el hombre que pudo reinar

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EL HOMBRE QUE PUDO REINAR

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RUDYARD KIPLING

El hombre que pudo reinar

SERIE AMARILLA [LITERATURA]

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RUDYARD KIPLING

El hombre que pudo reinar

Prólogo, adaptación y notas de Juan Antonio Espeso González

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El hombre que pudo reinar

editorial masonica.es® SERIE AMARILLA (Literatura) www.masonica.es

© 2014 EntreAcacias, S.L. © 2014 Juan Antonio Espeso González

Ilustración de la portada: Fotografía de Juan Antonio Espeso González Ilustración de la contraportada: Sir Philip Burne Jones (1899)

EntreAcacias, S.L. Apdo. de Correos 32 33010 Oviedo - Asturias (España) Teléfono/fax: (34) 985 79 28 92 [email protected]

1ª edición: mayo 2014

ISBN: 978-84-942629-0-2 Edición digital

Reservados todos los derechos. Queda prohibida, salvo excepción previs-ta en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad inte-lectual (arts. 270 y ss. del Código Penal).

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A mis hijos Alberto e Iván. La vida será la mayor aventura.

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¿Quién ha olido el humo de la leña en el crepúsculo? ¿Quién ha escuchado el crepitar de la madera?

¿Quién ha aprendido a interpretar rápidamente el sentido de cada murmullo de la noche?

Dejadle proseguir con sus compañeros, para que los jóvenes dirijan sus pasos a los campamentos

donde quieren estar. Donde más disfrutan.

RUDYARD KIPLING

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NOTAS A UNA OBRA MAESTRA

JUAN ANTONIO ESPESO

PRESENTACIÓN

LA AVENTURA COMO IDEA DE

VIDA

Los mundos de Kipling han sido desde mi infancia el territorio de mis aventu-ras. Lo fueron en el paraíso fértil de la imaginación de un niño soñador. Tam-bién en la ambientación de los juegos que protagonicé junto a esos amigos de la película Cuenta conmigo. Aquellos como los que nunca volverás a tener otros iguales.

Le seguí durante décadas por la selva de Seonee. Leí y releí las lecciones de Mowgli cien veces (casi me atrevería a asegurar que literalmente) haciendo lec-turas más maduras a medida que cre-cía, captando sutiles enseñanzas sólo

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reservadas para los iniciados en sus se-cretos.

Aprendí de memoria personajes, pa-sajes, texturas, miedos, olores y sabores que sólo estaban en aquellos mundos. Descubrí de adolescente, y luego de jo-ven y adulto, que su magia no se que-daba en las andanzas del niño lobo. A mis manos llegó Kim de la India, «Si», Gunga Din, El hombre que pudo reinar, Capitanes intrépidos… Luego vinieron estos personajes y otros en palabras o en lenguaje cinematográfico encarnados por Cary Grant, Spencer Tracy, Errol Flynn, Peter O´Toole, Sean Connery, Michael Caine, Christopher Plummer..., delirantes parodias como la de Peter Se-llers en El Guateque e incluso infames versiones de dibujos animados de Dis-ney.

De Rudyard Kipling aprendí el ver-dadero sentido de la aventura, el de la vida como camino, que es un concepto que se repite constantemente en su obra. El del descubrimiento, el del aprendizaje, el de obedecer códigos personales de honor hasta las últimas consecuencias. Sus personajes son com-pletos, integrales (e íntegros a su mane-ra) y poliédricos. Humanos hasta cuan-do se encarnan en animales. Con reglas éticas e incoherencias en la persecución de su cumplimiento. Soledades indivi-duales que se enfrentan a sus destinos

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por si mismos aunque siempre se ro-deen de amigos verdaderos con los que compartir ese viaje. Como en la escena final de El hombre que pudo reinar, en Gunga Din, en la individualidad del hombre al que se dirige en «Si», en el viaje final de Mowgli abandonando la selva hacia el poblado de los hombres (uno de los pasajes más hermoso jamás escritos de la historia de la literatura), en el enfrentamiento entre Rikki—Tikki—Tavi y Nagaina, en las decisio-nes que ha de tomar Kotick o «Toomai el de los elefantes»... Individuos que, aunque acompañados siempre de ami-gos leales (otras dos de las constantes de Kipling: lealtad y amistad) en reali-dad se enfrentan solos a lo que les tiene reservada la vida.

Las vivencias de los protagonistas de Kipling siempre conllevan recorrido vi-tal, asombro ante lo nuevo, paisajes in-creíbles, amistad varonil, nobleza, ho-nor, riesgo, lugares alejados de los lími-tes de la civilización, estética austera hasta cuando se trata de buscar teso-ros…

… Aventura con mayúsculas.

El hombre que pudo reinar es el pa-radigma de esta idea. Relato de frontera por excelencia, del verdadero sentido de la amistad, de la hombría, del valor y la validez de los auténticos códigos de

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ANOTAR UNA OBRA MAESTRA

PANORÁMICA GENERAL DE UNA

ÉPOCA

honor. De la hermandad.

Un texto como este merece el mejor de los tratamientos. Adaptar y anotar a un premio nobel no exige menos. Espe-ro que la mejor muestra de calidad y dedicación de mi trabajo venga del res-peto con que venero al autor y la reve-rencia que le profeso desde hace déca-das.

He querido pues acercar su lectura aún más a los nuevos lectores de Ki-pling mediante un lenguaje inmediato y comprensible sin eludir todo aquello que le da su majestad. Se respiran en el texto localismos y giros que permiten hacerse una idea de la época, la organi-zación política, la velocidad de las co-municaciones, los grupos sociales, el paisaje, las reglas de urbanidad, el cli-ma.. pero he acentuado la faceta aven-turera y la relación de amistad de los personajes protagonistas.

Los principios morales que subyacen al relato, que son los que le otorgan su verdadera personalidad, están ahí, para quien los quiera ver y aprender algo de ellos. Que sea cada cual quien saque sus propias lecturas y códigos.

Kipling ha sido definido a menudo

como el escritor del colonialismo britá-nico. Este fenómeno geopolítico marcó (o constituyó) toda una época en todos

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EL COLONIALISMO Y EL IMPERIO

BRITÁNICO

los sentidos y la literatura no queda fuera de esta influencia. Sus narraciones no sólo lo tienen como marco o ambien-tación. Lo ensalzan a veces expresamen-te y otras de un modo más tácito e in-cluso simbólico, metafórico o fabulísti-co. Evidentemente lo hace desde su fa-ceta más romántica y aventurera, sin detenerse en los aspectos más histórica y socialmente criticables. Pero es que Kipling no hace ensayo histórico mar-xista, hace magia. Te eleva a estados imaginarios robándote el control de tu mente durante un tiempo de tu existen-cia para meterte en mundos inventados. Hace literatura.

Es un moralista. Todo lo que escribe está impregnado de valores que alaba y de otros que denigra con su indiferencia evitándolos. Ello hace que a menudo la realidad que crea haya sido tachada de rosa o de «mera» narrativa juvenil. Y sin embargo hasta sus fábulas se diri-gen en el fondo al público adulto, aun-que sus protagonistas a menudo sean niños y jóvenes, y se trate de literatura de aventuras pura y dura de la conside-rada «evasiva» o sin pretensiones. No hay conflicto existencial entre sus per-sonajes, no hay tragedia ni amores en-cendidos y pasionales, pero sin embar-go sus temas son universales, «shakes-pirianos» y vigentes. Se trata de una moraleja continuada, tenue y modera-

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LA INGLATERRA VICTORIANA

LA REGIÓN: LA INDIA,

AFGANISTÁN…

da, pero radical en el fondo en su dife-renciación del bien del mal.

Y ello es reflejo, sin duda, de la socie-dad en la que nació, se educó y vivió. Una visión del mundo de la que se sien-te orgulloso y a la que canta. Un impe-rio que desde su metrópoli exporta principios éticos mientas importa mate-rias primas. Un código que valora por encima de todo la atemperación en las formas pero el extremo en los princi-pios y las experiencias. Cuyos héroes reales y de ficción se caracterizan por sufrir tormento sin traicionar a sus compañeros manteniendo media sonri-sa y sorna flemática. Capaces de arries-gar sus vidas en los fríos polares, las ba-tallas más sangrientas y las selvas más alejadas.. pero llevando su Inglaterra donde vayan, vistiéndose para cenar y desplegando la loza en medio de la sa-bana para el té de las cinco o el cham-pan en el polo para las celebraciones. Con clase. Con corrección y elegancia.

Un imperio se caracteriza por su terri-torialidad además de por las cuestiones económicas y sociales que conlleva. En ese sentido todo nuevo espacio sobre el que ir avanzando supone exploración, descubrimiento, conquista, compañe-rismo, camaradería, amistad, riquezas, tesoros... La esencia de la aventura. Y aunque todos los nuevos lugares abier-

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EL GRAN JUEGO

tos a ese avance a lo largo de la historia tienen mucho de eso, nadie como los británicos ha sabido explotar estética-mente la identificación de sus progresos sobre el tablero del mapa con el ideal «deportivo» vital del aventurero.

Los paisajes coloniales han sido su-mamente diversos: India, Sudafrica, Arabia, Afganistán, Turquía, Egipto,.. y sin embargo la imagen del explorador victoriano, del Stanley de turno o del «supuesto» Dr. Livingstone con su sala-cot, o del Shakleton envuelto elegante-mente hasta en pieles de foca y reno, acompañan siempre nuestra imagen de estos lugares como personificación de la aventura y de la Gran Bretaña más ro-mántica. El propio Kipling hace una be-lla metáfora del espíritu incansable de los exploradores británicos en la bús-queda que kotick, la foca blanca, hace en su relato homónimo.

Porque uno de los rasgos caracteriza-dores de este colonialismo victoriano es el de ver el mundo como un gran table-ro del juego de Risk para sus avances, batallas, exploraciones y conquistas. Una forma de abordar la realidad como si por nacimiento se tuviera derecho a tomar de ella lo que se desee y a lo que en el mismo mundo se contiene (para-fraseando a Kipling en «Si»). Un «gran juego» que además se convierte en de-

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UN MUNDO MASCULINO

nominación de todo un tipo de aventu-ras en sus relatos: el de las correrías de frontera, de espionaje, de descubrimien-to y secretos, de disfraces, de hacerse pasar por nativos, de esconderse, de ocultarse tras maquillajes improvisa-dos, de observar y tomar notas disimu-ladamente (como otro gran héroe victo-riano que también pisó esas tierras y las regó con su sangre, Lord Baden—Powell, enseñó a los niños ingleses de su época haciéndoles vivir aventuras como boy—scouts en el movimiento que fundó). Un juego que se juega … a menudo haciéndose pasar por lo que no se es.. en el polvo de los desiertos y los caminos, en las dunas, en las estaciones de tren por el paso del Khyber, por la selva, por Afganistán y la India entera.

Y un juego que es jugado por hom-bres. En el que el papel de la mujer es el de distracción y obstáculo a evitar o a lo sumo de codiciado premio que materia-liza la locura y causa todas las desgra-cias. Véase si no el trato al que llegan Dravot y Carnehan al inicio de su aven-tura, o el rol que tiene la niña del po-blado humano en El libro de las tierras vírgenes y que recibe un tratamiento magistral en el capítulo «Correteos primaverales» de ese mismo texto.

Hay una cierta misoginia latente en las historias de Kipling (como lo hay en

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EL AUTOR

KIPLING, ESCRITOR DEL

IMPERIO

las del Sherlock Holmes de Conan Doy-le, otro retratista del imperio, este más desde su óptica urbanita y de la metró-poli). Justo la necesaria para dar prota-gonismo épico a la relación entre hom-bres, la amistad con mayúsculas para este autor. La que hace falta para crear un mundo masculino en que la ambi-ción, la aventura, la violencia, la reser-va, los silencios cómplices, el sarcasmo y la flema ante el peligro parezcan con-naturales.

Ya hemos hablado de su faceta como bardo del colonialismo. Nacido en Bombay, en pleno corazón de la «joya de la corona» del imperio. Hijo de mili-tar. Mitad sahib británico y mitad coolie indio. Como su personaje Kim. Miem-bro, por humilde que sea su extracción, de la casta de los elegidos, los blancos. Mezcla de un sentido inculcado de la superioridad blanca paternalista del imperio, con una educación y creci-miento desarrollado en el marco de un fuerte sistema de clases y castas, quizás más fuerte incluso que el británico: el indio. Educado sólo, sin presencia pa-terna ni materna, en Inglaterra de los seis a los doce años.

Todo ello se vuelca de manera a veces subconsciente e involuntaria en sus es-critos, pero en la mayor parte de las ocasiones hay una gran conciencia e in-

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TRAYECTORIA,

OBRAS Y PREMIO NOBEL

tención en este acto.

Kipling ejerce de periodista y de co-rresponsal de guerra. Acompaña a las tropas en sus avances. Conoce de pri-mera mano la vida del soldado y del hombre de frontera. Sus anhelos, nece-sidades, miedos, arrojo, lealtades... El reflejo en sus obras de valores como la amistad o la camaradería entre hombres son resultado de vivencias concretas y reales. Sus poemas a menudo son los partes periodísticos de guerra de estas experiencias en forma rimada. Como por ejemplo la heroica historia del mero aguador, prácticamente un esclavo de la más ínfima casta, que sólo quería ser soldado en Gunga Din.

Él mismo se retrata como personaje en algunas de sus historias en el papel de narrador para resaltar la veracidad de las mismas.

Viajero incansable, antes de cumplir 30 años había conocido a Mark Twain en su periplo norteamericano y visitado lugares tan alejados entre si como Ja-pón, Australia, Canadá, Nueva Zelan-da, San Francisco, Singapur, Hong—Kong o Sudáfrica.

Como escritor obtuvo en vida un gran reconocimiento y rechazó en varias oca-siones premios y honores del calibre del título de Caballero de la Orden del Im-perio Británico, la Orden del Mérito o el

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KIPLING Y LA MASONERÍA

premio nacional de poesía inglesa. No lo hizo por snobismo, sino antes por modestia. Aceptó sin embargo en 1907 el Nobel de literatura siendo el más jo-ven galardonado hasta la fecha.

A su muerte fue enterrado en el «rin-cón de los poetas» de la abadía de Westmister junto a reyes y grandes de su país. Dejaba cinco novelas, más de 250 historias cortas y 800 páginas de versos.

Uno de los rasgos menos conocidos de la personalidad de este autor por el gran público español es su adscripción a la Francmasonería. Kipling fue inicia-do a los veinte años, en la logia Espe-ranza y Perseverancia Nº 728 de Laho-re, Punjab, India (hoy Pakistán). Como maestro masón llegó a ejercer en la misma como «Segundo Vigilante», uno de los cargos que, como veremos en el texto del relato, tiene para los masones más importancia.

El autor no solo no ocultó tal circuns-tancia sino que la presencia de este te-ma es una constante en su literatura. Contrariamente a lo que muchos lecto-res españoles puedan pensar el ser ma-són era en época victoriana para un bri-tánico, que viajaba además constante-mente, timbre de orgullo. El público de nuestro país se ve mediatizado al abor-dar esta realidad por la ingente campa-

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ña de descrédito que la masonería su-frió durante el franquismo. El poso ne-gativo de la publicidad oficial contra una orden tenida como originadora de todos los males imaginables impide casi acercarse a la misma con objetividad. Y sin embargo se da la paradoja de que el poema más famoso del masón más fa-moso de la historia de la literatura se enseñaba en los campamentos del fren-te de juventudes dado que era conocida la admiración que le tenía José Antonio Primo de Ribera.

