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El médico moreno Arthur Conan Doyle Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El médico moreno

Arthur Conan Doyle

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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Bishop’s Crossing es una aldeíta situadaa unas diez millas1 al sudoeste de Liverpool. Enlos primeros años de la década del 70 ejercía allísu profesión un médico que se llamaba Aloy-sius Lana. Nada se sabía en la región ni de suvida pasada ni de los motivos que le habíanllevado a establecerse en aquel villorrio delLancashire. Dos cosas únicamente se sabían concerteza acerca de él: una, que había conseguidocon brillantes exámenes su titulo en Glasgow;la otra, que descendía indudablemente de al-guna familia de los trópicos y que era de uncolor moreno tan oscuro, que daba pie a sospe-char que había en su ascendencia sangre dehindúes. Sin embargo, los rasgos faciales suyospredominantes eran europeos, y su porte y sucortesía solemne parecían indicar procedenciaespañola. Su piel morena, sus cabellos de unnegro lustroso y los ojos negros y brillantes,

1 Milla: Unidad anglosajona de medida que equivale a1.609 KM.

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sombreados por unas cejas tupidas, formabanfuerte contraste con los campesinos ingleses depelo rubio o castaño, por lo que pronto se cono-ció al recién llegado por el apodo de El médicomoreno de Bishop’s Crossing. Ese apodo tenía enun principio un tono peyorativo y de comici-dad, pero al correr de los años llegó a ser untitulo de honor conocido en toda la región, por-que había traspasado los estrechos límites de laaldea.

Si. El recen llegado demostró que era unhábil cirujano y un consumado médico. Laclientela de distrito había estado hasta entoncesen manos de Edward Rowe, hijo de Sir WilliamRowe, la lumbrera médica de Liverpool. El hijono había heredado el talento del padre y el doc-tor Lana le desplazó rápidamente, contribu-yendo a ello su aspecto y sus maneras. Tan rá-pido como su triunfo profesional fue el queobtuvo en el en el terreno social. Una notableintervención quirúrgica llevada a cabo en lapersona del honorable James Lowry, hijo se-

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gundo de Lord Belton, le sirvió de introducciónentre las familias distinguidas del condado,ganándose las simpatías por su conversación ypor la elegancia de sus maneras. La falta deantecedentes y de parientes constituye a vecesuna ventaja, más que un inconveniente, paraabrirse camino en sociedad y al agraciado doc-tor le basto como recomendación su propiadistinguida personalidad.

Un solo defecto le encontraban sus en-fermas y enfermos. Uno solo. Parecía resuelto apermanecer soltero. Eso resultaba tanto másnotable cuanto que la casa en que vivía era muyespaciosa y porque no era un secreto que suséxitos profesionales le habían permitido aho-rrar una suma importante de dinero. Las casa-menteras de la región se entretuvieron al prin-cipio en combinar su apellido con una u otra delas jóvenes casaderas; pero conforme fueronpasando los años sin que el doctor Lana rom-piese su soltería, empezaron todos a pensar,que por una u otra razón, ya no se casaría.

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Hubo quienes llegaron incluso a afirmar queestaba ya casado y que el haberse recluido enBishop’s Crossing obedecido a su propósito dehuir de las consecuencias de un casamientoprematuro y equivocado. Y de pronto, cuandoya las casamenteras se habían dado por venci-das, se hizo público el anunció de que se casabacon Miss Frances Morton, de Leigh Hall.

Miss Morton era una joven muy conoci-da en la región, porque su padre, James Halda-ne Morton, había sido el terrateniente dueño delas tierras de Bishop’s Crossing. Pero los padresde la joven habían fallecido y esta vivía con suúnico hermano Arthur Morton, que era quienhabía heredado las tierras. Miss Morton era unamujer de estatura elevada y porte majestuoso,célebre por su genio rápido e impetuoso y porla energía de su carácter. Conoció al doctor La-na en un garden-party2 y surgió entre ellos unaamistad que maduró rápidamente hasta con-

2 Garen-party: fiesta al aire libre

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vertirse en amor. No era posible imaginar unafecto reciproco mayor. Había alguna discre-pancia en sus edades, porque él había cumplidolos treinta y siete, y ella tenía solo veinticuatro,pero, salvo este detalle, ningún reparo se podíaponer a aquella boda. Se anunció el compromi-so en el mes de febrero y la boda tendría lugaren el mes de agosto.

El doctor Lana recibió el día 3 de juniouna carta que procedía del extranjero. En unaaldea pequeña, el cartero está en situación deser el amo de las habladurías, Mister Bankley,encargado de Correos Bishop’s Crossing, estabaen posesión de muchos de los secretos de susconvecinos. Lo que en esta carta de que habla-mos le llamó la atención fueron lo raro del so-bre, el hecho de que la letra era de hombre, elpunto de procedencia (Buenos Aires) y el sellode la República Argentina. No recordaba que eldoctor Lana hubiese recibido ninguna otra car-ta del extranjero y por esa razón se fijó en ellade una manera especial antes de entregarla al

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repartidor. Éste la entregó en el reparto de latarde del mismo día.

