa que ocupaba el centrode la sala. Todos eran figurasecuestres captadas desde distintosángulos, con el caballo esbozado endos líneas.

—Me gusta más ésta.

Yo estiré el cuello para vercuál era la elegida, pero noconseguí ver nada.

—¿No prefiere con el caballoen corbeta?

—No, no. Me gusta así,avanzando de frente y sólo con lapata izquierda en el aire.

—¿Y sus manos?

—¿Las mías?

—¿Desea asir algo? Unbastón, una espada…

Calderón negó con la cabeza.

—Sólo las riendas. Quiero uncaballo poderoso y llevar lasriendas apenas sujetas con dosdedos de mi mano derecha, como sime fuera fácil controlar alpurasangre.

Eso era todo menos sutil,pensé yo. Las representacionesecuestres suelen estar reservadas alos reyes porque los caballossimbolizan al Estado, Estado que alparecer él creía manejar con dosdedos.

—Las riendas. Bien. ¿Y eltraje?

—Con coraza, por supuesto.

Me hizo gracia la seguridadcon que respondió, teniendo encuenta que nunca había participadoen ninguna batalla ni dirigidoningún ejército. Claro que otrotanto se podía decir de Lerma ytambién se había hecho pintararmado.

—¿Coraza y yelmo?

—No. Coraza sólo. Que se mevea bien el rostro. Quizá ésta —dijo

señalando una negra muy vistosacon los bordes dorados—. Soycapitán de la Guardia Alemana deSu Majestad, así que quedaría bienpintar sobre el pecho el Toisón deoro y poner una cinta roja en elbrazo izquierdo, los colores de laCorona.

—Entonces quizá tambiénquedaría bien poner rojos losvalones.

—Rojos… sí, perfecto. Peroque sean gregüescos acuchilladosmejor que valones, resultan másserios y tradicionales. Y el cuello

grande y almidonado con tonosazules, que no amarillee como losde los herejes.

—El caballo, blanco.

—Desde luego.

Rubens tomaba nota sobre elboceto elegido con el mismocarboncillo con el que lo habíadibujado. Parecía abstraído.

—¿Para cuándo tendrá unboceto?

—No me meta prisa ahora,don Rodrigo, que tengo quepreparar el cuadro de las entregas.

—Claro, claro. ¿Acompañaráusted a la comitiva hasta Behovia?

—Aún no lo tengo decidido.

—Pero para pintar el cuadro…

—Para eso no hace falta ver laescena; ya tengo algo pensado.

—¿Ah, sí?

Rubens se encogió dehombros, modesto.

—Es una idea… —se vioobligado a precisar—. La imagen deun ballet sobre un tablado en el ríoBidasoa, donde las princesas

parezcan bailar guiadas por dosdioses mensajeros que representana Guisa y a Lerma. He hechoalgunos bocetos —dijo abriendo uncartapacio que había apoyado enuna pata de la mesa—. ¿Ve?

—¿Esa figura es un ángel?

—Es Dánae arrojando elcontenido del cuerno de laabundancia sobre las muchachas. Yesta claridad, aunque aquí no seaprecia, es un rayo de luz queincide sobre el vientre de Ana comoprefiguración de la fertilidaddinástica.

—Veo que la reina Ana irávestida a la española y la princesaIsabel a la francesa.

—Claro, cada una con el trajede su nación.

—Tal vez debería pintarlas alrevés. Así daría más sensación defuturo que de pasado, ¿no leparece?

—¿Usted cree? Es posible. Lopensaré.

—Muy bien, maestro, noquiero entretenerle más. Ya veo quetiene usted mucho trabajo. Cuando

disponga puede enviar a por lacoraza o algo de mi ropa para que lesirva de modelo. No dude en pedira mi mayordomo todo lo quenecesite. Gil Blas tiene orden deponerse a su entera disposición.

—Muy amable, señormarqués.

—Y acepte este pequeñoobsequio para los primeros gastos.

Calderón le entregó una bolsaque el otro hizo desaparecerinmediatamente en la faltriqueraque llevaba a la cintura. Después, el

flamenco metió rápidamente todossus papeles en el cartapacio y dioun paso hacia la puerta, pero sedetuvo ante el cuadro de LaAdoración de los Magos.

—Este cuadro…

—Es maravilloso, maestro —murmuró el mayordomo—. Yapuede estar orgulloso.

—Está descompensado —dijoél—. Esa túnica roja pesademasiado tan a la derecha. Y lefalta aire… Le falta aire.

Se fue Rubens cabeceando en

compañía del mayordomo y mequedé a solas con el marqués, quesiguió sin dar muestras de habernotado mi presencia. Se acercó a labandeja donde estaba la jarra devino, se sirvió una copa y se sentóen una cómoda silla con unalmohadón en la espalda. Dio unprimer trago con la mirada perdida.Luego sacó del puño de su jubón lacarta del boticario, la abrió y memiró por primera vez.

—Isidoro Montemayor —murmuró.

Yo me puse en pie y me

acerqué a la mesa. Tenía una tez tanblanca que reflejaba la luz queincidía desde las ventanas. Erarubio, llevaba el pelo muy corto y elbigote y la perilla cuidados conesmero. Los ojos, por el contrario,eran negros y penetrantes.

—Veo que mi amigo Espinarlo tiene en mucha estima.

—Don Antonio es muygeneroso.

—¿Le interesa el arte, Isidoro?—preguntó mientras tiraba de unacadena de oro que llevaba al cuello,

de la que pendía un precioso relojcon la caja esmaltada.

—No soy artista ni me puedopermitir tener un cuadro, pero séapreciarlo, sí.

Calderón sopesó el reloj, loacarició con las yemas de los dedos,le dio cuerda y lo devolvió a susitio.

—Pero tiene buena letra.

—Eso sí. Si quiere puedo…

—La caligrafía es un arte, yquien tiene buena letra tiene algode artista.

No dije nada, estaba claro quehablaba solo, ¿quién era yo paracontradecirle? Si quería pensar esoestaba bien; si quería que yo fueraun artista, lo sería.

—¿Habla usted algún idioma?

—Entiendo palabras defrancés e italiano, lo que se aprendeen el tercio.

—¡Ah! Estuvo en la guerra.¿En qué campaña?

—En Ostende, señor. Dosaños.

—¿Los primeros o los

últimos?

—Los últimos. Me enrolé unpoco antes de que Spínola tomarael mando.

—Bien, bien. Puede serme útiltener cerca un veterano de Flandes.

Hizo sonar una campanillaque tenía sobre la mesa y alinstante entró el mayordomo.

—Gil Blas, le presento aIsidoro Montemayor. Desde hoymismo trabajará como misecretario personal. Infórmelesobre los usos de la casa, lo

concerniente a la instalación de loscriados y el sueldo, y póngale arevisar los preparativos del viaje yla correspondencia. ¿Dónde vive,señor Montemayor?

—Tengo una cama alquiladaen el Hospital de San Juan.

Calderón torció el gesto.

—Y dele un adelanto para quese instale cómodamente en laciudad. Un secretario del marquésde Sieteiglesias no puede dormir enla cama de un hospital. Cualquierapensaría que es posible comprarlo

—dijo para sí, y lo dejé riéndose desu propia broma.

Gil Blas, el joven mayordomode Sieteiglesias, me condujo hastala sala que habían convertido endespacho, una habitación ampliacon cuatro mesas y variosbargueños y arcones atestados depapeles en la que trabajaban tressecretarios. Por el camino me fueexplicando lo que se esperaba demí, que se resumía en hacer lo que

se me mandara, empezar tempranoy estar disponible hasta la noche;básicamente lo mismo que habíaacordado yo con Mauricio, incluidala patada en el culo cuando al amole diera la real gana. Lo justo ynormal. La diferencia la marcó labolsa destinada para mis primerosgastos e instalación. Me quedé sinpalabras. En aquel pellejo habíamás plata de la que cobraba en unmes trabajando para la condesa.

Luego me presentó a los otrossecretarios de don Rodrigo, trespersonajes a cual más pintoresco

que ocupaban las otras mesas deldespacho. Uno era duro de oído,antes de hablar había que tocarle elhombro y a menudo repetir lomismo varias veces; otro eratartamudo y nacido zurdo, aunquehabía tenido la suerte de dar con unmaestro abnegado que a fuerza depalos había logrado corregirle esalacra; y el tercero apenas veía yllevaba unos anteojos como culosde vaso. Menos mal que el Señor,en su infinita misericordia, le habíacompensado plantándole en la carauna nariz como una pala de

trinquete.

—Bien, don Isidoro, ésta serásu mesa —dijo Gil Blas cuandoterminó las presentaciones—. Ahítiene plumas, papel, salvadera…Cualquier cosa que necesite, nodude en pedirla. Don Luis —dijo alde los anteojos—, pásele a donIsidoro el correo pendiente y ellibro de copias.

Don Luis obedeció en el acto,y yo diría que encantado de librarsede esa tarea.

—En este libro se archiva la

correspondencia recibida por ordende entrada insertando el originaldelante de una hoja en blanco, y enesa misma hoja se hace copia de larespuesta —me explicó Gil Blas—.Semanalmente debe estar al día ylisto para entregar al señormarqués para que lo clasifique. Yesmérese, a ver si es verdad quetiene tan buena letra.

—Muy bien. Vamos a ello —dije frotándome las manos. Nohabía entendido bien quésignificaba eso de que el marquésclasificaba las cartas, pero no era el

momento de indagar.

Yo no hacía más que pensaren lo fácil que había sido entrar allí,en la confianza de don Rodrigo, enel hecho de que sin más y a laprimera me nombrara secretario, yalgo se me debió de notar en la caraporque el mayordomo se acercódiscretamente y en un aparte medijo: —Trabaje tranquilo y no tengaprisa, don Isidoro, que aquí tanrápido se entra como se sale. Lomejor es hacer como éstos —dijoseñalando a mis tres compañerospor encima del hombro—, limitarse

a copiar los documentos que le densin hacer preguntas. El sueldo esmagnífico y justifica alguna queotra pequeña excentricidad.

—Por supuesto, señor GilBlas, no pienso hacer otra cosa.

Me instalé en la mesa y echéun vistazo al montón de correo quepuso ante mí el de los anteojos.Nadie se había hecho rico copiandocartas de otros, pero conocía elpaño; ya había hecho de secretariopara Micaela y para su tío elmarqués de Hornacho durante eltiempo que me encargué de su

gabinete de maravillas, y anteshabía trabajado de informante ycopista. Estaba bien.

Mi primer trabajo fue archivaruna carta del concejo de Valsaínpor la que autorizaba al marqués ahacer una saca de quinientos pinosa un precio excepcional porqueestaban destinados a las obras delmonasterio de Porta Coeli, enValladolid, del que don Rodrigo erapatrono. Aquélla no era la clase denoticia que esperaba recabarCarrillo; al contrario, ese tipo deacciones hacían al ogro mucho

menos terrible de como lopintaban. Claro que también eraposible que Calderón hubieradecidido no esperar a estar muertocomo don Fernando para comprarsu sitio en el cielo, que para esotenía un buen maestro en Lerma,gran ladrón y mayor constructor deiglesias y monasterios. La respuestaagradeciendo el beneficio ya estabaredactada, así que la copié en ellibro y luego cerré la carta y la dejélista para el correo.

Seguí insertando cartas ycopiando las respuestas que me

habían dado, y apartando aquellaspendientes de redactar. Cuandoempezó a oscurecer volvió Gil Blascon dos lámparas cargadas deaceite finísimo que ni olía nidesprendía humo, y aprovechó paradar cuerda a un reloj que habíasobre la repisa de la chimenea, unapieza magnífica de oro del famosorelojero bruselense Hans de Evalo.Antes de retirarse de nuevoprendió también la mecha queiluminaba su esfera. Marcaba lasseis y media.

Treinta minutos más tarde

pasó por la oficina Calderón con suprimogénito, el joven conde de laOliva, a ver cómo iba mi trabajo.Reconocí al niño al instante. Setrataba del pequeño queacompañaba a Lerma en la bodavestido de caballero de Alcántara.Parecía increíble, el mozo no teníamás de diez u once años y yallevaba la cruz bordada en el pecho.

—Una letra magnífica,Isidoro. Don Antonio tenía razón,es usted un hallazgo.

Me hinché como un pellejo devino cuando prueban las costuras.

—Dígame, ¿conoce usted a lacondesa de Cameros? —preguntóde sopetón.

Me quedé desconcertado unossegundos, la mirada perdida, lapluma en alto. No es posible, medije, no ha podido investigar tandeprisa, a no ser que alguien lehaya ido con el cuento. ¿Me havendido alguien?

—La pregunta no es tandifícil, Isidoro.

—Lo siento, señor, pero no laconozco —dije con la boca

pequeña.

—Yo la traté hace tiempo. Erauna mujer muy hermosa, no creoque haya cambiado.

—Siento no…

—Conocí mejor al marido, uncaballero y un buen amigo, aunquehace unos años se fue a NuevaEspaña, donde al parecer acaba defallecer. Una gran pérdida —dijoagitando la cabeza—, una granpérdida. Acaba de enviudar y esnuestra vecina; mañana mismo iré adarle el pésame. Y por lo que dicen

hereda una fortuna. Una viuda rica.Se dice que cuenta con más decuarenta mil ducados de renta, ¡ja!Ya se oyen afilar los trinchadoresen los salones. Lástima que mi hijosea tan pequeño, la condesa es unbuen partido. ¿Y al marqués dePeñafiel? ¿Conoce al hijo del duquede Osuna?

Mi mente trabajaba deprisa.Por lo que parecía, el marquéspensaba que los últimos años donFernando estaba vivo en NuevaEspaña y que desde allí gestionabasus negocios. Tampoco se le veía

especialmente afectado nipreocupado con su muerte; nadahacía pensar que fuera su socio nique mantuvieran ninguna relaciónespecial.

—Sé quién es, señor —me viobligado a responder—. Lo he vistoalguna vez.

—Pues quiero que esté atentoa partir de ahora. Ese muchachoestá comprometido con la nieta delduque de Lerma, pero frecuentamucho a la condesa de Cameros.Me interesa. Sería curioso saber sisu padre sabe algo de tales

inclinaciones.

—Seguro que el señor duquede Osuna…

—Nunca hay que dar nada porseguro. Usted y todos —dijoincluyendo en la conversación a losotros secretarios— vigilen lo que semueva en el palacio de al lado, porsi acaso.

En cuanto terminó la jornadasalí dispuesto a encontrar unahabitación digna, sin manchas de

sangre y esputos en el suelo, sinhumores negros ni azoguesublimado, sólo un espacio limpiodonde poder darme un largo baño.La Corte tenía previsto partir a laraya de Francia el 25 de octubre, asíque sólo disponía de cinco díasantes de lanzarnos al camino.

Me acerqué al mesón deBeatriz Lara, en la misma plaza dela Vega, y pedí una habitaciónamplia, con cama cómoda decolchón de lana limpio, sinchinches ni pulgas, con uncamastro suplementario y un

enorme lebrillo con agua caliente.La posadera se rió de mí como lavez que pregunté diez días antes,hasta que sintió en su mano el pesode mi bolsa. En ese momento meinvitó a tomar un vaso de vino contorreznos mientras preparaba misnuevos aposentos.

Reconozco que mi primerimpulso fue despedir a mi jovenlacayo ahora que volvía a tener casay trabajo, pero me dio penadeshacerme de él después de sólouna semana y lo envié a buscar alHospital de San Juan para que

viniera con mi equipaje. El mozo aquien hice el encargo echó a correrpegado a la pared como un ratón enuna cocina. Mientras disfrutaba micena, oí el eco de un pequeñoescándalo en el piso superior.Parecían insultos, lloros, y al final elllanto de un niño despertadobruscamente. Por un instante, sentíuna pequeña punzada deremordimiento. Evidentemente lamesonera había elegido desalojar auna familia para hacerme sitio,pero procuré prestar atención aljoven lector que entretenía a los

comensales con la graciosa novelitad e El licenciado Vidriera , y alinstante mi conciencia quedó ensordina. Iría por la mitad cuandouna moza me informó de que micuarto estaba listo.

Apuré el vaso y subí. Ladueña me había despejado unaestancia sobre la cuadra con doscuartos separados con una cortinade rafia. El calor que desprendíanlas bestias se filtraba por eltableado del suelo templando elambiente. Considerando de dóndevenía, parecía un palacio, y así lo

dijo el joven Mauricio reciénllegado con todas mis cosas.

—Parece un palacio.

Lo cual me confirmó que elchico no había visto un palacio ensu vida.

La moza llamó a la puerta condos grandes jarros de hojalatallenos de agua hirviendo, y losvertió en el enorme lebrillo debarro que había dejado en el centrode la habitación.

—Si el caballero lo desea,puedo frotarle la espalda —dijo

forzando una sonrisa.

La miré despacio. Aprecié enlo que valían los enormes pechosque pugnaban por escapar de labasquiña, las contundentes caderas,los labios carnosos, pero rechacé laoferta. No estaba de humor,aunque sabía que era probable quedespués me arrepintiera.

Mientras me bañaba, envié aMauricio a entregar una nota aCarlos Pallache disculpándome porno haber podido conseguirle unacita con Micaela y explicándole quemis circunstancias en esa Casa

habían cambiado radicalmente. Depaso le encargué que trajera algo deconserva, pan, un trozo de queso ycisco para el brasero. El chicoestaba feliz.

Pasada la medianoche aún nome había conseguido dormir.Contemplaba a mi lacayodescansando tranquilo en sucamastro limpio, abrigado, sinpicores, y me esforcé en pensar quetodo iba bien, pero no conseguíalibrarme de la sensación de estaradentrándome por una callejaestrecha y oscura con los edificios

apuntalados. Hacía cuatro días queno veía a Micaela y su ausencia medolía como una amputación. Lasentí acurrucada junto a mí, con elcuello de la camisa de dormirmedio abierto. Casi extendí el brazopara acariciarla. El tiempo parecía iren mi contra; en vez de diluir losrecuerdos los engrandecía. Sentíque amaba a Micaela más quenunca, y la deseaba tanto que tuveque morderme la mano para nogritar.

Tal y como estaba previsto,me arrepentí de no haber aceptado

las atenciones de la camarera.

21 de octubre

Al día siguiente mis tres queridoscompañeros, que aunque raros notenían un pelo de tontos, habían

decidido que yo estabaperfectamente capacitado paraultimar los preparativos del viaje dela Casa del marqués de Sieteiglesiasa la raya de Francia, y delegaron enmí tal honor para darme laoportunidad de congraciarmerápidamente con mi nuevo jefe.Intenté defenderme aludiendo queése era un encargo de mucharesponsabilidad para un reciénllegado, pero no hubo manera deablandarlos.

De modo que mi trabajo esamañana empezó por cuadrar las

listas de encargo con las entregasefectuadas por los proveedores, convistas a ir librando los pagospertinentes.

Lo primero que inspeccionéfue el carro del marqués. Gil Blasme acompañó a la cochera y ordenóabrir las puertas y los postigos delas ventanas para dejar que la luznatural pusiera de manifiesto sumagnificencia. La caja había sidocubierta con pan de oro, y loscabezales, las tijeras, las bolas y losremates de las lanzas eran de oromacizo. A su lado estaban la litera

de mulas y la silla de manos, ambastambién minuciosamente doradasdel suelo al techo. Fui repasandodespacio los detalles que me dio elmayordomo y tachando las piezasentregadas e instaladas en cadavehículo hasta que la lista estuvocompleta.

Seguí por revisar loscuatrocientos escudos de armaspintados al óleo sobre hoja de latapara marcar los cofres, baúles yarcas de Su Excelencia el duque deLerma, y luego el más del centenarde banderolas con las armas de

Castilla, Francia y los Sandoval,destinadas a adornar la parte altade las acémilas que llevarían eltesoro del duque. Todo aquello eraun regalo del marqués a su patrón,un detalle en agradecimiento a todolo que le debía.

Terminado aquel inventariome quedaba aún la despensa, perosubí primero a acabar laclasificación del correo porque esamisma mañana debía entregar almarqués el libro puesto al día.Trabajaba concentrado cuandoentró Gil Blas con noticias frescas.

—Acaba de llegar el marquésde Mondéjar —dijo, y todos, hastael sordo, levantamos la cabeza conexpectación.

—Ha traído una maravillosaalfombra de seda turca —añadió.

Es lo que todos esperaban oír.

—¿Ve-eis? Ya os lo, lo, lo dec-cía yo —dijo el tartamudo—. Elproy-yecto sigue ad-de-delante.

—¿Qué proyecto? —pregunté.

Todos se quedaron unossegundos en suspenso,intercambiaron miradas y

parecieron convenir en incluirmeen el secreto.

—Don Rodrigo quiere firmarun acuerdo matrimonial con elmarqués de Mondéjar —explicó GilBlas—: el joven Francisco con lahija de don Íñigo.

—¿El marqués quiereemparentar con los Mendoza?

Mi sorpresa fue grande ysincera. Don Íñigo López deMendoza, marqués de Mondéjar,era sobrino de los duques delInfantado, de la impertinente doña

Ana y del beato don Juan. ¡Y conesa familia aspiraba a emparentarRodrigo Calderón!

—Lleva tiempo fraguando elplan y ahora es su oportunidad —aclaró el mayordomo.

—¿Qué dice Infantado de lasaspiraciones de Calderón?

Gil Blas bajó la voz pararesponder.

—¿Conoce a Infantado?

Negué prudentemente con lacabeza.

—Es un hombre taimado.Parece inofensivo, siempre con sussantos y el rosario enrollado en lamuñeca. ¿Sabe que iba a ser elpadrino de boda del hijo de donPedro Franqueza? Pues sí, pero enel momento oportuno se ausentó.No dijo que no, pero no apareciópara que su nombre no se mezclaracon quien él consideraba unadvenedizo. Él es muy señor, unGrande de España, y odia que seacerquen a su torre de marfil. Perono es inmune a los regalos. Nuncarechaza uno, y don Rodrigo lleva

más de un año mimándole a él, a sumujer doña Ana y a su hija Luisa.

—Entonces, algo sospecharán.

—No creo. Los mantieneinclinados a su favor para cuandollegue el momento, pero por ahorano imaginan que su deseo es entraren la familia.

Pensé que no habrían faltadolos regalos de Franqueza para queel duque aceptara ser el padrino deboda de su hijo y, dado el resultadofinal, el duque ausente y Franquezaen la cárcel, no parecían camino

seguro, pero eso era problema deCalderón.

—Y además el marqués lohace con elegancia y sutileza,porque a menudo hace los regalosde tal forma que parecenaportaciones a las obras pías decada cual.

—Inteligente. ¿Por qué diceque ahora es su oportunidad?

—Se están preparando losnuevos nombramientos. Toda laCorte anda revuelta, hay muchospuestos vacantes: secretarías,

consejos, virreinatos, la nueva Casadel Príncipe…

—No sabía que el príncipe…

—Ahora que se va a casar y esheredero de la Corona, debe fundarCasa con todos sus cargos.

—Y Mondéjar aspira a algo,claro.

Se miraron unos a otros consuficiencia, como si fueran dueñosde un grave secreto de Estado.

—Para empezar, don Rodrigole ha prestado una pequeña fortunapara que haga un buen papel en la

jornada de las princesas, pero loque quiere don Íñigo es elvirreinato de Nueva España.

El ciego y el tartamudoalzaron las cejas, el mayordomo seencogió de hombros y el sordo sedistrajo mirando por la ventana elvuelo de una paloma.

—Y si don Rodrigo se loconsigue —murmuré—, consentiráen que el pequeño marqués de laOliva se case con su hija.

Interesante fortuna la deCalderón, me dije, cimentada en el

fraude e incrementada en elsoborno.

—Si el ma-arqués triunf-fa,triunf-famos to-to-tod-dos.

—Bueno, bueno, señores —dijo Gil Blas dando dos palmadas—. Chitón y al trabajo. Y discreción,mucha discreción, que las paredesoyen.

Cada cual volvió a meter lanariz en su mesa —salvo don Luis,pues no había mesa para tantatocha— y no se dijo ni una palabramás del asunto, aunque para mí

habían sido más que suficientes.Aquello sí que era una de esascosas que buscaba Carrillo: regalosa cambio de influencia, y con unpago diferido difícil de contabilizar;la entrada en la parentela de losMendoza, una de las familias máspoderosas de España. Si eseacuerdo llegaba a buen términosería difícil de demostrar. De todosmodos, pensé seguir la pista de laalfombra turca, a ver si aparecía enalguna relación de las queperiódicamente se enviaban al reypara su aprobación, aunque era

poco probable porque era un regalopersonal fácil de justificar. Erallamativo cómo Calderónconservaba su influencia a pesar deno ser ya secretario del rey ni delduque de Lerma.

Puesto al día el libro delcorreo, volví a bajar para acabar conel inventario de la despensadestinada al viaje.

En la alacena olía a aceite ysalitre, un aroma que ensanchabalos pulmones y agradaba al alma, yeso que una parte estaba ocupadapor los útiles nuevos de cocina y los

muebles, sobre todo mesas ybancos desmontables de nogal. Enla otra parte se amontonabanveinticuatro barriles de anchoas deMálaga, ciento setenta y cincoperniles de Alvamora, veintebarricas de tocino salado dePeñafiel, cien libras de chorizos deAlgarrobillas, dos ruedas de quesoparmesano como timones de barcoy pilas de quesos de Los Tremellos,Las Rebolledas, Masa, Montorio,Monasteruelo y Quintanilla delMonte, además de setenta y ocholibras de salchichones de Nola y

Lombardía. Todo ello ibaacompañado de doce toneles devino y un montón de cajas llenas debúcaros y vidrios para servir lasaguas de sabores que se mezclancon la nieve.

A medida que comprobaba lasexistencias, anotaba el visto buenoen sus respectivas facturas y se laspasaba al señor Gil Blas por mediode un recadero.

Terminé entrada la noche, yentonces pedí permiso paraentregar en mano a don Rodrigo ellibro de cartas. Tuve que esperar un

buen rato porque el marqués estabareunido con un juez de la RealAudiencia que se llamaba EnriqueHorcajo y, por las risas que se oíanen el despacho, estaban pasando unbuen rato.

—¿Y sabe por qué las gallinasno tienen tetas? —preguntaba eljuez cuando al fin abrió la puertapara irse—. ¡Porque el gallo notiene manos! Ja, ja, ja.

Ambos rieron la gracia conganas.

Don Enrique tenía la cara

redonda como una hogaza de pan yllevaba el bigote recortado porencima del labio. Cuando se reía,los ojillos se le cerraban como dosdiminutas ranuras.

—Gracias por su visita, yvuelva cuando quiera —se despidiósolícito don Rodrigo.

El marqués lo acompañó hastala escalera, donde Gil Blas tomó elrelevo.

—No eche en saco roto lo quele he dicho, que vienen malostiempos —dijo el juez a modo de

despedida llevándose la mano a laenorme cruz de Santiago quellevaba bordada al pecho.

Esperé un par de minutosantes de llamar de nuevo a lapuerta para entregar el libro decartas. El marqués apenas meprestó atención. Se limitó a señalarun espacio vacío sobre la mesa.

22 de octubre

Al llegar al palacio a la mañanasiguiente encontré en el patiocuatro caballos soberbios, un

semental y tres yeguas de razaespañola, de capa blanca lashembras y tordo rodado el macho.El purasangre piafaba y pateaba elsuelo de forma escandalosa con laenorme verga dándole golpes en elpecho. Germán lo habríacomparado con un penitente, y esole habría costado otro tercio delengua.

—¡So! ¡So! Quieto, bonito —intentaba tranquilizarlo uno de losmozos de cuadra del marqués.

—Mírele, si parece unapersona —bromeó don Luis, el de

los anteojos.

Aquella era la hora en queentrábamos todos a trabajar, y en elpatio se había formado un círculoalrededor de los caballos, animadopor una relajada tertulia.Coincidimos un grupo de mozos decuadra, tres secretarios, un par delacayos, el mayordomo, un ama ydos niños. El mayor era Francisco, aése ya lo conocía, y el otro debía deser su hermano pequeño. Ambosestaban en cuclillas para no perderdetalle; señalaban la verga y sereían con ganas.

—Vaya hijoputa, qué saludtiene.

—¿Y esto? —pregunté alprimero con quien me crucé, queresultó ser el tartamudo. Por suerte,el mayordomo se adelantó a larespuesta.

—Un regalo del duque deMedina-Sidonia.

¿Medina-Sidonia?, me dije. Sino recordaba mal, hacía un mes quehabía muerto.

—¿Del viejo duque? —pregunté.

—Del nuevo.

—Pero si es un bebé.

—La duquesa viuda —meexplicó Gil Blas en voz baja—, quequiere acelerar los trámites de laherencia y asegurar los derechos desu hijo recién nacido.

No dije nada, pero pensé quetenía otro caso para Carrillo, ypuede que tanto éste como el deMondéjar tuvieran que ver con lainfluencia de Sieteiglesias en laciudad de Valladolid y en suChancillería, donde se dirimían

muchos de aquellos asuntos delegitimidad.

—¿Y por qué los tienen aquí?

—No caben más en la cuadra.A ver qué nos ordena el señor quehagamos.

—¿Le regalan muchoscaballos?

—¡Anda que no! Y ningunomalo.

—Los menos buenos se vanpara el Alcázar —bromeó uno delos mozos, pero no tuvo tiempo dereír su broma porque un zurriago le

cruzó la cara. El muchacho soltó lacabezada de la yegua que estabasujetando, se dobló y se llevó lasmanos a la cabeza aullando dedolor. Un segundo y un tercerlatigazo le cayeron sobre la espalda.

—¡Levántate, toma esa puertay no vuelvas! —gritó el mayoral—.Será hijo de la gran puta, irmalmetiendo después de lo que leha dado esta casa.

—Bien hecho, Sebastián —aprobó Gil Blas.

Todos nos quedamos

conmocionados por la rapidez y lacontundencia del castigo, salvo losniños que seguían tan pendientesde los ijares del caballo como dosmoscas cojoneras. Pensar que unoera caballero de Alcántara desdelos dos años y el otro de San Juan…¡Y eso que la edad mínima paraingresar en una orden de caballeríaeran los veintidós años! Desdeluego, la cristiandad estaba biendefendida.

—¿A qué se refería el mozo?—pregunté en un discreto aparte almayordomo mientras subíamos

hacia el despacho.

—Habladurías de cuando donRodrigo era secretario del rey.Dicen que por sus manos pasabantodos los regalos que le enviaban aSu Majestad, y que lo bueno se loquedaba él y enviaba a palacio loque no quería.

—¿Es posible?

—Yo no había entrado aún aservir en la Casa, así que no lo sé.

—Pero ha aprobado el castigodel mayoral.

—Sean o no verdad, con esas

cosas no se debe bromear.

Trabajamos durante lamañana con más desahogo que losúltimos días. Casi todo lorelacionado con el bagaje estaba yasolucionado, y para ultimar lo quefaltaba teníamos tiempo de sobrahasta el 24, así que nos tomamos lamañana con calma. Inclusoparamos en un par de ocasionespara charlar como viejos amigos. Enuna de ésas, comenté: —El que me

dio recuerdos para todos ustedes esuno que iba mucho con Juara…

Me miraron sin entender.

—Sí, hombre, con Franciscode Juara, cómo se llamaba…

—No sé —dijo el mediosordo.

—Me lo encontré hace un parde semanas. Le comenté que teníauna carta de presentación para elmarqués de Sieteiglesias y me dijoque les saludara de su parte.

—Pues si no sabe usted cómose llama… ¿No dice que es su

amigo?

—Mío no, era amigo de unamigo.

—¿Pedro Caballero? —aventuró don Luis.

—¡Ése creo que era! —dijechascando los dedos—. Sí, señor.Pedro Caballero. Me dio recuerdospara todos.

Don Luis se empujó nerviosolos anteojos que se le ibanresbalando poco a poco.

—Era un buen tipo, Caballero—dijo tan serio que sonó a ironía—.

¿Qué ha sido de él?

—Pues de aquí para allá, unpoco como todos ¿no?

—A nosotros de aquí no hayquien nos mueva, je, je.

—Ya lo creo.

Oímos ruido en el pasillo ytodos bajamos la cabeza y nosconcentramos en nuestras labores.Parecíamos alumnos de un colegiode jesuitas.

Entró el señor marqués ymurmuró un «buenos días» entredientes que todos respondimos

cortésmente.

—Muy bien, Isidoro —dijodepositando el libro del correosobre mi mesa—, limpio y buenacaligrafía. Me gusta.

Dicho esto, repitió su lacónico«buenos días» y salió de lahabitación.

Dediqué un rato a ojear ellibro y observar que en cada cartaarchivada y en cada respuesta elmarqués había puesto unas letras yañadido una pequeña marca, comouna rúbrica. Me fijé que no era la

misma en todas, así que preguntépor su significado a don Luis. Aesas alturas ya me había dadocuenta de que el medio ciego teníamucha vista y ejercía cierta jefaturaextraoficial dentro del gabinete.

—Como habrá visto en ellomo, éste es el volumen 64 delarchivo de correspondencia delmarqués. Hay muchos temas que seprolongan en el tiempo y susantecedentes están en variosvolúmenes, así que para localizarloscon rapidez y facilidad el marquéslleva un libro aparte que es una

especie de índice general en el queanota cada tema con una clave, lafecha de la comunicación, sea cartarecibida o enviada, el tomo y lapágina en la que está guardada.

—Está bien pensado. ¿Y eso lohace él personalmente?

—Le gusta hacerlo así.

—¿Y ese índice…?

—Sólo se usa bajo susupervisión; siempre está en sudespacho.

—Entonces no querrá que yolo actualice —comenté fingiendo

alivio.

—¡No! —exclamó don Luis, ysus ojos parecieron crecer tras loscristales—. Ni se le ocurra tocarlo.

—Lo decía por si debíaofrecerme a ponerlo al día.

—Olvídese del índice ylimítese a hacer lo que se le ordene.

Pasé la tarde copiando unanueva remesa de cartas, aunque enesta ocasión tuve que redactar yo

las respuestas siguiendo losborradores que me proporcionó elmismo marqués. Entre carta y carta,ojeaba las entradas anteriores dellibro a ver si por casualidad dabacon algo sospechoso que meayudase en mi cruzada en favor deMicaela, pero sin suerte porquetenía que contentarme con rápidosvistazos en busca de palabras comocarraca, plata, aduana, Pasajes,Bilbao, Cosme Vecino…

Sin embargo, fue entre lascartas nuevas donde encontré lasprimeras pistas reales del tipo de

negocios que llevaba a caboCalderón.

La primera que me llamó laatención fue una oferta de un talMateo García para comprarcuatrocientos palos de Valsaín porun total de 326.400 maravedíes. Esacarta había generado tres de donRodrigo, una para el tal MateoGarcía aceptando la oferta, otrapara el administrador de suheredad de Manzanares dandoorden de enviar la mercancía aToledo a nombre del comprador, yuna tercera ofreciendo cien pinos a

bajo precio al monasterio de laEncarnación de Madrid. ¿Seríanaquellos quinientos pinos losmismos que le habían casi regaladolos de Valsaín pensando que eranpara obras del monasterio de PortaCoeli? ¿Era capaz don Rodrigo denegociar con las limosnas de losdemás? Había una forma fácil decomprobarlo y era esperar a que elmarqués le asignara un código a lascartas para ver si todas formabanparte del mismo expediente. Notendría que esperar mucho.

La segunda no estaba tan

clara, y de hecho no me habríallamado la atención si no hubieraestado sobre aviso. Se trataba deuna carta de un tal Benito Trinidadfechada en Cuba e informando dela llegada de la mercancía a sudestino: trescientos ochenta ycuatro embarcados, setenta bajas.Para ésa no había respuesta, pero amí me inspiró un montón depreguntas: ¿hablaba de esclavos?¿Se trataba del São Cristóvão?

En cuanto sonaron lascampanadas del Ángelus recogí mimesa y me largué tan rápido comopude. No tenía ganas de cháchara,así que pasé como una exhalaciónjunto al cuerpo de guardia delzaguán. Aunque nadie de dentroprestó atención a mi salida,enfrascados como estaban en unapartida de dados, fuera había dosojos pendientes del momento enque pisara la calle.

—¡Isidoro!

López Madera me esperabacon el jubón a medio poner, el

brazo izquierdo vendado y cubiertodelicadamente con la capa terciada.

—¿Qué le ha pasado? —pregunté señalando el brazo.

—El médico me hacauterizado la pústula con unhierro candente.

—¿Está mejor?

—¡Qué sé yo! —respondióencogiéndose de hombros—. Elmédico dice que sí.

—¿Qué hace aquí? ¿Me estabaesperando?

—Tiene que venir a casa deCarrillo. Ha pasado algo muyextraño. Esta mañana ha habidouna pelea en un tugurio; los vecinoshan llamado a la justicia y cuandohan llegado los alguaciles de turnohan levantado dos cadáveres.

—Eso pasa todas las noches.

—Sí, la pelea parece que hasido por un lance del juego, peroescuche. Cuando los handesnudado en la morgue, en la fajade uno han encontrado una carterade cuero con unos papeles. Elalcalde de turno es compañero mío

al servicio de Carrillo, así que al verel nombre del duque de Lerma enuno de esos papeles se los hallevado corriendo a don Fernando.

—¿El duque de Lerma?

El alcalde asintió.

—¿De qué tratan los papeles?

—Eso es lo extraño. Uno es undibujo, un grabado; el otro pareceescrito en cifra.

—¿Dónde están?

—Los tiene el patrón, y nosestá esperando.

Asentí lentamente.

—Por cierto —dije—, lealegrará saber que tengo noticiaspara usted, un nombre que a lomejor le sirve de algo…

Mientras caminábamos leconté mis últimos días en casa deCalderón y el pequeño truco de queme había servido esa mismamañana para sacar en laconversación el nombre de Juara.

—Así que Pedro Caballero…—repitió memorizando el nombre.

Los guardias nos detuvieronen el zaguán. El portero corrió aanunciarnos al joven secretario delpelo rizado y éste nos acompañó aldormitorio de su señor. Por elcamino nos dijo que don Fernandoestaba con su médico y el conde deLemos.

¿El conde de Lemos?, pensé.Por fin voy a conocer al famosoamigo de Micaela, a don PedroFernández de Castro y Sandoval, elcultísimo conde de Lemos, todauna leyenda en el mundillo

literario, el único virrey, creo, quellevó a Nápoles una corte de poetas.

Carrillo iba en camisa dedormir, sentado frente a lachimenea en una silla con brazosrodeado de almohadones y con lapierna derecha desnuda sobre unescabel con un cojín de plumas. Larodilla se veía muy inflamada ytenía la piel tan tensa que brillabacomo un cristal. Llevaba además lamano derecha y el codo vendados;la primera supuse que porque se lehabría abierto el absceso del dedo yle supuraría la fístula, y el codo

porque le acababan de sangrar. Dehecho, en el suelo aún estaba labacinilla manchada de sangre juntoa una gran frasca de cristal con dosranas.

—¡Caballeros! ¡Adelante! —gritó el anfitrión en cuanto nosasomamos a la puerta—. ¿Seconocen ustedes? El señor conde deLemos… —dijo, y el aludido, de piejunto a la ventana, alzó la vista uninstante del cartapacio que estabahojeando—, y don Rafael AlcántaraSendra, a quien debo el tristeestado en que me encuentro. Ellos

son Montemayor y López Madera.

Don Pedro Fernández deCastro nos dedicó una cortésinclinación de cabeza quecorrespondimos con unareverencia, pero el médico fue algomás locuaz.

—Buenas tardes, señores. Yvamos, don Fernando, a quien se lediga… Ahora voy a ser yo elculpable de su enfermedad —protestó con un seseante acentocordobés—. Yo soy un Cirineo, noun Caifás —añadió guiñándonos unojo e intentando ocultar una

sonrisa socarrona.

Me cayó bien el médico.Parecía más joven de lo que eraporque conservaba todo su pelonegro, sin sombra de canas, pero lasabiduría de los años brillaba en elfondo de sus ojos azules.

—Entonces ¿qué? ¿Se decide?—preguntó el galeno acariciándoseun lunar abultado que tenía sobreel labio—. Le aseguro que lealiviará el dolor.

—Le he dicho que no.Cualquier roce me hace ver las

estrellas, ¡y usted quiere vendarmela rodilla con dos ranas vivas!

Don Fernando tenía la miradahúmeda y, a pesar del frío que hacíaen la habitación, se le veíanarreboladas las mejillas y el sudorle perlaba la frente.

—Es un remedio infalible —insistió don Rafael—. Le coloco lasranas puestas de vientre sobre laparte dolorida y, en cuanto se lavende fuerte, ya no hay miedo deque se muevan y le causen ningúndaño.

—¿Qué opina usted, donPedro? —preguntó Carrillo paraganar tiempo.

Lemos volvió a alzar la vistadel cartapacio y respondió comoausente: —La ciencia avanza sincesar, don Fernando.

El médico lo miró agradecidoy yo me fijé en él.

El conde de Lemos era unhombre alto, apuesto, de mentónalgo cuadrado y semblante másserio de lo que era de esperar enalguien que aún no había cumplido

los cuarenta. A pesar de llevar unagola discreta de no más de tresdedos de altura, su cabezadestacaba como la de un san Juanrecién degollado, quizá porquellevaba el pelo muy corto; lasmejillas, perfectamente rasuradas,y el bigote y la mosca, engomados yrecortados con esmero.

—Que no —insistió Carrillocon fuerzas renovadas—. No piensodormir con dos bichos muertosatados a la rodilla.

—Por eso no se apure, tardanmucho en morir.

—Peor todavía. ¿Han oído? —nos preguntó a nosotros. Yo meencogí de hombros—. Voy a tenerpesadillas con la agonía de esosanimales. Y todo para que luego seme suba un gato encima en cuantoempiecen a oler y me haga ver lasestrellas. Nada, nada. Limítese a losremedios habituales.

—Muy bien, don Fernando,pero luego no se queje si el mal va amás.

—Siempre ha ido a más. Y esoque sigo sus instrucciones al pie dela letra: como y ceno un plato de

carne, sólo bebo vino rojo, mesangro en días alternos y me purgouna vez a la semana.

—Lo sé, don Fernando, esusted un buen paciente, pero temoque si no reducimos el apostema seacabará infectando.

—Venga. Haga lo que tengaque hacer —dijo con resignación—.Y aligere, que no tengo toda lanoche.

El médico tomó un trozo demiga de pan de un platillo quehabía sobre la mesa, lo remojó en

un cuenco de leche tibia y lodepositó con mucho cuidado sobrela rodilla inflamada. Don Fernandodio un respingo, pero al instantedebió de sentir alivio porque relajóun poco el gesto.

—Bueno, basta ya, don Rafael—dijo impaciente Carrillo—. Déjeloasí. Yo me las arreglo.

—¿Seguro que no…?

—Seguro, seguro. Vaya adescansar y no se preocupe.¡Santiago!

El mayordomo apareció en la

puerta.

—Llévate esto —dijoseñalando la bacinilla con la sangrey el frasco de ranas—, y que doshombres acompañen a don Rafael asu casa.

El médico aún insistió enquedarse un rato —se veía que eraun hombre entregado a suspacientes, cosa muy de agradeceren alguien de su profesión—, perodon Fernando, precavido, se mostróinflexible.

—Así que usted es Isidoro

Montemayor —dijo don Pedro tanpronto el médico dejó la habitación.

—Sí, señor —respondísorprendido de que el conde deLemos se dirigiera a mí de formatan desenvuelta.

—Sé de usted por un amigocomún…

¿Amigo común? Resultabadifícil de creer. Don PedroFernández de Castro era hijo dedoña Catalina de Sandoval,hermana del duque de Lerma, yestaba casado con otra Catalina de

Sandoval, hija esta del duque, sutío, de modo que su esposa eratambién su prima hermana. Pero elpoder y la influencia de don Pedrono venían sólo por el hecho de seryerno y sobrino del hombre máspoderoso del reino, sino que élmismo había cultivado unaclientela propia como presidentedel Consejo de Indias y virrey deNápoles. Además era el encargadode supervisar todo lo relacionadocon el viaje a Francia y la entrega delas princesas, y últimamente sunombre sonaba para la presidencia

del Consejo de Italia. Inclusoalgunos le hacían sucesor de su tíoa la cabeza del reino. ¿Amigoscomunes? Como no fuera quenuestros meados acababan en elmismo río…

—… don Miguel de Cervantes.

¡Acabáramos! Don Miguel erauno de los muchos poetas a quienesél protegía, y para quien yo habíaestado trabajando indirectamentehacía más de un año.

—Confío en que lasreferencias no sean demasiado

malas —me permití bromear.

—Todo lo contrario. ¿Sabe queCervantes ha terminado por fin lasegunda parte de El ingeniosohidalgo Don Quijote de la Mancha?

—No tenía ni idea, pero mealegro.

—Pues sí. El otro día estuvecharlando con Francisco Márquezde Torres, el capellán del arzobispode Toledo, y me contó que ya habíaleído el libro y que estabapendiente de escribir la Aprobación.¿Y sabe qué? Me lo va a dedicar —

dijo con orgullo—, como hizo conlas Novelas ejemplares.

—Habrá que darle laenhorabuena a don Miguel porhaber conseguido un padrino de sutalla.

—Por lo que me ha contadohay unas cuantas cosas en ese libroque tienen mucho que ver conusted —dijo Lemos, inmune a lasalabanzas.

—Espero que no, señoría,porque tal y como escribeCervantes cualquiera diría que mi

vida es un carnaval —respondí.

Lemos disimuló una sonrisa.

—Con que sea verdad la mitadde lo que cuenta, debería cobrarparte de los beneficios.

—No se fíe de los poetas, donPedro, que siempre lo cambiantodo a su gusto y retuercen tanto larealidad que al final no se sabe quées verdad y qué fábrica de suinvención.

Por un momento el conde deLemos dejó a un lado el semblantesombrío que traía para mostrarse

casi de buen humor. Rióabiertamente, se acarició el gruesocollar de oro que le cruzaba elpecho y jugó con la llave quependía de su extremo. Para ser unhombre tan rico, la llave de oro quelo acreditaba como gentilhombrede la cámara del rey era el únicoadorno que lucía sobre el sobriojubón de terciopelo negro. Tenía elconde un aire de elegancia clásico,antiguo más que viejo, de los quenunca pasan de moda.

—Y a usted debería felicitarle,don Fernando, por haberse hecho

con un colaborador tan… —Seentretuvo un momento buscando lapalabra—… competente —dijo alfin sin acabar de dar con la quequería.

—Estoy satisfecho, no mepuedo quejar. Es limpio y tienebuena letra.

Lo miré con extrañeza. ¿Podíadarse una descripción más triste?Claro que eso de «colaborador»tampoco me había sonado muybien. A saber qué le habría contadode mí al conde.

—Más que buena letra —dijoLemos—. También sabe plagiar conestilo.

Don Pedro leyó eldesconcierto en mi cara.

—Lo digo por la dedicatoria alduque de Béjar —aclaró.

—Ah. —Respiré mástranquilo, y como vi que los demásno entendían, lo expliqué—. Yotrabajaba en la imprenta de Cuestacuando se montaron los pliegos dellibro de Cervantes El ingeniosohidalgo Don Quijote de la Mancha.

Había un lío enorme, el manuscritooriginal andaba despedazado entremás de una veintena de operariosque trabajaban componiendo a lavez un volumen de Blosio cuyotítulo no recuerdo. El caso es quecuando llegó el momento decomponer la dedicatoria noapareció por ninguna parte el textooriginal de don Miguel y, comohabía mucha prisa, tuve queimprovisar una.

—¡Y no se le ocurrió nadamejor que copiar un trozo de unadedicatoria de Fernando de

Herrera!

Los dos soltaron unacarcajada al unísono, y LópezMadera y yo sonreímos: él porqueno tenía ni idea de quién eraCervantes, Blosio ni Herrera, y yopor aguantar el tipo.

—Ja, ja, ja. Me imagino el malrato que tuvo que pasarexplicándoselo a Cervantes.

—Ja, ja, ja —coreó el conde—.Pues yo le he dicho que leagradezco que me dedique lasegunda parte, pero con la

condición de que sea original y desu puño y letra.

—No se preocupe —dije unpoco mosca—, seguro que esta vezsaldrá mejor que la primera.

Lemos me miró con simpatía.

—No se enfade, Isidoro. Esodemuestra que tiene iniciativa, másque la mayoría de los poetas con losque trato.

¡Ay, la vanidad! Qué bien mesonó esa palmadita en el hombrode un caballero que tenía porsecretarios a Bartolomé y a

Lupercio Leonardo de Argensola, yque cultivaba la amistad del condede Villamediana, de Cervantes, deMira de Amescua, de Guillén deCastro, de Saavedra Fajardo, deQuevedo, de Góngora y de Lope deVega, incluso por encima de susenvidias y rencillas.

—Pero siéntese, don Pedro —dijo don Fernando señalando unade las sillas que estaban frente a lachimenea.

Lemos obedeció y se acomodóla carpeta sobre las rodillas.

—Muy bien, Isidoro, supongoque López Madera ya le habrápuesto al tanto de nuestroproblema.

—Más o menos, pero no sé enqué puedo ayudar.

—Eche un vistazo —dijotendiéndome un papel que sacó dela bolsa de cuero que colgaba delbrazo de la silla.

Lo miré despacio.

Se trataba de un grabaditobastante tosco, una xilografía, laestampa de uno de esos tacos de

madera labrados que se usanhabitualmente para ilustrar pliegosde cordel, que representaba unaescena muy curiosa. A la izquierdaaparecía el duque de Alba sentadoen un trono con un dosel decoradocon espadas, grilletes y sogasmientras el cardenal Granvela lesoplaba al oído con un fuelle, sesupone que ideas de represiónreligiosa. Tras ellos, un demoniosostenía sobre la cabeza de uno lacorona del rey católico y sobre ladel otro la tiara papal. A sus pies,atadas y humilladas, estaban las

diecisiete Provincias Unidasrepresentadas por bellas mujeres,con sus derechos conculcados y susprivilegios rasgados por el suelo.Tras ellas, miembros de tribunalesy Consejos observaban la escenaclavados al suelo como postes conlos índices sobre la boca en señalde sumisión y silencio, al igual quelos nobles flamencos que aplaudíanal tirano. El fondo del dibujo era unrepertorio de escenas de tortura: unhombre colgaba del patíbulo conpesas en los pies, otro estaba atadoa un potro, había una sesión de

latigazos, ahorcados en todos losárboles del bosque, ruedas convíctimas troceadas, piras… Un pocomás cerca, y centrado en la imagen,destacaba el cadalso en el que erandecapitados los condes Egmont yHorn. La sangre fluía a borbotonesde sus cuellos seccionados parallenar un lago en el que pescabatesoros un hombre con pelo corto,bigote, mosca y una sonrisa demaligna felicidad.

La alegoría no por tosca eramenos efectiva y, para que seanclara bien al recuerdo de quien la

viese, todos los personajesimportantes estaban identificadosen el dibujo con un cartel: el duquede Alba, el cardenal Granvela, lasProvincias Unidas, los nobles, losjueces… Encima del hombre quepescaba tesoros en el lago desangre de patriotas ponía: «Duquede Lerma».

—¿Qué le parece?

No supe qué contestar.

—Han estado en Flandes ¿no?—preguntó Lemos.

—Sí —contestamos López

Madera y yo.

—¿No reconocen el dibujo?

—Me resulta familiar, pero…

—Sí, yo he visto muchas vecesalgo parecido en pasquines enAmberes y en Bruselas —afirmómuy seguro López Madera.

—Seguro —dijo Lemosmientras sacaba del cartapacio quetenía sobre las rodillas un par degrabados que reproducían unaescena casi calcada a la que lehabían encontrado al muerto—.Hay muchas versiones: Brueghel,

Pourbus, Francken, Van Denle…Creo que todos los artistasflamencos han dibujado una u otravariante para las campañas depropaganda en contra del gobiernodel duque de Alba.

—Hasta la tregua, lo hanvenido reeditando todos los años —comentó Carrillo.

—Una sarta de embustes —dijo López Madera con desprecio.

—Verdades a medias, másbien. Iguales a las que usamosnosotros contra los hombres de

Nassau.

—Nosotros no…

—Por favor, señorMontemayor, ¿conoce la obra deVerstegan?

Negué con la cabeza. Lemossonrió con suficiencia.

—Merece la pena echar unvistazo a su libro; contiene unacolección increíble de grabadosdenunciando la crueldad y violenciade los «mendigos del mar»holandeses, de los anglicanos y delos hugonotes franceses. Lástima

no tener por aquí ningún ejemplarpara que lo vea.

—Los herejes son unas bestias—murmuró López Madera.

—Es posible, pero hay quereconocer que en la guerra de lospanfletos nos ganan por la mano —dijo Lemos—. Ustedes no conocena Verstegan, pero seguro que hanvisto veinte veces el libro deBartolomé de Las Casas ilustradopor De Bry.

Asentí lentamente con lacabeza. El conde se refería a La

brevísima relación de la destrucción delas Indias, un libro escrito como unmemorial de agravios cometidos enla conquista de las IndiasOccidentales, un cúmulo deatrocidades que ponían demanifiesto la crueldad de losespañoles frente a unos indiosvirtuosos e inocentes. Que yosupiera, en España sólo se habíapublicado una vez hacía casisetenta años, pero en Europacirculaban hasta la fecha más dedieciocho ediciones. De entre ellas,la más popular era la latinailustrada por De Bry, con dibujos

de De Winghe. Sus diecisieteláminas de horrores y torturas sefijaban en la memoria del lector conmás nitidez que ningún texto.

—Sí, ése sí les suena, y el deReinaldo González Montano, o lascartas de Antonio Pérez —comentóCarrillo—, pero eso no viene alcaso. Fíjense en el dibujo. Está clarala diferencia, ¿no?

Nos tomamos unos segundospara responder. Los grabados deLemos eran de mejor calidad: eldibujo era más claro, las líneasestaban mejor definidas y tenía

mayor detalle. En vez de un bocetoen un taco de madera, como era elcaso de la primera, éstas parecíanaguafuertes en plancha de cobre oalgo similar. En cuanto al tema, losmotivos y las figuras eran casiiguales en todos, salvo una. En losoriginales holandeses la personaque aparecía pescando tesoros conuna red en un lago de sangre era laduquesa Margarita de Parma.

—Han cambiado a Margaritade Parma por el duque de Lerma —dije.

—¿Por qué? —preguntó López

Madera.

—Eso quisiéramos saber —dijo Carrillo—. Margarita de Parmaera la hermanastra de Felipe II ygobernadora de los Países Bajos;tiene sentido que los holandeses laincluyan en una alegoría comosímbolo de codicia y crítica delsaqueo de los Austrias, pero ¿elduque de Lerma? Hay que tener encuenta que estas ilustraciones sehacen para aleccionar al pueblo:¿quién conoce en Holanda a donFrancisco de Sandoval?

—Bueno, al fin y al cabo es el

primer ministro del rey católico…—aventuró López Madera.

—Sí, pero también el artíficede la tregua, y ni ha estado nuncaen Flandes ni ha mandado unejército.

—Tal vez este dibujo no vayadestinado al público holandés —aventuré yo.

Lemos me miró con interés.

—¿A quién entonces?

Miré de soslayo a LópezMadera y a Carrillo. Ambos semordían los labios.

—¿Se sabe quién mató a esehombre? —pregunté para romperel silencio.

—Ni siquiera sabemos quiénera. Podía ser un soldado, unjugador o un chulo. Lo único claroes que no era de Burgos.

—Hoy en día es difícilencontrar a alguien de Burgos en laciudad.

—Pero era un mensajero…¿no? —aventuró López Madera.

—Eso parece, aunque nomurió por esa causa. Lo mataron

por un motivo más prosaico. Segúntodos los testigos, el tumultoempezó en la mesa de dados.

—¿Y el texto? —pregunté.

Carrillo me tendió el segundopapel. Lo miré despacio, pero erauna sucesión de letras sin sentidoaparente:

P7B3H7YHQSXQ593F7W31O5F799795Q91IF35OGUHQ7QGZ1PHQ7QJHO97WF3XUF3GHY5O97W31PHZ1OIH97WW3HW7EOHSH7F1FN91QW3H9WUHHWI1AH9I1UW3HO7G5H9O51Q95QW3HJ7UU591QP5FHZ3HQW3UH7WHQHGO7PE9Z3HQW3HBJHWF7XJ3W7QGW35H

YH9W35HYH9W35HYH9

—¿Saben qué significa? —preguntó López Madera.

Don Fernando se retrepó en lasilla y se le escapó un quejido. Lapierna debía de dolerle mucho,pero el hombre aguantabaestoicamente.

—No —respondió con la caratorcida—. Está en cifra,evidentemente, pero no tenemos niidea de qué significa.

—¿Ha notado usted algo en

casa de Calderón? —me preguntóCarrillo acercándose un poco másel escabel.

Me asusté al oír la pregunta.Se suponía que mi puesto comosecretario de Calderón era unsecreto, pero ahí estaba Carrillohablando de ello librementedelante del conde de Lemos. Y lopeor fue que don Pedro no diomuestras de sorprenderse enabsoluto. Me quedó claro que yaestaba enterado, aunque no pudeadivinar si su conocimiento erareciente o había estado al tanto

desde el principio.

—No, la verdad. Todo parecíarutinario, salvo quizá la visita delmarqués de Mondéjar —dije,pensativo.

—¿El marqués de Mondéjar?—casi gritó el conde de Lemos—.¿Qué ha ido a hacer allí el marquésde Mondéjar?

—Creo que planean una boda.

—¿Calderón con losMendoza?

Me maldije. No debería habersoltado ese comentario sin ninguna

prueba; no me gustaba hacer así lascosas.

—No lo sé. Pero tampoco mehaga mucho caso. Eso lo heaveriguado por habladuríasinternas, no sé nada seguro.

—Lo entiendo, lo entiendo —dijo Lemos condescendiente—.Pero según esas habladurías… ¿quéespera sacar Mondéjar?

No tenía escapatoria, así quelo solté todo de golpe.

—Dicen que el virreinato deNueva España. Si Calderón se lo

consigue, autorizará la boda de suhija con el joven Francisco.

—¡Qué cojones tiene! ¿Losabe Infantado?

Me encogí de hombros. Lemosmiró a Carrillo.

—¿Y no ha oído nadarelacionado con Flandes? —indagódon Pedro—. ¿Con la tregua con lasProvincias Unidas?

Lemos y Carrillo se quedaronen suspenso, muy atentos a mirespuesta. Negué con la cabeza.

—Ni con las paces ni con la

tregua —dije muy seguro—. Tal vezen el Consejo de Estado puedan…

—No, no, no —dijo Lemosmuy serio—. Estos documentos hanllegado a nuestras manos porcasualidad, y no pienso hacerlospúblicos sin saber su origen ni sucontenido.

Miré a Lemos con interés yvolví a preguntarme por qué lehabría avisado Carrillo. En losmentideros de la Corte se hablabade que el duque de Lerma estabaaflojando el puño y que susposibles sucesores empezaban a

salir a la luz. El más evidente era suhijo, el duque de Uceda, quienademás se llevaba especialmentebien con fray Luis de Aliaga,confesor del rey y enemigo de supadre, pero, a decir de las malaslenguas, el duque preferiría dejar elpoder a su sobrino-yerno el condede Lemos. ¿Y Carrillo? ¿Era donFernando aliado de Lemos en lalucha por el poder? Todo eraposible.

—De acuerdo, don Pedro —dijo Carrillo—, pero debemos darcon alguien que sea capaz de

descifrar ese endiablado texto. Elviejo Medina-Sidonia —añadiópasados unos segundos— me hablóhace tiempo de alguien que era desu confianza, un hombre que hahecho trabajos de este tipo y queresulta que ahora está en Burgos.

—¿Es amigo?

—No he dicho eso. Se trata deun judío llamado Carlos Pallache.

Di un respingo.

—¿Carlos? —preguntó Lemosextrañado—. Qué nombre tan raropara un judío. ¿Es español?

—Nació en Granada pero viveen Fez, y viaja con pasaporte deembajador del sultán de Marruecos.Y nuestro amigo Isidoro lo conocebien.

Asentí resignado. Al finentendía por qué Carrillo me habíamandado llamar.

—¿Lo conoce? —exclamaronLemos y López Madera al unísono.

—Coincidí con él en el caminode Madrid. Como dice donFernando, viajaba consalvoconducto de Medina-Sidonia.

—¿Qué le dijo Medina-Sidonia? —preguntó Lemos aCarrillo.

—Confiaba en él… Todo loque se puede confiar en un judíomarroquí… Recuerde que Medina-Sidonia era almirante de la armadadel sur y de la vigilancia delestrecho y, gracias a Pallache,estaba al tanto de todos losacuerdos entre holandeses ymarroquíes.

—¿Es judío y embajador? —preguntó López Madera—. Tengoentendido que en Marruecos

tampoco aprecian a los judíos: lesescupen en la cara y les prohíbencalzar zapatos. Sólo pueden llevaralpargatas de esparto, además deotros signos distintivos en la ropa.

—Sí, es cierto —dijo Carrillo—, igual que aquí.

—Entonces, ¿cómo es posibleque nombren embajador a uno deellos?

—No todos los judíos recibenel mismo trato —dijo Lemos—.Algunos con contactosinternacionales son muy bien vistos

porque pueden proveer de armas alsultán, ya que sobre ellos no pesa laprohibición papal.

—¿Qué prohibición? —preguntó López Madera.

—La que impide a loscristianos vender armas al Islam —aclaró Carrillo.

—De modo que nuestrosmercaderes se las venden a losjudíos y ellos a los musulmanes —dije yo sacando la conclusión obvia.

—Que sepamos —continuóhablando don Fernando—, la

familia Pallache está muy dispersa.Carlos vive en Fez, tiene un hijo enParís y un sobrino está instalado enAmsterdam.

—Y tiene un hermano en Salé—añadí yo.

—¿En Salé? —exclamó donPedro—. Eso es un nido de piratas.

—Él dijo que era un puertocomercial —le justifiqué.

—De comercio de esclavos ycautivos —insistió el conde deLemos.

El de los cautivos era un gran

negocio en auge y muy lucrativo,como también lo era la trata deesclavos. Que se lo dijeran si no alconde de Cameros.

—Pero Carlos viaja en nombredel sultán —insistió López Madera.

—En nombre del sultán y desu propia familia. Ser embajador esun cargo, no un medio de vida, a noser que sepas utilizarlo en tubeneficio —explicó Lemos conprofundo conocimiento de causa.

—El último negocio que sé deél fue que envió a Amsterdam una

urca con azúcar y melaza de losingenios de Marrakech, y regresócon tres barcos cargados hastaarriba de madera, cordaje, velas,armas, municiones y pólvora —contó Carrillo.

—¿Cómo se enteró de eso? —preguntó Lemos.

—Él mismo informó aMedina-Sidonia, y el hijo que viveen París se lo contó al duque deGuisa, de modo que por la mismaoperación cobraron tres veces.

—Una familia lista —juzgó

don Pedro—. Sacan dinero a todosy engañan a todos sin acabar dequedar mal con ninguno.

—Y que lo diga —convino donFernando—. Entre ellos manejan lainformación y se ayudan, pero secubren las espaldas renegandopúblicamente unos de otros: elpadre del hijo, el hijo del padre, elsobrino del tío.

Recordé la mirada inteligentede Pallache y nada de lo que oía mesonaba raro.

—¿Y con ese hombre quieren

ustedes hacer negocios? —preguntó López Madera.

—Es un riesgo conocido —sentenció Carrillo.

Pensé que había llegado elmomento de hablar claro.

—Supongo que me han hechovenir para algo.

—Usted conoce a Pallache,Isidoro, y, por lo que me contaron,parece que tiene con él ciertaconfianza.

—La que te puede darcompartir un día de camino.

—Será suficiente. Quiero quele lleve ese texto en clave a ver si éles capaz de descifrarlo.

—No creo que… —protestóLemos poco convencido.

—Nada hay seguro, donPedro, pero su discrecióndependerá del precio. Si lepagamos bien, podremosaprovechar la ventaja que nos déconocer el texto antes que losdemás.

—¿A qué llama usted pagarlebien…?

—Veremos qué pide ydespués decidiremos.

—Yo sé lo que quiere —afirmécon seguridad.

—¿Y qué es?

—Ha venido con la misión derecuperar la biblioteca de MuleyZidán.

—¡La biblioteca de MuleyZidán! —exclamó Lemos—. La hevisto, está en El Escorial. Es unamaravilla.

—¿Qué biblioteca? —preguntó Carrillo.

—La biblioteca del sultán deMarruecos —explicó don Pedro—.Iba en un barco francés que capturóFajardo en alta mar. ¿De verdadespera recuperarla?

—Eso me dijo.

—Está bien —intervinoCarrillo—. No podemos ofrecerle labiblioteca, evidentemente, pero síque el mismísimo conde de Lemosse entreviste con él para mediar enlas gestiones necesarias delante delduque de Lerma y del rey.

Lemos asintió pensativo.

—De acuerdo, ofrézcaselo —dijo al fin—. Pero no mecomprometo a nada.

—Esperemos que seasuficiente. Muy bien, Isidoro,escríbale una nota ahora mismo,que yo haré que se la entreguen.

—¿Qué le digo entonces?

—Que necesita hablar con élmañana mismo.

23 de octubre

La mañana del viernes, Calderónestaba inquieto porque era el díafijado para inspeccionar el trabajo

del platero al que se habíaencargado confeccionar el ajuar delduque de Lerma para la jornada deFrancia, y a su tranquilidad noayudó mucho que don Luis, conquien tenía previsto hacer la visita,tuviera que quedarse en camaaquejado de unas cámaras agudasque le habían hecho pasar la nochesentado en un bacín.

Privado de su secretario deconfianza, decidió llevarme a míantes que al sordo y al tartamudo,supongo que porque le ofrecía unamayor comodidad en el trato con

terceros.

Fermín Zabalza, que así sellamaba el platero, natural deAlsasua, Navarra, estaba instaladoen una de las tiendas de la PlateríaNueva, vecina de la que ocupaba miamigo Cimorro en los soportales dela plaza del Mercado Menor. Nosesperaba el hombre a pie de calle y,en cuanto nos vio, corrió a besar lasmanos de don Rodrigo en actitudsumisa. Llamaba la atención ver aun hombre de su talla —porque eraalto y delgado—, tan encogidocomo si le diera vergüenza sacarle

una cabeza al marqués. Entramospor la tienda y nos dejó unosminutos esperando en el taller. Enaquel momento nadie trabajaba,todo estaba perfectamenteordenado y limpio; las cajas con losmoldes, el torno, los fuelles, la forjacon las brasas amontonadas alfondo y cubiertas de ceniza, lapiedra de bruñir… Acaricié lasherramientas ordenadas portamaños: botadores, martillos deaplanar; incluso golpeé un par deveces el pequeño yunque con unode ellos. Pasado el tiempo que

consideró adecuado para aumentarnuestra expectación, Zabalzaordenó abrir las puertas delalmacén.

Fue un instante increíble.

Una docena de hachonesiluminaban la sala con sus cuatroparedes cubiertas del suelo al techode brillantes objetos de plata.Parecía que habíamos entrado en elmismo corazón del cerro rico delPotosí. El rescate de Atahualpa nodebió de ser más hermoso.

Aquél era el ajuar encargado

por el duque de Lerma con motivode la boda de la infanta, el mismoque habían estrenado cinco díasantes. En la parte interna de lasmesas, pegando a la pared, habíacientos de platos ordenados enpilas por tamaños y, delante deellos, se amontonaban los distintosjuegos de jarras, aguamaniles yurnas labradas con relieves deescenas de la Biblia, de la Casa deAustria, de hechos heroicos de losSandoval y de la conquista deNueva España. En la más próxima,por ejemplo, Hernán Cortés era

recibido con honores de Dios por elemperador mexica. Entre las mesas,dos refulgentes aparadoresguardaban decenas de enormesfuentes con perlas y rubíesincrustados, zafiros y turquesas,entre frutas y ramas cinceladas.Una de ellas, particularmentehermosa, de más de tres pies delarga por dos de ancha, tenía formade barco y llevaba a un muchachotañendo un caracol a proa y a otro apopa consultando la aguja demarear.

Don Rodrigo Calderón se

sentó en el centro de la habitaciónen una silla frailera que Zabalzahabía colocado ex profeso y sedeleitó unos minutoscontemplando el tesoro ydejándose bañar por su luz. Paraque pudiera disfrutarlo aún más ymejor, el platero dispuso a su ladouna mesa cubierta con mantel dehilo y una bandeja con una jarra devino y un par de cuencos conalmendras y aceitunas.

—Su arte es indiscutible,maestro Zabalza, pero ya sabe queestoy aquí para comprobar los

detalles de la transacción —dijodon Rodrigo con una sonrisa desuficiencia.

—Por supuesto —respondió elotro, sumiso—. Aquí están losjustificantes de entrega y el destinode cada gramo de plata, tal y comome especificaron en el encargo.

Sieteiglesias tomó los papelesde la mano del platero y me losentregó a mí sin mirarlos.

—Adelante, Isidoro,compruébelo.

Fue todo lo que dijo, y a lo

largo de las casi tres interminableshoras que estuve inventariandoaquel inmenso ajuar —que ademásde lo dicho contaba con todo tipode cubiertos y objetos para elservicio de mesa, en total casi unmillar de piezas—, el marquésentró y salió varias veces, comióalgo, fumó una pipa e inclusoatendió un par de asuntos de otraíndole en la tienda que el platero lecedió gustoso como despacho. Perocuando terminé, ocupaba de nuevola silla en el centro de la sala, comosi no se hubiera movido.

Don Rodrigo firmó entoncesel visto bueno y el recibí en nombredel duque de Lerma y se guardóuna carta sellada que le entregó elplatero, yo diría que una letra decambio, aunque no tuve ocasión decomprobarlo. Me pregunté si esainmensa cantidad de plata estaríadebidamente tasada y reglada ohabría allí plata de fuera delmercado oficial, porque ya habíaoído que uno de los caminos que seusaban para burlar las restrictivasleyes de circulación de plata eraprecisamente su conversión en

objetos suntuarios.

Cuando salimos, el platero meentregó discretamente una bolsacon monedas y me guiñó un ojo.

—¿Y esto? —pregunté conigual disimulo.

—Por su colaboración.

Don Rodrigo Calderón estabaradiante, expansivo y de buenhumor, tanto que decidió comeralgo en unas mesas que había a la

puerta de un bodegón en la mismaplaza, al lado de la Audiencia y laCasa de Justicia. Yo me senté enotra mesa con los ocho hombres dela Guardia Alemana a los que, porsuerte, no tuve que darconversación. Pasé el rato viendocómo acababan de engalanar laplaza para la fiesta de por la tarde.La plaza estaba vallada, lostablados terminados y en aquelmomento remataban los adornosdel palco del rey y de la reina deFrancia con flores y guirnaldas depapel de colores. La tarde se

anunciaba memorable.

Al terminar de comercaminamos sin prisa hacia casaesquivando los carros con tonelespreparados para regar el arenerodel coso recién instalado.

—¡Gil Blas, mi ropa! —gritó elmarqués tan pronto puso un pie enpalacio.

El mayordomo acudió seguidopor dos ayudantes con el jubón y lacapa de capitán de la GuardiaAlemana, el mismo traje deterciopelo y raso amarillo con

galones rojos, dorados y plateadosque usara en la boda. Calderón sedejó desnudar y vestir con la menteen otra parte y, cuando estuvopreparado, bajó al zaguán donde leesperaba un nuevo pelotón de docehombres.

Primero se iban a correr cañasy luego estaban anunciados ochotoros. Si a eso se añadía lainterrupción para la suntuosamerienda que había anunciado dara Sus Majestades el Regimiento dela ciudad y el sarao con baile enpalacio previsto para por la noche,

calculé que el marqués ya novolvería hasta la madrugada. Esetiempo me venía de maravilla paratodo lo que tenía que hacer, y loprimero era visitar de nuevo alplatero para confirmar el origen dela plata de Lerma.

