el destino de juan morenas

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Pagina nueva 1 Julio Verne EL DESTINO DE JUAN MORENAS Traducción de Sáenz de Jubera (revisado por Elisenda Bachs) I Aquel día -a fines del mes de septiembre, hace ya mucho tiempo- un rico carruaje se detuvo ante el hotel del Vicealmirante comandante de la plaza de Tolón. Un hombre de cuarenta años, poco más o menos, de consti-tución robusta, pero de aspecto y modales bastante vul-gares, bajó de él e hizo pasar al Vicealmirante, además de su tarjeta, algunas cartas suscritas por tales personajes que la audiencia que solicitaba hubo de serle inmediatamente concedida. -¿Es al señor Bernardón, el armador tan conocido en Marsella, a quien tengo el honor de hablar? -pregun-tó el Vicealmirante tan pronto como se encontró en pre-sencia de aquel personaje. -Al mismo -respondió éste. -Tenga la bondad de sentarse -prosiguió el Viceal-mirante-, y de decirme en qué puedo servirle. -Gracias, Almirante; creo que la petición que tengo que dirigirle no es de las difíciles de ser acogidas favora-blemente. -¿De qué se trata? -Sencillamente de obtener una autorización para vi-sitar el presidio. -Nada más sencillo, en efecto, y eran del todo super-fluas las cartas de recomendación que usted me ha transmitido. Un hombre que lleva el nombre de usted no necesitaba de ello. El señor Bernardón se inclinó levemente, y después, habiendo manifestado de nuevo su gratitud, quiso enterarse de las formalidades que habían de llenarse. -Ninguna -se le contestó-; vaya usted a ver al Ma-yor General con esta carta mía, y en el acto se verá complacido Página 1

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de Julio Verne

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    Julio Verne

    EL DESTINO DE JUAN MORENAS

    Traduccin de Senz de Jubera (revisado por Elisenda Bachs)

    I Aquel da -a fines del mes de septiembre, hace ya mucho tiempo- un rico carruaje se

    detuvo ante el hotel del Vicealmirante comandante de la plaza de Toln. Un hombre de cuarenta aos, poco ms o menos, de consti-tucin robusta, pero de aspecto y modales bastante vul-gares, baj de l e hizo pasar al Vicealmirante, adems de su tarjeta, algunas cartas suscritas por tales personajes que la audiencia que solicitaba hubo de serle inmediatamente concedida.

    -Es al seor Bernardn, el armador tan conocido en Marsella, a quien tengo el honor de hablar? -pregun-t el Vicealmirante tan pronto como se encontr en pre-sencia de aquel personaje.

    -Al mismo -respondi ste.

    -Tenga la bondad de sentarse -prosigui el Viceal-mirante-, y de decirme en qu puedo servirle.

    -Gracias, Almirante; creo que la peticin que tengo que dirigirle no es de las difciles de ser acogidas favora-blemente.

    -De qu se trata?

    -Sencillamente de obtener una autorizacin para vi-sitar el presidio.

    -Nada ms sencillo, en efecto, y eran del todo super-fluas las cartas de recomendacin que usted me ha transmitido. Un hombre que lleva el nombre de usted no necesitaba de ello.

    El seor Bernardn se inclin levemente, y despus, habiendo manifestado de nuevo su gratitud, quiso enterarse de las formalidades que haban de llenarse.

    -Ninguna -se le contest-; vaya usted a ver al Ma-yor General con esta carta ma, y en el acto se ver complacido

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  • Pagina nueva 1el acto se ver complacido.

    Despidise el seor Bernardn, hacindose conducir delante del Mayor General, y obtuvo en seguida el permiso de visitar el Arsenal; un ordenanza le condujo a la casa del Comisario del presidio, que se ofreci a acompaarle.

    Sin dejar de dar las gracias ms expresivas, el marse-lls declin la oferta que se le hiciera y manifest deseos de estar solo.

    -Como usted guste, caballero -dijo el Comisario.

    -No hay, pues, ninguna dificultad en que circule yo libremente por el interior del presidio?

    -Ninguna.

    -Ni en que me comunique con los presos?

    -Tampoco. Prevendr a los ayudantes y no le pondrn dificultades.

    -Gracias.

    -Me permitir usted, sin embargo, que le pregunte cul es su propsito al hacer esta visita, tan poco grata?, indudablemente.

    -Mi propsito...?

    -S; sera por mera curiosidad o persigue usted; otro objetivo...? Un objetivo filantrpico, por ejemplo.

    -Filantrpico precisamente -repuso vivamente el seor Bernardn.

    -Perfectamente! -dijo el Comisario-. Estamos acostumbrados a semejantes visitas, que no se ven con malos ojos en las altas esferas. El Gobierno trata incesantemente de introducir todas las mejoras posibles en el rgimen de los presidios; muchas ya se han realizada,

    El seor Bernardn aprob con un gesto, sin responder de otro modo, como un hombre a quien esas cosas no -interesan en alto grado; pero el Comisario, que slo pensaba en este asunto y hallndose en una ocasin propicia para formular una declaracin de principios, no noto aquel palmario desacuerdo entre la indiferencia de su visitante y el fin confesado de sus gestiones, y prosigui imperturbablemente:

    -Es sumamente difcil guardar un justo trmino en semejante materia. Si bien no deben extremarse los rigores de la ley, es preciso, no obstante, mantenerse en guardia contra los crticos sentimentales que se olvi-dan del crimen para no ver sino el castigo. Nosotros sin embargo aqu no perdemos nunca de vista que la justi cia debe moderarse

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    Nosotros, sin embargo, aqu no perdemos nunca de vista que la justi-cia debe moderarse.

    -Semejantes sentimientos honran a usted -respon-di el seor Bernardn-, y si mis observaciones particu-lares pueden interesarle, tendr mucho gusto en comuni-carle las que mi visita al presidio me sugiera.

    Los dos interlocutores se separaron, y el marsells, provisto de un pase en toda regla, se dirigi hacia el presidio.

    El puerto militar de Toln se compone, principal-mente, de dos inmensos polgonos que se apoyan sobre el, muelle por su lado septentrional. El uno, designado con el nombre de Drsena Nueva, se halla situado al Oeste del otro, llamado Drsena Vieja. La periferia de esas murallas, verdaderos prolongamientos de las fortificaciones de la ciudad, estaba sealada por diques bastante amplios para soportar varias construcciones, talleres de m-quinas, cuarteles, almacenes de la Marina, etc. Cada una de esas drsenas, que existen todava hoy, tiene en la parte Sur una abertura suficiente para dar paso a los r. buques de alto bordo. Fcilmente hubiesen constituido diques flotantes si la constancia del nivel del Mediterr-neo, que no se halla sujeto a mareas apreciables, no lob hiciera intiles.

    En la poca de los acontecimientos que van a ser referidos, la Drsena Nueva estaba limitada al Oeste por los Almacenes y el Parque de Artillera, y al Sur, a la derecha de la entrada queda a la pequea rada, por los presidios actualmente suprimidos. Estos comprendan dos edificios unidos entre s y formando ngulo recto. EI, primero, ante el taller de mquinas, se hallaba expuesta al medioda; el segundo miraba a la Drsena Vieja y continuaba por los cuarteles y el hospital. Independientemente de estas construcciones, existan dos presidios flotantes, en los que se alojaban los condenados por un tiempo mayor o menor, mientras que los condenados a perpetuidad estaban alojados en tierra firme.

    Si hay un sitio en el mundo donde no debe reinar la igualdad, es, seguramente, en presidio. En relacin con la cantidad y la calidad de los crmenes y el grado de perversidad de los espritus, la escala de las penas y cas-tigos debera implicar distinciones de castas y de rangos. Ahora bien, est muy lejos de suceder as. Los condena-dos de toda edad y de todo gnero estn completamente mezclados. De esta deplorable promiscuidad no puede menos de resultar una corrupcin vergonzosa, y el conta-gio del mal ejerce sus estragos entre aquellas masas gan-grenadas.

    En el momento de dar comienzo este relato, el presi-dio de Toln contena cerca de cuatro mil forzados. Las Direcciones del Puerto, de las Construcciones Navales, de la Artillera, del Almacn General, de las Construccio-nes Hidrulicas y de los Edificios Civiles empleaban tres mil, a los cuales estaban reservados los trabajos ms penosos. Los que no podan encontrar sitio en esas cinco grandes divisiones eran empleados en el puerto, en la carga, descarga y remolque de los buques, en el trans-porte de los residuos, en el embarque y desembarque de municiones y vveres. Otros eran enfermeros empleados especiales, o se hallaban condenados a la doble cadena, a causa de tentativa de evasin.

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  • Pagina nueva 1de e asin.

    Haca mucho tiempo, antes de la visita del seor Ber-nardn, que no se haba registrado ningn incidente de esta naturaleza, y durante muchos meses el can de alarma no haba resonado en el puerto de Toln.

    No era que el amor a la libertad se hubiera debilitado en el corazn de los forzados, sino que el desaliento les haba invadido. Habiendo sido despedidos algunos guar-dianes convictos de incuria o de traicin, una especie de cuestin de honor haca ms severa y meticulosa la vigi-lancia de los dems. El Comisario del presidio se felicita-ba mucho por este resultado, sin que por eso se tranquilizase totalmente, reposando en una engaosa seguridad, porque en Toln las evasiones eran ms frecuentes y ms fciles que en cualquier otro puerto de represin.

