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EL PROBLEMA DEL PACÍFICO
ARTÍCULOS PUBLICADOS EÑ "O PAIZ" DE RÍO DE
JANEIRO, SOBRE LA CUESTION DE TACNA Y
ARICA, POR ' f lRTEAGA flLEMPARTE"
IMPRENTA UNIVERSITARIA = Estado 63—Santiago =
1919
Artículos publicados en "O Paiz" de Río de Janeiro
SOBRE
LA CUESTIÓN DE TACNA Y ARICA
I
ANTECEDENTES D E L CONFLICTO
5 de Diciembre iqi8.
La opinión pública brasileña acompaña con
vivo interés los deplorables incidentes que se
han verificado entre la población del norte de
Chile y la del sur del Perú, y en los cuales han
- 4 -
tomado parte ciudadanos exaltados de ambos
países.
Desde luego, débese reconocer que las dos
naciones directamente interesadas en la solu-
ción del viejo conflicto, vienen mostrando en
los últimos tiempos, el más significativo empe-
ño por atraerse los sentimientos de la opinión
pública y las simpatías de los demás países de
América, y ese empeño parece envolver el re-
conocimiento de la existencia actual de aquella
verdadera solidaridad americana que O Paiz
proclama con tanta elocuencia en su editorial
de 26 de Noviembre último.
Interesante es anotar, de pasada, que cuan
do ocurrió, en 1879, la guerra del Pacífico,
entre Chile, de un lado, y el Perú y Bolivia,
del otro, la casi totalidad de las simpatías del
Brasil acompañaran resueltamente a Chile,
mientras que, de su parte, el espíritu público
argentino se inclinaba hacia el Perú.
Ese sentimiento argentino peruano tomó
todavía mayor bulto cuando uno de los jóve-
nes más distinguidos de la sociedad bonaeren-
se, Sáenz Peña, que más tarde llegó a ser un
gran presidente de su patria, se alistó en las
— 5
filas del ejército peruano, al día siguiente—•
como entonces se dijo—de una aventura de
amor que amargó su juventud.
Todas las emocionantes peripecias del dra-
ma internacional de 1879, en que se jugaron,
por la suerte de las armas, los destinos de los
pueblos, eran seguidas de cerca, con el mayor
interés, por el Brasil y por la Argentina, que,
a su turno, tenían pendientes sin solucionar
grandes problemas de límites, que más de una
vez pusieron sus recíprocas relaciones en la
inminencia de un grave rompimiento.
Esta amenaza de conflicto, que pesaba so-
bre la Argentina y el Brasil, así como la pre-
existencia de una larga y peligrosa dificultad,
también de límites, entre Argentina y Chile,
acentuaron naturalmente la cordialidad entre
brasileños y chilenos y determinaron, por con-
tra golpe, la amistad de argentinos y perua-
nos.
Así se conservó en el continente lo que lla-
maríamos— el mapa de las simpatías de los
pueblos. Desde entonces hasta hoy día, se
puede decir que nuíica el Perú demostró inte-
rés en captarse la opinión pública brasileña,
— 7 o —
Cerca de 40 años dejó trascurrir esa Repúbli-
ca hermana, durante los cuales todo su esfuer-
zo, todas sus amabilidades, todas sus esperan-
zas tomaron el rumbo de la Argentina, con la
misma rigurosa precisión con que la brújula
marca el norte a los navegantes.
Sin embargo, desde hace algún tiempo, esto
es, a partir de la guerra europea, a cuya liqui-
dación se procede, ese aspecto, que llamare-
mos «afectivo^ de la cuestión chileno-peruana,
mudó sensiblemente.
No ha mucho en un banquete oficial en ho-
nor de M. Paul Claudel, Ministro de Francia,
en el Derby Club de esta capital, el orador
designado para hablar en esa fiesta, en pre-
sencia de altos funcionarios de la República
Brasileña, abordó inesperadamente el proble-
ma de Tacna y Arica, comparándolo con el de
Alsacia y Lorena.
Desde entonces ese paralelo ha sido frecuen-
temente repetido. La comparación de las dos
cuestiones tenía un mérito de actualidad y ad-
quiría relieve, debido a la alta situación del
orador y a la ocasión en que esas palabras
fueron pronunciadas.
Hay, pues, el mayor interés en estudiar ahora, y con más provecho que antes, los acontecimientos de la guerra del Pacífico y el problema que se conoce con el nombre de Tacna y Arica.
La solidaridad americana que hoy proclama-mos, nos da derecho a interesarnos a fondo por la solución de esa antigua y lamentable pendencia; mas nos impone, simultáneamente, un deber correlativo: el de estudiar con impar-cialidad el origen del conflicto y los medios de solucionarlo con mayor facilidad y, al mismo tiempo, con mayor provecho para América.
Tal es el objetivo que nos proponemos al-canzar en este trabajo, y para el cual pedimos hospitalidad a las columnas de «<9 Paiz».
Estudiemos el problema de Tacna y Arica a la luz de los acontecimientos históricos que lo produjeron y que más tarde dificultaron su solución definitiva.
Probemos: i .° Que Chile, en todos los tiempos, ha
mantenido, con relación a América, una actitud de generosa solidaridad continental y ha hecho por la independencia del nuevo mundo los ma-
_ 8 -
yores sacrificios que registra la historia de las
naciones;
2.° Que la guerra de 1879, que Chile sus-
tentó contra el Perú y Bolivia, no fué obra de
Chile, sino que, al contrario, resultó por culpa
de los malos gobiernos del Perú, los cuales,
usando de la diplomacia secreta, hoy tan jus-
tamente condenada, provocaron el ya dicho
conflicto armado, amparándose en un pacto
internacional secreto que ligaba al Perú y a
Bolivia;
3.0 Que Chile propuso al Perú el recurso
del arbitraje, como medio de evitar la guerra,
y que esa propuesta fué rehusada;
4.0 Que, producido el conflicto del Pacífico,
declaró Chile, desde el primer momento, que
exigía que Tacna y Arica quedasen en su po-
der, a fin de interponer entre los dos países
una inmensa extensión de desierto que torna-
se en el futuro imposible toda agresión por
una u otra par te;
5.0 Oue el tratado de Ancón, al establecer
el plebiscito, corno medio de decidir, diez años
después, la nacionalidad de esos territorios,
quiso' únicamente procurar una forma de ce-
9 —
sión simulada de Tacna y Arica, como ha ocu-
rrido siempre en el mundo con ese género de
soluciones plebiscitarias. (Esta interpretación
habremos de comprobarla con la ayuda de an-
tecedentes de carácter oficial peruano, pues es
evidente que ella resalta de la letra misma del
tratado, como oportunamente lo veremos);
6.° Que, vencido el plazo de los diez años
establecido en el tratado de Ancón, el plebis-
cito no se realizó por haber el gobierno del
Perú declarado oficialmente al Ministro de Chi-
le en Lima, D. Máximo Lira, que ese país no
estaba preparado para cumplir, en caso de ser-
le favorable el plebiscito, la cláusula del trata-
do que establece el pago de una indemniza-
ción, en dinero, a la nación no favorecida;
7.0 Que aquellos territorios de Tacna y
Arica, que inexplicablemente se vienen com-
parando a los de Alsacia-Locena, no tienen va-
lor alguno, desde el punto de vista económico,
agrícola, minero o industrial, y sólo represen-
tan valor efectivo^ en manos de Chile, como ga-
rantía para la paz de América.
Tal es el objeto de este trabajo: descubrir
sin temores ni exageraciones la faz de Ta his-
IO
toria, y mostrar, ante la opinión brasileña, los
hechos pasados, de trascendencia continental,
que reposan sobre la base irrevocable de la
verdad, verdad que hoy día en vano se quiere
destruir, como a las murallas de Jericó, con
ruido de tambores y algazaras populares.
No se derrumban así, felizmente, las mile-
narias piedras sobre cuya solidez eterna se
erige la historia de los pueblos.
I I
ANTECEDENTES D E L CONFLICTO
6 de Diciembre.
Se ha dicho y repetido con frecuencia que Chile es el país de América que tiene más his-toria militar.
V esta es la verdad. Entre tanto, si bien es cierto que todas las
guerras sustentadas por Chile, hasta hoy, han tenido por teairo e] Perú, y si también es exacto que en el curso del siglo XIX los ejér-citos chilenos entraron, como vencedores, tres veces en Lima, no es menos verdadero que to-
— 12
dos esos acontecimientos demuestran algo más
elevado que no podemos olvidar: que la Repú-
blica chilena es, sin duda alguna, entre todas
las demás de América, la que ha hecho mayo-
res y más heroicos sacrificios por la causa de
la libertad y de la unión del Continente.
1820.—Chile acababa de conquistar su inde-
pendencia. Los ejércitos chilenos que se lla-
maron «de la Patria Vieja»—derrotados y he-
chos pedazos en Rancagua por ejércitos espa-
ñoles muy superiores en número abrieron
brecha, con O'Higgins al frente, y sable en
mano, a través de las espesas filas enemigas
y, envueltos en el polvo de la derrota, llega-
ron a la ciudad argentina de Mendoza, donde
el respectivo Gobernador, general San Martín,
les proporcionó generosa hospitalidad.
San Martín y O'Higgins organizaron enton-
ces el ejército argentino-chileno, que atravesó
'os Andes y, el 5 de Abril de 1818, aseguró
para siempre, en los campos de Maipú, la in-
dependencia de Chile,
— 7 o —
No habían transcurrido aún cinco años y ya
la joven República transandina organizaba, en
acción conjunta con la Argentina, la expedi-
ción libertadora del Perú, la cual constaba de
4,400 soldados chilenos y argentinos, 36 pie-
zas de artillería, 650 caballos y armamento,
equipo y vestuario para 15,000 hombres.
Chilena era la escuadra que, el 20 de Agos-
to de 1820, condujo al Perú a ese ejército li-
bertador, a las órdenes de San Martín.
Diez, años habían sido suficientes para que
Chile improvisara aquella primera escuadra del
Pacífico, que recogió, bajo Ja dirección de
Blanco Encalada, los primeros loores, y luego
enarboló la insignia de Lord Tomás Cochrane,
el inmortal marino que peleó por la libertad
de los pueblos, primero en Chile, después eii
el Brasil y, finalmente, en Grecia.
«Jamás, dice el ilustre historiador argentino
don Bartolomé Mitre en su historia de San
Martín, jamás ninguna de las nacientes Repú-
blicas había hecho un esfuerzo tan gigantesco
en p ro de la emancipación del nuevo continen-
te meridional.»
«Es una gloria para Chile, agrega ese im-
_ i 4
parcial historiador, haberlo realizado con el concurso y a costa de inmensos sacrificios.»
El Director O'Higgins, que en 1819 había combinado con el gobierno argentino la tarea de llevar, en común, la libertad al Perú, cos-teando ambos Estados los respectivos gastos, honró las armas aliadas y el solemne compro-miso internacional contraído ante el mundo, al tomar a su cargo la ardua empresa e impul-sarla con vigor y con fe.
Al recordar, más tarde, las angustias que esa empresa costó, O'Higgins exclamaba: «Me sentí encanecer por momentos. Sólo la futura suerte de Chile y de la América podían sustentar mi corazón y mi espíritu».
