el cuenco de plata silvio mattoni
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El cuenco de plata mattoniTRANSCRIPT
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Retrato del artista sublime
"Se puede hacer que la gente fructifique, produzca,
actúe, siga, lo que no puede encargárseles es que
sepan."
Confucio, Las Analectas
Este ensayo procurará esbozar una lectura no totalmente literaria de la nouvelle de
Henry James titulada La lección del maestro1
Se sabe que los personajes de Henry James suelen adquirir las propiedades de una
mónada leibniziana; contienen todo el mundo en sí mismos y son a su vez
impenetrables; sus palabras y actos se describen como ventanas hacia un espacio que es
en sí infinito. E incluso uno solo de esos mundos, de esas conciencias sensibles (esto en
algún momento pudo resultar un oxímoron) puede ocupar toda una novela y todas las
novelas. La narración que avanza siguiendo un estricto encadenamiento de "puntos de
vista" se nos ofrece pues, halagando el impudor curioso del lector, como una serie de
confidencias imposibles, ya que ocurren en el interior de cada mónada. De allí que los
diálogos en las novelas de James parezcan rodear un centro oscuro, indecible, que no
tocan pero al cual, por su misma superficialidad entrecortada, parecieran dirigirse
inexorablemente. De tan oscuro, a veces ese centro del diálogo puede volverse una
enceguecedora claridad, una epifanía comunicativa, un guiño a través de las ventanas
de las casas mentales (metáfora casi hiperbólica que en ocasiones se permitiera James);
aun cuando la sospecha acerca de la realización efectiva de ese guiño no abandone
nunca al personaje que nos sirve de guía.
. No totalmente literaria porque acaso
busque más bien una especie de verdad antes que una mera interpretación. Si bien creo
que no habría lectura, de ningún tipo, sin ese leve desplazamiento que le otorga a la
ficción la posibilidad de ser algo más.
1Todas las citas indicadas pertenecen a la edición de Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires, 1962, Traducción de José Bianco.
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En el caso de La lección del maestro el punto de vista es único, seguimos el relato
íntegro a través de las observaciones, hipótesis y actos de un solo personaje, el joven
novelista Paul Overt, por lo que cada uno de los demás protagonistas de la trama se nos
presenta como un enigma, el portador de un secreto. Salvo que el tono distante de la
narración en tercera persona, aunque se conserve fiel a la mirada del joven Overt, a
veces pareciera brindarnos informaciones suplementarias.
Paul Overt llega a una mansión en la campiña inglesa, adonde ha sido invitado a
pasar un fin de semana "en sociedad", como solía decirse. Pero su ánimo no se
encuentra tan apacible como debiera estarlo. Sabe que allí tal vez pueda conocer a un
novelista consagrado, Henry St. George, cuyas obras ha leído con fervor. Sí, aunque sus
últimas novelas hayan perdido la fuerza que hacía de las anteriores verdaderas obras
maestras, el joven escritor espera mucho de ese fin de semana. Asistimos entonces a la
mirada anhelante que Overt arroja sobre un pequeño grupo de invitados que conversan
en el parque. Ante sus preguntas ansiosas, el mayordomo que lo ha conducido hasta allí
contesta con típicos aforismos cuya claridad asertiva esconde alusiones a la diferencia
de clases y al protocolo que la inviste. Finalmente, se acerca a esos invitados que
esperan la llegada del resto. Ninguno podría ser St. George: única de las variadas
hipótesis sobre las identidades que el joven verá confirmada. Pero su primera sorpresa
es que la señora St. George no tiene el aspecto y el carácter que debería tener. ¿Por qué?
Porque no parece la sacerdotisa apasionada de la alta misión de su esposo. Antes de que
el maestro lo aleccione, antes incluso de verlo y hablarle, Overt cree en la figura del
artista. Ningún discípulo puede atender a un maestro, no puede ser por lo tanto
discípulo, más que sabiendo ya lo que habrá de escuchar en las palabras del otro.
Después de ese compás de espera, donde el estilo de James obtiene su andante
perfecto, llegan los otros dos personajes del drama, los otros hilos de esta ambigua
trama. Uno, por supuesto, es Henry St. George, cuyo dibujo ya viene tejiéndose, como
dijimos, en la memoria del joven protagonista, y cuyo principal aspecto sería la
parábola descendente de una obra que parecía destinada a realizaciones superiores. El
otro hilo es una hermosa muchacha tan apasionada por el arte, y en especial por la
literatura, que su apasionamiento en sí mismo pareciera sobrepasar los objetos a los que
se aplica. Habla mucho con St. George, y la atención que éste le presta confirma para
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Overt la sublimidad de esa muchacha. Además, ella los ha leído a ambos; lo leyó a él,
que apenas empieza a escribir, y que incluso habiendo recibido elogios de la crítica no
había creído que sus escasas obras estuvieran hechas para el gran público. Pero ella es
lo contrario de eso, es el pequeño público femenino, sensible, inteligente, que en el
interior de sus novelas quisiera construir y que ve ahora moverse alegremente por el
mundo y leyendo sus intentos todavía no realizados. "Era la admiración correspondiente
a la vida que ella encarnaba, cuya juvenil pureza y opulencia llevaba implícita la idea
de que el verdadero triunfo era semejante a eso, era vivir, florecer y alcanzar la
perfección de ese delicado arquetipo, y no devanarse los sesos redactando laboriosas
fantasías con la espalda inclinada sobre una mesa manchada de tinta." El verdadero
triunfo, alcanzar la perfección... Pero ¿de qué? ¿Aplicaría eso a sí mismo, que Overt
fuera la perfección de Overt? ¿Y si eso implicara no alcanzarla a ella, puesto que es otra
perfección, otro mundo? Sin embargo, el joven (tal vez al contrario que Henry James)
confía en la comunicación, en la posibilidad de que dos sensibilidades abran una brecha
que uniría ambas casas cerradas. Lo que los une también los separa. Para la Srta.
Fancourt, ése es su nombre, el arte "es la única vida", acaso precisamente porque no
desea practicarlo sino como lectora, como amante de las obras maestras; la confianza
de su inteligencia la lleva a postular que sólo el arte realiza la vida, puesto que ve en la
percepción de la belleza el máximo éxtasis. Es, en cierto modo, la sagrada musa que la
Sra. St. George había mostrado no ser. Para el joven novicio en el sacerdocio estético,
en cambio, el arte sólo podría tomar de la vida la verdad de su realización; no desea
escribir sino como medio para alcanzar otra cosa; por ejemplo: producir un personaje de
novela tan perfecto, completo y encantador como se le aparece a él la Srta. Fancourt;
quiere que su subjetividad sea un objeto, evidente por sí mismo, bello porque se ha
vuelto tan material, tan consistente como los seres mismos. Que no obstante, en lo real,
por así decir, toman la forma de un vidrio opaco detrás del cual se ven oscuros bultos
que se mueven, brillos fugaces. La consistencia perfecta debe ser construida, pues,
dentro de la ficción. Y lo que hace consistente a la Srta. Fancourt para Overt es, además
de la belleza física de ese "vidrio" en particular, la construcción que elabora su propio
pensamiento, las hipótesis de una ficción que él vive a la vez como personaje y autor, el
deseo de una perfección imposible. El joven escritor cristaliza los destellos de la
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muchacha para formar las facetas de un personaje que sólo podría existir en la ficción.
Él lo sabe, pero que alguien pueda servir de punto de partida para tales construcciones
sería algo más que una mera solución de compromiso. Con el correr de las páginas, ella
se acercará peligrosamente, con sus agudas observaciones, con su inocencia
hiperlúcida, a esa perfección inaprensible. Pero, ¿no sería acaso su cumplimiento en lo
real lo que impediría su realización artística? ¿La desea a ella o desea extraer de ella un
personaje? ¿La escucha y la mira como la expresión de una subjetividad o como el
resultado de frases y pinceladas perfectas que lo esperan para que se encargue de
confirmarlas en su verdad, para que su estilo llegue a ser esa verdad?
Hemos dejado atrás al maestro para seguir un poco el hilo del deseo de nuestro guía.
Ya se acerca la conclusión del fin de semana en el campo y los dos escritores no han
intercambiado más que breves saludos, fórmulas de protocolo. Ellos, que seguramente
tienen las cosas más importantes que decirse. Overt, que admira tanto a St. George, sabe
que de sus palabras podría obtener mucho, a pesar del decaimiento de sus últimos
escritos; y quizás lo que más espera de sus labios sea una explicación, un juicio sobre
ese decaimiento. ¿No lo atemoriza la posibilidad de que ese mal caiga también sobre
él? Nadie obtiene el arte para siempre. Tal vez pudiera aprender de St. George cuál es el
estrecho donde un monstruo lo atrapó, averiguar cómo evitarlo. La ingenuidad de los
discípulos es infinita, como vemos, y precede a la constitución del maestro como tal. El
mismo discípulo lo convierte en maestro, y éste no lo es sino en la mente del otro. Sus
palabras, quizá inadvertidas, improvisadas, rápidamente olvidadas, son tomadas como
lecciones, máximas, enigmas de una ética que deberá descubrirse y en cuyo proceso de
desciframiento radica su principal norma de conducta. El maestro sabe porque el
discípulo le cree, y sabe lo que el otro cree; mientras que el joven novicio cree en el
saber del otro. Para Overt, el gran novelista juzgará, "en su fuero interno", con más
severidad que nadie las superficialidades en las que ha caído. Cree, incluso criticándolo,
en la capacidad del artista perpetuo. Creencia cuyo carácter casi religioso no deja de
sugerir Henry James con cierta ironía que vanamente quisiéramos reproducir aquí. "El
gran hombre le había dicho por la tarde que tenían 'muchísimo' de que hablar, pero
hasta entonces no habían hablado ni mucho ni poco y esa comunión no realizada
llenaba al joven de tristeza porque la reunión debería dispersarse al día siguiente, en
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cuanto terminara el almuerzo." Todavía no es "el maestro", sino "el gran hombre" que
luego deberá admitir al discípulo, tomarlo como tal, realizar esa comunión después de
la cual se habrá establecido un lazo no equitativo: una hebra del maestro, su lección, se
mezclará en el tapiz del discípulo, su obra, y puesto que se trata de una religión bastante
excluyente quizás también en su vida.
"Míreme bien y aprenda mi lección de memoria, porque es una lección. Déjese
penetrar por ella, hasta que tan lamentable impresión lo estremezca, y que esto pueda
servirle en el futuro para mantenerse en el camino recto. No se convierta, cuando llegue
a la vejez, en lo que yo soy ahora: un deprimente, deplorable ejemplo de adoración a los
falsos dioses." El maestro se muestra a sí mismo como ejemplo negativo: quien se
aparta del recto camino se convierte en un adorador de los falsos dioses, es decir,
bíblicamente, del oro de la vanidad. El arte debiera ser gratuito, responder a una íntima
necesidad, a un alto mandato inexorable. Pero aquí que el aspecto de St. George (que
tanto sorprendiera a Overt) es el de un burgués acomodado, con su propio coche
(estamos a principios del siglo XX - literariamente, claro), su mansión campestre, su
mujer vestida a la última moda. Todo lo que al discípulo le parecía un signo del poder
social de la literatura, es traducido por el maestro como la causa del decaimiento de su
obra, el emblema de su actual imposibilidad para escribir sin más, sin esperar nada a
cambio. Pero se trata sólo de la primera lección, de las palabras previas a la verdadera
lección que le ofrecerá en su propio estudio, en el cubículo de la creación, donde
repetirá, ya lejos de testigos importunos, este problema de la exclusión o la inclusión
del artista con respecto al circuito de los intercambios económicos. Por ahora, ensalza
otra economía (poética) que se opondría a la economía prosaica del sustento. Si bien
aún no conmina al discípulo para que actúe de acuerdo con esa lección sin retorno.
Entretanto, en el salón de fumar, St. George declara plácidamente: "No hay porqué
tener hijos. Quiero decir, desde luego, si uno se propone hacer algo bueno. - ¿Pero no
son acaso una inspiración, un incentivo? - Un incentivo para condenarse, artísticamente
hablando." En el plano teórico, la exclusión del artista es absoluta (o absolutamente
monástica), e implica una suerte de voto de castidad o cuanto menos de celibato
institucional. En caso contrario, corre el riesgo de condenarse artísticamente para toda
la eternidad. Por supuesto, el maestro lo expresa desde el punto de vista del condenado,
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del autocondenado. Su figura debe incitar al discípulo a conservarse puro. Puesto que
alguien debe continuar con esa antorcha candente de la perfección. Y al exponerse así
ante el discípulo, el maestro se sacrifica, quema una parte de sí mismo en aras de salvar
al otro; y lo dice: "Pero para demostrarle que todavía no soy incapaz, degradado como
estoy, de un acto de fe, ataré en salvaguardia suya mi vanidad a un poste y la quemaré
hasta reducirla a cenizas." Humillación que demuestra por qué sería un maestro, ya que
no cree haber escrito nada ni tampoco tener nada que hacer; mientras que el otro es
discípulo, al menos hasta las últimas líneas del relato, porque tiene una alta opinión de
sí mismo, a tal punto que puede llegar a creer que esa misión irrealizable postulada por
el maestro es la suya, que ha sido designado, él en su singularidad, para llevar el arte a
su máxima perfección, que es un elegido (rasgo típicamente juvenil y que sólo
conservan los poetas que mueren jóvenes, como dice el adagio de la antigüedad). El
maestro no quisiera seguir escribiendo (sin embargo, misteriosamente, escribe); el
discípulo sólo quiere escribir y cree que su arte en particular vale tanto como para
atender a un maestro, escucharlo, extraer de él lo valioso y desechar aquello que lo hizo
fracasar. Todo discípulo se siente en la posición de poder elegir, seleccionar entre las
palabras del otro lo que le servirá para sus fines, cuando lo que ocurre en verdad (si se
me permite el giro) es lo contrario; es el maestro quien usa los oídos del discípulo para
hacer rebotar sus frases, para hacer avanzar su pensamiento, para ser finalmente un
maestro (James emplea la palabra master, que significa también "señor; amo", lo que
hace posible aludir a cierta célebre dialéctica). De allí que, aun si descartamos la
hipótesis de una intención perversa oculta en la lección impartida, exista una especie de
justificación siempre diferida, casi imperceptible en una primera lectura, para la
indignación y la angustia final del joven escritor.
La trama prosigue, los hilos se cruzan. Acerca de la Srta. Fancourt, con la cual flirtea
un poco paternalmente bajo su apariencia de hombre casado y experimentado en arte y
vida, St. George afirma que es "una inteligencia artística, en verdad, de primer orden.
¡Y alojada en semejante forma!" Expresión de un deseo que revela que la inacción,
como es obvio, no es la doctrina de este maestro. Más bien gira en torno a una escritura
perpetua, permanentemente incentivada por oscuros objetos de deseo ("de pronto algo
lo atrae, lo conmueve y estremece, y entonces la idea brota - del regazo de lo actual - y
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le demuestra que siempre queda algo por hacer"). Un regazo femenino, joven y
hermoso, que proporcionará luego, casi sorpresivamente, la idea para la escritura del
discípulo (que en su olvido temporal del mundo se habrá hecho un maestro) y los
estremecimientos para el maestro (quedando sin respuesta la pregunta que se formula
Overt acerca de si en verdad esos estremecimientos se oponen radicalmente a la idea o
son portadores de un flujo de ideas, lo que se vería confirmado sólo en el caso de que el
maestro volviera a escribir bien). Luego, el fin de semana concluye, el maestro se
despide de su nuevo alumno, despertando, entre otras, una reflexión que indicaría que
éste aún no ha aprendido la lección, o bien que la comprende pero no ha decidido
tomarla como una verdad ejemplar, aplicable a él mismo; piensa, al ver pasar el coche
de los St. George, "que el matrimonio parecía la imagen honorable del éxito, de la
prosperidad económica y del prestigio social de la literatura"; pero piensa también, y
por eso puede desglosar esa imagen y catalogarla como apariencia o signo ambiguo, que
sólo él conoce el secreto del gran novelista, que sólo él sabe que ese prestigio social de
la literatura es inversamente proporcional a la belleza de una obra (siempre más en
cuanto a las perfecciones que promete que en cuanto a las que cumple). Le ha sido dado
el privilegio de un secreto, no una consideración general sobre el arte, sino la secreta
desazón de su admirado maestro, un doble fondo particular y único: detrás de ese coche
lujoso, imagen del prestigio que la literatura puede alcanzar, está la condenación de un
artista que debió sacrificar su obra para obtener una imagen. El maestro ha cambiado el
signo que precede al número de su prestigio, ha sumado al éxito social la confesión de
su fracaso literario. Y el discípulo, que había advertido dicho fracaso antes de conocer
al exitoso escritor, aunque le parecía un decaimiento quizá temporario, suma al
prestigio de sus mejores obras la lucidez y la implacable exigencia implicadas en esa
confesión. No falta sino el último ritual para la conversión definitiva de Paul Overt.