    Las doce y media daban en el reloj del Arsenal, cuan-do el seor Benardn llegaba a la extremidad de la Dr-sena Nueva. El muelle estaba desierto; media hora antes, la campana haba llamado a sus prisiones respectivas a los forzados, que estaban trabajando desde la madrugada, recibiendo entonces cada uno de ellos su correspon-diente racin. Los condenados a perpetuidad haban su-bido sobre su banco, donde un vigilante los haba encadenado en seguida, en tanto que los dems forzados podan pasear libremente en toda la longitud de la habi-tacin. Al toque del silbato del ayudante se haban acurrucado en torno de las cazuelas, que contenan una sopa hecha, todo el ao, de habas secas.

    Los trabajos se reanudaran a la una para no abando-narlos hasta las ocho de la noche. Entonces se les volve-ra a llevar a sus crceles, donde, durante algunas horas de sueo, les sera posible olvidar su triste destino.

    II El seor Bernardn se aprovech de la ausencia de los forzados para examinar la

    disposicin del puerto. Es de suponer, sin embargo, que el espectculo slo le in-teresaba medianamente, porque no tard en maniobrar de manera para encontrarse cerca de uno de los ayudan-tes, al que se dirigi sin vacilaciones:

    -A qu hora vuelven al puerto los prisioneros, ca-ballero?

    -A la una respondi el ayudante.

    -Se hallan todos reunidos y sometidos indistinta-mente a los mismos trabajos?

    -No, seor. Hay algunos empleados en industrias particulares, bajo la direccin de contramaestres. En los talleres de cerrajera, cordelera y fundicin, que exigen

    i i t i l t l tPgina 4

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    conocimientos especiales, se encuentran excelentes obreros.

    -Y se ganan la vida?

    -Indudablemente.

    -Hasta qu punto?

    Eso segn. Pueden sacar de cinco a veinte cntimos por hora; algunas veces pueden llegar hasta treinta cn-timos.

    -Y tienen derecho a emplear ese dinero para mejo-rar su suerte?

    -S. Pueden comprar tabaco, porque, a pesar de los, reglamentos y disposiciones contrarios, se tolera que fumen; pueden tambin, por algunos cntimos, adquirir raciones de guisado o de legumbres.

    -Tienen el mismo salario los condenados a perpe-tuidad que los otros?

    -No, seor; estos ltimos tienen un suplemento de una tercera parte, que se les guarda hasta la extincin de su condena, y entonces se les entrega, a fin de no estar a la indigencia ms completa, al salir del presidio.

    -Ah! -dijo pura y simplemente el seor Bernardn, que pareci estar absorto en sus pensamientos.

    -A fe ma, caballero prosigui el ayudante , no son desgraciados hasta el extremo que muchos imagi-nan. Si por sus faltas o sus tentativas de evasin no au-mentasen ellos mismos la severidad del rgimen, seran menos dignos de compasin que muchos obreros de las ciudades, de las fbricas y de las minas.

    -La prolongacin de la pena pregunt el mar-sells, cuya voz pareci un poco alterada , no es, por tanto, el nico castigo que se les inflige en caso de tenta-tiva de evasin?

    -No; se les aplica tambin una paliza y la doble cadena.

    -Una paliza...?

    -Que consiste en golpes sobre las espaldas, de quin-ce a sesenta, segn los casos, aplicados con una cuerda embreada.

    -Y es indudable que todo intento de fuga resultar imposible para un condenado a la doble cadena?

    -Casi, casi -respondi el ayudante-; los condena-dos se hallan entonces sujetos al

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    pie de su banco, y no salen nunca. En semejantes condiciones, una evasin no es cosa fcil.

    -Es, por consiguiente, durante los momentos en que se hallan entregados al trabajo cuando se escapan con ms facilidad?

    -Indudablemente. Las parejas, aunque vigiladas por un celador, disfrutan de cierta libertad, exigida por el trabajo, y es tal la habilidad de esas gentes que, a despe-cho de la ms activa vigilancia, en menos de cinco minu-tos rompen la cadena ms fuerte. Cuando la chaveta re-machada en el perno mvil est muy dura, conservan la argolla que les rodea la pierna y rompen el primer eslabn de su cadena. Muchos forzados de los empleados en los talleres de cerrajera encuentran en ellos, sin gran esfuerzo, los tiles e instrumentos necesarios. Con fre-cuencia, les basta la placa de hierro en la que va grabado su nmero respectivo. Si consiguen procurarse un resor-te de reloj, no tarda mucho en orse el estampido del can de alarma. En fin, poseen mil recursos, y un con-denado ha llegado a vender hasta veintids de esos se-cretos por evitarse una paliza.

    -Pero dnde pueden esconder esos instrumentos?

    -En todas partes y en ninguna. Un forzado lleg a producirse heridas, y ocultaba entre piel y carne trocitos de acero. Recientemente, yo confisqu a un condenado un cesto de paja, cada una de cuyas hebras encerraba limas y sierras imperceptibles. Nada es imposible, caba-llero, a hombres deseosos de reconquistar su libertad.

    En aquel momento dio la una; el ayudante salud al seor Bernardn y se dirigi a su puesto para reanudar el servicio.

    Los forzados salan entonces del presidio, solos los unos, acoplados los otros dos a dos, bajo la vigilancia de los celadores. Pronto el puerto reson con el ruido de las voces, el choque de los hierros y las amenazas de los capataces.

    En el Parque de Artillera, donde el azar le condujo, el seor Bernardn encontr fijado el cdigo penal de la chusma.

    Ser castigado con la pena de muerte todo condena-do que hiera a un agente, que mate a su camarada, que se rebele o provoque una rebelin; ser condenado con tres aos a doble cadena el condenado a perpetuidad que haya intentado evadirse; a tres aos de prolongacin de pena, el forzado temporal que haya cometido el mismo crimen, y a una prolongacin, que ser determinada me-diante un juicio, todo forzado que robe una suma supe-rior a cinco francos.

    Ser castigado con la paliza todo condenado que haya roto sus hierros o empleado un medio cualquiera para evadirse, que robe una suma superior a cinco francos, que se embriague, que juegue a juegos de azar, que fume en el puerto, que venda o estropee sus harapos, que escriba sin permiso, aquel sobre el cual se encuentre una suma superior a diez francos, que se bata con su camara-da, que se niegue a trabajar o se muestre i i

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    insubordi-nado.

    Despus de leerlo, el marsells se qued pensativo. Fue apartado de sus reflexiones por la llegada de unos grupos de forzados. El puerto se encontraba en plena actividad, distribuyndose en todas partes el trabajo. Los contramaestres hacan or ac y all sus voces rudas:

    -Diez parejas para Saint Mandrier!

    -Quince calcetines para la cordelera!

    -Veinte parejas a la arboladura!

    -Un refuerzo de seis rojos a la drsena!

    Los trabajadores solicitados se dirigan a los sitios designados, excitados por las injurias de los ayudantes, y con frecuencia por sus temibles ltigos. El marsells con-templaba con suma atencin a cuantos forzados desfila-ban ante l. Unos se uncan a carretas sumamente carga-das; otros transportaban sobre sus espaldas pesados maderos, y otros se dedicaban al remolque de los buques.

    Los forzados, sin distincin, estaban vestidos con una casaca roja, una almilla del mismo color y un pantaln de grosera tela gris. Los condenados a perpetuidad lleva-ban un gorro de lana enteramente verde; a menos de hallarse dotados de aptitudes especiales, eran empleados en los trabajos ms rudos. Los condenados sospechosos, por razn de sus perversos instintos o por sus tentativas de evasin, estaban tocados con un gorro verde con una ancha banda roja. Para los condenados temporales esta-ba reservado el gorro uniformemente rojo, adornado con una placa de hojalata que llevaba el nmero de matrcu-la de cada uno de los forzados. Estos ltimos eran los que el seor Bernardn examinaba ms atentamente.

    Los unos, encadenados de dos en dos, tenan cadenas de ocho a veintids libras. La cadena, partiendo del pie de uno de los condenados, suba hasta su cintura, donde se hallaba sujeta, e iba a adherirse a la cintura y al pie del otro. Estos desdichados se llamaban humorstica-mente los Caballeros de la guirnalda. Otros forzados lleva-ban slo una cadena de nueve a diez libras, y otros un solo anillo, denominado calcetn, que pesaba de dos a cuatro libras. Algunos presidiarios temibles tenan el pie cogido en un martinete, herramienta en forma de trin-gulo, rematada a cada uno de sus extremos alrededor de la pierna y templada de una manera especial, que resiste a todo esfuerzo de rotura.

    El seor Bernardn, interrogando ora a los forzados, ora a los vigilantes, fue recorriendo los diversos trabajos del puerto. Ante l se desarrollaba un cuadro tristsimo, muy a propsito para conmover el corazn de un filn-tropo, y sin embargo, a decir verdad, el seor Bernardn no pareca verlo. Sin pararse a contemplar la escena en su conjunto, sus ojos buscaban por todas partes, exami-nando a los forzados uno tras uno, como si entre aquella innumerable muchedumbre hubiera buscado a uno que no le esperaba Pero

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    entre aquella innumerable muchedumbre hubiera buscado a uno que no le esperaba. Pero la investigacin se prolongaba en vano, y por instantes se vea retratarse el desaliento en el rostro del inquieto visitante.