Sería pueril, de mi parte, imaginar que Chile y la Argentina organizaron esta expe-dición, que tan ingentes sacrificios exigía, por un exclusivo sentimiento de amor y de soli-daridad americana.
Es evidente que, antes de todo, los movía la conciencia de su propia seguridad, repre-sentada entonces, principalmente, por la ne-cesidad de extrangular en su núcleo, en su centro de irradiación más temible,—el virrei-
- i5 —
hato del Perú,—el poder de la metrópoli es-
pañola.
Pero, aunque se dé a este natural interés
propio, de la Argentina y de Chile, toda la
proporción que se quiera, no hay considera-
ción capaz de oscurecer los vínculos de fra-
ternidad y de gratitud que parecen surgir ló-
gicamente de estos grandes acontecimientos
históricos.
Chileno fué también el ejército que, al man-
do del general don Manuel Bulnes, desembar-
có en Ancón en los primeros días de Agosto
de 1838.
El ambicioso caudillo boliviano, mariscal
Santa Cruz, con la ayuda de uno de los polí-
ticos peruanos que, en ese tiempo, se disputa-
ban el mando del Perú, se había apoderado
de este país, proscribiendo y despojando a hom-
bres tan ilustres como el general Castilla, que
fué más tarde presidente de su patria y que,
en aquella ocasión, acompañó al ejército chi-
leno.
El 20 de Enero de 1839, el general Bulnes
16 —
derrotó, en Yungay, las fuerzas del usurpador
boliviano.
Concluida la campaña, los vencedores re-
gresaron a su patria con la satisfacción de ha-
ber cumplido la misión que, de su gobierno
recibieran y de haber restituido al Perú su
autonomía y su libertad, sin imponerle ni
aceptar indemnización o retribución de espe-
cie alguna.
Tal vez se podría decir que, como en 1820,
Chile obró dentro de su propio interés al rom-
per o disolver el protectorado boliviano del
mariscal Santa Cruz, que amenazaba formar
en el norte una gran confederación.
Entre tanto, no es posible desconocer la
elevación y la prudencia con que, en tal oca-
sión, se desenvolvió su acción política y la
forma ejemplar en que procedieron sus tropas.
En señal de gratitud, el Perú confirió por
ley del Congreso, al general chileno que man-
dó la expedición, el título de «mariscal de An-
cach¡>.
Con el transcurso del tiempo, los sentimien-
tos de afecto y de solidaridad de Chile para
con el Perú, en vez de debilitarse, no hicieron
otra cosa que robustecerse.
Desgraciadamente, muy pronto habían de
ser sometidos a una ruda prueba esos nobles
sentimientos de americanismo, que siempre do-
minaron la política continental de Chile.
En 1864, España ocupó las islas Chinchas,
pertenecientes al Perú, lanzando, además de
eso, en aquella ocasión, una palabra impru-
dente, que hizo nacer un viento de alarma en
el Continente americano: reivindicación.
Los gobiernos de las jóvenes repúblicas
trataron, sin demora, de armonizar sus deci-
siones, y, al mismo tiempo, los pueblos de
esas nuevas nacionalidades dieron libre curso
a las expansiones de su patriotismo vigoroso
y juvenil.
Bolivia y Ecuador declararon su adhesión al
Perú. Chile fué más lejos que todas las demás
repúblicas americanas. Su gobierno, que me-
día con prudencia y exactitud los peligros de
una guerra con España, no logró, a pesar de
eso, dominar las corrientes impetuosas de la
opinión pública nacional; y Chile declaró la
guerra a la madre patria.
Era el combate de David contra Goliat.
Pero Chile aceptó plenamente las responsabi-
lidades y últimas consecuencias de su temera-
ria actitud.
No se detuvo a examinar la escasez de sus
recursos, ni a contar el número de sus solda-
dos. En esa increíble aventura jugó conjunta-
mente con su presente y con su porvenir, todo
cuanto era, todo cuanto tenía, dando así un
ejemplo único en los anales de la América.
No fué ésa, ciertamente, una guerra que
quedara en el papel.
El gobierno español mandó una escuadra
para bloquear los puertos de Chile. El capitán
chileno Williams Rebolledo, que mandaba la
corbeta Esmeralda, la misma que más tarde
debía cubrirse de tanta gloria en el combate
naval de Iquique, capturó la goleta española
Covadonga, casi a la vista de la escuadra que
bloqueaba a Valparaíso bajo las órdenes del
almirante Pareja, en 1865.
El 31 de Marzo de 1866, la escuadra de
guerra española bombardeaba a Valparaíso, in-
cendiando el edificio de la Aduana y los ba-
rrios más centrales del primer puerto de Chile.
Los perjuicios causados por ese bombardeo
fueron avaluados en 16 millones de pesos, can-
tidad que representaba, en aquella época, una
suma inmensa y muy superior, sin duda, a los
recursos económicos y financieros del fiel ami-
ofo del Perú.
—¿Qué importaba?
Desde medio siglo atrás, el grito popular en
los labios chilenos era: «¡Viva Chile y el Perú!»
La historia entera de Chile estaba escrita
con su sangre ofrecida en los altares de su
afecto por el pueblo hermano, y era entonces
natural que la conciencia cándida y crédula
del pueblo considerase unidos para siempre
los destinos de ambas repúblicas.
El bombardeo de Valparaíso, que no era
una plaza fortificada, determinó en esos días
una noble protesta del gobierno del Brasil, pro-
testa levantada y digna, cuyo recuerdo se ha
hecho presente, más de una vez, en documen-
tos oficiales brasileños de los últimos tiempos.
No obstante, en aquellos días, la exaltación
patriótica que dominaba el espíritu chileno era
tan intransigente que las propias relaciones
del Brasil y de Chile atravesaron por un pe-
ríodo crítico, el único que, hasta hoy, ha tur-
bado, pasajeramente, el horizonte siempre
sereno de esas relaciones.
Los antecedentes de esta crisis pasajera,
tan pasajera como aguda, han sido expuestos
por nuestro ilustre amigo el doctor Helio
Lobo, en algunas de sus interesantes publica-
ciones.
De regreso de la expedición del Pacífico,
uno de los buques de guerra que bombardea-
ron a Valparaíso, y más tarde al Callao, llegó
a Río de Janeiro, en viaje para España, y pi-
dió autorización para reparar sus averias en
un astillero de Guanabara.
Esta autorización fué liberalmente concedi-
da por el gobierno del Imperio. El Encargado
de Negocios de Chile en Río de Janeiro, el in-
mortal poeta clon Guillermo Blest Gana, pro-
testó contra esa concesión, con extraordinario
vigor, presentándola como atentatoria de la
solidaridad de los libres países de América.
El Ministro de Relaciones Exteriores del
Brasil—creemos que era Cabo Frió—replicó,
con firmeza no menor, estableciendo los prin-
cipios jurídicos en que se fundada la actitud
del gobierno, neutral en la contienda hispano-
chilena.
Cábenos, pues, volver a recordar que la
única vez que las relaciones entre Chile y el
Brasil han pasado por un momento de frialdad,
ha sido precisamente en homenaje a ese sen-
timiento de amistad para con el Perú, senti-
miento que inspiró la política de Chile en to-
dos los tiempos y que tuvo su expresión cul-
minante en la expedición libertadora de 1820,
en la expedición auxiliar de 1838 y, finalmen-
te, en la guerra contra España en 1865.
En el próximo artículo estudiaremos los an-
tecedentes de la guerra de 1879, entre Chile,
Perú y Bolivia, y se ha de ver, entonces, que
esa guerra tuvo su origen en un tratado se-
creto que el Perú y Bolivia acordaron en con-
tra de Chile.
— 7 o —
Ese tratado fué propuesto, también secre-tamente, a la República Argentina. En sesión secreta, el Senado argentino rechazó su acep-tación.
III
LOS ORÍGENES DE LA GUERRA DE 1879
7 de Diciembre.
Con anterioridad al año 1866, los gobiernos de Chile y de Bolivia se disputaron, durante largos años, el dominio de una parte del terri-torio comprendido entre el Pacífico y la cordi-llera de Los Andes, al norte de la provincia chilena de Atacama.
En 1866 se celebró entre ambas naciones un tratado de límites, a fin de poner término a dichas rivalidades; y, ocho años más tarde, se firmó un segundo tratado que perfeccionó lo que se había convenido en el primero.
— 24
El Perú, por las razones que después exa-
minaremos, trató de dificultar la aprobación
del pacto Walker Martínez-Baptista, que ponía
fin a las dificultades que constantemente se
venían produciendo entre los dos países.
Tal fué el objeto de la misión del Ministro
peruano en Chile, señor don Aníbal de la To-
rre. Los documentos de esa misión, que están
publicados, constituyen un perfecto manual de
intriga diplomática.
Chile, por aquel mismo tratado, y por el
anterior, consentía en ceder los territorios dis-
putados, sub-conditione. La condición consis-
tía en que el gobierno de Bolivia no cobraría
derechos de exportación sobre el salitre y los
minerales exportados por los industriales o es-
tablecimientos chilenos.
No debemos olvidar ni por un instante que
eran, hasta entonces, exclusivamente ciudada-
nos chilenos los que, con tenaz esfuerzo desa-
rrollado durante muchos años y con capitales
venidos de Chile, habían dado vida a aquellos
desiertos inexplorados.
El Perú, que ya poseía los terrenos salitre-
ros de la provincia de Tarapacá, había orga-
— 7 o —
nizado el trust fiscal de esa sustancia, expro-
piando las propiedades salitreras pertenecien-
tes a extranjeros y dándoles, en cambio, bo-
nos (que se llamaron «certificados salitreros»)
de su tesoro nacional.
Era una operación genial y colosal que
habría enriquecido de un golpe al pueblo y al
Gobierno que la organizara—tenía, a penas,
este inconveniente: ¡era imposible!
Para el éxito de la constitución de ese mo-
nopolio fiscal peruano había necesidad de que
ocurriera una circunstancia esencial: que no
existiese salitre en otros países del mundo.
Desgraciadamente para el Perú y para la
paz de América, esa circunstancia no se veri-
ficó.
Los exploradores chilenos que recorrían con
febril actividad los desiertos habían también
encontrado salitre en aquella preciosa región
de Bolivia que este país y Chile se disputa-
ban.
El Perú mandó entonces a Bolivia al activo
capitalista e industrial yanqui Mr. Meiggs, que
adquirió para sí, y traspasó después al gobier-
— 7 o —
no peruano, los títulos de las nuevas salitreras
bolivianas.
Pero, ya entonces los infatigables explora-
dores chilenos descubrían cada día nuevos ya-
cimientos de salitre en los desiertos bolivianos.
Los tratados chileno-bolivianos de que ya
hemos hablado, permitían, como vimos, la ex-
portación, libre de derechos, del salitre chileno
elaborado en Bolivia.
Para colmo de inquietudes en el Perú, el
insaciable espíritu de aventura y de esfuerzo
que distingue al carácter chileno, hizo que los
exploradores de esta nacionalidad descubriesen
poco después, en su propio país (departamen-
to de Taltal), grandes yacimientos de salitre.
Estos hechos importaban la ruptura defini-
tiva del monopolio fiscal del salitre por el Go-
bierno del Perú y, en consecuencia, la banca-
rrota más tremenda del Erario peruano, com-
prometido a fondo en la gigantesca empresa.