Entre paréntesis imaginarios, observemos que el maestro enarbola, en la primera
entrevista, por así decir, un ideal afirmativo, una afirmación de la vida como fuente del
arte. Hay "algo" que atrae y estremece, de donde brota la idea, "del regazo de lo actual".
Mientras que en la segunda conversación, más extensa, más apasionada, pero a la que
llamativamente no le da el nombre de "lección", incita al discípulo al ideal ascético, al
abandono del mundo, al sacrificio del amor en el altar de un arte célibe y elevado; no
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que sube por su liviandad, no flotante, sino trepado a la cima con sudor, esfuerzo, con
espíritu de gravedad. Esta aparente contradicción se resolvería con un tópico más en
cuanto a la misión del artista; éste debe observar la vida, sólo de allí extraerá el material
de su arte, pero para poder observarla debe mantenerse distante, ajeno a ella, envuelto
por una especie de prescindencia generalizada que será, gracias a una extraña
refracción, un interés por todos los seres.
Ya en Londres, Overt encuentra a la Srta. Fancourt y con ella a Henry St. George.
Dicha señorita, como se decía antiguamente, recibe los homenajes de ambos escritores.
El joven, que en su juventud piensa como si la vida tuviera una lógica lineal, como si
los deseos ajenos no pudieran modificarse, y como si una negación de un deseo no fuera
ya la manifestación de que existe; este joven artista, decíamos, recordaba: "'¡Ella no es
para mí!', le había dicho el novelista en Summersoft, enfáticamente, pero su conducta
no armonizaba con su afirmación." Un énfasis como signo de desarmonía entre palabras
y actos. Habría una especie de desarmonía preestablecida entre maestro y discípulo. El
maestro goza, afirma, aunque decaiga, y finalmente se queda con la hermosa muchacha.
El discípulo ve, desde el principio, la inmoralidad de los deseos encubiertos del otro.
Del roce del encuentro saldrá una novela de Paul Overt, a la que el maestro califica de
magnífica. Es decir que si bien St. George no cumple con sus propios preceptos, éstos
funcionan por sí mismos cuando alguien pone la suficiente fe en ellos. Sin embargo,
Overt sabe que el maestro miente, o mejor dicho mistifica, exagera, o lleva quizás hasta
el límite la lógica implícita en el hecho de escribir, en la paradoja social de un acto para
nadie y consumido por casi nadie. Límite que, no habiéndolo traspasado, esboza como
un horizonte para un arte venidero, para una perfección futura, pero que sus libros le
enseñaron a considerar inalcanzable. La certeza de que se trata de un horizonte huidizo,
de que la perfección está siempre en fuga, siempre más allá, es quizás la causa de su
decaimiento artístico (¿acaso el falso dios que lo ha hundido será una especie de
cinismo, ya que viendo el horizonte que su obra dibuja frente a él no lo atraviesa?).
Antes del diálogo decisivo con St. George, Overt visita a la Srta. Fancourt, la
inteligencia inocente, la pasión confiada, que busca al compañero de confianza. El
artista, asceta en el desierto, ante el oasis de la lectora bellísima, desenvuelta y lúcida:
¿tentación o promesa con respecto a su arte? ¿Tentación que lo desviaría del camino
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hacia lo más alto, hacia la nota perfecta que le está reservada sólo a él, o promesa de
una reafirmación, incluso de una mejoría en la salud de su estilo? "Es posible, y es la
ley de la vida, perderse fácilmente en el desierto, pero encontrar en el desierto un oasis
semejante, ¿no era un accidente demasiado singular?" De nuevo el joven ve la vida
como una ley, una necesariedad débilmente interrumpida o apenas perturbada por
lejanos ruidos de fondo; ¿por qué no aceptar los "accidentes singulares" como la
verdadera ley? Pero esta pregunta correspondería a otro personaje y a otra novela,
alguna chica norteamericana que anhela lo casual, lo imprevisto, la inocente aventura
por la vieja Europa...
¿No hay cierto facilismo en desarrollar las falencias de las reflexiones de Overt, sus
observaciones fallidas? ¿No está acaso todo el relato construido sobre esas fallas?
Desde el principio, el lector es guiado por Overt y se identifica con él. Por lo que al
final el estado en que lo sume su descubrimiento se parecería al del personaje. Pero la
angustia del lector es de una ambigüedad irresoluble, puesto que siente la "pérdida" del
joven, sus ideales derrumbados, y a la vez goza con la "ganancia", la novela escrita que,
por su tema, tiende a hacer coincidir con la que acaba de leer, con la inquietud que le ha
causado su maestría. La novela relata entonces el vacío escondido en la trama de la
lección, y al mismo tiempo muestra que se la ha aprendido perfectamente.
"Cualquier relación feliz con el maestro seguiría un ritmo brusco e intermitente, no
un proceso de etapas regulares." Esto, sin dudas, desde el punto de vista del discípulo,
que escucha en cada frase del maestro un mandato dirigido a él. De ahí que su nombre
"Overt" parezca remitirnos a un oído abierto ("ouvert") para las órdenes del amo
("master"), si atendemos a un retruécano híbrido. ¿Y cuáles son esas frases?
Reproduciremos algunas: un solo libro "bastaría si representara de verdad un paso
adelante... una palpitación del mismo esfuerzo". Un solo libro que fuera la realización
absoluta, el límite sobrepasado, una prueba de fuerza que cargara con el máximo peso
posible y lo arrojara contra la bóveda impenetrable de lo sublime con la esperanza de
romperla. "No es asunto de los demás, nadie puede obligarlo a ello, y sólo dos o tres
personas advertirán que no anda usted por el camino recto... Yo seré uno de los dos o
tres que se darán cuenta. La cuestión es saber si puede perseverar para dos o tres... La
'única' persona es, por supuesto, uno mismo, la propia conciencia, el propio ideal, la
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singularidad de su propio fin. Pienso en ese espíritu de pureza como un hombre piensa
en una mujer a quien ha amado y traicionado en una hora aborrecible de la juventud."
Cuán difícil sería para el discípulo no caer en la apasionante red de los altos ideales,
cuán fácil fabricar un mito con su propio pasado, como si incluso las traiciones, los
actos irreversibles formaran parte de un destino de donde su mano de artista extraerá la
pureza. Y todo para unos pocos elegidos, sólo para los hombres superiores. Pero, ¿qué
esconde la red del maestro? ¿No hay una vuelta de tuerca parcial en sus palabras? ¿De
dónde sale esa "mujer" depositada ahora en un pasado que se vuelve el porvenir
perpetuo de la escritura, su mito de origen? ¿No dijo acaso anteriormente que las
mujeres eran las lectoras más importantes, las que confirmaban el logro de una novela?
Sin embargo, no parecen estar entre esos "dos o tres". ¿Seremos tan discipulares como
el discípulo para preguntar lo mismo deseando que la respuesta fuera lo otro? "- ¿No
hay ninguna mujer que en realidad comprenda, que pueda tomar parte en un sacrificio?"
Ya Overt ha aceptado que "una obra realmente buena" no puede escribirse sin
sacrificarse y ahora su pregunta implica que ese sacrificio, en principio casi abstracto,
es el de una mujer, amada y traicionada para alcanzar una pureza artística. Entonces
ella, el personaje perfecto, que le daba el efecto de realidad a una ficción, es
transformada ahora en una estatua inmóvil, un ídolo, una petrificación de lo real. Al
convertirla en ideal sublime la vida se coagula, ya no se trata de una chica en particular,
única, irrepetible y perfecta por su propia inagotabilidad, sino que el maestro (y el
discípulo) la torna una generalidad, la mujer siempre igual que emana de los dogmas de
una religión artística. "- ¿Cómo podrían tomar parte? Ellas mismas son el sacrificio.
Son el ídolo, el altar y la llama." Aquí se esconde la máxima crítica de James a la
sublimidad del arte y al ascetismo del artista. Denuncia una doble exclusión: de "los
demás", los que no advierten la falsedad de una obra (cuando en realidad ninguna
falsedad puede advertirse si no es puesta al lado de la verdad y por lo tanto sólo en una
obra que afirme la verdad pueden verse los contornos de falsedad contra los que ha
luchado, de los que se ha librado y trata aún de librarse para poder tomar forma), y de
"ellas", que son el mito remoto y el télos sublime de la obra, al precio de ser expulsadas
de todo presente, "del regazo de lo actual". Vemos que en parte el maestro dice la
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verdad, por eso el discípulo puede actuar a partir de lo que oye, aunque finalmente crea
que cometió el error imperdonable de guiarse por lo falso.
Por otro lado, el problema de un presente femenino del arte (que no tiene nada que
ver con que las mujeres escriban o pinten) es crucial en toda la obra de James. La Srta.
Fancourt (aquí marginada como personaje por los escritores y su parloteo aleccionador),
su inocencia y su exotismo (viene de la India), remiten a las muchachas
norteamericanas, anticonvencionales, lúcidas y muy ansiosas por escapar hacia valores
nuevos, metamórficos, que a veces son capturadas por la moral europea (que mata, por
ejemplo, a Daisy Miller) y que otras veces redimen de esa moral resentida y salvan a los
que estaban sometidos a ella (como Milly Theale en Las alas de la paloma). ¿Y a qué
se debería esta atención hacia ellas? A que son mejores, tienen cincuenta normas
cuando el hombre sólo puede tener una, la del humanismo, el vanidoso "yo" del hombre
que llega a autocumplirse en un producto. En cambio, ellas se vuelven a cada rato otra
cosa, una nueva idea y luego una frase, y de allí un flujo de ideas indetenible y
diferente. Esto lo dice el maestro, aunque para aconsejarle a Overt que se aleje de
semejante pluralidad inconstante y deseante, que se ate a su norma, la del arte, "el
silencio incorruptible de la Gloria", el monumento de una norma que es ya un epitafio.
Atrapado en esa tela, el joven se va de Londres, viaja, escribe una novela, está dos
años ausente y sin dar noticias. Cree haber "experimentado y probado", con la felicidad
de escribir, la "doctrina" de St. George. Pero, ¿por qué se derrumbaría tan fácilmente su
creencia a causa de los actos de otro cuando él mismo la había comprobado
funcionando? La duda es ésta: cada vez que se sacrifica algo, o sólo se deja pasar, se
cumple un deseo de obra, pero ¿no hubiéramos tenido otra obra, mejor aún, otros
devenires, si no hubiésemos renunciado precisamente a eso? La escritura no puede tener
una norma, porque ya es la pura destrucción de toda norma y sólo se afirma a sí misma,
ningún ethos puede ocuparla y hacerla su dominio; esto sería lo que el discípulo no
aprendió y que quizás sepa cuando su fe se vuelva tan ambigua como la del maestro.
Aunque, en el límite, la escritura precede a los saberes, es su condición de posibilidad y
su principio de destrucción. La escritura, al afirmarse a sí misma como acto puro, sin
contenido, se vuelve un antisaber. De ahí que la verdad del maestro se muestre en su
cercanía con el acto de escribir, la nota surgida del regazo de lo actual, mientras que su
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falsedad se hace evidente al intentar comunicar un saber sobre la escritura. Cuando dice
que el artista debe sentir que "ha arrancado de su instrumento intelectual la música más
hermosa que la naturaleza había escondido en él, e interpretado esa partitura como
merecía interpretarse", estamos ante la afirmación de un florecimiento, una eclosión, un
acto gratuito que destruye los saberes funcionales y que puede dar lugar a otros saberes
todavía impensados. "Los que realmente entienden no hablan de él." Se trata siempre de
otra cosa, algo más hacia lo que la escritura tiende o que ella misma ilumina o fabrica.
Ésta es la verdad formal del disfraz de maestro, su mentira en cuanto disfraz es la
suposición, no de un saber ya que eso es escuchado por el discípulo, sino de que las
consecuencias de ese acto pueden transmitirse por otra vía. La escritura se opone al
habla como el escritor al maestro. El discípulo no pudo distinguir esta ambivalencia,
este vaivén de una figura a otra en la misma persona y por eso creyó que el
acontecimiento de haber escrito su novela provenía de un saber oído. "Si podía escribir
tan bien bajo el rigor del renunciamiento, tal vez no conviniera alterar las condiciones
de su vida antes de que el hechizo se disipara por sí solo."
Al regresar, el joven Overt se entera de que St. George, ya viudo, va a casarse con la
Srta. Fancourt. "Y era como si no la hubiera perdido hasta ese momento." En un último
diálogo con el maestro, intenta pedirle explicaciones: "- Yo pensaba que usted, en
teoría, desaprobaba el matrimonio de un escritor. - Sin duda, sin duda. ¿Pero usted no
me llamará escritor?... - ¿Se casa usted con la Srta. Fancourt para salvarme? - En modo
alguno, pero eso aumenta el placer de casarme. En parte, también, será usted obra mía...
y lo extraño es que parecía sincero". Y con sinceridad (ya que su disfraz no implica que
él mismo no lo lleve adecuadamente), el maestro afirma: "Durante todo el resto de mi
vida no haré otra cosa que leerlo a usted." Es decir que sólo se considera un mensajero
de la verdad artística, un representante de esa ley que le resulta ajena pero que hace
cumplir. Mientras que el discípulo, espacio abierto para el cumplimiento inexorable de
la ley de la escritura, que lo suprime, que suspende su "pasión personal", lo había creído
el amo, el origen mismo de la ley. Ahora ambos quedan sometidos a un juicio siempre
exterior; y el hecho de que Paul Overt pueda advertir si una obra es verdadera, no
afectada por falsos dioses, lo convierte a su vez en juez; posición a la que ha llegado
mediante una iniciación que lo anonada. Si llegase a ocurrir la eventualidad de que
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Henry St. George publicara "algo de primera calidad", "él sería el primero en
justipreciarla: lo cual quizá sea una prueba de que el maestro estaba en lo cierto y de
que la naturaleza no lo había consagrado a las pasiones personales, sino a la pasión
intelectual." ¿Pero el recuerdo de ella, "risueña, locuaz, radiante, bellísima", de "esa
cabeza", de "ese rostro", no se vuelve al final para el joven escritor algo más que un
mito melancólico o un simple y banal objeto de sublimación de sus escritos? El acto de
escribir, ¿no transforma a cualquier "fue" en un "así lo quise"? Porque el lector advierte
que la verdad de la lección está en el mismo estilo de James, en lo que acaba de leer,
donde se revelaría que escribir no tiene contenido, que la verdad de la literatura es el
vacío perfecto; se percibe allí una figura en el tapiz y se cree que detrás hay un secreto
(así el discípulo, tras leer al maestro, cree que podrá escuchar el secreto escondido),
cuando en realidad no hay más que un deslizamiento, una distorsión, roces de cuerpos y
de voces que desvanecen los límites de la ficción, aunque la verdad de la escritura, la
aparición del dibujo, se sustrae siempre más allá de esa percepción. El grado de verdad
de esa aparición, que simula ser sólo eso, es lo que decide que se produzca la chispa, el
guiño entre nuestra casa de lectores y las ventanas que ve James, lo que decide, en fin,
como dice el maestro, que oigamos con la vista (flagrante sinestesia) la música más
hermosa posible, su timbre particular, su vaivén único.
16
Repetición y ambivalencia
"Lo peculiar del amor-repetición es la
deliciosa seguridad del instante."