Salí detrás del marqués y sutropa de guardias alemanes, y meaparté de su estela en cuanto pude.Por el camino cedí el paso a varioscaballeros que iban a tomar parte

en el espectáculo, tanto en el juegode cañas como en la lidia de lostoros. Todos montaban caballosmagníficos, calzaban botas altas decuero y vestían trajes negrosbordados con oro, plata, seda yazabache. A cada uno le seguía unaristra de lacayos con más caballossujetos por la brida y un par demulas cargadas con lanzas, adargasy rejones. Muchas mujeres acudíana la fiesta en sillas de manos y, alcruzarse con ellas, los caballeros sedescubrían y hacían doblar lasmanos a sus monturas.

—Buenas tardes, señorZabalza, espero no molestarle.

La cara de Zabalza al vermede nuevo en su obrador fue todo unpoema.

—Pensaba salir a dar un paseoa la plaza y a ver el espectáculo,pero usted dirá.

—No se preocupe, no le haréperder mucho tiempo. Me envía elseñor marqués a cotejar unosdetalles de los documentos deentrada de la plata.

—Claro, claro —dijo él un

poco reticente.

Me acompañó de nuevo alalmacén donde guardaba el tesoroy ordenó volver a encender todaslas velas, pero le dije que no semolestara, que con un par dehachones tenía suficiente. Puso enmi mano la carpeta con losdocumentos y se quedó esperandode pie delante de mí. Yo empecé ahojearla un poco incómodo sinsaber muy bien qué buscaba: unrecibo sin sello, quizá; algo queindicara una entrega de plata sincertificado de origen, aunque ni

siquiera sabía si eso era posible.

Sentí que Zabalza seguía mibúsqueda errática con crecientenerviosismo. El hombre se mirabalas uñas, se arrancaba a pellizcoslos padrastros y movía los labioscomo si fuera un pez.

—A veces los números noacaban de cuadrar… —divaguécomo si supiera lo que hacía y paraganar tiempo me levanté, cogí unode los pomos de plata y lo pesé enla balanza. Luego hice lo mismocon una de las bandejas labradas,una preciosa que representaba la

noche triste, la dramática huida deTenochtitlán.

—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó al fin.

Estuve a punto de tirar lospapeles y salir corriendo, perointenté un último esfuerzo deautocontrol.

—Pues sí —dije fingiendoindiferencia—. Traiga unas tenazasy un berbiquí.

Dije aquello un poco a ladesesperada porque recordé que enalguna ocasión había oído hablar

de lingotes que sólo tenían de platael nombre y un baño superficial y elcorazón era de plomo. Pero lo quetenía delante no eran lingotes, asíque me arrepentí de mi petición encuanto la hice. Para mi sorpresa,don Fermín estiró la espalda, soltóun suspiro y se dejó caer sentadoen el borde de una de las mesas.

—A usted no lo ha enviado elmarqués —dijo en un murmullo.

Me quedé helado. En esemomento no sabía si él me habíadescubierto a mí o yo a él.

—¿Cómo?

—Que no lo envía el marqués—afirmó más seguro de sí.

Me mantuve calladoesperando que llamara a loshombres que vigilaban la tiendapara darme una paliza antes deinformar a Sieteiglesias de miextraño comportamiento.

—Está bien —dijo bajando eltono—. Mire, podemos llegar a unacuerdo.

¡A un acuerdo!, pensé cuandolas gotas de sudor frío perlaban ya

mi frente. ¡Por supuesto que deseollegar a un acuerdo!, quise gritar,pero me limité a decir: —Explíquese.

—He pagado su parte almarqués, y le he pagado bien.

Supuse que el documento quele había visto entregar antes aSieteiglesias sería en efecto unaletra de cambio, al parecer su parteen la sisa de la plata cuya custodiale había confiado el propio duquede Lerma.

—Más que bien —insistió el

platero.

—Lo sé —mentí. En aquelmomento me esforcé por parecernatural.

—Compréndalo, de algúnmodo tenía que resarcirme de loque tuve que adelantar para que meencargara a mí la vajilla de laboda…

—¿Entonces?

Zabalza se mordió el labio.

—Supongo que se habrá dadocuenta de que he retenido másplata de la que he declarado al

marqués. La mayoría de los pomosy muchas de las figuras labradas delas bandejas y las asas estánrellenas de plomo —reconoció alfin.

Alcé las cejas como si fueraobvio.

—Tampoco tiene tantaimportancia —se justificó—. A lolargo del viaje van a desaparecermuchas piezas, con tantos lacayosmoviéndose de un lado para otro,empacando y desempacando en unmontón de pueblos perdidos. Lavajilla no iba a volver entera.

—¿Y por qué no echar cuentaque unas cuantas piezas se hanperdido en Burgos?

—Veo que nos entendemos.Espere un momento.

El platero abandonó la sala yregresó rápidamente haciendosonar una generosa bolsa deescudos.

—Mire, don Isidoro… Isidoro,¿verdad?

Asentí con la cabeza.

—Don Isidoro. No esnecesario que el marqués de

Sieteiglesias sepa nada de esto; élya se ha llevado su parte. ¿Qué leparece si nos olvidamos del tema?—dijo entregándome la bolsa.

Pesaba como un yunque. Allíestaba todo dicho. Había engaño yrobo, pero al parecer en la salida dela plata, no en la entrada, y la ideade robar a Calderón parte de lo queél había robado a Lerma me parecióhasta graciosa.

—Seguro —respondíguardándome la bolsa dentro de lacamisa—. De hecho, no recuerdohaber estado aquí esta tarde.

Salí de la platería con lasensación de que la vida era fácil,proa a puerto y viento en popa.Desde que había empezado atrabajar para el marqués deSieteiglesias había ganado másdinero que en toda mi vida. Quédigo, aquella tarde había ganadomás dinero que en toda mi vida.Bueno, ganado no. Ingresado. Encualquier caso, no podía estar demejor humor para encarar lasiguiente tarea de la tarde: visitar a

Carlos Pallache.

Por suerte, al señor Carlos nole hacía particular graciacontemplar a dos grupos decaballeros haciendo cabriolas yarrojándose cañas a modo devenablos, ni ver cómodesjarretaban a un puñado de torosdespués de que cornearan a algúnque otro desgraciado y destriparana más de un caballo.

—Isidoro, qué alegría me daverlo.

El señor Carlos me recibió en

el espacio del hospital que habíaacondicionado como sala de estar.El suelo estaba cubierto dealfombras y, a falta de muebles,había grandes almohadonescolocados contra los muros al modode un estrado de mujeres. Cuandollegué lo encontré recostado en sudiván ojeando un libro manuscritoen árabe.

—Lo mismo digo, don Carlos.Lamento no haber cumplido sudeseo de presentarle a la condesade Cameros.

—No se preocupe, recibí su

nota. Espero que todo le vaya bien.

—Sí, todo bien. Además, nome necesita. Ya sé que ha entradoen contacto con ella.

—¿Yo?

—No hace mucho vi a una desus ginetas jugando en su regazo.

—¡No me diga! Ésa es unabuena noticia. Me la quiso comprarel joven marqués de Peñafiel, perose la regalé. Así que para eso laquería…

—A la condesa le encantó elregalo —dije, y en ese instante sentí

un brote de añoranza y un puntazode celos.

—Magníficos animales, lasginetas, esquivos pero cariñosos.Me alegra saber que está en tanbuenas manos. Ya tengo un motivomás para presentarme a suencantadora ama —dijo pese asaber que no trabajaba para ella.No le corregí. Al fin y al cabo, elrecuerdo de Micaela estaba siempreconmigo—. ¿Acaso la pretendePeñafiel? He oído que se haquedado viuda.

—Se ha quedado viuda, sí,

pero si la pretende o no elmarqués… poco puedo decir. ¿Quéestá leyendo?

—Tawq al-hamam.

—¿Un texto religioso?

—El collar de la paloma, miquerido Isidoro, del gran poetaandalusí Ibn Hazm.

—¿Un poeta morisco? Tengacuidado, don Carlos. Juega confuego.

—No es morisco, es un poetadel siglo x. Hay muy pocosejemplares de este libro. Me precio

de poseer una de las pocas copiasque quedan y me gusta leerlocuando vengo a España. Es unapequeña revancha; guárdeme elsecreto.

—Conmigo está seguro —dijemuy serio—. Mientras no metumben en el potro.

—Claro —dijo élobservándome detenidamente—.Pero dígame, Isidoro, ¿a qué deboesta maravillosa visita?

Un joven criado de Pallacheentró silenciosamente en la sala,

depositó a mi lado una bandeja conun vaso de vino y volvió a salir.

—Me preguntaba cómo iríansus gestiones en relación a labiblioteca de Muley Zidán.

Pallache entrecerró los ojoscomo un felino.

—Por ahora mal —reconoció—. No he conseguido ver a Lermani a Uceda ni a fray Luis de Aliaga.Todos andan como locos, primerocon la boda y ahora con el viaje a lafrontera de Francia. No hay manerade que sus secretarios fijen una

cita. ¿Por qué lo pregunta?

—Había pensado que podríaconseguirle una entrevista con donPedro Fernández de Castro.

—¿Con don Pedro? ¿El condede Lemos?

—Sí. Don Pedro es un hombremuy culto, amante de los libros yyerno del duque de Lerma. Sería unbuen contacto…

—¡Ya lo creo! Sería fantástico.¿De verdad me puede conseguir esaentrevista?

—Por supuesto.

—Le estaría eternamenteagradecido, Isidoro —dijo bajandoun poco el tono de euforia—.Aunque sospecho que no hará faltaque espere tanto tiempo.

—Es posible… —respondí conuna sonrisa cómplice.

Saqué de la manga del jubónel papel en el que había copiado eltexto cifrado que le habíanencontrado al muerto y se lo tendí.Pallache lo desplegó y se quedómirándolo con curiosidad.

—¿Dónde me estoy metiendo,

Isidoro?

—Espero que en un simplejuego de adivinanzas.

Pallache sonrió.

—¿Un juego? Nadie se tomatantas molestias para entretener aun niño.

—La verdad es que no sé casinada.

—Cuénteme todo lo que sepay ya veremos.

En diez minutos le conté mirelación con López Madera, resumí

la historia del muerto y describí elgrabado sin entrar en el detalle dela sustitución de Lerma porMargarita de Parma. Tampoco dijenada de mi puesto en la Casa deCalderón ni de mi acuerdo secretocon Carrillo.

—Entonces ese López Maderay usted son los que se encargan delasunto.

Me di cuenta de quesospechaba que no le decía toda laverdad y que mi repentinainfluencia en el entorno del condede Lemos no era casual.

—López Madera es uno de loshombres de confianza de donFernando Carrillo.

—El presidente del Consejode Hacienda.

Me sorprendió que lo supiera.

—Sí, así es.

—Y esa nueva Casa en la quetrabaja, Isidoro, ¿tiene relación condon Fernando?

—No exactamente —mentí—.Pero a don Fernando y a LópezMadera los he conocido a raíz dedejar la Casa de la condesa de

Cameros.

Pallache volvió a mirar elpapel con atención.

—¿Ha sido idea suya acudir amí?

—No. Fue don Fernandoquien lo sugirió. Al parecer loconoce de referencias por el duquede Medina-Sidonia.

Pallache sonrió abiertamente.

—Mi gran amigo…

No respondí.

—Está bien, déjeme el texto y

lo estudiaré. Supongo que le urgiráel resultado, así que ¿por qué no sepasa por aquí mañana a primerahora?

Me sorprendió su confianzaen resolver el acertijo y así loexpresé.

—¿Mañana? ¿Está seguro?

—Si no lo he resuelto paramañana, puede que no lo haganunca. Crucemos los dedos.

—Pase lo que pase, confíe enmí, don Carlos. Le conseguiré sucita con Lemos. Un buen trabajo

merece su recompensa, ustedmismo lo dijo el otro día. Y mejor ami servicio que contra mí…

Pallache sonrió al reconocersus propias palabras.

En cuanto llegué a mihabitación del mesón de Beatriz deLara, escribí una nota para el condede Lemos, sin remite, sin nombres,indicándole que todo estaba enmarcha y que le haría una visita porla mañana temprano.

24 de octubre

Dormí mal. Pasé la noche con lapuerta y la ventana atrancadas, labolsa del dinero en un puño y atada

a la muñeca, y despertándomesobresaltado cada dos por trespensando que me robaban. Cuandose tiene dinero, nada angustia másque perderlo.

Pero Pallache había dormidoaún menos que yo. Me recibió conla cabeza descubierta, los pelos depunta y la mirada fija en un jovenque majaba algo en un mortero conun golpeteo cadencioso. A su lado,un pote de cobre con asa de maderapuesto sobre un anafre empezó asoltar un aroma dulce y picante.

—Huele bien.

—Semillas de cardamomo.

—¿Es su desayuno?

Pallache me miró con sorna.

—En parte. Assad, preparatambién café para nuestro invitado.Uy, perdón: Wayyed ‘awtani qehwale-ddef dialna. Querrá una taza,¿verdad?

—¿Café? No, gracias.Demasiado amargo para mí.

—Ah, es cierto. Aguardiente yfrutas escarchadas, ¿no es eso? Queasí sea, pero me permitirá que no leacompañe; yo a estas horas necesito

un café y un puñado de almendras.Y no se preocupe por su alma,Assad es musulmán, un verdaderocreyente. Assad yib el maḥia welfakia, ‘afak.

Antes de retirarse, elmuchacho puso un nuevo pote alfuego con agua fría y vertió en élparte de la infusión de cardamomoy el polvo de semillas de café quehabía en el mortero.

—¿Ha habido suerte? —pregunté señalando con la barbillael montón de papeles que había asu lado en el suelo.

—¿Suerte? Me insulta,Isidoro. Si me pregunta si hedescifrado su mensaje la respuestaes sí. Y, por cierto, ha sido muysencillo, un juego de niños. Metemo que su espía era un aprendiz.

—¿Tan fácil era?

—Cualquiera con unosconocimientos básicos podríadescifrarlo. Yo creo que estabahecho como precaución por si seperdía en una taberna, porque sitemían que algún profesionalestuviera detrás del mensaje resultademasiado simple. Mire, juzgue

usted mismo. Éste es el texto queme dio —dijo tendiéndome elpapel. Yo lo sostuve entre mismanos y lo miré como la primeravez.

P7B3H7YHQSXQ593F7W31O5F799795Q91IF35OGUHQ7QGZ1PHQ7QJHO97WF3XUF3GHY5O97W31PHZ1OIH97WW3HW7EOHSH7F1FN91QW3H9WUHHWI1AH9I1UW3HO7G5H9O51Q95QW3HJ7UU591QP5FHZ3HQW3UH7WHQHGO7PE9Z3HQW3HBJHWF7XJ3W7QGW35H

YH9W35HYH9W35HYH9

Pallache disfrutó con mi

ignorancia.

—El mayor problema en estoscasos es adivinar el idioma en queestá escrito y eso es lo que me hallevado más tiempo. Como lohabían encontrado aquí, supuseque estaría en español, pero lasasunciones que aplicaba no teníansentido. Por un momento penséque me encontraba en manos de unauténtico profesional y que nolograría descifrar el texto sin laclave.

—La clave… —comenté,despistado.

—Veo que anda un poco verdeen estos temas, ¿no? Le explicaré.En las cifras se empleanbásicamente dos sistemas: sepueden sustituir las letras porsignos o se puede adaptar unmensaje basándose en una plantillaconstruida sobre un textopreviamente acordado.

Volvió el criado con unabandeja en la que traía un vaso deaguardiente y un plato con variasfrutas escarchadas de exquisitafactura, grandes, limpias, comopequeñas joyas de orfebrería. No

pude evitar llevarme unainmediatamente a la boca parasentir el sutil placer queanunciaban, y no me defraudó. Elsabor dulce y amargo de la naranjame untó el cielo de la boca, lasencías, la lengua… El trago deaguardiente no hizo más queacrecentar el sabor y su memoria.Una delicia. Atisbé la miradacuriosa de Pallache con el rabillodel ojo. Sabía que estaba jugando,el muy zorro; seguro que lo habíaprobado más de una vez aunque lonegara ante mí.

—Siga con lo que…

Carlos alzó la mano parahacerme callar.

—Hoy va a hacer un díaprecioso, ¿verdad? —dijo señalandocon la mirada a su joven lacayo—.Assad, sir šuf waš kulši wayad le-ssfar dial gedda.

—Walakin el qehwa…

—Yallah, sir. Ana gantkellefb-hadši.

El joven se levantódiligentemente y salió de lahabitación cerrando la cortina tras

de sí.

—¿Qué le ha dicho?

—Le he pedido que fuera a versi estaba todo listo para el viaje demañana —dijo incorporándose conesfuerzo para acercarse al anafre.

—¿No se supone que enSabbat los judíos no puedencocinar?

—Ni cocinar ni escribir —respondió con malicia—.Últimamente estoy rompiendomuchas leyes. A Assad también leha sorprendido, pero le he dicho

que daba igual. A él no puedodecirle que estoy pensando enbautizarme. Tiene muchas ventajasel bautismo, ¿sabe?

—No en Marruecos. Ni aquí,la verdad. Pasaría a estar en elpunto de mira de la Inquisición.

—Sí, eso es una molestia. Noles ha ido muy bien a los conversosen estas tierras.

—Me contaba que hay dossistemas de cifrado —dijevolviendo al tema que me habíallevado allí.

—Dos, sí. Por supuesto quehay otros métodos de escondermensajes, como el vitriolo romano,eso que llaman la tinta invisible;incluso hay tipos capaces deescribir una frase en el canto de unpliego de papel…

—Pero ése no es nuestro caso—le corté temiendo que se fuerapor las ramas.

—No, no. Así que me dije,¡qué demonios! Si el textoacompañaba a un grabado donde seataca a los españoles en Flandes, lológico sería que el idioma fuera

holandés o francés, así que volví aempezar con el holandés, perotampoco veía nada lógico. Y lomismo me pasó con el francés. Seme estaban acabando las opciones.De los idiomas que hablo eliminédirectamente el árabe y el hebreo,no me parecían nada probables, asíque me quedaba el inglés, aunquecon él sólo me defiendo, la verdad.

—Pero no entiendo cuáles sonesas asunciones que dice.

—Todo se basa en lafrecuencia del uso de las letras y delas palabras que hace cada idioma;

de eso yo tengo algún que otrotratado, no crea que se me haocurrido a mí. Por ejemplo, eninglés la letra más frecuente encualquier texto es la «e». Así que loprimero que hice fue contar cuántasveces aparece cada signo en el textoy me salió la siguiente tabla.

Pallache buscó entre lospapeles que tenía delante hasta quesacó uno con una columna en laque aparecían todos los caracteresdel texto con un número a suderecha.

—Como verá, el carácter que

aparece con más frecuencia en suescrito es la letra «H», treinta y dosveces, así que asumí que la letra«H» correspondía a la letra «e». Alhacer el cambio —dijo sacando otropapel del montón— quedó elsiguiente texto:

P7B3e7YeQSXQ593F7W31O5F799795Q91IF35OGUeQ7QGZ1PeQ7QJeO97WF3XUF3GeY5O97W31PeZ1OIe97WW3eW7EOeSe7F1FN91QW3e9WUeeWI1Ae9I1UW3eO7G5e9O51Q95QW3eJ7UU591QP5FeZ3eQW3Ue7WeQeGO7PE9Z3eQW3eBJeWF7XJ3W7QGW35eYe9W35eYe9W35eYe9

—Para mí sigue igual deincomprensible.

—Sí, es verdad. No parece quehayamos ganado mucho. Peroentonces hice la segunda asunción.Yo sé que la palabra de uso másfrecuente en inglés es «the»,equivalente a nuestros artículos«el», «la», «los» y «las», y comotengo la «e», puedo buscaragrupaciones de tres caracteres conla «e» al final. ¿Lo ve? Aparecerepetido cinco veces «W3e». Demodo que supongo que «W»equivale a «t» y «3» equivale a «h»,

y lo sustituyo en todo el texto, demodo que queda…

Pallache volvió a rebuscarentre sus papeles hasta que dio conel que buscaba.

—… esto:

P7Bhe7YeQSXQ59hF7th1O5F799795Q91IFh5OGUeQ7QGZ1PeQ7QJeO97tFhXUFhGeY5O97th1PeZ1OIe97t

the t7EOeSe7F1FN91Q the9tUeetI1Ae9I1U the

O7G5e9O51Q95QtheJ7UU591QP5FeZheQthUe7teQeGO7PE9ZheQ

the BJetF7XJht7QG th5eYe9 th5eYe9 th5eYe9

—Y además al meter elartículo «the» puedo separaralgunas palabras.

—Pero ¿ese «the» no puedeformar parte de palabras máslargas?

—Sí, claro que puede, y dehecho una está mal, pero por ahoramire lo que nos queda.

Miré el papel y volví a sentirsimilar desazón.

—¡Vamos, Isidoro! No pongaesa cara. Está casi hecho. Los «the»nos abren varios espacios y,además, he separado las series«th5eYe9» que aparecen al finalporque supongo que debencorresponder a la misma palabrarepetida tres veces.

—¿Y ahora qué?

—Mire bien el texto. Hablainglés ¿no? ¿No hay nada que lesuene?

Me hizo gracia semejanteasunción, como él decía, aunque no

era extraña viniendo de alguien quehablaba seis lenguas.

—Siento decepcionarle, donCarlos, pero lo mío no son losidiomas.

—¡Ah!, vaya —dijodesilusionado. El hombre estabadisfrutando de su explicación ylamentaba tener que interrumpirla—. Bueno, pues yo he seguidoasumiendo que ese «9tUeet» que seve en la tercera línea podría ser«street», «calle» en inglés, así quecambié los valores de «9» y «U» por«s» y «r» en todo el texto y obtuve

otra curiosa agrupación:«thre7teQeG», que de inmediatorelacioné con «threatened»,«amenazados»… En fin, en diez odoce pasos he sacado latranscripción completa.

Pallache me tendió un papelcon el texto limpio en inglés:

May Heaven punish catholicassassins of children and women:angels at church, devils at home,wolves at the table, peacocks onthe street, foxes for the ladies,lions in the garrison, mice when

threatened, lambs when they getcaught, and thieves, thieves,thieves…

Yo lo miré con interés, peropor desgracia entendía tanto comocuando estaba en clave.

—¿Qué significa, don Carlos?

—Ah, es cierto, que no hablainglés, perdone —dijo recuperandoel papel para traducirlo en voz alta—: «Quiera el cielo castigar a losasesinos católicos de niños ymujeres: ángeles en la iglesia,

demonios en la casa, lobos en lamesa, pavos en la calle, zorros paralas damas, leones en guarnición,ratones cuando se ven amenazados,corderos cuando son capturados, yladrones, ladrones, ladrones…».

Me quedé en silencio.

—¿Quiere que se lo escriba?

—Sí, por favor.

Pallache rebuscó una hojalimpia, se acomodó el tintero en lamesita baja y se puso a escribir latraducción.

—Es una llamada a la

insurrección —dije pensando envoz alta, por decir algo—. La vueltaa la guerra. Se acabó la tregua.

—Era lógico que así fuera —murmuró Pallache, concentrado—.Concuerda con el grabado al quedice que acompañaba.

—Pero ¿por qué los ingleses?Hace diez años que vivimos en pazy, desde que murió la reina Isabel,las relaciones han mejorado mucho.

Don Carlos no habló hastaque hubo terminado de escribir.

—Sí, aunque no les guste

demasiado esta alianza entreEspaña y Francia. Pero seguro quequienes le han enviado —dijodedicándome una mirada maliciosa— pueden darle mejores respuestasque yo.

—Seguro —respondí, aunquecreo que se me notó el tonosarcástico.

Rompió a hervir el agua delpote y un suave aroma llenó laestancia; un aroma cálido,penetrante y embriagador. Pallacheretiró el cacharro del fuego y sirviódos tacitas pequeñas de porcelana

que tenía dispuestas sobre unabandeja de plata.

—Vamos, Isidoro —dijovolviendo a su sitio original con labandeja en la mano—, no deje quese eche a perder.

Pallache cogió una con lapunta de los dedos sujetándolasuavemente por el borde y el culo,acercó los labios, entrecerró los ojosy sorbió ruidosamente. Yo lo imitéresignado. Un sabor amargo megolpeó la lengua y me obligó abeber un trago de aguardiente,pero al instante me apeteció

repetir.

—Extraño, ¿verdad? No sé quétiene el café. Seduce y espanta a lavez.

Por un instante temí querecurriera al tópico de compararlocon una mujer, pero don Carlos,aunque debió de pensarlo, lodesechó también por manido.

—Está extrañamente…amargo —respondí. Me faltabanpalabras para describir aquel sabor.

Me puse en pie con desgana.Se estaba bien en aquella sala, pero

tenía que irme a trabajar a casa deCalderón y antes debía ver al condede Lemos. Me disculpé por irme deese modo, pero él se limitó asusurrar con los ojos entornados.

—Vaya, vaya, Isidoro. Y noolvide nuestro trato. Yo ya hecumplido mi parte.

En contra de lo habitual en undía de mercado, el puente de SanPablo estaba más vacío que el deSanta María, porque era el día

previsto para que saliera parte de laCasa de Lerma y habían prohibidoponer puestos aquel sábado delantedel palacio del conde de Salinas.Crucé el río con mi temor habitual,y entré en la ciudad cuando elprimer grupo de acémilas encarabala calle de la Puebla camino de lapuerta de San Juan y el camino deFrancia. Al frente de la marcha,despejando las calles, caminaba unalguacil de Casa y Corteacompañado por un trompeta, alque seguía una fila de más de uncentenar de acémilas cargadas con

camas, bargueños, parte delservicio de plata labrado porZabalza, la cava del vino, la botica,ropa blanca y cofres con monedasuficiente para pagar diariamente aaquel ejército de servidores. Todaslas acémilas iban cubiertas conreposteros de lana y seda bordadoscon las armas del duque ycoronadas con las banderolas conlos escudos de Francia, España y losSandoval que yo había revisado encasa de Calderón. El finorepiqueteo de un millar decascabeles de plata resonaba por

toda la plaza.

Atravesé la plaza del MercadoMenor y rodeé la mole de lacatedral por la del Azogue, dondelos dueños de los puestos depescado empezaban a vocear sumercancía. Aunque caminabadeprisa tuve tiempo para pensar enmi situación cada vez más confusa.¿Qué hacía un empleado de donRodrigo Calderón, que en realidadtrabajaba para don FernandoCarrillo, llevando mensajes para elconde de Lemos? ¿Cómo habíallegado a meterme en semejante

lío? Y lo peor de todo: ¿en quémomento alguno de esos señoresme cortaría el cuello? No me cabíaduda de que si de todo aquelenredo salía algo que expiar, yosería el chivo.

El conde de Lemos estabainstalado en el palacio deMaluenda, en la calle Coronería,frente a la puerta del mismonombre de la catedral, la que seabre en el muro norte del crucero.

Era un palacio magnífico, amplio ycómodo, y además el conde lo habíaacondicionado con todo el lujo quese podía esperar.

Un enano de nombre Filibertome condujo hasta el salón dondeme esperaba don Pedro. Adapté mipaso a su pequeña zancada y juntosatravesamos el arco bajo la tribunaque se abría sobre el zaguán,cruzamos el luminoso patio centraly subimos a las salas nobles por laescalera del fondo. Ya en la primeraplanta, el enano me guió a través dela capilla hasta una sala amplia

donde el conde había instalado sudespacho. El centro estaba ocupadopor una mesa enorme llena depapeles y libros y las paredesadornadas con tapices con escenasde los trabajos de Hércules.

En el momento de mi llegada,el conde estaba de pie con lospuños apoyados en la mesa, elcuerpo vencido y la vista clavada enlos planos que le mostraba donJuan de Médici, capitán decoraceros de Flandes, maestre decampo de italianos y comisionadopara supervisar la construcción del

escenario donde debía tener lugarel cambio de las princesas.

—Éste es el paredónlevantado en la orilla del río —explicaba don Juan.

—¿De qué tamaño?

—Mide unos ciento cincuentapies y es un pie más alto de lo quesuelen subir las aguas cuando lamarea está crecida.

—Pero aquí parece vencido.

—Es que tiene forma deterraplén por donde lo baña lacorriente, para que no haga

resistencia y no lo arrastren lasaguas.

Don Pedro asintió con lacabeza, y don Juan se animó acontinuar con su exposición.

—Y ésta es la sala queestamos levantando sobre el muro,con un salón principal, dos cámarasa los lados y alrededor las gradaspara que la Corte en pleno puedaser testigo de las entregas.

—Bien, bien. ¿Y el puente? —preguntó Lemos.

—Hemos desechado el puente

—dijo don Juan llevándose la manoa la cruz de Santiago que le cruzabael pecho. El caballero vestía deforma un poco clásica. No era unhombre joven, pero es que ademástenía las rodillas metidas y losgregüescos no le favorecían enabsoluto—. El río tiene 260 pies enbajamar. La marea sube cosa de 6pies y se extiende 25 de cada parte,así que montar un puente de barcasen esas condiciones nos haparecido demasiado arriesgado.

—¿Entonces? ¿Dónde serealizará el intercambio?

—En el centro del río.

—¿En esa lengua de tierra?

—No —dijo don Juanriéndose—, ésa es la Isla de losFaisanes, un cagadero de gaviotas.El mejor sitio es aguas arriba. —Puso su dedo sobre un cuadraditodibujado en medio de la corriente—. Hemos pensado fijar unaplataforma en el centro del ríosobre cuatro gabarras, con cuerdasa los muros de cada orilla, ydisponer de otras dos gabarrasmóviles que vayan desde eltemplete de cada lado hasta la

plataforma central llevando a lareina de Francia y a la princesa deAsturias.

Lemos se llevó la mano a labarbilla y pareció reflexionar unossegundos.

—Sí, está bien —dijo con vozarrastrada—, buena idea. En cadagabarra deberán ir junto a lasprincesas los representantes decada reino, claro.

—Desde luego.

—Y las gabarras tendrán elmismo tamaño.

—Por supuesto. Todo debe serigual: las gabarras, los templetes,los muros…

—Claro, claro. ¿Y ladecoración…?

—La idea es cubrir las dosbarcas con los mismos brocados yque en el techo de cada una vayanlas coronas con sus símbolos.

—Bien. Me gusta. ¿A quién hacomisionado Guisa la obra en ellado francés?

—A monsieur Marc-Antoinede Gourgues.

—Gourgues. ¿Quién es? ¿Loconoce?

—Es el presidente delParlamento de Burdeos, excelencia.Un caballero.

—Perfecto. Entonces, seentenderá bien con él. Llévese loque necesite, don Juan. Alfombras,sillas, cuadros, tapices. Lo que hagafalta para que la cámara tenga todala apariencia de un palacio. Tengaen cuenta que será lo último deEspaña que vea la reina de Francia ylo primero que descubra la princesade Asturias. Ha de ser magnífica…

y más grande que la francesa.

—Pero, señor, los francesesestán muy puntillosos con eso deque los aparatos sean iguales.

—Claro, don Juan, pero no sepreocupe, no va a pasar nadaporque la nuestra sea un poco másgrande.

—Pero el acuerdo…

—Eso es todo, don Juan. Debedarse prisa, que apenas quedandieciséis días para las entregas. Yrecuerde: un poco más grande.

Se fue don Juan de Médici con

el gesto serio, y Lemos me dio laespalda unos minutos paraquedarse con la mirada fija en elprecioso reloj de ébano y bronceque reposaba en la repisa de lachimenea junto a un cofrecito demarfil. Pareció tomar aire unadocena de veces, y luego se volvióhacia mí con expresión afable.

—Adelante, Isidoro,acérquese. ¿Y bien? —fueron susprimeras palabras.

Sentí que me hundía en lagruesa alfombra que ocupaba elcentro de la habitación. El conde

tenía un aspecto fresco y decidido aprimera hora de la mañana; se veíaque le sentaba bien madrugar.

—Tengo la cifra —respondí, ysobre la marcha le tendí el papelcon el texto en inglés y latraducción.

—¿Inglés? —dijo extrañado—.¿Son los ingleses quienes estándetrás de esto?

Me encogí de hombros.

Don Pedro leyó la traducciónen voz alta:

—«Quiera el cielo castigar a

los asesinos católicos de niños ymujeres: ángeles en la iglesia,demonios en la casa, lobos en lamesa, pavos en la calle, zorros paralas damas, leones en guarnición,ratones cuando se ven amenazados,corderos cuando son capturados, yladrones, ladrones, ladrones…».

Don Pedro sonrió y entrecerrólos ojos.

—¿Qué opina el judío? ¿Hadicho algo?

—Sólo que los ingleses se hanpodido molestar por la doble boda.

—Quizá… El rey Jacoboquería casar a su hijo Carlos con lainfanta Ana, y supongo que no lehabrá sentado muy bien el acuerdocon Francia.

—Por otra parte, espera quefije usted el día de su cita.

Lemos tardó en contestar.

—Dile que no lograré estarlibre hasta dentro de tres días, en lajornada de Pancorbo a Miranda.

—¿Durante el viaje?

—Así pasaremosdesapercibidos. Le gustará cabalgar

¿no?

—Supongo. Al menos esaficionado a la cetrería. Viaja consus pájaros.

—Perfecto, entonces.Podremos volarlos juntos y hablarde su misión.

Lemos dio por cerrado esetema y volvió a concentrarse en eltexto. Lo leyó despacio otra vez, yluego se acercó a la biblioteca quecubría la única pared libre detapices. Estuve un ratoobservándole consultar un libro

tras otro sin atreverme ainterrumpir. Por fin sonrió.

—No se puede decir que seanmuy originales —dijo exultante—.El texto del mensaje me ha sonadofamiliar, y tenía razón. Lo hancopiado de un libro de Francisco deCáceres, un exiliado judío. Lea,Isidoro —dijo tendiéndome ellibro.

Leí en voz alta: «Quiera elcielo castigar a los asesinospapistas y a los tiranos, ángeles enla iglesia, demonios en la casa,lobos en la mesa, pavos en la calle,

zorros para las damas, puercos ensus habitaciones, leones enguarnición, liebres cuando estánasediados y corderos cuando soncogidos».

En efecto, aquél era el mismotexto con algunas pequeñasvariantes que igual podían debersea la voluntad del copista o a su faltade memoria, pero que en nadacambiaban el significado. Salvoquizá ese último «ladrones,ladrones, ladrones», que no estabaen el original y sí parecía respondera un objetivo concreto.

—El tal Cáceres no tienemucho aprecio a los españoles —comenté.

—No, pero ¿cómo un pueblode piratas y corsarios se atreve allamarnos ladrones?

Lemos me miró, miró denuevo el texto y negó con la cabeza.

—No sé… Hablaré con elduque y veré el modo de poner enun aprieto al embajador deInglaterra. Tal vez pretendanestorbar la alianza con Francia.

Lemos se sentó en la silla,

perdido en sus reflexiones. Yoesperé unos minutos y luego meatreví a interrumpirlo: —Señor,debo irme, don Rodrigo me espera.Si no desea nada más de mí…

El conde alzó una mano enseñal de que esperara un momento,abrió un cajón de la mesa y melanzó una bolsa con monedas.Todos parecían dispuestos a quefuera el chivo expiatorio más ricodel redil.

Antes de volver a casa deCalderón me detuve en una boticade ropa usada para comprar unguardapolvos encerado y, ya queme sobraba el dinero, una máscaracompleta con anteojos de cristalblanco. Llevaba tiempopensándolo, pero había estado tanocupado con los preparativos delviaje de los demás que habíadescuidado los míos. Luego me fuicorriendo.

Nadie había notado miretraso. La calle Calera estabacolapsada de acémilas, y el sótano y

el zaguán del palacio de Mirandabullía de arrieros y lacayos. Entretodos estaban cargando lo quehabía en la alacena y el almacén delmarqués: el ajuar de cocina, lascajas llenas de frascos de vidrio, loscajones de cirios, la comida… Enaquel maremágnum habría más deochenta acémilas y cerca detrescientos lacayos. Todos iban deaquí para allá sin aparente orden niconcierto, en un caos similar al delas hormigas cuando una reja dearado saca al aire su pequeñomundo subterráneo.

Por suerte, ni el marqués niGil Blas pidieron mi concurso ypude encerrarme en el despacho ahacer que trabajaba y a contar losminutos pensando en cuál debíaser mi siguiente paso. Mucho antesde que sonaran las campanadas delÁngelus ya lo tenía decidido y, encuanto oí la primera, salí en buscade Peter Donahue, mi amigoirlandés. Seguro que él podíabrindarme algunas respuestas.

Apoyado en el quicio de lapuerta del palacio, un hombre de laGuardia Alemana observaba la

calle ya vacía con cara de cansancio.Me sorprendió ver que estaba llenade trapos, cuerdas y tablas, como elcauce seco de una rambla despuésde una riada.

Busqué a Donahue por todaslas tabernas y garitos, y acabédonde debería haber empezado, enla mancebía que está extramurosjunto a la puerta de las Carretas, alotro lado del mesón. Lo vi al primervistazo: capa larga, jubón negro y el

sombrero con cinta de plata y dosenormes plumas blancas y grisessobre la mesa.

—Buenas noches, Peter. —Losaludé de lejos. Estaba acompañadopor otro tahúr y dos mocitas quejuntas no alcanzaban a mediamujer—. ¿Invirtiendo losbeneficios?

—Dando limosna, como buencristiano —respondió con unaenorme sonrisa. Lo de equiparar elir de putas a dar limosna era unabroma habitual desde que losclérigos de la iglesia de San Lesmes

compraron un censo sobre elburdel y cobraban anualmente suestipendio—. A ti debo mi bonanzade los últimos tiempos. Desde haceuna semana los negocios hanprosperado una barbaridad.

—Será que todo el mundo seva de viaje y quieren emprenderligeros el camino —comenté debuen humor.

—Ja, ja, ja. Pues puede quesea eso, sí señor. ¿Vienes a echar untrago o me vienes buscando?

—Te iba buscando para echar

un trago.

—Pues no se hable más. Aver, tú, ¿cómo te llamabas?

—Me sigo llamando Piedad.

—Pero ¡qué guapa es y quélengua tiene! Anda, Piedad, ve contu amiguita a traernos unas frascasde aguardiente y después te vasdando un lavadito, preciosa, quepara luego es tarde.

—Yo también me voy, donPeter. Si me necesita, ya sabe dóndeestoy —dijo el acompañante.

Se fueron los tres y nos

dejaron solos en la mesa. Sobre éstahabía una bandeja de pasteles quehabía llevado Donahue, unos trozosde bizcocho cubiertos de jaleas decolores y azúcar en polvo. A lagente de las islas les encanta eldulce, y no pierden ocasión detomarlo. El irlandés señaló labandeja con la mano invitándome acoger uno.

—Qué te cuentas, Isidoro,¿tenemos otro negocio entremanos? —dijo satisfecho denuestra última colaboración con elboticario amigo del marqués de

Sieteiglesias—. ¿Hay alguien más aquien haya que librar del peso desu oro? Ya sabes que puedes contarconmigo.

—No, esta vez es otra cosa loque necesito.

—Odio que me pongas aprueba —bromeó—. Después detodo lo que hemos pasado juntossentiría decepcionarte.

Lo miré detenidamenteintentando recordar lo poco quesabía de él: era irlandés; tercer hijode una familia aristocrática venida

a menos; tres años en el seminariode los jesuitas de Madrid; una fugasonada; varios años oscuros… Loconocí en 1608 o 1609, y lo habíatratado con asiduidad mientras fuiel encargado del garito ilegal quetenía Francisco de Robles en elsótano de su librería de la calleSantiago y él se ganaba la vidacomo jugador de fortuna, mediotahúr, medio estafador. Lo curiosoera que, pese a su profesión,siempre lo tuve por un hombre dehonor.

—Me gustaría preguntarte

algo de lo que nunca hemoshablado.

—Uy, uy, uy. Vas a ponerteserio —dijo el irlandés aún debroma.

Me fijé en su fina piel desalamandra y en su encrespadopelo rojo. A pesar de todo lo quedecían de los pelirrojos, a mí nuncame había traído mala suerte.

—Tú estuviste en Irlanda conJuan del Águila.

Me refería al desembarco quehizo Juan del Águila en 1601 en

Kinsale, en apoyo de los rebeldesirlandeses contra Inglaterra.Aquélla fue la cuarta flota quefracasó en su intento de atacarInglaterra; treinta y tres navíos ycuatro mil quinientos hombresbatidos de nuevo por las tormentas,de los que lograron desembarcarcerca de mil setecientos en un lugarimprevisto y sin apenasbastimentos.

—Sí, estuve en Kinsale, en elfuerte Ringcurran.

—Y luego volviste a Españacuando capituló el tercio de don

Juan.

—No es un secreto.

—¿Has mantenido contactodesde entonces con los irlandesesde la Corte?

—¿A qué te refieres?

—Supongo que los antiguoscombatientes seguís muy de cercalos movimientos del embajador delrey Jacobo y los pequeños cambiosen la política inglesa.

—¿Me preguntas si tenemosesperanza en volver a Irlanda yliberar por fin nuestra tierra de

ingleses?

Le dediqué una miradaimprecisa. No era eso lo que lehabía preguntado, en realidad ni yosabía qué había preguntado, peroaquél podía ser un camino.

—Por ahora será difícil —dijo.

—¿Por qué?

Llegó Piedad con elaguardiente, puso tres pequeñosvasos sobre la mesa y llenó los dosprimeros. Cuando iba a llenar eltercero, Donahue lo tapó con lamano.

—Estamos hablando, guapa.¿Qué te he dicho antes?

La muchacha frunció el ceño,dio una patada en el suelo y dejó lafrasca de un golpe en la mesa. Sindecir palabra giró sobre los talonesy se fue apretando los puños.

—La madre que la parió. Tanjoven y ya con esa mala hostia.¿Quieres saber por qué? —preguntó mirándome con lástima—. Porque España nos haabandonado.

—España sigue siendo un

refugio para los irlandeses.

Donahue rió entre dientes.

—¿Cómo puedes decir que oshemos abandonado después deenviar cuatro flotas contraInglaterra? —insistí, quejoso.

Donahue derramó un chorritode aguardiente sobre uno de lospastelillos y se lo metió en la bocaentornando los ojos. Me dio envidiay lo imité. La mezcla era deliciosa,pero para mí uno fue suficiente. Él,sin embargo, tomó dos más antesde volver a hablar.

—Cinco, Isidoro, han enviadocinco. Y la quinta ha sido ladefinitiva, aunque a nosotros nonos ha aprovechado mucho, laverdad.

Lo miré sin entender.

—Oro. La quinta ha sido unaflota de oro.

No supe qué decir.

—El embajador español enInglaterra, don Pedro de Gondomar—explicó disfrutando de midesconcierto—, calculó que salíamás a cuenta comprar al gobierno

inglés que seguir enviando flotas.

—¡Qué dices!

—Sí, Isidoro, nuestra causaestá muerta porque todo elgobierno inglés está a sueldo de laCorona española.

Lo miré con incredulidad,aunque lo cierto es que lacorrupción del gobierno inglés mesonaba; en alguna lejana ocasiónPablo Cimorro ya me lo habíacomentado.

—Todos —remarcó él—,desde el conde de Leicester a lord

Haddington, pasando porNorthampton, Dorset, Devonshire,Kinloss y Dumbar.

—¿Y el ejército?

—Ellos son el ejército. Peropor si hay dudas, los almirantesMonson y No ingham tambiéncobran un estipendio.

—¿No es Monson quienmanda la escuadra del Canal de laMancha?

—El mismo.

—¿Estás seguro?

—Tan seguro como que hastasir Robert Cecil, conde de Salisburyy primer ministro del rey Jacobo, selleva su parte. Y no les culpo —dijocargado de cinismo—. No haymejor medio que el dinero paraasegurar vidas, cargos, honra yfortuna contra todos los peligros. Yademás España es generosa, novayas a creer.

—Pero… Pero eso debe deresultar carísimo.

—Más cara es la guerra. Unministro inglés es más barato queun galeón, y todo el gobierno

cuesta infinitamente menos queuna flota.

—Entiendo. Entonces notendría mucho sentido que quieranestropear un acuerdo tan ventajoso—dije pensando en voz alta.

—¿Estropearlo, dices? El reyJacobo habla maravillas de España,pierde los vientos por casar a suhijo Carlos con una de vuestrasinfantas; nada le haría más feliz queemparentar con Felipe III. ¿Qué tehace pensar que quieren romper losacuerdos? —preguntó animado.

Decidí ser sincero. No teníanada que perder.

—Ha aparecido un extrañograbado, una alegoría al gobiernotiránico del duque de Alba y a losabusos de los españoles en Flandes,acompañado de un texto que pareceuna llamada a reanudar lashostilidades.

Donahue puso cara deincredulidad.

—¿Puedo verlo? —preguntó.

Saqué el papel con latraducción y se lo tendí. El irlandés

lo leyó despacio: «Quiera el cielocastigar a los asesinos católicos deniños y mujeres: ángeles en laiglesia, demonios en la casa, lobosen la mesa, pavos en la calle, zorrospara las damas, leones enguarnición, ratones cuando se venamenazados, corderos cuando soncapturados, y ladrones, ladrones,ladrones…».

Pasados unos segundoseternos, preguntó:

—¿Por qué dices que es de uninglés?

—¡Ah!, perdón. No te hedicho que el original está en inglés—dije maldiciendo mi torpeza ytendiéndole el otro trozo de papel.

Esta vez tardó mucho más encontestar. Lo leyó y lo releyó, y alfinal lo hizo torciendo el gesto ycon tono defraudado.

—Esto no lo ha escrito uninglés.

Lo miré sorprendido. Era loúltimo que me esperaba.

—¿Cómo que no?

—Mira —dijo enseñándome el

texto, como si yo fuera capaz deentenderlo.

Leyó en voz alta: «May Heavenpunish catholic assassins of childrenand women: angels at church, devils athome, wolves at the table, peacocks onthe street, foxes for the ladies, lions inthe garrison, mice when threatened,lambs when they get caught, andthieves, thieves, thieves…». Teaseguro que no lo ha escrito uninglés.

—¿Por qué?

—Un inglés nunca utilizaría lapalabra «assassin» en el sentido en

que aparece en la frase.

—¿Te parece poco asesino elque mata a mujeres y niños?

Donahue suspiró.

—En inglés la palabra«assassin» sólo se usa paramagnicidios. Es un errorcomprensible, incluso para alguienque, como es el caso, conoce bien elidioma. Es una sutileza, pero teaseguro que ningún ingléscometería ese error.

—Entonces… ¿por qué estáescrito en inglés?

—Como precaución, quizá,por si el texto caía en manosindebidas, como así ha ocurrido¿no?

—Pero según tú lo ha escritoun español.

—Español, francés, italiano…Pero no un inglés.

Me pregunté si el conde deLemos habría caído en ese detalle ysi sería mi obligación hacérselonotar, pero las implicaciones se mehacían impredecibles. El hecho deque se citara al duque de Lerma en

el grabado —por lógica un casidesconocido para los holandeses dea pie— ya me había hechosospechar que no serían ellos losdestinatarios del panfleto, y que eltexto no fuera de un inglésreforzaba esa idea. Es cierto quepodía ser obra de un francés o deun saboyano, pero en ese casoseguiría sin tener sentido elprotagonismo de Lerma y esaacusación tres veces repetida queaún sonaba en mi cabeza:«ladrones, ladrones, ladrones».

No prolongué mucho más la

conversación. Cedí a Piedad misilla, pagué generosamente susatenciones a mi amigo —cosa queél vio con buenos ojos— y me retirétemprano para preparar el equipajeporque al día siguiente la Corte enpleno saldría para Francia. Solo, enla penumbra de mi habitación, medi un largo baño de cuerpo enteroporque no sabía cuándo volvería adisfrutar de semejante lujo.

La jornada de Francia

Otoño de 1615

25 de octubre,de Burgos a Quintanapalla

El domingo 25 de octubre fue un díade locos. Antes de salir a la calle me

despedí de Mauricio, le di unpuñado de monedas para quebuscara el modo de llegar por sucuenta a Quintanapalla y me dejéengullir por el gentío. Desdeprimera hora de la mañana cientosde personas se cruzaban en la plazadel Mercado Mayor entrando ysaliendo de los palacios delCondestable y del conde de Salinascomo si la Corte estuvieraenjambrando, y esa impresión noestaba muy lejos de la verdad.Todos los grandes de España,títulos y caballeros, zánganos en su

mayoría, se aprestaban paraescoltar a la reina de Francia hastala frontera.

En el caos de la plaza seamontonaban carrozas cubiertascon torzales de oro y mástiles deplata, literas de mulas forradas depan de oro y magníficos caballoscon arneses bordados en oro ypedrería, todos a la busca de susitio en el cortejo real. El protocoloera riguroso y las discusiones porpuntos de honor, frecuentes entrelos miembros de la media y bajanobleza, porque nadie discutía el

puesto de los grandes. Eran cientoslos carruajes de todo tipo que seaprestaban a partir y miles loshombres. Cada carroza arrastrabatras de sí una recua de literas,acémilas y lacayos ataviados con laslibreas más variadas y vistosas.Todos alabaron la librea azulceleste con pasamanos de oro delduque de Sessa —en cuyo carro,por cierto, destacó Lope de Vega. Esdifícil encontrar a un sacerdote aquien le siente mejor el alzacuellos—, pero quienes despertaron mayorasombro fueron los criados del

marqués de Mondéjar. Iban éstosvestidos de paño leonado oscurocon pasamanos de plata, plumas enlos sombreros y herreruelosbordados. Daba gusto verlos acaballo rodeando el carro de suseñor, que llevaba los tiros y lapretina de canutillo y lentejuelas deplata. Cada uno de los seis caballosdel tiro lucía un penacho de doceplumas blancas. El marqués habíasabido aprovechar el dinero que lehabía prestado Sieteiglesias y yahacía gala de virrey.

Yo estuve al lado de

Sieteiglesias mientras se despedíade su mujer y de su hijo pequeño —sólo el primogénito le acompañaríaen el viaje— y, en cuanto arrancó elprecioso tronco de seis caballosfrisios de pelo blanco y negro tantípicos de los Países Bajos, tiré delramal de mi mula y me perdí entrela muchedumbre.

Para regocijo de beatos yescarnio de cortesanos, aquél fueprecisamente el día elegido por laprovidencia para atender tantosmeses de constantes rogativas porel problema de la sequía. Desde

primera hora de la mañana una finallovizna empezó a caerirregularmente, un sirimiri, unorvallo que diría Lemos, uncalabobos, vamos, que poco a pocofue espesando hasta hacerse unverdadero aguacero. Daba pena vertantas galas echadas a perder, lasplumas apelmazadas, lasbanderolas y gallardetesdeslucidos, el olor ácido de lospreciosos coletos de piel. Porsuerte, mi guardapolvos enceradohizo su servicio; me tapaba delcuello a los tobillos. Nunca me

alegré tanto de haber compradouna prenda de ropa. Las gruesasgotas de agua que caían de michambergo de fieltro resbalabanpor mi espalda como sobre la pielde un besugo.

El agua ralentizó aún más lamarcha de los carruajes, de modoque llegué antes que ninguno de lostítulos a Nuestra Señora delGamonal, una ermita a media leguade Burgos, donde estaba previstoque el rey se despidieradefinitivamente de su hija. En lapuerta del templo, bajo el amplio

soportal que cubría la entrada,aguanté la inspección de Elena deTorres, la beata santera, una viudagorda con cabeza de perro, piesplanos como losas de cementerio ycastidad a prueba de calumnias.Hasta el último rincón de la ermitaestaba escrupulosamente barrido yfregado, y no se veían telarañas nien los ángulos más altos yescondidos de la cornisa. La mujerme miró de soslayo y no se molestóen abrir la puerta.

Cuando llegaron el rey y sushijos el soportal estaba lleno de

gente, pero doña Elena se manteníafirme en su papel de Cerbero.Hasta que no besó las manos de SuMajestad no descorrió el cerrojo.Celebrada la misa, el rey sedespidió oficialmente de su hija.Las cortes francesa y españolahabían acordado que los reyes nodebían acercarse a la frontera paraevitar conflictos y malentendidos,ni ellos ni sus ejércitos, claro, salvolas escoltas razonables parasalvaguardar la seguridad de lascomitivas. En nombre de los reyesirían el duque de Lerma, por parte

española, y el duque de Guisa, porla francesa, y ellos serían losencargados de realizar lasceremonias de entrega y recepciónde las princesas.

La despedida fue en elsoportal, a la vista de todos y muyemotiva. Yo diría que el rey hastalloró, y no era de extrañar. En aquelmomento no era más que un pobreviudo solitario que se despedía desu hija mayor para no volver a verlamás. Para él debió de ser comoarrancarse otro trozo del corazónque ya le partió la muerte de su

querida esposa, y lo hacía ademáspara entregárselo a una nación conla que estábamos condenados aenfrentarnos. Besó el rey Felipe lasmejillas de su hija, la frente y loslabios antes de entregarla al duquede Lerma. Luego montó a caballo,picó espuelas y volvió a Burgosacompañado por el duque de Uceday otros señores.

Lerma vio alejarse al rey conexpresión de tristeza. Si era verdadlo que se decía sobre la luchainterna entre él y su hijo, el duquetenía que sentirse atrapado en

aquella misión que le obligaba aestar lejos del rey durante casi unmes mientras sus adversariosgozaban de todas las ventajas de sucompañía. Me fijé en cuánto separecía a Lemos, su yerno ysobrino. El porte, alto y fuerte, elrostro agraciado… Viendo a donFrancisco se podía adivinar cómosería don Pedro pasados veinteaños.

La comitiva reemprendió lamarcha tras la carroza real, ocupadaahora por la reina de Francia y susdamas de honor, la condesa viuda

de Lemos, doña Luisa de Mendozay doña Véronique de Bodineau, a laque seguían muy de cerca las delduque de Lerma, Infantado, Osunay Sessa. Esperé a pie firme con lamula sujeta del ramal hasta que lacarroza del marqués deSieteiglesias se incorporó a aquellariada de oro, seda y terciopeloseguida por las veinticuatroacémilas con reposteros de Flandescon sus armas bordadas, la litera decamino y su decena de caballospurasangre. El mayordomo Gil Blasme guiñó un ojo desde el pescante.

Luego me quedé rezagadoporque la mula que me habíandado era demasiado lista. Cada vezque alzaba un pie para meterlo enel estribo, la hijaputa daba un paso.Me adelantó un rebaño de casitrescientas cabras que llevabanpara que los señores dispusieran deleche fresca a diario. La lluvia habíaperdido intensidad, pero seguíacayendo de forma mansa ycontinua, empapándome poco apoco a pesar del guardapolvos. Elagua se me empezaba a acumularen los hombros y los muslos y ya

me sentía húmedo desde el cuellohasta los tobillos. Empecé a tenerescalofríos y temí enfermar.

—Isidoro, qué bien que leencuentro —gritó López Madera debuen humor.

El alcalde de Casa y Cortemontaba un caballo castaño,supuse que de la cuadra de donFernando Carrillo, que para eso erael jefe y, aunque asomaba elvendaje del brazo por el puño del

jubón, se le veía cómodo ycontento. Empezamos a marchar enparalelo, yo arreando a la mula paraque no se quedara atrás y élrefrenando cada poco a su caballo,que tenía un paso largo y cómodo.

—Buenos días. Se le ve bien.

López Madera se encogió dehombros.

—Por lo menos estoycontento.

—¿Y eso?

—¿Recuerda el nombre queme dio en relación a Francisco de

Juara?

—Cómo no. Pedro Caballero.

—Pues lo he localizado.

—¿Tan rápido? ¿Va a hablarcon él?

—Ya lo he hecho. Resulta quees uno de los tenientes de la tropaque escolta el bagaje de Lerma, yparece que va a acompañar a laprincesa hasta el paso de Behovia.

—Eso sí que es suerte. Bienpor usted, me alegro. Espero queestuviera comunicativo.

—Al principio no mucho,como se puede imaginar, pero hasido una de esas coincidenciasfelices en que una parte andasobrada de dinero y la otra un pocofalta, así que acabamosentendiéndonos.

Sonreí a López Madera. El tipotenía gracejo.

—¿Y ha sacado algo en claro?

—Bueno… Ha sidointeresante. Me ha contado cosasque no sabía. Al parecer Franciscode Juara tenía fama de hechicero…

—¿De hechicero? —leinterrumpí. Aquello sonaba achisme de comadre; cada vez quealguien no era exactamente como seesperaba, se lo tildaba de hechiceroy santas pascuas.

—Dicen que acudía conCalderón al claustro de San Pablode Valladolid a buscar hojas delaurel.

—Pues ¡vaya hechicero! ¿Yconseguía mucho con el laurel?

—No creo, pero heconfirmado que fue denunciado

ante la Inquisición, y también queellos no se lo tomaron a broma. ElSanto Oficio estuvo haciendopreguntas incómodas, supongo. Elexpediente no sé ni por dóndeandará, pero lo deduzco de que enesas mismas fechas Calderón leordenó irse de Castilla.

La lluvia seguía cayendo conritmo de jaculatoria, lenta, mansa,incansable. Los caballoschapoteaban sin asustarse ya de loscharcos y ante nosotros la vista noalcanzaba más allá de veinte otreinta varas. Una fina neblina

blanca cubría el horizonte en todasdirecciones. Cada poco teníamosque salirnos del camino paraadelantar a alguna carroza atascadamientras las reatas de mulasquedaban orilladas en grupos deseis con las orejas gachaschorreando agua.

—¿Cómo sabe Caballero todoeso? —pregunté.

—Porque Calderón lo envió aMedina del Campo cuando unconfidente le informó de que Juaraandaba por allí.

—O sea, que no se fue.

—No. Caballero fue a Medinacon orden de instarle a que se fueraa Francia. Y para convencerlo leofreció una vara de alguacil para suhijo Diego y el ingreso de su nietaen el monasterio de Porta Coeli deValladolid.

—¿Para convencerlo? ¡Cómoque para convencerlo! Pero ¿no loestaba protegiendo?

—Eso mismo he pensado yo.Raro, ¿verdad?

—Y tanto. Parece que a

Sieteiglesias le preocupaba quealguien interrogara a su criado.

—Alguien cualquiera no —mecorrigió con su voz rasgada—: laInquisición.

No hizo falta que aclarara eseextremo. En el protocolo de loscasos de brujería estaban previstasvarias sesiones de potro, y en ellasel Espíritu Santo solía bendecir alreo con un caudaloso don delenguas.

—Pero en vez de irse a Francia—continuó López Madera—, Juara

regresó a Valladolid, que es dondevivía su familia.

—Y allí se lo volvió aencontrar Calderón —jugué aadivinar.

—Y allí se volvió a encontrar aCalderón —confirmó el alcalde.

—¿Juara era idiota?

López Madera se encogió dehombros.

—Entonces don Rodrigodecidió enviarlo a las Indias. O almenos ésa fue la orden que le dio aCaballero, que lo acompañó a

Lisboa donde luego se le unieronotros dos tipos llamados Juan deGuzmán y Alonso del Camino.

—¿Qué hizo o qué sabía Juarapara que Calderón se tomara tantasmolestias?

—No lo sé. Eso no lo heaveriguado todavía.

—¿Y se fue? —quise saber—.¿Fin de la historia?

—Caballero dice que lo dejóen el puerto de Lisboa y que élmismo pagó su pasaje al capitán deuna carraca que iba a hacer la

travesía con dinero que le habíadado su jefe.

—Según eso, puede que estéen las Indias.

—Puede. Aunque el mismoCaballero ha dejado la puertaabierta a que no sea así.

—¿Por qué?

—Al final de nuestra charlaestaba un poco nervioso, y hainsistido demasiado en que él nosabe nada más.

—Y de eso deduce que hayalguien que sí sabe más del tema.

—Nos miramos a los ojos. Elalcalde alzó las cejas—. ¿No es unpoco retorcido?

—Sutil, más bien.

—¿Le contó algo más de losotros dos? ¿Cómo ha dicho que sellamaban?

—Juan de Guzmán y Alonsodel Camino. Y me ha contado quevio a Camino hace una semana enBurgos.

—¡Lástima no haberlo sabidoantes!

—No hay problema. Por lo

que cuenta será fácil de reconocer:es calvo, tuerto del ojo derecho, lefalta la oreja también derecha y esmanco del mismo brazo. Al parecervive de limosnas; forma parte delejército de pordioseros que siguena la Corte.

—Échele un galgo.

—Aparecerá —dijo LópezMadera mordiendo las palabras—.Estaré atento. De Guzmán me hadicho que vive en Salinas de Léniz,un pueblo que está…

—¡Sé dónde está! —exclamé

—. Lo conozco. Es el siguientepueblo donde pararemos a dormirdespués de Vitoria. En Salinas teníaapalabrada una buena casa para lacondesa de Cameros —dije conañoranza—. Así que Guzmán viveen Léniz… Cuando lleguemos,puedo ayudarle a buscarlo.

López Madera asintió en señalde reconocimiento.

—Por cierto —dije cambiandode tema—, ¿sabe por dónde andaCarlos Pallache?

—¿El judío? ¿El lunático de

los dromedarios?

Asentí y le reí la gracia.

—Viene detrás. A media hora,más o menos.

—Pues entonces voy aesperarlo, si no le importa. Tengoque darle un mensaje de parte deLemos y prefiero hacerlo antes dellegar a Quintanapalla, que allí nohabrá manera de saber dónde paranadie.

—Con Dios, Isidoro. Cuídese—respondió el alcalde espoleando asu montura.

Me aparté discretamente delcamino y busqué el cobijo de unárbol grande y frondoso, todo loque desde niños nos enseñan a nohacer cuando hay tormenta. Porsuerte no se veía un rayo ni seescuchaba un trueno que rompierala tediosa monotonía de la lluvia. Elcielo era una enorme, negra yaburrida panza de burra queescurría agua como si fuera untamiz.

Llegaron por fin losdromedarios y me extrañó ver quePallache también viajaba en

carroza. No la tenía cuando loencontré en el camino de Burgos;debía de haberla adquirido en losúltimos días al darse cuenta de queel mundo se dividía entre los queposeían un transporte de cuatroruedas y los lacayos.

Cuando estuvo a mi altura legrité si había sitio para uno concomplejo de trucha. Creo quereconoció mi voz porque levantó elguadamecí que cubría la ventana yme invitó a subir con una de susenormes sonrisas de bienvenida.Entré yo y salió Assad para hacerse

cargo de mi mula porque no habíaespacio para los tres en la cabina. Elasiento contrario a la dirección dela marcha estaba forrado con unpaño encerado y le habían fijado lasperchas para los pájaros. Allídentro olía a sentina de barco, peroPallache parecía feliz con sushalcones.

—El conde de Lemos proponeque se encuentren el miércoles, eldía de la jornada de Pancorbo aMiranda de Ebro.

—¿El miércoles? Eso es dentrode tres días.

—De dos. Hoy es domingo.

—Pues eso, tres. Pero ¿dóndequiere el encuentro: en Pancorbo oen Miranda?

—En realidad, entre Pancorboy Miranda. Como a usted le gusta lacetrería, le he propuesto a Lemosaprovechar el viaje para volar lospájaros.

Pallache asintió lentamentecon la cabeza.

Me incorporé despacio paracolocarme al borde del asiento yacariciar a la enorme águila que

tenía enfrente y que ocupaba casi elmismo espacio que una persona. Lepasé el dorso de la mano por elpecho de color castaño oscuroesperando encontrar un tacto suavey blando, pero aunque sí era suaveme pareció firme como una tabla.El pájaro, ciego por la caperuza quelucía como el yelmo de uncaballero, giró hacia mí la cabeza yabrió el pico para proyectar haciafuera una lengua de aspecto córneo.Mientras lo hacía emitió un bufidoprofundo, como si jadeara. Unvaivén del camino nos agitó a todos

y la rapaz buscó el equilibrio sobrela percha. Las enormes garrasamarillas con uñas como estiletescortaron un par de veces el aireantes de acomodarse de nuevo.Junto a ella, el resto de los pájaros—dos azores y cuatro halcones dedistintas especies— parecían mediadocena de polluelos apenas salidosdel huevo.

—Y a usted, ¿le gusta lecetrería?

—Nunca he tenido un pájaro,pero supongo que sí —contesté. Enaquel momento recordé a Raúl, el

halconero del marqués deHornacho, y la noche que pasé conél velando a un precioso halcónbaharí—. Conocí a un halconero elaño pasado que me estuvocontando los rudimentos de estearte. Me pareció muy curioso.

—Espero que disfruteentonces con nosotros el miércoles,Isidoro. Será un espectáculo.

Estuve a punto de protestar.Dada mi situación en la Casa deSieteiglesias no era prudente pasaruna mañana con Pallache y Lemos,pero me di cuenta de que no

tendría más remedio.

—Claro, don Carlos, se loagradezco. Será un placer.

—Y le alegrará saber que porfin he conocido a su condesa —dijoen tono festivo.

Aquello sí que me sorprendió.Si no recordaba mal, ayer mismohabía estado con él por la mañana yno tenía ni planes de visitarla. Algodebió de ocurrir por la tarde queprecipitó todo.

—Una mujer notable.Inteligente, simpática… Tiene todo

lo que un hombre puede desear.

Noté que me observaba concuriosidad, atisbando el efecto desus palabras. Para no ponérselofácil, mantuve la vista fija en eláguila.

—Me serví de usted, Isidoro,debo confesarlo. Bueno, noexactamente de usted sino de lainformación que me dio.

—¿Yo le di información…?

—El regalo del joven Peñafiel.

—¡Ah! —exclamécomprendiendo al fin—. La gineta.

—Esos animalitos sonmaravillosos, pero requierenmuchos cuidados. ¿Sabía que lasprimeras ginetas de la Penínsulavinieron como animales domésticosde los árabes?

Negué con la cabeza.

—Pensé que eran salvajes, quevivían en los bosques. En realidad,he de confesar que las primeras quehe visto domesticadas han sido lassuyas.

—Pues no, no. Ya ve, era unanimal muy común en los harenes.

Me sonreí.

—Eso no le habrá hechogracia a la condesa.

—Eso no se lo he contado.Sólo le he hablado de los cuidadosque necesita, y me he puesto a suservicio por si le ocurre algúnpercance, alguna enfermedad…Una mujer muy guapa la condesade Cameros —dijo cambiandorepentinamente de tema.

Ya me extrañaba que no lohubiera dicho antes. Asentídoliéndome en silencio.

—Muy guapa, sí —repitió—.Es una lástima que deba volver acasarse. Para una mujer virtuosacomo ella, el matrimonio debe deser una verdadera carga —concluyó, y aunque le miré a losojos no me quedó claro si era unaironía.

—El Señor bendice elmatrimonio… —murmuré.

—Je, je, je. No, amigo mío, elmatrimonio para la mujer no esfuente de gozo espiritual y físico niel estado adecuado para alcanzar laperfección humana. Es más bien

una penitencia que el Señor hadispuesto para ser servido en elproceso de procreación y parasatisfacer las pecaminosastendencias del hombre. ¿Es ustedpecador, Isidoro?

No supe qué contestar.

—En cualquier caso, doñaMicaela es una preciosa viuda aquien le sentarían de maravilla lasjoyas que llevo.

—¿También lleva joyas? —pregunté por cortesía, aunque esoera algo que ya había supuesto la

primera vez que nos vimos y mehabló de su mercancía especial.

—Mire —dijo sacando dedebajo del asiento un cofrecillo deébano. Lo abrió delante de misnarices y pude ver que estaba llenode diamantes sin engastar y de almenos una docena de rubíesbalaíses, de esos de un tono rojorosado con puntos azules queresultan tan raros. Me sorprendióque Pallache confiara en mí hasta elpunto de enseñarme sin tapujos esetesoro.

—¡Madre mía! —exclamé con

absoluta naturalidad—. ¡Québelleza! ¿Le ha comprado alguno lacondesa?

Pallache rió abiertamente.

—No, hombre. La idea no esque los compre la condesa. Esoresultaría un poco mezquino por miparte, un embajador llevando unpuesto ambulante de piedraspreciosas… No, no, no.

—¿Entonces?

—Sus pretendientes, Isidoro—dijo mirándome con curiosidad—.Viuda, joven, guapa, con título,

con dinero. Los nobles hacen colaen sus salones para presentarle susrespetos, se puede usted imaginar.Y ahora ellos hablan de mismaravillosas piedras y de lo muchoque le han gustado a la condesa.Desde mi visita ya he vendido seisdiamantes y un rubí del tamaño deun huevo de codorniz.

—Muy hábil, don Carlos, medescubro ante usted —dije bajandola mirada.

Sabía que Pallache no mequitaba ojo, pero no tuve fuerzaspara fingir ni para seguir la

conversación. Me hundí de nuevoen el asiento, alcé el guadamecí dela ventana y dejé que mi mirada seperdiese en el horizonte. Unaenorme extensión de pedregales ycampos yermos se perdían en labruma. Me dejé adormecer unosminutos por el tamborileo del aguasobre el techo, hasta que una ráfagade viento me lanzó una salpicadurade agua fría en la cara. De golpe salídel ensueño, me incorporé y casisin despedirme dejé la carroza.

—Hasta el miércoles, entonces—dije ya con los pies en el barro.

Assad vino hasta mí,desmontó de mi mula y me laentregó del ramal. Di las gracias yel muchacho se inclinó cortésmenteantes de saltar al interior del cocheen marcha.

Me incorporé a la riada decortesanos e hice en silencio elresto del camino. En cuantoanocheció cambió el tiempo.Amainó la lluvia, pero empezó asoplar un frío y fuerte viento del

norte, así que estábamos ateridoscuando por fin llegamos aQuintanapalla. Puede que fuera porculpa del día tan gris que nos habíatocado vivir o por el peso que yosentía en el corazón, pero el lugar,apenas un puñado de casas maledificadas y peor labradas, mepareció el más triste y desolado deCastilla. Todos los muros eran detapial y la mayoría de los tejadosestaban llenos de piedras paraevitar que un golpe de aire se losllevara como a un haz de hojassecas.

Por suerte, los miembros de laCasa del duque de Lerma quehabían salido los días anteriorestenían todo preparado: camas,comida y suministros, aunque,dada la dispersión de las distintascasas, esa noche no hubo sarao nicelebración de ningún tipo. Apenascenaron nobles en la mesa real. Lamayoría se limitó a enviar a Lermaa sus lacayos en busca de comida yvelas desde los alejados lugarescomarcanos en donde les habíatocado pasar la noche. De todotenía previsto el duque y a todos

sirvió lo que pidieron, puedo dar fede ello porque en mí recayó elencargo de proveer de lo necesarioa la Casa de Sieteiglesias.

A don Rodrigo Calderón lehabían asignado una austeracasona de labradores en la quedispuse hasta de una cama consábanas. Tan pronto posé la cabezaen la almohada me dormí. ¡Quérazón tenía quien dijo que laprimera jornada siempre parece lamás larga!

26 de octubre,de Quintanapalla a Briviesca

El viento helado sopló toda la nochey al amanecer nos sorprendió un

extenso y fino manto de nieve. Loscopos, gordos como endrinas, caíanlentamente desde la madrugadaborrando los caminos y haciendoque las casas parecieran cuevas enel suelo del monte.

—¡Don Isidoro, don Isidoro!

El joven Mauricio meesperaba en la puerta de la cuadra ygritó en cuanto vio que me acercabaa recoger a la mula. Volví a pensaren despedirlo; a esas alturas no veíayo que me fuera a hacer muchoservicio, pero volvió a darme pena ydecidí seguir con él unos días más.

—Tome, don Isidoro. Sé que austed le gustan estas cosas —dijotendiéndome tres pliegos de cordel.