A la mañana siguiente, es decir, el 4 dejunio, el doctor Lana fue a visitara Miss Mor-ton, con la que celebro una larga entrevista,observándose que al salir de ella lo hizo presade una gran agitación. Miss Morton no salió entodo el día de su cuarto y su doncella la encon-tró varias veces llorando. Antes de una semanaera un secreto a voces en toda la aldea que elcompromiso matrimonial había quedado roto yque el doctor Lana se había portado de unamanera vergonzosa con la joven, hasta el puntode que el hermano de esta, Arthur Morton,hablaba de cruzarle la cara a latigazos. En quepunto concreto estribaba esa conducta vergon-zosa del doctor era cosa que ignoraba la gente,porque cada cual hacia su propia hipótesis;pero todos se fijaban, y ese hecho era un sínto-ma evidente de la conciencia culpable, en que eldoctor era capaz de dar rodeos de muchas mi-llas para no pasar por delante de las ventanas

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de Leigh Hall y que no acudía a los serviciosreligiosos de los domingos en la mañana en losque se habría tropezado con la joven. Apareciótambién en el Lancer un anunció ofreciendo eltraspaso de una clientela médica, aunque sindar el nombre del lugar en que ésta se hallabasituada; pero se supuso por algunos que se tra-taba de Bishop’s Crossing y que ello significabaque el doctor Lana se retiraba del escenario desus éxitos. Así estaban las cosas, cuando la tar-de del lunes 21 de junio ocurrió un hecho nue-vo que convirtió lo que había sido un simpleescándalo de aldea en una tragedia que llamóla atención de todo el país. Habrá que entrar enalgunos detalles para que los hechos de aquellatarde adquieran un valor de relieve.

Los únicos ocupantes de l casa en quevivía el doctor eran su ama de llaves, una mujeranciana y sumamente respetable llamada MartaWoods, y una sirvienta joven, Mary Piling. Elcochero y el empleado de la consulta dormíanfuera. El doctor solía permanecer por las noches

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en su despacho, contiguo al quirófano y situadoen la parte de la casa más alejada de la servi-dumbre. Esa parte de la casa tenía puerta inde-pendiente para mayor comodidad de los en-fermos, de modo que el doctor podía recibirvisitas sin que se enterase nadie. En realidad,era cosa corriente que, cuando algún enfermollegaba a horas avanzadas, le abría la puerta eldoctor mismo para que pasase el quirófano,porque tanto la doncella como el ama de llavessolían retirarse a una hora muy temprana.

La noche de que hablamos, MartaWoods entró en el despacho del doctor a lasnueve y media y le encontró escribiendo en sumesa de trabajo. El ama de llaves le do las bue-nas noches, envió luego a la doncella a dormiry anduvo por su parte atareada en menesterespropios de la casa hasta las once menos cuarto.Daban los once en el reloj del vestíbulo cuandoella se dirigió a su habitación. Llevaba en estaalgo así como un cuarto de hora o veinte minu-tos cuando oyó un grito o una voz de llamada

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que parecía proceder de interior de la casa. Es-peró algún tiempo, pero el grito no volvió arepetirse. Muy alarmada, porque aquella vozhabía sido lanzada con gran fuerza y apremio,se puso la bata y corrió lo más rápido que lepermitieron sus piernas hacia el despacho deldoctor. Dio unos golpes en la puerta y le con-testó desde adentro una voz:

-¿Quién es?-Soy yo, señor; la señora Woods.-Le ruego que no que no me moleste.

¡Retírese inmediatamente a su habitación!-lecontestó una voz que, según ella le pareció, erala de su amo. Pero el tono fue tan brutal y tandesacostumbrado, dadas las maneras de doctorque el ama de llaves se sintió sorprendida ylastimada.

-Señor, es que me pareció que habíallamado usted -dijo ella a modo de explicación,pero no recibió respuesta alguna.

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La señora Woods se fijó, cuando volvíaa su cuarto en la hora que marcaba el reloj. Eranlas once y media.

Entre las once y las doce (el ama de lla-ves no podía concretar la hora exacta) acudióuna cliente a la consulta del doctor, pero notuvo repuesta alguna a sus llamadas. La tardíavisitante era la señora Madding, esposa deltendero de ultramarinos de la aldea, porque sumarido estaba gravemente enfermo de fiebrestifoideas y el doctor Lana le había recomenda-do que fuese a verle a última hora y le comuni-case el estado en que se encontraba el enfermo.Esa señora vio luz en el despacho, pero comonadie respondía a las llamadas que hizo en lapuerta del consultorio, llegó a la conclusión deque el doctor había tenido que salir para reali-zar alguna visita fuera de casa y en vista de ellose marchó.

Desde la casa del doctor hasta la puertadel jardín hay un camino de coches que en subreve trayecto dibuja una curva. Al extremo del

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mismo hay una farola. Cuando la señora Mad-ding salía a la carretera, vio que por la partereservada a los peatones venía un hombre.Creyendo que sería el doctor Lana, que regre-saba de alguna visita profesional, la mujer que-do sorprendida al ver que se trataba de MisterArthur Morton, el joven terrateniente. A la luzde la farola pudo ver que se encontraba muyexcitado y que llevaba en la mano un pesadolátigo de caza. En el momento en que el jovense metía por la perta exterior de la casa, la mu-jer le dirigió la palabra diciéndole:

-El doctor no está en casa, señor.-¿Cómo lo sabe usted? -dijo el joven con

voz áspera.-He llamado a la puerta del consultorio,

señor.-Pues yo veo luz -dijo el joven Morton

mirando hacia la casa -¿No es ese su despacho?-Si, señor, pero estoy segura de que ha

salido.-Bien, pues ya volverá -dijo el joven Mor-ton y siguió adelante por el camino que condu-

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cía a la casa, mientras la señora Madding seguíaen dirección a la suya.

El marido de esta señora sufrió a las tresde la mañana una brusca recaída y, alarmada lamujer a la vista de los síntomas, decidió mar-char inmediatamente en busca del médico. Alentrar por la puerta exterior quedó sorprendidaviendo que una persona parecía estar ocultaentre los arbustos de laurel. Era, sin duda, unhombre y ella creía honradamente que se trata-ba de Mister Arthur Morton. Absorta con suspropias preocupaciones, no prestó atenciónespecial a este detalle y avanzó a todo prisapara cumplir con su cometido.

