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El Guardián del Linaje

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Ricardo J. Montés Ferrero

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EDICIÓN ESPECIAL GRATUITA CRISIS SANITARIA CORONAVIRUS
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CAPÍTULOS 58 A FINAL
Administrador
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Deseo que la lectura de esta Novela te acompañe en estos días de confinamiento responsable. Quédate en casa, por el bien de todos.
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Ricardo J. Montés Ferrero

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1.ª edición TXT Editorial, febrero de 2018Nueva edición Editorial Círculo Rojo, noviembre 2018

Depósito legal: AL 1820-2018ISBN: 978-84-1304-084-4

Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo

© Del texto: Ricardo J. Montés Ferrero© De la portada: Ricardo Montés Oviedo© Ilustraciones: Miguel Ángel Fita López© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo

Editorial Círculo [email protected]

www.elguardiandellinaje.com

Impreso en España - Printed in Spain

Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida por algún medio, sin el permiso ex-preso de sus autores. Círculo Rojo no se hace responsable del contenido de la obra y/o las opiniones que el autor manifieste en ella.Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

El papel utilizado para imprimir este libro es 100% libre de cloro y, por tanto, ecológico.

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A mis hijos Ricardo, María Amor, Marta. A mis nietos Júlia y Álvaro.

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AGRADECIMIENTOS:

A Alfredo Bernabeu Galbis (1928-2000), cronista de Ontinyent y autor de “Historia y Anécdota del Campanario de Santa María de Ontinyent, (La Nostra Terra 1985).

A Juan Antonio Alcaraz Argente, Teresa Otero Mollá, José Luis Teról Vidal, Rosario Montés Torró, Dora Mora Gandía, Sari Montés Ferrero, Miguel Ángel Fita López, Sandra Atienza Ramírez, Alicia Sarrió Nadal, Jesús Bordera Revert, Laura Mollá Enguix, Miguel A. Sarrió Nadal, Jordi Torró Torró, Enrique Jordá Valls, Pedro Mora Rojo y Jacobo Nebot Navarro, mis fieles animadores en esta aventura.

A lo dicho y escrito por Vicent Teról i Reig, Carmen Pérez Aparicio y Rafa Ballester Gandía.

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ÍNDICE

GUIA DE LOS PRINCIPALES PERSONAJES ........................13Capítulo 1. Bernat el Carpintero ................................................17Capítulo 2. El Sacristán del Cielo ...............................................23Capítulo 3. La Tormenta en la Taberna .......................................31Capítulo 4. El Plebán .................................................................35Capítulo 5. Quimet, el Sobrino de Bernat ..................................41Capítulo 6. El día de la Asunción ...............................................47Capítulo 7. El Primer Sermón ....................................................59Capítulo 8. El Entierro ...............................................................67Capítulo 9. El Jurat en Cap ........................................................71Capítulo 10. El acogimiento de Quimet .....................................75Capítulo 11. Tomás el Contador ................................................81Capítulo 12. La Madre de Quimet .............................................89Capítulo 13. La Suscripción .......................................................93Capítulo 14. Los Dineros ...........................................................99Capítulo 15. Gaspar, el Maestro Cantero ..................................103Capítulo 16. El Taller de Carpintería ........................................107Capítulo 17. Teresa, cocinera y maestra ....................................111Capítulo 18. La Inspección ......................................................115Capítulo 19. San Dimas ...........................................................123Capítulo 20. La Leyenda de las Lanzas Cautivas .......................127Capítulo 21. Llorenç y Tomás ..................................................133Capítulo 22. El Jurat y Tomás ..................................................139Capítulo 23. El taller del Maestro Cantero ...............................143Capítulo 24. La Carta de Gaspar ..............................................149Capítulo 25. La calle Roters de Valencia ...................................157Capítulo 26. La Muerte de Elena ..............................................163Capítulo 27. La Investigación ...................................................167Capítulo 28. Las Vísperas .........................................................173Capítulo 29. El día de la Patrona ..............................................179Capítulo 30. La Comida del día de la Purísima ........................189

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Capítulo 31. Gaspar regresa a Ontinyent ..................................203Capítulo 32. La Astucia que manipula voluntades ....................219Capítulo 33. María Luisa de Orleáns ........................................229Capítulo 34. El 12 de Febrero de 1689 .....................................239Capítulo 35. Derrumbar para Encumbrar ................................255Capítulo 36. El accidente de Josep Pascual ...............................261Capítulo 37. Los Cimientos .....................................................271Capítulo 38. Mariana de Neoburgo ..........................................289Capítulo 39. La Riada del 21 de diciembre de 1689 .................295Capítulo 40. Comprar Piedras en Noche Buena .......................311Capítulo 41. La Torre crece, el Rey se casa ................................323Capítulo 42. El Bombardeo de Alicante ...................................337Capítulo 43. Los Barrios...........................................................349Capítulo 44. El Fideicomiso .....................................................361Capítulo 45. María: ¿te quieres casar conmigo? ........................379Capítulo 46. La Boda ...............................................................405Capítulo 47. La Confesión .......................................................423Capítulo 48. San Jaime y el Rey ...............................................443Capítulo 49. Los Juros ..............................................................463Capítulo 50. El Testamento de Carlos II ...................................485Capítulo 51. Todos a Valencia ..................................................501Capítulo 52. El Mar y la Lonja de la Seda ................................517Capítulo 53. El Nuevo Siglo .....................................................537Capítulo 54. Vida Nueva llega a Ontinyent ..............................555Capítulo 55. El Rey Carlos, ha muerto .....................................577Capítulo 56. Encontrar al Ladrón ............................................589Capítulo 57. Tambores de Guerra.............................................613Capítulo 58. El Juicio de Cubelles ............................................631Capítulo 59. La Terraza de las Campanas .................................649Capítulo 60. Habas y Habichuelas ...........................................669Capítulo 61. Campanas ............................................................689Capítulo 62. La Batalla de Almansa ..........................................705Capítulo 63. La paz de Utrech y el sitio de Barcelona ...............725Capítulo 64. La Subasta del Remate de la Torre ........................743Capítulo 65. Tocar el Cielo.......................................................765Epílogo .....................................................................................789

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GUIA DE LOS PRINCIPALES PERSONAJES (Por orden de aparición)

BERNAT PONS.- Carpintero muerto por el derrumbe del viejo campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María de Ontinyent. Es el tío de Quimet.

MELCHOR.- Sacristán de la I.A.S.M., muy aficionado a la meteorología, apodado por ello, “El Sacristán del Cielo”.

LLORENÇ CIVERA.- Plebán de la Iglesia de la Asunción de Santa María de Ontinyent.

PERE.- Alguacil del Cabildo municipal.QUIMET PONS.- Muchacho de nueve años al inicio de

la novela. Es hijo de Elena y sobrino de Bernat el carpintero.ELENA.- La madre de Quimet, cuñada viuda de Bernat

Pons.TERESA.- La cocinera del Plebán Llorenç en la Abadía. Es

la maestra de Quimet, a quien enseña a leer y a escribir.VICENT ALBUIXECH.- Jurat en Cap de la Vila de On-

tinyent en 1688, la máxima autoridad municipal.TOMÁS FERRERO.- Contador del Cabildo de Ontin-

yent, encargado de administrar las arcas municipales.GASPAR DIEZ.- Maestro de Obras de Valencia, contra-

tado por el Cabildo Municipal para diseñar y dirigir las obras de la construcción de la nueva Torre.

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JOSEP PASCUAL y ALBERT LLUCH.- Albañiles de On-tinyent, a los que se contrata para la construcción de la Torre. Son la mano derecha e izquierda de Gaspar.

MARÍA DIEZ.- La hermosa hija de Gaspar, que protagoni-zará junto a Quimet, una bella historia de amor.

ESTEBAN CUBELLES.- El Siser nombrado por el Cabil-do Municipal para la aplicación del Impuesto de la Sisa con el que se financiará la construcción de la Torre.

CARLOS II.- (1661-1700), Rey de España. Murió sin des-cendencia lo que provocó la Guerra de Sucesión española.

CONSUELO GRAU.- Ama y dueña del Hostal de Grau, situado en la calle Regall, también conocida como la Posada del Caballo.

PEDRO NEBOT.- Fraile del convento de alcantarinos de Ontinyent, promovido por Tomás para ser Plebán de Santa María.

FELIPE DE ANJOU.- (1683-1746). Aspirante borbón a la corona de España en la Guerra de Sucesión. Vencedor de la Guerra, será el futuro rey Felipe V.

ARCHIDUQUE CARLOS.- (1685-1740). Aspirante aus-tracista a la corona de España en la Guerra de Sucesión. Per-dedor de la Guerra, abandonará España para ser proclamado Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

MARTÍ SERRADELL.- Picapedrero empleado de Gaspar Diez, muy aficionado a participar en las tertulias políticas de Valencia.

JUAN ALBELDA.- Letrado de la Audiencia de Valencia, asiduo de los círculos aristócratas que se reúnen en la Lonja de Valencia.

JÚLIA.- La hija de Quimet y de María.SANDRINA.- Partera proveniente de la comarca de los Se-

rranos, afincada en Ontinyent, que atiende el nacimiento de Júlia.

LUIS XIV.- (1638-1715), Rey de Francia, el Rey Sol. Cu-ñado de Carlos II de España y abuelo de Felipe V de España.

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LEOPOLDO I.- (1640-1715), Emperador del Sacro Impe-rio Romano Germánico. Padre del Archiduque Carlos. Tío de Carlos II de España.

JOAN BAPTISTA BASSET.- (1654-1728). Militar valen-ciano, General de las Tropas Austracistas, jefe de “Maulets”, que lideró las pretensiones del Archiduque Carlos.

FRANCISCO GARCÍA DAVILA.- Militar de Gandía, combatiente a favor de la derogación de los derechos señoriales.

LUIS ANTONIO BELLUGA Y MONCADA.- (1662-1742). Obispo de Cartagena, Capitán de las tropas borbónicas que asediaron Ontinyent en 1706.

MARQUÉS D’ASFELD.- (1665-1743). Militar francés, comandante de las tropas borbónicas que vencieron en la Ba-talla de Almansa.

PASCAL.- Jefe de Carpinteros en la retaguardia del ejército de d’Asfeld, a cuyas órdenes estuvo preso Quimet siete años.

FRAY JOSEP ALBERTO PINA.- Religioso Carmelita ara-gonés, Arquitecto y Maestro de Obras, autor del remate de la Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María de Ontinyent.

DOMINGO FITA.- Abogado y Procurador de la Villa de Ontinyent y de su Común, en 1744.

JOSEP SEGRIÁ.- Alcalde de Ontinyent en 1744.ROQUE BERNABEU.- Plebán de Iglesia de la Asunción

de Santa María de Ontinyent en 1744.VICENTE INSA.- Maestro de Obras que, el 24 de Enero

de 1745, se adjudica en subasta pública la construcción del remate de la Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María de Ontinyent.

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Capítulo 58 El Juicio de Cubelles

Tomás escribió una carta al letrado Juan Albelda. Ya que fue la persona que, aun sin pretenderlo destapó el fraude en la

Sisa dando noticia de la compra de las tierras en Tabernes de la Valldigna, bien estaría contratarle como abogado para la recu-peración de las tierras en las que Cubelles invirtió el producto de su fraude. El Cabildo de Ontinyent tenía derecho a ello por ser la parte perjudicada. No tardó en responder el letrado de Valencia. Estaba totalmente sorprendido por el desenlace de aquel asunto en el que intervino casualmente, casi dos años atrás. Decía que aceptaba el encargo del Cabildo para instar un expediente de dominio que revirtiera la propiedad de las tierras a la ciudad de Ontinyent, pues de sus gentes salió fraudulenta-mente el dinero con que se adquirieron. No tenía dudas de que el asunto era de ley, aunque sería totalmente necesario disponer de una previa sentencia condenatoria por el fraude cometido por el desleal Esteban Cubelles.

Albelda se ofrecía también al Cabildo como letrado para lle-var la causa penal contra el Siser, siempre que Tomás no tuviera nada mejor que proveer. Justificaba su postulación en que el pleito penal daría consistencia a la reclamación administrativa. Pediría la confiscación de todos los bienes del reo como parte de la condena que se dictara. El delito cometido por el Siser

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era muy grave y podía castigarse hasta con la muerte. Pero el letrado Albelda, avezado en mil pleitos, no era partidario de tan drásticas como estériles peticiones, siempre que pudiera obtener un mayor beneficio con alternativas punitivas menos severas. Así lo insinuaba en su carta a Tomás que pronto quedó convencido de su acertada forma de pensar. Estaba dispuesto a confiar en Albelda y a seguir sus consejos. Tras recabar la con-formidad del Jurat en Cap, Tomás remitió a Juan Albelda pode-res notariales para que representara al Cabildo de Ontinyent en la acusación penal contra Esteban Cubelles, con facultad para reclamar la confiscación de todos los bienes propiedad del acu-sado, en concepto de indemnización por todos los perjuicios causados a la Villa.

En pocos días Juan Albelda presentó en la Audiencia de Va-lencia la demanda instrumentada contra Esteban Cubelles. El acusado había sido trasladado a la cárcel de Quart en Valencia, para tenerlo más a mano en las diligencias que se iban a practi-car. El letrado Albelda tenía sus buenas influencias en la judica-tura. No le costó en absoluto obtener prontitudes en todas las instancias de tal manera que el 10 de Enero de 1702 se celebró la vista oral para juzgar a Cubelles de los crímenes de deslealtad en el desempeño de cargo público, fraude en la recaudación de impuestos y enriquecimiento injusto.

En representación del Cabildo de Ontinyent comparecieron Vicent Albuixech y Tomás Ferrero, que dieron sobrada expli-cación de los hechos que se juzgaban e irrefutable testimonio sobre las abrumadoras pruebas existentes contra el acusado. Al-belda también había intervenido en la designación del letrado defensor de Cubelles, uno de los jóvenes abogados con los que la Audiencia asistía de oficio a los que carecían de recursos eco-nómicos. Ese era el caso de Cubelles, otrora dueño de un rico patrimonio y ahora juzgado con lo puesto y sin poder pagar-se una defensa decente. Practicadas todas las pruebas y oídos los testimonios de los testigos, Cubelles se declaró culpable. Albelda pidió la pena de muerte y la inmediata confiscación de todos sus bienes para ser adjudicados al Cabildo de Ontin-

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yent, mediante la tramitación de un expediente de dominio. El joven letrado pidió clemencia para el reo y que se le con-mutara la pena por la inmediatamente inferior, el destierro. A cambio, Cubelles estaría dispuesto a ceder al Cabildo todos sus bienes, especialmente las tierras de Tabernes de Valldigna por el precio del fraude cometido. Albelda, tras consultar con sus patrocinados, aceptó la proposición del acusado. El Juez dictó sentencia declarando culpable a Esteban Cubelles de los deli-tos de deslealtad, fraude y enriquecimiento. Le condenó a la pena de muerte, conmutable por la de destierro de por vida, a condición de que allí mismo otorgara escritura de cesión de bienes a favor del Cabildo de Ontinyent, en desagravio de los quebrantos de todo tipo que le había causado su criminal com-portamiento. Esteban Cubelles firmó la escritura de cesión y salvó la vida. La farsa duró menos de una hora.

Albelda había diseñado la estrategia por la que Cubelles, sin duda merecedor de la pena máxima, no sería condenado al cadalso, al tiempo que evitaría al Cabildo de Ontinyent el engorroso expediente de dominio. La cesión de bienes de Cu-belles, tan voluntaria como interesada, además de salvarle la vida, evitaba el tedioso expediente. El Cabildo se había quitado de encima tener que lidiar con el derecho de retracto que pu-dieran ejercer los anteriores propietarios, tentados a pedir más dinero, dado el interés del Cabildo de Ontinyent por hacerse con la propiedad. O con los interminables tanteos que podían formular los lindantes y demás vecinos, incluso el propio Ca-bildo de Tabernes, pues en su término estaban enclavadas las tierras a confiscar.

Demasiados buitres para espantar en juzgados y escribanías en pleitos costosos y eternos de incierto resultado. La cesión de Cubelles, oportunamente negociada entre los letrados, aparta-ba obstáculos y allanaba el camino para que el Cabildo de On-tinyent se convirtiera de inmediato en el indisputable dueño de las tierras de Tabernes de la Valldigna propiedad del antiguo Siser nombrado en mala hora para proveer los fondos con los que pagar la construcción de la Torre Campanario de la Iglesia

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de la Asunción de Santa María de Ontinyent. Esteban Cube-lles emprendió ese mismo día, para nunca más regresar bajo la amenaza de ejecutar la pena de muerte que le había sido conmutada, el solitario camino del destierro que le llevaría a la frontera entre los reinos de Valencia y Aragón. Vicent y Tomás regresaron satisfechos a Ontinyent con la escritura de propie-dad en la mano.

—El letrado Albelda ha sido muy diligente en sus gestiones, —dijo Vicent durante el viaje—. No hay duda que conoce bien su oficio. ¿Cuál ha sido el precio de sus honorarios?

—No va cobrar nada, en merito a su amistad conmigo, — res-pondió Tomás—. El letrado me ha peguntado qué es lo que que-remos hacer con las tierras de Tabernes.

—¿Qué queremos hacer? ¿Se ta ha perdido a ti algo en Ta-bernes de la Valldigna? Yo quiero convertirlas en dinero.

—O sea, que quieres venderlas.—Si es hoy, mejor que mañana. Cubelles nos robó dinero y

es dinero lo que debe volver a Ontinyent.—Albelda se ha ofrecido para gestionar la venta de las tie-

rras.—Pues miel sobre hojuelas. Me ha causado muy buena im-

presión ese letrado. Dale nuestra conformidad.—Pero estas gestiones sí que las quiere cobrar.—¿De qué honorarios estamos hablando? .—Pide el doble de lo normal.—¿Y cuanto es eso?—Una quinta parte de lo que paguen los compradores.—Eso puede ser mucho dinero.—De esa forma compensaría los honorarios del pleito.—En verdad que el letrado Albelda es listo. Por mí, hágase.

Las tierras no son buenas para comer. En cambio, el dinero de la venta, aun descontando los abultados honorarios del aboga-do, lo podremos emplear en lo más menesteroso que tenga el Cabildo.

—Querrás decir en la construcción de la Torre. A esa fina-lidad le fue robado el dinero por el canalla de Cubelles. A ella

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tiene que regresar. Y además debe hacerlo cuanto antes, no vaya a ser que la maldita guerra se lleve lo que es nuestro.

Nada más legar a Ontinyent, Vicent y Tomás dieron buena cuenta a la vecindad del resultado satisfactorio del pleito en la Audiencia de Valencia. El Jurat mostraba a todos la escritura de cesión firmada por Esteban Cubelles, en señal del triunfo obtenido por el pueblo de Ontinyent sobre el desleal Siser. A pesar del frio que hacía esa mañana de invierno, una pequeña muchedumbre se había formado en la plaza en poco tiempo. Vicent Albuixech, aleccionado por Tomás durante el viaje, pro-nunció un improvisado discurso:

“Todos recordáis el día 12 de febrero de 1689, como el día en que el Cabildo acordó construir la nueva Torre Campanario de Ontinyent. Es sin duda uno de los días más importantes de nuestra historia. Hoy, 14 de Enero de 1702, será también recordado como un gran día, el día en que Ontinyent ha recuperado lo que nos había robado la criminal malicia de un administrador desleal. El culpable ya purga su pena, camino del vergonzoso destierro. Y nuestro pueblo recobra lo que había perdido, para ser empleado en más recursos que aseguren la firme construcción de nuestra Torre.

Muy pronto el Cabildo venderá las tierras de la vergüenza de Cubelles y este papel –dijo el Jurat mostrando la escritura—, se convertirá en valiosas libras con las que subiremos piedras y más piedras escuadradas, hasta alcanzar nuestro objetivo de tener el Campanario más alto del Reino de Valencia.

Para que todos los vecinos de Ontinyent obtengan beneficio de este triunfo en los tribunales de justicia, declaro que, tan pronto como se le entregue al Cabildo el importe de la venta, la Sisa sobre la carne y el pescado quedará en suspenso por un periodo de seis meses”.

Al escuchar esta declaración populista, oportunamente dic-tada al Jurat por Tomás Ferrero, los vecinos congregados en la plaza estallaron en vítores y aplausos para Vicent Albuixech, al que nada más le quedaba por decir, abrumado por las felicita-ciones que recibida de todos.

—Llorenç Civera está enfermo, —dijo Teresa a su marido Tomás cuando la multitud remitió en sus aclamaciones—. Co-

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menzó a sentirse mal tan pronto como os fuisteis a Valencia. Se queja de la barriga y tiene un color oliva muy feo.

—¿Cuántos años tiene?, —preguntó metódico Tomás—.—Cincuenta y seis.—Creía que era más mayor. ¿Qué dicen los médicos?—Nada bueno. No pueden hacer nada. Le alivian los dolo-

res y poco más. Dicen que le quedan pocos días de vida. No se ha levantado de la cama y cada día que pasa está más débil. Águeda y Melchor le están cuidando.

—Voy a ir a verle. Aunque no siempre hayamos estado de acuerdo, Llorenç Civera es uno de los impulsores de la Torre. Le alegrará saber de las noticias de la Audiencia de Valencia. ¿Me acompañas?

Tomás y Teresa llegaron a la Abadía al mismo tiempo que Mel-chor el Sacristán, que venía desde la Iglesia con cara de preocupa-ción. Los tres subieron las escaleras hasta el dormitorio de Llorenç en dónde encontraron a Pedro, el fraile alcantarino que ofició la boda de Tomás y de Teresa. El monje, con su alta figura y con el brazo derecho extendido, dibujaba en el aire la señal de la cruz. A continuación untaba con aceite la frente de Llorenç, mientras reza-ba en latín: “Per istam sanctam unctionem, indulgeat Deus omnibus peccatis vestris quas fecistis”. Volvió a hacer la señal de la cruz sobre el rostro de Llorenç que respiraba con mucha dificultad.

—El fraile acaba de administrar al Plebán el sacramento de la extremaunción, —dijo Melchor tomando de la mano a su esposa Águeda que sollozaba sin parar—. La cosa viene rápida y el fraile ha abreviado la fórmula: “A través de esta santa unción, que Dios perdone todos los pecados que has cometido”. No hay tiempo para más liturgias.

En ese momento el Plebán exhaló el último suspiro de su vida. Pedro colocó la palma de su mano sobre el rostro de Llo-renç y cerró los parpados de sus ojos inexpresivos. Águeda rom-pió a llorar, contagiando a Teresa que buscó consuelo asiendo el brazo a Tomás.

—He venido a darte buenas noticias sobre la Torre que tan-to has deseado y no me has dejado contártelas –dijo Tomás en

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voz alta, como si Llorenç pudiera escucharle—. Hoy no venía a discutir contigo, como tantas otras veces hemos hecho en esta misma casa. No era necesario que te marcharas. Hoy venía a contarte que el Cabildo ha recuperado el dinero que a todos nos robó el miserable Siser y que lo vamos a emplear en seguir construyendo la Torre Campanario por la que tanto has lucha-do. Tan solo venía a decirte que estamos más cerca de colgar esas campanas que siempre has reclamado. Pero veo que llego tarde –siguió diciendo Tomás con los ojos llenos de lágrimas—. Tendremos que acabar la Torre sin tu ayuda. Por la cuenta que me trae, ten por seguro que así será.

Teresa agradeció con un abrazo las tiernas palabras de su ma-rido, mientras todos se consolaron unos a otros. Tomás rompió el silencio.

—Se va un hombre comprometido con la construcción de la Torre. A pesar de sus peculiaridades, nadie nunca podrá negar que Llorenç Civera, como hombre y como Plebán, deseó hasta el extremo que el Campanario se convirtiera en una realidad. Su muerte deja huérfano su patrocinio y abre la puerta de su sucesión al frente de la Iglesia de la Asunción de Santa María. La persona que ocupe su lugar debe estar igual de comprome-tida. A estas alturas no podemos permitir que el Obispo de Va-lencia nos mande a un cualquiera para asumir la vacante. Debe ser Ontinyent el que nombre al nuevo Plebán.

—Eso siempre ha sido cosa del Obispo, —respondió Mel-chor, rectificando al Contador—.

—Pues esta vez tendremos que pasar por delante del Obis-po, —replicó Tomás—. ¿Acaso no tendrá nada que decir al respecto la comunidad religiosa? ¿Vosotros, los frailes, acaso no tenéis opinión en este asunto?, —dijo Tomás dirigiéndose a Pedro, el fraile alcantarino—.

—Las órdenes religiosas tenemos voto de obediencia a nues-tros superiores, —respondió el fraile en tono de sumisión—. Pero hubo un tiempo en el que los fieles escogían a sus pastores, cuando la antigua iglesia de los visigodos fue descabezada tras la invasión árabe.

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—Algo de eso he oído, —intervino Tomás interesado—. Por eso se llama Plebanía, porque el pastor era elegido por la plebe, por el pueblo. ¿No es así?

—Si pero de eso hace mucho tiempo y ya no hay costumbre, —replicó Pedro—. Ahora es el Obispo quien provee el cargo.

—¿También es el Obispo el que elige a vuestro superior en el convento? Tengo entendido que sois los propios frailes los que nombráis a vuestro Abad. ¿Estoy en lo cierto?

—Así es, pero no es el mismo. El Abad rige “intramural con-ventuales”. En la calle, es otra cosa. Es necesario respetar la je-rarquía subordinante por la que el de arriba manda al de abajo.

—Pero nada impide que sean los de abajo los que propon-gan al de arriba a la persona que prefieren para que les gobierne. ¿Estoy equivocado acaso? El Obispo no tiene más que aceptar la petición. Llorenç ha muerto y la Plebanía está vacante. Los oficios religiosos deben continuar celebrándose, empezando por su propio funeral. Alguien tendrá que hacerlo, —comen-zó a pensar aceleradamente Tomás—. Como representante del Cabildo, te ordeno monje que asumas temporalmente los me-nesteres de la Iglesia de la Asunción de Santa María. Ya me encargaré yo de hablar con el Jurat en Cap.

—Pero si yo soy un simple fraile, —protestó humildemente Pedro—.

—Un simple fraile que ha administrado la extremaunción al Plebán. Eres como el hijo que despide a su padre en el lecho de muerte, recibiendo su herencia espiritual. La Providencia así lo ha querido y debes obediencia a los designios de Dios.

Pedro agachó la mirada y recogió sus manos sobre el pecho, aceptando lo que decía el Contador que aún no había acabado con su discurso.

—Ahora mismo darás cuenta de la muerte de Llorenç a tu superior. Los Alcantarinos tomareis la iniciativa de elegir a un nuevo Plebán. Solicita audiencia con tu Abad. Esta tarde le visitaremos el Jurat y yo para hablar del asunto.

Pedro se dispuso a salir de la habitación sin haber digerido la densidad de las palabras de Tomás y sin, por supuesto, adivinar

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sus intenciones. Le saludó con una inclinación de cabeza a la que Tomás respondió besándole el dorso de la mano derecha, ante la extrañeza de los presentes. La noticia de la muerte de Llorenç se propagó por Ontinyent como fuego entre rastrojos. Tomás y Teresa también se fueron. En la Abadía solo quedaron Melchor y Águeda preparando todo para el velatorio y el fune-ral.

—¿A quién vas a proponer como nuevo Plebán?, —preguntó Teresa a su marido mientras bajaban por la cuesta de la Bola—.

—A Pedro, el fraile alcantarino.—Lo había imaginado. –¿Tanto le conoces como para con-

fiar en él?—No, pero el sí que me conoce a mí. Las dos veces que le

he necesitado ha obrado con temor a mi persona y quizás por ello ha sido eficiente.

—Creo que eres demasiado presuntuoso.—No es eso mujer. Pedro fue el que, con su mera presencia,

disuadió a Llorenç de la tentación de negarse a casar a Quimet y a María, ¿recuerdas? Cuando le pedimos que nos casara a nosotros, obedeció sin rechistar. Ontinyent necesita un Plebán dócil que acompañe las decisiones del Cabildo. Estoy seguro de que ese fraile me hará caso. No podemos arriesgarnos a perder el control con alguien que venga de fuera y no sepa de la misa la media y nunca mejor dicho.

—No será para tanto. El Obispo proveerá con buen criterio.—O con buen interés, el suyo propio. No olvides que va

a venir a Ontinyent una importante cantidad de dinero con la venta de las tierras de Tabernes de la Valldigna. No quiero disputas sobre el dinero y su destino. No quiero que un nuevo Plebán, títere del Obispo de Valencia, puje por llevarse lo que solo pertenece a la gente de Ontinyent.

—No había reparado en esa posibilidad.—Hay más motivos. Sabes que tenemos una guerra a las

puertas y estoy seguro de que habrá que tomar partido. Pudiera ser que lo que es bueno para la Iglesia, no lo fuera para el Ca-bildo o al revés. Si nos vemos abocados a una lucha, será bueno

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para todos que Iglesia y Cabildo estemos en el mismo bando. Un Plebán afín facilitará las cosas.

Al llegar a la plaza se encontraron con Quimet, María y con Júlia que tosía acatarrada con tanta fuerza que daba pena mirar-la. Les comunicaron la noticia de la muerte de Llorenç. Teresa y María se llevaron a la niña para darle un ajo macerado con miel, un remedio muy eficaz para los resfriados y otras enfermedades. Teresa siempre tenía en casa un tarro con ajos blandos empa-pados con el dulce néctar de las abejas. Quimet acompañó a Tomás al Cabildo para hablar con el Jurat en Cap y explicarle los planes que tenía sobre la sucesión de la Plebanía.

Vicent Albuixech escuchaba hipnotizado a Tomás que esta-ba absolutamente decidido a intervenir en el nombramiento del nuevo Plebán. También Quimet daba oídos, sin que se le ocurrieran razones para contradecirle.

—¿Cómo haremos para que el Obispo acepte a nuestro as-pirante?, —preguntó Quimet—.

—No será un aspirante, —contestó rotundo Tomás—. Será el nuevo Plebán nombrado por todo Ontinyent. Tendrá el res-paldo unánime de la comunidad religiosa y la aceptación de toda la ciudadanía. El Obispo no podrá oponerse, no le dare-mos la oportunidad de elegir entre varios candidatos y, desde luego, no se atreverá a llevar la contraria a la voluntad de todo un pueblo. Ya me encargaré yo de que así sea.

Por la tarde, los tres acudieron puntuales a la cita con el Abad del convento de Alcantarinos. Quimet se sumó al grupo. Pedro les esperaba en la puerta.

—El Abad Remigio Vizcarra os recibirá de inmediato en la biblioteca, dijo saludando el fraile—.

—Apellido poco común el del Abad, —dijo Tomás dando conversación a Pedro—.

—El Abad es nacido en Valencia, aunque de ascendientes vascos, —respondió Pedro—. Sus antepasados llegaron a estas tierras con los aragoneses que acompañaban al Rey Jaime I en la conquista al moro.

—¿Y cuál es tu apellido?, —preguntó curioso Quimet.

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—Me llamo Pedro Nebot. Mi familia proviene de Sueca.—Amigo Pedro: quiero que estés presente en la reunión con

el Abad, —ordenó Tomás mientras el fraile de treinta y cuatro años volvía a inclinar la cabeza en señal de obediencia—.

Tomás fue directo al grano con el Abad Remigio Vizcarra, un hombre culto, dos años mayor que el difunto Llorenç, pero con una lozanía envidiable. Le explicó que la comunidad re-ligiosa de Ontinyent debía elegir al nuevo Plebán pues así lo aconsejaba la adecuada tutela de los intereses tanto laicos como religiosos. Le habló del estado actual de las obras de la Torre, de la sentencia favorable de la Audiencia, del dinero pronto a llegar. También le dijo que la guerra ya había comenzado en la Lombardía y que no tardaría en llegar a España. Más que nunca, la Iglesia y el Cabildo debían caminar juntos, como así había ocurrido mientras Llorenç estuvo al frente de la Plebanía. Su sustituto debía ser una persona sensible con las necesida-des de la Torre. La mejor manera de no errar era elegirlo en Ontinyent, evitando dejar la decisión en manos del Obispo de Valencia. Le dijo que el Cabildo había pensado en una persona cercana, un fraile de los Alcantarinos que conociera bien a On-tinyent y a los anhelos de sus gentes.

—¿No habrás pensado en mí?, —dijo asustado Remigio Vizcarra—.

—No, —respondió con sequedad Tomás—. No te ofendas pero eres demasiado mayor. Llorenç es el primero que se va de aquellos de nosotros que vimos excavar los cimientos de la Torre. Y no será el último. Se acercan tiempos convulsos y queda mucho por hacer. Nadie sabe cuándo podremos acabar las obras y todos nos vamos cargando de años. Necesitamos a una persona joven y comprometida que recoja el testigo con brío y con energía.

—¿En quién has pensado pues?, —preguntó Remigio—.—En el joven Pedro Nebot. Tengo el presentimiento de que

el destino lo ha puesto es nuestro camino para que lo ande por muchos años, aun después de nuestra ausencia.

Nadie habló. Nadie sabía hasta ese momento de la intención del Contador. Solo su esposa y Teresa no estaba allí. Todos,

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incluido el propuesto, se enteraron al mismo tiempo de que Pedro Nebot iba a ser el próximo Plebán. Como era costumbre en Tomás, aprovechó el desconcierto de sus interlocutores para abrumarles con la exposición de la totalidad de sus planes.

—En primer lugar deberás obtener la conformidad de tu comunidad, —dijo dirigiéndose a Remigio Vizcarra—. Que sea unánime y entusiasta. Después recabarás la aprobación de los demás conventos de Ontinyent. Puedes decirles que el Ca-bildo aprueba el nombramiento o que Llorenç así lo dispuso en el lecho de muerte o ambas cosas a la vez. Todos los conventos juntos redactareis un oficio dirigido al Cabildo para que solicite al Obispo la vacante para Pedro Nebot. Nosotros remitiremos la carta al Obispado de Valencia. Conozco la manera de que el Prelado no pueda hacer otra cosa más que bendecir el nombra-miento.

Con un apretón de manos y una sonrisa compartida, dieron por terminada la reunión. Al día siguiente, Pedro Nebot ofició el solemne funeral de Llorenç Civera al que asistió una nutri-da representación de todos los conventos de Ontinyent. Todos juntos rezaron por el alma del difunto y por el buen acierto para nombrar al nuevo Plebán de la Iglesia de la Asunción de Santa María de Ontinyent. Esa misma noche, Tomás remitió a su amigo Martí Serradell una carta contándole todo lo suce-dido tras la muerte de Llorenç Civera. Le adjuntaba el oficio redactado por los conventos de Ontinyent y otro más, escrito por el Cabildo. Los dos estaban dirigidos al Arzobispado de Va-lencia. Le pedía que se los diera a Luis Cifuentes, el secretario del Virrey de Valencia para que fuese la mano que lo entregara al Obispo. A Cifuentes debía entregarle esta nota.

“Admirado señor Luis Cifuentes. Para poder continuar nues-tra obra, debemos ser dueños de nuestras propias decisiones. La de ahora ha sido nombrar al nuevo Plebán que más nos conviene, que también debe ser el que conviene el señor Obispo, pues nadie puede sustraer a las gentes de Ontinyent el derecho a levantar nuestra Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María, la torre más alta del Reino de Valencia. En la seguridad de que

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vuestra excelencia hallará la forma por la que el Sr. Obispo bendi-ga nuestro nombramiento, queda agradecido su siempre servidor, Tomás Ferrero, Ontinyent 14 de Enero de 1702”.

***

El mismo día 14 de Enero de 1702, el rey Felipe V clausu-ró las Cortes de Barcelona después de tres meses de intensas discusiones. Los catalanes desconfiaban de la voluntad del Rey para mantener sus privilegios. Sabedores de las pretensiones del Archiduque Carlos sobre la corona de España, pronto se creó en Catalunya una corriente de opinión favorable a la casa de Austria, partidaria de exigir al Rey compromisos fehacientes sobre aquellas cuestiones en las que recelaban de Felipe V. Las negociaciones fueron duras y tensas, tanto que el brazo real de las Cortes presentó un disentimiento solicitando la paraliza-ción de las sesiones. Entonces los asesores del rey Felipe, ame-nazaron con no clausurar las Cortes. De esta forman nada de lo debatido y acordado tendría validez alguna. Al final se llegó a un acuerdo. El Rey hizo importantes concesiones, pero no en lo referente a las tropas, su alojamiento y avituallamiento. El monarca no estaba dispuesto a reducir su presencia militar en un territorio tan proclive a formular continuas demandas.

A cambio, un rosario de beneficios menores fueron aproba-dos, como la nulidad de todos los actos del gobierno central desde 1599 que fueran contrarios a las Usatges y Constitucio-nes Catalanas, el cumplimiento de la Usatge por la que nadie podía ser condenado sin haber sido oído, la asignación a na-turales de Cataluña de beneficios eclesiásticos, la asignación a catalanes de plazas administrativas en Nápoles y en Milán, el establecimiento de un turno rotatorio entre aragoneses, catala-nes y valencianos en el cargo de Protonotario de la Corona de Aragón, la reparación por los fraudes cometidos por la entrada en Cataluña de telas y otros productos sin pagar los derechos correspondientes con la excusa de hallarse destinados a la fa-milia real o al ejército, la facultad de erigir una casa de puerto

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franco en Barcelona así como el permiso para enviar cada año dos barcos catalanes a América, además de la libre exportación de vinos, aguardientes y productos agrícolas a puertos españo-les de la Península Ibérica sin recargo. A cambio de todas estas concesiones, el Rey recibió un donativo de un millón y medio de libras.

La política pactista de la casa de Borbón salió fortalecida por el acuerdo alcanzado, favoreciendo la estabilidad entre Castilla y Cataluña. Pero solo fue una mera apariencia ya que el descon-tento no tardó en manifestarse abiertamente. Para los catalanes partidarios de Felipe V, las Cortes fueron tan solo una mera confirmación y adición de privilegios a cambio de un mengua-do donativo. En cambio, para los austracistas, las Cortes no habían conseguido rebajar la autoridad del Rey, lo que propi-ciaba los abusos cometidos por los virreyes y por los ministros castellanos.

Desde Castilla se tenía una visión recelosa. Creyéndose ser los únicos buenos súbditos del rey de España, se imaginaban que cuando su Majestad tenía motivo para estar contento con los catalanes, era en perjuicio suyo, porque los castellanos desea-ban ser los únicos poseedores de todos los empleos y dignidades de los países dependientes de la monarquía española. Todo ello provocaba que las desafecciones entre los catalanes partidarios de Felipe V y los partidarios del Archiduque Carlos de Austria, fueran cada vez más profundas. El tibio y forzado compromiso del Rey Felipe con las instituciones catalanas no pasó inadverti-do para Aragón y Valencia que conforme transcurrían los días, más desconfiaban del borbón, sintiéndose atraídos por las pro-mesas que llegaban desde Viena.