Ante la inmensidad del abismo que se abría
a sus pies, los dirigentes peruanos, cometieron
el más grave de los errores: prepararon la
guerra contra Chile, a fin de asegurar su soña-
do monopolio del salitre.
Entonces fué cuando ios gobernantes de
aquel país llevaron a efecto un acto interna-
cional que proyectó más tarde, al través del
tiempo, una ancha sombra sobre la vida y el
progreso de su patria.
Cada vez que hoy día se habla de las inicia-
tivas del Presidente Wilson para acabar con la
diplomacia secreta, viene a nuestra memoria
el recuerdo de aquel acto de los gobernantes
peruanos, que nunca será suficientemente mal-
decido, ni por los chilenos, ni por. los hijos del
Perú, ni por los demás pueblos de nuestra
América.
La diplomacia secreta envolvió entonces, en
las tinieblas del más impenetrable misterio, un
pacto de alianza ofensiva y defensiva contra
Chile, que fué firmado en 1873 entre el Perú
y Bolivia.
La circular telegráfica publicada por la Le-
gación del Perú en Río de Janeiro el 3 del co-
rriente y que está suscrita por el Ministro de
Relaciones Exteriores, señor Tudela, pretende
que aquella fué meramente una alianza defen-
siva entre Perú y Bolivia, 1111 pacto abierto a la
adhesión de ios demás pueblos de América con
2ü -
el objeto de mantener el principio de la integri-dad territorial de las naciones.
Si el pacto era secreto, claro está que no quedaba abierto a la adhesión de los demás países,. . Por lo demás, la nota de 20 de No-viembre de 1872, del Ministro Riva Agüero, a su representante en Santiago, explica el verdadero alcance del tratado secreto. Si es necesario, analizaremos en otro artículo la es-tructura y el dicho alcance de aquel instrumen-to internacional.
Hay más aún, sin embargo. No solamente los gobernantes peruanos,
con el fin de asegurarse el monopolio del sali-tre, indujeron a Bolivia, dirigida entonces por caudillos militares, a firmar ese pacto secreto, sino que también el mismo tratado fué pro-puesto, en la misma forma secreta, a la Repú-blica Argentina, cuyo Senado lo discutió en sesión secreta y lo rechazó.
De manera que el Perú, por el cual Chile ha-bía hecho tantos y tan onerosos y verdaderos sacrificios, se convirtió súbitamente en agente, en el núcleo mismo, en el alma de una liga americana contra aquel país!
— 7 o —
Se buscaba en secreto la alianza de Bolivia, despertando la avidez y la belicosidad de sus rudos caudillos militares, a escondidas del pue-blo, y se pretendía también aprovechar la exis-tencia de un antiguo y agrio conflicto de lími-tes entre la Argentina y Chile, para incitar a aquella nación a tomar parte en el grupo cons-pirador.
A principios de 1879, cuando sobrevinieron las primeras dificultades entre Chile y Bolivia, nadie tenía conocimiento en Santiago del alu-dido pacto secreto.
El Presidente de Bolivia, general Daza, com-pletamente obcecado con la idea de repartirse con el Perú el futuro monopolio del salitre, impuso, como primera medida de hostilidad, una contribución adicional a la exportación, de diez centavos por quintal métrico, sobre el salitre elaborado por chilenos en la región ce-dida sub conditione.
Chile propuso entonces, repetidas veces, el arbitraje, como medio de evitar la guerra. Es-tas proposiciones fueron rechazadas.
Para comprender bien cuán pocas probabi-lidades tenía de ser aceptada, en aquella hora
— 30
de ceguera, la propuesta chilena, basta leer las
siguientes líneas de una carta dirigida poco
después por el Presidente de Bolivia, general
don Hilarión Daza, al Prefecto de Antofagasta,
y que fué publicada más tarde con los demás
documentos encontrados por las autoridades
chilenas en los archivos de la Prefectura:
«Mi querido amigo: Tengo buenas noticias
que darle. Eché la mano a los extranjeros y
decreté la reivindicación de los establecimien-
tos salitreros, los cuales no podrán ser recu-
perados, aunque en ello se empeñe el mundo
entero.
«Espero que Chile no intervendrá por la
fuerza en este negocio. Su conducta, con rela-
ción a la República Argentina, está probando,
de un modo inequívoco, su debilidad y su im-
potencia; pero, dado el caso que nos declarara
la guerra, podremos contar con la ayuda del
Perú, ai cual estamos estrechamente unidos
por el tratado secreto.»
Desatendidas por Bolivia las reclamacioaes
_ 3 i —
presentadas por Chile y rechazadas varias ve-ces las reiteradas proposiciones chilenas para someter el asunto al arbitraje de otra nación, el mantenimiento de las medidas adoptadas por aquel Gobierno equivalía a una ruptura de los tratados.
Así lo entendió Chile y, en consecuencia, procedió a ocupar militarmente los territorios que antes habia cedido bajo condición.
El Perú ofreció, entonces, su mediación (!) para evitar el conflicto armado entre los dos países y, con ese objeto, mandó a Chile un enviado especial: Lavalle.
Este diplomático inició su misión exigiendo la evacuación previa de la región reivindicada por Chile. En ese momento, el Ministro chile-no en Lima, don Joaquín Godoy, descubría la existencia del tratado secreto Perú-Boliviano y enviaba, por intermedio de un correo de gabi-nete, una copia a la cancillería de Santiago. Se calculará fácilmente el efecto producido por se-mejante descubrimiento...
Chile se sintió entonces en el derecho de de exigir del Perú, en forma conminatoria, que declarase su neutralidad dentro del conflicto
chileno-boliviano que entonces surgía. El Mi-
nistro Lavalle contestó con grandes evasivas,
a fin de ganar tiempo.
A la vista del tratado secreto de 1873, Chi-
le consideró luego como enemigos a los dos
aliados, entregó a Lavalle sus pasaportes y
declaró la guerra a ambos países el 5 de Abril
de 1879.
Tales son los antecedentes estrictamente
históricos y desapasionadamente expuestos,
de la guerra del Pacífico.
Se hace necesario que tanto los estadistas
del Brasil y sus hombres de prensa, como la
opinión pública en general, no pierdan de vis-
ta estos antecedentes, porque, si es cierto que
un generoso espíritu americano, aceptado por
todos, condena, en principio, las conquistas
territoriales en América y en todo el mundo
civilizado, es también verdad que un país se
hace responsable por los daños que causa a
otro y, cuando no tiene dinero para pagar las
indemnizaciones legítimas que le son impues-
— 7 o —
tas, se ve en la contingencia de hacer el sacri-
ficio doloroso de su propio territorio.
Ahora mismo la opinión universal execra a
Alemania y la hace responsable de las angus-
tias sufridas por el mundo durante la última
guerra.
Porque provocó la catástrofe, el ex-imperio
alemán se ha hecho responsable de la sangre
derramada y de las ciudades destruidas. La
Alemania está ahí, mutilada, aturdida por los
golpes que recibió sobre su casco de hierro;
está ahí, en el banco de los acusados y en pre-
sencia de sus jueces.
El mundo entero está de acuerdo en decla-
rar que tendrá que pagar el mal que hizo.
Y luego, trascurriendo el tiempo ¿tendrá ella
el valor de presentarse como víctima?
¿Acaso el Perú, que buscó un tratado secreto
con Bolivia; el Perú, que trató de comprometer
a la República Argentina en la conspiración
contra Chile; el Perú, que debía a Chile su in-
dependencia; el Perú, en fin, que tuvo la res-
ponsabilidad de la guerra del Pacífico, podría
eximirse de pagar, como va a pagar Alemania,
los daños causados por la diplomacia secreta
— 7 o —
y por la ambición y ceguera de sus gober-nantes?
En el próximo artículo estudiaremos rápi-damente las diferentes fases de la guerra de 1879, en lo que se relacionan con los prelimi-nares de la paz que más tarde fué sellada en el tratado de Ancón.
IV
LA GUERRA DE 1879
LAS CONFERENCIAS DE ARICA
La guerra entre Chile y el Perú y Bolivia
duró desde Abril de 1879 a Octubre de 1883
(tratado de Ancón).
Como se ve, este período alcanza casi cinco
años, y no es difícil calcular que Chile debía
haberse impuesto enormes sacrificios, ya que
se encontraba, en las vísperas de la lucha, to-
talmente desprevenido y que era la más pobre
de las repúblicas antiguas coloniales de Es-
paña.
36 —
No entra en nuestro propósito acompañar a
los ejércitos victoriosos a través de sus gran-
des jornadas en campaña.
Bástenos recordar que en Iquique, el 2 i de
Mayo de 1879, mientras la vieja corbeta de
madera Esmeralda—reliquia de otras glorias
—desaparecía en los mares con la bandera al
tope y disparando, conforme al lenguaje del
poeta, «el último cartucho del último cañón»,
la fragata Independencia, armada con 18 caño-
nes de grueso calibre, encallaba en Punta
Gruesa, frente a Iquique, bajo los fuegos de
la goleta chilena Covadonga, que logró, en se-
guida, burlar la persecución del Huáscar al re-
gresar al Sur.
La pérdida de la Independencia fué transcen-
dental; importó un golpe de muerte para el
poder naval del Perú, influyendo más tarde po-
derosamente en los resultados de la guerra.
El 8 de Octubre del mismo año, el Huás-
car, que constituía la más poderosa unidad de
la escuadra del Perú, era apresado por la es-
cuadra chilena en el combate de Angarrios,
después de haber sustentado una lucha heroica.
— 7 o —
El almirante peruano, que asociaba a la se-renidad y al valor que son propios de los ma-rinos de su patria, la caballerosidad de los hidalgos castellanos, y que en Chile era casi tan popular como en su país, encontró en aquella acción de guerra el término glorioso de su noble carrera militar.
La captura del Huáscar fué, a su turno, un golpe decisivo al poder militar del Perú, que, desde entonces, dejó en manos de Chile el do-minio del mar.
De ahí en adelante, encontrábase este país en situación de transportar en su escuadra, a lo largo de la costa, las fuerzas de tierra con que iría a atacar las provincias del Perú, esco-giendo a su albedrío el punto de desembarque.
El Perú había concentrado sus ejércitos en la provincia de Tarapacá y en Tacna y Arica. Chile enfrentó desde luego al ejército de Tara-pacá, desembarcando fuerzas en Pisagua.
El 19 de Octubre (1879) se trabó la batalla de Dolores, favorable a Chile, y, luego des-pués, la de Tarapacá, en la cual una división del ejército chileno, sorprendida en el fondo de una quebrada por fuerzas muy superiores
- 38 -
que rodeaban las alturas, fué casi aniquilada,
logrando, con todo, reunirse al resto del ejér-
cito.
Terminada la larga y difícil campaña de Ta-
rapacá, Chile organizó sus tropas en Iquique
y emprendió, en Febrero de 1880, una segun-
da campaña, la de Tacna, donde lo esperaban
numerosas fuerzas peruano-bolivianas a las ór
denes del general Campero.
El 2ó de Mayo, después de sangrienta ba-
talla, que costó a ambos ejércitos las más dolo-
rosas pérdidas, los chilenos ocuparon la ciudad
de Tacna y, once días después, tomaron por
asalto, a la bayoneta, la plaza fortificada de
Arica, en cuyo famoso «Morro» sucumbió mag-
níficamente el héroe peruano Bolognesi, a quien
los chilenos, todavía hoy, tributan amplio y
noble homenaje.