    El azar del paseo acab al fin por conducirle junto a la arboladura. Sbitamente se detuvo y sus ojos se fija-ron sobre uno de los hombres que trabajaban en el ca-brestante. Desde el sitio donde se encontraba poda ver el nmero del forzado, el nmero 2.224, grabado en una placa de hojalata sujeta en el gorro rojo de los condena-dos temporales.

    III El nmero 2.224 era un hombre de treinta y cinco aos, slidamente constituido. Su

    rostro era franco y de-notaba a un tiempo inteligencia y resignacin; no la re-signacin del bruto cuyo cerebro ha sido aniquilado por un trabajo degradante, sino la aceptacin reflexiva de. una desgracia inevitable, en manera alguna incompati-ble con la supervivencia de la energa interior, como lo atestiguaba la firmeza de su mirada.

    Estaba acoplado a un viejo forzado, quien, ms endu-recido y ms bestial, contrastaba singularmente con l, y cuya frente deprimida no deba abrigar ms que pensa-mientos abyectos.

    Las parejas estaban izando entonces los mstiles de un navo recientemente botado, y, con objeto de acompa-sar sus esfuerzos, cantaban la cancin de la Viuda. La Viuda es la guillotina, viuda de todos aquellos a quienes mata:

    Oh! Oh! Oh! Jean Pierre, oh! Fais toilette! V'l, v'l! 1'barbier! oh! V'l la charrette! Ah! ah! ah! Fauchez Colas!

    El seor Bernardn aguard pacientemente a que los trabajos fuesen interrumpidos. La pareja que le interesa-ba se aprovech del respiro para descansar. El ms viejo de los dos forzados se tendi cuan largo era sobre el suelo, y el ms joven, apoyndose sobre los brazos de un ancla, se qued en pie.

    El marsells se acerc a este ltimo.

    Amigo mo le dijo , deseara hablarle.

    Para adelantarse hacia su interlocutor, el nmero 2.224 tuvo que estirar la cadena, cuyo movimiento sac al viejo forzado de su somnolencia.

    -Eh, eh! dijo . Vas a quedarte quieto?

    -Cllate, Romano. Quiero hablar a este seor.

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  • Pagina nueva 1,

    -Te digo que no quiero!

    -Vamos, suelta un poco de tu cadena!

    -No, cojo la mitad que me corresponde.

    -Romano...! Romano! grit el nmero 2.224, que comenzaba a sulfurarse.

    -Pues bien, jugumosla! dijo el Romano sacando del bolsillo una baraja grasienta.

    -Bueno dijo el joven forzado.

    La cadena de los dos forzados estaba formada por dieciocho anillos se seis pulgadas. Cada uno posea, pues, nueve, y dispona, por tanto, de un radio equivalente de libertad.

    El seor Bernardn se adelant hacia el Romano.

    -Yo le compro su parte de cadena.

    -Y con qu?

    El negociante sac cinco francos de su bolsillo.

    -Un ojo de buey...! exclam el forzado . No hay ms que hablar!

    Se apoder de la moneda, que desapareci no se sabe dnde, y luego, extendiendo sus anillos, que haba en-rollado ante l, recobr su posicin, acostndose en el suelo.

    -Qu quiere usted de m? pregunt el nmero 2.224 al marsells.

    ste, mirndole fijamente, dijo:

    -Se llama usted Juan Morenas, y fue condenado a veinte aos de galeras por homicidio y robo. En la actua-lidad, ha cumplido ya la mitad de su pena.

    -Es cierto dijo Juan Morenas.

    -Es usted hijo de Juana Morenas, de la villa d Sain-te Marie des Maures.

    -Mi pobre querida madre! dijo el condenado tris-temente . No me hable usted de ella...! Muri!

    -Hace nueve aos dijo el seor Bernardn.

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    -Tambin es verdad. Quin, pues, es usted, caballe-ro, para conocer tan bien mis asuntos?

    Qu le importa? replic el seor Bernardn . Lo esencial es lo que yo deseo hacer en favor de usted. Escuche y tratemos de no prolongar demasiado nuestra conversacin. De aqu a dos das, preprese para huir. Compre el silencio de su compaero, prometindole cuanto sea necesario, que yo cumplir mi promesa. Cuando se halle usted dispuesto, recibir las instruccio-nes necesarias. Hasta la vista!

    El marsells prosigui tranquilamente su inspeccin,, dejando al forzado estupefacto con lo que acababa de or. Dio algunas vueltas por el Arsenal, visit diversos talleres y pronto lleg hasta donde se encontraba su ca-rruaje, cuyos caballos le llevaron al trote largo.

    IV Quince aos antes del da en que el seor Bernardn deba tener, con el forzado

    nmero 2.224, este breve di-logo en el presidio de Toln, la familia Morenas, com-puesta de una viuda y de sus dos hijos, Pedro, entonces de veinticinco aos, y Juan, cinco aos ms joven, viva feliz en el pueblo de Sainte Marie des Maures.

    Los jvenes ejercan ambos el oficio de carpintero, y tanto en el lugar como en los pueblos prximos no les

    Se llama usted Juan Morenas. faltaba el trabajo. Ambos, igualmente hbiles, eran igualmente solicitados.

    Desigual era, por el contrario, el lugar que uno y otro ocupaban en la estimacin pblica, y hay que reconocer que semejante diferencia estaba plenamente justificada. En tanto que el menor, asiduo al trabajo y adorando apasionadamente a su madre, hubiera podido servir de modelo a todos los hijos, el primognito no dejaba de permitirse alguna calaverada de tiempo en tiempo. Vio-lento e irascible, con frecuencia era, despus de haber, bebido, el hroe de disputas y hasta de rias, y su lengua le haca an ms dao que sus acciones, por dejar esca-par muchas veces frases inconsideradas. Maldeca de su existencia, encerrada en aquel rincn de montaas, y manifestaba su deseo de correr a conquistar, bajo otros climas, una rpida fortuna. Y no era necesario nada ms para inspirar desconfianza a las almas de los campesi-nos, apegadas a la tradicin. No eran, sin embargo, muy graves las quejas que de l se tenan. Por eso, sin perjui-cio de conceder ms simpatas al hermano, se contenta-ban de ordinario con considerarle como un cabeza loca,, tan capaz del bien como del mal, segn los azares que le ofreciera la existencia.

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    La familia Morenas era, pues, feliz, a despecho de esas ligeras nubecillas, y su felicidad la deba a su per-fecta unin. Como hijos, ninguno de los dos jvenes me-reca serias crticas, y como hermanos se amaban con todo su corazn, y el que hubiese atacado a uno de ellos habra tenido dos adversarios contra quien combatir.

    La primera desgracia que fue a herir a la familia Mo-renas fue la desaparicin del hijo primognito. El mismo da en que cumpla los veinticinco aos parti, como de costumbre, a su trabajo, que aquel da le llamaba a un pueblo prximo. En vano aquella noche aguardaron su madre y su hermano su regreso; Pedro Morenas no volvi.

    Qu le haba acontecido? Haba sucumbido en una de sus habituales reyertas? Haba sido vctima de un accidente o de un crimen? Tratarase pura y simple-mente de una fuga? Estas preguntas jams tuvieron res-puesta alguna.

    La desesperacin de la madre fue profunda e intensa.

    El tiempo, con todo, hizo su obra, y poco a poco la exis-tencia fue recobrando su tranquilo curso. Gradualmente, sostenida por el cario de su segundognito, la seora Morenas conoci esa melancola resignada, que es el ni-co goce de los corazones combatidos por el infortunio.

    Cinco aos transcurrieron as, cinco aos durante los cuales la abnegacin filial de Juan Morenas no se des-minti un solo instante. Al expirar el ltimo de estos cinco aos, y cuando ste cumpla los veinticinco aos de edad, una segunda y ms terrible desgracia hiri a aquella familia, que tan cruelmente haba padecido.

    A poca distancia de la casita que habitaba, el propio hermano de la viuda, Alejandro Tisserand, tena abierta la nica posada del pueblo. Con el to Sandro, segn Juan tena la costumbre de llamarle, viva su ahijada Mara. Mucho tiempo antes habala l recogido, a la muerte de sus padres, y una vez que entr en la posada no volvi ya a salir de ella. Ayudando a su bienhechor y padrino en la explotacin de la modesta hospedera, all haba vivido, franqueando sucesivamente las etapas de la infancia y de la adolescencia. En el momento en que Juan Morenas cumpla los veinticinco aos, ella tena dieciocho, y la nia de otro tiempo se haba convertido en una joven tan buena y simptica como linda.

    Ella y Juan haba crecido uno al lado del otro. Se haban entretenido juntos en los juegos propios de la infancia, y ms de una vez la vieja posada haba resona-do con sus gritos. Luego, gradualmente, las distracciones haban ido cambiando de naturaleza, al mismo tiempo que se modificaba lentamente en el corazn de Juan, cuando menos, la primitiva amistad infantil.