El chico debía de haberechado las mismas cuentas que yo,y el pobre se esforzaba buscando elmodo de serme útil para justificarel sueldo. El sueldo no, que notenía, quiero decir el dinero que ledaba. Me emocionó y me reafirmóen la decisión de mantenerlo a milado, una decisión favorecidaademás por el hecho de queúltimamente andaba tan sobradoque podía darme el lujo de cargar

hasta con una docena dedesgraciados como él sin que metemblara la mano.

Tomé los pliegos, trescuadernillos de ocho páginas cadauno, y eché un vistazo a lasportadas. El primero parecía unahistoria de aventuras tituladaRelación del cautiverio y libertad deDiego Galán, con un subtítulo queaclaraba que el texto resumía lasaventuras del tal Galán desde quefue capturado por unos piratasberberiscos en 1589, con catorceaños de edad, hasta su fuga y

liberación en 1600. La ilustración dela portada era una cadena de presosen un muelle vestidos con trajesoccidentales, vigilados por variosguardianes vestidos a la morisca. Alfondo se veía una galera alejándosedel puerto. Aquello prometía unagradable rato de lectura. Pensé encuánto lo disfrutaría con Micaela ysentí un mordisco de nostalgia.

Pasé al siguiente y me quedéparado en el sitio. No puede ser,me dije. No puede ser. En la manotenía el mismo grabado que lehabían encontrado al muerto,

puesto como portada de un pliegocuyo título era La Academia de Caco.Me fijé bien. Allí estaba el trono deespadas, el duque de Alba, elcardenal Granvela, el demonio conla corona y la tiara, las mujeresencadenadas, los aristócratassumisos, los cuadros de torturas y,en el centro, el duque de Lermasacando los tesoros con una red dellago de sangre. No había duda, erala misma estampa.

Dos grandes copos de nievecayeron sobre el pliego ante mimirada incrédula y rodaron por él

como semillas de diente de león.

—¿De dónde lo has sacado? —pregunté a Mauricio sin mirarlo.

—Cuál. ¿Ése? Lo vanregalando por las esquinas. Losotros me los he encontrado.

—¿Regalando? —preguntépara asegurarme que no era otroeufemismo como el de«encontrado».

—Sí, señor —respondióhaciéndose el ofendido—, loregalan. Anoche dos tipos lo ibanrepartiendo por las tabernas y entre

los corrillos. No cobraban nada, deverdad.

—Te creo, te creo —dijemirando alrededor paraasegurarme de que nadie nosobservaba.

Sentí una urgente necesidadde leerlo. La nieve seguía cayendoparsimoniosa y mansamente, asíque eché un vistazo alrededor enbusca de un sitio seco y tranquilo.Me fijé en la portilla del pajar quese abría sobre la cuadra.

—¿Tú estás bien? —le

pregunté a Mauricio con prisa porquedarme solo. Eché mano a labolsa, pero me retuvo.

—No, don Isidoro, no necesitodinero. Tener dinero ahora espeligroso. Hay demasiada gente porlos caminos que como huelan quellevas algo te degüellan en unbarranco.

—De acuerdo. Pero toma estoal menos —dije tendiéndole labolsa de paño que llevaba con elalmuerzo; poca cosa, un pedazo depan, queso y un buen trozo dececina. Al chico se le iluminó la

cara.

—Le veo en Briviesca, donIsidoro —dijo dándome la espalda.

No pude evitar mirarlomientras se alejaba con la roparaída, los pies envueltos en paños,unos zapatones picados y sinapenas suelas dos tallas mayoresque la suya, y me pregunté cómocoño haría para atravesar aquelpáramo azotado por la nevada yllegar sano y salvo a la siguienteparada. En ningún momento penséque no fuera a lograrlo.

En la cuadra me hice con unaescalera de mano, subí por latrampilla del techo y anduve concuidado hasta un montón de pajacerca de la portilla por la queentraba la luz tamizada por laneblina. Copos de nieve bailaban aveces ante mis ojos empujados porgolpes de viento antes de ir afundirse en las perneras de misvalones.

Volví a mirar la ilustración delpliego para asegurarme de que erala misma del muerto antes deempezar a leer La Academia de Caco.

El título era claro: Caco, hijo deNeptuno, fue el astuto ladrón querobó los bueyes a Hérculesaprovechando su sueño y que luegolos ocultó en una cuevaarrastrándolos por el rabo paraconfundir las huellas, así que laAcademia de Caco no podía hacerreferencia más que a sus émulos, delos que contábamos con buenosejemplos. No hacía falta echarlemucha imaginación para adivinarde quién hablaba. Leí la historiaávidamente una primera vez y lareleí despacio una segunda. El

autor había sido lo suficientementehábil como para plasmar una ferozcrítica al duque de Lermadisfrazándola de defensa de losvalores del partido católico en lasguerras de Flandes. Empezaba elescrito con el texto inspirado enFrancisco de Cáceres que habíadescifrado Pallache, y acontinuación desmontaba uno poruno los cargos de asesinato,hipocresía, falta de higiene,prepotencia, violencia, vanidad ycobardía, ensalzando su partido ydenigrando al contrario. Hasta ahí,

bien. Lo normal en un textopropagandístico, salvo que cuandollegaba al «ladrones, ladrones,ladrones», se quedaba sinargumentos y, resignado, aceptabala acusación. El anónimo autorreconocía que aquello era algo de loque sí se nos podía culpar, debido aque el reino era conducido por unahermandad de truhanesencabezada por su propioMonipodio, el duque de Lerma, queera padre, maestro y amparo detodos los demás.

Por si aún tenía alguna duda,

aquel detalle me convenció de queel autor era español. El únicoMonipodio que yo conocía era elpersonaje que hacía de mayoral dela cofradía de ladrones de Sevilla enla novelita de Cervantes tituladaRinconete y Cortadillo, incluida unpar de años atrás en el volumentitulado Novelas ejemplares, y unareferencia como ésa era impensablepara ingleses, holandeses ofranceses. Seguía sin saber por quéel texto original estaba en inglés —seguramente tendría razónDonahue y se trataba sólo de hacer

más difícil la transcripción si caíaen manos equivocadas—, peroparecía claro que estaba escrito pory para los españoles. Aquelmensaje no tenía nada que ver conla tregua de las Provincias Unidas,ni con las alianzas con Inglaterra oFrancia, ni con los problemas deMilán, Saboya y la Sagrada Puerta.

Mi primera intención fue ircorriendo a buscar a Carrillo y alconde de Lemos para comentar elpliego, pero me frené en seco.Estaba ante un ataque directo alduque de Lerma propiciado por sus

enemigos políticos, seguramentepor aquellos que aspiraban aocupar su puesto en un futuropróximo, y en esa lista el conde deLemos ocupaba un lugar destacado.¿Podían haber representado Lemosy Carrillo una pantomima? ¿Eraposible que hubiera sido idea suyala historia del grabado? A ver:Carrillo era el primero en perseguira Sieteiglesias, eso nadie lo sabíamejor que yo, y Lemos no habíareaccionado de forma clara cuandoinsinué en nuestra primera reuniónque quizá los destinatarios del

grabado no fueran ingleses niholandeses, quienes por lógicapodían desconocer al duque deLerma. Además, la sola amistad y laaparente colaboración que parecíanmantener Carrillo y Lemosresultaba extraña. Uno habíaencausado a Franqueza y andabatras los pasos de Calderón, amboshombres de confianza de Lerma, yel otro era yerno, sobrino ydefensor del valido y, a lo quedecían algunos, su heredero si eracapaz de desplazar a su propioprimo y cuñado, el duque de Uceda.

En política no hay escudos de plataque no anden rellenos de plomo.Estaba claro que Lemos y Carrillomantenían una interesada relaciónde amistad y al parecer algún tipode alianza política que yo noacababa de comprender. Y sobretodo, ¿quién me mandaba a mímeter la cabeza en semejanteavispero? Concluí que aún quedabamucho viaje por delante y que lomejor era callarme y esperar con eltriunfo en la mano a ver cómo sedesarrollaba el carteo.

El mozo de cuadra tenía

preparada mi mula cuando bajésacudiéndome pajas de la ropa; ladel paso corto, seco y duro,francamente incómodo, que nologré cambiar a pesar de la propina.

Seguía nevando y empezó asoplar un viento racheado quelanzaba los copos de nieve contra elrostro como si fueran aguijones. Undenso manto blanco había borradoel camino, y cada carro seguía lahuella de su predecesor sinatreverse a variar la trayectoria niun palmo para no salirse de lapista. El avance era lento. Las

carrozas eran muy pesadas, contanto oro y tanta plata, y llevabanademás tanto equipaje que elpeligro de volcar era real. De hecho,la del conde de Puñonrostro habíaintentado adelantar a la delmarqués de Camarasa y aún yacíatendida a un lado del camino conuna veintena de hombrestrajinando a su alrededor paraponerla de nuevo en pie.Precavidos, la mayoría de losnobles dieron orden de repartir susbaúles entre las reatas y ellospasaron a las literas de mulas, más

aptas para un suelo en aquellascondiciones.

Por suerte el terreno era llanoy el camino transcurría pacíficoremontando la plácida corriente delrío Oca. Una densa hilera de álamosagitados por la nieve y el vientoseñalaban su cauce a nuestraizquierda. Unos cuantos paramos acomer en un amplio remanso delrío, junto a un chozo de pastor. Tresgentilhombres del duque de Sessaque marchaban tras su carro con laguitarra a la espalda amenizaron laparada tocando sin cesar mientras

los lacayos servían a los señores elcontenido de sus fiambreras y losdemás apurábamos lo poco quellevábamos en las alforjas. Lo de lamúsica fue idea de Lope de Vega.La que solía ser una forma eficaz deatraer a las damas a su círculo, enesa ocasión pretendía sólomantener alta la moral de lapartida. Yo me senté en el pescantede la carroza vacía de Sieteiglesiasy, a mi lado, un grupo de mulas conlas manos atadas apuraron sualmuerzo de avena, cebada y pajapicada barriendo con los belfos el

fondo de sus sacos de comer.Sonaban como un grupo depastores agitando un puñado dearena en la panza de una calabazaseca.

A media tarde dejó de soplarel viento, pero persistió la nevadahasta el punto de impedir ver másallá del carruaje que nos precedía.Detrás de los carros y literas seagrupaban fantasmales losgentilhombres envueltos en capascon las grandes cruces rojas yverdes de Santiago y Alcántaradestacando en sus pechos con aquel

blanco fondo de nieve. Fue unalivio escuchar el lento y penosocampaneo del convento de SantaClara de la ciudad de Briviesca, quecomo un faro empezó a guiarnos enla tormenta.

Entramos por fin en la ciudadescuchando nuestro propiosilencio. La nieve apagaba todoruido; no se oían ni las habitualesvoces de los arrieros increpando asus bestias. La comitiva, cansada, sedispersó por las escasas callejas dela ciudad en busca de una cama yun fuego donde calentar los

entumecidos huesos.

El duque de Lerma se instalócon la reina de Francia en elpalacete que hizo construir elcondestable de Castilla entre elhospital y el monasterio de lasmonjas clarisas, todo ello labradoen magnífica sillería en contrastecon la mayoría de las casas que, aligual que en Quintanapalla, teníanlos muros de adobe. Para albergar ala Corte, los enfermos del hospitalhabían sido desalojados yamontonados en una casa lejana delabriegos en espera de mejores

tiempos.

Cuando llegamos estaba yapreparada en el patio del hospitaluna mesa de unos treinta ocuarenta pies de largo por cinco deancho, vestida con paños deHolanda y la vajilla de plata delduque con sus enormes aparadoresmontados igual que el día delbanquete de boda. En el otroextremo del patio había otras dosmesas más modestas para criados yallegados de Su Excelencia, y unatercera para lacayos, pajes ymaestresalas.

Las Guardias Alemana yEspañola ocuparon todas laspuertas del palacio, del hospital ydel convento, incluidos zaguanes ypatios, y nadie entraba ni salía sinsu consentimiento. En aquellascircunstancias era un privilegioviajar con la librea del marqués deSieteiglesias porque, salvo a lashabitaciones privadas del duque yla reina, daba paso franco a todaspartes.

Gil Blas y yo acompañamos almarqués a la cena oficial, y anosotros nos colocaron en la mesa

destinada a los criados, que estabacerca de la puerta de la cocina.Vimos pasar fuentes y fuentes decomida. Creo que no se sirvieronmenos de cuatrocientos platosentre entrantes, carnes y postres,algunos con tapa y candado que elmayordomo retirabaceremoniosamente cuando losdepositaban sobre la mesa delduque. No era raro que Lermadesconfiara de sus lacayos yprotegiera de ese modo la comida;en su descargo diré que son todosunos ladrones avezados, pero

también hay que considerar que, sino es en el trayecto de la cocina a lamesa del amo, pocas oportunidadestienen esos desgraciados de comerun trozo de carne caliente.

Pese a estar en la otra puntadel patio, veía bien la mesaprincipal, a la que se sentabancuarenta o cincuenta señores. Quémás hubiera deseado yo que echaraunque sólo fuera un vistazo aMicaela, pero las damas comían conla reina en su habitación o en suspropias alcobas. Pasé gran parte dela cena preguntando a Gil Blas

quién era quién en aquel grupo decaballeros. Sólo reconocí al duquedel Infantado, que hablabaairadamente con uno que Gil Blasme dijo que era su sobrino, elmarqués de Mondéjar —aquel conquien pretendía emparentarCalderón—; vi al conde de Lemoscharlando con Villamediana y elembajador de Francia, aSieteiglesias hablando con elmarqués de Peñafiel y con el duquede Osuna. El resto de los nobles,aquellos cuyas casas estabandemasiado distantes del palacio del

Condestable de Castilla, enviaron asus criados como la noche anterioren busca de comida y velas. De lascocinas del duque salía un flujoconstante de aves guisadas,carnero, ternera y tocino adobadopara abastecer a todos loscaballeros que iban en la jornada,así como vinos blancos, claretes ytintos que se habían distribuido losdías previos en las distintasestaciones del viaje. A los postresse sirvieron una gran variedad defrutas en conserva y se sacaronvasos de vidrio de Venecia y

búcaros de Portugal con aguas deanís, zarzaparrilla y canela. Así, aojo, yo diría que el duque debía dedar de comer a más de milquinientas personas.

Terminada la sobremesa nosfuimos a la casa que Gil Blas habíareservado para el marqués deSieteiglesias, una posada que apesar de estar cerca del monasteriode Santa Clara dejaba mucho quedesear. Hablando en plata, era una

cueva infecta, se mirase por dondese mirase. Yo había hecho mejortrabajo con Micaela que Gil Blascon Calderón.

Atravesamos el corral dondelos arrieros se acomodaban parapernoctar bajo las cubiertas de losporches. Allí se percibía un tufo acaballería más penetrante que enlas mismas cuadras, supuse queporque los hombres se arropabancon las mantas con que protegían ellomo de sus bestias de albardas yparihuelas. No dije nada porque laexperiencia me decía que ese tipo

de observaciones pueden no serbien recibidas.

El posadero y su mujer nosesperaban en la puerta vestidos consus mejores galas y se deshicieronen alharacas, besamanos yreverencias en homenaje a SuExcelentísimo, Eminentísimo eIlustrísimo don Rodrigo deCalderón —lo del «de» quedó queni pintado a tanto tratamientoindebido; al parecer no acababande decidir si era ministro del rey ode Dios—. Corrieron de un ladopara otro dando órdenes y abriendo

puertas y, en definitiva, resultandoridículos con su traje de domingo:él con las mangas de la camisademasiado largas y ella con mástetas fuera que dentro de labasquiña y un evidente exceso decolorete en las mejillas.

Subimos al primer piso —elreservado para el señor y susgentilhombres, por decir algo—,andando de medio lado para noarrastrar con los hombros la cal delas paredes, y nos encontramos conunas habitaciones tan raquíticascomo la escalera. La mía se podría

definir como un catre encajadoentre cuatro muros, por supuestosin colgaduras, con una tristesábana de algodón desflecada portoda ropa de cama y la estampa deuna Anunciación en la pared delcabecero pintada por alguien conun sentido inquietante de lasproporciones y de la perspectiva. Alos pies de la cama había unabanqueta con una manta dobladaque olía a humedad y un plato conun trozo de besugo cargado de ajo,pimentón y azafrán. Junto a labanqueta había un vaso y una

garrafita de moscatelsorprendentemente delicioso. Loque son las cosas, hasta los mástristes cardos dan a veces floresdivinas.

Picoteé un poco del pescado,lo ahogué en vino y me enrollaba lamanta al cuerpo dispuesto adormir, a pesar de todo, cuandoalguien llamó a la puerta de laposada. Acudió la guardia y varioshombres subieron a la habitacióndel marqués, que estaba al final delpasillo. Al poco se oyó clara la vozairada de don Rodrigo Calderón

retumbando en toda la casa.

—¡Hijo de puta, … de puta! …dejar tirado, ¡lo sabía, lo sabía! …dito sea, … hizo … Franqueza, ¡… alos leones!

Empuñé la vizcaína y measomé a la puerta en el momentoen que se abría la del marqués ytres personas salían al pasillo. Auno no lo conocía, debía de ser elrecién llegado; otro era un soldadode la Guardia Alemana y el terceroera Gil Blas. El primero pasó antemí sin detenerse ni mirarme, corrióescaleras abajo y desapareció.

—Busca a don Antonio deEspinar en la botica real —ordenóGil Blas al soldado—, y dile queenvíe láudano para don Rodrigo,que se le ha acabado y no puededormir.

Se fue el soldado. Gil Blas y yocruzamos las miradas. Elmayordomo echó un vistazo porencima del hombro paracomprobar que estaba bien cerradala puerta del amo, y se vino a mihabitación.

—Siento que se hayadespertado —susurró.

—No me había dormido —dije devolviendo la vizcaína a sufunda—. ¿Hay algún problema?

Gil Blas alzó la mirada altecho y las cejas más allá paraindicar que más de uno, pero quecuidara el tono, que las paredesoían. El hombre estabaimpecablemente vestido; o dormíaasí, o la visita del mensajero no lehabía pillado desprevenido, puedeque incluso lo estuviera esperando.

Dejamos la puerta entornaday hablamos en susurros, mejor esoque dejar que alguien pudiera

acercarse a escuchar sin sentirlo.

—Han distribuido un libeloatacando al duque de Lerma,coincidiendo con la noticia de queel duque está pensando en retirarsey ha solicitado al Papa el capelocardenalicio.

—¿Al Papa?

—Por ahora al nuncio, que eslo mismo.

—¿Es eso cierto? —preguntéprocurando pensar deprisa.Llegado el caso, negaría conocer esepliego desde hacía casi una semana

—. ¿Qué significa?

—Significa que su posición enla Corte se debilita día a día, y esteviaje lo ha desquiciado todo. Porprimera vez en mucho tiempoLerma está separado del rey, que seha ido con Uceda a Burgos. Durantecasi un mes el rey estará fuera de sucontrol y al alcance de la influenciade sus enemigos, y es precisamenteahora cuando sale ese escrito paraque todo el mundo hable mal de él.Dicen que Burgos ha amanecidoempapelado; han colado ejemplaresen cada casa, en cada figón, en cada

taberna, en cada palacio. Al parecerhasta el mismo rey lo tenía en lamesa mientras desayunaba.

—Pero lo de meterse acardenal… No tiene sentido. Lermaacaba de representar al rey deFrancia en Burgos y ahorarepresenta al de Españaacompañando a la reina de Franciaa la frontera. ¿Se puede ser máspoderoso?

—Le digo que todo estácambiando. Últimamente SuMajestad parece congeniar mejorcon Uceda. Son casi de la misma

edad y dicen que el hecho de haberenviudado casi al mismo tiempo losha unido mucho. Y el próximo mesvan a estar juntos y solos,precisamente el mes en que hayque decidir muchos nuevosnombramientos.

—¿Por eso está tan enfadadodon Rodrigo?

—El patrón espera que Lermavuelva a colocarlo de secretario delrey, o al menos que le dé laSecretaría del Consejo de Órdenes,pero tal y como están las cosas, noserá fácil.

Reconocí que Calderón erainteligente postulándose para elConsejo de Órdenes en caso de nolograr volver a la Secretaría del rey;era uno de los cargos desde los quemejor se canalizaba el mercado deinfluencias. La concesión dehábitos de las órdenes de Santiago,Calatrava y Alcántara se habíaconvertido en un burdo mecanismode pago de favores y un modo deatar a la gente a un sistemageneralizado de corrupción.Pertenecer a una orden suponía unaval de limpieza de sangre que

facilitaba la promoción social y,además, en muchos casos llevabaaparejado un sustancioso beneficioeconómico a través del sistema deencomiendas. El comendador de unterritorio no sólo nombraba a lasautoridades de los lugareshabitados que hubiera en él, sinoque cobraba las rentas, a vecesmillonarias. En los últimos años losantiguos monjes-soldado habíandevenido en secretarios ycovachuelistas que nada tenían quever con el espíritu de la institución,pero que gustaban lucir en el pecho

una cruz de Santiago más grandeque el propio jubón en el que ibabordada.

—¿De verdad cree posible queUceda desplace a su padre? —pregunté pensando en el conde deLemos.

—Él solo no sería capaz ni deatarle los zapatos, pero lo respaldafray Luis de Aliaga.

—El confesor —dije entredientes, y al instante pensé quéextraña influencia tenía que ejercersobre el rey para que éste tolerara

su densa presencia.

—Un fraile astuto y muyambicioso.

Lo conozco, lo conozco, pensé;si le dejaran regularía hasta lasveces que podemos respirar.

—¿Por ahí viene el enfado deCalderón? ¿Por los ataques contrael duque?

—Más bien porque teme queel duque lo deje en la estacada. Almarqués eso del cardenalato lesuena a huida, y no le falta razón.¿No es eso acaso lo que hacen los

ladrones y asesinos? ¿No se acogena sagrado después de cometer susfechorías? Si no, a ver por qué leinteresa tanto el capelo a Lerma. Yose lo diré: porque los juecesseglares no pueden embargar losbienes pertenecientes en plenodominio a un eclesiástico, y muchomenos si es cardenal.

—Pero ¿por qué sospecha elmarqués que va a dejarlo en laestacada? Él lo encumbró hastadonde está.

—Porque no sería la primeravez.

—¿Lo ha dejado tirado antes?

—A él no, a don PedroFranqueza.

—A Franqueza lo procesó donFernando Carrillo.

Gil Blas arrugó la frente y mededicó una mirada irónica.

—Pero fue el mismo duque deLerma quien propició su caída.

Miré con asombro a Gil Blassin acabar de entender qué meestaba contando. El hombre seanimó a seguir.

—Sí, hombre, don Isidoro.¿No sabe cómo empezó el pleitocontra Franqueza?

—Recuerdo el final: fuedeclarado culpable del estadodesastroso en que se encontrabanlas finanzas del Estado ycondenado por varios cientos dedelitos.

—Pues el principio se debió almemorial de Íñigo Ibáñez…

Íñigo Ibáñez. El nombre mesonaba, pero en aquel momento nosupe de qué.

—… un hombre clave enaquel negocio —dijo él guiñandolos ojos—. Fue el encargado deentregar al círculo de la reina,contrario a Lerma y a susprotegidos, toda la documentaciónnecesaria para que se inculpara yprocesara a Franqueza. Y era unhombre del duque de Lerma.

¡Íñigo Ibáñez! En efecto,Carrillo me había hablado de él ennuestro primer encuentro. Ibáñezhabía sido el héroe anónimo, elservidor honesto que habíaentregado la documentación

necesaria para procesar aFranqueza.

—Ya. Ibáñez traicionó alduque.

—No. Ibáñez actuó por ordendel duque. Fue el mismo Lermaquien redactó el memorialacusando a Franqueza del desastreen que estaba sumida la HaciendaReal y quien aportó todas laspruebas para demostrarlo.

—¿Cómo? ¿Es posible? —pregunté en voz alta, y deinmediato me cubrí la boca con la

mano.

Pensé en Micaela y en cómoreaccionaría al saber que su maridohabía caído en desgracia comoconsecuencia de una limpieza delpatio trasero del propio duque deLerma y entendí el temor deCalderón. Por encima de él aúnhabía cabezas mucho más altas.

—Lerma lo hizo paraprotegerse —susurró Gil Blasapurando el vaso de vino ysirviéndose después los restos de lagarrafa. Antes de dejarla en el suelolamió el borde del gollete—. Para

evitar la infección de todo elcuerpo, no dudó en amputar unmiembro, y para ello se valió de unhombre de absoluta lealtad, ÍñigoIbáñez, que jugó el papel de traidory entregó el documento a susenemigos con la certeza de que lousarían en su contra. Y así fue. Pormediación de la reina, el reynombró a don Fernando Carrillopara llevar adelante lainvestigación, con el resultado queconoce.

—Muy inteligente. De esemodo Lerma se aseguró un

culpable del desastre, una cabezade turco, y además que fueran susenemigos quienes la cortaran, demodo que su red de adeptossiguiera sintiéndose segura y asalvo.

Gil Blas asintió despacio conla cabeza.

—¿Y Calderón? Si no recuerdomal también fue investigado enaquellos años.

—Digamos que el marquésfue un colaborador necesario parainculpar a Franqueza, y en pago

recibió de Lerma un apoyoincondicional traducido en undecreto prohibiendo que él fuerasujeto de ninguna investigación.

—¿Y usted cómo sabe todoeso?

—He trabajado para muchosamos, don Isidoro, y si algo heaprendido es a cubrirme lasespaldas. Don Rodrigo es muyordenado y me ha sobrado tiempopara ir mirando sus archivos.

Pensé que aquel hombrevaldría su peso en oro para Carrillo,

pero tampoco iba a promocionarlea él para quedarme yo sin trabajo.

—¿Y ahora Calderón teme quele haya llegado el turno? —pregunté extrañado—. ¿Por unpliego de cordel?

—El pliego es la gota quecolma el vaso. El marqués se hadescompuesto y ha empezado amaldecir a todos los Sandovales.

No oímos la puerta principalcuando regresó el soldado, pero sílas pisadas en la escalera. Gil Blassalió al pasillo, cogió los

preparados de Espinar y llamósuavemente a la puerta delmarqués, que respondió con unbufido.

El resto de la noche fuesilencio.

27 de octubre,de Briviesca a Pancorbo

No sé cuánto láudano tomaría, perodon Rodrigo se levantó dinámico

por la mañana temprano, se pusosu traje de capitán de la GuardiaAlemana, bebió un chocolate consu hijo y se fue al palacio delCondestable llevándonos a Gil Blasy a mí de acompañantes. No hizofalta preguntar dónde paraba elduque de Lerma porque el revueloformado en la puerta de la iglesiadel convento de las clarisas fuesuficiente indicación. Por suerte,los ocho guardias alemanes quedon Rodrigo llevaba siempre deescolta se las arreglaron muy bienpara abrirnos paso hasta el interior

del templo.

La entrada de la iglesia eraoscura. La puerta estaba situadabajo el coro y además había quedescender unos escalones, por loque la primera sensación era la deadentrarse en una cueva, pero encuanto se avanzaba lo suficiente lanave central se abría llena de aire yluz para descubrir su tesoro. Merefiero al increíble retablo queocupaba el altar mayor, unamaravilla de más de veinte metrosde altura, de tres calles y cincopisos rematados por un calvario

labrado todo él en madera de nogal.Fue verlo y quedarme sin habla. Notenía nada que envidiar al retablode la capilla del Condestable deCastilla ni al del mismísimo altarmayor de la catedral de Burgos. Talvez el hecho de mantenerse con lamadera limpia, sin dorados nipolicromías, libre de todo artificio,ponía más de relieve, nunca mejordicho, el increíble trabajo delimaginero. Me quedé con la bocaabierta, como todos los que asistíana aquella eucaristía, con la vistaperdida en los intrincados

arabescos que hacían las ramas delárbol de Jesé y el oído regalado conlas armónicas voces de las clarisas,todo un derroche de sensualidad,de la que reconozco que andaba unpoco necesitado. Mientras tanto,Calderón no perdió de vista elbalconcillo con celosía que se abríaa media altura del muro de laizquierda frente al altar mayor yque correspondía a la habitacióndel palacio vecino donde habíadormido Ana de Austria. Por lo quese veía, el duque de Lerma se habíaunido a ella en aquel recogido

rincón para seguir máscómodamente la ceremonia.

No habían terminado decantar las monjas cuando hubomovimiento en el balcón, ySieteiglesias se apresuró a salir a lacalle con nosotros detrás comocolas de lagartija para presentarseante la puerta del palacio y ordenaral portero que transmitiera alsecretario del duque su deseo detener una entrevista urgente con SuExcelencia.

Desde el primer momentonotamos que sucedía algo extraño.

Nos hicieron pasar a una salapróxima al zaguán y desde allífuimos testigos de la crecienteagitación de los lacayos: carreras,órdenes a media voz, susurros…Calderón empezó a ponersenervioso. Al rato llegaron dosmédicos con todos susaditamentos, incluidos sendosanillos en los pulgares, un barberoy Antonio de Espinar con un cajónde remedios. Luego,escalonadamente, aparecieron elobispo de Burgos, el duque delInfantado, el conde de Lemos y, por

último, el conde de Villamediana.Salvo los médicos, todos entraron ysalieron con rapidez, sobre todoVillamediana, que lo hizo convarias cartas en la mano.

—Y ahí va el correo mayor…—murmuró don Rodrigo cuando lovio.

Acto seguido volvió a llamaral portero para comprobar quehabía transmitido su demanda yque el duque sabía que estabaesperando, y el otro respondió quepor supuesto, que el señor estabaenterado y que su secretario

avisaría cuando lo consideraraoportuno.

—Pero ¿qué es lo que ocurre?¿A qué viene tanto revuelo?

—¿No se ha enterado? Elseñor duque está enfermo. Apenasha pegado ojo, el pobrecillo,aquejado de dolor en laspantorrillas. Le han sangrado yados veces en lo que va de mañana.

—¿Saben los médicos quétiene?

—Por lo que he oído —dijo elhombre en confianza, se veía que

conocía bien a Calderón—, tambiénpadece un ataque de tercianas y leinvade la melancolía. Los médicosno se ponen de acuerdo; uno diceque es un principio de gota y el otroque todo es consecuencia deldesorden en las comidas. ¡Vayausted a saber! Mi madre siemprellamó a eso un causón, que es algode lo que uno se muere por unquítame allá esas pajas.

Tuvo que dejarnos el porteropara poner orden en el alud deregalos, sobre todo bolsas condinero y joyas, que empezaron a

llegar. La noticia de la enfermedaddel duque se había extendido ytodos los nobles, amigos y sobretodo enemigos, enviaban presentescomo muestra de su sincero —ofingido— deseo de prontarecuperación.

—Isidoro —ordenó elmarqués en cuanto se dio cuenta delo que pasaba—, toma esta llave. Esdel bargueño flamenco que hay enmi cámara. Acércate a la posada ytrae la bolsa de fieltro que guardoen el cajón superior derecho. Ytrátala con cuidado —añadió en el

último momento.

Anduve hasta la posada entrecarros y recuas detenidos. Lanoticia de la enfermedad del duquese había extendido y los corrillosempezaban a menudear en lasesquinas. La calle era un caos ynadie parecía saber qué hacer.

En la posada, los lacayos delmarqués ya habían desmontado lacama de viaje de nogal,empaquetado el cabecero de cuero

repujado y doblado y guardado encajones el dosel de sarga y lascortinas de tafetán tornasolado,pero el resto de los muebles seguíaen su sitio. Le dije al guardia quevigilara el pasillo y que no dejaraentrar a nadie mientras yo estuvieraallí cumpliendo con los encargos desu capitán. No sé si el tipo entendióel motivo, pero cerró la puerta y oícómo se quedaba fuera apoyado enel quicio.

Encontré enseguida la bolsade fieltro que había ido a buscar.Contenía una preciosa venera de

diamantes, una joya magnífica.Luego vi el libro de Calderón, aquelen el que apuntaba las referenciasde toda su correspondencia. Miré lapuerta de soslayo. Era unaoportunidad única para echarle unvistazo; sabía que nunca tendríaotra igual. Pero primero miré ellibro de la correspondencia a ver siya había asignado una clave dereferencia a la carta de MateoGarcía con la oferta porcuatrocientos palos y las tres quehabía generado en respuesta y, enefecto, todas ellas tenían las siglas

MV seguidas de un número, 26, 27,28 y 29. Busqué entonces la carta enla que el concejo de Valsaín leofrecía quinientos palos a un precioridículo para beneficio delmonasterio de Porta Coeli ycomprobé que tenía las siglas MV-25. Evidentemente todas tratabande la misma madera, lo queconfirmaba que Sieteiglesias vendíade tapadillo lo que recibía a títulode donativo como patrono de unmonasterio. Sólo eso era ya motivode escándalo, pero quizá no fuerasuficiente. Los números indicaban

que de ese tema había al menosveinticuatro cartas anteriores, ypara localizarlas estaba el índiceque guardaba con tanto cuidado elmarqués y que tenía ante los ojosen el cajón central del bargueño.

Cogí el libro con más mimoque Infantado la espada de sanPablo, aunque sin besar lascubiertas. Se trataba de un volumenencuadernado en vitela de unasquinientas páginas, la mayoría enblanco o con pocos apuntes. Otrasestaban llenas hasta los márgenes,escritas con letra pequeña y

abigarrada. Todas empezabanigual: unas siglas en mayúscula y allado el título subrayado. Debajo, enuna o dos columnas, aparecía lafecha y el tomo de cada cartareseñada. En aquel libro estabatodo lo que Carrillo desearía saber,y aquélla era con seguridad lafuente a partir de la cual Gil Blashabría descubierto todo lo quesabía de Rodrigo Calderón. Lascinco primeras páginas eran unlistado de todas las siglas quecontenía el libro anotadas sin ordenalfabético con un número de

página. Busqué en esa lista lassiglas MV y me remitió a la página184, en cuya cabecera leí: MV(Madera de Valsaín), y debajo unacolumna numerada del 1 al 29 conla fecha y algunas con una «R» —que deduje que significaba«Respuesta»—, como las 27, 28 y 29.Pero las referencias del 1 al 25correspondían a volúmenesanteriores al que tenía allí a mano,así que no pude ver de quétrataban. Cada vez más nerviosohojeé el libro intentando leer lasleyendas de las siglas, pero contaba

con poco tiempo y había demasiadainformación. Pensé que sería mássencillo si supiera qué sigla debíaencontrar, así que volví a buscar enel libro de correspondencia aquellacarta que me había llamado laatención en la que se hablaba de384 embarcados y 70 bajas, y vi concreciente emoción que las siglaseran SC-86. Si MV había sidoMadera de Valsaín, SC bien podías e r São Cristóvão. Agradecí almarqués su falta de imaginación.Parecía claro que el sistema noestaba pensado para ocultar

información, sino todo lo contrario.Busqué SC en las primeras páginasdel libro y me remitió a la página34. ¡Página 34! Dado el sistemacronológico en que parecía haberido creciendo el libro, aquellosignificaba que SC era un tema muyantiguo. Volé a la página encuestión y, en efecto, sentí que meinvadía una sensación de triunfo.Allí estaba claro: SC (SãoCristóvão), y debajo una larguísimarelación de cartas y respuestas quese extendían por los volúmenes decartas de muchos años. Seguro que

entre todas esas habría algunaantigua del conde de Cameros, perosólo podía echar un vistazo a lastres incluidas en el volumen 64 queera el que entonces tenía delante.Busqué esas cartas con avidez. Laúltima anotada era la que yaconocía, y las dos anteriores meguardaban dos sorpresas muyreveladoras. En la primera donRodrigo daba instrucciones a TadeoAmézquita de trasbordar lamercancía, sin especificar de qué setrataba, a un barco alemán llamadoChamäleon que esperaba en el

puerto de Pasajes; y la segunda,fechada cuatro meses atrás, tratabade forma poco precisa delincremento del control del cobrodel quinto real en la Audienciamexicana y ¡estaba firmada por donFernando Montero, conde deCameros! Sólo aquellas dos cartaspara mí valían su peso en oro.Aunque ninguna en sí mismaconstituyera una prueba flagrantede delito, demostraban que aSieteiglesias le rendían cuentas delo sucedido con el São Cristóvão yque además mantenía una estrecha

relación con el conde de Cameros, aquien creía vivo al otro lado delmar. Por un momento admiré elvalor del administrador mexicanode Micaela, el amigo Cosme Vecino,que se había arriesgado no sólo aengañarla a ella sino al mismoRodrigo Calderón falsificando lafirma de su amo para quedarse consu parte del negocio decontrabando. A Calderón no le ibaa gustar enterarse de que uno desus empleados le había estadoengañando. Claro que antes tendríaque decidir si me interesaba

contárselo. Por un instante sentíuna reconfortante sensación decalidez al saberme poseedor de unsecreto que afectaba tandirectamente a Micaela y que podíahacerle sentirse en deuda conmigo.Puede que no estuviera todoperdido y que a mi historia con lacondesa aún le quedara algúncapítulo.

No tenía tiempo para nadamás. Eché con pena un vistazo almontón de documentos que seapilaban en los distintos cajones deaquel bargueño pensando en todo

lo que podría encontrar: censos,escrituras, nombramientos, cobros,pagos… Pruebas, en definitiva, deaños de negocios fraudulentos.Pero no toqué nada más, devolví loslibros a su sitio y cerré el mueblecon llave.

En el palacio del Condestabletodo seguía igual. Lacayos contodas las libreas imaginableshacían cola para entregar alsecretario del duque los regalos de

sus amos. Calderón estaba que sesubía por las paredes murmurandoque todo era mentira cuando Garcíade Pareja, el secretario de Lerma, seasomó a la sala donde estábamos ynos echó un vistazo. Sin decirpalabra volvió a salir y cerró lapuerta a su espalda. Nunca olvidaréla expresión de Calderón mirandofijamente esa puerta cerrada: deincredulidad al principio, luego deincertidumbre, y al fin era unamezcla de odio, indignación yrencor. Debió de recordar la épocaen que era él quien decidía quién

veía o no al duque, y temí queestallara en un ataque de cólera,pero en vez de eso se quedóparalizado el tiempo que tardó unlacayo en traer una nota en la quese informaba al marqués de que SuExcelencia estaba indispuesto, queno recibía a nadie y que los médicoshabían desaconsejado quecontinuara el viaje a la raya deFrancia. En ese sentido se habíandespachado correos al rey para queenviara en su sustitución a su hijoel duque de Uceda. A don Rodrigo,como capitán de la Guardia

Alemana, se le ordenaba quedarsea cargo de la seguridad de la reina yponerse a las órdenes de Uceda encuanto llegara.

Sieteiglesias estrujó el papeldelante del lacayo y, sin responderpalabra, salimos a la calle y nosapresuramos de vuelta a la posada.A nuestro paso varios noblesintentaron abordar a don Rodrigopensando que les podría informarsobre lo que estaba sucediendo,pero él se limitó a morder palabrasde disculpa mientras su guardia seabría camino con determinación.

Una vez en su cámara donRodrigo actuó con rapidez ydiligencia. Primero escribió unanota deseando al duque de Lermauna pronta recuperación y envolviócon ella un anillo de diamantes quesacó de un cajón secreto delbargueño. Gil Blas salió con ordende entregarla en mano. Luego,metió la preciosa venera que le ibaa haber regalado al duque en unacaja de terciopelo e hizo un paquetedestinado a don Cristóbal deSandoval, duque de Uceda, en elque incluyó una carta llena de

parabienes y poniéndose a sus pies.A lo que se veía, Sieteiglesiassaltaba por la borda del barco deLerma con la esperanza de queUceda lo rescatara del aguainfestada de tiburones. Por últimoescribió varias cartas de su puño yletra, pero sólo alcancé a ver eldestinatario de la última, aunquefue toda una revelación: CosmeVecino. Por desgracia no vi ladirección. Tal vez fuera casualidad,pero no lo creí. A esas alturas,imposible creer en casualidades.

En cuanto se llevaron las

cartas el marqués sacó una pipa y lacebó con buen tabaco. Sentí unpoco de envidia, pero aguantéestoicamente mientras la encendíay arrojaba las primeras bocanadasde humo. Don Rodrigo se quedófrente a la ventana con la miradafija en el vacío; casi se podían oírsus pensamientos, el ruido quehacían sus planes al desmoronarse.Si Lerma se retiraba, él podíadespedirse del puesto de secretariodel rey y del cargo en el Consejo deÓrdenes, y entonces perdería suinfluencia en el de Indias, no

podría presionar para conseguir elvirreinato para Mondéjar, yMondéjar no le daría la mano de suhija. El joven conde de la Olivanunca sería parte de la familiaMendoza. Y que todo el mal fueraése.

El pequeño Francisco entrócorriendo para decir a su padre quela carroza los esperaba. Calderónasintió en silencio, se echó la capasobre los hombros y salió detrás delmuchacho.

Aunque ya no nevaba decontinuo, el día era tan desapacible

como el anterior. La caravanaavanzaba despacio, con los caminosaún más embarrados y difíciles amedida que nos acercábamos a lasmontañas. No había marcha atrás.Hiciera lo que hiciera el duque, elviaje no se podía interrumpir niretrasar. No convenía olvidar quelos franceses llevaban un itinerarioparalelo desde Burdeos hasta laraya de España y ambas cortestenían que converger al mismotiempo. En el camino se habíacorrido la voz de que Lermaregresaba enfermo a Burgos y que

Uceda ocuparía su lugar. Ya se dabapor hecho que se uniría a lacomitiva esa madrugada enPancorbo, aunque para ello tuvieraque reventar un par de caballos.

Embozado de pies a cabeza,me limité a soltar las riendas yadoptar el vaivén de la mula quecaminaba con la cabeza gacha y lasorejas caídas. Cuando yo nointentaba imponerle el ritmo, sutranco era más cómodo y llevadero,y mis viejas almorranas agradecíanel buen trato. Salimos de Briviescatan tarde que se nos echó la noche

encima, de modo que tuvieron quealumbrar el camino con candiles yfaroles. Cada golpe de cierzo nosdejaba inmóviles y sumidos en laoscuridad mientras los postillonessacaban eslabones, yesca y pajuelaspara prender de nuevo las luces.Llegamos al pueblo con teas en lasmanos, como la santa compaña, ytan cansados que no tuvimosfuerzas ni de acercarnos a las mesasque el duque de Lerma había dadoorden de instalar.

28 de octubre,de Pancorbo a Miranda de

Ebro

Amaneció un día frío pero luminoso,

agradable para viajar y montar acaballo; un buen día para volarhalcones.

Tal y como estaba previsto, elduque de Uceda llegó al pueblo demadrugada y se puso oficialmenteal mando de la expedición, lo quedebía de resultar especialmentegravoso para alguien acostumbradoa no salir nunca de la cama antes delas once de la mañana. En cuanto amí, desde que me desperté empecéa temer el encuentro con el condede Lemos. Sin estar al tanto de lasmaquinaciones de la Corte, no se

me escapaba la relación entre elpliego de cordel y la «enfermedad»y posterior espantada del duque deLerma en busca del rey, así como lanoticia de que había pedido al Papael capelo cardenalicio. Supuse queen aquel momento Lemos debía desentirse tan inseguro comoCalderón, aunque por diferentesmotivos: éste temía verseenfrentado a su pasado, y aquélvería perdido su futuro.

El camino de Miranda estabatan embarrado que la mayoría denobles, empezando por Uceda y la

reina de Francia, se adelantaron ensus literas de mulas y dejaron atrássus ejércitos de lacayos bregandocon carros y acémilas. Era pues unbuen día para apartarse del grupo ypasar desapercibido, y eso hice tanpronto dejamos atrás losdesfiladeros y atravesamos lapequeña aldea de Ameyugo.

No me costó localizar a donCarlos Pallache —sus dromedarioscon mantas de grandes borlascoloradas eran aún más llamativossobre el manto blanco que cubría elpaisaje—, que me esperaba con un

vistoso azor en el puño. Puede quedon Carlos fuera judío, pero vestíacomo el sultán de Estambul, con uncoleto de ante que le cubría hastalos muslos, un turbante y unaespléndida capa de seda verde conel cuello de piel. Listos para partirestaban también dos escuderos,uno con una pequeña pareja dehalcones y el otro con el águila, quedescansaba sobre un arnés fijado alarzón delantero de la silla. Juntosnos apartamos del camino yesperamos hasta que vimos de lejosa los criados de Lemos, tan

fácilmente reconocibles con losjubones de raso negro y las calzascarmesíes. El conde nos viotambién a nosotros y se acercógalopando escoltado por dos de susgentilhombres. Cuando estuvo anuestra altura, se quitó el sombreroy sus acompañantes lo imitaron.

—Caballero… Don CarlosPallache, supongo.

—Señor —respondió Pallachemirando al suelo—. Es un honorconocerlo. He oído hablar de usteddesde que ocupó el cargo depresidente del Consejo de Indias.

—Ya hace muchos años deeso, don Carlos.

—El tiempo engrandece yennoblece los recuerdos —replicóel judío, obsequioso—. Le ruegoque acepte estos humildespresentes de un viajero que sesiente en su tierra tratado como ensu propia casa.

Pallache hizo una señal y elescudero que montaba el caballocon el águila saltó al suelo y leentregó a uno de los gentilhombresdel conde una caja de marfil. DonPedro la abrió delante de todos.

Contenía una brillante cadena deoro enrollada en torno a una piedrade ámbar gris de por lo menoscuarenta onzas. El conde sonriósatisfecho.

—Gracias, don Carlos, unpresente muy hermoso —dijo,devolviendo la caja algentilhombre.

Pallache asintió, satisfecho deque todo fuera saliendo como habíaprevisto.

—Tengo entendido que esusted aficionado a la cetrería —dijo

haciendo una señal al escudero queportaba los halcones.

—Lo soy, y siento no habertraído mis pájaros a este viaje.Estoy muy orgulloso de ellos.

—No se preocupe por eso,don Pedro. Me haría enormementefeliz si aceptara esta pareja enrecuerdo de nuestro encuentro.

El joven moro se acercóandando hasta el caballo del conde,le tendió un grueso guante de cueroque le cubrió el brazo hasta el codoy luego acercó el puño para que los

pájaros se acomodaran en el de sunuevo dueño.

—Don Carlos, no puedoaceptar…

—Se lo ruego —insistióPallache—. Están recién llegados dePersia, donde han sido entrenadospor los mejores cetreros.

—¿Un embajador marroquícon halcones persas? —sesorprendió Lemos.

Don Pedro miró concuriosidad a los pájaros. A pesar desu exquisita educación se notó que

no le impresionaron nada, para quémentir, y a mí tampoco. Eran algomás grandes que los peregrinos,pero tenían el plumaje apagado decolor pardo rojizo, más claro en lacabeza y el pecho. Además,parecían poco armónicos y nadaelegantes, algo cabezones y dededos cortos y gruesos. En realidad,el único parecido con losperegrinos era que las manos, lacera del pico y los párpados eran decolor amarillo.

—No son baharíes —se leescapó al conde, sorprendido de

que alguien pudiera consideraraquellos animales como un regalodelicado.

—Son halcones sacres,excelencia —dijo Pallache consuficiencia, para luego añadir conorgullo—: y éstos son de losmejores, nacidos en un nido en elsuelo.

—¿Eso los hace mejores?

—Eso dicen quienes saben.Cuentan que los nacidos en el suelohan visto pasar cerca zorros,chacales y otros carnívoros y han

perdido el miedo a los grandesanimales.

—Son magníficos —sentencióel marqués sin mucha convicción.Yo creo que le habría gustado másque le regalara el águila, o inclusoel azor.

Pallache notó el tono dedecepción, pero no pareciómolestarle.

Nos pusimos en marcha através de un bosquecillo paraalejarnos del camino. Ya he dichoque la mañana era espléndida, el

cielo estaba limpio, no había rastrode nubes y el sol brillaba en lo alto,aunque tampoco se podía decir quecalentara. A nuestro paso seespantó una bandada dealcaravanes, pero los cazadores noquisieron poner aún sus pájaros aprueba. El campo estaba precioso,salpicado de rojos, verdes yamarillos, y la costra del suelo, alromperse por las patas de loscaballos, exhalaba un intenso olor aturba. Algunas hondonadas enumbría aún guardaban nieve de lasúltimas tormentas.

Don Carlos y don Pedrodivagaron durante un buen ratosobre arte, filosofía, literatura…Parecían tantearse el uno al otro,establecer un vínculo, decidir sieran dignos de confianza, dentro deun lento y elaborado ejercicio deesgrima diplomática. Por finllegaron al tema que nos habíareunido.

—Su fama de erudito traspasafronteras —dijo Pallache.

—No me hable de fama, donCarlos —replicó el conde,obsequioso—. Carece de valor ante

quien ha sido capaz de atravesarrealmente el mundo por amor a loslibros.

—Me honra, don Pedro, perono, no. En todo caso el erudito esmi señor Muley Zidán, y antes supadre, que fue quien inició esamaravillosa biblioteca que me habrindado la oportunidad deconocerlo.

—Una gran biblioteca, síseñor, doy fe de ello. He tenidoocasión de verla, aunque no deconsultarla. La mayoría de losvolúmenes están en árabe y yo no

hablo su lengua. Comprendo que elsultán lamentara su pérdida.

—Es inimaginable el dolorque sintió cuando la robaron, másque si le hubieran matado a un hijo,pero por suerte el rey Felipeconsiguió arrebatársela a losladrones. Mi señor está tanagradecido a Su Majestad que nodesea causarle más problemas y meha encargado que disponga suinmediato reintegro a Marruecos.

Lemos y yo le miramosasombrados. La sola idea de que elrey Felipe hubiera luchado contra

unos ladrones para devolverle alsultán sus tesoros era delirante,pero ingeniosa. Lemos fue aprotestar, pero Pallache lointerrumpió.

—Por supuesto, mi señor sehará cargo de todos los gastos y degratificar a quienes tomaron parteen la gesta contra los piratas.

Me fijé en don Carlos, quedisimulaba una sonrisa socarronabajo su recortada barba blanca, y enLemos, que se mordía los labios ymiraba a la vez de reojo a loshalcones que tenía en el puño

dudando de si lanzarlos contra eljudío. Al final, el conde decidióresponder aceptando alguna de laspremisas del embajador.

—Usted mismo lo ha dicho,don Carlos. El almirante Fajardocapturó un barco pirata francés eincautó el cargamento, todo deacuerdo a la ley del mar.

—Pero ese cargamento erapropiedad de mi amo, que se lohabía entregado.

—¿Cómo? ¿El sultán se loentregó voluntariamente?

—Sí, pero…

—¿A un pirata?

—Para ponerlo a salvo enAgadir.

—Y ese pirata, su socio,intentó llevárselo a Francia. ¿Eseso? ¡A quién se le ocurre confiarnada a un pirata!

—Desde luego, no era uncaballero…

—En eso estamos de acuerdo.Pero lo cierto es que técnicamenteel cargamento era del pirata, puestoque no había de por medio ningún

documento que hiciera sospechar laexistencia de otro propietario. A mientender podría tratarse de unregalo.

—¿A un pirata? —preguntóesta vez Pallache.

—Un pirata muy leído, porcierto.

—Pero les consta que elpropietario era mi señor MuleyZidán.

Lemos se tomó su tiempo enresponder.

—Déjeme hacer memoria, don

Carlos, porque si no recuerdo malla captura de la biblioteca fue hacetres años, ¿no? ¿Acaso éramosentonces aliados? ¿Hay algo quejustifique una demanda derestitución?

—No… Pero….

—¿No? ¡Ah, es verdad!Nuestro aliado era su hermanoMuley Xeque, a quien Muley Zidánquería matar a toda costa.

—Algo así —replicó Pallachedesbordado.

—Y ya que el fundador de la

biblioteca fue el padre de ambos,también sería posible considerarque la biblioteca era de MuleyXeque, y que éste se la ha entregadoa Su Majestad católica como regalode bautismo, porque ya sabrá ustedque Muley Xeque es ahora hijo de laIglesia.

—No creo que nadie discuta lapropiedad de Muley Zidán, nisiquiera su hermano.

—Don Carlos, temo quehayamos llegado a un puntomuerto.

Pallache negó lentamente conla cabeza.

—Olvida usted la parte de lasgratificaciones.

Lemos no dijo nada y esperó aque Pallache hiciera su oferta.

—El sultán me ha autorizadoa pagar cien mil ducados por loslibros —dijo despacio destacandola cantidad.

Don Carlos esperó unossegundos para dar tiempo al condea asimilar la enorme fortuna en quetasaba aquel montón de papel, tinta

y pergamino.

—Y… —añadió tendiéndoleun papel que sacó de un bolsillointerior de la túnica.

Lemos lo tomó con la manoderecha, pero siguió mirando aljudío.

—… una cédula de los frailestrinitarios de Mazagán, en la querecomiendan a Su Majestad aceptarel trato y exponen las grandesventajas de un acuerdo como el quepropongo y el número de cautivosque podrían liberar con esa

cantidad de dinero. Muchas de lasfamilias de esos hombres ya hanrecibido una carta comunicando elprecio de su libertad y laposibilidad de conseguirla acambio de unos libros.

Sonó a chantaje, y supongoque lo era. Lemos doblócuidadosamente el documento y selo guardó en el pecho sin decirpalabra. Aquélla había sido unajugada hábil y peligrosa que podíaser hasta causa de disturbios. Miréal suelo pensando que era muyposible que yo mismo hubiera

ayudado a distribuir algunas deesas cartas con mi informaciónsobre las cajas de cautivos.

Por suerte para todos, hizoentonces aparición el duque deOsuna que venía al galope corto deun llamativo tordo de razaespañola, con la cabeza bienrecogida, el belfo temblón y losollares dilatados como doscentenes. Había salido también acazar y le acompañaba una pequeñaescolta de tres sicilianos, uno de loscuales sujetaba dos perros con unalarga traílla. El duque cargaba un

pájaro en el puño que debía dehaber enviado con el resto de suequipaje, porque desde luego no lollevaba cuando me lo encontrécamino de Madrid. No era el duquehombre para moverse al ritmo deun carro o una litera.

—¡Don Pedro! —gritó Osuna—. Es una suerte encontrarlo —dijo, y pareció sincero aunque yo yasabía de la animadversión quesentían el uno por el otro. Lemospretendía conseguir el virreinato deNápoles para su hermano y paraello presionaba a Lerma, y Osuna lo

quería para sí mismo y con eseobjetivo asediaba a Uceda y a frayLuis de Aliaga. Pronto se veríaquién había apostado por el mejorcaballo.

—Don Pedro —dijo a su vezLemos. Aunque los dos fueranPedro, no edificaría yo nada sobreesas piedras—, no sé si conoce adon Carlos Pallache.

Pallache inclinó la frente conprudencia, de sobra sabía él quiénera el duque de Osuna y a qué sededicaba la flota de barcoscorsarios que mantenía en Sicilia.

—¿Judío? —preguntó Osunatorciendo el gesto.

—Embajador de Marruecos.

—Y con carta de «judío depermiso», otorgada por Medina-Sidonia —me atreví a puntualizar.Lo hice porque me dio miedo.Conocía de primera mano losataques de ira de Su Excelencia,siempre tan impulsivo, y de prontotemí que tomara a Pallache porenemigo y se lo llevara por delante.

Lemos me miró conreprobación. Él no necesitaba que

ningún lacayo —que ésa erarealmente mi categoría— dieraninguna explicación por él o susamigos, ni a Osuna, ni a nadie.

—Qué halcón tan hermoso —intervino Pallache en tono prudente—. ¿Es maltés?

Osuna dulcificó un poco suactitud.

—De mi último año deresidencia como virrey de Sicilia.Veo que tiene buen ojo para lospájaros.

Recordé la historia, que una

época creí leyenda, sobre el preciofijado por el emperador Carlos a loscaballeros de San Juan paracederles la soberanía de la isla deMalta, plaza adelantada en laguerra contra el turco: un halcón alaño, joven y adiestrado, entregadoinvariablemente el día de Todos losSantos a su representante, el virreyde Sicilia.

El halcón en cuestión era unperegrino adulto macizo, fuerte,desafiante, con el pecho alto y losdedos largos y terminados en uñascomo estiletes. El dorso era color

gris azulado, la cabeza y la nucaoscuras, la garganta y el pechoblancos, así como el vientrecubierto de listas horizontales delmismo tono que la espalda. Llevabaademás una caperuza hecha por unvirtuoso, con un elaborado penachode plumas rojas. En realidad, todoslos arneses del halcón eranhermosos: las pihuelas rematadascon flecos, los finos cascabeles deplata… Era un animal magnífico,sin comparación con los que llevabaLemos en el puño.

Osuna alzó el brazo para que

todos lo pudiéramos contemplar ypaseó la vista sobre nosotros.Cuando llegó a mí, entrecerró unpoco los ojos y disimuló unasonrisa bajo la cicatriz de la mejilla.Noté que me había reconocido,supongo que me recordó de lanoche en la venta.

Una bandada de sisones pasósobre nosotros y fue a posarsedetrás de unas carrascas. El sisón esun pájaro de pecho blanco, grande,fuerte, de tamaño similar alperegrino. Tiene además un vuelopotente que tiende a subir y ganar

altura en vez de esconderse en elsuelo, lo que hace de su caza conhalcón un espectáculo digno decontemplar.

Osuna retiró la caperuza de subaharí, que cabeceó dos veces y nosmiró a todos desconcertado, soltólas pihuelas y alzó el puño. Elanimal saltó batiendo las alas agran velocidad y empezó a ganaraltura haciendo círculos sobrenuestras cabezas. Osuna locontempló orgulloso mirándonosde reojo para comprobar quenosotros también lo seguíamos.

Cuando era casi un punto negro enel cielo, ordenó a su lacayo soltar latraílla de los perros y picó espuelas.Salieron los tres al galope haciadonde habíamos visto posarse a lossisones, arrastrándonos a todos enla carrera. Antes de llegarretuvieron los caballos y los perrosdesaparecieron enloquecidos traslas breñas. Al instante, la bandadade sisones alzó el vuelo emitiendoun ronco cacareo y batiendo alasfrenéticamente. Empezaron a ganaraltura. Nuestras miradas se fijaronentonces en el halcón, que había

seguido nuestra carrera perdido enel cielo inmenso. Los perrossaltaban inútilmente ladrando a lossisones, que parecían burlarse desu torpeza. De pronto, el puntonegro en que se había convertido elhalcón se detuvo en el aire e inicióun picado a una velocidadendiablada. Los sisones seguíanganando altura en un bandoapretado hasta que el cazadorimpactó con uno de ellos. Todosgritamos al ver el lance. Lacuchillada fue decisiva, el bando sedispersó aterrorizado en todas

direcciones y el herido cayó dandovueltas con las alas abiertas,aunque inmóviles. En el trayectohasta el suelo, el halcón aún tuvotiempo de hacer un nuevo giro y devolver a engancharse a su presapara caer con ella.

Todos salimos de nuevo algalope para encontrarnos con elperegrino, que nos aguardaba conmirada desafiante, una garra en elsuelo y la otra aferrada al pecho delsisón muerto. El siciliano seapresuró a atar a los perros, que sehabían tumbado a un par de varas

de distancia y lo contemplaban conarrobo. La presa estaba con lacabeza casi arrancada de cuajo; lacuchillada del primer impactohabía sido de una precisiónimplacable.

Osuna bajó del caballo y seacercó despacio llamando al pájaroque, obediente, saltó a su puñosacando pecho. Levantó entoncesdon Pedro el cadáver del sisón, noslo mostró con una sonrisa detriunfo y lo sujetó por el cuello demodo que los restos de la cabezacolgaban entre el índice y el pulgar

de su mano enguantada. El halcónempezó a cebarse en el pecho de suvíctima con un hambre irresistible.Todos miramos en silencio, tan sólose oían los pequeños chasquidos decuando el peregrino quebrabaalgún hueso con el pico.

—Muy bien —dijo Osunacuando juzgó que su campeónhabía comido bastante—, veamoscómo cazan los suyos, don Pedro.

Lemos fue a retirar lacaperuza del macho de la copla,pero Pallache lo detuvo.

—No, no —dijo el judío conurgencia—. Estos animales no estánadiestrados para cazar pajarillos.

No creo que su intenciónfuera despreciar al halcón deOsuna; sería ridículo pensarlo,acabábamos de verlo actuar, perosonó raro.

—¿Qué entonces?

Pallache miró al cielo y actoseguido dio orden a su ayudante deque liberara al águila.

No sin esfuerzo, el joven lahizo pasar a su puño desde el arnés

fijado a la silla del caballo y le retiróla caperuza, que parecía elpapahigo de un niño. La rapazabrió el pico y proyectó fuera lalengua en señal de desafío. Elmuchacho la impulsó con el brazo,y el águila inició un vuelo vigorosoy ascendente, giró dos veces sobrenuestras cabezas y luego empezó aalejarse batiendo a tramos despaciolas alas y planeando otros encírculos cada vez más amplios.Cuando hizo su primer giro mepareció que las plumas del extremode sus alas se movían como dedos

sobre las teclas de un clavicordio.Cuando el águila hubo ganadosuficiente altura, Pallache volvió ahablar:

—Adelante, don Pedro —dijoa Lemos—. Suelte ahora loshalcones.

Lemos retiró las caperuzas,alzó el puño y para nuestrasorpresa ambos pájaros saltaron alunísono y se dirigieron comoflechas hacia la gran rapaz, quemantuvo su vuelo inalterable. Eláguila los dejó acercarse sinninguna muestra de temor; nada en

su naturaleza le podía avisar de queaquel par de pequeños pudieransuponer ninguna amenaza. Sinembargo, los halcones superaronsin dificultad su altitud y de prontole cayeron encima como dos mazosde madera. El primero se agarró asu cuello y cabeza, lo que la hizogirar sobre sí misma evitando lapresa del segundo que caía sobre suespalda, pero que no falló en elsegundo intento. El águila siguióvolando casi un cuarto de millajineteada por los halcones y connosotros galopando por abajo sin

acabar de creer que estuviéramospresenciando semejante lance. Porfin cayó al suelo. Los hombres dePallache llegaron rápidamente,saltaron de los caballos yempezaron a gritar para distraer ala enorme rapaz que, histérica, nosmiraba con ojos desorbitadosmientras luchaba para quitarse deencima a sus agresivos atacantes.Uno de los lacayos de Pallache sepuso frente a ella para distraerlamientras el otro se acercó rápidopor detrás y la degolló de uncertero golpe de puñal.

—Llámelos, don Pedro. Llamea sus halcones —dijo Pallache, ydon Pedro, asombrado aún por loque acabábamos de presenciar, lesofreció el puño sin decir palabra.

Los pájaros saltaron hasta éljugando y empujándose parahacerse sitio.

El joven halconero del judíoabrió entonces el pecho del águila,le sacó el corazón y se lo metió aLemos en el puño para quepremiara a los cazadores. Los dossacres empezaron a comer con unafiereza que contagió de orgullo a su

nuevo amo.

Osuna había observado todoel lance sin despegar los labios.

—¿Qué le ha parecido? —preguntó discretamente donCarlos.

Osuna tardó en responder,aún hipnotizado con los halconesdevorando el corazón del águila.

—Esto…, esto… es contranatura. Los halcones deben temer alas águilas. Y más si son reales. Yusted, don Pedro, debería tenercuidado con estas cosas. No creo

que le haga muy popular el hechode poseer dos pájaros vulgares quepueden derrotar a un águila real.

—No lo malinterprete, señorduque —intervino Pallache, queparecía disfrutar con eldesconcierto de Osuna—. En Persiase entrena a los halcones sacrespara cazar todo tipo de animales:gacelas, onagros, águilas…

—Pues no debería haberlossacado de Persia. Si fueran míos —dijo dirigiéndose a Lemos—, lesarrancaría la cabeza ahora mismo.

Y dicho esto, picó espuelas ydesapareció seguido de sussicilianos.

Cuando divisamos los restosdel castillo de Miranda en lo altodel monte nos separarnos todos. Elencuentro había cumplido sucometido y tampoco eraconveniente dar que hablar a todala Corte, aunque seguro que a esasalturas ya circularía algún bulosobre halcones asesinos de reyes.

Cruzamos por separado elpuente del Ebro y la gran plaza delas Fuentes, Lemos camino de la

casa de Marín López de Puelles,donde paraban Uceda y la reina deFrancia, y yo a la de Juan Núñez deVega, uno de los mayoresmercaderes de lanas y paños deCastilla, que es donde teníaprevisto pasar la nocheSieteiglesias.

Reconocí en su almacén, queestaba pegado a la vivienda, laspilas de balas de lana «floreta» conla garza y el pez en la boca que vipreparándose en los lavaderos deBurgos y que nos habíanacompañado en el viaje, y no me

sorprendió saber que en aquelmomento con el marqués estabanreunidos su anfitrión y don Martínde Armayona, agente de aduanasde Vitoria. No había que ser muylisto para saber qué se trataba allí,seguramente la comisión que sellevaría el aduanero por considerarel cargamento de lana como partede la comitiva real que estabaexenta del pago de aranceles. No ledi mucha importancia. Por lo queya iba sabiendo a esas alturas de losnegocios del marqués, aquello eranminucias.

Estaba tan cansado que, encomparación con la posada deBriviesca y la casita de labradoresde Pancorbo, el camastro limpioque me asignaron en el desván mepareció maravilloso. Nadie me dijonada; ni se habían fijado en miausencia durante casi todo el día nidon Rodrigo había preguntado pormí, así que no tenía ningún motivopara estar nervioso o inseguro. Sinembargo, cuando me acosté sobreel lecho de paja me abracé lasrodillas contra el pecho como sifuera una redoma de vidrio.

29 de octubre,de Miranda de Ebro a Vitoria

Nuestro siguiente destino era laciudad de Vitoria, y aunque el

ambiente general era alegre porqueestaba previsto pasar allí un día dedescanso, a Calderón se le veíasilencioso y retraído. A pesar de losucedido en Briviesca, yo diría queera la primera vez que lo veíapreocupado, pero en modo algunoachaqué ese estado a la reunión deldía anterior con Armayona y NúñezVega. Más bien supuse que podíaestar relacionado con la condesa deCameros, porque entre las cartasque tuve que despachar esa mañanaantes de salir había una dandoorden a Tadeo Amézquita de

comprar la parte del São Cristóvãoque Micaela había puesto a la venta.Daba vértigo estar situado en el ojodel huracán, verlo todo y seguirimpávido como si nada me afectase,pero así era; son esas situacionesque cuentas y nadie cree, casos quede suceder en una comediapensarías que la imaginación delautor ha ido demasiado lejos. Norecordaba que a Guzmán deAlfarache, ni a Marcos de Obregónni a la pícara Justina les hubierasucedido nada parecido. La verdades que a ellos les pasaban cosas

peores.

Cinco leguas separan Mirandade Vitoria; no son muchas, perodespués de cruzar el río Zadorra lacaravana se estiró y se fueronabriendo espacios más o menosgrandes entre cada grupo. Ladiferencia de llegada entre unos yotros habría sido de horas de no serporque, a la entrada de Álava, lacabeza de la comitiva se vioobligada a detenerse por latestarudez de don Diego deMendoza. El caballero habíaformado un escuadrón de

cuatrocientos hombres con el quepretendía hacerse cargo de lacustodia de la reina de Francia a supaso por Álava, cosa a la que seopusieron las Guardias Española yAlemana. Calderón y Camarasahabían tenido que unir fuerzas parahacer prevalecer sus derechos sobrelos de cualquier tropa regular.

Cuando todo estuvoarreglado, reemprendieron lamarcha con la reina montada en unprecioso caballo frisón colorcastaño con las crines negras,ataviado con gualdrapas de

terciopelo de varios colores ybordados con oro, plata y piedraspreciosas. Los arzones de la sillaeran de plata, al igual que losestribos y el resto de los arreos. Unenorme palio les cubría a ella y alduque de Uceda, que caminaba a sulado dándole escolta. En cuantopasaron junto al escuadrón deMendoza, los hombres alzaron losmosquetes al cielo y dispararon unasalva de saludo que resonó en todoel valle.

La ciudad entera parecía defiesta, salvo por los aduaneros del

puerto seco de Castilla, que nosobservaban desde su covachuela enla puerta de la muralla. Los pobresdesgraciados se mordían los puñosal ver pasar semejante caudal antesus ojos sin poder meterle mano, yes que cuesta cambiar de hábitoscuando uno ha hecho de laextorsión y el abuso el pan suyo decada día. Se veía que echaban demenos las alabanzas y las propinasy lo entiendo, nadie tiene queexplicarme nada, siempre he sabidocuáles son los mecanismos quehacen funcionar la máquina del

Estado y que son a la vez su propiocáncer. Un reino sobrevive con lacúpula del poder corrompida;siempre lo está, si no es Lerma yCalderón serán Aliaga y Uceda,besugo o bacalao, pero cuando elpueblo participa de su juego es queha perdido la esperanza, que es elmotor de todas las repúblicas. Sirvayo mismo de ejemplo; meruborizaba echar cuentas deldinero que había ingresado elúltimo mes y recordar de dóndehabía salido, pero lo cierto es queno había devuelto ni un ardite.

La reina se instaló en elpalacio de Escoriaza, junto a susdamas y al duque de Uceda, y yome apresuré a llegar a la casa deSieteiglesias porque por la mañanano me había dado tiempo de acabarcon todo el correo pendiente y meinteresaba ver si había algunanovedad más en relación a Micaelao su plata.

Tanta prisa para nada.

—Isidoro, por favor, venga unmomento —dijo Gil Blas en cuantome vio aparecer.

No me dio tiempo ni adescargar la mula. Ordenó a unmuchacho de los que acarreaban lascosas del marqués que se hicieracargo de ella un momento y mecondujo a un aparte en el mismopatio de la casa. Alrededor denosotros fluía el caos; grupos delacayos entraban, salían ymontaban camas y muebles sinorden aparente.

—No voy a andarme conrodeos —dijo muy serio—. Tengoorden del amo de despedirle. Losiento.

No supe qué decir. Intentérecordar si alguien me había vistocuriosear entre los papeles delmarqués, si me habrían seguidocuando estaba con Carrillo oLemos, si Antonio Espinar sehabría ido de la lengua, y empecé adescartar posibles informantes deCalderón que le hubieran habladode mí: López Madera, el duque deOsuna, Micaela …

—¿Puedo saber por qué?

—Supongo que tiene derecho—murmuró como si al responder ami pregunta contraviniera alguna

orden—. Alguien le ha ido almarqués con el cuento de que lovieron en el lupanar de Burgos…

¡Mierda!, pensé. Debieron deverme cuando estaba con Donahue,así que puede que sepa que yoestaba enterado de la existencia delpliego de cordel atacando a Lermaantes de que lo publicaran, o quehaya adivinado el truco del que meserví para arrancarle la carta derecomendación a Espinar… Sentíque el miedo me invadía como unatintura, algo que me impregnabalos miembros y me entumecía el

cerebro. La boca se me quedó secade golpe. Una sensaciónfrancamente desagradable, que porsuerte fue seguida de un alivioabsoluto.

—El marqués aborrece a lasputas. Compréndalo, es un hombremuy religioso y tiene dos hijospequeños.

Respiré hondo. No me lopodía creer. Aquel miserable quehabía elevado la extorsión y elsoborno a la categoría de arte meconsideraba un pecador irredento yun mal ejemplo para sus hijos.

Ahora entendía por qué suescritorio estaba poblado deaquella curiosa colección de tiposraros; el marqués debía de creerque estaban fuera de toda sospechaen lo referente a los pecados de lacarne.

—¿Eso lo dice quien especulacon los donativos a losmonasterios?

Gil Blas me taladró con lamirada.

—Cuidado, Isidoro, y olvidetodo lo que ha visto aquí.

Asentí mordiéndome el labio.

—Esto es para usted —dijoentregándome una bolsa condinero—. Y también puedequedarse con la mula.