Cuando llegó a la casa, descubrió consorpresa que seguía habiendo luz en el despa-cho, en vista de lo cuál llamó a la puerta delconsultorio. Nadie le contestó. Repitió variasveces la llamada sin que surtiese efecto alguno.Le pareció cosa extraña que el doctor se hubieseido a la cama o que hubiese salido de casa de-jando encendida una luz tan brillante y se le

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ocurrió que quizás se habría quedado dormidoen su silla. En vista de eso, dio algunos golpesen la ventana del despacho, pero sin obtenerningún resultado. Pero entonces se fijó en queentre la cortina y la armazón de la ventanaquedaba un pequeño espacio al descubierto ymiró por el mismo hacia el interior.

La pequeña habitación estaba fuerte-mente iluminada por una gran lámpara coloca-da en la mesa del centro, que era un revoltijo delibros y de instrumentos. Pero no vio a nadie niobservo nada de particular, fuera de que en lasombra que la mesa proyectaba sobre el ladointerior se veía tirado en la alfombra un mano-seado guante blanco. Y de pronto cuando susojos se acostumbraron a aquella luz, vio que alotro extremo de la sombra de la mesa surgíauna bota y comprobó con un escalofrío de es-panto que lo que a ella le había parecido alprincipio un guante era en realidad la mano deun hombre que estaba caído en el suelo. Con-vencida de que había ocurrido alguna cosa te-

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rrible, llamo a la campanilla de la puerta delan-tera, hizo levantar a la señora Woods y ambasmujeres entraron en el despacho, enviandopreviamente a doncella a que avisase en elpuesto de policía.

A un lado de la mesa, lejos de la ventanse encontraba el doctor Lana caído de espaldasy muerto. Saltaba a la vista que había sido vic-tima de violencias, porque tenía amoratado unojo y se observaban magulladuras en la cara yen el cuello. Un ligero engrosamiento e hincha-zón en sus facciones parecía sugerir la idea deque había muerto estrangulado. Iba vestido consus ropas profesionales de siempre, pero concalzado de paño, cuyas suelas estaban absolu-tamente limpias. Por toda la alfombra, de unmodo especial en el lado correspondiente a lapuerta, se veían huellas de botas sucias, quehabían sido dejadas por el asesino, según era desuponer. Era evidente que alguien había entra-do por la puerta del consultorio, había matadoal médico y se había fugado sin que nadie le

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viese. El agresor era un hombre a juzgar por eltamaño de las huellas de los pies y por la índolede las heridas. Pero, fuera de esos detalles, leresulto tarea difícil a la policía seguir adelante.

No se observaban señales de robo en in-cluso el reloj de oro del médico estaba e el bol-sillo correspondiente. La pesada caja de cauda-les que había en la habitación se hallaba cerra-da, pero vacía. La señora Woods manifestó suimpresión de que el médico guardaba habi-tualmente en esa caja una suma elevada, peroese mismo día tuvo que pagar una importantefactura de maíz en dinero constante y se supu-so que el hecho de estar vacía era debido a esepago y no a la intervención de un ladrón. Unasola cosa se echo de menos en el cuarto, peroera de un detalle elocuente. El retrato de MissMorton, que estuvo siempre encima de unamesita, había sido quitado del marco y habíadesaparecido. La señora Woods lo había vistoallí aquella misma noche, cundo sirvió a suseñor, y ahora ya no estaba allí. Por otra parte,

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se recogió del suelo un parche de ojo, verde,que el ama de llaves no recordaba haber vistojamás su señor. Pero, no obstante, quizás lotenía sin que ella lo hubiese observado y nohabía indicio alguno de que tuviese relacióncon el crimen.

Las sospechas sólo podían encauzarseen una dirección y se procedió inmediatamentea detener al joven terrateniente, Arthur Morton.Las pruebas en contra suya eran indirectas,pero suficientes para condenarle. Quería mu-cho a su hermana y quedo demostrado que, conposterioridad a la ruptura del compromiso ma-trimonial entre ella y el doctor Lana, se habíaexpresado en los términos más vengativos alhablar de este último. Estaba también demos-trado que, a una hora no fijada con exactitud,pero alrededor de las once, había entrado por lapuerta exterior de la casa, camino del consulto-rio, armado con un látigo de caza. Según lahipótesis de la policía, fue en ese momentocuando se metió en el despacho del médico,

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quien, al verlo dejó escapar una exclamación demiedo o de ira en voz alta que pudo llamar laatención de la señora Woods. Para cuando éstaacudió, ya el médico había tomado la resolu-ción de discutir con su visitante y por eso des-pidió a su ama de llaves, ordenándole que seretirarse a su habitación. La discusión fue larga,se fue acalorando más y más y termino en lu-cha a brazo partido, perdiendo en ella la vida eldoctor. La autopsia del cadáver permitió com-probar que el doctor padecía una grave enfer-medad cardiaca -una enfermedad que durantesu vida nadie había advertido-, siendo posible,por esto, que unas heridas que en un hombresano no habrían sido mortales le hubiesen pro-ducido a él la muerte. Hecho eso, según lahipótesis policíaca, Arthur Morton recogió lafotografía de su hermana y se dirigió hacia sucasa, escondiéndose entre los arbustos de laurelpara no tropezarse en la puerta exterior a laseñora Madding. Esa hipótesis sirvió de base

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para la acusación y ésta se presentaba con unafuerza imponente.