    Lleg un da en que Juan am como a futura esposa a la que hasta entonces slo haba tratado como a la her-mana querida; la am conforme a su honrada naturale-za, como amaba a su madre, con igual abnegacin, con el mismo ardor, con anloga abdicacin de todo su ser.

    G i il i i ll iPgina 11

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    Guard, sin embargo, silencio y nada dijo de sus pro-yectos a aquella de quien anhelaba ser esposo. Y es que haba comprendido demasiado bien que la ternura y el afecto de la muchacha no haban evolucionado como los suyos. A1 mismo tiempo que su amistad fraternal se ha-ba transformado gradualmente en amor, el corazn de Mara haba continuado siendo el mismo. Con la misma tranquilidad se posaban sus ojos sobre el compaero de la infancia, sin que ninguna emocin nueva se mezclase en sus relaciones.

    Consciente de este desacuerdo, Juan, por consiguien-te, guardaba silencio y ocultaba sus secretas ansias con gran disgusto del to Sandro, que, profesando hacia su sobrino la mayor estimacin, se hubiera considerado di-choso confindole a la vez a su ahijada y los escasos ahorros reunidos en cuarenta aos de un trabajo in-cesante. El to, sin embargo, no perda las esperanzas. Todo poda arreglarse, teniendo en cuenta que Mara an era joven. Con la ayuda del tiempo llegara a recono-cer los mritos de Juan, y ste se atrevera entonces a formular su peticin, que sera favorablemente acogida.

    As estaban las cosas, cuando un drama imprevisto vino a conmover al pueblo. Una maana, el to Sandro fue hallado muerto, estrangulado delante del mostrador, cuya caja haba sido vaciada hasta el ltimo cntimo. Quin era el autor de aquel asesinato...? Tal vez la jus-ticia hubiese realizado durante mucho tiempo pesquisas intiles, si la propia vctima no hubiese tenido cuidado de designarle. Entre las crispadas manos del cadver se encontr, en efecto, un trozo de papel, sobre el que, antes de expirar, Alejandro Tisserand haba trazado estas pala-bras: Mi sobrino es quien... No haba tenido fuerzas para escribir ms y la muerte haba llegado a detener su mano en medio de la frase acusadora.

    sta, por lo dems, era suficiente para el caso, ya que Alejandro Tisserand no tena ms que un sobrino, y no era, por tanto, posible la menor duda.

    El crimen fue fcilmente reconstituido. En la vspera por la noche no haba nadie en la posada. El asesino, por lo tanto, deba haber llegado de fuera, y tena que ser muy conocido de la vctima, toda vez que Tisserand, muy desconfiado por naturaleza, haba abierto sin difi-cultad. Era igualmente indudable que el crimen debi cometerse temprano, ya que el posadero se encontraba vestido. A juzgar por las cuentas sin terminar que haban quedado sobre el mostrador, se encontraba dispuesto a comprobar su balance en el momento de llegar el crimi-nal. Al ir a abrir, se haba llevado maquinalmente consigo el lpiz del que se estaba sirviendo, y del cual debi hacer luego uso para designar a su asesino.

    Este ltimo, apenas haba entrado, haba cogido a su vctima por el cuello y lo haba derribado por tierra; el drama haba debido desarrollarse en muy pocos minu-tos. No quedaba, en efecto, ninguna huella de lucha, y Mara no haba advertido ningn ruido en su habitacin, si bien es verdad que estaba bastante alejada del teatro del suceso.

    Juzgando muerto al posadero, el asesino haba vacia-do la caja y husmeado concienzudamente en la alcoba, como lo demostraba el lecho deshecho y los armarios revueltos. Finalmente, una vez recogido su botn, haba-se apresurado a huir sin dejar huellas que pudieran com prometerle

    Pgina 12

  • Pagina nueva 1huellas que pudieran com-prometerle.

    As lo supona l, al menos, pero el miserable haba contado sin la justicia inminente. Aquel a quien creyera muerto viva an y haba podido disfrutar algunos minu-tos de razn. Haba tenido fuerzas para trazar aquellas cuatro palabras que iban a servir para orientar las pes-quisas, y que un ltimo espasmo de la agona haba in-terrumpido trgicamente.

    En el pueblo se produjo una verdadera estupefaccin. Cmo, Juan Morenas, aquel buen hijo, aquel excelente obrero, un asesino! No hubo, sin embargo, ms remedio que rendirse a la evidencia, y la acusacin del muerto era demasiado terminante y formal para permitir la me-nor duda. Tal vez fue, al menos, la opinin de la justicia, y a pesar de sus protestas, Juan Morenas fue detenido, juzgado y sentenciado a veinte aos de galeras.

    Este drama monstruoso fue el golpe de gracia para su madre, que a partir de ese da fue declinando rpida-mente; en menos de un ao sigui a la tumba a su her-mano asesinado.

    La implacable suerte la hizo morir demasiado pron-to, pues desapareca en el instante en que, tras tantas pruebas, iba, por fin, a sobrevenirle una alegra; apenas haba cado la tierra sobre su cadver cuando Pedro, su hijo primognito, reapareca en el pas.

    De dnde llegaba? Qu haba hecho durante los seis aos que haba durado su ausencia? Qu sitios ha-ba recorrido? En qu situacin volva al pueblo...? No se explic l acerca de esos particulares, y cualquiera que fuese la curiosidad pblica, lleg un da en que sus convecinos dejaron de hacerse esas preguntas.

    Por lo dems, si no haba hecho fortuna en el perfecto sentido de la palabra, pareca, al menos, que no haba vuelto completamente desprovisto de ella. Slo, en efec-to, de una manera intermitente ejerca su antiguo oficio de carpintero, y durante casi dos aos vivi como un rentista en su pueblo, no ausentndose ms que muy rara vez para ir a Marsella, donde, segn deca, le llama-ban sus negocios.

    Durante aquellos dos aos, lo mejor de su tiempo lo pas, n0 en la casa que haba heredado de su madre, sino en la posada del to Sandro, que haba llegado a ser propiedad de Mara, y que sta, desde la muerte trgica de su padrino, diriga con ayuda de un criado.

    Segn era de prever, un idilio fue anudndose poco a poco entre ambos jvenes. Lo que no haba podido con-seguir la tranquila energa de Juan, consiguironlo la facundia y el carcter, un poco brutal, de Pedro. A1 amor de ste, Mara correspondi con un amor igual. Dos aos despus de la muerte de la viuda Morenas, y tres des-pus del asesinato del to Sandro y la condena de su asesino, se celebr la boda de ambos jvenes.

    Siete aos transcurrieron, durante los cuales tuvieron tres nios, el ltimo de ellos apenas de seis meses antes del da en que comienza este relato. Esposa feliz y madre afortunada, Mara haba vivido hasta entonces siete aos de ventura.

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    Menos dichosa habra sido si hubiera podido leer en el corazn de su marido, si hubiera conocido la existen-cia vagabunda que durante seis aos, pasando de la ocio-sidad a la rapia, de la rapia a la estafa, de la estafa al robo puro y simple, haba llevado aquel a quien estaba ligada de por vida; y menos dichosa, sobre todo, habra sido si hubiera sabido la parte que su esposo haba toma-do en la muerte de su padrino.

    Alejandro Tisserandhaba dicho la verdad al denun-ciar a su sobrino; pero cun deplorable era que las an-gustias y espasmos de la agona, perturbando su cerebro y su mano, le impidieran precisar mejor! Su sobrino era, en realidad, el autor del crimen abominable; pero ese sobrino no era Juan, sino que era Pedro Morenas! Vindose sin recursos, reducido al ltimo extremo de la miseria, Pedro haba llegado aquella noche al pueblo con la intencin firme y decidida de echar mano al pecu-lio de su to. La resistencia de la vctima haba hecho del ladrn un asesino.

    Derribado en tierra su to, haba procedido a un sa-queo en toda regla, y luego haba huido en la oscuridad. De la muerte de su to, a quien tan slo supona desvane-cido, y del arresto y la condena de su hermano, no haba sabido nada. Con toda tranquilidad, pues, y al ver dismi-nuir su botn, regres al pas un ao despus de su cri-men, no dudando que, despus del tiempo transcurrido, obtendra fcilmente su perdn. Fue en tal momento cuando tuvo conocimiento de la muerte de su to y de su madre y de la condena de su hermano.

    En los primeros momentos se qued aterrado. La si-tuacin de su hermano menor, a quien durante veinte aos le haba unido tan real y profundo afecto, se convir-ti para l en una fuente de crueles y punzantes remordi-mientos. Qu poda, sin embargo, hacer para remediar la situacin tristsima de su hermano sino revelar la ver-dad, denunciarse a s mismo y tomar en el presidio el puesto del inocente condenado?

    Bajo la influencia del tiempo, lamentos y remordi-mientos se calmaron y atenuaron; el amor hizo lo dems.

    Pero el remordimiento volvi a surgir de nuevo cuan-do la vida conyugal tom su tranquilo curso. De da en da, el recuerdo del forzado inocente fue imponindose ms y ms al espritu del culpable impune. Evocronse los aos de la infancia con mayor fuerza cada vez, y lleg el da en que Pedro Morenas comenz a pensar en el medio de librar a su hermano de la cadena que l mismo le haba forjado. Despus de todo, no era ya el vagabun-do desprovisto de todo, que haba abandonado el pueblo natal para buscar, a travs del vasto mundo, una inase-quible fortuna. El indigente de antes era en la actualidad propietario, el primer propietario de su pueblo, y el dine-ro no le faltaba. No poda servir ese dinero para liber-tarle de sus remordimientos?