Miré a la cara a Gil Blas y vique realmente sentía mi partida.Era un buen tipo, podríamos haberllegado a ser buenos amigos.

—No se preocupe —le dije entono cordial—, saldré adelante.

—De eso estoy seguro. Nocreo que nadie haya servido a másamos que yo —comentó con una

sonrisa.

Resuelto el despido, nuestrarelación parecía haber vuelto a suscauces habituales. Era extraña lacorriente de simpatía que fluíaentre nosotros considerando que nohabíamos vivido nada que nosuniera especialmente, pero así era.

—Es usted muy joven paradecir eso.

Gil Blas me palmeó unhombro y se acercó parasusurrarme a la oreja:

—Pero he rodado mucho.

Imagínese que empecé sirviendo auna partida de bandoleros.

Lo miré con incredulidad.

—No es mala escuela. ¿Dedónde es usted?

—De Santillana del Mar, unpueblecito montañés.

—Ha recorrido un largocamino.

—Y tanto. Después de losbandoleros serví a licenciados,médicos, hidalgos, a más de unpetimetre como ese marquesito dePeñafiel, a comediantas, a

jovencitas herederas y caprichosas,a aristócratas y hasta al arzobispode Granada.

—¿Al arzobispo?

—Me dejé las pestañascorrigiendo y pasando a limpio sushomilías.

—¿Y por qué abandonó unacolocación tan buena?

—Porque para llegar aarzobispo hay que nacer bien ytener mucho orgullo. ¡Puaj! No mehaga recordar.

—Y ahora sirve a don Rodrigo

Calderón. Menuda historia.

—No diga más, don Isidoro.Si alguien escribe alguna vez elrelato de mi vida, sólo espero queolvide esta parte.

Nos abrazamos sabiendo quelo más probable era que no nosvolviéramos a ver. Luego susobligaciones lo reclamaron en elpiso superior donde montaban eldormitorio del marqués y yo meentretuve en el zaguán con elarriero que llevaba los baúles con laropa de los criados para devolver lalibrea de la Casa Real. En un

momento de lucidez, yaprovechando que aún no se habíacorrido la voz de que el marquésme había echado, la cambié por unamás pequeña y me largué conviento fresco.

Paseé un rato bajo las copasde los árboles que crecían en lasespaciosas calles de la ciudad hastaque fui a dar a la plaza principal.Me senté en el brocal de unaespaciosa fuente desde donde seveía la cárcel y un par de conventos.Ajeno al bullicioso trajín que merodeaba, pensé con calma en mi

situación, en el hecho de estar en lacalle de nuevo sin amo o, mejordicho, con uno incómodo para elque ya no era de ninguna utilidad,pero con dinero, con mucho dineroademás de una mula y sus arreos,que la silla también era buena. Erael momento de decidir entre dejarlotodo y regresar a Madrid abuscarme la vida como antes deconocer a Micaela, o seguir adelantey llegar a los puertos del norte paraaveriguar qué abría la llave quellevaba colgando al cuello y todo loque pudiera sobre el contrabando y

la trata de esclavos. Para sersincero, deseché la primera opciónde inmediato. Aunque hacía casidos semanas que no veía a Micaela,el dolor de su pérdida no habíaremitido en absoluto y la esperanzade recobrarla era lo único que mehabía mantenido hasta el momentoy me daba fuerzas para seguiradelante. Puede que me estuvieraengañando, pero me obsesionaba laidea de que me había ocultado algoel día de nuestra despedida, ysentía que para acceder a esesecreto debía solucionar antes el

asunto de la plata. En cualquiercaso, el futuro pasaba por unadespedida previa de Carrillo paraquien, a pesar de todo, yconsiderando los pocos días quehabía estado infiltrado en la Casade Calderón, no creía haber hechoun mal trabajo. Sólo con losasuntos de los que yo había tenidoconocimiento ya tenía bastantepara someterlo a juicio, y en sumano estaba intervenir sus archivosy conseguir las pruebas.

No perdí mucho tiempo enensoñaciones. La realidad se

impuso recordándome que debíabuscar cama en una ciudadatestada. Pese a contar con unaventaja a mi favor, el dinero, podíano ser suficiente. En aquelmomento la ciudad estaba llena degente con plata, así que no estaríade más un poco de influencia.Recorrí las tascas en torno a la Casade Sieteiglesias en busca delpequeño Mauricio, y cuando loencontré le puse al tanto en dospalabras de nuestra nuevasituación, le di la pequeña libreaque me había agenciado y una

bolsa de monedas y lo envié a laposada del Portalón, al pie de lamuralla, con orden de tomar unahabitación en nombre del rey y que,en cuanto se la diesen, se encerraraen ella y no abriera a nadie hastaque yo llegase.

El muchacho se lavó lasmanos, el cuello y las orejas en uncubo de agua y vistió la librea condignidad de arcediano. Luego, envez de correr, se fue andando con laespalda muy recta y el gesto adusto.Los zapatones descomponían unpoco la figura, pero la plata actuaría

de lente correctora para cualquieraque lo mirase con sospecha. Cadadía estaba más orgulloso de él.

Entretanto me fui a casa deMicaela como un perro sin dueño.Ahora que estaba otra vez en lacalle tenía urgencia de saber cómole iba, si se encontraba bien, si sehabía acomodado al plan de viajeprevisto, si también me echaba demenos.

La condesa estaba instalada

en la casa que llamaban delCordón, porque tenía un cordónfranciscano adornando las jambasde una de sus portadas de un estiloparecido al del palacio delCondestable de Burgos. Llamé a lapuerta más pequeña con discreciónpara no alertar a la casa de lallegada de un extraño, aunque aGermán no le ahorré el susto. Encuanto me vio abrió los ojos y estiróel cuello.

—¡Don Izidodo!

—¿Cómo sigues, Germán?¿Aún se da asilo en esta casa a un

peregrino?

—A un pedegdino zí, donIzidodo, pero uzté…

—Quita, coño, que contigo nohay quien haga carrera —le dijeechándole a un lado para colarmehasta la cocina.

—Pedo don Izidodo…

—Tira para dentro e invítamea un vino. ¿Está María?

No esperé su respuesta;atravesé el zaguán y me fui directoa la cocina donde se oía el clásicoajetreo. Según mis planes, María

debía hacerse cargo de la casa losdías de descanso en Vitoria y, enefecto, allí estaba con susayudantes habituales.

—¡María! —exclamé concariño, como si hiciera años que nola veía.

—¡Don Isidoro! —correspondió ella dejando sobre lamesa el cazo con el que se iba aponer a trabajar. Sin pensarlo dosveces, se acercó a mí con decisión yme plantó dos besos en las mejillas.No me lo esperaba, pero me gustó.En la calle hacía tanto frío que

agradecí en el corazón aquel calorhumano—. Ya era hora de queviniera a visitarnos. ¿Qué ha sidode su vida?

—Nada especial, María, me lavoy ganando como puedo.

—Ande, entre y siéntese unpoco que le voy a sacar algo decomer. No trae buena cara, ¿estáenfermo?

—Cansado nada más. No sepreocupe.

—Pero siéntese, siéntese.

Miré alrededor con

prevención. Las muchachassiguieron a sus tareas como si nada.

—Mejor me quedo de pie, porsi acaso. No quiero causarleproblemas. Y de verdad, no semoleste, que tengo que irmecorriendo.

En ese momento oímos ruidoen el techo, pasos de un lado paraotro, crujidos en la madera. Sentíque se me encogía el corazón. Maríatambién lo notó.

—No tenga cuidado, que aquínunca baja nadie —dijo, y al

instante sirvió un cuenco delentejas estofadas de la olla quecolgaba de una cadena junto alhogar y lo puso en el extremo de lamesa. Yo ocupé el sitio, sumiso.

—¿Cómo siguen las cosas? —pregunté fingiendo indiferencia.

María echó en el cazo lapechuga de gallina cocida ydeshilachada que tenía en un platoy le añadió medio cuartillo de lecheantes de ponerse a mi lado dandovueltas a la masa con un cucharónde madera.

—Esto sigue siendo un circo.Primero hacían cola los que queríanllevarse al muerto, y ahora la hacenlos que quieren quedarse con laviva.

—¿Muchos pretendientes? —pregunté con un pellizco en lastripas.

—¿Muchos, dice? ¡Por Dios!No sabía yo que en Europaquedaran tantos solteros. ¿Es queno ha habido tantas guerras comocuentan?… Para mí que los hay quematan a sus esposas para pretendera la condesa.

Me alivió un poco ver queMaría se burlaba de la situación,aunque era difícil discernir hastaqué punto exageraba.

—¿Algún favorito?

Antes de contestar, Maríaincorporó a la masa una libra deharina de arroz y otro chorro deleche.

—Ninguno como usted, donIsidoro —dijo muy seria. Me quedéhelado, creo que se me paró elcorazón—. Aún sigue sin secretario—añadió guiñándome un ojo.

No sé por qué camino sefueron las lentejas, pero acabaronsaliéndome por la nariz como aLópez Madera. Por poco me ahogo.Cuando recuperé el resuello, optépor hacer como si no hubiera oídonada.

—¿Y ella cómo está? —meatreví por fin a preguntar.

María añadió un chorro másde leche y siguió como ausentebatiendo la masa. Dudé que mehubiera oído. Pensé repetir lapregunta pero en ese momentoparecía concentrada en añadir la

cantidad correcta de sal y azúcar ala masa y de colocarla sobre elfuego con el punto justo de calorpara que fuera cuajando muydespacio antes del batido final.Cuando estuvo satisfecha llamó auna de las pinches y le puso elcucharón en la mano. Luego volviójunto a mí.

—La verdad —susurró—, nohay quien la aguante. Las criadasdicen que nunca la habían visto así.Está irascible, se enfada porcualquier cosa y los ratos en que nohay pretendientes visitándola los

pasa encerrada en su habitación sinhablar con nadie y dicen que, aveces, la oyen llorar.

Noté la mirada de Maríaclavada en mí, así que debió de verel dolor que me causaban suspalabras. Estaba claro que aúnquería a la condesa; su desgracia nome provocaba ninguna satisfacción.La mujer posó una mano sobre mibrazo y la mantuvo unos segundos.Me pregunté cuánto sabría de mihistoria de amor, seguro que todo ocasi todo, algo así era difícil deocultar entre tanta gente. La

felicidad que había disfrutado elúltimo año se me antojó entoncestan luminosa que me parecióridículo haber creído que pasabainadvertida. Seguro que hastaCherinos y Escalante estaban altanto cuando nos dieron el sustoaporreando la puerta en el palaciode Burgos. Hijos de puta.

No sabía qué decir, pero porsuerte aquel momento de intimidadse vio interrumpido por la llegadade Lluïsa, que bajaba a preguntarpor la cena. Fue verme y llevarse lasmanos a la boca para ahogar un

grito, que de pronto se convirtió ensollozo. A la misma velocidad sedio la vuelta y desapareció. Yo mepuse en pie de un salto, alarmadopor una reacción tan rara y excesiva,pero me quedé ahí plantado sinsaber qué hacer.

—Será mejor que se vaya, donIsidoro. Y no se preocupe porLluïsa, es una muchacha muysensible. Yo me hago cargo.

¿Sensible? ¿Qué podía haberhecho yo que le afectara de esemodo? Sea lo que fuera no eramomento de andar con preguntas,

así que asentí y me fui con máspesar del que tenía cuando llegué.

Salí a la calle aturdido y mequedé un momento dudando quécamino seguir. Para llegar alPortalón lo lógico habría sidocontinuar por la calle Cuchilleríaadelante y salir por detrás de lacatedral, pero vi venir hacia mí a lapareja de la ronda del fuegollamando a todas las puertas ydecidí dar un rodeo por el palacio

de Montehermoso. Un poco másabajo me llamó la atención elrevuelo que se había formadodelante del palacio de Escoriaza, elque ocupaban la reina de Francia yel duque de Uceda. Piquetes de lasGuardias Española y Alemanacortaban la calle, y el patiodelantero estaba lleno deluminarias, guardias, jinetes,caballos y alcaldes de Casa y Corteque se movían inquietos de un ladoa otro. Entre ellos distinguí a LópezMadera. Era evidente que algogordo pasaba, pero a pesar de la

confusión reinante todo el mundoparecía tranquilo.

—¡Don José! —grité desde lacalle.

López Madera alzó la manopara protegerse los ojos del titilarde la antorcha, me vio y se acercódespacio, arrastrando las botas.

—¿Ocurre algo? —pregunté.

El alcalde se recolocó elsombrero para que el ala lo librasede la luz.

—Nada —respondió muyserio—. Que ha vuelto el rey.

—¿El rey? Pero ¿no tenía quequedarse en Burgos?

López Madera se encogió dehombros. La vuelta del rey estaballena de consecuencias políticas:por una parte significaba que seapartaba de Lerma, que se habíaquedado en Burgos presuntamenteenfermo, y se acercaba a Uceda; ypor otra era un desafío al acuerdofirmado con los franceses en el cualse especificaba que los reyes nodebían sobrepasar Burgos yBurdeos, respectivamente. Me fijéen que el alcalde tenía los ojos un

poco inflamados, y alrededor de lapupila se le veía un aro rojo.

—Lo que se oye es que echade menos a su hija, y dicen quepiensa acompañarla hasta el final.

—¿Y los franceses? ¿Quédicen los franceses?

—Ni idea. ¿Y usted qué hacepor aquí?

—Sieteiglesias me ha echado.Carrillo aún no lo sabe, tengo queenviarle una nota.

López Madera no hizopreguntas. Asintió en silencio y se

acarició los ojos con la mano libre.

—¿Le duelen?

—Duelen, y con esta luz lo veotodo borroso —murmuró—. Austed lo he reconocido por la voz. Alo mejor lo contrato yo de lazarillo.

Sonreí.

—Eso creo que lo sabría hacer.

Se volvió para regresar alpatio del palacio, pero se detuvopara darme otra vez la cara.

—Por cierto, he recibido larespuesta a la pregunta que me

hizo.

—¿Cuál? —preguntédesorientado.

—Sobre el juicio deAmézquita. De Tadeo Amézquita.Al parecer lo acusaron decontrabando y falsificación demoneda. Un asunto feo.

—¡De falsificación! —exclamé.Eso era aún más grave que elcontrabando.

—El asunto se sobreseyó yquedó libre.

—¿Se sobreseyó? ¿Qué quiere

decir?

—Que no hubo pruebas o quelos testigos se echaron para atrás.

—¿Quién fue el juez?

—Don Enrique Horcajo.

Don Enrique Horcajo. Conocíaa don Enrique Horcajo, era el juezchistoso que vi en Casa deCalderón, el de las tetas de lasgallinas, una gracia que ya era viejacuando nació don Pelayo. Otropequeño eslabón de la cadena denegocios de Sieteiglesias. Llegadoel momento, aquello también

podría interesarle a Carrillo, peroantes tenía que ver cómo desligar aMicaela.

Llegué por fin a la posada delPortalón, que está al pie de lacatedral, junto a la entrada delcamino del norte y cerca de dondedormían los reyes. El jovenMauricio me franqueó la puerta yesperó mordisqueando unmendrugo de pan a que yoescribiera la nota a Carrillo

informándole de la nueva situación.El chico dejó la librea sobre untaburete y fue a entregar la cartacon el aspecto desastrado que lepermitía pasar desapercibido entrela masa de mendigos que llenabanla ciudad.

30 de octubre,Vitoria

¡Isidoro Montemayor! ¡IsidoroMontemayor!

Era temprano para vocear por lospasillos, y más mi nombre, así queentorné la puerta de la cámara ycon la vizcaína en una manopregunté:

—¿Quién lo llama?

El hombre hizo volar la capaal girarse y se acercó a mí sintemor. Antes de que hablara yasabía quién lo enviaba: ropilla,jubón y capa negros, calzas rojas.

—¿Don Isidoro Montemayor?

Asentí en silencio.

—El conde de Lemos me envía

a buscarlo.

—¿A buscarme? ¿Para qué?

—No lo sé, señor. Él se lo dirá.

Cerré la puerta. Tranquilicécon un gesto a Mauricio, guardé elpuñal y me lavé la cara con losrestos de agua que quedaban en lajofaina. Una vez vestido le dije almuchacho que vaciara los orinales yesperara mi regreso en el cuarto.Aún hice esperar a mi escolta unosminutos mientras apuraba de pieun vaso de orujo y un trozo dequeso con pan, y luego lo seguí

hasta la torre de los Anda. Dichatorre era una casona que vigilaba elacceso norte de la ciudad a los piesde la catedral, una especie deatalaya en primera línea de defensa.Puede que Lemos la viera como unsímbolo cuando aceptó alojarse enella, porque las cámaras eranhúmedas y oscuras, la escaleraestrecha y andaba más bien escasade comodidades.

En el trayecto procuré nopensar en nada, pero no dejé palosin tocar. Sobre todo di vueltas a lascausas probables de aquella cita,

empezando con que Lemos fueramensajero de Carrillo, o quehubiera nuevas consecuencias delpliego de cordel editado contraLerma o, en el mejor de los casos,que el conde ya dispusiera de unarespuesta para la oferta de CarlosPallache por la biblioteca de MuleyZidán. De Lemos se podía esperarcualquier cosa. El conde era unexcéntrico, uno de esos casos rarosde aristócrata amante del trabajoque despachaba acicalado y vestidode calle desde primera hora de lamañana. Personalmente, pienso

que cuantas más horas pasedurmiendo esa gente con tantopoder, mejor.

—Buenos días, Isidoro.Adelante, siéntese. ¿Hadesayunado?

Lemos olía bien, y mereprendí por acercarme a él enexceso para identificar el agradablearoma que exhalaba. Yo diría quesu ropa estaba sahumada conespliego y asperjada con whiskyirlandés.

—Ya he comido algo, gracias.

Don Pedro continuóescribiendo en silencio un par deminutos y luego arrojó la plumasobre la mesa, metió los papeles enuna carpeta y se quedó mirándome.Los dedos de su mano derechaestaban tiznados como los de unpoeta y las uñas, infiltradas de tintanegra.

—Don Fernando me hacontado que ya no trabaja para elmarqués de Sieteiglesias —dijo, ydejó pasar unos segundos por si yotenía algo que añadir al respecto. Alno ser así, continuó—: Tal vez le

interese un nuevo empleo.

Me retrepé en la silla y estiréla espalda. En otras circunstanciasme habría sentido halagado, peroen aquel momento no me parecíaoportuno ponerme a trabajar en laCasa de Lemos un día después deser despedido de la de don RodrigoCalderón. Don Rodrigo no dejaríade notarlo, y podía estar seguro deque me traería problemas.

—No digo ahora, claro —añadió don Pedro, que pareció leermi mente—. Aunque necesito queme haga un par de servicios, que

por supuesto recompensaré comomerecen.

—Usted dirá —dije sin muchaconvicción.

—Lo primero es que vaya demi parte a ver al judío Pallache y lediga que Su Majestad acepta laoferta del sultán por la bibliotecade Castelane. —En cuanto oí quedeclaraba propietario de labiblioteca al corsario francés yaimaginé que no habría trato—.Siempre y cuando devuelva lalibertad a todos los súbditos de SuMajestad que estén ahora cautivos

en los presidios de Marruecos.

—¿Todos? —preguntésobresaltado—. Eso es imposible.

—Usted dígaselo así. Yaclárele que Su Majestad no hacediferencia de nación entre sussúbditos y que ese «todos» incluyeespañoles, italianos, alemanes yflamencos.

Don Pedro me miró con unasonrisa.

Ambos sabíamos que eso eraun no rotundo, para qué darle másvueltas.

—Muy bien —acepté—, esopuedo hacerlo.

—Lo otro que quiero pedirlees que me acompañe ahora a ver alembajador francés. Por lo que mecuenta está un poco enfermo ytenemos asuntos importantes quetratar.

—¿Qué puedo hacer yo…? —protesté. No me gustaba que unaristócrata me metiera de rondón ya ciegas en un encuentro.

—Don Nöel es hombre aquien le gusta mucho la literatura.

Es un gran lector y usted, Isidoro,conoce bastante bien ese mundillo.

—Me honra, excelencia,aunque creo que nadie mejor queusted.

—Tonterías. Intuyo que mevendrá bien su compañía.¡Filiberto!

—¿Señor? —respondió elenano asomando por detrás de lacortina de la puerta.

—Que preparen la litera —ordenó, y luego añadió para mí—:Están al lado, pero iremos tapados

de puerta a puerta. Es mejor quenadie le vea salir conmigo.

Agradecí el detalle, aunque aesas alturas toda precaución erainsuficiente. Tenía que andarmecon ocho ojos porque ya no podíaestar seguro de quién sabía qué.

Partimos en la litera con lascortinas bajadas hacia el bellísimopalacio de Montehermoso, dondeestaba instalada la embajadafrancesa. Era evidente que el señorduque de Uceda quería agasajar asus invitados de honor, porquedespués del de Escoriaza no había

en Vitoria palacio más bello. En eltrayecto, aprovechando laintimidad de la estrecha litera,Lemos me hizo su primer y únicocomentario sobre lo sucedido en losúltimos días con el duque deLerma.

—¿Tenía idea Calderón dedónde procedía el ataque a Lerma?

Supuse que se refería al pliegode cordel con el famoso grabado.

—Creo que no —respondísinceramente, y luego decidíhacerle a don Pedro un regalito—.

Pero don Rodrigo ha empezado aenviar regalos al duque de Uceda ya fray Luis de Aliaga.

Lemos palideció.

—No le ha gustado nada queLerma desapareciese —aclaré—, nique haya pedido el capelo decardenal.

Lemos se mordió el labioinferior. Pasados unos segundos,comentó:

—Puede que haya cometidoerrores, nadie está libre de eso,pero Lerma es un buen hombre.

¿Por qué si no iba a cargar con elpatrocinio de cuatro conventos ysostener la iglesia parroquial de suseñorío con treinta y tantosempleados?

Fui a responder que, en mihumilde opinión, era porque teníamala conciencia y temía por sualma, y que prefería no quedarenteramente a merced del cariño desus herederos —visto el trato quesu hijo le daba en vida, hacía bienen ir adelantando el óbolo siesperaba dejar alguna vez elpurgatorio—, pero no habría sido

una respuesta bien recibida, así queme limité a encogerme de hombros.

En la puerta del palacio deMontehermoso nos esperaba unjoven gentilhombre de la GuardiaFrancesa que se presentó comoJean-Armand de Peyrer, señor deTréville. Su aspecto era chocante:llevaba la gorguera sin almidonar yel pelo de longitud desigual con ellado izquierdo más corto y lacrencha del derecho trenzada yadornada con joyas. A su favor, diréque contaba con unos ojos oscurosde mirada inteligente y bondadosa,

lo que contrastaba con su aguerridoaspecto de soldado.

El señor de Tréville nosrecibió con cortesía y nos precediótaconeando con fiereza hasta la saladonde nos esperaba el señorembajador de Su Majestad LuisXIII de Francia, el caballero NöelBrûlart de Sillery, acompañado enesta ocasión por madameVéronique de Bodineau, a quienreconocí en el acto, y otro caballero.

—Señor conde de Lemos,bienvenido a mi casa, y gracias porhaber tenido la deferencia de

visitarme. Debería haber sido yo…

Nöel Brûlart de Sillery estabarecostado en una amplia sillafrailera rodeado de almohadones,con un cántaro de boca ancha en sulado izquierdo. Se veía que elhombre había hecho un esfuerzopara atender al conde de Lemos,pero llevaba el jubón mediodesabrochado y se había quitado elcuello. Estaba muy pálido. Sus ojoshinchados se intuían al fondo dedos ojeras que destacaban sobre lospómulos como brochazos verdes.En el aire perduraba el aroma ácido

de vómito reciente.

—Por favor, amigo mío, lasalud está antes que el protocolo —respondió Lemos tendiéndole lasmanos con valor.

Digo con valor porque sólo loshermanos de San Juan de Dioshacen voto de andar tocandoenfermos; para los demás resultauna práctica francamenteinnecesaria. Lo más que puedesconseguir es que te contagien unaire o un dolor, y al final acabasplegando por un causón sin dejarsiquiera que un médico se lleve su

escote. Por si acaso, yo me mantuvefirme un par de varas detrás delconde.

—Don Pedro, no sé si conocea madame Véronique de Bodineau,dama de la reina, y al conde deRochefort, mi asistente.

Por un lado de Lemos vi a laBodineau sentada al lado delembajador, y detrás al talRochefort, un hombre de unostreinta y cinco años, enjuto, de pelomuy negro y tez tan morena quehacía que destacara aún más sublanca dentadura. Al ser

presentado, el caballero se atusó sufino bigote y se inclinó ante elconde de Lemos.

—Señora. Caballero.

—Es un honor, don Pedro. Heoído hablar mucho de usted en lacámara de la reina.

—A mi madre, claro. Esperoque bien.

—La señora condesa viuda deLemos es una mujer… excepcional—dijo la Bodineau gesticulando conlas manos.

Creo que tanto Lemos como

yo tradujimos «excepcional» por«insoportable». Doña Catalina deSandoval tenía esa fama. Durantemuchos años había sido camareramayor de la reina disfrutando de unpoder absoluto; ventajas de serhermana y consuegra del valido delrey. Pero, desde que había tenidoque ceder espacio a las damasfrancesas que habían ido llegandopara hacerse cargo de la niña, sucarácter, ya de por sí fuerte, sehabía agriado de forma alarmante.

—Excepcional, sin duda —aceptó Lemos—. Espero que se

lleven bien.

—¡Oh!, sí, sí —dijo laBodineau sin quitarme ojo deencima—. Muy bien. Y estecaballero es…

—Discúlpenme —saltó Lemos—, me he tomado la libertad dehacerme acompañar por un viejoamigo, don Isidoro Montemayor.

—Señora. Caballeros —dijedando un paso al frente y haciendouna reverencia.

—Nos conocemos —dijoalegre la francesa—. Nos vimos en

casa de la condesa de Cameros.

Lemos me miró concuriosidad. Me di cuenta, aunquetoda mi atención estaba centradaen el vestido de la francesa, con suescote tan prometedor y esasmangas abullonadas rematadas conpuños de un blanco refulgente.

—En efecto, señora —reconocí—. Entonces ocupaba el puesto desecretario de doña Micaela.

—¿Ya no? Lo pasé muy bienen esa casa. Una merienda muyagradable.

Confié en que la Bodineau nosiguiera hablando de Ana y Luisade Mendoza y de fray Luis deAliaga; no sabía qué podía pensarLemos de aquello. Por suerte, elembajador interrumpió el hilo desus recuerdos.

—Le agradezco mucho loslibros que me envió, don Pedro.Son magníficos, aunque un pocodifíciles para mí. —El embajador semordió el labio inferior y entrecerrólos ojos como si hiciera un granesfuerzo—. «Era del año la estaciónflorida en que el mentido robador

de Europa (media luna las armas desu frente, y el sol todos los rayos desu pelo)…, luciente honor delcielo…»

—«En campos de zafiro paceestrellas» —le ayudó Lemos.

—¡Por Dios! Estoy perdiendola memoria, ya no puedo nirecordar unos versos.

—Muy hermosos —intervinoVéronique de Bodineau—, ¿cómo sellama ese poeta?

—Luis de Góngora.

—Góngora. Lo leeré si ustedes

lo tienen en tanto aprecio. Ydígame, don Pedro, ¿quiénes sonlos escritores españoles másreputados del momento?

Don Pedro se retorció laspuntas del bigote pensativo.

—Sin duda debo citar a Lopede Vega, a los hermanos Argensola,a Guillén de Castro, a Miguel deCervantes…

—¡Miguel de Cervantes! —gritó la francesa—. C’est magnifique!¿Lo conoce usted, don Pedro?

—Sí, claro. Un gran poeta.

Pero quien mejor lo conoce esIsidoro, que además participó en laedición de la primera parte delQuijote, ¿no es verdad?

—Tuve ese privilegio —dijedejándome llevar por el ambiente,aunque no creo que «privilegio»fuera la palabra adecuada paradescribir el caos que rodeó a aquelencargo—. Yo trabajaba entoncesen la librería de Robles y en laimprenta de Juan de la Cuesta.

—Es maravilloso, don Isidoro—volvió a hablar la Bodineau—,tiene que contarnos esa experiencia.

En Francia se tiene a Cervantes enmuy alta estima. Precisamente elaño pasado el maestro Oudintradujo las aventuras de El ingeniosohidalgo Don Quijote de la Mancha, yno se puede imaginar con qué éxito.

—Hombre, hay que tener encuenta que Cervantes no eraningún desconocido para loslectores franceses; ya se habíanpublicado antes La Galatea y lasNovelas ejemplares —puntualizó elembajador.

—¿Se refiere a César Oudin?—preguntó Lemos.

—El mismo —reconoció lafrancesa.

—¿No es secretario ytraductor del príncipe de Condé?

La sorpresa de Lemos eralógica, aunque como yo todavía noestaba al tanto de la políticafrancesa no lo entendí hastapasados unos días. Al conde lellamó la atención que un hombreque demostraba tanto amor por lohispánico como don César Oudintrabajara para un firme enemigo deEspaña como el príncipe de Condé.Fue el joven Tréville quien me

contó que el príncipe era la cabezade la revuelta que estabaconvulsionando Francia, cuyoprincipal objetivo era evitar laalianza con España y la boda del reycon Ana de Austria. Para elloCondé, que era ferviente católico,no había dudado en fraguar unaalianza entre los príncipes desangre y los hugonotesprotestantes, y estaba encondiciones de amenazar a laregente María de Médici y hasta dellevarse por delante la corona deljoven Luis. Pero ya llegaremos a

eso.

—En efecto —reconoció elembajador. Luego añadió en sudescargo—: Y también lo fue deEnrique IV.

—El Quijote se tradujo el añopasado —intervino el conde deRochefort—, pero algunas de sushistorias se conocían desde muchosaños antes. Sin ir más lejos, yoaprendí español con una ediciónbilingüe de un relato titulado Lecurieux malavisé, El curiosoimpertinente, firmado por NicolasBoudouin, y luego me sorprendió

descubrir que esa historia formabaparte de la novela.

—Tiene razón —añadióVéronique—. Yo también he usadoese libro y otro que era una versiónun poco libre de la historia deCrisóstomo y Marcela, otroepisodio del Quijote, en una edicióntambién bilingüe. ¿Cómo setitulaba?

—Le meurtre de la fidélité et ladéfense de l’honneur —acudió elembajador en su ayuda.

Al hombre le costaba hablar.

Se veía que se esforzaba enaparentar normalidad, pero tenía laboca tan seca que la saliva hacíahilos en sus labios.

—¡Vaya! —exclamó Lemos—.No creo que don Miguel sepa queusan sus textos para enseñarespañol.

—Los usan, sí. Pero no lo citan—recalcó el embajador.

—¿Boudouin no dice que lahistoria es de Cervantes ni dedónde la ha tomado? —preguntéyo, sorprendido.

—Si no recuerdo mal —comentó Rochefort—, en laintroducción decía que la habíasacado de un libro españolrecientemente impreso, sin másdetalles.

—César Oudin también se localla —murmuró Brûlart de Sillery.

—¡Eso sí que no! —exclamó laBodineau—. Don César dice que elQuijote es de Cervantes.

— E l Quijote sí. Pero éltambién publicó antes unatraducción de El curioso impertinente

sin citar el origen.

—¿Ah, sí? ¿Dónde?

—Lo añadió al final de lasegunda edición de su Silva curiosade don Julián de Medrano. Un libromuy divertido, por cierto.

—No creo yo que don Miguelsepa nada de esos libros —comenté—, y seguro que le haría ilusiónhacerse con ellos. Esperoacordarme de los títulos y losautores. ¿Dónde se consiguen?

—Los de Boudouin en la casade Jean Richer, en París. Pero

espere, mejor se los anoto. ¡Anne!—llamó a media voz la Bodineau.

Su preciosa doncellita entrócorriendo en la habitación y seacercó a su ama con las manosentrelazadas. Era la imagen de ladulzura y la modestia.

—Anne, chérie, note pourmonsieur les noms suivants: CésarOudin, «Silva curiosa» imprimé à lamaison de Nicolas Chesneau; etNicolas Boudouin, «Le meurtre de lafidélité et la défense de l’honneur» et«Le curieux malavisé», imprimés à lamaison de Jean Richer.

La muchacha se acercó alrecado de escribir que reposabasobre la tapa abierta de unbargueño, colocó papel, tintero ysalvadera a su gusto y se puso a latarea con concentración.

—Pero háblenos de Cervantes,don Isidoro. ¿Cómo es el maestro?

—Es un hombre ya mayor,señora, y enfermo. El mal de orinano le permite alejarse mucho de lacama.

—¡Qué lástima! Quiera Diosdarle mucha vida para que siga

escribiendo como escribe. ¿Dóndevive?

—En Madrid, en la calle deFrancos, con su esposa Catalina deSalazar, una mujer de carácter.

—¿Y vive de su pluma?

Le sonreí condescendiente.

—Si dependiera de su pluma,pocos palominos comería losdomingos. No, señora, más biendepende de la voluntad ygenerosidad de sus protectores,como el señor conde de Lemos… —El conde inclinó la cabeza

quitándole importancia—. O elarzobispo de Toledo, que tambiéndisfruta mucho con su ingenio.Pero la venta de sus libros no leproporciona muchos ingresos, quémás quisiera. Con las Novelasejemplares apenas saldó deudas ypor sus comedias, que tiene uncerro, nadie le da un ardite. Loscorrales están saturados con obrasde Lope de Vega, de Vélez deGuevara y de Tirso de Molina.

—¿Cómo es posible queEspaña no saque para él una buenapensión del Tesoro público? —

exclamó indignada la Bodineau.

Me hizo gracia la ingenuidadde la francesa. El Tesoro públicoestá para saciar la sed de los nobles,cerrar bocas, crear servidumbres yredistribuir entre los ya ricos losbeneficios del Estado, pero sugerirque algo de eso pudiera ir a parar albolsillo de un poeta sonabaridículo.

—Quite, quite, madameVéronique —murmuró risueñoBrûlart de Sillery. Al reír se leretrajeron los labios dejando aldescubierto la línea negra que

recorría sus encías. Parecía tener laboca totalmente podrida—. Es lanecesidad la que le hace escribir.Nosotros debemos rogar al cielopara que lo mantenga en ella, demodo que la pobreza le estimule elingenio y nos enriquezca a losdemás con sus obras.

Todos festejamos el cruelcomentario, pero por dentro yo mesentí como si estuviera ahorcando aun galgo. Por suerte, la joven Anneterminó su tarea y entregó el billetea su ama. Ésta le echó un vistazo yme lo tendió a mí con una sonrisa.

—Tome, don Isidoro. Connuestros mejores deseos para elmaestro. Aquí tiene las referencias,pero dígale que en cuantolleguemos a París yo misma meencargaré de enviarle un ejemplarde cada uno de esos libros.

—Señora, seguro que donMiguel…

—Y cuéntele lo del ballet —recordó de pronto Rochefort.

—¡Anda! ¡Es verdad! Dígale aCervantes que en febrero del añopasado, antes incluso de que se

imprimiera la traducción de Oudin,monsieur Santenir representó en elLouvre un ballet de Don Quichotte.

—¡Cómo es posible!

—Y la gente reconocía alpersonaje, no se vaya a creer.Lectores del libro en español, ya ledigo que hay muchos. A veces lospersonajes corren más rápido quesus propias historias.

—Es usted muy amable,madame de Bodineau —intervino elconde de Lemos—. Le estoy muyagradecido y también le doy las

gracias en nombre de don Miguel.

—Es lo menos que puedohacer para corresponder los buenosratos que me ha hecho pasar.

De pronto, el embajadorsufrió un violento retortijón y sucara se arrugó como una bola depapel.

—Don Nöel, si no seencuentra bien… —dijo Lemosalarmado.

—Ya le he dicho yo que sefuera a la cama, don Pedro —dijo laBodineau—, pero no hay manera,

no se deja cuidar. Dígaselo usted aver si le hace más caso.

—No, no, madame —protestóel embajador—. Tampoco mejoroen la cama, así que poco importa.Últimamente apenas duermo, heperdido fuerza en las manos, medan calambres, en cuanto doy dospasos me mareo… Pero ¡quia!, nome hagan caso, parezco un viejo.Ande, don Pedro, despachemos eseasunto que tenemos pendiente…

—Está bien —concedió Lemosa regañadientes—, usted verá. Pero¿le ha visto ya algún médico?

—No he tenido ocasión, perotampoco hace falta. Es el viaje queno me está sentando nada bien.Pero no se preocupe por mí, es unmalestar pasajero.

—Seguramente el cambio deaguas —intervino la Bodineau—.Yo misma he tenido una ligeraindisposición.

—Bien sûr. Se me pasarápronto, pero por ahora me arde elestómago.

Fue decirlo y doblarse en otroagudo retortijón. Levantó una

mano para que le dieran tiempo arecuperar el resuello, y luego nosvolvió a tranquilizar.

—No se preocupen, deverdad. Sólo necesito un poco deagua.

La joven criadita de Véroniquede Bodineau se apresuró a acercaral embajador una bandeja con unvaso de agua fresca. El hombrelevantó el vaso y el temblor de lamano hizo que derramara parte dellíquido antes de poder llevárselo ala boca.

—Adelante, amigo mío —dijocon la barbilla húmeda—.Despachemos nuestro asunto yluego le prometo que me acostaré.

—Está bien —aceptó Lemos—. Supongo que quería hablarconmigo porque ha tenido noticiasde Hendaya. —El embajador asintió—. A mí también me ha escrito donJuan de Médici, pero no entiendo elproblema. Creía que ya habíamosacordado que se colocaran unascoronas de madera dorada sobre lasgabarras que forman el pabellón enel centro del río donde se va a

efectuar el intercambio y en lasbarcas que se usarán para acercar ala reina y la princesa.

—Las coronas, don Pedro. Ésees el problema. La nuestra es unacorona con la flor de lis encima, yustedes quieren poner una coronacon un mundo encima y una cruz.

—¿Y?

—Pero ¡cómo van a ponerustedes encima de su corona unmundo y una cruz y nosotros sólouna flor de lis!

El embajador parecía

verdaderamente alterado; llamabala atención cómo había sido capazde mantener la calma durante laconversación previa de cortesía.Decididamente Brûlart de Silleryera un hombre notable y, si suenfermedad iba a más, Franciaperdería a un gran diplomático. Apesar del vaso de agua seguía con laboca como el esparto. Dos perlas desaliva brillaban en las comisuras desus labios.

—Así se ha representadosiempre la corona española —replicó Lemos con aplomo.

—No, don Pedro —intervinoRochefort, incómodo—. El mundoes un símbolo que sólo puede usarun emperador. Ésa es una coronaimperial.

—Está muy equivocado,caballero —replicó Lemos en tonooficial. Entendí para qué me habíallevado don Pedro: mientras yohablaba de Cervantes, él seguroque había estado pensando en todoaquello y estudiando a suscontrincantes—. La corona deEspaña siempre se ha representadocon el mundo y la cruz, pero no en

referencia al viejo mundocomprendido en el Imperio, sino alnuevo descubierto y conquistadopor nosotros, el cual gana enextensión a Europa y aun a todaslas provincias unidas del Imperioromano.

—No me venga con historias,don Pedro —murmuró elembajador—. Sé que se le dan bien,pero usted y yo sabemos que esetema puede dar origen a unadisputa que se prolongue duranteaños, y nosotros debemossolucionarlo en una semana.

—Lamento oír eso, porque novamos a quitar ni el mundo ni lacruz —dijo Lemos muy serio.

Al embajador se le escapó unsuspiro.

—Lo sé, don Pedro.

Lemos cruzó una mirada conel francés y sonrió.

—¿Qué propone?

—¿Qué tal si eliminamos lascoronas? Las dos. Nada de coronasen las barcas. Ni labradas ni endibujo.

Juraría que descubrí undestello en el fondo de la miradadel conde de Lemos. Yo diría queestaba esperando que el francéshiciera esa propuesta, algo que él yahabía pensado pero que por algúnmotivo prefería oír en boca del otro.El conde hizo que sopesaba laoferta durante casi dos minutos.Visto desde fuera sonabarazonable, aunque cuando escuchéla respuesta de Lemos entendí lajugada completa.

—Si aceptamos no poner lascoronas, ustedes tendrán que quitar

las cadenas de Navarra del escudode Francia.

—¡Qué tendrá que ver…! —fue a protestar el embajadorfrancés.

—Las coronas y las cadenas,embajador. Así los dos podremoshablar de éxito ante Guisa y Uceda.

Era el turno de pensar delfrancés. Intenté imaginar quépasaría por su mente. No incluir lascadenas de Navarra en laceremonia no era un precioexcesivo para garantizar que la

corona con el orbe no destacara porencima de la corona con la flor delis. Por ahí el asunto estabaequilibrado. Luego pensé que aesas alturas ya debían de estarconstruidos los templetes en ambasorillas, y recordé la orden de Lemosde que el nuestro fuera más grande,lo cual, de haberse cumplido,tendría que ser evidente para losfranceses. Pero sobre eso no habíaprotestas. Seguro que algo seguardaban en la manga.

Brûlart de Sillery sonrió yasintió pesadamente. Parecía que el

honor de todos quedaba a salvo y laceremonia podría seguir sincontratiempos.

—Dígame, don Pedro —hablóentonces la Bodineau en un tonomás distendido—, ¿es cierto lo quese dice, que ha vuelto el rey paraponerse al frente de la comitiva?

—No, señora. Es cierto que elrey llegó ayer a Vitoria, pero deincógnito. El duque de Uceda sigueencabezando oficialmente lacomitiva de la reina.

—Pero eso va contra los

acuerdos firmados —dijo Rochefort—. ¿Es que pretende cambiar lascapitulaciones?

—En absoluto —replicóLemos, alerta—. En esto actúacomo padre, no como rey. SuMajestad es un hombre muysentimental. La reina de Francia essu hija mayor y como su esposafalleció hace cuatro años…

—Siento que Su Majestad nosea tan fuerte como aparenta —comentó la Bodineau.

A Lemos no le gustó el tono

condescendiente de la francesa.

—Él adora a su hija y le cuestasepararse de ella —afirmó muyserio—. Es natural.

—Sí, aunque también sepodría interpretar como un accesode debilidad, en un rey tanpoderoso… o falta de carácter.

—Eso, ni pensarlo, señores.

—No, claro que no —intervinoVéronique—. Lo sería en cualquierhombre, pero en Su MajestadFelipe… ¿Seguro que no habrá otromotivo por el que se haya

incorporado a la comitiva?

No sé por qué aquellapresunta segunda intención del reysonó sarcástica, incluso de malgusto.

Brûlart de Sillery terminó conla conversación de la peor maneraposible. Un nuevo retortijón lodobló hacia delante, y una arcadacasi lo hizo caer de la silla. Elhombre se asomó a la tina que teníaal lado para escupir dos hilos debilis amarillenta. Todos noslevantamos y dejamos la casa paraque pudiera tumbarse y descansar.

Las calles me parecieron máslimpias que nunca y el aire, aunquefrío, resultó reconfortante.

Volví a la posada dispuesto apasar el resto del día tumbado en lacama con remordimientos porretrasar mi ineludible visita aCarrillo, pero mis planes sevinieron abajo cuando encontrésentado a la puerta a uno de lossicilianos que acompañaban alduque de Osuna. Ni pregunté cómo

me habían encontrado. El duqueme habría hecho seguir desdenuestro encuentro en los camposde Miranda, lo que significaba quetambién estaría al tanto de mi tratocon Calderón. Para mi desgracia,empezaba a suceder todo lo quehabía temido desde que acepté elencargo de don Fernando.

Osuna me esperaba en la torrede los Iruña, un palacio de aspectoaustero y marcial que se levantabaapoyado en el segundo recinto demurallas. En cuanto lo vi, pensé queel sitio le pegaba a don Pedro

Girón. Para alguien como él, el orono era un fin sino el medio paracomprar a los demás y colmar suinmensa ambición.

Dos guardias del retén de lapuerta me acompañaron a unahabitación habilitada como sala dearmas, donde una docena dehombres descamisadoscontemplaban a dos luchadoresenfrascados en un combate conmontantes. Nunca he acabado dever el sentido a practicar la luchacon esas enormes espadas de dosmanos, pero muchos maestros de

esgrima lo recomiendan para ganarfuerza y agilidad.

Cuando los miré despacio, mesorprendió ver que el combatienteque esperaba agazapado, con lapierna izquierda ligeramenteavanzada, los brazos estirados y laespada con la punta apoyada en elsuelo, era el duque de Osuna. Teníalos puños separados en el mango,el derecho cerca de la cruceta y elizquierdo tocando el pomo paracontrolar mejor el peso de la hoja.Debía de llevar un buen ratopracticando, porque el sudor le

empapaba la cara y la camisa se lepegaba al cuerpo.

—¡Cuello! —gritó un hombremayor que en vez de espadablandía un bastón.

El contrincante, queaguardaba con la pierna derechaadelantada y los brazos dobladosde modo que la hoja del espadónquedaba apoyada en el hombroderecho, alzó el arma sobre sucabeza y descargó un golpe oblicuode arriba abajo y de derecha aizquierda. Osuna alzó los puños einterpuso la hoja. El chasquido de

metal sonó seco y agudo.

—Plano, don Pedro. Nodetenga el golpe con el filo. La hojaplana.

Los combatientes volvieron asu posición inicial.

—¡Cuello!

El atacante repitió elmovimiento, y en esta ocasión elruido del metal fue más grave.

—Bien, pero no espere elgolpe. En cuanto le vea acometer,avance medio paso paraneutralizarlo antes. Así.

El maestro ocupó la posicióndel duque sujetando el bastón conambas manos y volvió a gritar:

—¡Cuello!

Cuando el atacante habíadado el paso y alzado los brazos, elotro avanzó a su vez y alzó lospuños colocando el bastón junto almontante del contrario de modoque a éste apenas le quedórecorrido para armar el golpe. Unavez anulada la amenaza, el maestrogiró rápidamente y le golpeó elcostado con el bastón.

Todos los espectadoresestallaron en una carcajada.

—Muy bien, excelencia —dijoel maestro de armas—. Ahorapractiquemos la salida de unacalleja angosta.

El duque, sin decir palabra, sepuso frente a mí señalándome conla punta de la espada y retrasó lapierna derecha. De pronto lo vivenir con furia, la frente fruncida, elrostro deformado en un grito. En elsalto dio tres tajos de arriba abajo,una estocada a la altura delombligo y un revés, al tiempo que

se giraba sobre sí mismo y repetíalos golpes en dirección contrariapara acabar en la misma posicióndel inicio. Volvió a repetir losmovimientos iniciales, pero en estaocasión sentí el aire y el silbido dela hoja de acero que se detuvoacariciándome la frente.

—Bienvenido, Isidoro —dijoel duque de Osuna con el resuelloentrecortado—. Le presento a donPaulo de Paredes, un maestro en lasartes de esgrima.

—Don Paulo —respondíinclinándome hacia el interfecto.

No me tembló la voz, o al menoseso creo, pero aún estabaimpresionado de la bromita.

—Don Isidoro. El señor duquees pródigo en halagos.

—No sea modesto, don Paulo.Si no fuera así no le habríamandado buscar.

Osuna entregó el arma a unode sus ayudantes, se abrió lacamisa, se sacó las mangas y la dejócolgando de su cintura.

—Isidoro Montemayor. —Pareció pensar en voz alta mientras

se acercaba a una jofaina llena deagua fresca—. Debe usted pensarque soy un desagradecido. Laúltima vez que nos vimos no tuveocasión de demostrar lo mucho queaprecio sus servicios.

Por «la última vez» supuseque se refería al encuentro conLemos y Pallache, y en lo referentea mis «servicios» sería por elepisodio de la venta. En cualquiercaso, nada que me interesararecordar.

—Excelencia, por favor —dijenegando débilmente con la cabeza

—, no hay nada que agradecer.

—Al contrario —replicó él—.La noche que nos conocimos todoresultó un poco confuso. Si le soysincero —añadió disimulando unarisita—, no consigo hilar loshechos. Pero recuerdo que ustedreaccionó como un caballero, yluego ha sido discreto.

Pensé que la cobardía y laresignación no eran cualidadesdestacadas de ningún caballerogalante, pero acepté el cumplido.

Don Pedro metió la cara en la

jofaina de agua helada y la mantuvosumergida diez segundos eternos.Luego la sacó de golpe y se agitócomo un perro saliendo de un río.Yo di un respingo, pero sushombres se lo esperaban yaguantaron el chaparrón sin moverun músculo.

—Isidoro Montemayor —repitió de nuevo mientras searrancaba la camisa de la cintura yse empezaba a secar con ella lacara. Aquello no era bueno—. Le hedado muchas vueltas a su nombre,¿sabe? No conseguía recordar de

qué me sonaba hasta que le vi conel conde de Lemos. ¡IsidoroMontemayor! Claro, me dije, éste esel caballero del que me hablóFrancisco.

Se refería a Francisco deQuevedo, su secretario, a quienconocí en Madrid el tórrido veranode 1614 con motivo de mi búsquedade Alonso Fernández deAvellaneda, el autor apócrifo de lasegunda parte del Quijote. Poraquel entonces don Francisco nosólo disfrutaba reventando losestrenos de Ruiz de Alarcón, sino

que repartía oro a diestro ysiniestro ablandando voluntadespara favorecer el nombramiento delduque de Osuna como virrey deNápoles en sustitución del condede Lemos. Precisamente, pronto severía si aquella campaña decohechos y sobornos en forma debolsas de monedas, relicarios deoro, alfombras y pontificales deplata había tenido éxito.

—Era algo relacionado conCervantes, algo sobre mí y elQuijote, ¿me equivoco?

—No recuerdo con exactitud,

excelencia, ya sabe cómo son losescritores.

—No —dijo fijando en mí suspupilas de lobo—. ¿Cómo son?

Mantuve la mirada comopude, con la mente en blanco paraque no pudiera oler el miedo.

—Falsos, esquivos,mentirosos… —logré murmurar.Iba a seguir por mezquinos, zafios,corrompidos, lenguaraces,calumniadores… Menos mal que nohizo falta.

Osuna asintió con una

carcajada.

—No los tiene usted en muyalta estima —dijo secándose elagua que aún le corría por el pechoy la espalda—. Pero da igual.Francisco es un hombre notable —respondió torciendo la sonrisa—.Es una lástima que esté enfermo yno haya podido acompañarnos. Lehabría encantado el viaje.

—Seguro —dije aliviado por elcambio de tema.

El duque hizo una bola con lacamisa y se la arrojó al mismo que

sostenía el montante. Deinmediato, otro de sus hombres leacercó una camisa limpia.

—¿Y cómo un hombre quehace un año trabajaba para uno deesos poetas falsos, esquivos ymentirosos se codea hoy con elconde de Lemos? —preguntó entono inocente—. ¿Y trabaja ademáscomo secretario de RodrigoCalderón? —Iba a decir que ya no,pero, dadas las circunstancias, esedetalle era irrelevante—. ¿Y cómoes que viaja por la posta a cargo delconde de Villamediana?

No supe qué contestar.Cualquier cosa que saliera de miboca sólo podía comprometermemás, así que intenté mantenermeerguido y esperar a ver en quéacababa aquello. Don Pedro seterminó de abotonar la camisa, sepuso el jubón y se ajustó elcinturón. En el lado izquierdo secolgó el tahalí con la espada, y enlos riñones el puñal.

—Alguien que, además —yesto lo dijo como si fuera lo másextravagante de todo—, ha sidosecretario de la condesa de

Cameros.

Seguí callado. El que mi pasopor la Casa de Micaela fuera deespecial relevancia para Osunadebía de tener una explicación,pero así de pronto yo no se la vi. Measusté, como me asusto siempreque no sé por dónde viene latormenta. Sentí un frío intenso,miedo, puro miedo. Sin embargo,su actitud no era agresiva; todo locontrario. Noté que me observaba,que en el fondo no sabía qué pensarde mí. Y en eso había mucho derespeto. Al fin y al cabo, los

personajes con los que me habíarelacionado eran tan diferentesentre sí, enemigos incluso, que lotenía despistado.

—Don Isidoro, si le hellamado ha sido sólo por un motivo.¿Conoce usted a mi hijo don Juan?

Juan Girón, el marquesito dePeñafiel, regalador de ginetas.Claro que lo conocía.

—Sí, excelencia, he tenido esehonor.

—Don Juan está prometido ala hija del duque de Uceda, nieta

del duque de Lerma, y está llamadoa ser el futuro duque de Osuna. ¿Loentiende?

—Por supuesto.

—Y bajo ningún conceptopermitiré que otra mujer, nisiquiera la condesa de Cameros,estropee el futuro que le tengoplaneado.

Aprecié en lo que valía ese «nisiquiera», pero al mismo tiempopercibí la amenaza.

—En estos momentos esnecesario recordar quiénes somos e

infundir a nuestros gobernantes y anuestros herederos un ideal clarode su misión. Creo que hay quevolver decididamente a la políticaque creó el Imperio. Somos elnuevo pueblo elegido, amigoIsidoro, un pueblo de generales yconquistadores dirigido porgrandes hombres: Isabel yFernando, el emperador Carlos, suhijo Felipe…

—Excelencia, estoy seguro deque la condesa…

Osuna hizo un gesto a otro delos sicilianos, que se acercó con un

cofrecito. Osuna lo abrió y sacó unapreciosa cadena de eslabonestrabajados con filigrana de oro. Sindecir una palabra, me la pasó por lacabeza y la dejó colgando en mipecho.

—Bien, Isidoro. Sé que lacondesa es amiga de Lemos y deVillamediana, y preferiría no tenerque intervenir personalmente eneste negocio. Por eso se lo encargoa usted. Sé que puedo confiar.

Yo estaba anonadado. En unossegundos había pasado de esperaruna muerte horrorosa pinchado

como una sardina en espetón, averme con una pequeña fortuna alcuello. Demasiadas emociones.Empezaba a sentir que me faltabael aire. Sin querer, con la manoderecha apreté la cadena contra elpecho.

—¿Qué quiere que hagaexactamente? —pregunté,temeroso.

—Por ahora bastará con quehable con la condesa y le pida claray firmemente que no vuelva a ver ami hijo.

Creo que nunca me habíanhecho un encargo tan agradable niyo lo había recibido con mayorplacer.

—Cuente conmigo, excelencia—dije intentando disimular miregocijo.

31 de octubre,de Vitoria a Salinas

Después del día de descanso losmúsculos se habían enfriado y se

resistían a acoplarse de nuevo alvaivén de la montura. Por delante,un paisaje de rastrojos y viñedosocres y rojos hasta el inicio de lasmontañas que marcan la fronterade Guipúzcoa. A sus faldasesperaba el virrey de Navarra, donAlonso Idiáquez, duque de Ci a-Reale y conde de Armayona,ataviado con una coraza negra conla cruz de Santiago esmaltada comouna llaga roja en el pecho. Bastabacon mirar su porte a caballo parasaber que don Alonso era unsoldado veterano, bragado en la

lucha contra los franceses enCorbell y en la raya de Guipúzcoa,donde había rechazado variasincursiones procedentes de Bayona.Para recibir a los reyes habíaordenado formar un escuadrón dehonor de mil hombres, reclutadosentre las villas de Mondragón,Vergara, Elgoybar, Placencia, Eibar,Elgueta y el valle de Léniz.Ochocientos aguardaban formadosen el valle, y los doscientos deMondragón lo hacían en el cerro deenfrente. Resultaba una formaciónmuy vistosa, con las banderas

blancas con la cruz de San Andrésflameando al viento.

López Madera había venido abuscarme nada más amanecer parair juntos en busca de Juan Guzmán,otro conocido de Francisco deJuara, del que sólo sabíamos quetrabajaba en las salinas de Léniz. Lacomitiva avanzaba despacioadentrándose en zona boscosa, ynosotros decidimos apartarnos delgrupo y cabalgar un rato ensilencio, lejos de las voces dearrieros, carreteros y soldados quellenaban los montes. Desde el

primer momento nos vimosenvueltos por una niebla húmeda.

Ya me había informado enVitoria de que la sal era la industriade estas tierras, por encima de laagricultura e incluso del ganado. Lavida del pueblo dependía de unpozo de salmuera que, debido alfrío y a la falta de sol, debían coceren calderas para conseguir que seprecipitara el preciado oro blancoque después vendían en Guipúzcoa,Álava y Vizcaya.

Un pastor de ovejas conacento cantarín nos encaminó a

Gatzaga, como aquí llaman alpueblo de Salinas de Léniz, por unavereda que pasaba por la cima delmonte que divide la provincia deÁlava. En la cima de ese puerto nostopamos con la ermita de la SantaCruz justo a tiempo, porqueempezaba a llover. No teníamosprisa, así que nos acomodamos bajosu alero y nos tomamos nuestrotiempo para comer tranquilos loque llevábamos en las alforjas.Desde donde estábamos sealcanzaba a ver una extensiónenorme de territorio en todas

direcciones. La ermita tenía el techode teja a dos aguas, y me hizogracia pensar que la que cayera porlos albañales que vertían al norteiría al Cantábrico, mientras que laque cayera por los del sur acabaríaen el Mediterráneo. Tuve una fugazsensación de estar en el centro delmundo.

A pesar del rodeo, llegamos aLéniz antes que nadie. La aldea notenía más de sesenta casas, peroestaba protegida por una buenamuralla de piedra con siete puertas,todas abiertas en día tan especial.

Los animales caminaron con lasriendas sueltas y la cabeza bajahasta la fuente del centro delpueblo, donde un grupo de mujereshacían cola para llenar sus cántaros.El caño fluía alegre, su solo sonidoya resultaba refrescante.Preguntamos por las salinas, y lasmujeres nos señalaron hacia elhondo del valle, en la espesura delbosque, como a un tiro de arcabuzal otro lado del río Deva que corríaa los pies del caserío.

Sin desmontar siquiera, dimoslas gracias y seguimos el camino

hasta un pequeño puente de piedradesde el que tuvimos por fin unavista del conjunto de la explotación.No tenía nada que ver con ningunasalina que yo hubiera visto antes;nada de piscina de calentamiento,terrazas ni eras de evaporación.Ante nosotros sólo se veía unaestructura pequeña que parecíaproteger el pozo y alrededor ungrupo de casetas en dos hileras máso menos paralelas y conectadas poruna red de cañerías.

Nos quedamos absortosviendo cómo una mujer con manos

como tenazas extraía la salmueradel pozo con un cubo y la vertía enuna pila de piedra de la que salíanlos canales de madera en forma deteja que iban a las casetas. No losconté, pero creo que trajinó por lomenos una docena de cubos antesde que otras dos mujeres nossacaran del ensueño al pasar anuestro lado cargadas con hatos deleña menuda.

—Por favor, ¿la salina deGuzmán?

—¿Gusmán?

Las dos se miraron conextrañeza, hasta que una pareciórecordar de golpe.

—¡El de Jasone!

—¡Ah! La tercera de laizquierda.

—Gracias, señoras.

Supongo que les hizo gracia lode «señoras», porque se fueronriendo. Dejamos los caballos atadosa un pequeño avellano y nosacercamos a la casa indicada. Lapuerta estaba abierta y dentrohabía una mujer mayor y una niña

de no más de doce o trece años, conla cara roja y los ojos negros comotizones. La anciana, al vernos, seinterpuso discreta perodecididamente entre nosotros y lamuchacha y agarró el atizadorcomo si fuera a avivar el fuego. Nola culpo. Nuestro aspecto, sobretodo el de López Madera, era detodo menos tranquilizador.

—Buenas tardes, señora —dijequitándome el sombrero—.Buscamos a Juan Guzmán. Nos handicho que ésta es su casa.

La mujer torció el gesto e hizo

una mueca de disgusto.

—¿Su casa? ¿Eso dicen?

—Eso nos han dicho unasmujeres.

La anciana me miró como sidudara que todo fuese una broma.

—Esto es una dorla —dijo alfin—, y las dorlas no son casas.

Eché un vistazo al interior.Evidentemente, la mujer teníarazón: la casita no tenía más queuna habitación y parecía más untaller que una vivienda. A un ladoestaba la pila de piedra donde

vertía la salmuera según llegabapor el caño, y enfrente, apoyado enunos muretes de ladrillo bajo unasalida de humos como la de unhogar, había un enorme cajónrectangular de cobre con lasparedes de un palmo de altas. Bajoél ardía un fuego vivo de pequeñasramas que la niña no había dejadode alimentar ni un momento.

La mujer llenó un cubo desalmuera de la pila y lo vertió en elcajón. Resopló y volvió a buscarotro.

En una esquina de la caseta,

sobre una tosca mesa de madera,había un cesto lleno de finasescamas de sal.

Tres mujeres de otras dorlas seacercaron a ver qué sucedía, supuseque avisadas por las primeras quehabíamos visto.

—Hau Juanen dorla ote dendiote —explicó la vieja al grupo derecién llegadas.

— ¿ L a dorla de Juan? Másquisiera —dijo una palmeándoseun muslo.

La vieja, envalentonada por la

presencia de las otras mujeres, sedirigió a nosotros enarbolando elatizador como si fuera unaprolongación de su dedo índice.

— E s t a dorla tiene nuevedueños y ninguno es Juan. Éltrabaja aquí porque mi sobrina, quees la verdadera propietaria delderecho, no puede. Pero él se damuchos aires y no sirve ni parahacer el trabajo de una mujer.

El coro de matronas asintiócon firmeza.

—Ez daki, ez daki —

murmuraron unas a otras.

—¡Qué va a saber! Siempreestropea la sal.

—Claro —dijo una que teníaun moño tan tirante que parecíaque le hubieran pintado de negro elcuero cabelludo—, se distrae, dejahervir la salmuera y la echa aperder.

—Y entre todas tenemos queayudar un poco a la pobre Jasone,que bastante tiene.

—Bai, Jasone gaixoa —corearontodas.

—De todos modos —dijo lavieja para cerrar la conversación—,hasta pasado mañana no le toca.Aquí trabajamos por turnos. Pordesgracia, el pozo no da salmuerapara todos a la vez.

—¡Hasta pasado mañana! —exclamó López Madera—. Peropodremos verlo antes ¿no?

—Tendrán que ir al caserío.

—¿Dónde está?

—Siga usted el arroyo. Es unacasa pequeña monte arriba, notiene pérdida.

Unos golpes secos anunciaronla presencia del caserío entre losárboles. Cuando salimos al claro, lamuchacha que estaba cortando leñacargó los cuatro tarugos que habíaen el suelo con un brazo y entró enla casa sin soltar el hacha.

Nos bajamos despacio de lasmonturas para no provocar másalarma que la inevitable y nosacercamos a la puerta sindecidirnos a franquearla. No sería

la primera vez que alguien pone unpie en el umbral que no debe y selleva un pistoletazo en la cara. Todoparecía tranquilo. La casa era deuna sola planta cuadrada conmuros de piedra, y a ambos ladosde la puerta había dos pequeñasventanas como saeteras. A nuestraizquierda se veía un jaulón conmedia docena de gallinas y a laderecha, un vallado con tres ovejasde vellón largo y lacio.

—¡Don Juan Guzmán! —gritóLópez Madera.

—¿Quién lo busca? —

respondió un hombre desde una delas ventanas de la casa.

—Somos justicias del rey. —López Madera se me adelantó—.Nos envía Pedro Caballero.Tenemos que hacerle unaspreguntas sobre Francisco de Juara.

Yo había pensado hacernospasar por enviados de RodrigoCalderón. Tal vez de ese modo elsujeto estuviera dispuesto a hablarmás abiertamente del pasado, perotambién podía ser que se asustara ysaliera corriendo. Nunca se sabecómo acertar.

Tardó menos de un minuto enabrirnos la puerta e invitarnos aentrar con una actitud más servilque cortés.

—¿Cómo han sabido dóndeencontrarme? —preguntó mirandopor encima del hombro.

Juan Guzmán era un hombredelgado, de brazo fino y culo seco,aunque tenía una panza de preñadade seis meses. Su rostro eraredondo, con los pómulos comorodillas a ambos lados de una narizaplastada. Lo curioso era quemiraba de tal modo que, aunque

estuvieras frente a él, siempreparecía hablarte por encima delhombro.

—Nos lo han dicho en lasdorlas.

—¿Quién?

—Unas mujeres.

—No es decir mucho. En lasdorlas sólo trabajan mujeres. Loshombres acarrean la sal y la llevan avender, pero las que la sacan sonlas mujeres.

—Pero usted trabaja allí, ¿no?

—Salvo yo, sí —reconociódedicándonos una mirada turbia—.Me cago en mi alma. Y eso portener una mujer inútil —murmuró.

La casa tenía una solahabitación con un gran hogar frentea la puerta, flanqueado por dosbancos de piedra. El suelo era debarro apisonado y estaba cubiertode paja limpia. Sin embargo, en elambiente flotaba un difuso olor aletrina.

Guzmán nos condujo entre losescasos muebles, una mesa y tressillas, hasta el banco junto al fuego

y ordenó a la muchacha que nossirviera un vaso de sidra. La chica,casi una niña de no más de quinceaños, bajita y morena, salió sindecir palabra.

—Así que Pedro Caballero —dijo cuando estuvimos sentados—.¿Qué es de su vida?

—Es soldado del rey. Ahoraandamos todos de paso a la raya deFrancia.

—El viaje de la reina, claro. Heoído hablar de eso, sí. Por aquí yapasaron buscando bueyes para

arreglar los caminos. Yo no tengobueyes, ja, ja, ja. Qué más quisierayo que tener una buena yunta paraservir a Su Majestad, pero ya ven.

—¿Lleva aquí desde que dejóde trabajar para don RodrigoCalderón? —preguntéinocentemente.

—No, no. Antes de venir alnorte don Rodrigo me dio unnombramiento de sargento y merecomendó a un capitán paraparticipar en la expulsión de losmoriscos.

—No me diga. ¿Estuvo enValencia?

—Sí. También. Ésa sí que fueuna buena labor, sí señor, y bienpagada. Menuda chusma. Y aúnquerían engañarnos sacando sudinero fuera de la Península…Algunos se llegaban a tragar lasjoyas y nos obligaban a abrirles encanal para registrarles las tripas, je,je, je. De verdad, qué gente tanmiserable.

Empecé a mirar al tipo conaversión, pero López Maderasonreía a todo lo que decía como si

fuera lo más gracioso y natural delmundo.

—Ustedes no vivieron aquello,¿verdad? Esa gentuza metíacartuchos de monedas por el culo asus propios hijos. ¿Se puedencreer? A los que pillábamos lescambiábamos el cartucho por unpalo, ja, ja, ja.

—No estaría usted destinadoa l São Cristóvão, ¿verdad? —pregunté al azar. López Madera memiró con extrañeza.

—¡Sí! ¿Conoce el barco?

Bueno, sólo hice dos viajes, de esosde vuelta rápida, ya me entiende.

Lo entendía, sí. Sabía a qué serefería porque cuando llevaba elgarito de Francisco de Robles enMadrid, uno de los vigilantesencargados de cubrirme lasespaldas era un veterano de esetipo de viajes. Al parecer, la Coronapagaba una cantidad por cadamorisco que era sacado de puertorumbo a África, y muchos capitanesde barco arrojaban la carga al mar amitad de travesía para volver antespor más.

—Qué simpático era elcapitán, ¿cómo se llamaba?

—Benito Trinidad —dije yocon seguridad.

—¡Eso es! Benito Trinidad.Qué gracia tenía el hijoputa. Ymucha experiencia con ese tipo decarga, sí señor. Un capitán bragado.Y buen barco el São Cristóvão; eracapaz de estibar casi cuatrocientosnegros, aunque no nos dejabanmeter tantos moriscos… —Tomóaire para soltar el chistecito final—:Por eso teníamos que darnos prisaen volver a buscar más, ja, ja, ja.

Regresó la muchacha con unajarra de madera llena de sidra,sirvió tres vasos y los repartió.Sobre un anafre junto al fuegobullía lentamente un guiso en unaolla, pero la chica no se quedó aatenderlo, sino que se retiró a laesquina más alejada de lahabitación y se quedó de piemirándonos. Volví a notar unatufarada de olor a letrina. Loprimero que pensé es que aquelcerdo se estaba tirando pedos ennuestra cara y luego que alguno denosotros había pisado una mierda

antes de entrar y la llevaba pegadaen la suela de las botas o que habíapor allí cerca un orinal sin vaciar.

Guzmán me miraba conrecelo. El tipo sabía bien qué estabapasando por mi mente, y digo de lamía porque López Madera seguíacomo si nada. Yo lo justifiqué por elmal francés, que igual que le habíacomido el hueso del paladar, lehabría atrofiado el sentido delolfato.

—¿Le molesta algo? —preguntó nuestro anfitrióndesafiante.

—Huele extraño —respondí.

—¿Extraño? —preguntó conuna mueca que pretendía ser unasonrisa—. No, no huele extraño.Huele a mierda. ¡En esta casa huelea mierda porque esta guarra no selava y me avergüenza con misinvitados! —gritó, preso de unataque de ira.

La muchacha lo miró con losojos anegados en lágrimas y saliócorriendo a la calle.

—¡Corre, corre, asquerosa,que te voy a devolver a tu madre! —

gritó Guzmán. Y luego,dirigiéndose a nosotros, continuó—: Era preciosa, ¿saben? Treceaños. Un chochito que te ceñía lapolla como una segunda piel. Eracomo ponerse un guante decabritilla, y ahora da asco. ¡Cojones!—añadió agitando la cabeza.

—Pero ¿por qué? —preguntéingenuamente. No entendía nada.

Guzmán apuró de un trago suvaso de sidra y lo volvió a rellenarhasta el borde.

—Mujeres —masculló con

desprecio—. A los dos meses decasarnos se quedó preñada, ycuando llegó el parto se jodió todo.Después de tres días la criaturasólo llegó a asomar la parte alta dela cabeza. Al cuarto día ya sabíaque el niño estaba muerto, así quedecidí sacarlo aunque fuera apedazos para intentar salvar a lamadre que estaba a un paso de laagonía. Y así lo hice. Hundí elpulgar en ese triangulito de lacabeza donde los bebés no tienenhueso y se la reventé como si fuerauna naranja. Tuve que vaciar los

sesos de mi hijo con los dedos paraque el resto del cuerpo cupiera porel coño. Y así salió, corroído yhediondo, y arrastrando tras de síun cubo de podre. Siete meses pasóla niña en cama, y todo para nada.Ya ve cómo ha quedado. Inútil.

Miré a aquel hijoputasintiendo un asco y un desprecioinfinitos, pero López Madera seapresuró a impedir que manifestaramis sentimientos. Aquel hombretenía un sexto sentido centrado enevitar que yo cometiera errores.

—Entonces, ¿qué nos puede

decir de Francisco de Juara?

Guzmán miró a LópezMadera, sorprendido del cambio detema. Por lo que se veía, nunca secansaba de insultar a la pequeña.

—¿De Juara? Nada.

—Pedro Caballero nos dijoque se fue a las Indias.

—Sí, en efecto —dijoasintiendo despacio—. Se embarcórumbo a Nueva España.

—¿Se acuerda del barco?

—No, Sevilla estaba llena de

barcos, ¡cómo me voy a acordar!

—¿Sevilla? Caballero nos dijoque embarcó en Lisboa.

—Lisboa, sí, qué memoria. Esque tuvimos que ir a buscarlo aSevilla; el hombre quería irse a lasIndias, pero dudaba.

—¿De Lisboa se fue a Sevilla?

Guzmán empezó a ponersenervioso. Apuró su segundo vasode sidra y se quedó mirando elfondo. El hombre tenía sed demelonar.

—Hace mucho de eso, ¿cómo

quiere que me acuerde?Pregúntenle a los otros.

—¿Qué otros? ¿A PedroCaballero?

—No, Pedro se volvió aValladolid. Hablen con Alonso delCamino o con Cosme Vecino.

El corazón me dio un vuelco.¿Había dicho Cosme Vecino? ¿Eladministrador mexicano deMicaela? No podía ser verdad quetambién estuviera mezclado enaquel asunto.