..."pero también el que ha perdido una
pequeña cosa pueda afirmar con razón
que lo ha perdido todo."
Sören Kierkegaard, La repetición
Si bien el concepto de "repetición" suele señalarse como fundamental, recurrente,
dentro de la variabilidad del pensamiento de Kierkegaard, no me propongo una
interpretación sistemática, un rastreo filológico de dicha noción en la totalidad de una
obra. ¿Qué cosa, aparte de ese nombre danés que aparece en una serie de libros, puede
todavía sostener tal idea de totalidad, la así llamada obra?
Más bien leeremos un texto, uno solo, e incluso de manera fragmentaria; se trata de
La repetición, por supuesto; novela que difícilmente pueda ser reducida a la exposición
narrativa de una tesis filosófica que la precedería. En el arbitrario signo de este recorte,
figura también aquello que es permitido por una maniobra tal vez no suficientemente
atendida: el heterónimo. Lo que opondría el heterónimo al pseudónimo es una cuestión
de funcionamiento más que de intencionalidad: el heterónimo es un personaje dentro de
una serie, que dialoga con el nombre propio del autor sin someterse a su completo
dominio, ya sea teniendo una estética, una filosofía o un estilo propios, ya sea
representando un estereotipo en medio de una taxonomía probable; el pseudónimo, en
cambio, como mecanismo usual, es apenas una máscara, una suplantación ocasional
que no afectaría, en última instancia, a la "autenticidad" de su voz con respecto al
nombre del autor. No sólo produce la crítica de la filosofía como verdad (o como
revelación de una lógica, anterior a su desarrollo en frases, de algo llamado espíritu o
realidad), sino que además esta ficcionalización del género filosófico hace que ciertos
17
sujetos, componiendo una diversidad heteronímica, sean la condición de posibilidad, y
al mismo tiempo el objeto, de los enunciados que sus posiciones emiten.
Una verdad sobre los sujetos a la manera de una verdad sobre las ficciones: sólo a
una ficción, que admite como relato personal, se ata el sujeto para decir su verdad; es,
en efecto, una veridicción. La posibilidad de verdad para el sujeto está en reconocer,
sobre la multiplicidad identificable de las ficciones, las huellas de su propiedad. ¿Cuál
es entonces el nombre propio de La repetición? Constantino Constantius. Pero veremos
que este personaje forma parte de una ambivalencia. El otro lugar, la otra voz, quizá su
negativo calcado miembro a miembro, no tiene nombre, pero podríamos presumir que
se llama Sören Kierkegaard, sin darle a tal conjetura un valor de referencia hacia un
sujeto empírico, sino el de indicar apenas una figura que sustenta la ambivalencia de La
repetición.
***
Intentaré hacer un resumen, extremadamente rápido por cierto, del argumento de la
novela, donde puedan esbozarse los puntos de inflexión en que se apoya esta lectura.
El narrador se presenta a sí mismo y comienza su relato con una interrogación que se
despliega. ¿Es o no es posible la repetición? ¿Qué sería, en caso de existir, lo que
llamamos repetición? Preguntas que comparten un espacio, a pesar de pertenecer a
órdenes distintos.
El narrador, que dice buscar la repetición como una renovación de experiencias
felices, recordadas por la memoria, contesta, tras un intento fallido de recuperar cierta
instantánea alegría teatral, negativamente. ¿Por qué es imposible, para él, la repetición?
Porque, en su caso, la voluntad de repetir es posterior a la experiencia primitiva y, por
lo tanto, la segunda, la que vendría a reproducirla, se halla carcomida de una manera
irrevocable por esta voluntad de repetir. El deseo de repetir introduce una diferencia
insalvable entre los dos momentos: inserta el concepto de copia. La única diferencia
entre la copia y su origen aparece bajo la forma de un fantasma interior, es decir, la
conciencia de estar copiando. ¿Acaso hubo una primera vez absoluta, una experiencia
por completo original, cuando la conciencia no presentía su carácter reproductivo? Esta
18
pregunta es desplazada por la problemática del recuerdo; recordamos, entonces, cada
instante desprovisto en parte de su copia fantasmal o, lo que es lo mismo, recordamos el
simulacro como si no remitiera a una serie infinita. Aquí vuelve el narrador, que trabaja
con elipsis muy bruscas, en órdenes diversos simultáneamente, sin dilucidar los matices
que van dispersando el sentido de sus términos, retoma, entonces, su interrogación. La
repetición sería imposible, parece contestarse, porque la felicidad o el éxito
inexplicable de la experiencia primitiva radica no en una esencia del momento mismo,
sino en el modo de su inscripción como recuerdo. Para que pudiera repetirse dicha
inscripción, el presente debería experimentarse ya como pasado en el instante previo a
su aparición, es decir, habría que vivir el futuro como un recuerdo. Aunque la
semejanza obligue a discriminarlos extensamente, no es una asimilación de la idea de
reminiscencia (donde hay una continuidad subyacente de la que el olvido es cobertura,
velo, espectro a exorcizar). La repetición es esencialmente discontinua: entre uno y otro
elemento, el memorizado y el deseado, únicamente hay un conjunto vacío, los intentos
fracasados. El olvido recorta, en este caso, como en negativo, siluetas separadas;
aquello que tacha dibuja el contorno intocable de lo que ha de repetirse (o de lo que se
deseará incesantemente repetir).
Pero este primer personaje apenas empieza su búsqueda, ya que aun después de su
fracaso personal la repetición no se muestra como una imposibilidad completa. Quizás
exista para otro, que no esté duplicado y doblegado por esa voluntad de copia en la que
había desembocado para el narrador la idea misma de lo repetible.
Entonces aparece el segundo personaje, un joven, a quien el primero,
autodenominado "psicólogo experimental", va a tomar como objeto. Si el joven puede
conseguir la repetición se demostraría su existencia y, por lo tanto, se reinstauraría una
salvación posible para el narrador mismo. El último de los males, la esperanza, le hace
concebir un meticuloso plan de seducción, abandono y regreso, que llevará a cabo el
joven con una muchacha burguesa. ¿Por qué esta segunda tentativa de repetición se
configura en torno a las emociones eróticas? En lugar de repetir una experiencia que
adviene desde lo más ajeno al sujeto, la representación teatral, en sus pasivas poses de
público y de turista (repetición de la mirada, exteriorizante); se trata ahora, en cambio,
de repetir un deseo, una configuración sentimental, no una mera colisión de objetos
19
reencontrados sino una especie de transmutación subjetiva. Pareciera que aquello que
había hecho fracasar la primera tentativa, es decir, la mutabilidad del sujeto copioso
(pretendo remitir, si se me permite el juego de palabras, al modo de la copia y de la
reproducción infinita que ya he mencionado), funciona en este segundo intento como
garantía de éxito: tras el primer ajuste de las dos variabilidades (seducción), sólo resta
interrumpir y repetir para siempre la primitiva iluminación, por así llamarla, amorosa.
Este segundo movimiento de la búsqueda también fracasa, ya no por un "a priori"
mal examinado sino por una consecuencia propia del desarrollo del experimento. El
joven seductor desaparece. Más aún que el fracaso mismo, este abandono de su
discípulo, a la vez objeto de estudio y sujeto de la repetición planificada, desencanta por
completo al narrador de la idea misma de repetición. Afirma largamente la fuga del
tiempo, la irreversibilidad de los instantes y la alegría ante la muerte que cada
momento, festivo o melancólico, preanuncia.
En este punto empieza la segunda parte de la novela, donde se reitera su título como
si fuera un nuevo principio. El narrador, atrapado en las redes del hábito y la rutina,
perdida toda esperanza de plenitud, ya no tiene nada que decir. Habla sobre el joven
fugado, de quien transcribe las cartas que ocupan casi toda esa segunda parte. Su
silencio, el del "callado confidente" Constantino Constantius, adquirido en la
experiencia radical del desencanto (lo que no significa negación sino afirmación del
presente, puesto que nada espera del porvenir), no le impide analizar con ironía
meticulosa la correspondencia de su joven amigo.
Ahora bien, ¿qué hay en esa serie de cartas? Entre otras cosas, una experiencia
mística, una sublimación poética del amor (y un realismo institucional sobre el
matrimonio que la contradice), una repetición proferida, cuyo logro parece vagamente
depender de lo místico. El narrador, por su parte, no niega la posibilidad de una
repetición mística - él mismo había procurado en cierto modo delinear una mística de la
repetición - sino que le niega su eficacia con respecto a sí mismo; por naturaleza, según
dice, la experiencia religiosa le está vedada, más bien le resulta ajena.
¿En qué consiste esta nueva posibilidad de repetición que encuentra la segunda voz,
la voz epistolar, de la novela? Por un lado se da una condición conceptual, por el otro
una discursiva. Primero: Dios, como absoluto, está fuera del tiempo, lo funda quizás,
20
resulta siempre idéntico a sí mismo, su oído escucha a perpetuidad de la misma forma y
en el mismo sentido; la remisión a lo inmutable divino anula todos los obstáculos que la
duración, bajo las formas de la memoria, la sucesión y la seducción, había impuesto
sobre lo repetible, pero cambia totalmente también eso repetible; sólo se repite el
contacto con Dios que, con su oído eterno, escucha idénticamente la identidad inefable
del sujeto y le permite a éste, en cada ocasión, reconocer su unicidad espiritual (como
hay un goce en el reconocimiento de un signo, ésta sería la supremacía del goce más
allá de todo signo). Segundo: la repetición se da como retorno de una fidelidad, como
abandono y regreso, como cita de una queja, la de Job, que es, en el fondo, la del amor
no correspondido. Ser seducido por Dios, ser abandonado, volver a ser escuchado. El
oído de Dios permite la repetición incesante de este discurso "amoroso", donde todo el
deseo parece subsumirse. Algo se ha perdido, la muchacha para el joven "místico", los
bienes para Job, porque se ha perdido la voz de Dios. Si Dios hablara, contestara, no
habría repetición posible. Dios escucha y calla, hace que el discurso del sujeto pierda la
violencia del tiempo que lo carcome, que sea expresión plena y absoluta de la mismidad
subjetiva.
Pero si la inanidad de ese diálogo, que no es tal, es por naturaleza intransmisible,
entonces ¿qué se dice en las largas y confesionales cartas del joven poeta, vuelto ahora
místico? Observemos que aparece la típica cadena del llamado amor cortés: una erótica
que conduce a una poética que conduce a una mística; hecho que no escapa a la mirada
del narrador y que lo hace dudar acerca de la veracidad de la etapa final - no de la
sinceridad del sujeto sino de la eficacia de su supuesta práctica mística. En la pregunta
antedicha está la respuesta: se trata de un simulacro epistolar de la confesión, de un
extraño tipo de confesión. El "callado confidente" escucha la verdad del otro, de quien
no quiere saber nada de él, pero que no puede dejar de enviarle sus cartas más
personales, la expresión más cercana de sí. Todas las cartas intentan asir la imagen del
que calla, a veces lo describen como loco o inmoral, otras como aquel que más puede
saber y entender, como si una cosa dependiera de la otra; como si la inmoral locura de
Constantino, su cinismo o escepticismo, por llamarlo de alguna manera, hiciera posible
su saber escuchar. El escenario del silencio divino se construye en las cartas para
alimentar la lectura silenciosa del odiado y amado confidente.
21
En definitiva, el eco del silencio de Dios rebota contra el silencio del receptor de las
cartas y comienza a configurar el monólogo religioso del joven, atravesado por dos
palabras y una pose discursiva: la palabra que él supone en su lector, Constantius, la que
él supone en Dios, suposición que sólo le permite el tercer elemento, es decir, la
imitación, la cita, la repetición textual de la voz de Job. ¿Para quién habla Job, para
Dios o para sus amigos ante los cuales niega toda culpa, toda falta hacia la ley divina?
La verdad de la repetición está en el borde de la profecía y es uno de los modos en que
suele suscitarse la locura: un lenguaje usando un cuerpo que no puede más que recitar y
repetir aquellas voces que lo hablan.
La ubicuidad de la palabra "repetición" parece haber entrado en crisis. Dentro de la
multiplicidad de matices, usados tanto en este ensayo como en la novela de
Kierkegaard, hay un punto de separación abrupto, donde las ligeras torceduras, mínimos
desplazamientos, ardides retóricos, no pueden seguir fingiendo una continuidad
significativa única detrás de la mutabilidad de los usos significantes. La primera
"repetición" es imposible, se constituye como deseo y se funda en la memoria; la
segunda es inevitable, parece emerger de la etimología (la acción de volver a pedir) y,
como todo pensamiento etimológico, alude a un sentido perdido, a una voz, a una
religiosidad fundante, se constituye como el olvido del sujeto y de la duración y como el
recuerdo perpetuo del silencio.
El narrador percibe el carácter aniquilador de toda subjetividad que implica esta
segunda forma de repetición, pero admite que lo siniestro de una repetición no
controlada por la voluntad personal no causa ningún efecto en el joven que, en última
instancia, es demasiado poético, confía demasiado en la expresividad de su lenguaje
para que esa inquietante extrañeza lo destruya. Termina afirmando que la esencia de la
repetición no estaba en su propia manera de buscarla, sino en el excepcional retiro del
mundo del joven corresponsal, es decir, que la auténtica repetición sólo se ofrecería en
la "eternidad".
Pero a pesar de la aparente conciliación final, subsisten dos posiciones diferentes,
dos voces de la novela que no se contradicen ni se sintetizan, funcionan una hacia la
otra, hacia la fracción en que los dos conjuntos se intersectan, no el consenso sino el
concierto.
22
***
Dos voces, dos lugares, dos opciones: ninguna metáfora termina de estabilizarse.
Entrevemos agrupamientos, configuraciones, dos modelos imaginarios, constitutivos de
la subjetividad. La ambivalencia implica que uno supone al otro. El que escucha,
callado, puede oír lo que él mismo dejó de realizar; puede encontrar en el fracaso
propio la incongruencia de su objeto inalcanzable con respecto a la memoria
retroactiva, gracias al límite que le marca la experiencia del místico: la engañosa verdad
del lenguaje de la conciencia está en que no puede decir la verdad, porque lo que quería
repetir como revelación era en su origen una ficción.
Primero: la ambivalencia del fracaso, su imposibilidad para acaecer efectivamente y
su reducción a un deseo (futuro anterior) que nace de un pasado (instante primitivo),
nunca realmente ocurrido, cuya esencia reaparecería, se repetiría en un futuro diferido
como un espejo que huye. La postergación infinita o las realizaciones fallidas forman
los dos modos de esta primera opción, la del "psicólogo experimental".
Segundo: la concreción del joven, en cambio, evade la temporalidad (único modo de
repetirse sin desplazamientos) y es necesariamente un absoluto. En efecto, el joven
místico procura la reintegración con lo Absoluto, perdida la memoria de cualquier
instante, pues a partir de la fuga como acto (apartamiento del mundo) todos los tiempos
se reabsorben en la repetición del lenguaje al infinito. ¿Qué queda? El mito de la loca
verdad: la verdad, absoluta, queda en el borde de la locura. La voz de Job, como una
retórica que traspasa al joven kierkegaardiano, lo hace hablar, y el silencio inefable de
Dios se torna la repetición misma, una experiencia perturbadora, irrepresentable.
Por lo tanto, el psicólogo experimental no puede satisfacer su deseo de repetición o
su interés por esa incierta posibilidad con aquel a quien cree perdido fuera del recuerdo,
o que por lo menos repite algo exterior a la duración subjetiva. Pero, entendamos bien,
no se trata de repetir recuerdos, sino de repetir (estar en) una experiencia ya como
recuerdo en su presencia inmediata.
En el caso de Constantius la repetición es una condena (y como toda fatalidad,
irrelevante o trágica), puesto que lo que falta se repite siempre como faltante; no se
23
ausenta entonces la repetición sino su aparente efecto de plenitud, su significado como
verdad; cualquier contenido puede llenar ahora esta repetición vaciada; durante la
inconsistencia general del sujeto un deseo se repite.
En el joven, la repetición es el espacio de una reasunción de sí, pero esta
recuperación sería más bien un efecto casi colateral de la repetición como tal (en sí).