Mientras tanto, las escaramuzas militares en Europa no ce-saban. El 1 de Febrero de 1702, el ejército austracista al mando de Eugenio de Saboya, atacó de nuevo a los franceses en la ciu-dad italiana de Cremona, situada a medio camino entre Parma y Milán. Si bien consiguió un éxito inicial, llegando a hacer pri-sionero incluso al mariscal Villeroy, los franceses fueron capaces de rehacerse, obligando al ejército imperial a retirarse. Era la

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primera derrota de las tropas de Leopoldo I y la confirmación de que Europa estaba abiertamente en guerra.

El rey Felipe V tuvo que abandonar Barcelona camino de Nápoles, para pacificar el reino de los Dos Sicilias. De allí mar-chó a sus posesiones en el Ducado de Milán luchando contra el emperador junto con las tropas francesas. La guerra se exten-día. Los ducados alemanes de Colonia y Brunswick se subleva-ron al emperador, poniéndose del lado del rey Sol. En Mayo de 1702, cuando ya se habían producido varias batallas, la Gran Alianza declaró oficialmente la guerra a Luis XIV y a Felipe V, por usurpar la corona de España. El rey Felipe regresó a España pasando por Cataluña y Aragón, sin ni siquiera detenerse. Se refugió en Madrid en dónde fue aclamado con fervor por sus triunfos militares en Nápoles y Milán.

Los aliados estaban obsesionados con trasladar a España el conflicto militar, a fin de cuentas, el verdadero botín de esta guerra. En Agosto de 1702, Inglaterra y Holanda armaron una poderosa flota para atacar Cádiz. Pretendían disponer de una base naval en el Mediterráneo desde la que hacer la guerra a los españoles. El 23 de Agosto de 1702, catorce mil hom-bres del ejército aliado desembarcaron en la ciudad de Cádiz, prácticamente desguarnecida de tropas. Con la urgencia que requería la ocasión y pagando el cardenal Portocarrero de su bolsillo su avituallamiento, un ejército improvisado pero vo-luntarioso, hizo frente a los aliados. Un mes después y gracias a la animosidad de los soldados españoles, las tropas aliadas fueron hostigadas y no tuvieron más remedio que reembarcar. En los días en que ingleses y holandeses estuvieron en la pe-nínsula ibérica, se dedicaron al pillaje, saqueando poblaciones como el Puerto de Santa María y Rota, sin ni siquiera respetar las sagradas tradiciones cristianas, tan devotas del pueblo es-pañol. La vileza y furia con la que actuaron las tropas aliadas contra las Iglesias y Conventos, les valió merecidamente la animadversión de los vecinos, echando a perder los planes de rebelión popular que habían preparado los austracistas para Andalucía.

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La derrota no desanimó a los aliados. De Cádiz, la flota puso rumbo a Vigo, en dónde venció en la batalla de Rande, apro-piándose de un fabuloso tesoro que la armada española traía desde América. La guerra por la corona de España estaba defi-nitivamente instalada en la Península Ibérica, tal y como había vaticinado años atrás Tomás Ferrero, el Contador del Cabildo de Ontinyent.

***

No habían transcurrido ni quince días desde que Tomás re-mitió sus cartas al obispado de Valencia cuando una posta trajo a Ontinyent respuesta de Luis Cifuentes. La carta del secretario del Virrey adjuntaba un oficio del arzobispado, extendido en fino pergamino en el que nombraba Plebán de la Iglesia de la Asunción de Santa María de Ontinyent al fraile alcantarino Pedro Nebot, a petición de la comunidad cristiana de la Villa y con el refrendo seglar del pleno del Cabildo. Al igual que hizo Tomás con su carta, Cifuentes también adjuntaba una nota personal para el Contador:

“Esforzado Señor Tomás Ferrero. La prosperidad de nuestro Reino de Valencia será por la pujanza de sus gentes, aquellas que emprenden los grandes proyectos de los que en el futuro vamos a sentirnos orgullosos todos los valencianos. Ante tan loable propósito, toda ayuda es poca y todo apoyo absolutamente necesario, incluido el del propio Obispo que, aunque no a la primera, accede a rendir su autoridad al derecho de las gentes de Ontinyent para levantar la Torre más alta del Reino de Valencia y a la que ya me sobran ganas de conocer. Placiente de haberte sido útil, Luis Cifuentes, Valencia a 28 de Enero de 1702”.

—Te traigo tu nombramiento como Plebán, —dijo Tomás a Pedro Nebot, al que fue a visitar a propósito a la Abadía—. Parece ser que el Obispo de Valencia no ha puesto reparos ya que, sin conocerte de nada, te ha nombrado Plebán. Sin duda no le convenía desairar al procurador que le envié para pedir su firma. Tampoco yo te conozco demasiado y sin embargo he

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confiado en tí. Solo te pido que estemos juntos en la empresa de la construcción de la Torre. Espero que nunca me defraudes. Por si acaso, será el Cabildo el que guarde este nombramiento. Y recuerda que igual que ha llegado a mis manos, puede un día desaparecer.

—No tendrás queja, —respondió Pedro—. Aunque sea por tu provecho, a mí se me presenta una oportunidad para pros-perar en la comunidad religiosa. Te aseguro que no echaré a perder mi suerte. Cumpliré con mi tarea de continuar la labor de Llorenç en pro de la construcción de esa magnífica Torre.

—Así lo espero y así te lo demandaré si no cumples con tu palabra.

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Capítulo 59 La Terraza de las Campanas

El alba y Quimet llegaron juntos al taller de carpintería. Marzo suavizaba el frio matinal, un buen momento para

renovar la grúa que había estado trabajando con eficacia duran-te todo el invierno. Era necesario sustituir los troncos antes de que comenzaran a acusar el esfuerzo de tantos días de funciona-miento. También era necesario elevar la altura de la grúa, pues la rasante de las piedras ya colocadas, se había tragado la cota del pináculo del mástil.

Con el sol despuntando por el Benicadell, Quimet Pons y Joan Conca manejaban la sierra en el Torrater cortando los dos pinos que necesitaban. Limpios de ramas los cargaron en una carreta tirada por dos mulas. En el taller quitaron a golpe de hacha la rugosa corteza, dejando los troncos lisos y blancos. Los subieron a la plataforma dónde estaba instalada la grúa y allí les dieron una capa de barniz que los protegería de la intem-perie de los próximos seis meses. Mientras los nuevos troncos secaban, Quimet y Joan desmontaron la vieja grúa. Los obreros rellenaron el hueco con más tierra para elevar la base en dónde de nuevo apoyarían el armazón que anclaría los nuevos troncos.

Según las medidas del plano de Gaspar, Quimet calculaba que faltaban apenas cinco hiladas de piedra para llegar a la base de la terraza de las campanas. Con un poco de suerte, esta ope-

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ración de sustituir los troncos y elevar la grúa, solo deberían realizarla una vez más. Cuando alcanzaran lo que iba a ser la terraza de las campanas, la Torre superaría los cuarenta metros y ya tendría más de la mitad de su altura prevista.

Estaban ahora construyendo lo que Quimet llamaba el “Cuerpo Noble de la Torre”. Era la parte del fuste más alta y estilizada. A diferencia de los tramos inferiores que la sustenta-ban, el lienzo de su pared estaba enmarcado con un rectángulo interior de piedras que sobresalían del plano liso. Semejaba la moldura de una gran ventana abierta hacia el corazón de la Torre, esculpida con perfecta simetría en las cuarto caras. Una vistosa cornisa de cincha remataría el Cuerpo Noble, prote-giéndolo del agua de lluvia y ofreciendo una amplia base a las pilastras que abrirían los ocho vanos en dónde colgarían las campanas.

Quimet era el lector de los planos de Gaspar, transportan-do medidas y proporciones según las escalas señaladas en las anotaciones de su suegro. La facilidad para manejarse con las operaciones matemáticas, le habían convertido en una persona imprescindible. Su trabajo trascendía al de simple carpintero, formando una eficaz unión junto con Albert Lluch y Josep Pas-cual.

—Según estos planos nos faltan cinco hiladas de piedra para alcanzar la altura de la cornisa, —dijo Quimet a Josep y a Albert, mientras examinaban con detenimiento los gráficos trazados por Gaspar—. Para cada hilada necesitamos doscien-tas quince piedras. En total más mil piedras para alcanzar la cumbre.

—A esa grúa todavía le queda trabajo, —dijo Albert—.—Si, pero solo hasta que lleguemos a la terraza de las cam-

panas, —respondió Quimet—. En ese momento el maestro cantero tiene previsto construir la escalera de acceso interior. Desmontaremos la grúa central y sacaremos toda la tierra del hueco, como si estuviéramos escavando un pozo.

—¿Y cómo subiremos el resto de piedras sin la grúa?, — pre-guntó Josep Pascual—.

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—Con cabestrantes voladizos. A partir de la terraza de las campanas, las piedras que necesitamos son de menor tamaño. Serán más ligeras y no precisaremos tanta potencia en la eleva-ción. Construiremos dos cabestrantes, uno con caída a la calle Regall y el otro a la cuesta de la Bola. Servirán tanto para subir piedras como para bajar la arena que vayan extrayendo los po-ceros del hueco de la escalera. Quizás tengamos que construir un tercero para aligerar el drenaje de la arena.

—Disponer de una escalera interior facilitará el acceso a la parte superior de la Torre, —dijo Albert Lluch—. Cada vez está más alta y las escalas de madera son inestables y peligrosas. Los hombres que trabajan en lo alto tienen miedo a una caída al subir o bajar.

—Cinco hiladas más de piedra y podremos comenzar a construir la escalera interior, —animó Quimet—. Tenemos que colocar esas cinco hiladas en tan solo seis meses.

—Vaasermuydifícil,—respondióJosepPascualconsultando sus anotaciones—. Los hombres están necesitando al menos un año para levantar tres hiladas. Este es el promedio de los últimos ocho años.

—Pues tendremos que ver la forma de aumentar ese prome-dio, —respondió Quimet—. Según asegura Tomás, la guerra no tardará en llegar a España. El reino de Valencia es leal a Feli-pe V pero sabéis que existe mucho descontento, especialmente entre el campesinado, que brega desde hace años en contra de los derechos señoriales. Cada vez son más fuertes los rumores de que el Archiduque Carlos promete a aquellas poblaciones que lo soliciten, dejar de ser señorío para convertirse en villas de realengo bajo la directa jurisdicción del Rey. Eso significa escapar de la arbitrariedad de los Señores. Sin duda es una ape-titosa golosina que agitará la causa austracista.

—¿Cómo sabe Tomás todas, esas cosas?, —preguntó inquie-to Josep Pascual—.

—Lee la Gaceta de Madrid, pero sobre todo, tiene impor-tantes amigos en Valencia que le informan de todo lo que suce-de en España y en Europa.

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—¿Y de dónde vamos a sacar las mil piedras que necesita-mos para coronar el cuerpo noble del fuste?, —preguntó Albert Lluch con pragmatismo—. Los canteros dan el abasto justo para el actual ritmo.

—Es cierto. No les podemos exigir mayor rapidez. La solu-ción es contratar a más canteros que escuadren mayor cantidad de piedra. Podremos pagarlos con el dinero de la venta de las tierras de Tabernes. Tomás está negociando que le adelanten el dinero.

—¿Entonces debemos contratar a más picapedreros?, — preguntó Albert—

—Sin demora alguna, —respondió rotundo Quimet—. Va-mos de cara al buen tiempo y al mayor número de horas de sol. Tenemos que aprovechar los próximos seis meses para acabar el cuerpo noble y alcanzar la terraza de las campanas.

Tomás viajó a Valencia con el doble propósito de entrevis-tarse con Juan Albelda y con los banqueros prestamistas de la Lonja de Valencia. Del letrado quería saber el estado de sus gestiones para conseguir la venta de las tierras de Tabernes. De los banqueros pretendía obtener un préstamo, pignoran-do si era necesario tanto el importe de la venta, como las propias tierras.

Como le dijo Vicent Albuixech, el Cabildo de Ontinyent necesitaba dinero. Tierras ya tenía de sobra en su término. To-más quería obtener el dinero de la forma más rápida posible, aunque en el trámite se perdiera una parte por intereses, comi-siones, gastos y honorarios. Nada tenían antes de descubrir el fraude de Cubelles y nada más tendrían si no gestionaba con rapidez la favorable sentencia de la Audiencia de Valencia.

Juan Albelda le habló de las dificultades para vender las tie-rras. La guerra y su inminente llegada a la península ibérica retraía a los compradores que preferían guardar su dinero para invertirlo cuando los aires de tormenta hubieran escampado. A pesar de haber lanzado una ventajosa oferta de venta por deba-jo de las ochocientas libras, tan solo se habían interesado dos compradores y los dos de dudosa reputación en el pago.

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Estas desalentadoras noticias llevaban al Contador a tomar en consideración la opción del préstamo pignorando las tierras. Albelda le acompañó a la Lonja en dónde Tomás se entrevistó con un banquero, el más solvente y justo en opinión del le-trado. Las condiciones del banquero fueron meridianamente claras. Si la venta se ofrecía en ochocientas libras y nadie había comprado, era porque no había interés. Por tanto no podía en-tregar como préstamo más de cuatrocientas libras, pignorando las tierras de forma hipotecaria. Si en un año el Cabildo de-volvía el dinero, pagaría además cincuenta libras en concepto de intereses. Pero si transcurría el año sin que se produjera la amortización, el banquero ejecutaría la hipoteca, consolidando el pleno dominio sobre las tierras de Tabernes, fuera cual fuese su valor presente o futuro.

Dadas las circunstancias, a Tomás le pareció razonable la oferta del banquero que en la práctica no era otra cosa que ven-der las tierras allí mismo por apenas cuatrocientas libras. Sabía que el Cabildo perdía dinero. Quizás valiesen el doble, pero nadie daba ahora ese dinero o cualquier otro, excepto el ban-quero, que lógicamente exprimía la operación en su provecho. Al fin y al cabo ese era su negocio. De ese precio, Tomás debería pagar los honorarios a Juan Albelda que eran de una quinta parte. Ochenta libras menos. La recuperación de lo defrauda-do por el miserable de Cubelles tan solo sería por trescientas veinte libras. Menos daba una piedra. Nada tenía antes. Ahora al menos podía ingresar trescientas libras largas en las arcas del Cabildo.

Tomás no tenía mucho más que pensar. Firmó con el ban-quero el acuerdo, le entregó la escritura de propiedad de las tierras y se llevó el dinero convenido. En el despacho de Juan Albelda liquidó los honorarios del letrado que se empeñó en que, a su costa, un hombre de su absoluta confianza, le acom-pañara en el viaje de regreso a Ontinyent para mayor tranqui-lidad y seguridad del dinero transportado. El Contador aceptó sin discutir, pues los caminos podían ser peligrosos llevando tanto dinero encima.

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Antes de regresar a Ontinyent, visitó a Gaspar Diez y a Mar-tí Serradell. El Maestro y su oficial cantero le dijeron que Luis Cifuentes, el secretario del Virrey, deseaba visitar Ontinyent, pues tenía mucho interés en conocer las obras de la Torre. Lo haría con ocasión de su próximo viaje a Madrid. Modificaría la ruta habitual y se desviaría hasta Ontinyent. Gaspar y Martí le acompañarían aprovechando el viaje para entregar los planos detallados de la cornisa que debía rematar el cuerpo noble y sustentar la terraza de las campanas.

—Solo he podido conseguir trescientas veinte libras por las Tierras de Tabernes, —explicó Tomás al Jurat en Cap a su re-greso a Ontinyent, echando la culpa a los malos tiempos que corrían para vender fincas—. No es lo que verdaderamente va-len, pero es lo único que nos dan. El Dinero alcanzará para rematar el cuerpo noble de la Torre, pero poco más. No podre-mos prescindir de la Sisa, tal y como prometiste.

—¿Sugieres que debemos desdecirnos?, —preguntó moles-to Vicent—. La gente no entenderá que, habiendo recuperado más de trescientas libras de Cubelles, tengan que seguir pagan-do una Sisa que ya pagaron en su día.

—Necesitamos ese dinero del impuesto y aún más. Quimet, Albert y Josep van a contratar más canteros. Eso significa más piedras y más jornales para tallarlas y para colocarlas. En seis meses quieren llegar a dónde se colgarán las campanas. Para ello contábamos con el dinero de la venta de las Tierras y tene-mos menos de la mitad del imaginado.

—Si no dejamos de cobrar la Sisa, tal y como prometimos, la gente se nos echará encima, —dijo Vicent preocupado—.

—Está bien. No la quitaremos. Tan solo la paralizarás por el menor tiempo posible. Suspéndela durante uno o dos meses a lo sumo.

—¿Se lo dirás tú a la gente?, —continuó preguntado Vicent—.—No. Lo harás tú. Ahora les dirás que la quitas, sin decir

tiempo. Pero dentro de dos meses, cuando vean que la Torre avanza a ojos vista, les dirás que el dinero se ha acabado y que no hay más remedio que reestablecer la Sisa.

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Vicent se resignó a acatar los planes de Tomás. Siempre le había ido bien y esta vez no sería diferente. Ahora la gente es-taría contenta al ver como el dinero de la venta aceleraba la construcción. Dentro de dos meses el ritmo de la obra se habría comido el capital. Para mantener el entusiasmo, no habría más remedio que volver a la Sisa. Las verdades a medias eran más fáciles de creer.

A pesar del empeño de Quimet y de los dos encargados, fue imposible levantar en seis meses las cinco hiladas que se ha-bían propuesto. Ni el buen tiempo, ni las más horas de luz del verano, fueron capaces de contrarrestar el malestar que crecía en todas partes como consecuencia de la guerra. A Ontinyent llegaban puntuales las noticias de las lejanas batallas ocurridas en la ciudad italiana de Luzzara y en la población alemana de Friedlingen. Aunque lo que más llamó la atención, a unos con preocupación, a otros esperanzados, fue el saber que las tropas inglesas y holandesas, aliadas del Archiduque Carlos, habían desembarcado en Cádiz. La población de Ontinyent comen-zaba a mostrar sus preferencias, bien por Felipe o por Carlos. Este último ganaba cada día más adeptos con sus promesas de acabar con los derechos señoriales, mientras fascinaba a la po-blación con las muestras del poderío militar que la armada in-glesa exhibía ante las costas de Denia y Altea.

Pasaron los dos meses y Vicent Albuixech anunció el res-tablecimiento de la Sisa como impuesto principal y necesario para seguir financiando la construcción de la Torre. La medida hizo crecer el descontento y también el número de partidarios del Archiduque Carlos, proclive a ganar adeptos con atractivas promesas de abolición de impuestos. Una música siempre agra-dable de escuchar.

—No ha sentado nada bien el que el Cabildo restablecie-ra la Sisa tan pronto, —dijo un día Josep Pascual a Tomás en las vísperas de la Navidad—. La gente está demasiado alborotada.

—Sabes que necesitamos el dinero. No hemos tenido más remedio que reponer la fuente de nuestros ingresos. Nos faltan

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apenas dos hiladas de piedras para coronar. No podemos dete-nernos ahora.

—Mi cuñado es pellejero y recorre todos los pueblos de la comarca en busca de pieles para adobar y curtir. A pesar de su oficio, es persona instruida que sabe escuchar. Me cuenta que en la Pobla del Duc los partidarios del Archiduque aumentan día a día. También en Benigànim y en Bélgida. Y la predilec-ción por el austriaco se extiende rápidamente a otras poblacio-nes como Beniatjar o Rafol de Salem.

—¿Cómo es posible tanta estima por el Archiduque? El rei-no de Valencia ha jurado lealtad al Rey Felipe. Esas poblaciones podrían ser acusadas de traición.

—Se está perdiendo el miedo. Gran parte de las tropas bor-bónicas partieron hacia Cádiz para ayudar a rechazar la inva-sión austracista. Nuestro reino de Valencia está prácticamente sin soldados del Rey y eso ventila los aires revolucionarios sin temor a represalias.

—Pero alguna bondad tendrá el Archiduque para que des-pierte tanta simpatía.

—Mi cuñado dice que la gente no quiere a los franceses. En la costa aun recuerdan el brutal bombardeo de Alicante de hace diez años. Fue una acción sanguinaria sin provecho alguno. Los franceses solo buscaban el dolor de la población civil que con mucho sacrificio resistió al asalto. ¿Recuerdas aquello?

—Claro que sí. Ontinyent tuvo que mandar la leva que le correspondía. Fue precisamente Pere, el alguacil que se suicidó, quien acudió a socorrer a la ciudad.

—Pero lo que más adeptos consigue es la promesa de no pa-gar los derechos señoriales. Los campesinos quedan fascinados cuando oyen a los agentes imperiales hablar de la abolición de los impuestos que cobran Duques, Marqueses y Barones. Sabes que este anhelo no es nuevo por estas tierras, pues hay prece-dentes recientes en la revuelta de la germanía.

—Y tú también sabes que todo aquello acabó en gran fraca-so, que trajo frustración y más miseria para los sublevados.

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—Pero no extinguió sus legítimas demandas que ahora pare-cen reverdecer con más vigor que nunca, gracias a las promesas que dicen regala el Archiduque. Los campesinos vuelven a ne-gar el pago de los tercios corrientes y las insoportables “rosegas” de las deudas atrasadas con los señores. Uno de los más perju-dicados vuelve a ser el duque de Gandía que no ha dudado en pedir ayuda al Virrey para hacer cumplir las obligaciones de los que tiene como sus súbditos.

—¿Y que ha hecho el Virrey?—De momento nada. Mi cuñado dice que un tal Basset, anda

armando un ejército en las tierras de la Marina. Ante tal amenaza, el Virrey reserva sus fuerzas militares para defender Valencia, por lo que de momento ha negado el auxilio al Duque de Gandía. Eso está propiciando el envalentonamiento de los sublevados.

—¿Y quién es ese Basset del que habla tu cuñado?—Un militar nacido en Alboraya pero que ha servido al em-

perador Leopoldo en la corte de Austria. Ha luchado con el general Eugenio de Saboya en las batallas del norte de Italia. Le ha asegurado al Archiduque Carlos que los valencianos se sublevarán contra el rey Felipe porque están hartos de tanta ex-plotación. En muchos pueblos de Alicante es admirado como un héroe, aun sin haber puesto allí ni siquiera un pie.

—¿Cómo es posible tanta adulación? Nos guste a no, el bor-bón Felipe es el rey de España. Así lo dispuso el difunto Carlos II en su testamento. Por derecho, también es el rey de Valencia. ¿Quién es ese Basset para prometer al Archiduque la lealtad del pueblo valenciano?

—Un exaltado para unos, un héroe para otros, que tiene su propio ejército. Se hacen llamar “Maulets”. Pero sobre todo es una persona que le dice a la gente lo que quiere escuchar.

—Ya sé que los impuestos no son del agrado de nadie. Si lo fueran, no se llamarían impuestos, que significa aplicado quiera o no el obligado a pagarlos, utilizando incluso la fuerza para conseguir su cobro.

—Los impuestos vigentes son injustos, —dijo enérgico Jo-sep Pascual—. Los cabecillas de la revuelta de la Germania no

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se cansaron de decir que los Condes y los Marqueses no tenían derecho para cobrar los elevados impuestos que exigen a los campesinos. Los nobles nunca pudieron mostrar títulos o con-cesiones del Rey que avalaran el derecho que se atribuían.

—No seré yo el que defienda los abusos de los nobles, —re-plicó Tomás—. Lo que digo es que los impuestos son totalmen-te necesarios. Mira si no nuestra Torre. ¿De dónde habría surgi-do tan monumental obra de no haber sido por el impuesto de la Sisa? ¿Ha venido el Rey Felipe a darnos las muchas libras que llevamos gastadas? ¿Traerá acaso el dinero ese tal Basset? No te equivoques amigo Josep. Es muy fácil prometer la supresión de las cargas fiscales y ganarse con ello el aplauso de las gentes, pero con decirlo no desaparecen las necesidades del Común. Nuestra prioridad es ahora la Torre. Si se acaba la Sisa no habrá dinero para seguir levantando piedras.

—Aquí en Ontinyent se están formando facciones, —dijo Josep Pascual, previniéndole de lo que parecía inevitable—.

***

Gaspar Diez llegó a Ontinyent el 15 de marzo de 1703 con los planos de la cornisa. Venía solo. No le acompañaba Martí Serradell, ni tampoco Luis Cifuentes, el secretario del Marqués de Villa García, Virrey de Valencia. Cifuentes no había viajado a Madrid desde el aumento del ruido que hacían los partidarios del archiduque. En la Capital del Reino perdía el tiempo mien-tras que en Valencia podía resultar imprescindible. No eran oportunas las ausencias que le alejaran del Marqués de Villa García, hombre temeroso y desconfiado que, sin la mesura de Cifuentes, era capaz de provocar a diario a los imperialistas con sus actitudes despóticas y represoras.

Cifuentes tenía la certeza de que la lealtad formal del Reino de Valencia a Felipe V, se debilitaba sin remedio. La ciudadanía estaba dividida y era tan solo cuestión de tiempo el enfrenta-miento abierto entre los dos bandos. Él no quería formar parte de los que mantenían a toda costa el absolutismo de los borbo-

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nes. Los augsburgo estaban ganando terreno y no se podía des-cartar que llegaran a ocupar el poder algún día. Movimientos similares estaban floreciendo en Aragón y en Cataluña. Solo Castilla parecía mantenerse firme al lado del rey Felipe. Por lo que pudiera ocurrir, el secretario prefería mantener una actitud moderada y no parecer manifiestamente comprometido con la causa afrancesada. Una forma de demostrarlo era permanecer al lado del Virrey, controlando sus arrebatos de cólera dirigidos a los partidarios austracistas. Por el momento no se podía mo-ver de Valencia. Su deseada visita a Ontinyent debería esperar.

Gaspar se reunió con Tomás en su casa. También con su yer-no Quimet, con Josep Pascual y con Albert Lluch. Los planos detallaban perfectamente la ejecución de la cornisa que rema-taría el cuerpo noble de la Torre, siendo al mismo tiempo la base para la terraza de las campanas. Como siempre, los planos venían acompañados de vistosos dibujos que ayudaban a ima-ginar cómo sería el trabajo, una vez concluido. Todos elogiaron admirados el proyecto de Gaspar. Hasta ahora la Torre carecía de elementos de adorno. El fuste era una sucesión vertical de piedras planas y aplomadas, rota tan solo con una sutil moldura cuadrangular, enmarcada en el cuerpo noble. La cornisa era su primer ornamento.

Apoyada en una cincha de piedras con forma de trapecio, un voladizo de losas planas corría todo el perímetro de la Torre sobresaliendo tres palmos del aplomado de la pared inferior. Tres artísticos modillones por cada cara, vistosamente labrados con motivos florales, adornaban el conjunto, semejando unos recios apoyos al prominente saliente.

—¿Dónde está el abuelo de esta guapa morenaza?, — gritó desde la puerta María que entraba en la casa de Tomás llevando de la mano a su hija Júlia—. ¿Acaso no tiene ganas de ver a su nieta?

Júlia dio un saltó para abrazar a su abuelo Gaspar, que abrió los brazos para recibir todo el cariño de la niña, llenándola de besos y de caricias. La reunión con los técnicos había termina-do por orden de la muy importante señora, Júlia Pons Díaz.

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Tendrían más tiempo para seguir analizando los planos del can-tero. Ahora la prioridad era la mocosa de casi dos años y medio. Todo lo demás tendría que esperar.

—¿Me has traído un regalo, abuelo?, —preguntó Júlia son-riendo pícaramente—. Madre dice que siempre que vienes a verme tienes que traerme un regalo.

—Pues claro que si, tesoro mío. ¿Cómo me iba yo a olvidar de tu regalo?

Gaspar buscó en su maleta una caja de blanca de madera de pino. Tenía forma rectangular y una tapadera corredera. La des-lizó en sus guías y en su interior apareció una Torre campanario idéntica a la de los dibujos de Gaspar. Estaba hecha en madera de chopo pintada con lanolina oscura y brillante. El Maestro cantero la extrajo con cuidado y se la entregó a la niña que la tomó con sus dos manitas. Casi al instante la delicada figura se le cayó, rompiéndose en siete pedazos que quedaron esparcidos por el suelo ante la apenada mirada de Júlia.

—No te asustes mi querida niña, —dijo Gaspar—. Tu re-galo no se ha roto. Tan solo ha quedado desencajado. Es un juguete con el que tú misma podrás construir tu propia Torre.

Gaspar se agachó, tomó el trozo de madera más grande y lo puso de pie en el suelo. Sobre él, encajó el siguiente trozo de madera que le seguía en tamaño. Los dos cubos quedaron unidos gracias a las ranuras salientes más anchas del cubo inferior. Sobre el segundo y con el mismo mecanismo, encajó el tercero que representaba al cuerpo de las ventanas orientadas al Torrater. Júlia, que observaba atenta las maniobras de su abuelo, comenzó a comprender en qué consistía el juego y quiso encajar el siguiente pedazo de madera. Dudó entre los cuatro restantes hasta que, con la ayuda de Gaspar, escogió el que representaba el cuerpo noble. El siguiente trozo de madera era el que llevaba dibujadas las campanas y Júlia lo encajó sin dificultad. El sexto bloque representaba un mirador con ba-laustres de piedra y el séptimo era el que coronaba la construcción con su tejadillo a cuatro aguas y una veleta.

Júlia sonrió a su abuelo cuando las siete piezas encajaron ar-moniosas en perfecta verticalidad. Gaspar empujó a propósito

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la pequeña construcción para que las piezas perdieran el frágil ensamble y cayeran al suelo, de nuevo desordenadas. Júlia vol-vió rápidamente a montar la construcción, cometiendo algún error que su paciente abuelo le ayudó a corregir. En pocos mi-nutos, la Torre de madera estaba de nuevo en pie, lista para ser derruida y para que Júlia empezara de nuevo con el entretenido juego.

—¿Quién ha hecho este juguete tan ingenioso?, —preguntó Quimet

—Un amigo mío de Valencia. Es ebanista y muy bueno con estos finos trabajos.

—Parece que a Júlia le ha gustado tú regalo, —dijo María abrazando agradecida a su padre—.

—Espero que así sea por mucho tiempo, —respondió Gas-par—. Con todo lo que está pasando en Valencia y en Espa-ña, solo Dios sabe cuándo podremos acabar esta Torre. Que aprenda Júlia a construirla mientras juega con estos pedazos de madera. Quizás mañana tenga que hacerlo con piedras y con ladrillos. Nosotros no seremos eternos.

—No digas esas cosas Padre que me pone triste oírlas, — regañó María a Gaspar—. Hoy es un día alegre. Has venido a verme y estás jugando con tu nieta. No es momento para pen-samientos deprimentes.

—Tienes razón hija. Cumplamos nosotros hoy con nuestra obligación, que ya habrá tiempo para entregar los relevos que nos tiene reservados el destino.

Josep, Albert y Quimet abandonaron la casa con los planos de la cornisa. En dos meses estaría terminado el cuerpo noble y tenían que ocuparse sin demora de las piedras que formarían la cincha de la cornisa. Gaspar se quedó un rato jugando con su nieta, mientras Teresa y María se marcharon juntas a comprar.

—¿Porque no ha venido Cifuentes?, preguntó Tomás.—En Valencia se están complicando mucho las cosas. Cada

día hay más personas partidarias del Archiduque. Sabes que el rey Felipe aborrece los privilegios de sus súbditos. De casta le viene al galgo, pues su abuelo Luis XIV gobierna Francia con el

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mando y ordeno. Su forma de pensar ha encajado perfectamen-te entre los castellanos que suspiran por la llegada del día en el que los reinos de la Corona de Aragón pierdan sus prerrogati-vas. No es nuevo ese afán. Sabes que viene de lejos.

—De cuando Isabel de Castilla desposó con Fernando de Aragón y quedaron unidos ambos reinos. Una unión en la que Castilla siempre quiso ser predominante.

—Y así ha sido durante más de doscientos años, pero res-petando nuestros Fueros y nuestras costumbres, —dijo Gas-par—. El rey Carlos II y la casa de Austria, siempre fueron par-tidarios de políticas pactistas permitiendo que los valencianos, catalanes y aragoneses nos gobernemos de forma autónoma. Pero su heredero sucesor no es de la misma forma de pensar. En Valencia la gente teme perder lo que es suyo y busca amparo en el Archiduque, que abiertamente ha prometido que respetará nuestros Fueros.

—También los campesinos andan revueltos. Por aquí se es-tán reavivando las viejas protestas para acabar con los derechos señoriales. El nombre del Archiduque anda de boca en boca como paladín de las reivindicaciones.

—En Valencia el Virrey no duda en aplastar cualquier in-tento de insurrección, pero con la represión solo consigue que cada día haya más partidarios de los austracistas. Las noticias que llegan a diario desde Barcelona animan a los insurgentes y las exhibiciones de la flota inglesa paseándose libremente por la costa, levantan los ánimos de los descontentos, que se ven con fuerzas suficientes para sublevarse.

—¿Qué crees tú que va a ocurrir?, —preguntó Tomás—.—No lo sé. Martí Serradell dice que en la Lonja insisten a

Cifuentes para que convenza al Virrey en convocar a las Cortes Valencianas. Si Felipe V accediera a ello, demostraría que quie-re pactar con los valencianos los términos del gobierno de su Majestad. Abrir Cortes acallaría muchas de las voces disidentes. Felipe ganaría tiempo y los descontentos perderían gran parte de sus partidarios.

—¿Y qué dice el Virrey?

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—No transige, —respondió Gaspar—. Dice que las Cortes solo las puede convocar el Rey y que obligarle a ello es una muestra de deslealtad que debe castigarse con dureza. Tal acti-tud nos aboca a la guerra.

—¿Y cuando llegue esa guerra, por quien tomarás partido, por Felipe o por Carlos?

—Por aquel que me deje trabajar en paz. ¿Cuál es el tuyo?—La guerra entre los pretendientes paralizará las obras. Des-

pués de la guerra, sea quien sea el vencedor, ni Felipe ni Carlos me ayudaran a levantar mi Torre. Ninguno de los dos me sirve. Trabajemos ahora que podemos y recemos para que la guerra tarde en llegar.

***

Durante los siguientes doce meses el ritmo de trabajo fue frenético. En la calle Regall se amontonaban los canteros pi-cando las piedras del saliente de la cornisa que eran izadas sin demora para ser colocadas en su sitio. Más de cincuenta piedras se necesitaron para perimetral el friso. Según los planos de Gas-par, eran las últimas piedras de gran tamaño que izaría la grúa radial. Había prisa por subirlas.

Antes del verano de 1703, la cornisa estaba casi terminada. La grúa que había ocupado el centro de la Torre durante catorce años, estaba siendo desmontada por Quimet Pons y Joan Con-ca. Para no privar a la Torre de los necesarios mecanismos de elevación, previamente habían instalado dos cabestrantes con caída al Regall y a la cuesta de la Bola, por dónde se canalizaría a partir de ahora el transito vertical de materiales. La cuadrilla de poceros ya había comenzado a trabajar extrayendo la tierra del corazón de la torre, colocada capazo a capazo, como sedi-mento para anclar la grúa. Tenían que escavar más de treinta metros para llegar a la rasante en dónde un día estuvo la capilla de San Dimas. Era el nivel del propio templo, desde cuyo in-terior había proyectado Gaspar el acceso a la Torre mediante la construcción de una escalera con ochenta peldaños.

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La obra hervía de actividad en todos sus tajos. Los canteros no cesaban en su martilleo, ahora fabricando las vistosas piedras de las pilastras del cuerpo de campanas. Los albañiles sellaban con argamasa la cubierta de la cornisa y los poceros sacaban tie-rra sin parar del interior de la Torre. Al acabar su jornada, uno de ellos, cuando bajaba de la Torre por las escalas y andamios exteriores de madera que daban a la cuesta de la Bola, perdió el apoyo de pies y manos y cayó al suelo, abriéndose la cabeza. Murió de manera instantánea.

—Uno de los poceros ha caído y se ha matado, —dijo To-más a Vicent Albuixech, informándole en el Cabildo del des-graciado suceso—.

—¿Quién es?, —preguntó el Jurat—.—No lo sé, no es de aquí. Vino con la cuadrilla de poceros

contratada en Beneixama.—¿Y que vamos a hacer ahora?—Pues continuar con la obra, ¿Qué si no?, —respondió To-

más—. Era soltero y no tiene hijos. Como es costumbre, le ofreceremos su puesto de trabajo al familiar que quiera susti-tuirle y si nadie lo reclama en diez días, se lo daremos a otro.

Las obras continuaron sin que el desgraciado accidente les afectara. Quimet se encargaba de que todos los grupos trabaja-ran con eficacia. Al comenzar el año 1704, los poceros habían dejado expedito el camino hacia la construcción de la escalera interior. Ahora la Torre estaba hueca y, desde la cara contraria a la cuesta de la Bola, los albañiles abrieron puerta al exterior. A esa puerta se llegaba tras recorrer la nave de la iglesia, dejando a la izquierda el altar y la cripta.

Durante todo el año, Tomás no perdió el contacto con lo que sucedía fuera de Ontinyent. Martí Serradell, su principal infor-mador, le contaba desde Valencia todas las novedades, como la batalla naval que había tenido lugar en el mes de mayo en el cabo de Roca, al sur de Portugal en dónde franceses y holande-ses se batieron a cañonazos sin poder evitar que estos últimos arribasen sus cargamentos de sal, vino y azúcar a sus puertos de destino. Pero la noticia más preocupante llegaba desde Vie-

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na en dónde el emperador Leopoldo I, el día 1 de septiembre de 1703, coronó a su hijo el Archiduque Carlos como Rey de España con el nombre de Carlos III. Con este gesto, el empe-rador mostraba un desprecio absoluto por el testamento del infortunado Carlos II y ascendía un peldaño más en su escalada desafiante a Luis XIV y a su nieto Felipe de Anjou, al que ni por asomo reconocía como el Rey Felipe V de España.

La contienda alcanzaba una nueva y esperpéntica dimen-sión. Cada bando, no solo tenía sus partidarios y sus ejércitos, sino que también tenía a su monarca reinante. Los dos antiguos aspirantes al trono, se habían transformado en reyes vigentes simultáneos, sin que ninguno de los dos gobernara, pues esta-ban demasiado ocupados en imponer su realeza, olvidando por completo el bienestar de sus súbditos a los que no dudaban en someter por las armas, si no se sumaban a su causa. Una de las cartas de Martí Serradell estaba fechada el 20 de septiembre de 1704.