—¿Cosme Vecino? —preguntó

López Madera, tan intrigado comoyo aunque por otros motivos.

—Sí, Vecino. Él era quienconocía las órdenes de donRodrigo.

—A ver si lo hemos entendidobien —dije yo—. Estando en Lisboacon el pasaje pagado por PedroCaballero con dinero de donRodrigo Calderón, Juara tuvo dudasy se fue a pensar a Sevilla. EntoncesAlonso del Camino, Cosme Vecinoy usted fueron a buscarlo paraconvencerlo de que no perdiera elbarco.

Guzmán asintió firmementecon la mueca de sonrisa clavada enla cara, el mismo rictusdesagradable que mantuvo todo elrato que seguimos intentandosacarle inútilmente algún detallemás, el mismo gesto deautosuficiencia con que nosacompañó hasta la puerta. Me fuicon ganas de arrancársela de unpuñetazo, y desde entonces mearrepiento a diario de no haberlohecho, y es que no hay pecado másgrave que el de omisión.

Cabalgamos en silencio deregreso a Léniz envueltos en la fríahumedad del bosque. El vientoagitaba las hojas mojadas de losárboles y el agua caía sobrenosotros como rachas de lluvia fina.

—Hijo de puta —dijearrastrando las palabras.

—No le des más vueltas. Nohay nada que puedas hacer.

—¿Y la chica?

—No es la primera queconozco con ese problema.

—¿Te parece normal? ¿Por esote has callado?

—He procurado simular queno olía nada; es lo único que podíahacer por ella.

De pronto sentíremordimiento por mi reacción,mis comentarios. Pensé que tal vezGuzmán había actuado tanviolentamente contra la chica pormi culpa.

—¿Quieres decir que he sidoyo…?

—No, Isidoro. Lo tuyo ha sido

normal, ¿cómo ibas a saberlo? Nole des más vueltas.

—¿Qué es lo que tengo quesaber? —pregunté, molesto—. ¿Porqué olía a letrina?

López Madera me miró concuriosidad por la ranura que lequedaba entre el embozo de sucapa y el ala del chambergo.

—Te digo que es un malfrecuente —explicó—. Casan ypreñan a las muchachas tan jóvenesque son casi niñas y, cuando llega elmomento del parto, la criatura se

atasca porque la cabeza es másancha que la abertura de suscaderas. Y si tienen mala suerte ytardan en sacárselo, a menudo lescuesta la vida también a ellas, yotras veces, no sé si con peorsuerte, en tanto el niño muere y losacan, allí donde presiona la cabezase acaba creando una úlcera y elvaso se llena de podredumbre y nosé por qué se juntan las vías y elcoño acaba soltando gases yrezumando orina y heces.

—¿Por eso huele a mierda?

—Y por mucho que se lave,

siempre olerá a mierda —dijoLópez Madera para inaugurar elnuevo y largo silencio que nosacompañó hasta los alrededores delpueblo.

A esa hora el caserío ya estaballeno, así como los caseríos delentorno. El vivac de los hombres deIdiáquez se extendía por la laderahasta el río, y sus fuegos seconfundían con las decenas dehogueras de los viajeros menosafortunados que se agrupaban alraso rezando para que no volviera allover. Cientos de hombres ateridos

intentaban entrar en calor y más deuno moriría dos semanas más tardecomo consecuencia de la pulmoníaque estaba a punto de coger.

Ni López Madera ni yoteníamos donde pasar esa noche,pero según nos adentramos en elinmenso campamento improvisadotuve una idea y sin pensarlo dosveces lo conduje de regreso a lasdorlas de sal. Aún había luz en la dela familia de Jasone. Nos acercamoshaciendo ruido para no asustar alas mujeres y llamamos a la puerta.La anciana de antes abrió una

rendija, nos reconoció aliviada ynos dejó entrar. Estaba sola. Teníael vestido remangado y removía eljarabe de la salmuera con unarasqueta de madera. Latemperatura de la habitación eramuy agradable.

—Señora, perdone que lamolestemos, pero nos gustaríahacerle una oferta. Le damos unescudo por cabeza si nos permitepasar la noche en su dorla.

—Aquí no hay camas.

—Dormiremos en el suelo, no

se preocupe.

Le tendí la mano con los dosescudos y ella se quedó un instantemirándolos.

—¿Dos escudos? —repitiórascándose la barbilla.

—Si quiere, con ese dineropodría ayudar a su sobrina.

—Ya, ya. Deja a mi sobrina,que bien se vale —dijo haciendodesaparecer las monedas en sufaltriquera.

1 de noviembre,de Salinas a Oñate

Madrugamos mucho el domingo, díade Todos los Santos, y nos echamos

al camino a la misma hora en queun caballero de la Orden de Maltapisaba el palacio del virrey enPalermo para hacer entrega de unnuevo halcón peregrino.

Había dejado de llover, perolos bosques retenían la brumacomo una doncella su velo y, alpasar los reyes junto a Mondragón,la niebla se espesó aún más con elhumo de la salva de mil quinientosnuevos mosquetes que se unieron ala marcha. Decididamente el virreyde Navarra quería hacerse notar, y aesas alturas, aparte de las Guardias

Alemana y Española, la comitivaavanzaba ya con casi tres milhombres de armas, la mitad de losque se movilizarían para unacampaña en Flandes.

La ciudad de Oñate crecía enlo más hondo de un profundo valle.Era una villa grande, con más dequinientos vecinos y casas muybien edificadas en piedra, entre lasque destacaba la Universidadfundada por el obispo oñarriataRodrigo Mercado de Zuazola,adonde fueron a hospedarse losreyes y el duque de Uceda. Se

trataba de un edificio majestuosocon dos estribos en los extremos dela fachada principal y otros dosenmarcando la puerta, llenos denichos con estatuas que iban de loterrenal y profano a lo divino ycelestial, en orden ascendente.Sobre el dintel destacaba la imagendel fundador en actitud orante,amparado por el enorme escudo delemperador Carlos, amigo personaly patrono del centro, desplegadosobre su cabeza como un enormepalio.

Cuando llegué, la ciudad

parecía estar sometida a saqueo.Las puertas y ventanas bajas de lascasas estaban abiertas y la genteandaba entrando y saliendo entodas direcciones. Mientras loscriados preparaban las estancias desus señores para esa noche, éstos seaseaban un poco y se cambiaban deropa para acudir a la cena de galaque ofrecía el duque de Uceda conmotivo de la festividad de Todos losSantos.

En mi caso, ni estaba invitadoni podía hacer nada para mejorarmi aspecto, así que me lo tomé con

calma. Busqué y encontré aMauricio para escuchar de su bocalo que ya sabía: que todo estaballeno y que no había conseguido niuna cama en la venta másmiserable. Por grande que fuera lavilla, nosotros arrastrábamos unejército y todo lo que eso suponía.Para tranquilizarme, el pobremuchacho me aseguró que habíaguardado dos espacios en elclaustro de la iglesia de San Miguel,junto a una de esas ventanas quedan al río que pasa por debajo.

—Qué tonterías dices —le

espeté con suficiencia—. ¿Cómo vaa pasar un río por debajo de unclaustro?

—Vaya a verlo, don Isidoro,que no le miento.

—Venga, venga, tira. Luegoiré. Y si has conseguido esos sitios,¿qué haces aquí? Corre, no te losvayan a quitar.

—No hay problema, me losguarda una recién parida. Le heprometido que pescaría unastruchas para cenar y, tal y comobaja el río, creo que podría hacerlo

desde las mismas ventanas delclaustro.

Miré al muchacho con unamezcla de orgullo y lástima.

—Anda, toma —dije dándoleuna moneda—, por si no pican. Queno le falte pescado a esa madre.

Estuve tentado de ir a echarun vistazo a ese sitio tan curioso,pero preferí esperar a queoscureciera para afrontar la masade desgraciados con los que iba atener que pasar la noche. Dediquéun rato a vagar por los alrededores.

De sobra es conocido que dondehay universidad no falta burdel, yOñate no era una excepción. Sulupanar, aunque modesto, noandaba mal surtido. Se veía que losestudiantes guipuzcoanos eran tanaficionados a las mujeres como altrinquete. Con lo de «modesto» mequedo corto. El local era unabodega sin nombre y con tan sólodos luces encendidas sobre eldintel de la puerta, así que el jovenseñor de Tréville no lo tuvo fácilpara encontrarme. La única vez quehabía visto a ese caballero había

sido en Vitoria en casa delembajador de Francia y, así, depronto, me sorprendió querecordara mi nombre y me trajeraun mensaje. Se trataba de un billetedoblado en cuatro, sin nombre nidirección, que identifiqué deinmediato en cuanto lo abrí, y aunantes de ver la letra. En el interior, amodo de firma, iba la pulsera decuero rojo que le había regalado aMicaela.

Apretándola en el puño, leí lanota:

Acompaña al portador de lapresente a la comida en laUniversidad. Es de confianza.Te espero en la capilladespués de la misa. No faltes.Es urgente.

El corazón me dio un vuelco.La letra era de Micaela, pero ¿porqué querría verme así de repente?¿Qué había cambiado? Pensé sidebía negarme, pero tampoco me vicon fuerzas. Hacía tanto quedeseaba verla que me agarré aaquellas pocas palabras como a un

clavo ardiendo.

—¿Tiene usted idea de qué setrata? —pregunté al joven Tréville.

—La condesa se lo explicará.

—Pero ¿por qué en la fiestadel duque?

—Porque no tendrá otraocasión de verlo discretamente.

—¿Cómo que no? Cualquiermomento será más discreto que enmitad de una fiesta. Puedo ir luegoa verla a donde vaya a pasar lanoche.

—¿No lo sabe? La condesa deCameros ahora es dama de la reinay pasará la noche en la Universidad.

—¿Dama de la reina? ¿Desdecuándo?

—Desde que salimos deVitoria. Venga conmigo, por favor.

Obedecí sin más preguntas.En realidad le habría seguido dijeralo que dijese, aunque la intenciónde la condesa fuera darme de palossentado al revés en un pollino y sincamisa.

Cruzamos el río cerca de laiglesia de San Miguel —en efecto seveían los muros de un claustrosobre el río, una construcción raraaunque muy hermosa, con unescudo con dos soles en cadaparamento— y pasamos loscontroles establecidos por lacompañía de Vergara, que seencargaba del perímetro deledificio y de la seguridad en elpueblo, una pequeña victoria quepodía apuntarse el virrey Idiáquez.Lo último que vi antes de entrar en

la Universidad fue el coche doradodel conde de Villamediana tiradopor un precioso tronco de caballosde capa tan negra que azuleaban alsol.

La fiesta era multitudinaria,quizá por eso me había invitadoMicaela. Había tanta gente que eracasi imposible que nadie notara mipresencia. Aquél parecía elmomento elegido por Uceda paradar el golpe de gracia a su padreausente, una demostración depoder e influencia, la ocasión deque todo el mundo supiera hacia

dónde empezaba a soplar el nuevoaire de la monarquía.

Nada más entrar en el zaguánla mirada se me fue primero alprecioso artesonado de madera yluego hacia la capillaresplandeciente que había a laderecha. La luz no sólo procedía delsol que se filtraba por sus dos altasventanas, sino de los cientos decirios que hacían titilar eldeslumbrante retablo dorado. Elsuelo, de piedra y madera, estabacubierto casi en su totalidad dericas alfombras y se veían

esparcidos, sin orden aparente,numerosos almohadones para quese acomodaran las damas. En lasesquinas ardían pebeteros cebadoscon pastillas de almizcle y ámbar.

Salimos al patio, un espacioprecioso con columnas ybarandillas de arenisca, quequedaba sin embargo ninguneadopor el despliegue de riqueza que loadornaba. La galería a la izquierdade la puerta principal y la deenfrente estaban ocupadas por unaenorme mesa corrida, separada enel ángulo por un estrado de un

codo de alto ricamente vestido dealfombras y cojines berberiscos, dela India y de China, y con cuatrocolumnas en los ángulos parasostener un tejadillo de terciopelo.Por si alguien tenía duda de quiénmandaba en la comitiva, lasparedes de las dos galerías habíansido cubiertas por tapices en losque era protagonista la familiaSandoval. En uno se veía a donDiego Gómez de Sandovalsirviendo a la reina Urraca y aAlfonso VII; en el siguiente aFernando Díaz de Sandoval en la

toma de Baeza, Úbeda y Almería;un poco más allá aparecía DiegoGómez de Sandoval junto aFernando III en la conquista deSevilla y Córdoba; a HernánGutiérrez de Sandovalacompañando a Juan I en la batallade Aljubarrota; a Bernardo deSandoval cuidando de Juana la Locaen Tordesillas y luchando luego porel emperador en Villalar… En fin,que de creer aquel despliegue, nadaimportante había pasado en Españasin que hubiera de por medio unSandoval acuchillando, sufriendo o

muriendo por su rey.

Perdí de vista un momento aTréville y, mientras esperaba suregreso, me aculé bajo un arco parapasar lo más desapercibido posible.Los corrillos de noblesmenudeaban, y todos saltaban deunos a otros saludándose condistante cortesía o estrechando lasmanos con verdadero afecto. Porallí se movían muchos Grandes deEspaña y numerosos caballerosfranceses de la comitiva de laprincesa de Asturias, que se habíanacercado para ver cómo marchaba

su reina. En aquel rato vi a losduques del Infantado, al conde deVillamediana, al duque de Lorena,al conde de Lemos, al duque deOsuna, al de Sessa, a Véronique deBodineau, a Carlos Pallachehablando con el embajador deAustria, al marqués de Rochefort…Procuraba no fijarme mucho enninguno para que a su vez nadie sefijara en mí, de modo que amenudo bajaba la vista al suelo o ladesviaba a la mesa preparada parael banquete. Sobre la finamantelería de Alemania brillaba en

todo su esplendor el ajuar de platalabrado por el maestro Zabalza;medio Potosí hecho salseras, jarras,bandejas y platos. Entremedias, seveían una docena de servilletasdobladas y anudadas de tal formaque parecían animales.

Un toque de campana fue laseñal para que todos los presentesnos dirigiéramos a la capilla de laUniversidad, que pronto se llenó deToisones de oro. El resto nosinstalamos en el corredor inferiordel claustro. Recuperé entonces elcontacto con el joven señor de

Tréville, que reapareció conexpresión preocupada paraconfirmarme que la cita tendríalugar cuando acabara la misa.

Todo resultaba extraño.Micaela debía de haber pagado aldiácono para asegurarse un poco deintimidad llegado el momento,pero no acababa de imaginar porqué. Tal vez la estatua de mármolen que creía que se habíaconvertido tuviera sentimientosdespués de todo. De pronto caí enlo desaliñado de mi aspecto.Después de tantos días de viaje y

tanta tensión había perdido peso,se me había chupado la cara y mebailaba la ropa. En mi estado temídespertar más pena que amor.

Esperé con paciencia el finalde la ceremonia. Misa solemne, 1 denoviembre, día de Todos los Santos.Resultaba imposible acercarse a lapuerta de la capilla, pero tampocohacía falta para seguir la misa. Supeque había llegado a la consagraciónporque los asistentes searrodillaron y el efecto se extendiópor el patio como las ondas de unestanque. Pasada una hora larga las

campanas anunciaron el final y lagente se aplastó contra las paredespara dejar salir primero a doña Anay al duque de Uceda. El rey, alparecer, estaba de caza.

Era la primera vez que veía decerca al duque. Decididamente elconde de Lemos, su primo, separecía más a su padre que él, queera como una miniatura de Lermapero con menos pelo, mejillashinchadas y barbilla redonda. Yademás iba mal afeitado. Teníamérito, considerando que contabacon un servicio permanente de tres

barberos, pero Su Excelencia eralampiño, tenía la piel muy fina yblanca y los pelos asomaban comocañones de plumas de gallina amedio arrancar.

La reina, sin embargo, estabapreciosa y se movía con grannaturalidad a pesar del traje tanaparatoso que llevaba: se trataba deun vestido de satén verde conbordados de oro y plata, mangasperdidas y atadas a los brazos congrandes diamantes, una gorgueracerrada y un pequeño tocado ajuego sobre el que bailaba una

delicada pluma de garza. Justodetrás de la reina caminaban, codocon codo, la condesa viuda deLemos y Véronique de Bodineau.

No vi a Micaela. Supuse quese habría quedado dentroesperándome mientras aquel río dejoyas, sedas, terciopelos y brocadosembocaba hacia las mesas. La reinay sus damas fueron las primeras enacomodarse en la tarima,removiéndose con sus vestidoscomo una nidada de lluecas y,cuando ellas estuvieron sentadasentre grandes almohadones

cuadrados, se empezaron adistribuir los nobles con más omenos discusiones a medida que elprotocolo los alejaba del centro. Enmedio del barullo, el mayordomodel duque golpeó el suelo de piedracon su bastón, se arrodilló ante lareina y anunció con voz profunda:

—Majestad, el señorCo ington, embajador de SuMajestad el rey Jacobo I deInglaterra.

Co ington, un digno ancianode barba larga y traje a la española,se adelantó seguido por un grupo

de gente bastante extraño.

—Majestad, excelencia —dijoCo ington inclinándose ante lareina y el duque—, permítanme queles presente a George Villiers,enviado especial de Su MajestadJacobo I.

El tal Villiers dio un paso alfrente y se inclinó a su vez en señalde respeto. Se trataba de un jovende unos veinticinco años, alto yguapo a pesar de ir vestido con eseestilo de damero que los inglesescreen elegante: cuello a lo francés,hombros y mangas italianos, jubón

corto a la holandesa, anchoscalzones españoles y botas polacasrojas. Casi hacía daño a la vista,pero había que reconocer que apesar de todo el joven teníaempaque.

—Ah, sí, Villiers —murmuróUceda distraídamente—, noshabían anunciado su visita. Seabienvenido, caballero.

El joven inglés tardó encontestar. Se quedó un instanteabsorto mirando a la reina, se diríaque grabando a fuego en sumemoria aquel momento. La joven

Ana parecía tan prendada delcaballero inglés como él de ella y,por un instante, creo que todostuvimos la sensación de haberdesaparecido para la pareja.

—Adelante, señor Villiers…—carraspeó incómodo elembajador.

—Majestad —dijo éstevolviendo en sí—, el rey Jacobo meenvía para transmitir su másferviente enhorabuena por susesponsales con el rey de Francia, asícomo para reiterar su deseo deamistad y concordia entre nuestros

pueblos.

—Me alegra oír eso, señorVilliers —dijo de pronto fray Luisde Aliaga, que apareció como porarte de magia detrás del duque—,porque últimamente habían llegadoa nuestros oídos ciertos rumoresmuy inquietantes.

Me extrañó no haber vistoantes a un hombre tan gordo, peroel fraile parecía tener la habilidadde reptar como una serpiente. Detodos modos, fue verlo y percibir suolor. O eso me pareció.

Villiers miró de reojo aCo ington y éste se dio cuenta deque el joven necesitaba ayuda.

—¿Rumores? No sé a qué serefiere, ilustrísima —dijo elembajador.

—Hay quien habla de que laCorona de Inglaterra está buscandouna novia para su heredero entrelas princesas de Saboya, inclusoque contempla la posibilidad decasarlo con una protestante.

—Ilustrísima —reaccionóVilliers, que había entendido con

quién trataba—, le aseguro que nohay nada de eso, todo lo contrario.Nada complacería más a SuMajestad el rey Jacobo queformalizar un compromiso entre suprimogénito y heredero y la infantaMaría.

Aliaga asintió sonriente.

—La infanta aún es muyjoven, caballero —dijo en tonodistendido—, pero agradecemos alrey su interés. Lástima que losmensajes de su afecto sean tancontradictorios.

—¿Qué prueba de amistadnecesitaría el rey Felipe paraconvencerse de la buena voluntadde Jacobo? —exclamó de prontoexpansivo el joven enviado.

Aliaga entrecerró los ojos yestiró sutilmente el cuello.

—Tengo entendido que sirWalter Raleigh está detenido —dijobajando la voz.

Se hizo un silencio ominoso.Sir Walter Raleigh era una denuestras bestias negras a lasórdenes de la difunta reina Isabel,

el campeón de la luchaantiespañola. Navegante,explorador, corsario, colonizador,partidario de apoyar siempre aHolanda y de la guerra abiertacontra nosotros, fue uno de losjefes de la armada inglesa queasaltó Cádiz hacía veinte años,ataque en el que se perdieron cercade cien navíos y los confederadosobtuvieron un botín de casi veintemillones de ducados. Además fueuno de los mayores propagandistasen nuestra contra. Si no recordabamal, suyo era el escrito calumnioso

en el que nos acusaba de haberasesinado a treinta mil niños en laHispaniola por el simple gusto dematar, y aún decía que se quedabacorto.

—En efecto —reconociócauteloso el inglés—. Essospechoso de participar en actosen contra de decisiones de laCorona, pero se trata de un asuntomenor e interno, sin importancia.No veo en qué puede afectar susituación a las buenas relaciones denuestros reinos.

Aliaga habló despacio y con la

mirada fija en la del otro.

—Sir Walter es enemigo deEspaña, señor Villiers, y por tantolos verdaderos amigos de Españadeben tenerlo también porenemigo.

Villiers no pudo evitar echarun vistazo a Co ington, que habíapalidecido y aguantaba con la vistaclavada en el suelo. Tragó saliva.

—Desde luego, ilustrísima —dijo el joven con aplomo—. SirWalter será castigado.

—Por alta traición —recalcó

Aliaga—. Ése sería un gesto debuena voluntad que Su Majestadvaloraría en su justa medida.

Villiers dudó unos segundos.La condena por alta traición era lamuerte por decapitación, pero vioque el confesor real no seconformaría con menos, así queasintió con firmeza y luego,cambiando el tono, volvió adirigirse a la reina de Francia.

—Pero hoy es un día deregocijo y, para festejar este felizencuentro, me he permitido traerun ligero entretenimiento en

homenaje a Su Majestad.

El ambiente pareciódescargarse de golpe. Todosrespiraron aliviados.

—Adelante, señor Villiers —leanimó Uceda—, ¿de qué se trata?

—Majestad, señor duque,ilustrísima. Tengo el gusto depresentarles a los King’s men,nuestros mejores comediantes: losseñores Heminges, Fletcher,Burbage, Condell… —Los aludidosdieron un paso al frente y luego seinclinaron hasta quedar con la

cabeza a la altura de la cintura. Suaspecto era muy llamativo: todosvestidos con una librea tan rojacomo las botas de su patrón—. Loscaballeros han preparado en suhonor una sorpresa que espero seade su agrado.

Uceda los miró con reticencia.Parecía esforzarse en ver desde quéextraña perspectiva podía alguienllegar a considerar a unossaltimbanquis como un regaloadecuado en una boda.

—¿King’s men? —dijoVillamediana saliendo de entre el

público. El conde, infinitamentemás sensible al mundo cultural queel duque de Uceda, se había dadocuenta de las dudas de éste y seapresuró a dar la réplica debida alinglés—. Disculpen mi intromisión.Majestad, excelencia, ilustrísima —dijo dirigiendo a éstos unareverencia antes de volver a sudiscurso inicial—. ¿Los «Hombresdel Rey»? Mi padre me habló deustedes. Él formó parte de ladelegación española en laconferencia de Londres cuando sefirmaron las paces y me contó que

ustedes les atendieron y lesentretuvieron las noches de lasnegociaciones. Debo decir quevolvió deslumbrado. Hablabamaravillas de su compañía, enparticular de uno de ustedes,Chespir, creo.

—William Shakespeare.

—Exacto. Shakespeare. ¿Lesacompaña?

—No, me temo que el maestroShakespeare ya no viaja —respondió uno de ellos con vozalegre y bien modulada—. Anda

medio retirado de las tablas yapenas escribe. Pero me alegra quedejáramos tan buen recuerdo.

Uceda alzó la mano paraindicar que iba a intervenir, perotardó tanto en arrancar que seprodujo un instante dedesconcierto.

—Y díganos, maestro…

—Fletcher —respondió elaludido.

—Fletcher. ¿Qué sorpresa esésa que nos tiene preparada?

Estaba claro que el duque no

veía aquello con buenos ojos.Aunque cortés, había hecho lapregunta en un tono tan desganadoque parecía no desear respuesta.Comprendí las dudas de su padre,su íntimo deseo de que Lemoshubiera sido su hijo y no aquel sinsangre, y me di cuenta delverdadero alcance del poder de frayLuis de Aliaga.

Fletcher, inmune a la tristezapegajosa del duque, siguióhablando con la misma ilusión delprincipio.

—Hemos preparado por

primera vez en español unacomedia, escrita precisamente porel maestro Shakespeare y unservidor, basada en una historiaque sale en el Quijote de donMiguel de Cervantes. Se titula Lahistoria de Cardenio.

El duque de Uceda lo mirócomo quien oye llover. Por suertealgo le impidió preguntar quién eraCervantes y qué era ese Quijote.

—Como Guillén de Castro…—apuntó Villamediana.

El inglés no entendió el

comentario.

—¡Hombre! —exclamóentonces la Bodineau divertida—.Pero ¿es que también se lee elQuijote en Inglaterra?

—Hace tres años que elmaestro Shelton publicó latraducción de la novela, señora —respondió Villiers—. Pero muchagente la conocía de antes y le puedoasegurar que es un éxito.

—No sabe cuánto me alegro,yo también soy una admiradora dedon Miguel. Es un detalle muy

hermoso, ¿verdad, majestad? —preguntó la francesa a la reina.

—Desde luego, muy hermoso—respondió esta. Me sorprendió eltono de su voz, firme y cortés apesar de la edad, la misma que lade la pequeña Jasone. Le deseé queno acabara igual, condenada alostracismo y oliendo a mierda enun pequeño castillo.

—Sólo les rogamos un pocode paciencia —dijo Fletcher—.Aunque los actores hablan algo deespañol, han aprendido la obra dememoria hace poco gracias a la

traducción del bachiller Somoza,aquí presente.

Todos miramos al hombre queseñalaba el actor, un tipo pequeño yvestido de negro entre las libreasrojas. El tal Somoza miraba desoslayo a unos y a otros contimidez. Tenía el rostro atezado, lafrente alta, la cara corta y una narizaquilina sobre la que descansabanunos grandes anteojos redondos.Yo diría que miraba con envidia elllamativo atuendo de los actores.

—¡Somoza! —dijo Uceda,contento de encontrar al fin algún

sentido a todo aquello—. Usted noes inglés.

—No, excelencia, nací enCuba.

—Ah, en las Indias. ¿Y cómoaprendió allí su lengua?

—He viajado mucho,excelencia.

Uceda miró alrededorbuscando la complicidad de losotros españoles para dejarconstancia de que eso era ser unhombre cabal, y no los de laslibreas coloradas.

—Señor Villiers —dijoentonces Véronique de Bodineau—,por favor, Su Majestad le ruega quese siente a nuestro lado para quenos pueda comentar la obra,¿verdad, majestad? —dijoseñalando una de las sillaspróximas al estrado.

La reina asintió ruborosa ycon un gesto indicó la misma sillaque la francesa.

Estaban todos tan atraídos por

el magnetismo de George Villiers yde los «Hombres del Rey», quenadie reparó en mí cuando meescabullí hasta el zaguán y crucé laspuertas de la capilla bajo la miradasocarrona del capellán. Seguro queMicaela había pagado bien sutercería haciéndole creer que setrataba de una cita galante. Susonrisa me hizo concebiresperanzas.

La vi nada más entrar. Meesperaba sentada en el suelo de lacapilla, junto a la puerta de lasacristía que se abría a la derecha

del retablo. Su traje oscurodestacaba entre los ocres de laalfombra, y a su alrededor, comotrozos caídos del cielo, se veíanalmohadones de color azul añil conpasamanos de plata. Estaba tanguapa que dolía mirarla.

—Tengo entendido que nopuedes separarte de mi cocina —dijo con una sonrisa.

¿Me sonreía? ¿Por qué mesonreía? Alcé los ojos hacia elretablo. El nicho de la calle centrallo ocupaba una magnífica talla desan Miguel atravesando con su

lanza a Lucifer, representado comoun macho cabrío. El arcángel teníauna expresión indiferente, puro ensu belleza polícroma, pero lamirada triste y resignada deldemonio me llegó al alma. Recordéel friso de la ventana del palacio deBurgos y me pregunté por qué meidentificaría siempre con elvencido.

—Es la cocinera la que mevuelve loco —respondí conindiferencia—, ya lo sabes.

—A mí también. Y no piensorenunciar a ella, aunque ahora se

haya vuelto a Burgos con el resto demis criados. No tenía sentido queme siguieran hasta la frontera.

Me pareció que tenía lasmejillas un poco más llenas, lospechos turgentes, los labios máscarnosos y le brillaban los ojos. Memoría de ganas de besarla, y depronto todo el rencor y el deseo devenganza quedaron en agua deborrajas.

—¿Qué ha sido de ti estosdías? —preguntó de pronto.

—Nada especial. Me las he ido

arreglando como he podido. Aveces, hasta bien —comenté sinintención de dar más explicaciones.Sentí que se mordía la lengua llenade curiosidad, la misma, supongo,que yo sentía en relación a todosesos pretendientes que había oídoque la frecuentaban. Pensé queaquél era el momento oportuno detransmitirle el recado de Osuna,eso de que dejara de ver almarquesito de Peñafiel, y alrecordarlo me llevé la mano alpecho y sentí la cadena de oro quellevaba oculta bajo el jubón. Sin

decir palabra me la saqué y se lapuse al cuello.

—¿Qué haces?

—Acéptala, por favor. Es unregalo del duque de Osuna.

—¿Para mí?

La miré despacio. La cadenaen su pecho lucía mejor que en elmío.

—Es un recuerdo… Para quenunca olvides al marquesito dePeñafiel.

Me miró con la intensidad que

tanto echaba de menos y volví asentir el mismo calor de siempre.Acarició la cadena, la alzó para verbien la filigrana de sus eslabones ysonrió.

—Osuna tiene grandesvirtudes, pero la diplomacia no essu fuerte.

—Supongo que nunca hatenido la necesidad de serdiplomático.

Micaela soltó la cadena.

—La llevaré para que el duquevea que he recibido el mensaje,

pero ahora quiero que medevuelvas mi pulsera favorita —dijo mostrando su muñecadesnuda.

Me emocioné. Saqué del puñodel jubón la pulsera roja decordobán y se la volví a poner en lamuñeca con la misma emoción quela primera vez. ¿Qué está pasando?,me dije totalmente desorientado.

—Me alegra ver que nonecesitas ayuda.

Si tú supieras, pensé. Me dicuenta de que estaba descalza; los

dedos de un pie asomaban bajo elruedo de la falda casi al alcance demi mano y, al tener el codo apoyadoen una almohada, el torso quedabasutilmente girado proyectandohacia mí el busto llamativamentelleno. La piel de sus mejillas era deun suave color canela y se presentíatan fina como harina de arroz.Deseé lamerla como una manzanade caramelo, y luego darle la vueltay echarle la falda sobre la cabezacomo gustaba hacer con susamantes el marqués de Oreña.

Ensimismado en tan elevados

pensamientos no me di cuenta delpequeño silencio que había seguidoa sus últimas palabras.

—A ti tampoco te va mal —me apresuré a decir—. Así quedama de la reina…

Micaela torció el gesto y pusocara de disgusto.

—Qué remedio.

Me hizo gracia el comentario.

—¿Quién te obliga?

—Aquí saltan chispas entre lacondesa viuda de Lemos y

Véronique de Bodineau. Y a laduquesa del Infantado, quepresume de ser amiga de las dos,aunque ninguna la aguanta, se leocurrió meterme a mí en mediopara calmar los ánimos.

—¿Tú para calmar los ánimos?

Pretendía ser un piropo, perosonó sarcástico. Micaela prefirió noindagar el verdadero sentido de mispalabras.

—El caso es que me incorporéal séquito el segundo día queestuvimos en Vitoria… Al día

siguiente de tu visita a mi cocina.

—Esperaba que Lluïsa fueramás discreta… —dije torciendo elgesto.

—Eso da igual ahora, Isidoro.Escucha, porque no tenemosmucho tiempo. Estoy muypreocupada. Sé que está pasandoalgo, pero no sé qué hacer ni aquién acudir.

—¿Y crees que yo soy el másapropiado? Si te refieres al asuntoese del pliego de cordel y la peleasorda que mantienen Lerma,

Lemos, Uceda y Aliaga por ponersea la derecha del rey…

—¿Qué pliego? —preguntódespistada.

—¡Cómo que qué pliego!Serás la única que no lo ha visto. Elque se distribuyó en Briviescaacusando a Lerma de ladrón; el quele animó a volver a Burgos y pediral nuncio el capelo cardenalicio.

—Ah, ya, ya. Sí. Lo conozco,pero no tiene nada que ver con esto.Lo que temo es que la reina esté enpeligro.

—¿La reina? ¿Qué te hacepensar eso?

—¿Conoces al embajadorfrancés?

—¿A Brûlart de Sillery?

Asintió.

—Lo conocí hace un par dedías, en Vitoria. Acompañé aLemos a hacerle una visita.

—¿A Lemos? —le tocópreguntar a ella.

—El conde tenía que tratarunos detalles de las entregas de las

princesas y me llevó comodistracción. Para hablar deliteratura.

—Menuda distracción… —murmuró despectiva. Noté que lehabría gustado jugar más con esaidea, devolverme el sarcasmo deantes, pero volvió al tono anterior—. ¿Notaste algo extraño?

—Que estaba enfermo, peroconfiaba en recuperarse pronto.

Micaela asintió pensativa.

—La condesa viuda de Lemosme pidió que enviara a un médico

para asegurarse de que elembajador no tenía nadacontagioso. Ya sabes cómo es dequisquillosa; no quería correrningún riesgo de que la reinaenfermase a diez días de la cita enla frontera. Obedecí, claro está, ypor la tarde pedí a un médicoamigo que lo visitara. El caso es quelo vio tan mal que ordenó que semetiera en la cama de inmediato yél se instaló a su cabecera.

—Me alegra que lo hayanatendido. Desde luego el hombretenía muy mala cara.

—No, espera, ahí no acabatodo. Esta mañana he recibido unacarta del médico que me haasustado. Dice que cree que elpaciente ha sido envenenado.

—¿Envenenado? ¿Elembajador? Pero ¿dónde estáahora?

—Sigue en Vitoria. El médicome cuenta que, al no tener claro eldiagnóstico, decidió consultar a uncolega en cuanto la Corte hubopartido y la ciudad se tranquilizóun poco, y dio la casualidad de queese colega había tratado hacía poco

a varios miembros del gremio depintores aquejados de una dolenciacon los mismos síntomas que elembajador y que además coincidíancon los descritos en algunostratados antiguos relacionados conenvenenamiento por ingesta deplomo.

—¿A qué síntomas se refiere?

—Hablaba de vértigos,dolores abdominales, vómitos yuna marca muy curiosa, una líneanegra en las encías.

—Yo fui testigo de los mareos,

los vómitos y vi esa línea negra ensu boca. Pero ¿qué tienen que verlos pintores con el plomo?

—La culpa la tiene el colorblanco. Al parecer obtienen esecolor diluyendo plomo en vinagre yluego se lo tragan sin querer almanipularlo…

—Pero ¡cómo se van a tragarla pintura…!

—El otro médico piensa quees por la costumbre que tienenmuchos de sujetar los pinceles conla boca… No sé, pero en el caso del

embajador no puede ser unaingesta accidental.

—¿Entonces?

—Mi amigo cree que se lo hanestado suministrando en lascomidas. Plomo en polvo, y durantebastante tiempo.

—¿Cuánto?

—Eso no lo especifica.

—¿Se recuperará?

—Sí, con una dieta apropiadase recuperará. Ha tenido suerte.

—¿Piensa que querían

matarlo?

Micaela asintió.

—¿Quién lo sabe?

—Tréville, la reina, tú y yo.Nadie más.

—¿Tréville?

—Te resultará extraño, peroconfío plenamente en él. Es muyjoven y su fidelidad a la reina esabsoluta.

Dos golpes en la puerta nospusieron sobre aviso. Se abrió unade las hojas y asomó la cabeza de

Tréville, que al parecer había estadomontando guardia. Nuestro tiempohabía terminado. La comida iba aempezar y no era prudente seguirhablando juntos ni dar pie a queecharan en falta a Micaela.

—¿Qué puedo hacer yo? ¿Quéquieres que haga?

—No sé… Que pienses. ¿Aquién le puede interesar matar alembajador?

—¿No será un asunto de celoso algo así? —Pensé en lo másevidente, una venganza personal.

—El embajador viaja solo, nole acompaña esposa ni amante.

—Está bien. Por ahora nohables con nadie y ten cuidado conlo que comes. Algo se me ocurrirá.¿Dónde duermes?

—Con el resto de las damasde la Casa de la Reina.

—¿Todas juntas?

—No hay habitacionesdisponibles, todo está lleno.

—¿Y las habitaciones de loscolegiales?

—Ésas son magníficas, peropor orden del rey las mantienen susdueños.

—Yo te había reservado unacasona fantástica —dije conmelancolía.

Micaela sonrió de nuevo igualque cuando me vio entrar en lacapilla.

—¿Estás decepcionado?

Me encogí ligeramente dehombros; el cansancio me pesabaen la nuca.

—Supongo que esperaba otra

cosa —confesé en un susurro.

—¿Como qué? —dijomordiéndose el labio.

La miré unos segundos ydecidí confesar. No tenía nada queperder.

—No he descuidado tusasuntos, Micaela. He seguidoinvestigando lo del contrabando deplata, y no creo que te guste lo quehe descubierto.

—¿El qué? —preguntó ellacon verdadera curiosidad. Desdeluego, no le sorprendió la

confidencia; creo que en el fondosabía que yo seguiría adelante.

—Que seguramente donRodrigo Calderón está detrás detodo, y que Cosme Vecino hamantenido con él la ficción de quetu marido seguía vivo. Por eso creoque le entró el miedo, por laposibilidad de verse descubiertopor su jefe.

—¿Seguro? He recibido unaoferta del copropietario del SãoCristóvão, el tal Tadeo Amézquita,para comprar la parte de mimarido.

—Responde a una orden deCalderón. Es él quien le mandacomprarlo; lo sé porque he visto lacarta y, además hay otro detalle:Tadeo fue juzgado hace unos añospor contrabando y falsificación demoneda, pero el caso fuesobreseído por un juez que meconsta que es amigo del marquésde Sieteiglesias.

Micaela me escuchabaconcentrada, intentando poner cadanuevo dato en su lugar.

—Y además sé que Vecinotrabaja para Calderón desde hace

mucho tiempo porque ya aparecerelacionado con la desaparición deun hombre llamado Francisco deJuara.

—¿Juara? —exclamó ella—. Yoconocí a Francisco de Juara —dijocon seguridad, y yo me quedé conla boca abierta—, aunque no sabíaque trabajaba para Calderón. Yocreía que era el agente de uncomerciante alemán porque solíahablar con mi marido de máquinasy artilugios. ¿No viste ningunacarta suya cuando revisaste elarchivo?

—No, ninguna. Y lo habríanotado porque ya sabía de suexistencia. Lo curioso es que, segúnun testigo, Vecino fue de losúltimos que estuvieron con Juaraantes de que éste desapareciese.

—¿Crees que lo mataron?

—No sé. Es posible, aún noestoy seguro, pero me enteraré. Telo prometo. Deja que me encarguede la venta del barco, que hable conAmézquita de negocios. Tal vezlogre sonsacarle algo de todo lodemás.

Micaela asintió con unasonrisa resignada.

—Necesitaré que me des sucarta con la oferta.

Micaela volvió a asentir.

—Si necesito algo, mecomunicaré contigo a través deTréville.

—¿Tréville? —No dejaba desorprenderme aquella recienteintimidad—. Sí, claro.

—Él te tiene en mucha estima—dijo como si ella misma no se loacabara de creer.

—Es mutuo —contestémordaz—. Un flechazo. Seguro quees un buen hombre.

Salió Micaela de la capilla, yoesperé unos minutos y me fui encompañía de Tréville a una de lasmesas de lacayos que habíanmontado en el extremo opuesto delpatio, no lejos de donde unaorquestilla tocaba una músicasuave. Soy incapaz de describir miestado de ánimo. Por un lado, felizporque de algún modo extrañohabía recuperado el lazo que meunía a Micaela, reforzado por esa

promesa hecha en última instanciade aclarar sus asuntos, y, por otro,profundamente triste porque apesar de todo sentía entre nosotrosuna fina pared de cristal queimpedía que volviéramos a estarjuntos.

Al cruzar el patio me llamó laatención el pequeño tablado queestaban montando los ingleses amodo de escenario frente al estradode la reina. La trasera estabaadornada con colgaduras de seda ydamasco pendientes de untingladillo de postes y el frente con

una tira de paño en la que serepetía el escudo de Jacobo I conlos leones de Inglaterra, las lises deFrancia —corona a la que los reyesingleses no se cansan de aspirar—,el león rampante escocés y la lirairlandesa.

Encontramos sitio junto a LuisVélez de Guevara, viejo amigo demi época de soldado, secretario delconde de Saldaña y reputadoescritor de comedias, que me hizoseñas en cuanto me vio.

—¡Isidoro! ¡Qué alegría verte!¿A quién acompañas? ¿Sigues con

la condesa de Cameros?

—No, he venido con un amigo—dije señalando a Tréville.

—¿Quién es ese tal Villiers? —preguntó el francés haciéndose eldespistado.

Tréville era decididamente untipo listo, con aquella simplepregunta evitó que siguieranindagando sobre nuestra relación.

—Ni idea —dije yo buscandoayuda entre los que nos rodeaban.

—El nuevo favorito del reyinglés —respondió como un rayo

Luis Vélez de Guevara—, quien nose recata en alabar su belleza,aunque dicen que conoce mejor sunuca que su rostro.

—¿Es que Jacobo…?

—Nunca han estado lasdoncellas más seguras en la Cortede Inglaterra —declamó Luis comosi fuera un trovadorcontemporáneo de Chaucer—. Noasí los mancebos. En eso puedepelearle la palma a la mismísimaReina Virgen.

—Cuidado con lo que dices,

Luis —murmuré yo mirandodiscretamente alrededor. A nuestraderecha había un grupo de criadosde los duques de Osuna y de Sessaentre los que estaba Lope de Vega,pero a nuestra izquierda habíavarios lacayos ingleses.

—No hay por qué —respondióél con naturalidad—. Dicen que nose molesta en ocultarlo, no creas.Será que, cuando uno ya estácondenado al infierno por hereje, lomismo da un pecado más o menos.

A una orden del mayordomoentró una fila de lacayos con

candelas en la mano para encenderlos velones de plata de diez o docepicos cada uno que había cada dosvaras en la mesa de los señores.Cuando todos estuvieronencendidos fue como si brillara elsol en el claustro bajo de laUniversidad.

Entonces empezó el banquete.El mayordomo abrió el paso a unafila interminable de porteadores debandejas con todo tipo de carnes,verduras y pescados. La cena en síera un espectáculo en el que sedaba culto a todos y cada uno de los

sentidos. Había fuentes con ruido,flores con aromas, música variada,pinturas… Y todo regado conmagníficos vinos blancos y rojos,aguardientes y agua de sabores.Empezada la primera tanda decincuenta platos, trajeron a unagiganta recién llegada de Indias a laque pretendieron hacer bailar conuna enana en cada brazo, pero laimagen resultaba patética y elduque ordenó que se retiraran.

Por su parte, los inglesesacabaron de montar su escenario ydio comienzo la obra. Dos hombres

entraban en escena, y el más jovendecía:

—Ilustre padre, contra tucostumbre hablas de lo que llena detristeza mi corazón.

—Hijo mío, ¿por qué? Hablarfamiliarmente de la muerte nocavará un instante antes mitumba…

Dejé de prestar atención. Aúnle daba vueltas a lo que acababa dehablar con Micaela y me distrajeobservando a las damas del estradoy a los caballeros de las mesas

principales. Las cucharas entrabany salían de las soperas colocadas enel centro y los comensales nodudaban en ayudarse con lasmanos cuando no querían que seles escapara un tropezón apetitoso.Vi a fray Luis de Aliaga chuparseruidosamente los dedos en señal deaprobación y al duque de Osunaescupir en el plato con naturalidady limpiarse la barba con el mantelcuando le sobrevino un acceso detos. La reina de Francia, másinclinada a la carne que a losguisos, desmigaba con las manos

un pajarito asado que había sacadode un huevo amontonado bajo unaenorme gallina viva con las patasatadas a un marco de madera. DoñaAna iba echando los huesecillos almantel y se llevaba la carne a laboca en pequeñas bolitas mientrasconversaba con las damas conquienes compartía la únicaservilleta del estrado. Cerca de ella,el conde de Lemos se giró parasonarse con los dedos, y luego dejóque un enorme podenco se loslimpiara de un lengüetazo que élagradeció con un par de golpecitos

en la cabeza. Lo del duque delInfantado y su dentadura era unespectáculo aparte. Era de lascompletas, de esas que las dospartes van unidas por finísimosflejes en forma de arco queseparaban mecánicamente losdientes después de cada bocado. Elduque se la sacó de un bolsillo deljubón y se la colocó en la boca,mordió dos veces al aire conaspecto feroz y acto seguido semetió un puñado de almendras. Enfin, todo era refinamiento,donosura y elegancia.

Poco a poco lasconversaciones se fueron apagandoy cada vez más comensalesprestaron atención al tablado de losingleses, donde un hombre vestidode mujer declamaba con vozcompungida:

—¡Ya voy, padre! Si tú,Cardenio, sientes tan sólo la mitadde mi dolor, ven en mi ayuda másveloz que el tiempo.

Pensé que estaría disfrazadopor algún motivo, que a lo mejoraquélla era una bufonada ridícula yno una comedia al uso, pero no

comenté nada con los que merodeaban, que estaban tan absortoscomo yo. Al frente del tabladohabían colocado cuatro velonescomo los de las mesas, de modoque el escenario quedaba bieniluminado en el centro del patio.Los actores que no estaban sobre latarima se agrupaban de pie tras losbiombos, todos salvo Heminges,que seguía el libreto sentado enuna banqueta vestido de DonQuijote, con la coraza, una adarga asus pies y una bacía de barberocalada en la cabeza.

La obra siguió adelante condos paños pintados como paredesde un palacio y una silla alrededorde la cual se movían los actores. Setrataba de Cardenio y Luscinda eldía en que ésta iba a casarse con eltraidor Fernando.

—¿Sabes lo mal que van lascosas? ¡Bienvenido seas a esta mipostrer hora buena! Se fue elverano alegre con festejos…

—¿Y ése? —pregunté al ver enel escenario a otro joven lánguidovestido de mujer, con la carablanqueada y las mejillas y los

labios coloreados de rojo.

—En Inglaterra no hayactrices —aclaró uno de los amigosde Luis—. Los papeles femeninoslos hacen hombres.

—¡Acabáramos! —exclamé—.Pues resultan ridículos, no hayquien se los crea.

—Los puritanos ingleses sonridículos. De nosotros dicen queusamos meretrices para representara las mujeres honestas y que eso esinaceptable.

—Las comediantas no son

putas —protestó Luis Vélez—. Yaunque lo fueran, ¡qué coño! Mejoruna puta que un bujarrón.

—Tampoco ellos sonbujarrones.

—Pues lo disimulan mal.Estarán castrados.

Presté más atención a la obraa ver si me enteraba de algo. Alprincipio me costó coger el hilo, yno sólo por el pésimo acento de losactores sino porque, aunqueconocía la historia de Cardenio tal ycomo la cuenta Cervantes, en la

obra había escenas que no estabanen el Quijote.

—Con estas comediantas notendría mucho que hacer, ¿eh,maestro? —se burló el duque deSessa acercándose por detrás aLope de Vega y palmeándole laespalda.

Hacía año y medio, más omenos, que Lope de Vega erasacerdote, pero ni su fama deconquistador había remitido, ni losservicios que solía hacer para elduque de Sessa habían cambiado,pese a sus continuos ruegos. Tantas

ocasiones había suplicado sernombrado capellán como veces selo había negado el duque para quesiguiera cumpliendo los encargosde tercería que tanto le complacían.

Una vez abierta la veda por elduque, otro de los comensales seanimó a lanzar otra impertinencia:

—¿Qué podría hacer undirector de una compañía inglesapara conseguir una obra de Lope sino puede ofrecerle a cambio a laprimera actriz?

Una carcajada general estalló

en su zona de la mesa.

—¡Señores! —dijo Lope muydigno—. ¿No ven mi atuendo? Si noquieren respetarme a mí, respetenal menos el alzacuellos. Les oigohablar y recuerdo a un hombre deotra vida. Sepan que vine a estereino de Navarra dispuesto a hacerpenitencia en una tierra dondenunca ofendí a Dios.

Pensé en Josefa Vaca, suamante en los fríos meses deseminario, cuyo recuerdo debía dehaber dejado en las aduanas deVitoria, y en Lucía Salcedo, «la

Loca», quien después de alegrarlelas noches de los últimos meses noparecía haber dejado tampoco unaprofunda huella en su memoria.

—No entiendo nada de estaobra —susurró Tréville, haciendoque dejara de prestar atención aLope y a sus amigos.

—No se esfuerce. Es unahistoria de amores cruzados,matrimonios secretos, honor enentredicho, envidias, celos y finalfeliz. Basta lo del final feliz parasaber que todo es fantasía —resumíarrastrando las palabras.

Me dedicó una miradasocarrona. Al final iba a ser verdadque le caía bien, como decíaMicaela, aunque seguía sinentender la razón.

—Y más si le cuento que todose arregla gracias al empuje, elvalor y la voluntad de una de lasmujeres.

—¿Cuál? —preguntó curioso.Aquello le había hecho gracia.

—Dorotea, la labradora. Sólopor eso habría que quemar elfolleto.

—¿No cree que una mujerpueda gobernar esos sentimientos?

—¡Oh! ¡Sí!, gobernarlos sí —murmuré pensando en Micaela—.Sin duda. Ya lo creo que puede.

—Confía en mí —declamó elhombre vestido de Luscinda—, quehe pensado en cómo frustrar estaboda. Escúchalas… —En efecto,suena la campana de la Universidad—. Las campanas que doblan pornosotros…

Volví a distraerme con eltrajín que se traía Infantado con su

dentadura: se la sacaba de la bocapara hablar, se la volvía a meter,comía un poco como si fuera unperro intentando morder unamosca, se la sacaba para acariciarsecon un dedo las encías y, al final, sela frotó en la bocamanga y la volvióa guardar en el bolsillo. Busquéentonces a Micaela en el estrado yla vi en segundo plano, detrás deVéronique de Bodineau, a quien sinembargo se veía muy suelta. Lafrancesa parecía estar en su propiacasa y daba la sensación de ser laanfitriona de la reina, de George

Villiers y del conde deVillamediana. Una corriente desimpatía parecía fluir entre aquelgrupo tan desigual.

Tuve ganas de orinar, peroantes de levantarme busquédespacio al marqués deSieteiglesias. Nada me apetecíamenos que encontrarme con él ytener que justificar mi presencia enla cena, pero no lo vi. El hombredebía de encontrarse tan inseguroque rehuía los actos públicos.Aproveché el entreacto musical alfinal del acto tercero, mientras los

actores sacaban la silla delescenario y colgaban de fondo untelón con un paisaje de montañas,para desaparecer rumbo a lasletrinas. La voz del que hacía deDorotea me siguió como una cariciaen la nuca al entonar su canción:

With endles teares thatnever cease

I saw a hart lye bleedingWhose greifes did more and

more increaseHer paynes were so

exceedinge…

La letrina no era más que untablón volado sobre el estercolerode la cuadra y un apartado hechocon dos biombos con variascráteras de bronce para facilitar elmanejo de las mujeres, pero ni losinvitados se esforzaban en acertarni los criados tenían cuidado alretirar y vaciar las cráteras, así quea las tres horas el rincón era ya unmuladar infecto con el sueloencharcado. Sin embargo, fue enaquel espacio tan poco acogedordonde se me ocurrió el modo de

solucionar el hacinamiento en quese veían obligadas a dormir lasdamas de la reina. Bien estaba queel rey hubiera dado orden a losaposentadores de no desalojar a loscolegiales de la Universidad, perono había nada en contra de quealguno se fuera por propiainiciativa.

Pregunté al primer lacayo quevi por el racionero de laUniversidad, y me señaló unapuerta junto a la cocina. A mi suavellamada respondió un murmulloque interpreté como una invitación

a entrar. La sala era una pequeñadespensa, en una de cuyas esquinasel racionero había colocado unjergón relleno de paja fresca dondesupongo que debía de echarse sussiestecitas.

—Pero ¡qué hace! —gritó elhombre sobresaltado intentandocolocarse la ropa y ocultar de mivista el libro que leía a la luz de unavela—. ¿Está sordo? ¡He dicho queestaba ocupado!

El sujeto era un cincuentónbajito e hirsuto, con apenas dosdedos de frente y ojos muy vivaces.

Al otro lado del mar, conquistaríaun imperio.

—Perdone, pero busco alracionero de la Universidad.

—Soy yo. ¿Qué pasa? —preguntó rebajando el tonomientras se ajustaba la correa delos valones.

Tengo buena vista. Aunque sehabía dado prisa en taparlo, mesobró tiempo para leer el título dellibro, y él lo notó. En aquelmomento debía de estarpreguntándose qué opinaría yo de

Giovanni Boccaccio y de alguienque leía a escondidas su Decamerón.

—El señor duque de Ucedaquiere saber quiénes son loscolegiales de la Universidad quesiguen ocupando sus habitaciones.

El racionero me miró condesconfianza, pero se abstuvo deresponder que Su Excelencia sabíade sobra quiénes eran esoscolegiales y de preguntar para quéquería saberlo yo. Puestos a hacerpreguntas incómodas, él teníatodas las de perder.

Se rascó la cabeza pensativo.

—Veamos —dijo al fin—. Estáel doctor Armendia, que detenta lacátedra de Prima de Teología y esademás el rector del Colegio.

—¿Cuánto cobra?

Me miró y vio que yo mirabae l Decamerón. Estaba bastantemanoseado para llevar tantos añosen el Índice de los Libros Prohibidos.Nunca sabrá Boccaccio cuánapreciada era su obra en losconventos.

—Ciento cincuenta ducados

anuales.

—¿Quién más?

—El doctor Pero Días, que escatedrático de Cánones.

—Y cobra…

—También ciento cincuentaducados anuales.

Le hice una seña con la manopara que siguiera sin detenerse.

—El doctor Amoscoitigui,catedrático de Vísperas, cienducados anuales; el doctor Mañaca,que detenta la cátedra de Sexto,

también cien ducados; el doctorAcha, catedrático de Derecho, conochenta ducados anuales, y eldoctor Araos, catedrático deFilosofía, que cobra treinta ducadosanuales.

—Perfecto. Muchas gracias.

Sin darle tiempo a reaccionar,me di la vuelta y le dejé por si aúnquería seguir cardando lana,aunque dudé que le quedaranganas después del susto que sehabía llevado.

Volví entonces al patio y me

dirigí a la mesa donde cenaban loscolegiales, un grupo bastante serioen comparación con el resto de lossirvientes de las grandes casas.Pregunté por el doctor Araos, queresultó ser un hombre delgado yfuerte, de unos treinta y pocosaños, de pelo trigueño y ojosverdes.

—¿Podría tener unas palabrascon usted en privado? —preguntémuy cortés después depresentarme como secretario de lacondesa de Cameros. Pensé que ellano me descubriría si llegaba a tener

éxito, y si no poco importaba.

—Claro —respondió él.

El hombre se levantó y meacompañó detrás de una columna.

—Usted dirá.

—Verá, doctor, dirá que memeto en lo que no me llaman, perome parece tremendamente injustoque el resto del claustro cobrecuatro veces más que usted.

El hombre contuvo unacarcajada y no pudo menos quedarme la razón.

—¡Coño! Menos mal quealguien se da cuenta. Empezaba apensar que me había vuelto loco.Por desgracia, ésa es una injusticiaque no está en mi mano corregir.

—Pero puede atenuarla —dijeyo—. ¿Qué me diría si le diera tresducados, más que el sueldo de unmes, y sólo por una noche?

—¿Tres ducados?

—Tres ducados por suhabitación. Por una noche.

Lo repetí despacio por si alfilósofo no se le daban bien las

matemáticas, pero el tipo cazó lacuenta al vuelo.

—Que sean cinco.

Lo miré haciéndome elsorprendido y luego le ofrecí lamano para cerrar el trato.

—Necesito sacar un par decosas…

—Por supuesto. Dentro deuna hora entregue la llave a esecaballero —dije señalando aTréville.

Volví a mi sitio en la mesa aponer al tanto al francés de mi

acuerdo con el maestro. A un ladode la escena el actor que hacía deDorotea cantaba con su preciosavoz aguda, mientras en el otroescuchaban Cardenio y uncaballero.

Woods, rocks &mountaines & you desert places

Where nought but bi ercold & hunger dwells

Heare a poore maids lastwords killd with disgraces

La voz brotaba limpia yluminosa llenando todo el espacio.Parecía increíble que fuera voz devarón.

En cuanto se apagó la música,el actor que hacía de Cardeniodeclamó:

—Os digo, amigos, que meafecta mucho. Este son del cielodifunde dulce paz por todo elalma…

A la obra no le faltaba muchoy pronto se daría por terminada lacena. Había tenido suerte y no

había sufrido ningún encuentroincómodo, pero me parecióprudente no tensar la cuerda másde lo debido. Aprovechando elpequeño revuelo que provocó lasalida del conde de Villamediana,me despedí de Tréville y de LuisVélez y me escurrí hasta la puertacon discreción.

En la calle prolongaban ladespedida don Juan de Tassis yGeorge Villiers, a quien parecía quele costaba separarse. Seguro que elconde tenía un compromisoineludible en alguna mesa de

juego, porque ni siquiera una mujerhermosa lo apartaría de una veladade letras y comedia. Don Juan mevio y me guiñó un ojo al ver queVilliers ponía los brazos en cruz yempezaba a patear el suelo comoun niño ante la visión del tronco decaballos negros de su carruaje. Elinglés pareció entrar en éxtasisdelante de aquellas seispreciosidades con nombre deviento tan caliente como su sangre:Céfiro, Jaloque, Alisio, Solano,Garbí, Lebeche… Nada gusta más aun inglés que un caballo español, y

había que reconocer que aquélloseran para llorar.

2 de noviembre,de Oñate a Villarreal

Me despertó el ruido del agua bajolas ventanas del claustro de San

Miguel, superponiéndose a losbufidos, los pedos y los ronquidosque habían señoreado la noche.Dos tímidas velas titilaban medioconsumidas en las esquinas paramantener la estancia en penumbray permitir a los frailes vigilar elcomportamiento de la ingente masade refugiados que abarrotaba lasgalerías. Nada les resultaría máspenoso que tener que reconciliar eltemplo porque algúndesconsiderado provocara unaincontrolada efusión de sangre osemen, cosa nada rara en aquellos

hacinamientos donde menudeabanlas peleas y en que las putas mástrasnochadoras buscaban acomodoofreciendo un último servicio.

Me incorporé despacio. Dudési despertar a Mauricio, pero medio lástima y además tenía ganas deestar solo para pensar tranquilo.Uno de los frailes que hacíaguardia, vencido sobre su cayadocomo un pastor en medio delrebaño, se giró hacia mí en cuantovio que me movía.

—Ave María purísima —susurré al pasar a su lado.

—Sin pecado concebida —respondió él reprimiendo unbostezo.

Dejé una limosna en el cepilloy salí a la madrugada. El cieloestaba despejado, y ya sevislumbraba una claridad lechosaen el horizonte dibujado por lacima de las montañas que nosrodeaban. Iba a ser una jornadalarga y difícil. Había que salir delembudo de Oñate remontando unpuerto hasta el siguiente pueblo,pero me animó saber que enVillarreal me esperaba una buena

habitación. Cuando hice eserecorrido dos meses atrásasegurando techo para Micaela,tuve la precaución de pagar aquelcuarto en una venta apartada comoun seguro extra y, mira por dónde,me iba a salvar la vida. Laperspectiva de una cámara consábanas limpias, buena comida yfuego de leña me puso de buenhumor.

Varias recuas se habíanpuesto ya en movimiento, y entodas las casas se empezaban a verluces en los bajos y a lacayos

acarreando leña y comida paraavivar los fuegos y aparejar losdesayunos. Callejeé un poco enmedio de la creciente agitaciónhasta que di con una taberna dondetomar algo y, ya con el estómagolleno, recogí la mula y emprendí lamarcha.

El día amaneció perfecto paraviajar, sin viento, luminoso ytemplado, aunque el cielo se veíasalpicado de hilachas oscuras. Loscaminos habían sido reparadoshacía poco; el virrey había agotadosus recursos para que la comitiva

atravesara aquellos montes sinningún impedimento. La subida alpuerto era espectacular. A medidaque ascendíamos el camino hacíaunas revueltas cada vez másacusadas para mantener unainclinación constante y, a partir demitad de ladera, encontramoscuadrillas de campesinos conmazos, azadas y parejas de bueyespreparados para reparar losdesperfectos que causaran losgrandes carros manchegos. No meimaginé al despreciable JuanGuzmán trabajando en aquellas

condiciones aunque hubiera tenidola mejor pareja de bueyes del vallede Léniz.

Por el camino fui pensando enmi situación y en qué pasos debíadar en todos y cada uno de losasuntos en que me veía envuelto.

El primero y más importantepara mí era el de la plata deMicaela, del que ya iba teniendouna idea clara aunque me faltabainvestigar qué guardaba la llave delmonasterio de San Sebastián yconocer al famoso TadeoAmézquita. Si, como suponía, era el

testaferro de Calderón sería difícilsacarle una palabra, pero debíaintentarlo. En aquel momento nisiquiera veía cómo podría utilizar elhecho de que Cosme Vecino loengañara también a él fingiendodesde México que el conde deCameros seguía vivo. Y luegoestaba su implicación en el asuntode Juara. ¿Qué pintaba Vecino eneso? Por suerte, por ese lado podíacontar con la ayuda inestimable deLópez Madera, que se agarraba alcaso de Juara como un alano a unjabalí.

Por otra parte, teníapendientes dos gestionesincómodas: transmitir a Pallache larespuesta de Lemos sobre el asuntode la biblioteca y ver a donFernando Carrillo para explicar elfinal de mi empleo como secretariodel marqués de Sieteiglesias yrendir cuentas de lo que habíadescubierto. Creo que estabaretrasando ese encuentro porqueme avergonzaba haber fracasado,aunque no tenía nada quereprocharme. Si acaso, el no habertenido tiempo para rematar mi

tarea a satisfacción tanto de Carrillocomo de Micaela, porque en losarchivos de Calderón seguro quehabía respuestas para todos. Lo quemás me preocupaba en ese aspectoera que, tal y como estaban lascosas, si caía Calderón podíaarrastrar consigo a la condesaaunque ella no tuviera nada que vercon sus asuntos.

Y por último pensé en lo queme había confiado Micaela la nocheanterior, eso de que alguien habíaenvenenado al embajador deFrancia y que la vida de Ana de

Austria pudiera estar en peligro. Aeste respecto no se me ocurriónada, para empezar porque bienpodía ser que todo fuera unacasualidad, una coincidencia desíntomas entre enfermedades o,incluso aceptando elenvenenamiento, que se debiera aalguna circunstancia fortuita.Además, mis posibilidades deinvestigar estaban totalmentecoartadas: el francés vivía rodeadode los suyos, tenía cocinero propio,ayuda de cámara y lacayosfranceses. Si alguien lo había

envenenado tenía que ser unfrancés, y ¿para qué querría matarun francés a su embajador? Endefinitiva, lo más lógico era quetodo se debiera a un falso juicio delmédico, a lo que nos tienenacostumbrados, agravado por unataque de nervios de Micaela, hartade mediar entre la Bodineau y lacondesa viuda de Lemos; cosa, porotra parte, muy comprensible.Llegué a la conclusión de que, antesde ser apaleado por dar una alarmainjustificada, debía esperaracontecimientos. Para ser sincero,

en mi fuero interno agradecía alcaballero Brûlart de Sillery y a supresunto envenenador habermedevuelto a la condesa. O a parte deella.

Al coronar el puerto, elcamino giraba hacia el norte alcambiar de valle siguiendo el cursodel río Urola, que bajaba caudalosodespués de tantos días de lluvia ynieve. Los montes estabanpreciosos, los robles enrojecidosparecían saltar en llamas cuandolos agitaba la brisa, la tierra olía ahumedad y, a poco que fijaras la

vista en el suelo de hojarasca, seveían aflorar setas al pie de lostroncos caídos. Entre los árboles seadivinaban caseríos y en muchosprados pastaban ovejas de cabezanegra y vellón lacio, tan diferentes alas churras y merinas castellanas.

Villarreal era una aldeapequeña, y no pude menos quesentir lástima por aquelloscampesinos de vida aislada yapacible. Sabía que los reyes seaposentarían en el palacio de donCristóbal de Ipeñarrieta, parientedel Ipeñarrieta secretario del

Consejo de Hacienda que yoconocía, en la falda del monteIrimo, a una distancia razonable delpueblo, pero el resto caería sobre laaldea como una plaga de langosta.Supuse que el virrey desviaría partede la tropa que había reunido paradar escolta a los reyes, porque deotro modo no habría techossuficientes ni para los Grandes deEspaña.

Comí en un figón nómada, de

esos que se movían de pueblo enpueblo sobre un carro, un cuencode olla podrida que llevabahirviendo desde la madrugada y, yacon el estómago lleno, me agenciéuna pipa y un puñado de tabaco yme instalé a esperar a mis amigossobre una piedra soleada. Elprimero en aparecer fue el pequeñoMauricio a lomos de la mulaposterior de una litera. Desdeluego, el muchacho tenía recursos.En cuanto me vio, saltó de lacaballería y vino corriendo hacia mícon la cara encendida.

—¡Don Isidoro!, ¡don Isidoro!Lo he encontrado.

—¿A quién?

—Al tuerto. A ese que buscanusted y su amigo el alcalde.

—¿A Alonso del Camino?¿Estás seguro?

—¡Claro que sí! Hay muchostuertos, pero pocos son tambiéncalvos, mancos y les falta una oreja.

—¿Dónde lo viste?

—Esta mañana medespertaron los gritos de la recién

parida que tenía al lado, la que nosguardó el sitio a cambio de la cena.Lo habría visto usted también si nome hubiese dejado solo —añadióen tono de reproche.

—Si no te hubiese dejado solono lo habríamos visto ninguno, asíque abrevia.

—Es verdad. —Sonrió—.Resulta que estaba dando demamar a la criatura y de pronto sedio cuenta de que un tuerto lamiraba embobado, y le entró elpánico.

—El pánico ¿de qué?

—El mal de ojo, don Isidoro,ya sabe. Y eso que ya vio usted ayera la criatura, que iba forradita dedijes e higas, algunas hasta deazabache.

Asentí en silencio. Si bien escierto que una buena higa hace máspor la salud de una criatura que dosbuenas tetas, no era de extrañar quela mujer temblara ante la aviesamirada de un tuerto. Y es quenunca se sabe cuándo un tuertomira con mala intención.

—¿Y era nuestro hombre?

—Que sí, don Isidoro. Seguro.

—Te creo. ¿Dónde está ahora?

—Un fraile de San Miguel locorrió a bastonazos, pero yo lo heseguido todo el camino y lo hedejado en la ermita de Santa María,al otro lado del río, entrando unpoco en el monte hacia el este. Allíhay un carro de franciscanos quereparte pan duro y sopa y por allívan recalando todos los mendigos.

—Está bien —dije conseguridad—. Busquemos a López

Madera y vayamos a echar unvistazo.

Fue fácil decirlo, pero nosllevó casi dos horas dar con elalcalde y otra media llegar a laermita de Santa María, ya casi sinesperanza de encontrar al tuerto.Pero allí estaba, sentado en unapiedra y con la vista fija en elcamino, como si nos estuvieraesperando. En cuanto me lo señaló,Mauricio saltó de la grupa y se

apartó de nosotros. En el ejército demendigos y ladronzuelos con el quese codeaba a diario no estaba bienvisto frecuentar ciertas compañíascomo alguaciles, corchetes yalcaldes de Casa y Corte, y LópezMadera no era precisamente de losque pasaban desapercibidos.

—¿Alonso del Camino? —pregunté al tuerto cuando estuve asu lado.

Ni me miró. Balbuceó algo ysiguió con la mirada al frente: el ojoderecho tapado con un paño que lecruzaba la cabeza; el otro, húmedo

y vidrioso.

López Madera se bajótrabajosamente del caballo, desatóde la silla el pellejo de orujo quehabía tenido la precaución derellenar y se sentó a su vera sindecir palabra. Lo destapó, echó untrago y se lo pasó. El tuerto lo cogiócon la mano izquierda, lo apoyó enel codo, besó el gollete y levantó elbrazo. El trago largo debió dequemarle la garganta, pero ya debíade tenerla gangrenada porque ni seinmutó.

—Le mandan saludos Pedro

Caballero, Juan de Guzmán yCosme Vecino —dejó caer LópezMadera.

Por un momento me parecióver un destello de alarma en elfondo de su ojo sano, pero alinstante volvió a chapotear en laciénaga en la que estaba metido. Siésa había sido la mirada quesorprendió la mujer sobre su hijoen San Miguel, se comprendía elataque de pánico.

—Nos han estado contando suviaje a Lisboa con Francisco deJuara.

El tuerto volvió a levantar elbrazo. Como si bebiera agua.

—Dicen que fue un viaje muymovido. Y que usted era su amigo.

—¿Amigo? —dijo arrastrandolas sílabas. Su voz era aún másprofunda que la de López Madera;se veía que el sitio por el quedivagaba su mente tenía un palmode alcohol en el suelo.

—¿Por qué si no tomarse lamolestia de ir a buscarlo a Sevillapara que no perdiera el barco?

Camino empezó a reír sin

ganas, pero se cansó pronto.

—¿Eso le han dicho? —preguntó con desprecio. La salivase le acumulaba en las comisurasde los labios y le goteaba por labarbilla.

—No exactamente —deslicécon un deje cómplice.

—«Josdeputa» —murmurópor fin—. Ellos salieron con lasganancias y ahora quieren que otrocargue con el muerto. ¿Sabe quésaqué yo de aquello?

Me sorprendió la pregunta.

No sabía si era una frase hecha ohabía que tomarla en sentidoliteral.

—Mil reales, eso es todo loque me llevé. El uno, teniente; alotro, que si una provisión especialpara tirar moros al agua, y al máshijoputa lo embarcó a las Indias.Pero a mí me avió con mil reales. Yojo, que no me parecieron mal. Sino me los hubieran sacado luegoesos sacapotras.

—¿Qué cirujanos?

—¿Está ciego? ¿No me ve?

¿Cree que nací así? Después de lode Juara me alisté en la marina delestrecho, y lo que ven es el efectode un cañonazo en la amura deestribor de mi galera. No sé cuántotiempo estuvieron sacándomeastillas y recomponiendo loscolgajos, pero cuando acudí a pediralgo de ayuda al marqués ni merecibió. Que no me conocía, dijo.¡Que no me conocía!

—¿A qué se refiere con «lo deJuara»? —preguntó López Madera,que vio que la conversación se leiba de las manos.

—¿No lo sabe? —preguntócon recelo.

—Sé lo que me han contado,pero me gustaría oír su versión.

—¿Le envían ellos? ¿Es eso?

—No, a mí me envía lajusticia. Ni Calderón ni sushombres. Son ellos los que meinteresan, ellos a quienes busco yusted puede ayudarme.

—¿La justicia? —dijoabriendo mucho los ojos—. ¡Yo nohice nada!

—Lo sé, por eso quiero oír su

versión.

—¿De qué?

El borracho empezaba aponerme muy nervioso.