Eternidad, inmutabilidad, silencio, son las condiciones de lo sagrado repitiendo, sin que
la efectiva repetición aparezca hasta la última carta, donde se la nombra como
tormenta, precipitación al abismo y ascensión a las estrellas, según el místico,
simultáneas.
Dos figuras o dos posiciones, de todos modos una pareciera introducir a la otra. De
la traslación a la existencia de una resonancia estética, repetición perceptual, que
imaginaría Constantius, a la transformación de la existencia por una repetición de
exactitud religiosa, que espera el joven. Entre el joven y el viejo, entre la espera y el
fracaso, entre la repetición absoluta y el deseo, hay un deslizamiento ético. Buscar la
repetición es para el narrador una indagación ética y para el místico una trascendencia
de esa misma ética; se trata de una ética poética de la seducción que los dos utilizan:
uno para cesar en su movimiento, suspenderlo momentáneamente, el otro para romper
con todo movimiento (en apariencia, pues no olvidemos que a pesar de su discurso el
joven no llega a la experiencia mística total, lo que le impediría hablar, sino que la
espera y la anticipa).
Sin embargo, hay una estructura general de la novela, el mecanismo de los nombres
que detentan las voces y que en parte hemos señalado al comienzo de este ensayo, que
no resulta indiferente para dilucidar la verdad de este texto como crítica de la verdad.
Constantius, heterónimo de Kierkegaard, delega la palabra a un joven sin nombre.
Diríamos que hay una triple delegación: de Kierkegaard en Constantius, de éste en el
joven, de éste en Job que, por fin, enuncia la verdad de la repetición como concesión
sagrada reduplicada. Las posibilidades del malentendido se multiplican, o quizá el
sentido de esta disposición sea una multiplicidad y no una síntesis. La loca verdad de la
mística sirve, más que nada, para bordear la estética existencial o la ética vital del
narrador, cuya voz es simulada por el único ausente. Como si Kierkegaard fuera la
apertura de un lugar, sin ser el lugar mismo, donde la ambivalencia de la repetición, su
24
condición de imposible o de eternizable, determinaría dos voces inseparables, cada una
definida en función de la otra. Este imitador de voces no "quiere decir" la verdad, la
está desarticulando. Al separar del lenguaje aquello que sería la verdad, el silencio de
Dios, hace una antidialéctica. Para transformar el dispositivo de Kierkegaard en un
discurso ateo sólo hay que reemplazar la idea de Dios por la de la muerte que, como la
nada, lo impensable, la negación y el límite que circunscribe el decir del sujeto,
funcionaría del mismo modo; pero en realidad es Kierkegaard el "escritor religioso",
según él, y no Constantino Constantius, "escritor estético", para cuyo abandono de la
idea de repetición o de su posibilidad efectiva la idea de la muerte es capital. Ninguna
lógica puede ya superar esta ambivalencia entre lo que no puede decirse y todo aquello
que se dice precisamente por dicha negación. La repetición "real" funciona como
negatividad del deseo de repetición, indica que el sujeto, inmerso en la temporalidad de
la memoria y el olvido, es siempre no-total, que la lengua es no-toda y que toda
veridicción es incompleta. El "experimento" de Constantius no fracasa, tiene el éxito
que le permite vivir su fracaso como una atenta escucha del otro, como una tranquilidad
(o intranquilidad monocorde) de no estar ya para sí.
La disyunción entre las dos formas de entender la repetición es absoluta, pero los dos
términos se rozan y el sentido parcial de cada voz está en el eco de la otra. La palabra
"repetición", enviada por Constantius al joven, regresa de otro modo, es devuelta como
su reverso. El límite de la repetición estética es la mística, cuyo origen, que al abrirse se
esfuma, es estético. Sin la planificación estética de Constantius, de donde deriva una
ética de la seducción, no podría el joven introducirse en la idea de repetición, que lo
conduce a la poesía y a lo religioso, sin que en la novela se resuelva si el arrebato que le
produce la proximidad (o el atisbo) de la repetición es de orden poético o místico.
Por supuesto, las separaciones, las permeabilidades, entre lo estético y lo místico, la
razón y la locura, la escéptica certidumbre y la arrebatadora esperanza, lo maduro y lo
juvenil, la repetición (subjetiva) de objetos y la repetición absoluta (subjetivamente
"real"), son variables históricamente. Podríamos inventar incluso un esbozo ideológico
de mediados del siglo XIX para dar cuenta de ciertos detalles de las posiciones en la
novela de Kierkegaard. ¿No sería mejor preguntar qué la hace todavía legible? ¿A qué
modelos, de sujeto o de ética, aludirán esas dos voces que ahí se cruzan para tejer un
25
diseño reversible? La reversibilidad de esta ambivalencia de la repetición quizá aún
funcione. La repetición "real", en última instancia excepcional, delimita lo instituible.
El deseo de repetición instituye, piensa lo general, porque existe un margen que no
puede ser dicho. Las explicaciones históricas de la locura pueden ser entendidas de la
misma manera (lo cual no significa que hayan sido "efectivamente" así). El borde del
lenguaje se repite, pero no lo precede, es constituido por el decir de alguien.
Constantius co-instituye un lenguaje para que su "innominado amigo" intente excederlo,
pero ese excedente está vacío y, por lo tanto, sólo le es devuelta una imagen invertida
de sí mismo. Análogamente, el joven, al escribir las cartas, recibe, desde el silencio
obligado del "confidente", su propia mística hecha simulacro, es decir, poesía.
***
La repetición incompleta, el imposible deseo de un futuro anterior, se transforma en
la ley de lo general frente a la transgresión de aquello que permite pensar la repetición,
es decir, frente a la repetición "real". La ley del mundo es que la verdad está siempre
más allá del sujeto, su transgresión es la presencia, que no puede darse sino como
negación del mundo y, desde la posición de la ley, la de Constantius, como un vacío.
Más allá de la representación no habría nada, o mejor, habría otra representación; el
acto del joven, en ese caso, es representación, y no presentación, de la repetición
absoluta.
La ley de la representación, el simulacro vuelto sobre sí mismo, haría de la
repetición, como copia fallida de un acto siempre ficticio, una crítica de la verdad, de la
exterioridad de la verdad. La transgresión de la ley del mundo como una repetición
"real", por otra parte, en relación a un absoluto inefable, la posición del joven
innominado en su espera preparatoria para dicho salto transgresivo, la convierte en una
crítica del mundo, en la negación de su misma existencia de simulacros. La
ambivalencia entonces, como disyunción no sintetizable, produce un doble frente
crítico: crítica de la verdad del mundo y crítica del mundo de la verdad.
La imitación, que está detrás del heterónimo y del joven corresponsal, se encuentra
más del lado de la ley que de la transgresión. El fingidor, como denominó Pessoa a ese
26
lugar de producción de la escritura, únicamente puede representar la transgresión
(ausente), que no es lógicamente posterior a la ley sino simultánea. La transgresión, tal
vez, está más cerca del acto, de un teatro de la inefabilidad. La escritura no puede dejar
de situarse entre un acto (transgresión) y una representación (ley), y su diseño sigue las
variaciones de la repetición, idénticos dobleces, indecidible ambivalencia.
27
La imagen ausente
"Una bolsa de tela mojada en el arroyo es el cuadro de Zeuxis,
las uvas que los pájaros furiosos desearon tanto, horadaron
tan violentamente con sus picos rapaces, que las uvas
desaparecieron, luego el color, después todo resto de imagen
en esta hora del crepúsculo del mundo en que
lo han arrastrado por las baldosas."
Yves Bonnefoy, Las uvas de Zeuxis
I
Desde los orígenes de la estética moderna, el arte es una construcción cuyo
contenido sería la desaparición de la construcción. Si se le atribuye una finalidad
determinada previamente se transforma en simple discurso, entonces el máximo interés
que le adjudica el artista a su obra termina y se anula en la contemplación de algo
interesante. El crítico o el espectador solamente deberán decidir si se trata de arte o de
otra cosa, despejar el carácter adecuado de la forma con respecto a la promesa que
contiene la obra. Pero sucede que esa promesa es un vacío, una ausencia que funda lo
que el filósofo Giorgio Agamben llama "una laceración radical" del artista moderno.
Contemplamos entonces el hiato entre los contenidos objetivos, prosaicos e indiferentes
del mundo y la subjetividad absolutamente libre del principio artístico, que sobrevuela
la prosa del mundo como un inmenso depósito de materiales disponibles.
No obstante, desde el punto de vista de la libertad absoluta, esa disponibilidad es
accidental, el único contenido necesario es la propia indeterminación, esa arbitrariedad
abismal que sólo puede sostenerse ella misma. La construcción no se dirige a algo más
allá de sí, a un afuera, salvo porque hace aparecer una libertad que ningún aspecto del
mundo haría posible. El arte es la promesa de lo imposible ofrecida a la mirada de lo
posible, del individuo socialmente determinado. Pero es una promesa que sólo puede
cumplirse en el interior del arte, es decir, cuando el individuo que contempla sale de sí
28
mismo, se escinde, encuentra el origen de su propia laceración inmemorial y se
convierte en artista. Así podría entenderse el precepto nietzscheano de "un arte para
artistas".
Esta paradoja de un arte que pretende decir lo más importante para todos, pero que
no puede expresar sino la radical fractura que lo constituye, aparece ilustrada en un
breve texto de Honoré de Balzac, escrito en 1832. Podría atreverme a decir que el
conflicto que exhiben gran parte de las vanguardias artísticas y del arte contemporáneo
es legible en esa parábola de Balzac que se titula La obra maestra desconocida.
Es un cuento sobre pintores de caballete. Estamos pues en una época muy remota.
Aunque si cambiáramos apenas el contenido de los diálogos, veríamos cómo sigue
repitiéndose la misma tragedia en el espacio indiscernible de lo que llamamos arte. El
punto de vista de la narración es el de un joven artista, Nicolás Poussin. Al situarlo
dentro de su cuento, Balzac irónicamente lo convierte en emblema de un arte de
precisión naturalista cuyo último avatar será el impresionismo. El maestro desconocido
le habla a Poussin sobre la ilusión de la vida, sobre la vitalidad del cuadro, y critica los
contornos precisos del dibujo que no existen en la naturaleza. En cada detalle, dice este
personaje adelantado a su tiempo y llamado Frenhofer, "luchan la vida y la muerte", por
un chispazo de vida en el color se entrega el contorno a la muerte geométrica de una
línea divisoria. La figura delimitada de origen renacentista se ha vuelto pues
incompleta. "¿Qué le falta, pregunta Frenhofer. Nada, pero esa nada lo es todo." En su
discurso, este maestro insatisfecho ostenta un saber que no puede aprenderse en el
ejercicio de las técnicas del arte. Pero justamente su obra maestra, en la que trabaja
desde hace décadas y que nadie ha visto, no puede completarse por su exceso de
autoconciencia. Conoce demasiado bien la distancia que separa lo real de su
representación. Podemos añadir nosotros que su representación de lo real está fuera del
alcance de la imitación de la naturaleza en los modelos clásicos. Frenhofer intenta
pintar un cuerpo, una presencia que ya no sea una figura humana, sino que se encarne
en lo real. "Pero, comenta otro personaje que es un pintor de éxito en la corte, a fuerza
de búsquedas ha llegado a dudar del objeto mismo de sus búsquedas".
¿Existe verdaderamente ese cuerpo en otro lugar que no sea el cuadro? También
irónicamente, Balzac hace que el modelo de la obra maestra inacabable sea una mujer
29
hermosa que ha muerto, que el pintor amó y cuya memoria sigue venerando en la
desesperación misma del cuadro infinito. Encerrado en su taller, desdibujando los
límites de una figura que no llega a borrar su separación del mundo, meditando sobre
esa imposibilidad de que lo real se vea y sobre las técnicas nuevas que su ambición
exige, Frenhofer con frecuencia cae en la melancolía. Pero luego lo despierta
nuevamente el deseo y exclama: "¡Mi pintura no es una pintura, es un sentimiento, una
pasión!" Balzac parece reírse de ese romanticismo que se olvida de la técnica y del
artificio. En su ficción, Balzac denuncia la falacia de querer construir algo tan real que
deje de ser una construcción. Mucho antes de Duchamp había una conciencia clara de
que la representación como verdad se había vuelto inaceptable. El objeto real y
cotidiano llevado al espacio de la representación no hace más que reiterar la paradoja
de Frenhofer, pero a la vez que la ridiculiza también nos hace notar su costado trágico.
¿Qué figura más melancólica que la del artista vagabundo buscando objetos perdidos en
la basura prosaica del mundo para afirmar su libertad únicamente en la búsqueda sin
que pueda ya realizar materialmente nada? Reemplazando la tela por el vidrio,
Duchamp volvería luego a encontrar la felicidad de la fabricación de huellas.
Finalmente, Frenhofer muestra su misterioso cuadro. Pero los otros pintores, que
admiraban tanto sus bosquejos y pruebas, no ven nada en la obra maestra. Ante su
atónito silencio, Frenhofer les explica que en esa tela "el aire es tan verdadero que
ustedes no pueden distinguirlo del aire que nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido,
desaparecido!" Sí, ya no hay arte, pero la verdad absoluta sólo se le muestra al artista,
sin mediación, y los espectadores, en esa masa caótica de manchas no pueden acceder a
lo ilimitado de una subjetividad. Balzac escribe: "Al aproximarse, en un rincón de la
tela percibieron la punta de un pie desnudo que surgía de ese caos de colores, de tonos,
de pinceladas dudosas, especie de amasijo sin forma; pero era un pie delicado, un pie
viviente. Quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento escapado de una
increíble, una lenta y progresiva destrucción." Lo que los asombra y emociona es esa
supervivencia, ese vestigio o ruina de la mímesis que subsiste en lo irrepresentable de
una obra cuya maestría se reconoce, pero que ya no quiere ni puede ser una pintura.
Como no ven más que desorden y no se animan a decírselo, los discípulos del maestro
guardan un piadoso silencio. El maestro los conmina: "hace falta fe, fe en el arte". Y el
30
joven Poussin exclama: "¡Pero tarde o temprano se dará cuenta de que no hay nada en la
tela!" Al oírlo, Frenhofer se indigna, ese público no está listo para su obra; con un gesto
que ya conocemos bien y cuyo patetismo se repetirá en muchos artistas modernos. Pero
la grandeza de Frenhofer viene después, cuando admite: "¡Nada, nada!" Es cierto, no
hay nada en ese cuadro, ni puede haberlo, no son más que colores y líneas, algo tan
distinto al pudor de una carne desnuda como el tiempo siempre presente del animal
difiere de la conciencia humana de la muerte.
Esa noche, Frenhofer muere después de haber quemado sus telas.
Balzac no podía saber cuán cerca estaba su maestro ignorado de la búsqueda de un
joven poeta que unas décadas más tarde afirmaría: "la destrucción fue mi Beatriz". La
obra maestra, antes que una reducción al absurdo de un anhelo de representación
perfecta, podría llegar a ser el destino secreto del arte: mediante la destrucción de las
figuras llegar a la imposición de una proximidad con lo real que está más allá de lo
visible. La intensa vitalidad de ese pie desnudo, que es lo único que sobrevive a la
catástrofe de la figura, escondería el triunfo de Frenhofer que sin embargo le resulta
imposible apreciar. Y cuando en su definitiva decepción pasa de la destrucción figurada
a la destrucción real, cuando quema sus telas, el maestro anuncia también la crisis de
una antigua función de las obras: la perdurabilidad.