SI

Si puedes conservar la cabeza cuando a tu alrededor

todos la pierden y te echan la culpa por ello;

si puedes confiar en ti mismo cuando los demás dudan de ti,

pero al mismo tiempo eres indulgente con su duda;

si puedes esperar y no cansarte de la es pera,

o siendo engañado por los que te ro-dean, no pagar con mentiras,

o siendo odiado no devolver odio, y sin embargo no parecer demasiado

bueno, ni demasiado sabio... Si puedes soñar y no dejar que los sue-

ños te dominen; si puedes pensar y no hacer de los pen-

samientos tu único objetivo;

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si puedes encararte con el triunfo y el

fracaso y tratar a estos dos impostores de la

misma manera; si puedes soportar escuchar la verdad

que has dicho tergiversada por bribones para tender

trampas a los necios, o contemplar destrozadas las cosas a las

que habías dedicado tu vida y agacharte y reconstruirlas con las he-

rramientas desgastadas... Si puedes reunir todos tus triunfos

y arriesgarlo todo de una vez a una sola carta,

y aun perdiendo comenzar de nuevo por el principio

sin dejar de escapar nunca una queja so-bre tu pérdida;

y si puedes obligar a tu corazón, a tus nervios y a tus músculos

a servirte mucho después de haber per-dido las fuerzas,

cuando solo te queda tu Voluntad que les dice «¡Continuad!».

Si puedes hablar con la multitud y per-severar en la virtud

o caminar entre Reyes y no cambiar tu manera de ser;

si no te puede dañar ningún enemigo, pero tampoco ningún amigo.

si todos los hombres pueden contar con-tigo pero ninguno demasiado;

si puedes emplear el inexorable minuto

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recorriendo una distancia que valga los sesenta segundos

tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,

y lo que es más, serás un hombre, hijo mío.

«SI» es un compendio del mensaje au-toconstructivo masónico que guio a Ki-pling en su vida, pero no es, ni mucho menos la única aparición de la masone-ría en su literatura. De forma sumamen-te simbólica y metafórica lo hace en El libro de las tierras vírgenes, en el que para el iniciado los paralelismos son evidentes. De una manera mucho más expresa lo hace en poemas y relatos como Kim de la India, en la que su pro-tagonista es auxiliado por una Logia militar dado su carácter de lovetón1, o en poemas como su «LOGIA MADRE», en que expresa el ideal de tolerancia que reinaba en su taller masónico con añoranza.

¡Al orden de aprendiz!... Llamábamos y adelante...

Y entrábamos en Logia... La Logia en que yo era

Segundo Vigilante.

Fuera nos decíamos «Sargento «o «Señor» ; «Salud» o «Shalom»;

dentro, en cambio »Hermano», y así estaba bien.

1 Hijo de masón adoptado por su Logia.

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LA MASONERÍA

Nos encontrábamos en el Nivel y nos des-pedíamos en la Escuadra.

Estaban, Saúl el contador, judío de Aden, Din Mohamed de la oficina del Catastro,

el señor Chuckerbutty Amir Sing, el Sikh

y Castro, del taller de reparaciones, que era católico romano.

Hombres allí de todas las razas se han unido

cada uno se refería al Dios que conocía me-jor,

Y, después de tantas palabras, Dios, Mahoma y Shiva jugaban al escondi-

te dentro de nuestras cabezas. ¡Cuántas veces he deseado volver a verlos

a todos! A todos los de mi Logia Madre.

Recordando a mi Logia siento ganas de volver a estrechar fuertemente la mano de mis hermanos blancos y de aquel otro

hermano de color, que llegaba de tierras africanas.»

…Y por supuesto, como veremos en detalle durante la lectura de la obra, en El hombre que pudo reinar.

La pertenencia a la masonería era pa-ra un británico «de pro» en plena época victoriana (en la que el propio príncipe Eduardo era cabeza de la orden) una derivada lógica.

La masonería moderna había nacido en Londres en 1717 y se había extendi-do rápidamente acompañando al impe-rio en su crecimiento como parte misma

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LA FRANCMASONERÍA

BRITÁNICA

del fenómeno. Curioso ejercicio de la-boratorio en el que para huir de la sepa-ración de clases se establecían marcadas jerarquías internas, para tratarse con to-lerancia de iguales sin la diferencia en-frentadora de las religiones se fijaban ri-tuales y liturgias milimétricos, en el que para salir de la ahogante sociedad vic-toriana excesivamente formalista y pa-cata enamorada de si misma hasta el punto de crear una cierta idealización romántica fantástica y autocomplacien-te con sus súbditos, se creaban ambien-taciones teatrales y cargadas de un rico simbolismo proveniente del mundo de los obreros y la construcción de las ca-tedrales góticas. Paradoja la de una or-den que nace para permitir a sus miem-bros ejercer el librepensamiento y la ayuda mutua extendiendo por el mun-do principios e ideales liberales y que servirá en su devenir a revoluciones burguesas (Francia, Estados Unidos, Sudamérica, Cádiz...) pero que termina siendo uno de los mayores símbolos de la época victoriana e imperial.

En aquella época cada pequeña loca-lidad y regimiento por todo el imperio contaba con su propia Logia en la que los hombres departían libremente fuera de las estrictas normas de clase de la so-ciedad «profana», convivían socialmen-te, se relacionaban como iguales, desa-rrollaban su comunidad, ejercían la ca-

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UNIVERSALISMO MASÓNICO

(FRATERNIDAD

ridad y la tolerancia mutua, construían en paralelo su propia individualidad re-forzándose entre ellos su visión perso-nal y su sentido de ayuda, fraternidad y hermandad.

Ese rasgo de iniciadora y de vigilante de la pureza de los comienzos hizo que la masonería británica tuviera en su evolución caracteres propios y recono-cibles. No es el menor de ellos el elitis-mo de arrogarse el derecho de dar carta de legalidad (regularidad) a las «verda-deras» masonerías que vayan apare-ciendo por el mundo. El intento de ale-jarse ante los poderes políticos, religio-sos y económicos, de la visión de revo-lucionaria que en otros países empezó a tener gracias a las posibilidades que el secretismo de sus juramentos permitía a los conspiradores, también contribuyó a hacer de la masonería de corte inglesa una hermandad más conservadora y volcada en los aspectos menos «socia-les» a cambio de ejercer la caridad pa-ternalista de los pudientes que en ella se reunían a modo de club. Otros derro-teros siguió la masonería de cortes fran-cés y alemán a partir de aquel momen-to.

El componente colonial acentúa la cuestión. Imperialismo suponía viajes constantes, cosmopolitismo, negocios por todo el mundo. Y la francmasone-

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SIN FRONTERAS)

MASONERÍA Y COLONIALISMO

EL HOMBRE QUE PUDO REINAR

EL RELATO CORTO DE AVENTURAS COMO GÉNERO

ría, extendida por todo el imperio como una red de autoayuda y contactos entre sus miembros, sirvió al colonialismo y al imperio mismo como red que recibía, ayudaba a los recién llegados y abría puertas en los primeros momentos por todo el orbe de influencia anglosajona: India, Sudáfrica, Estados Unidos, Afga-nistán.

Las «logias militares» fueron así mis-mo un típico producto de la época. Acompañaban a los soldados y oficiales en sus progresos y conquistas, llevando de paso la masonería a los confines del imperio a medida que este avanzaba. Como punta de lanza. Con ellas la francmasonería llegó primero y más le-jos que ninguna otra sociedad en aque-llos tiempos.

Y llegamos así, una vez creado el marco en la mente del lector para que entienda muchas cosas, al análisis de la obra que nos ocupa.

El hombre que pudo reinar es el lien-zo en que todos estos aspectos citados se mezclan de manera magistral. Y pe-queño es el tamaño de este cuadro para un lienzo y un marco tan enormes. Esa es una de sus grandes genialidades. Ki-pling elige para una de sus obras maes-tras el formato de relato corto, como hace Konrad con su Corazón de las Ti-nieblas o su Juventud, o como otros

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LA AMISTAD

contemporáneos como Poe o Conan Doyle para buena parte de las suyas.

En este «cuento» están presentes los temas universales de Rudyard Kipling. Los mismos que aparecen en Kim, en El Libro de las tierras vírgenes y en buena parte de su obra: la aventura, la amis-tad, la masonería.. y todo ello enmarca-do en el colonialismo victoriano que tanto juego da a la literatura de este ti-po.

El hombre que pudo reinar es antes que nada un épico canto a la amistad. Un bello tratado en forma de relato. Un De amicitia disimulado tras la búsque-da ambiciosa de tesoros y riquezas por paisajes desérticos y hostiles que dan escenario a la aventura.

El concepto de amistad de Kipling es una idea muy personal. En sus relatos y novelas hay parejas de amigos como la de esta historia (Carnehan y Dravot), cuadrillas como los lobos de la familia de Mowgli o sus amigos en el mayor sentido de la palabra: Baloo, Bagheera, Akela y Kaa. O todos los animales po-bladores del jardín y la casa que guarda Rikki-Tikki-Tavi. Hay amistad entre iguales en sus mundos, pero también la hay entre superior formal e inferior (el maestro de la ley de la selva con el niño lobo, los oficiales con el aguador, el ma-rinero curtido con el grumete). Los amigos son para Kipling el decorado

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humano de la vivencia del protagonista. Encarnan la lealtad, aunque siempre lo haga bajo la mirada de sus amigos lo cierto es que al final el héroe se enfrenta solo a su destino alejándose por el ca-mino dejándoles a su espalda mientras mira de frente lo que le espera.

Su idea es la de la amistad callada y reservada de los héroes cansados que encontramos en la literatura española más actual en el Alatriste de Pérez-Reverte. La relación que este autor hace que tengan entre si sus personajes con sus amigos es la misma. Una idea de amistad que «se nutre de silencios opor-tunos, jarras de vino y estocadas espal-da contra espalda». Una amistad mas-culina y viril. De nobleza en el mante-nimiento de los secretos mutuos. La amistad de quien daría la vida por el otro pero nunca reconocería en público este grado de intimidad, solo la pondría en práctica. Sin comentarla. Sin pedir explicaciones. Sin darlas. Punto.

Esa amistad que no hace falta cuidar. Que se mantiene sola tales son de fuer-tes los lazos con que nació. La amistad de la infancia compartida, de la her-mandad de sangre de los soldados, de la intensidad de los recuerdos comu-nes.. una amistad verdadera, no impos-tada tras risas falsas o intereses de al-gún tipo. Una amistad flemática, britá-nica. La que se puede dar entre perso-

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LA MASONERÍA EN LA OBRA

nas que se tratan de usted. Un concepto que tiene mucho que ver

con el de camaradería de los soldados que pueblan la experiencia vital de Ki-pling, de quienes viven experiencias muy intensas juntos en un mundo mas-culino que exige el refuerzo mutuo ante el peligro. Una idea de amistad que está muy conectada a la de valor entendido como compañerismo, sacrificio y vida de aventura del que no sabe cuánto va a durar su vida ni qué hace realmente en tierra tan alejada de su hogar, ..y que ha de buscar esa respuesta en los rostros de sus compañeros en la trinchera. Sa-biamente supo captar su idea la adapta-ción al cine de Gunga Din en el trío de oficiales británicos que la protagonizan. Esa es la amistad entre Dravot y Car-nehan en El hombre que pudo reinar.

Una idea de amistad relacionada por fin con otra constante en la obra de Ki-pling, la de la hermandad. La amistad elevada a su máxima expresión, subli-mada al concepto de compartirlo todo con el desconocido con el que te une al-go, por ejemplo un símbolo, un jura-mento, una frase en clave con la que re-conoces al hermano. Y ahí es donde en-tra la masonería.

Magistralmente retratada en «Los hermanos de Mowgli» es la amistad hasta el esfuerzo supremo, sin límites

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EL COLONIALISMO

LA AVENTURA

con quien te es desconocido y entra en tu vida de pronto. La materialización del cumplimiento de tu propia palabra. Un corporativismo romántico elegido voluntariamente en base a la confianza en quien ha sido iniciado en una Logia Masónica en algún lugar del Mundo.

Aquella idea era importante para Ki-pling. Lo fue desde el punto de vista práctico en su vida y así la quiso home-najear dándola espacio reservado en los mejores de sus textos.

El hombre que pudo reinar rezuma para terminar sentido de la aventura en su máxima expresión y se desarrolla de manera genial en uno de los marcos es-cénicos que más han hecho para dotar de escenario creíble a esta: el colonia-lismo del imperio británico, la explora-ción de nuevos territorios por conocer, levantar mapas y conquistar para su reina. La estética militar cansada pero consciente de su deber. El código a ve-ces difícil de entender de dos pillastres que en el fondo son hombres de honor. la visión de los hombres que saben que tras el horizonte hay nuevas oportuni-dades para quien se atreva a dar el paso el frente de dirigir sus propios destinos y vivir sus vidas sin más ataduras que las que ellos mismos se establezcan en un contrato personal e íntimo en cada momento.

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Hermano de un príncipe y amigo de un mendigo con tal de que sea digno.2

La Ley, como dice la cita, establece una norma de vida, una que no es fácil de cumplir. En varias ocasiones me he asociado con mendigos en circunstancias que no permitían saber a ciencia cierta si el otro era digno. Aún tengo pendiente ser hermano de un príncipe, aunque una vez rocé la realeza con quien podría haber sido un auténtico monarca, quien me prometió que heredaría un reino con su ejército, su corte de justicia, sus rentas y todas sus estructuras políticas. Pero a día de hoy mucho me temo que mi rey ha muerto, y que si quiero una co-rona tendré que salir yo mismo a buscarla por mi cuen-ta.

2 La antigua fórmula resume el espíritu igualitario propugnado por la masonería. Los francmasones la repiten en sus rituales pa-ra subrayar que entre ellos no establecen otra diferencia que no sea la de la honradez incluso por encima de las clases sociales. Rudyard Kipling conoció bien la frase como masón que era. En su poema más famoso «IF» hace una interpretación personal cuando dice: «Si eres capaz de caminar entre reyes sin cambiar tu manera de ser...» . Es esta una historia de masones, y con una ci-ta masónica debe comenzar.

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Todo empezó en el tren que hace la ruta entre Ajmir y Mhow. Había tenido un déficit de presupuesto que me obligaba a viajar no ya en segunda clase, que sólo cues-ta la mitad que la primera, sino en intermedia, que es realmente espantosa. En clase intermedia no hay cojines y los pasajeros son o bien «intermedios», es decir, eura-siáticos o nativos, lo cual para un viaje largo nocturno resulta repugnante, o bien vagabundos, que son diver-tidos pero siempre están borrachos. Los viajeros de cla-se intermedia no frecuentan la cantina del tren. Llevan su propia comida en hatillos y cacerolas, les compran dulces a los vendedores nativos y beben agua en los charcos al borde del camino. Ésta es la razón por la que cuando llega la estación calurosa mueren bastantes clientes de clase intermedia en los vagones, y de que en cualquier temporada y con cualquier clima la gente los mire por encima del hombro.

Viajé solo en mi compartimento hasta que llegué a Nasirabad, donde subió un caballero de oscuras y po-bladas cejas negras que iba en mangas de camisa. Si-guiendo lo que es costumbre entre los pasajeros de esta clase se pasó allí todo el resto del día. Era un trotamun-dos, un vagabundo como yo mismo, pero con un pala-dar refinado para el whisky. Contó historias sobre cosas que había visto y hecho, de perdidos rincones del Im-perio en los que se había internado, y aventuras en las que se había jugado la vida por la comida de unos po-cos días.

—Si la India estuviera llena de hombres como usted y como yo, que, como los cuervos, no saben dónde van a conseguir el alimento para pasar el día siguiente, no aportaríamos setenta millones al tesoro imperial, sino setecientos —dijo; y observando su boca y su mentón me sentí inclinado a darle la razón.