“Apreciado amigo Tomás:Carlos III, el rey de España impuesto por la Gran Alianza, ha

decidido trasladar la guerra a nuestro País. Ha comenzado por Barcelona, en dónde tiene un buen número de partidarios a los que pretende sublevar con la ayuda de su poderosa armada naval. El pasado 27 de Mayo más de cincuenta navíos holandeses e in-gleses, apuntaron sus baterías hacia la ciudad de Barcelona, a la espera de que sus habitantes se alzaran en armas contra Felipe V. Enseguida supieron los barceloneses que la armada estaba coman-dada por Jorge de Darmstadt, el que fuera Virrey de Barcelona durante los últimos cuatro años de vida del rey Carlos II y que tan buena relación tuvo con la Diputación General y el Consejo de Ciento, al haber dado apoyo a la reivindicaciones catalanas. Tan buenas credenciales hicieron pensar al rey Carlos III que la ciudad le aclamaría de inmediato. Pero hubo dudas en las Instituciones y el alzamiento no se ha producido, a pesar de que parte de la flota bombardeó Barcelona para intimidar a los indecisos.

Cuentan en la Lonja que la ciudad se debatió durante días entre las simpatías a Carlos III y el temor a Felipe V. Ni siquiera

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los más exaltados habitantes de la Plana de Vic, a los que llaman “vigatans”, han sido capaces de vencer la resistencia borbónica, ser-vilmente inoculada en el pueblo por el autoritario Virrey Francisco Antonio Fernández de Velasco.

El rey se cansó de esperar la respuesta de los catalanes. Carlos III no podía entender como se le negaba el apoyo desde las Institucio-nes, a pesar de la admiración que el pueblo catalán sentía hacia Darmstadt. Dicen que pudieron más las continuas amenazas de represión por parte del virrey Velasco. En un último intento de con-vencerles, el Archiduque ordenó que desembarcaran casi tres mil soldados, pero eso tampoco logró disipar los temores. El alzamiento de la ciudad no se produjo, por lo que los soldados reembarcaron y la flota aliada abandonó las aguas de Barcelona, rumbo al sur de la Península.

El 2 de Agosto la flota cercó Gibraltar solicitando la rendición de la ciudad. El Cabildo en pleno, junto a los mandos militares gibraltareños, respondieron manifestando su total lealtad a Felipe V como rey de España y la disposición a sacrificar sus vidas en la defensa de Gibraltar y sus habitantes. Jorge de Darmstadt atacó la ciudad sin contemplaciones. Ese mismo día, las tropas inglesas desembarcaron en Punta Mala y dos días después la ciudad capi-tulaba.

Dicen que el asentamiento británico es firme y que el rey Carlos III dispone, por fin, de una plaza peninsular que le permite, no solo enviar tropas por tierra al interior de España, sino controlar el paso de todo tipo de navíos del mar Mediterráneo al océano Atlántico. El ejército francés del rey Felipe ha intentado recupe-rar Gibraltar, pero su armada ha sido interceptada y rechazada recientemente en Málaga. Con el camino franco, el grueso de la armada de Carlos III ha seguido viaje hacia Lisboa, desde dónde pretende atacar Madrid.

Como deducirás por todo lo que te cuento, esta guerra ya no hay quien la pare. El autoproclamado rey Carlos III llega a España en busca de su botín. En la Lonja las opiniones están divididas. La entrada en el conflicto del rey Carlos III con las continuas exhibi-ciones de su fuerza militar, seducen a gran parte de los nobles, que

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ven en su poderío una garantía para mantener sus acomodadas posiciones. No son pocos los asistentes a la tertulia que apuestan por el Archiduque Carlos, aunque sin grandes alharacas. En cambio, los felipistas no dudan en alardear de su fidelidad al rey borbón. Yo no creo que tal actitud sea prudente. Si cambian las tornas, puede llegar a pesarles tan exultante patriotismo afrancesado. En Valencia ya les llaman “botiflers”, señalándoles con Dios sabe que siniestro propósito.

Valencia es hoy un incierto mar de dudas, a la espera de nuevos acontecimientos.”

Tomás enseñó la carta a Quimet y a María cuando se reunie-ron el domingo para comer. Teresa fue la primera en preguntar.

—¿Y que haremos nosotros? ¿Por quien tomaremos partido?—Nuestro único partido es la Torre, —respondió tajante

Tomás—.

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Capítulo 60 Habas y Habichuelas

Pedro Nebot se las apañaba bien como Plebán de la Iglesia de la Asunción de Santa María. Vivía solo en la Abadía,

aunque todos los días acudía a comer al refectorio del convento de alcantarinos. Melchor y Águeda marcharon a su casa tras la muerte del plebán Llorenç Civera. Pedro empleaba las horas en las que no tenía nada que hacer, manteniendo contacto por car-ta con otros conventos de Alicante que a su vez hacían lo mismo con las cartujas de toda España. Los conventos de alcantarinos y otras órdenes religiosas de frailes menores, disponían de una activa red de comunicación epistolar, gracias a la cual los frailes sabían de primera mano todo lo que sucedía, compartiendo aquello que les pudiera afectar. Pedro Nebot conocía por este medio los crecientes movimientos revolucionarios que surgían en muchas poblaciones del Reino de Valencia, al socaire de la expectación que despertaba entre el pueblo el Archiduque Car-los y sus promesas de aliviar los elevados impuestos.

En la primavera de 1705, Pedro Nebot oyó hablar de Joan Baptista Basset, de los Maulets y de sus proclamas en contra de los derechos señoriales. Le gustaba el nombre del compañero de fatigas de Basset, un tal Rafael Nebot, al que de nada cono-cía, aun pudiendo ser un pariente lejano suyo. La mera coinci-dencia en el apellido hizo crecer en el fraile una simpatía hacia

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el partido de archiduque, al tiempo que se distanciaba de las posiciones del rey Felipe, mayoritariamente apoyadas por los nobles y gentes acomodadas. En ocasiones intercambiaba pun-tos de vista con Tomás. Con el Jurat Vicent Albuixech no se atrevía, pero con el Contador contrastaba sus noticias de frailes con las que llegaban desde Valencia y con las que publicaba la Gaceta de Madrid.

—No he oído hablar de ese Rafael Nebot, —dijo Tomás a Pedro en una de sus charlas—. ¿Es familiar tuyo?

—No, que yo sepa. En Sueca y en los pueblos de alrededor es frecuente ese apellido. Pudiera ser un pariente lejano.

—Tienes simpatía por estos austracistas. ¿No es así?, — pre-guntó directamente Tomás a un Pedro desprevenido—.

—No te digo que no. Me atrae su forma de pensar.—Postulan la abolición de los impuestos, ¿lo sabías?—Predican la supresión de los derechos señoriales que opri-

men a los campesinos, —matizó Pedro—. Como seguidor de las enseñanzas de Cristo, debo estar de acuerdo con ello. Jesús siempre estuvo más cerca de los pobres sojuzgados que de los ricos opresores.

—Hay muchos religiosos que son amigos de reyes, nobles y caballeros, ocupando buenos cargos dentro de la Iglesia.

—Yo provengo de una familia humilde y tengo una austera formación conventual. No aspiro a alcanzar altas dignidades dentro de la Iglesia.

—Y sin embargo, aceptaste el cargo de Plebán de la Iglesia de la Asunción de Santa María.

—Para estar cerca del pueblo humilde, no para codearme con los ricos señorones de la Villa.

—¿Cómo vamos a pagar las obras de la Torre si tus amigos quitan los impuestos?

—Ya te he dicho que lo que pretenden es abolir las confisca-ciones que practican los condes y los Marqueses. Los impuestos del Común de la Villa nada tienen que ver con eso.

—¿Entonces seguirás apoyando a la Sisa para financiar la construcción de la Torre?

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—Tú lo has dicho: sin impuestos no podremos acabar la Torre. Ocúpate de la Sisa y yo continuaré pasando la colecta en la Iglesia.

En el mes julio de 1705 la obra de la Torre continuaba a buen ritmo, ajena por el momento a todas las noticias que llegaban a Ontinyent sobre batallas y sublevaciones. Tomás se ocupaba de que no faltaran recursos para pagar los gastos, administrando con eficacia la Sisa, las colectas y el remanente por la venta de las tierras de Cubelles. Quimet se había convertido en el infa-tigable capataz de todas las personas que trabajaban en la obra. Al piso de la terraza de las campanas le estaban creciendo los pilares de las hornacinas en donde colgarían los bronces. Doce mechones de piedras, tres por cara, se levantaban hacia el cielo como lirios esbeltos y arrogantes. Las piedras talladas en la calle Regall subían sin cesar en los cabestrantes.

Mientras esto sucedía en el exterior de la Torre, una cuadrilla de experimentados albañiles estaba construyendo la escalera interior. En el proyecto de Gaspar figuraban un total de ochenta escalones repartidos en veinte rellanos de cuatro escalones cada uno. La es-calera ascendía anclada a la pared por la izquierda, dando vueltas en el sentido de las agujas del reloj. Cada tramo se apoyaba en una losa curvada fabricada con encofrados de ladrillo plano y macizo. Las losas tenían un tiro de idéntica longitud que se repetiría hasta en veinte ocasiones, dando cinco vueltas completas al perímetro interior de las paredes. La huella de cada peldaño era más ancha que el alto de su contrahuella, lo que facilitaba una ascensión dulce y poco fatigosa. Por la parte derecha de los escalones, una baranda de obra abrochaba las bóvedas de la planta cuadrada.

Los albañiles ya habían construido cuarenta y ocho escalones, lo que suponían tres vueltas completas. La escalera se elevaba al equivalente de veintitrés hiladas de piedras, habiendo alcanzado ya el inicio del cuerpo noble. La construcción era rápida, apu-rando al máximo el tiempo que se necesitaba para que el yeso y el mortero de cal fraguaran con la dureza requerida. Por la parte alta de la Torre las obras continuaban a buen ritmo. Ahora la construcción tenía dos tajos y el trabajo cundía el doble.

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Al piso de la terraza de las campanas le estaban creciendo los pilares de las hornacinas en donde colgarían los bronces. Doce mechones de piedras, tres por cara, se levantaban hacia el cielo como lirios esbeltos y arrogantes. Las piedras talladas en la calle Regall subían sin cesar en los cabestrantes.

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—El Archiduque Carlos ha desembarcado en Denia con numerosas tropas y ha sido proclamado rey de España como Carlos III, —dijo Pedro Nebot a Tomás Ferrero y a Vicent Al-buixech, a quienes había ido a buscar en el Cabildo para darles la noticia—. La propia Denia, junto a Benissa, Calpe, Moraira y Teulada, aclaman con entusiasmo al nuevo rey Carlos III. La sublevación se extiende como mancha de aceite hacia el norte, el oeste y el sur.

—¿Hay enfrentamientos?, —preguntó preocupado Vicent Albuixech—.

—Pocos. Los pueblos se entregan abiertamente al nuevo rey. Jávea y Altea se han proclamado austracistas. También Villa-joiosa y Guadalest.

—¿No hay resistencia?, —insistió Tomás.—Ninguna, —respondió el Plebán—. El Archiduque ha sa-

bido elegir a sus mentores. Le acompañan Joan Baptista Basset y Rafael Nebot, generales de gran predicamento y fuerte ascenden-cia entre la población. También va con ellos el coronel de caballería Francisco García Dávila, nacido en la Safor y hombre muy respe-tado por los campesinos en las luchas contra el Duque de Gandía.

—¿Cuánto son de fiar estas noticias?, —preguntó Tomás que dudaba de tan rápida y fácil adhesión—.

—Las noticias son tan ciertas como frescas. La proclamación se produjo el 17 de agosto. Ocurrió hace apenas dos días. Otra cosa no, pero por la cuenta que nos tiene, los frailes hemos aprendido a anticiparnos al suceso de la historia. Los correos entre conventos nos ayudan a conocer todo lo que ocurre. Pue-des tener la seguridad de que la historia de España está cam-biando muy cerca de aquí.

—¿Qué va a hacer el Cabildo?, —preguntó Vicent desorien-tado—.¿Qué piensas que debemos hacer, Tomás?

—Ontinyent es leal a Felipe V. Ese es nuestro rey y debemos defendernos contra quien lo discuta, —respondió Tomás sin dudar—.

—Pero Ontinyent también pertenece al Reino de Valencia, —intervino Pedro Nebot—. Si Valencia se declara partidaria

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de Carlos III, Ontinyent no puede permanecer contraria a esta decisión. Sería condenarnos a sufrir las represalias con las que se castiga a una ciudad rebelde.

—Nadie sabe cómo acabará la aventura del archiduque, —replicó Tomás, que se resistía a nombrarle como Carlos III—. Si sale mal, la represalia podría llegar desde los bor-bones.

—Cierto es que estamos expuestos a unos y a otros. Pero Ontinyent no debe quedar fuera de la historia. Debe tomar partido y fiar su suerte a la del vencedor.

—Yo digo que para unos u otros, Ontinyent debe cerrar puertas y portales en busca de la protección de nuestros veci-nos. Tiempo habrá de abrirlos si así nos conviene o de resistir tras ellos, si no hay más remedio.

El 25 de diciembre de 1705, las tropas austracistas del coronel García Dávila acampaban en el rio Clariano, cerca del convento de San Antonio, con el propósito de persuadir a los habitantes de Ontinyent para que prestaran fidelidad a su Majestad el gran señor Carlos III. A pesar de que se trataba del día de Navidad, la intimidación militar hizo que en menos de dos horas se reuniera el Consell General de la Villa que votó en secreto con habas y habichuelas. Habas para resistir y habichuelas para entregarse. El resultado fue de mayoría aplastante para prestar fidelidad a Carlos III. En la bolsa insacularia aparecieron ciento veinticua-tro habichuelas y tan solo veintiocho habas. El propio Vicent Albuixech llevó al coronel Dávila, en fuente de plata, las llaves de las puertas de la ciudad, así como las de la sede del Cabildo.

—Agradezco en nombre de su majestad vuestro noble gesto y os felicito por la sensata decisión tomada, que sin duda evita dolores y penurias, —dijo en señal de agradecimiento García Dávila—. A su católica majestad le será de buen agrado cele-brar un Te Deum en dónde el pueblo pueda vitorear al nuevo rey de España.

Vicent Albuixech aceptó sin rechistar lo que interpretó como una orden del coronel. Por la tarde, con la Iglesia llena a reven-tar, Pedro Nebot ofició con toda solemnidad la acostumbrada

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liturgia para la acción de gracias. A su término, Remigio Viz-carra, el prior de los frailes alcantarinos, ofreció a García Dá-vila alojamiento en su convento. El coronel aceptó, rogando al fraile que organizara para esa misma noche una cena modesta a la que deberían asistir el Jurat en Cap, el encargado de manejar los caudales de la Villa, el Plebán, el propio Prior del Convento y alguien más si, por ser persona importante, lo consideraba oportuno. Remigio se ocupó de transmitir la invitación a los interesados y de que la cena estuviera preparada a las ocho, tal y como había dispuesto el coronel.

A la hora convenida se sentaban a una mesa redonda instala-da en el comedor adjunto al refectorio, Vicent Albuixech, Jurat en Cap, Tomás Ferrero, Contador de la Villa, Pedro Nebot, Plebán de Santa María, Remigio Vizcarra prior de los alcantari-nos y Quimet Pons, añadido a la lista a última hora por Tomás. Francisco García Dávila, coronel del ejército austracista, presi-día la mesa de una cena que no era un banquete, aunque tam-poco tan frugal como acostumbraban los frailes en el convento. Durante todo el tiempo los comensales estuvieron hablando de banalidades y ligerezas. Cuando estaban terminando, García Dávila tomó la palabra para dirigirse a los presentes:

—Su majestad Carlos III ha dictado las primeras normas que deben implantarse de inmediato en todas las poblaciones que le presten obediencia. Es menester afianzar la fidelidad del pueblo llano, ya que en él se asentará la pervivencia del reinado de su Majestad y de él se nutrirán los ejércitos que hagan falta para defenderla.

Tomás se puso alerta. Tenía el presentimiento de que no iban a gustarle las palabras del coronel, que siguió hablando.

—Su majestad el rey Carlos III y sus agentes propaladores, prometieron la supresión de los odiados derechos señoriales con los que la nobleza extorsiona injustamente a campesinos, obreros y artesanos. Esa es una carga que les oprime y les es-claviza, alienando su condición de personas libres. Por ello, su católica majestad declara que desde hoy mismo sean derogados todos los impuestos actualmente vigentes en esta Villa.

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—La supresión afecta a los derechos señoriales de condes, Marqueses, duques y barones, ¿no es así?, —dijo Tomás—.

—Creo haber dicho todos los impuestos en vigor y eso in-cluye también a los impuestos establecidos por el Cabildo.

—Eso es imposible coronel, —protestó Tomás de inmedia-to—. Ontinyent es villa real y desde tiempos del Rey Jaime I tiene privilegio para establecer sus propios impuestos, con los que satisfacer sus necesidades.

—¿Y a quien no le gusta satisfacer sus necesidades?, — res-pondió García Dávila, armándose de paciencia—. Pero los tiempos están cambiando amigo mío. El rey Jaime murió hace más de cuatrocientos años y no hemos venido hasta Ontinyent con tres mil soldados para que las cosas sigan como hasta ahora. El nuevo rey dice que, sin impuestos, nadie será siervo tributa-rio de nadie.

—Sin la recaudación de los impuestos, ningún Cabildo pue-de sobrevivir. ¿Acaso nos dará el rey Carlos III lo que obtene-mos por nuestros impuestos?, —preguntó desafiante Tomás—.

—Su Majestad proveerá para todo lo que precisen los súb-ditos del Reino de Valencia, —respondió evasivo el coronel—.

—No ha respondido a mi pregunta, señor García Dávila. ¿De dónde pagaremos nuestras necesidades?

—¿Cuáles son esas necesidades?, —gritó airado Dávila—. ¿Quieres saber cuáles son esas necesidades? Mañana tendrás la respuesta. Convoca al pueblo en la plaza. Mis soldados se asegurarán de que no falte nadie. Juntos les diremos que ya no tendrán que pagar más impuestos, pues su majestad el Rey Carlos III les libera de esa carga. Veremos qué es lo que dice el pueblo. Me apuesto contigo una ronda de vino en la taberna a que la principal necesidad de tus vecinos es dejar de pagar esos malditos impuestos.

—No me gusta el vino, señor García Dávila. Y tampoco me gusta apostar, —respondió testarudo Tomás—.

Vicent, Pedro, Tomás y Quimet abandonaron cabizbajos el convento de alcantarinos, comenzando a comprender el duro significado de las palabras de Dávila. Le habían entregado la

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ciudad sin resistencia a quien les iba a robar la sangre de sus vidas.

—Tú lo sabias y no me lo has dicho, ¿no es cierto?, — pre-guntó enfadado Tomás a Pedro Nebot—. Me cuesta creer que en vuestras cartas conventuales no os contarais la total supre-sión de impuestos obrada ya en otras poblaciones.

—Sí que lo sabía pero no creí que fueran a tocar nuestra Sisa para la Torre. Ontinyent es una población grande y en verdad necesita de recursos propios con los que administrarse. Es im-posible que sobreviva con la sopa boba de los arbitrios reales. Pensar lo contrario es de necios.

—Te dije que esos amigos tuyos iban a por nuestros impues-tos. Con su abolición pretenden hacernos libres y lo único que conseguirán es convertirnos en esclavos de nuestras miserias.

Al mediodía del segundo día de Navidad de 1705, las gentes de Ontinyent, convocadas en masa en la plaza, esperaban escu-char el anuncio de algún beneficio inmediato por la fidelidad al nuevo rey. García Dávila no les defraudó. Flanqueado por El Jurat en Cap y por el Plebán, anunció la supresión de todo tipo de impuestos en medio de una atronadora ovación. El coronel Dávila y todos los mentores de Carlos III, sabían muy bien como granjearse las simpatías populares. En sus discursos no desgranaban ningún argumento objetivo. Tan solo una simpli-ficación dicotómica: lo que era bueno para el amo, no lo era para el siervo. Y con la abolición de los impuestos, estaban con-vencidos de practicar la igualdad social, favoreciendo a los más débiles. El de Dávila fue un discurso breve, más emocional que racional. Los más pobres se sintieron importantes de repente, pues el coronel los acaudillaba como su líder carismático, ba-sando sus proclamas en el siempre oportuno recurso al dinero público de los denostados impuestos.

Tomás estaba en la plaza pero no quiso ocupar un lugar pre-minente al lado del coronel austracista. Con Teresa, Quimet, María y Júlia, se perdía entre la multitud enfervorecida que vitoreaba a Carlos III y al propio Dávila, mientras renegaban del rey Felipe V. Por un milagro inexplicable, Ontinyent se ha-

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bía convertido en apenas unas horas en ciudad entregada a la causa austracista, como lo eran ya las otras poblaciones antes ocupadas por los insurgentes. También la propia Valencia, ape-nas diez días antes, había capitulado sin apenas resistencia a las tropas comandadas por Joan Baptista Basset y Rafael Nebot. Simultáneamente lo habían hecho Oliva, Gandía, Xátiva y Al-zira. Todo el reino de Valencia se estaba sumando a la causa de Carlos III. Tomás no podía hacer otra cosa más que ponerse de espaldas al viento y dejarse llevar. Pero le era imposible aceptar la expoliación del derecho al arbitrio de impuestos, privilegio ancestral que pertenecía a Ontinyent por su condición de Villa Real.

***

Francisco García Dávila y sus tropas, marcharon a los pocos días camino de Elche y de Alicante, tras haber vaciado las des-pensas de Ontinyent, dejando expuesta la Villa sin guarnición militar alguna a pesar de la proximidad de la frontera caste-llana. Se sabía que las poblaciones al oeste y al sur de Ontin-yent, permanecían leales de Felipe V. Almansa y Villena no se apartaron de la obediencia al rey borbón. Tampoco lo hicieron Banyeres de Mariola, Biar, Castalla, Petrer, Monover y Xixona.

El 15 de enero de 1706 saltaron todas las alarmas en On-tinyent. Un comerciante de telas que llegaba desde Bocairent, informaba que Villena acuartelaba numerosas tropas proceden-tes de Murcia. De inmediato el comerciante fue requerido para que diera noticia al Cabildo de cuanto había visto y oído.

—Vengo a toda prisa desde Beneixama, —dijo el comer-ciante—. Allí los rumores sobre tropas acampadas en Villena son incesantes. Al llegar a Bocairent, los vecinos las han confir-mado. Dicen que el obispo de Cartagena, un tal Luis Antonio Moncada Belluga, manda a un ejército de más de cuatro mil hombres y todavía espera refuerzos de las poblaciones vecinas.

—¿Un Obispo que hace de General?, —preguntó extrañado Pedro Nebot—.

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—Y según dicen, es tan bueno en el púlpito como en el campo de batalla. Tiene decidido atacar Ontinyent, en el tiem-po que tarden en llegar las tropas hasta aquí.

—Hay que avisar inmediatamente al coronel García Dávila. La villa está sin defensas y seremos presa fácil de ese Obispo Belluga.

Tomás y Quimet escribieron siete cartas describiendo la an-gustiosa situación en la que en breve podía verse la villa de On-tinyent. Dos de ellas las llevaron postas rápidas hacia Alicante y Denia en busca del coronel Dávila y del general Basset. Las demás fueron repartidas por las poblaciones próximas, pidien-do auxilios y refuerzos de milicianos. Mientras tanto, todos los vecinos se emplearon en reforzar puertas, atalayas y murallo-nes. Vicent Albuixech dio orden de que se emplearan en las fortificaciones, todos los materiales disponibles para la Torre Campanario. Ahora la prioridad era reforzar las defensas de la ciudad.

En el amanecer del 28 de enero de 1706, las atemorizadas gentes de Ontinyent podían ver el humo de las fogatas de las tropas del obispo Belluga, acampadas al sur, en la ermita de Santa Bárbara. Varios mulos de tiro arrastraban los pesados ca-ñones de la artillería para emplazarlos en el tozal del Llombo. A media mañana la artillería dio comienzo al bombardeo sobre las viejas murallas que se iban deshaciendo con el repetido im-pacto de las balas de hierro.

Cuando Belluga creyó desgastadas las defensas, ordenó el asalto a la cuidad atacando el portal de Sant Roc, siendo re-chazado por la animosidad de los que estaban tras las murallas. Belluga retiró sus tropas, demasiado expuestas a los disparos de los milicianos. Ordenó reanudar el bombardeo para minar la confianza de los sitiados, demostrando el poder del ejército que rodeaba la ciudad. Durante tres días seguidos los falconetes, cu-lebrinas y morteros, hicieron llover sobre Ontinyent infinidad de bombas, perjudicando casas y edificios sin distinción, con el propósito de que el desánimo hiciera crecer la conveniencia de la rendición. Pero la población resistió tenazmente, en la espe-

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ranza de que llegarían los auxilios militares solicitados a Basset y Dávila.

Al cuarto día de asedio, Belluga detuvo el bombardeo y ordenó un asalto general que, a golpe de sable, se abrió paso violentamente entre las maltrechas murallas y los portales que-brados de la Villa. Los habitantes trataron de refugiarse en el interior de sus casas pero fueron sacados a culetazos de fusil por los enfurecidos soldados. Ante la violenta actuación de las tropas borbonas, Vicent Albuixech y Pedro Nebot solicitaron negociar la rendición. A la misma puerta del edificio del Ca-bildo, el Jurat en Cap ofreció al Obispo Belluga jurar fidelidad al rey Felipe V. A cambio solicitaba el indulto de lo pasado y salvar las vidas, las honras y las haciendas.

A un gesto con la cabeza del obispo Belluga, el coracero que tenía a su lado descerrajó en la barriga de Vicent Albuixech un disparo de su mosquete. Un grito de espanto recorrió la plaza desde el Regall hasta el Porchet.

—Que nadie le auxilie, —grito Belluga impidiendo cual-quier socorro al Jurat que se retorcía de dolor, incapaz de conte-ner la abundante hemorragia—. Esta es mi respuesta a tu soli-citud de clemencia. ¿Acaso no fuiste tú quien entregó las llaves de la ciudad a los herejes austriacos? Acepto la obediencia a su serenísima majestad el rey Felipe, pero no será ni de tú mano ni de tú boca, manchadas con la traición. ¿Quién será pues la autoridad que entregue esta Villa al rey Felipe?, preguntó desa-fiante Belluga—.

—Yo lo haré, —dijo Pedro Nebot ante la indecisión de los presentes—. Soy el Plebán de la Iglesia de la Asunción de Santa María.

—No me fio de los frailes, —respondió Belluga que había reparado en la visible tonsura de Pedro—. Me han dicho que todos los conventos de por aquí están a favor del archiduque usurpador. Mátalo como al de antes, —ordenó el obispo al co-racero—.

—Detened vuestro mosquete monseñor, —intervino Tomás interponiéndose entre el cañón del fusil y Pedro Nebot—. Es

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verdad que el Plebán es fraile pero no es amigo de rebeldes, sino fiel predicador de la palabra de nuestro señor Jesucristo, —aña-dió Tomás impostando el más fervoroso lenguaje religioso con el que impresionar al Obispo—. Es cierto que hace unos días Ontinyent rindió la villa al archiduque, pero medió una vota-ción del Consejo General. Debéis saber vuestra ilustrísima que no todos estaban de acuerdo. Hubo veintiocho votos a favor de su majestad Felipe V, entre los que os puedo asegurar, —impro-visó mintiendo— estaban los del Plebán y el mío propio.

Antonio Belluga dudó. El discurso del desconocido y las pa-labras que utilizaba no eran las de un desalmado rebelde. Sus argumentos parecían sinceros. Hizo otro gesto al coracero que, al punto relajó la presión del dedo sobre el gatillo del mosquete. Tomás advirtió el movimiento y aprovechó para seguir hablando.

—Soy Tomás Ferrero, Contador del Cabildo de Ontinyent. Después del Jurat soy la primera autoridad –dijo Tomás esfor-zándose por no llorar, mientras a Vicent Albuixech se le esca-paba la vida tirado en el suelo como un perro abandonado—.

—Valdrás pues para firmar la capitulación de la Villa.Un funcionario del obispo de Cartagena tenía preparados

varios pergaminos con el texto protocolario de la capitulación, a falta de escribir el nombre del capitulante, la población, su cargo y la fecha. Tomás firmó sin leer, allí dónde le indicó el escribano. A continuación hizo lo mismo el obispo Belluga.

—Mañana te daré a conocer el importe de la contribución de guerra y acordaremos su forma de pago, —dijo el Obis-po—. Aunque cinco días de osada resistencia no se saldan con un papel firmado y con una multa. Mis soldados han tenido que esforzarse para vencer vuestra desobediencia y les he pro-metido que la Villa sería condenada a la pena de saqueo.

—No podéis hacer eso, —protestó enérgicamente Pedro Nebot antes de recibir un fuerte golpe en el estómago con la culata de un mosquete atento a reprimir cualquier desobedien-cia—.

—Puedo, lo deseo y además estoy en deuda con mis solda-dos, —sentenció Antonio Belluga—.

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Las palabras del obispo fueron la orden que desató la locura entre la tropa que esperaba ese preciso momento para lanzarse a por el botín que les correspondía tras la victoria.

La plaza entera fue un grito de terror. En previsión de que se produjeran altercados, no había ni mujeres, ni niños, lo que no impidió el comienzo de los atropellos. Cada soldado cogió a un hombre como prisionero, obligándole a que le mostrara el camino de su propia casa. Les intimidaban con feroces gritos y les propinaban golpes por todo el cuerpo. Los soldados se divertían con estas humillaciones, anticipo de las atrocidades que pensaban hacer cuando encontraran a sus mujeres e hijas, escondidas en las casas que iban a saquear.

Tomás aprovechó el caos de la plaza para auxiliar a Vicent Albuixech. El Jurat en Cap estaba mortalmente herido, exha-lando sus últimos suspiros. Vicent se ahogaba en su propia san-gre que manaba a borbotones de su boca entreabierta. Pedro Nebot dibujó en el aire la señal de la cruz, rezando la absolu-ción de todos los pecados del Jurat. Belluga les dejó hacer. Fue su único gesto de compasión, mientras contemplaba entre risas los malos tratos que sus enloquecidos soldados infligían a los aterrorizados vecinos.

Horas antes, un grupo de mujeres habían optado por es-capar de la ciudad, buscando refugio en las fincas agrícolas cercanas. Cuando en la tarde del día anterior los intensos bombardeos hacían inevitable el inminente asalto a la ciudad, el Cabildo aconsejó a las mujeres que abandonaran la ciudad con sus niños por el portal de Sant Francesc, para dispersarse por las fincas de la solana. Alli les sería más fácil esconderse pues los soldados no dejarían desguarnecida la población para salir en su lasciva búsqueda. Teresa, María y Júlia se encontra-ban entre las que optaron por huir por los solitarios caminos, hasta esconderse en la finca Tirirán, en lo alto del barranco del Gosgorrobio.

A pesar de la huida mayoritaria, los soldados encontraron a algunas mujeres que, o bien creyeron estar a salvo dentro de sus casas, o confiaron en vano en la clemencia de los asaltantes.

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Belluga recorría a pie las calles de la Villa, acompañando a sus soldados en sus tropelías.

—Antes de deshonrar a esas pobres desgraciadas, aseguraros que no son fieles al rey Felipe, —dijo Belluga a los soldados cuando les vio manoseando obscenamente a una muchacha que habían arrastrado hasta la calle—. Mancillad solo a las he-rejes partidarias del infiel austriaco.

La joven se resistía inútilmente, gritando el nombre del rey Felipe para salvarse de la brutal violación. Cuando los soldados acaban con una mujer, seguían su camino en busca de nuevas presas y nuevas casas para desvalijar, arramblando con todo lo que tenía valor. Tras violentar a sus moradores, los soldados sa-lían de las casas con las manos llenas. Ropa, dinero, vajillas, can-delabros, muebles, embutidos, animales y cualquier cosa que pu-diera aprovecharles. Conforme avanzaba el saqueo, los soldados iban más cargados, reteniendo mayor cantidad de objetos entre sus manos, lo que les dificultaba el abuso de las mujeres a las que encontraban. Algunas les entregaban a propósito todo lo que te-nían de valor. Si el soldado soltaba el botín, se arriesgaba a que otro se lo robara. Las mujeres más valientes aprovecharon la des-confianza entre la tropa para escapar corriendo, rezando para que el soldado no las pudiera perseguir con el pesado botín a cuestas.

En la tarde del día 2 de febrero de 1706, las tropas del obis-po Belluga, hartas de robar, regresaron al campamento de Santa Bárbara en dónde, con abundante vino en la tripa, presumían de sus fechorías y contaban las ganancias obtenidas en el saqueo de Ontinyent. Esa misma noche, los que habían tenido mayor codicia, escaparon en silencio cargados con sus pertenencias, camino de Bocairent. Pronto cundió el ejemplo. En la mañana del 3 de febrero, otros soldados y algún oficial les siguieron los pasos. Viendo lo que estaban haciendo sus compañeros, un grupo de soldados abandonó el campamento para seguir con el saqueo de las casas y completar sus propias ganancias en el asalto. Cuando las consideraron suficientes, tomaron también el camino de Bocairent, retirándose de una batalla en la que ya habían sacado un buen provecho.

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En pocas horas el ejército del Antonio Belluga quedó merma-do a menos de la mitad por culpa de una espantada general que el obispo no pudo evitar. En cierta medida él era el culpable de las deserciones al haber autorizado el saqueo general de Ontinyent, que tan fructífero había resultado para sus milicianos castellanos y murcianos. Llegaron sin salario acordado, pero se marchaban con un buen fardo de pertenencias. Al obispo le llegaban noticias de la proximidad de las tropas austracistas que desde Denia ve-nían en auxilio de Ontinyent, movilizando más reclutas en cada una de las poblaciones por las que pasaban. Belluga se acobardó y ordenó abandonar Ontinyent, replegándose hacia el castillo de Villena. Los soldados que aún no habían desertado, aprovecha-ron antes de marcharse para hacer una última batida y rebuscar algo de valor en las exhaustas casas de la Villa.

Las tropas de Carlos III llegaron a Ontinyent el 12 de febrero de 1706, una semana después de que Belluga y sus soldados se marcharan. Aunque llegaban tarde, lo hacían encorajinadas dis-puestas a vengar el dolor que había causado el ejercito borbón. Al no hallarlo en la Villa, la ira y el escarmiento lo encaminaron hacia los vecinos felipistas, ordenados a acudir todos a la plaza en presencia de coronel García Dávila. Después del asesinato de Vi-cent Albuixech y los convulsos días vividos con Belluga, Tomás Ferrero asumió la representación de la Villa, siempre acompaña-do por el Plebán Pedro Nebot y por Quimet Pons.

—La Villa de Ontinyent juró fidelidad al rey Carlos III ape-nas hace un mes y veo que la lealtad al rey católico os ha durado muy poco, —dijo García Dávila a todos los presentes—.

—El asedio fue muy grande, señor, —respondió Tomás en voz alta para que todos le oyeran—. No teníamos tropas con las que resistir y nos rendimos para evitar el saqueo.

—¿Otra vez tú, atrevido Contador?, —preguntó Dávila—. ¿Dónde está el Jurat que me entregó las llaves en bandeja de plata?

—Muerto señor, —respondió Quimet—. El Obispo Bellu-ga le afrentó la adhesión al rey Carlos y lo mató aquí mismo de un tiro en la barriga.

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—¿Y qué hiciste tu Contador? Seguro que fuiste corriendo a entregar la Villa al obispo. ¿No es así?

—No teníamos soldados con que defendernos. Vuestro ejér-cito marchó de Ontinyent sin asegurar la plaza.

—Cállate insolente, —respondió Dávila propinando un fuerte puñetazo a Tomás—. Más te hubiera valido seguir la suerte del Jurat. Yo voy a hacer contigo lo mismo que le hizo Belluga. Aborrezco a esos botiflers presuntuosos que se creen más que nadie, solo por haber nacido entre sábanas perfuma-das. ¡Prendedle!

—No hagáis eso Señor, —intervino el Plebán—. Os equivo-cáis de enemigo. Tomás Ferrero no es botifler ni es de cuna su nacimiento. Yo soy Pedro Nebot, el Plebán de la Iglesia y fraile alcantarino.

—¿Tienes algo que ver con el general Rafael Nebot?, — pre-guntó sorprendido Dávila por la coincidencia en el apellido—.

—Es mi tío, —mintió Pedro—.—¿Sabes que tu tío rindió Valencia junto a Joan Baptista

Basset?—Lo sé, señor. Los frailes estamos bien informados de esas

y otras muchas cosas que están pasando en el reino de Valencia.—Creeré tus palabras. Sea que Tomás no es botifler pero en

Ontinyent los hay, como en todas partes a las que he vencido. Vamos a hacerles pagar a esos desacertados con la misma mone-da. Por la rendición al obispo Belluga, declaro que Ontinyent sea condenada a la pena de saqueo general, exceptuando las haciendas de los partidarios del rey Carlos III. Tú Plebán, seña-larás las casas que quedarán a salvo del pillaje.

Los soldados que retenían a Tomás lo soltaron de inmediato, haciendo corro ante el Plebán a la espera de que les indicaran por dónde debían comenzar el saqueo. Pedro no se atrevió a señalar a nadie. En cambio sí que lo hicieron algunos de los vecinos que estaban ansiosos por dirigir a los soldados hacia las casas de los botiflers, evitando que entraran en las suyas.

Volvieron a repetirse las escenas de pánico y terror de la semana anterior. Los soldados del coronel Dávila no eran ni

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mejores ni más clementes que los de Belluga. Una a una fueron saqueadas sin miramiento las casas de los nobles de la Villa, la mayoría de ellas vacías, pues sus amos huyeron con Belluga ante el temor a las represalias austracistas. En alguna de esas casas per-manecían los sirvientes de los señores huidos. Los hombres fue-ron apaleados y las mujeres forzadas repetidamente, mientras los soldados tuvieron ganas. Pedro Nebot imploró a Francesc Dávila que cesaran los atropellos a las indefensas personas, pues no eran culpables de ningún delito y no merecían tanta crueldad.

—La guerra es cruel amigo Nebot, —respondió el coronel des-oyendo las suplicas del Plebán—. Los soldados se llevarán lo suyo y volverán a la disciplina militar. Ahora lo que importa es asegurar la Villa para evitar nuevos ataques de esos malnacidos botiflers y recomponer el descabezado Cabildo. ¿Vas a ayudarnos Tomás?

—En todo lo que esté en mi mano, —dijo el Contador, no por gusto sino pensado en proteger a su familia, de la que no sabía nada desde hacía dos semanas—.

—Lo primero será nombrar un nuevo Jurat, alguien sin pa-sado botifler y verdaderamente comprometido con los nuevos tiempos que traerá a esta Villa el rey Carlos III.

—Propongo a Quimet Pons, —dijo sin dudar Tomás seña-lándole, ante el espanto del propio Quimet—. Es joven aun-que no por ello menos inteligente. Proviene de familia humilde y trabajadora. Quedó huérfano siendo apenas un niño y en Ontinyent es muy querido. Sabe leer y escribir y saca cuentas como nadie.