Pero también la defensa podía aducirargumentos poderosos. Montonera un jovenarrebatado e impetuoso, al igual que su herma-na, pero gozaba del respeto y la simpatía detodo el mundo, y su carácter franco y honradoparecían indicar que era incapaz de un crimensemejante. La explicación que el mismo dio fueque deseaba ardientemente tener un cambio deimpresiones con el doctor Lana para tratar unosasuntos urgentes de familia (ni siquiera men-cionó en nombre de su hermana en todo el cur-so del proceso). No trató de negar que ese cam-bio de impresiones hubiera resultado proba-blemente de índole desagradable. Una clientedel médico le dijo que éste había salido y poresa razón estuvo esperando su regreso hastacerca de las tres de la madrugada, pero viendoque a esa hora no había regresado, renunció asus propósitos y volvió a su casa. En cuanto a lamuerte del doctor, sabía acerca de ella ten poca

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cosa como el mismo guardia de orden públicoque le detuvo. Con anterioridad a esa épocahabía sido amigo íntimo del muerto, pero de-terminadas circunstancias, de las que preferíano hablar, habían producido un cambio en esossentimientos.

Eran varios los hechos que contribuían aestablecer su inocencia. El doctor Lana vivíaaun a las once y media de la noche y se encon-traba dentro de su estudio. La señora Woodsestaba dispuesta a asegurar bajo juramento queella había oído so voz a aquella hora. Los ami-gos del acusado sostenían que probablementeel doctor Lana no se encontraba solo en eseinstante. Parecían darlo a entender el grito queatrajo primeramente la atención del ama dellaves y la forma brusca, desacostumbrada enél, con que su amo le ordenó que le dejase enpaz. Si eso era cierto, todo indicaba como pro-bable que el doctor encontró la muerte entre elinstante en que el ama de llaves oyó su voz y elmomento en que la señora Madding llamó por

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primera vez, sin que nadie le contestase. Pero siera ésa la hora en que el doctor había muerto,resulta imposible que Mister Arthur Mortonfuese culpable, porque esta última señora leencontró con posterioridad a ese momento,cuando ella salía y el joven terrateniente llegabaa la puerta posterior.

Pero si esta última hipótesis era correctay el doctor Lana estaba acompañado de otrapersona antes que la señora Madding tropezasecon Mister Arthur Morton ¿quién era esa otrapersona y qué motivos tenía para querer mal almédico? Todo el mundo reconocía que, si losamigos del acusado conseguían hacer luz eneste punto, tendrían adelantado muchísimopara probar su inocencia. Pero entre tanto po-día muy bien decir la gente -y lo decía- quefaltaba toda clase de prueba para demostrarque había estado allí alguien, fuera del joventerrateniente; pero, por otro lado, existíanabundantes de que los móviles que a este últi-mo le llevaban eran de índole siniestra. Bien

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pudiera ser que, en el momento en que la seño-ra Madding llamó a la puerta del consultorio, elmédico se hubiese retirado a su habitación ytambién pudiera ser, como esa señora lo creyóen aquel momento, que el doctor hubiese salidoy que hubiese regresado más tarde, encontrán-dose a Mister Arthur Morton esperándole. Al-gunos de los partidarios del acusado hacíanhincapié en el hecho de que no se pudo descu-brir en poder de éste el retrato de su hermana,que había desaparecido de su marco en el cuar-to del doctor. Sin embargo, este argumentopesaba poco, porque Mister Arthur Mortonhabía dispuesto de tiempo sobrado para que-marlo o romperlo. Sólo existía en el caso otraprueba de índole positiva: las pisadas fangosasque se descubrieron en el suelo, pero estabantan borrosas, debido a lo esponjosa de la al-fombra, que el resultaba imposible llegar porellas a ninguna conclusión digan de crédito.Todo lo más que podía decirse era que el aspec-to general de las mismas no contradecía la

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hipótesis de que eran obra de los pies del acu-sado, cuyas botas, según pudo demostrarse,estaban también llenas de fango aquella noche.Por la tarde había caído un fuerte chaparon yera probable que estuviesen en ese estado lasbotas del todos cuantos caminaron por la calle.

Tal es la exposición descarnada de la se-rie extraña y romántica de hechos sobres losque se enfocó la atención del público en esatragedia de Lancashire. El hecho de descono-cerse la ascendencia del médico, lo raro y dis-tinguido de su personalidad, la posición queocupaba el hombre acusado de asesinato y laintriga amorosa que había precedido al crimencontribuían, al sumarse una cosa con otra, aconvertir el asunto en uno de esos dramas queabsorben la atención de todo el país. Discutíaseel caso del médico moreno de Bishop’s Cros-sing por los tres países del Reino Unido y seexponían numerosas hipótesis para explicarlo.Sin embargo, puede afirmarse, sin miedo aerror, que no había, entre todas esas hipótesis,

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ninguna que preparase al público para la extra-ordinaria secuencia de hechos que levantó unaemoción tan grande desde el primer día de lavista de la causa, llevándola a su punto culmi-nante el segundo día de la misma. Tengo delan-te de mi, en el momento de escribir estas líneas,los largos recortes del Lancaster Weekly e los quese relata, pero no tengo más remedio que limi-tarme a presentar un sinopsis del mismo hastael momento en que, durante la tarde del primerdía de la vista, la declaración de Miss FrancesMorton arrojó sobre el caso una luz extraordi-naria.

El fiscal, Mister Porlock Carr, había ex-puesto sus razonamientos con la habilidad en élhabitual y, a medida que avanzaban las horas,iba resultando más y más evidente que el de-fensor, Mister Humphrey, tenía por delanteuna difícil. Comparecieron varios testigos quedeclararon bajo juramento haber oído al joventerrateniente expresarse en los términos másarrebatados acerca del doctor, manifestando de

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manera apasionada la indignación que le habíaproducido la mala conducta -así la calificaba-de aquel para con su hermana. La señora Mad-ding repitió sus declaraciones acerca de la visi-ta que el acusado había hecho al muerto a unahora avanzada de aquella noche, las declara-ciones de otro testigo demostraron que el acu-sado estaba al corriente de la costumbre quetenía el médico de velar a solas en la parte ais-lada de la casa, habiendo por esa razón elegidoMister Morton aquella hora tardía para hacersu vista, porque entonces tendría al médico amerced suya. Un criado del terrateniente se vioobligado a confesar que había oído el regresode su amo hacia las tres de la mañana, corrobo-rando con ella la declaración de la señora Mad-ding de que lo había visto entre los arbustos delaurel próximos a la puerta exterior cuando ellahizo su segunda visita. Las botas fangosas yuna supuesta semejanza con las pisadas descu-biertas en el cuarto fueron también un detalleen el que se hizo hincapié. Cuando el fiscal

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hubo dado fin a la acusación y presentación desus testigos, todos sacaron la convicción de que,por muy indirectas que fuesen las pruebas, nopor eso dejaban de ser completas y convincen-tes, hasta el punto de que podía darse por per-dido al acusado, a menos que la defensa aduje-se hechos completamente inesperados.