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Hablamos de política —la política de los haraganes, que ven cosas debajo de las apariencias, justo donde la pared no se ha enlucido todavía con yeso— y hablamos de temas postales, porque mi amigo quería mandar un telegrama a Ajmir desde la siguiente estación, que es donde se desvía la línea entre Bombay y Mhow cuando viajas hacia el oeste. El capital de mi amigo sólo ascen-día a ocho annas, que reservaba para comer, y yo no te-nía dinero en absoluto, debido a las dificultades de pre-supuesto de las que antes he hablado. Además, me di-rigía a una zona deshabitada donde, aunque debería volver a tener ingresos de la Hacienda Pública, no había oficina de telégrafos. Me era, por tanto, imposible ayu-darle de ningún modo.

—Podríamos amenazar a un jefe de estación y obli-garle a que nos fíe el precio del telegrama —dijo mi amigo—, pero eso arrastraría un montón de preguntas, y en estos momentos me traigo varios asuntos entre manos ¿No ha dicho antes que iba a viajar de vuelta en este mismo tren dentro de unos días?

—Dentro de diez días —contesté. —¿No podrían ser ocho? —dijo él—. Mi asunto corre

prisa. —Puedo enviar su telegrama dentro de diez días, si

eso le sirve — propuse. —Ahora que lo pienso, no puedo confiar en que el te-

legrama llegue a tiempo. La cuestión está así. Verá, él sale de Delhi hacia Bombay el 23. Eso quiere decir que pasará por Ajmir durante la noche del 23.

—Pero yo voy al desierto Indio —expliqué. —Miel sobre hojuelas —dijo—. Usted tiene que hacer

trasbordo forzosamente en el cruce de Marwar para en-trar en el territorio de Jodhpore, y él pasará por el cruce de Marwar en la madrugada del 24 a bordo del Correo

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de Bombay. ¿Puede estar en el cruce de Marwar a esa hora? No le supondrá ninguna molestia pues sé por mí mismo que hay pocas ganancias esperando que alguien las recoja en estos estados centrales de la India, incluso haciéndose pasar por corresponsal del Backwoodsman.

—¿Ha usado esa artimaña alguna vez? —Muchas veces, pero los residentes acaban por des-

cubrirte y te escoltan hasta la frontera antes de que di-gas esta boca es mía. Pero volvamos a mi amigo. Tengo que hacer que el mensaje le llegue de palabra para que sepa lo que me ha pasado o no sabrá lo que tiene que hacer o adónde ir. Le quedaría muy agradecido si vol-viera de India Central a tiempo para alcanzarle en el cruce de Marwar y decirle: «Se ha ido al sur a pasar la semana». Él lo entenderá. Es un hombre grande con una barba pelirroja, un verdadero dandy. Lo encontrará durmiendo como un caballero, rodeado de todo su equipaje, en un compartimento de segunda clase. Pero no tema. Simplemente baje la ventanilla y diga: «Se ha ido al sur a pasar la semana», y él comprenderá el men-saje. Sólo tendrá usted que acortar dos días su estancia en aquellas tierras. Se lo pido como extranjero... que va al oeste —dijo con énfasis.

—¿De dónde viene? —pregunté. —Del Este —contestó—; y sinceramente espero que

haga usted lo que le pido y le dé mi mensaje, Se lo pido por la memoria de mi madre y de la suya.3

3 Con este antiguo intercambio de frases en principio inocuo para el profano que pueda oírles (y otras fórmulas secretas, además de con sus propios símbolos, toques y señas solo conocidas por ellos) se dan a conocer desde tiempos inmemoriales los masones entre sí. Ambos se reconocen así como hijos de la misma madre, «hijos de la viuda» y por tanto hermanos, y quedan desde ese

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Los ingleses no solemos ablandarnos simplemente porque se apele a nuestras madres, pero por ciertas ra-zones, que pronto serán evidentes, contesté afirmati-vamente.

—Es más importante de lo que parece —dijo—, y por eso le pido que lo haga... y ahora sé que puedo confiar plenamente en usted. Recuerde: Un vagón de segunda clase en el cruce de Marwar, con un hombre pelirrojo durmiendo dentro. Yo me bajo en la próxima estación, y allí tengo que quedarme hasta que él llegue o me mande lo que tiene que enviarme.

—Si le encuentro le daré su mensaje —dije—; y por la memoria de su madre y de la mía le daré un consejo. No intente hacerse pasar por corresponsal del Ba-ckwoodsman en este momento por los estados de India Central. El verdadero está por la zona, y eso puede cau-sarle problemas.

—Gracias —se limitó a decir—. Y ¿cuándo se irá ese cerdo? No voy a morirme de hambre sólo porque él me arruine mis «negocios». Quiero localizar al rajah de De-gumber por un asuntillo relacionado con la esposa de su fallecido padre, y darle un buen susto.

—¿Qué le hizo el rajah a la viuda? —La atiborró de pimienta roja, la colgó de una viga y

la mató a golpes de zapatilla. Lo descubrí yo mismo, y soy el único hombre que se atrevería a entrar en el es-tado para vender su silencio por dinero. Intentarán en-venenarme, como hicieron en Chortumna cuando quise hacer un poco de fortuna por allí. ¿Le dará mi mensaje a mi hombre en el cruce de Marwar?

instante obligados a ayudarse uno al otro en cumplimiento de su juramento.

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Se apeó en una pequeña estación al borde del camino, y yo reflexioné. Había oído hablar más de una vez so-bre tipos que se hacían pasar por corresponsales de pe-riódico y sangraban a los pequeños estados nativos con la amenaza de airear los chanchullos locales, pero nun-ca había conocido a uno de esta catadura. Llevaban una vida muy dura y por lo general solían morir de forma repentina. Los estados nativos tienen pánico hacia los periodistas ingleses, que pueden dar a conocer sus par-ticulares métodos de gobierno, y hacen lo que pueden para ahogar a sus corresponsales en champaña o do-blegar sus principios con un landó de cuatro caballos4. Todavía no se han dado cuenta de que a nadie le im-porta un bledo cómo administren sus estados mientras la represión y el crimen se mantengan dentro de unos límites decentes, y que el gobernador no esté drogado, borracho o enfermo en todo momento. La Providencia creó los estados nativos para que nos suministraran paisajes pintorescos, tigres y temas para escribir obras de calidad. Son lugares tenebrosos, llenos de inimagi-nable crueldad: Tienen por un lado ferrocarril y telégra-fo, y a la vez están todavía en los tiempos de Harun-al-Raschid5.

Cuando bajé del tren me dediqué a negociar con di-versos reyezuelos locales, y en ocho días mi vida vio muchos altibajos. En ocasiones vestía de etiqueta, me codeaba con príncipes y políticos, bebía en copas de cristal y comía en vajilla de plata. En otros momentos me encontraba tirado en el suelo devorando lo que po-día conseguir en un plato hecho de hojas, bebiendo de

4 Giro cuya traducción sería «sobornándoles mediante el lujo». 5 Personaje de las mil y una noches, antiguo gobernante musul-mán (Califa de Bagdad).

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los charcos y durmiendo bajo la misma manta que mi criado. Y ambas cosas en un mismo día.

En la fecha convenida, como había prometido, me en-caminé al Gran Desierto Indio. El tren correo nocturno me dejó en el cruce de Marwar, desde donde sale una pequeña, divertida y despreocupada línea de ferroca-rril, dirigida por nativos, que va hacia Jodhpore. El Co-rreo de Bombay que viene de Delhi efectúa una breve parada en Marwar. Llegamos prácticamente a la vez, y tuve el tiempo justo para correr hasta el andén y echar una ojeada a los vagones. Solo había uno de segunda clase en todo el tren. Bajé la ventanilla y descubrí una flameante barba roja, medio oculta por una manta de viaje. Aquél era el hombre, profundamente dormido, así que le di un suave codazo en las costillas. Se desper-tó con un gruñido, y vi su cara a la luz de las farolas. Era una cara notable, magnífica.

—¿Otra vez los billetes? —preguntó. —No —dije—. Estoy aquí para decirle que él se ha

ido al sur a pasar la semana. ¡Se ha ido al sur a pasar la semana!

El tren había empezado a moverse. El hombre pelirro-jo se frotó los ojos.

—Se ha ido al sur a pasar la semana —repitió—. ¡Va-ya cara más dura!. ¿Le dijo que le daría una propina a cambio? ...Porque no lo voy a hacer.

—No dijo nada —contesté. Salté del estribo y vi cómo se perdían las luces rojas

en la oscuridad. Hacía un frío espantoso porque el vien-to soplaba desde las arenas del desierto. Subí a mi pro-pio tren, esta vez a un buen vagón, y me quedé dormi-do.

Si el hombre de la barba me hubiera dado una rupia, la habría guardado como recuerdo de tan curiosa aven-

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tura. Pero la conciencia de haber cumplido con mi de-ber fue mi única recompensa.

Algo más tarde me dio por pensar que dos caballeros como mis nuevos amigos no podían estar tramando nada bueno fingiendo ser corresponsales. Y que si se dedicaban a chantajear a gente en una de esas pequeñas ratoneras que son los estados de India Central o del sur de Rajputana, era muy posible que terminaran teniendo serios apuros. Así que me tomé la molestia de describir sus rasgos lo más fielmente que pude a personas que podían estar interesados en deportarlos. Lo debí hacer bien pues luego me enteré de que los detuvieron y tra-jeron hasta la frontera de Degumber.

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Pasó el tiempo y me convertí en una persona respeta-ble. Volví a encerrarme en una oficina donde no había reyes, ni más episodios relevantes que los derivados de la elaboración diaria de un periódico. Una redacción parece atraer a cualquier tipo de persona que se pueda imaginar, lo cual afecta negativamente a la disciplina. Llega una dama de la misión Zenana6 y le ruega al edi-tor que abandone inmediatamente todas sus obligacio-nes para describir una cristiana entrega de premios en algún tugurio de un pueblo inaccesible; un coronel re-levado del mando se sienta y esboza las ideas para una serie de diez, doce o veinticuatro artículos de primera plana sobre los derechos de antigüedad frente al ascen-so por selección; un misionero quiere saber por qué no le han permitido desviarse de su habitual batería de improperios para permitirle así insultar a otro misione-ro usando el anonimato del «nosotros»; una compañía teatral sin recursos se presenta en pleno para explicar que en ese momento no puede pagar sus anuncios, pero

6 Misioneras anglicanas que evangelizaban a las mujeres indias en sus casas.

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que lo hará, con intereses, en cuanto vuelva de Nueva Zelanda o de Tahiti; un inventor de máquinas para mo-ver punkahs7, de sistemas de enganches para carruajes, de ejes de ruedas o de espadas irrompibles, viene con todo perfectamente especificado y documentado en sus bolsillos llenos de presupuestos y papeles esperando que le dediques varias horas; gente cuya relación con-migo se limita a tomar el té redacta sus folletos de pro-paganda con mis plumas de la oficina; la secretaria de un comité de danza clama por ver descritas con más de-talle las glorias de su último baile; aparece entre frufrú de sedas una dama desconocida y dice: «Quiero que me imprima inmediatamente cien tarjetas de invitación, por favor», considerándolo, evidentemente, parte fun-damental de las obligaciones de un editor; todos los ru-fianes disolutos que han recorrido penosamente la Gran Carretera-Principal alguna vez se empeñan en pedir trabajo como correctores de pruebas. Y mientras tanto el teléfono suena todo el rato como un loco porque los reyes están siendo asesinados en Europa y los Imperios están diciendo «Ahora te toca a ti reinar», y el señor Gladstone invoca el fuego del infierno para que se de-rrame sobre el Imperio Británico, y los pequeños negros aprendices de copista gimotean como abejas cansadas para que les des más copias manuscritas con las que alimentar las rotativas y la mayoría del papel está tan vacío como el escudo de Mordred.8

7 Los hemos visto en las películas. Se trata de los grandes abani-cos colgantes del techo habitualmente movidos por sirvientes en las casas pudientes de las colonias en las que hacía calor. 8 Personaje legendario que encarna la traición para los británicos por haberse enfrentado en batalla contra el rey Arturo.

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Y esa es la época divertida del año. Hay otros seis me-ses durante los cuales nunca viene nadie, y el termóme-tro sube, pulgada a pulgada, hasta el tope del cristal, y a la redacción sólo se deja entrar luz suficiente para leer, y las prensas, al tacto, están al rojo vivo, y nadie escribe nada salvo necrológicas o algo sobre algún es-pectáculo en las estaciones de las colinas. El sonido del teléfono se convierte entonces en un horrible tintineo, porque te comunica la muerte repentina de hombres y mujeres a quienes habías llegado a conocer bien, y el ca-lor pegajoso te cubre como un sudario, y tú te sientas y escribes: «Nos informan de un ligero incremento de la enfermedad en el distrito de Khuda Janta Khan. La na-turaleza del brote es puramente esporádica, y gracias a los enérgicos esfuerzos de las autoridades del distrito, ya está casi extinguido. Sin embargo hemos de informar con hondo pesar de la muerte de… etcétera».

Luego la enfermedad se declara realmente, y cuanto menos se informe y menos registro se deje, mejor para la tranquilidad de los suscriptores. Pero los Imperios y los reyes siguen divirtiéndose tan egoístamente como siempre y el presidente opina que un diario debe salir a la calle una vez cada veinticuatro horas, y toda la gente que veranea en las tierras altas dice en medio de sus di-versiones: «¡Por favor! ¿No podría ser más divertido el periódico? ¡Con la cantidad de cosas que seguro que es-tán pasando!».

Ésa es la cara oculta de la luna, y, como dice el anun-cio, «hay que probarlo para apreciarlo».

Fue durante esta época, una estación especialmente calurosa, cuando el diario empezó a tirar la última edi-ción de la semana los sábados por la noche, que es co-mo decir los domingos por la mañana, siguiendo la cos-tumbre de los diarios de Londres. Esto resultaba muy

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conveniente, porque inmediatamente después de que cerráramos la edición, el amanecer hacía que el termó-metro bajase de 36 grados a 29 durante media hora, y en ese frescor (nadie sabe cómo de frescos pueden ser 29 grados hasta que no ha rezado pidiendo que lle-guen) un hombre muy cansado puede quedarse dormi-do hasta que el calor le vuelve a despertar.

Un sábado por la noche me tuve que hacer cargo de la agradable tarea de cerrar la edición solo. Un rey, o un cortesano, o una cortesana, estaba a punto de morir, o una comunidad iba a tener una nueva Constitución, o algo importante iba a pasar al otro lado del mundo, y el diario tenía que seguir abierto hasta el último minuto en espera del telegrama. Era una noche negra como bo-ca de lobo, todo lo bochornosa que puede ser una noche de junio, y el loo, el viento ardiente del oeste, aullaba entre los árboles secos como la yesca, fingiendo que la lluvia le pisaba los talones. De vez en cuando una gota de agua casi hirviendo caía en el polvo con el pesado ruido del chapoteo de una rana, pero todo nuestro ago-tado mundo sabía que sólo era una imaginación. La sombra en la habitación de las prensas hacía que estu-viera un poco más fresca que la redacción, así que me senté allí, mientras la máquina de componer crujía y daba chasquidos. Los chotacabras ululaban en las ven-tanas, y los cajistas, casi desnudos, se secaban el sudor de la frente y pedían agua. El asunto que nos retrasaba, fuese el que fuese, no llegaba, aunque el loo amainaba y el último tipo de imprenta estaba en su sitio. Toda la tierra permanecía inmóvil en aquel calor sofocante, con el dedo sobre los labios, en espera del acontecimiento. Somnoliento, me preguntaba si el telégrafo era una bendición, y si el hombre que agonizaba, o la gente que luchaba, estarían enterados de las molestias que el re-

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traso estaba ocasionando. Aparte del calor y la preocu-pación no había un motivo especial para sentirse tenso, pero cuando las manecillas del reloj se acercaron len-tamente a las tres de la madrugada, e hice girar dos o tres veces los volantes de las máquinas para comprobar que todo estaba en orden antes de decir la palabra que las pondría en funcionamiento, habría empezado a dar gritos.

