el pañuelo

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El pañuelo P or qué se acaba el arte de contar historias es una pre- gunta que me he hecho siempre que, aburrido, he dejado pasar largas horas de sobremesa con otros comen- sales; pero aquella tarde, de pie en la cubierta de paseo del Bellver, junto a la cámara del timón, creí encontrar la respuesta mientras con mis prismáticos repasaba to- dos los detalles dei cuadro incomparable que ofrecía Bar- celona desde el barco. El sol se ponía detrás de la ciudad y parecía licuarla. La vida parecía extinguirse en los es- pacios de tonos pálidos que separaban el follaje de los árboles, el cemento de los edificios y los roquedales de los montes lejanos. La Bellver es una bonita y amplia mo- tonave a la que uno daría mejor destino que el de servir al escaso tráfico con las islas Baleares. Y en efecto, su imagen pareció achicarse a mis ojos cuando la vi al día siguiente en el muelle de Ibiza preparándose para el viaje de vuelta, puesto que yo había imaginado que desde allí continuaría rumbo a las islas Canarias. Me detuve a con- templarla y volví a pensar en el capitán O..., del que me había despedido un par de horas antes, el primero y qui- zás el único narrador con quien he tropezado en mi vida, porque, como he dicho más de una vez, se está acaban- do el arte de relatar, y al recordar las muchas horas que el capitán O... pasaba recorriendo el puente de mando desde un extremo al otro, mirando distraído a lo lejos, comprendí también que quien no se aburre no sabe na- rrar, Pero el aburrimiento ya no tiene cabida en nuestro 31

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análisis literario

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  • El pauelo

    Por qu se acaba el arte de contar historias es una pregunta que me he hecho siempre que, aburrido, he dejado pasar largas horas de sobremesa con otros comensales; pero aquella tarde, de pie en la cubierta de paseo del Bellver, junto a la cmara del timn, cre encontrar la respuesta mientras con mis prismticos repasaba todos los detalles dei cuadro incomparable que ofreca Barcelona desde el barco. El sol se pona detrs de la ciudad y pareca licuarla. La vida pareca extinguirse en los espacios de tonos plidos que separaban el follaje de los rboles, el cemento de los edificios y los roquedales de los montes lejanos. La Bellver es una bonita y amplia motonave a la que uno dara mejor destino que el de servir al escaso trfico con las islas Baleares. Y en efecto, su imagen pareci achicarse a mis ojos cuando la vi al da siguiente en el muelle de Ibiza preparndose para el viaje de vuelta, puesto que yo haba imaginado que desde all continuara rumbo a las islas Canarias. Me detuve a contemplarla y volv a pensar en el capitn O..., del que me haba despedido un par de horas antes, el primero y quizs el nico narrador con quien he tropezado en mi vida, porque, como he dicho ms de una vez, se est acabando el arte de relatar, y al recordar las muchas horas que el capitn O... pasaba recorriendo el puente de mando desde un extremo al otro, mirando distrado a lo lejos, comprend tambin que quien no se aburre no sabe narrar, Pero el aburrimiento ya no tiene cabida en nuestro

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  • mundo. Han cado en desuso acuellas actividades secretas e ntimamente unidas a l. sta y no otra es la razn de que desaparezca el don de contar historias, porque mientras se escuchan, ya no se teje ni se hila, se rasca o se trenza. En una palabra, pues, para que florezcan las historias tiene que darse el orden, la subordinacin y el trabajo. Narrar no es slo un arte, es adems un mrito, y en Oriente hasta un oficio. Acaba en sabidura, como a menudo e inversamente la sabidura nos llega bajo la forma del cuento. El narrador es, por tanto, alguien que sabe dar consejos, y para hacerlo hay que saber relatarlos. Nosotros nos quejamos y lamentamos de nuestros problemas, pero jams los contamos.

    En tercer lugar pens en la pipa del capitn, aquella pipa que vaciaba golpendola cada vez que empezaba una historia y volva a sacudir cuando callaba, pero que entre tanto dejaba que se consumiera apaciblemente. Tena la embocadura de mbar, pero su cabeza era de cuerno engastado en plata. Haba pertenecido a su abuelo y creo que era el tahsmn del narrador. Hoy en da estas cosas ya no existen, porque todos estos chismes no duran ahora lo que debieran. Quien usa un cinturn de piel hasta que termina cayndose a pedazos, siempre encontrar que con el correr del tiempo alguna historia ha quedado prendida en l. La pipa del capitn deba conocer muchas.

    As divagaba yo cuando abajo, en el Quai, apareci un hombre pequeo y corpulento, con el rostro ms ordinario que jams se haya visto bajo una gorra de oficial, el capitn O..,, en cuyo barco haba llegado yo esa misma maana. Todo el que est acostumbrado a salir en solitario de ciudades extraas sabe y valora lo que supone la aparicin de una cara conocida aunque no sea de las que nos resultan ms famihares, cuando la partida inminente evita los inconvenientes de una larga con

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    luisbdoyaResaltado

  • versacin, pero, al mismo tiempo, sita a nuestro alcance un sombrero, una mano, un pauelo en que detener la mirada errtica antes de lanzarla a la superficie del mar.

    All estaba, en efecto, el capitn, como si lo hubiese llamado con el pensamiento. Haba abandonado su casa a los quince aos, pas tres en un buque escuela cruzando el Atlntico y el Pacfico, para enrolarse despus en un vapor de Lloyd que haca la ruta de Amrica y que, por razones que se desconocen, dej pronto. Hasta ah lo que yo saba, pues pareca cernerse una sombra sobre su vida, de la que no le gustaba hablar. Se hubiera dicho que le faltaba lo que en un narrador es ms sorprendente: contar su vida, esa candela que se deja consumir lentamente en las delicadas llamas de la narracin. Incluso podra ser que su vida resultase pobre en comparacin con la del barco, al que tan bien saba llenar de vida en cada una de sus cuadernas, de sus cabrias.