—Parece que tenemos aquí a una eminencia, —replicó Dávila palmeando en la espalda varias veces al joven carpin-tero—. Me gustan las personas jóvenes y despiertas. Son las que mejor comprenden la causa del rey Carlos y las que más fuertemente transmiten el espíritu de la renovación que aca-bará con las viejas políticas de los derechos señoriales. ¿Qué opinas tú, fraile?

—Pues que sin duda será una buena elección, —respondió el Plebán, disimulando la sorpresa que le había causado la pro-posición del Contador—.

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—Pues no se hable más, —sentenció Dávila satisfecho—. Convoca al Cabildo cuanto antes y arregla las votaciones para que salga el nombramiento de Quimet Pons como nuevo Jurat en Cap de la Villa de Ontinyent.

—Una última cosa coronel, —intervino Pedro—. Ordenad por caridad que acaben los ataques a las pobres mujeres.

—¿Y a ti que más te da? Los soldados tienen que desfogarse de alguna manera. Si no lo hacen con estas desgraciadas sir-vientas, lo harán con vuestras mujeres decentes. Más os valdría organizar un prostíbulo con las que ya han sido deshonradas y que en adelante sean solo ellas las que satisfagan las necesidades de la tropa. Es la costumbre en el ejército.

Dávila acabó la charla. Sus terribles palabras dejaron mudos a Pedro, Tomás y Quimet, mientras a lo lejos se oían los gritos de los enardecidos soldados.

—¿Porque me has propuesto como Jurat?, preguntó Quimet rompiendo el silencio—.

—Dávila y sus soldados se marcharán y Ontinyent tendrá que ser gobernada. No quiero que nos impongan a un títere de Jurat contra el que no podamos hacer otra cosa más que obe-decer. La ocurrencia del Plebán al aprovechar su apellido para inventar un parentesco con ese general austracista, nos da una pequeña ventaja. Yo no puedo dar ni un paso. Ya has visto que el coronel está receloso conmigo. En cambio tú Quimet le caes bien y además el pueblo te aclamará.

—Pero si yo no tengo ninguna experiencia en el gobierno del Cabildo, —protestó Quimet—.

—Eso no importa ahora, —respondió Tomás—. A lo ojos de ese coronel tienes que parecer el mejor Jurat que nunca ha tenido jamás esta Villa. El que tú seas el próximo Jurat, es la única oportunidad que tenemos para seguir gobernando nues-tros intereses y uno de ellos, el más importante para nosotros, es acabar la construcción de la Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María. ¿Lo entiendes Quimet?

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Capítulo 61 Campanas

García Dávila no quiso repetir los errores y dispuso que una guarnición de treinta hombres quedara acuartelada

en Ontinyent. También ordenó reparar las murallas y reforzar las puertas y portales de la Villa. Para ello echó mano de todos los materiales aprovisionados para la construcción de la Torre. Bajo supervisión militar, todos los hombres empleados en la Torre pasaron a ocuparse de las reparaciones defensivas, aban-donando tanto la construcción de la escalera interior como la elevación de los pilares del cuerpo de campanas. En pocos días desaparecieron los montones de arena y de cal. También el yeso menguó sus existencias y las piedras, escuadradas o no, fueron utilizadas indiscriminadamente en el refuerzo de las murallas.

Tres días después de la ocupación austracista, el coronel Gar-cía Dávila y el grueso de sus tropas abandonaban Ontinyent. Las mujeres y los niños que habían huido a las fincas agrícolas, regresaron poco a poco, ayudando a recomponer los destrozos producidos en las últimas nefastas semanas en que Ontinyent había sufrido dos saqueos, estando a merced de las tropas bor-bónicas primero y más tarde de las austracistas. María se enteró de que su marido Quimet Pons era el nuevo Jurat en Cap, tras el brutal asesinato de Vicent Albuixech. Júlia, en la inocencia de sus cinco años, permanecía ajena a tantos cambios, en tan

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poco tiempo. El 19 de febrero, Quimet reunió en su casa a To-más y a Pedro Nebot.

—¿Cuánto dinero queda en la caja del Cabildo?, —pregun-tó Quimet a Tomás—

—Cuarenta libras.—¿Y en la caja escondida?—Este es el dinero de la caja escondida. La Caja del común

se la llevó Belluga y también el libro de oro de los privilegios de la Villa. Solo nos queda el dinero que ocultamos dónde no lo pudieron encontrar.

—Poco dinero es ese para poder hacer nada.—No lo menosprecies. Con este mismo dinero comenza-

mos a construir la Torre, hace ya diecisiete años. Tú tenías ape-nas once años. ¿Recuerdas? Tras la muerte de tu tío Bernat, se organizó una gran colecta en la que se recogieron cuarenta libras. Las mismas que tenemos ahora.

—Visto así no parece tan poco dinero. Seguro que tienes pensado emplearlo de alguna manera. Cuéntamelo. Ahora soy yo el Jurat en Cap.

—Escuchad con atención, —dijo Tomás, como si hubiera estado esperando esta pregunta—. Se han llevado muchas pie-dras para reforzar murallas y portales, pero todavía quedan en la calle Regall. Falta yeso, arena, cal y ladrillos. Son materiales fáciles de conseguir y a poco que nos esforcemos, en pocos días se podía poner la obra de nuevo en funcionamiento.

—¿Y de dónde vamos a sacar el dinero para pagarla?, — pre-guntó Quimet—.

—Del mismo sitio que antes. Por el momento no vamos a tocar esas cuarenta libras. Ni media palabra sobre su existencia. Tú Pedro tendrás que remover las conciencias de los feligreses, como antaño hizo y con mucho éxito, el Plebán Llorenç Civera.

—¿Quieres que pida limosna desde el púlpito?, —preguntó curioso Pedro—.

—Limosna y algo más. Sabéis que el Rey Carlos ha deroga-do todos los impuestos, incluida la Sisa. Pero nada dijo sobre las dádivas que los ciudadanos entregan voluntariamente a la

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Iglesia. Vas a predicar desde el púlpito para que las gentes de Ontinyent sigan pagando la Sisa, pero no como un impuesto al Cabildo, sino como un generoso donativo a la Iglesia para seguir construyendo nuestra Torre.

—¿Y cómo harás para que el coronel Dávila se trague que no es un impuesto sino una limosna?, —preguntó Quimet—.

—Desde este preciso momento el Cabildo deja de recaudar la Sisa. En su lugar, Pedro pasará por las carnicerías cada se-mana para recoger personalmente la limosna recolectada por el matarife. El Plebán la pondrá junto al dinero de las colectas y me lo entregará todo a mí para administrar los pagos de la fábrica de la Torre.

—¿Y cómo obtendremos la conformidad de las gentes?, — preguntó Pedro—.

—Ese es tu papel en este sainete, —respondió Tomás—. Tendrás que escribir un buen sermón para persuadir a tus feli-greses. Espero que sepas comprar sus conciencias.

—¿Cuándo debo pronunciar ese sermón?—Cuanto antes mejor. Hoy es viernes. Prepara el sermón

para el domingo. Llamaremos a toda la ciudad. Inventa una misa de acción de gracias por haber salvado las vidas o un fu-neral por todos los fallecidos en estos aciagos días. Ahí tienes abundante grasa para una buena morcilla.

Pedro Nebot no dudó en participar en los planes de Tomás y se aplicó en preparar el sermón que el Contador le había pe-dido. No estaba dotado del verbo espontáneo e inflamado del difunto Llorenç Civera, pero era metódico y esforzado, capaz de preparar con tiempo y tranquilidad una efectista homilía. Se retiró al convento para encontrar ambas cosas. En su biblioteca permaneció todo el día del sábado escribiendo el sermón.

Tanto empeño, dio su fruto. En la mañana del domingo 21 de febrero de 1706, Pedro Nebot había memorizado su sermón y estaba preparado para convencer a sus feligreses.

“Mis queridos hermanos. Hace más de tres mil años, en el an-tiguo Egipto, Dios nuestro señor liberó al pueblo de Israel de la esclavitud y estableció con Moisés una gran alianza, en la que el

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Señor velaría eternamente por el pueblo escogido, a cambio de que cumplieran la Ley de los Diez Mandamientos.

Hace apenas diecisiete años, Dios estableció una gran alianza con las gentes de Ontinyent, con todos vosotros, que tomasteis de forma unánime el compromiso de glorificarle, construyendo para Él la Torre Campanario más alta del Reino de Valencia.

Como veis, Dios siempre anda haciendo pactos con la humani-dad, para protegerla del mal y para ayudarla a alcanzar la vida eterna.

Todos vosotros lleváis diecisiete años cumpliendo el pacto con Dios nuestro Señor, aportando una parte de lo que os sobra para pagar los gastos de la construcción de esta magnífica Torre. Y lo hacéis día a día, con alegría y generosidad, a través del pago del impuesto de la Sisa, pues así lo acordasteis con entusiasmo, para mayor Gloria del Señor.

Vivimos tiempos convulsos. El nuevo Rey Carlos III, en legíti-ma acción de gobierno, ha decretado la supresión de los impuestos vigentes, sin reparar que tal mandato contraviene nuestro divino pacto con el Señor.

No es bueno desobedecer al Rey, pero es peor romper las alian-zas con Dios. Recordad lo que les ocurrió a los hebreos de Moisés, condenados a vagar por el desierto durante cuarenta años por in-cumplir el pacto sagrado. ¿Acaso queremos nosotros que nos ocurra lo mismo?

¿Cómo poder ser leal al Rey y a Dios al mismo tiempo? No de-bemos desobedecer a su Majestad, pues sería nuestra ruina como pueblo traidor. Pero tampoco podemos renegar de nuestro compro-miso con Dios, pues condenaríamos nuestras almas eternamente.

Mis queridos hermanos, he aquí un problema de difícil solu-ción. La construcción de la Torre no es negociable con Dios y al Rey no le podemos desobedecer. ¿Qué hacer pues?

Soy vuestro pastor y es mi tarea aliviar vuestras conciencias. Para ello cabe mediar soluciones que agraden a Dios, sin que dis-gusten al Rey. Por acatamiento real, desde mañana mismo ya no se aplicará el impuesto de la Sisa sobre la carne y sobre el pescado. Por fervor cristiano, desde mañana mismo todo Ontinyent seguirá

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pagando como hasta ahora, una cantidad equivalente al derogado impuesto, pero como piadoso donativo para la construcción de la Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María”.

El templo era un mar de silencio. Pedro había terminado su sermón cortando a cuchillo el final de su bien argumentado discurso. Tomás admiraba la oratoria del joven Plebán, menos recargada que la de Llorenç, pero más imposible de refutar. Re-sonaban en sus oídos una parte de sus palabras: “¿Cómo poder ser leal al Rey y a Dios al mismo tiempo?”. Bautizar como limos-na al anterior impuesto, era una idea ingeniosa y Pedro Nebot había discurrido una brillante forma de exponerla. Nadie pro-testó. No hubo siquiera murmullos de desaprobación. La gente no quería condenarse por dejar de abonar un pago al que ya llevaban diecisiete años acostumbrados. Poco les importaba si era un impuesto o una limosna.

El sargento que estaba al mando de la guarnición informó de lo ocurrido al coronel Francesc García Dávila, con una bre-ve carta: “Una vez reparados los portales dañados, en Ontinyent se han reanudado las obras de la construcción de la Torre con el dinero de los donativos de la gente, que está muy apegada a ese Campanario y muy dispuesta a concluirlo, como así lo habían planificado desde muchos años atrás”. Dávila, ocupado en otros asuntos, nunca contestó a la carta.

La recuperación de la Sisa, aun en forma de limosna, revita-lizó la actividad en la Torre. Los pilares que dibujaban las ocho hornacinas pronto alcanzaron toda la altura proyectada. Los albañiles se empleaban ahora en construir los arcos de media punta para acapillar a los bronces. La cuadrilla que construía la escalera interior ya había elevado los ochenta escalones con veinte rellanos y cinco vueltas completas. En la parte superior de la escalera, a la izquierda, construían la habitación del reloj y por la parte derecha comenzaban a trazar la estrecha escalera de caracol de veintisiete escalones que abriría la Torre a la terraza del cuerpo de campanas. Desde lo alto, la luz del sol cada vez brillaba más próxima, anunciando lo cerca que podía estar el día en que sería posible colgar la primera campana. A mediados

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del mes de julio, una nueva carta de Martí Serradell llegaba a las manos de Tomás con nuevas noticias sobre lo que estaba sucediendo en Valencia.

“Mi querido amigo Tomás. Agradezco a la providencia que toda tu familia haya sobrevivido a los aciagos días vividos en Ontinyent durante el invierno pasado, en los dos saqueos padecidos que me relatas en tus siempre apreciadas cartas. Aquí en Valencia las cosas no son diferentes. Paso a contarlas en el orden de su suceso.

Basset y los suyos han estado muy ocupados tratando de man-tenerse a duras penas al frente de la revolución. Como bien sabes, en el inicio de sus andanzas supieron aprovechar el malestar del campesinado para ganar adhesiones al archiduque Carlos, con la promesa de abolición de impuestos. Pero la radical aplicación de estas políticas ha creado graves problemas en las Haciendas de las ciudades que se han visto desposeídas en breve tiempo de sus prin-cipales fuentes de ingresos. Por la exención general que imponía Basset, en Valencia ya no se cobraban portazgos por las mercancías y por los alimentos que se introducían en la ciudad. La vigilancia fiscal desapareció y con ella aumentó el fraude, pues dejó de apli-carse el control que garantizaba la estabilidad de precios y canti-dades. También disminuyó a ojos vista la calidad de los productos. Sin fisco, entraban toda clase de animales, sin importar su estado o procedencia.

Los nobles que apoyaban a Carlos III se veían perjudicados por las medidas establecidas con la buena intención de favorecer al pueblo llano. Algunos de ellos optaron por cambiar de bando, abandonando la ciudad para apoyar a Felipe V. Los demás presio-naron a Carlos III para que desautorizara las políticas de Basset, pues estaban provocando el caos comercial y financiero de la ciu-dad, además del empobrecimiento de las arcas públicas, de las que sin duda el rey necesitaba aprovisionarse.

El rey Carlos III reaccionó de inmediato ante el temor de que las arcas quedaran vacías. Suspendió las medidas populares de Basset y concedió una mayor participación en las instituciones a los nobles que le apoyaban. Paulatinamente fueron repuestos los tributos de-rogados. Con motivo o sin él y de manera simultánea, varios cola-

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boradores de Basset fueron acusados de haberse quedado el dinero de las subastas de los bienes confiscados a los comerciantes franceses y a los nobles partidarios de Felipe V. El pasado 30 de Junio, Joan Baptista Basset fue detenido y encarcelado en la prisión de Xátiva por orden de Carlos III.

Ahora en Valencia se imponen políticas más moderadas regen-tadas por el nuevo virrey, que no es otro que nuestro común ami-go Luis Cifuentes, hombre prudente y cabal que supo embridar a tiempo el autoritarismo de su tío el virrey borbón y que ahora se ha hecho merecedor de la confianza de la nueva gobernanza aus-tracista.

Nadie sabe en qué condiciones y por cuanto tiempo podrá el Vi-rrey Cifuentes administrar el mandato recibido. A duras penas, todos nos estamos acomodando a tan grandes y bruscos cambios. Yo, por mi parte, celebro que Ontinyent haya podido reanudar las obras de la Torre Campanario, que por vuestro empeño, parece obra firme e inasequible a los duros vaivenes de estos tiempos tan convulsos.

Mi más grande admiración y mi más sincero respeto a las tena-ces gentes de Ontinyent. Martí Serradell, Valencia 14 de Julio de 1706”.

Tomás descubrió con alivio que su argucia para mantener la Sisa como limosna había sido una acertada anticipación a las nuevas políticas rectificadas en Valencia. Él supo desde el primer día que tanto desprendimiento altruista de lo público, sería inaplicable. La Ley es lo que propicia el orden, pues lo prescrito favorece la estabilidad. Ninguna institución sobrevive si no puede arbitrar sus propios recursos económicos. Abolir los impuestos es despeñarse por el barranco del caos.

El 30 de septiembre de 1706, el rey Carlos III llegó a Va-lencia aclamado y vitoreado por una entregada multitud. Lo primero que hizo fue confirmar las políticas puestas en funcio-namiento por el virrey Luis Cifuentes. Días más tarde, el 10 de octubre, Carlos III juró Els Furs en una solemne ceremonia celebrada en la Catedral. El rey estableció su corte en Valencia en dónde se ocupó personalmente del controvertido asunto de los derechos señoriales. Después de haberse servido de su de-

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rogación para ganar adhesiones populares, ante la presión de la nobleza, decretó que debían restaurarse y hacerse efectivos como hasta antes de que Basset los quitara, pues el general lo hizo sin orden del Rey y contraviniendo lo que disponen los propios Furs del Reino que su majestad había jurado velar y respetar.

A primeros de noviembre, ajenos a lo que sucedía en Va-lencia, los albañiles del interior de la Torre habían llegado por fin a la terraza de las campanas. Diecisiete años después de excavar los cimientos, una escalera hurgaba serpenteante las entrañas de la Torre y permitía llegar hasta lo más alto del campanario, sin correr riesgo ni peligro alguno. Por fin, tan solo ciento siete escalones separaban la Tierra del Cielo.

—Deberíamos permitir a todos los vecinos que subieran hasta aquí, —dijo Quimet a Tomás y a Pedro, los primeros en estrenar la nueva escalera, mientras contemplaban las magni-ficas vistas desde la terraza de la campanas—.

—No veo inconveniente alguno, —dijo Pedro—. La Torre es de todos y cada uno de ellos. ¿Qué opinas Tomás?

—Recuerdo a Gaspar cuando dibujó en el suelo la rosa de los vientos. Aquel día, hundido en el foso excavado en calle Regall, cerré los ojos e imaginé lo que ahora puedo ver con toda claridad. Al norte, la ermita de Santa Ana. El Este, el pico Benicadell. Al sur, el manantial del Pou Clar y al oeste, la ermita de Sant Esteve. Por supuesto que todo vecino de Ontinyent tiene derecho a subir a la Torre para ver esta mara-villa. Aunque todavía falte Torre por construir, los sacrificios de todos estos años, bien merecen esta recompensa.

—Pues cuando pasen unos días y la obra haya fraguado totalmente, diremos a la gente que suba hasta esta terraza, — concluyó Quimet—.

—¿Y cuando colocaremos la primera campana?, —pregun-tó Pedro—.

—Las hornacinas están casi terminadas. Preguntaré a Al-bert Lluch y a Josep Pascual si ya pueden soportar peso.

—He visto que en los sótanos de la Iglesia están guardadas dos campanas de la antigua Torre, —dijo Pedro—. Son las

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de San José y Santa Bárbara. Deberíamos subirlas tan pronto como fuera posible para que sonaran veinte años después de que enmudecieran en la vieja torre.

—¿Están en buenas condiciones esas campanas?, — pre-guntó Tomás al que no le desagradaba la idea—.

—Melchor el Sacristán dice que si. No cayeron con el derrumbe ya que fueron descolgadas unos meses antes. He pensado que podríamos aprovechar las próximas fiestas de la Purísima para realizar esa inauguración. A la gente le gustará. Deberían venir Gaspar y tus amigos de Valencia. ¿No tienes un amigo que es ahora persona principal?

—Si. Se llama Luis Cifuentes y es ahora el Virrey, —dijo Tomás atento a la brillante idea del Plebán—. Hace tiempo que mostró interés por visitar nuestra Torre, pero sus ocupa-ciones se lo impidieron. Quizás ahora le sea posible. El Rey Carlos III está en Valencia y bien pudiera Luis ausentarse unos días. ¿Cuánto tiempo se tarda en hacer una campana nueva?, —preguntó de repente Tomás—.

—No lo se, —respondió Quimet—. Depende de lo grande que sea. Veinte días. Un mes a lo sumo. ¿Por qué lo preguntas?

—Estaba pensando en darle un motivo irrechazable a Luis Cifuentes para que viniera a Ontinyent, como lo sería inau-gurar una nueva campana que llevara su nombre.

—¿Campana Virrey?, —preguntó pensativo Pedro—. No es un nombre muy religioso pero suena bien. En Adzaneta está el taller de Roses. Si le llevamos el bronce, nos fundirán la campana antes de Navidad.

—Le entregaremos ese cañón estropeado que Belluga no se llevó en su apresurada retirada. Que Roses nos haga una campana de mediano tamaño empleando la mitad del bronce. La otra mitad que se lo quede a cuenta de su trabajo. Si falta dinero, lo sacaremos de la Sisa.

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Recuerdo a Gaspar cuando dibujó en el suelo la rosa de los vientos. Aquel día, hundido en el foso excavado en calle Regall, cerré los ojos e imaginé lo que ahora puedo ver con toda claridad. Al norte, la ermita de Santa Ana. El Este, el pico Benicadell. Al sur, el manantial del Pou Clar y al oeste, la ermita de Sant Esteve.

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Tomás escribió a Gaspar y a Martí Serradell. Les puso al co-rriente del estado de las obras y de la idea de inaugurar las cam-panas para la Navidad. Les encargaba preguntar a Luis Cifuen-tes si era de su agrado visitar Ontinyent para la bendición de la primera campana nueva de la Torre que se llamaría “Campana Virrey”. A los pocos días obtuvo respuesta de Gaspar. Luis Ci-fuentes aceptaba la invitación. Estaría en Ontinyent para el día 25 de diciembre, pero con la condición de que le permitieran realizar una aportación de treinta libras para costear la campana o como donativo a la fábrica general de la Torre. La generosa respuesta de Cifuentes espoleó a Tomás para supervisar todos los preparativos de tan importante visita.

A las ocho de la mañana del día de Navidad de 1706, cuatro poderosos caballos percherones arrastraban el pesado carruaje con capacidad para ocho personas que llegaba a la plaza del Ca-bildo de Ontinyent. El primero en bajar fue Gaspar Díez, se-guido de Martí Serradell. Les recibieron Tomás, Quimet, Ma-ría, Pedro, Josep Pascual y Albert Lluch, además de la pequeña Júlia. La elegante figura de Luis Cifuentes emergió del interior del carruaje con la vista puesta en la Torre que sobresalía sobre todos los edificios de la plaza.

—Es impresionante, —dijo Cifuentes tan pronto como puso los pies en el suelo—. No mentías, amigo Tomás, cuando hablabas apasionadamente de tu esplendida Torre, —añadió mientras le abrazaba—.

—Pues apenas alcanza ahora un poco más de la mitad de la altura total proyectada por Gaspar. Falta por construir una terraza con mirador y el remate superior con cubierta de teja vidriada a cuatro aguas.

—No imaginé que fuera tan alta. En Valencia estoy acos-tumbrado a ver las rotundas hechuras del Micalet y esta Torre me parece extremadamente esbelta.

—Así la diseñó Gaspar y así la estamos levantando, a pesar de las dificultades que nos traen estos tiempos.

—Ciertamente no es época para ensoñaciones. Con esta maldita guerra, la gente está retraída. Apenas hay nuevos pro-

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yectos. Es de mucho mérito comprobar que vosotros perseve-ráis en levantar la Torre. Gaspar me ha dicho que la escalera está terminada. Estoy ansioso por subir.

—Y subiremos excelencia, pero lo primero será descansar del viaje y reponer fuerzas.

—De acuerdo, pero no es necesario que me llames excelen-cia. Estamos entre amigos.

Tomás guió a la pequeña comitiva hasta al Hostal de Grau, en dónde Consuelo había preparado un copioso desayuno. Con el estomago lleno y el cuerpo tonificado, fueron a visitar la Torre. Comenzaron por el Regall, el punto desde el que la vi-sión alcanzaba mayor altura. Siguieron por la cuesta de la Bola, acompañados por una creciente multitud de vecinos que se ha-bía congregado ante la anunciada visita del Virrey y el primer toque de campanas. Al traspasar la Puerta del Ángel, las piedras del Campanario lucían encajadas en toda su grandeza y las per-sonas empequeñecían a su lado. El Virrey estaba impresionado.

Entraron en la Iglesia en búsqueda de la Sacristía y de las escaleras que les llevarían a lo alto de la Torre. Albert abría la marcha de la reducida comitiva que, sin pausas, alcanzó la te-rraza de las campanas. Uno a uno asomaron por la escalera de caracol, abriendo sus ojos y sus pulmones a la fría y soleada mañana del invierno. De los ocho vanos para campanas, solo tres estaban ocupados.

—Esta debe ser mi campana, —dijo Cifuentes señalando la que tenía el bronce más bruñido—.

—Así es, —contestó Tomás—. ¿Quieres saber como suena? Solo tienes que golpearla con el badajo.

Luis Cifuentes no se lo pensó dos veces. Tomó el hierro con ambas manos y lo lanzó con fuerza al interior de la campana. Un estridente sonido metálico retumbó en la reducida estancia, espantando a los palomos que descansaban despreocupados en los tejados de las casas del alrededor. Júlia se tapó instintiva-mente los oídos para protegerse en la sostenida reverberación. Desde dónde estaban se oyeron los gritos entusiastas de la gente congregada en la plaza, que ya se apelotonaba para asistir al

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primer toque de campanas de la nueva Torre. Sería después de la Misa de Navidad que los sacerdotes iban a celebrar a conti-nuación, pero esta inesperada campanada provocó el jolgorio de los que en ese momento entraban en el templo.

No hubo más campanadas. Cifuentes y sus acompañantes descendieron de la Torre y ocuparon sus lugares en la Igle-sia, mientras Pedro Nebot se revestía para celebrar la Misa de Navidad con la Iglesia a rebosar. A su término, todos salieron ocupando las calles del alrededor. Iba a producirse el primer volteo de campanas de la nueva Torre. Las autoridades princi-pales estaban en la plaza de la Iglesia. Ante sus ojos tenían la cara de la Torre en dónde colgaba la campana Virrey, brillante con su bronce por estrenar. La campana San José colgaba de las hornacinas recayentes a la plaza del Cabildo y la Santa Bárbara de la encarada a la Sierra Mariola. Quimet invitó a Cifuentes para que diera la acordada señal con los de arriba y las tres cam-panas comenzaron a oscilar lentamente, balanceándose sobre su eje. Un suave golpe del badajo fue la primera señal de que se estaban moviendo. La multitud comenzó a vitorear. Por la fuerza que les imprimían los campaneros, la oscilación levantó el bronce hasta situarlo en lo alto del eje, dónde en posición de reposo está habitualmente el contrapeso. Un nuevo empuje, una nueva oscilación y el bronce venció al lado contrario por dónde había ascendido, comenzado un volteo suave que fue adquiriendo velocidad conforme los campaneros alimentaban la inercia de la rotación con acompasados manoteos sobre el contrapeso, cada vez que pasaba por el interior de la terraza, cerca de sus cabezas.

En poco tiempo el perezoso sonido del inicio se convirtió en ruidoso alboroto, una frenética armonía de repiques que pro-vocaba el delirio de la gente que gritaba y aplaudía sin cesar. Tantos años sin escuchar un volteo de campanas había enlo-quecido a la ciudad de Ontinyent que celebraba como una gran victoria el poder volver a escuchar las metálicas resonancias. Atrás habían quedado los esfuerzos y sacrificios que ahora to-dos daban por bien empleados, felicitándose unos a otros.

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Quimet, María y Júlia estaban contemplando el espectáculo al lado de la puerta del Buen Pastor, justo dónde dieciocho años atrás Quimet lloraba a su tío Bernat, tendido en el suelo con la cabeza abierta por la centella del rayo que derrumbó el viejo campanario. Poco después su Madre también murió. Aquellas dos muertes cambiaron su vida. El muchacho huérfano y desva-lido, había crecido y se había convertido en uno de los artífices de esa magnífica Torre que hoy, por primera vez, hacía sonar sus campanas ante la exaltada complacencia de todo el vecindario.

Al rato, las campanas cesaron en su volteo. Los campaneros las pararon en posición antinatural, con el bronce arriba y el contrapeso abajo. Los más veteranos de los que estaban en la plaza sabían lo que eso significaba. Tras unos minutos de des-canso, gracias a un leve movimiento y con extrema facilidad, el bronce cayó de nuevo hacia el interior de la terraza, siendo manoteado con fuerza para que tomara impulso ascendente e iniciar un nuevo volteo de campanas, acogido por la multitud con frenético entusiasmo. “este volteo es por el fallecido Plebán Llorenç Civera”, —gritó Melchor el sacristán—.

Hasta en dos ocasiones más, los entregados campaneros re-pitieron el ceremonial de parar y reanudar el volteo. Una por la memoria del Jurat Vicent Albuixech y otra por todos los muertos en los saqueos de enero y febrero de ese mismo año. Por fin para-ron las campanas detenidas en reposo natural con el contrapeso arriba y el bronce abajo. El volteo inaugural había terminado. Poco a poco, la gente se fue marchando a sus casas en busca de la comida del día de Navidad. Luis Cifuentes se quedó a comer en casa de Quimet y de María, junto a Tomás, Teresa, Gaspar y Martí Serradell. El plebán Pedro Nebot se excusó con que tenía que comer con los hermanos del convento de alcantarinos.

—Agradezco vuestra invitación, —dijo Cifuentes a Qui-met—. Nos marcharemos esta misma tarde. No puedo estar mucho tiempo fuera de Valencia.

—Estando el propio rey Carlos en la capital, no se echará de menos al virrey, —dijo Quimet tratando de alargar la estancia en Ontinyent de Luis Cifuentes—.

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—Ese es precisamente el principal motivo de mis prisas. El rey Carlos III ha establecido su corte en Valencia y con ello ha marcado, como si fuera una diana, el principal objetivo militar de esta guerra. Felipe V tiene a su enemigo localizado y ya no necesita perseguirle por los puertos y costas de España. Ahora está en Valencia y sabe dónde irle a buscar.

—¿Quieres decir que seremos campo de batalla?—Más pronto de lo que te imaginas, amigo Tomás. En Ma-

drid no pueden soportar que en la nación que fundaron Isabel y Fernando, reinen dos monarcas. Hace más de doscientos años de aquella unidad y te aseguro que en la corte castellana no van a tolerar que media España obedezca a Felipe y que la otra media acate a Carlos. Tampoco Carlos quiere a una España con dos reyes, pero él es el que acaba de llegar. Ya es un triunfo que haya establecido su corte en Valencia. Desde allí pretende consolidar la fidelidad de la corona de Aragón.

—Y esto es lo que desagrada a Felipe, —aseveró Quimet—.—No solo a Felipe. A toda la corte castellana le repugna la

fragmentación de España. Uno de los más dolidos es el car-denal Portocarrero. Es un secreto a voces que el cardenal se decantó por Felipe de Anjou porque era mayor garantía para la unidad de España. La casa de Austria, con sus políticas pactis-tas, siempre respetó las singularidades de la Corona de Aragón y eso nunca fue del agrado de Castilla y de los castellanos.

—Pero el difunto Carlos II dejaba clara su voluntad en el testamento, ¿no es así?

—Clara, pero con condiciones. El rey Carlos o Portocarrero, tanto vale, eligieron a Felipe pero con la condición de que nun-ca reinará en Francia. Deseaban una férrea mano para gobernar a todos los reinos de España, pero sin tener nada que ver con la Francia del rey Luis, que abiertamente despreció el mandato de Carlos, pues nunca estuvo en su voluntad desaprovechar la oportunidad de que su dinastía de borbones gobierne en me-dia Europa. Si Felipe no renuncia a sus derechos dinásticos en Francia, el Archiduque Carlos asciende en la línea de sucesión. Es lo que dice el testamento de Carlos II y es lo que legitima

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al Archiduque para disputar el trono, por las buenas o a caño-nazos.

—Y supongo que el hecho de que el Archiduque haya es-tablecido la corte en Valencia nos convierte en vulnerables, —dijo Tomás—.

—Aciertas de pleno. Nos están llegando informes desde Ma-drid de la reunión de un gran ejército, preparado para atacar Valencia. Al Archiduque le llaman despectivamente “el preten-diente” y están dispuestos a acabar con lo que ellos consideran una intolerable insurrección. Por esta razón mi visita a Ontin-yent debe ser breve de necesidad. El rey Carlos III, al ubicar la corte en Valencia, enciende la luz del faro a dónde tienen que apuntar los cañones del rey Felipe V.

—¿Otra vez vamos a ser atacados?, —preguntó con desespe-ro Tomás—. Aun tenemos muy presente el dolor que Belluga y García Dávila hicieron correr por nuestras calles, hace menos de un año.

—Amigo Tomás, esta guerra no terminará hasta que tan solo quede un rey en España. Esperemos que sea el nuestro.

La comida del día de Navidad tuvo el reseco sabor de algo bueno que tardará en volver a suceder, quizás nunca. Los te-mores de Tomás, largamente vaticinados, podrían convertirse en fatales desgracias colectivas. Quimet y María, que también tenían esa sensación terminal, apuraban el disfrute de la reu-nión familiar, presintiendo que podía ser la última en muchos años. A media tarde, Luis Cifuentes se despidió de sus amigos de Ontinyent con lágrimas en los ojos. Su última mirada, antes de que el carruaje se perdiera por el Porchet, fue para la Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María que, en su honor, volteaba de nuevo sus tres únicas campanas, en el histórico día en que sonaron por primera vez.

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Capítulo 62 La Batalla de Almansa

Quimet y Joan Conca andaban atareados en el taller sacan-do largos tablones de los troncos de cuatro pinos. Estaban

construyendo un tejado con el que cubrir a toda prisa la terraza de las campanas. En los primeros días del mes de abril de 1707, desde Valencia llegaba la inquietante confirmación de las noti-cias avanzadas por Luis Cifuentes. Un gran ejército borbón se estaba reuniendo en los alrededores de Jumilla, al mando del mariscal francés duque de Berwick, con la intención de dirigir-se a Valencia para echar al pretendiente Carlos, al mar por el que llegó.

Las órdenes de Valencia eran tajantes: había que impedir la arribada del ejército borbón a toda costa y cuanto más lejos de la capital se le barrara el paso, mucho mejor. Para ello, desde la capital partió hacia el suroeste un ejército comandado por el Marqués de Minas formado por soldados portugueses, holan-deses, ingleses y alemanes. Además, el conde Pinto era el en-cargado de reunir a las milicias populares valencianas de la leva obligatoria ordenada por el rey Carlos III. Quimet cumplió la orden de reclutamiento recibida en el Cabildo de Ontinyent y formó un grupo de veintiún hombres que él mismo dirigía.

El 14 de abril de 1707, Quimet y Joan terminaron a tiem-po la tarea de colocar el rustico tejado de tablones atados con

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cuerdas y enlucidos con yeso. Su misión era cubrir la Torre por encima de las campanas y proporcionar a la construcción una protección al sol y a la lluvia. Al día siguiente, Quimet y los veinte hombres del contingente de Ontinyent se unían a la compañía de milicianos del Conde Pinto camino de Caudete, en dónde deberían encontrarse con el grueso de la tropa del Marqués de Minas. Cuando llegaron, el ejército del Marqués ya había partido hacia Almansa. Minas tenía prisa por atacar a las tropas borbónicas del mariscal Berwick pues le sabía solo, a la espera de la llegada de refuerzos castellanos al mando del duque de Orleans. El francés se replegó y Minas le acosó por los cam-pos de Yecla, Montealegre y Pétrola, hasta llegar a Chinchilla.

Berwick no quiso retroceder más y formó a su ejército en or-den de batalla, emplazando con tiempo y en buen lugar las ba-terías de la artillería ligera. Inseguro de poder atacar las ventajo-sas cotas defensivas del enemigo, Minas retrocedió. Al ver que los austracistas volvían sobre sus pasos, el Duque de Berwick aprovechó para hostigar a los aliados, que no tuvieron más re-medio que buscar protección en Villena. Pero allí el terreno no era bueno para el eficaz despliegue de la potente caballería bor-bónica de Claude François Bidal, marqués D’Asfeld, por lo que el mariscal Berwick optó por retirarse a Almansa, a la espera de los refuerzos de las tropas del Duque de Orleans.

El Marqués de Minas, aconsejado por sus generales Galway y Gilari, fió su suerte a atacar cuanto antes al ejercito borbón. Abandonaron Villena y se dirigieron a Almansa, pasando por Caudete para incorporar a los milicianos reclutados por el Con-de Pinto. Los reclutas eran poco menos de doscientos hombres, mal pertrechados y sin ningún tipo de experiencia en combate. El Marqués de Minas les pasó revista concluyendo que en la batalla serían más un estorbo que una ayuda por lo que decidió dejarlos atrás como tropa de retaguardia. Echaría mano de ellos para el caso de que sus tropas profesionales no se bastaran en derrotar al ejército franco español.

En Caudete quedaron quietos, como barcos varados en la arena, los doscientos milicianos entre los que se encontraba

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Quimet Pons, el Jurat en Cap del Cabildo de Ontinyent. Era el domingo 24 de abril de 1707. Al mando de un sargento de Al-cúdia, esperaron ociosos todo el día y también el lunes 25. En la mañana del martes 26, llegaron a Caudete una treintena de soldados, varios de ellos heridos. Todos eran portugueses que regresaban de Almansa. Estaban sucios y exhaustos, después de caminar desorientados durante toda la noche. Los milicianos les proporcionaron agua, algo de comer y el primer descanso en treinta horas. Un oficial que hablaba bastante bien el cas-tellano, contó a Quimet y a unos cuantos más, lo sucedido en Almansa.

“Ayer lunes 25 a mediodía, estaba todo nuestro ejército en po-sición de batalla en la llanura que se abre al sur de Almansa. El marqués de Minas había ordenado al general Galway que mez-clara en ambos flancos a la infantería y a la caballería. Nuestros batallones portugueses ocupaban el flanco derecho. En el izquierdo estaban los ingleses y los hugonotes franceses. Enfrente, con el cas-tillo de Almansa a su espalda, el ejército borbón se organizaba con la infantería en el centro y varios batallones de caballería en los flancos. Sin que pudiéramos prevenirlo, la caballería francesa atacó con fuerza nuestro flanco izquierdo. A duras penas pudimos mantener las líneas, pero resistimos el primer embate. La caballe-ría enemiga se retiró para reorganizarse. Mientras tanto, por el centro y por el flanco derecho, dónde estábamos nosotros, se suce-dían las escaramuzas, sin que ninguno de los dos bandos lograra abrir brecha. En el momento en que más enconada era la lucha en el centro, la caballería borbónica, apoyada por su infantería, volvió a atacar nuestro flanco izquierdo que, debilitado, ya no pudo resistir la embestida, dejando libre el camino a jinetes y a in-fantes. Al ver a los caballos franceses correr por detrás de la segunda línea de nuestra infantería repartiendo mandobles, gritando como locos “Vive D’Asfeld”, nuestros soldados rompieron la formación, en medio del pánico y el desconcierto general. Los franceses apro-vecharon para lanzar todas sus líneas hacia nosotros. Viendo que podíamos quedar atrapados entre la infantería y la caballería, no tuvimos más alternativa que huir en desbandada hacia los montes

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cercanos. En poco más de dos horas el ejército aliado fue derrotado. Muchos han sido los muertos y los heridos. Los que se refugiaron en las sierras habrán sido hechos prisioneros o degollados. Unos pocos llevamos caminando toda la noche para salvar la vida.”