Entonces, el rugido y traqueteo de las rotativas hizo añicos la calma. Me estaba levantando para irme, pero me encontré con dos hombres con trajes blancos que es-taban de pie frente a mí. El primero dijo:

—¡Es él! —¡Claro que es é! —exclamó el segundo. Y mientras

se secaban la frente los dos se echaron a reír casi tan fuerte como el rugido de las máquinas

—Estábamos preparándonos para quedarnos dormi-dos en el suelo junto a la acequia cuando nos hemos fi-jado que había luz encendida al otro lado de la calle, y le he dicho aquí a mi amigo: «La redacción está abierta. Vamos a saludar al que nos sacó del estado de Degum-ber» —dijo el más bajo de los dos. Era el hombre que había conocido en el tren de Mhow, y su compañero era el barbudo pelirrojo del cruce de Marwar. Las cejas de uno y la barba del otro eran inconfundibles.

No me alegré de verlos; quería dormir, no pelearme con un par de vagos.

—¿Que quieren? —pregunté. —Media hora de charla con usted, frescos y cómodos,

en su oficina —dijo el hombre de la barba roja—. Nos gustaría beber algo... no me mires así, Pechey, el contra-to todavía no está en vigor... pero lo que de verdad queremos es consejo. No queremos dinero. Se lo pedi-

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mos como un favor porque nos enteramos de que nos jugó una mala pasada con lo del estado de Degumber.

Los llevé de la sala de prensas a la sofocante oficina con sus mapas en las paredes, y el hombre pelirrojo se frotó las manos.

—Esto sí que está bien —dijo—. Es el sitio que está-bamos buscando. Hemos llegado al lugar adecuado. Y ahora, señor, déjeme presentarle al hermano9 Peachey Carnehan, que es él, y al hermano Daniel Dravot, que soy yo, y en cuanto a las profesiones que hemos desempeñado, cuanto menos sepa, mejor, porque he-mos hecho de casi todo en nuestros tiempos: soldados, marineros, cajistas, fotógrafos, correctores de pruebas, predicadores callejeros y corresponsales del Ba-ckwoodsman cuando creímos que el periódico los nece-sitaba. Carnehan está sobrio, y yo también. Mírenos primero y comprobará que es verdad. Así no tendrá que interrumpirme. Vamos a coger uno de sus cigarros por cabeza, y usted verá cómo los encendemos.

Observé sus movimientos. Aquellos tipos estaban completamente sobrios, así que les ofrecí un par de tra-gos sin hielo.

—Perfecto —dijo Carnehan, el de las cejas peculiares, limpiándose el bigote—. Déjame hablar ahora a mí, Dan. Hemos recorrido casi toda la India y casi siempre a pie. Hemos sido caldereros, maquinistas, subcontra-tistas y todo eso, y hemos decidido que la India no es lo bastante grande para gente como nosotros.

Sin duda ambos eran demasiado grandes para la re-dacción. Cuando se sentaron frente a mesa daba la im-presión de que la barba de Dravot ocupaba la mitad de

9 Tratamiento que se dan entre sí los francmasones en privado.

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la estancia y los hombros de Carnehan la otra mitad. Este siguió hablando.

—El país no está ni medio explotado, porque los que gobiernan no te dejan tocarlo. Pierden todo su bendito tiempo gobernándolo, y no puedes levantar una pala, ni picar una roca, ni buscar aceite, ni nada por el estilo, sin que todo el gobierno se abalance sobre ti diciendo: «Déjalo como esta y déjanos gobernar». Así pues, tal y como son las cosas, lo dejaremos estar, y nos iremos a algún otro sitio donde un hombre no se vea acosado y pueda tomar sus propias decisiones. No somos unos enclenques ni unos alfeñiques, y no hay nada que nos asuste salvo la bebida. Hemos firmado un contrato so-bre ese extremo. Así que nos vamos de aquí para ser reyes.

—Reyes por derecho propio —masculló Dravot. —Claro, por supuesto —dije yo—, han estado cami-

nando demasiado tiempo bajo el sol y hace una noche muy calurosa, y... ¿no sería mejor que lo consultaran con la almohada? Vuelvan mañana.

—Ni borrachos ni con insolación —dijo Dravot—. Lo hemos consultado con la almohada medio año, también hemos consultado libros y atlas, y hemos decidido que actualmente sólo hay un lugar en el mundo donde dos hombres fuertes puedan reinar como el rajah de Saraw-hack. Lo llaman Kafiristán10. Según mis cálculos, está en la esquina superior derecha de Afganistán, a no más

10 Este es el nombre que daban los europeos a los territorios situados al noroeste de la India, más allá del mítico paso de Khyber. Actualmente es el espacio fronterizo entre Afganistán y Pakistán. Kafiristán significa «el país de los que no tienen fe». Sin embargo, practicaban un culto solar a Iskander Kebir, que noso-tros conocemos como Alejandro Magno.

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de trescientas millas de Peshawar. Allí tienen treinta y dos ídolos paganos, y nosotros seremos el treinta y tres y el treinta y cuatro. Es una región montañosa y las mu-jeres del lugar son muy bellas.

—Pero hemos tomado precauciones también contra eso y está prohibido en el contrato —dijo Carnehan—. Ni mujeres ni alcohol, Daniel.

—Y eso es todo lo que sabemos, excepto que nadie ha ido allí antes que nosotros. Y que hay guerras. Y un hombre que sepa entrenar hombres siempre podrá reinar en cualquier sitio donde haya guerras. Iremos a esas tierras y le diremos al primer rey que encontremos: «¿Quieres derrotar a tus enemigos?». Y le enseñaremos como se instruye una tropa, pues eso sabemos hacerlo mejor que nadie. Entonces derrocaremos al rey, nos apoderaremos del trono y fundaremos una dinastía.

—Les harán pedazos antes de que estén a cincuenta millas al otro lado de la frontera —dije—. Tienen que viajar a través de Afganistán para llegar a ese país. Es una masa de montañas, picos y glaciares, y ningún in-glés la ha atravesado. Los habitantes son verdaderos animales salvajes, y aunque consiguieran dar con ellos no tendrían oportunidad alguna.

—Tanto mejor. Nada nos agradaría más que nos cre-yera usted un poco más locos. Hemos venido a visitarle para saber más acerca de ese país, para leer algún libro sobre él y para que nos muestre algunos mapas. Que-remos que nos diga que estamos chiflados y que nos enseñe sus libros —dijo Carnehan, y se volvió hacia la estantería.

—¿Me están hablando en serio? —pregunté. —Solo un poco —dijo Dravot amablemente—. Déje-

nos ver el mapa más grande que tenga, aunque el espa-cio que debiera ocupar Kafiristán esté en blanco, y

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cualquier libro que tenga también. Sabemos leer, aun-que no somos muy cultos.

Desenfundé el gran mapa de la India de escala uno: doscientos mil, y dos pequeños mapas fronterizos; bajé el volumen INF-KAN de la Enciclopedia Británica, y aquellos hombres los estudiaron.

—¡Mire aquí! —dijo Dravot, señalando con el pulgar sobre el mapa—. Peachey y yo conocemos el camino hasta Jagdallak. Estuvimos allí con el Ejército de Robert. Tenemos que girar a la derecha en Jagdallak, adentrar-nos en territorio Laghmann. Después tendremos que atravesar las montañas. Pasaremos entre colinas... cua-tro mil trescientos o... cuatro mil quinientos metros... Hará frío allá arriba pero en el mapa no parece estar muy lejos.

Le alargué la obra las Fuentes del Oxo, de Wood. Carnehan estaba ensimismado en la Enciclopedia Bri-tánica.

—Un lote surtido de grupos y tribus —dijo Dravot, pensativo—. Y no nos servirá de nada sabernos los nombres de cada una. A más tribus más pelearán entre ellos, y mejor para nosotros. De Jagdallak a Ashang. ¡Hmmm!

—¡Pero toda la información que hay sobre esa zona es completamente vaga e imprecisa! —protesté—. En realidad, nadie sabe nada. Aquí está la carpeta del Uni-ted Services Institute. Lea lo que dice Bellew.

—¡Al infierno Bellew! —dijo Carnehan—. Dan, son un apestoso montón de bárbaros paganos irredentos pero este libro dice que creen que están emparentados con nosotros los ingleses.

Me dediqué a fumar mientras aquellos tipos se en-frascaban en las obras de Raverty, Wood, en los mapas y en la Enciclopedia Británica.

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—No vale la pena que se quede esperándonos —dijo Dravot cortésmente—. Son ya casi las cuatro. Si quiere váyase a dormir. Quédese tranquilo. Nos iremos antes de las seis, y no vamos a robar ningún papel. No se asuste. Somos dos lunáticos inofensivos, y si viene ma-ñana por la noche al caravasar11, nos podremos despe-dir.

—Están ustedes chiflados —contesté—. Les harán volver nada más poner un pie en la frontera, o peor, les cortarán en pedacitos en el momento en que entren en Afganistán. ¿Quieren dinero o una carta de recomenda-ción para el sur? La semana que viene les puedo ayudar a encontrar trabajo.

—La próxima semana ya estaremos trabajando duro, gracias —dijo Dravot—. Ser rey no es tan fácil como pa-rece. Cuando pongamos nuestro reino en orden se lo haremos saber, y podrá venir y ayudarnos a gobernar-lo.

—¿Cree usted que dos lunáticos firmarían un contrato como este? —dijo Carnehan refrenando su orgullo mientras me enseñaba media hoja de cuaderno de notas grasienta en la que estaba escrito lo siguiente (lo copié al instante como curiosidad):

Este es un contrato entre tú y yo poniendo a Dios por testigo... Amén y etc. Uno: Que tú y yo acordamos hacer juntos lo siguiente: ser reyes de Kafiristán Dos: Que tú y yo, mientras este asunto se resuelve, no beberemos alcohol, ni tomaremos mujer alguna, ni ne-gra, ni blanca, ni mestiza, para evitar enredarnos con

11 Plaza dentro de las murallas o lugar a las puertas de una ciu-dad india que sirve de punto de salida a las caravanas.

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cosas tan perjudiciales Tres: Que nos comportaremos con dignidad y discre-ción, y si uno de nosotros se mete en un lío podrá con-tar con el otro.

Firmado ti y por mí en el día de hoy. Peachey Taliaferro Carnehan Daniel Dravot Ambos caballeros libres y sin domicilio establecido.

—El último artículo no hacía falta —dijo Carnehan, enrojeciendo con modestia—, pero así parece más serio. Ahora ya sabe la clase de hombres que son los vaga-bundos... nosotros, Dan, somos buscavidas, hasta que salgamos de la India... y, ¿cree que firmaríamos un con-trato como éste a si no fuéramos sinceros? Tenga en cuenta que nos apartamos adrede de las dos cosas que hacen que la vida valga la pena vivirse.

—No disfrutarán de sus vidas durante mucho más tiempo si emprenden esta estúpida aventura. No in-cendien la oficina —les advertí—, y váyanse antes de las nueve.

Los dejé enfrascados en los mapas y tomando notas en el reverso de su «Contrato». «Mañana en el Carava-sar, no falte». Fueron sus palabras de despedida.

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El caravasar de Kumharsen tiene forma cuadrada y es una enorme alcantarilla humana, donde las recuas de caballos y camellos que vienen del Norte traen y llevan mercancías. Allí se pueden encontrar todas las naciona-lidades del Asia Central así como la mayoría de las ra-zas de la India. Balkh y Bokhara se dan la mano con Bengala y Bombay, y se enseñan mutuamente los dien-tes. En el caravasar de Kumharsen puedes comprar po-nies, turquesas, gatos persas, alforjas, ovejas de rabo grueso y almizcle, y conseguir muchas cosas exóticas por nada. Fui por la tarde, para comprobar si mis ami-gos mantenían su palabra o me los encontraba tirados por ahí, borrachos.

Un imán vestido con jirones de tela y harapos se diri-gió con paso danzante hacia mí haciendo girar con gra-vedad uno de esos molinillos de papel con los que jue-gan los niños. Tras él iba su criado, doblado bajo el peso de un cajón de juguetes de barro. Ambos estaban car-gando dos camellos, y todo el mundo a su alrededor los miraba riéndose a carcajadas.

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—El Ulema12 está loco —me dijo un tratante de caba-llos—. Va a Kabul, a venderle juguetes al emir. Una de dos: o le rendirán honores o le cortarán la cabeza. Llegó esta mañana y ha estado comportándose como un loco desde entonces.

—Dios protege a los tontos —tartamudeó un uzbeco de cara chata en un hindi incorrecto—. Predicen el futu-ro.

—¡Ya podrían haber predicho que los shinwaris ata-carían mi caravana cuando estábamos a un tiro de pie-dra del Paso! —gruñó el agente ausufzai de una casa de comercio de Rajputana, cuyas mercancías se habían re-partido otros ladrones nada más pasar la frontera, y cuyas desventuras eran, el hazmerreír del bazar.

—Oye, Ulema, ¿de dónde vienes y adónde vas? —¡Vengo de Roum! —gritó el sacerdote, agitando el

molinete—. ¡Desde Roum, vengo atravesando el mar en alas del aliento de cien diablos! ¡Oh ladrones, embuste-ros, perjuros! ¡La bendición de Pir Kahn caiga sobre los cerdos, los perros y los blasfemos! ¿Quién llevará al norte al Protegido de Dios para que le venda al emir amuletos que nunca se han visto antes? Los camellos no flaquearán, los hijos no enfermarán y las esposas segui-rán fieles mientras estén lejos sus hombres, para los que me ofrezcan sitio en su caravana. ¿Quién me ayudará a azotar al rey de Roos con el tacón de plata de una zapa-tilla de oro? ¡Que la protección de Pir Kahn bendiga su trabajo! —se abrió los faldones de la gabardina y empe-zó a hacer piruetas entre las hileras de caballos atados.

—Dentro de veinte días saldrá una caravana de Pes-hawar hacia Kabul, santón —dijo el comerciante au-

12 Doctor de la ley islámica

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sufzai—. Mis camellos van en ella. ¡Ven tú también y tráenos buena suerte!

—¡Yo salgo ya! —gritó el sacerdote—. ¡Montaré en mis camellos alados, y estaré en Peshawar en un día! ¡Eh! ¡Hazar Mir Khan! —le gritó a su criado—. ¡Saca los camellos, pero deja que monte primero el mío!

Cuando la bestia se arrodilló, saltó sobre su lomo, y volviéndose hacia mí gritó:

—Ven tú también, sahib. Acompáñanos un trecho del camino y te podré vender un amuleto, uno que te con-vertirá en rey de Kafiristán.

Entonces lo vi todo de pronto tan claro como el día. Seguí a los dos camellos fuera del caravasar, hasta que llegamos a campo abierto y el ulema se detuvo.

—¿Qué le parece? —dijo en inglés—. Carnehan no habla su jerga, así que lo he convertido en mi criado. Un criado muy refinado. De algo me tenía que valer haber pateado el país durante catorce años. ¿Verdad que sonaba bien? Nos uniremos a alguna caravana en Peshawar hasta llegar a Jagdallak. Allí trataremos de cambiar los camellos por burros, y entraremos en Kafi-ristan. ¡Molinillos para el emir! ¡Señor! Meta la mano en las alforjas y dígame lo que toca.

Toqué la culata de un rifle Martini13, y la de otro, y la de otro más.

—Llevamos veinte… —dijo Dravot plácidamente—, y su munición correspondiente, bajo los molinetes y las muñecas de barro.

—¡Que el Cielo le ayude si les cogen con todo eso! —dije—. Para un pathan, un Martini vale su peso en pla-ta.