Eran las tres de la tarde cuando el fiscaldio por terminada su tarea. A las cuatro y me-dia, cuando el juez levantó la sesión, el asuntohabía tomado un giró nuevo e inesperado.

Extracto del incidente, o una parte delmismo, del periódico que he mencionado ya,pasando por alto las observaciones prelimina-res del defensor:

Cuando la defensa presentó a su primertestigo, y éste resultó ser Miss Frances Morton,hermana del acusado, se produjo entre la con-currencia una profunda sensación. Mis lectoresrecordarán que esta señorita estaba comprome-tida para casarse con el doctor Lana y que laopinión general era la indignación del acusado

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por el súbito rompimiento del compromisohabía sido lo que le arrastró a perpetrar el cri-men. Sin embargo, para nada se había mencio-nado ni complicado en el caso a Miss Morton,ni durante la investigación ni durante la prepa-ración del proceso, por lo que su comparecen-cia como testigo principal de la defensa produjosorpresa entre le público.

Miss Frances Morton, joven, alta, esbel-ta, de cabellos negros, hizo su declaración envoz baja, pero bien clara. Era evidente, sin em-bargo, que estaba dominada por una gran emo-ción. Hizo referencia a su compromiso matri-monial con el médico; aludió brevemente a surompimiento que, según aseguro, fue debido arazones de índole personal relacionadas con lafamilia de aquel y sorprendió al tribunal afir-mando que siempre la había parecido el resen-timiento de su hermano alto de razón e intem-perante. Contestando a una pregunta directadel defensor, afirmó que ella no se creía victimade ningún agravio y que, en su opinión, la ma-

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nera de conducirse del doctor Lana había sidocompletamente honrosa. Su hermano, movidode un conocimiento incompleto de la realidad,había sido de otra opinión y ella no tenía másremedio que reconocer que, a pesar de las sú-plicas suyas, había proferido amenazas de re-currir a la violencia personal contra el doctor yque la noche de la tragedia anunció que tenía elpropósito de arreglar cuentas con él. Ella hizocuanto estuvo en su mano para que adoptaseuna actitud más razonable, pero su hermanoera muy terco cuando se dejaba llevar de sussentimientos o de sus perjuicios.

Las declaraciones de la joven parecie-ron, hasta ese momento, perjudicar más bienque favorecer al acusado. Sin embargo, el de-fensor pasó a plantearle algunas preguntas quearrojaron sobre el caso una luz muy distinta,poniendo al descubierto una maniobra inespe-rada de la defensa.

Mr. Humphrey: -¿Le cree usted a suhermano culpable de este crimen

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El Juez: -No puedo permitir esa pregun-ta, Mister Humphrey. Estamos aquí para tratarde hechos, no de opiniones.

Mr. Humphrey:-¿Sabe usted que suhermano no es culpable de la muerte del doctorLana?

Miss Morton:-Si, sé que no es culpable.Mr. Humphrey:¿Cómo lo sabe usted?Miss Morton: Porque el doctor Lana no

ha muerto.Se produjo en la sala un largo murmullo

de emoción, que interrumpió el interrogatoriode la testigo.

Mr. Humphrey: -¿Y cómo sabe usted,Mis Morton, que el doctor Lana no ha muerto?

Miss Morton: -Porque he recibido unacarta suya posterior a la fecha de su supuestamuerte.

Mr. Humphrey: -¿Tiene usted esa carta?Miss Morton:-Si, pero preferiría no en-

señarla.Mr. Humphrey:-¿Tiene usted el sobre?

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Miss Morton:-Si, lo tengo aquí.Mr. Humphrey:-¿Que sello de proce-

dencia tiene?Miss Morton:-De LiverpoolMr. Humphrey:-¿Y qué fecha?Miss Morton:-Veintidós de junio.Mr. Humphrey:-Es decir, un día des-

pués del de la supuesta muerte. ¿Está usteddispuesta a declarar bajo juramento que es laletra del doctor?

Miss Morton:- Sin duda alguna.Mr. Humphrey:-Dispongo de otros seis

testigos que declararán que esta carta está escri-ta de puño y letra del doctor Lana, señor Juez.

El Juez: -En ese caso, tendrá usted quepresentarlos mañana.

Mr. Porlock Carr (fiscal) -Pues entre tan-to, señor, pedimos que se nos entregue ese do-cumento, a fin de que los peritos puedan emitirdictamen y poner en claro que se trata de unaimitación de la letra del caballero que seguimosafirmando esta muerto. No necesito hacer resal-

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tar que esta hipótesis, que de manera tan ines-perada se nos presenta, pudiera muy bien serun recurso muy transparente adoptado por losamigos del hombre que está en el banquillopara desviar el curso de este proceso. Quierollamar la atención acerca del hecho de que estaseñorita, según su propio relato, ha estado enposesión de esta carta durante todo el tiempotranscurrido en la investigación judicial y lostrámites del tribunal de policía. Ahora pretendehacernos creer que ella dejó que esos trámitessiguiesen adelante, a pesar de que tenía en elbolsillo una prueba que habría bastado paraque terminasen.