También ahí fué hecho prisionero el bravo
comandante argentino Sáenz Peña, de quien
señalamos el recuerdo en artículos anteriores.
Ocupada Tarapacá, vencidas las tropas pe-
ruano-bolivianas, en poder de Chile ya dicha
ciudad y la plaza fuerte de Arica, la mitad de
la tarea estaba concluida.
— 7 o —
Faltaba todavía la otra gran mitad... Chile, que como ya dijimos, entró despreve-
nido en el conflicto, carecía de elementos para llevar inmediatamente la guerra a Lima, donde lo aguardaba una defensa obstinada, organiza-da fuertemente por el dictador popular don Nicolás de Piérola.
Tal era el balance de las operaciones milita-res en el momento en que sobrevinieron los incidentes diplomáticos que nos proponemos estudiar en este artículo.
En esa época, apenas disipado el humo de la batalla de Tacna, el gobierno de los Esta-dos Unidos invitó a los beligerantes a celebrar una conferencia para ver si era posible llegar a un acuerdo entre ellos y provocar la paz. Chile aceptó, declarando, entre tanto, que con-tinuaría las hostilidades.
Las reuniones tuvieron lugar a bordo de la corbeta americana Lackawanna. En esa solem-ne ocasión, los plenipontenciarios de Chile exi-gían, como único medio de asegurar en el fu-
— 4o —
turo la integridad de su frontera y la paz del continente, que dichas fronteras fueran exten-didas hasta el «Norte de Arica».
El plenipotenciario chileno don Eulogio AI-tamirano, declaró entonces, ante la conferencia de plenipotenciarios, lo siguiente:
«Aceptando la guerra como una necesidad dolorosa, Chile se lanzó en ella sin pensar en los sacrificios que le acarreaba; y, para defen-der su derecho y la honra de su bandera, ha visto morir la fina flor de sus hijos y ha gastado sus recursos sin detenerse a contarlos.
En estas condiciones, su gobierno aceptó con sinceridad la idea de poner término a la guerra, siempre que fuera posible llegar a una paz sólida, compensadora de los sacrificios hechos, y que permitiera a Chile volver al tra-bajo, que es su vida.
Su gobierno cree que para alcanzar la paz en estas condiciones, es indispensable avanzar la línea de su frontera.
Esta exigencia es para el gobierno de Chile, para el país y para los plenipotenciarios que hablan en este momento en su nombre, inde-clinable, porque es justa.»
— 4i —
El delegado peruano, señor García y Gar-
cía, propuso, entonces, someter los desacuer-
dos que surgieron en la conferencia «al juicio
arbitral e inapelable del gobierno de los Esta-
dos Unidos de América del Norte, pues a ese
papel le dan derecho su alta moralidad, su po-
sición en el continente y el espíritu de concor-
dia que revela, igualmente, en favor de todos
los países beligerantes aquí representados».
El delegado chileno, don José Francisco Ver-
gara, replicó textualmente:
«Chile ha sido partidario del arbitraje, y de
eso ha dado pruebas en todos sus desacuer-
dos con otras naciones, y muy especialmente
en la cuestión de que resultó la presente gue-
rra. Antes de empuñar las armas y apelar a la
fuerza, propuso reiteradas veces que se entre-
gase a un árbitro la decisión de la pendencia.
Su voz no fué oída y, muy a pesar suyo, se
vió arrastrado a la guerra.
Chile busca—continuó el señor Vergara—
una paz estable, a la medida de los elementos
y del poder con que cuenta para obtenerla, de
los trabajos ejecutados y de las fundadas es-
peranzas nacionales. Esta paz, Chile la negó-
— 7 o —
ciará directamente con sus adversarios, cuando éstos acepten las condiciones necesarias para su seguridad; y no existe ningún motivo que lo obligue a entregar en otras manos, por muy honradas que sean y muy seguras, la decisión de sus destinos.»
Sobre este último punto—el arbitraje—el plenipotenciario chileno, don Eusebio Lillo, dice:
«Acepto y comprendo el arbitraje cuando se trata de evitar una guerra, y ese es el ca-mino más digno, más elevado, más en armonía con los principios de la civilización y de la fra-ternidad que deben tomar los pueblos cultos, principalmente cuando, por sus antecedentes y sus estrechas relaciones, forman una sola familia.
«El arbitraje, sin embargo, tuvo una hora oportuna, y esa hora, por desgracia, pasó para las negociaciones de paz que nos ocupan.»
Después de preguntar cómo podría el árbi-tro medir el derrame de oro y de sangre, el
— 7 o —
grado de justicia y la suficiente reparación,
agregó:
«Soluciones semejantes, después de enor-
mes victorias y de sangrientas batallas, sólo
puede y debe darlas la nación que ha consu-
mado con fortuna semejantes sacrificios.»
Más tarde, Chile sustentó siempre que el
tratado de Ancón, que le entregó, por diez
años, el dominio absoluto y sin limitación al-
guna de los territorios de Tacna y Arica y
que estableció para después de esos diez años
un. plebiscito, a fin de definir la nacionalidad
última de aquellos territorios, fué una cesión
simulada, como es de uso en las prácticas in-
ternacionales, cesión que se acostumbra a ve-
rificar en tales términos para no herir suscep-
tibilidades; cesión, en fin, que, en la hora de ser
firmada la paz, no podía establecer clara y
ostensiblemente el Qx>bierno débil del general 5» O peruano, Iglesias, designado por la convención
de Cajamarca para concluir la paz con Chile.
Ya que ese gobierno del general Iglesias
— 7 o —
no se consideraba suficientemente fuerte para entregar lisa y llanamente Tacna y Arica al vencedor, se encontró a lo menos una fór-mula que, aunque disimulada, no podía ser más clara en su alcance, ni más trasparente.
En efecto, el tratado de Ancón concedió a Chile el derecho y los medios de adquirir la soberanía definitiva de Tacna y Arica.
El artículo 4.0 consigna que «un protocolo especial, que se considerará como parte inte-grante del tratado, establecerá la forma por la cual deba realizarse el plebiscito y los térmi-nos y plazos en que hayan de ser pagados los diez millones, etc., etc.».
No se conoce, como ya dijimos, en la histo-ria diplomática internacional, un solo caso en que las mutaciones de soberanía deferidas al voto de los habitantes de una zona territorial no hayan concluido por la anexión al país po-seedor.
Un mes le bastó a Francia, a contar del tra-tado de 24 de Mayo de 1860, para preparar, en la forma que le pareció conveniente, el ple-biscito que le dio el dominio de Niza y Saboya por la semi-unanimidad de los sufragios.
En casos análogos, y siempre con el mis-
mo invariable resultado, ha funcionado esta
institución plebiscitaria desde las anexiones de
Bélgica y de los países del reino de Francia,
preparadas por la Convención Nacional, hasta
el caso relativamente reciente, de la cesión de
la isla de San Bartolomé, hecha por la Suecia,
en favor de aquel país, en 1877.
Más en ninguna parte, como en las confe-
rencias de la Lackawanna, se ve tan claro, tan
manifiesto, tan enérgico e inexorable, el propó-
sito de Chile de mantener en su poder Tacna
y Arica, como garantía de seguridad para sus
fronteras y de paz para la América. Lo que
allí ocurrió basta y sobra para hacer compren-
der, sin la menor duda, el verdadero y único
alcance del plebiscito que se pactó más tarde.
Efectivamente, ya hemos dicho que la gue-
rra estaba apenas en la mitad de su camino.
Veíase a Chile amenazado con la intervención
del gobierno de los Estados Unidos, que en
ese tiempo presidía las conferencias de la La-
ckawanna, intervención que el Perú—y tam-
bién Bolivia—procuraban con vivo empeño.
En la misma hora histórica, Chile tenía pen-
- 4 6
diente, con la Argentina, un problema de límites
que amenazaba constantemente la cordialidad
de sus relaciones con el poderoso vecino de
Oriente. Chile tenía, en fin, en perspectiva, una
empresa gigantesca, pu&s necesitaba llegar a
Lima, dar tres grandes batallas, vencer fuertes
ejércitos y dominar la sierra!
Pues bien: a pesar de todo eso, Chile fué
inflexible en la exigencia de avanzar sus fron-
teras y de retener Tacna y Arica, como ga-
rantía de su territorio.
Adoptando la hipótesis de retribuir un día
Tacna y Arica al Perú, exigió Chile «la obli-
gación, por parte del Perú, de no artillar el
puerto de Arica, cuando le sea entregado, y
en ningún tiempo».
El plenipontenciario peruano, señor Arenas,
había declarado en las conferencias de la La-
ckawcmnci, con actitud solemne:
— «Una paz que tuviese por base el des-
membramiento territorial sería una paz impo-
sible y, si los plenipotenciarios peruanos la
aceptan y la ratifica su gobierno, lo que no
se puede suponer, el sentimiento nacional la
rechazaría.»
- 45
Replicó nuestro plenipotenciario Altami-
rano:
— «Bien triste es tener que asistir a llama-
dos como los que nos acaban de hacer los
Excmos señores Arenas y Baptista; mas, si el
avance de las fronteras es obstáculo insupera-
ble para la paz, Chile no puede, no debe le-
vantar ese obstáculo».
— E s increíble que, tres años después de
esos sucesos, cuando ya Chile había vencido
todas las dificultades, cuando ya había triun-
fado de sus enemigos de la manera más am-
plia y más completa con que puede triunfar un
vencedor, es increíble, repetimos, que, al firmar
la paz, hubiese consentido en modificar aque-
lla exigencia sobre los territorios de Tacna y
Arica—exigencia que, en las horas más críti-
cas del conflicto, constituía su objetivo más
claro, más absoluto, más inexorable, en las
conferencias de la Lackawanna.
Para que se vea bien claramente cómo, en-
tonces, el Perú entendía las exigencias y los
propósitos de Chile, basta reproducir ipsis li-
teris las siguientes líneas de la comunicación
oficial que, a 15 de Diciembre de ese mismo
- -
año (1880), dirigió al gobierno argentino, jun-
to al cual estaba acreditado, el ministro del
Perú en Buenos Aires: «Este propósito—de-
cía el ministro—no es otro, en la intención chi-
lena, sino guardar definitivamente Moquegua,
Tacna y Arica».
V
DE ARICA A LIMA
El 27 de Abril de 1880 se celebró la última conferencia de los Plenipotenciarios de Esta-dos Unidos, Perú, Bolivia y Chile, a bordo de la corbeta americana Lackawanna.
Nada se adelantó en esas conferencias para llegar a la paz; digo mal, se había consegui-do establecer un punto fundamental y defini-tivo, a saber: que el vencedor imponía una fórmula única como solución ineludible de la contienda: la cesión de la provincia de Tara-pacá, como indemnización de guerra; y el avan-
4
ce de sus fronteras, más al norte de Arica,
como medida de seguridad nacional.
Terminadas y frustradas las conferencias,
ocurrió en x 88o lo mismo que está acaeciendo
ahora; Chile y el Perú buscaron con igual em-
peño el apoyo moral de los países de Amé-
rica, tratando de explicar a las demás cancille-
rías amigas los fundamentos de sus respectivas
actitudes.