13 El rifle Martini-Henry fue adoptado en esa época por el ejército británico por su potencia de fuego y su sistema de carga.

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—Mil quinientas rupias de capital, todas las que pu-dimos mendigar, o pedir prestadas, o robar. Todo in-vertido en estos dos camellos —dijo Dravot—. No nos cogerán. Vamos a atravesar el Khyber con una caravana corriente. ¿Quién tocaría a un pobre sacerdote loco?

—¿Tienen todo lo que necesitan? —pregunté, pasma-do de asombro.

—Todavía no, pero lo tendremos pronto. Denos algo en recuerdo de su amistad, hermano14. Ayer me hizo un favor, y otro aquella vez en Marwar. La mitad de mi reino será suya, como dice el refrán.

La cadena de mi reloj acababa rematada por una joya en forma de compás. La desenganché y se lo tendí al «sacerdote».15

14 La apelación final de despedida a la hermandad masónica en-tre ambos sugiere una estrecha complicidad presumida por Dra-vot y consolidada a medida que la aventura se hacía realidad en Kipling. 15 En aquella época era muy frecuente que los francmasones lle-varan entre sus pertenencias algún tipo de identificativo de su pertenencia a la hermandad en forma de anillo, alfiler de corbata, colgante de cadena, etc. El compás y la escuadra eran los más habituales, pero también lo eran las hojas de la acacia, el ojo del delta encerrado en su triángulo, la colmena de abejas, la ploma-da, el ajedrezado, etc. De este modo a través del reconocimiento de estos símbolos los masones del imperio, repartidos por las co-lonias y habitantes de un mundo que no era el suyo, encontraban rápidamente a sus iguales tanto para simplemente hacer relacio-nes sociales o comerciales, como en caso de necesidad de ayuda. El uso público de estos símbolos suponía además la puesta a disposición de cualquier otro masón que como tal se identificara en lo que le pudiera ayudar, en cumplimiento de su juramento de ayuda mutua. El regalo de un masón a otro de una de estas joyas encierra un deseo de que la red masónica mundial le ayude en el cumplimiento de sus metas.

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—Adiós —dijo Dravot, estrechándome la mano con cautela—. Es la última vez en mucho tiempo que le dare-mos la mano a un inglés. Dale la mano, Carnehan —gritó cuando el segundo camello pasó junto a mí.

Carnehan se inclinó y me estrechó la mano. Después, los camellos se alejaron por el polvoriento camino, y me quedé a solas con mi asombro. No pude detectar el me-nor fallo en sus disfraces. Lo ocurrido unos minutos an-tes en el caravasar demostraba que su careta era perfec-ta a ojos de los nativos. Por lo tanto, había una posibili-dad de que Carnehan y Dravot cruzasen Afganistán sin que los descubrieran. Pero más allá encontrarían la muerte... una muerte segura y espantosa.

Diez días más tarde, un corresponsal nativo que me comunicaba las noticias del día en Peshawar concluía su carta con estas palabras: «Nos hemos reído mucho por aquí a costa de un ulema chiflado que, según dice, tiene intención de vender a Su Alteza el emir de Bokha-ra baratijas y chucherías insignificantes a las que atri-buye grandes poderes. Pasó por Peshawar y se unió a la segunda caravana que este verano sale para Kabul. Los mercaderes están contentos porque son supersticiosos y creen que un par de locos como esos les traerán buena suerte».

Por lo tanto, los dos habían cruzado la frontera. Ha-bría rezado por ellos, pero aquella noche murió en Eu-ropa un rey de verdad, y tuve que redactar una necro-lógica.

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La rueda del mundo gira sobre sí misma y pasa por las mismas fases una y otra vez. Pasó el verano, llegó el in-vierno, vino otro verano y pasó éste también. El diario seguía publicándose, y yo seguía trabajando en él. Du-rante el tercer verano tuvimos una noche calurosa, una edición nocturna y una tensa espera por algo que de-bían telegrafiar desde el otro lado del mundo, exacta-mente como había ocurrido la vez anterior. Unos cuan-tos hombres importantes habían muerto en los dos úl-timos años. Las rotativas estaban más destartaladas y trabajaban con mayor estruendo. Algunos árboles del jardín de la redacción eran un poco más altos, pero en esas cosas estaba toda la diferencia.

Entré en la sala de prensas, y viví una escena como la que acabo de describir. La tensión nerviosa era más fuerte que dos años antes, y yo sufría más a causa del calor. A las tres de la madrugada grité: «¡Empezad a imprimir!», y me levanté para irme.

Entonces vi que se arrastraba hacia mi silla lo que quedaba de un hombre. Iba encorvado hasta el suelo, tenía la cabeza hundida entre los hombros, doblado so-bre sí mismo como un signo de interrogación, y movía

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los pies torpemente, como un oso. Apenas podía estar seguro de si andaba o se arrastraba... y aquel quejum-broso y harapiento lisiado se dirigió a mí llamándome por mi nombre, gimoteando que había regresado.

—¿Puede darme un trago? —balbuceó—. ¡Por el amor de Dios, deme un trago!

Volví a la mesa y encendí la lámpara. Aquel hombre me siguió quejándose de dolor a cada paso.

—¿No me reconoce? —dijo entre jadeos mientras se derrumbaba en una silla.

Entonces volvió hacia la luz su rostro desfigurado y coronado por una mata de pelo gris.

Lo miré atentamente. Alguna vez había visto unas ce-jas que formaban sobre aquella nariz una franja ancha pero aunque me hubiera ido la vida en ello era incapaz de recordar dónde.

—No, no le conozco —dije, tendiéndole un whisky—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Bebió un trago sin rebajarlo, y se estremeció a pesar del sofocante calor.

—He vuelto —repitió— y fui rey de Kafiristán. Am-bos lo fuimos. Dravot y yo... ¡fuimos reyes coronados16! En esta oficina cerramos nuestro acuerdo. Usted estaba sentado ahí y nos dejaba libros. Soy Peachey, Peachey Taliaferro Carnehan, y usted ha estado aquí sentado desde entonces... ¡Dios mío!

Yo estaba más que asombrado y la expresión de mi cara lo reflejaba.

—Es verdad —dijo Carnehan con una risa mordaz y socarrona, mientras se acariciaba los pies envueltos en harapos—. Tan cierto como el Evangelio. Fuimos reyes, con coronas sobre la cabeza... Dravot y yo... pobre

16 Otra referencia que solo los iniciados pueden captar.

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Dan... ¡pobre, pobre Dan, que nunca escuchó un conse-jo, ni cuando se lo supliqué!

—Bébase el whisky —dije— y tómese el tiempo que necesite. Cuénteme todo lo que recuerde de principio a fin. Cruzaron la frontera con sus camellos, Dravot dis-frazado de sacerdote loco y usted de criado. ¿Se acuer-da de eso?

—No estoy loco... todavía, aunque pronto lo estaré. Claro que me acuerdo. Siga mirándome, o toda mi his-toria se hará pedazos. Siga mirándome fijamente a los ojos y no diga nada.

Me incliné hacia adelante y le miré a la cara tan direc-tamente como pude. Una de sus manos resbaló en la mesa y se la cogí por la muñeca. Estaba retorcida como la garra de un pájaro, y en el dorso había una cicatriz roja e irregular en formó de diamante.

—No, no mire eso. Míreme a mí —dijo Carnehan—. Eso viene luego, pero por amor de Dios, no me distrai-ga. Nos unimos a esa caravana. Dravot y yo hacíamos todo tipo de payasadas para divertir a la gente con la que íbamos. Dravot solía hacernos reír por la noche, cuando todo el mundo estaba preparando la cena... preparando la cena, y... ¿qué hacían después? Encen-dían pequeñas fogatas y las chispas volaban hasta la barba de Dravot, y todos nos moríamos de risa. Peque-ñas chispas rojas flotando hasta la gran barba roja de Dravot... ¡Era tan divertido!... Sus ojos se apartaron de los míos y sonrió tontamente.

—Después de lo de las fogatas —dije al azar— fueron a Jagdallak con esa caravana. Allí la abandonaron para intentar llegar a Kafiristán.

—No, no hicimos eso. ¿De qué está hablando? Nos separamos de la caravana antes de Jagdallak, porque oímos que los caminos estaban en buenas condiciones.

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Aunque no lo bastante para permitir el paso a nuestros dos camellos. El mío y el de Dravot. Cuando dejamos la caravana Dravot y yo nos despojamos de nuestras ves-tiduras, y me dijo que desde ese instante seríamos pa-ganos porque los kafires no consienten que los musul-manes les dirijan la palabra. Así que no nos vestimos ni de una cosa ni de otra, y vi a Daniel Dravot con un as-pecto con el que nunca le había visto y con el que espe-raba no volver a verle. Se quemó la mitad de la barba, se colgó una piel de oveja del hombro y se afeitó la ca-beza de manera que se formaban en ella extraños dibu-jos. También me rapó a mí, y me hizo llevar objetos ex-travagantes para parecer un bárbaro. Era en un territo-rio muy montañoso, y nuestros camellos ya no podían avanzar debido a lo escarpado del terreno. Las monta-ñas eran altas y negras, y volviendo a casa las vi luchar como cabras salvajes... hay montones de cabras en Kafi-ristán. Y esas montañas nunca están quietas, igual que las cabras. Siempre se están peleando y por las noches su lucha no te deja dormir.

—Beba un poco más de whisky —dije muy despa-cio—. Cuénteme ¿Qué hicieron Dravot y usted cuando los camellos no pudieron seguir por culpa de los escar-pados caminos que llevan a Kafiristán?

—¿Qué hizo quién? Una de las partes contratantes se llamaba Peachey Taliaferro Carnehan. Viajaba con la otra parte. Con Daniel Dravot. ¿Quiere que le hable de él? Murió allí. En la nieve. Al viejo Daniel lo arrojaron del puente y cayó girando y retorciéndose, como esos molinillos que íbamos a venderle al emir por un peni-que cada uno... o no, eran dos molinetes por tres me-dios peniques,.. me duele todo y estoy muy confundi-do... Los camellos se hicieron inútiles, y Peachey le dijo a Dravot: «Por amor de Dios, salgamos de aquí antes de

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que nos rompamos la cabeza», y como no tenían nada para comer, mataron a los camellos allí entre las mon-tañas, pero primero descargaron las cajas con los rifles y la munición. Estuvieron así hasta que aparecieron dos hombres con cuatro mulas. Dravot se levantó y empezó a bailar delante de ellos cantando «Véndeme cuatro mulas». Uno de aquellos hombres dijo: «Si eres lo bas-tante rico para comprar, eres lo bastante rico para que te roben», pero antes de que pudiera echar mano al cu-chillo, Dravot le rompió el cuello con la rodilla y el res-to del grupo huyó. Carnehan cargó las mulas con los ri-fles que bajamos de los camellos, y juntos siguieron adelante en aquellas tierras montañosas y con un frío cortante. En ningún momento el camino fue más ancho que el dorso de la mano.

Hizo una pausa, y le pregunté si podía recordar cómo era el país que habían atravesado en su viaje.

—Se lo estoy contando tan claramente como puedo pero mi cabeza no funciona tan bien como debiera. Me la atravesaron con clavos para que pudiera escuchar con más claridad cómo moría Dravot. El país era mon-tañoso, las mulas eran de lo más terco y los habitantes vivían dispersos y aislados. Las montañas subían hasta el cielo y bajaban hasta los abismos, y la otra parte, la que se llamaba Carnehan, le imploraba a Dravot que no cantara ni silbara tan alto por miedo a desencadenar horribles avalanchas. Pero Dravot decía que si un rey no puede cantar no vale la pena ser rey, y golpeaba la grupa de las mulas, y durante diez fríos días no me hi-zo caso. Llegamos a un valle grande y llano entre las montañas, y las mulas estaban medio muertas, así que, como no teníamos nada que comer, ni nosotros ni ellas, las sacrificamos. Luego nos sentamos en las cajas, y ju-

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gamos a pares y nones con los cartuchos que se habían derramado.

Entonces un día de pronto vimos aparecer a diez hombres corriendo valle abajo con arcos y flechas per-siguiendo a otros veinte armados igual. La pelea fue espantosa. Eran hombres blancos, más blancos que us-ted y que yo, rubios y notablemente corpulentos. Dra-vot, sacó dos rifles y dijo: «Aquí empieza el negocio. Pongámonos de su lado», y según lo está diciendo dis-paró sobre los perseguidos. Sentado en una roca derri-bó a uno de ellos desde algo menos de doscientos me-tros. Los otros quisieron huir, pero Carnehan y Dravot, cómodamente sentados en las cajas, los fueron liqui-dando uno a uno desde todas las distancias, valle arriba o valle abajo. Luego nos acercamos al grupo que les perseguía. También habían echado a correr por la nieve y nos dispararon una flechita de juguete. Dravot dispa-ró sobre sus cabezas, y todos se echaron al suelo boca abajo. Luego caminó entre ellos, les pisoteó y dio pata-das, y después… los levanta y estrecha la mano para ganárselos. Los llama y les dice que carguen las cajas. Y saluda con la mano levantada de manera grandilocuen-te como haría un auténtico rey. Tras eso los llevan a ellos y a las cajas a través del valle y colina arriba hasta un pequeño pinar en la cumbre, donde había media do-cena de grandes ídolos de piedra. Dravot se acerca al más grande, uno al que llaman Imbra, y coloca a sus pies un rifle y un cartucho. Frota respetuosamente la nariz del ídolo contra la suya, le da unas palmaditas en la cabeza y se inclina ante él. Se vuelve en redondo ha-cia los guerreros y dice: «De acuerdo. Tomo nota. To-dos estos viejos chiflados son mis amigos». Después abre la boca y la señala. Un primer hombre le trae co-mida, pero él dice «No». Un segundo hombre le trae la

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comida y él vuelve a decir «No». Entonces entre un an-ciano sacerdote y el jefe de la aldea le traen comida y Dravot dice con altanería «Sí», y se pone a comer to-mándose su tiempo.

Así fue como llegamos a nuestro primer poblado, sin ningún problema, como caídos del cielo. Pero en reali-dad de donde caímos finalmente fue de uno de esos malditos puentes de cuerdas, ¿sabe?, y... no esperará que un hombre se ría mucho después de eso...

—Beba un poco más de whisky y continúe —dije—. Ése fue el primer poblado que encontraron. ¿Cómo lle-garon a ser reyes?

—Yo no fui rey —dijo Carnehan—. Dravot era el rey. Tenía un aspecto majestuoso con la corona de oro sobre la cabeza y todo el resto de la parafernalia. Él y su socio se quedaron en aquel poblado, y todas las mañanas Dravot se sentaba al lado del viejo Imbra, y la gente ve-nía y lo reverenciaba. Así lo había ordenado Dravot.

Tras aquello llegaron más hombres al valle y Car-nehan y Dravot volvieron a disparar sus rifles y les ma-taron antes siquiera de que supieran de dónde les lle-gaba la muerte.

Fueron al otro lado del valle donde encontraron otro poblado como el primero y Dravot preguntó cuál era el problema entre los dos poblados. La gente señaló a una mujer, tan blanca como usted o yo, que llevaron ante él a rastras. Había sido raptada y Dravot la devolvió al primer poblado y contó los muertos. Eran ocho. Dravot derramó un poco de leche sobre la tierra por cada uno de ellos y agitando los brazos como un molinete dijo: «Así está bien». Luego él y Carnehan llevaron del brazo a los dos jefes de cada poblado hasta el fondo del valle. Allí les hicieron cavar una zanja con una lanza a lo lar-go del valle y les asignaron a cada uno una porción de

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tierra a cada lado de la zanja. Luego todo el mundo bajó y se pusieron a gritar como demonios. Y en ese momen-to Dravot les dijo: «Id y labrad la tierra, y sed fecundos y multiplicaos». Y se fueron, como les había dicho, aunque no habían entendido nada. Luego preguntamos los nombres de las cosas en su jerga: pan, agua, fuego, ídolos y cosas así. Dravot llevó a continuación a ambos sacerdotes junto al ídolo, y les dijo que desde entonces se sentaría allí y juzgaría a la gente, y que si algo no se hacía como él decía les pegaría un tiro.