Mr. Humphrey:-¿Puede dar usted unaexplicación a esa conducta Miss Morton?

Miss Morton:-El doctor lana deseabaque nadie conociese su secreto.

Mr. Porlock Carr:- ¿Y porque entonceslo acaba de dar usted a la publicidad?

Miss Morton: -Para salvar a mi herma-no.

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Estalló en la sala un murmullo de sim-patía, que el juez cortó en el acto.

El Juez:-Admitiendo esa línea de la de-fensa, corresponde a usted Mister Humphrey,hacer luz sobre quién es el hombre en cuyocadáver han reconocido al doctor Lana tantosde sus amigos y enfermos.

Un Jurado:-¿Ha habido alguna que hayamanifestado dudas a ese respecto?

Mr. Porlock Carr:-Ninguno, que yo se-pa.

Mr Humphrey:- Confiamos en poner enclaro el asunto.

El Juez: Pues, entonces, se suspende lavista hasta mañana.

Este nuevo giro tomado por el procesodespertó el máximo interés entre el público engeneral. Los periodistas no pudieron hacer nin-gún comentario, porque la causa estaba todavíaindecisa, pero en todas partes se preguntabanhasta qué punto podía ser verdadera la decla-ración de Miss Morton y si no se trataba sim-

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plemente de un astuto ardid para salvar a suhermano. Presentábase ahora la evidente alter-nativa de que, si él doctor desaparecido no es-taba muerto, por una extraordinaria casuali-dad, debía entonces hacérsele responsable de lamuerte de aquel desconocido cuyo cadáver seencontró en su despacho y que tenía con él unparecido tan completo. Quizás la carta que MissMorton rehusaba entregar contenía la confesióndel crimen, por lo que se encontraba en la terri-ble situación de tener que sacrificar a su anti-guo enamorado si quería salvar a su hermanode la horca. Al día siguiente por la mañana, lasala del tribunal se vio concurrida de públicohasta desbordar y corrió por la concurrencia unmurmullo de emoción cuando vieron que Mis-ter Humphrey entraba muy excitado, hasta elpunto de que ni sus nervios, bien entrenados,eran capaces de ocultar su estado de ánimocuando cambió impresiones con el fiscal. Secruzaron entre uno y otro, algunas frases preci-pitadas, que dejaron en la cara de Mister Por-

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lock Carr una expresión de asombro. Acto se-guido, el defensor, dirigiéndose al juez, anuncióque, con el consentimiento del señor fiscal, novolvería a citarse a la joven que había declaradoel día anterior.

El Juez:- Por lo que veo, Mister Humph-rey, deja usted el asunto en una situación muypoco satisfactoria.

Mr. Humphrey: -Señor, quizás el testigoque voy a citar contribuya a ponerla en claro.

El Juez:- Pues, entonces, nombre a esetestigo.

Mr. Humphrey:- Presento como testigoal doctor Aloysius Lana.

El abogado defensor pronunció durantesu carrera muchas frases elocuentes, pero conseguridad que jamás logró producir tan pro-funda sensación como con ésta de ahora, queera tan breve. Todo el mundo en la sala se que-dó asombrado y atónito cuando comparecióante sus ojos, en el tablado de los testigos, elhombre mismo cuya muerte venía siendo obje-

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to de tanta discusión. Los asistentes que lehabían conocido en Bishop’s Crossing le vieronahora, enjuto y severo, con una expresión pro-fundamente preocupada en sus facciones. Pero,no obstante su porte melancólico y su abati-miento, muy pocos de los allí presentes habríanpodido decir que conocían a algún hombre deaspecto más distinguido. Saludando al juez conuna inclinación, le preguntó si se le permitíahacer una declaración; al contestarle el juez quetodo cuanto dijese podría servir de acusacióncontra él, volvió a inclinarse y prosiguió.

-Mi propósito es no callarme nada ymanifestar con absoluta franqueza todo cuantoocurrió la noche del veintiuno de junio. Si yohubiese sabido que estaba padeciendo un ino-cente y que tan grandes preocupaciones habíaacarreado yo a quienes mayor amor profesabaen el mundo, hace mucho tiempo que mehabría presentado; pero hubo diversas razonesque impidieron que llegasen esas cosas a cono-cimiento mío. Que un hombre desdichado se

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esfumase del mundo en el que había vivido,pero no preví que mis actos afectasen a otraspersonas. Permítaseme, pues, reparar lo mejorque pueda el daño que ha causado. Todo aquelque esté familiarizado con la historia de la Re-publica Argentina conoce muy bien el apellidoLana. Mi padre, cuya genealogía enlaza con lmás noble sangre de la vieja España, ocupó loscargos más elevados del Estado y habría sidoelegido presidente si no hubiera sucumbido enlas revueltas de San Juan3. Mi hermano gemelo,Ernesto, y yo habríamos tenido por delante unmagnífico porvenir, de no mediar pérdidasfinancieras que nos obligaron a ganarnos lasubsistencia. Pido disculpas, señor, si juzgansin importancia estos detalles, pero son precisoscomo introducción de lo que voy a decir a con-tinuación. He dicho ya que tenía un hermanogemelo llamado Ernesto, de tan gran parecido

3 San Juan: Ciudad Argentina, capital de la provincia ydel departamento del mismo nombre, al noroeste de Bue-nos Aires.

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conmigo que, cuando estábamos juntos, nues-tros conocidos no conseguían diferenciarnos.Éramos idénticos hasta en los menores detalles.El parecido fue haciéndose menos marcado amedida que tuvimos más años, porque ya en-tonces la expresión de nuestras facciones no erala misma, pero las diferencias seguían siendomuy ligeras cuando dormíamos. No parecebien que me detenga en hablar demasiado deun hombre ya difunto, tanto más cuanto se tra-ta de mi único hermano; pero quienes le cono-cieron pueden dar informes acerca de su carác-ter. Yo me limitaré a decir, porque no tengomás remedio que decirlo, que durante mi pri-mera juventud llegué a concebir horror haciami hermano y que ese aborrecimiento que letomé estaba bien fundado. Mi buen nombresufrió las consecuencias de la conducta de mihermano, porque nuestro gran parecido hizoque se me atribuyesen muchos de sus actos.Ocurrió de pronto que, en un asunto sumamen-te deshonroso, trató mi hermano de arrojar so-