—¿Que ha pasado con los mandos de nuestro ejército?, —preguntó Quimet con cara de preocupación—. ¿Han he-cho prisionero al rey Carlos?

—Imposible. El rey Carlos no estaba en la batalla. Se machó hace un mes a Barcelona. Sabía que los borbones se dirigían a Valencia en su búsqueda y quiso alejar a la corte del peligro de los soldados del rey Felipe.

—¿Y que ha sido de nuestras tropas valencianas del general Basset y el coronel García Dávila?

—Ayer, en la batalla de Almansa, no había ningún batallón valenciano, ni siquiera español. Basset dicen que está preso. Y no recuerdo a ningún coronel Dávila.

Quimet no daba crédito a las palabras del oficial portugués. En el ejército que debía defender al reino de Valencia de las tropas de Felipe V, no había soldados valencianos. Los únicos nativos eran ellos, los doscientos milicianos retenidos en Cau-dete como supuesta retaguardia de las tropas que acababan de ser derrotadas en la llanura de Almansa.

—Aquí no hacemos nada, —dijo Quimet a los que escucha-ban el relato del portugués en el corro que se había formado—. Nadie va a venir a auxiliarnos o a darnos órdenes. Los únicos que llegarán pronto serán los soldados del rey Felipe, aquí y a cada uno de nuestros pueblos y ciudades. Prefiero estar entre los míos, antes de que me atrapen como a un conejo asustado. Yo regreso a Ontinyent.

Los veinte paisanos de Quimet se levantaron de inmediato, recogieron sus pertenencias y emprendieron el camino de re-greso por la alquería de la Zafra y por Fontanars dels Alforins. Los demás milicianos también optaron por regresar, sin que el sargento de Alcudia hiciera nada para impedirlo. Al anochecer del día 26 de abril, Quimet y los veinte milicianos entraban en Ontinyent en medio de la alegría general, pues todos habían

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regresado sanos y salvos. Pero el júbilo duró hasta que se supo lo sucedido en los campos de Almansa.

—No tardarán en llegar las tropas del rey borbón, —dijo Quimet preocupado—. Según cuentan, la derrota en Almansa ha sido absoluta y todo un ejército eufórico y victorioso viene hacia aquí. Tenemos dos opciones: resistir o capitular.

—Hay que defender a la ciudad del borbón, —dijo de in-mediato el jefe de la guarnición austracista acuartelada en On-tinyent—.

—¿Con que armas? ¿Con tus treinta soldados?, — preguntó desafiante Quimet—. ¿Va a venir el coronel Dávila a socorrer-nos? Aquí ya nos enfrentamos a dos ejércitos. Las dos veces acabaron en derrota y en saqueo. Yo soy ahora el Jurat porque al anterior lo mató el sanguinario obispo Belluga. ¿Van a ser estos borbones más compasivos? Tengo esposa y una hija y no estoy dispuesto a arriesgar mi vida y las suyas por una inútil defensa.

—Pero si no les hacemos frente, tendrán el paso franco a todo el reino de Valencia.

—¿Y qué más da eso ya? Nuestro amado rey Carlos III se ha marchado a Barcelona. Ni él mismo cree que vale la pena pelear por Valencia y por los valencianos. Nos da por amortizados. Nos ha dejado solos, abandonados a nuestra suerte.

El jefe de la guarnición calló, sin respuesta a las palabras de Quimet. Al fin habló.

—¿Qué quieres que haga?, —preguntó resignado—.—Coge a tus hombres y márchate ahora mismo de Ontin-

yent.—¿Y dejaros indefensos?—La presencia de soldados enardece al enemigo. Si no hay

guarnición militar en la Villa, será más fácil rendirnos sin vio-lencia y negociar una pacífica capitulación.

En menos de tres horas los soldados de la guarnición aban-donaron Ontinyent y partieron en dirección a Xátiva. Al me-diodía del día 27 de abril de 1707, una comisión del Cabildo encabezada por Quimet, esperaba en las afueras de la ciudad la llegada de las tropas borbónicas del Caballero D’Asfeld. Le

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ofrecieron rendir una Villa libre de soldados, que proclamaba obediencia y lealtad al rey Felipe V. La comisión acompañó al marqués y a sus mandos en su entrada a Ontinyent mientras el regimiento aguardaba en Santa Bárbara. Ya desde allí, D’Asfeld escuchó con sorpresa el ruidoso repique de unas campanas que veía voltear en lo alto de una torre aplanada en su cúspide. Pre-guntó a Quimet por el metálico sonido que escuchaba.

—Es la Torre campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María, Señor. Las campanas repican en vuestro honor y por la larga vida de su majestad el rey Felipe, que Dios guarde muchos años.

Complacido con la original forma de darle la bienvenida, D’Asfeld y la comitiva entraron en la ciudad por la cuesta del Regall sin que las campanas dejaran de sonar en ningún mo-mento. A la puerta del Cabildo les esperaban Tomás y el plebán Pedro Nebot. La gente se había quedado en sus casas, temerosa de las intenciones del nuevo ejército invasor.

—Ilustrísimo Señor, —intervino Quimet—. Como os he dicho antes, Ontinyent muestra obediencia incondicional a su majestad el Rey Felipe. Aquí tenéis las llaves de la ciudad y nuestro ferviente deseo de que su serenísima majestad nos trai-ga buen gobierno de paz y prosperidad.

—Me place el dócil acatamiento pero recordad que hace bien poco mostrabais obediencia al pretendiente austriaco, hui-do en cobardía a Barcelona. Las leyes de la guerra establecen que, aun siendo a buenas la capitulación, el Rey tiene derecho a una compensación. Por ello impongo a la villa de Ontinyent una multa de trescientos doblones castellanos.

—Es mucho dinero señor, —intervino Tomás que había he-cho el cálculo en libras—. El Cabildo no dispone de esta can-tidad de dinero. Reparad que la guerra ha esquilmado nuestras haciendas.

—Guerra que habéis hecho en perjuicio del rey Felipe. Ra-zón de más que justifica la multa. Tenéis hasta mediodía para entregar el dinero o lo tomaremos por nuestra mano saqueando la ciudad. A mis soldados les vendrá bien un poco de diversión.

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—Pero señor, —insistió Tomás—, es imposible entregaros mil doscientas libras en tan poco tiempo.

—Pues si así son las cosas, no esperaré al mediodía. Daré orden inmediata para que comience el saqueo.

—Esperad señor, —intervino decidido Quimet—. Pagare-mos lo que se nos pide. Concedednos un poco más de tiempo, por caridad.

—Está bien. Esperaré hasta que se ponga el sol. Avisadme de que tenéis el dinero con un volteo de campanas de esa bonita Torre. A cuenta, dadnos vino y comida a mí y a mis oficiales.

D’Asfeld entró en el hostal de Grau dónde Consuelo les sir-vió en todo lo que pidieron. Quimet, Tomás, Pedro Nebot y el resto del Cabildo se reunieron de inmediato para afrontar la angustiante petición del inflexible mariscal francés.

—Tenemos que hacer todo lo posible para evitar un nuevo saqueo. Somos la primera población que visita este ansioso ejér-cito tras su victoria. No quiero ni pensar las ganas con las que atacarán a haciendas y a persona. Debemos darle a D’Asfeld lo que pide y que siga su camino hacia Valencia. El Cabildo no tiene numerario. Tendrán que ser los vecinos los que compren con sus bienes las vidas y las honras.

—¿Y si a pesar de pagar, D’Asfeld no cumple su palabra?, —preguntó uno que tenía fama de tacaño—.

—Yo estoy dispuesto a correr el riesgo, —respondió tajante Quimet—. La vida de mi familia no tiene precio.

—Estoy de acuerdo contigo Quimet, pero trescientos do-blones castellanos es mucho dinero, —dijo Tomás—. No hay tiempo para acudir a préstamos de banqueros.

—Ya lo sé Tomás. Tenemos que rascarnos los bolsillos. Más aun los que más tengan. Y pronto.

A las seis de la tarde se habían recogido setecientas noventa y seis libras, casi doscientos doblones. Faltaba una tercera parte de lo pedido por D’Asfeld y ya se había hurgado en todos los rincones en dónde podía existir dinero en efectivo. Tomás esta-ba extenuado de tanto recorrer las casas de los pudientes. Pedro Nebot también había organizado una colecta extraordinaria,

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avecinando la generosidad de sus feligreses. Se estaba haciendo todo lo posible y no se había logrado el objetivo que exigía el marqués. Faltaba apenas una hora para que el sol se pusiera y acabara el plazo concedido por D’Asfeld.

—Dame media hora y voltea las campanas, Pedro, —ordenó Quimet—. Tengo una forma de conseguir el dinero que falta.

Quimet se perdió por las calles de Ontinyent en busca de lo que iba a salvar al pueblo del saqueo borbón. Pasó la media hora y cuando escuchó las campanas repicar con fuerza, estaba de vuelta en la plaza con cuarto hombres jóvenes. Cada uno empuñaba un fusil. Al poco apareció D’Asfeld por la puerta del Hostal de Grau, seguido de varios de sus oficiales, con visibles síntomas de haber comido y bebido de forma abundante.

—¿Y bien amigo Jurat? ¿Tenéis el dinero que os he pedido?–preguntó D’Asfeld—.—Todo lo que habéis pedido está aquí, Señor. Mil doscien-

tas libras valencianas, que hacen vuestros trescientos doblones castellanos. Doscientos en monedas que contienen este cofre y veinticinco por cada uno de estos cuatro milicianos que la ciu-dad de Ontinyent os entrega francos de soldada, por el tiempo que va desde hoy hasta que acabe la guerra.

—Yo quiero dinero, pues soldados ya tengo, —protestó D’Asfeld—.

—Si excelencia, pero a los vuestros les tenéis que pagar y es-tos cuatro corren de cuenta del Cabildo. Es nuestro pago en es-pecie. Son además buenos tiradores y pertenecen a familias que siempre han simpatizado con el rey Felipe. Cuando el coronel Dávila anduvo por aquí, ellos y sus familias fueron víctimas de castigos y escarmientos. Ahora sería para ellos un honor poder vengar aquellas humillaciones, sirviendo a vuestras órdenes.

D’Asfeld comenzó a titubear. Las palabras del Jurat sin duda eran acertadas. Tenía a su disposición dos terceras partes del di-nero pedido y cuatro hombres rencorosos con sed de venganza. Parecía un buen trato. Además tenía prisa por avanzar hacia Valencia. Dar orden de saqueo rompería la disciplina de sus regimientos que tardaría no menos de dos o tres días en reor-

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ganizar. Pero aceptando el trato, no quería aparentar debilidad ante el Jurat.

—¿Cuál es tu nombre Jurat? ¿Cuál es tu oficio?, —preguntó de repente D’Asfeld—.

—Me llamo Quimet Pons y soy carpintero.—Pues para ser carpintero no hablas nada mal. Seguro que

sabes leer y escribir. Además de soldados también necesito bue-nos carpinteros que reparen los carros y los armones de la ar-tillería. Acepto el trato Jurat, pero no serán cuatro hombres sino cinco, los que completen los doblones que faltan. Cada hombre valdrá veinte doblones. Y tú serás el quinto hombre.

A Quimet se le hizo de noche de repente. Quiso protestar alegando que era el Jurat de la Villa y que tenía esposa y una hija pequeña, pero no lo hizo. Como Jurat estaba obligado a dar ejemplo. Pronto sería sustituido por las nuevas autoridades y su persona ya no valdría para el cargo. Decir que tenía dos mujeres que dependían de él solo hubiera servido para ponerlas en peligro.

Quimet Pons calló, asumió su destino y comenzó a rezar con lágrimas en los ojos para que D’Asfeld cumpliera su palabra, marchándose de Ontinyent sin tocar un pelo a nadie. Tomás y Pedro Nebot comprendieron que Quimet aceptaba resignado la exigencia del francés, para salvar a sus vecinos. Desde la pesa-dumbre, se abstuvieron también de protestar. Quimet se abrazó a Tomás mientras se despedía, susurrándole al oído unas palabras.

—Dile a María y a Júlia que las quiero con locura. No voy a despedirme de ellas para no descubrirlas. Es mejor que ningún francés sepa de ellas y de lo mucho que las quiero. Me acosarían con ello y no podría vivir sabiendo que les pueden hacer daño. Como ves me llevan a la fuerza. Para ellos seré solo Quimet el carpintero, un hombre sin familia que promete en secreto re-gresar a Ontinyent tan pronto como se dispare la última bala de esta maldita guerra. Cuida a mis mujeres, amigo mío.

—Vámonos con viento fresco, —ordenó D’Asfeld—. Ca-minaremos por la noche y nos marcharemos de aquí, aprove-chando la luna llena.

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A los cuatro milicianos les requisaron los fusiles y les ataron las manos. También a Quimet. A pesar de haberse entregado volun-tariamente, no se fiaban de ellos y se les trató como prisioneros. Al amanecer del día siguiente los batallones llegaban a Albaida que, siguiendo el ejemplo de Ontinyent, también capituló pres-tando obediencia al rey Felipe. Lo mismo ocurrió con Ollería antes de que las tropas de D’Asfeld se dirigieran a Xátiva. Era el 3 de mayo de 1707. Días antes, lo que quedaba de las desordenadas tropas aliadas del inglés Galway derrotadas en Almansa, pasaron por allí huyendo hacia Barcelona, desatendiendo las peticiones de socorro de la población de Xátiva que se preparó para resistir, armando incluso a los frailes de los conventos y encerrando en las prisiones del castillo a los vecinos partidarios del rey Felipe V.

Quimet estaba en la retaguardia, junto con otro carpintero y dos herreros. Todos ellos eran los encargados de reparar los desperfectos causados en el material de transporte de la tropa. Su trabajo consistía en mantener el buen funcionamiento de los carros, carretas y armones de artillería, reparando ruedas, ejes, muelles y ballestas. El grupo de obreros de mantenimiento lo mandaba un francés al que todos llamaban Pascal. Hablaba poco el idioma castellano pero Quimet se entendía bastante bien con él utilizando la lengua valenciana. Estaban acampa-dos en la alquería de Novetlé. Trabajaban detrás de las tropas y nunca participaban ni se exponían en los combates. Sus manos eran mucho más valiosas que las que empuñaban un fusil o calaban una bayoneta. Desde la antigua alquería morisca, Qui-met escuchaba el atronador ruido de los cañones que bombar-deaban sin cesar la ciudad de Xátiva.

—Estos malditos valencianos no se quieren rendir, —dijo Pascal a sus subalternos—. D’Asfeld hará llover fuego sobre sus cabezas. No le gusta que le desobedezcan.

—¿Cuánto tiempo crees que estaremos aquí?, —preguntó Quimet—.

—El necesario hasta que esos cabezotas se rindan. Y cuando más tarden, peores sean las consecuencias para ellos. Te digo que D’Asfeld tiene malas pulgas.

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Los días pasaban y los bombardeos no cesaban. Llegaron nuevos cañones desde Villena, más potentes y pesados. Pascal y los suyos los engrasaron para que los soldados los llevaran ante las murallas aumentando la intensidad del bombardeo. No tar-daron en abrir brecha, obligando a los tenaces resistentes a re-fugiarse en la ciudadela. D’Asfeld envió emisarios para pactar la rendición que de nuevo fue rechazada, lo que enfureció al mariscal francés que ordenó a sus soldados redoblar sus ataques con patente para saquear. Pronto cayeron los conventos de San Agustín y Santa Tecla en dónde se habían refugiado más de se-tenta persona entre frailes, mujeres y niños. La mayor parte de las mujeres fueron violadas y todos, al cabo, asesinados.

La resistencia fue remitiendo según mermaban las fuerzas de los sitiados. La ciudadela ya no era segura. Unos pocos optaron por refugiarse en lo alto del castillo. La mayoría pactó la capi-tulación con D’Asfeld, sin que el mariscal detuviera el violento saqueo que practicaban sus soldados, pasando a cuchillo a to-dos los que participaron en la defensa armada de la población. Los cañones traídos desde Villena sitiaron el castillo, macha-cando sus murallas. El día 6 de Junio de 1707 se producía la capitulación total de la ciudad de Xátiva.

—Veintidós días nos han tenido parados aquí estos obs-tinados valencianos, —comentó Pascal mientras escupía al suelo—. D’Asfeld no se lo perdonará. Dicen que Valencia se rindió hace una semana y toda la gloria ha sido para Berwick porque nosotros nos hemos quedado atascados reduciendo a estos tercos.

Razón llevaba el carpintero francés. D’Asfeld mandó un in-forme a Berwick sobre la obstinada actitud de los de Xátiva. La respuesta no se hizo esperar. Menos cincuenta y cinco personas partidarias de Felipe V, el resto de la población fue deportada hacia tierras manchegas, mientras la ciudad era quemada por orden del propio rey. Quimet vio con sus propios ojos como las llamas consumían casa tras casa, mientras él, junto con el grueso del ejército de D’Asfeld, marchaban camino de Gan-día. No sería la última población que Quimet contemplaría

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arrasada por el fuego, como escarmiento a la resistencia de sus habitantes.

Gandía capituló. Poco después lo hizo Alcoy. La actividad militar de D’Asfeld era frenética pues era el encargado de la pa-cificación borbónica del sur del Reino de Valencia. Además de los cañones y las bayonetas, utilizaba la propaganda para des-moralizar a las poblaciones resistentes, haciendo circular chan-zas burlescas sobre el pretendiente Carlos y su cobarde huida del Reino de Valencia.

“Tanto quiere el archiduque al valenciano qué no le importa dejarle de la mano, pues prefiere casar y lucir corona, con Cristina en Barcelona”.

Por esos chascarrillos y otros muchos que cantaban grosera-mente los soldados, supo Quimet que el archiduque Carlos ha-bía contraído matrimonio en la Catedral del Mar de Barcelona, con Isabel Cristina de Brunswick—Wolfenbüttel. Ni siquiera en la elección de esposa había mostrado Carlos III preferencia por las mujeres españolas. Quimet, indignado con el desprecio del archiduque al pueblo valenciano que aun así luchaba por su causa, acompañaba preso a los batallones borbones, sin ver el momento de poder escapar, temeroso de que pudieran tomar represalias con Ontinyent o con sus habitantes. De aquí para allá, anduvo más de un año. A finales de Noviembre de 1708 las tropas de D’Asfeld rodearon Denia que también capituló tras un breve sitio. De allí marcharon a Alicante, la última ciu-dad importante del reino de Valencia que aun era leal al preten-diente Carlos. Allí estuvieron todo el invierno sin que Quimet pudiera siquiera mandar una carta a su familia. El 19 de Abril de 1709 el general inglés que resistía en el castillo de Santa Bár-bara de Alicante, perdiendo toda esperanza de ser socorrido por mar, capituló ante D’Asfeld.

Era el fin de la guerra en el Reino de Valencia y Quimet vio en ello la posibilidad de ser redimido de su cautiverio, tras dos años de ausencia de Ontinyent. Le pidió a Pascal que le licenciara de su forzado reclutamiento. El carpintero francés se desentendió del asunto. Quimet trató de hablar sin éxito con el

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propio D’Asfeld, que estaba demasiado ocupado con su nuevo cargo de gobernador de Alicante. No podía marcharse sin que le autorizaran para ello pues era sabido que el castigo a los de-sertores consistía en tomar represalias con las gentes del pueblo del fugitivo, preferentemente con sus familiares. Quimet no quería poner en peligro a María y a Júlia.

En Ontinyent, tras la marcha de Quimet, la jefatura de la ciudad quedó descabezada. Tomás asumió interinamente la go-bernanza de la Villa, pero siempre bajo la supervisión de los nuevos amos y señores castellanos. A pesar de la capitulación, las fuerzas resistentes conocidas como “miquelets”, causaban no pocos quebraderos de cabeza en la comarca, alterando la pacificación militar impuesta por D’Asfeld.

El general Berwick había rendido Valencia el 11 de mayo de 1707. Nada bueno presagiaba su primer discurso: “Este Reino ha sido rebelde a Su Majestad Felipe V y ha sido conquistado, habiendo cometido contra Su Majestad una grande alevosía, y así, no tiene más privilegios ni fueros que aquellos que su Majestad quisiere conceder en adelante”.

El rey Felipe V fue aconsejado por su abuelo Luis XIV que despachaba por carta fulminantes sentencias: “Una de las pri-meras ventajas que el Rey mi nieto obtendrá sin duda de la sumi-sión de los estados de la Corona de Aragón, será la de establecer allí su autoridad de manera absoluta y aniquilar todos los privilegios que sirven de pretexto a estas provincias para ser exentas a la hora de contribuir a las necesidades del Estado”.

El 29 de junio de 1707, Felipe V promulgaba en Madrid el decreto de Nueva Planta, con el que abolía y derogaba los Fue-ros de los reinos de Aragón y de Valencia, siendo felicitado por su abuelo Luis XIV por haber implantado las leyes de Castilla en los reinos rebeldes a los que había sometido.

En la primera semana de julio se tuvo conocimiento en Valencia de la extinta voluntad real sobre las ancestrales leyes valencianas. De inmediato se hicieron copias del decreto para que llegara a todas las poblaciones principales. En Ontinyent se recibió una de esas copias el 8 de julio de 1707. El Corregidor

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nombrado para la Villa, se la restregó a Tomás Ferrero y a Pedro Nebot, como si tuviera en sus manos la patente para convertir en esclava a la Villa, a todos sus habitantes y a todas sus per-tenencias. Tomás, resignado, leyó con paciencia el documento que contenía el decreto de Nueva Planta:

“Considerando haber perdido los reinos de Aragón y de Valen-cia, y todos sus habitadores, por la rebelión que cometieron, faltan-do enteramente al juramento de fidelidad que me hicieron como a su legítimo Rey y Señor, todos los fueros, privilegios, exenciones y libertades que gozaban, y que con tal liberal mano se les había concedido, así por mí como por los reyes mis predecesores, particu-larizándose en esto de los demás reinos de mi corona; y tocándome el dominio absoluto de los referidos reinos de Aragón y Valencia, pues a la circunstancia de ser comprendidos en los demás, que tan legítimamente poseo en esta monarquía, se añade ahora la del justo derecho de la conquista que de ellos han hecho últimamente mis armas con el motivo de su rebelión; y considerando también que uno de los principales atributos de la soberanía es la imposición y derogación de las leyes, las cuales, con la variedad de los tiempos y mudanzas de costumbres podría yo alterar, aún sin los grandes y fundados motivos y circunstancias que hoy concurren para ello en lo tocante a los de Aragón y Valencia:

He juzgado por conveniente, así por esto, como por mi deseo de reducir todos mis Reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igual-mente todos por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el universo, abolir y derogar enteramente como desde luego doy por abolidos y derogados todos los referidos fueros, privilegios, prácticas y costumbres hasta aquí observadas en los referidos rei-nos de Aragón y Valencia, siendo mi voluntad que éstos se reduz-can a las leyes de Castilla y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en sus tribunales, sin diferencia alguna en nada, pudiendo obtener por esta razón igualmente mis fidelí-simos vasallos castellanos oficios y empleos en Aragón y Valencia, de la misma manera que los aragoneses y valencianos han de poder en adelante gozarlos en Castilla, sin ninguna distinción;

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facilitando Yo por este medio a los castellanos motivos para que acrediten de nuevo los afectos de mi gratitud, dispensando en ellos los mayores premios y gracias tan merecidas de su experimentada y acrisolada fidelidad, y dando a los aragoneses y valencianos recíprocas e igualmente mayores pruebas de mi benignidad, ha-bilitándolos para lo que no están en medio de la gran libertad de los fueros que gozaban antes y ahora quedan abolidos. Madrid, Buen Retiro, a 29 de Junio de 1707”.

Tomás no pudo contener las lágrimas. Ni en sus peores pre-sagios había sido capaz de imaginar tan brutal expolio al an-cestral autogobierno de los valencianos otorgado cuatrocientos años atrás por el rey Jaime I.

—De hoy en adelante yo seré el que cobre la Sisa que ahora recauda el Plebán, —dijo el corregidor presumiendo de la fuerza que le daba el decreto—. Ahora todo es del Rey Felipe y yo soy aquí su mano. Cualquier cosa que se tenga que hacer será por mi autoridad o no será. ¿Lo has entendi-do Contador?

Tomás asintió con los ojos vidriosos. Antes de que pudiera interpelar al corregidor, este volvió a hablar.

—A esa Torre Campanario, en la que tantos dineros habéis gastado, no se le añadirá ni un solo ladrillo, ni un mísero capa-zo de mortero. Desde hoy, los hombres que trabajaban en ella dejan de estar empleados. Diles que tienen una semana para buscar un nuevo trabajo. Si no lo encuentran, quedarán reclu-tados en la guarnición, listos para ser movilizados a cualquier regimiento del Rey Felipe.

Tomás hizo un esfuerzo por aguantar la mirada del desqui-ciado corregidor que continuó diciendo.

—Me han dicho que esa Torre la habéis construido sin per-miso ni autorización del Rey al que entonces debías obediencia. ¿Dónde está la cédula que autoriza su construcción firmada por su majestad Carlos II, que Dios tenga en la gloria?

—No era necesaria, Señor, —se atrevió a responder To-más—. Ontinyent es Villa Real por antiquísimos privilegios y tiene derecho a administrarse por su albedrio.

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—No seas impertinente, —dijo el corregidor propinando un inesperado puñetazo en la boca del estómago de Tomás que le hizo doblarse del dolor—. ¿Villa Real dices, malnacido? Eso se acabó, —siguió diciendo mientras un diluvio de patadas caía sobre Tomás que se retorcía de dolor, tirado en el suelo—. Aho-ra todos los pueblos y ciudades son del Rey, del Rey Felipe V y solo él concede y quita privilegios.

—No es necesario que seáis cruel, Señor: el Contador solo respondía a vuestra pregunta, —replicó Pedro Nebot que, aga-chado, trataba de proteger a Tomás, mientras este recuperaba a duras penas la respiración—.

—¿También quieres tú recibir tu parte? –contestó desafian-te el corregidor—. A mí no se me caen los anillos por zurrar a un clérigo, —le espetó agarrándole de la sotana—. Sabed to-dos que nunca más un municipio podrá actuar por su cuenta. Nunca más os comportareis como si fuerais independientes. Esa Torre se quedará inacabada como castigo a vuestra arro-gante soberbia. Fuisteis insolentes con el Rey, ignorándole y actuando de espaldas a su autoridad. En lo sucesivo, nadie se acercará a la Torre para elevarla o para hacerle reparaciones. Deshaceros de la cal, de la arena y de los demás materiales. Que se empleen en otros menesteres que yo apruebe o que se vendan en almoneda.

Tomás escuchaba lastimado en el suelo, sin dar crédito a las palabras del enloquecido Corregidor.

—Una cosa más, Contador: A partir de hoy el importe de esa Sisa que tú inventaste será del doble y será para mí. Redacta el bando y que los carniceros y todos los vecinos lo sepan de inmediato. Al Rey le hace falta dinero y vosotros sois reos de multa por guerra infame.

El Corregidor abandonó el Cabildo riéndose de Tomás que se había levantado ayudado por el Plebán y cabizbajo, se dedi-caba a escribir el bando de elevación de la Sisa al duplo. Hizo varias copias y las entregó al pregonero para que las repartiera. Abatido se marchó a su casa. Teresa le consoló sin éxito. Tam-bién estaban María y Júlia que vivían con ellos desde que Qui-

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met marchó preso con el ejército de D’Asfeld. Entre los cuatro, se daban y recibían protección.

—No hay nada que hacer, —dijo Tomás mientras Teresa le aplicaba friegas en su dolorido estómago—. El Rey quiere que sintamos el yugo de la servidumbre por obediencia a las leyes de Castilla. El Corregidor la ha tomado con la Torre de las Campanas. Nos impone el doble de la Sisa, pero ni un dinero será destinado a la conclusión de la obra.

—Todo está muy reciente, —dijo Teresa—. Su victoria, nuestra derrota… La euforia se les pasará y todo volverá a su estado normal. Terminaremos nuestra Torre y tú lo verás.

—No será así Teresa. Desengáñate. Los golpes de ese corre-gidor estaban cargados de odio. No solo quería maltratarme. Su pretensión era humillar a todos los vecinos de Ontinyent.

A mediados del mes de Agosto llegó una carta de esperanza escrita por Martí Serradell. Utilizando una posta de confian-za, enviaba a su amigo Tomás una transcripción del despacho enviado al rey Felipe el 25 de julio de 1707, firmado por los Jurats, el Racional y el Síndic de la ciudad de Valencia, recién nombrados por el propio Felipe V y por tanto partidarios su-yos, protestando por la abolición de los Furs valencianos. La carta decía así:

“Habiendo tenido noticia que se ha promulgado un Real De-creto de Su Majestad en el que mandaba abolir y derogar entera-mente todos los Furs, Privilegios, Pragmáticas y Costums hasta hoy observados en la presente Ciudad y Reino y en el de Aragón, hemos mandado convocar diferentes personas, todas las cuales después de una larga conferencia con los dichos Ilustres Señores Jurats, Racio-nal y Síndic para tratar la citada noticia, fueron del parecer que se presentara a Su Majestad el gran dolor que afligía a sus buenos vasallos que lo han sido casi todas las personas más visibles así de esta Ciudad como de las demás villas y lugares del Reino, de ver comprendidos bajo la universalidad de dicho decreto, y man-cillados con la nota de rebeldes cuando, por no incurrir en ella, unos han abandonado sus casas y haciendas y otros que por justos impedimentos no las dejaron, han padecido prisiones, destierros y

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otras considerables penalidades que son bien conocidos y así mismo de que la razón y crimen de infidelidad que a todos en general se aplica, que se implore de la Real Clemencia de Su Majestad rogán-dole la revocación del dicho decreto para cuyo efecto sin reparar en gastos se enviase una persona a la Villa de Madrid que puesta a los pies de su Majestad en nombre de esta ciudad y Reino y Comuni-dades Eclesiásticas, lo implorase.”

Tomás, enfermo desde que el corregidor le diera la paliza, desconfiaba de la utilidad de la carta a la corte de Madrid. No se equivocó en absoluto. Ya acabando septiembre, una nueva carta de Martí Serradell le comunicaba que el rey Felipe V no hizo caso alguno a las peticiones que llegaban desde Valencia. Muy al contrario, mandó detener y encarcelar al Jurat y al Sín-dic que él mismo había nombrado y que se habían atrevido a encabezar la súplica de la revocación del decreto. También de-tuvo y encarceló a Luis Cifuentes, por considerarle instigador de la atrevida interpelación.

Desde el día de la paliza, el Contador sangraba al orinar. Algo se había roto en su interior a causa de los palos recibidos del perturbado corregidor. Había perdido el apetito y el color de cara. Cada vez salía a la calle con menor frecuencia. La no-ticia de que Cifuentes estaba preso acabó por hundirle en su melancolía. Teresa y María trataban de animarle a duras penas. Solo le distraían los juegos de la pequeña Júlia. Una mañana no pudo levantarse. Estaba despierto y consciente, pero con la mirada perdida, insensible a los amables ruegos de Teresa e incapaz de hablar. Algo debió ocurrirle esa noche. El tronco y sus extremidades los tenía paralizados. Tan solo era perceptible el parpadeo regular de sus ojos y un pequeño movimiento en los dedos de su mano derecha.

—¿Qué vamos a hacer dos mujeres solas con una niña? ¿Quién nos protegerá? —preguntó Teresa a Pedro Nebot que había ido a visitar a Tomás—.

—Seguiremos luchando para sobrevivir, —intervino María, anticipándose a la respuesta del cura—. Es cierto que estamos solas pero no somos viudas. Las dos tenemos marido.

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—Tomás está invalido postrado en la cama y de Quimet no sabemos nada desde hace tiempo, —dijo Teresa abatida—.

—Quimet regresará. Si algo tiene de bueno esta guerra es que el rey Felipe la está ganando rápidamente. Pronto acabará y Quimet regresará a Ontinyent. Se lo prometió a tu marido.

—¿Y qué será de Tomás?, —insistió Teresa—.—Será lo que diga la providencia, —contestó Pedro—. Ma-

ría tiene razón. Hay que sobrevivir. Tomás tiene negocios que atender. Bien administrados, no os faltara de dónde vivir.

—Tan solo somos dos mujeres. –añadió desesperada Tere-sa—.

—Yo sé de números, —intervino María—. Mi padre me enseñó. Yo le ayudaba en las cuentas de su taller. No me será difícil familiarizarme con las contabilidades de las fincas.

—Pero una mujer no puede ir por ahí administrando fincas y haciendas, —replicó Teresa—. Ese es un trabajo de hombres. Nadie te tomará en serio y no te respetarán.

—Yo asumiré la tutela de las fincas que administra Tomás, —dijo resuelto Pedro Nebot—. Esto es lo que haremos: di-remos a la gente que la enfermedad del Contador le impide atender sus menesteres. Teresa me nombrará tutor de los bienes de Tomás, con poder notarial para administrar. Yo fingiré que llevo las cuentas con la ayuda de los hermanos del convento. Así se dirá y así lo creerá la gente, mientras María será la que en realidad atiende las fincas y redacta los balances.

—¿Harás eso por nosotras?, —preguntó agradecida Tere-sa—.

—Eso y rezar para que vuestros maridos regresen pronto a vuestras vidas, sanos y salvos.

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Capítulo 63 La paz de Utrech y el sitio de Barcelona

Gaspar regresó a Ontinyent en el mes de noviembre de 1710, cuando la incautación a la que fue sometido su ta-

ller remitió en intensidad. Tras la capitulación de Valencia, los nuevos administradores borbones confiscaron la carga de tra-bajo de los maestros canteros y la pusieron a su servicio para reparar, ampliar o construir edificios, en régimen semejante a la esclavitud. Era parte de la multa de guerra al vencido. Gaspar estuvo más de dos años sin ser persona libre para regir su vida y su negocio. Cuando aflojaron las obligaciones con el nuevo Virrey, emprendió el añorado viaje a Ontinyent para visitar a su hija y a su nieta.

Júlia había cumplido diez años, la misma edad que tenía Quimet cuando conoció a María. Habían pasado tres años des-de la fatídica batalla de Almansa y la niña que Gaspar recordaba había roto en esplendida adolescente, guapa como su madre y despierta como su padre. Júlia reconoció a su abuelo al instante.

—Abuelo, —exclamó Júlia echándose en los brazos de Gas-par—. Tenía muchas ganas de verte. Mi otro abuelo está malito y apenas puedo hablar con él. Escribe cosas en un papel que solo yo puedo entender.

La alegría por ver a María y a Júlia se mezcló con la pena por la precaria salud de Tomás. Ver a la espléndida Torre, cubierta

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con un indigno tejado de tablones de madera, acabó por de-primirle. Solo Júlia, con su permanente sonrisa mostrando la misma graciosa separación en los dientes que tenía su madre de niña, le retuvo unido a un presente con una luz de esperanza.

—¿Qué le ocurrió a Tomás?, preguntó Gaspar a Teresa.—El Corregidor le dio una paliza hace tres años y quedó

privado desde entonces. Su invalidez la provocaron los brutales golpes, pero también la frustración e impotencia ante la pérdi-da de nuestra libertad.

—En Valencia no son distintas las cosas, —dijo Gaspar—. Continúa la represión de los borbones contra cualquier per-sona con indicios de haber luchado al lado del archiduque, en lo que ellos llaman la rebelión. Para los vencedores, todos los sospechosos son acusados de maulets. Se suceden impune-mente los robos, los saqueros y toda clase de violencias sobre personas inocentes. La horca no cesa. No hay semana en la que no mueran diez o doce personas. En ocasiones desfilan por el cadalso familias completas. Las nuevas autoridades es-tán obsesionadas en contener a los valencianos con el rigor y con el miedo.

—¿Cómo es posible que la gente no se rebele contra tan gran injusticia?, —preguntó indignada María—.

—El temor es grande, hija mía. Nadie se atreve a discutir orden alguna. Para salvar sus vidas y haciendas, muchos están recurriendo a la súplica mezquina, renegando de sus raíces naturales e impostando formas y costumbres castellanas que nunca tuvieron. El rey Felipe agrada de atender esta clase de peticiones de algunos nobles valencianos y aragoneses opor-tunistas. Les quita el apelativo de rebeldes si confiesan sus méritos a favor de la causa borbónica. En ocasiones llegan a conservar los privilegios, exenciones y franquicias que antes tenían. Es la nueva nobleza valenciana que jalea con fervor al rey Felipe, por supuesto en lengua castellana. Nuestra lengua valenciana ya no se usa en los asuntos oficiales y cada día llegan desde la corte de Madrid más y más funcionarios para regir las instituciones de la Nueva Planta.

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—¿Y que ha sido de nuestros prohombres, de nuestros coro-neles y generales?, —insistió María que no perdía la esperanza de escuchar alguna buena noticia.

—No hay ni rastro de ellos. Desde la derrota de Almansa, unos marcharon hacia el norte, a Barcelona. Sé que algunos batallones llegaron a Alicante. Valencia quedó sin defensas y se entregó sin oposición. También Alicante se ha rendido al Caballero D’Asfeld.

—¿Has dicho D’Asfeld? Ese es el francés que estuvo aquí y se llevó a Quimet. ¿Sabes algo de mi marido?

—No sé nada, hija mía. Hace unos meses D’Asfeld pasó por Valencia para supervisar el cumplimiento de las órdenes militares dictadas por el duque de Berwick. Su ejército iba camino de Bar-celona. ¿No has tenido noticias de Quimet?

—Ninguna desde que se lo llevaron preso el 27 de abril de 1707. No sé si continua vivo con ese D’Asfeld o si una miserable bala le ha quitado la vida.

Teresa se dio cuenta de que María estaba a punto de derrum-barse y se llevó a Júlia a la calle para que la niña no viera llorar a su madre. Tan pronto cruzó la puerta, María rompió en un descon-solado llanto abrazando a su padre, buscando el amparo del que estaba privada desde hacía más de tres años.

—No tengo forma de consolarte hija mía, ni siquiera encuen-tro palabras que alivien tu dolor.

—Mi dolor no lo puede acallar nadie. No puedo preguntar al corregidor por mi marido. Quimet se fue sin descubrir a su familia para no ponernos en peligro. Interesarme por él como su esposa solo me haría más vulnerable, además de perjudicar a Quimet allá dónde esté. Solo puedo mantener la esperanza y confiar en su re-greso.

—En una de tus cartas me decías que lo alistaron como carpin-tero. Es de suponer que no participará en los combates por lo que su vida no correrá peligro. Además, D’Asfeld está ganando todas las batallas en las que participa. Sus soldados no caen prisioneros. Tampoco el personal de intendencia.