Así que a la semana siguiente todos estaban trabajan-do la tierra callados como abejas pero mucho más agra-dables a la vista, y los sacerdotes escuchaban las quejas y mediante gestos traducían a Dravot en qué consistían.

«Esto es solo el principio —Me dijo Dravot—. Creen

que somos dioses.» Los dos socios eligieron veinte hombres útiles. Les

enseñaron a disparar un rifle, a formar en fila de a cua-tro, a avanzar en línea. Estaban muy contentos y como eran listos le cogieron enseguida el tranquillo.

Un día Dravot dejó en un poblado su pipa y en el otro su petaca de tabaco… y nos fuimos a ver qué se podía hacer en el siguiente valle. Era un sitio rocoso y había un poblado pequeño. Carnehan dijo: «Mándalos al otro valle a trabajar la tierra», y los sacó de allí y les dio un trozo de tierra de la que aún no había sido repartida. Eran muy pobres, y los ungimos con la sangre de un cabritillo antes de dejarlos entrar en el nuevo reino. Lo hicimos para impresionarlos. Tras ello se establecieron tranquilamente. Carnehan volvió con Dravot, que había ido a otro valle, todo de nieve y hielo y muy montaño-so. Allí no había gente y a nuestros soldados aquello les dio miedo así que Dravot le había pegado un tiro a uno

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y luego había seguido hasta que encontró un poblado habitado. Nuestros hombres explicaron a los lugareños que era mejor que no usaran contra ellos sus carabinas de mecha de juguete a menos que quisieran que los ma-taran. Nos hicimos amigos del sacerdote del poblado, y yo me quedé allí solo con dos soldados enseñando ins-trucción a los hombres.

Entonces, una mañana, un jefe imponente de grande apareció. Llegó de las nieves, tañendo timbales y cuer-nos, porque había oído que un nuevo dios estaba por los alrededores. Carnehan ajustó el alza del rifle. Apun-tó a aquellos tipos morenos que estaban a media milla de distancia,.. y la bala rozó el hombro de uno de ellos. Tras esa demostración envió un mensaje al líder dicién-dole que, a menos que quisiera morir, debía tirar sus armas y venir en son de paz. Primero vino el jefe solo. Carnehan le dio la mano y agitó los brazos como Dra-vot hacía. El jefe se quedó muy sorprendido y me tocó las cejas. Después Carnehan, a solas con el jefe, le pre-guntó con gestos si tenía algún enemigo que odiase. «Lo tengo», dijo el jefe. Así que Carnehan seleccionó de entre ellos a los mejores hombres y dio orden de que dos de sus soldados les enseñaran el arte militar. Al ca-bo de dos semanas maniobran tan bien como un cuerpo de voluntarios, así que marchó con el jefe y sus hom-bres recién entrenados hacia una gran meseta en lo alto de una montaña. Desde allí atacaron y tomaron una al-dea mientras nosotros con tres de nuestros rifles Marti-ni hacíamos fuego sobre el grueso del enemigo. Así que también conquistamos aquel poblado. Entonces le di al jefe un trozo de mi guerrera y le dije: «Llévalo por mí hasta que vuelva», como se cita en la Biblia. Para que no se olvidara, cuando mis soldados y yo estábamos a unas mil ochocientas yardas, le disparé. La bala dio a su

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lado, en la nieve, junto a su pie. Todos se tiraron boca abajo como movidos por un resorte. Tras aquello man-dé una carta a Dravot para que le llegara donde estu-viera, fuera en el mar o en la tierra.

Aún a riesgo de hacer que aquella criatura perdiese el hilo de la historia, le interrumpí para preguntarle:

—¿Cómo pudo escribir una carta desde allí? —¿La carta?... ¡Ah, la carta! Por favor, no deje de mi-

rarme a los ojos. Se trataba de una carta «escrita» en una cuerda. Nos había enseñado a hacerla un mendigo ciego del Punjab.

Recuerdo que una vez vino a la redacción un hombre ciego con un palito nudoso y un trozo de cuerda que enrollaba en torno al palito según un código propio. Tras un lapso de horas o de días, podía repetir la frase que había enrollado. Aquel hombre había reducido el alfabeto a once sonidos elementales. Trató de enseñar-me su método, pero no pude entenderlo.

Le mandé una carta de ese tipo a Dravot —dijo Car-nehan—. Le decía que volviera porque su reino estaba creciendo demasiado para poderlo controlar yo solo. Luego me dirigí al primer valle, para ver cómo trabaja-ban los sacerdotes. Al poblado que tomamos con el jefe lo llamaban Bashkai, y al primer poblado, Er-Heb. Allí los sacerdotes lo estaban haciendo muy bien, pero ha-bía un montón de litigios pendientes sobre las tierras y habían tenido varios ataques nocturnos de hombres de otro poblado que les habían lanzado flechas. Busqué la aldea de la que venían los atacantes. Disparé cuatro ti-ros desde unas mil yardas. Con eso gasté los cartuchos que quería gastar y mantuve a mi gente tranquila. Tras eso esperé a Dravot que ya llevaba fuera tres o cuatro meses.

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Una mañana escuché un ruido infernal de tambores y cuernos y vi a Dravot descendiendo la colina al frente de un ejército y con un séquito de cientos de hombres y, lo que era más asombroso, con una enorme corona de oro sobre su cabeza.

«—Dios mío, Carnehan, región, toda la que merece la pena, está en nuestro poder. ¡Soy el hijo de Alejandro y de la reina Semíramis, y tú eres mi hermano pequeño y también eres un dios! Es la cosa más grande que jamás hemos visto. He marchado al combate durante seis se-manas con este ejército, y cada insignificante aldea en cincuenta millas a la redonda se ha unido a él encanta-da. ¡Y aún hay más! ¡Tengo en mis manos la clave de todo el asunto, como te demostraré! ¡y he conseguido una corona también para ti! Les dije que forjaran dos en un lugar llamado Shu, donde se encuentra oro sobre las piedras como si fuera grasa sobre la carne de oveja. He visto oro, y turquesas, que he sacado a patadas de los desfiladeros, y hay granates en las arenas del río, y éste es el trozo de ámbar que me trajo un hombre. Llama a todos los sacerdotes y toma, coge tu corona.»

Uno de los hombres abrió una bolsa de pelo negro, y saco una corona. Era demasiado pequeña y pesada, pe-ro me la puse por aquello de la gloria. Era oro batido... pesaba cinco libras, Tenía forma de aro, como el de un barril.

—«Peachey —dijo Dravot—, no nos hace falta seguir luchando. ¡La clave es la Francmasonería! ¡Ayúdame! ¡Ya verás!» —y empujó delante de mí al mismo jefe que yo había dejado al mando en Bashkai... (luego lo llama-ríamos Billy Fish por su enorme parecido con el Billy Fish que conducía la locomotora en Mach-on-the-Bolan en los viejos tiempos).

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—«Dale la mano» —me dijo Dravot. Yo le ofrecí mi mano para estrechar la suya. Y de pronto, casi me caí al suelo, porque lo que Billy Fish me devolvió fue la seña secreta masónica de los aprendices.17

Sin decir nada me aventuré a probar el apretón de manos de los compañeros.18 Contestó perfectamente. Entonces, por último, le di el toque de los Maestros Ma-sones19, pero a este ya no respondió.

—¡Es un Hermano Masón! ¡Un compañero! —le dije a Dan—. ¿Sabe la palabra?20

—La sabe –dice Dan—. Todos los sacerdotes la cono-cen. ¡Es un milagro! Los jefes y los sacerdotes forman una Logia de Masones21 muy parecida a nuestra Logia madre22, y todos han hecho sus marcas en las rocas23. Pero no conocen el Tercer Grado. Tan verdad como la palabra de Dios. Durante todos estos años había oído

17 Los masones se reconocen entre sí por toques y saludos sólo conocidos por ellos que además les indican el grado que tiene su «hermano» dentro de la masonería, en este caso el primer grado de la masonería azul, el de aprendiz masón. 18 Segundo grado masónico. 19 Tercer grado masónico. 20 Contraseña que sólo conocen los masones y que constituye la última prueba definitiva de reconocimiento entre ellos. 21 Grupo de Hermanos Masones, célula básica de la organización de la masonería en la que trabajan y se reúnen. 22 Logia en que cada Masón se inicia aunque luego pueda perte-necer a otra si viaja o es trasladado o destinado a otro lugar. El propio Kipling tiene un poema titulado así. 23 Referencia masónica al grado alcanzado por todos ellos dentro de la orden. Se relaciona con las marcas que cada cantero dejaba en su parte de la obra o en los sillares tallados por ellos para co-brar luego en proporción al trabajo realizado. Solo pueden tener marca propia a partir de ciertos grados según el rito masónico de que se trate en cada caso.

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hablar de afganos que habían llegado a Compañeros y conocían el segundo grado en la Orden, pero esto es un milagro. Soy su Dios y soy Maestro Masón, así que abriré una Logia de Tercer Grado, exaltando24 a este grado a los sacerdotes y a los jefes de los poblados.

—Va contra la ley masónica —dije—. No se pueden levantar columnas25 sin autorización y tú sabes que ni tú ni yo hemos tenido oficio26 nunca en nuestra Logia.

—Es lo que en política llaman un golpe maestro —dijo Dravot—. Podemos gobernar el país con la misma faci-lidad con que un vagón de cuatro ruedas desciende una cuesta. No podemos pararnos con preguntas ahora o se volverán contra nosotros. Tengo cuarenta jefes a mis pies, y serán exaltados de acuerdo con sus méritos. Alo-ja a estos hombres en los poblados y vamos a organizar algún tipo de Logia. El templo de Imbra servirá de templo masónico. Tienes que enseñar a las mujeres a hacer mandiles27. Convocaré a los jefes esta noche y mañana habrá Tenida28.

A pesar de todo lo que tenía que hacer no se me esca-paba la ventaja que suponía para nosotros este asunto de la Hermandad. Enseñé a las mujeres de los sacerdo-tes a hacer mandiles de los distintos grados. En el Man-

24 Ascendiendo en lenguaje masónico. 25 Abrir una Logia nueva. 26 Se refiere a los cargos simbólicos que desempeñan en cada Lo-gia sus principales miembros. 27 El mandil es la prenda masónica por excelencia. Todos los ma-sones lo visten en sus reuniones y son diferentes según el grado. Se trata de un rectángulo de piel de cordero o de tela blanca adornado vistosamente con motivos masónicos y gran simbolis-mo que se viste portándolo por debajo de la cintura alrededor de la que se ata. 28 Nombre de las reuniones de los francmasones.

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dil de Dravot la orla azul29 y los símbolos estaban bor-dados con trozos de turquesa sobre cuero blanco en lu-gar de tela. Usamos como sitial para el Venerable Maes-tro una enorme piedra cuadrada que había en el tem-plo, y piedras más pequeñas para asientos de los vigi-lantes. Pintamos cuadrados blancos sobre las piedras negras del suelo e hicimos lo que pudimos para que el asunto pareciera auténtico y todo fuera correcto según el ritual.30

En el consejo que se celebró esa noche en la ladera de la colina alrededor de grandes hogueras Dravot anun-ció que él y yo éramos dioses e hijos de Alejandro, y que éramos los últimos Grandes Maestres de la Her-mandad. Dijo que había venido a hacer de Kafiristán un

29 Alrededor del rectángulo que constituye el mandil y de su so-lapa se cose una cenefa que lo bordea. El color de la misma cam-bia según la obediencia masónica a la que se pertenezca. En este caso el azul nos habla de la masonería de corte anglosajón, como es lógico en este contexto, pero otras obediencias la llevan roja o de otros colores. 30 Los esfuerzos de Carnehan por acondicionar el improvisado templo masónico nos ayudan a visualizar uno listo para la cele-bración de una tenida. La distribución de los distintos elementos en estos espacios está fuertemente ritualizada. Al frente (en oriente como ellos lo llaman) se sitúa en lugar protagonista el presidente de la reunión que ejerce el cargo de Gran Maestre o Venerable Maestro según la obediencia. Le ayudan otros Maes-tros Masones desempeñando diversos «oficios» de los que los más importantes son los de «Vigilantes»(segundo, que se encar-ga de la instrucción de los aprendices, y primero, que lo hace con los compañeros). Estos se sitúan formando con el Venerable Maestro un triángulo que marca los límites de la Logia o Taller. El suelo del mismo suele estar ajedrezado o tener algún elemento que lo esté. De ahí la pintura sobre la piedra negra formando es-caques.

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país donde todo hombre pudiera comer en paz y beber tranquilo y, especialmente, obedecernos. Tras aquello los jefes se acercaron y nos dieron la mano. Eran tan barbudos, blancos y rubios que era como estrechársela a unos viejos amigos. Les dimos nombres por su pare-cido con hombres que habíamos conocido en la India: Billy Fish, Holly Dilworth, Pikky Kergan —el dueño de un bazar cuando estuve en Mhow—, etc., etc.

El más asombroso de los milagros se produjo al día siguiente durante la «tenida». Uno de los ancianos sa-cerdotes no dejaba de mirarnos. Me sentí incómodo, porque sabía que estábamos inventándonos el ritual sobre la marcha, y no sabía cuánto sabían aquellos hombres. El viejo había venido de más allá del poblado de Bashkai. En el momento en que Dravot se ciñó el mandil de Maestro que las muchachas habían hecho para él, aquel sacerdote se puso a chillar y a dar alari-dos tratando de volcar la piedra en la que Dravot estaba sentado. «Se acabó —me dije—. ¡Esto es lo que pasa por fundar una Logia sin autorización!». Dravot ni siquiera pestañeó. Ni aun cuando diez sacerdotes volcaron la piedra que habíamos elegido para usarla de sitial del Venerable Maestro... que era la que hasta ese momento ellos usaban como altar para su dios. El anciano empe-zó a limpiar la base frotándola para quitar la tierra, y luego les mostró a los demás sacerdotes el símbolo que allí había estado oculto hasta ese momento. Era el signo del Maestro31, el mismo que lucía Dravot en su mandil, tallado en la piedra. Ni siquiera el sacerdote del templo de Imbra sabía que estaba allí. El tipo cayó de bruces a los pies de Dravot y se los besó. «Tenemos suerte de

31 La escuadra y el compás entrelazados de una manera concreta y significativa.

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nuevo —me dijo Dravot desde el otro extremo de la Logia—, dicen que es un signo perdido que nadie podía descifrar. Ahora estamos más a salvo que nunca.» Lue-go, usando su revolver como mallete32, dio un mazazo y dijo:

—¡En virtud de la autoridad que me ha sido conferida por mi propia mano derecha y la ayuda de Peachey, me declaro Gran Maestre de toda la francmasonería de Ka-firistán en esta Logia Madre del país, y rey de Kafiristan junto con Peachey! —Y al decir esto se pone su corona y me pone la mía. Yo ejercía de Primer Vigilante e inau-guramos la Logia de la manera más ceremoniosa. ¡Fue un milagro asombroso! Los sacerdotes pasaron por los dos primeros grados sin apenas darse cuenta, como si empezaran a recordarlo todo.

Después de eso, Peachey y Dravot aumentaron de sa-lario33 a los que valían la pena... sumos sacerdotes y je-fes de las aldeas remotas. Billy Fish fue el primero, y le puedo asegurar que casi se muere de miedo. No lo hi-cimos ni parecido al verdadero Ritual, pero sirvió para lo que queríamos. No ascendimos a Maestros mas que a diez de los hombres más importantes, porque no que-ríamos que el Grado se convirtiera en algo común y co-rriente. Así los demás harían lo que fuera por el ascen-so.