Es hoy interesante, cuando el velo del tiem-
po encubre, un poco, las asperezas y deformi-
dades del odio y de la pasión de otras épocas,
recordar antecedentes invocados entonces por
las cancillerías de Lima y de Santiago, ante los
países amigos y en apoyo de sus respectivos
derechos:
«Nada es más revelador del carácter de los
pueblos, dice Anselmo Blanlot, que el lengua-
je de sus cancillerías.»
El tiempo no modificó la exactitud de este
axioma.
El Ministro de Relaciones Exteriores del
Peoi declaró a sus ministros diplomáticos, en
la circular de 5 de Noviembre de 1880:
— 5i —
«Todo lo que haya habido de más inhuma-no, desastroso y abominable en la presente lucha, y todo cuanto aun tenga que acontecer hasta su éxito definitivo, será exclusivamente imputado a la República de Chile, que se dejó arrastrar por las más detestables pasiones.
«Es oportuno recordar aquí la conducta observada desde el origen de la guerra por Chile, siempre idéntico en su vocación irresis-tible para la doblez y para la perfidia.
«Nada fué capaz de detener la mano de nuestros implacables enemigos. Ni la falta de defensa de las poblaciones, ni el pudor de las mujeres, ni la debilidad de la infancia, ni el res-peto hacia los viejos», etc., etc.
Como se ve, desde entonces hasta hoy, el lenguaje no ha mudado.
* *
En aquella misma época, la cancillería ex-plicó también su política a los países neu-trales:
«Al estallar la guerra, dice la circular del Mi-nistro de Relaciones Exteriores de Chile a los
plenipotenciarios extranjeros acreditados en Santiago—al estallar la guerra a que Chile fué injustamente provocado por Bolivia y por el Perú, mi Gobierno se apresuró a manifestar a las naciones amigas los motivos poderosos que lo obligaron a buscar por medio de las armas satisfacción a su honra y a sus intereses vulne-rados, satisfacción que no había podido obte-ner por caminos conciliatorios, a pesar de sus reiterados esfuerzos.»
Alude después la circular a los hábitos pa-cíficos y a la absoluta falta de apercibimiento en que vivía el país antes de la guerra, mani-festando todo ello «cuán lejos estaba Chile de ver alterada su tranquilidad y cuán sincero era su amor a la paz».
Se recuerda, además, en ese documento di-plomático, la violación del tratado firmado con Bolivia, el rechazo de este país a someter a arbitraje el conflicto resultante y, por fin, el «Pacto Secreto» firmado en 1873 entre los aliados de entonces contra Chile.
Se enumeran y se detallan en seguida los triunfos alcanzados por las armas chilenas, hasta el momento de la expedición de la alu-
— 7 o —
dida circular, en el trascurso de la guerra, así como se justifican las consecuencias lógicas que de ella derivan.
Se contestan, en fin, las acusaciones de «país conquistador» con que el Perú había querido caracterizar las exigencias de Chile.
He aquí dicho pasaje: «Chile no hace conquista, del mismo modo
que no comete despojo el particular que pone sus miras en el bien raiz de un deudor para la satisfacción de los compromisos que sobre éste pesan.»
Finalmente, con relación al arbitraje pro-puesto por los beligerantes aliados, la circular del Gobierno de Chile decía:
«Está fuera de toda duda que el medio más en armonía con los intereses de la humanidad para la conservación de las buenas relaciones internacionales, es el arbitraje de una tercera potencia, que, en los casos de conflicto, puede, con imparcialidad, descubrir de qué lado está la justicia y hablar sin prevención.»
«Esta medida, sin embargo, tiene su opor-tunidad de aplicación, pero desgraciadamente, el momento en que el arbitraje fué propuesto
— 7 o —
por los plenipotenciarios aliados lo desvirtua-
ba por completo. Chile propuso el arbitraje a
Bolivia cuando la discusión diplomática lo ha-
cía procedente y la guerra parecía inevitable.
Esa era la oportunidad precisa, y fué desaten-
dida y rechazada. La guerra sobrevino, y los
Estados Unidos saben cuáles han sido las con-
secuencias y los sacrificios resultantes de ella;
fuera de esto, ella creó derechos tan claros,
como importantes en favor de Chile, que logró
alcanzar, merced a sus esfuerzos, victorias de-
cisivas contra sus enemigos.»
«¿Sobre qué entonces vendría a juzgar el
arbitraje? No se trata ya de discusión de de-
rechos, sino de hechos consumados que era
menester repeler por las mismas armas que
los produjeron. Si se pretendiese que una
nación está obligada a suspender las opera-
ciones bélicas cuando lo pide su adversario,
que fué el provocador y que no ha obtenido
ventaja alguna de la suerte de las armas, la
guerra dejaría de ser un derecho y, en medio
de su cortejo de calamidades, desaparecería
la única buena consecuencia que puede tener:
la de obligar al vencido a reparar los daños
— 7 o —
causados y a respetar, de ahí en adelante, los derechos ajenos, garantidos por la existencia de los pactos internacionales.
Rotas las negociaciones de Arica, la diplo-macia desapareció del escenario, para volver a buscar los caminos discretos y apartados—y a veces tortuosos que son propicios a su ac-ción.
En cambio, el sol brilló de nuevo, y de lle-no, sobre las bayonetas del ejército; los clari-nes de guerra anunciaron que la lucha reco-menzaba.
Después de la batalla de Tacna (26 de Mayo de 1880), Bolivia se retiró de la contienda y no volvió a ejecutar acto alguno de hostilidad contra Chile.
Más que la voluntad de su gobierno, más que el cansancio de su pueblo, más que el ago-tamiento de su ejército y de su erario, lo que obligaba a Bolivia a asumir, de súbito, esta actitud de simple expectativa, era su situación geográfica.
Ocupadas por Chile las provincias de Anto-fagasta, Tarapacá y Tacna, era completamen-te imposible para Bolivia mantenerse, de ahí
- 56 -
en adelante, en los campos de batalla, donde debía decidirse la contienda.
Son, pues, injustas las acusaciones que, con motivo de esta actitud forzada de inactividad en plena guerra, han sido hechas algunas ve-ces a Bolivia por sus antiguos aliados.
Cuando grandes extensiones de desierto se interponen entre dos países del Pacífico que no cuentan con el dominio del mar, la guerra en-tre ellos será siempre completamente imposible.
Fué esto exactamente lo que sucedió a Bo-livia en 1880. Y es precisamente lo que ocurre hoy al Perú, respecto de Chile, que conserva en su poder Tacna y Arica, como zona de ais-lamiento entre los dos países.
Eliminada Bolivia, el Perú aceptó valiente-mente la lucha singular con su adversario. Su gobierno declaró la firme resolución de com-batir «sin tregua», mientras se reforzaban sus medios de defensa.
Esta defensa obligó al gobierno de Chile a preparar una formidable expedición contra la capital peruana.
— 7 o —
Séame permitido decir algunas palabras so-
bre la importancia de esos preparativos mili-
tares, a fin de que, en seguida, podamos apre-
ciar, con relativa exactitud, la suma de sacrifi-
cios que esta segunda parte de la campaña
acarreó a Chile.
Así se apreciará más fácilmente el error en
que incurren cuantos opinan que el vencedor,
al cabo de esa segunda faz de la guerra, podía
haber modificado las condiciones de paz, de
carácter indeclinable, que formuló en la pri-
mera faz, con ocasión de las conferencias de
Lackaivanna.
En Noviembre de 1880 se inició la movili-
zación de las fuerzas chilenas para realizar la
tercera y última campaña de la larga guerra.
En Tacna y Arica había un ejército chileno
de 25.000 hombres, dividido en tres cuerpos
y bajo el mando del General en Jefe don Ma-
nuel Baquedano.
El transporte marítimo de la tropa, con las
armas, los víveres, las ambulancias, los caba-
llos y los demás elementos indispensables para
la atrevida empresa, exigía un trabajo colosal
y una perfecta organización, no solamente de
— 7 o —
parte del ejército sino que también de parte de
la escuadra; en suma, de todos los servicios
administrativos de la República.
«En esta oportunidad se demostró—escribe
el historiador chileno don Francisco Valdés
Vergara,—que la paz interna de que Chile
había gozado durante varios años, le propor-
cionaba considerable ventaja sobre sus enemi-
gos, por cuanto, gracias a esa paz, tenía un
gobierno constituido con solidez y capaz de
dirigir metódicamente las operaciones bélicas.»
Por su lado, el Perú, exasperado por la de-
rrota, mantenido entonces, como siempre, por
sus gobernantes en una excitación creciente y
en el desconocimiento absoluto de los verdade-
ros antecedentes del conflicto, comprendió por
sí solo que en esta campaña se jugaba el por-
venir de la patria.
Se mostraba el Perú, en aquellas horas trá-
gicas de su historia, a la altura de la gravedad
de los acontecimientos que iban a decidir de
su suerte, y cayó como el gladiador sobre su
escudo.
Ejercía el gobierno de esa República, por
haberlo tomado de asalto, y en el carácter de
— 7 o —
dictador, don Nicolás de Piérola, antiguo agi-tador revolucionario, hombre de extraordina-ria energía, que se creía llamado a salvar al Perú del último desastre.
Piérola hizo cuanto era humanamente posi ble para resistir al invasor: puso sobre las ar-mas 26,000 soldados de línea y 18,000 de la reserva; adquirió enormes cantidades de per-trechos y municiones para una lucha prolon-gada, y construyó frente a Lima dos extensas líneas de fortificaciones dotadas de poderosa artillería.
La magnitud de estas obras de defensa inspi-raba a los peruanos tan absoluta confianza en la victoria, que les parecía imposible que los chilenos tuvieran siquiera la osadía de inten-tar un ataque contra Lima.
«Ese pueblo ha enloquecido» exclamaba Piérola en una ardiente proclama, al anunciarse que Chile iba a provocar una batalla en tales condiciones.
El 21 de Diciembre de 1880, el ejército chileno desembarcaba al sur del Callao, a po-cos días de camino de Lima, y al amanecer del 13 de Enero de 1881 atacaba de frente
— 6o —
al ejército peruano en la primera línea de sus fortificaciones.
La victoria de Chorrillos costó al vencedor 3,300 bajas, entre muertos y heridos. Dos días después, frente a la segunda línea de trin-cheras fortificadas se trabó la batalla de Mira-flores, cuya victoria fué pagada por Chile con 2,125 bajas. El 1 7 de Enero, el vencedor en-traba en Lima!
El dictador Piérola, tal como su antecesor en el gobierno, se embarcó, para seguir como fugitivo, a Europa.
Toda resistencia parecía haber cesado. Ape-nas una que otra partida errante levantaba banderas desgarradas en las regiones de la sierra.. .
Tranquilamente, el ejército chileno, sin un solo enemigo, se distribuía por las guarnicio-nes militares de Lima, Miraflores, Callao y otras. Su ilustre jefe, el Almirante don Patri-cio Lynch, nombrado por Chile «Jefe Político del Perú», instalaba la sede de su gobierno en el antiguo palacio de los virreyes.
Era un caso extraordinario y único en la historia: la guerra entre Chile y el Perú esta-
^ g i -
ba concluida; pero el vencedor no encontraba
con quién firmar la paz.
Digo mal: no era ese el único caso de la
Historia. El Brasil se encontró en las mismas
condiciones cuando terminó su guerra con el
Paraguay.