Ningún cuadro, ningún poema, ninguna reminiscencia podrán ya resguardar la
presencia de un cuerpo mortal. Si la obra sobrevive, es porque lo efímero de sus
motivos ha sido anulado por la forma. Las llamas que devoran el lienzo en el mismo
momento en que Frenhofer agoniza son el emblema de esa mortalidad que se consume
y a la que nada redimirá de su destino finito. Pero la búsqueda subjetiva, el fracaso
objetivo que se manifiesta ante la mirada de los otros y la destrucción de todo vestigio
de la búsqueda nos indican que el horizonte de la estética occidental es una metafísica
de la voluntad. La destrucción no es más que el reverso de la construcción y sigue por
ello atada al hilo de la voluntad. Después del aporético reinado de unas ilusorias
renovaciones de la representación y lo representable a la vez, después de las llamadas
vanguardias, ¿qué puede haber si no la mera presentación de lo que no puede ser
construido ni destruido? Presentar lo que hay, el fuego mismo, lo imposible, podría ser
un lema para el arte aquí y ahora. Y en el caso de que "lo que hay" todavía sea una
31
representación, es decir, un cuadro o un espacio pensado geométricamente, sólo se
presenta algo que ha sido hecho fuera de los límites del aprendizaje y de la maestría,
fuera del dominio de la voluntad. Como si un artista le dijera a otro: "este es mi deseo,
¿acaso se parece al tuyo?"
El juicio técnico entonces, la maestría en cuanto a capacidad representativa, no será
determinante. El juicio estético, la decisión entre lo que es arte y lo que no, se referirá a
una autenticidad indeterminable de aquello que la voluntad no defiende. Entregado a
una escena donde sus decisiones sirven de poco, el artista moderno se vuelve un ser en
peligro, que se interroga a sí mismo como un enigma que nunca terminará de descifrar.
No quema sus proyectos, ahora llamados así porque la obra se ha vuelto un horizonte
cada vez más lejano, pero se autoinmola para alimentar a esa esfinge insaciable que lo
constituye, que es su origen y su destino.
II
Cuando Hegel indica el momento de la escisión entre idea y apariencia, entre lo
subjetivo y lo objetivo, que sentenciará al arte a su disolución como verdad histórica
suprema, sólo quedan en el arte cualidades formales, construcciones más o menos
adecuadas a sus motivos siempre aleatorios, pero que no redimen a éstos de su carácter
accidental, de su innecesariedad. Expresión de una interioridad abstracta o impresión
igualmente abstracta de lo exterior, la construcción artística ha perdido entonces sus
potencias unificadoras que dependían de la identidad entre el objeto del arte, la
subjetividad del artista y el contenido histórico que los fundamentaba. Esa identidad
perdida recibe en Hegel el nombre de "lo divino". Y por lo tanto, el arte moderno, que
ya no quiere ser arte pero que todavía no puede ser otra cosa, encerrado en su capacidad
representativa de cualquier objeto, es una práctica sin fe. Dice Hegel: "En oposición con
las épocas en que, fiel al espíritu de su nación y de su siglo, el artista se encierra en el
círculo de una creencia particular, encontramos una posición enteramente distinta, que
no se ha mostrado completamente y no ha obtenido su verdadera importancia sino en
los tiempos modernos." Digamos que el artista clásico, cuyo modelo es para Hegel el
artífice de las estatuas de los dioses griegos, aunque estaba encerrado en su mundo
32
histórico determinado, expresaba la máxima verdad de ese mundo y alcanzaba por esa
vía la universalidad de las obras concretas. Mientras que la libertad ilimitada del artista
moderno se refiere solamente a los motivos y a las formas, no puede hacer que el arte
en sí represente algo para su época.
Sigamos un poco más a Hegel: "El arte ha llegado a ser un instrumento libre que
todos pueden manejar convenientemente, según la medida de su talento personal, y que
puede adaptarse a toda clase de asuntos, de cualquier naturaleza que sean." Hasta aquí,
desde nuestra sensibilidad siempre toscamente individualista, pareciera que el arte
accede a una mayor libertad, nada le está prohibido. Pero sabemos que cuando nada
está prohibido ya no podemos tampoco desear nada: el arte pues, libre de dictados
religiosos o culturales en general, ya no puede aspirar a una verdad que lo excede. Sin
embargo, esa libertad alcanzada por el artista, en cuanto a las infinitas elecciones y
combinaciones formales de que dispone, anuncia una verdad que se realizará en otro
orden, anuncia la separación, superación y conservación de lo sensible, de lo concreto y
contingente, como idea dentro de la libertad del pensamiento. La última etapa histórica
del arte, según Hegel, hace necesario el advenimiento de la filosofía del arte. Y si ese
artista de las postrimerías quisiera fabricarse una fe más allá de su libertad formal,
estaría negando en parte la libertad propia del arte pero no alcanzaría aún la verdad
propia del pensamiento. Se quedaría en un punto en que tanto la imagen como el
concepto lo han abandonado y cuya única verdad sería la expresión miserable de un
lenguaje que nadie habla y que a nadie se dirige.
En muchos casos el artista contemporáneo, para quien la modernidad hegeliana
puede ser casi una prehistoria o un paraíso perdido de firmes creencias miméticas no
mancilladas por el pecado del concepto, se parece al solitario rey de Babel, Nemrod, tal
como nos lo describe Dante. Su gigantismo se impone en el horizonte, a pesar de que la
mitad de su cuerpo está hundida en el barro, y podríamos decir que su visibilidad es
inversamente proporcional a su verdad. Aunque su lengua sea ininteligible, Dante pone
en sus labios monstruosos una frase: "Raphel may améch zabí almí". No dice nada, pero
quiere decir, grita, y a pesar de todo construye un verso, si acentuamos bien su frase.
Suponemos que hay allí una frase, por detrás del ritmo. ¿Acaso no es una experiencia
33
estética? ¿Cómo sabe Virgilio de qué se lamenta el gigante Nemrod, cómo es posible su
interpretación si no hay nada que interpretar? Virgilio, como un crítico de arte, explica:
"A sí mismo se acusa.
Este es Nemrod, por cuya mala idea
no hay un lenguaje único en el mundo.
Dejémoslo y no hablemos vanamente,
porque así es para él todo lenguaje,
cual para otros el suyo: nadie entiende."
El artista Nemrod, el proyectista de la torre, en su lengua privada, en ese ritmo
vaciado de sentido denuncia su propia falta. Al querer construir un lenguaje
absolutamente propio, la expresión más verídica y casi inmediata de sí mismo y de su
paso visible por el mundo, termina siendo culpable de que el lenguaje no sea uno, de
que estemos contemplando pictogramas que ningún Champollion podrá descifrar
porque no encubren una lengua. Más que ante la forma bella, que es la secreta nostalgia
que abriga el crítico Virgilio, estamos ante el horror sublime, lo irrepresentable que,
según Kant, nos confirma en nuestras íntimas convicciones representativas, nos pone
frente a una ley que nos excede y a la que podemos sucumbir, pero de la que nos
sabemos un efecto particular, de la que participamos amparados en la distancia.
En Humano, demasiado humano, Nietzsche nos ofrece una de las escasas
apreciaciones en que parece coincidir con Hegel: "Si la fe en cuestión se debilita, vemos
palidecer los colores que irisan los límites extremos del conocimiento o de la ilusión
humanos: entonces ya nunca podrán volver a florecer esas formas artísticas que, como
la Divina Comedia, los cuadros de Rafael, los frescos de Miguel Ángel, las catedrales
góticas, suponen una significación no solamente cósmica, sino metafísica de sus
realizaciones. Algún día parecerá una cautivante leyenda que haya habido un arte así,
una semejante fe de artistas." ¿Estaremos en ese día o tendremos aún una leve sospecha
de lo que significaba el contenido de culto del arte? Incluso aquellos mismos ejemplos
que daba Hegel para esclarecer el devenir técnico y laico del arte de la pintura, los
34
"cuadros de género" flamencos y holandeses, parecieran estar ya para nosotros en ese
horizonte legendario de una fe en la representación que se ha vuelto inaccesible. Sin
embargo, la redención de la imagen por obra del arte de pintar, donde lo representado
remite directamente a la capacidad mimética del artista, no está tan lejos como aquel
arte grandiosamente religioso que mencionaba Nietzsche. Por debajo y después de la
crisis de la geometría proyectiva del cuadro, más allá de las telas rotas y quemadas, de
los cuadrados blancos, de las texturas monocromáticas, incluso en sus formas más
abstractas, la pintura realizada manualmente sigue inscripta en esa "imitación", que para
Hegel era lo que le quedaba a un arte sin religión. Nietzsche diría que en un mundo sin
religión, su imitación es lo que le queda a un pensamiento sin arte; reclamando
entonces el retorno no de la verdad, sino de la ficción. Y quizás la salida del arte
hegeliano, cuyo objeto es lo divino alcanzado por la espiritualización de la apariencia
sensible, sea una aurora y no un ocaso. Quizás podríamos ver en esa melancólica
despedida de la pintura de la verdad que representan para Hegel los maestros
holandeses el llamado de una nueva fe, sin la cual no se explicaría la sabia locura del
maestro Frenhofer en la parábola de Balzac, ni tampoco y sobre todo la pasión en la que
se ofrecieron a un cielo perfectamente vacío las vidas, los cuerpos martirizados de
tantos artistas inmersos en la prosa burguesa del mundo. Como tesis dialéctica de la
negación y el martirio que siguió su propio ritmo de flujos y reflujos, los holandeses
empezaron por "saber entrar completamente en la prosa de la vida". Entonces, prosigue
Hegel, "el arte consiste principalmente en percibir los fenómenos del mundo real en su
vitalidad, observando siempre las leyes generales de la apariencia, en espiar con
delicadeza los rasgos instantáneos y movibles, y en fijar así con fidelidad y verdad lo
que en ella hay de más fugitivo". Ya no se busca representar el objeto, cuya forma
sensible estaría dada en nuestra percepción de la naturaleza, sino trazar en la tela el
brillo de su fugacidad, la luz que cae sobre un racimo de uvas, destinado a la nada del
consumo o la putrefacción, o bien un gesto rápidamente captado y cuya pérdida
adivinamos. El rostro único de un ser que va a morir, esa apariencia que no se repetirá,
es lo que el arte pretendería rescatar de la destrucción que lo real le promete. El espíritu
de ese sujeto perecedero ya no lo salva de la muerte en la eternidad de lo absoluto, sino
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que es tan solo el reverso de la moneda de lo visible, de lo que no dura. El arte se
volvería entonces una empresa de aurificación de lo que en toda existencia se devalúa.
Así el arte de alguna manera sobrepasa a la misma naturaleza, la técnica muestra,
dice Hegel, "su poder sobre la realidad accidental y fugitiva". De modo que los medios
de representación se vuelven un fin en sí mismos, más allá del objeto particular
representado, al que supuestamente se quería salvar de su particularidad efímera, pero
que sólo se capturaba en apariencia, bajo la especie de la apariencia. El objeto no se
relaciona con la verdad de ese arte, que siempre se configura en un juego entre
habilidad personal y medios técnicos. La obra se torna artística por un sistema de
producción de efectos, y el espectador podrá apreciarlos como emanaciones cuasi
mágicas de la subjetividad del artista, que sería la única totalidad, lo único que no es
sólo aparente. Sin embargo, los efectos no pueden remitir más que al sujeto en cuanto
artífice, poseedor de un "saber hacer". Al estar mediada por la precisión del objeto
representado, por el centelleo de la luz solar sobre un racimo de uvas, y no por la idea
de la figura, por la espiritualización de lo concreto o por la uva que es todos los
racimos, la subjetividad sólo aparece en ese aspecto de maestría, en dos sentidos, tanto
en relación con el dominio de los materiales como en referencia al carácter aprendido
de ese dominio, que por lo tanto sería enseñable. Antes leímos la crisis de dicha
maestría en el relato de Balzac. ¿Qué anhelaban ver los jóvenes pintores en la tela de
Frenhofer? ¿Qué veían efectivamente en los esbozos que consideraban geniales? Sólo
maestría, arte de pintar mejor que nadie tal o cual figura, arte de fingir lo real.
Frenhofer, en cambio, pretende eliminar la ficción de su búsqueda artística. ¿Y no es su
deseo de una presencia real, su ingenua fe en el arte como el lugar de esa aparición, uno
de los últimos avatares de la religión que ya sólo se hace visible en forma de arte?
Pero la superación de la maestría técnica no será esta promesa o llamado que
reclamaría la aparición de un dios en la tela, lo que quizás sólo se torne posible mucho
después, haciendo tal vez la misma desesperada mancha de Frenhofer pero ya sin sus
ilusiones de una presencia absoluta y de una obra única. La espera del dios en la tela
ocuparía la extensión de una vida dedicada a series, repeticiones y pruebas donde el pie
desnudo y divinamente vivo que soñamos ver en seguida desaparece para volver en otro
cuadro, en un lugar, en un espacio, un fantasma blanco que cruza silencioso el
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escenario, una cabeza ensangrentada, antes de que pensáramos o quisiéramos, lo que yo
era antes de que las palabras me dijeran "yo". Si tachamos su discurso de la fe, el lema
que podría figurar al pie de la mancha que Frenhofer pinta durante años sería: "soy el
que no hablo". Y el fuego vendría a rubricar su alegoría. Sólo que para llegar a este no-
sujeto había que pasar por la afirmación absoluta del sujeto, y desviar el efecto de los
medios técnicos, de la maestría del artista, hacia una totalidad infinita, hacia lo invisible
como tal de una sensibilidad íntima, por una acentuación de la atención sobre el artista
que había suscitado su maestría técnica, su perfección en la reproducción de
apariencias. Luego, dice Hegel, "el interés por el objeto representado recae únicamente
en la persona del artista mismo, que en vez de dedicarse a ejecutar una obra de arte
perfecta en sí, no trata sino de mostrarse, de ofrecerse él mismo como espectáculo en lo
que es su producción personal". Ahora el objeto es plenamente suprimido, ya ni siquiera
es el medio para reconocer una habilidad técnica que se ha vuelto insuficiente, porque
lo que se intenta mostrar es la unicidad absoluta del artista, un monstruo de lo
irrepresentable, lo que sólo él posee sin llegar a ser su dueño, sin dominarlo del todo, y
que por lo tanto sería imposible de enseñar. El maestro, aunque entre bambalinas siga
urdiendo su trama finísima de combinaciones, le ha dejado el centro de la escena al
genio. Y señalemos que el romanticismo de Hegel es lo suficientemente crítico como
para localizar el fin del arte, su acabamiento, su conversión en pensamiento, en el
mismo momento en que las artes caen bajo la órbita del genio. Eso inimitable y a
medias natural, casual, hace de la representación un teatro de caprichos que se alejan
cada vez más de la idea, de la transmisión que es lo propio del concepto. En una
descripción teñida de melancolía, Hegel concluye: "La representación no es ya sino un
juego de la imaginación que combina a su agrado, altera y trastorna sus relaciones, un
desenfreno del espíritu que se agita en todos sentidos y se atormenta por encontrar
concepciones extraordinarias a las cuales el artista se deja llevar y a las que sacrifica su
asunto." El lugar ideal para erigir este teatro caprichoso, donde lo genial nunca se libera
de lo accidental, sería la literatura, justamente porque Hegel no podía entonces
imaginar una pintura que se hubiera desprendido de toda relación con la representación
de la apariencia sensible, que aun en su accidentalidad sigue siendo un trabajo del
concepto, de la forma sobre la materia.
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El momento de la subjetividad absoluta como objeto del arte podría hacerse
perceptible en un anhelo de ser dios; el artista quiere divinizarse a sí mismo. La firma,
el sello personal son las caricaturas de esa aspiración del artista moderno. Pero
justamente, para que en las instantaneidades de las obras aparecieran unas epifanías ya
sin sujeto ni objeto, debía surgir y morir el artista como dios. En la sabia arbitrariedad
del artista, si no en su impredecible capricho - pues el discurso llega siempre tarde a la
cita con la obra -, se encarnaba la libertad verdadera de lo divino, pero al encarnarse y
singularizarse, al ser sólo un nombre de artista, también se degradaba y tenía que morir
para dejar intacta la idea absoluta por la que se había sacrificado. Lo visible se torna
secundario. Lo que importa es el encadenamiento interior que ilumina las obras, que
sostiene las diferencias, que las origina y las asocia en la lejanía. Importa no la carne
que mueve los dedos del artista, ni la sangre que alimenta la máquina de sus
pensamientos, sino las cadenas que lo atan a lo invisible, las rejillas de unas fechas de
nacimiento y deceso que no dejan pasar su cuerpo, ese extraño objeto que retorna para
obstruir el drenaje.
III
Tras la cristología del artista como ser único, llega el momento de la palabra.