—En seis meses —les dijo Dravot— volveremos y ve-remos cómo estáis trabajando.

Entonces les preguntó por sus poblados enterándose así de que siempre estaban luchando unos contra otros

32 El Venerable Maestro dirige los trabajos de una Logia «a golpe de mallete» distribuyendo tiempos y dando la palabra usando este típico mazo. 33 «Pasaron de grado», ascendieron en simbolismo masónico.

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y de que estaban hartos de aquello. Y de que cuando no se peleaban entre ellos luchaban con los mahometanos y los afganos.

—Podéis luchar con ellos cuando invadan nuestro país —sentenció Dravot—. Mandad diez hombres de cada tribu a guardar las fronteras y doscientos más a es-te valle para que los entrenemos y reciban instrucción militar. Nadie recibirá un disparo ni será ensartado por una lanza mientras haga las cosas bien. Sé que no me traicionaréis porque sois hombres blancos, hijos de Ale-jandro, y no gente vulgar como esos negros mahometa-nos. Sois mi pueblo —dijo, y volviendo al inglés excla-mó—, ¡y por Dios que haré de vosotros una nación condenadamente extraordinaria o moriré en el intento!

No puedo relatar detalladamente todo lo que hicimos en los siguientes seis meses porque Dravot hizo un montón de cosas de las que no me enteré. Aprendió a hablar su jerga como yo nunca pude. Mi trabajo consis-tía en enseñar a aquella gente a arar la tierra. De vez en cuando salía con algunos soldados a ver qué hacían los otros poblados. Les enseñé a tender puentes de cuerda sobre los barrancos que dividen el país de un modo te-rrible.

Dravot era muy amable conmigo, pero cuando deam-bulaba arriba y abajo por el pinar mesándose a dos ma-nos aquella maldita barba roja suya, sabía que estaba tramando planes sobre los que no podía aconsejarle y me limitaba a esperar sus órdenes. Nunca me faltó al respeto en público. A mí aquella gente me tenía miedo. A mí y a mis soldados. Pero a él lo adoraban. Había trabado una extraordinaria amistad con los sacerdotes y los jefes. Si alguien cruzaba las colinas para presentarle una queja Dravot lo escuchaba con calma, reunía a cua-tro sacerdotes y decidía lo que convenía hacer en el ca-

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so. Solía convocar a Billy Fish de Bashkai, y a Picky Kergan de Shu, y a un viejo jefe al que llamábamos Kafuzelum —lo que sonaba parecido a su verdadero nombre— y celebraba un consejo con ellos cada vez que estallaba algún conflicto inevitable en las pequeñas al-deas. Éste era su consejo de guerra, y los cuatro sacer-dotes de Bashkai, Shu, Khawak y Madora formaban su consejo privado. Entre todos ellos me mandaron, con cuarenta hombres y veinte rifles, escoltando a sesenta porteadores que llevaban turquesas, al país de Ghor-band, a comprar los rifles Martini hechos a mano que salen de los talleres del emir en Kabul, a comprárselos a los soldados de uno de los regimientos Herati del emir, que habrían vendido sus propios dientes por turquesas.

Me quedé un mes en Ghorband, donde le di al gober-nador mis mejores turquesas como precio de su silen-cio. Soborné un poco más al coronel del regimiento, y entre los dos y la gente de las tribus conseguimos más de cien Martinis hechos a mano, cien buenos mosquetes Jezail fabricados en Kohat de los que tienen un alcance de seiscientas yardas, y cuarenta cajas de una pésima munición para los rifles. Regresé con lo que había po-dido conseguir y lo repartí entre los hombres que los je-fes me mandaban para recibir instrucción. Dravot esta-ba demasiado ocupado para atender esos detalles, pero el primer ejército que habíamos formado me ayudó y dimos instrucción a quinientos hombres, y a doscientos más les enseñamos al menos a sujetar el fusil. Incluso aquellas armas hechas a mano, que parecían sacacor-chos, eran un milagro para ellos. Dravot soñaba ha-blando de almacenes de pólvora y fábricas mientras el invierno llegaba y él se limitaba a errar por el pinar.

—No haré una nación —decía—. ¡Forjaré un imperio! Estos hombres no son negros, ¡son ingleses! Mira sus

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ojos, mira sus bocas. Mira la forma en que se yerguen en pie. Se sientan en sillas en sus propias casas. Son las Tribus Perdidas, o algo por el estilo, y han nacido para ser ingleses. En primavera haré un censo, si los sacerdo-tes no se asustan. Debe haber al menos dos millones en estas colinas. Las aldeas están llenos de niños. Dos mi-llones de personas... doscientos cincuenta mil guerre-ros... ¡y todos ingleses! Sólo necesitan rifles y un poco de entrenamiento. ¡Doscientos cincuenta mil hombres, listos para hacer picadillo el flanco derecho de Rusia cuando intente invadir la India! Peachey, amigo —me dijo mordisqueándose la barba—, seremos emperado-res. ¡Emperadores de la tierra! El rajah Brooke será un niño de pecho a nuestro lado. Trataré con el virrey de igual a igual. Le pediré que me mande a doce ingleses elegidos con mucho cuidado, doce de los que yo haya oído hablar, para que nos ayuden a gobernar. Está Ma-ckray, sargento retirado en Segowli... ¡Cuántas veces me ha invitado a cenar!, y su mujer, que me hizo un par de pantalones… Y Donkin, el carcelero de la prisión de Tounghoo. Hay cientos por los que pondría la mano en el fuego y me los traería si estuviera en la India. El vi-rrey lo hará por mí. Mandaré a un hombre a buscarlos cuando llegue la primavera, y escribiré a la Gran Lo-gia34 pidiendo una dispensa por lo que he hecho como Gran Maestre. Todos con los rifles Snider que se desechen cuando las tropas nativas de la India empie-cen a usar Martinis. Estarán muy usados, pero servirán para luchar en estas colinas. Doce ingleses, cien mil Snider cruzando las tierras del emir en regimientos, yo me conformaría con veinte mil en un año. Forjaríamos

34 La cabeza de la obediencia masónica a la que pertenecen los protagonistas.

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un imperio. Y cuando todo estuviera bajo control me arrodillaría ante la reina Victoria y le ofrecería mi coro-na, esta misma que llevo ahora puesta, y ella me diría: «Levantaos, sir Daniel Dravot». ¡Que grandioso! ¡Te di-go que será grande! Pero hay tanto que hacer en todos sitios... Bashkai, Khawak, Shu y las demás aldeas...

—¿De qué estás hablando? ¿Hacer qué? –dije yo—. Este otoño no vendrán más hombres para recibir ins-trucción. Mira esos nubarrones negros. Traen nieve.

—No es eso —dijo Daniel, cogiéndome del hombro con mucha fuerza—. No quiero decir nada contra ti porque ningún hombre en la tierra me habría seguido ni habría hecho de mí lo que soy como tú lo has hecho. Eres un comandante en jefe de primera clase, y el pue-blo te conoce; pero... éste es un país grande, Peachey, y tú no puedes ayudarme ya como necesito que me ayu-den.

—¡Recurre entonces a tus malditos sacerdotes! —le espeté, y lo sentí cuando lo dije, pero me ofendió mu-cho que Daniel se pusiera tan altanero y me tratara su-periormente cuando había sido yo el que había entre-nado a todos los hombres y cumplido todas sus órde-nes.

—No nos peleemos, Peachey —dijo Daniel sin perder la calma—. Tú también eres rey. La mitad de este reino es tuya; ¿pero no ves que vamos a necesitar hombres mejores que nosotros?... tres o cuatro, a los que poda-mos repartir por el país para que gobiernen en nuestro nombre. Este es un territorio enorme y no siempre po-dré estar en todos los lugares y decidir lo que es justo. No tengo tiempo para todo lo que quiero hacer y el in-vierno se nos echa encima de golpe —y mientras lo de-cía se mordía la barba furiosamente. Una barba tan roja como el oro de su corona.

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—Lo siento, Daniel —le contesté—. He hecho todo lo que he podido. He entrenado a los hombres y les he en-señado cómo podían almacenar mejor la avena. He traído de Ghorband esos rifles de hojalata... pero sé lo que quieres decir. Supongo que los reyes siempre están sometidos a ese tipo de presión.

—Hay una cosa más —murmuró Dravot, paseando nerviosamente arriba y abajo—. Va a empezar el in-vierno y esta gente no va a causar problemas, y si los dan no podemos movernos. Quiero una esposa.

—¡Por el amor de Dios, deja en paz a las mujeres! —sostuve—. Los dos tenemos más trabajo del que pode-mos hacer aunque me tengas por un imbécil. Recuerda nuestro acuerdo y déjate de mujeres.

—El contrato solo estaría vigente hasta que fuéramos reyes, y reyes hemos sido todos estos meses —dijo Dravot, sopesando su corona en la mano—. Tú también deberías elegir una esposa, Peachey... una chica buena, fuerte y rellenita, que te de calor en invierno. Son más bonitas que las chicas inglesas y tenemos donde elegir. Dales un par de baños en agua caliente y se volverán tan apetecibles como el pollo y el jamón.

—¡No me tientes! —le respondí—. No tendré trato con mujer alguna hasta que no estemos más estableci-dos de lo que lo estamos. He estado haciendo el trabajo de dos hombres, y tú el de tres. Descansemos un poco. Disfrutemos de lo que tenemos. Vamos a ver si pode-mos conseguir de tierra afgana un tabaco mejor, y tal vez un poco de alcohol del bueno. Pero nada de muje-res.

—¿Quién habla de «mujeres»? —dijo Dravot—. Yo me refiero a una esposa... una reina que engendre un hijo del rey. Una reina elegida de la tribu más fuerte, que conseguirá que nos vean como hermanos de san-

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gre. Alguien que se acueste a tu lado y te cuente todo lo que la gente piensa de ti y de sus asuntos. Eso es lo que quiero.

—¿Te acuerdas de aquella mujer bengalí que tuve en el caravasar de Mongolia cuando estuve trabajando tendiendo el ferrocarril? —le dije—. Se portó bien con-migo un tiempo, pero no me sirvió de nada. Me enseñó su jerga y una o dos cosas más.. ¿y qué pasó luego? Que se escapó con el criado del jefe de estación y la mitad de mi paga del mes. Luego apareció en el cruce de Dadur arrastrando consigo a un crio mestizo, y tuvo la des-vergüenza de decir que yo era su marido... ¡en la caseta de control, delante de todos los maquinistas!

—Eso es agua pasada —dice Dravot—. Estas mujeres son más blancas que tú y que yo, y he de tener una reina para los meses de invierno.

—Por última vez te lo pido, Daniel, no lo hagas —le rogué—. Sólo nos traerá desgracias. La Biblia dice que los reyes no deben malgastar sus fuerzas con mujeres, especialmente cuando tienen un reino nuevo y virgen ante ellos.

—Y yo por última vez te contesto que lo haré —dijo Dravot, para luego desaparecer entre los pinos como un gran diablo rojo, con el sol del atardecer reflejándose en un lado de su corona y de su barba, brillando ambas como un carbón encendido.

Pero conseguir una esposa no era tan fácil como Dan creía. Lo expuso en el Consejo. Nadie contestó hasta que Billy Fish le dijo que sería mejor que se lo pregun-tara directamente a las muchachas. Dravot los maldijo a todos.

—¿Qué tengo de malo? —gritaba en pie junto a la es-tatua de Imbra—. ¿Acaso soy un perro, o es que no soy suficientemente hombre para vuestras mujeres? ¿No he

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extendido la sombra de mi brazo sobre este país? ¿Quién detuvo la última incursión de los afganos?

En realidad fui yo, pero Dravot estaba demasiado enojado para recordarlo.

—¿Quién os trajo rifles? ¿Quién reconstruyó los puen-tes? ¿Quién es el Venerable Maestro según la marca ta-llada en la piedra? —chillaba golpeando con la mano el bloque de piedra donde acostumbraba a sentarse en las Tenidas y en los Consejos, que siempre se abrían con el mismo ritual que las reuniones masónicas. Pero ni Billy Fish ni ningún otro dijeron nada.

—No pierdas la cabeza Dan —le dije— y pregunta a las muchachas. Así lo hacemos en nuestro país, y esta gente es casi inglesa.

—El matrimonio de un rey es una cuestión de Estado —Sostuvo Dan, rojo de rabia, aunque seguramente se daba cuenta, o al menos eso espero, de que no estaba siendo muy inteligente en este punto, abandonó la sala del Consejo y los demás se quedaron en silencio, mi-rando al suelo.

—Billy Fish —me dirigí entonces al jefe de Bashkai—, ¿qué problema hay? Dame una respuesta sincera de verdadero amigo.

—Pues verás... —balbuceó Billy Fish—. ¿Qué puedo decirle a un hombre como tú, que lo sabe todo? ¿Cómo pueden las hijas de los hombres casarse con los dioses o los diablos? No está bien.

Recordé que en la Biblia había algo parecido y pensé que si tras habernos visto durante tanto tiempo todavía creían que éramos dioses no iba a ser yo quien les saca-ra de su error.

—Un dios puede hacer lo que desee —les dije—. Si el rey se encariña de una muchacha no permitirá que muera.

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—Tendrá que morir algún día —dijo Billy Fish—. Hay toda clase de dioses y de diablos en estas monta-ñas, y de vez en cuando una muchacha se casa con uno de ellos y nunca más es vista. Además, vosotros dos conocéis la marca grabada en la piedra. Solo los dioses la conocen. Creíamos que erais hombres hasta que vi-mos el signo del Maestro.

Entonces deseé haberles explicado desde el principio los secretos del grado de Maestro Masón, pero no dije nada. Durante toda la noche sonaron los cuernos pro-cedentes de un templo pequeño y oscuro situado a me-dia ladera de la cima de la colina, y oí a una muchacha que lloraba como si la estuvieran matando. Uno de los sacerdotes nos contó que la estaban preparando para casarse con el rey.

—No cometeré semejante insensatez —les dijo Dan—. No quiero interferir en vuestras costumbres, pero toma-ré a mi propia mujer.

—Está un poco asustada —dijo el sacerdote—. Cree que va a morir así que le están infundiendo ánimos en el templo.

—Pues animadla con ternura, entonces —dijo Dan—, u os animaré yo a vosotros con la culata de un rifle has-ta que no queráis que os animen nunca más.

Entonces Dan se fue mojándose los labios con la len-gua, y estuvo vagabundeando más de media noche, pensando en la esposa que tendría por la mañana. Yo no estaba nada tranquilo, porque sabía que relacionarse con una mujer en tierras extrañas, por muy rey veinte veces coronado que se sea, era inevitablemente peligro-so. Me levanté muy temprano por la mañana, mientras Dravot seguía dormido, y vi a los sacerdotes hablando entre ellos en susurros, y a los jefes también, y me mi-raban de reojo.

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—¿Qué pasa, Fish? —le dije al hombre de Bashkai, que tenía un aspecto magnífico envuelto en sus pieles.

—No estoy seguro —me dijo—, pero si puedes lograr que el rey olvide todo este disparate sobre la boda le harás a él, a ti mismo y a mí un gran favor.

—Te creo —asentí—, pues tú, Billy, que has luchado con nosotros y contra nosotros sabes tan bien como yo que el rey y yo no somos otra cosa que los dos mejores hombres que Dios Todopoderoso hizo jamás, pero nada más que eso... te lo aseguro.

—Puede ser —dijo Billy Fish—. Aunque lamentaría que estuvieras en lo cierto —y hundiendo su cabeza en-tre las pieles se quedó meditando. Luego me dijo:

—De acuerdo mi Rey. Seas hombre o dios o diablo, hoy estaré a tu lado. Hay aquí veinte de los míos que me seguirán. Vámonos a Bashkai hasta que pase la tormenta.