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    Juan Morenas sigui con los ojos al seor Bernardn. Costbale trabajo el comprender y darse cuenta de lo que le aconteca. Cmo se explicaba que aquel hombre conociera tan bien las diversas circunstancias de su vida?

    Era se un problema insoluble. Sin embargo, com-prendiera o no, era menester en todo caso aceptarla oferta que se le haca, y resolvi, por consiguiente, pre-pararse para la fuga.

    Ante todo, se vea en la precisin de informar a su compaero del golpe que meditaba. No haba medio al-guno de dispensarse de ello, ya que el lazo que los enca-denaba no poda romperse por el uno sin que el otro lo advirtiera. Tal vez Romano quisiera aprovecharse de la ocasin, lo cual disminuira las probabilidades de xito.

    No quedndole al viejo forzado ms que dieciocho meses de cadena, Juan se esforz por demostrarle que, para tan poco como le quedaba, no deba exponerse a un aumento de pena. Pero el Romano, que ola dinero en todo aquel negocio, no quera escuchar razones, y se re-sista obstinadamente a prestarse a las combinaciones de su camarada. Cuando ste, sin embargo, le habl de un millar de francos, pagaderos en el acto, y de una suma igual que podra recibir el viejo a la salida del presidio, Romano comenz a estar convencido, accediendo a los deseos de su camarada.

    Arreglado este punto, quedaba por decidirla manera de realizar la evasin. Lo esencial era salir del puerto sin ser visto y escapar, por consiguiente, a las miradas de los centinelas y celadores. Una vez en el campo, antes de que las brigadas de gendarmes fuesen avisadas, sera f-cil imponerse a los campesinos, y por lo que haca a aquellos a quienes podra alentar la esperanza de la pri-ma que se concede a quienes apresan a un evadido, no resistiran seguramente a la tentacin de embolsarse una suma superior.

    Juan Morenas resolvi evadirse durante la noche. A pesar de no hallarse condenado a perpetuidad, no esta-ba alojado en uno de los viejos buques transformados en presidios flotantes. Por excepcin, habitaba en una de las prisiones situadas en tierra firme. Salir de ella habra sido sumamente difcil. Siendo, por tanto, preciso no entrar en ella por la noche. Hallndose, como se hallaba, la rada casi desierta a aquella hora, no le sera, indudable-mente, imposible el atravesarla a nado, pues no poda, en efecto, pensar en salir del Arsenal a no ser por mar. Una vez que llegase a tierra, corresponda a su protector acudir en su ayuda.

    Llevndole sus reflexiones a contar con el incgnito, resolvi aguardar los consejos de ste y saber en segui-das si seran ratificadas las promesas hechas a su compa-ero. El tiempo transcurri lentamente para lo que hu-biera querido su impaciencia.

    Tan slo a los dos das fue cuando vio reaparecer a su amigo misterioso.

    -Y bien? pregunt el seor Bernardn.

    Todo est convenido caballero y ya que usted de sea serme til puedo asegurarlePgina 15

  • Pagina nueva 1 -Todo est convenido, caballero, y ya que usted de-sea serme til, puedo asegurarle

    que todo marchar bien.

    -Qu necesita usted?

    -He prometido dos mil francos a mi compaero, mil a su salida de presidio...

    -Los tendr, qu ms?

    -Y mil francos en el acto.

    -Ah van dijo el seor Bernardn entregando la suma pedida, que el viejo forzado hizo desaparecer ins-tantneamente.

    He aqu entreg el marsells dinero y una lima de las mejor templadas.

    -Le bastar esto para librarse de sus hierros?

    -S, seor. Dnde volver a verle?

    -En el cabo Negro. Me hallar usted en la playa, en el fondo de la ensenada llamada Port Mejean. La cono-ce usted?

    -S; cuente conmigo.

    -Cundo escapar usted?

    -Esta noche, a nado.

    -Es usted buen nadador?

    -De primera categora.

    -Mejor que mejor. Hasta la noche, pues.

    -Hasta la noche.

    El seor Bernardn se separ de los dos forzados, que volvieron al trabajo. Sin ocuparse ms de ellos, el marse-lls continu durante largo tiempo su paseo, interrogan-do a unos y otros, y sali, por fin, del Arsenal sin haberse hecho notar de modo alguno.

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  • Pagina nueva 1

    Juan Morenas se esforz por aparecer como el ms tranquilo de los presos. Pero, a pesar de sus esfuerzos, un observador atento hubiera quedado sorprendido ante su desacostumbrada agitacin. El ansia de la libertad haca latir apresuradamente su corazn, y toda su voluntad era impotente para dominar su febril impaciencia. Cun lejos se hallaba entonces aquella resignacin superficial, con la que durante diez aos haba tratado de acorazarse contra la desesperacin!

    Para ocultar por algunos instantes su ausencia en la entrada de la noche, pens hacerse reemplazar por un camarada cerca de su compaero de cadena. Un forzado Calcetn as llamado por un ligero anillo que los conde-nados de esta categora llevan en la pierna , a quien slo pocos das quedaban de permanecer en presidio, y que, como tal, estaba desaparejado, entr, por tres mo-nedas de oro, en los proyectos de Juan, y consinti en sujetar a su pie, por espacio de algunos minutos, la cade-na de ste cuando estuviese rota.

    Un poco despus de las siete de la tarde, aprovechse Juan de un descanso para aserrar la cadena. Merced a la perfeccin de su lima, y a pesar de que la anilla era de un temple especial, pronto pudo ver terminado este tra-bajo. Habiendo ocupado su puesto el forzado Calcetn en el momento del reingreso en las habitaciones, l se es-condi tras una pila de maderos.

    No lejos de l, se hallaba una inmensa caldera desti-nada a un buque en construccin, la cual ofreca al fugi-tivo un asilo impenetrable. Aprovechndose ste de un instante propicio, deslizse en ella sin ruido, llevndose consigo un trozo de madero, que ahuec precipitada-mente en forma de gorro, abriendo en l algunos aguje-ros. Despus aguard, con la vista y el odo atentos, y los nervios en tensin.

    Algunos ayudantes erraban an ac y all...

    Cay la noche por completo. El cielo, cargado de nu-bes, aumentaba la oscuridad, favoreciendo a Juan More-nas. Al otro lado de la rada, la pennsula de Saint Ma-drier desapareca en las tinieblas.

    Cuando el Arsenal qued desierto, Juan sali de su escondite, y arrastrndose con extrema prudencia, se di-rigi hacia los estanques del carenero. Algunos ayudan-tes erraban an ac y all. Juan haca alto con frecuen-cia y se aplastaba contra el suelo. Afortunadamente, haba podido romper sus cadenas, lo que le permita mo-verse sin ruido.

    Lleg, por fin, a orillas del agua, sobre un muelle de la Drsena Nueva, no lejos de la abertura que da acceso a la rada. Con la especie de gorro de madera en la mano, se desliz a lo largo de una cuerda, y se hundi bajo las olas.

    Cuando volvi a la superficie se cubri prontamente la cabeza con aquel extrao sombrero, desapareciendo as a todas las miradas. Los agujeros en l practicados de antemano le permitan guiarse. Se le habra tomado por una boya a la deriva.

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  • Pagina nueva 1g y

    De pronto, reson un caonazo.

    Es el cierre del puerto pens Juan Morenas.

    Un segundo caonazo y un tercero despus siguieron al primero.

    No haba posibilidad de equivocarse; era el can de alarma, y Juan comprendi que su fuga estaba descu-bierta.

    Evitando, con cuidado, las proximidades de los bu-ques y las cadenas de las anclas, se adelant por la pe-quea rada del lado del polvorn de Millau. La mar esta-ba un poco dura, pero el vigoroso nadador se senta con bastantes fuerzas para vencerla. Sus vestidos, que le es-torbaban para la marcha, los abandon a la deriva, y slo conserv la bolsa del dinero atada contra el pecho.

    Lleg sin haber encontrado obstculo hasta el centro de la rada, y all, apoyndose sobre una de esas boyas de hierro llamadas cuerpos muertos, se quit, con precau-cin, el gorro que le protega y tom aliento.

    Uf! se dijo . Este paseo no es ms que una par-tida de placer al lado de lo que me espera y de lo que tengo an que hacer. En altamar ya no hay encuentros que temer, pero hay que pasar la bocana, y por all cru-zan muchas embarcaciones que van hacia la Torre Ma-yor del Fuerte del guila. Difcil ser que pueda librarme de ellas... En espera de ello, orientmonos, no vaya a ser que me meta tontamente en la boca del lobo.

    Habindose dado cuenta de su posicin exacta, Juan volvi a nadar.

    Hacalo con suma prudencia y muy lentamente, a fin de no dotar a la falsa boya de una inverosmil velocidad.

    Transcurri una media hora: A su juicio, deba ha-llarse ya cerca del paso, cuando hacia la izquierda crey percibir ruido de remos; se detuvo prestando atencin.