Parafraseando a Lautréamont, podríamos afirmar que los juicios sobre el arte tienen
más valor que el arte. Si se borra la imagen y se plantea la historicidad de toda mímesis,
sólo un discurso conceptual sobre el arte puede hacer uso de esa crisis y esa posición
frente a lo irrepresentable. ¿Cómo reconocemos la figura de un bisonte en las
milenarias paredes de Lascaux, cómo vemos al pájaro que extiende sus alas en las más
cercanas pero no menos arcaicas piedras del Cerro Colorado en Córdoba? Una pintura
sin objeto despierta por cierto nuestro juicio y nuestra conciencia plena de lo artístico,
más allá de lo que esa textura pueda significar. Pero, ¿no retorna acaso siempre allí la
imagen reprimida? ¿No hay una legibilidad de las imágenes, tan difundida como la
doble articulación del lenguaje humano, su limitado repertorio de fonemas no
significativos y su no menos limitado sistema de categorías? En una superficie
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monocromática, puedo ver el horror de la noche absoluta y sin estrellas, el azul del cielo
o la falta de huellas que me anuncia mi propia desaparición inminente.
La curiosa alegoría griega sobre el pintor Zeuxis, quien habría pintado unas uvas tan
verosímiles que los pájaros acudían a picotear su cuadro, pertenece a una mitología que
ninguna fe defiende. Pero al igual que ante el nombre de Dionisos, ya sin religión ni
éxtasis, podemos vislumbrar la intensidad de experiencias que no nos resultan
completamente ajenas.
Hablo ahora del presente: después de haber reducido la imagen al discurso, al
concepto de arte, ¿no estaremos contemplando el retorno de la imagen en la palabra,
atravesando la enloquecedora universalidad del lenguaje, para que la pintura se vuelva
poesía y deje de someterse al juicio estético? Las uvas de Zeuxis se han perdido o acaso
nunca existieron, pero si leemos al poeta Robert Marteau cuando dice
"Una vez más la viña virgen se empurpura
sin haber olvidado la estación que declina
a causa del sol menos intenso y menos alto
y de los óxidos que la embalsaman",
¿no vemos, gracias al verso que invierte la transparencia de la lengua, la constancia de
lo que tiene que caer? ¿No somos entonces los pájaros mortales picoteando
rítmicamente un idioma que nos destina a la verdad y a la muerte?
La historia del arte se ha detenido, quizás. ¿Acaso no se suspendió siempre en los
instantes en que una mano rozaba la materia para convertirla en imagen? Imagen de la
nada, imagen de la ausencia o imagen cuya ausencia evoca alegría, dolor, la huella de
una presencia. Querer trazar la imagen es lo contrario de anhelar que la imagen nos
aprese, querer borrar la imagen es lo contrario de ansiar que la ausencia de imagen nos
haga su presa. Puedo entender al dios desaparecido, puedo asistir a los extensos
funerales de su efigie gratuita y sagrada, pero sólo cuando la distancia se suprime y el
entendimiento cesa o se sustrae puedo hacer no su imagen, sino su efímera divinidad.
Habré entonces producido la verdad que me toca y que no puede revelarse entera
porque antes no existía.
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Sin embargo, una vez hecha (a medias), me deja ver a los otros, sin los cuales nada
se habría hecho. Un joven pintor argentino cita hoy, por ejemplo, a una figura menor de
un gran cuadro de Brueghel. ¿Podemos creer que no siente la atracción del vacío que
atraviesa todo arte contemporáneo? ¿Podemos creer que no sabe dónde está? Allí
encuentra la veneración que se anuncia a sí misma; sobre la cita histórica edifica la
torre de una comunidad intemporal, imposible. Para algunos sólo dirá: "Brueghel may
améch zabí almí". Para mí, promete el nacimiento de un dios que no nos engañará con
su pretendida duración. Alojados en una vieja celda, que sólo nuestra libertad puede
volver a cerrar, le rezaremos para que siempre nos sea dado acceder al goce del
instante, en esta única vida, y que a todos les sea dado. Que el niño nórdico abrigado
para jugar en la nieve no deje de hacer visible lo que no vemos, nuestra imposible nieve
sudamericana, la memoria de los muertos, el vacío de los nombres que ya no designan
ninguna carne, la carne viva que sufre y goza ahora mismo.
¿Y no será la celda una especie de crisálida, cuyo enigmático aspecto contemplamos
desde afuera a la vez que sufrimos su íntima metamorfosis? ¿Una celdilla viviente?
Como un niño que martiriza a un insecto para ver en su inmovilidad final una parodia
de la muerte, la crueldad de quien mira no es ajena a la aparición de algo divino en el
cuadro. ¿Acaso ese personaje secundario en el abigarrado paisaje de Brueghel, ahora
separado y puesto contra un fondo plano y vacío, no representa su pasión? Y ese crimen
realizado en común por el artista y el espectador, condenado por su profunda gratuidad,
¿no es una comunión? Stendhal sigue diciendo que el arte es una promesa de felicidad,
y quizás también sea una promesa de comunidad, no de simples adoradores de
imágenes, sino de seres destinados a la repetición cruel, y gozosa, de la imagen ausente.
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Mishima, artífice en un círculo de nieve
El argumento de Nieve de primavera, una de las últimas novelas que escribió Yukio
Mishima, tiene la estructura de un melodrama. Kiyoaki Matsugae ignora que ama a
Satoko Ayakura; el trágico reconocimiento de su pasión se le ofrece cuando Satoko está
a punto de casarse con un príncipe imperial (la novela transcurre en 1912); luego el
deseo se vuelve transgresión y la transgresión, amor. Satoko entra a un convento budista
y Kiyoaki muere de una enfermedad pulmonar, producida en cierto modo por el vano
intento de ver el rostro escondido de su amada aunque fuera sólo un instante. Tal vez
todas las historias de amor, como pretende un poeta de origen lusitano, sean la misma.
La pasión se enfrenta con la ley de las costumbres, la pasión se repite a sí misma contra
las reminiscencias de una ancestral memoria, y así se fundaría el deseo sobre la
negación de la ley. Sin embargo, la belleza no reside en la historia por sí misma, sino en
la forma en que ésta se resiste a su propio despliegue. Del mismo modo que la pasión
de Kiyoaki no da lugar a la culminación de su belleza, no lo hace irradiarla, hasta que la
resistencia de la ley es vencida, hasta que la pasión se vuelve acción y la historia
adquiere el rango de la fatalidad. Pero en este caso los personajes no despiertan
compasión, ni menos aún temor; brillan gracias al artificio de una ley más alta,
representada en la novela de manera tangencial por la doctrina budista de la
reencarnación. La ley circular de un eterno retorno vencería al relato lineal de las
repeticiones imperfectas, el resplandor intenso de unos instantes borraría las
reminiscencias fallidas de la memoria. Se trata de un principio de abolición de la
voluntad: si se eliminara la casualidad, en un mundo despojado de azar, no habría
voluntad, sólo destino. Un principio de salvación. Aunque el resultado de la tetralogía
de Mishima, El mar de la fertilidad, será el de una elegíaca decepción cuando en su
última novela todo se muestre como pura casualidad, devenir atroz que precisamente
hace fracasar esa novela por así decir póstuma y que le niega la belleza fatal de las otras
tres.
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Si bien Kiyoaki es quien soporta atormentado el peso de su destino, será su amigo
Honda, con su razonable lucidez, el testigo de la pasión y muerte de su compañero de
estudios. Él verá los tres lunares en la axila de Kiyoaki como una constelación que se
repetirá en otros cuerpos aún insospechados. Pensará al verlos en las estrellas de Orión,
el cazador de extraordinaria belleza, aniquilado por el invisible escorpión de Artemis.
La belleza juvenil de Kiyoaki, su extremada blancura y su rostro hierático, alcanzan su
cúspide cuando la pasión lo impulsa a sobrepasar un límite sagrado. El cuerpo
resplandece en el sacrilegio. Al igual que en un poema de Mishima sobre Ícaro, donde
puede leerse:
¿Acaso pertenezco al Cielo?
¿Por qué, si no, el Cielo
me ha fijado con su incesante
mirada azul
haciéndome avanzar
y, elevando mi mente
hasta las cúspides,
me ha lanzado a las últimas
alturas por encima de lo humano?
Más adelante puede verse la semejanza de este Ícaro indolente, impulsivo y suicida
con el escéptico Kiyoaki:
Nada me satisface.
La novedad terrena
muere muy pronto. Pero
yo soy impulsado más alto
y más alto, en la inestabilidad,
hasta llegar al resplandor del sol.
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Sin embargo, esta máxima elevación cuyo descenso sólo se da con la muerte, algo
que no puede atemperarse poco a poco, no se reduce simplemente a una economía
temperamental, a un humor o a un carácter; antes bien se trata de una singularidad
redimida del caos de las casualidades por la belleza. Si Kiyoaki lleva escrupulosamente
un "diario de sueños", donde aparecen prefiguraciones tanto de las otras novelas de la
tetralogía como de su propio destino inconcluso, es porque no hay nada casual en los
sueños y él mismo asistirá a los cambios en el curso de su vida como a modificaciones
del escenario en un sueño. El instante del cambio pareciera el de una suerte de
vacilación del sueño, pero en verdad no es sino su prosecución, sigue siendo la misma
materia, no es más que un pliegue en una hoja de papel donde la cara inferior se
convierte en superior y lo que antes era visible queda oculto. La multiplicidad de
cuerpos bellos que ofrecen los sueños será una sola belleza inmutable en el diario que
Kiyoaki le regala póstumamente a su amigo Honda. Belleza que éste podrá reconocer
gracias a la mínima imperfección de los tres lunares recurrentes, sin olvidar que esas
tres máculas llamativas son el punctum que hace posible la admiración de una piel que
nunca llegará a marchitarse. Los elegidos, en la religión estética de Mishima, mueren
jóvenes, en un momento de suprema exaltación que es inversamente proporcional al
rigor artificioso de la ley que les impediría esa experiencia. Así Kiyoaki "había
prometido vivir sólo para los sentimientos, pero las circunstancias lo obligaban a
aprender la política del talento".
La política del talento, o el artificio, es la clave de la belleza, el poder de producirla
al mismo tiempo que se la condena a la destrucción; belleza necesariamente destinada a
la destrucción para ser condensada fugazmente en la eternidad del instante, como
pretendían los exaltados simbolistas franceses. Pero el artificio es también, bajo la
forma de la ley, lo que provoca el deseo, lo que lo torna imposible. ¿Y por qué la pasión
imposible se vuelve acción en Kiyoaki? Podríamos suponer que nada está mejor
repartido que el deseo por objetos imposibles, aunque casi nunca se actúe para
alcanzarlos; así como el deseo imposible de escribir no llega casi nunca a transformarse
en escritura. Kiyoaki actúa y seduce a la ya inalcanzable Satoko, Mishima escribe y
roza un Japón ya desvanecido, porque ambos le oponen a la ley un artificio todavía
mayor, no un rapto ni un desahogo, sino una experiencia gozosa que rigurosamente
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asciende para quedar fascinada ante las alturas imposibles y esperar la felicidad de la
caída. Para medir las huellas de esa pasión existe el recato contemplativo de Honda,
consagrado a la ley, incluso si busca en antiguas religiones los orígenes éticos de un
derecho consuetudinario que no logra ser sistemático. Por otra parte, la relación entre
Honda y Kiyoaki, que se repetirá en las demás novelas de la tetralogía con las otras
"encarnaciones" de Kiyoaki, ¿no es la demostración gradual de que la pasión es
intransmisible? Honda no participa de las tribulaciones de su amigo, sólo las observa,
las piensa, las hace inteligibles, las vuelve una prueba de la superioridad de un ser
estético con respecto a un ser moral, y de la ética de la consumación del propio destino
con respecto a la ley de las instituciones. Pero no hay compasión, no hay comunión con
la belleza que agoniza, no hay más que la purgación del espectador en Honda. A su vez,
siempre será un tercero, un testigo de los retornos juveniles y constantes de la belleza,
mera representación del estilo pausado de toda la tetralogía. No obstante, ¿acaso la
belleza en su caída no se ofrece justamente cuando lo inexpresable se advierte? El
carácter intransmisible de la pasión, ¿no es el tema imposible, el objeto intocable que
sin embargo produce la acción, la escritura? ¿No es la expresión un artificio que se
enfrenta a otros artificios para revelar en su textura el áspero rastro de lo inexpresable?
¿Acaso la belleza es lo indecible? Tal vez. Y cuando los personajes de una novela
admiran algo, no podemos dejar de pensar en nuestras secretas exclamaciones ante las
formas que asume la belleza en el mundo. La fascinación por Kiyoaki nos llega a través
del "¡Oh!" que emitiría Honda si fuera un poeta y no un juez.
¿Y de qué podría estar hecho el artificio (si queremos separarlo de la naturaleza del
estilo personal)? Es justamente una acción artística, una técnica que crea los
acontecimientos, no un producto ni los ornamentos de un producto. La pasión es
siempre estilística, la acción, artificial. El artificio de Kiyoaki sólo es producido para un
único testigo, un público totalmente singularizado, su amigo Honda que lo registrará en
su memoria. En esa memoria que comprende y produce la tetralogía, la fertilidad de ese
mar de reencarnaciones apenas sospechada debería convertirse en la fatalidad de los
acontecimientos que indicaran un ciclo inhumano. Pero el estilo de Mishima hizo
fracasar la última parte de su enorme artificio, quitándole a la acción de escribirlo el
adjetivo "artístico" cuando abandonó definitivamente la ficción. Sin embargo, las tres
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primeras novelas de El mar de la fertilidad siguen allí, con el rango de actos
minuciosamente efectuados que ninguna pantomima biográfica puede revocar. A su
vez, la doctrina de la reencarnación, presentada con el exotismo de los príncipes de
Siam y su ferviente creencia budista, está vinculada a una manera de panteísmo o de
panesteticismo, como en las obras de los neoplatónicos del romanticismo europeo. Si
cada vida forma parte de una serie de varias reencarnaciones, si un sujeto no es más que
un punto en una línea de transmigraciones sucesivas que en el infinito se cierra en un
círculo, puede pensarse, según los personajes de la novela, que todos los animales,
personas e insectos constituyen momentos simultáneos de una misma energía vital
reencarnándose sin fin. Del mismo modo, la belleza de un cuerpo como el de Kiyoaki,
con sus tres curiosos lunares, sería una manifestación de una belleza más alta. Los
diversos jóvenes bellos que nacerán de ese mar fértil cada veinte años no serán la
reencarnación de Kiyoaki, sino que éste formará parte para Honda de una serie que
puede suponerse anterior. Sin embargo, las manifestaciones singulares de la belleza
seguirían siendo tan irrepetibles, tan intransmisibles en cuanto a sus intensas
experiencias, como los dibujos únicos en las alas de cada mariposa o el laberinto de las
huellas digitales de cada persona. También la pasión de Kiyoaki por Satoko se verá
como una aparición del deseo, que sopla donde quiere y que es invocado por el peligro
de muerte como si éste fuera un rezo frenético o una danza ritual. El peligro es la
amenaza de la ley hacia la singularidad del cuerpo. La ley amenaza con volver
imposible para Kiyoaki, y sólo para él, el roce del cuerpo de Satoko. Y esa
imposibilidad que podríamos llamar absoluta, pues quebrantar la sanción imperial sería
un sacrilegio (los amantes lo experimentan como un sacrilegio y no sólo como un
crimen), esa imposibilidad es el origen del deseo de Kiyoaki, y luego de su pasión y de
su muerte. El resultado es un martirio invertido (recordemos la fascinación de Mishima
por el mito de San Sebastián): la fe no provoca el goce mortal, sino que el escepticismo
deja su lugar a la pasión y ésta termina afirmando la fatalidad de un destino.