Aquella noche había nevado ligeramente y por la mañana todo estaba blanco excepto los nubarrones que venían del norte. Dravot salió con su corona en la cabe-za, balanceando los brazos y pisando fuerte. Más con-tento que unas castañuelas y con cara de estar como unas pascuas.

—Por última vez, déjalo, Dan —le dije en un susu-rro—. Billy Fish dice que habrá jaleo si sigues adelante.

—¿Entre mi gente? —se sorprendió Dravot—. Ni ha-blar. No lo creo. Y te diré más. Peachey, eres tonto si no tomas tú también una esposa. Bien. ¿Dónde está la mu-chacha? —gritó en voz tan alta como el rebuzno de un burro—. Reúne a los jefes y a los sacerdotes para que el emperador pueda comprobar si su esposa está a su al-tura.

No hubo que llamar a nadie. Todos estaban allí. Apo-yados en sus rifles y lanzas en torno al claro en el centro

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del pinar. Un montón de sacerdotes bajaron al templo para traer a la chica y los cuernos sonaron como si es-tuvieran destinados a despertar a los muertos. Billy Fish se adelantó despacio y se colocó disimuladamente tan cerca de Daniel como pudo. Detrás estaban sus veinte hombres armados con mosquetes. Ninguno me-día menos de metro ochenta. Yo estaba junto a Dravot, y detrás de mí había veinte hombres del ejército regu-lar. Entonces llegó la chica, guapa y lozana, cubierta de plata y turquesas, pero pálida como la muerte. A cada instante se giraba para mirar suplicante a los sacerdo-tes.

—Servirá —dijo Dan mirándola de arriba abajo—. ¿De qué tienes miedo, chiquilla? Ven. Dame un beso —entonces la rodeó con los brazos, pero ella cerró los ojos, dio un gri-to ahogado y hundió la cara en uno de los carrillos de la flameante barba de Dan.

—¡La muy zorra me ha mordido! —gritó llevándose la mano al cuello y retirándola manchada de sangre.

En ese momento Billy Fish y dos de sus hombres co-gieron a Dan por los hombros y le arrastraron entre los suyos, mientras los sacerdotes aullaban en su jerga «¡Ni dios ni diablo. Solo es un hombre!».

Tuve que retroceder, porque me quedé perplejo cuando un sacerdote me atacó de frente cerrándome el paso, y el ejército, detrás suyo, abrió fuego contra los hombres de Bashkai.

—¡Dios Todopoderoso! —dijo Dan—. ¿Qué significa esto?

—¡Retroceded! ¡Retroceded! —gritaba Billy Fish—. ¡Rebelión, sublevación y ruina! Eso es lo que significa. Nos abriremos paso hasta Bashkai, si es que podemos.

Intenté dar algunas órdenes a mis hombres, los del ejército regular, pero fue inútil, así que abrí fuego con

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mi rifle contra la parte más compacta del grupo y atra-vesé de un disparo a tres de aquellos idiotas. El valle es-taba lleno de criaturas dando gritos y alaridos, y no ha-bía un alma que no chillara: «¡Ni dios ni diablo, solo es un hombre!». Las tropas de Bashkai lucharon junto a Bi-lly Fish lo mejor que pudieron, pero sus mosquetes no eran ni la mitad de buenos que los rifles con cargadores de recámara de Kabul, y cuatro de ellos cayeron. Dan bramaba como un toro, porque estaba lleno de rabia, y a Billy Fish le costó mucho impedirle que se lanzara contra la muchedumbre.

—No podemos resistir —dijo Billy Fish—. ¡Corramos valle abajo! Todos están contra nosotros.

Los hombres de los mosquetes corrieron y bajamos el valle a pesar de las protestas de Dravot, que lanzaba horribles juramentos gritándoles que era su rey. Los sa-cerdotes hacían rodar rocas enormes hacia donde está-bamos, y los soldados del que había sido nuestro ejérci-to no dejaban de disparar. Sólo seis hombres, sin con-tarnos a Dan, a Billy Fish y a mí, llegaron vivos al fondo del valle.

Entonces dejaron de disparar y los cuernos resonaron otra vez en el templo.

—¡Huyamos de aquí, por amor de Dios, huyamos! —gritaba Billy Fish—. Enviarán mensajeros a todas las aldeas antes de que consigamos llegar a Bashkai. Allí os puedo proteger, pero aquí y ahora no puedo hacer na-da.

Creo que aquel fue el instante en que Dan empezó a volverse loco. Miraba arriba y abajo como si lo hubieran clavado al suelo. Luego se empeñó en volver solo y ma-tar a los sacerdotes con sus propias manos, lo que sin duda habría hecho.

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—Soy un emperador —exclamó Daniel—, y el año que viene seré nombrado caballero por la reina.

—Sí, Dan —dije—, pero ahora ven con nosotros mien-tras aún hay tiempo.

—Todo es por tu culpa —señaló— por no haber man-tenido mejor la disciplina en tu ejército. Se preparaba un motín y tú sin enterarte... ¡Maldito maquinista… obrero de mierda… perro de misionero!

Se sentó en una roca y me insultó de todas las mane-ras que se le ocurrieron. Yo estaba demasiado cansado como para que me importara, aunque había sido su in-sensatez la que había originado el desastre.

—Lo siento, Dan —le dije—, era difícil prever lo que podían hacer estos malditos. Este hace nuestro «nego-cio» número cincuenta y siete y puede que saquemos algo de él cuando lleguemos a Bashkai.

—Entonces vamos a Bashkai —afirmó Dan—. ¡Y juro por Dios que cuando vuelva arrasaré este valle hasta que no quede ni una chinche en una manta!

Caminamos aquel día entero y toda la noche. Dan se pasó toda la noche deambulando arriba y abajo en la nieve, mascando su barba y murmurando entre dientes.

—No hay esperanza. No podemos escapar —dijo por fin Billy Fish—. Los sacerdotes ya habrán enviado men-sajeros a los poblados para decirles que sólo sois hom-bres. ¿Por qué no seguisteis haciéndoos pasar por dio-ses hasta que las cosas estuvieran más tranquilas? Soy hombre muerto– se lamentó desesperado Billy Fish tumbándose en la nieve y empezó a rezar.

A la mañana siguiente nos encontramos subiendo y bajando por un territorio cruel y adverso en el que no había ni un metro plano ni nada que comer. Los seis hombres de Bashkai miraban hambrientos a Billy Fish como si le quisieran preguntar algo, pero no dijeron

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una palabra. A mediodía vimos la cima de una eleva-ción chata y completamente cubierta de nieve. Trepa-mos. Cuando alcanzamos la meseta en la parte superior ¿qué vimos? Había a todo un ejército preparado para la lucha esperándonos.

—Los mensajeros han sido muy rápidos —dijo Billy Fish, dejando escapar una risita—. Nos están esperan-do.

Tres o cuatro hombres empezaron a disparar desde las filas del enemigo y una bala perdida alcanzó a Da-niel en la pantorrilla. Eso le hizo volver a sus cabales. Contempló a aquellos soldados formados sobre la nieve y vio los rifles que nosotros mismos habíamos metido en el país.

—Estamos muertos —dijo—. Son ingleses. Ha sido mi maldita locura la que os ha traído hasta aquí. Date la vuelta, Billy Fish. Llévate a tus hombres. Habéis hecho todo lo posible. Ahora tienes que irte… Es hora de aca-bar con esto. Carnehan —me llamó—, estréchame la mano por última vez y vete con Billy. Puede que no os maten. Iré solo a su encuentro. Fui yo el culpable. ¡Yo, el rey!

—¡Irme! —le contesté—. ¡Vete al infierno, Dan! Estoy contigo. Billy Fish, huye. Nosotros nos enfrentaremos a ellos.

—Soy un jefe —dijo Billy Fish, con mucha calma—. Me quedo. Mis hombres pueden irse.

No tuvo que decirlo dos veces. Echaron a correr y Dan, Billy Fish y yo avanzamos hacia los tambores que redoblaban y los cuernos que bramaban. Hacía frío... un frío terrible. Siento ese frío ahora mismo metido en la nuca. Sigue ahí todavía…

Los coolies encargados del punkah se habían ido a dormir. Dos lámparas de queroseno iluminaban te-

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nuemente la redacción. Dos gotas de sudor me resbala-ron por la frente y salpicaron el papel secante cuando me incliné. Carnehan estaba temblando y temí que su se le fuera la cabeza finalmente. Me sequé la cara, cogí aquellas manos lastimosamente destrozadas y le dije: «¿Qué pasó después?».

Había desviado repentinamente mis ojos de los suyos y eso había interrumpido el hilo de su recuerdo.

—¿Qué quiere decir? —gimió Carnehan—. Los cogie-ron sin ruido. Ni siquiera un susurro en la nieve, ni aun cuando el rey derribó al primero que le puso las manos encima... ni cuando el viejo Peachey disparó a bulto su último cartucho contra ellos. Aquellos puercos no hicie-ron el menor de los ruidos. Simplemente nos cercaron cada vez más, y le aseguro que apestaban. Allí estaba un hombre llamado Billy Fish, un buen amigo. Le cor-taron el cuello. Le degollaron. Como a un cerdo.

El rey le dio una patada a la nieve ensangrentada y dijo: «Buena la que hemos liado por un poco de dinero. ¿Y ahora qué?». Pero Peachey, Peachey Taliaferro, se lo digo en confianza, señor, como entre dos amigos, per-dió la cabeza. No, en realidad no fue eso. No la perdió él. Su rey perdió la cabeza, en uno de aquellos puentes de cuerda. Permita que se lo muestre con este abrecar-tas. Le hicieron caminar una milla por la nieve hasta un puente de cuerda sobre un barranco encima de un río que estaba muy, muy abajo. Puede que usted haya visto alguno así. Le iban pinchando como a un buey para que avanzara.

—¡Malditos seáis! —dijo el rey—. ¿Creéis que no se morir como un caballero? —entonces se volvió hacia Peachey..., que estaba llorando como un niño—. Yo te he arrastrado a esto, Peachey —le dijo—. Hice que deja-ras una vida feliz para traerte a morir en Kafiristán,

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fuiste el último comandante en jefe de las fuerzas del emperador. Di que me perdonas, Peachey.

—Te perdono —dijo este—. Te perdono de todo cora-zón, Dan. Sin reservas.

—Dame la mano, Peachey —le dijo—. Ahora tengo que irme.

Y empezó a andar. No miró a derecha ni a izquierda, y cuando estaba justo en el centro de aquellas vertigi-nosas cuerdas que no dejaban de temblar, gritó:

—¡Cortad, piojosos! Y ellos cortaron. Y el viejo Dan cayó dando vueltas.

Vueltas y más vueltas. Debieron ser veinte mil millas de caída porque tardó media hora en llegar abajo hasta que se estrelló contra el agua. Vi su cuerpo tendido en una roca con la corona de oro muy cerca a su lado.

¿Y sabe lo que le hicieron a Peachey? Lo crucificaron entre dos pinos, señor, como sus manos pueden demos-trar. Usaron estacas de madera para sus pies y sus ma-nos. Pero no murió. Estuvo colgado allí, gritando, y al siguiente día lo bajaron. Dijeron que era un milagro que no estuviera muerto. Lo descolgaron... pobre y viejo Peachey, que no les había hecho ningún daño... que no les había hecho ningún...

Se mecía hacia delante y atrás y lloraba amargamente secándose los ojos con el dorso de aquellas manos tulli-das llenas de cicatrices. Estuvo así, gimiendo y lamen-tándose como un niño durante cerca de diez minutos.

—Fueron tan crueles que le dieron de comer en el templo porque decían que era más dios que el viejo Daniel, que sólo era un hombre. Entonces lo llevaron hasta la nieve y le dijeron que regresara a casa, y Peachey tardó un año en volver, mendigando por los caminos. Estaba a salvo porque Daniel Dravot camina-ba delante de él y le decía: «Venga, Peachey. Lo que es-

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tamos es algo grande». Las montañas bailaban por la noche, y las montañas intentaban desplomarse sobre la cabeza de Peachey, pero Dan le llevaba de la mano, y Peachey avanzaba encorvado. Nunca se soltó en todo ese tiempo de la mano de Dan. Ni soltó la cabeza de Dan. Se la obsequiaron en el templo, para recordarle que no debía volver nunca.., y aunque la corona era de oro puro, y Peachey se moría de hambre, Peachey nun-ca la vendió. ¡Usted conoció a Dravot, señor! ¡Conoció a Su Alteza el Venerable Hermano35 Dravot! ¡Mírelo aho-ra!

Hurgó entre el montón de harapos que traía rodean-dole la doblada cintura. Sacó una bolsa negra hecha de pelo de caballo bordado con hilo de plata, y la sacudió hasta que algo cayó sobre la mesa... ¡La cabeza seca y marchita de Daniel Dravot! El sol de la mañana, que llevaba un buen rato haciendo palidecer las lámparas, se reflejó en la barba roja y en los ojos ciegos y hundi-dos. Se reflejó, también, en un pesado aro de oro tacho-nado de turquesas sin pulir, que Carnehan colocó tier-namente sobre las magulladas sienes.

—¡Mírelo ahora! —dijo Carnehan—. El emperador tal y como era cuando vivía... El monarca de Kafiristan con su corona en la cabeza. ¡Pobre y viejo Daniel, que llegó a ser rey!

Me estremecí, porque a pesar de lo desfigurada que estaba, reconocía la cabeza del hombre del cruce de Marwar.

Carnehan se levantó para irse. Intenté detenerle. No estaba en condiciones de salir a la calle.

35 Último homenaje al hermano masón al mantenerle el trata-miento de Venerable.

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—Déjeme llevarme el whisky, y deme algo de dinero —dijo con voz entrecortada—. Una vez fui rey. Iré a ver al ayudante del comisionado y le pediré que me meta en un asilo para pobres hasta que recobre la salud. No, gracias, no puedo esperar a que me pida un coche. Tengo asuntos privados muy urgentes que atender…, en el sur… en Marwar.

Salió de la oficina arrastrando los pies y se dirigió a la casa del ayudante del comisionado. Ese mismo día, a media mañana, tuve que bajar hasta el mercado bajo un calor cegador, y vi a un hombre encorvado arrastrándo-se por el blanco polvo de la cuneta, con el sombrero en la mano, cantando con voz trémula y dolorida como uno de esos rapsodas callejeros que hay en casa. No ha-bía ni un alma a la vista y estaba tan lejos que hubiera sido imposible que le oyeran desde las casas. Cantaba con voz nasal, moviendo la cabeza de derecha a iz-quierda:

El Hijo del Hombre se marcha a la guerra para ganar una corona de oro; Su bandera, roja como la sangre, ondea a lo lejos... ¿Quién le sigue los pasos?

No esperé a oír más. Metí a aquel desdichado en mi coche y lo llevé a la misión más cercana, para que lo llevaran por fin a un asilo. Mientras estaba conmigo, sin reconocerme en absoluto, cantó su canción otras dos veces, y le dejé cantándosela al misionero.

Dos días más tarde pregunté por su estado al encar-gado del asilo.

—Cuando llegó padecía una insolación. Murió ayer por la mañana temprano —dijo el director—. ¿Es cierto que pasó media hora con la cabeza descubierta bajo el sol del mediodía?

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—Sí –dije yo—. ¿Por casualidad no sabrá si llevaba algo consigo en el momento de morir?

—No que yo sepa —dijo el encargado. Y así acaba la historia.

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Las anotaciones a esta obra se terminaron el 18 de abril de 2014, viernes, cerca

de las doce del mediodía. 44 años exactos después

de que naciera su comentarista

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