—Eso mismo pienso yo. Si D’Asfeld vence, Quimet vive. Esa es mi esperanza. El destino de Quimet está unido al del

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francés que se lo llevó a la fuerza. Mientras siga luchando y ven-ciendo, tengo que creer que mi marido está vivo. No tengo otro pensamiento al que agarrarme. Las últimas palabras de Quimet antes de marcharse se las dijo a Tomás y le prometió regresar a Ontinyent tan pronto como se disparara la última bala de esta maldita guerra. Estoy segura de que Quimet cumplirá su promesa.

—Eres muy valiente hija mía, —dijo Gaspar abrazando y besando a María—. Es evidente que la suerte de tu marido está unida al devenir de D’Asfeld. Si tú lo crees, yo también. Me de-jaré la vida en averiguar todo lo que hace ese caballero francés. En Valencia preguntaré a todos mis amigos y obtendré noticias y te las haré llegar tan pronto sea posible.

—¿Qué ha sido de Luis Cifuentes?, —preguntó María cuan-do de nuevo entraban en la casa Teresa y Júlia—.

—Está presó. Le detuvieron al poco de promulgar el Decre-to de Nueva Planta. A pesar de su elevado rango, no le manda-ron a la horca. Malvive en la cárcel de Quart, gracias a la ayuda que le prestan sus amigos, especialmente Martí Serradell que, como sabes, le tiene mucho afecto. Trabaja forzadamente como escribano de los nuevos intendentes.

—Estamos solos, —dijo de repente Teresa con un respingo de tristeza—. Cada vez queda menos gente de los nuestros. ¿Qué va a ser de nosotros?

Teresa subió las escaleras para decirle a su marido que Gas-par había llegado. Le acompañaba Júlia, la única que era capaz de entender las escasas palabras que Tomás garabateaba en un papel con un carboncillo afilado. El maestro Cantero y María les siguieron. El Contador, paralizado en la cama, lloró en si-lencio al ver a su amigo Gaspar. Júlia le secó las lágrimas que le enturbiaban los ojos.

—No llores abuelo Tomás, —dijo la niña inocente—. Y tú tampoco tienes que llorar abuelo Gaspar, —dijo Júlia al ver que se le habían contagiado las lagrimas de Tomás—. Hoy es un día de alegría. Tengo a mis dos abuelos conmigo y soy feliz. Eso no es motivo para llorar, ¿verdad madre?

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Tras la capitulación de Alicante, Quimet estuvo de paso en Valencia con el ejército de D’Asfeld. Estuvieron solo un par de días en las afueras de la ciudad, mientras el mariscal atendía asuntos en la ciudad. Trató de ponerse en contacto con algún conocido, pero no tenía libertad de movimientos. El ejército había acampado en el paraje de Algirós, cerca de Benimaclet. Una tarde convenció a su carcelero Pascal para dar un paseo hasta la ciudad. Llegaron a la orilla izquierda del rio, según este fluía hacia al mar. Enfrente tenía las Torres de Serrans y Quimet podía distinguir con claridad la fachada de la casa en la calle Blanquería en donde estaba el taller de su suegro Gaspar. Pero el rudo Pascal no le dejó seguir más adelante, obligándole a regresar a la guarnición, bajo la amenaza de informar a los militares por su interés en visitar a parientes suyos.

Fue la ocasión en la que más cerca estuvo de enviar un men-saje de esperanza a su familia. A la mañana siguiente el ejército partió hacia el norte en una campaña militar de tres años que les llevaría a combatir en toda Europa por la causa de Felipe V. La primera ciudad en caer en manos de los borbones fue Tortosa. El 25 de Enero de 1711 D’Asfeld conseguía capitular Gerona, camino del sur de Francia en dónde el mariscal consi-guió el mando del condado de Niza y Provença.

Dos años más tarde, el 7 de Enero de 1713, regresaron a Gerona con la misión de obligar al ejército aliado a levantar el sitio al que habían sometido a la ciudad. En el verano de 1713, participó con éxito en varias batallas en Espira, Kaiserlauten, Worms y Landau, todas ellas en territorio alemán. Allí estuvo Quimet a las órdenes del inconmovible Pascal, reparando toda clase de vehículos con los que la tropa transportaba avitualla-miento, armamento, y munición.

Gaspar encontró un modo fiable de conocer las andanzas de D’Asfeld y su ejército. El mariscal francés era considerado un héroe en la corte castellana, en dónde regularmente ensalzaban sus triunfos mediante la publicación de reseñas en la Gaceta de

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Madrid. Gaspar se procuró la amistad de uno de los Intenden-tes para los que trabajaba en Valencia, fingiendo una devoción al rey borbón y a las hazañas de sus generales. Cada mes acudía a su casa a leer las noticias que publicaba la Gaceta de Madrid sobre D’Asfeld. Incluso se atrevió a pedirle al Intendente los ejemplares de meses anteriores para poderlos leer en su casa. De esta forma pudo reconstruir los periplos militares del caballero D’Asfeld y contárselo por carta a su hija María, que recibía cada correo como un soplo de esperanza.

Padre e hija compartían de esta forma la confianza en que Quimet estaba con vida. Justificaban la ausencia de malas noti-cias en la lejanía del escenario en el que se conjuraban situar a Quimet. Teresa también creía en el milagro y así se lo contaba a Tomás que, por medio de los garabatos que solo entendía Júlia, expresaba su convicción de que Quimet regresaría un día a Ontinyent.

Martí Serradell también leía los ejemplares de la Gaceta en casa de Gaspar. Gracias a ello, pudo conocer que el 18 de febrero de 1713, fallecía el Duque de Borgoña, heredero a la corona de Francia y hermano mayor de Felipe V. Al mes siguiente fallecía el hijo del duque, el también duque de Bre-taña. Los repentinos óbitos de su hermano y de su sobrino convertían al rey de España en heredero a la corona de Fran-cia, paradójicamente aquello que con tanto empeño trató de evitar en su testamento su tío abuelo, el difunto rey Carlos II de España. Pero en ese momento, Felipe V no quiso ser rey de Francia porque prefirió seguir reinado en España, ante el estupor de su abuelo Luis XIV. La desidia de su nieto, empujó al rey Sol a negociar en secreto con Inglaterra los términos de un pacto que pusiera fin a una guerra que ahora ya no tenía sentido para él.

Releyendo los ejemplares atrasados, Martin Serradell se en-teró de que el 17 de abril de 1711 fallecía en Viena José I, el hermano mayor del archiduque Carlos, que no dudó en asu-mir la corona imperial con el nombre de Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico. Desde Madrid aseguraban que

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“El Pretendiente” había abandonado España, renunciando de manera definitiva a disputar la corona que ceñía Felipe V.

Dos muertes en lugares distantes de España, habían diluido los ardores bélicos que tanto dolor habían causado entre los españoles desde el año 1700. Esas muertes solucionaron el pro-blema de la sucesión a la corona. Carlos III de España, renun-ciaba a su pretendido linaje español, escogiendo ceñir la corona de Emperador como Carlos VI del Sacro Imperio. Y el que pudo reinar en Francia como Felipe VII, al esfumársele el rival austriaco, prefirió gobernar España con autoridad absoluta.

—Entonces, ¿Por qué no acaba la guerra ya?, —preguntó confuso Gaspar cuando Martí Serradell le contó el abandono del Archiduque Carlos—.

—Según dice aquí en la Gaceta, es porque los catalanes con-tinúan desafiando la autoridad del rey borbón.

—¿Y por qué rey luchan ahora esos obstinados catalanes?,—Por ellos mismos. Aceptarían a Felipe de buena gana, pero

siempre que el rey borbón respete sus privilegios. No quieren para ellos un Decreto de Nueva Planta como el que les ha sido impuesto a valencianos y aragoneses.

***

El 13 de Julio de 1712, los embajadores de Felipe V habían firmado el tratado de Utrech en nombre del reino de España. Era el fin de la guerra iniciada en 1700 por la disputa de la co-rona de española. Renunciando Felipe V a la corona de Francia, ya no se corría el riesgo de concentrar en una misma autoridad tan vasto territorio, incluyendo las Indias. Francia estaba agotada económicamente y España ya tenía rey que ciñera corona sin contienda. Inglaterra vio la oportunidad de apartarse del con-flicto, dando la espalda a sus aliados austriacos y holandeses. A cambio exigió a España valiosas plazas sobre las que ejercer su indisputable soberanía. Gibraltar y Menorca fueron su trofeo.

Las noticias sobre el tratado de paz firmado en Utrech llega-ban puntual y cabales a los regimientos de D’Asfeld. Quimet

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supo del acuerdo y se hizo ilusiones con el cese del conflicto, soñando con una pronta licencia a su reclutamiento forzoso. Pero los meses pasaban y el final de su movilización no llegaba.

—Si es cierto que se ha firmado la paz, no entiendo por-que continuamos luchando, —dijo Quimet a Pascal, durante la caminata que les llevaba desde Girona a Barcelona en una calurosa tarde del mes de Agosto de 1713—.

—La guerra en Europa ha acabado, pero no en España, — respondió Pascal que sabía más de lo que aparentaba—. Esos obstinados catalanes se resisten a reconocer a Felipe como rey de España. Dicen que la paz se hubiera podido firmar mucho antes, pero Inglaterra, por el empecinamiento de su reina Ana, imponía como condición que se respetaran los privilegios a los catalanes.

—¿Y no ha sido así?, —preguntó Quimet—.—En absoluto. Felipe no quiere más leyes que las que rigen

en Castilla. Así os lo impuso a los valencianos, ¿recuerdas?También al reino de Aragón. Se de buena tinta que el rey

Felipe ordenó a sus embajadores que no dieran oídos a ningún pacto encaminado a que se conserven a los catalanes sus preten-didos fueros. La reina Ana de Inglaterra está enferma y los bri-tánicos han cedido, pues ya llevan buen botín en este convenio.

—¿Y ahora que va a pasar?, preguntó Quimet asombrado por la cantidad de cosas que sabía Pascal—.

—Lo de siempre. Si las palabras no sirven, se impondrán los cañones. Me ha dicho el mariscal que vamos a Barcelona a reducirla por la fuerza. El rey Felipe se ha hartado de tanta deslealtad. El rey no se cansa de afirmar que España será una, o no será.

—No he estado nunca en Barcelona, —dijo Quimet—.—Es una lástima que vayamos de guerra, porque es una ciu-

dad muy bonita.En el mes de septiembre, el ejército de D’Asfeld se unió con

el de Berwick. El rey Felipe apostaba fuerte para acabar con la última resistencia peninsular a su monarquía absoluta. Para conseguirlo iba a emplear a los generales triunfadores de la ba-

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talla de Almansa, los que sometieron al reino de Valencia. De nuevo juntos, los prestigiosos militares iniciaron un implacable sitio a Barcelona.

Mientras el cerco aislaba mes a mes a la ciudad, Felipe V no descuidaba las gestiones diplomáticas, cosechando adhesio-nes a la paz. En marzo de 1714 fue el Imperio Austriaco el que se incorporaba al tratado sin obtener a cambio un mínimo compromiso para que el rey español respetara las leyes e ins-tituciones catalanas. Felipe fabricaba argumentos con los que justificar su negativa para no otorgar ningún tipo de concesión a los catalanes. La Gaceta de Madrid se encargaba de divulgar este argumentario. En el Periódico, Gaspar y Martí Serradell leyeron la carta que Felipe V envió a su abuelo el rey de Francia:

“No es por odio ni por sentimiento de venganza por lo que siem-pre me he negado a la restitución de los privilegios a los catalanes, sino porque significaría anular mi autoridad y exponerme a re-vueltas continuas, hacer revivir lo que su rebelión ha extinguido y que tantas veces experimentaron los reyes, mis predecesores, que quedaron debilitados a causa de semejantes rebeliones que habían usurpado su autoridad. Si el Pretendiente, el Archiduque Carlos, se ha comprometido en favor de los catalanes y los mallorquines, ha hecho mal y, en todo caso, debe conformarse del mismo modo que lo ha hecho la reina Ana de Inglaterra, juzgando que sus compromi-sos ya se veían satisfechos con la promesa que he hecho de conservar a los catalanes, los mismos privilegios que a mis fieles castellanos.”

—El rey parece decidido a someter a los catalanes a cual-quier precio, —dijo Martí Serradell—.

—Si esa es su firme voluntad, quiera dios o el diablo que lo consiga cuanto antes, —respondió Gaspar—. Mi yerno está preso con D’Asfeld. Tan pronto acabe la guerra volverá. Estoy seguro.

***

Pascal y Quimet llevaban ya en Barcelona diez meses en las afueras del Portal Nou en dónde estaba instalado el taller de

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reparación que mantenía a punto las maquinas de guerra de los soldados de D’Asfeld. Desde la explanada veían como la tropa hostigaba a diario las murallas del castillo de Montjuic, mientras mantenían férreamente el cerco de manera que, ni personas ni mercancías pudieran llegar al interior del castillo. Era la forma acostumbrada para ejecutar el sitio, provocando un grave desabastecimiento que mermara la resistencia de los sitiados. La actividad militar era por tanto pasiva, una aburrida espera que solo se animaba cuando los soldados apresaban a alguna persona que trataba de romper el cerco desde dentro o a alguna patrulla que, venida de las comarcas limítrofes, intenta-ba socorrer a los sitiados burlando el bloqueo.

Los prisioneros capturados, eran encadenados y expuestos a la vista de los moradores del castillo para escarmiento de los resistentes. Si eran mujeres las llevaban al burdel de la tropa, para ser forzadas por los soldados del regimiento. Cada ma-ñana las paseaban encadenadas y semidesnudas por delante de las murallas para desmoralizar a los sitiados. Quimet aborrecía estas repugnantes acciones. Cuando veía a esas pobres desdi-chadas, abandonadas a merced de la brutalidad de los soldados, no podía evitar pensar en la suerte que estarían corriendo su esposa y su hija, víctimas indefensas de una guerra en la que no habían escogido participar. Júlia pronto cumpliría catorce años y ya sería toda una mujer. María tenía treinta y siete. Llevaba siete años sin verlas y la añoranza le consumía amargamente. El llanto en soledad no pasaba desapercibido para Pascal.

—No me parece bien lo que hacen los soldados con esas pobres mujeres –dijo Pascal, adivinando el pensamiento de Quimet—. Yo tuve mujer hace tiempo y no me gustaría que le ocurriera algo así. Tú temes lo mismo con tus mujeres, ¿no es así?

Quimet fingió inútilmente no saber de que estaba hablan-do el francés, pero el rostro desfigurado y los ojos vidriosos le traicionaron. El secreto que creía haber ocultado durante siete años, era un hecho conocido para el francés. Pascal sabía que tenía esposa e hija. No supo que decirle.

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—No te preocupes amigo Quimet, —le dijo ante el descon-cierto del de Ontinyent—. Nadie sabe nada de María ni de Jú-lia. Yo te he escuchado algunas noches pronunciar sus nombres en sueños. Debes quererlas mucho para añorarlas tanto.

—Las quiero más que a mi vida misma, —se atrevió a res-ponder Quimet—. Solo por ellas soporto este cautiverio. La es-peranza de volver a verlas sanas y salvas es lo que me mantiene con vida.

—Haces bien amigo. La vida es un puñado de anhelos e ilusiones que todos llevamos en los bolsillos y que vamos con-sumiendo poco a poco con la esperanza de que nos den la feli-cidad. Te prometo que esta batalla será la última de tu guerra. Cuando se rindan esos obstinados catalanes, te podrás marchar a tu casa para estar con tu María y con tu Júlia.

El 12 de Agosto de 1714, veinte mil soldados franceses lle-garon a Barcelona con el propósito de acabar con la resistencia catalana. El mariscal Duque de Berwick ordenó a la artillería que bombardeara con insistencia los baluartes del Portal Nou y de Santa Clara. Tras veinte días lloviendo bombas sin cesar, la resistencia se había desgastado. En los primeros días de sep-tiembre Berwick hizo la primera propuesta de capitulación. Los sitiados respondieron que solo se rendirían si eran respetados los fueros. El mariscal se negó y ordenó recrudecer el bombar-deo que logró abrir siete brechas en la muralla. Los defensores contraatacaron encorajinados pero sin lograr que los franceses retrocedieran. Berwick dio un ultimátum: seis horas para de-cidir la rendición; si no se producía, los pasarían a cuchillo. Sin hombres que empuñaran armas suficientes, los combates cesaron el 11 de septiembre de 1714. Al día siguiente los Tres Comuns de Cataluña rindieron la ciudad a Felipe V. La guerra había terminado en la península ibérica.

***

Tras la capitulación de Barcelona, Pascal se enteró de que había más de ochenta prisioneros que debían ser trasladados a

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Valencia. Habló con el sargento encargado del transporte para convencerle de la utilidad de llevar en la expedición a un car-pintero que se encargara del mantenimiento de los carruajes.

—Esta noche parte hacia Valencia una caravana con prisio-neros de guerra. Te vas con ellos, amigo Quimet, —dijo Pas-cal—.

—¿Cómo prisionero o como carpintero?, —preguntó Qui-met—.

—Como hombre libre. Tan pronto como pises el reino de Valencia lo serás. Lo dice este papel, —dijo Pascal entregándole un oficio con el sello de la comandancia—. Léelo.

“Quimet Pons, carpintero, natural y vecino de Ontinyent, tras haber cumplido a satisfacción de este mando militar las obligacio-nes de su reclutamiento en el ejército de su majestad el rey Felipe V, queda licenciado del servicio de armas y otros oficios, con sal-voconducto de camino y tasas para regresar hasta Valencia y hasta Ontinyent. Y para que este despacho sea observado plenamente, lo firmo en Barcelona a 21 de septiembre de 1714. Firmado Claude François Bidal, marqués D’Asfeld.”

Un abrazo emocionado e interminable puso fin a la relación forzosa y sin embargo amigable, que Pascal y Quimet habían mantenido durante los últimos siete largos años. Al anochecer la caravana de prisioneros se pondría en marcha rumbo al sur, en busca de la merecida libertad con la que Quimet había soña-do todos y cada uno de los días que había durado su cautiverio. El mismo hombre que se la arrebató, ahora se la devolvía, sin que le hubiera vuelto a ver desde que le arrancó de su queri-do Ontinyent, aquel malhadado 27 de abril de 1707. Quimet nunca supo cómo Pascal había conseguido el salvoconducto.

—Llévate esto, —dijo Pascal antes de despedirse—. Lo en-contré cerca de una Iglesia cuando estuvimos en la Provença. He pensado que lucirá bien en tu magnifica Torre Campanario. Considéralo un recuerdo de nuestra amistad.

—¿Qué es?, —preguntó impaciente Quimet mientras des-enfardaba el objeto—

—Un “cymbale”, —respondió Pascal—.

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—¿Qué es un cymbale?, —replicó Quimet—.—En francés llamamos cymbale a una pequeña campana

como esta, —dijo Pascal que había esperado a responder hasta que Quimet tuvo a la vista el objeto de bronce—. Tiene un so-nido muy agudo y si la colocas en un lugar alto, sus repiques se escucharán desde muy lejos. Le falta el contrapeso de madera, pero no te será difícil construirle uno a medida.

Quimet levantó por el asa la ligera campana de un tamaño no más grande que el de un buen melón, golpeando suavemen-te el badajo sobre la boca. La campana devolvió un brillante tañido, agudo como el canto de un mirlo. Quimet probó a golpear alternativamente el badajo a izquierda y derecha de la boca, simulando un repique por volteo.

—Creo que este bronce merece estar en lo alto de mi Torre, —dijo Quimet—. ¿Cómo has dicho que se llama?

—Cymbale, —respondió Pascal—.—El nombre es demasiado francés. Si va a estar en una torre

valenciana, le llamaré “ximbolét”.Quimet envolvió la pequeña campana con extremo cuidado

para evitar que un golpe fortuito durante el viaje la estropeara. Con un último abrazo se despidió de su amigo Pascal. “acuérda-te de mí cuando repique el ximbolet en tu Torre”, —dijo el francés gritando mientras Quimet abandonada Barcelona camino de Ontinyent—.

Al poco de partir, un sargento de la compañía que custo-diaba a los presos ordenó que se vigilara especialmente a los prisioneros que iban en el carro de los oficiales, pues allí viajaba un tal Basset, general valenciano del ejército del archiduque Carlos. Quimet, que mal dormitaba sentando en el tercer ca-rro, oyó el nombre. Cuando se hizo de día, sintió curiosidad y fue retrasando su posición distraídamente para colocarse a la altura del carro en dónde viajaba Basset. No le conocía, pero lo distinguió de inmediato de entre los ocho presos que ocupaban el carromato.

—¿Eres tú el general Joan Baptista Basset?, —preguntó Qui-met acompasando su paso al del carro—.

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Basset lo miró con los ojos cansados, sin mostrar ningún tipo de interés. No le respondió. Quimet no quiso insistir. Sin duda el general estaba hundido, sin ganas de hablar con el pri-mer desconocido que le dirigiese la palabra. Quimet hubiera podido presentarse, decir quién era y de dónde provenía. Ello habría facilitado la conversación, pero eran muchos los oídos a la escucha y Quimet temía que la confidencia comprometiera su libertad. Prefirió caminar un rato a su lado en silencio, re-cordando quien fue, en otros tiempos, el personaje abatido y humillado que viajaba en el carromato.

Basset había sido el aclamado general del Archiduque Car-los, defensor de la supresión de los derechos señoriales, paladín de la revuelta de los campesinos valencianos y jefe de maulets. Fue virrey de Valencia hasta que el propio Carlos III le destituyó para poder restaurar los derogados impuestos. Pagó con prisión su excesivo liberalismo, precisamente en cárceles guardadas por los mismos que él había defendido. Cuando fueron necesarios más soldados para continuar con la guerra, Basset fue rehabi-litado y puesto en libertad para ser finalmente derrotado en Barcelona y acabar encadenado camino de la cárcel de Alicante. Sin duda una agitada vida llena de contrastes. La crudeza del despiadado destino no conocía de rangos ni dignidades.

La caravana pasaba por todas las poblaciones y se detenía a propósito en las más importantes para que todo el mundo contemplara a los militares presos, presentados como botín de guerra, el triste resultado final de la obstinada resistencia de los catalanes. Así lo hicieron en Tortosa, Benicarló, Castellón, Vi-llareal, Sagunto y Valencia. Al llegar a la capital Quimet estuvo tentado de utilizar su libertad para visitar a su suegro Gaspar. Pero se enteró de que la caravana abandonaba la costa y seguía camino hacia Alicante por la ruta interior, más corta y directa. Querían pasar por Xátiva para exhibir a Basset como trofeo. Después seguirían hacia Villena pasando por Ontinyent, lo que le dejaba en casa.

Nadie de los que le acompañaban sabía que era de Ontin-yent y Quimet, aun temeroso de que pudiera sucederle cual-

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quier contratiempo, se había propuesto mantener el secreto hasta el final. Por eso abandonó la caravana en Aielo de Malfe-rit. Dijo al sargento que ese era su pueblo –mintió— y que allí terminaba su viaje. Prisioneros y soldados siguieron el camino y cruzaron Ontinyent sin detenerse. Quimet les seguía a pruden-te distancia. Vadeo el rio Clariano por el paraje de la baronía y tras ascender una pequeña cuesta, pudo ver por primera vez en siete años el imponente mechón de piedra de la Torre Campa-nario de la Iglesia de la Asunción de Santa María que sobresalía esplendorosa por encima de todos los demás edificios de la ciu-dad. La imagen puso lágrimas en sus ojos y fuego a sus piernas. Quería llegar cuanto antes. Pero refrenó el impulso. Ignoraba lo que se iba a encontrar en su amado Ontinyent. Seguramente habría nuevas autoridades y desconocía su talante. Desde la le-janía podía ver que la Torre estaba igual que cuando se fue, con la techumbre de tablones que él mismo colocó. Nadie había puesto ni un solo ladrillo más. No era un buen presagio. Optó por esconder la campana de Pascal hasta que pudiera conocer el vivir de la ciudad. En las inmediaciones de la ermita de Sant Vicent excavó un agujero y enterró la campana Ximbolet cerca del tronco de un algarrobo centenario.

Reanudó al camino hacia Ontinyent, optando por merodear en las afueras para tratar de averiguar cuál era la situación en la ciudad. Habló con dos vecinos que de inmediato le recono-cieron.

—El primer Corregidor estaba loco, —le contaron los veci-nos—. Le dio una paliza a Tomás el Contador que le dejó inva-lido. María, Júlia y Teresa viven juntas y están bien. El Corre-gidor loco se marchó hace un año. Ahora tenemos otro, menos violento, pero que tampoco se aparta de los dictados del Rey. Hace más de siete años que la Torre está proscrita y ni un solo real se ha invertido en ella, a pesar de que bien que nos cobran a nosotros la Sisa que va a parar al beneficio exclusivo del Rey.

Quimet agradeció la información. Reflexionó un instante, superó los temores y decidió que lo mejor era presentarse al corregidor. Tenía una licencia del ejército borbón al que había

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servido durante siete años. Regresaba a Ontinyent como hom-bre libre. No tenía nada que temer. Tampoco tenía que escon-derse de nadie. Fue directo al Cabildo en busca de la autoridad municipal, como un vecino libre que regresaba a su casa con las deudas saldadas. En el camino varios paisanos le saludaban, dispuestos a acompañarle. Pronto se formó una nutrida comi-tiva. Alguien se escurrió hasta la calle Cordellat para avisar a María del regreso de su esposo.

Quimet entregó el papel que acreditaba su licencia al al-guacil que guardaba la puerta del Cabildo. La algarabía de la gente que esperaba en la plaza, alertó al corregidor que salió a la calle para ver qué es lo que ocurría. De pie, a la puerta del consistorio, examinó de arriba abajo a Quimet Pons, el último Jurat en Cap de la Villa de Ontinyent. Leyó la licencia firmada por D’Asfeld, al que solo conocía por lo que de él le hablaron los vecinos. Le hizo varias preguntas sobre Barcelona, su últi-mo destino. Quimet le respondió paciente, con ánimo de no desagradarle, disimulando lo mejor que podía la ansiedad que lo corroía por terminar cuanto antes la entrevista y poder ir a abrazar a sus mujeres.

No fue necesario esperar. La pequeña multitud que rodeaba la charla de los dos hombres, rompió en una exclamación al ver como bajaban corriendo por la cuesta de la Bola, las dos mujeres que Quimet ansiaba ver desde hacía siete largos años. La gente abrió pasillo a la alocada carrera de María y de Júlia que las condujo a un interminable y apasionado abrazo con Quimet, repleto de besos, caricias y lágrimas de alegría, de-rramadas ante los ojos emocionados de todos los presentes. El corregidor, contagiado del éxtasis colectivo, se retiró al interior del Cabildo. No quería ser un estorbo en el feliz reencuentro de una familia que había sido separada por una guerra que ya había terminado.

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Desde la lejanía podía ver que la Torre estaba igual que cuando se fue, con la techum-bre de tablones que él mismo colocó. Nadie había puesto ni un solo ladrillo más. No era un buen presagio.

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Capítulo 64 La Subasta del Remate de la Torre

El sol de marzo calentaba la tarde y la templanza de la pri-mavera se imponía triunfadora a la crudeza del invierno.

Padre e hija recorrían el cementerio de Ontinyent, visitando las tumbas de los muchos conocidos que allí descansaban por siempre. Pequeñas lápidas, algunas de mármol, las más de la-drillo pulido, les recordaban los nombres de los difuntos. Josep Pascual, fallecido a los cincuenta y tres años. Casi a su lado, Albert Luch, fallecido un año más tarde con cincuenta y dos. En el pasillo de al lado yacían juntos, Melchor el sacristán y su esposa Águeda, fallecidos con más de sesenta años de edad. Al abrigo de una tapia resguardada del viento del norte estaba la tumba de Vicent Albuixech, asesinado a los cincuenta y cinco años por el cruel cardenal Belluga. Quimet recordaba amarga-mente el momento en que un disparo de mosquete a bocajarro, acabó con la vida de pobre Jurat en Cap. En la misma tumba se enterró a su esposa Pura, veinte años después.

—Mira, aquí está mi socio Joan Conca, —dijo Quimet a su hija Júlia—. Fue un hombre honrado que me enseñó el oficio de carpintero.

—¿Dónde está la tumba de tu tío Bernat?, —preguntó Júlia—.—Mi tío Bernat fue enterrado en la cripta de la Iglesia.

Cuando falleció, yo era apenas un niño. Debió ser persona im-

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portante pues así lo decidió el plebán Llorenç Civera que tam-bién está enterrado allí.

—¿Y la tumba de tu madre?—No sé dónde está. Nunca supe dónde la enterraron. La

pobre Elena, mi madre, era prostituta y nadie se ocupó de in-humarla cristianamente.

Quimet y Júlia continuaron su paseo por entre las estrechas calles que formaban los numerosos enterramientos. En una es-quina soleada, había dos tumbas muy juntas. No tenían lápida al uso. En su lugar, un sillar de piedra escuadrada, exactamente igual a los que estaban colocados en el cuerpo noble de la Torre Campanario, unía la cabecera de las dos sepulturas con una inscripción que recordaba a los que allí descansaban: “Tomás – Teresa – Campanar”. Los dos fallecieron en 1716. Tomás por la embolia causada tras la salvaje agresión del corregidor. Teresa de pura pena, tan solo tres meses después. Quimet cinceló en la piedra con tres palabras, los nombres que recordaban al Conta-dor, a su esposa y a la pasión que dominó sus vidas.

—Al abuelo Gaspar le hubiera gustado descansar aquí, junto a su compañero Tomás. Por lo que me has contado, debieron ser muy buenos amigos.

—Sin duda lo eran. Tu abuelo quería ser enterrado en On-tinyent, pero la muerte le llegó de repente. Los huesos de Gas-par están en el cementerio del Cabañal, cerca de la playa de la Malvarrosa.

—Vamos a llevarle las flores a Madre, —dijo Júlia—.Quimet y Júlia recorrieron la calle que conducía a la parte

más nueva del cementerio. A la sombra de un olivo centenario, una lápida de tonos rosáceos identificaba los restos mortales que allí yacían: ”María, mi esposa, mi madre, 1677—1740”.

Quimet no podía reprimir el llanto cada vez que visitaba la tumba de su esposa a pesar de que ya habían pasado cuatro años desde que una epidemia de tifus se la llevara por delante, sin que médico alguno pudiera hacer nada por evitarlo. María tenía entonces sesenta y tres años. Quimet se sentó al lado de la tumba para recordar en silencio los intensos años de felicidad

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vividos con su amada esposa. Júlia le acompañaba callada. Eran las dos únicas cosas que le quedaban a Quimet en su vida: su hija Júlia y el recuerdo de su esposa María.

—Sabes que no me importa que vengas a ver a Madre, tan-tas veces como desees, –dijo Júlia preparando una conversación que pretendía fuese más larga—. Pero no puedes reducir tu vida a reconfortarte con su recuerdo.

—Ya no me queda nada más, excepto tú, —respondió Qui-met con desgana—.

Júlia deseaba rebatir a su padre, pero sabía que una discusión con él no le llevaría a sitio alguno. La ternura sería mejor aliada para alcanzar su propósito.

—Mira lo que encontré el otro día rebuscando entre los pa-peles del tío Tomás, —dijo Júlia mientras le entregaba una vieja hoja de papel doblada en tres partes—.

Quimet la tomó desdoblándola sin interés. Al abrirla, un brillo destelló en sus pupilas. La primera vez que vio ese papel tenía diez años. Los recuerdos iluminaron su cerebro. Era el día de la Purísima y estaba en casa del Jurat Vicent Albuixech. Le acompañaba Tomás, Gaspar y el Plebán Llorenç Civera. Ese día, él fue el encargado de desdoblar ese mismo papel y mostrar su contenido a todos los presentes. El recuerdo fue tan pode-roso que, sin darse cuenta Quimet recitó las mismas palabras que pronunció entonces: “No es una mazorca. Es una Torre, es un Campanario como el que mató a mi tío Bernat,… bueno…, creo que este es más grande”. Júlia escuchó absorta las palabras de su padre, que resonaron en el aire compitiendo con la paz del cementerio.

—Este también es un bonito recuerdo en el que puedes re-crearte, —dijo Júlia sin desperdiciar la ocasión para llevar a su padre a dónde pretendía—. El tío Tomás me contó que fuiste tú el encargado de enseñar la Torre a los vecinos de Ontinyent, cuando el campanario era tan solo era un dibujo en la cabeza del abuelo Gaspar. ¿Has visto la Torre ahora? ¿Se parece a esta del dibujo?

Quimet agachó la cabeza y no respondió. Su hija insistió.

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En una esquina soleada, había dos tumbas muy juntas. No tenían lápida al uso. En su lugar, un sillar de piedra escuadrada, exactamente igual a los que estaban colocados en el cuerpo noble de la Torre Campanario, unía la cabecera de las dos sepulturas con una inscripción que recordaba a los que allí descansaban: “Tomás – Teresa – Campanar”.

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—¿Es así como la proyectó mi abuelo? ¿No presumíais todos de que iba a ser la Torre Campanario más alta del Reino de Va-lencia? Yo no veo nada de especial en una Torre chata, con un tejado plano de tablones de madera podrida.

—Ya no existe el Reino de Valencia, ¿no lo sabías?, — res-pondió Quimet al ataque de su hija—. La maldita guerra se lo llevó por delante, a él y a nuestro albedrio para administrar las cosas del Común.

—Es cierto pero de eso hace mucho tiempo. Las cosas pue-den cambiar.

—¿Y quién las va a cambiar? Ya no queda en Ontinyent na-die de aquella época. ¿No has visto sus tumbas? Ni siquiera tu madre ha sobrevivido. Han pasado muchos años. ¿Treinta? ¿Cuarenta?

—Estamos en 1744. Treinta y siete años lleva esa Torre sin que nadie le encaje un mísero ladrillo. El tío Tomás me contó que yo tenía siete años cuando te llevaron preso. Tú fuiste el úl-timo que trabajó en la Torre para colocar la deslucida techum-bre que, a duras penas la protege del sol y de la lluvia.

—No insistas hija mía. Ya no queda nadie de los que em-prendieron su construcción. La Iglesia ya tiene sus campanas y los fieles se dan por satisfechos. Para muchos, la Torre está bien, tal y como está.

—Pero tú sabes que lo que ahora tenemos en una burda caricatura de lo proyectado.

—¿Y a quién le importa eso ahora?—A los que trabajaron con ilusión para levantarla. A todos

los muertos que están aquí. A los que pagaron sus impuestos para presumir orgullosos de tener una esplendida Torre Cam-panario. No puedes quedarte cruzado de brazos.

—La gente de ahora no tiene los mismos sentimientos. Y los muertos ya no están y no pueden ayudar.

—Tampoco están los que estorbaron, todos aquellos que durante treinta y siete años impidieron acabar nuestra Torre. El rey Felipe V ya no es nadie, el pretendiente Carlos ha muerto. También el rey de Francia, Belluga, Basset, García Dávila, tu

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carcelero D’Asfeld. Los enemigos de la Torre ya no están, pa-dre. El destino ha apartado del camino a todos y cada uno de los obstáculos que en su día entorpecieron.

Quimet escuchaba con atención las encorajinadas pala-bras de su hija. Nunca pensó que a sus sesenta y cinco años volvería a sentir algo de inquietud. Su hija Júlia la estaba despertando a los pies de la tumba de su amada esposa. La mujer insistió.

—Estás en deuda con tus amigos. Esa Torre no puede pasar a la historia como el símbolo de la ilusión frustrada de todo un pueblo. Ahora que estás aquí, dile a Madre que no vas a hacer nada para evitarlo. Estoy segura de que no serás capaz.

Quimet estaba abrumado con las hirientes pero atinadas pa-labras de su hija que todavía no había terminado su sermón.

—Si no vas a hacer nada, díselo también a todos tus amigos cuando nos vayamos al pasar por delante de sus tumbas.

—Ya no tengo las fuerzas de entonces hija mía, —respondió Quimet derrumbado—. Las pocas que me quedaban se desva-necieron hace cuatro años con la muerte de tu Madre.

—Pero yo estoy aquí, a tu lado. Con mi apoyo y con el recuerdo de Madre volverás a ser fuerte. Esa Torre es tu vida y acabarla tu más sagrada obligación. Madre y todos tus amigos te lo piden. Se lo debes a la historia de Ontinyent.

Las palabras de Júlia hicieron que Quimet se derrumbara, llorando como un niño, apoyado en los hombros de su hija.

—¿Como lo haremos, hija mía?, —acertó, rendido, a pre-guntar Quimet—.

—Está todo aquí, —respondió Júlia—. El abuelo Gaspar lo dibujó en este papel. Solo tenemos que encontrar al Arquitecto que escriba como se tiene que construir.

—¿Y el dinero para pagar la obra? En eso Tomás era un maestro.

—Pues copiaremos de lo que hizo el tío Tomás hace cin-cuenta años.

Padre e hija salieron abrazados del cementerio, alimentando la nueva ilusión que crecía en sus corazones. Quimet no sabía

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por dónde empezar pero confiaba en su dispuesta hija Júlia, una mujer de cuarenta y cuatro años, en la madurez de su vida, poseedora de la determinación, inteligencia y belleza de su ma-dre, a pesar de lo cual no había encontrado todavía al hombre con el que compartir su existencia.

—Vamos a coger una azada. Tenemos que hacer un hoyo, —dijo de repente Quimet ante el desconcierto de Júlia—.

Con la azada al hombro, caminaron hasta la ermita de Sant Vicent. Quimet apoyó su espalda en el inmenso tronco del al-garrobo centenario y contó doce pasos en dirección al pico del Benicadell. Allí comenzó a cavar con rítmicos golpes de azada. Al cuarto de hora Júlia relevó a su padre.

—Cava con suavidad, —dijo Quimet—. No quiero que se estropee lo que hay ahí debajo.

El padre sustituyó a su hija, poco antes de que la azada tro-pezara con algo duro y metálico. Quimet dejó de utilizar la herramienta y en su lugar empleó las manos para desenterrar lo que andaba buscando. Envuelta en una arpillera desgastada, apareció una campana del tamaño de un melón. Entre los dos le quitaron la tierra y la suciedad acumulada en los treinta años que había permanecido enterrada. Quimet la levantó por las asas, invitando a Júlia a que golpeara el pequeño badajo. Al instante, la campana devolvió el tintineo agudo que penetraba estridente en los oídos de Júlia.

—Me la regaló Pascal, el carpintero francés con el que pasé la guerra. Es pequeña pero tiene buen sonido. Él dijo que era un cymbale, pero yo la llamo “Ximbolet”.

—Ximbolet, —dijo Júlia—. Me gusta el nombre y me gusta como suena. La colocaremos en la Torre. Será la hermana pe-queña, la traviesa campana que repica la primera en los volteos, arrastrando frenéticamente a sus compañeras. Esta campana será el símbolo del resurgir de nuestra Torre. ¿Por qué la has tenido tanto tiempo oculta, Padre?

—No lo sé. No veía el momento de sacarla a la luz. Quizás estaba esperando a que alguien como tú me metiera la ilusión en el cuerpo y me ayudara a desenterrarla.