"Todo se ha vuelto amargo, dice Kiyoaki. Nunca volveré a sentir el júbilo. Hay una
claridad terrible que lo domina todo. Como si el mundo estuviera hecho de cristal, de
forma que uno sólo puede tocar una parte de él con la uña del dedo para notar un
46
pequeño estremecimiento"2
¿Cómo medir la intensidad de una belleza pasajera? ¿Acaso es mayor cuanto más
fugaz? ¿O más bien es la fugacidad otro nombre del dolor, que abre el camino hacia la
indefinible belleza? Cuando Kiyoaki se enferma, en medio de una especie de penitencia
vana, Honda percibe cómo cierta impasibilidad ante el dolor se materializa en el cuerpo
de su amigo. El límite que no logra atravesar se vuelve entonces "un grueso hilo de oro,
bordando su carne con dolor". Y ese dolor, "¿no había sido de hecho una expresión de
intenso gozo, ese que no se encuentra en ninguna parte más que en los extremos de la
existencia humana?". Luego, el sueño vendrá a negar por última vez esa experiencia
extrema a la que no se puede acceder mediante la voluntad. Kiyoaki dice que acaba de
tener un sueño, que no será transcripto a su diario sino vertido en el oído de Honda y
que quizás es la clave del diario. Después de eso, sabe que volverá a ver a Satoko "junto
a las cascadas", en un equívoco augurio de la rueda de las encarnaciones.
. El destino ciega al personaje al mismo tiempo que le
revela la posibilidad de una acción fatal, última y acaso única. "Tal vez este estado de
cosas, comenta el narrador, fuera esencial para obtener la verdadera belleza". La
condena y el castigo autoinfligidos serán el grado máximo de la acción artística de
Kiyoaki, la purgación secreta de sus dos sacrilegios. El primero, transgredir para
satisfacer su deseo, el segundo, permitir el aborto de Satoko y hacerla ya tan
inalcanzable que la muerte será la única acción en la que el cuerpo de Kiyoaki podrá
brillar. Un resplandor dirigido a Satoko, quien naturalmente no lo contemplará, y la
negativa de Satoko a ver la despedida de Kiyoaki será entonces el espectáculo que
guardará Honda en su memoria casuística. Pero acaso Satoko no era más real que un
copo de nieve derretido, acaso sólo era un elemento, imprescindible pero no autónomo,
que hizo cumplir el breve destino de intensidad y belleza que contenía el cuerpo de
Kiyoaki como una crisálida.
La placidez del final de la novela me recuerda un poema zen que he visto traducido
así:
2 Esta "cristalización" del mundo para el personaje de Mishima podría compararse al estado que describe Akutagawa en la nota que dejara al suicidarse. Allí dice: "Estoy viviendo en un mundo de nervios mórbidos, diáfanos y fríos como el hielo." Y luego añade: "Sin embargo, la naturaleza es para mí más bella de lo que nunca había sido antes."
47
Desde el mundo de las pasiones
regreso al mundo que está
más allá de las pasiones.
Es el momento de la pausa.
Y aunque en la novela de Mishima el budismo sea una suerte de ornamento exótico, de
mito interesante para los personajes escépticos, aunque se sigan los subterfugios que le
otorgan un carácter a cada personaje, no deja de existir allí un mundo "más allá de las
pasiones", ¿será el del artificio que permite la representación de las pasiones, un
escenario metafísico, un teatro absoluto donde los cuerpos se mueven guiados por hilos
invisibles? Es el momento de la pausa que precede a la sorpresa preparada, no un
oxímoron, sino la expectación ante un ritual artístico que deleita a pesar de su
repetición, precisamente porque todo está previsto. Si en la novela todo está previsto, la
presencia de los detalles cuidadosamente preparados anticipa una sorpresa que nunca
llega dentro del libro, sino en el momento de la pausa, en la nostalgia del olvido.
Podríamos suponer que Honda adivina los pensamientos del lector cuando deja de leer,
ya que el narrador dice que él "no podía olvidar que estas palabras se irían borrando de
su memoria copo a copo, nieve de primavera bajo el sol". Cuando la blancura cegadora
del estilo se haya derretido, acaso alguien descubra bajo la nieve el brillo multicolor del
artificio.
48
Sobre lo bello y lo triste
belleza: Propiedad de las cosas que nos
hace amarlas, infundiendo en nosotros
deleite espiritual. Esta propiedad existe
en la naturaleza y en las obras literarias y
artísticas.
tristeza: Germ. Sentencia de muerte.
Diccionario de la lengua española,
RAE.
Si como dijo alguna vez Virginia Woolf sólo después de cierto período de reposo
podemos recordar en bloque una lectura, que, apenas concluida, nos imponía sus
detalles de manera alucinatoria, inaprensible, sería entonces más bien el olvido lo que
haría surgir en nosotros, ocasionales lectores, la memoria de un libro. Sólo olvidando
sus detalles, cada una de sus frases demasiado exactas, demasiado escritas para caber en
el futuro oratorio de un recuerdo, se vuelve creíble decir que leímos algo.
Allí, en ese libro, Lo bello y lo triste3
En primer lugar, Oki, el novelista, que se pregunta por el contenido real de sus
propios recuerdos. ¿Le pertenecen realmente? En su viaje hacia la ciudad donde espera
encontrar a la mujer que había amado, Oki se compara con la silla giratoria del tren que
lo lleva, dando vueltas a causa de un movimiento que sólo podemos llamar inercia. Los
recuerdos que se suceden en su memoria, ¿son una reminiscencia vana o el anhelo de
de Yasunari Kawabata, hay algo que me puso
de parte del silencio, que debo romper ahora. Ruptura inevitable desde que el
romanticismo se convirtió en una pesadilla atroz. Entonces el arte, todas las técnicas de
expresión que incluye, si bien "técnica" y "expresión" son casi los términos de una
paradoja primitiva, llegará a ocupar el lugar del silencio, refrenando la fascinación de
morir. No hacen otra cosa los personajes de la novela de Kawabata.
3Lo bello y lo triste, de Yasunari Kawabata, Trad. N. M. de Machain, Ultramar Editores, Barcelona, 1985.
49
una repetición de todos modos imposible? Otoko, su antigua amante, su protagonista
para la novela que lo hiciera famoso, Una chica de dieciséis, se ha convertido en una
notable pintora: inesperado devenir para Oki de la muchacha que él había conocido,
amado y abandonado veinte años atrás. Acaso busca ahora en un retorno ilusorio, que lo
hace revivir cada momento de aquella pasión lejana, una nueva belleza o novela. ¿No es
la tristeza de haber abandonado a Otoko el ánimo que lo impulsó a escribir su ya
célebre novela? En ese episodio que reunió la experiencia con la escritura, lo triste fue
el principio de lo bello. ¿No se unen también el hecho de que sólo él pudiera expresarlo
de ese modo, escribirlo, y a la vez que sólo él (quizá otros lo harían de distinto modo)
fuera capaz de tratar la pasión de Otoko como un material, someter su vida a la
necesidad y al destino de escribir?
En segundo lugar, Otoko, y con ella su discípula Keiko, cuyo peligroso filo se
describe también con la palabra belleza, como si el narrador se asombrara de lo que sus
personajes pueden llegar a hacer y repartiera entonces su asombro mediante la
atribución de una idea cuya esforzada alucinación le correspondería al lector. Pero nada
es más invisible en esta novela que ese narrador, que no habla ni gesticula, sólo cuenta
y pinta (esto no es una metáfora, si se piensa en los cuadros que hacen o proyectan
hacer tanto la maestra como la díscola discípula). Otoko es sorprendida por la
inesperada reaparición de Oki, que terminó siendo un recuerdo de amor único, aunque a
veces se pregunte si las descripciones que realiza la novela de Oki tanto de esa pasión
como de ella misma, casi una niña sobrepasada por lo que vivía, no han contribuido a
fijar los contornos de ese pasado que guardara celosamente de toda posibilidad de
sustitución. Algo le decía entonces, cuando se negaba a relacionarse con otros hombres,
que tal sustitución era imposible. ¿Acaso la muerte al nacer de su pequeña niña, efecto
prematuramente agostado de su romance, la hundió en una tristeza irrepetible? Por
supuesto, Otoko no piensa en recuperar las causas de su dolor. Pero también para ella la
tristeza se convirtió en un impulso artístico. ¿Qué pinta Otoko que no sea la inmanente
precisión de una técnica tradicional a la que se mantiene fiel? Un retrato de su madre
muerta, hecho a partir de antiguas fotografías; rostro que con el tiempo ha ido
pareciéndose cada vez más a un autorretrato. La hierática belleza de su alumna Keiko,
con la que vive un idilio platónico (en el sentido en que este término no escamotea su
50
aspecto sexual efectivamente realizado). Y un proyecto siempre inacabado: la
"Ascensión de un infante", metáfora de la desaparición de su hija apenas nacida. Pero
como no la ha visto, el rostro de ese ángel infantil4
En tercer lugar, Keiko, la discípula que vacila: ya quisiera vengar el dolor
desconocido de su maestra, deshacer lo que de ella se le escapa, la cadena de sucesos
que formaron la trama de una vida antes de su propio nacimiento, trama donde un
se confunde con el de Keiko, con el
de su madre, con el de la misma pintora. ¿Cómo pintar lo invisible de una posibilidad
nunca confirmada, nunca desplegada en el abanico de una vida? Aun cuando a la niña
la acechara el dolor (¿cómo podría ser de otro modo?), la intensidad de un dolor como
el de Otoko (que la llevó al enloquecimiento literal del encierro y luego al figurado de
la pintura), al menos hubiera vivido, hubiera abierto las posibilidades infinitas de
imprevisibles acontecimientos; y la intensidad, aunque dolorosa, puede formar un bello
rostro, como lo es el de Otoko con sus cuadros. La realización de esa "Ascensión de un
infante", su puesta en obra, sería uno de los efectos posibles del final de la novela de
Kawabata; la condensación de una tristeza imborrable que enfrentará a Otoko con su
propio fin, más allá de toda novela. Sin embargo, antes, la pintora se pregunta, al igual
que el escritor, por el contenido de su memoria. Los recuerdos, piensa Otoko, son como
flores acuáticas que bajan por un río a distintas velocidades; algunos se estancan, son
detenidos por algún obstáculo; otros se aglomeran en un bloque que alcanza una
velocidad mayor, de tal modo que superan incluso al mismo recordante, al que podemos
imaginar, barrocamente, como un nadador inexperto de su propia corriente. Por lo
tanto, no se recuerda lo que está ausente; la memoria no es una taumaturgia que invoca
involuntariamente un pasado cuya continuidad conservaría; se trata más bien de la
aparición de verdaderas presencias, los recuerdos llegan, se presentan y hasta pasan de
largo algunas veces, especie de fantasmas que, como el infante que sobrevuela a Otoko,
no abstraen del presente a quien recuerda, sino que le revelan la esencia de su recorrido,
agudizan su conciencia del instante. La fugacidad se vuelve así el rasgo principal de la
memoria.
4El peso de la figura espectral (¿ángel o fantasma?) de esa niña muerta en la novela de Kawabata ha sido puesto de relieve por Luis Thonis en su ensayo "Incidencias actuales de los ángeles" (revista Tokonoma, Nº 2, Primavera 1994, Buenos aires, p. 6). De allí provino también el renacimiento de mi interés por un libro ya leído y borrado de mi memoria, tratando de darle una respuesta a esa exclusión y a este silencio.
51
nacimiento fallido no es el menor de los hilos; ya quisiera, otras veces, o siempre pero
en forma de deseo inexpresable, repetir la textura de ese pasado con su cuerpo,
someterlo al roce extraño de un hombre, Oki, que tomaría entonces la figura originaria
de un manantial del pasado. Sin embargo, ese origen se revela falso. Keiko se entrega a
Oki, pero éste ya no es capaz de aceptar un don que además está velado, restringido en
su ofrecimiento por deseos demasiado evidentes de repetición y venganza. Keiko
conserva intocado uno de sus senos, ¿para Otoko? Luego, ve que el escritor hedonista es
muy distinto al causante de los recuerdos de su maestra; decide entonces (aunque sería
más bien un acto no representativo de su voluntad) trasladar su venganza al hijo,
Taichiro, joven estudiante cuya inocencia transforma la venganza en pudor. Por eso
Keiko ofrece ahora el otro seno, escondiendo vergonzosa el rozado por Oki. ¿Se
parecen tanto padre e hijo, escritor y erudito, como los dos senos de la bella pintora? ¿O
las antinomias juventud/vejez, potencialidad/cumplimiento, alcanzan en el cuerpo de
Keiko su imposible simultaneidad y su necesario paralelismo? Los impulsos de Keiko
son el misterio de esta novela y el punto donde su desenlace se vuelve a atar con la
memoria del lector que no podrá dejar de preguntarse por ellos.
Taichiro es el cuarto lugar, pero está vacío. El accidente en el que muere y que
concluye la serie de acontecimientos de Lo bello y lo triste es la jugada final. La
desaparición de Taichiro reparte de nuevo las cantidades de tristeza entre los personajes
y les promete una belleza incontable que no obstante sería impredecible. Taichiro
pareciera pues el casillero vacío de un tablero al que todavía debemos agregarle una
pieza. ¿Cuál? La de una mujer que no se expresa sino en su existencia, que se encargara
de copiar la novela que narraba la pasión de Oki por Otoko. En cuarto lugar, entonces,
Fumiko, la esposa del escritor. Ya por su tarea de copista, entre vómitos y
desvanecimientos, había pagado un precio inmanejable: la negación de un nacimiento,
un aborto espontáneo (si puede llamarse así) que se transformó luego en el sacrificio
con el que ella sostuvo su unión con Oki. ¿Recuerda Taichiro, aunque vagamente, el
llanto de su madre en el fondo de su niñez? Las posibilidades de que éste conectara los
puntos de esa trama que lo envuelve y lo fascina no dejan de ser el objeto de otra
pregunta insoluble sobre la presencia, el peso de los recuerdos en una vida (y por lo
tanto, también en una muerte). ¿Pero en qué se diferencia Fumiko de los demás
52
personajes? En algo tan simple como su silencio. Ella no pinta ni escribe, ni siquiera
recorre la historia con la ilusión reconstructiva de su hijo. Sólo desea el bien, no
necesita oscuras negaciones, ínfimas o terribles (salvo que su aborto lo fuera y entonces
su matrimonio ocupase el sitial nefasto de la obra), para expresar una belleza que no
podría pertenecerle a nadie. Afirma la vida de sus hijos: "sólo las madres sospechan
algo", dice un poeta. Por eso su desesperación ante la muerte de Taichiro es el emblema
del desconsuelo. Ninguna belleza, si no puede serlo la contemplación de un vacío
perpetuo, llegará a ser para ella el efecto indeseado, inevitable, de su tristeza actual;
ninguna potencia la salva. Así como tampoco el lector puede salvarse de su impotencia
contemplativa ante el estilo de Kawabata, que se escapa de nosotros hasta sumirse en el
olvido (¿parcial?); ¿el mismo olvido que me permite ahora tantas deformaciones, tantos
balbuceos de este acto sin potencia? ¿Pero pueden separarse así la belleza y la tristeza?
¿No son acaso las últimas lágrimas de Keiko, su belleza impermeable, algo muy distinto
a la posible belleza de una obra futura? ¿No es precisamente la imposibilidad de
realizarla, tal como Otoko no podría concluir su "Ascensión de un infante", lo que
representa la y entre "lo bello" y "lo triste"? ¿Llora Keiko por su arte que no puede
tomar forma como lloraban las esclavas de Aquiles ante el cadáver de Patroclo,
fingiendo una conmoción que no era sino el lamento de sus propios males particulares?
¿De qué estamos hablando cuando llega el blanco sobre el que no podemos escribir ni
leer?
53
Los párpados cerrados
¿Qué es un sueño parecido a la muerte? Para Hesíodo, y quizás para todos los
griegos, Muerte y Sueño eran hermanos, los gemelos Hypnos y Thánatos, hijos de la
Noche, Nyx. No tienen otro mito que su parentesco, como si el hecho de que el dormir
se asemejara a la muerte fuese el único sentido vinculado a estas personificaciones de
lo inhumano. Morir, dormir, misterios de la naturaleza, de la fysis que se yergue
aterradora y fascinante delante de los ojos despavoridos, no pueden ser actos humanos.