    Eh! gritaron desde un bote . Hay noticias?

    Nada nuevo respondieron desde otra embarca-cin, a la derecha del fugitivo.

    No conseguiremos encontrarle!

    Pero es seguro que se haya evadido por mar?

    Sin ninguna duda! Se ha pescado su traje.

    Hay bastante oscuridad para que pueda llevarnos hasta las Grandes Indias.

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    nimo! Boguemos de firme!

    Separronse las embarcaciones. Tan pronto como se encontraron suficientemente alejadas, Juan aventur al-gunas brazadas vigorosas y enfil rpidamente hacia la bocana.

    A medida que iba acercndose, multiplicbanse los gritos en torno suyo, pues las embarcaciones que surca-ban la rada haban de concentrar necesariamente su vi-gilancia sobre aquel punto. Sin dejarse intimidar por el nmero de sus enemigos, Juan continuaba nadando con todas sus fuerzas. Estaba resuelto a dejarse ahogar antes que consentir volver a ser apresado y que los cazadores no se apoderasen de l vivo.

    Pronto la Torre Mayor y el Fuerte del guila se dibu-jaron ante sus ojos.

    Varias antorchas corran sobre el dique y sobre la playa; las brigadas de gendarmera estaban ya prepara-das. El fugitivo disminuy su marcha, dejndose llevar por las olas y el viento del Oeste, que le impulsaban hacia el mar.

    El resplandor de una antorcha ilumin de repente las olas, y Juan pudo ver cuatro embarcaciones que le rodeaban. No se movi, pues el menor movimiento poda perderle.

    Ah... del bote! gritaron de una de las embarca-ciones.

    Nada!

    En marcha!

    Juan respir; las embarcaciones iban a alejarse. Ya era hora! No estaban a diez brazas de l, y su proximi-dad le obligabas a nadar perpendicularmente.

    -Mire! Qu hay all abajo? grit un marinero.

    -Dnde?

    Aquel punto negro que nada.

    -No es nada. Una boya a la deriva.

    -Pues bien, atrapmosla!

    Juan se dispuso a sumergirse; pero dejse or el silba-to de un contramaestre.

    -Boguemos, boguemos! Tenemos que hacer algo ms que pescar un trozo de madera... Adelante siempre...!

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    Los remos golpearon el agua con gran ruido. El des-graciado recobr el valor. Su astucia no haba sido des-cubierta. Con la esperanza le volvieron las fuerzas y se puso en ruta hacia el Fuerte del guila, cuya masa som-bra se alzaba ante l.

    De repente, se vio sumido en profundas tinieblas. Un cuerpo opaco interceptaba a sus ojos la vista del Fuerte. Era una de las embarcaciones, que, lanzada a toda velo-cidad, choc contra l. Al choque, uno de los marineros se inclin sobre la borda.

    Es una boya dijo a su vez.

    El bote emprendi de nuevo la marcha. Por desdicha, uno de los remos tropez con la falsa boya y le dio la vuelta. Antes de que el evadido hubiese podido pensar en ocultarse y desaparecer, su cabeza rapada se haba mos-trado por encima del agua.

    -Ya le tenemos! -gritaron los marineros.

    Juan se dej sumergir y mientras los silbatos llama-ban por todas partes a las dispersas embarcaciones, nad entre dos aguas por el lado de la playa del Lazaret. Alejbase de este modo del lugar de la cita, pues esta playa se hallaba situada a la derecha, entrando en la gran rada, en tanto que el cabo Negro avanzaba por su

    Un hombre estaba inclinado sobre l. izquierda. Pero esperaba engaar a sus perseguidores, dirigindose del lado menos propicio para su evasin.

    Esto no obstante, deba llegar al sitio designado por el marsells. Juan Morenas, en efecto, no tard en volver sobre sus pasos. Las embarcaciones se cruzaban en torno de l, sindole preciso a cada instante bucear para no ser visto. Por fin, sus hbiles maniobras lograron despistar a sus enemigos, y consigui alejarse en buena direccin.

    No sera ya demasiado tarde? Cansado por aquella larga lucha contra los hombres y contra los elementos, Juan se senta desfallecer e iba perdiendo sus fuerzas. Muchas veces se cerraron sus ojos y su cabeza daba vuel-tas, como suele decirse; muchas veces sus manos se extendieron sin fuerzas y sus pies, pesados, se iban hacia el abismo...

    Por qu milagro consigui llegar a tierra? Ni l mis-mo hubiera podido decirlo. Lo cierto es que lleg. De pronto, sinti el suelo firme. Se enderez, dio algunos pasos inciertos, gir sobre s mismo y volvi a caer des-vanecido, pero fuera del alcance de las olas.

    Cuando recobr los sentidos, un hombre estaba incli-nado sobre l y aplicaba a sus labios el gollete de una cantimplora que contena aguardiente.

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    VII El pas, situado al Este de Toln, erizado de bosques y de montaas, surcado de

    barrancos y de arroyos, ofre-ca al fugitivo muchas probabilidades de salvacin. Aho-ra que ya haba tomado tierra, poda abrigarla esperan-za de reconquistar plenamente su libertad. Tranquilo por esta parte, Juan Morenas sinti renacer la curiosidad que le inspiraba su generoso protector. No poda adivi-nar el objeto que se habra propuesto. Tendra acaso el marsells necesidad de un bribn, emprendedor y dis-puesto a todo, y sin ningn gnero de escrpulos, ha-bindose dirigido al presidio para escoger uno? En ese caso, sus clculos iban a resultarle fallidos, pues Juan Morenas se hallaba firmemente resuelto a rechazar toda proposicin sospechosa.

    Se siente usted mejor? pregunt el seor Ber-nardn, despus de haber dejado al fugitivo el tiempo necesario para reponerse . Tendr fuerzas para andar?

    S respondi Juan ponindose en pie.

    En ese caso, vstase con este traje de campesino que he trado como prevencin. En seguida, en marcha. No tenemos ni un minuto que perder.

    Eran las once de la noche cuando ambos hombres se aventuraron a travs de los campos, tratando de evitar los senderos frecuentados, arrojndose a los fosos u ocul-tndose en el bosque tan pronto como el ruido de pasos o el de una carreta resonaban en el silencio. Aun cuando el disfraz del fugitivo le hacia a ste irreconocible, teman que una inspeccin muy atenta y minuciosa le descubriese.

    Adems de las brigadas de gendarmera que se ponen en campaa tan pronto como suena el caonazo de alar-ma, Juan Morenas tena que temer a cualquier transen-te. El cuidado de su seguridad, por una parte, y la espe-ranza de obtener la prima que el Gobierno otorga por la captura de un forzado evadido, por otra, hacen que los campesinos experimenten el deseo de capturarlos y no perdonen medio de conseguirlo. Y todo fugitivo corre el riesgo de ser reconocido, ya porque, habituado al peso de la cadena, arrastra un poco la pierna, o ya porque una turbacin delatora le asoma al semblante.

    Despus de tres horas de marcha, los dos hombres se detuvieron a una seal del seor Bernardn, quien sac de un cestillo que llevaba a la espalda algunas provisio-nes, que fueron vidamente devoradas al abrigo de una espesura.

    Duerma usted ahora dijo el marsells una vez terminada aquella corta refaccin ; tiene usted que andar mucho, y es preciso recuperar fuerzas.

    Juan no se hizo repetir la invitacin, y tendindose sobre el suelo, cay como una masa en un sueo de plomo.

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    Ya haba salido el sol cuando el seor Bernardn le despert, ponindose ambos inmediatamente en mar-cha. Ahora ya no se trataba de avanzar a travs de los campos, de esconderse, mostrndose, con todo, lo menos posible; de evitar las miradas, sin dejar, no obstante, que les examinaran de cerca. Seguir ostensiblemente los ca-minos reales, tal deba ser la lnea de conducta que con-vena adoptar en lo sucesivo.

    Mucho tiempo haca ya que el seor Bernardn y Juan Morenas caminaban tranquilamente, cuando este ltimo crey or el ruido de muchos caballos. Subi so-bre un talud para dominar la carretera, pero la curva que haca sta le impidi divisar algo. No poda, sin embargo, equivocarse. Echndose en el suelo se esforz por reconocer el ruido que le haba llamado la atencin.

    Antes de que se hubiese levantado, el seor Bernar-dn se precipit sobre l, y en un momento Juan se vio sujeto y fuertemente amarrado.

    En el mismo instante, dos gendarmes a caballo de-sembocaban en la carretera y llegaron al sitio en que el seor Bernardn sujetaba slidamente a su prisionero.

    Uno de los gendarmes interpel al marsells:

    -Eh, hombre! Qu significa eso?

    -Es un forzado evadido, gendarme, un forzado eva-dido a quien yo acabo de apresar respondi en el acto el seor Bernardn.

    -Oh, oh! dijo el gendarme. Es el de esta no-che?

    -Puede ser; como quiera que sea, yo le tengo bien sujeto.

    -Una buena prima para usted, camarada!

    -No es de despreciar. Eso sin contar con que sus vestidos no pertenecen a la chusma y me los darn tambin.

    -filos necesita usted? pregunt el otro gendarme.

    -No, a fe ma! Est bien amarrado y lo conducir yo solo!