No hemos mencionado estos hechos históri-
cos por el deseo— que sería extemporáneo—
de rememorar ante los lectores brasileños su-
cesos dolorosos para el Perú y que dieron por
resultado el completo aniquilamiento de su po-
der militar en la guerra del Pacífico.
Esta rememoración que, en otra oportuni-
dad, equivaldría a un homenaje legítimo a los
esfuerzos de Chile y al heroísmo de sus solda-
dos, no se concilia con las exigencias de la
hora actual, ni con la hospitalidad que solicita-
mos de las columnas de O Paiz.
Las manifestaciones de exaltado patriotis-
mo, como la excesiva incontinencia de la pa-
sión y del odio que perturba la serenidad del
criterio y la elevación del lenguaje, no caben
— 7 o —
en el ambiente de un país amigo y parecerían
deprimir la dignidad del debate.
En todo caso, parece indudable que esas
circunstancias no contribuyen para enaltecer-
nos ante el concepto ajeno, extraño a cual-
quier otro deseo que no sea el de conocer la
verdad.
Mi propósito ha sido solamente demostrar,
una vez más, que de aquí en adelante nada se
oponía, después de las jornadas de Chorrillos
y Miraflores, a la acción diplomática del ven-
cedor. Este había renovado y duplicado, en la
segunda etapa de la guerra, la extensión de
sus sacrificios.
¿Y con qué motivo, con qué lógica, con qué
decoro iría ahora a abandonar sus primeras
exigencias sobre Tacna y Arica, exigencias
inexorables y fatales, que un año antes había
declarado, en presencia de los Estados Uni-
dos, que eran indispensables para la conclu-
sión de la Paz?
Así, sin vanas declamaciones sentimentales,
sin citas truncas de los pactos, sin la pasión
- 63 -
que obscurece, sin el concurso de auxiliares
extraños, que no traen al debate más que celo
excesivo; así, únicamente, teniendo en vista
todos los factores históricos, se puede apreciar
debidamente el verdadero espíritu, el alcance
preciso—el único racional y verosímil del tra-
tado de Ancón, que estudiaremos en el próxi-
mo artículo.
VI
D E LA OCUPACION DE LIMA Y D E L PACTO D E ANCON
10 de Diciembre de igi8.
Decíamos ayer que, terminada de hecho, con las batallas de Chorrillos y Miraflores, la guerra entre Chile y el Perú, el vencedor no encontró con quien firmar la paz, para concluir-la «de derecho».
Aquí debemos rectificar una afirmación erró-nea que se nos escapó en el artículo de ayer: el dictador Piérola no se embarcó precisamen-te al día siguiente de la derrota, para Europa, como afirmábamos recurriendo a nuestras
s
— 7 o —
propias reminiscencias. Verdad es que el dicta-dor anunció, en su altiva proclamación, que se alejaba de los negocios públicos y del país; sin embargo, no cumplió ni una ni otra promesa.
El gobierno de Piérola fué, por algún tiem-po, un gobierno errante, que se extinguió por los lejanos caminos de la sierra y la planicie, víctima de las disensiones militares, de las mismas disensiones que lo habían creado.
En su lugar, una Junta de Notables, de Lima, nombró presidente provisorio del Perú a García Calderón, y éste obtuvo de las auto-ridades militares chilenas que se le proporcio-nara armamento suficiente para formar una guardia de seguridad y enviar expediciones para el interior, donde había necesidad de re-primir guerrillas de soldados irregulares (mon-toneros).
García Calderón se instaló en su aldea con una pompa y solemnidad realmente impropia de la hora trágica en que se levantaba su auto-ridad, tan hija de las circunstancias como pa-rasitaria.
Como primera providencia nombró un in-tendente para Lima, como si la ciudad no es-
- ó ; -
tuviese militarmente ocupada por Chile; orde-
nó que reabriesen y funcionaran los Tribunales
de Justicia; tomó, en fin, tantas medidas de
carácter francamente desatinado que no tardó
en atraerse la oposición de valiosos elementos
nacionales.
Los intendentes de diversos departamentos
lo declararon traidor a la patria y vendido «a
los verdugos del Perú».
La interpretación que se dió en el país al
papel que debía desempeñar el nuevo gobier-
no, nacido en medio de las bayonetas chilenas,
le fué totalmente desfavorable.
García Calderón, que conocía perfectamen-
te cuáles eran las condiciones impuestas por
Chile para aceptar la paz, pareció en el primer
momento dispuesto a cooperar para ella leal-
mente.
El mayor obstáculo que encontraba su go-
bierno era exactamente la falta de sagacidad
del propio presidente provisorio, que llevó su
extravagancia al extremo de pedir al ejército
vencedor que evacuara Lima, a fin de que di-
cho gobierno pudiera instalarse en la capital.
A esta pretensión respondieron los diplomá-
— 7 o —
ticos chilenos Vergara y Altamirano, que
acompañaban al ejército, en los siguientes tér-
minos:
«Lo que debe hacer el nuevo gobierno pe-
ruano es dirigirse inmediatamente a los de-
partamentos y probar «con hechos» que es
Gobierno Nacional, a fin de negociar la paz
en seguida. Si esta última se verificara, si el
gobierno provisorio llegase a acordar un trata-
do de paz con los representantes de Chile, no
habrá inconveniente en la evacuación de Lima
en cuanto se reúna el Congreso.»
Para colmo de males, las expediciones que
el gobierno provisorio mandó al interior del
país, para luchar qontra las tropas irregulares
que andaban errantes detrás de la sombra
desvanecida del dictador Piérola, desertaron
con las armas y equipajes, huyendo para la
sierra, a fin de engrosar a los guerrilleros del
general Cáceres.
Tal era la situación del gobierno de Magda-
lena, cuando, con gran sorpresa de todos, el
26 de Junio de 1881, el señor Christiancy,
Ministro de los Estados Unidos en el Perú, re
- 6 9 -
conoció a García Calderón corno Presidente
de aquel país.
Veremos luego que este acto envolvía una
gravísima amenaza para Chile. Antes, sin em-
bargo, de reseñar estos acontecimientos, de-
seamos referir las maniobras a que, anterior-
mente a ellos, se venía entregando la diplo-
macia del Perú en Buenos Aires, a fin de indu-
cir a la República Argentina a intervenir en el
conflicto.
Es indispensable conocer tales maniobras,
a fin de que se pueda comprender más clara-
mente la mediación que intentó, más tarde, Ja
Argentina, en colaboración con el Brasil.
No cabría en los límites modestos de este
estudio seguir los consejos de la diplomacia
peruana, a través del laberinto de su activi-
dad, envuelta muchas veces en la penumbra
misteriosa de las cancillerías.
Analizaré, entre tanto, rápidamente, los in-
cidentes, de carácter grave, que el Perú logró
entonces levantar contra Chile en América,
como un muy serio obstáculo para la celebra
ción de la paz.
— 7 o —
La diplomacia peruana nunca perdió de
vista a la República Argentina, lejos de eso.
Ya vimos que el primer cuidado del Perú
fué, antes de la guerra, convidar a la Argen-
tina a tomar parte en la alianza contra Chile.
Frustrado ese propósito, quiso todavía el Perú,
después de iniciada la guerra, que la Argen-
tina entrase en el conflicto ya existente.
La manifiesta rivalidad que, no ha mucho,
se desenvolvía entre Chile y la Argentina, por
motivo del pleito de límites, que separaba los
dos pueblos, parecía ofrecer campo propicio
a la germinación de la intriga.
Así lo comprueba, entre muchos actos, una
comunicación que el 19 de Noviembre de
1879 envió a su Gobierno el Ministro Pleni-
potenciario del Perú, en el Plata, don Aníbal
de la Torre.
En ese documento se refieren los intere-
santes detalles de una conversación que tuvo
el Ministro peruano ya aludido con el Presi-
dente argentino señor Avellaneda.
Es digno de hacer notar, en la mencionada
conversación—• anteriormente reproducida—
que en ese documento de origen peruano se
— 7i —
encontrarán ya rastros de aquellos «sindica-
tos» de banqueros israelitas que, desde enton-
ces hasta nuestros días, no cesarán de inter-
venir en el desenvolvimiento de las iniciativas,
hasta hoy infructíferas, que los gobiernos de
Chile y del Perú han tomado varias veces
con el fin de poner leal y definitivamente un
término a sus disensiones.
He aquí la conversación a que atrás hace-
mos referencia:
«La conferencia—dice el Ministro de la
Torre—duró de la i a las 2.30 P. M., en ella
expuse la situación brillante y las numero-
sas fuerzas de nuestro ejército; la facilidad
que teníamos en ese momento para levantar
cuantos recursos fuesen necesarios para la
guerra; que estaba cierto de que las contribu-
ciones serían en número elevado; que haciendo
algún sacrificio, obtendríamos que nos pagase
la Casa Dreyfus el saldo que tenía a nuestro
favor; que, prorrogando el contrato de la Com-
pañía de Guano Limitada, o haciendo uno
nuevo, se nos proporcionarían los fondos que
necesitáramos; y, finalmente, que podríamos
— 7 o —
obtener del salitre depositado en Europa y en preparación ingentes recursos.
«Como consecuencia de esta situación, y del hecho que se encontraran bien defendidos los departamentos de Tarapacá y Tacna, que eran el objetivo de Chile, les hice ver que to-das las probabilidades estaban de nuestro lado. Atendiendo a las eventualidades de la guerra, y en la hipótesis, para mí imposible, de un triunfo chileno, debía tenerse seguro que Chile trasladaría su escuadra para el Atlántico y se apoderaría de todo el Estrecho de Maga-llanes o, por lo menos, de la Patagonia hasta Río Gallegos.»
Meses más tarde, a medida que el falaz di-plomático perdía la fe en el éxito de sus tra-mas, escribía:
«A medida que prosigo en el estudio de la política internacional de la República Argen-tina, veo, con más y más claridad, que no so-lamente es egoísta, mas—lo que es peor— que carece de plan, de previsión, de sagaci-dad y de firmeza. Su egoísmo está claramente manifestado en la conducta que observó el
— 7 o —
Gobierno Avellaneda en relación al Perú y a Bolivia. *
La lectura que acabamos de hacer de las declaraciones del plenipotenciario peruano en Buenos Aires, nos permite explicar el proyec-to de mediación, sugerido más tarde (1881) por el Gobierno imperial del Brasil y por el Presidente-argentino, proyecto que no había logrado, como era natural, desprenderse por completo de las sugestiones insidiosas del di-plomático peruano.
Aquella mediación bipartita^ propuesta al Brasil por la Argentina, llegó a ser una seria amenaza para Chile. Era completamente dife-rente de la que en época anterior habían ini-ciado los Estados Unidos, por cuanto envolvía un propósito de arbitraje obligatorio e impo-nía un programa de paz.
En otros términos, los beligerantes no eran llamados a deliberar libremente; se les fijaba un límite del cual no podían separarse.
Por felicidad, como hace notar en su obra «Historia de la Paz entre Chile y el Perú»
— 7 o —
el eminente historiador chileno don Anselmo Blanlot Holley, «las seguridades que el presi-dente Avellaneda debía recibir de parte de los diplomáticos chilenos acerca de los sentimien-tos conciliatorios del gobierno y del pueblo de Chile, indujeron a ese mandatario a desistir de sus anteriores resoluciones». Por mi parte, agregaré que Chile tuvo en ese tiempo al fren-te de su legación en Buenos Aires a uno de los hombres públicos más brillantes de aquel país y de América, al gran estadista que fué, más tarde, ilustre mandatario de su patria— don José Manuel Balmaceda.