—De «lo de Juara».

El tuerto volvió a beber orujocon más sed que antes. Eraincreíble el aguante que tenía; no lecambiaba la expresión.

—Pues eso —dijo con lalengua más suelta—, que fuimos abuscarlo hasta un pueblo cerca deCórdoba.

—¿No fue a Sevilla?

—No llegó a Sevilla, loencontramos en una venta cerca deCórdoba.

—Y usted se encargó de todo.

—¿Yo? Joder, «josdeputa»,¿eso le han dicho? ¡No! Cuando yofui a pincharlo ya estaba muerto.

Lo dijo indignado, con toda lanaturalidad del mundo, incluso conun cierto asomo de decepción.López Madera y yo nos miramos dereojo controlando la alegría que nosproporcionaba esa confesión.

—¿No lo apuñaló, entonces?—dijo López Madera indiferente.

—¿No le he dicho que no? Selo cargó el Vecino ese. Menudoelemento, parecía tan caballero yera un verdugo, el hijoputa. Lodegolló como a un gorrino.

Me dio un escalofrío pensarque había estado en la mismahabitación con Vecino y Micaela. Sile hubiera pasado algo nunca me lohabría perdonado. Por suertetambién estaban Cherinos yEscalante, si no a saber cómohabría acabado aquel encuentro.

—¿Fue idea suya? —preguntóel alcalde.

—¿De quién? ¿De Vecino?¡Ande ya! Ése no movía un dedo sino se lo ordenaba antes donRodrigo. No, venía ya coninstrucciones de matarlo.

—Y allí estaban Caballero,Guzmán y usted para echarle unamano.

El tuerto tardó en responder;le costaba esfuerzo hacer memoria.

—Caballero ya se había vueltoa Lisboa —dijo con los ojos

entornados—. No, no. EstábamosGuzmán y yo solos.

—¿Qué hicieron con elcuerpo?

—Lo tiramos a un pozoabandonado, como una res.

—¿Y luego?

El tuerto se encogió dehombros, cansado de responderobviedades.

—Guzmán y yo volvimos aMadrid, y Vecino se fue a Lisboapara embarcarse hacia las Indias.Decía que era una pena que se

perdiera un pasaje que ya estabapagado.

—¿En qué barco? —preguntéteniendo una clara premonición.

—El São Cristóvão —respondiócon seguridad—. Menudo barco demierda. La primera vez que lo viestaban limpiando la bodega concal, y aun así tenía problemas consus vecinos del puerto porque olía acadáver. Era un barco negrero,¿sabe? Apestan los barcosnegreros. Y los negros. Los negrosmuertos apestan.

Bebió un nuevo trago largo yreposado. Al bajar el brazochasqueó la lengua y se limpió laboca con el revés de la mano. Elalcohol parecía darle vida; semostraba más locuaz cuanto másorujo tenía en el cuerpo.

—Pero yo no lo maté —insistió—. Vecino lo degolló yGuzmán le metió cuatro puñaladasen las tripas mientras el hombreagonizaba, pero ya le digo quecuando fui yo a echarle mano yaestaba muerto.

Lo miramos asqueados.

—¿No me creen?

—Sí, sí le creemos, pero lashistorias no coinciden.

—«Josdeputa», ¿qué les handicho?

Era el momento de amarrar sudeclaración, así que mentí delmodo más descarado para ver si asícantaba el motivo.

—Ellos le echan a usted laculpa de todo. Dicen que lo matópor un asunto de juego; que le ganóa los dados y que usted lo destripó.

—¡Mentira, mentira, mentira!

¿A los dados? Lo mató ese Vecinopor orden de Calderón, aunque nosé por qué. No sé por qué. Sé quehabían estado intentando sacarlodel país pero, como él siemprevolvía, don Rodrigo dio orden dematarlo. Pero no sé por qué.

Después de estas palabrascayó en un letargo similar al queestaba cuando lo encontramos: lamirada perdida y algún que otrobalbuceo. López Madera le explicóque estaba en peligro y que loíbamos a llevar a la cárcel, pero nodetenido sino en custodia, para

protegerlo. El viejo borrachoasintió, se dejó guiar al pueblo y sequedó con la espalda pegada a lapared en una esquina de lahabitación de la casa que losalguaciles habían acondicionadocomo cárcel. Compartía cámara conotra docena de borrachos como él,así que no llamaba nada laatención.

—¿Se da cuenta de lo que estosignifica? —me preguntó LópezMadera eufórico.

—Que un borracho dice queunos tipos asesinaron a alguien por

orden de Calderón.

—No sea pesimista, Isidoro,por lo menos ya sabemos qué pasócon Juara. Se acabó la búsqueda.

—¿Confía en que Caminorecuerde dónde estaba ese pozo?Porque sin cadáver…

—Si no es él, lo recordaránGuzmán o Vecino.

Me estremecí. Si sentaban aVecino en el potro puede querecordara más de lo que debía.

—Ese Vecino está en lasIndias —dije como si así pudiera

excluirlo de la investigación.

—Pero Guzmán está en Léniz.Y seguro que no aguanta dossesiones de cuerda. Tengo que ir aver a Carrillo a contarle todo esto.¿Me acompaña?

Pensé que no era mala ocasiónpara aclarar mis cosas con el amo,pero pudieron más las ganas quetenía de ver cómo le iba a Micaelaen el cortejo de la reina.

—No puedo —me disculpé—.He de hacer un recado sin falta,pero podemos vernos luego si

quiere. Tengo reservada unahabitación en una venta. Llévese aMauricio, vea a Carrillo y nosreunimos luego allí. Está siguiendoel río hacia el norte, a menos demedio cuarto de legua. Se llama ElTormo y los amos son Joaquín yTeresa. Buena gente. De confianza,cama limpia, buena comida.

No hizo falta decir más.

El señor de Tréville me estabaesperando en la plaza del pueblo

cerca de la puerta de la casona queocupaban los reyes. Lo vi a lo lejos,antes incluso de que él me viera amí. Estaba con las piernasligeramente separadas, el brazoizquierdo apoyado en la cazoleta dela espada, el codo del derechoabierto y el puño en la cintura. Notendría más de dieciocho años, peroparecía mayor salvo por el bigote yla perilla ralos y de pelo fino yrubicundo.

Cuando me vio alzódiscretamente una mano y vino areunirse conmigo para conducirme

hasta un pequeño figón que estaballeno hasta reventar. Por suerte, eldueño era emprendedor y convertíaen mesa toda superficiesuficientemente lisa que estuviera asu alcance. En nuestro caso fuerondos tarugos de la leñera colocadosjunto a una tina con tapa demadera. Elegir comida tampoco eraproblema porque sólo quedabaqueso seco y pan duro, así quedispuso un poco de cada en unplato y lo acompañó con dos jarrasde sidra.

—De parte de la condesa —

dijo Tréville tendiéndome uncuadernillo manuscrito.

Leí la portada: «The history ofCardenio, by J. Fletcher & W.Shakespeare». Cosida con un alfileriba una nota de Micaela que decía:«Siento que te perdieras el final dela obra. Aquí puedes leerlo». Hojeérápidamente las primeras páginas yvi que se trataba del manuscritooriginal en inglés unido a latraducción de Somoza. Me hizogracia el detalle. Lo doblé y me lometí en el pecho dentro del jubón.

—¿Le ha informado la

condesa…? —pregunté, inseguro.

Tréville miró alrededor condesconfianza. El barullo eraenorme, había gente sentada encualquier parte y muchos de piecon vasos en la mano. Olía a barro,a corcho mojado y a humo. Lasollas estaban vacías, pero seguíahabiendo fuego en el hogar bajouna gran campana. Algún pájarodebía de haber muerto taponandoel tiro de la chimenea, porque elhumo negro se empozaba y caíaenvolviendo el local en una nieblaque picaba en los ojos.

—Sí —murmuró Tréville—. Sélo del veneno de monsieur Brûlartde Sillery.

—¿Y cree que es verdad? —pregunté escéptico.

—Es posible, claro. ¿Por quéno?

—Porque para un español esmuy difícil acceder a la cocina delembajador.

—¿Quién dice que haya sidoun español?

—Hombre, yo pensé que…¿Usted cree que ha sido un francés?

El joven echó un vistazo porencima de mi hombro y luegoasintió.

—¿Quién puede querer matara su embajador?

Tréville me miró con lástima.

—¿Es que no sabe usted cómoestán las cosas en Francia?

Negué débilmente con lacabeza.

—Desde que la regenteanunció al Parlamento su decisiónde llevar a cabo una alianzamatrimonial con España hemos

vivido tres guerras civiles.

—¡Tres guerras civiles! Pero¿quién se opone?

—En Francia hay muchosdescontentos con este matrimonio.Recuerde que media Francia esprotestante. Hugonotes. Ellosharían lo que fuera para quefracasara el acuerdo.

—¿Hasta matar a su propioembajador?

—Para ellos es un traidor alservicio del enemigo. La últimaguerra que le digo comenzó el mes

de junio, cuando la regente mandóarrestar al presidente delParlamento. Entonces los príncipesde sangre, parientes del difunto reyEnrique IV, encabezados por elconde de Soissons y el príncipe deCondé, se declararon en rebeldía yrechazaron este matrimonio ycualquier alianza con losHabsburgo.

—¿Son hugonotes?

—No, y eso es lo más curioso,pero se han aliado con ellos.

Recordé la visita que hice con

Lemos en Vitoria al embajadorfrancés, y entendí su sorpresa al oírhablar del maestro Oudin y delpríncipe de Condé.

—¿Qué tienen contra lasbodas?

—Dicen que no se debenromper las alianzas tradicionales deFrancia, que España no es de fiarporque aspira al gobierno universala través de los casamientos, queademás la princesa es indigna,morisca, negra y sin dote.

—Tampoco lleva dote la

princesa Isabel; ambas se igualan.

—Y tampoco es negra, pero¿cree que el pueblo atiende a esosdetalles? Lo que de verdad cala enlos franceses es el mensaje de quela nueva reina llega con ganas derepetir la noche de San Bartolomé.

Asentí pensativo. El 24 deagosto de 1572, día de SanBartolomé, el duque de Guisa, pororden del rey Carlos IV y de sumadre Catalina de Médici, dirigió lamatanza de miles de protestantesreunidos en París con motivo de laboda de Enrique de Navarra y la

infanta Margarita. Aquélla fue laprimera de la serie que tuvo lugarlos días siguientes por toda Franciay que supuso el inicio de la cuartaguerra de religión. España salióbeneficiada de aquel desastre, asíque no era de extrañar que nosmiraran con suspicacia.

—Mire, don Isidoro, las cosasen Francia están muy calientes. Lainfanta viaja en medio de unejército; le ha costado casi dosmeses ir de París a Burdeos.

—Y yo que pensaba quenuestros caminos eran malos —

intenté bromear, pero Tréville erademasiado joven para seguirme elaire.

—No es un problema decaminos. Antes de verano Condé ysus partidarios se mantenían alnorte de París. El mariscalBoisdaufin hizo un buen trabajocerrando todos los puentes delSena y ocupando los presidios convados.

—Entonces no hay de quépreocuparse, el ejército de losrebeldes está muy lejos.

—Se equivoca. Hace tiempoque dejaron atrás el Sena. Ademástuvimos mala suerte. La princesaIsabel enfermó de varicela enPoitiers, y la comitiva estuvodetenida veinticuatro días hastaque Su Alteza pudo viajar denuevo.

Asentí silencioso. Eso sí queera mala suerte.

—Los «Malcontentos», que escomo se hacen llamar los rebeldes,se mueven deprisa. La infanta viajahacia Bayona protegida por elejército de Guisa, unos mil

quinientos caballos y cuatro milinfantes. Pero ni así está segura. Yahora sucede esto con elembajador. Comprenderá que espara preocuparse.

Sentí remordimientos por nohaber hecho caso a Micaela. El temaparecía serio de verdad, pero yoestaba tan entretenido mirándola aella que…

—¿Sospechan de alguien en laembajada?

Tréville negó despacio con lacabeza.

—No lo sé —dijo al fin—. Elembajador trataba a diario con másde una treintena de compatriotas.Puede ser cualquiera.

—¿Hay alguien que se hayabeneficiado de su enfermedad?

—¿Beneficiado? No de formaevidente, al menos que yo sepa.

Tréville se interrumpió degolpe. Algo lo había alarmado.

—¿Ocurre algo? —preguntéobligándome a no girar la cabeza.

—Ha entrado un grupo defranceses. No deben verme

hablando con usted, nunca se sabe—murmuró mientras se ponía enpie—. Lea la obra de teatro, donIsidoro, el final merece la pena —añadió a modo de despedida.

—Váyase, hombre, váyase —dije a su tocón vacío—, que yo pagola cuenta.

Salí del pueblo con la únicaluz de la luna. Se me cerraban losojos con el ritmo lento y cadenciosode la mula; creo que incluso llegué

a dormirme, al menos durante unossegundos.

En la venta de El Tormo meesperaban Mauricio y LópezMadera sentados a una mesa cercadel fuego en animada conversacióncon otros dos viajeros de aspectodesahogado. Tenían pinta decaballeros o de covachuelistas; dehecho, vestían garnachas con cuellode piel y trajes oscuros. LópezMadera estaba eufórico y mepareció que un poco borracho.Sobre la mesa vi vacía la bolsita deseda negra donde guardaba su

obturador del paladar, así quepodía beber sin problemas.

—¡Isidoro! —gritó en cuantome vio—. Joder con tu chico, me hasacado veinte maravedís de a ochoen cuatro manos.

Mauricio sonrió y se encogióde hombros.

—A mí no me mire, no haymejor flor que el vino —dijo amodo de excusa.

Eso ya lo sabía yo: alcohol yjuego no ligan buena salsa.

—Mire, le presento a unos

viejos amigos —dijo López Maderacambiando de tercio.

Los caballeros se pusieron enpie.

—Don Justo y don Antoniollevan el camino inverso al nuestro.Van a Vitoria a sentar plaza demagistrados.

Me fijé primero en don Justo,irónico nombre para unmagistrado. Era más bien bajo —sobre todo comparado con sucompañero, que le sacaba casi doscabezas—, tenía una cara más

redonda que ovalada, nariz carnosay barba corta y cuidada. Pero en éldestacaba la mirada sabia y unasonrisa escondida y algo socarrona.Al ponerse en pie se apoyó en elbastón que sostenía con la manoderecha. Don Antonio, a su lado,parecía un gigante que le sacaba lasdos cabezas que he dicho y unpalmo de hombros, pero su miradano era menos aguda que la de suamigo. Tenía don Antonio la caragrande acorde con el cuerpo, perolos ojos eran dos brasas diminutasen el fondo de unos párpados

orientales que querían cerrarsecomo los labios de una herida.

—Nos conocimos en Madrid,hace ya no sé cuántos años,¿verdad, don Justo?

—Verdad, verdad —respondióel aludido recalcando la «d» final.

No pude dejar de observarque sobre la mesa había varioslibros: una Historia del famosocaballero Tirante el Blanco, un Flossanctorum, un ejemplar bastantenuevo y con una preciosaencuadernación del Palmerín de

Inglaterra y otro muy gastado de Elingenioso hidalgo Don Quijote de laMancha.

—Hablábamos de la Corte ydel teatro, de literatura y de la vida.

—¿De qué otras cosas merecela pena conversar? —dijo donAntonio.

—Amor y dinero —dije yo—.A eso se reduce todo.

—Iba a contarlesprecisamente la representación tancuriosa que tuvo lugar ayer en laUniversidad de Oñate.

—Curiosa, en efecto —convine. Y señalando los libros dela mesa añadí—: Por lo que se ve austedes les habría gustado mucho,aunque puede que prefieran el DonQuijote de la Mancha de Guillén deCastro.

—¿Por qué dice eso? —preguntó vivaz don Justo—. ¿Esque trataba del Quijote? Lesconfieso que lo he leído tantasveces —dijo posando un dedosobre el ejemplar que había sobrela mesa—, que temo que un día seme caiga a pedazos de las manos.

En cuanto tenga oportunidadcompro otro.

—Pues la obra de ayer estabainspirada precisamente en elepisodio del Cardenio.

—¡No me diga! ¡Qué lástimahabérmelo perdido!

—¡Ah!, por eso decía lo deGuillén de Castro —comentó donAntonio—. ¿Tenía que ver con sucomedia?

—No, nada —respondí en untono casi académico—. Ambosusan la misma historia, pero la de

ayer había sido escrita por unosingleses.

—¿Y sabe si habrá másrepresentaciones?

—Me extrañaría. La obra fueparte de un curioso regalo de unenviado del rey de Inglaterra a lareina de Francia.

En este punto de laconversación entró Joaquín, elventero, creo que a darme labienvenida, aunque por el tonopareció más el hermano que elpadre del hijo pródigo.

—Hombre, don Isidoro —dijohundiendo la barbilla en el pecho—, da gusto verlo por aquí. Ya se lehacía de menos.

—Muchas gracias, Joaquín, esun placer volver a su casa.

Joaquín me midió de unvistazo y torció el gesto.

—Ea, querido, ¿dónde iba aestar mejor?

—Qué verdad tan grande esésa —dije intentando congraciarmecon él—. ¿Y a usted cómo le va lavida?

—Estoy un poco de losriñones, pero bien, bien.

—¿Y Teresa?

—La Teresa ya no tienearreglo. Por ahí anda entrecalderos.

—Ha visto que le he enviadodos clientes más —dije señalando aLópez Madera y a Mauricio.

—No hay problema, si seapañan una miaja hay sitio pa tos.Aunque me paice a mí que elcaballero anda con un regomelloque no lo tiene en sus cabales —

dijo refiriéndose al alcalde.

—No se preocupe —respondió éste forzando unasonrisa—, no es contagioso.

—Hombre, contagioso sí quees —saltó Joaquín, que sabía muybien qué tenía entre manos—, perono guarde cuidado que aquí no hayparroquia para eso. Entonces, ¿vana cenar todos juntos?

Nos miramos entre nosotros yasentimos complacidos.

—¿Tendrá cena para todos? —pregunté inocentemente.

—Oiga, don Isidoro —dijodedicándome una mirada agudacomo un estilete—, ¿ha venido detan lejos para tocarme lospelendengues? —y luego,ocultando con esfuerzo la sonrisasocarrona que intentaba asomarpor los bordes de su careta trágica,sentenció—: Mire que yo nunca hehecho mal a nadie, pero no tengoempacho en reventarme las naricescon quien falte a mi casa.

Sonreí como pude, inerme yacobardado.

—Ea —remató—. Y tú,

hermoso —le dijo a Mauricio—, vea fregarte las cascarrias, que llevasnegras las orejas y las rodillas y noestás para cenar con unoscaballeros.

El mozo me miró y, al ver queno ejercía mi autoridad de amopara defenderlo, se levantó y seencaminó al pilón del patio con unamano paternal de Joaquín posadaen el hombro.

—Pero ¡Joaquín! —dije antesde que salieran por la puerta—, nole hemos dicho qué queremoscenar.

—Ni falta que hace —respondió él—. Mejor que no digana, a no ser que falte.

Intercambiamos entre todoslos huéspedes una mirada decomplicidad aceptando nuestrodestino en manos de aquel peculiarventero.

—Algún día tendrá quecontarme cómo un manchego comousted ha acabado regentando unaventa en el corazón de Guipúzcoa—dije con verdadera curiosidad.

Joaquín se encogió de

hombros.

—Eso son cosas de lasmusas… —se oyó antes de que lapuerta batiera a su espalda.

La conversación siguió porderroteros literarios. Aquellosmagistrados eran verdaderosaficionados a los libros deentretenimiento —miedo da pensaren manos de quién está la justicia—y, cuando se enteraron de que yoconocía y había tratado a Cervantes,

a Lope de Vega, a Luis Vélez deGuevara y a fray Gabriel Téllez, nohubo manera de hablar de otracosa. Para animar la cháchara,Joaquín fue dejando sobre la mesa,en lenta procesión, el repertorio dedelicias de Teresa: migas,gazpachos manchegos, tiznado,atascaburras, morteruelo, mojetedel Santo Niño de Valverde delJúcar… y todo regado con vinotinto de Toro. Llevado por elambiente, don Justo demostró serun lector entusiasta del Quijote y lealegró mucho saber que Cervantes

había terminado la segunda partede las aventuras del hidalgo. De ahívolvimos a la representación de los«Hombres del Rey» del día anterior.Recordé entonces que Tréville mehabía entregado el manuscrito de laobra de parte de Micaela y que aúnlo llevaba metido en el pecho, asíque lo saqué y se lo ofrecí almagistrado para que le echara unvistazo. El hombre lo tomó entresus manos con enorme respeto,como si los autores hubieran sidode importancia, y no esosShakespeare y Fletcher de la

comedia inglesa.

Antes de retirarse a unextremo de la cocina para leer elmanuscrito a su gusto, lo ojeó antemí rápidamente de principio a fin,de modo que de entre las últimaspáginas cayeron dos cartas al suelo.Yo las vi en cuanto asomaron unaesquina, y me apresuré a recogerlasy guardarlas en el puñoaparentando que no tenían ningunaimportancia. Sabía que eran deMicaela, y entonces recordé elmensaje que por segunda vezrepitió Tréville de forma críptica:

«leer el final…». Lamenté habersido tan torpe. En otrascircunstancias habría caído antesen que Micaela se refería a algodiferente a la obra de teatro.

Entre el cansancio y el deseode leer aquellas cartas, insté a miscompañeros a retirarnos pronto.Confié el manuscrito del Cardenioen manos de don Justo y subimos anuestra habitación.

—¿Qué tal con Carrillo? —pregunté a López Madera cuandoestuvimos solos.

—¿No me ves? —respondióseñalándose la sonrisa en los labios—. Tan contento como yo. Eufórico,más bien. Me ha dicho que mañanarecoja a Camino y me lo lleve aBurgos. ¡Se acabó el viaje, Isidoro!¡Y aún estoy vivo! —rematógolpeándose el pecho.

No era decir mucho, peroestaba tan contento que para quéamargarle la noche. Se tumbó en lacama en camisa y se volvió contra lapared, y yo me quedé en la míaapurando el cabo de vela para leerlos papeles de Micaela. El primero

era la carta de Tadeo Amézquitacon la oferta para hacerse con el SãoCristóvão, una oferta generosa queel sujeto justificaba por el granamor que sentía hacia el finado donFernando y su deseo de colaboraren el bienestar de su viuda. La otraera en realidad un billete con unsolo párrafo que leí una docena deveces:

Véronique de Bodineau se hadesvivido para que germine la

amistad entre la reina y el jovenVilliers, que si no fuera quien espensaría estar viendo a unacasamentera. Luego se ha dedicadoa ensalzar a los soldados españoles,alabando su valor y gallardía, y haanimado a Su Majestad a convenceral duque de Uceda de hacerseacompañar por la nutrida fuerzaque nos rodea hasta la frontera paraasombrar a los franceses, quegustan mucho de estas paradas.

N. B.: Ni te imaginas la deartilugios que puede guardar unprofesor de filosofía.

Eso era todo. Sin despedida,sin firma. Apagué la vela de unsoplido. Por un instante me sentítan solo que tuve ganas de llorar.

3 de noviembre,de Villarreal a Villafranca

Dormí de maravilla por primera vezen muchos días, pero me asusté

cuando abrí el ojo y vi a LópezMadera sentado en su cama,vestido y mirándome fijamente.Tenía puesta hasta la capa, el pañonegro en la cabeza y las armas en lacintura. Entre las manos, retorcía elala de su sombrero jarano.

—Vamos, que se hace tarde.

Toda la alegría y desenfado dela noche anterior se había trocadoen seriedad y eficacia. Por delantele esperaba un prisionero y unamisión.

Retiré la manta, me estiré y

me conté los dedos de los pies.Todo iba bien, y encima Teresamantenía caliente en la cocina unafuente grande de migas con uvas,panceta y chorizo para acompañaral aguardiente de orujo. Una meadaen el corral y ya era hombre nuevo.

Decidí acompañar al alcaldehasta el pueblo a hacerse cargo desu testigo aunque eso significaradesandar el camino un ratodespués, pero me era agradablecabalgar al lado de López Madera yformar parte de su pequeño éxito.

A la entrada del pueblo nos

encontramos con un espectáculoinesperado. Por lo que se veía, dospobres desgraciados acusados desodomía habían sido declaradosculpables y condenados a muerte, yla justicia se disponía a ejecutar lasentencia reduciéndolos a ceniza.Como cosa excepcional, don Juande Acuña en persona, presidentedel Consejo Real y responsable deOrden Público, para que losseñores de paso en la localidad nose despertaran con olor a torrezno,y aun a riesgo de que el puebloperdiera la ocasión de contemplar

una ceremonia tan instructiva,había dado orden de trasladar laejecución fuera de la zona urbana.Pero el pueblo, decidido a norenunciar a su educación, habíamadrugado y se había desplazadohasta el pie del cadalso paracumplir con el deber de atormentara los sollozantes reos hasta que elverdugo prendiera la pira. Noquisimos parar. Por raro queparezca, nosotros seguimosadelante con la vista fija entre lasorejas del caballo.

En la casa destinada a cárcel

sólo quedaba un corchete deguardia pendiente de los pocospresos por los que no se habíainteresado nadie. Al que más y alque menos de aquellosdesgraciados insolventes leesperaba un año en galeras, que elrey andaba muy necesitado deremeros en esos tiempos, perohasta que llegaran los encargadosdel transporte y los aherrojaran atodos en cadena pasaría más demedia mañana. Y luego vendríanlas prisas, como siempre.

—Vengo a buscar a Alonso

del Camino —dijo López Maderatendiendo el documento con laautorización del traslado firmadopor don Fernando Carrillo.

—¿Alonso del Camino? —repitió el corchete con cara deextrañeza—. ¡Ah! Camino, sí. En elpatio.

¿En el patio? Le habrándejado salir a pasear, pensé.

Atamos las monturas en unaargolla de la fachada y entramos enel zaguán detrás del corchete quenos guió al patio trasero. En el

centro se veía un gran carromanchego con cuatro enormesruedas con las canteras de hierro, yCamino parecía sentado en el suelocon la espalda apoyada en una deellas.

—¡Alonso! —gritó LópezMadera desde lejos—. ¡Levántese,que nos vamos!

El corchete se giró frunciendoel ceño.

—Pero ¿qué dice?

No esperó respuesta. Yaestábamos lo suficientemente cerca

para ver que el tuerto tenía la caraamoratada, el ojo bueno casi salidode su órbita, la lengua negraasomando entre los labios. Aldesgraciado le habían atado elcuello al eje de una rueda con unacorrea de cuero y la habíanretorcido desde atrás con un palo.Era un sistema improvisado y cruelde dar garrote en el que la muertesolía sobrevenir por asfixia, porquerara vez el verdugo acertaba a partirel cuello limpiamente.

—¡Joder! Pero ¡quién coño hahecho esto! ¿Dónde está el oficial

de guardia?

—Yo soy el oficial de guardia—respondió tranquilo el corchete.

—¿Lo has matado tú?

—Eh, eh, eh —replicó el tipoengallándose—. ¿Quién se cree quesoy? Aquí nadie ha matado a nadie.A este tipo lo ha ejecutado elverdugo esta mañana a primerahora, antes de llevarse a los otrosdos de San Lorenzo.

—¿Ejecutado? —dijo LópezMadera con desprecio—. Para esohace falta un juicio y una sentencia.

—Y eso ha habido. Un juicio yuna sentencia.

—¿Cuándo?

—Ayer por la noche. A eso delas once y media.

—¿Vino un juez aquí a lasonce y media para juzgar a estedesgraciado?

—Sí, señor.

—¿Bajo qué cargos?

—Pecado nefando, ése era elcargo.

—¿De pecado nefando?

—Lo condenaron con los otrosdos, pero éste ha tenido más suerte.

—¡Cómo que más suerte!

—Sería amigo de alguien,porque para evitarle el escarniopúblico le han dado garrote aquímismo.

—¿Dónde están las actas deljuicio? ¡Quiero verlas!

—Tendrá que hablar con eljuez.

—Pero usted tendrá copia.

—No creo que la tenga ni él.

Fíjese que quien le protege seguroque ha procurado que no trasciendasu pecado. No creo que esacondena conste en ningúndocumento.

—¿Quiere decir que lo habrándestruido? ¿Que no hay ningunaprueba de que este hombre ha sidodetenido y ejecutado?

—Usted lo ha dicho —afirmómuy seguro, y luego, mirando desoslayo a López Madera, añadió—:Pero usted es alcalde de Casa yCorte, me dirá que es la primeravez que ve algo así.

Tenía razón el corchete, enasuntos de pecado nefando lasfamilias recurrían a todos los trucosposibles, incluidos cohechos ysobornos, para borrar el estigmaque caería sobre ellos de hacersepública la condena. Pero, al menospara mí, era la primera vez que veíausar esa excusa para asesinarlimpiamente a un preso.

López Madera no respondió.De pronto pareció haber envejecidodiez años, y eso en su estado dedeterioro era tanto como verlo depronto a las puertas de la muerte.

—¿Cómo se llamaba el juez?—quise saber.

—Eso sí se lo puedo decir,aquí mismo tengo copia de lasentencia de los otros bujarrones. Aver… —dijo revolviendo entre lospapeles que llevaba en la bolsa decuero que le colgaba del hombro—.Don Enrique Horcajo.

López Madera no reaccionó,pero yo recordé bien al amigo deCalderón. Siempre aparecía en losmomentos más oportunos: el juiciode Amézquita, la ejecución deAlonso del Camino…

López Madera se dio la vueltay se fue sin despedirse. Estuvo unrato vagando por el pueblo ensilencio, y yo le acompañé paraevitar que hiciera alguna tontería.

—Ya no tiene sentido volver aBurgos, ¿verdad? —preguntó en unsusurro.

—Creo que no. Habría quecontarle esto a Carrillo.

—Sí… sí… A Carrillo —murmuró con la mirada ida—.Vamos.

Recogimos las monturas y

retomamos el camino deVillafranca. Al poco de dejar elcaserío percibimos el olor dulzón acarne quemada y nos cruzamos conlos primeros campesinos queregresaban apresurados a sus casasy a sus labores después de unentretenido principio de jornada. Asaber qué pensaría de aquello elamigo George Villiers, ni quécontaría a su rey Jacobo al abrigode las tibias sábanas.

Mauricio aguardaba miregreso en la puerta de la venta deEl Tormo y, aunque se sorprendió

al ver que volvíamos otra vez losdos juntos, se dio cuenta de que noera momento para hacer preguntas.Se subió al ribazo, me acerqué ysaltó a la grupa con la agilidad deuna ardilla.

Menos mal que el tramo deVillarreal a Villafranca era de losmás cortos del viaje, apenas dosleguas y media, porque el caminosiguiendo los valles del Estanda ydel Oria se hacía cada vez másdifícil, profundo y angosto. Nollovió en toda la mañana, pero laconstante umbría de los bosques

dejaba que la humedad penetrarahasta los huesos.

López Madera apenas hablóen el trayecto; ni cuando paramos acomer le arrancamos más de dos otres palabras. Me dio la sensaciónde que había tomado la muerte deAlonso del Camino como unheraldo de la propia. Comimos loque Mauricio había echado alzurrón junto a la primera forja dehierro que veía en mi vida, con sumolino de piedra, los grandeshornos, la alta chimenea, lamontaña de escoria junto a la

puerta de la cuadra de las bestias.Más adelante menudearon losmolinos, algunos incluso con unpequeño muelle en el río en los queatracaban barcazas de vientreplano.

Villafranca no tendría más desetenta casas; todas requisadas,todas llenas de criados, de enseres,de mulas. No era de extrañar laenorme alegría que nos hizoescuchar en una venta nodemasiado pobre, aunque un pocoalejada del pueblo, que disponíande una habitación libre. Pagué por

tres camas en aquel paraje perdidodel mundo más de lo que pagabaen Burgos por una, y otro tanto porpaja y cebada para las bestias.Acompañé a López Madera alcuarto y Mauricio se quedó en lacuadra para comprobar que el amocumplía lo acordado y echaba albozal al menos tanto grano comoarena.

—Tengo que ir a ver a donCarlos Pallache para darle unmensaje del conde de Lemos. Notardaré —dije a López Madera encuanto conseguí que se tumbara

para descansar un rato.

—Vaya, Isidoro, vaya —dijo elhombre, resignado. Casi hubiesepreferido que siguiera en silencio—. Estaré bien.

—Mauricio subirá en cuantoacomode a los animales. Pídale loque quiera.

Buscando la casa delembajador de Marruecos rondé lade don Martín de Zabala yAvendaño, donde iban a pernoctar

los reyes. Era difícil pasar por lascalles que la circundaban porqueestaban literalmente colapsadas deguardias. Supuse que dentroandarían de nuevo Camarasa ySieteiglesias discutiendo el orden ylos horarios de cada uno, y depronto me acordé del señor GilBlas, de Santillana, que tan bien mehabía tratado. Me habría tomado agusto un vino con él hablando detodo lo que en aquel momento mepreocupaba.

En los soportales de la plazase habían instalado los barberos

igual que hacían en cada pueblo.Eran como gorriones en primavera,saltando de cerezo en cerezo, yVillafranca no iba a ser unaexcepción. Eché dos monedas en lacaja del primero que vi libre y mesenté dispuesto a relajarme un ratocon un paño caliente en la cara. Mehice afeitar las mejillas y recortarlas puntas del bigote y, cuando elbarbero me pasó la piedra, sólopensaba en irme a dormir.

Don Carlos Pallache ocupabauna casa modesta de labradoresque sus sirvientes habían

transformado en un oasis. Habíaninstalado la cama en la cocina, laúnica habitación que mantenía unatemperatura aceptable, y cubiertolas paredes con colgaduras de seda.El suelo había sido barrido yalfombrado, y en un pebetero ardíaun suave sahumerio de opio yjazmín. Como si estuviera en supropia casa de la Mellah de Fez,Pallache sorbía un café sentado enel poyete bajo la campana delhogar.

—Hace tiempo que le espero—dijo don Carlos con su

permanente sonrisa.

—Hace un par de días quedebería haberlo buscado, pero meha sido imposible. Lo siento.

—No se disculpe, Isidoro, estábien que se haga valer.

Aquello sonaba a cumplido,daba a entender que yo era dueñode mi tiempo y de mis actos, cosaque estaba muy lejos de ser cierta.

—¿Le apetece un café? ¿Unapipa?

—Una pipa estaría bien, donCarlos.

El judío hizo una señal aljoven Assad y éste se apresuró ahurgar en una bolsa de cuero. Almomento tenía una pipa decerámica cebada en la mano y elchico me tendía un palo encendido.Ese Assad era mejor que Mauricio.

Pallache no dijo nada, esperóa que me inundara el bienestar quese respiraba en aquella cámara, aque bajaran las pulsaciones de micorazón, a que el humo meenvolviera la cabeza.

—Me temo que el rey no va aaceptar su oferta, don Carlos —dije

para empezar. Me sentía ridículoplanteando la contraoferta deLemos, pero no quedaba másremedio—. Dicen que sólo estaríandispuestos a llegar a un acuerdo siel sultán garantizara la liberaciónde todos los cautivos cristianosretenidos en los baños y presidiosde Marruecos.

—¿De todos? —exclamóPallache.

—Todos, don Carlos.Españoles, flamencos, italianos yalemanes.

—Eso es imposible —dijodesconcertado—. El sultán nisiquiera controla todas las ciudadesque retienen cautivos…

Me encogí de hombros. DonCarlos se descalzó, subió el pie alpoyete y se abrazó la rodilla. Depronto estalló en una carcajada.

—Hay que reconocer que eshábil, ese don Pedro. Una buenajugada.

—¿Le parece gracioso? —pregunté sorprendido—. ¿No leimporta?

—Sí, claro que me importa.Imagínese cómo hubiera sidorecibido en Marrakech si regresocon la biblioteca, pero ya sabía yoque era una causa perdida.

—¿Qué piensa hacerentonces?

—¿Yo? Nada. He cumplido mimisión. El encargo del sultán estáhecho; nadie puede decir que no lohe intentado.

Assad volvió a aparecer conuna bandeja llena de perasbergamotas, uvas moscatel, ciruelas

de Génova y otras frutas yconservas, todo recién llegado de ladespensa del duque de Uceda. Enaquel instante seguramente entodas las casas del pueblocircularían bandejas como ésa paraagasajar a los viajeros. En verdadque el esfuerzo de los Sandovalespor hacer llevadero el viaje aaquella ingente comitiva eracolosal.

—Me cae bien, Isidoro… —dijo Pallache, dejando la frase en elaire. Luego se fijó en la bandeja,picó un racimo de uvas, se echó una

a la boca y la reventó contra elpaladar sin morderla. Después deescupir los pipos al fuego terminóla frase con una idea diferente—. Leruego que transmita al conde deLemos que al sultán le es imposibleaceptar esas condiciones, pero quetal vez le interese contar con misservicios por la módica cantidad dequinientos escudos mensuales.

Aquello me desconcertó.¿Módica cantidad? Quinientosescudos mensuales era un sueldode virrey.

—¿A qué servicios se refiere?

—pregunté con discreción.

Pallache me dedicó unasonrisa cómplice.

—Yo soy de los primeros enenterarme de los acuerdos quealcanza el sultán de Marruecos conlas Provincias Unidas y, por tanto,de éstas con Inglaterra, o inclusocon Francia y Venecia.

—¿Se está ofreciendo comoespía? —pregunté sorprendido.

—¿Espía, dice? —saltó donCarlos divertido—. Espía no, porDios, yo no quiero ser espía, esa

palabra suena fatal.

—Agente, entonces —aventuré.

Don Carlos me miró conresignación y yo creo que con unpoco de lástima.

—No, tampoco —dijo contranquilidad—. Los agentes sonaquellos que tienen misiones quecumplir. ¿Acaso tengo yo algunamisión? No. Yo soy un comerciante,Isidoro, y mi mercancía es lainformación, noticias de interéspolítico y militar. Para cualquier

otra acción habría que ponerseantes de acuerdo en el precio.

—De acuerdo, don Carlos —dije arrancando una uva de sumismo racimo—, usted sabrá lo quese hace. Cuente conmigo,transmitiré su mensaje.

Volví a rondar la casa de donMartín de Zabala y Avendaño por siveía a Micaela o a Trévilleesperándome con novedades. Todoestaba tranquilo. Pensé en

quedarme por allí un rato, pero mesentí un poco ridículo esperando nosabía qué, así que me fui a la ventaa ver cómo seguía López Madera.

Al entrar en el cuarto tuve lasensación de que había muerto.Estaba tumbado sobre la cama encamisa, pálido, ojeroso, con dosvelas en el cabecero y las manoscruzadas sobre el pecho. Se habíaquitado los guantes y el paño de lacabeza y parecía la imagen de unCristo de cuerpo presente en sucatafalco. Daba miedo, y eso mismodecía la mirada de Mauricio, que

me recibió con evidente alivio.

—Isidoro, gracias a Dios.Tienes que ayudarme —dijo elalcalde controlando a duras penasun rictus de dolor.

Tenía muy mala cara. Se pusoen pie quejándose de lasarticulaciones, que se veíannudosas de tan delgado como seestaba quedando. Me di cuenta deinmediato de que al hombre lemolestaba que Mauricio lo viera enaquel estado, así que ordené alchico que bajara a la cocina y dieseorden de subirnos la cena a la

habitación.

—¿Qué le apetece tomar? —pregunté.

—Pida lo que quiera —respondió López Madera condesgana.

—¿Sabes lo que hay? —pregunté entonces al muchacho.

—Olla podrida —respondióéste con verdadero gusto.

—Pues que sea vino, pan,queso, algo de fruta y verdura, sihay, y dos platos de olla podrida.

—Tres, Isidoro, tres. Y algo decarne de cerdo asada.

—¿Seguro? ¿Y su régimen?

—Me estoy muriendo, Isidoro,ya qué más da. Siento que se me vala vida a cada paso.

Salió Mauricio en busca delventero y el alcalde se sentótrabajosamente en la cama con lospies en el suelo. Las costras en lasespinillas y en la frente reforzabansu imagen de Ecce Homo. Llevabapuestas las medias calzas y ambastenían comidas las punteras.

Seguramente no se las habíamudado desde hacía más de unmes y no lo haría hasta queregresáramos a Burgos. O puedeque lo enterraran con ellas puestas.

—Lo siento, Isidoro, pero vasa tener que ayudarme —dijoarrastrando las palabras entredientes.

—Claro —respondí solícito,pensando que quería cambiar depostura o pasear un poco—, usteddirá.

—Me faltan las fuerzas.

Acerca el orinal y una vela yayúdame a orinar.

Según lo dijo se levantó lacamisa hasta el pecho y sujetó laspuntas de los faldones con labarbilla. Se quedó con el sexo alaire, pero no lo vi hasta que noregresé con lo que me habíapedido. Me quedé espantado. Sunatura parecía una bola inflamada ysanguinolenta, con una hilacha dealgodón en el extremo. Mesorprendió porque no era laprimera vez que lo veía desnudo,aunque en el Hospital de Burgos

tenía el sexo cubierto con un paño.

—Da miedo, ¿verdad? —dijoal ver el horror en mi cara—. Esincreíble cómo te devora laenfermedad. El chancro inicial esduro y pequeño como una lenteja,una ulceración sin importancia.Intentas no hacerle caso, perocuando lo crees dominado empiezaa devorarte vivo. Y no hay modo depararlo.

—¿Duele? —pregunté casi sinvoz.

López Madera asintió.

—Y eso que no ves lostestículos —añadió conteniendouna risita amarga—. Tan prontoestán duros como rábanos como sereblandecen y supuran por partes.Estoy harto, Isidoro.

Con una mano se sujetó sunatura y con la otra tiró de uno delos hilillos que asomaban de lapunta. Para mi sorpresa, extrajouna aguja fina de punta roma.

—¡Por Dios! —exclamé—.¿Qué es eso?

Antes de que respondiera, un

chorro de orina resbaló desde aqueltumor hasta el orinal, con granalivio del enfermo.

—¡Ahhh! Gracias a Dios. Aúnfunciona —dijo jadeante.

—¿Hace mucho que lleva eseartilugio?

—Un mes, más o menos. Undía se me hinchó tanto la polla queapenas podía orinar, así que antesde salir de Burgos el cirujano delhospital me colocó una cánulahecha con un lienzo muy finoencerado y modelado alrededor de

esta aguja.

—Y se la metió…

—Sí, me la metió, sí, ya ves…No fue fácil, creo que nunca lohabía pasado peor. La untó biencon un ungüento para reducir lainflamación y funcionó.

—Pero ¿se le olvidó retirar laaguja? —intenté bromear.

López Madera hizo que lehacía gracia mi comentario, pero surisita sonó a bufido de perro.

—La aguja hace de molde y detapón —explicó—. Si la retiro

permanentemente se cerraría lacánula y no podría orinar, así que laquito y la pongo cada vez quedesaguo para asegurar el paso.

Nada más decirlo, volvió aintroducirse la aguja con manotemblorosa dejando fuera la hila dealgodón para poder recuperarla.

—¿Y cómo puede montar acaballo? —pregunté aúnconmocionado.

—Tengo mis trucos, Isidoro.Uno aprende a vivir con todo.

La habitación era amplia,

parecía un viejo pajar con doscamas y varios jergones repartidoscontra el muro, y había sitio desobra para meter una mesa y tressillas. Cenamos en silencio. Novolvimos a tocar el tema de suenfermedad hasta la hora dedormir, que repitió el ritual de laaguja mientras Mauricio seencargaba de retirar los platos.

Ayudé a mi amigo a acostarsey me instalé en la mesa con mimaterial de escritura y tres hojasgrandes y blancas de papel. Habíallegado el momento de redactar un

memorial para don FernandoCarrillo en el que diera cuenta demis descubrimientos en casa deCalderón. No bien hube puesto lafecha, llamaron tímidamente a lapuerta. Me acerqué a abrir y meencontré con la segunda sorpresade la noche.

—Disculpe, señor —dijo elposadero—, pero hay nuevoshuéspedes.

—¿Nuevos huéspedes?

Abrí un poco más la puerta yvi tras el ventero a media docena de

pordioseros vestidos con pañosduros como cortezas de árbol ycalzados con botas hechas depellejos de pata de vaca sin curtir.Olían peor que la Santa Compaña.

—¿Qué desean? —pregunté.

—Son viajeros que van aocupar los jergones sobrantes —explicó el ventero.

—¿Cómo?

—En la habitación sobranmuchos jergones que puedoalquilar.

—Pero hemos pagado la

habitación.

—Ustedes han pagado por doscamas y un jergón, y en el cuartohay sitio para doce.

—Mire, amigo, esto es unerror. Nosotros queremos dormirsolos —dije volviendo a echar unvistazo a la compañía.

—Está bien —respondió elventero fingiendo aceptar mi puntode vista—, pero si no quierecompartir el cuarto tendrá quepagar por todos los jergones.

Lo miré a los ojos y el tipo me

sostuvo la mirada con total sangrefría. Eché un vistazo a LópezMadera y a Mauricio, que seguíanatónitos nuestra conversación.

—De acuerdo —dijeresignado—. Los pago todos, perolleve a los señores a dormir a lacuadra, aunque protesten losanimales.

De mal humor me senté denuevo a escribir el memorial, peroaun así creo que incluí todo lorelevante. Empecé por el engaño delos quinientos pinos de Valsaín, yseguí con el acuerdo secreto con el

marqués de Mondéjar paraconseguirle el virreinato de NuevaEspaña a cambio de la mano de suhija. En este apartado mencioné laalfombra turca de regalo y lasposibles manipulaciones en elConsejo de Indias y en la RealChancillería. Relacionado con estaúltima, hice también referencia alos caballos enviados por laduquesa viuda de Medina-Sidoniaen favor de su joven vástago. Seguíluego, aunque esto fuera máscuriosidad que delito, con lapequeña estafa orquestada entre el

platero Zabalza y Calderón contralos bienes de Lerma, y llamé laatención sobre la extraña amistadque unía al marqués deSieteiglesias con el juez EnriqueHorcajo, caballero de Santiago, queparecía dirimir con demasiadafrecuencia casos en los queSieteiglesias o sus interesesaparecían relacionados, como porejemplo la ejecución de Alonso delCamino. De lo que no hablé fue delSão Cristóvão, de la trata de esclavosy del tornaviaje con el contrabandode plata, ni de Amézquita y don

Fernando Montero, armadores ytestaferros, ni de que Amézquita sehubiera librado de una acusaciónde contrabando graciasprecisamente a don EnriqueHorcajo, el mismo juez que habíaordenado dar garrote a Alonso delCamino. No dije nada, endefinitiva, que pudiera acarrearalguna complicación a Micaela,aunque ése fuera el caso que máscola podía traer para el marqués deSieteiglesias.

4 de noviembre,de Villafranca a Tolosa

López Madera pasó la noche en unduermevela agitado, con calentura

y un fuerte dolor de cabeza.Durmió mal y logró que nosotrostampoco descansáramos, así que aldía siguiente nos levantamos sinprisa. Nos tomamos nuestrotiempo para asearnos y vestirnos,pero hasta después de desayunarno pareció que el alcalde volviera aser el mismo. Pagué lo acordado alventero mientras Mauricio se hacíacargo de aparejar las monturas,compré comida para las alforjas yalgo de cebada para las bestias y,con el sol en todo lo alto, nospusimos en camino.

Nada más dejar la ventapasamos junto a un grupo de casasmetidas en el bosque y, al doblarun recodo, nos dimos con unamuchacha sentada en una piedrajunto al camino pastoreando mediadocena de ovejas. Me quedésorprendido al reconocerla comouna de las del grupo que la nocheanterior había ido a dormir a laventa. Ella también me reconoció y,en cuanto se dio cuenta de quesabía quién era, se metió corriendoen una de las casas. Sin darexplicaciones a mis compañeros

salté de la mula y la seguí conprecaución. La encontré en elcentro de la cocina, tiesa de pie, conlos puños apretados pegados a losmuslos y la mirada fija en mí.

—¿Erais todos vecinos? —pregunté muy serio.

—Sí, señor.

—¿Y tú eres la más tonta?

—Sí, señor —dijo haciendopucheros—. Ya es tarde. ¡Pensé quese habrían ido! —exclamórompiendo a llorar.

De la rabia que había

empezado a sentir por haber sidoengañado de forma tan infantilpasé a la carcajada. Eché un vistazoalrededor. La casa era tan miserableque daba pena, así que decidíolvidar el asunto.

—Espero que el venteroreparta las ganancias —dije a modode despedida.

—Sí, señor —respondió entrehipidos.

Al salir conté a Mauricio y aLópez Madera el engaño del quehabíamos sido víctimas y

reaccionaron de forma muydistinta: López Madera se unió a mirisa, era viejo y creo que la vecindadde la parca hacía que todo leimportara un carajo; pero Mauricioestaba dispuesto a volver a darledos cuchilladas al ventero y a todoel que se pusiera por delante.Seguramente de no haber andadosobrado de plata yo lo habríasecundado, porque cuando uno espobre lo último que se resiste aperder es la dignidad, pero en aquelmomento todavía me sentía rico, ylos ricos pueden darse el lujo de

dejar que los pobres se crean máslistos.

La siguiente etapa del viajeera Tolosa, una ciudad con más decuatrocientos vecinos, la másimportante y rica de Guipúzcoa,aunque podría serlo más si el reyllevaba a cabo su proyecto delevantar allí una gran fábrica dearmas. El entorno está lleno deminas de hierro y, por lo que dicen,sería fácil hacer navegable el río

Araxes hasta el mar. Surcar luego elCantábrico y el Atlántico seríaharina de otro costal, con tantospiratas y corsarios a la caza de ungolpe de suerte, pero si de algo haandado siempre sobradaGuipúzcoa es de buenos marinos.

Como en cada etapa, el virreyIdiáquez había montado unarecepción espectacular. Un nuevoescuadrón de mil quinientoshombres en once banderas,divididos en cuadros de picas yarcabuces, esperaba formado en lapendiente que caía sobre el río

frente al puente de Navarra. Losreyes pasaron revista y cruzaron elrío a caballo entre vítores delpueblo.

Para evitar aglomeraciones,nosotros cruzamos aguas arriba porun pequeño puente de madera, demodo que llegamos a la ciudadsiguiendo la margen izquierda delrío. Ya veíamos la muralla cuandoun grupo de chavales salió depronto corriendo del atrio de laiglesia de San Franciscoperseguidos por un fraile con unaescoba. Los caballos dieron un

respingo, e incluso mi mula soltóun par de coces al aire. El fraile secontuvo al vernos y los chicos sedieron un respiro y dejaron decorrer, pero no de gritar. Sus risasmostraban una inmensa alegría devivir, más llamativa aún encontraste con el tono macilento deLópez Madera. En la paredprincipal del atrio colgaba uncartelón que rezaba: PROHIBIDOJUGAR A PELOTA, pero tanto elmuro por encima de una vara delsuelo como el cartel se veíanmoteados de lunares negros.

Entramos en la ciudad por lapuerta sur de la muralla. LópezMadera sabía que los alcaldes deCasa y Corte tenían previsto ocuparun amplio palacete cerca de laespléndida iglesia de Santa María yconfiaba en conseguir sitio para lostres. Creo que su estado fuedefinitivo para que nos dieran unacámara sólo para nosotros,mientras el resto de suscompañeros se agrupaban de seisen seis y algunos hasta compartíancatre según los turnos de guardia.Dejé a Mauricio a cargo del

enfermo y lo proveí de platasuficiente para que llevara a unmédico y a un cirujano. Aunque nopudieran curarlo, tal vez lograranaliviarle un poco el dolor. Por miparte, salí dispuesto a encontrarmecon don Fernando Carrillo y a darpor liquidada nuestra particularsociedad.

El palacio que ocupabaCarrillo era el de don Fermín deAtodo, el que fuera embajador deFelipe II en Roma, pero en cuantoentré en el zaguán pensé que volvíaal de Astudillo-Salamanca de

Burgos. Con disciplina espartana,los guardias y el portero de donFernando habían ocupado suspuestos en el zaguán bajo el mismorepostero de damasco y el jovensecretario de pelo rizado bajócorriendo a recibirme igual que laprimera vez.

—Disculpe, don Isidoro —meinformó solícito mientras meconducía escaleras arriba—. DonFrancisco se encuentra en estemomento con el señor arzobispo,pero lo recibirá en cuanto pueda. Leruego que pase y espere.

Dicho esto me dejó en unasala cómodamente amueblada convarias sillas fraileras, una de lascuales estaba ocupada por un viejoconocido.

—¡Don Francisco!

—Hombre, don Isidoro —respondió el sacerdote.

Don Francisco Márquez deTorres era capellán del cardenaldon Bernardo Sandoval y Rojas,arzobispo de Toledo. Yo lo conocíade mis tiempos de corrector depruebas en la imprenta de Juan de

la Cuesta y de la librería deFrancisco Robles; era un lectorempedernido y, por lo querecordaba de la últimaconversación con el conde deLemos, también el encargado de laAprobación de la segunda parte delQuijote. De inmediato supuse quehabía ido allí acompañando alarzobispo y, antes de quepreguntara por la razón de mivisita, preferí llevarlo a mi terreno.

—Ya me he enterado de queCervantes ha acabado la segundaparte del Quijote y de que de usted

depende la censura. ¿La ha leídoya?

—Sí, es magnífica —respondió con cierto deje devanidad—. Divertida e ingeniosa.Mejor que la primera, si cabe.

—¡Cuánto me alegro!Precisamente hace unos días tuveun encuentro con el embajadorfrancés y su séquito y mepreguntaron mucho por Cervantes.

—¡Qué me dice! ¿Losfranceses?

—Al parecer un tal Oudin

tradujo el Quijote el año pasado alfrancés y ha tenido un gran éxito enesas tierras.

—Anda que…

—Y se interesaron mucho pordon Miguel. Me preguntaron si loconocía, qué edad tenía, cuál era sucondición, a qué se dedicaba…

—¿Y usted qué dijo?

—Pues la verdad: que eraviejo, hidalgo, soldado y pobre.

El sacerdote torció el gesto.

—¡Hombre!, pobre, pobre…

Don Bernardo le pasa un dinerillo.

—Sí, y el conde de Lemos,pero eso no lo hace rico. De todosmodos allí estaba el conde parallevarme la contraria y no abrió laboca.

—¿Estaba don Pedro conusted?

—Sí, claro —dijearrepintiéndome al momento dehaber soltado ese detalle—. Pero¿sabe lo más curioso?

El capellán esperó inmóvil larespuesta.

—Pues que una señorafrancesa comentó sorprendida quecómo era posible que España nohubiera hecho rico y sustentase acargo del erario público a unhombre de su categoría. Yo puse lamisma cara que usted. Me parecióuna exageración, la verdad,bastantes mangantes sostiene ya elerario como para añadir ahora a lospoetas, pero lo mejor fue larespuesta del embajador.

—¿Qué dijo?

—Algo así como que si lanecesidad le obliga a escribir, hay

que rogar a Dios para que nuncatenga abundancia, para que con susobras, siendo él pobre, haga rico atodo el mundo.

—¿Dijo eso Sillery?

—Antes de ponerse a vomitar.—El sacerdote puso cara deextrañeza, así que se lo aclaré con laversión corta—. Estaba enfermo.

—Ya veo. Una anécdota muysimpática —dijo el cura.

Lo de clasificar algo como«simpático» debía de ser sumáxima expresión de alborozo.

—Úsela si quiere en suAprobación.

—No, hombre, cómo voy ahacer eso, no podría…

—No se lo diría si fuera unlibro serio, pero en el Quijote noquedará mal. Y seguro que a donMiguel hasta le hace gracia. Porcierto, ¿lo verá usted pronto?

—En cuanto llegue a Madrid.

—Pues cuéntele que la señorade Bodineau, que ahora es dama dela reina, me dio la referencia devarias traducciones de historias

suyas al francés y ha prometidoenviárselas en cuanto llegue a París.Y también estaría usted en la cenaque ofreció Uceda en Oñate, ¿no?

—Sí, claro.

—Entonces cuéntele tambiénlo de la traducción del Quijote alinglés y lo de la obra de teatro deShakespeare y Fletcher. A él esascosas le gustan, y el pobre tiene tanpocas alegrías…

Oímos movimiento en elpasillo. El licenciado Márquez deTorres se puso en pie, se asomó y al

momento me hizo una señal furtivade despedida antes de salirdisparado detrás del arzobispo.

Me quedé solo de repente.Durante unos minutos tuve laextraña sensación de que mepitaban los oídos, hasta que elsecretario de don Fernando entró adecirme que Su Excelencia meestaba esperando.

Me sorprendió ver que elhombre estaba tumbado en camisasobre una mesa tocinera colocada alos pies de la cama. El salón —porque era allí donde habían

instalado el lecho—, estaba lleno degente; cuatro personas además delanfitrión: el conde de Lemos, aquien me alegré de ver porque teníaque darle el recado de Pallache; uncapellán; don Rafael Alcántara, sumédico, y un cirujano a quien veíapor primera vez. Me acordé deLópez Madera y confié en queMauricio le hubiera conseguidotambién la atención necesaria. Porlo que se veía, iba a pasar el díaentre hospitales.

—Don Isidoro, acérquese —dijo Carrillo.

Don Fernando tenía el brazoizquierdo extendido a lo largo delcuerpo y la mano, en la quedestacaba el tofo del dedo abiertocon tres llagas, reposaba sobre uncojín. El dedo gordo del pie derecholo tenía también hinchado yllagado, pero lo peor era la rodilladerecha. Parecía una sandía sincáscara, roja y brillante, unapostema que amenaza con subirpor el muslo hacia la cadera. Laexpresión de su rostro era de unaindefensión desoladora. Habíansido demasiados días cargados de

tensiones; le dolían todos loshuesos de estar postrado y encimael constante traqueteo del viajehabía acabado por infectar larodilla.

—Siento verlo así, donFernando, da hasta apuropreguntar cómo se encuentra.

—Mal, Isidoro, mal. Ya ve, laenfermedad se ha agravado y estoscaballeros no ven otra que sajarmela rodilla.

—No hay más remedio, donFernando, no hay más remedio —

murmuró don Rafael—. Ya le avisécuando no quiso ponerse las ranas.

Carrillo me miró conresignación.

—Estoy destrozado —murmuró con un resto de susentido del humor—, pero no soy elúnico con problemas. He oído quehan llegado correos informando deque el ejército del príncipe deCondé ha cruzado el Loira.

—No hay peligro —intervinoel conde de Lemos—. El rey deFrancia está en Burdeos y la

princesa debe de andar cerca deBayona.

—No se fíe, don Pedro. Semueven deprisa esos Malcontentos.Caballería, caballería. Tienen buenacaballería y aún pueden dar algunasorpresa.

Media docena de velonesiluminaban la habitación y su luz sereflejaba en la húmeda piel de donFernando que, excepto en losapostemas, tenía un mortecino tonocerúleo.

—Pero cuéntenos, don Isidoro

—dijo éste haciendo señas alcirujano para que le colocara otraalmohada bajo la cabeza.

—Excelencia, me he permitidoredactar un memorial en el que herecogido mis impresiones de estosúltimos días —respondí yotendiéndole el documento.

Carrillo lo sostuvo en alto consu mano izquierda y me lo devolviócon una disculpa.

—Como verá, no estoy encondiciones de leer. Si no leimporta…

Carrillo notó mi reticencia ehizo salir al sacerdote, al médico yal cirujano y se quedó solo conLemos y conmigo. Leí entonces eldocumento procurando no alzar lavoz y ambos escucharon conatención lo que tenía que decir delas estafas y maniobras de Calderónque yo había observado. Mehicieron unas cuantas preguntassobre el asunto de la madera ysobre los regalos de Mondéjar yMedina-Sidonia, pero en lo que másse extendieron fue en los temas queyo no tocaba.

—Lo que no dice es por quédon Rodrigo ha prescindido de susservicios —observó Carrillo—. ¿Esalgo por lo que deba preocuparme?

—En absoluto. Me despidiópor putero.

—¿Cómo?

—Le fueron con el cuento deque me habían visto en un burdel, yresulta que su moral no tolera esospecados.

Carrillo sonrió.

—¿Eso fue todo? ¿Seguro?

—Eso me dijo su mayordomo.Con el marqués no llegué a hablar.

—¿Qué nos puede contar de lamuerte de Alonso del Camino? Selo pregunto porque lasexplicaciones de López Maderafueron un poco confusas.

Carrillo estaba siendogeneroso con su subalterno; meimaginé que López Madera estaríahundido cuando le informó de loshechos.

—Que fue asesinado.

—Eso dijo López Madera,

pero ¿tienen pruebas?

—¿Pruebas? Alonso delCamino nos contó que habíanasesinado a Juara por orden de donRodrigo Calderón, y nosotrosdecidimos llevarlo a la cárcel paraprotegerlo y tenerlo controlado…

—¿Por qué mataron a Juara?—me interrumpió Carrillo—. ¿Losabe usted?

—No. Dijo que les dieronorden de hacerlo, pero no sabía porqué.

—Siga, siga. ¿Qué pasó en la

cárcel?

—Imagino que alguien debióde ir con el cuento a Calderón,porque esa misma noche un juezamigo suyo lo juzgó como reo depecado nefando y unas horasdespués le dieron garrote con laexcusa de salvaguardar su honor.

—¿Está seguro de que el juezera amigo de Calderón? —preguntóLemos.

Dudé si contar también elcaso de Amézquita y delcontrabando de plata, pero no lo

hice.

—Se llama Enrique Horcajo.Lo vi hace unos días en casa de donRodrigo charlando con él comoviejos amigos. El hombre llevaba lacruz de Santiago al pecho.Investíguenlo, me juego un brazo aque la consiguió gracias al marqués.

—¿Y los otros implicados?

—Guzmán vive en Salinas deLéniz, y el tercero al parecer se fuea Nueva España —dijemordiéndome otra vez la lenguapara no dar demasiados detalles.

—¿Han hablado de ellos conalguien más?

—No, con nadie.

—Mejor. Que siga así.

Carrillo intentó reacomodarsesobre la dura superficie de la mesa,pero se quedó paralizado en unamueca de dolor. Me acerqué paramoverlo.

—No se preocupe, Isidoro, nohay nada que hacer —se disculpóponiéndome una mano en el pecho—. Pero dígame… —añadióvolviendo al tema que le interesaba.

A pesar del evidente dolor quepadecía, su mente se manteníacentrada—. Tengo entendido quedon Rodrigo teme que Lerma losacrifique para cubrirse lasespaldas.

—Eso me pareció a mí.

Carrillo amagó una sonrisa yse mordió el labio inferior.

—No le falta razón. ¿Sabe aqué venía su ilustrísima elarzobispo de Toledo?

Negué con la cabeza.

—Don Bernardo es un

Sandoval, tío de Lerma, eso lo sabe¿no? —Asentí—. Pues venía aasegurarse de que el capelocardenalicio le garantizaría laimpunidad a su sobrino. ¡Laimpunidad!

Lemos se revolvió molesto. Yono acababa de entender la relaciónentre aquellos dos hombres; uno unjurista, evidentemente honesto, y elotro un hombre honrado también,pero involuntario defensor de unode los mayores ladrones que hadado nuestra reciente historia. Medio la sensación de que era a él a

quien se dirigía Carrillo usándomea mí como excusa.

—Si eso es cierto, se entiendeque Sieteiglesias esté nervioso —dije.

—Y explica que apenas se levea si no es en el estrictocumplimiento de su deber comocapitán de la Guardia Alemana —añadió Carrillo.

—Ahora intenta acercarse alduque de Uceda —comentérecordando la venera que le envióestando aún en Briviesca.

Lemos tomó el memorial demis manos y le echó un vistazo porencima.

—Ya es tarde —dijo con untono de profunda tristeza yresignación—. Uceda y Aliaga loodian y se la tienen jurada desdehace mucho tiempo. No lonecesitan, ya son suficientementefuertes. Los últimosnombramientos anuncian el nuevofuturo.

—¿Los nombramientos? ¿Sonya oficiales?

—Sí, ya han salido algunosfirmados por el rey y abundan losnombres de amigos de Aliaga yUceda por delante de lospropuestos por Lerma.

—No tanto, don Pedro. Austed lo han nombrado presidentedel Consejo de Italia.

—No me engaño. Eso ha sidopara tenerme controlado y con laboca cerrada, porque a Osuna lehan dado Nápoles y a Infantado lohan nombrado mayordomo del rey.

—¿Osuna virrey de Nápoles?

¿Y su hermano?

—Lo han ignorado. Osunagana. Uceda se ha reservado elcargo de sumiller de corps, y alyerno de Infantado, el decaballerizo mayor.

—Entonces Calderón…

—Nada. Juan de Ciriza siguecomo secretario del rey, y tambiénle han negado la Secretaría delConsejo de Órdenes.

—¿Y el virreinato de NuevaEspaña?

—Se lo han dado a don Diego

Fernández de Córdoba, marqués deGuadalcázar, por mediación delduque del Infantado. Mondéjar seha quedado fuera.

—¿Infantado? ¿Ha sido elduque quien ha impedido que susobrino sea virrey?

—Infantado haría lo que fuerapara evitar que Calderón entre aformar parte de su familia.

—Entonces, muchos de losdatos de este memorial —dijemirándolo con pena en manos deLemos— son papel mojado. Si no

hay virreinato para Mondéjartampoco habrá boda ni se podrádecir que los regalos a Calderónimplicaban un cohecho.

Don Fernando asintiópesadamente. Cada vez queparpadeaba parecía que le costabaabrir de nuevo los ojos.

—Queda el asesinato de Juara,ése es el talón de Aquiles delmarqués de Sieteiglesias —sentenció el enfermo—. Sólo faltaun arquero capaz de no marrar eltiro.

Don Rafael Alcántara llamó ala puerta con tres golpes secos yasomó la cabeza con la confianza dequien hace de portero en el umbralde la muerte. Se había quitado elelegante cuello y llevaba puesto undelantal que le cubría desde elpecho a las rodillas.

—Por favor, don Fernando, nodebemos esperar más. Lainfección…

—Adelante, don Rafael,adelante.

Regresaron los tres que

habían dejado antes la habitación yvolvieron a ocupar sus posiciones alos lados de la mesa.

—¿Está listo, don Fernando?—preguntó lacónico el capellán.

—Acérquese más, padre, y leaen voz bien alta, que le oiga porencima de mis propios gritos —ordenó Carrillo.

El cura se arrodilló junto alcabecero por el lado izquierdo de lamesa y empezó a leer las oracionesdel breviario que sostenía entre lasmanos.

A mí nadie me preguntó, perotanto el médico como el cirujanodieron por sentado que iba aayudar, así que me pusieron uncirio en la mano y me dijeron a quéaltura debía sostenerlo para que nodiera sombras en la herida. DonRafael entregó a don Fernando unpaño para que mordiera y colocóotros cuantos debajo de la rodillaafectada. Nos miró a todos paracomprobar que estábamospreparados y, cuando el paciente lehizo una débil señal, abrió elapostema con una lanceta. Carrillo

ahogó un suspiro y al instantebrotó un manantial de una masablancuzca y densa que el cirujanose apresuró a recoger. Un olornauseabundo se extendió por lasala. Pasado el primer instante dedolor agudo, el paciente pareciósentir cierto alivio, pero lo perdióen cuanto el médico y el cirujanoempezaron a masajear la piernadesde el tobillo y la cadera paradrenar la materia diluida. Lasfuertes manos de don Rafael secerraban como tenazas sobre ladébil pierna de don Fernando que,

escupido el paño, gritaba como ungorrino en San Martín. El dolordebía de ser insoportable, yempeoró cuando le ataron unacuerda al tobillo y alzaron la piernacon una polea sujeta por un vástagoal cabecero de la mesa. No se oíanesos lamentos ni en los sótanos delas casas toledanas del Santo Oficio.Llegó un momento en que Carrillosuplicó que le dejaran, que preferíamorir a seguir soportando esatortura, y el médico tuvo a bienhacerle caso.

Dejamos Lemos y yo la

habitación demudados y con lasensación de arrastrar con nosotrosel olor a podredumbre. Bajamos ensilencio la escalera, pero yo enningún momento olvidé el encargoque tenía que cumplir.

—Don Pedro, ayer estuve condon Carlos Pallache para darle surespuesta en el asunto de los libros.Por supuesto, no puede aceptar.Aunque quisiera, no habría podido.

Lemos no respondió.

—En realidad le hizo gracia lacontraoferta. Se rió.

Lemos sonrió a su vez.

—Y entonces me dijo que letransmitiera un mensaje muydistinto. Se ofrece como espía,aunque no le guste el nombre. Diceque puede informar de los tratos deMarruecos con Holanda y conInglaterra.

Lemos me miró con cara desatisfacción.

—Ha tardado el señorPallache. Ahora ya va entrando enmateria. ¿Cuánto pide?

Me sorprendió la naturalidad

con que recibía Lemos la noticia,pero era evidente que la esperaba.

—Quinientos escudos.

Lemos suspiró.

—Ese judío cabrón se havuelto loco. El sueldo de un espíaestá entre los veinticinco y loscuarenta escudos, y eso ya esmucho. No sé —dijo pensando envoz alta—. Aunque el sujeto esinteresante y está bien situado…Dígale que le pagaré cientocincuenta —dijo con seguridad, ycomo vio que me sorprendía la

rebaja añadió—: Es el triple de loque cobra un capitán del ejército. Ydígale que debe extender susinformes a todo lo que afecte,aunque sea remotamente, a la flotadel estrecho de Gibraltar.

5 de noviembre,de Tolosa a San Sebastián

Dejé Tolosa como quien deja unpurgatorio, con Carrillo penando

por la rodilla y López Maderaenvuelto en un sudario demercurio. El joven Mauricio sequedó encargado de velar por elenfermo hasta mi regreso unasemana más tarde, y lo aceptóremiso por dejarme solo, peroorgulloso por la confianza quedemostraba tener en él. En cuanto amí, diré que me sentía con lacabeza pesada y los pies ligeros.

El camino seguía el cauce delrío Oria entre ásperas montañas,una vía lenta y difícil llena derepechos y pasos angostos que

cuadrillas de campesinosreclutados para la ocasiónprocuraban mantener abierta.Incluso cerca de los tramos másdifíciles había retenes acampadoscon los aperos dispuestos paraacudir con rapidez en ayuda decualquier carro atascado. Sinembargo, a medida que el caminose hacía menos tortuoso parecíaque costaba más avanzar, sobretodo al rey. Apenas le quedaban unpar de días para estar con su niña, yel hombre intentaba estirarlos almáximo aprovechando cualquier

excusa. Al pasar por Hernani, porejemplo, Su Majestad decidióvisitar el convento de monjas deSan Agustín, y luego no se leocurrió mejor idea que esperarhasta que el obispo de Pamplonaentonara una oración antes deproseguir el camino.

La siguiente parada fue en elconvento de San Bartolomé, dondelos reyes bajaron de la carroza paracontemplar el maravilloso paisaje.La vista era para cortar larespiración: a poniente la montañade Igueldo, al frente el mar infinito

lamiendo el arenal que dibujaba lamedia luna de la bahía perfecta, laisla de Santa Clara como un enormegaleón varado y, a los pies delUrgull, en la cabecera de lapenínsula que acarician por igual elmar y el Urumea, la ciudad de SanSebastián con sus defensasbrillando al sol como muros dealjófar. Si en Tolosa se amasaba lariqueza de Guipúzcoa, en SanSebastián se concentraban elequilibrio y la belleza. Pero no erasólo la belleza formal lo quellamaba la atención, sino la vida

que bullía en aquel luminosocuadro. El puerto y la bahía estabanllenos de barcos de todos lostamaños con los mástilesengalanados con cintasmulticolores, el camino hasta laciudad bullía de gente y en elarenal había formado un escuadrónde dos mil quinientos infantes conlas banderas blancas y la cruz rojade San Andrés ondeando al viento.