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bre mi todo el odio que se despertó con dichomotivo, y yo entonces no tuve más remedio queabandonar para siempre la Argentina y tratarde abrirme camino en Europa. Verme libre desu odiosa presencia me compensó con creces demi destierro voluntario de la patria. Disponíade dinero suficiente para costearme los estudiosde medicina en Glasgow y, por último, abrí miconsultorio en Bishop’s Crossing, firmementeconvencido de que jamás volvería a oír hablarde mi hermano en este lejano villorrio de Lan-cashire. Mis esperanzas se cumplieron duranteaño, pero al fin mi hermano averiguó dondeestaba yo. Algún viajero de Liverpool, que seencontraba en Argentina, le puso sobre mi pis-ta. Mi hermano estaba sin blanca y resolviótrasladarse a Inglaterra para obligarme repartircon él mi dinero. Sabiendo el aborrecimientoque me inspiraba, juzgó, y estuvo en lo cierto,que yo le daría dinero a condición de que semarchase. Recibí carta suya anunciándome quellegaba. Aquello coincidía con una crisis en mi

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vida y su llegada podría verosímilmente aca-rrear disgustos, e incluso la vergüenza, sobreuna persona a la que ya estaba obligado a po-ner a salvo de cualquier tentativa de esa clase.Tomé ciertas medidas para estar segura de quecualquier daño que se produjese me alcanzaríaúnicamente a mí y eso fue lo que me obligó aactuar en la forma que tan duramente ha sidojuzgada -y al decir esto, se volvió hacia el acu-sado-. Yo no tuve otro propósito que el de po-ner a cubierto de todo posible escándalo o des-honor a las personas que me eran queridas.Decir que la presencia de mi hermano acarrea-ría el escándalo y el deshonor no era sino afir-mar que ocurriría lo que ya había ocurrido. Mihermano llegó en persona cierta noche, no mu-cho después de que ya recibiera su carta. Meencontraba en mi despacho, después de haber-se acostado la servidumbre, cuando escuchéruido de pasos en la gravilla del camino deljardín y un instante después vi su cara que meestaba observando por la ventana. Iba rasura-

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do, lo mismo que yo, y el parecido entre noso-tros seguía siendo tan grande que yo pensé porun momento que estaba viendo mi imagen re-flejada en el cristal. Fuera de que tenía sobreuna ceja un parche oscuro, nuestras faccioneseran absolutamente idénticas. Me sonrió con lamisma expresión burlona que tenía desde queera niño y yo comprendí que seguía siendo elmismo que me obligó a abandonar mi país na-tal, deshonrando un apellido que siempre estu-vo rodeado de respeto. Me dirigí a la puerta yle hice pasar, serían las diez de la noche. Cuan-do le pude ver a la luz de la lámpara, compren-dí en el acto que habían llegado días muy ma-los para mi hermano. Vino a pie desde Liver-pool y se encontraba fatigado y enfermo. Laexpresión de su cara me produjo dolorosa sor-presa. Mis conocimientos médicos me hicieroncomprender que padecía alguna grave enfer-medad interna. Venía también bebido y tenía lacara con magulladuras a consecuencia de algu-na pelea con marineros. El parche se lo había

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colocado para ocultar la lastimadura del ojo yse lo quitó el entrar en la habitación. Vestíachaqueta de marinero y camisa de franela, lle-vando el calzado completamente roto. Pero supobreza no había hacho sino esperar más aunsu odio vengativo contra mi. Ese odio se habíaconvertido en monomanía. Me dijo que, mien-tras él se moría de hambre en Sudamérica, yahabía estado nadando en dinero en Inglaterra.Imposible repetirles a ustedes las amenazas ylos insultos que salieron de su boca contra mi.Tengo la impresión se que la penuria y la malavida habían trastornado su razón. Se paseó porel despacho como fiera enjaulada, exigiendobebida y dinero, recurriendo a las expresionesmás soeces. Yo soy hombre de temperamentoarrebatado, pero doy gracias a Dios de poderafirmar que permanecí dueño de mi mismo yque en ningún momento alcé la mano contra él.Mi serenidad sólo consiguió aumentar su irrita-ción. Lanzando maldiciones y fuera de si meamenazó con los puños, cuando de pronto sus

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facciones se contorsionaron de una manerahorrible, se apretó el pecho con las manos ylanzando un grito agudo cayó redondo a mispies. Le levanté del suelo y le tendí en el sofá,pero no contestó a mis exclamaciones y la manoque yo tenía entre las mías estaba ría y pegajo-sa. Había muerto de un ataque al corazón. Supropio arrebato le mató. Permanecí largo ratoinmóvil y como si estuviera sufriendo una pe-sadilla, con la mirada fija en el cadáver de mihermano. Volví en mí cuando la señora Woods,a la que había despertado el grito del moribun-do, llamó a la puerta del despacho le contestéque se retirase a dormir. Poco después llamóalgún cliente a la puerta del consultorio, perocomo no contesté, se marchó otra vez. Lenta ygradualmente fue tomando horma en mi cere-bro un proyecto, de la manera espontánea co-mo suelen formarse. Cuando volví a ponermede pie estaba ya decidido mi comportamientofuturo, sin que yo hubiese tenido concienciaalguna de aquel proceso mental. Fue el instinto