    -Eso es mejor respondi el gendarme ; hasta la vista y buena suerte.

    Los gendarmes se alejaron. Tan pronto como desapa-recieron, el seor Bernardn desat a Juan Morenas.

    Est usted libre le dijo, sealndole la direccin del Oeste ;siga el camino por este lado. Con un poco de esfuerzo puede usted hallarse esta noche en Marsella. Busque en el puerto viejo la Mara Magdalena un buque de tres mstiles cargado para Valparaso de

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  • Pagina nueva 1puerto viejo la Mara Magdalena, un buque de tres mstiles, cargado para Valparaso de Chile. El capitn est ya prevenido y le recibir a bordo. Se llama usted Santiago Reynaud, y he aqu los documentos que lo demuestran. Tiene usted dinero; trate de rehacerse una vida. Adis!

    Antes de que Juan Morenas hubiese tenido tiempo de responder, el seor Bernardn haba desaparecido entre los rboles. El fugitivo se hallaba solo en medio del camino.

    VIII Durante algn tiempo, Juan Morenas permaneci in-mvil, estupefacto, ante el

    desenlace de su inexplicable aventura. Por qu, despus de haberle ayudado en su fuga, le abandonaba su protector? Por qu, sobre todo, se haba interesado aquel desconocido en la suerte de un condenado al que nada designaba especialmente a su atencin? Cmo, siquiera, se llamaba? Juan entonces se dio cuenta de que ni siquiera se le haba ocurrido pre-guntar el nombre de su salvador.

    Si a este olvido no haba ya remedio, la cosa, en resu-men, no importaba mucho. Ms pronto o ms tarde se aclarara todo. Lo esencial era que se hallaba solo en un camino desierto, con dinero en el bolsillo y con papeles corrientes, aspirando a pleno pulmn el embriagador aire de la libertad.

    Juan Morenas se puso en marcha; se le haba dicho que se dirigiese hacia Marsella y eso haca sin darse cuenta. Pero a los pocos pasos se detuvo.

    Marsella, la Mara Magdalena, Valparaso de Chile, rehacerse una vida... Todo eso eran tonteras! Era aca-so por rehacerse una vida en lejanos pases por lo que tan ardientemente haba anhelado la libertad...? No, no! Durante su prolongado encarcelamiento no haba soado ms que con un pas, Sainte Marie des Maures, y con un solo ser en el mundo, Mara. El recuerdo del pueblo y el de Mara eran los que haban hecho el presidio tan cruel y tan pesadas las cadenas. Y ahora, partira sin siquiera intentar volverlos a ver...? No, preferible era volver a someterse al ltigo de los vigilantes!

    Volver a su pueblo, arrodillarse ante la tumba de su madre, y, sobre todo, ver de nuevo a Mara. Eso era lo que haba que hacer! Cuando se encontrase en presencia de la joven, encontrara el valor que en otro tiempo le faltara. Se explicara, hablara, demostrara su inocen-cia. Mara no era una nia y tal vez le amase ahora. En ese caso, sabra decidirla a que le siguiese. Qu hermoso porvenir se abrira entonces ante l! Si, por el contrario,no le amaba, que sucediera lo que sucediera, todo le daba igual!

    Dejando la carretera, Juan penetr por el primer sen-dero que cruz en direccin hacia el Norte. Pero pronto hizo alto de nuevo, llamado por la prudencia por el mis-mo deseo de lograr buen xito en la empresa. Conoca demasiado el pas que atravesaba, y

    t t f i h i i f i i h llPgina 23

  • Pagina nueva 1

    que con tanta fre-cuencia haba recorrido en su infancia, para ignorar que no se hallaba lejano el punto al que quera llegar. En dos horas poda estar en su pueblo, e importaba mucho no penetrar en l hasta que fuera de noche, so pena de verse detenido al primer paso.

    Quedse, pues, Juan en el campo, y no volvi a po-nerse en camino hasta el crepsculo, despus de un pro-longado sueo y una comida en un ventorrillo.

    Daban las nueve y la oscuridad era profunda cuando lleg a las casas de su pueblo. Deslizse Juan por las callejuelas desiertas y silenciosas, sin ser visto por nadie, hasta la posada del to Sandro.

    Cmo introducirse en ella? Por la puerta? De nin-gn modo. No se encontrara, dentro, con algn enemi-go? Adems, continuara perteneciendo la posada a Ma-ra? Por qu no haba de haber pasado a otras manos,despus de tantos aos?

    Afortunadamente, haba un medio mejor y ms segu-ro que la puerta para penetrar en la casa.

    No es raro que las casas provenzales posean salidas secretas, que permiten a sus habitantes entrar y salir de incgnito. Salidas que fueron, sin duda, imaginadas en el transcurso de las guerras de religin, de las que aque-lla regin fue sangriento teatro. Nada ms natural que quienes vivan en esa poca buscasen trampas ms o menos ingeniosas para escapar a la persecucin de sus enemigos, cuando llegase el caso.

    El secreto de la posada del to Sandro, ignorado, indudablemente, por el propietario, haba sido descubierto casualmente por Juan y Mara en sus juegos infantiles, y orgullosos de ser ellos los nicos en conocerlo, se haban guardado de revelar a nadie su existencia. Cuando deja-ron de ser nios, lo olvidaron ellos a su vez, pero ahora Juan poda esperar encontrar en buen estado el mecanismo que necesitaba utilizar.

    El secreto consista en la movilidad del fondo de la chimenea del saln grande. Esta chimenea, como casi todas, era inmensa, bastante ancha y profunda el mi-nsculo hogar slo ocupaba el centro para contener varias personas. El fondo estaba hecho de dos placas de hierro paralelas, y separadas por un intervalo de algunos decmetros. Esas dos placas eran mviles y podan girar levemente bajo el impulso de un muelle, empujado de cierto modo. Era, pues, fcil para quien poseyera el se-creto, secreto, por otra parte, cuya existencia no poda sospecharse, introducirse en el espacio que haba en-tre las dos placas, y despus, volviendo a cerrar aquella que primero le haba dejado pasar, entreabrir la segun-da y filtrarse al interior o salir al exterior, recproca-mente.

    Juan dio la vuelta a la casa, y pasando la mano por la superficie de la pared, hall, sin gran trabajo, la placa exterior. Algunos minutos de pesquisas le hicieron reco-nocer el muelle, que hizo jugar del modo conveniente. Decididamente, nada haba cambiado; el muelle obede-ci, y la placa, con sordo ruido, se separ, dejando libre el paso.

    Introdjose Juan por el hueco y despus de cerrarlo de nuevo tom alientoPgina 24

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    Introdjose Juan por el hueco, y despus de cerrarlo de nuevo, tom aliento.

    Convena obrar con extremada prudencia. Un rayo de luz se filtraba en el escondite por las junturas de la placa interior, y un ruido de voces llegaba hasta all del saln. An no dorman en la posada. Antes de mostrarse, conve-na saber quin estaba all.

    Desgraciadamente, Juan aplic en vano los ojos en torno de la placa. Le fue imposible ver algo. Cansado, se decidi a impulsar el muelle a todo evento...

    En aquel preciso momento, un gran estrpito se alz en la sala; al principio fue un grito desgarrador, un grito de agona, seguido inmediatamente de una especie de ronquido y resoplidos como de fuelles de fragua, como los lanzaran dos que estuvieran luchando, y en seguida el golpe de un mueble derribado.

    Tras un corto instante de vacilacin, Juan hizo jugar el resorte y gir la placa, dejando al descubierto en toda su extensin la sala comn de la posada.

    En el momento de ir a lanzarse, Juan retrocedi rpi-damente bajo la proteccin de la sombra que inundaba la chimenea y del humo de algunos sarmientos, aterrado por el espectculo que se ofreci a sus miradas.

    IX Ante la pesada mesa que ocupaba el centro de la sala estaba sentado un hombre, al

    que otro, en pie tras l, estrangulaba con gran esfuerzo de todo su ser. El prime-ro fue quien, al sentirse cogido por el cuello, haba dado los gritos; y del pecho del segundo era de donde se escapaba aquel ronco silbido de atleta, tratando de ven-cer a su adversario. En la lucha se haba derribado una silla.

    Ante el hombre sentado, un tintero y papel de cartas mostraban que estaba en disposicin de escribir cuando su enemigo le haba sorprendido. Sobre la mesa, y al alcance de su mano, un saquito dejaba ver los papeles del que estaba lleno.

    La escena, que haba comenzado haca apenas un mi-nuto, estaba a punto de terminar. El hombre sentado ya haba dejado de debatirse, y slo se perciba el aliento entrecortado del homicida. La escena, por otra parte, no habra podido prolongarse ms. El grito de la vctima haba sido odo. En una habitacin del primer piso de la posada, a la que se acceda por una escalera que naca en la sala, Juan oy el ruido de unos pies desnudos que caan pesadamente sobre el pavimento. Alguien se levan-taba all. Dentro de un instante, se abrira una puerta y se presentara un testigo.

    El asesino comprendi el peligro; sus manos afloja-ron, y en tanto que la cabeza de la vctima caa inerte sobre la mesa, meti una de ellas en el saco y la retir con un fajo de

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    billetes de banco. Luego dio un salto hacia atrs y desapareci por una puertecilla que conduca al stano.