La reina de Francia siguió enla carroza por el camino mientras elrey bajaba a caballo a los arenales apasar revista a la tropa. A su paso

se abatían las banderas en señal derespeto entre los vítores de lossoldados. De pronto, un cañonazosolitario procedente de la murallahendió el cielo y a continuaciónrompió una salva la arcabucería delcastillo, después la artillería y, porescuadrones, toda la infantería dela fortaleza seguida de los cañonesde las murallas, los navíos y losbergantines, que desde ese puntodispararon sin cesar atronando laensenada. Los granos de arenasaltaban como pulgas para colarsepor las grietas de las botas de los

soldados. La artillería de lafortaleza de la Mota dio unasegunda salva sin que en ningúnmomento cesaran los disparos dearcabucería. La brisa del mar sellenó del picante olor a pólvora…No en vano hay quien llama aGuipúzcoa «La forja de Marte».

El rey se unió a la reina en laspuertas de la ciudad y ella pidiótambién su montura para entrarcabalgando junto a su padre. Alpunto le trajeron un magníficocaballo con gualdrapas y aderezosde terciopelo negro con estribos y

frenos dorados, y padre e hija seadentraron en las engalanadascalles entre música de trompetas yatabales, tan ruidosa o más que losmismos cañones. Así llegaron hastala casa de don Alonso de Idiáquez,en la calle de Santa María, unpalacio tan grande que albergabaen su interior varios patios, jardinesy hasta un trinquete.

Como había hecho todos losdías desde que hablé con Micaela

en Oñate, me paseé cerca de lapuerta del palacio y me quedéapoyado en el cantón de una casaesperando por si quería enviarmealgún mensaje. Al rato vi salir alseñor de Tréville, y él también mevio. Mientras caminabadistraídamente hacia mí simulórascarse la sien derecha y meenseñó una carta que ocultaba en elpuño. Me quité el sombrero y losostuve a la altura de la cintura. Sinmirarnos siquiera y sin cruzar unapalabra pasó a mi lado y arrojódentro la carta. Yo, como si nada,

me calé el chapeo con chuleríalanzando una mirada desafiantealrededor. Luego me escabullí poruna calle diferente, busqué unataberna y apuré un par de vasos desidra mientras leía el mensaje:

… por aquí no observoninguna amenaza, todo locontrario. Es de agradecer elentusiasmo de Véronique deBodineau por todo lo español.Lo último que ha hecho hasido pedir a la reina queordene a don Antonio deOquendo, bajo cuyo techo

cenaremos mañana con unoscuantos caballeros francesesrecién llegados a rendirpleitesía a su reina, quedecore su palacio con lasbanderas ganadas por supadre en la batalla de la islaTercera. Y además sigueanimando a la reina a que sepresente en la frontera con losmás de cinco mil hombres queha reunido el virrey deNavarra. Doña Ana parecemuy divertida con la idea, y noveo que nadie se oponga a sucapricho. El rey parece ido yangustiado, cualquiera diría

que se va a quedar viudo porsegunda vez. Además, con esode que está oficialmente deincógnito, ni interviene ennada ni toma ningunadecisión. En cuanto a Uceda,no sé qué hará, pero intuyoque no le parece del todo malacercarse a la frontera con unejército cubriéndole lasespaldas. Pase lo que pase, tencuidado.

El final seguía siendo tanimpersonal como el de la primeracarta, a pesar de ese «ten cuidado»

que, por muchas vueltas que lediese, igual valía para un amigo quepara un lacayo. En cuanto al resto,resultaba extraña la petición a donAntonio de Oquendo de queexhibiera los trofeos de guerra desu padre precisamente delante delos franceses. En la batalla de la islaTercera, veinticinco bajeles almando de don Álvaro de Bazánpusieron en fuga una flota desesenta navíos francesescomandados por Felipe Strozzidespués de capturar a su navealmirante y a su capitana. Para

España fue una victoria sonada quenos aseguró el dominio de lasAzores durante muchos años, peropara Francia fue una derrota que noimaginaba que les gustara recordar.Aunque qué sabía yo. Los tiemposcambian, la historia se moldea algusto del presente y la política creanuevos y curiosos amigos. Más mellamó la atención el empeño dehacerse acompañar por un ejércitoa pesar del acuerdo previo quelimitaba las escoltas de ambascomitivas, pero, después de todo loque había oído de los Malcontentos

y de la situación de revuelta yguerra civil en que vivía Francia, mepareció hasta prudente. Enrealidad, poco podía hacer con todoaquello. Nada requería ningunaatención especial, así que mepropuse seguir adelante con el planque tenía de visitar el conventodominico de San Telmo, del quehacía muchos días que llevaba unallave colgando del cuello.

El convento de San Telmo se

levantaba al pie del monte Urgull,en el extremo noroccidental de laciudad. Ya desde fuera se apreciabaalgo extraño en su construcción,que entendí en cuanto entré. Alcontrario que el resto de losconventos, cuyos claustros suelencrecer pegados a las navesprincipales de sus iglesias, el deSan Telmo lo hacía a los piesadaptándose a la falda del monte,una solución tan original como elclaustro sobre el río de la iglesia deSan Miguel en Oñate.

El abad del convento, sin

embargo, no era nada original.Bajito, obeso y de manosgordezuelas y uñas largas ycuidadas, se veía que era fraile másde breviario que de azada, de losque velan para que no falten ciriosen el altar ni un buen plato de vacaen la mesa en días normales o debesugo en Cuaresma.

—Qué lástima, el señor conde,qué pérdida, un hombre tanjoven…

Fui a decir que no tanto, perolo dejé seguir con su letanía.

—… en sus plenas facultades,un benefactor como él…

El hombre no se cansaba dealabar las virtudes de don FernandoMontero. Estábamos en elrefectorio, frente a un cartel corridopor todo el muro que rezaba:«Cualquier fraile que teniendo razade moro o judío viniere a estemonasterio, pasados tres días serádescomulgado por la santidad deClemente VIII», y tuve la tentaciónde comentar el enorme valor quetuvo el finado al convertirse a laverdadera religión, pero no creí que

el abad entendiera la broma.

—… y qué van a hacerentonces con sus restos mortales…

Ya había llegado al meollo delasunto; tan lejos y tan rápidocorrían las noticias. Seguro queconocía la manda del testamento dedon Fernando mejor que el mismomuerto.

—… porque la condesa sabráque don Fernando honró a esteconvento con su patronazgo, lo quelo sitúa en primera línea de suspreferencias, y le aseguro que

nosotros estaríamos muy honradossi sus restos descansaran entrenosotros para toda la eternidad…

—Ya sabrá usted que donFernando falleció en NuevaEspaña…

—Eso no sería problema.Mientras llegan podemos irlabrando un sepulcro magnífico enuno de los muros de la iglesia comomerece un gran patrono como él.De hecho he pensado llamar avarios escultores italianos…

—Puede estar tranquilo, que

la suya es la primera opción quecontempla la condesa, además deque el altar unido a su tumba seríael adecuado para celebrar muchasde las miles de misas que ha dejadoencargadas. Pero primero la señoratiene que poner al día sus asuntos—dije mostrando la llave que mecolgaba del cuello.

—Entiendo, claro —respondióel fraile satisfecho, por el momento,con mis medias promesas. Más mealegré yo al ver que el hombrereconocía la llave, porque de otromodo no habría sabido qué hacer.

—Lo que más preocupa a lacondesa es que el convento hayarecibido los emolumentosacordados en la escritura depatronazgo desde que el conde sefue a Nueva España.

El fraile enlazó las manossobre su barriga y entrecerró unpoco los ojos.

—Pues precisamente pensabacomentarle que hace dos años queno recibimos su acostumbradopago para sostenimiento del culto.No pasa nada, ya me entiende…

—No diga más, padre —dijealzando la mano diestra—, para esoestoy aquí. La condesa estádeseando ponerse al día, así quecuanto antes reciba mi informe…—dije agitando de nuevo la llavemilagrosa.

El abad se esponjó con elanuncio de la pequeña fortuna quela suerte parecía haber llevado a sumonasterio en traje de parca. Parano ser de este mundo, había quereconocer que el Reino de los Cieloscontaba con abnegados gestores ensus embajadas.

Atravesamos el claustro ensilencio y luego seguí al abad porun pasillo en penumbra conestrechas saeteras en el muro de laizquierda y puertas cerradas en elde la derecha. Señaló una de ellas y,después de decirme que le avisaracuando terminase, me dejó solo. Lallave funcionó a la perfección: dosvueltas, dos chasquidos de lacerradura y el pequeño pero agudochirrido de las bisagras. Dentrotodo era oscuridad, no habíaventanas y olía a cerrado y ahumedad. Lo primero que hice fue

encender la vela que había en unabanqueta y que parecía haberestado esperándome desde tiempoinmemorial junto al eslabón y lapajuela. En cuanto prendió elpábilo, cerré la puerta y me quedéembobado contemplando todo loque me rodeaba.

Las paredes estaban cubiertasde cuadros maravillosos de artistasflamencos, la mayoría, e italianos,salvo la esquina que ocupaba unaenorme pila de sábanas de hilo deHolanda mezcladas con tapices deoro y cobertores de China. Allí

había ajuar para más de ciendoncellas, un desperdicio porquetodo estaba a punto de pudrirse porfalta de ventilación. Después mefijé en los tres cofres que ocupabanel centro de la celda, cada uno consu llave puesta en la cerradura. Losabrí uno a uno. El primero conteníajoyas y bolsas llenas de monedas deoro y plata, más de trescientos milducados, calculando así a ojo. Elsegundo estaba lleno de unavariopinta mezcla de objetos nomenos valiosos: piezas de plata —copas, platos, saleros…—, piedras

de ámbar, bolas de almizcle, tallasde marfil… El tercer cofre era paralibros, cartas y documentos.

Me puse a revisar estosúltimos en busca de cualquier cosaque me ayudara a entender algo delo que había ocurrido en losúltimos tiempos, pero al principiono encontré nada realmentesignificativo. Había muchas cartasde Silva de Torres parecidas a lasque ya había visto en el archivo dela condesa, con tasaciones de casasy ofertas expresadas de modo más omenos críptico; otras con

descripciones de rebaños, informesde esquilas y precios de lana, perola mayoría no sabía de qué iban niconocía al remitente. Todas ellas,eso sí, llevaban fecha anterior a1607, año en que Franqueza fuedetenido y el conde de Cameroscruzó el Atlántico. Pero miperseverancia obtuvo al final elpremio que merecía. Atado con unafina cuerda de color rojo encontréun paquetito con una veintena decartas fechadas entre 1605 y 1606que al momento supe que eraimportante. Las cartas se podían

separar en tres grupos: el primero ymás numeroso, doce misivas entotal, estaban fechadas en LaRochelle, Amsterdam, Hamburgo yBayona, y trataban de fletes, estibasy rescates, por lo que deduje quesus remitentes eran capitanes debarco o armadores. El segundo erade cinco cartas, y es el que me llenóde felicidad porque las cinco habíansido enviadas desde Innsbruk porFrancisco de Juara. En ellas hablabade artilugios de laminación yrodillos de precisión, así como deruedas de trece pies y medio de

diámetro con dientes y bolillos deencina y árboles y radios de álamonegro. Las tres restantes estabanfechadas en Amberes y eranpródigas en referencias a canales,corrientes, molinos y desagüeslocalizados en distintos puntos delterritorio flamenco. Una frasedeterminaba claramente la relaciónentre todas ellas, además del hechode que el conde las guardara juntas:«… aquí el caudal es más quesuficiente para mantener enconstante funcionamiento losingenios hidráulicos de Juara». Sin

dudarlo, rehíce el paquete, lo ocultédentro del jubón y salí.

Y una cosa más. Como estoycontando toda la verdad, reconozcoque también me llevé una bolsa demonedas de plata. No recuerdoexactamente la cantidad. Oro no,que quien paga con oro llamademasiado la atención, pero platasí. Una bolsa. Ya está dicho.

No tuve que esforzarme enbuscar al abad. En cuanto abrí lapuerta me topé con un noviciosentado en el suelo esperando y,antes de que llegara al claustro, ya

tenía otra vez al gordo pegado a lacintura frotándose las manos ymascullando parabienes para lacondesa y deseando recibir prontasnoticias suyas. Me deshice enpromesas y me fui con vientofresco.

Nunca mejor dicho. La nocheera apacible y la ciudad estabapreciosa. En cumplimiento de lasórdenes del virrey no había esquinasin antorcha, puerta sin lámpara,

ventana sin vela ni balcón sinrepostero, flores y banderolas.

Como no tenía donde dormir,caminé hasta el arenal donde unaenorme masa de gente entrecriados, mendigos y soldados sepreparaba para pasar la noche. Porentremedias circulaban carros debueyes de dos ruedas cargados conpipas de chacolí que escanciaban envasos de madera. Mientras tanto,otros tipos asaban pescados enespetones y los servían sobregruesas rebanadas de pan. Comí enabundancia y bebí sólo un par de

vasos, que no era noche para estarebrio. Luego fui de un lado paraotro con la mula sujeta del ramalhasta que encontré un hueco conun vecindario de aspectorazonablemente tranquilo. Le atélas manos al animal con una correa,me acosté con la silla bajo la cabezay las alforjas bien atadas a lacintura y me tapé con la mantacomo un arriero, escondiendo lavizcaína que empuñaba en la manoderecha.

Con tanta preparación estabaclaro que no iba a pegar ojo.

6 de noviembre,San Sebastián

Me desperté entumecido, con la ropallena de pulgas de arena y la capa

empapada por el relente. Apenashabía dormido. En realidad creoque sólo me relajé un poco cuandoya empezaba a clarear y antes deque abrieran el ojo los que merodeaban. Mi primer pensamientofue para López Madera y el jovenMauricio; seguro que habíanpasado mejor noche que yo.

Antes de volver a entrar en elpueblo busqué un lugar dondeacomodar la mula y, resuelto eso,me instalé en el primer mesónabierto que vi con la esperanza deentrar en calor. Pedí un plato de

fiambre, pan y sidra, y ya con elestómago lleno me quedétraspuesto con los codos apoyadosen la mesa hasta que me despertóel tañido alegre de las campanas deSanta María. El rey de España y lareina de Francia acudían a la misaoficiada por el obispo de Pamplona,fray Prudencio de Sandoval,pariente del valido. Allá dondefueran los reyes había un Sandovalpregonándolo.

Decidí ponerme en marchaporque necesitaba que alguien meexplicara cuanto antes el

significado de las cartas que habíaencontrado en el convento de SanTelmo, y para eso nadie mejor quePablo Cimorro. Pensé quepreguntando en las joyeríasacabaría dando con él (joyeros ybanqueros son bueyes del mismocarro), pero el problema era que noestaba en Burgos. Aunque las casasde San Sebastián eran bonitas yestaban bien construidas, y lascalles eran largas y anchas y casitodas estaban adoquinadas conpiedra dura blanca, no dejaba deser una plaza militar y una villa de

pescadores. Lo que no había erajoyerías.

Dudé qué paso dar entonces,pero en cuanto me asomé al puertoy vi todos aquellos bajelesamarrados lo tuve claro: donde haybarcos hay negocio, y los negociosson dinero.

Las calles estaban totalmentecolapsadas porque los reyes, al salirde la iglesia, habían bajado alpuerto a presenciar la botadura delgaleón de seiscientas toneladasbautizado Santa Ana la Real enhonor a la reina de Francia. Tanto el

puerto como el arenal estabanllenos de gente y la bahía bullía debarcas, chalupas y pinazas dealquiler que los nobles seapresuraban a ocupar para poderdecir luego que habían visto decerca la ceremonia.

Anduve preguntando por lascasas y almacenes próximos alpuerto hasta que di con uno decomerciantes flamencos. Ellos nosólo conocían a Cimorro, sino que

me llevaron al piso que le habíancedido mientras estaba en SanSebastián, una vivienda de treshabitaciones con todas lascomodidades. Lo primero que hiceen cuanto le vi fue pedirle asilopara esa noche. Me debió de ver tancansado y desvalido que no se pudonegar.

—¿Me buscabas paraconseguir una cama? —preguntóincrédulo.

—No sólo, aunque ahora quela tengo no pienso más que enprobarla.

—Échate si quieres ydescansa. No te molestará nadie, yotengo que salir.

—No, no. Ojalá pudiera, peroantes tengo que hacer varias cosas.

—Pues tú dirás en qué tepuedo servir, pero espabila que meesperan para comer.

Saqué el paquete de cartas y leentregué primero las firmadas porFrancisco de Juara y luego las deAmberes. Cimorro se sentó en unacómoda butaca cerca de la ventanay las leyó en silencio.

—¿De dónde han salido?

—Las tenía guardadas elconde de Cameros.

—Guardadas ¿dónde?

—En la habitación de unmonasterio que es como una cajafuerte.

—Las había escondido ensagrado… Inteligente.

—¿Por qué?

—¿No sabes lo que son?

—Para eso he venido.

—Mira, Isidoro, en estascartas hay pocos datos, y noquisiera…

—Déjate de rodeos. ¿Qué teparecen?

—Los ingenios hidráulicos,los rodillos de precisión, losartilugios de laminación, las ruedasde trece pies, los canales de agua…A mí todo esto me suena a unaceca. Una moderna, por lo que seve.

—¿Una fábrica de moneda?

Cimorro asintió.

—Y una importante. Que yosepa, en España sólo la ceca deSegovia cuenta con este tipo demaquinaria tan moderna; el restoson todavía de cuño y martillo.

Desde luego en la ceca deBurgos se oía el golpeo; allí nohabía canales por donde circularauna corriente capaz de mover unarueda.

—Entonces, ¿estadocumentación pertenece alarchivo de la Corona?

Cimorro negó despacio con la

cabeza.

—No lo creo. Yo diría másbien que alguien con mucho dineroy poder ha comprado la maquinarianecesaria en Innsbruk y hamontado una ceca clandestina enalgún lugar escondido de Flandes.

—¿Una ceca clandestina? Peroentonces hablamos de…

—Falsificación de moneda.

Recordé que TadeoAmézquita había sido juzgado porcontrabando y falsificación demoneda, y que había sido absuelto

de ambos cargos gracias al juezHorcajo.

—Y falsificación a gran escala—añadió Pablo—, vista lamaquinaria de la que disponen.

—Bueno, no sabemos si se hallegado a hacer. Esos papelespueden no ser más que unproyecto.

Cimorro alzó las manos comosi ése no fuera su problema.

—¿De verdad es posible? —pregunté.

—Ya lo creo. Más o menos, un

tercio de la moneda que se muevees falso, y se calcula que seintroducen en la Península unostres millones de ducados anuales.

—¿Tanto? ¡Qué barbaridad!

—Meter moneda falsa enEspaña es un gran negocio. Con unreal de plata puedes comprar enAlemania cobre suficiente parahacer monedas con un valor facialde diez reales.

—El famoso vellón.

—El rey ha tenido parte deculpa al reducir drásticamente la

cantidad de plata que tenía lamoneda de cobre original, pero losfalsificadores se lo han quitado porcompleto.

—¿Y el contrabando de plata?—pregunté para hacerme ya uncuadro de todo el negocio.

—Es más frecuente de lo queparece. Algunos aprovechan laparada de la flota en las Azorespara sacar la plata que hanconseguido escatimar en losmanifiestos de carga de la flota y sela llevan directamente a Bayona o aAmsterdam. Y con esa plata

compran cobre y multiplican pordiez su valor acuñando monedasfalsas.

—He oído que tambiéndescargan frente al cabo de SanVicente —dejé caer.

Cimorro me miró concuriosidad.

—Esa ruta es más deconversos portugueses. Luegonavegan hacia el norte costeandopara mantenerse a salvo de lospiratas, pero su destino siguesiendo Bayona o San Juan de Luz. A

veces hacen escala en San Sebastiáno en Pasajes porque no hayproblemas de aduanas ni nadie queles incomode, y allí esperan hastaacordar una buena venta. Ésosnormalmente hacen el viaje doble:sacan la plata y regresan cargadosde barriles de monedas de cobreque luego introducen poco a pocopor los puertos secos de Castilla yNavarra.

—Donde también controlan alos aduaneros.

—Sí, así suele ser. Pero no haytantos que se dediquen a eso, es

muy peligroso. El delito de acuñar ointroducir moneda falsa estápenado con la hoguera.

—Será la horca si es plebeyo ola degollación si es noble.

—No, no. La hoguera.

—¿Como a los herejes?

—Es que es un delito que seequipara al de herejía.

—¡Qué tendrá que ver!

—Todo. La moneda falsa dañaa los medios con que cuenta el reypara luchar por la fe. Y piensa que

para muchos la única razón deexistir de la monarquía es ladefensa de la religión católica.

—Visto así… —dijerecordando el discursito de Aliagasobre la función del rey y laverdadera razón de Estado.

Cimorro se quedó mirándomefijamente, con verdaderacuriosidad.

—¿Tiene todo esto algo quever con la conversación quetuvimos en Burgos?

—No, hombre —mentí con

aplomo—. Entonces te preguntépor O avio Centurión y sus modoslegales de sacar la plata de Castilla.

—Me acuerdo. Y también deque él era quien controlaba lospuertos del norte. Y, no sé por qué,pero me quedé con la idea de queeso no era todo —comentó incisivo.

—Tú mismo me dijiste queCenturión era honrado.

—Si me preguntas si puedeestar metido en un asunto defalsificación de moneda —dijodespacio mirándome a los ojos—, la

respuesta es no. Seguro que no.

—Pero sí puede hacer la vistagorda en las aduanas y llevarse unacomisión.

Cimorro meditó la respuesta.

—Es posible —aceptó.

—O que se conforme con unnombramiento que le facilita sustrapicheos con el comercio de lanay las sacas de plata que obtienecomo beneficio de sus préstamos.

—Apuntas muy alto. Terecuerdo que quien medió para queCenturión se quedara con las

aduanas del norte fue don RodrigoCalderón. Isidoro…

—Te contaré todo, Pablo, peroahora no. No debo, y es mejor queno sepas nada. De verdad, confía enmí.

Dejamos los dos la casa almismo tiempo. Él se fue a su cita yyo entré a comer en un tugurioiluminado con una docena de velasdelgadas como pajuelas yenrolladas en tacos de madera, lo

que allí llamaban argizaiolas, cuyatenue luz lo mismo invita acontemplar el más allá en el día deDifuntos que impide ver las espinasdel pescado. Comí poco, de todosmodos, porque aún guardaba unbuen recuerdo del espetón de lanoche anterior, y el pescado que allíme sirvieron venía cargado de ajo,azafrán y especias, como traído deun pozo de Zamora.

Fui luego en busca de donCarlos Pallache. Por suerte, losdromedarios seguían sin pasardesapercibidos y no fue difícil dar

con él, pero para lo que de ningúnmodo estaba preparado era paradescubrir que se alojaba en casa dedon Matías de Amézquita,aduanero del puerto de SanSebastián y hermano de Tadeo, elsocio del conde de Cameros en elSão Cristóvão.

La casa estaba junto a lamuralla pero en el extremo suroestede la ciudad, en el punto másalejado del puerto y con lasventanas dando a tierra y al ríoUrumea, lo que no dejaba de sercurioso. Parecía que Matías en su

vida familiar trataba de negar todolo que era su vida laboral, aunqueseguramente fuera mi malaconciencia la que hacía esasconjeturas. Qué sabía yo si la casaera de su mujer o si había sido laúnica que habían podido pagar consus ahorros; no tenía motivos parapensar nada malo de Matías deAmézquita. Por lo que sabía de él,podía ser un honrado aduanero sinningún contacto con su hermano,pero lo dudaba. Lo dudaba, lodudaba, lo dudaba.

—Don Carlos, da gusto verlo

tan bien instalado —dije nada másentrar en el salón de la casa.

La habitación era espléndida,amplia y decorada con gusto ydinero. El suelo de tarima de nogalestaba cubierto por una alfombrapersa de seda en tonos azules y lasparedes, de tapices flamencos. Unagran chimenea la mantenía a unaagradable temperatura y ante ellahabía varias sillas de brazos deaspecto mullido en una de lascuales se sentaba el embajador.Seguro que en aquella casa no le ibaa ser necesario sacar los muebles

con los que viajaba desde Burgos.Por muy bien que yo quisierapensar, el sueldo de agente deaduanas no daba ni para pagar elaceite de las lámparas queiluminaban aquella habitación.

—Adelante, Isidoro, me vienebien su compañía. Mi anfitrión hatenido que ir al puerto y yoempezaba a quedarme dormido, yeso que tengo mucho que celebrar.Por favor —dijo a uno de loscriados de la casa—, traiga unajarra de chacolí. Espero que leguste, porque por aquí el vino tinto

no llega en muy buen estado.

—Me gusta, don Carlos. Nosabía que tenía amigos tanimportantes en San Sebastián.

—¿Amézquita? Oh, no crea, esun amigo de mi hijo. Y fíjese, havenido personalmente a buscarmea la puerta de la ciudad en sunombre. Un caballero muyagradable.

—De su hijo —pensé en vozalta.

—Sí. Y me ha dicho que mihijo vendrá a buscarme a Pasajes.

Estoy muy contento, Isidoro, hacecasi dos años que no lo veo y noesperaba encontrarme con él hastadentro de quince días. Pero ya veusted… ¿Tiene hijos, Isidoro?

—No, yo no. Ni perspectivas.Pero ¿su hijo no vivía en París?

Pallache se sorprendió de quesupiera ese detalle, pero supongoque pensó que me lo habría dichoél mismo.

—Vivía en París, pero hacetiempo que vive en San Juan deLuz. Se hacen buenos negocios en

San Juan de Luz últimamente.

—¿Por qué últimamente?¿Qué ha cambiado? —preguntéintentando recordar quién mehabía hablado no hacía mucho delos negocios de San Juan de Luz.

—Hay mucho movimiento enla frontera… Los moriscosexpulsados los últimos años… —dejó caer Pallache.

¡Eso era! Ipeñarrieta me hablóde Bayona, de San Juan de Luz y delos negocios de los conversosportugueses cuando fui a verlo al

colegio de San Nicolás parapreguntarle por las aduanas.Ipeñarrieta odiaba a los conversosportugueses instalados allí porquelos hacía responsables ybeneficiarios de la fuga de metalespreciosos que habían logradoescatimar los moriscos después deque se lo quitáramos todo. Curiosoe interesado reparto de culpas.

—Entonces, su hijo trabaja enSan Juan de Luz y también teníausted familia en Amsterdam, ¿no?—pregunté recordando esa relacióntan aborrecida por Ipeñarrieta

entre los conversos de la fronterafrancesa y los flamencos.

—Sí, tiene usted buenamemoria.

Regresó el lacayo con la jarrade chacolí, escanció dos vasos y seretiró discretamente. Pallache alzóel suyo.

—Por la familia y los buenosnegocios.

Le imité el gesto y bebí untrago.

—¿Por qué más está contento,don Carlos? Quiero decir, además

de por reencontrarse con su hijo.

—¡Ah! —exclamóchasqueando los labios—. Estamañana he cerrado un buen trato.He vendido todos los diamantes.

—¿A quién?

Pallache me miró socarrón.

—Prudencia y discreción,Isidoro. Un comerciante serio ha deser prudente y discreto. Y usted,amigo mío, ¿lo es? ¿Es prudente ydiscreto?

—¿Usted me lo pregunta?

Pallache sonrió. Como un ecolejano escuché el tañido de lascampanas de San Bartolomé igualque habían hecho por la mañana lasde Santa María. Los reyes debían deandar por allí de visita.

—Pero cuénteme, Isidoro,¿qué hay de nuestros asuntos? Esuna lástima pero pronto tendremosque separarnos porque yo seguiré aParís con la reina.

—¿Y la biblioteca?

—Ya he enviado un despachoinformando de ese tema. Poco más

puedo hacer, ¿verdad? Cuénteme,¿ha hablado con el conde?

—¡Qué le voy a contar! DonPedro dice que además de losinformes sobre tratos entremarroquíes, franceses, ingleses yholandeses, para llegar a unacuerdo debe usted informar sobreel estrecho de Gibraltar.

—Claro, contaba con ello,aunque él ya sabe que soy unembajador de Muley Zidán, noalmirante de la flota berberisca. Y¿cuánto está dispuesto a pagar portodo eso?

—Ciento cincuenta escudos almes.

Creí que me tiraría el chacolí ala cara indignado, pero Pallachesonrió satisfecho.

—Bien por don Pedro —dijopensando en voz alta—, sabía quepodría tratar con él. Es un hombrede honor. Dígale que de acuerdo.

—No sé qué gusto sacanLemos y usted teniéndome demensajero —protesté—. Esosasuntos deberían tratarlos ustedescara a cara.

—¿Por qué, Isidoro? Es mejorque nadie nos vea juntos y usted esun correo de total confianza.

—Pues porque yo no estarésiempre disponible —dije molesto.

De pronto me di cuenta deque tanto Lemos como Pallache mehabían estado utilizando por unaextraña carambola a raíz de miempleo en Casa de Calderón acargo de Carrillo, y pensé que noera mala idea que yo tambiénsacara algo de todo aquello.

—Oiga, don Carlos —empecé

con prudencia—, ¿su hijo es muyamigo de Matías Amézquita?

—Amigo y socio. ¿Por qué leinteresa?

—Es algo personal. Megustaría tener una entrevista con suhermano Tadeo.

Pallache me miró de modoextraño, como si no me conociera.

—¿Qué quiere de Tadeo?

—¿Lo conoce usted? —pregunté sorprendido por sureacción.

—No —respondió tajante—.Pero he oído hablar de él.

—¿Y sabe dónde puedoencontrarlo?

—Es posible…

—¿También es amigo de suhijo?

—No.

—Pero su hijo lo conoce.

No respondió.

—Por favor, don Carlos, sisabe algún modo de ponerse encontacto con él, dígamelo.

—Mañana saldremostemprano hacia Fuenterrabía.Búsqueme en el muelle del Pasajede San Pedro. Allí hablaremos.

Camino de la casa de Cimorropasé por delante del palacio deOquendo y pude comprobar conmis propios ojos los preparativosde la cena en honor de loscaballeros franceses. En la famosabatalla de la isla Tercera fue donMiguel de Oquendo quien, en un

alarde de arrojo, rindió la navealmirante de la flota francesa ycapturó su bandera, y aquella nocheel enorme paño blanco con la florde lis dorada colgaba rasgado de lafachada del palacio. Todo caballerofrancés que acudiera a la cenadebería pasar bajo aquel símbolode la derrota.

Como sonido de fondo, desdefuera de las murallas llegaba ellejano rumor de las compañíasguipuzcoanas poniéndose enmarcha esa misma noche caminode Irún por orden de don Alonso

de Idiáquez.

7 de noviembre,de San Sebastián a

Fuenterrabía

Amaneció el día con lluvia fina e

irregulares rachas de viento. A cadapoco se abrían las nubes paraenseñar un sol opalino, pero prontose cerraban de nuevo para seguirdescargando mansamente.

El orvallo no impidió al reysalir temprano a visitar lasfortificaciones del Urgull y luego,mudada la ropa, acudir con su hijaa visitar el convento de San Telmo yel de San Sebastián el Antiguo,donde desayunaron la infanta y susdamas.

Cruzamos luego el Urumeapor el largo puente de madera de

Santa Catalina camino deFuenterrabía, última parada antesde las entregas. La lluvia deslucióun poco la cuidada decoración deguirnaldas de flores y banderolasdel puente, pero aun así daba gustoverlo. Cuando la carroza real entróen el tablado abrieron fuego lasbaterías del fuerte de la Mota y lasde la muralla de la villadespidiendo a los reyes, y las salvasse repitieron atronadoras hasta queperdimos de vista la ciudad.

Pasajes es un increíble puertonatural, con una boca de poco másde seiscientos pies de ancho y másde dos mil de largo, que da paso auna laguna protegida de lasrompientes. El canal es tan estrechoque sólo se puede tomar remolcadoo con dos vientos, lo que lo haceimposible de atacar para unaarmada. Pero, por si alguien lointenta, al final de la bocana hayuna torre de cantería con trecepiezas de artillería de hierro ybronce. Junto al canal crece unpueblo a cada lado al que llaman

Pasaje: San Pedro, en el lado de SanSebastián, y San Juan o Donibane,en el de Fuenterrabía, y cruzar enbarca de uno a otro es el caminomás rápido para ir a la frontera y,desde luego, mucho más cómodoque dar toda la vuelta a la laguna.

La comitiva llegó alembarcadero de la Herrera, en elPasaje de San Pedro, atravesandoun frondoso bosque de robles,fresnos y avellanos. Allí esperabauna preciosa galeota deveinticuatro remos bien aparejada,adornada con el escudo real y

banderas con la cruz de SanAndrés. A popa habían instaladoun trono grande para el rey y otromás pequeño para la reina deFrancia, bajo un amplio toldo deterciopelo amarillo, del mismocolor que la librea de los remeros.Junto a ella había otras muchaspinazas con toldos en las popaspara todos los Grandes de Españaque iban en la comitiva, algunasincluso con plataformas dondeacomodar las literas y los carros,además de innumerables chalupasy esquifes.

En cuanto apareció la carrozareal los cañones de la torredispararon una salva de honor queretumbó en todo el puerto, y otrotanto hicieron los navíos anclados:carracas, pataches, urcas, y hastatres galeones de guerra hicieronsonar sus baterías en honor a losreyes. Pareció que los cañonazosrompieron las nubes y durante unbuen rato dejó de llover.

Mientras embarcaban SusMajestades, una pequeña orquestay un coro de doncellas vizcaínasinstaladas en una pinaza

amenizaron la maniobra y, cuandopor fin soltaron amarras,acompañaron a la galeota en susingladura a través del canal.

El resto de la comitiva se fueagolpando a los pies de la torresobre la que ondeaba una enormebandera blanca con la cruz roja deSan Andrés.

En cuanto se alejó la galeotacargaron las pinazas, y luego unenjambre de pequeños batelesadornados con banderolas de papelde colorines y guirnaldas de floresse fueron acercando al muelle.

Bogaban con gran pericia paraacercarse por la izquierda y salirpor la derecha, cargaban en SanPedro y descargaban en Donibane,de modo que en poco tiempo losmuelles de ambos Pasajes parecíanlos extremos de un vórtice. Eraimpresionante ver tanta actividad, ymás impresionante aún cuando tedabas cuenta de que quienes hacíanaquello eran mujeres, todo mujeres,dos o cuatro a los remos y una altimón de cada batel. Vistas de lejosparecían altas, de cintura delgada yrostro atezado por el sol y el salitre,

lo que hacía que sus dientesparecieran más blancos.

Esperé más de una horasentado en una bala de lana hastaque apareció Pallache con un pañosahumado con ámbar tapándole laboca y la nariz. Había dejado desoplar la constante brisa del norte yde vez en cuando llegaba el hedorde tres grandes navíos queacababan de arribar cargados conbacalao y sebo de ballenaprocedentes de las pesquerías deTerranova.

—¡Don Carlos! —grité

agitando el brazo para hacerme verentre tanta gente.

Él levantó las cejas en señal dereconocimiento y se acercó hastadonde yo estaba.

—¿Y bien? —pregunténervioso.

—Tendrá su entrevista,Isidoro.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—Ha sido fácil. En realidad esél quien quiere verlo a usted.

Pensé que era broma, pero por

una vez Pallache no lucía en elrostro su encantadora sonrisa.

—¿Cuándo?

—Lo recogerán en cuantocrucemos el canal, en el muelle deSan Juan. Debe estar preparadopara saltar a la barca que le digan ydejarse conducir.

Aquello no sonaba nada bien,la verdad.

—¿Es seguro? —preguntédispuesto a confiar en su palabra.

—Creo que sí.

Ese «creo» acabó dedesarmarme, pero ya no podía darmarcha atrás.

—Está bien. Que sea comodice. Supongo que tendré que irligero. ¿Puedo confiarle mis cosas?—dije señalando la mula y misalforjas.

No es que fuera mucho, peroaún me quedaba bastante plata(incluida la que había tomadoprestada en el monasterio de SanTelmo) y también llevaba las cartasdel conde de Cameros y las deMicaela. Me guardé la carta de

Amézquita en el pecho y tendí elresto al señor Carlos. Si yodesaparecía, mejor que todoacabara en sus manos que en lasdel contrabandista.

—¡Assad! —gritó Pallache asu joven lacayo señalando miscosas. El muchacho sujetó la mulade la rienda y se echó las alforjas alhombro.

Llegó nuestro turno deembarcar, y lo hicimos en el mismobatel. Las mujeres que logobernaban no eran tan estilizadascomo parecían de lejos, sino más

bien romas; tenían pies comomanos y manos como palas. Aunasí, no resultaban faltas de encanto.Dos de ellas iban tocadas a lavizcaína, con esa especie deturbante que se enrolla al cuello ytermina en forma de cono rematadoen punta hacia delante, y la otra sehabía dejado caer el tocado hacia laespalda y mostraba el pelo negro ylustroso anudado en una trenza quesujetaba con lazos de colores.Llevaba, además, pendientes deperlas y un fino collar de coral rojo.Mientras nos instalábamos en la

barca, una de las del tocadovizcaíno se puso en pie y seremangó el halda del vestidopasando la parte de atrás haciadelante entre las piernas parasujetarla a la cintura. En laoperación descubrió las piernascasi hasta los muslos mientras nosdedicaba una mirada divertida.

—Magníficas mujeres —murmuró Pallache.

No contesté, se veía que elhombre llevaba ya demasiado viajea sus espaldas.

—Se les adivinan musloscomo columnas sármatas.

—¿Sármatas? ¿Por quésármatas?

—Qué sé yo —respondió denuevo sonriente—, ¿no le parece unnombre evocador? Y qué mirada,Isidoro, qué mirada.

Me tranquilizó ver que donCarlos volvía a estar de buenhumor. Quise creer que le caía bieny que no estaría pensando en lossármatas si supiera que me iban adegollar como a un pollo.

Nos colocaron a los dos aproa, y a popa estibaron un baúl ysentaron a un lacayo encima. Elagua casi lamía el borde de laembarcación, pero aquellas mujeresla manejaban con tal seguridad queen ningún momento tuve miedo dezozobrar. El espectáculo vistodesde el agua era magnífico. Anuestra izquierda, que no sé eltérmino marinero, se veía la bocanadel puerto, estrecha y peligrosa, y ala derecha se abría la laguna en dosbrazos de los que brotaba unbosque de mástiles. A mitad de

camino flotaba la balandra con laorquesta del duque de Pastranaamenizando el paso con suavesmelodías. Habría sido el momentoperfecto para disfrutar de la músicay del discurrir del agua por losremos, pero estaba tan preocupadocon lo que iba a pasar acontinuación que mi mente no eracapaz de percibir esos detalles.

Llegamos al muelle del Pasajede San Juan, junto a la plaza quellamaban de Donibane. Era unlugar hermoso, un espaciocuadrado abierto al mar con casas

de dos y tres plantas con lasfachadas pintadas de blanco,azafrán y verde. Sus grandesbalcones de madera estabanresguardados de la lluvia por alerosbajo los que se oreaba tendida alsol ropa de todos los colores, conpredominio del rojo, azul yamarillo. Ajenos al bullicio de lacomitiva real, animados grupos dearrantzales recomponían sus redesentre un maremágnum de barricas,velas y remos.

En medio de aquellaconfusión, un hombre alto, de

barba poblada y cuerpo seco, seacercó a mí y me dijo un escueto«sígame». Miré a Pallache, que medespidió alzando las cejas, y me fuitras él hasta el extremo interior delmuelle, donde saltó a un batel concuatro remeros. Yo le imité y, antesde sentarme, el sujeto me dijo queme tumbara en el fondo de la barcay me echó por encima una mantaque olía a pescado rancio.

—Es por usted —dijo paratranquilizarme, sin conseguirlo.

Nos apartamos del muelle ybogaron unos minutos, no mucho

tiempo. Evidentemente nosestábamos dirigiendo a un barcoanclado en la rada. Cuando la barcachocó con algo, el de la barba retiróla manta y me invitó a subir poruna escala de tablas y sogas quecolgaba pegada al casco de unbarco de bordas muy altas. Arribame esperaban otros dos individuosque, sin decir palabra, me llevarona la bodega. El olor era fuerte encubierta, denso y caliente, pero encuanto puse un pie en la escalera dela bodega tuve ganas de vomitar.Había varias cuadrillas de hombres

frotando con agua y cal viva lo queparecía el armazón de una doblelitera que ocupaba todo elperímetro del casco, pero la maderaestaba tan impregnada de heces ycadaverina que sólo el fuego podríalimpiarla. Aunque nunca habíaestado en ninguno, supe que aquélera un barco negrero. Supe queestaba en el São Cristóvão.

El hombre que parecíasupervisar la limpieza con un pañoen la cara me echó un vistazo y sevolvió de nuevo hacia suacompañante.

—¿Cuándo estará listo?

La charla tenía lugar al pie dela escalera, al lado de la primeralitera sobre la que descansaba unapila de cadenas de hierro, grillosdobles y esposas. Pensé que habíantenido suerte de que los dosballeneros de Terranova taparan suolor, porque si no seguro quetendrían problemas con lasautoridades del puerto.

—El martes —respondió elaludido—. Para entonces tendréestibada toda la comida y las pipasde aguardiente.

—¿La tripulación?

—Acabo de izar la bandera deenganche.

—Muy bien, capitán. Avísemecuando lleguen los carpinteros parasupervisar el falso sollado sobre laspipas de agua.

El otro asintió.

—Sígame, Isidoro —me dijocon total confianza—. Veo que seestá poniendo amarillo.

Pasó a mi lado y noté que supañuelo estaba impregnado conaceite de lavanda y que debajo

llevaba una torunda más gruesa dealgodón. Al salir a cubierta ya nonoté el olor de antes. Me parecióque el aire era más puro que el delos bosques de Oñate.

Seguí al hombre escoltado pordos marineros hasta el camarotedel capitán, y allí nos dejaron solos.El camarote era un espacio pequeñoy austero donde no había ni cama,el capitán dormía en un coy como elresto de la tripulación, y lo únicorepresentativo era una mesa decartas, un armario empotrado enuno de los mamparos y dos sillas

sencillas con asiento de anea. Elhombre se descubrió el rostro,sirvió de una jarra que había sobrela mesa dos vasos de aguardiente yme tendió uno antes de darme laespalda para ponerse a mirar por laventana de cristales emplomados.

Bebí un sorbo y esperé.

No sé a quién había esperadoencontrar; quizá a alguien orgullosoy desafiante como Cosme Vecino, oa un pirata con pendiente de oro yun tatuaje en el cuello como elcapitán Joâo Mego, el portugués delMariana, pero desde luego no a

aquel tipo con aspecto de bachiller,jurista o escribano. Así de primerasme pareció algo mayor que yo,entre diez y quince años; un pocomás bajo de talla y no mucho másgordo. Sus facciones eran correctas,más guapo que feo, pero sindestacar; el bigote fino, el pelo muyrizado y canoso en las sienes. Vestíacon elegancia: ropa buena de corteclásico sin concesiones a lamodernidad, nada de cuellos delechuguilla ni puños de Holanda.La capa era negra, de buen paño, yel sombrero de ala corta lucía una

venera de diamantes y dos plumaslargas y verdes de quetzal, unpájaro raro de Nueva España.

Una lejana descarga dearcabuces indicó que los reyeshabían llegado a Rentería, dondeles esperaban para comer, y como side una señal se tratara el hombreempezó a hablar.

—Creo que me andababuscando.

—Si es usted don TadeoAmézquita…

El hombre asintió.

—Y a usted ¿quién lo envía?

Pensé en qué podía saber demí. Seguro que conocía mi relacióncon Pallache y también con Lemos,ya que una era causa de la otra, y sihabía sonsacado a don Carlospuede que conociera además mipasado de secretario de la condesade Cameros. Lo único que esperabaera que no supiese nada de mi pasopor el despacho del marqués deSieteiglesias, su jefe y mentor,según todos los indicios.

—No tengo amo —respondícon aplomo.

—Vamos. La condesa deCameros, don Carlos Pallache, elconde de Lemos… —enumeró élpara demostrar que estaba bieninformado—. Tiene usted másamos que Lázaro de Tormes.

No había citado al marqués deSieteiglesias. Respiré con alivio,pero no bajé la guardia. Don Tadeoparecía un hombre inteligente y,por lo que se veía, también leído.

—Nunca he sido secretario dePallache ni de Lemos.

—Pero trabaja para ellos.

—En realidad no. Sólo hehecho de mensajero en un par deocasiones, pero seguro que eso yalo sabe.

—No, cuéntemelo usted.

—Si le interesa, pregúntele adon Carlos. Yo le pedí a él que meconsiguiera esta entrevista paratratar un asunto de la condesa deCameros —dije tendiéndole la cartaque llevaba en el pecho.

Cogió la carta de mi mano, leechó un vistazo y la dejó sobre lamesa.

—¿La condesa va a aceptar mioferta?

—La condesa la va a mejorar.Le va a regalar el barco si accede afechar la transacción hace dos años.

—¡Dos años! ¿Y eso?

—Porque ella no quiere tenerrelación con nada de lo que hayapasado desde entonces.

—Sigue sin decirme por quéhace dos años.

Decidí sincerarme.

—Porque hace dos años que

falleció su esposo, aunque elladecidió mantenerlo en secreto conla complicidad de Cosme Vecino,su administrador en Nueva España.Y si eso se llega a descubrir, lacondesa quiere al menos que quedeclaro que ella no ha tenido nadaque ver con ninguna de lasactividades de este barco.

Hice una pequeña pausa paraver cómo se tomaba Amézquitasemejante revelación, pero no hizoningún gesto, ni siquiera cambió depostura.

—Siento que se entere así —

insistí—. Sé que debería habérselodicho hace tiempo, usted era susocio, pero en descargo de lacondesa diré que ella ignoraba suexistencia. Y por lo que creo, Vecinomantuvo también el secreto ysiguió haciendo funcionar todocomo si el conde siguiera vivo.

Amézquita siguió sin darpruebas de sorpresa. Durante unossegundos pareció meditar susiguiente pregunta.

—¿Y a qué cree la condesa quese dedica este barco?

—No es una cuestión de fe —respondí con suficiencia—. A estasalturas sabe que el São Cristóvão esun barco negrero y que ademáshace contrabando de plata. De supropia plata de Zacatecas. —Fui aañadir lo de la falsificación demoneda pero no me atreví, aún notenía claro cómo encajaba cada unode los implicados en ese negocio—.Y lo sabe porque el propio capitándel Mariana, el galeón que trajo laplata de Nueva España, pasó por sucasa con intención de cobrarle a ellasu comisión porque su enlace en el

puerto de Sevilla no habíaaparecido. Y luego el mismo CosmeVecino no lo pudo negar cuandollegó a rendir cuentas de la gestióndel patrimonio del conde en NuevaEspaña.

—¿Usted conoce a CosmeVecino?

—Sí, estaba con la condesacuando fue a verla.

Amézquita aguardó unossegundos antes de hacer susiguiente pregunta.

—¿Qué opina de él?

Aquella pregunta parecíatener trampa, pero ya estabalanzado cuesta abajo y no me pudecontener.

—Cosme Vecino es unasesino, además de ladrón yestafador —dije, y me arrepentí enel acto porque al fin y al cabo debíade ser su socio.

—¿Asesino? ¿Por qué?

Parecía que lo de estafador yladrón no contaban para él.

—Mató a un hombre llamadoFrancisco de Juara.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque un testigo me locontó.

—¿Y usted le cree?

—Sí. Creo que decía la verdad.

—¿Dónde está ese testigo?

—Muerto.

Amézquita resopló e hizo unamueca parecida a una sonrisa.

—¿Y el otro?

¿El otro?, me dije. ¿Es que loconocía? Era mi turno de preguntar.

—¿Cómo sabe que hay otro?

—Porque fueron tres hombreslos que eliminaron a Francisco deJuara.

Contuve la respiración.Evidentemente estaba jugandoconmigo, tanteándome, viendocuánto sabía. Me sentícompletamente indefenso, ridículoen mi pretensión de llegar a unacuerdo de igual a igual quebeneficiara a Micaela. En aquelinstante supe que no saldría vivodel barco, y que los líquidos quemanarían de mi cadáver

impregnarían su tablazón como losde tantos desgraciados antes queyo, hasta que algún pirata caritativole prendiera fuego.

Mientras yo me asomaba alnegro pozo de mi futuro,Amézquita se dirigió al armarioempotrado que había en elmamparo y sacó un frasco grandede cristal que depositó sobre lamesa. Me quedé demudado. Elfrasco estaba lleno de espíritu devino, y en su interior flotaba conexpresión de sorpresa la cabeza deCosme Vecino.

—Creo que se conocen —dijocon absoluta frialdad.

Yo asentí con la boca seca.

—¿Cuál es su relación con donFernando Carrillo?

Me temblaron las rodillas.Tuve ganas de sentarme, pero meconformé con apoyar una mano enel respaldo de una silla.

—Lo conozco —respondí conla sensación de que Amézquita ibados pasos por delante.

—¿También trabaja para él?

—Ya le he dicho que no tengoamo… —murmuré sin convicción.

—Sé que fue él quien le hablóde Carlos Pallache en relación a nosé qué asunto. Él mismo me lo hadicho.

Joder con don Carlos, pensé.Al final hará que me maten.

—Y también sé que es amigode López Madera, el alcalde deCasa y Corte que investiga lamuerte de Juara.

Asentí pesadamente, noganaba nada negándolo. Percibí a

los marineros al otro lado de lapuerta y empecé a buscardesesperadamente otra salida.Calculé lo que me costaría empujara mi anfitrión y lanzarme por laventana, y luego pensé en la caídaal agua y en cuánto tardarían enalcanzarme con la barca paraahogarme con los remos. Pero alescuchar la siguiente frase deAmézquita se me quedó la menteen blanco.

—Creo que podemosayudarnos mutuamente, donIsidoro.

Esa afirmación me devolvió laesperanza. No se trataba de «don»a quien se piensa convertir encomida para peces en el sollado deun barco.

—Por lo que me han dicho esusted un hombre inteligente y nocreo que se implique en un temaque no entiende, así que me va apermitir que le cuente una historia.

Rellenó los vasos deaguardiente y nos sentamos los tresa la mesa, digo los tres porque lacabeza de Vecino quedaba anuestra altura y parecía seguir la

conversación como un invitado depiedra.

—Todo empezó hace casiquince años, cuando los negociosprosperaban y había dinero portodas partes. El duque de Lermahabía hecho una fortuna al abrigode las mercedes del rey y el asuntodel cambio de la Corte de Madrid aValladolid y vuelta a Madrid, no sési sabe…

—Más o menos.

—Y no sólo el duque.Franqueza y Calderón, sus

favoritos, también acumularongrandes riquezas, y con ellos susamigos, entre los que estaba elconde de Cameros, y los amigos delos amigos. En esa época el condedecidió invertir parte de ese dineroen unas concesiones en las minasde plata de Zacatecas, en NuevaEspaña, y Calderón se las consiguióa condición de recibir parte delproducto libre de tasas. Alprincipio eso significó la entrega deuna cantidad exenta del pago delquinto real, es decir, después dehaberlo pagado don Fernando. Pero

a Calderón le resultaba engorrosorecibir los pagos en México, así quepronto decidió que la plata habíaque entregársela en la Península, loque encarecía los trámites y reducíael monto final. Don Rodrigo pidióentonces consejo a su amigo, elbanquero O avio Centurión, y éstele remitió a mi hermano, quien porentonces ya era su hombre deconfianza en las aduanas de SanSebastián, y mi hermano lo puso encontacto conmigo. En definitiva, laúnica solución posible era meter laplata de contrabando, y yo ya había

tenido alguna experiencia concargamentos que se desviaban de laruta oficial aprovechando la paradade la flota en las Azores. Conocía alos capitanes corruptos, los barcosendeudados y a las tripulacionesproclives a jugarse la vida en esetipo de negocios. Pero, para mayortranquilidad, convencí a donRodrigo de lo importante que eracontar con un barco propio con elque hacer el trasbordo de lamercancía en alta mar, de modoque pudiéramos contar siempre conuna tripulación fija y fiel.

—Y compró el São Cristóvão.

—Sí señor, pero como noquería que su nombre aparecierarelacionado con nada de esteasunto, nos pidió al conde deCameros, a Silva de Torres y a míque lo compráramos como sifuéramos una sociedad.

—Pero Silva de Torres noquiso.

—Su mujer no le dejó, ¿se lopuede creer? Je, je, je.

Lo sabía, pero aunque no melo hubiera dicho ella misma,

después de conocerla podía creercualquier cosa, de ella y de sus «ríosde dinero…».

—Lo compramos donFernando y yo. Es una carracamagnífica, como puede ver, enperfecto estado.

—¿Compraron un barconegrero para hacer contrabando deplata?

—No, eso vino después.Cuando la compramos no teníahechas las adaptaciones necesariaspara transportar negros. Pasarían

un par de años en que sólo salía depuerto para recoger la plata en elcabo de San Vicente y traerla aPasajes, que era una ruta mássegura que desde las Azores. Peroel capitán que contratamos, BenitoTrinidad, resultó ser un hombrecon mucha iniciativa y que ademáshabía sido piloto en varios barcosportugueses dedicados a la trata, yconocía bien el negocio. El caso esque nos hizo ver lo desaprovechadoque teníamos el barco y con quépoca inversión podríamosmultiplicar los ingresos. Tenía

razón, con un beneficio añadido:que nadie en su sano juicioinspecciona a fondo un barconegrero en el tornaviaje. Fíjese queincluso en una ocasión nosasaltaron unos piratas holandeses,y la peste a putrefacción de labodega era tan intensa que seconformaron con llevarse las cuatrocosas que había en cubierta y unatado de coys. Sí, la plata viajabamás segura en el sollado del barcoque en una caja fuerte.

Temí que se perdiera contanta divagación, así que intenté

centrar de nuevo el tema.

—De modo que todo ese lío loorganizaron para meter decontrabando la plata de donRodrigo Calderón.

—No sólo de Calderón. A esasalturas movíamos también platailegal del conde de Cameros, deFrancisco de Juara y mía.

—¿De Francisco de Juara?

—Espere, Isidoro. Déjeme irpoco a poco.

Amézquita respiró hondo yjugó un poco con el vaso mientras

reordenaba el hilo de su narración.Bebió el contenido de un trago y lovolvió a llenar.

—Al principio —continuó alfin—, la plata que desviábamosvenía aquí, a Pasajes, y de aquí sereembarcaba para venderla enEuropa sacándole un mayorbeneficio que en España. Peropronto nos dimos cuenta de quepodíamos sacar aún mucho más sinosotros mismos convertíamos loslingotes en moneda. Para ello, Juaravisitó primero la moderna ceca deSegovia que había montado Felipe

II y luego viajó a Innsbruk paracontactar con los fabricantes de losmecanismos hidráulicos, de lasprensas, los rodillos y los cuños. Almismo tiempo el conde deCameros, por medio de un primode Calderón que vivía en Amberes,hizo averiguaciones de dónde seríamás conveniente levantar nuestrapropia Casa de la Moneda. Suenabien, ¿verdad?

—¿Calderón impulsó todoeso? —dije como si no hubiera oídola pregunta. Lo último que meapetecía era alabar su ingenio.

—Don Rodrigo siempreestaba en la sombra. El quecoordinaba y organizaba todo era elconde de Cameros, desde laextracción de la mena hasta laacuñación.

—Entonces, ¿construyeron laceca? —pregunté realmenteimpresionado.

Amézquita asintió.

—¿Cuándo?

—Las norias empezaron arodar en 1606.

—¿Durante la guerra? —No sé

por qué supuse que en caso dehaberla construido habría sido apartir de 1609, una vez firmada latregua con las Provincias Unidas.

—La guerra está llena debuenas oportunidades si no estásmuerto —respondió irónico elarmador—. Pero al año siguientetodo se complicó. Fue el año quedetuvieron a don Pedro Franquezay el conde de Cameros tuvo queponer tierra de por medio para noverse engullido por el remolino. Alprincipio pareció que todo seguíaigual, de hecho los envíos se

incrementaron porque al gestionardirectamente don Fernando susconcesiones mineras se evitaron lospequeños hurtos de los capataces yaumentó la producción.

—¿Ya estaba allí…? —pregunté haciendo una señal haciala cabeza de Vecino.

—¿Vecino? No, todavía no.

Amézquita bebió otro sorbode su vaso y yo le imité. Aunquehabía decidido mantenerme lo másdespejado y alerta posible, lahistoria empezaba a darme sed.

—Los cuatro años siguientestodo fue muy bien —continuó elguipuzcoano—. Con la platacomprábamos cobre en Alemania,lo acuñábamos en Flandes y lometíamos en España por lospuertos en los que don Rodrigotenía manga ancha por sus asuntoscon Centurión. El sistemafuncionaba como un reloj, tan bienque acabamos llamando laatención. En 1611 dio comienzo unagran investigación sobrefalsificación de moneda y surgieronlos nombres de Francisco de Juara y

el mío. A mí llegaron aencarcelarme, pero estabatranquilo; no tenían pruebas, sabíaque el juez estaría de mi parte y nohabía nada que me inculparadirectamente. Sin embargo, lasituación dio un giro inesperado.De pronto murió la reina y corriópor la Corte el extraño bulo de queCalderón, a quien ella despreciabaabiertamente, la había embrujado yenvenenado, y que Juara, que era suhombre de confianza, habíapracticado los hechizos.

—He oído que lo acusaron de

brujería por ir a recoger hojas delaurel, o algo así.

—Por lo que fuera. Unaidiotez. Pero don Rodrigo se enteróde que lo estaba buscando laInquisición, y entonces decidióayudarle a salir de España paraevitarle un proceso por brujería.

—Evitarle…

—Y evitarnos a todos. Ya sabeusted que los señores inquisidoresson muy metódicos, y en todoproceso está pautado el paso por elpotro para dar la oportunidad al reo

a decir la verdad.

Conocía el procedimiento,claro, y el axioma de que todaconfesión obtenida bajo torturaconstituye una verdad indiscutible,con el agravante, además, de que elreo nunca es informado de quéacusación pesa contra él. Nunca lohe sufrido, pero nada debe de sonartan desolador como la beatífica vozde un dominico diciendo: «Vamos,usted y yo sabemos qué le ha traídohasta aquí, así que cuéntelo tododesde el principio».

—Y Calderón temía que si

colocaban a Juara en el potroacabaría hablando del contrabandoy la falsificación de moneda, queademás son delitos contra la fe.

Amézquita asintió.

—Don Rodrigo intentóconvencerlo de que se fuera deEspaña con todos los argumentosposibles, pero Juara había hecho suvoluntad tantas veces en losúltimos años que se creía intocabley que estaba por encima de la ley,de la Santa Inquisición y del mismorey.

—Y entonces envió a Vecino ya sus amigos para convencerle de locontrario.

No pude evitar echar unvistazo a la cabeza de Vecino alnombrarlo y me fijé en su bocaentreabierta. Una diminuta burbujade aire estaba pegada a su labiosuperior y otras parecían apresadasentre los pelos del bigote. Mepregunté si agitando el frascosubirían a la superficie.

—Sí. Lo mataron e hicierondesaparecer el cadáver. LuegoCalderón envió a Vecino a Nueva

España a trabajar con el conde deCameros. O, mejor dicho, avigilarlo.

—Y su caso no prosperó porfalta de pruebas.

Amézquita sonrió y me miróentonces con curiosidad.

—Eso fue al año siguiente.Todavía estamos en noviembre de1611, cuando la Inquisiciónintentaba detener a Juara y éste noaparecía por ninguna parte. Su hijopensó que los inquisidores mentíany que lo tenían preso y escondido, y

entonces decidió denunciar sudesaparición a la justicia ordinaria.

—Denuncia que se perdió enun cajón.

—Hábilmente, sí señor. Elasunto quedó envuelto en unmisterio inquisitorial, y ya sabe quenadie remueve tranquilo esa olla.De hecho, el hijo no ha vuelto ahablar del tema. Al año siguiente,un juez amigo de Calderón se hizocargo de mi caso y decretó que nohabía pruebas suficientes paraseguir adelante con el proceso y mepuso en libertad. Pero la justicia del

rey no se detuvo conmigo, siguióadelante con la investigación yempezaron a hacer averiguacionesen Alemania y en Amberes enbusca del origen de las monedasfalsas. El conde de Cameros estabacada vez más asustado con losprogresos de los investigadores. Elviejo había sufrido muydirectamente el proceso contraFranqueza y le entró el pánico. ConJuara desaparecido y yo liberado,pensó que se estaban acercando a ély entonces empezó a acuciar aCalderón para que encontrara el

modo de interrumpir lainvestigación, y hasta llegó aamenazarlo con descubrir todo ydenunciarlo si la justicia llegaba atocarle.

—Murió antes —dije yo.

—Muy convenientemente —replicó él—. Don Fernando era unhombre mayor, Isidoro, y muyinteligente. Él había organizadotodo el asunto de la plata, delcontrabando y de la falsificación demoneda, conocía los nombres detodos los implicados, los lugares,los barcos, los proveedores… Sabía

demasiado y era un hombre débil…

Amézquita no terminó lafrase, dejó en el aire la conclusiónobvia.

—¿Quiere decir que lomataron?

El tratante de esclavos bebióun trago de aguardiente y asintió.

—Nuestro amigo —dijoseñalando el frasco con el pulgar—se encargó de los detalles, igual quehabía hecho con Juara. Lo degollóen la selva y lo enterró debajo dealguna ceiba, todo muy discreto.

—Asesinado… —dijepensando en cómo contaría eso aMicaela, pero de inmediato caí enlas implicaciones—. Ustedessiempre han sabido que el condeestaba muerto.

Amézquita abrió un cajón dela mesa y sacó varios papeles, trescartas y un cuadernillo. Puso laprimera carta delante de mí junto alfrasco, como si quisiera que Vecinotestificara su autenticidad. No la leíentera, pero identifiqué la letra deMicaela y su firma.

—Vecino escribió a Calderón

informándole de la reacción de lacondesa de Cameros ante la noticiade la muerte de su esposo, y a donRodrigo le hizo gracia. No lepareció mal la idea de hacer que elconde seguía vivo, así él seembolsaba la parte completa delconde de todo el negocio y ademástendría la posibilidad de usar a lacondesa como chivo expiatorio sifuera necesario, de modo queordenó a Vecino aceptar el trato.

—¿Y cómo ha llegado a susmanos?

—Cosme era un asesino

práctico, siempre llevaba encimatodo aquello que pudiera servirlede salvoconducto: la carta de lacondesa, la orden de ejecución deJuara…

Al decir eso puso sobre laprimera otra carta en la que busquérápidamente la letra que conocía desobra después de mi experiencia ensu despacho.

—… y la mía.

Miré a Amézquita a los ojos.Estaba muy tranquilo. Leí luego laúltima carta, apenas un párrafo en

el que se pedía al destinatario quehiciera una visita al armador. Ibasin firmar, igual que la de Juara,pero supe que era auténtica porquese la había visto escribir a Calderónen Briviesca después de que lecomunicaran que Lerma no iba aproseguir el viaje.

—Ninguna está firmada —dije para restarles valor.

—Es la misma letra en las dos.La letra de Calderón, la conozco, yseguro que cualquiera que hayatrabajado con él podrá identificarla.También tengo la confesión de

nuestro amigo Vecino —dijoponiendo sobre las cartas elcuadernillo cosido con una aguja deacero—. El hombre tuvo el detallede firmarla antes de dejarnos.

La cabeza de Vecino mirabasu confesión con los ojos muyabiertos.

—¿Por qué quiere matarloCalderón? Entiendo lo de Juara y elconde, pero ¿usted? ¿Qué le hahecho? ¿Por qué quiere verlomuerto?

Amézquita se encogió de

hombros.

—No lo sé, supongo quequiere quedarse con todo elnegocio, y soy el último socio que lequeda.

—¿Y tener que llevarlo él?

—Eso es lo que no me acabade cuadrar…

Ambos nos quedamos unossegundos en silencio.

—¡Se está cubriendo! —dijecon una súbita clarividencia.Amézquita me miró con curiosidad—. No pretende quedarse con todo,

va a cerrar el negocio.

—Pero qué dice…

—¿Sabe que el duque deLerma quiere dejar el poder ymeterse a cardenal?

—¿Lerma quiere dejar de serministro del rey? —preguntóAmézquita incrédulo.

—¡Eso es! —razoné cada vezmás convencido—. Calderónsiempre ha dependido de laprotección de Lerma y, ahora que elpoder del duque declina, teme quepara cubrirse las espaldas lo

sacrifique a él igual que hizo conFranqueza.

—Y en previsión de que pasealgo así —siguió Amézquitacaptando rápidamente elargumento—, está borrandopruebas y eliminando sus vínculoscon toda actividad que lecomprometa. Tiene sentido. Peroqué hijo de puta, no hay cuchillopara tanta amarra.

—¿Qué piensa hacer?

—Ya había decidido lo quetenía que hacer, Isidoro, por eso le

he contado toda la historia. Pero sitiene razón, mi vida depende deusted y de sus amigos más de loque creía.

—¿De qué amigos?

—De López Madera y de donFernando Carrillo.

Fui a protestar otra vezdiciendo que Carrillo no era amigomío, pero vi que no merecía lapena.

—¿Qué espera que haganellos?

—Que lo encierren. Llévese

todos estos papeles.

—Dos cartas vagas y laconfesión de un desaparecido, nocreo que sean pruebas suficientespara encerrar a nadie.

—Pero puedo decirles dóndeencontrar al tercer hombre queparticipó en el crimen de Franciscode Juara.

Lo dejé hablar para ver hastadónde podía fiarme de lo que decía.

—Vive en el pueblo deSalinas, en el valle de Léniz. Sellama Juan Guzmán, y sé que

Calderón le pagó el crimen con unapatente de sargento durante laexpulsión de los moriscos. Diga asus amigos que lo busquen y loprotejan, que le tomen declaracióndelante de escribanos, que le haganconfesar su participación en lamuerte de Juara aunque sea en elpotro y sobre todo que quede claroque don Rodrigo Calderón fuequien la ordenó.

Pensé que Guzmán merecíaestar cien veces muerto, pero nocreí que a Amézquita le interesarami opinión.

—¿Ese Guzmán sabe todo loque usted me ha contado? —pregunté como si fuera la primeravez que oía hablar de él.

—No. Eso quedará entre ustedy yo. Él era un simple ejecutor,nunca supo el motivo. Y en laconfesión de Vecino tampocoencontrará nada de lo que le hecontado, sólo lo de Juara.

—¿Y yo qué gano en todoesto?

—Le interesa la condesa,¿verdad? Por eso ha venido. Ahí

está la carta que escribió a Vecinoproponiéndole simular que elconde seguía con vida. Llévesela.Destrúyala, si quiere. Como sinunca hubiera existido. Vecino yano podrá hacerle ningún daño y, atodos los efectos, para ella el condeacaba de morir. Incluso si alguiendijera que lleva dos años muerto,ella podrá lavarse las manos.

—¿Y el barco?

—Acepto el regalo —dijo conla mayor tranquilidad—. No volveráa oír hablar de él ni de mí. Dígaleque prenda el próximo brasero con

la escritura.

Miré despacio a Amézquita.Detrás de su apariencia sencilla ypacífica latía el corazón de uncorsario. Aquel tipo me habíacontado sin que le temblara la vozque era contrabandista, falsificadorde moneda, traficante de esclavos,que había encubierto dosasesinatos y que había matado a unasesino profesional después detorturarlo hasta arrancarle unaconfesión. Y después de todo eso,era capaz de utilizar a la justiciapara librarse de un enemigo al que

nunca podría alcanzar con laespada.

—¿Y su amigo? —preguntéseñalando la cabeza flotante—.¿También se lo va a llevar de viaje?

—Pensaba enviársela aCalderón —dijo dando un par degolpes en el cristal. La burbujita dellabio se desprendió y subiólentamente hasta la superficie—,pero creo que la tiraré al mar. Meestá empezando a dar un poco deasco.

Hice el camino de vuelta aDonibane bajo la manta con olor apescado, aunque entonces mepareció un perfume casi agradable.En el muelle me esperaba Assadsentado en un tonel, la única figurainmóvil en medio del constantefluir de personas y enseresprocedentes del Pasaje de SanPedro. En cuanto me vio saltó de sutrono y me indicó que le siguieraentre montones de redes tendidasal sol.

—Ya está aquí, Isidoro, justo a

tiempo —dijo Pallache sirviendo enun plato un par de cucharones deuna olla que tenía sobre la mesa—.Vamos, coma algo, que aún estácaliente.

Pensé que no podía sercasualidad que donde estuviera donCarlos siempre hubiera buena yabundante comida; el hombre teníaun sexto sentido para encontrarventas o tabernas bien surtidas.Aunque en este caso quien debía deconocer aquel local era el joven quelo acompañaba, una versiónreducida del señor Carlos: los

mismos ojos azules, la mismamirada inteligente, la mismasonrisa socarrona. La únicadiferencia era que pesaría veintekilos menos y medía un palmo más.

—Isidoro, le presento a mihijo Felipe —dijo don Carlosdisfrutando de mi expresión desorpresa—. El hijo de un Carlostenía que llamarse Felipe.

Verdaderamente, el judíotenía sentido del humor.

—Don Isidoro, es un placer —dijo el joven poniéndose en pie e

inclinando ligeramente el torso—.Le estoy muy agradecido por todolo que ha hecho por mi padre.

—Al contrario —dije yo con lacabeza todavía en el recienteencuentro con Amézquita—, soy yoquien está agradecido. Me haquitado un enorme peso de encima.

Me encontraba realmentebien. El hecho de haber entendidoel entramado que rodeaba al robode la plata de Micaela y el tener enmi mano el modo de liberarla mellenaba de satisfacción, y se medebía de notar en la cara.

—Me alegro que estécontento, Isidoro, porque lasnoticias que trae mi hijo no sonnada buenas. Temo que me tendréque ganar el sueldo de Lemos antesde lo previsto.

—¿Por qué? ¿Qué haocurrido? —pregunté como sisaliera de un sueño.

Pallache hizo una señal a suhijo para que hablara.

—En San Juan de Luz losfranceses están muy agitados. Nose oyen más que quejas del trato

que reciben sus embajadores enEspaña, de la constante humillacióna la que están sometidos.

—¿Humillación?

—Dicen que en San Sebastiánse les obligó a cenar bajo lasbanderas capturadas a su flota en labatalla de la isla Tercera. Y eso quese supone que se está sentandoentre los dos reinos la base parauna paz duradera.

—Sí, eso es cierto, pero fueidea de los franceses.

—¿De los franceses? Me

extraña. Pero no es lo único.También se habla mucho de laescolta que acompaña a la reina.¡Cinco mil hombres! Eso es unejército excesivo e innecesario, a noser que su intención no sea la quedeclaran.

—¿A qué se refiere?

—En Francia se habla deinvasión.

—¡Por Dios! Qué tontería.

—Allí nadie se lo toma abroma. El ejército es real, lo hanvisto. Y…

Felipe dudó si decir lo queseguía, pero su padre lo animó conla mirada.

—También se ha corrido lavoz de que el rey acompaña a lacomitiva contraviniendo todos losacuerdos, y hay quien insinúa quelo hace por amor.

—Eso no es ningún secreto, alrey le da mucha pena despedirse desu hija y viaja con ella desdeVitoria. En teoría va de incógnito,pero no se esconde.

—Ya, pero por allí se habla de

amor… físico. De una relaciónincestuosa entre el rey y la infanta.

—Me cago en… —dije sintemor a perder la lengua.

—Y ahí no acaba la cosa.Dicen que la infanta no es digna deser reina de Francia porque tiene elcarácter corrompido, ya que no sóloyace con su padre sino con uninglés llamado George Villiers.Muchos testigos dicen haberlosvisto muy acaramelados.

—Pero…, pero… ¿De dóndesale todo eso?