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el que me empujó de manera irresistible a se-guir una línea de conducta. Bishop’s Crossingme resultaba ya odioso, desde que mis asuntospersonales habían tomado el giro que he expli-cado hace un momento. Mi plan de vida sehabía desbaratado y, en lugar de simpatía, co-mo yo esperaba, había sido objeto de juiciosprecipitados y de trato poco amable. Es ciertoque había desaparecido del panorama de mivida cualquier peligro de escándalo por causade mi hermano; sin embargo, el pasado erapara mi una llaga dolorosa y tenía el convenci-miento de que las cosas no podían volver a suantiguo cause. Quizá mi sensibilidad estabaexacerbada en exceso y quizá fui yo injusto enmi falta de tolerancia con otras personas, peorlo cierto es que me hallaba poseído de esa clasede sentimientos .no podía sino acoger conagrado cualquier posibilidad que iba a permi-tirme romper completamente con el pasado.Allí, tendido en el sofá, había un hombre tanparecido a mí, que éramos completamente

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iguales, salvo un ligero abotargamiento y aspe-reza en las facciones. Nadie lo había visto en-trar y nadie podía echarlo de menos. Tanto élcomo yo estábamos completamente afeitados ysus cabellos eran más o menos igual de largoque los míos. Si yo cambiaba con él la ropa,encontrarían al doctor Aloysius Lana muerto ensu despacho y allí habría acabado la vida de uninfeliz y su historia vergonzosa. En mi despa-cho tenía yo suficiente dinero para empezar avivir en algún otro país. Marcharía a Liverpoolde noche y a pie, sin que nadie reparase en mi;una vez en el gran puerto, no me costaría traba-jo encontrar manera de abandonar Inglaterra.Después de fracasadas mis esperanzas, preferíavivir humildemente en donde nadie me cono-ciese, que seguir en Bishop’s Crossing, dondetenía que verme a cada instante cara a cara conlas personas que ya deseaba, si era posible, ol-vidar. Resolví, pues, llevar a cabo esa permuta.Cambié de ropa. No quiero entrar en detalles,porque su recuerdo me resulta tan doloroso

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como, lo fue su ejecución; el hecho es que antesde una hora yacía mi hermano vestido hasta enlos menores detalles con mi ropa, mientras yome deslizaba subrepticiamente por la puertadel consultorio; siguiendo el sendero de la fa-chada posterior que cruza por algunos campos,me encaminé de la mejor manera que pude endirección a Liverpool, ciudad a la que lleguéaquella misma noche. Lo único que me llevé dela casa fueron mi dinero y un determinado re-trato, pero en mi precipitación me olvidé delparche que mi hermano llevaba encima del ojo.Todo lo demás que a él le pertenecía, me loapropié. Le doy mi palabra, señor juez, de queno se me ocurrió ni por un instante la idea deque todo el mundo iba a pensar que yo habíasido asesinado, ni supuse que nadie sufriríagraves perjuicios por efecto de una estratagemacon la que ya pretendía iniciar una nueva vida.Fue, por el contrario, el pensamiento de quelibraba a otras personas de la carga de mi pre-sencia lo que mayor influencia ejerció en mi

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alma. Aquel mismo día zarpaba de Liverpoolun barco de vela con destina a La Coruña; tomépasaje en el mismo pensando que el viaje meproporcionaría tiempo para recobrar mi equili-brio moral y para meditar en mi porvenir. Perome ablandé aún antes de embarcar. Pensé quehabía en el mundo una persona a la que no te-nía derecho a entristecer ni siquiera duranteuna hora. Por muy duros y agresivos quehubiesen sido conmigo sus parientes, ella lleva-ría luto por mí en su corazón, porque com-prendía y apreciaba los móviles a que habíaobedecido mi conducta. Si el resto de su familiame censuraba, ella por lo menos no me olvida-ría. Por esa razón le envié una carta, exigiéndo-le secreto, para librarla de un pesar que no me-recía. Si ella ha roto el secreto apremiada porlos acontecimientos, ya se lo perdono y guardopara ese acto toda mi comprensión. Hasta ano-che no regresé a Inglaterra y durante mi ausen-cia no ha sabido nada de la sensación produci-da por mi supuesta muerte, ni de la acusación

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recaída contra Mister Arthur Morton. En laúltima edición de un periódico de la tarde, leí elrelato de la vista de la causa en el día de ayer,por lo que he acudido esta mañana en el másrápido de los expresos, para dar testimonio dela verdad.”

Tal fue la extraordinaria declaración deldoctor Aloysius Lana, que sirvió para cerrarsúbitamente la vista de la causa. Una investiga-ción posterior corroboró sus afirmaciones, hastael punto de que se puso en claro incluso elnombre del barco en el que su hermano habíallegado desde Sudamérica. El médico de esebarco testificó que durante la travesía ErnestoLana padeció debilidad de corazón y que lossíntomas de la misma hacían prever una muer-te como la que había tenido.

El doctor Aloysius Lana regresó a la al-dea de la que había desaparecido en forma tandramática y tuvo lugar una reconciliación com-pleta entre él y el joven terrateniente. Este últi-mo reconoció que había estado en un error al

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juzgar los móviles que habían llevado al doctorLana a romper su compromiso matrimonial.Una gacetilla que apareció en lugar destacadodel Morning Post y que copiamos a continua-ción nos informa de que tuvo lugar tambiénotra reconciliación:

“El día 19 de septiembre, y en la iglesiaparroquial de V el reverendo Stephen Johnsonbendijo solemnemente la boda de AloysiusXavier Lana, hijo de don Alfredo Lana, ministroque fue de Relaciones Exteriores de la Repúbli-ca Argentina, con Frances Morton, hija únicadel difunto James Morton. J. P. de Leigh Hall,Bishop’s Crossing, Lancashire.”