Era Balmaceda el tipo acabado del diplomá-tico sagaz, culto, siempre diligente, siempre prevenido, siempre insinuante, nunca falaz. Su acción en Buenos Aires fué extremadamen-te provechosa y salvó la situación de Chile.
Un diplomático que hablaba como él un len-guaje varonil y lleno de franqueza; un diplomá-tico que como él denunciaba en cada una de sus actitudes al hombre de honor, culto y sin-cero, no podía sino que dejar en el ánimo de cuantos se aproximaban a él una honda impre-sión de lealtad y de simpatía.
— 7 o —
No solamente, ante su conducta, cambió la
orientación política internacional de Argentina
conjuntamente con la opinión del presidente
Avellaneda respecto de los propósitos de Chi-
le, sino que también el Brasil no dudó en aban-
donar la idea de una mediación conjunta.
— «Ya no hay beligerantes en condiciones
de recibir consejos de paz—decía el señor
Souza, canciller del imperio—sino que vence-
dores que consiguieron completamente el re-
sultado de sus esfuerzos, y vencidos llevados al
extremo de no poder prolongar la resistencia.»
Por fin, en virtud de nuevas iniciativas, el
Brasil modificó la propuesta argentina y todo
quedó reducido a esto: ambos gobiernos ofre-
cerían a los beligerantes sus buenos oficios en
favor de la paz.
Surgió entonces la expectativa de una inter-
vención que los sindicatos de los banqueros
israelitas, cuyo núcleo formaban en París
Dreyfus y compañeros, habían urdido del otro
lado de los mares.
- 1 6 -
El gobierno de Monsieur Grévy, gobierno
que, a pesar de la honradez personal de su jefe,
se singularizó por este género de manejos,
(los cuales, por fin, obligaron al presidente
francés a dimitir, forzado por la opinión públi-
ca y por los escándalos de Wilson, su yerno)
no podía, ciertamente, dejar escapar la oportu-
nidad de ejercer un acto de intervención en
el conflicto peruano-chileno.
Por felicidad, los sindicatos empeñados en
crear dificultades a Chile, se estrellaron en la
actitud inflexible y levantada de los Estados
Unidos.
El secretario de Estado americano, de aque-
lla época, el señor Blaine, se manifestó en la
siguiente forma:
«En la contienda entre Perú y Chile, los
Estados Unidos han observado el desenvolvi-
miento de la lucha con doloroso interés, y han
buscado, siempre que se les ha presentado
una oportunidad, la preparación de condicio-
nes de paz.
«Vuestra Excelencia dirá al gobierno francés
que los Estados Unidos, al mismo tiempo que
el interés manifestado por el Presidente Grévy
- 1 1 —
en favor de la paz y sus simpatías por las
víctimas de esta guerra encontrarán de nues-
tra parte una cordial correspondencia, de-
clinan entrar en negociaciones con las poten-
cias europeas para una intervención conjunta
en los negocios de Chile y el Perú.»
De todas las dificultades con que Chile se
encontró en es,e tiempo, ninguna pareció más
grave que aquella en que el presidente provi-
sorio García Calderón la colocó ante el gobier-
no de Washington.
Ya dijimos que el ministro americano Chris-
tiancv lo había oficialmente reconocido en 26
de Julio. Su sucesor, Mr. Hurlburt, presentó
a Calderón sus credenciales, acompañando es-
te acto de un discurso violento contra las pre-
tensiones de Chile al querer obtener indemni-
zación territorial.
La His to r ia—que es obra del tiempo —
descorre hoy, en parte, el velo que encubría
los motivos de aquella política inesperada, que
íué, felizmente para Chile, rechazada por el
- -
ministro americano en Santiago, el general
Kilpatrick, en nota de 8 de Octubre de 1881.
Hoy se sabe que en aquella época se en-
viaron del Perú para Estados Unidos innume-
rables mensajes suscritos por muchos ciudada-
nos importantes, en los cuales se solicitaba la
anexión del Perú a aquella República, (libro
citado, pág. 73. Nota del Ministro de Chile en
Washington don Marcial Martínez, a su go-
bierno, Abril de 1882).
El desarme del pequeño ejército del presi-
dente provisorio García Calderón — desarme
ordenado por el almirante Lynch cuando aque-
llas tropas comenzaron a pasarse a los ban-
dos irregulares a que ya hemos hecho referen-
cia—y la prisión de García Calderón, que más
tarde se efectuó, por orden del mismo jefe,
cuando el gobierno provisorio lanzó una emi-
sión de papel moneda y conspiró abiertamente
contra Chile^ dieron a las relaciones de este
país con los Estados Unidos un rumbo áspero
y peligroso, que pareció acentuarse en el mo-
— 7 o —
mentó en que el gobierno de la Unión mandó
a Chile la misión presidida por el señor Guil-
herme Henry Trescot, a fines de 1881.
Nada más interesante que el estudio de las
conferencias de «Viña del Mar?, celebradas
entre el plenipotenciario americano y el minis-
tro de Relaciones Exteriores, Sr. Balmaceda.
Desgraciadamente, semejante estudio tras-
pasaría los límites, ya por demás excedidos,
del plan de este artículo.
Bástenos dejar aquí consignado que en esas
conferencias—que fueron protocolizadas el 11
de Febrero de 1882—quedó asentado:
«5.0 que las bases mediante las cuales Chi-
le celebraría la paz, reservándose todo su de-
recho y libertad de acción para el futuro, en
caso que no fuesen aceptadas por el Perú, eran
las siguientes:
< 1 C e s i ó n a Chile de todos los territorios
del Perú situados al sur de la Quebrada de
Camarones.
«2.0 Ocupación de la región de Tacna y
Arica por 10 años, debiendo el Perú pagar 20
millones de pesos a la conclusión de ese pla-
zo. Sí, expirado ese tiempo, el Perú no paga-
— 8o —
ra los áo millones de pesos, el territorio de
Tacna y Arica quedaría ipso fado cedido e in-
corporado a los territorios de la República de
Chile. El Perú podía fijar en tratado de paz
un plazo mayor de j o años, conforme a la
misma base anterior.»
Dado el caso de volver Tacna y Arica a las
manos del Perú, exigiría Chile que Arica fue-
se desarmada y así permaneciese «para siem-
pre».
Como se ve, aun en el momento más difícil
de su actividad diplomática, Chile no retroce-
día ni un paso en lo que consideraba indispen-
sable a su dignidad futura.
En tales condiciones, y con tales anteceden-
tes, llegó por fin la hora definitiva para el
Perú y Chile. La convención de Cajamarca
dejó al general Iglesias, «presidente rege-
nerador del Perú», encargado de celebrar la
paz con su vecino victorioso.
Estudiaremos mañana el tratado de Ancón,
que puso término a la guerra.
VII
LA PAZ DE ANCON
ii de Diciembre.
La pertinacia del pueblo peruano y de sus hombres dirigentes en no aceptar la fórmula de paz propuesta por Chile, fué vencida final-mente por la presión de los acontecimientos.
Los estadistas de ideas avanzadas y de r»ás elevado espíritu del Perú, llegaron a conven-cerse de que Chile no transigiría en lo tocante a las cláusulas referentes a la entrega incondi-cional de Tarapacá y a la cesión de Tacna y Arica, que era su corolario indispensable como medio de seguridad de su nueva frontera.
6
— 82 —
El sentimiento nacional peruano comenzaba, fuera de eso, a fatigarse, más aun, a exaspe-rarse bajo el peso de un largo período de ocu pación extranjera. La opinión pública pedía la paz. Y el alma de ese movimiento era el ge-neral peruano don Miguel de Iglesias. Sus an-tecedentes le designaban como al político más apto para promover y realizar la paz.
Iglesias había caído prisionero del ejército chileno en la batalla de Chorrillos.
Autorizado por el general en Jefe chileno, Baquedano, y convencido de la inutilidad de la continuación de la resistencia, el general Igle-sias, que deseaba evitar mayor y más inútil derramamiento de sangre, fué al encuentro del dictador Piérola en vísperas de la batalla de Miraflores y le aconsejó la paz.
Rechazado su consejo, el general se retiró a su residencia privada, sin que el vencedor le impusiese condiciones al concederle la libertad.
Permaneció desde entonces, más o menos apartado de la vida pública hasta el día en que, desvanecidas las últimas esperanzas de inter-vención extranjera en los negocios del Perú, vió a su país debatirse en un caos de aspira-
- 83 -
ciones y de intereses encontrados y anárqui-cos.
Impulsado por patrióticos anhelos, el gene-ral Iglesias resolvió, tomar, por fin, con excep. cional independencia de miras y de carácter, la determinación de afrontar por sí solo las tre-mendas responsabilidades de la situación.
Memorable es su manifiesto de i d e Abril de 1882, fechado en la ciudad de Cajamarca:
«Se me presenta fuera de toda duda—dice en ese manifiesto—la urgencia de tratar de la paz con Chile en la mejor forma posible, y de promover el relevantamiento de la Repúbli-ca, unida y vigorosa, para deshacerse de los antiguos errores y entrar definitivamente en la senda de la regeneración.
«Después de Miraflores—decía en otro pa-saje el aludido documento—ya habríamos de-bido, sin provocar mayor expiación, haber pensado en la paz, en la paz como necesidad presente y como esperanza única de futuro de-sagravio.
«Con seguridades siempre erradas en el día siguiente, los hombres públicos del Perú lo
_ 84 -
han envuelto entre la conveniencia de una gue-rra activa y la esperanza de una paz ventajo-sa, imposible de todo punto después de nues-tros referidos descalabros.»
En los primeros días de 1883 se iniciaron en Lima las conferencias eutre el ministro ple-nipotenciario de Chile y el representante del general don Miguel Iglesias, a quien la asam-blea de Cajamarca revistiera del carácter de presidente regenerador del Perú, encargándo-lo de proceder sin demora al estudio de un tratado de paz con Chile.
Conocidas las bases capitales del pacto, Iglesias firmó, el 10 de Mayo, una declaración preliminar y unilateral que contenía las bases del futuro Tratado de Ancón.
El Gobierno de Chile, por motivos fácil-mente comprensibles, y escarmentado por la experiencia, exigía de Iglesias, como acto pre-vio para reconocer su gobierno, el solemne compromiso de aquella declaración preliminar.
La más vulgar previsión aconsejaba a Chile evitar la repetición del caso de 1881. Indis-pensable era que, antes de reconocer el go-bierno de Iglesias, se llegase a un pleno y pre-
- 85 -
vio acuerdo en cuanto a las condiciones con-cretas y determinadas que servirían de base para la paz.
Hecho esto, Chile necesitaba, todavía, ga rantir suficientemente con sus armas el nuevo gobierno del Perú.
Para esto, entre tanto, fué preciso derramar aún más sangre chilena.
El caudillo peruano Cáceres había logrado reunir en la sierra del Perú un ejército consi-derable, que mantenía entre ciertos elementos de la nación la expectativa y la resolución de la resistencia a Chile.
El 8 de Julio de 1883 se trabó la batalla de Huamachuco, en la cual fueron definitivamente destrozadas aquellas fuerzas.