    As se presentaban las cosas cuando aquella maana pas junto al barco. Yo conoca perfectamente, desde su ao de botadura, sus caractersticas tcnicas, y capacidad de estiba y tonelaje, hasta las pagas de los grumetes y las preocupaciones de los oficiales. Como cuando el trfico mercante lo hacan veleros y era el propio capitn quien en los puertos ajustaba los fletes. Tiempos en los que todava se gastaba la vieja broma Retirado de la navegacin y destinado a un vapor, a la que seguan por lo general algunas frases de las que poda deducirse hasta qu punto, tambin en este mundo singular, las necesidades econmicas haban cambiado las cosas. Si se abordaba este asunto, el capitn O... dejaba caer aisladamente alguna palabra sobre poltica, aunque jams le vi leer un peridico. No he olvidado su respuesta cuando un da le habl de ello. Nada se aprende de los peridicos. La gente pretende exphcrselo todo a uno. Y de hecho, no radica la virtud de la informacin periodstica en sosla-

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  • yar toda explicacin? No fueron ejemplares en este aspecto los antiguos que, por decirlo de alguna manera, drenaban los hechos desde el momento en que los despojaban de toda fundamentacin psicolgica, de cualquier opinin? Habra que reconocer al menos que sus historias estaban libres de explicaciones superfinas sin que, a mi modo de ver, perdiesen por ello su jugo. Las ha habido memorables, pero ninguna que demostrase ser tan original como la historia que sigue, una historia que hallara aquella misma tarde en el muelle de Barcelona la ms sorprendente de las conclusiones.

    Ocurri hace muchos aos, durante uno de mis primeros viajes a Amrica cuando era guardiamarina me haba contado el capitn cuando navegbamos a la altura de Cdiz. Llevbamos siete das de viaje y el martes siguiente debamos anclar en Bremenhaven. Hice a su debido tiempo mi ronda por la cubierta de paseo, intercambiando ac y all algunas palabras corteses con los pasajeros, cuando, de pronto, repar en que la sexta hamaca de la fila estaba vaca. Me invadi una sensacin de angustia que puedo asegurar fue mucho ms acusada que los das anteriores cuando diriga un mudo saludo a la joven seora que soHa estar echada en esa misma hamaca con las manos entrelazadas en la nuca y la mirada perdida. Era muy hermosa, pero tanto o ms que su belleza destacaban su comedimiento y reserva, que llegaban al extremo de que raramente se oa su voz la voz ms fascinante que recuerdo frgil y vaporosa, oscura y metlica.

    Una vez, al recoger del suelo su pauelo todava hoy recuerdo lo que me choc su anagrama, un escudo con tres estrellas en cada cuartel, escuch un gracias pronunciado con igual entonacin que si le acabase de salvar la vida. Aquella vez termin mi ronda y estaba a punto de dirigirme al mdico de a bordo para saber de

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  • una vez por todas si la dama estaba enferma, cuando me roz un remolino de blancas gasas. Alc los ojos y vi que la que supona desaparecida, apoyada sobre la borda de la toldilla de popa, segua con la vista un enjambre de pedacitos de papel con los que jugaban el viento y las olas. Al da siguiente, cuando estaba de servicio en cubierta vigilando la maniobra de atraque, cruc de nuevo la mirada con la desconocida que pasaba de largo. El barco estaba a punto de atracar y se aproximaba lentamente al muelle junto al que habamos soltado el ancla. Se distinguan con claridad las siluetas de las personas que esperaban y la desconocida pareca sofocada. El desUzamiento de la cadena del ancla concentraba mi atencin, cuando sbitamente se alz un clamor; me volv y comprob que la desconocida haba desaparecido. Las gesticulaciones de los presentes daban a entender que se haba precipitado en el vaco y que sera intil cualquier intento de salvarla, pues, aunque se hubiesen parado las mquinas instantneamente, el casco del barco estaba ya a menos de tres metros del malecn y la inercia lo empujaba quien cayese entre ambos estaba perdido. Entonces ocurri lo increble. Haba alguien dispuesto a intentar salvara a toda costa, y todos pudieron ver sus msculos en tensin y las cejas fruncidas como si pretendiese saltar por la borda. Instantes despus, mientras el barco se desplazaba sobre el costado de estribor, por la banda de babor, tan desierta que al principio nadie repar en ello, apareci para asombro de los presentes aquel hombre con la muchacha en brazos. Su hazaa, en efecto, haba consistido en caer con todo su peso sobre la muchacha, arrastrndola bajo la quilla del barco hasta salir buceando por el costado opuesto.

    Cuando la llevaba en brazos me cont ms tarde musit un gracias tal que no pareca sino que le acabase de recoger el pauelo.

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  • Todava sonaban en mis odos las ltimas palabras del narrador y quise estrecharle nuevamente la mano, para lo que no quedaba tiempo que perder. Me dispona a bajar por la escala, cuando observ cmo se alejaban len- tamente los tinglados del puerto, los almacenes y las gras. Estbamos en ruta. Mirando a travs de los prismticos, desfil ante mis ojos por ltima vez Barcelona. Los fui bajando lentamente hasta enfocar el muelle, y all estaba entre la gente el capitn, que debi verme tambin, pues levant la mano en un saludo al que correspond moviendo la ma. Cuando enfoqu mejor los prismticos, vi que haba desplegado un pauelo y lo agitaba al viento. Pude distinguir claramente el dibujo que haba en uno de sus ngulos: un escudo con tres estrellas en cada blasn.

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