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—Tenía pensado viajar pasado mañana a Valencia. Me han hablado de un fraile carmelita que es también arquitecto y maestro de obras.

—¿Un fraile maestro de obras?, —preguntó incrédulo Qui-met—.

—Y muy bueno, según dicen. Se llama José Alberto Pina. Es aragonés y son muchas las obras que proyecta y dirige. ¿Recuerdas a Martí Serradell? Pues todavía vive. Me he car-teado con él durante los últimos meses. Él me ha hablado de las cualidades de fray José Alberto. Me cuenta que ha traba-jado en Zaragoza, Huesca y Navarra. Ahora está en Valencia ocupándose de la dirección de obras en iglesias y conventos en Villareal, Oliva y Xátiva. Si acepta, voy a contratarle para que redacte la memoria del remate de la Torre, tal y como la dibujó el abuelo Gaspar.

—Y querrás que te acompañe, ¿no es así?—Nada me haría más feliz en estos momentos, aunque via-

jaré a Valencia tanto si me acompañas como si no.—Eres decidida y testaruda como tu Madre. Como será im-

posible hacerte cambiar de opinión, más me valdrá acompañar-te a visitar a ese fraile maestro de obras.

Pocos fueron los preparativos necesarios para el viaje. Lo más importante del equipaje, el dibujo de Gaspar, lo llevaba Júlia. Ella misma había dibujado en papel diversas perspectivas de la Torre, tal y como se encontraba desde hacía treinta y siete años. No se le daba nada mal trazar bocetos y pensó que los bosquejos ayudarían a Fray José Alberto Pina a imaginar la obra. Al des-puntar el sábado 14 de marzo de 1744, la diligencia que trans-portaba a Quimet y a Júlia entraba en las cocheras del arenal de Ruzafa. Sin perder tiempo se trasladaron a la casa de Martí Serradell. Tenía setenta y cuatro años, privado de piernas, pero lucido como un adolescente. Los tres acudieron al convento del Carmen, situado muy cerca de la calle Blanquería, un extenso edificio en el que destacaba su torre campanario, también de planta cuadrangular, pero de más humildes dimensiones que la de Ontinyent. Alli les esperaba fray José Alberto.

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—Magnifica Torre la que estáis construyendo en Ontinyent, —dijo el fraile cuando vio los dibujos de Júlia—.

—En realidad hace muchos años que se detuvo su cons-trucción, —respondió Júlia dispuesta a llevar la iniciativa de la conversación—. Así está desde la guerra, como si le hubieran cortado la cabeza con un hacha. Y así es como quiso mi abuelo que fuera, —siguió diciendo Júlia mientras le mostraba al fraile el viejo dibujo de Gaspar—.

—Precioso remate, —valoró José Alberto—. Digno de una Torre tan esbelta. ¿Cuál es su altura?

—La Torre fue diseñada para alcanzar los setenta metros. Será la más alta del Reino de Valencia.

—Sin duda. No conozco construcción tan alta. Tampoco en Aragón ni en Castilla. Dicen que la Giralda de Sevilla es muy alta, pero no la he visto. ¿Qué es lo que queréis de mí?, —pre-guntó José Alberto—.

—Queremos que acabes la Torre, —le tuteó Júlia—. Del pro-yecto de mi abuelo solo tenemos este dibujo. Necesitamos que re-dactes los planos y la memoria del remate, según el diseño original.

—Me agrada el encargo. ¿Cuántos años tiene este boceto?—Mi abuelo lo dibujó en 1688. Tiene pues cincuenta y seis

años.—Nadie lo diría. Parece más contemporáneo. Su estilo, sin

duda resalta la esbeltez de la Torre. ¿Y dices que solo conservas este dibujo de tu abuelo?

—Si había planos, yo no los conozco. Los borbones des-truyeron todos los documentos de mi abuelo al incautarse del taller de la calle Blanquería. Necesitamos de la pericia de un arquitecto capaz de redactar los capítulos del pliego de condi-ciones. Queremos que el Cabildo de Ontinyent licite las obras y que la Torre se acabe de una vez por todas.

—Me place el encargo mujer, —respondió de repente fray José Alberto Pina, al que no le agradaba perderse en charlas—. ¿Para cuándo necesitas la memoria?

—Para tan pronto como la tengas terminada. ¿Cuánto dine-ro costará tu trabajo?

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—Soy un humilde fraile, pero también un requerido arqui-tecto. Estoy seguro de que encontraremos la manera de llegar a un acuerdo.

—Yo también estoy segura de que así será, —respondió Júlia estrechando la mano del fraile con naturalidad—.

Esa misma tarde, Quimet y Júlia emprendieron viaje de re-greso a Ontinyent, después de comer con el bueno de Martí Serradell.

—Tan pronto como lleguemos debemos hablar con el Jurat del Cabildo, —comentó Júlia durante el viaje—.

—Querrás decir con el Alcalde. La Nueva Planta quitó a Ju-rats y puso Alcaldes, como en Castilla. Joseph Segriá es ahora el alcalde por el estado general. Tiene ganas e iniciativas, pero su potestad está limitada. Ejecutar la memoria contratada al fraile requerirá de subasta al mejor postor, asistida por el abogado de la Villa y su Común. Tendríamos que asegurarnos de que las autoridades están de nuestra parte.

—No es mala persona el abogado del Común, Domingo Fita, —dijo Júlia—. ¿Sabías que hace algunos años me preten-dió?

—No sabía nada. Has tenido muchos rondadores, pero siempre te has reservado en contarme esas cosas.

—Yo hablaré con él. A mis cuarenta y cuatro años, aun pue-do persuadir a un hombre para que coma de mi mano, — dijo Júlia inflando el pecho y guiñando pícaramente el ojo a su pa-dre—.

—A tus cuarenta y cuatro años no has perdido ni un punto de la belleza que te regaló la vida. Y además heredaste toda la determinación de tu madre, —dijo Quimet besando a su hija en la mejilla—.

Júlia no tardó en hablar con Domingo Fita, el abogado y procurador de la Villa y del Común, un hombre de cuarenta años, educado y bien parecido. Le contó el viaje a Valencia, la entrevista con Fray Alberto Pina y su compromiso para redac-tar planos y memoria con los que ejecutar el remate de la Torre. Fita escuchaba atento, mostrando interés con las palabras de

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la mujer. Era fácil encariñarse con Júlia. Casi de inmediato re-nacieron en el abogado los pasados anhelos amorosos. Estaba dispuesto a complacerla en lo que pudiera ayudar y estuviera en su mano. Júlia se dio cuenta de la predisposición de Domingo y no desaprovechó la ocasión.

—En esa Torre se han enterrado cincuenta y cinco años de sa-crificios de toda la gente honrada de Ontinyent y sin embargo no lucen en proporción al esfuerzo realizado. Mi abuelo Gaspar la diseñó alta y esbelta, desafiando las leyes de la arquitectura. Pero las penurias de la guerra la han dejado a mitad camino de su esplen-dor. Debemos concluir la obra –dijo Júlia tomando intencionada-mente las manos de Domingo, mientras este se ruborizaba—. Se lo debemos a todos aquellos soñadores que colocaron las primeras piedras, a los que escalaron las primeras alturas, a los que constru-yeron el cuerpo noble y después el de campanas. Cuando la Torre comenzó a crecer, tú y yo ni siquiera habíamos nacido, pero ahora estamos aquí para continuar la obra. Somos la generación destina-da a concluir el trabajo de nuestros predecesores.

—Que es lo que quieres que haga, —dijo Domingo prepa-rado para aceptar cualquier solicitud de Júlia—.

—Quiero que me ayudes a que Ontinyent recupere el en-tusiasmo por la Torre. Tenemos que convencer al Cabildo para que licite las obras del remate.

—¿Y cómo conseguiremos el dinero necesario?, —preguntó Domingo dispuesto a secundar los planes de Júlia, que no de-jaba de tomarle las manos, tocarle los brazos o acercarle distraí-damente la cara, regalándole un rosario de gestos afectivos que nunca hasta entonces había recibido de la hija de Quimet—.

—De la misma forma que nuestros antepasados, —respon-dió Júlia—. Mi tío Tomás era un experto en estas cuestiones. Mi padre nos ayudará a averiguar como lo hizo. Para adjudicar el remate habrá subasta pública. Tu eres abogado y procurador. Podrás encargarte de redactar la parte jurídica de los capítulos técnicos de fray Alberto Pina. Hay que darle al Cabildo todo elaborado. Además eres amigo del alcalde Segriá y no te costará convencerle de que la Torre se tiene que terminar.

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—Aquí la que más sabe convencer eres tú, —dijo Domingo halagando a Júlia—. A mí ya me tienes reclutado y rendido para tu causa, —añadió adulador el letrado, mientras Júlia, con estudiado rubor, acercaba sus labios a la cara de Domingo y depositaba en su mejilla un beso de agradecimiento—.

—Entonces, ¿me ayudarás a cumplir el sueño de nuestros antepasados?, —preguntó Júlia solicitando un compromiso—

—Lo haré, —respondió Domingo Fita, devolviendo a los labios de Júlia, el beso recibido en la mejilla—.

A mediados de Agosto, una carta anunció a Júlia que Fray José Alberto Pina viajaría a Ontinyent con el propósito de vi-sitar la Torre. Tenía el proyecto bastante adelantado, pero ne-cesitaba conocer en qué estado habían quedado las obras ante-riores. Quimet, Júlia y Domingo Fita ya había conseguido pre-disponer al Alcalde Segriá en la necesidad de concluir la Torre. Al grupo de promotores se había unido fervorosamente Roque Bernabéu, el Plebán de la Iglesia de la Asunción de Santa Ma-ría, elegido en 1735 tras la repentina muerte de Pedro Nebot.

Domingo Fita había encontrado el manuscrito de la orde-nanza fiscal de la Sisa, creada por Tomás Ferrero en 1689 y estudiaba la forma de adaptarla a la nueva situación política y económica. El pago de los cuarteles de guerra había concluido años atrás, pero no con ellos las necesidades financieras de la corona. El rey Felipe sustituyó unos tributos por otros, de ma-nera que la Villa de Ontinyent siempre estaba constreñida por importantes pagos fiscales. El impuesto ahora en vigor se lla-maba el Equivalente, un tributo específico creado para el Reino de Valencia y que, como su nombre indicaba, era el equivalente a lo recaudado en Castilla por la suma de alcabalas, cientos, tercias reales y millones. El Equivalente sustituía a todos los anteriores impuestos, tanto forales como castellanos. Era una contribución única que gravaba a la población del Reino de Valencia, en proporción a lo que se ingresaba en Castilla por las rentas provinciales. El Rey fijaba la cantidad que tenía que pagar el reino y el Intendente se encargaba de distribuirla entre los municipios, que a su vez repartían la carga fiscal entre los

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vecinos atendiendo a su patrimonio, haciendas, rentas, indus-trias, utilidades, tratos, comercio y consumos.

El equivalente era un impuesto directo para cuya recauda-ción los municipios elaboraban un catastro de riqueza vecinal. Pero otras poblaciones, las que contaban con mayor actividad comercial, optaron por seguir aplicando las formas de recau-dación de los impuestos indirectos de la época foral. En On-tinyent se aplicaba un sistema mixto: Se arbitraban impues-tos directos para recaudar el equivalente del Rey Felipe V y se reservaba la exacción indirecta para las necesidades puntuales del Común, pues lo recaudado por el Equivalente, nunca vol-vía a Ontinyent para cubrir las necesidades de la población. Tres años atrás, ya vigente el Equivalente, la corona autorizó al Cabildo de Ontinyent para que restableciera temporalmente la vieja Sisa, con el propósito de financiar la construcción del puente de la Costa, pagado también con una contribución es-pecial a los usuarios. La obra sirvió para abrir una salida de la Villa hasta las fincas de poniente y hacia la meseta castellana. El Abogado Fita fue el que solicitó y obtuvo del Intendente de Valencia, la autorización para esta Sisa. Ahora estaba decidido a utilizar el mismo procedimiento para un distinto menester.

El 4 de septiembre de 1744, fray José Alberto Pina llegaba a Ontinyent y era recibido como autoridad principal en el Ca-bildo. Visitó la Torre tomando nota de cuantos detalles le pare-cieron de interés. Regresó a Valencia con la promesa de remitir en el plazo de quince días la memoria y planos del remate de la Torre. Al día siguiente llegó a Ontinyent el oficio del Inten-dente de Valencia, autorizando el establecimiento de una Sisa temporal para “atender el remate de las obrerías de las parroquias de Santa María y San Miguel”. Este era el escueto concepto que Domingo Fita había hecho figurar en la solicitud. Había ocultado deliberadamente cualquier mención a la Torre, pues en su día fue declarada obra proscrita por el Corregidor y, que él supiera, no existía levantamiento expreso de tan deshonrosa calificación. En cualquier caso, la autorización validaba la orde-nanza fiscal que ya tenía redactada. Fita se lo dijo a Júlia.

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—Sin duda son buenas noticias, —dijo la mujer saludándo-le con un cariñoso abrazo—. Es el momento de implicar a todo Ontinyent. Vamos a ver a Quimet.

—Padre, muestra a Fita lo que guardas desde hace treinta años, —le dijo Júlia tan pronto cruzaron la puerta del taller de carpintería—.

Quimet sacó del almacén un objeto envuelto en lona que depositó sobre el banco de trabajo. Retiró la tela y apareció una pequeña campana reluciente como el oro, a la que Quimet le había añadido un equilibrado yugo de madera de olivo.

—Es el Ximbolet. A mi padre se la regaló un francés al aca-bar la guerra. Vamos a colocarla en el interior del cuerpo de campanas. Tiene un sonido agudo y estridente, parecido a la algarabía de muchos niños jugando. Será la campana del rena-cimiento de la Torre. Hoy es sábado. Vamos a hablar con el Ple-bán Roque Bernabéu en la Abadía. Le enseñaremos la campana y la autorización del Intendente. Mañana, en la misa, el Plebán comunicará la noticia a todo Ontinyent y el lunes comenzará a aplicarse la Sisa.

A Domingo Fita no le daba tiempo de ejecutar el bombar-deo de órdenes que dictaba Júlia. Tan solo pudo asentir con la cabeza y seguir su ritmo a duras penas. Quimet envolvió de nuevo a Ximbolet y la cargó para mostrársela a Roque.

—¿Cuánto dinero te pidió Fray José Alberto Pina por los planos y la memoria?, —preguntó Fita a Júlia de camino a la Abadía—.

—Veinte libras. ¿Qué me vas a cobrar tú por los capítulos legales?

—Veinte besos, —pidió Fita—.—Tonto. Ahí tienes uno a cuenta, —respondió Júlia besan-

do a Fita en la mejilla—.Hablar con el Plebán y obtener su aprobación, fue un todo.

Quimet y Júlia subieron a la Torre para instalar a Ximbolet en el lugar que ya tenían preparado. Domingo Fita comunicó las noticias al Alcalde Josep Segriá y los dos dieron parte al prego-nero para que anunciara por toda la ciudad la celebración de

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una misa especial y la inauguración de una nueva campana. Los pregones fueron eficaces y en la misa dominical no cabía ni un solo alfiler. Roque Bernabéu, perfectamente aleccionado por el abogado Fita y por Júlia, pronunció un breve pero sentido sermón:

“Durante muchos años, este templo ha sido testigo de vuestra ge-nerosa caridad para alabar a Dios nuestro Señor, honrándole con la construcción de la Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María que, por la maldad de las guerras, lleva treinta y siete años esperando a su conclusión. Hoy es un día de júbilo, pues debo anunciaros que esta vergonzante espera llega a su fin ya que la Villa de Ontinyent ha obtenido autorización para financiar la ejecución del digno remate que la Torre merece, restableciendo la antigua Sisa, como justa manera de administrar los bienes del Común.

Y vamos a celebrar este importante acontecimiento, colgando una nueva campana, Ximbolet, la más pequeña, la más joven, la más entusiasta, la que arrastrará a sus hermanas mayores en los volteos generales, la que nos contagiará a todos nosotros de su ale-gría para que no desfallezcamos hasta que, por fin, el extremo de la veleta abra el Cielo protector para todos nosotros y para todos los que nos precedieron en el empeño ilusionado por construir la Torre Campanario más alta del Reino de Valencia.”

Un atronador aplauso retumbó en el templo en clara apro-bación de las sentidas palabras del Plebán que se dio prisa por acabar la misa para que la gente saliera a la calle y escuchara, por primera vez, el alegre repicar de Ximbolet.

—¿Ves las vueltas que da la vida, hija mía?, —dijo Quimet a Júlia mientras Ximbolet volteaba alegre provocando el entu-siasmo de las gentes de Ontinyent—.

—¿A qué te refieres, padre?, preguntó Júlia que tenía a su lado al inseparable Domingo Fita—.

—La guerra paralizó la construcción de esta Torre. Y la mis-ma guerra me entregó la campana de Pascal con cuyo sonido ha vuelto a renacer la ilusión en toda la ciudad.

—Si fuera cura te diría aquello de Dios aprieta pero no aho-ga, —respondió Júlia—. Pero como no lo soy, te diré que no

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hay mal ni bien, que cien años dure. Aprovechemos la bonan-za. No hemos hecho nada todavía, tan solo hemos contagiado un poco de alegría a la gente. Domingo ya tiene preparada la ordenanza fiscal de la Sisa. El fraile enviará pronto la memoria a la que hay que añadir el pliego de contratación. El Cabildo tiene que convocar la subasta. No estaría de más hacer correr la voz entre los maestros albañiles para anticipar y fomentar su interés en pujar por la obra. Tú conoces a varios, Padre. Habla con ellos y que estén preparados.

Fray José Alberto Pina cumplió su palabra y el 20 de sep-tiembre de 1744 llegaba a Ontinyent la posta que contenía la memoria, planta y perfil del remate de la Torre. Domingo Fita manuscribió una copia de la memoria, que fue ordenando por capítulos, añadiendo los términos jurídicos de la contratación, con el establecimiento de las obligaciones de cada parte. Junto a Quimet, valuaron las diferentes partidas distribuyendo lo que sería de cuenta de la Villa y lo que tendría que poner el maestro albañil que rematara la subasta, tratando de ajustar el costo de la obra a una cantidad que resultara tan atractiva para los pos-tores, como asumible por el Cabildo. La tarea les llevó más de tres meses, pero al fin, a mediados de enero de 1745, tenían a punto todos los capítulos que se someterían a subasta pública.

—He desbastado la memoria de Pina en dos, —le dijo Do-mingo Fita a Júlia, la primera en conocer los capítulos de la subasta—. He oído alguna voz reticente en el Cabildo y no será prudente presentar el proyecto completo. Para que el importe de la obra no espante a los que dudan, vamos a licitar ahora solo el primer cuerpo del remate. Pero en el mismo pliego de condiciones está prevista la continuación de la obra, con la eje-cución del segundo cuerpo. Si en su momento hay dinero, se hará por contratación directa.

—Tú sabrás lo que estás haciendo, —respondió Júlia resig-nada—. A veces, los abogados sois complicados de entender. Confío en tí de todas formas.

El domingo 24 de enero de 1745, a las diez de la mañana, Josep Segriá presidía la reunión del Cabildo en la sala Capitu-

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lar. Asistía Roque Bernabéu, que había sido nombrado deposi-tario electo para la construcción y fabrica del remate de la Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María. Tam-bién estaban los regidores Francesc Gisbert, Luis Blasco Colo-mer, Antonio Torro Rico, Eusebio Donat y Gerónimo Osca.

El pregonero Ignacio Ferrer abrió la sesión, haciendo los lla-mamientos para la subasta de la construcción del remate de la Torre y anunciando la lectura de los capítulos por parte de Domingo Fita, el abogado de la Villa y del Común, que leyó con largura los dieciocho capítulos de que constaba la memo-ria. Entre el público había tres maestros albañiles declarados, aunque pudiera haber otros camuflados entre los asistentes. En las primeras filas estaban Quimet y Júlia, atentos a la pulcra lectura de Fita, que ponía énfasis en aquellos aspectos que creía conveniente resaltar.

“Será obligación del Maestro el plantar sobre la bóveda narrada los ocho machones que denota la planta con los ocho huecos de ar-cos, con todos los movimientos que lleva la arquitectura y el grueso que ellos denotan y sirva de signo la planta y perfil en donde se halla la firma de Fray Joseph Alberto Pina, Religioso Carmelita, Arquitecto y Maestro de obras”.

Los tres maestros albañiles comparecientes conocían al de-talle la memoria y sus capítulos, pues días antes Fita les había dado dicha facilidad para que pudieran estudiar y perfilar sus pujas. Pero ello no evitaba la preceptiva lectura pública, antes de encender la candela de la subasta. Fita continuó leyendo.

“…advirtiendo que el yeso ha de ser todo colado para que las aguas no puedan dañar a los machones por las juntas de los la-drillos, dejando rematado y lucido el ladrillo que será visible a imitación de la piedra y se advierte a dicho maestro que la última moldura principal del cuerpo ha de ser de piedra labrada, inclusive la corona de palmo y medio de recia y las piedras de largas a cuatro palmos, de la pedrera de Misalgar.

Otro sí, será obligación de dicho Maestro hacer y ejecutar de su cuenta trece jarros o pirámides de piedra labrada con la simetría que denota el perfil y de la piedra que hablamos para la cornisa o

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de la del Pantano, que asimismo será de cuenta de dicho Maestro barrenar las piedras de la pirámide que ha de entrar el árbol de la Cruz.”

Júlia escuchada con admiración las bien pronunciadas pala-bras del abogado Domingo Fita que continuaba leyendo, evi-tando ser monótono y tratando de captar la atención de los asistentes.

“Otro sí, será obligación de dicho Maestro poner la campana del reloj en donde se muestra el primer cuerpo del diseño que es al que se obliga hacer y construir por medio de estos capítulos.

Otro sí, que tenga obligación el maestro por quien quedare la obra rematada de pagar por la planta, perfil y capítulos la cantidad de diez libras de la primera paga que reciba para la construcción de la obra y a más de pagar las ejecutorias de la obligación.”

Fita detuvo un momento su lectura para mirar a Júlia que sonreía con sorpresa al descubrir que la mitad de lo que ella ha-bía pagado por la contratación de Fray José Alberto Pina, debía ser asumido por el maestro albañil.

“Otro sí, será obligación del Maestro pagar y poner de su cuenta los tornos, carruchas, cuerdas, maromas, tornillos y he-rramientas para todo lo que fuese del concierto de su inspección y asimismo hacer y deshacer todos los bastimentos concluida la fábrica. Concluida la última mano de perfección, también será de su cuenta el corte de las manufacturas de los peones y oficiales que hubiese menester para la referida fábrica, también será de su cargo y obligación el pagar los cortes y portes de toda la piedra de sillería que narran los capítulos. Y asimismo se obliga dicho Maestro a dar finalizada y concluida desde el mes de abril próxi-mo en un año, que es desde el cuarenta y cinco hasta el cuarenta y seis.”

Era uno de los capítulos que más agradaba a Júlia y así se lo expresó a Quimet tomándole de las manos y susurrándole al oído: “En poco más de un año veremos a la Torre como la imaginó el abuelo Gaspar”. Domingo Fita reparó en la confidencia entre padre e hija, pero siguió leyendo los capítulos sin distraerse.

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“Otro sí, será de cuenta de la Villa los portes de ladrillo remoja-do hasta ponerle en el cuerpo que hoy están las campanas. El corte y número de ladrillos que importase la obra ha de corresponder por cuenta del Maestro como también ha de ser de cuenta del Maestro todo el yeso que sea menester y su conducción. El yeso ha de ser de Vallada.

Otro sí, será obligación de la Villa pagarle al maestro la canti-dad en que quedase concertada la fábrica en dos tiempos o términos en esta forma: la mitad se le entregará a dicho maestro al tiempo de empezar la fábrica. Y la otra mitad se ha de partir en dos pagas, la una se le entregará a lo que estará la mitad de la fábrica hecha, y la otra y última después de construida la obra y entregada y visurada mediante la relación de los maestros de la visura atenidas ambas partes a lo que proceda en justicia.”

El abogado leyó con especial pausa el anterior párrafo. Que-ría que quedase bien claro que la obra se pagaba al tajo y sin créditos. La única fuente de ingresos sería la Sisa sobre el con-sumo de la carne. Todo el mundo debía saberlo y entenderlo.

“Otro sí, tendrá obligación el Maestro por quien quedare dicha obra de esculpir y vaciar las armas de la Villa el escudo que está al pie del Campanario, así a la parte que mira al Hospital, en las piedras que están puestas para este fin.”

Con esta obligación decorativa, Domingo Fita concluyó la lectura de los capítulos. El Alcalde Josep Segriá tomó la palabra.

—Ya habéis oído la detallada lectura de los capítulos por parte del abogado del Común. Ahora el escribano encenderá la candela y comenzará la subasta. Todos los que deseen par-ticipar, deberán entregar su puja por escrito, en papel doblado con su firma. La cantidad de salida se establece en quinientas noventa libras.

Juan Lloret encendió la candela de cera blanca colocada en una sencilla palmatoria de cerámica azulada. A la voz de “se abre la subasta”, los tres maestros albañiles entregaron al escribano sus ofertas. Una cuarta persona, que dijo acudir en representa-ción de un albañil ausente, entregó también oferta. En total se presentaron cuatro pujas.

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—¿Alguien más quiere presentar su oferta?, —gritó el pre-gonero a requerimiento del Alcalde—.

Nadie mostró interés, por lo que el Alcalde, asistido por el escribano Juan Lloret y el abogado Domingo Fita, comenzó a desdoblar los papeles y leer su contenido.

—Quinientas ochenta libras, —chilló el Alcalde para que le escucharan—.

—Quinientas sesenta y dos libras y treinta sueldos, —voceó el Alcalde con la segunda puja—.

—Quinientas cincuenta y ocho libras y diez sueldos, —dijo Segriá con la tercera puja descubierta—.

—Quinientas setenta y tres libras y cincuenta sueldos, — gritó tras la última oferta—.

La gente asistente a la sesión exclamaba animadamente al escuchar el importe de las pujas para el remate de la Torre. El entusiasmo contenido por los muchos años sin actividad, parecía desbordarse entre el gentío. Josep Segriá tuvo que esfor-zarse para que se hiciera el silencio, antes de tomar de nuevo la palabra.

—De las cuatro pujas presentadas a la subasta, una es la que ofrece más baja y por lo tanto más beneficio a la Villa y al Co-mún, por lo que debe ser declarada como mejor postor. Es la oferta leída en tercer lugar y puja por adjudicarse la obra del primer remate de la Torre Campanario de la Iglesia de la Asun-ción de Santa María por la cantidad de quinientas cincuenta y ocho libras y diez sueldos. La oferta está firmada por Vicente Insa.

La gente rompió a aplaudir felicitando al albañil Insa que estaba presente en la sala capitular, formando tal alboroto que obligó al Alcalde a pedir de manera insistente que se restable-ciera el orden, al tiempo que ordenaba a Vicente Insa que se acercara a la mesa de regidores para tomarle juramento de com-promiso.

—Vicente Insa: ¿Te comprometes a ejecutar la obra del re-mate de la Torre Campanario, conformándote en todo a los capítulos, planta y perfil redactados por Fray José Alberto Pina,

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por el precio de quinientas cincuenta y ocho libras y diez suel-dos y en el plazo de un año?

—Si, lo haré, —respondió abrumado el albañil—.—Pues declaro la obra adjudicada a Vicente Insa, a la una,

a las dos y a las tres, —anunció solemnemente Josep Segriá, mientras se chupaba los dedos índice y pulgar para apagar con un pellizco la llama de la candela—.

La subasta había concluido. Tan solo restaba que el escri-bano redactara el acta de la sesión de Cabildo y la firmaran las autoridades presentes, acta que también firmó Vicente Insa, más ducho en manejar ladrillos con yeso, que plumas de ganso entintadas.

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Capítulo 65 Tocar el Cielo

Al principio del mes de marzo, Vicente Insa ya había conforma-do la cuadrilla de albañiles que acometería las obras del rema-

te. Insa había pedido al Cabildo autorización para comenzar antes de lo previsto, por lo que abundantes cantidades de materiales se amontonaban ordenados al pie de la Torre, en la cara que daba a la fachada norte de la Iglesia. Yeso, cal, arena, cuerdas, maderas y ladrillos. Había ladrillos en abundancia, ladrillos de tosca, macizos y resistentes, bien cocidos en los hornos de las cerámicas cercanas.

Los albañiles retiraron los tablones de madera de pino del tejado colocado en 1707. Apoyadas en la parte superior de las paredes interiores, por encima de las hornacinas de las campa-nas, comenzaban a elevarse las piedras para formar la bóveda que cubriría el cuerpo de campanas y que sustentaría el suelo del mirador del primer remate. El buen tiempo acompañaba en una primavera con ausencia de lluvias. El mortero fraguaba rápidamente y las piedras quedaban unidas con fuerza entre sí en poco tiempo. Siguiendo las indicaciones de Fray José Al-berto Pina, la bóveda debía terminar en un anillo de luz por el que debía atravesar una escalera de caracol, el único acceso de la Torre a la planta superior. Antes de que comenzara el mes de Julio, el centro de la bóveda quedaba rematado con una vistosa cincha de piedra labrada, macizada con mortero blanco colado.

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En cuanto la bóveda estuvo terminada, los albañiles se em-plearon en sacar los niveles de la terraza que enlosaron con pie-dras bien cortadas, encaminando las aguas a los cuatro cañones previstos para el natural achique de las lluvias. Todo estaba pre-parado para que los ladrillos de tosca comenzaran a subir en abundancia a la Torre. Los ocho pilares de lo que serían cuatro arcos en el sentido de las paredes de la Torre, proyectados de manera adentrada respecto a la plomada de la terraza inferior, se levantaban de forma simultánea. Los ladrillos, colocados pla-nos para mayor resistencia, ofrecían su hermosa cara vista rojiza que Vicente Insa ordenaba con habilidad y gracia, dibujando pilastras, molduras, rebajes, relieves, cornisas y otros armonio-sos elementos decorativos.

Cuando Vicente Insa tuvo planteado el cerrado cuadrado del primer remate, comenzó a levantar los pilares de cuatro nuevos arcos. Debían medir la mitad de luz que los anteriores y serían tangentes a ellos, orientados en el sentido de las aristas de la Torre. Formarían el contorno exterior del mirador, que después cerraría con una balaustrada de diez pequeñas columnas por cara, encajonadas en tres estribos, todo ello hecho con piedra labrada. El conjunto estaría abrochado por otros cuatro nuevos machones angulares que daría solidez al vistoso mirador.

Quimet revisaba la obra permanentemente. No pasaba día que no subiera a la Torre para comprobar el adelanto de los trabajos. Disfrutaba hablando con Vicente Insa sobre los crite-rios técnicos más diversos. No se le caían los anillos por arre-mangarse y ponerse a trabajar como un albañil más, amasando mortero o colocando ladrillos aplomados. No cobraba por su trabajo. Nunca lo hubiera permitido y además no le hacía falta. Quimet fue el único heredero de Teresa que, a su vez, heredó todos los bienes de su esposo Tomás Ferrero. Cuando Teresa se vio viuda y legataria del patrimonio de su marido, no lo dudó un instante. Otorgó testamento inmediatamente, disponiendo que a su muerte, todos sus bienes pasaran a manos de Quimet, el hijo que nunca tuvo, pero que siempre deseó. No imaginaba entonces que su última voluntad se cumpliría en apenas tres

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meses. La muerte le llegó en 1718 y desde entonces, María y Quimet disfrutaban de buena solvencia, por lo que nunca pa-saron apuros económicos.

Los canteros trabajaban sin descanso esculpiendo los jarro-nes piramidales y las bolas esféricas que asomarían desde la ba-randa del mirador. Cuatro jarrones se colocarían en el centro del balcón de cada cara y otros cuatro se acoplarían a las aristas de las esquinas. Quimet charlaba animadamente con uno de los canteros que esculpía las pirámides en la calle Regall.

—¿Ya sabes dónde se van a colocar cada uno de estos jarro-nes?, —preguntó Quimet al picapedrero—.

—No me han dicho que tengan un lugar especial, —respon-dió el joven cantero—. Cuatro en el centro y otros cuatro en cada esquina, supongo.

—Cada esquina es diferente a las otras. Cada jarrón debe ocupar el sitio que le corresponde. La Torre es una perfecta Rosa de los Vientos, ¿no lo sabías? Sus cuatro aristas están orientadas a los cuatro puntos cardinales. Así lo quiso el Maes-tro Gaspar Diez y así lo trazó aquí abajo en 1689. Las cuatro primeras piedras enterradas en los cimientos de esta calle tienen labrado sus nombres.

—¿Norte, Sur, Este y Oeste?, preguntó con curiosidad el cantero—.

—No. Llevan el nombre de Santa Ana, Benicadell, Pou Clar y Sant Esteve, los cuatro parajes de Ontinyent a los que está orientada la Torre, —dijo Quimet—.

El cantero se le quedó mirando, sin acabar de comprender lo que estaba diciendo. Quimet le explicó.

—Norte, la ermita de Santa Ana. Este, el pico del Benica-dell. Sur, el manantial del Pou Clar y Oeste, la ermita de Sant Esteve. Estaría bien poner estos mismos nombres a los cuatro jarrones de las esquinas.

—¿Quieres que esculpa esos nombre en los jarrones?—Sería perfecto. Los mismos nombres, cincuenta y seis

años después y setenta metros más arriba. Cincela pues en la base de cada jarrón los nombres de Santa Ana, Benicadell, Pou

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Clar y Sant Esteve, los cuatro puntos cardinales de nuestra To-rre Campanario, —ordenó Quimet al cantero—.

A finales de Noviembre, tres de las cuatro paredes del mi-rador tenían sus arcos cerrados y ya habían alcanzado la altura desde la que se podría construir la segunda bóveda, que sería el techo del mirador y el suelo del segundo remate. En cambio, la pared recayente a la subida de la Bola estaba inacabada a pro-pósito pues por ese hueco debía entrar en la Torre la campana del reloj, la vieja campana Rauxa i Foc.

Los cabestrantes voladizos no servirían para elevar el pesado bronce, por lo que Quimet había diseñado un nuevo meca-nismo con el que realizar el izado. Había colocado un gran tronco, apoyado en posición horizontal por encima de la obra construida, ligeramente inclinado, en sentido Este, Oeste. Por la cara Este, la que daba a la cuesta de la Bola, el tronco sobresa-lía dieciocho palmos. En la Oeste, el extremo del tronco estaba anclado con yeso a la pared del primer remate, al tiempo que tres fuertes cuerdas, atadas a los pilares del cuerpo de campa-nas, impedían que se levantara ni un solo dedo. Quedaba pues fuertemente sujeto en su posición tendida, para convertirse en el robusto mástil de la grúa por la que ascendería la Campana del reloj. En el extremo del voladizo del tronco, colgaba el ca-bestrante y las poleas. Gracias a una guía metálica colocada en la cara superior del tronco, la polea podía deslizarse hacia abajo, con el propósito de conducir al interior de la Torre la carga que elevaba.

—¿Qué haces ahí tan atareado?, —preguntó Quimet a Ro-que Bernabéu, que estaba al pie de la Torre, al final de la cuesta de la Bola—.

—Estoy limpiando la campana Rauxa i Foc, antes de su as-censión a los Cielos, —respondió Roque, elevando los brazos teatralmente, como si estuviera en mitad de un emotivo ser-món—.

La campana estaba apoyada en el suelo aplomada sobre ta-blas de madera. Roque Bernabéu pulía el bronce con un paño impregnado de un betún que él mismo había preparado, una

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mezcla de sal de natrón, jugo de limón y vinagre. Justo en ese momento estaba frotando la inscripción grabada en la corona superior, cerca de las asas de la campana, que Roque leyó a Qui-met: “Laudate Dominum in cimbalis bene sonantibus, láudate eum in cimbalis jubilationes: Omnis spiritus laudet Dominum”.

—¿No te parece preciosa esta inscripción?, —preguntó el Plebán.

—Soy un simple carpintero y el latín no está entre las herra-mientas de mi taller, —respondió Quimet, reconociendo que no había entendido nada—.

—“Alabad al Señor con Campanas que suenen bien, alabadle con Campanas de alegría: Que todo ser viviente alabe al Señor”, — tradujo Roque, con esa solemnidad que solo se aprende en el púlpito—.

—Si que es preciosa la cita, —respondió Quimet—. ¿Quién la escribió?

—En esta Campana supongo que el herrero que la fundió. Aquí dice que la fabricaron el 12 de septiembre de 1553. Pero esta alabanza a Dios es muy antigua. La escribió el Rey David, que reinó en Israel hace tres mil años. Es uno de sus Salmos.

—Pues haz que brille ese verso y dale buenas pasadas al bronce. Mañana temprano izaremos la campana a la Torre.

—¿Está todo preparado?, —preguntó el Plebán—.—El aparejo está a punto y los hombres avisados.—Yo diré una misa antes de comenzar la ascensión. No es-

taría de más que vinierais.—Reza tú que nosotros halaremos cuerdas. Todos los esfuer-

zos serán buenos para poner a esta Campana en su sitio.Al alba del día 27 de noviembre de 1745, Quimet ya estaba

en lo alto de la Torre comprobando la estabilidad de todo el aparejo construido para izar la Campana Rauxa i Foc e intro-ducirla en el interior de la habitación construida en el primer remate de la Torre. Le acompañaba Vicente Insa y cuatro de sus albañiles. Abajo, en la Bola, dos obreros ataban las asas de la reluciente campana a tres cuerdas trenzadas. El sol despuntaba por el Benicadell en un día claro y despejado mientras la gente

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salía a toda prisa de la Misa, para contemplar lo que sin duda iba a ser un gran espectáculo. El pregonero había dado bando para que no se acercaran demasiado a la Torre, no solo por el peligro que corrían ante cualquier accidente, sino para no di-ficultar con sus ruidos, las órdenes que necesariamente debían cruzarse entre los operarios de arriba y los de abajo.

A una voz de Quimet, los albañiles de la Bola comenzaron a tirar de las cuerdas que pasaban por las poleas. Al momen-to crujieron por la tensión. El nudo de las asas se apretó por la lucha de fuerzas. Pronto la Campana se dejó vencer por el impulso ascendente, iniciando un leve balanceo al despegarse del suelo el labio del pie. Otros dos albañiles manejaban dos cuerdas más delgadas, encargadas de evitar que las oscilaciones del bronce lo golpearan contra la propia Torre. La gran Cam-pana fue ganando altura, muy despacio, al ritmo del juego de poleas instalado por Quimet. En una hora, había alcanzado la cornisa de las volutas. En la segunda hora, la Campana reco-rrió sin contratiempos toda la pared del cuerpo noble. Antes de llegar al cuerpo de campanas, Quimet ordenó un descanso. Pasadas las diez de la mañana, se reanudaron los trabajos y la Rauxa siguió subiendo suavemente a poca distancia de las otras campanas que ya ocupaban su sitio en la cara noreste, a las que parecía saludar en su elevación.