Aún no había comido nada.Arranqué un trozo de pan de lahogaza, lo hundí en el guiso y me lollevé a la boca sin ganas. Estaba fríoy lo escupí en el suelo. Miré conreparo el plato y vi que la grasaempezaba a hacerse visible por losbordes. Se me había quitado elhambre.

Recuperé las alforjas y la mulay dejé atrás Pasajes con la idea deencontrar cuanto antes a Micaela,

no tanto para darle la buena noticiadel final de sus cuitas personalescomo para advertirle del peligroque se estaba urdiendo alrededorde la reina.

Por desgracia, salir al campoera como tirarse al mar. Mientrascomíamos, el cielo se había cerradodefinitivamente y había empezadoa llover con furia, complicando el yade por sí difícil acceso aFuenterrabía. Las salvas debienvenida a los reyes seconfundieron con los truenos de latormenta.

Cuando al fin avisté lasmurallas de la villa, la marea estabacrecida y había inundado toda lazona de marismas que la rodeaba.El único acceso era a través de unestrecho dique en el que apenas sepodían cruzar dos bestias y quecada poco era barrido por las olas.

Tréville me esperaba envueltoen una capa encerada a las puertasdel castillo donde se habían alojadolos reyes. En cuanto me vio, seacercó a mí y me acompañó hastauna cuadra donde guardar la mula.Por todas partes había gente

buscando refugio del aguacero. Lamisma cuadra estaba llena dearrieros y lacayos con la miradaperdida en las nubes, así quetuvimos que hablar en cuchicheospegados al pesebre y con la cabezade la mula en medio.

—Me alegro de poder charlarcon usted —susurré en cuantocomprobamos que nadie nosobservaba—. He oído cosas muyextrañas que me tienenpreocupado.

Tréville me miró con cara deexpectación.

—¿Hay alguna novedad? —pregunté antes de contarle miparte.

Negó firmemente con lacabeza.

—El embajador Brûlart deSillery sigue en Vitoria y lesustituye el conde de Rochefort.

—Rochefort…

—¿Qué le preocupa?

Resumí para Tréville miconversación con el hijo de Pallachesin ocultar ni modificar ninguno delos extremos, y el francés escuchó

atentamente hasta el final.

—Una interesante mezcla demedias verdades convenientementeaderezadas —dijo cuando terminé—. Es la primera vez que oigosemejante historia.

—¿Qué haría usted si fuera elduque de Guisa y le fueran con elcuento de que los españolesmarchan sobre la frontera con unejército de cinco mil hombrescomandados por una locaninfómana que se burla de Francia,que engaña a su rey y que tiene poramantes a su propio padre y al

favorito del rey de Inglaterra?

—Si algo de eso fuera cierto seanularía el matrimonio, claro.

—Lo que temo es que la merasospecha sea suficiente.

—Es posible. Nada haría másfeliz a Condé que fracasaran losplanes de María de Médici.

—El príncipe de Condé… —repetí pensativo—. Cuando fui conel conde de Lemos a ver alembajador en Vitoria estuvimoshablando de Cervantes y de suQuijote, ¿recuerda?

—Lo siento, yo aún no lo heleído.

—No, no es por eso. Creorecordar que madame de Bodineaudijo muy orgullosa que ella habíaaprendido español con monsieurOudin, su traductor, y Lemospreguntó si Oudin seguía siendosecretario del príncipe de Condé.

—¿Cree que Véronique deBodineau es agente del príncipe deCondé?

—No lo sé, al menos hay unarelación entre ellos.

—Es posible, pero de todosmodos no tenemos pruebas.

—Pruebas no, pero reconozcaque ella es la única que ha podidodar este giro perverso a la situación.Ella es quien insistió en que lossoldados se unieran a la comitivareal, la que propició la amistadentre Villiers y la reina, incluso laque propuso la cena en el palaciode Oquendo bajo las banderasrendidas.

Tréville asintió despacio.

—¿Y ahora qué? —pregunté

yo retóricamente.

—Doña Isabel de Borbón estáen San Juan de Luz, ya lo haconfirmado un mensajero. Elcambio de las princesas sigueadelante según los planes previstos,así que si van a hacer algo paraimpedirlo tendrá que ser ya.

—¿Hay algún encuentroprevio previsto en el protocolo?

—Mañana el duque de Ucedaha invitado a cenar al cardenal deGuisa, hermano del duque, y aotros caballeros franceses. Yo tengo

que ir a buscarlos a la frontera paraconducirlos hasta el palacio. Podréinformarles de la situación.

—De acuerdo, pero ¿nodeberíamos contárselo también aUceda? ¿Hablar con los capitanesde las guardias?

—Espere, don Isidoro. Lamisma reina ha prohibido quehablemos de este asunto. Piensaque todo esto no es más que unahumareda para hacer que cometaun error. Además, su seguridad escosa mía.

Me hizo gracia esadeterminación en un hombre tanjoven; seguro que Camarasa ySieteiglesias, que habían peleado lapreeminencia hasta al virrey deNavarra, tendrían una opinión muydistinta de su función en palacio.

—Al menos avise a la condesay dígale que creemos que laBodineau puede ser un agente deCondé, que no la pierda de vista yque no la deje nunca sola con lareina.

Tréville se abrió la capa y medejó ver un pistolete de dos

cañones que llevaba colgando deltahalí de la espada.

—No se preocupe, ellatampoco estará sola.

8 de noviembre,Fuenterrabía

Era domingo, había dejado de llovery las campanas de la iglesia de

Santa María llamaron a misa a lasonce menos cuarto de la mañana. Aesa hora hacía mucho que estabadespierto, pero seguía tumbado enel pajar donde me habían aceptadola mula al llegar a Fuenterrabía,dando vueltas a todo lo sucedido eldía anterior. Aún me sorprendíacon qué rapidez había pasado deltemor al pánico, y de la euforia almiedo de nuevo y a la impotencia.

Me echaron a la calle cuandoempezaron a dar de comer a lasbestias. Deambulé el resto de lamañana por la villa y paseé por las

marismas durante la marea bajacon el sol en la espalda y la brisa enel rostro. Comí una merluzadeliciosa en una especie de cabañamiserable mirando al mar y mefumé un par de pipas. A ratos tuvela sensación de estar viviendo lavida de otro.

Por la tarde me instalé con uncajón de madera en la esquina de lacalle desde donde veía la puertaprincipal del castillo y el portilloque se abría en uno de los laterales.Estaba dispuesto a que no se meescapara nada de lo que pasase

durante la velada.

Cuando ya empezaba aoscurecer, vi salir a Tréville con dosguardias de la reina, y, al rato, lohizo el conde de Rochefort con otropar de hombres vestidos de civil.En tres horas no volvió a sucedernada digno de mención, perotranscurrido ese tiempo losacontecimientos se precipitaron.

Tréville volvió solo y saltó delcaballo delante de mí. Antes decorrer hacia el castillo tuvimostiempo de cruzar cuatro palabras.

—¡Una emboscada! —gritócasi sin resuello—. Una veintena dehombres han disparado contranosotros y han herido a varioscaballeros.

—¿Dónde están? ¿Por quévuelve solo?

—Han vuelto a Francia agalope tendido. Por lo menos haydos muertos del séquito delcardenal y varios heridos. Nisiquiera hemos podido responderal fuego, no nos han dado ningunaoportunidad.

—¡Maldita sea! —exclamémordiendo las palabras—. ¿Quiénha sido?

—No sé. Gritaban «mueraFrancia, asesinos, traidores yherejes».

—¿Eran españoles?

—Creo que sí. Al menos loparecían.

—No es posible. ¿Quépensará el duque de Guisa cuandose entere?

—No hace falta que se locuente nadie. ¡Él mismo iba entre

los hombres del cardenal! Yo heenviado a mis compañeros aescoltarlo y he vuelto para defendera la reina.

—¿No le ha explicado alduque nada de lo que hemosaveriguado?

—¿Cree que he tenidoocasión? Y después de lo de estanoche no creo que creyese ni unapalabra —dijo echando a correrhacia el palacio—. ¡No se vaya lejos,Isidoro!

En ese momento empezaron a

llegar jinetes que saltaban delcaballo sin esperar a que sedetuviera y se precipitaban alinterior del palacio. Veinte minutosmás tarde salieron don Alonso deIdiáquez y el duque de Uceda,ambos con coraza, y se dirigieronhacia los llanos de Irún, dondeacampaba el ejército del virrey.

Las cosas se estaban poniendorealmente feas. Me volví a sentar enla caja sin saber qué hacer mirandoel constante ir y venir de caballerosy correos. Entre el barullo que seiba formando en el entorno del

palacio observé que había unhombre en una esquina sujetandotres caballos por las riendas. Medaba la espalda, así que me acerquédiscretamente para confirmar queera el conde de Rochefort, quehabía regresado de formainadvertida. De pronto se abrió elportillo y salió un individuoembozado, con chapeo de ala anchay capa larga, seguido por unmuchacho. Ambos se dirigieronhacia Rochefort con paso firme. Encuanto los vio, el francés montóuno de los caballos y esperó con las

riendas de los otros en la manoderecha, pero antes de que llegarana su altura se abrió de nuevo elportillo y apareció Micaela.

—¡Deténganlas! ¡A ellas!

Al principio no supe a quiénesse refería, pero señalaba claramentea los sujetos que en ese momentocorrían ya hacia Rochefort.Desenvainé la espada y salté haciadelante para cortarles el paso, peroel conde me vio y me echó encimael caballo haciendo que meapartara. Soltó entonces las riendasde los otros, desenvainó la espada y

la alzó contra mí, pero antes de quedescargara el golpe me crucé pordelante de la cara del animal y lelancé una estocada que le tocó lasien. El hombre tiró de las riendaspara no caerse y la bestia giró enredondo, haciendo que los otroscaballos dieran una espantada. Lostipos que iban tras ellos sedetuvieron en seco. El mayor de losdos soltó la bolsa de cuero quecargaba y desenvainó también suespada. De pronto me vi perdidoentre dos enemigos, pero sonó undisparo a su espalda y vi a Micaela

apuntando con un pistolete. Esaarma sólo es eficaz a bocajarro,pero Rochefort prefirió no correrriesgos, espoleó su caballoechándome a un lado y le tendió elbrazo y un estribo al mayor de losfugados, que soltó la espada, saltó ala grupa y salieron al galope.

El más joven intentó huir,pero le agarré la capa y se le cayó elsombrero. Una catarata de buclesrubios se desparramó sobre loshombros descubriendo a lapreciosa y angelical criadita deVéronique de Bodineau. La

muchacha ignoró mi espada y searrojó contra mí con desesperacióny una mirada de odio ciego. Intentédetenerla con el brazo izquierdopensando que sería suficiente parainmovilizar a una niña, pero surostro estaba desencajado, susfacciones dejaron de ser humanaspara convertirse en las de unabestia salvaje que me habría sacadolos ojos si Micaela no hubierallegado a mi altura con la pistolahumeante en la mano. Aun así mellevé un recuerdo de la pequeñafuria, un arañazo en la mejilla

derecha, dos profundos surcos en elpómulo.

—Era Véronique de Bodineau,la muy zorra. —Y sin añadir nadamás empezó a registrar la bolsa quehabía abandonado hasta queencontró una carta—. Aquí está.Tenías razón, Isidoro, la Bodineauera un agente del príncipe deCondé, y aquí está la prueba.

—¿Y esa carta?

—Del príncipe, firmada de supuño y letra.

—¿Sabías que existía?

—La oí hablando conRochefort de un salvoconducto. Seconfió porque nunca sospechó queyo sabía francés. Pero vamosdentro, hay mucho que contar.

A través de la oscuridad de lanoche el viento traía retazos deretumbar de cajas y de clarinestocando al arma, ecos que sequebraban contra los muros y seperdían en el mar.

El interior del castillo era un

caos, con las Guardias Alemana yEspañola ocupando todos loscorredores. Por suerte para mí,Sieteiglesias estaba con Camarasaen la puerta principaldisponiéndolo todo para convertirla fortaleza y la villa deFuenterrabía en un bastión,mientras Uceda e Idiáquez seencargaban de ordenar el ejércitoregular junto a la mayor parte delos nobles.

Seguí ciegamente a Micaela através de los distintos retenes hastauna habitación apartada. Pensé que

me llevaba a una sala de guardia oalgo parecido, por lo que mesorprendió ver a los duques delInfantado y a la condesa viuda deLemos en la antecámara, y más aúnencontrarme ante el rey Felipe deEspaña y la reina Ana de Francia,reunidos con fray Luis de Aliaga, elconde de Villamediana, Enrique deLorena y el señor de Tréville.

—Majestades —dijo Micaelacon seguridad—, madame deBodineau ha escapado. La he vistode milagro escabulléndose por lospasillos vestida de hombre, y fuera

la esperaba el conde de Rochefort.

—¿Rochefort? —Enrique deLorena, hombre de confianza de laregente y enviado del rey deFrancia, agitaba la cabezanegándose a aceptar lo que creía unmal sueño.

—Él es Isidoro Montemayor,de quien les he hablado —dijorápidamente Micaela al darsecuenta de que los reyes se fijabanen mí.

Me doblé como un junco ybarrí el suelo con el ala del

sombrero. Nunca había estado tancerca del rey, y su aspecto mepareció desconcertante. Era alto,rubio y de ojos claros, pero tenía loshombros cargados y su miradaresultaba errática. Además, parecíaesforzarse en mantener alta labarbilla y sus labios se fruncíanlevemente como si besara el aire.

—Señor Montemayor —dijo lareina en tono firme—, creo queestoy en deuda con usted.

Puede que sus palabras debienvenida condicionaran mi juiciopero, al contrario que su padre, la

reina de Francia me pareció unamujercita hermosa y despierta, conla mirada aguda y decidida, lafrente alta, las mejillas llenas y unporte magnífico realzado con untraje de raso verde de Florenciacuajado de perlas y bordado conhilos de plata y oro. Cuando fui aresponder a su saludo con unaobviedad del estilo de que sólocumplía con mi deber o algoparecido, se me trabucó la lengua yme limité a inclinarme aún más.Seguro que la condesa disfrutó conmi azoramiento.

Mientras tanto, los guardiasregistraron a la pequeña prisioneracomo si rascaran a un perro deaguas, y luego la dejaron de pie enel centro de la sala. Aliaga abrióuna bolsa de cuero que le habíanencontrado sujeta por dentro de losvalones, y de ella rodaron unmontón de diamantes sobre lapalma de su mano.

—¿Y esto? —preguntó enespañol el duque de Lorena porcortesía hacia los reyes—. ¿Lo hasrobado?

La muchacha no contestó,

pero yo supe de dónde veníanaquellas piedras; aún recordaba laalegría de don Carlos Pallachecelebrando en Pasajes su últimogran negocio. Hasta en eso habíasido inteligente la Bodineau: sitenía que huir, los diamantespesaban menos y eran más fácilesde ocultar que el dinero.

—No se moleste, excelencia —dijo Micaela—, no habla español.Pero todo lo que necesitamos saberestá aquí —añadió tendiendo lacarta que había encontrado en labolsa de la francesa.

—¿Qué es?

—Un salvoconducto delpríncipe de Condé.

El duque de Lorena suspirócomo si le hubieran dado unapuñalada. Para él debía de serdoloroso ser testigo y víctima deuna operación de sabotaje llevada acabo por sus propios compatriotas.

—¿Y la niña? —preguntó frayLuis de Aliaga en voz baja—. ¿Estambién culpable?

La muchacha estaba preciosa,pálida, delicada e indefensa. Pero a

mí no me engañaba, había visto elfondo de sus ojos y aún me escocíala mejilla.

—Lo es —dijo Tréville condureza—. Debe ser juzgada por altatraición, condenada y ahorcada enuna plaza pública.

Ana de Austria se acercó a lamuchacha y se quedó mirándola.Eran casi de la misma edad, peromediaba un universo entre ellas.

—¿Cómo te llamas? —lepreguntó con dulzura, y al ver quela otra no respondía repitió—:

Comment t’appelles-tu?

—Anne, madame —respondióla francesita con la voz más dulcedel mundo—. Anne de Breuil.

Ana de Austria le sonrió paradarle confianza y luego dijo:

—¡Una tocaya! No, señor deTréville, que nadie castigue a estajoven. Es evidente que es tanvíctima de la perversa madame deBodineau como el resto denosotros. Mejor será que ingrese enun convento y que sus díastranscurran en paz.

Nadie se atrevió a llevar lacontraria a la reina de Francia y,aunque yo era más de la opinión deTréville, tampoco dije nada cuandolos guardias se llevaron a lamuchacha.

—Entonces, ¿está todosolucionado? —preguntó el rey convoz somnolienta.

Tréville dio un paso al frente yhabló con la vista fija en el suelo.

—Me temo que no, majestad.El duque de Guisa aún debe decreer que los españoles han querido

matarlo y que todo el asunto de lasbodas era una estratagema paradescabezar a Francia antes de lainvasión. Seguramente en estemomento estará preparando laguerra con su Estado Mayor.

Fray Luis de Aliaga resopló yse removió en su asiento. El sueñode las dos monarquías católicasluchando juntas contra herejes ymusulmanes se tambaleaba por unridículo cúmulo de malentendidos,y, lo que era peor, a causa de unospríncipes católicos.

—Al final, los agentes de

Condé han tenido éxito —murmurócon resignación—. Que Dios nosperdone.

—Pero es todo un error, unamanipulación —me atreví aintervenir—, y podemos probarlo.

—Ya es tarde —dijo Aliaga—.Uceda está preparando el ejércitoen Irún, y seguramente Guisaestará haciendo lo propio enHendaya. Lo que debería ser unafiesta, acabará en matanza. EsaBodineau ha hecho un buentrabajo.

—¡Cómo que no tienesolución! —insistí—. La tiene siGuisa ve esa carta.

Fray Luis me miró con ojoscansados.

—¿Antes de mañana? —preguntó con desgana—. No creoque ningún mensajero logreentrevistarse con él esta mismanoche.

—Yo sí —dijo con firmezaAna de Austria—. Yo soy reina deFrancia e hija del rey de España. Amí tiene que escucharme.

—No, no, no…

Creo que todos dijimos que noal unísono, era impensable que lareina se expusiera de aquellamanera.

—Majestad —propusoentonces Micaela con firmeza—, noes necesario que arriesgue supersona en esa misión. Yo puedo ircon una carta de presentación de supuño y letra y la de Condé comoprueba. Seguro que el duque deGuisa me recibirá.

—¡Yo la acompaño! —saltó el

conde de Villamediana.

—No, conde —reaccionó deinmediato la condesa—, no creoque sea buena idea que meacompañe un soldado del rey y,además, tan notorio. Pero tal vezsea buena idea llevar conmigo a misecretario —dijo mirándome dereojo—. Y esa bolsa de diamantes—añadió señalando la que fray Luishabía colgado ya de su cíngulo.

Sentí cierto orgullo por que lacondesa deseara mi compañía enuna misión tan delicada y sonreípor dentro por la hábil maniobra de

los diamantes. Si Guisa era tanabierto como el gobierno inglés,podían ser determinantes paraconvencerlo de nuestra buenavoluntad. Y además, qué demonios,sólo quitárselos a Aliaga ya eradivertido.

—¿Un secretario? —El reyestiró el cuello como si le hicieragracia la palabra—. No puedoenviar a un secretario deembajador.

Durante unos segundos nosquedamos todos en suspenso. Porsuerte para mí, su hija fue la

primera en reaccionar.

—En tu mano estáenmendarlo, padre —dijo doñaAna.

El rey la miró desconcertado,pero sin decir palabra se puso enpie y extendió displicente la manoderecha.

Villamediana desenvainó suespada de cazoleta de plata labraday pomo con piedras preciosas y,sujetándola por la hoja, se la pusoal rey en la mano. Luego se colocó ami espalda y me presionó el

hombro para que me arrodillara.

—En el nombre de DiosPadre, Hijo y Espíritu Santo —dijogolpeando mi hombro izquierdo encada invocación—, seáis buencaballero.

Hecho esto me dio a besar laempuñadura de la espada, mesujetó por los hombros paraponerme en pie y prendió en mipecho una venera de diamantes quellevaba adornando el suyo. Yoestaba emocionado. Caballero así,de pronto; por nada del mundohabría cambiado esa sensación

aunque supusiera que me volaranla cabeza esa misma noche de untiro de arcabuz. Además debo decirque la venera lucía en mi pechomás y mejor que en el suyo, dadoque era la única joya que llevaba.

—Pero antes de ver a Guisadeben convencer a los tiradores y,sin un francés con ustedes, nollegarán muy lejos —intervino elduque de Lorena.

—Iré yo —dijo Tréville—, si lacondesa me acepta. Los soldados deGuisa conocerán mi vestido y elacento.

Miré a Micaela y ella asintióligeramente.

—De acuerdo —dije—, peroantes deben ordenar a Uceda queretire al ejército del virrey deNavarra y que acepte observadoresfranceses.

—En eso no habrá problema—dijo la reina.

Pidieron recado de escribir, ypadre e hija redactaron sendascartas, el uno ordenando al duquede Uceda que retirara el ejército dela frontera y que enviara enlaces en

busca de los ojeadores franceses, yla otra haciendo un breve resumende todo lo que habíamosdescubierto de los planes de Condépara hacer fracasar los doblesesponsales de los príncipes.

Cuando Ana de Austriaterminó la suya, dijo muy seria:

—Micaela, asegure al duquede Guisa que mañana al mediodíaalmorzaré como estaba previsto enel palacio de Arbelaiz en Irún, yque allí recibiré a todos loscaballeros franceses que quieranacercarse a rendir pleitesía. Y

después, pase lo que pase, a la horafijada saldré en su busca para queme lleve ante mi esposo.

Pasamos al galope ante lasruinas de la fortaleza de Irúnmontando tres soberbios caballosdel conde de Villamediana, yllegamos a las inmediaciones delpaso de Behovia donde un grupo dehombres de la Guardia Españolanos dio el alto. En el tono de su vozse veía que estaban nerviosos y, en

cuanto nos detuvimos, me llegó elolor de las mechas prendidas de losarcabuces. Desarmaronrápidamente a Tréville y noscondujeron ante el oficial al mando,don Fernando Verdugo, a quien lasituación parecía escapársele de lasmanos. De ocupar un cómodopuesto de teniente de la GuardiaEspañola en palacio, había pasado amandar la avanzada de un enormeejército a punto de entrar encombate con un poderoso enemigo,y el hombre no atinaba ni con elvestuario.

—¿Adónde creen que van? —preguntó incrédulo después de leerel salvoconducto con el sello real—.Es imposible cruzar el río. Lafrontera está cerrada, es peligrosohasta acercarse. Las orillas estánllenas de tiradores y les dispararánen cuanto los vean.

—Es un riesgo que debemoscorrer.

—Quizá si lo intentaran ríoarriba, en silencio y con muchasuerte…

—No tenemos tiempo. Lo

haremos por las barcazas y conescándalo. Que nos oigan y nosvean bien.

—¿Estás seguro? —preguntóMicaela.

—Tenemos que ver a Guisaesta noche, así que más vale quenos lleven rápido ante él o nosmaten en el río. Si una triste partidade soldados nos captura a medialegua de aquí, río arriba, todo habrásido inútil.

—Ya lo ha oído, teniente —dijo Micaela dedicándome una

sonrisa—. Lo haremos como ordenael caballero.

Lo de «caballero» lo dijo conretintín, pero Verdugo no estabapara captar sutilezas. Se limitó aencogerse de hombros yacompañarnos hasta la sala quehabía construido don Juan deMédici a orillas del Bidasoa.

El templete de España era unagran estructura rectangular cuyoacceso desde tierra estaba cerradopor un patio con una valla pintadade amarillo. Cruzamos ésterápidamente y entramos en la sala

por una puerta sobre la quedestacaba a mano derecha elescudo pintado de la reina deFrancia con las flores de lis. Alinstante se unieron a nosotrosvarios soldados de las GuardiasEspañola y Alemana a quienesVerdugo había dado órdenes decumplir todos nuestros deseos.

Nos detuvimos un instantepara recuperar el resuello yechamos un vistazo al interior deledificio. Para ser una estructuraefímera de madera con la únicamisión de ver pasar a las princesas,

lo habían adornado con el gusto deun palacio oriental. El techo estabaochavado en forma de bóveda y lohabían forrado con brocatelescarmesíes, blancos y dorados; lasparedes estaban cubiertas detapices de seda y el suelo, de muyfinas alfombras.

Desde la fachada que daba alrío atisbamos la otra orilla a travésde la puerta y las ventanas, sindecidirnos a salir a la plataformarematada con balaustres quellegaba hasta el agua. Aunque novimos nada sospechoso, nos

demoramos estudiando bien elentorno: las gradas que se abrían aambos lados del edificio para quelos Grandes de España pudierancontemplar el espectáculo de lasentregas; y sobre todo las barcazasy su mecanismo, porque sabíamosque en cuanto pusiéramos un piefuera del templete ya no habríamarcha atrás.

Las gabarras estabanterminadas y aguardaban sumomento amarradas cada una a suorilla. El camino hasta el centro delrío lo fijaban cuatro maromas, dos a

la altura de la línea de flotación quepasaban por unas argollas sujetasal casco, y las otras por encima de lacubierta para poder tirarcómodamente de ellas y haceravanzar las barcas al ritmo que sedeseara.

La marea debía de estar altaporque el río parecía embalsado y,de los cuatro escalones previstospara pasar de la balaustrada a lagabarra, sólo uno era visible sobrela superficie del agua. En el centrodel río, sujeto con maromas a lasdos orillas, se veía el templete

montado sobre cuatro gabarras sinquilla a modo de pontonesfirmemente unidas entre sí por unentarimado. Al igual que lasgabarras, contaba con unabarandilla alrededor alternandobalaustres blancos y colorados yestaba cubierto por un techoforrado con damascos carmesíes,blancos y azules y goteras de losmismos colores. No había rastro deninguna corona y, en la otra orilla,la sala francesa se veía mucho máspequeña.

Di orden a los soldados que

habían puesto a nuestro servicio deque se hicieran con media docenade antorchas para iluminar bien laescena y, cuando estuvieron listos,salimos todos a la balaustrada. Dosse colocaron en los extremos con lasluces en alto y los otros fijaron lassuyas a las cuatro columnas de lagabarra. El interior quedóperfectamente iluminado: la tarima,las alfombras, la silla a modo detrono forrada de terciopelo carmesícon franjas de seda del mismocolor… Un disparo surgió del otrolado del río, un fogonazo entre las

breñas, y la bala fue a impactarcontra la fachada del templete porencima de nuestras cabezas.Durante un instante encogimos loshombros esperando una descargageneral, pero no se produjo.Tréville reaccionó con rapidez ysaltó a la gabarra a la vista de todos.

—Ohé! Ne tirez pas! Ne tirezpas!

Hubo movimiento al otro ladodel río, y un nuevo fogonazo saliódesde una posición cercana a laanterior, pero el plomo volvió aperderse en altura. Por suerte, los

arcabuces son muy imprecisos amás de cincuenta varas pero, deseguir adelante con el plan, prontoestaríamos a su alcance.

Sujeté a Micaela de la mano, laayudé a saltar a la gabarra y laacompañé hasta la silla, donde seinstaló como si fuera la reina.Luego solté la amarra y agarré unade las maromas; Tréville tomó laotra y empezamos a tirar despacio.Superado el primer impulso, lagabarra se deslizó con suavidad porla superficie del río.

Un nuevo disparo fue a

impactar en el agua por delante denosotros.

—Ne tirez pas, nous sommes lesmessagers du duc! —repetía sin cesarTréville.

Llegamos al entarimadocentral, y nuestra barca atracó a sucostado encajando como las piezasde un damero. Pensé que tenía quedecirle a Lemos que felicitara a donJuan de Médici porque había hechoun buen trabajo. Saltamos alinterior con dos de las antorchas ynos quedamos de pie a la vista detodos. Nos rodeó un silencio tenso,

roto sólo por el murmullo del aguarompiendo contra los costados delas barcas y el aleteo de los insectosatraídos por la luz de las antorchas.

—Ohééé! Ne tirez pas…, noussommes les messagers du duc de Guise!—seguía gritando cada pocoTréville.

No hubo más disparos.Aguantamos quietos en laplataforma central esperando lareacción de los franceses con lasantorchas en la mano y la sensaciónde ser un blanco perfecto. A pesarde la brisa que subía por el río

desde el mar sentí que empezaba asudar. Miré a Micaela. Se la veíafirme y decidida, pero busqué sumano y se la estreché con fuerza.Ella me devolvió la caricia y laacompañó con una sonrisa abierta.Tuve ganas de abrazarla, pero mecontuve. Por fin algo se movió en ellado francés; aparecieron dos lucesy un grupo de soldados saltaron asu gabarra y se dirigieron despacioal centro del río.

—Vite, vite, dépêchez vous lestrois —gritó uno de ellos en cuantollegaron hasta nosotros.

Saltamos a la gabarra francesay nos dejamos guiar en silenciohasta la orilla donde nos esperabaun destacamento de coraceros. Sincruzar palabra nos condujeron agalope tendido hasta el cuartelgeneral de Guisa en San Juan deLuz, a tres leguas cortas de Irún. Enel camino nos cruzamos con varioscontingentes de soldados con laimpedimenta cargada en grandescarretas de dos enormes ruedasmacizas tiradas por bueyes, cuyoschirridos hicieron que se me erizarael pelo de la nuca.

San Juan de Luz era unpueblo precioso de casas bienedificadas y con un puertoprotegido al pie de una montañadonde desemboca el Nivelle.Cruzamos la extensa plaza delpueblo señoreada por la iglesia, quea pesar de la hora bullía como sifuera día de mercado, hasta elpalacio donde el gran duque deGuisa se preparaba con su altomando para la campaña que se lehabía venido encima sin comerlo nibeberlo.

Su situación era desesperada.

Enfrente tenía a un ejército del reyde España con más de cinco milhombres bien abastecidos y con lasfábricas de armamento muy cerca, ya su espalda el ejército de losMalcontentos, dirigido por elmarqués de La Force y el duque deRohanque, compuesto por otroscuatro mil infantes y dos milcaballos. Los hugonotes seríanfelices si Guisa les pidiera ayudapara luchar juntos contra España,pero eso sería renunciar al poder yentregar a Condé el futuro deFrancia y de la monarquía.

—¡Debería haberlo supuesto!—exclamó Guisa cuando Micaelaterminó de contarle lo sucedido.

Guisa era un hombre alto ycon gran presencia, pero aquellanoche tenía aspecto cansado. Sehabía quitado el cuello, llevaba eljubón abierto y los botonessuperiores de la camisadesabrochados, pero sus ojos, apesar de estar ligeramentehinchados, seguían denotando unafría inteligencia. Durante laexplicación de Micaela, habíaescuchado en silencio y luego había

leído detenidamente losdocumentos que le entregó lacondesa, la carta de la reina y la deCondé a Véronique de Bodineau.

—Excelencia —dijo Micaela—,iban a por usted. Sabían quecruzaría el río y le estabanesperando.

—Bodineau y Rochefort… —pensó el duque en voz alta.

—Ellos dos, que sepamos.Puede que haya alguien más —dijoMicaela retando con la mirada a lospresentes—. Pero créame, señor,

los españoles no han tenido nadaque ver.

La desconfianza con la queGuisa nos había recibido enprimera instancia fuedesapareciendo a medida queentendía la situación.

—El príncipe de Condé… Peroel ejército que acompaña a la reinaes muy real, mis hombres lo hanvisto.

—También le habrán contadoque no se ocultan; todo lo contrario,avanzan con la comitiva haciendo

alarde. Por desgracia, la Bodineauha sabido manipular bien lavanidad de nuestros soldados, perole aseguro que no se acercarán aIrún. Ahora mismo el duque deUceda estará ordenando surepliegue y le garantizo que sóloquedarán para rendir honoresquinientos hombres, tal y como seacordó originalmente, unacompañía de piqueros y dos dearcabuces, aparte de las guardiasreales.

—¿Cómo sé que es cierto?

Micaela entregó al duque un

segundo atado de cartas con el selloreal.

—Aquí tiene una docena desalvoconductos firmados por el reyde España para que susobservadores puedan moverselibremente por nuestras líneas.Envíe a sus propios hombres ynosotros esperaremos aquí a queconfirmen lo que digo.

Guisa tomó los papeles, losojeó por encima y se los pasó a unode sus generales para que losdistribuyera inmediatamente.

—¿Y el rey? —preguntóentonces—. ¿Qué está haciendo enla frontera?

—El rey es un viudo con untierno y profundo amor por su hija.

Guisa clavó sus ojos en lacondesa.

—Cuentan que…

—Señor —le interrumpió ella—, nada de lo que ha oído es cierto;ni siquiera lo piense. Doña Anatampoco es morisca, ni negra.

—Entonces…

—Me temo que los agentes deCondé en España han hecho unbuen trabajo.

—¿Y el inglés?

—Al inglés le gustan más loscaballos —dije yo muy serio. Porprimera vez al duque de Guisa se leescapó una sonrisa.

—Veremos si es cierto todoesto que dicen. ¿Algo más?

Micaela, de pie, estiró laespalda y el cuello para darempaque a sus últimas palabras.

—Doña Ana me dio dos

mensajes para usted. El primero esque guarde estos diamantes quehabía robado la Bodineau al Tesorode Francia —dijo tendiéndole labolsa al duque—; y el segundo, quemañana almorzará en el palacio deArbelaiz en Irún, donde recibirá alos caballeros franceses que quieranir a rendirle pleitesía, y que luegocruzará el río en busca de SuExcelencia para que la conduzcaante su esposo, tal y como estabaprevisto.

Nos separaron. Llevaron a lacondesa con la princesa Isabel deBorbón y a mí me dejaron en elcuerpo de guardia del palacio. Eljoven Tréville cruzó la frontera devuelta para poner a losobservadores en el buen camino einformar a la reina y a Uceda delacuerdo alcanzado. Llevaba Trévillea su vez otra media docena desalvoconductos para que otrostantos españoles comprobaran queel ejército que protegía a lacomitiva francesa de losMalcontentos se situaba entre

Urnía y el lugar de las entregas, enun sitio suficientemente alejadodesde el que no tendrían visión delo que sucediera a orillas del río.

9 de noviembre,de Fuenterrabía a Irún

Amaneció en San Juan de Luz un díafrío pero luminoso y sin viento. En

cuanto abrí el ojo escuché conatención y no oí descargas defusilería ni cañonazos. Buena señal.Me proporcionaron ropa limpia ylujosa, regalo del duque, además deuna cadena de oro que no hacía maljuego con la venera de diamantesque me había regalado el rey. Loextraño de servir a los grandes esque lo mismo te ponen al cuellouna cuerda de esparto que unacadena de oro, y no les cambia laexpresión.

Después de desayunarcabalgué escoltado por cuatro

moles de la Guardia Escocesa hastala primera posta de Francia, a unacasa que llaman de Marchiria, a uncuarto de legua del paso deBehovia, donde tenía previstoalmorzar la princesa de Asturias,doña Isabel de Borbón, encompañía de Guisa y otros grandesseñores a quienes no conocía.Micaela estaba invitada a la mesade la princesa, y a mí me colocaronen la habitación vecina dondecomían los nobles de segundorango y los caballeros. No mepareció mal. Si bien no me dieron

rango de embajador, tampoco mesentaron con los lacayos.

Pasaron casi tres horas hastaque regresaron los nobles quehabían ido a Irún a rendir pleitesíay a comer con la reina de Francia.No eran muchos y no había sidofácil convencerlos dadas lascircunstancias, pero volvíaneufóricos por el trato recibido.Todos traían de regalo guantes ypastillas de ámbar, y hablaban de laamabilidad y la belleza de la reina,de su silencio y discreción, yalababan el deslumbrante servicio

de plata del duque de Uceda; másplata, decían, de la que podíaestibar la flota de Indias. El duquehabía logrado impresionar a losfranceses, y a mí, que había tasadola vajilla, toda alabanza me parecíapoca.

El ambiente cambió porcompleto. Durante toda la mañanahabían llegado correos yobservadores informando delrepliegue del ejército del virrey deNavarra, pero la alegría de losnobles que habían ido a comer conla reina resultó contagiosa, y todos

se prepararon con entusiasmo a loque estaba por venir.

Por fin un correo trajo lanoticia de que la comitiva españolase había puesto en marcha, y todosse apresuraron a ocupar suspuestos en el cortejo de la princesade Asturias para llegar a la vez a laorilla del río.

Fue entonces cuando vi a doñaIsabel de Borbón. Era una niñadelgada, de cara angulosa, pelonegro y ojos grandes. El trajeblanco que vestía, además, de cortefrancés, le hacía parecer aún más

poca cosa porque su cuello era tanfino que un hombre podríarodearlo con una mano, y apenastenía pecho. Sin embargo, habíaalgo en ella que enamoraba. Tal vezla piel tan blanca, la boca redonda yde labios gordezuelos o la mirada.Sí, eso era, una mirada profunda ytriste que invitaba a acudir en suauxilio. No soy yo muy de caídas deojos, a las tontitas les tengo másmiedo que a un nublado, pero pordoña Isabel de Borbón habría dadoun brazo, y don Juan de Tassis,conde de Villamediana, llegaría a

dar la vida. Pero mejor dejo eso,que no viene al caso.

En aquella ocasiónacompañaban a la princesa elduque de Guisa seguido por el deElbeuf, el de Uzez, el mariscalBrissac, el duque de Vendôme, laduquesa de Nevers, la condesa deLanoy y el resto de la Corte. Tal ycomo habían acordado, atrásquedaron los cuadros del ejército,prevenidos, eso sí, por si hubieraalgún problema, pero de allí enadelante sólo acompañaron a doñaIsabel las Guardias Francesa y

Escocesa, quinientos soldados parahacer los honores y un escuadrónde doscientas corazas a caballo paraguardar la orilla del río. Y todos conorden de no disparar bajo pena demuerte.

A Micaela y a mí noscolocaron juntos en una litera queiba conducida por dos enormesmulas blancas, y nos incorporaronal grupo de los cortesanos quecruzarían la frontera con la princesade Asturias.

Micaela estaba radiante.También le habían proporcionado

un traje para la ocasión, de cortefrancés, con el cuello liso ylevantado en la nuca y esas mangasabolsadas que llevan ellas con tantagracia. El escote cuadrado dejabaver sus clavículas, una innovaciónque decididamente había queperpetuar, y enmarcaba sudelicioso cuello que vibraba concada latido del corazón.

No podía creer mi suerte. Mehabían encerrado con Micaela enun espacio diminuto y con tiempopor delante para hablar. Y hablé.Hablé, hablé y hablé sin parar. Me

remonté al viaje a Madrid y le contémi encuentro con la viuda de Silvade Torres y con Carlos Pallache, elacuerdo con don Fernando Carrilloy mi empleo como secretario dedon Rodrigo Calderón. Pero sobretodo me extendí en la historia de sumarido, del origen de la fortuna conlos cambalaches inmobiliarios queella conocía, la compra de losderechos de la mina de plata deZacatecas, el contrabando, el barconegrero, su sociedad conAmézquita, el papel de Juara yCalderón, la falsificación de

moneda, la caída de Franqueza porobra y gracia del duque de Lerma yla consiguiente diáspora de susacólitos, entre ellos el conde deCameros. Le conté entonces lacampaña de la justicia contra losfalsificadores de moneda, queCosme Vecino era un asesino asueldo de Calderón y que sumarido había perdido la vida igualque Francisco de Juara para cubrir ysalvaguardar sus intereses.

Micaela me escuchabaasombrada sin atreverse ainterrumpir, con un sentimiento

entre el horror y la vergüenza aldescubrir que la habían utilizado yque su gran secreto había ayudadoa hacer la vida más fácil a losasesinos de su marido.

Llegué al episodio final deldrama, al anuncio del duque deLerma de abandonar el poder y deprofesar en la Iglesia, y a lasensación de abandono que habíaexperimentado Calderón al saberloy en cómo había pensadodefenderse. Le hablé de la muertede Vecino y del acuerdo alcanzadocon Amézquita, que pasaba por

encerrar y hacer que hablara Juande Guzmán para acusar a Calderónde asesinato y poder juzgarlo, laentrega del São Cristóvão como dotey la recuperación de su totallibertad gracias a la devolución dela carta maldita en la que proponíaa Vecino fingir que su maridoseguía vivo. Reservé para el final labuena noticia de la enorme fortunaque dormía el sueño de los justosen una húmeda celda delmonasterio de San Telmo en SanSebastián, a la espera de que elladecidiera su destino. Todo, concluí,

volvía a estar como hacía un mes.Ella era libre, e hiciera lo quehiciese en su momento la justiciacon Calderón, quedaba fuera detoda sospecha. A todos los efectos,su marido acababa de fallecer.Nadie podía hacerle daño niacusarla de nada y podía retomarsu vida donde la había dejado,añadí con la esperanza de que esome incluyera.

—Todo no, Isidoro —dijo ellamirándome a los ojos.

Me quedé callado. No habíanada más que yo pudiera hacer.

Ojalá hubiera un modo de obligar aamar, pero no funcionan así lascosas. Había llegado al final, estabatodo dicho. Sólo me quedabadejarla ir y afrontar con entereza unfuturo sin ella, pero, en contra de loesperado, me sujetó la cara con lasmanos y me plantó un húmedobeso en los labios. Me pilló tan desorpresa que casi no tuve tiempo dedevolvérselo porque se giró y sequedó con la mirada fija en elhorizonte.

—¿Por qué crees que recurrí ati en Oñate? —preguntó en un

susurro.

No entendí la pregunta.

—Quiero decir, después dehaberte alejado de forma tanbrusca, ¿por qué crees que volví ati?

¿Qué volviste a mí?, pensé.Curiosa forma de interpretar loshechos.

—Porque a pesar de todoconfías en mí, supongo —aventuré.

—Podría haber acudido aVillamediana, o al mismo conde deLemos. Con ambos tengo

confianza.

—No sé qué quieres que tediga.

—Al final creo que todo hasalido bien —murmuró.

—¿Qué ha salido bien? —pregunté estrechándole la mano—.¿De qué hablas?

—Ahora el rey está en deudacontigo, Isidoro, has colaborado enla defensa de la Corona y la paz delreino.

Eso sí que me sonó raro.

—Perdona que no te siga, perono lo entiendo. ¿Quieres decir queme buscaste para eso? ¿Para hacerevidente mi servicio a la Corona?

—Sí, era una oportunidad queno podía desaprovechar.

—¿Oportunidad? Creo que mehe perdido…

—Hablo del envenenamientodel embajador. De la conjura de losfranceses.

—¡Vaya! ¿Y qué esperabassacar de esa desgracia?

—Una recompensa, Isidoro —

dijo con voz firme.

La miré sin entender.

—Un reconocimiento —aclaró—. Un título.

—¡Un título! —exclamésorprendido—. ¿Crees que mepueden conceder un título?

—De otro modo seríaimposible que nos casáramos.

—¡Ésa sí que es buena!¿Ahora quieres casarte conmigo?

—Siempre lo he querido.

—¡Oh, sí! ¡Ya lo he visto! Y no

se te ocurrió mejor manera dedemostrarlo que echarme a la calle.

—No tuve más remedio.

—No, claro que no. Pobre. Nopudiste soportar ni una semana queun hijoputa te estafara y tuviste queponer toda nuestra vida patasarriba.

Micaela se reacomodó en elasiento para mirarme a la cara.

—Isidoro… Estoy embarazada—murmuró en un hilo de voz.

El tiempo se detuvo, las vocesse perdieron en la distancia. El sol

parecía cabalgar sobre una nubeblanca y dos urracas saltaron de unpino al camino antes dedesaparecer entre las zarzas. Encajéla noticia como un golpe directo enel rostro; sentí vértigo, un vacío enel estómago que lentamente se fuellenando de una insondabledulzura.

—¡Embarazada! —repetí contorpeza. Las palabras bailaban enmi cabeza sin dejarse atrapar—.¿Desde cuándo lo sabes?

—Un mes, más o menos.

—¿Desde que me echaste detu lado? —pregunté, y al instanterecordé con nitidez aquellos días; elsueño permanente, lasincontrolables ganas de orinar porla noche, la leve hinchazón de suslabios, el cambio de color de susareolas, la sensibilidad con losolores—. Así que era eso… Tusecreto.

—¿Qué querías que hiciera?—se defendió al borde de laslágrimas—. No podía casarmecontigo y necesitaba con urgenciaun padre para este niño —dijo

acariciándose el vientre.

Me quedé paralizadosujetando con fuerza sus manosentre las mías, como si temiera quealgo o alguien pudieraarrebatármela.

—Decírmelo, supongo —dijeal fin con la boca seca.

—¿Para qué? No había nadaque tú pudieras hacer. Loentiendes, ¿verdad?

—Un hijo… —repetíintentando hacerme a la idea. Ellase acurrucó contra mí y yo la abracé

con fuerza y empecé a besarle elrostro bebiendo sus lágrimas.Cuando logré arrancarle una tímidasonrisa, pregunté—: ¿Y ahora quéva a pasar? Mucho no hemosadelantado. El rey me ha nombradocaballero, pero no será suficiente.

—Confío en la reina —dijoella con seguridad—. Ya lo hicecuando decidí apostar por ti enOñate.

—La reina… Si es una niña.

—No la conoces. Es una niña,pero sabe lo que quiere. Y es

agradecida.

No pudimos seguir hablandoporque habíamos llegado altemplete levantado por losfranceses en su lado del río. Erabastante más pequeño que elespañol porque la ladera del montebajaba casi hasta la orilla y nodejaba sitio para más, así que nohabían podido ampliarlo al ver quelos españoles crecían el suyo. Hastalas letrinas las habían tenido quelevantar pegadas al edificioprincipal, con los inconvenientesque eso acarreaba de movimiento

de gente y olores, pero no habíahabido manera de hacerlo de otromodo.

Descendimos de la litera y noscolocaron en el séquito de laprincesa, detrás de su carruaje.Desde allí pudimos ver bien elescenario completo en todo suesplendor. Las gradas levantadas alos lados de ambos edificiosestaban a rebosar de Grandes deEspaña y Francia, títulos ycaballeros, vestidos con los trajesmás vistosos y aderezados con lasjoyas más costosas que se pueda

imaginar. Era un espectáculocurioso ver a las dos cortes frente afrente, los franceses con sus cuelloscaídos o golillas y los españoles conlos cuellos altos, plegados yalmidonados en tono azul. Eracomo contemplar la exhibición dedos pavos reales haciendo el ruedoa una hembra.

Ejércitos de lacayos conlibreas nuevas se movían en todasdirecciones apresurándose acumplir los deseos de sus amos,mientras en lo alto del cerro deFrancia un escuadrón de picas

guarnecido de mangas dearcabuceros hacía unademostración de movimientossincronizados. Como si jugaran alespejo, una fuerza similar seadivinaba en la orilla española.Todo estaba tranquilo y parecíatranscurrir según lo acordado. Aambos lados del río la gente comía,bailaba y cantaba al ritmo denumerosas orquestillas que tocabansin ton ni son. Afortunadamente nose veía al rey por ninguna parte, asíque supuse que se habríadespedido de su hija y habría

emprendido el viaje de vuelta aBurgos a esperar a la princesa,aunque era muy capaz de habersequedado disfrazado entre sushombres para contemplar laceremonia.

La litera dorada de la reinaapareció por fin al otro lado del río,y a su lado iba el duque de Uceda,montando un caballo rucio yvestido con un traje pardo bordadode perlas y botones de diamantes.Avanzaban despacio flanqueadospor las Guardias Alemana yEspañola y seguidos por una

interminable ristra de nobles enliteras y a caballo. Al detenerse seprodujo un momento deexpectación, que se quebró al salirla reina y romper en vítores elpúblico.

Ana de Austria iba vestida ala española, con saya entera decolor azul, y fue verla y ponerse enmovimiento la princesa de Asturiasque fue también recibida entrevítores por sus compatriotas.Adiviné la mirada triste de laprincesa, que veía su mundo porúltima vez: París, Burdeos,

Hendaya, los verdes prados… Medio pena la pobre niña, y pensé queotro tanto le pasaría a la española,condenadas ambas a contemplar enel futuro como enemiga a la tierraque las había visto nacer.

Micaela y yo entramos con elséquito de la princesa en el edificiode los franceses, y allí tuvimos queesperar otro rato largo hasta quetodo estuvo listo para abordar lagabarra. Me fijé en muchas cosasque la noche anterior me habíanpasado desapercibidas, como laspuertas que se abrían a los lados

para acceder a las gradas exteriores,el dosel de terciopelo carmesí conpasamanos de oro que forraba eltecho, el trono dorado, lasalfombras… La puerta y lasventanas que daban al río estabanabiertas de par en par, y a lo lejosse vislumbraba lo que ocurría en elpabellón español.

A la señal convenida, ambasmuchachas salieron a labalaustrada. Los Grandes deFrancia, empezando por el duquede Guisa, el príncipe de Clèves y elconde de Gramont, acudieron a

besar la mano de la princesa deAsturias en señal de despedida, y lomismo ocurrió en el lado español,donde pude ver hincando la rodillaante la reina de Francia al duque deUceda, a Osuna, a Infantado, alconde de Lemos y al deVillamediana.

El embarque se hizo eterno, ydespués tuvimos que esperar denuevo hasta que todo el mundo enambos lados del río estuvocolocado de acuerdo alrigurosísimo protocolo. Luego, dosmarineros empezaron a tirar

despacio de las maromas. Lagabarra avanzó pulgada a pulgada.Un hombre que se mantenía en elcentro del río en una balandra decuatro remos hacía las señalesoportunas para que ambas llegaransincronizadas al templete central.Tan exasperantemente meticulososeran los vigilantes del protocolo,que la aproximación de las barcasduró casi dos horas a pesar de laspocas varas que nos separaban aunos de otros. Me dio tiempo a vertodo lo que me rodeaba: la fachadade la sala española pintada al óleo

imitando una pared de mármolesjaspeados con el escudo de armasde la princesa encima de la puerta;el escudo de armas de la reinasobre la puerta del pabellón francéscon las flores de lis a mano derecha.Por fin comprendí por qué nohabían protestado los francesescuando los españoles se pasaron enel tamaño de su templete. Sufrontispicio, en vez de ser unapintura plana como estabaacordado, era de medio relieve, porlo que su fachada quedaba muchomás vistosa. Al menos en malicia sí

eran iguales los dos reinos, aunqueseguro que no había símbolo querepresentara eso en sus coronas.

Cuando las gabarras tocaronpor fin el pontón central, todos semovieron con pasos medidos.Entraron primero Guisa y Ucedallevando del brazo a las princesas,que se veían cara a cara por primeravez, y les siguieron los secretariosde Estado y los escribanosdispuestos a levantar acta de todolo que allí sucediera. En el centro seprodujo el intercambio de poderesentre unos y otros mientras las

princesas se abrazaban comohermanas con delicadeza aparente,aunque los dedos de cada una secrisparon con angustia en losbrazos de la otra. Más que unsaludo pareció una despedida.

—¡Isidoro Montemayor! —gritó de pronto Ana de Austriarompiendo el orden perfecto de laceremonia.

Se hizo un silencio absoluto.Los escribanos y secretarios deEstado detuvieron el rasgar de susplumas y alzaron curiosos lacabeza. Uceda y Guisa se miraron

entre sí buscando cada uno en elotro una explicación.

—¡Isidoro Montemayor! —repitió la reina.

Salí como pude de entre lacomitiva francesa e hinqué larodilla en el tablado.

—Majestad.

Ana de Austria estabasonriente y tenía cogida de la manoa Isabel de Borbón, que miraba laescena divertida.

—Isidoro Montemayor —empezó alto y claro—, por el poder

que me concede mi padre el rey deEspaña y el mío propio como reinade Francia, te nombro marqués dela Isla de los Faisanes —dijo muyseria señalando con su mano librela diminuta lengua de tierra yermaque se veía a doscientos pasoscorriente abajo en el centro del río.

Yo la miré incrédulo. Elpatrimonio no era mucho, teníarazón Juan de Médici al definiraquel islote como un cagadero degaviotas, pero el ascenso eraenorme. Nunca, ni en mis mejoressueños, ni siquiera después de las

palabras de Micaela, había aspiradoa un título, aunque fuera de unaridícula ínsula como aquélla.

—Señor conde —dijo la reina,y Villamediana dio un paso alfrente para tenderme el documentocon mi nombramiento oficialfirmado y rubricado por los reyes yun paquete, evidentemente unaespada, envuelta en funda deterciopelo. Al desenvolverlo vi queera la espada con que Su Majestadme había nombrado caballero lanoche anterior. Me quedé uninstante embobado mirando la

empuñadura, el precioso enrejadode filigrana de plata con el pomo ylos gavilanes sobredorados, hastaque la misma reina me la quitó delas manos y me la ciñó con su tahalíde cordobán repujado.

—Majestad —dije con la vozentrecortada por la emoción—, noes a mí a quien debe hacer merced.Si todo ha salido bien ha sidogracias a la condesa de Cameros.

—Lo sé, señor marqués —respondió ella abriendo más lasonrisa—. Es a ella a quienfavorezco con su nombramiento.

Prosigamos con la ceremonia,caballeros —dijo entonces la reina,y Guisa y Uceda reaccionaron comosi acabaran de salir de un sueño.

Leyó Uceda el discurso de laentrega de la reina y contestó Guisacon el de la princesa, nuestraseñora. Volvieron a abrazarse lasjóvenes y, con lágrimas en el rostro,pasó cada una a la gabarra contrariaa la que habían llegado: la reina a lade Francia y la princesa a la deEspaña. Se despidieron los nobles ylas barcas navegaron alejándosedespacio y al unísono hasta sus

orillas respectivas, donde lascomitivas desembarcaron con igualsolemnidad en medio del aplauso ylos vítores de los cortesanos.

Antes de poner el pie en tierrarecorrí mi patrimonio de unvistazo: la diminuta lengua detierra en mitad del río, una espada,un collar de oro, una venera dediamantes… y el amor de Micaela.Recién terminado el inventario vique la condesa se acercaba pordetrás y aprovechaba las apreturaspara pegar su pecho a mi espalda.

—Estoy pensando que tal vez

nos interese fundar un mayorazgo—me susurró en la oreja.

Sonreí por dentro, pero meesforcé en que no se notara.

—Tengo los honores —respondí muy serio—, pero carezcodel patrimonio. Quizá antes debapartir a hacer fortuna.

Sentí un pellizco en losriñones que hizo que me girara demedio lado.

—Escucha, querido —dijovolcando su cálido aliento sobre mirostro—. ¿Qué es lo que no has

entendido? Primero nos casamos yluego ya hablaremos de viajes.

—¡Ay, señora! —respondí yo,entregado—. ¡Cuánto te he echadode menos!

Nota del editor

Al igual que hicimos en su día conLadrones de tinta y El gabinete de lasmaravillas, creo que es un aciertoofrecer esta primera edición deltercer volumen de memorias queIsidoro Montemayor titula El reino

de los hombres sin amor libre delaparato crítico habitual en este tipode obras, para que el lector apreciesin ambages la frescura, el tonotemplado y la fina ironía querecorre el texto. Pero el hecho deque la historia se pueda leer casicomo una novela no es óbice paraque destaquemos su enorme valordocumental. Sé que están enelaboración varias ediciones críticasque pronto saldrán a la luzcargadas de sesudas acotaciones,pero entretanto me van a permitirque esboce algunos de los temas

que más me han sorprendidomientras transcribía la apretadaletra de nuestro querido cronista.

Para empezar, resultallamativo el desprecio que IsidoroMontemayor muestra hacia laexactitud cronológica. Es posibleque en algunos casos la alteraciónde hechos se deba a errores dememoria, pero en otros da lasensación de que utiliza la excusade las dobles bodas reales paraescribir una síntesis de la época.Por ejemplo, el acuerdomatrimonial entre el conde de

Mondéjar y Rodrigo Calderón, lasprotestas del duque del Infantado ysu fracaso debido al nombramientode Guadalcázar como virrey deNueva España tuvieron lugar en1612 y no en 1615 como Isidoropretende hacernos creer. Por otraparte, el duque de Osuna ya eravirrey de Nápoles oficialmente enel mes de julio y no en octubrecomo cuenta el relato; y, desdeluego, la noche de Briviesca no fuela primera vez que el duque deLerma manifestó su deseo deabandonar el poder y meterse a

cardenal.

Pero dejaré a un lado estospequeños detalles para centrarmeen lo más llamativo, empezandopor los cuadros que se citan delmaestro Rubens.

LOS CUADROS DE RUBENS

Las dobles bodas reales entreHabsburgos y Borbones de 1615tuvieron una amplia representación

iconográfica en la época,empezando por las de carácter máscronístico como las pinturas dePeter van der Meulen y ValerioMarucelli, que se centraron en laceremonia del intercambio de lasprincesas sobre el río Bidasoa. Elmagnífico cuadro de Van derMeulen se puede contemplar en elMonasterio de la Encarnación deMadrid haciendo pareja con el de lavisita de Felipe III a la ciudad deSan Sebastián, y en él se aprecianlos acertados comentarios deMontemayor relativos al tamaño de

los pabellones y a la ausencia de lascoronas en las gabarras, pero no ladiferencia en los relieves queincluyó el francés.

De carácter más simbólico esel cuadro de Rubens titulado Elintercambio de las dos princesas deFrancia y España en el río Bidasoa,Hendaya, el 9 de noviembre de 1615,expuesto en el Museo del Louvre enParís. En la ceremonia cada unavistió de acuerdo a la moda de supaís, tal y como Isidoro nos cuentaen su crónica, pero al final elmaestro hizo caso al consejo del

marqués de Sieteiglesias y las pintócon el vestuario cambiado. Latradición dice que ese detalle, comoel que Ana parezca de mayor alturaque Isabel y que un rayo de luzilumine su vientre fueron cambiossugeridos posteriormente porPeiresc y Richelieu para hacer a lareina de Francia más agradable aojos de sus nuevos súbditos.

Las otras pinturas de Rubensque se citan en el libro son Lerma acaballo, que se exhibe en el Museodel Prado, y Rodrigo Calderón acaballo, que forma parte de la Royal

Collection y está en el castillo deWindsor. Pero la que creo quemerece mayor atención es Laadoración de los Reyes Magos, queIsidoro tiene oportunidad de ver enla sala donde lo recibe por primeravez el marqués de Sieteiglesias.

La adoración de los Reyes Magoses el cuadro que adornaba el salóndel Ayuntamiento de Amberescuando Rodrigo Calderón llegó en1612 a los Países Bajos comoembajador extraordinario del rey deEspaña, presumiblemente con lamisión de sondear la posibilidad de

convertir la Tregua de los DoceAños en una paz permanente. Losmiembros del consistorio tuvieronel detalle de regalárselo, o laprudencia de no negárselo, cuandoél mostró interés en la obra, demodo que el cuadro ya estaba enEspaña a principios del añosiguiente formando parte de sucolección particular. En 1619 donRodrigo cayó en desgracia y en 1621fue ejecutado después de un juicioimplacable. Sus bienes fueronconfiscados y subastados. El propiorey Felipe IV adquirió muchos de

ellos, empezando por la pintura encuestión, que destinó al RealAlcázar de Madrid. La historiarelata que siete años después deque don Rodrigo fuera degollado enla Plaza Mayor, Rubens viajó porsegunda vez a España en misióndiplomática. Durante el año quepermaneció alojado en el RealAlcázar el maestro prácticamenterehízo el cuadro, le añadió una tiraen la parte superior y otra en laderecha, y modificó otros muchosdetalles. Este lienzo se puede verhoy en el Museo del Prado, pero el

que contempló Isidoro en la sala dearmas de Sieteiglesias fue eloriginal, el que medía 259centímetros de alto por 381 delargo, aquel en el que la túnica rojadel tercer rey mago pesaba a laderecha de la composición. AunqueRubens tardara trece años en llevara cabo su idea, agradecemos aMontemayor que nos hayapermitido ser testigos de su hálitocreativo, de ese instante en quedecidió que al cuadro le «faltabaaire», igual que disfrutamos delmomento en que Isidoro

sorprendió en una taberna a Lopede Vega esbozando su comedia Losramilletes de Madrid. Porque si paralos historiadores del arte la crónicade Montemayor esconde curiosassorpresas, mayores secretos desvelapara los historiadores de laliteratura. Sus sorprendentesrevelaciones y las inferencias que seextraen de su lectura modificarán,de ser debidamente contrastadas,nuestro conocimiento de WilliamShakespeare, Miguel de Cervantes,Alejandro Dumas y hasta de EdgarAllan Poe.

LA HISTORIA DEL CARDENIO

Dos autores brillan sobre los demásen la Historia de la LiteraturaUniversal: Miguel de Cervantes yWilliam Shakespeare, y sólo unaobra reunió el genio de ambos: Thehistory of Cardenio.

Merece la pena que resuma enunas líneas la historia de esa obratan particular. Las desventurasamorosas de Cardenio, Luscinda,

Fernando y Dorotea ocupan varioscapítulos de la primera parte delQuijote, y desde el principio sucarácter teatral llamó la atención dedistintos autores. En España,Guillén de Castro escribió unaversión del drama que tituló DonQuijote de la Mancha, y en InglaterraWilliam Shakespeare y JohnFletcher —con quien el maestrosolía firmar las obras en susúltimos tiempos— escribieron Thehistory of Cardenio. Seguramente lodecidieron en 1612 después de queThomas Shelton publicara su

traducción al inglés de la primeraparte de El ingenioso hidalgo DonQuijote de la Mancha, si es que notuvieron acceso antes almanuscrito, ya que Shelton decíatenerlo preparado desde 1607.Aunque también es posible que laleyeran directamente en español,porque al menos Fletcher parecíahablarlo con soltura. Sea comofuere, sabemos de su existenciaporque consta que se representódos veces en 1613, el 20 de mayoante la reina Isabel y el electorpalatino, y el 8 de junio ante el

embajador del duque de Saboya.Pocos días después, el 29 de junio,terminó su recorrido, porque ellibreto quedó reducido a cenizas enel desgraciado incendio del teatroGlobe de Londres. No se volvió acitar la comedia hasta 1653, cuandoel librero Humphrey Moseley lainscribió en el Stationers Register,para caer de nuevo en el olvidohasta 1728, año en que LewisTheobald publicó una obra tituladaDouble falsehood or the Distressedlovers, que dijo haber construido apartir de tres manuscritosincompletos del texto original del

Cardenio. Por desgracia, esosmanuscritos también handesaparecido, de modo que ningúnespecialista ha podido nuncaestudiarlos y autentificarlos.

En cualquier caso, la meraidea de una obra en la queconfluyen de alguna forma las dosmentes más preclaras de su épocaha atraído a estudiosos durantegeneraciones, y es de agradecertoda la luz que Isidoro Montemayoraporta. Gracias a él, confirmamosque en el Cardenio original losnombres eran los mismos que en el

Quijote, lo cual se dudaba porqueTheobald los cambió en su versión.Tampoco sabíamos si aparecía enescena el personaje de Don Quijote,como en la obra de Guillén deCastro, y por lo que se ve sí lo hacía—al menos Isidoro describe aHeminges caracterizado como élentre bambalinas, lo cual tambiénes raro, porque Heminges en 1615ya no se subía a las tablas y sededicaba a tareas administrativas—. Otro aspecto son las cancionesWoods, rocks and mountaines y Withendles teares, compuestas por

Robert Johnson (1583-1633) eignoradas en el manuscrito deTheobald, pero que Isidoro oyócantar en la representación deOñate, lo que viene a confirmar queformaron parte de la versiónoriginal de la obra.

Es de lamentar queMontemayor no aclare qué pasó conel manuscrito que le envió lacondesa, quizá el último y el únicoque se conserva de The history ofCardenio. Aunque no lo diga, pudohaberlo recuperado al día siguiente,lo cual hace posible que en el

momento menos pensado aparezcaen el archivo de la Casa deCameros, que tan sistemáticamenteestamos revisando, o bien se olvidóde él y se lo quedó el caballeroJusto. Me parece, pues, urgenteidentificar a este personaje yaveriguar qué destino tuvo subiblioteca, que, además del originalperdido de Shakespeare y Fletchertraducido por el licenciado Somoza,debió de contar con al menos unpar de primeras ediciones delQuijote. Aunque es posible quealguien haya hecho ya ese trabajo,

porque no puede ser unacoincidencia que los fragmentos dela obra que Isidoro reproduce en sucrónica repitan palabra por palabrala traducción de Charles David Leyen la edición de José Esteban,publicada por la editorial Rey Learen 2007. ¿Tuvo a mano CharlesDavid Ley el texto original dellicenciado Somoza cuando decidióhacer el trabajo? Si es así, ¿sabía elapasionado hispanista,desgraciadamente desaparecido,dónde está el original deShakespeare al que iba cosida la

traducción?

LA APROBACIÓN DEFRANCISCO MÁRQUEZ DE

TORRES

Encontramos también en este librouna importante aportación a lahistoria cervantina, me refiero a larelación del encuentro entre IsidoroMontemayor y el embajador deFrancia, acompañado porVéronique de Bodineau y otros

caballeros de su nación. Como esfácil comprobar, el encuentro fuerelatado de primera mano porFrancisco Márquez de Torres,capellán de don Bernardo Sandoval,arzobispo de Toledo, en laAprobación de la segunda parte deEl ingenioso caballero Don Quijote dela Mancha, pero ya hemos visto quefue Isidoro el verdaderoprotagonista de la anécdota y enqué circunstancias se la regaló alcapellán. Dado su carácterdialogado hay quien ha mantenidohasta hoy en día que el autor ded i c h a Aprobación fue el propio

Cervantes, pero solucionado eseextremo me gustaría centrarme unmomento en la fecha. Márquez deTorres firma su texto el 27 defebrero de 1615, y ya hemos vistoque el encuentro real entre Isidoroy el embajador francés no tuvolugar hasta el 30 de octubre, y queIsidoro se lo contó al capellán el 4de noviembre. ¿Miente Isidoro? No.No gana nada con ello. Me inclino apensar que Márquez de Torresredactó el documento ennoviembre, pero firmó con unafecha en la que se produjo un

encuentro constatable entre elembajador y el arzobispo, de modoque fuera más creíble la versión quehace de los hechos. Al fin y al cabo,Isidoro le había animado a hacerlo.

DIEZ AÑOS ANTES

Yo diría que la novela más popularde Alejandro Dumas es Los tresmosqueteros, y para quienescrecimos a la sombra deD’Artagnan es una agradable

sorpresa descubrir que lospersonajes que creíamos de ficciónresultan ser de carne y hueso. Y nome refiero al señor de Tréville —quien llegaría a ser capitán de losmosqueteros del rey—, Ana deAustria y Georges Villiers, futuroduque de Buckingham, cuyarealidad histórica está fuera de todaduda, sino al conde de Rochefort —que mira por dónde resulta que lacicatriz de la sien se la hizo IsidoroMontemayor—, y sobre todo aAnne de Breuil, esa preciosa ydulce niñita que aparece como

criada de la taimada Véronique deBodineau y que pasados los añosserá más conocida como Milady deWinter. Ya de niña mostraba agudainteligencia y esos arrebatos de iradespiadada que sufrieron tantoIsidoro como D’Artagnan. Dumascontinuó la historia de su héroe enVeinte años después y El vizconde deBragelonne, y este volumen dememorias de Isidoro Montemayorbien podría llevar el subtítulo deDiez años antes.

LESAGE Y GIL BLAS DESANTILLANA

La aparición de Gil Blas deSantillana, un personaje que hastaahora pensábamos que eraproducto de la mente de AlainRené Lesage, resultadesconcertante. Hasta hoy se hamantenido la controversia de si lamagnífica novela del maestrofrancés era producto de suinvención o había sido construida apartir de varios originalesespañoles. Así ha sido, al menos,

mientras se pensaba que Gil Blasera un personaje de ficción, perotambién a ese respecto los escritosde Montemayor suponen unarevolución. Desde luego es fácilidentificar la influencia en el GilBlas de la novela Marcos de Obregónde Vicente Espinel y de otras obraspicarescas de la época, pero losnuevos descubrimientos sugierenque hubo un manuscrito quecontenía la biografía real delprotagonista. En cualquier caso,tanto su autor como Lesagerespetaron el deseo del cántabro de

mantener en secreto su paso por laCasa de don Rodrigo Calderón,cosa que afortunadamente no hizoIsidoro Montemayor.

EL ESCARABAJO DORADO YLOS MUÑECOS DANZARINES

Sir Arthur Conan Doyle escribió unrelato que tituló Los muñecosdanzarines —protagonizado por elgran Sherlock Holmes—, que estáclaramente inspirado en otro

cuento de Edgar Allan Poetraducido como El escarabajo dorado.En ambos casos, la resolución delenigma que plantean pasa por eldesciframiento de un sencillo textoen clave a partir de la frecuencia deluso en el inglés de las distintasletras y palabras. En el caso delcuento de Poe, las coincidenciasentre su relato y el episodio en elque Montemayor relata lasconclusiones de Carlos Pallache sontan llamativas que no pueden sercasualidad. La conclusión es obvia.En algún momento, probablemente

mientras se documentaba paraescribir su relato sobre laInquisición titulado El pozo y elpéndulo, Poe visitó España y tuvoacceso a la biblioteca de la condesade Cameros, donde leyó losmanuscritos de IsidoroMontemayor. A estas alturas seríaridículo acusar de plagio a unescritor de la talla de Edgar AllanPoe, pero siempre es interesantepoder seguir el rastro de lainspiración de los genios.

Quedan, pues, abiertosmuchos caminos para que unanueva generación de mentescuriosas los desbrocen y vuelvan acontarnos, con nuevos ojos, nuestrapropia historia.

ALFONSO MATEO-SAGASTA

Agradecimientos

Este libro es deudor de muchaslecturas, pero sobre todo de lasconversaciones sostenidas a lolargo del tiempo con Emilia Conejo,José Manuel Lucía, Leticia Sánchez,Justo Fernández, Pilar Figal,

Carmen Fernández-Rentero, VíctorAndresco, Anna Giustolisi, LuisaMasuet, Juan Bolea, Belén Madrazo,Linda Basseggio, FernandoMarañón, Belén Castillo, FermínGoñi, Ana Liarás, Tomás Navarro yJorge Meyer. A todos ellos, graciaspor su paciencia y sabiduría. Perosobre todo, gracias a EmiliaFernández de Navarrete, actualmarquesa de la Isla de los Faisanes,que me abrió de corazón el archivoy la biblioteca de su casa y me hamantenido todo el tiempo que hadurado el trabajo. Como Isidoro

diría de Micaela, «Ella es midueña».

Alfonso Mateo-Sagasta (Madrid,1960) es licenciado en Geografía eHistoria, especialidad de HistoriaAntigua y Medieval, por laUniversidad Autónoma de Madrid.Trabajó como arqueólogo, fuecofundador de la librería Tipo,especializada en arqueología yantropología, y editor de la revistaArqrítica.

Es autor de El olor de lasespecia s (2003) ; Ladrones de tinta(2004), que fue galardonada en 2005con el Premio Internacional deNovela Histórica Ciudad deZaragoza y el Premio Espartaco deNovela Histórica; El gabinete de lasm a r a v i l l a s (2006), ganadoratambién en el año 2007 del PremioEspartaco; Las caras del tigre (2009),y Caminarás con el sol, galardonadaen 2011 con el Premio Caja Granadade Novela Histórica y publicada porGrijalbo.

El reino de los hombres sin amor

supone una nueva entrega de lasaventuras de Isidoro Montemayor,protagonista de Ladrones de tinta yEl gabinete de las maravillas.

Edición en formato digital: mayo de 2014

© 2014, Alfonso Mateo-Sagasta© 2014, Penguin Random House Grupo

Editorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021

BarcelonaDiseño de la cubierta: © Mario Arturo

Fotografía de la cubierta: © Jill Battaglia /Arcangel Images

ISBN: 978-84-253-5252-2

Conversión a formato digital: M. I.Maqueta, S.C.P.