    Por el espacio de un segundo, su semblante apareci en plena luz, siendo suficiente para que Juan Morenas, aturdido, espantado, lo reconociese.

    Aquel hombre era el mismo que acababa de hacer caer los hierros del condenado inocente, que le haba dado dinero, que le haba protegido, guiado a travs de la campia, hasta pocos kilmetros del pueblo. En vano haba suprimido la barba postiza y la peluca, con los que haba intentado modificar su rostro. Quedaban los ojos, la frente, la nariz, la boca, la estatura, y Juan no poda equivocarse.

    Pero la supresin de la barba postiza y de la peluca tena otra consecuencia ms sorprendente y ms emocio-nante an. En aquel hombre, vuelto as a su aspecto natural, en aquel hombre que acababa de revelarse a un tiempo como su salvador y como un asesino, Juan haba experimentado el estupor de reconocer a su hermano, a Pedro, desaparecido en otro tiempo, y a quien haca quince aos que no vea...

    Qu misteriosas razones hacan que su hermano y su salvador fueran una sola persona? Por qu concurso de circunstancias se encontraba Pedro Morenas aquel da precisamente en la posada del to Sandro? A ttulo de qu? Por qu la haba elegido como teatro de su crimen?

    Todas estas preguntas se agolpaban tumultuosamen-te en el espritu de Juan; los hechos vinieron, por s mis-mos, a responder a ellas.

    Apenas acababa de desaparecer el asesino, cuando una puerta se abri en el primer piso.

    Sobre la galera de madera en la que terminaba la escalera apareci una mujer joven, contra la que se apre-taban dos nios, que acababan de saltar, al parecer, del lecho; la mujer llevaba adems en brazos otro nio pe-queo. Juan reconoci a Mara. Mara con sus hijos...! Haba, pues, olvidado al inocente que, lejos de ella, ago-nizaba en el presidio? El desventurado comprendi entonces la inanidad de sus esperanzas!

    Pedro...! Pedro! dijo la mujer, con voz tembloro-sa por la angustia.

    De repente percibi el cuerpo derribado sobre la mesa. Murmur un Dios mo! y descendi precipita-damente con su nio en los brazos y los otros dos tras ella, llorando.

    Corri hasta el hombre estrangulado, le alz la cabe-za y lanz un suspiro de alivio. No comprenda nada de lo que haba ocurrido, pero todo era preferible a lo que haba llegado a temer; el hombre muerto no era su marido.

    En el mismo instante llamaron rudamente a la puer-ta exterior, percibindose, a la vez, el ruido de muchas voces. Temerosa sin saber de qu, Mara retrocedi a la escalera

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    y permaneci en pie sobre el primer peldao, con sus dos hijos mayores aferrados a su falda y con el pequeo siempre en los brazos.

    Desde el sitio en que se hallaba, no poda ver la puer-ta del stano, as es que no vio entreabrirse la puertecilla y a Pedro Morenas insinuar su cabeza, que mostraba un semblante lvido por el terror. Pero Juan, por el contra-rio, descubra el conjunto y los pormenores del cuadro: el hombre muerto, Mara y sus hijos batindose en reti-rada, Pedro, su hermano un asesino! al acecho, y viendo llegar amenazador el castigo que sigue de cerca al crimen. En su cerebro se agitaban los pensamientos como un torbellino. Juan lleg a comprenderlo todo.

    La presencia de Pedro, su atentado actual, la acusa-cin del to Sandro iluminaban el pasado. El asesino de otro tiempo era el mismo asesino de hoy, y por su culpa-ble hermano era por quien el inocente haba pagado. Luego, una vez que el tiempo haba atenuado el ruido del drama, Pedro haba vuelto, se haba hecho amar por Mara y haba sido destruido por segunda vez la dicha del desdichado que se desesperaba bajo la frula de los cmitres del presidio de Toln.

    Ah, pero todo aquello iba a acabar! Juan slo tena que decir una palabra para echar por tierra aquel mon-tn de infamias y vengarse de una vez por todas las torturas sufridas hasta entonces. Una palabra...? Ni si-quiera eso era necesario. No tena ms que callarse y desaparecer sin ruido, como haba llegado. El asesino no poda escapar; estaba cogido. Pronto, a su vez, conocera l lo que era el presidio...

    -Y despus...?

    Parecile a Juan or esta pregunta, como si un irnico contradictor la hubiese pronunciado a su odo. S, verda-deramente. Y despus...? Qu sucedera cuando ambos, Pedro y Juan, estuviesen revestidos de la librea de los presidiarios? Proporcionara esto al segundo su felicidad perdida? Le amara por eso Mara, que amaba a su hermano, como lo denunciaba su voz cuando haba llamado a Pedro, y lo patentizaba su suspiro de alivio al ver que el muerto no era su esposo?

    Desde ese momento, para qu vengarse...? La ven-ganza no le devolvera su imposible felicidad, ni le libra-ra de la desesperacin de ver a Mara sumida en ella... Haba algo mejor que hacer; dejar a aquella a quien l adoraba, la ilusin de su vida dichosa y guardar para s el dolor, todo el dolor de aquella experiencia tan triste que tena. En qu cosa mejor poda emplearse su desti-no? Ni era ya, ni jams poda ser, nada; nada tampoco le era dado esperar. Qu mejor empleo de su intil ser que darlo por la salvacin de otro, de otro ser que ya posea el corazn de ella, y cuya vida era la suya?

    Entretanto, los del exterior pugnaban por entrar. Por fin, se abri la puerta, y cuatro o cinco hombres pe-netraron y corrieron hacia la vctima, cuyo rostro alzaron:

    -Dios mo exclam uno de ellos, si es el seor Cliquet!

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    -El notario! dijo otro.

    Apresurronse a tender al notario sobre la mesa. Su pecho se dilat en seguida y un suspiro brot de sus labios.

    -Bendito sea Dios! dijo uno . No est muerto!

    Rocisele el rostro con agua fra, y no tard en abrir los ojos. Juan suspir tristemente. No habindose consu-mado el homicidio, y vivo el notario, denunciara al cri-minal, a quien aguardaba el presidio. Juan casi habra preferido que el crimen se hubiese consumado.

    -Quin le ha puesto en ese estado, seor Cliquet? le pregunt un campesino.

    El notario, que iba recobrando trabajosamente el aliento, bosquej un gesto de ignorancia. En realidad, no haba visto a su agresor.

    -Canalla! grit.

    -Busquemos dijo otro.

    No tenan, en verdad, que buscar mucho; el culpable no se hallaba lejos, y, adems, iba l mismo a entregarse tontamente.

    Queriendo, en efecto, aprovecharse del desorden para emprender la fuga, Pedro haba abierto algo ms la puer-tecilla, y colocaba ya un pie sobre el piso para escapar. Aunque hubiese logrado huir, tendra que pasar delante de Mara, que haba permanecido en su sitio, inmvil como una estatua, y sta lo comprendera todo entonces.

    Ahora bien, salvar al culpable era poco, si al propio tiempo no consegua salvarse la dicha de Mara, para lo cual era menester que pudiera continuar amndole... Quin sabe? Tal vez fuera ya demasiado tarde... Tal vez la sospecha comenzaba a nacer tras aquella frente que haca palidecer un misterioso espanto...

    Juan sali bruscamente de la penumbra que le ocul-taba, y se mostr en plena luz. Todos le reconocieron en el acto: Pedro y Mara, que fijaron en l los ojos, dilata-dos por la sorpresa, y los cinco campesinos, cuyos sem-blantes ofrecieron a la vez una expresin compleja de la simpata por el pasado y del invencible horror que siem-pre inspira un forzado.

    No busquis dijo Juan ; soy yo quien ha dado el golpe. Nadie dijo una palabra, no porque no se le cre-yera, pues quien una vez ha matado puede volver a ma-tar. Pero aquello era tan inesperado, que la sorpresa les paraliz a todos.

    La escena, sin embargo, haba cambiado en sus por-menores. Pedro se mostraba ahora por entero fuera de la puerta, y, sin que nadie prestase atencin a l, se acerca-ba a

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    Mara, que no pareca advertir su presencia. sta se haba enderezado, con el semblante rebosante de alegra y odio. Alegra por ver destruida, apenas formada, la sospecha, y odio hacia aquel cuyo crimen haba sido cau-sa de que concibiera semejante pensamiento.

    A Mara era a quien Juan miraba nicamente.

    La joven esposa extendi el puo hacia l.

    -Canalla! grit.

    Sin responder, Juan volvi la cabeza y ofreci sus brazos a las rudas manos que cayeron sobre l y le arras-traron.

    La puerta, abierta de par en par, dibujaba un rectn-gulo oscuro, que Juan miraba con pasin. Sobre ese fon-do oscuro, un cuadro cruel y tierno se dibujaba para l con rasgos precisos. Bajo un implacable cielo azul, un muelle abrasado por el sol, y sobre ese muelle se cruza-ban, llevando pesados fardos, hombres con los pies car-gados de hierros... Pero por encima de ellos brillaba una radiante y seductora imagen, la imagen de una joven esposa con un nio pequeito en sus brazos...

    Juan, con los ojos fijos sobre aquella imagen, desapa-reci en las tinieblas de la noche.

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