A las doce de la mañana del soleado sábado de invierno, la enorme Campana había alcanzado el punto máximo de su as-censión y colgaba del extremo del cabestrante de la grúa, como un inmenso melón maduro en la cambra de cualquier casa de Ontinyent. Los albañiles de la base aseguraron la cuerda, ama-rrándola al solido mojón que tenían preparado. Quimet soltó el mosquetón del tronco, dejando suelta la argolla de hierro de la que colgaba el gancho de la grúa. Desde el interior de la Torre, dos operarios tiraron de las cuerdas que en el ascenso habían servido para controlar el balanceo de la Campana. El mástil in-clinado, la guía metálica untada de grasa y el impulso inducido por las cuerdas, facilitaron que la Campana se decantara por la fuerza de la gravedad, entrando lentamente en el interior de la

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habitación. Antes de que por la inercia la Campana tomara ex-cesiva velocidad, las mismas cuerdas jaladas en sentido contra-rio, detuvieron su descenso. Cuando estuvo suspendida dentro de la habitación, Quimet ordenó a los de abajo que relajaran cuerda hasta que el labio del pie de la Campana hizo contacto con cuatro tablones puestos en el suelo para que hiciera asiento. Un exclamación de satisfacción de los que estaban en lo alto anunció que la Campana Rauxa i Foc ya estaba en el interior de la Torre. Todos los de abajo, albañiles y vecinos, aplaudieron el satisfactorio final de la operación.

En los siguientes días los albañiles se emplearon con buen ritmo en levantar la pared noreste por la que había entrado la Campana, que permanecía en el suelo a la espera de la total construcción de la cubierta abovedada de la que iba a ser su habitación. Entonces sería izada a su emplazamiento definiti-vo y quedaría inmóvil para siempre, suspendida de un robusto tronco y sujeta a un yugo de madera por medio de dieciséis tirantes de hierro. La Rauxa i Foc nunca voltearía en compañía de sus doce hermanas. Su trabajo era cantar las horas a golpe de badajo sobre su medio pie. Su destino era marcar el inexorable paso del tiempo a los habitantes de Ontinyent.

En Febrero de 1746, las obras del primer remate volaban hacia su final. Vicente Insa estaba macizando con yeso traí-do expresamente de Vallada las juntas de los ladrillos de la bóveda que encapuchaba la Campana del Reloj. Quimet se mostraba satisfecho con lo avanzado de las obras, que se ade-lantaban a la fecha comprometida para su terminación. Pero también sabía que la obra adjudicada a Insa no contemplaba la construcción del segundo remate, para cuya ejecución no se había presupuestado cantidad alguna. Quimet temía que la Torre quedará inconclusa, aplanada, chata, una vez más, como ya ocurrió en 1707.

—Las obras están casi terminadas, —dijo Quimet a su hija Júlia, esa misma noche, en un momento de la cena—. A Vicen-te Insa le quedan dos semanas de trabajo, como mucho. Y ahí acabará todo, si no lo remediamos.

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La gran Campana fue ganando altura, muy despacio, al ritmo del juego de poleas instalado por Quimet. En una hora, había alcanzado la cornisa de las volutas. En la segunda hora, la Campana recorrió sin contratiempos toda la pared del cuerpo noble.

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—No tiene porque ser así, —respondió Domingo Fita que también cenaba con la familia—. En el pliego de condiciones de la subasta yo dejé una puerta abierta a que las obras conti-nuaran con la construcción del segundo remate.

—Creo recordar que algo me dijiste al respecto, —contestó Júlia, tirando de memoria—.

—Tengo una copia del pliego entre los papeles de Tomás, —añadió Domingo levantándose a buscarla—. Aquí está, en el capitulo quince, —leyó en voz alta—.

“Otro sí, sera obligacion del Maestro, concluido el primer cuer-po que denota el diseño que es al que obligan estos capitulos, por si acaso la Muy Ilustre Villa de Ontinyent se hallase con medios en-tonces para finalizar el segundo cuerpo que denota la traza, deberá el Maestro continuarla sin quitar los andamios ni las máquinas. Y el respectivo concierto se hará por medio de visuras por ambas partes”.

—Ahí dice que siempre que la Villa tenga medios económi-cos, —dijo Júlia—. Ahora el Cabildo no dispone de numerario. La Sisa no está rindiendo lo suficiente. La semana pasada eché un vistazo a los números y desde que entró en vigor el Impues-to se han recaudado apenas doscientas noventa y ocho libras. No alcanza ni para pagar el importe de las obras del primer cuerpo, comprometidas en quinientas cincuenta y ocho libras.

—¿No hay dinero de otras rentas o contribuciones?, — pre-guntó Quimet—.

—No que yo sepa. Para poder pagar al albañil, el Cabildo está pensando en sacar el dinero del Equivalente Real, aunque para ello es necesario negociar un aplazamiento con el Inten-dente, —respondió Júlia—.

—Si pedimos un aplazamiento, se nos acusará de malver-sar los fondos, desviándolos a destinos no autorizados, —dijo Domingo Fita—. Cuando pedí autorización para la Sisa, no mencioné que el dinero era para acabar la Torre. Nos acusarán de que no sabemos administrar nuestros recursos y de que in-currimos de forma imprudente en gastos excesivos, para los que no disponemos de numerario.

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—Eso ya ocurrió en el pasado, —dijo Júlia—. Yo era apenas una niña, pero Madre me contó que el tío Tomás recibió una paliza que acabó costándole la vida, por defender el derecho de Ontinyent a administrar su albedrio.

—Sin dinero no podemos continuar con la obra, —senten-ció Fita—.

—¿Y si hubiera dinero?, —preguntó Quimet—.—Si lo hubiese, podríamos sentarnos a negociar con Vicen-

te Insa, —respondió Fita—. El capitulo quince del pliego lo abarca. Las partes llegaran a un acuerdo para concertar el precio de la obra del segundo remate. No será necesaria una nueva subasta. Bastará con una estimación del coste por el sistema de reconocimientos.

—¿Es eso posible?, —insistió Quimet—.—No solo es posible sino que es de obligado cumplimiento

para Vicente Insa. Al adjudicarse la subasta también aceptó esta condición. Si un técnico visura la obra del segundo remate y la tasa en un precio razonable, el albañil no puede negarse a ejecu-tarla. Pero claro, tiene que haber dinero para pagarle.

—¿Cuanto dinero crees que hará falta?—No lo sé. Habría que hacer cálculos. Si el primer remate

costó más de quinientas libras, este que es de menor superficie de obra, podría ejecutarse sin llegar a las doscientas libras. Pero será de ley que Insa quiera cobrar previamente lo que todavía le adeuda el Cabildo por el primer remate.

—A Insa se le deben poco más de ciento ochenta libras,— dijo Júlia—.

—Ciento ochenta más doscientas, en total trescientas ochen-ta libras, ¿no es así?, —calculó Quimet—.

—Así será en cuenta redonda, —respondió Fita—.—Acércate hija mía, —dijo Quimet llamando a Júlia—. Yo

no tengo ese dinero, pero sí que tenemos las propiedades he-redadas de la tía Teresa y del tío Tomás. Hay dos fincas en la Solana que valdrían más que eso y otras tres en la Umbría que doblarían ese valor. Esas fincas son hoy mi patrimonio y ma-ñana será el tuyo, hija mía. Es nuestro por voluntad de Tomás,

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pero estoy seguro que, dónde quiera que esté, nada le haría más feliz que emplear sus bienes en cumplir su sueño.

Quimet se restregó los ojos, ocultando las lágrimas que los humedecían. Júlia creyó adivinar la dirección a la que se enca-minaban las sentidas palabras de su padre. No quiso interrum-pirle, ni romper el encanto de ese momento. Tomándole de las manos y dibujando una dulce sonrisa, le animó a continuar.

—Si te parece bien, pongamos en venta nuestras propieda-des hasta que alcancen para pagar al albañil, —dijo Quimet abrazando a Júlia—. No quiero morir sin ver terminada nues-tra Torre.

—No vas a morir Padre y sí, por supuesto que sí verás aca-bada tu Torre, —respondió Júlia sin despegarse de su Padre—. Eres la única persona de cuantas la vieron nacer que la conocerá acabada. Ya no queda nadie de entonces. Me di cuenta de ello hace dos años cuando paseábamos por el cementerio. Quimet Pons será la única persona en el mundo que verá acabada la Torre que él mismo inició. Te juro que así será.

Júlia no perdió el tiempo. Al día siguiente puso en venta las cinco fincas de la familia. Seguramente no sería necesaria la venta de todas ellas, pero no le importaba desprenderse del patrimonio, si de esta forma conseguía las casi cuatrocientas libras que necesitaba. Nada tenía al llegar al mundo, nada le haría falta al marcharse. Sabía cómo ganarse la vida y con Do-mingo Fita a su lado, no debía temer por un futuro estable. Por su parte, el abogado negoció sin tardanzas con Vicente Insa. Pronto alcanzaron un acuerdo sobre el precio por el que Insa construiría el segundo remate sin que fuera necesario detener las obras.

En el mes de abril, las cuatro paredes del casetón del se-gundo remate, habían alcanzado su altura máxima. Cuatro ele-gantes arcos le daban esbeltez y aireaban su interior. En una cornisa que sobresalía dos palmos del aplomado de la pared, comenzaban a apoyarse las primeras hiladas de unas preciosas tejas vidriadas, al estilo de las empleadas en el arte mudéjar aragonés. Aquellas que hacían la función de canal, no estaban

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coloreadas. Pero las tejas que eran colocadas como cobijas, bri-llaban resplandecientes reflejando la luz del sol sobre el llama-tivo esmalte de un intenso color azul. Vicente Insa las colocaba con maestría, dando al tejado a cuatro aguas la forma de una media naranja, ligeramente hundida en el centro.

El día 25 de Abril de 1746, la cúpula vidriada estaba ter-minada. Era el aniversario de la fatídica batalla de Almansa en la que el Reino de Valencia perdió sus libertades. Treinta y nueve años atrás, también un día lunes, Quimet estaba abandonado en Caudete, en medio de la más absoluta in-certidumbre, trágicamente resuelta horas más tarde con la noticia de la derrota de las tropas del archiduque Carlos. El descalabro militar puso el camino franco para que el rey Felipe impusiera a sangre y fuego su política absolutista. Un día nefasto para el pueblo valenciano, recordado popular-mente con una siniestra sentencia, “Quan el mal ve de Al-mansa, a tots alcança”. Y bien que lo sabían en Ontinyent. Una derrota que había paralizado la construcción de la Torre durante treinta y ocho años.

Quimet había elegido a propósito ese día para colocar la ve-leta de la Torre. Era un gesto desafiante contra todos los infor-tunios que habían padecido Ontinyent y sus gentes. De buena mañana estaba preparada la bola de hierro, el mástil y el árbol de la cruz, elementos labrados en una fundición de Valencia y que iban a ser colocados en lo alto de la Torre por el experimentado herrero de Ontinyent, Perico Solves. Un andamio apoyado en la cara noreste del casetón del segundo remate, proporcionaría el apoyo que Solves necesitaba para encajar la flamígera veleta en el sarcófago preparado por Insa, en dónde quedaría firme-mente anclada, a prueba de vientos y tempestades.

Además de Insa, Solves y dos albañiles, en lo alto de la Torre estaban Quimet, Júlia y Fita, contemplando los trabajos de la colocación de la veleta. Para Quimet aquello era una emotiva ceremonia, la culminación de los muchos esfuerzos derrocha-dos durante cincuenta y siete años por los habitantes de On-tinyent.

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Antes de las once de la mañana Perico Solves, había termi-nado de apretar los remaches de la veleta que apuntaba altiva al inmenso cielo azul, sin una sola nube en el horizonte. De re-pente, el estridente repicar de la campana Ximbolet sorprendió a todos los que estaban en lo alto de la Torre. Quimet se dio cuenta de que su hija Júlia no estaba entre ellos y le atribuyó la autoría del frenético volteo de la campana.

Inmediatamente se acordó de Pascal, el carpintero francés que tras siete años de cautiverio, le regaló la libertad y esa cam-pana que volteaba ahora enardecida. Le vino a la memoria las palabras del Plebán: “…Ximbolet, la más pequeña, la más joven, la más entusiasta, la que arrastrará a sus hermanas mayores en los volteos generales, la Campana que nos contagiará a todos nosotros su alegría para que no desfallezcamos hasta que, por fin, el extremo de la veleta abra el Cielo protector para todos nosotros y para todos los que nos precedieron en el empeño ilusionado por construir la Torre Campanario más alta del Reino de Valencia.”

Ese día había llegado, por fin. “Vámonos todos al cuerpo de Campanas”, —gritó Quimet—. Allí estaba Júlia tirando con frenesí de la cuerda que volteaba a Ximbolet, a la espera de que otros brazos despertaran a las demás campanas. Quimet, Fita, Insa y los dos albañiles, se arremangaron para ejercer de improvisados campaneros, volteando todas y cada una de las doce campanas de la Torre. En pocos segundos, un ensordece-dor ruido llenó la terraza, esparciéndose por todo Ontinyent, como lo haría una benefactora lluvia de primavera. La gente se asomaba desde las ventanas de sus casas para ver lo que ocurría. Otros salían a la calle señalando a la veleta recién instalada. Desde las huertas del Llombo y del Plá, los que estaban traba-jando la tierra detuvieron su tarea para contemplar la puntia-guda atalaya que se elevaba por encima de las tejas vidriadas de color azul. Muchos se reunieron junto a la Torre para ver de cerca la colosal obra, definitivamente terminada.

El volteo duró hasta que a los de la Torre se les agotaron las fuerzas. Sudorosos, cansados y felices, descendieron para en-contrarse con una multitud enfervorecida. Quimet recibía los

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parabienes de la gente, sabedora del generoso desprendimiento económico que había realizado al pagar de su bolsillo el final de las obras de la Torre. “Es a Tomás al que le debéis dar las gracias, no a mí”, —decía Quimet a todos los que le felicitaban—.

***

Al final de la primavera de ese año, los días transcurrían pla-cidos en Ontinyent. Quimet pasaba el tiempo entre el taller de carpintería y el cuidado de una huerta que tenía cerca del Pou Clar, desde dónde podía ver la esbelta figura de su Torre Campanario.

El 15 de junio de 1746 el día amaneció claro y soleado, en-turbiado tan solo por unas imperceptibles nubes que colgaban del horizonte, más allá del pico del Benicadell. Conforme avan-zaba la mañana, las nubes aumentaron de tamaño como clara de huevo batida, agitadas por un persistente viento de levante. Iba ser un día revuelto. Quimet se acordó de Melchor el Sacris-tán, obsesionado con los meteoros y sus consecuencias. Ojalá hubiera estado ahí para sonsacarle una previsión, aunque no eran necesarios sus consejos para vaticinar una segura tormen-ta, quizás de granizo, que podría echar a perder las hortalizas.

Sin pensarlo dos veces, a media mañana Quimet cogió algo de comer de la despensa y emprendió el camino de la huerta del Pou Clar. Comió de lo que llevaba y empleó la tarde en co-sechar los calabacines maduros, guardándolos en un pequeño cobertizo. Después protegió las matas de pepinos en flor, aca-bañándolas con maderas. Pero la lluvia no le dio tiempo de ter-minar la tarea. Decenas de gotas como almendras, comenzaron a caer de repente. Quimet entró en el cobertizo para recoger un saco de yute con el que protegerse a modo de capucha. En el bancal de abajo, separado por un pequeño ribazo, estaban plantadas las tomateras cuyos brotes trepaban por un enrejado de cañizo. Quimet descendió por el ribazo en el momento en que el tremendo estruendo de un relámpago estallaba sobre su cabeza. Aturdido, resbaló en la empapada tierra arcillosa y cayó

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de bruces, golpeándose en la cabeza contra las piedras que su-jetaban el talud.

El trueno dio paso a un intenso chaparrón de granizo, gol-peando sin piedad el inerte cuerpo de Quimet que yacía in-consciente en el suelo. A la tromba de granizo le siguió un per-sistente aguacero. En pocos minutos, el bancal de tomates se transformó en un lago en el que Quimet tenía hundido medio cuerpo. La cosecha de hortalizas quedó totalmente destrozada.

En la ciudad la tormenta no fue menos violenta. Júlia la dejó pasar refugiada en casa, sin dejar de pensar en su Padre. Sabía que había ido a la huerta y tenía un terrible presentimiento que no podía espantar. Tan pronto como sintió mimbar la intensi-dad de las gotas de la lluvia, partió hacia el Pou Clar en busca de su Padre. Acompañada por Domingo Fita y con buen paso llegaron a la huerta antes de las siete de la tarde. Había parado de llover. La puerta del cobertizo estaba abierta, pero dentro no había nadie. Júlia se fijó en el bancal de tomateras, convertido en un mar y allí vio a su Padre inmóvil, tendido en el suelo totalmente empapado, temiendo lo peor.

—Todavía respira –gritó Júlia a Fita que corría hacia ellos—. ¡Padre!, ¡Padre!, —siguió gritando Júlia, pretendiendo desper-tar a Quimet de lo que parecía un profundo sueño—.

Le sacó la cabeza medio hundida en el charco y comenzó a darle palmadas en la espalda y a zarandearle tratando de espa-bilarle. Fita comprobó que tenía pulso. Le frotaba el pecho y los brazos, estimulando su reanimación. Al cabo de unos mi-nutos, el cuerpo de Quimet comenzó a reaccionar. Tosió repe-tidas veces, expulsando parte del agua sucia que había tragado y que encharcaba sus pulmones. Entre Júlia y Fita le llevaron al cobertizo en dónde, poco a poco, Quimet iba recuperando el conocimiento. Tiritaba de frio. Había estado más de tres horas echado en la intemperie, empapado de agua y barrido por un viento húmedo y desapacible. Tenía que cambiarse de ropa y entrar rápidamente en calor. Domingo Fita le puso la que él llevaba. Estaba cayendo la noche y quedarse en el cobertizo hubiera sido una temeridad. Júlia y Fita cargaron a Quimet

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sobre los hombros y caminaron hasta Ontinyent, lo más rápido que podían. En la alquería del Alba, dos vecinos les ayudaron a llevar a Quimet al que abrigaron con una manta. Ya de noche, llegaron a la casa de la calle Cordellat. Quimet tenía la frente ardiendo y tosía sin parar.

Júlia le acostó en la cama, permaneciendo todo el tiempo a su lado.

La fiebre se adueñó de Quimet durante casi una semana. Jú-lia le aliviaba con repetidas cataplasmas de arcilla con agua fría. También cortó una cebolla en rodajas que colocó en la planta de sus pies, enrollándolos con un pañuelo. Procuraba rebajar la tos con infusiones de tomillo, suavizándole la garganta con un jarabe a base de miel y limón. Para comer le daba solo caldos, lo único que su Padre podía tragar.

Los remedios y los cuidados de Júlia parecían dar resultado. A los ocho días de la terrible tormenta que arrasó gran parte de las cosechas de Ontinyent, la fiebre remitió y Quimet comenzó a recuperar el color, aunque persistía el dolor en el pecho, sobre todo cuando le sobrevenían los repentinos ataques de tos mez-clados con esputos de color marrón. El médico animaba a Qui-met, quitándole importancia a esas manifestaciones. A Júlia no le ocultaba que por los síntomas, su Padre padecía una fuerte pulmonía. Pero el buen tiempo del verano propició la lenta re-cuperación de Quimet que procuraba solearse dando paseos en las horas en las que el sol no apretaba demasiado. Recuperó el apetito y al menos un par de veces por semana subía a la Torre para estar a solas con sus recuerdos.

Le costaba subir al Campanario. Sus sesenta y siete años y sus doloridos pulmones, le obligaban a descansar dos o tres veces, antes de alcanzar la terraza de las campanas. Allí se sentaba en una silla de enea y pasaba la tarde contemplando el horizonte. Santa Ana, Benicadell, Pou Clar, Sant Esteve, los cuatro puntos cardinales en los que se condensaba toda su vida. Cerraba los ojos y recordaba su infancia. Apenas tenía diez años cuando llo-ró amargamente por primera vez contemplando el cadáver de su tío Bernat. Ahí comenzó todo. Tres meses más tarde, quiso

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despertar a su madre Elena del sueño mortal que la apartó de su lado para siempre. Después llegó la acogida del Plebán Llorenç Civera en la Abadía, su nueva casa y los esmerados cuidados de Teresa, mientras aprendía el oficio de carpintero de manos de Joan Conca.

En lo alto de la Torre, a Quimet se le resucitaban los recuer-dos. Albert Lluch, Josep Pascual, el Jurat Vicent Albuixech y su suegro, Gaspar Diez, el cantero que diseñó la Torre, el padre de María, su amada esposa, la persona a la que más había querido en este mundo. Recordaba a Tomás Ferrero, mucho más que un padre para él. El astuto Contador, el verdadero promotor de la construcción de la Torre. Se acordaba de sus disputas con el Plebán, a cuenta del mérito civil o religioso de la obra, los dos intereses que, unidos, empujaron hacia arriba a la Torre.

De Tomás recordaba especialmente su defensa a ultranza de la libertad de Ontinyent para regir las cosas del Común. La ordenanza de la Sisa con la que se financió la construcción de la Torre, el temor a las consecuencias de sucesos lejanos, la muerte sin heredero de Carlos II y la codicia de las monarquías euro-peas para abalanzarse como buitres sobre la huérfana España, sin importarles el bienestar de los españoles.

Recordó los años en los que la Torre luchaba desesperada-mente contra el reloj de la historia que otros escribían lejos de aquí. Ontinyent porfió con denuedo mientras fue dueña de su destino, levantado la Torre hasta el cuerpo de campanas, antes de que Belluga primero y García Dávila unos días después, sa-quearan la ciudad sucesivamente, despreciando bienes, vidas y honras, un año antes de que en la llanura de Almansa fuera derrotada la ancestral libertad valenciana, con la abolición de los Furs y la imposición a todos los valencianos de las únicas leyes de Castilla.

Quimet recordaba que con Felipe V, la Torre estuvo despro-vista de cualquier recurso económico durante treinta y ocho años. Como también antes, los austracistas despojaron a la Vi-lla de sus recursos con la abolición de los impuestos decretada por Basset en nombre del Archiduque Carlos, con el pretexto

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de propiciar un beneficio para el pueblo, que lo único que trajo en realidad fue el empobrecimiento de las ciudades, sin medios con los que atender las necesidades del Común.

Unos y otros, austracistas y borbones, malhirieron a Ontinyent asestando codiciosas dentelladas a su libertad, indiferentes a los anhelos del pueblo, ciegos y sordos a los deseos de sus gentes, que vieron truncada durante años su ilusión de construir la Torre Cam-panario más alta del Reino de Valencia. Nadie de los que en 1688 iniciaron esa apasionante aventura llegó a ver su sueño cumplido. Tan solo el viejo Quimet Pons, sentado en una silla de enea apo-yada en la pared noroeste del cuerpo de campanas, disfrutaba en silenciosa soledad del sueño de todos aquellos héroes del pasado.

—¿Cómo estás hoy Padre?, —preguntó Júlia al llegar a la terraza de las campanas—.

—No estoy peor que ayer, lo que debe ser que me encuentro mejor, —respondió Quimet con irónico optimismo, agrade-ciendo con una sonrisa el que su hija fuera a por él a la Torre, cada tarde, antes de que anocheciera—. Creo que el aire de aquí arriba me sienta bien, aunque esta maldita tos no se quiere marchar de mi lado.

Júlia sabía por el médico que el aire en altura, ni perjudica-ba, ni daba beneficios a su Padre. Si le dañaba en cambio, la fatiga por subir los ciento siete escalones. Pero a Júlia le resul-taba imposible reprender a su padre por ello. La Torre era toda su vida y Júlia no tenía el coraje para separarle de ella. Bajaron juntos, apoyando Quimet en su hija sus cada día más débiles pasos. Quimet no paró de toser en el corto trayecto desde la Iglesia a la calle Cordellat. Ya en casa, sentado en la mecedora, respiraba fatigosamente mientras Júlia le preparaba la infusión de tomillo, miel y limón. El tibio brebaje no curaba, pero le aliviaba, calmando su implacable tos.

—Cualquier día de estos, ya no podré acompañarte a la To-rre, —dijo Júlia a su Padre en uno de los pocos momentos en que parecía respirar mejor—.

—Querrás decir que no podré acompañarte yo, —respon-dió Quimet—. Me cuesta mucho respirar. En cada espasmo

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de tos, es como si me clavaran un puñado de alfileres en los pulmones.

—Lo tuyo pasará. Pronto podrás subir a la Torre, como si fueras un muchacho, —dijo Júlia tratando de animarle—. Pero lo mío en cambio, va a durar más tiempo. Creo que sobre siete u ocho meses.

—¿Estás tratando de decirme que estás embarazada?, — dijo Quimet emocionado, provocándose un nuevo ataque de tos—.

—Por lo menos esos son los síntomas que aparecen en mi cuerpo. ¿Te alegras, Padre?, —preguntó Júlia en el preciso ins-tante en que Domingo Fita entraba en casa, con la expresión descompuesta, aplazando la respuesta de Quimet—.

—El rey ha muerto, —dijo gravemente Fita—. La noticia acaba de llegar desde Valencia. Felipe V murió de un ataque cerebral el pasado 9 de Julio en el monasterio del Escorial. El oficio del Intendente ordena la celebración de misas y funerales rogando por su alma.

—Unos vienen, otros se van, —respondió Quimet, al que la noticia no parecía haberle afectado—. La historia se repite. Es la ley de la vida. Unos se tienen que marchar para que la vida nueva se abra paso en este mundo.

—Le he dicho que vamos a tener un hijo, —explicó Júlia a Fita, por un momento confundido con las palabras de Qui-met—.

—Claro que me alegro hija mía de ser abuelo. Estoy seguro de que ese chiquillo me hará muy feliz. Creo que ya me está ayudando a recuperar la salud. Ya casi no me duele el pecho, —dijo Quimet animoso pero con dificultades para acabar de pronunciar sus palabras a causa de un nuevo ataque de tos—.

Júlia sirvió un buen caldo a su Padre y le preparó más in-fusión para suavizarle la garganta. Fita marchó a comunicar al Alcalde Joseph Segriá la noticia de la muerte del Rey. Había que preparar el funeral lo antes posible. El Plebán Roque Ber-nabéu lo dispuso para el día siguiente. Aunque fuera en viernes, Ontinyent debía dar muestra de inmediato duelo celebrando cuanto antes una misa por su alma. Al anochecer, el pregonero

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esparcía la noticia por toda la ciudad. Todo el pueblo de Ontin-yent fue convocado a la solemne misa funeral por el Rey Felipe V, que Roque Bernabéu oficiaría el viernes 22 de Julio de 1746 a las doce del mediodía.

A pesar de los esmerados cuidados de Júlia, Quimet pasó una mala noche. La fiebre se había apoderado de nuevo de su cuerpo y la tos le mordía despiadadamente los pulmones, expectorando coágulos de sangre en cada espasmo. Cuando la fatiga era mayor que la resistencia, Quimet conseguía dormir un poco, hasta que un nuevo ataque le despertaba sin remedio. Júlia y Fita perma-necieron en vela toda la noche, tratando de aliviar sus insufribles dolores. Pasadas las cuatro de la madrugada, Quimet ya no des-pertó de uno de los precarios sueños. Sus pulmones destrozados no aguantaron más y dejó de respirar. Júlia se derrumbó llorando a lágrima abierta, mientras besaba el inerte rostro de su Padre.

Domingo Fita no esperó al alba. La muerte de Quimet era un hecho excepcional y no había tiempo que perder. Tras con-solar a Júlia de la mejor manera que pudo, fue en busca del Alcalde y del Plebán para comunicarles el luctuoso suceso.

—Todos sabéis, —dijo Fita—, que Quimet era un hombre extraordinario. Ontinyent tiene hoy la Torre más alta del Reino de Valencia gracias a su empecinada obsesión y a la de otros muchos que ya no están con nosotros. Él es el último de toda esa generación de valientes que hoy nos hacen sentir orgullosos por lo que fueron capaces de hacer. Démosle a Quimet el fune-ral que su portentosa vida merece.

—Pero el Rey ha muerto y todos los pueblos y ciudades te-nemos orden de celebrar solemnes funerales por el monarca, —dijo Segriá—. La ciudad que no lo haga se expone a los mal miramientos del Intendente.

—Nada impide celebrar dos funerales a la vez. Mañana en la misa por el Rey, celebraremos también las exequias de Quimet, —dijo Roque Bernabéu, sin dudar ni un momento—.

—Estoy de acuerdo, —añadió Josep Segriá—. Ontinyent debe mucho a Quimet y ningún rey privará a ese gran hombre del funeral que le corresponde.

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Antes de hacerse de día, todo Ontinyent ya conocía la no-ticia de la muerte de Quimet. Su cuerpo fue trasladado a la Iglesia a primera hora en un sencillo ataúd. Allí fue honrado por todos los habitantes de la ciudad que, en sentida procesión, transmitían a Júlia sus condolencias. La misa funeral por el rey dio comienzo a las doce con las preces de costumbre, rogando con indiferencia por el descanso eterno del rey Felipe. Lo que la gente estaba esperando era el sermón del Plebán en las exequias de Quimet. La Iglesia estaba absolutamente llena, como nunca se recordaba. En medio de un respetuoso silencio Roque dijo desde el pulpito:

“Mis queridos hermanos en el Señor. Hoy asistimos al funeral de un hombre bueno, buen Hijo, buen Padre y buen Esposo. Quimet fue un hombre afortunado, pues La Providencia le regaló el abrir los ojos por primera vez en esta bendita Tierra. Y él se lo agradeció entregando por completo su vida a la mayor gloria de Ontinyent.

Ha muerto Quimet Pons, el último integrante de aquellos hom-bres y mujeres poseedores del más limpio Linaje, que hace cincuen-ta y ocho años se empeñaron en construir la Torre Campanario más alta del Reino de Valencia.

Un Linaje noble y valiente que fue capaz de levantar con con-tagiosa ilusión, el Campanario que será por siempre el orgulloso testigo irrefutable de tan poderosa ambición. El Campanario es hoy el Guardián del Linaje de Quimet, de Tomás, de Gaspar, de Llorenç y de todas las personas que hicieron realidad el sueño de construir nuestra magnifica Torre.

Un Linaje que se transmitirá con toda la integridad de sus bon-dades y virtudes, a los hombres y a las mujeres que nos sobrevivi-rán, que serán afortunados pues recibirán este impagable legado, fruto del anhelo del pueblo que venció todas las dificultades de la historia, para ser ellos los que escribieran su propia historia.

Este es el funeral de nuestro vecino Quimet, un hombre apasio-nado…”

Roque Bernabeu detuvo de golpe su sermón. Por encima de las cabezas de todos los que llenaban la Iglesia, un débil tintineo se escuchaba a los lejos. El silencio se adueñó del tem-

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plo y el tintineo mudó a repique claro. Era la inconfundible campana Ximbolet cuya insistente aguda resonancia se rompía por el característico sonido grave de un badajo al caer sobre el pie de la campana más grande de la Torre. La campana Petra, la hermana mayor, seguía disciplinada los pasos de la pequeña Ximbolet, que continuaba repicando como si no hubiese un mañana.

Una exclamación disipó las dudas iniciales de los fieles que abarrotaban el templo. Sin que nadie lo hubiese ordena-do, Ximbolet había iniciado un volteo de campanas en medio del sermón del Plebán por las exequias de Quimet Pons. Y sus hermanas mayores la seguían obedientes. Ahí estaban las cam-panas Petra, Puríssima, Santíssim, Combregats, Santa Bárbara, Virrey, Sant Ignasi, Consuelito, Sants de la Pedra, Micaleta, Sant Josep,… todas las campanas de la Torre Campanario de la Igle-sia de la Asunción de Santa María de Ontinyent, repicaban en frenético volteo colectivo.

Roque Bernabéu comprendió que sobraban sus palabras. El elocuente sonido de las Campanas era el mejor final para su sermón por las exequias de Quimet. Levantó los brazos dando por finalizada la liturgia y bendijo a sus feligreses que salieron a la calle para contemplar el insólito volteo general de campanas, a pesar de ser un día de funeral.

—Tu nieto no ha llegado a tiempo para conocerte, pero él y también sus nietos y los nietos de sus nietos, recordarán y ad-mirarán a Quimet Pons por la Torre que te sobrevivirá, —dijo Júlia a su Padre, cuando se quedó sola al lado del ataúd—.

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Epílogo

En 1746, Fray José Alberto Pina, fraile arquitecto redactor del remate de la Torre Campanario de la Iglesia de la Asun-

ción de Santa María de Ontinyent, fue contratado para dirigir las obras de la construcción de la Colegiata de Xátiva. En 1760 regresaría a Ontinyent para dirigir las obras de la construcción del Convento de las Madres Carmelitas.

A las siete de la mañana del 23 de marzo de 1748 un fuerte terremoto sacudió las comarcas valencianas de la Costera y

la Vall de Albaida. Una réplica del terremoto se produce el 2 de Abril seguida de una tercera un mes más tarde, el 5 de mayo. La sucesión de terremotos arruinó completamente el Monasterio y el Castillo de Montesa, mientras que la Torre Campanario de Ontinyent apenas sufrió leves desperfectos en los jarrones ornamentales de piedra del primer cuerpo de remate.

En mayo de 1850 está fechada la pintura más antigua que se conoce de la Torre de las Campanas, con su remate origina-

rio de la cúpula vidriada a cuatro aguas. El grabado es obra del pintor Vicente Tortosa Calabuig, que reproduce una imagen de la esbelta Torre, con vista desde la Plaza Mayor en un día de mercado.

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El 25 de mayo de 1859, en medio de una gran tormenta, una potente centella impacta sobre la cúpula vidriada del

segundo remate y lo destruye por completo. El inservible teja-do tiene que demolerse para evitar desprendimientos y percan-ces. La Torre permanece sin remate durante veintiún años. En 1875 se solicita ayuda al Rey Alfonso XII cuando el tren que le traslada de Valencia a Madrid se detiene en la población de Fuente la Higuera. La petición no es atendida y el 21 de Junio de 1880, el Ayuntamiento acuerda construir el característico fanal de hierro fundido que ha llegado hasta nuestros días y que fue pagado por medio de una suscripción popular entre los hacendados de la ciudad.

En 1870 se solicitó presupuesto a un prestigioso relojero para que instalara una gran esfera exterior con las saetas de

un reloj, sincronizado con las horas que marcaba la campana Rauxa i Foc. La esfera debería colocarse en mitad del cuerpo noble de la fachada recayente a la Plaza Mayor y debía ser lu-minosa por lo que en cada anochecer, un hombre debía atra-vesar la pared de la Torre para encender el candil de aceite. Las paredes de la Torre eran tan gruesas que fue imposible abrir un hueco del tamaño suficiente por el que cupiera una persona. Diez años después, en 1880, Thomas Alva Edison patentó la bombilla eléctrica incandescente de filamento de carbono. A pesar del manifiesto avance tecnológico, nunca se retomó el proyecto de instalación de la esfera luminosa del reloj.

El 5 de Diciembre de 1881 es bendecida la Campana de la Purísima, la tercera más grande la Torre, colgada en la hor-

nacina de la izquierda de la cara noreste, la que mira a la Plaza Mayor. Esta campana y todas las demás, fueron descolgadas en 1936 en el transcurso de la guerra civil española para ser fundi-das y convertidas en material bélico. Tan solo la Petra y Santi-sim permanecieron en su lugar, al igual que la campana Rauxa i Foc que desde su colocación en 1745, continúa marcando las horas de la vida de Ontinyent de manera ininterrumpida desde

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hace doscientos setenta y tres años. Todas las campanas fueron repuestas en los años posteriores al final de guerra.

En mayo de 1983, por una acertada actuación del Ayunta-miento, fueron derruidas las casas que se habían construi-

do adosadas a los cimientos y murallón de la base de la Torre, dejando al descubierto la totalidad de la magnífica estructura levantada desde 1689 a 1746.

Por alguna razón desconocida, la inscripción civil que debía esculpir el escudo y armas de la ciudad al pie de la Torre

concertada en el capítulo 18 del pliego de condiciones de 1745, nunca se llegó a colocar. La inscripcion debia decir: “Otro si, tendrá obligación el Maestro por quien quedare dicha obra de es-culpir y vaciar las armas de la Villa el escudo que esta al pie del Campanario, asi a la parte que mira al Hospital, en las piedras que estan puestas para este fin”. En dicho lugar, en 1904, al cumplirse el cincuenta aniversario del dogma de la Inmaculada Concep-ción, se colocó una artística lápida con la siguiente inscripción religiosa “Regina sine labe originali concepta, ora pro nobis. La muy noble ciudad de Ontinyent consagra este recuerdo de amor a su celestial patrona en el quincuagésimo año de la proclamación del dogma de su concepción inmaculada. Anno MVCCCCIV.”

El 13 de febrero de 1997 se inscribe en el Registro Civil de Ontinyent el Pleno Dominio de la Finca registral número

26140, comprensiva del Edificio Religioso destinado a Templo Parroquial, que incluye a la Torre de las Campanas. El titular es la Parroquia de la Asunción de Nuestra Señora de Santa María. El titulo de adquisición es la certificación numero 206, en vir-tud de Documento Privado de Inmatriculación, instado por el Arzobispado de Valencia.

En la actualidad, la Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María de Ontinyent, con sus 72 me-

tros de altura, continúa siéndo la más alta de la Comunidad

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Valenciana, por delante del Campanario de la Seu de Xátiva (69 metros), el Campanario de Alcalá de Xivert (68 metros) y el Micalet de Valencia (64 metros). Es la única con doble hor-nacina campanil por cara y la que más campanas alberga en su interior con un total de trece bronces y una matraca que solo se emplea durante la Semana Santa.

Es la segunda Torre Campanario más alta de España des-pués de la Giralda de Sevilla (97,5 metros, más 3,5 del Gi-

raldillo) y la primera de construcción totalmente cristiana, si tomamos en consideración que la Giralda fue anteriormente minarete árabe.

Los nombres de las Campanas que aparecen en la Novela son los mismos que actualmente tienen los trece bronces que

cuelgan en la Torre Campanario de la Iglesia de la Asunción de Santa María, a excepción de la campana Virrey, que es fruto de la imaginación del autor, al servicio de la trama de la propia no-vela. Su exacto emplazamiento en la Torre, puede consultarse en el plano de las guardas de este libro.

Hoy en día, la Torre mantiene viva su actividad campanil gracias a la esforzada labor de la Colla de Campaners que

ha recuperado la mayoría de los ancestrales “tocs i repics” y que están presentes tanto en el devenir de las liturgias y aconte-cimientos religiosos de todo el año, como en los actos de las centenarias Fiestas de Moros y Cristianos, que se celebran en Ontinyent a finales de Agosto.

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