Inmediatamente, gran número de la pobla-ción del norte y del centro del Perú se pro-nuncia en masa en favor del gobierno del ge-neral Iglesias, confirmando de la manera más explícita y significativa las condiciones del tra-tado preliminar de Mayo, suscrito, como ya vimos, por Iglesias—condiciones que el país entero tuvo ocasión de conocer definitivamente.
Un núcleo de resistencia quedaba todavía,
— 7 o —
la ciudad de Arequipa. Según se decía, los
preparativos de esa plaza, para detener al ene-
migo, eran formidables. En su proclamación
de 29 de Mayo, las autoridades anunciaron el
propósito de resistir hasta el último extremo.
El Gobierno de Chile organizó, entonces,
una expedición militar contra Arequipa, que
representaba el último baluarte de la resisten-
cia armada contra Chile.
La plaza se entregó sin combate. Iglesias,
que necesitó cuatro meses para trasladar la
sede oficial de su gobierno, de Cajamarca para
Truiillo, pudo, en las vísperas de la caída de
Arequipa, llegar a Ancón, pequeña aldea pe-
ruana escogida por Chile para en ella verifi-
car el reconocimiento oficial del gobierno de
aquel general y poder, entonces, firmar el tra-
tado de paz.
Firmado ese tratado el 20 de Octubre de
1883, el gobierno de Iglesias se instaló tres
días después en Lima, y el ejército chileno,
que, de antemano, había retirado todas sus
guarniciones del norte, para concentrarlas en
las inmediaciones de Lima, dejó también esta
- 87 -
ciudad y el puerto de Callao, en la mañana del
23 de Octubre.
La liberación del Perú y su unificación en
la paz, auxiliada y eficazmente realizada por
Chile, estaban hechas.
En el transcurso de este largo estudio, que
llega a su término, hemos expuesto, ocasional-
mente, las razones que, a nuestro juicio, justi-
fican la exactitud desde el punto de vista chi-
leno según el cual las cláusulas del tratado de
Ancón, significan una cesión disimulada de
Tacna y Arica—cesión que Chile exigió desde
las conferencias a bordo del Lackawanna, y
que el general Iglesias no osaba hacer osten-
siblemente para no afrontar la consiguiente
situación de impopularidad que, seguramente,
no podría evitar.
Hemos, pues, desenvuelto, ocasionalmente,
en el curso de este trabajo, la mayor parte de
nuestra argumentación.
Quien quiera que conozca los antecedentes
— 7 o —
que hemos recordado como fundamento del
tratado de Ancón, podrá ahora interpretar con
perfección la redacción de ese pacto, cuyo ar-
tículo 3.0 aparece en su intención clara y trans-
parente, a la luz de los hechos consumados.
Dice el artículo 3.0:
«El territorio de Tacna y Arica, que limi-
ta, etc., etc., continuará en poder de Chile, su-
jeto a la legislación y autoridades chilenas du-
rante el plazo de 10 años, contados desde que
se ratifique el presente tratado de paz. Expi-
rado este plazo, un plebiscito decidirá, en vo-
tación popular, si el territorio de las provincias
referidas queda definitivamente bajo el domi-
nio y soberanía de Chile o si continúa siendo
parte del territorio peruano. El país a cuyo
favor queden anexadas las dos provincias de
Tacna y Arica pagará al otro diez millones de
pesos, moneda de plata chilena o soles perua-
nos de igual peso y ley que aquella. Un pro-
tocolo especial, que se considerará como parte
integrante de este tratado, establecerá la forma
en que el plebiscito tenga lugar y los términos
y plazos en (jue se paguen los diez millones
_ 8 9 -
por el país que quede dueño de las provincias
de Tacna y Arica.»
La ocupación, por el plazo de 10 años, del
territorio de Tacna y Arica, encerraba la acep-
tación de la misma y precisa exigencia, man-
tenida siempre por Chile; pero esta vez ella se
envolvía en una fórmula diplomática, perfecta-
mente conocida y usada en la tradición del
derecho internacional.
Esa fórmula era el «plebiscito», que es un
medio practicado muchas veces y por muchos
pueblos, desde muchos años, para transferir a
otro dueño el dominio de un territorio.
Si el plebiscito se hubiese pactado como un
acto sujeto a la eventualidad de poder Chile
ser vencido, es claro, es evidente, es desde todo
punto de vista indiscutible que aquel país ha-
bría insistido en la cláusula que impuso en las
conferencias de Lackawanna, esto es, «que el
puerto de Arica debería permanecer siempre
desarmado, en el caso de volver a las manos
del Perú».
¿Por qué, entonces, olvidaría ahora Chile la
precaución de exigir que no se fortificase Ari-
— 9 o —
ca, cuyo «morro» era considerado inexpug-
nable?
Ya en 1880 el escritor chileno Vicuña Mac-
kenna decía a su país la frase legendaria:
— «No soltéis el «morro».
¿Por qué «un olvido» tan incomprensible?
Semejante actitud parece tanto más invero-
símil cuanto que, pocos meses antes, el 7 de
Septiembre de 1882, el Gobierno de Chile de-
clinó la insinuación que le fué hecha por el
ministro de los Estados Unidos, Mr. Logan, de
someter la nacionalidad de Tacna y Arica al
arbitraje del gobierno americano, y dió, en
aquel momento, la siguiente razón, que copia-
mos textualmente:
«Chile rehusó, porque admitir la posibilidad
de vina decisión contraria a él era abandonar
todas las exigencias sobre el territorio conquis-
tado, exigencias que había mantenido desde
las conferencias de Arica.»
Nadie podría comprender que, súbitamente,
y en el momento en que dominaba en abso-
luto en el Perú la autoridad creada con el au-
xilio, con el prestigio, con la cooperación de
sus armas, el vencedor retrocediese ante sus
— 91 —
propias exigencias y abandonase el terreno en
el cual se mantuvo durante cuatro años, afron-
tando los mayores peligros internacionales.
Habría tenido que reconocerse, entonces, que
Chile era un país dirigido por gobiernos tan
culpables cuanto insensatos, que habían lleva-
do al país al borde del abismo, por el placer
incomprensible de ceder más tarde ante un
gobierno formado y sustentado por el propio
vencedor.
Cuatro años de ocupación militar honrosa,
en terreno extranjero; cuatro años de dificul-
tades con la Argentina, con Bolivia, con el
Brasil, con la Francia, con los Estados Unidos,
con todos los países amigos; cuatro años de
ansiedades infinitas y de esfuerzos titánicos;
cuatro años que, según se pretende, no tenían
por objeto sino aguardar la llegada del gene-
ral Iglesias, para abandonar en sus manos toda
la tradición diplomática, toda la firmeza y toda
la honra de la República.
Lo que no se quiso ceder en 1880 en Ari-
ca, cuando, urgía emprender la campaña con
tra Lima; lo que se había negado a entregar a
la mediación de los Estados Unidos—Chile lo
— 7 o —
cedía, ahora, al gobierno de Cajaraarca, le-vantado sobre las puntas de sus propias ba-yonetas!
No! No eran traidores, ni eran pusilánimes, ni
estaban locos los grandes estadistas que aso-ciaron sus esfuerzos a la acción de los ejérci-tos chilenos en la guerra de 1879.
El propio artículo del tratado de Ancón, que transcribimos, nos da la clave del enigma y proyecta sobre el convenio internacional una luz tal, que solamente la pasión más ciega pue-de errar en su interpretación.
El tratado no estableció la manera en que se debería hacer la votación; al contrario, or-denó que un protocolo especial, que se conside-raría parte integrante del tratado mismo, la regularía.
Esto equivale a decir que, con relación a Tacna y Arica, el tratado no se completaría sino cuando ese protocolo, que, como dijimos, debía formar parte integrante de él, no estu-viese combinado entre Perú y Chile.
Dejó, pues, el tratado en las manos de Chi-le la facultad clara y precisa de no entregar el
territorio hasta que no se realizase el plebis-
cito y no se estableciese, por acuerdo, la for-
ma cómo debería ser ejecutado y la época en
que debiesen ser pagados los 10 millones de
pesos por el país que quedase en posesión de
Tacna y Arica.
Chile está en posesión de ese territorio hace
35 años. Su trabajo y su capital han valoriza-
do aquellas regiones incultas, que nada valían.
La línea férrea de Arica a La Paz, que Chile
construyó, es una de las obras trascendentales
del progreso continental americano.
Tacna y Arica no tienen más valor que ése:
el que les dió el capital chileno, valor elevado
que, sin embargo, no llega al interés estratégi-
co que ofrece ese territorio, que es, verdade-
ramente, la llave de la paz, como lo compro-
baron los últimos incidentes diplomáticos.
Comparar Tacna y Arica con Alsacia y Lo-
rena, es evidentemente una exageración de
excesiva fantasía, que no nos es permitido ana-
lizar y que no se explica sino por la circuns-
tancia de encontrarnos en presencia de la gue-
rra europea y por el deseo de dar a nuestro
— 7 o —
amor propio la satisfacción de decir que tam-
bién tenemos en América «notre cas».
La Alsacia y la Lorena son un gran emporio
de vida y de comercio. Su población culta asimi-
ló, durante siglos, la civilización y los progre-
sos de viejas generaciones que pasaron por
ellas, dejando el sello indeleble de su genio,
escrito en valiosos monumentos, en soberbias
catedrales, que elevan sus torres atrevidas
como altas cumbres de épocas distantes que
aun se divisan.
Strasburgo, Colmar, Metz.. . ¿Qué dirían la
mayor parte de sus grandes hombres si supie-
sen que en el Brasil estamos comparando esas
ciudades, que hoy abren sus puertas y se cu-
bren de flores para recibir a los mariscales de
Francia, con las ciudades de Pachía, Tarata,
etc., que son los únicos centros poblados de
Tacna y Arica?
Todo el territorio de Tacna y Arica, inclu-
yendo en él los indios del interior, tiene
apenas una población de 24.160 habitantes,
casi tanto como cualquiera de los suburbios
de Río de Janeiro. Toda la provincia de Tacna
y Arica tiene apenas 7.843 hectáreas de terre-
— 7 o —
nos regados y 3.672 hectáreas que serían,
tal vez, susceptibles de ser regadas. Hay ape-
nas 4.800 hectáreas de pastos; en toda la pro-
vincia de Tacna y Arica se cultivan 300 hec-
táreas de papas, se cosechan 300 toneladas de
alfalfa, se ordeñan 255 vacas, y en los tres de-
partamentos reunidos hay apenas 8.699 árbo-
les. La agricultura dispone tan sólo de 164
arados, dos motores a vapor y cuatro molinos
de viento.
Estos datos, que son extraídos de una esta-
dística oficial, probarán, así lo espero, al crite-
rio del lector, el ningún valor material que
Chile puede atribuir a la referida provincia.
Tacna y Arica—la Alsacia y la Lorena de
la fantasía—no valen sino como campo de ais-
lamiento entre el Perú y Chile y como garan-
tía de la paz en América.
* * *
Creemos haber demostrado suficientemente
los derechos de Chile para conservar lo que
regó con su sangre y valorizó con su obra.
Sería muy satisfactorio para nosotros que
- 9 6 -
nuestro trabajo hubiese contribuido con algu-
na eficacia para esclarecer la opinión brasileña
y guiar su justo criterio.
Quiera el O Paiz aceptar el testimonio de
nuestros agradecimientos.