Son estados cervales, sin voluntad, como el del ciervo que ve súbitamente al cazador, el
brillo del único ojo que abre para apuntar, pero que nunca oirá, nunca sabrá el sentido
de ese chasquido del arco al distenderse pues ya la flecha lo atravesó, ya su eterno
presente se ha acabado. El imposible presente del morir - nadie puede asistir a su propia
muerte - se refleja, se ilumina con ese imposible presente al que todas las noches nos
entregamos.
En la breve novela de Yasunari Kawabata titulada La casa de las bellas durmientes5
5Las citas corresponden a la edición de Orbis/Hyspamérica, Traducción de Pilar Giralt, Madrid, 1983.
,
se describe un lugar extraordinario donde puede abolirse el tiempo, donde unos
ancianos, que ven en sus cuerpos ajados el testimonio del fin de la presencia, de la
inminente llegada de ese fin, pueden sentir o simular que están presentes, que
despiertan en el interior del sueño. Allí, en ese hipnótico burdel sin sexo, les ofrecen
compartir las noches con hermosas jóvenes que duermen y que aunque no están muertas
nunca despertarán, nunca sabrán con quién se acostaron, ni siquiera si en verdad se
acostaron con alguien. El recién llegado a la ancianidad, Eguchi, cuya experiencia en
esa casa se narra, ve con asombro cómo sus latidos se aceleran, su pecho galopa, no
ante la belleza del cuerpo joven y desnudo al que mira dormir, sino ante los recuerdos
que ese cuerpo suscita. Puede percibir con intensidad renovada lo que su memoria ya
había ido apagando. En el perfume, en el tacto de la durmiente que siempre será para él
una desconocida, incluso una vida que seguirá impávida tras su paso, tras su muerte, y
que por eso mismo es el emblema de toda vida, Eguchi recobrará otros aromas, otras
texturas de piel, otras combinaciones de las formas corporales. Pero no hay erotismo,
54
porque el falo se está retirando del mundo. Hay poesía: deseo que nunca llega a su
satisfacción, que crece en la distancia y se erige con otro falo, cuya detumescencia
pareciera imposible, el pincel, la pluma, el estilo, la birome. Sin embargo, todo está
destinado a caer, y esa caída le devuelve el erotismo a una contemplación que si se
supiera absolutamente lejana, a un deseo que si confirmara su insatisfacción perpetua
no podría seguir actuando.
La sabiduría de Kawabata se esconde en múltiples detalles. Uno de ellos: Eguchi aún
puede sentir erecciones. La dama del burdel lo cree más anciano de lo que es. Si respeta
la virginidad de las muchachas, que duermen tan profundamente que nada las
despertaría, ni golpes, ni violencia, ni gritos, es porque asume el misterio de lo que a él
mismo le sucederá en poco tiempo: la caída, ese anticipo de la muerte de la que alguna
durmiente que no se mueve, ni habla, ni sueña con desesperados gestos, sería la imagen
más cercana.
"¿Sería que una muchacha profundamente dormida, que no dijera ni oyera nada, lo
oía todo y lo decía todo a un anciano que, para una mujer, había dejado de ser hombre?"
La rítmica respiración de la durmiente es un llamado, una invocación a los fantasmas
del pasado. Es también una premonición, como el ruido del mar que Eguchi oye desde
la habitación del sueño, insomne en la noche tranquila. El mar se agita borrascoso
cuando la memoria de Eguchi comienza a traerle los hechos, o esa forma inagotable que
los carcome llamada arrepentimiento. La muchacha desnuda acompaña su agitación.
Pero luego todo se regulariza. La mente vacía, llena de imágenes florales en
geométricos mandalas, de quien va a dormirse encuentra de nuevo el ritmo, escucha que
el mar no puede abandonar su ritmo, sólo acentuarlo, que la muchacha no puede sino
respirar rítmicamente, oír con su respiración el ritmo único de Eguchi que en ese
instante reconoce su debilitamiento, su lento desvanecimiento en la noche sin memoria.
"Dormir no es para siempre", parece decirse Eguchi. La muerte no es dormir, la
muerte no tiene ritmo, golpe seco que cae y destruye todo el flujo continuo de una vida,
¿pero no había sido ya destruido por el lenguaje que disfraza el ritmo, que interrumpió
el continuo de una infancia desconocida?
Epifanía: "Buscó uno de sus pechos y lo sostuvo en la mano, suavemente. En el tacto
había el extraño aleteo de algo, como si éste fuera el pecho de la propia madre de
55
Eguchi antes de concebirlo." Cada muchacha, como el aleteo de una posibilidad infinita
que el anciano nunca conocerá, que no tendría tiempo de confirmar y desechar, se
mantiene tan intacta en un futuro sustraído a su presencia como ese pasado en que él
mismo podría no haber nacido. ¿De qué extraño azar, rapto o éxtasis casual hemos
nacido? ¡Qué lejos están las decisiones de los nacimientos! Tanto como la belleza está
lejos de la conciencia. Eguchi piensa en el cuerpo joven de su madre, un puro fantasma
que lo desmaterializa y cuya belleza diera lugar a aquel acto, fascinante, de su origen. O
quizá también su origen esté en la violencia de una erección sin causa que somete la
belleza, la atraviesa como una flecha. Aunque, ¿no es el arco que la dispara el cuerpo
arqueado de una mujer?, ¿no es la tensión de la cuerda el falo erecto de un hombre?
Rara luz en el fondo de una oscuridad profunda, las muchachas desnudas y casi
inmóviles, pues de sus movimientos apenas puede decirse algo más que de los
provocados por el viento en las hojas de los árboles, son para el viejo un recuerdo de la
multiplicidad, de la variedad de apariencias del amor. Pero una idea lo asalta: "los
viejos tienen la muerte, y los jóvenes el amor, y la muerte viene una sola vez y el amor
muchas". Sí, el amor viene muchas veces y para mitigar el dolor de las ocasiones
perdidas o extrañadas o dejadas pasar rápidamente, uno quisiera creer que es siempre el
mismo, un amor único como el deseo que lo busca tras las bellezas múltiples. ¿Y no es
así? El amor está allí muchas veces y cada vez en su desgarramiento singular ha
disparado el deseo hacia una y sólo una apariencia, un cuerpo, un rostro, un instante. La
tristeza de la contemplación de lo único sólo es perceptible en ese instante en que se lo
ama y se sabe que no durará. La tristeza de Don Juan sólo es comparable con la
inmensidad de su deseo y no muchos se asoman a ese abismo. Los epicúreos lo
conocían y por eso decían: más vale amar pocas veces, gozar entonces lo más
intensamente posible, antes que entregarse al remolino infinito del deseo insaciable y
sufrir en él infinitas pequeñas muertes de uno mismo. El sueño de las durmientes de
Kawabata le devuelve a los ancianos esa pequeña muerte que es la satisfacción del
deseo, su caída. Pero en vez de sentirla como un acto es ofrecida ahora como imagen,
ídolo, cálida estatua de la juventud desvanecida.
Leemos. El personaje de Eguchi es para mí una especie de poeta que se despide de la
belleza con enorme fruición y con la pena sabia que casi nunca desespera porque
56
descree del nihilismo del saber. Sus remordimientos son pequeños puntos que cuesta
localizar en el pasado. Son más bien remordimientos por lo inevitable, por la vejez y la
desatención, por la virilidad y las lágrimas. Eguchi junto a las muchachas que duermen
es presa de la nostalgia. Pero no desconoce que otros, y en algún rapto, en algún
pensamiento terrible y efímero, él mismo, podrían intentar "olvidar el mal que habían
hecho en sus vidas", usar la inocencia del dormir, el pequeño mal de pagar por ser
ignorado y estar presente, para lavar las deformaciones, las desviaciones que acaso
habían impuesto a otras vidas, el sufrimiento infligido. Aunque no hay perdón para el
sufrimiento infligido, ni siquiera bajo la forma invertida - la contrapartida dantesca - de
sufrimiento vivido. Por un momento, Eguchi piensa que las muchachas durmiendo
pueden ser Budas, la piel joven, una forma del perdón. Pero un perdón que necesita
repetirse no significa nada, no es más que el instante en que Sísifo ve la roca en la
cumbre cuando empieza a caer. Sólo el sueño más profundo, lo inimaginable, sería el
fin, la ausencia del dolor, del mal, del trabajo contra su inanidad que tampoco es un
bien. ¿Qué es entonces un bien, si no una muchacha hermosa que duerme desnuda y
sueña cosas que ni ella misma podría relatarnos?
El bien que se anhela o se vislumbra trae la tentación de fundirnos con él. No ser
más este cuerpo, este nombre, esta vejez en la que el mal se ensaña repiqueteando sus
tortuosas amenazas contra la piel gastada, repitiendo siempre los mismos errores en la
memoria distraída. "Idea de dormir un sueño semejante a la muerte junto a una
muchacha drogada hasta parecer muerta." Siempre lo semejante, nunca el verdadero
tacto, parece decir la muchacha. Siempre el objeto que huye, nunca la unión absoluta
salvo quizá en un instante que la memoria ni siquiera capta. "¿Había entre los ancianos
algunos que pidieran secretamente dormir para siempre junto a una muchacha
narcotizada? Parecía haber una tristeza en el cuerpo de una muchacha que inspiraba a
un anciano la nostalgia de la muerte." Como si la muerte ya se hubiera vivido y
estuviera no en el impensable futuro, sino en ese pasado que el olvido parece cubrir por
completo y que llamamos infancia, antes del habla. Toda belleza es triste porque
recuerda ese deslumbramiento que señalaba la unidad antes de que el nombre la
sustancializara y la separara de sí. Quizá incluso antes del nacimiento. ¿Existe ese
recuerdo anterior a la memoria? Al menos puedo pensar que la chica dormida es el
57
emblema de ese antes-del-nacimiento, virgen que aún no engendra y espera que yo
mismo la despierte con mi llanto. Eguchi imagina que las lágrimas de los viejos debían
caer frecuentemente sobre los cuerpos brillantes de las durmientes. Brillo juvenil que
las lágrimas pulen y que otras lágrimas después empezarán a surcar, a rasgar con la
erosión incomprensible de las generaciones. ¿Para qué nacemos?, se preguntaban los
antiguos, y era el comienzo de la melancolía e incluso del terror, del pánico. Las plantas
florecen, los animales conciben y dan a luz, eso es el pánico, lo que el dios Pan provoca
en todas partes y siempre, siguiendo un ritmo inhumano. La belleza física es el rastro
visible de ese ritmo.
Las chicas que duermen en la novela de Kawabata son el rastro visible del pánico de
los ancianos. Cuerpos desnudos que dejan en esos inminentes muertos un rastro
invisible: el recuerdo sin contenido de los juegos sexuales infantiles, el vestigio de
aquel olvido del sexo que lo hacía omnipresente, pánico, como si miles de pequeños
cuerpos independientes formaran parte del cuerpo, fueran el cuerpo informe y el
mundo. "¿Qué eran, para un hombre de sesenta y siete años junto a una muchacha de
una sola noche, la inteligencia, la cultura, la barbarie? Solamente la tocaba. Y,
narcotizada, ella desconocía por completo el hecho de que la estaba tocando un anciano
decrépito. Tampoco lo conocería al día siguiente. ¿Era un juguete, un sacrificio?" Si tan
sólo fuera desarmable, analizable, sería el retorno de la penetración del niño con sus
dedos crispados buscando el alma del juguete. Si fuera la imagen soñada de alguien
desconocido, sería el dios que reclama su parcial sacrificio. Pero allí está, duerme, no
tiene partes, no es un sueño, ni un Buda encarnado. Ninguna revisación, ningún análisis,
ninguna mutilación podrían revelar qué hay detrás de sus párpados cerrados. Quizá
nada. Quizá una figura hermosa. Quizá un falo escondido. Pero el rito que introduce a
Eguchi en la casa de las bellas durmientes no lo inicia, no lo convierte en alguien que
ha visto, como si siempre le ofrecieran el ocultamiento, bajo distintas veladuras, y
nunca llegara el momento de la contemplación directa, del enfrentamiento con los
juguetes que a la vez son dioses, con los dioses que curan el espanto de la muerte
mediante un golpe de terror súbito que devuelve la infancia y la instala en el sueño de lo
repetible.
58
Las muchachas son vírgenes: misterio. "¿Qué clase de solicitud atestiguaba ese
hecho? ¿Sería el deseo de los ancianos un deseo que rayaba en lo lastimero? Eguchi
pensó que lo comprendía, y también lo consideró insensato." El dios al que están
consagradas esas chicas que duermen nunca se muestra. Tal vez porque es el dios de lo
que se hunde, de lo que va desapareciendo, un dios de la extinción que ninguna teofanía
designa. Es comprensible, pero insensato, pues los dioses siempre hacen brotar las
cosas, crecer, erguirse; lo que muere está fuera de la mirada divina. Sería insensato que
los ancianos exigieran muchachas vírgenes, pero es comprensible que los que van a
morir saluden en una belleza única e intacta la vida que los deja. Sacerdotes, lascivos
eunucos del innombrable dios del olvido, los viejos anhelan morir con una bella
durmiente, con el fantasma de un sueño ignorado que los abrigue y los conduzca al fin.
La novela comienza a interrumpirse, a entrever su abrupto corte, cuando uno de los
ancianos muere junto a una durmiente. Los pensamientos de Eguchi se precipitan,
encuentran su blanco. Y la probable clausura de la casa secreta se dibuja en el horizonte
incierto que sigue al último punto del texto.
La muchacha que durmió con el cadáver - ¿por cuánto tiempo lo habrá seguido
calentando?, se pregunta Eguchi - tiene una marca, un arañazo en el pecho, rastro
espasmódico de una agonía a la que asistió ciega. "Quizá la juventud sea terrible para
un anciano", piensa Eguchi. Acaso en lugar de anestesiar el dolor de la vejez, esos
cuerpos jóvenes aceleren más bien el final, el dolor súbito, el rapto último. Si las chicas
dormidas son "la vida misma", también por eso serían lo más peligroso para los
ancianos "tristes". De pronto sabemos que todos los que acuden a la casa de las
durmientes tienen la bilis negra, un estado que sólo es afectado por los cuerpos pero que
ya no puede afectar, una apasionada pasividad cuyo reflejo exacto es el sueño
provocado de las muchachas, que sin embargo, aun dormidas, son la plena actividad, la
incitación constante, la respiración y el calor que afectan sin límite.
Luego del "accidente", Eguchi duerme con dos chicas a la vez. Quizá tenían miedo
de abrazar solas otro cadáver, se dice Eguchi. Dos mujeres combinadas: una podría ser
la última. "¿La última mujer de mi vida? ¿Por qué he de pensar esto, ni siquiera por un
momento?", ¿y quién había sido la primera mujer de su vida? La madre, ya muerta.
"Pero, ¿acaso puedo decir que mi madre era una mujer mía?" Eguchi recuerda entonces
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la agonía de su madre. Se duerme y tiene pesadillas eróticas, lo que no es un oxímoron.
Luego sueña con una flor inmensa, perturbadora, y se despierta gimiendo. Una de las
dos chicas parece muerta, fría. La retiran de la habitación, pero le dicen que se quede
con la otra, ¿la última? Terminamos preguntando - ¿Kawabata, el personaje, yo? - si la
chica muerta fue llevada al mismo sitio que el anciano muerto.
Hypnos creció hasta convertirse en Thánatos. Pero quizás su tercer hermano fue el
factor de ese ilocalizable cambio. Los tres tienen alas y rostros de niño. Se parecen
tanto que nadie podría decir cuál es cuál. Son el Sueño, la Muerte y Eros: el dormir, el
espectro aterrador y las fantasías sexuales. Para los griegos, nos dice Pascal Quignard
en su admirable libro El sexo y el espanto, "son una única e idéntica capacidad de la
imagen en el alma, a la vez inconsistente y fracturante. Esos tres dioses alados son los
señores del mismo rapto fuera de la presencia física y fuera de la domus social." Tres
modos del rapto que sustrae de la presencia también en la novela de Kawabata: la
profundidad del sueño de las muchachas, el deseo sin satisfacción posible de los
ancianos, deseo cuyo desvío no deja de ser un acuciante despertar, la muerte súbita que
puede arrebatar tanto a un viejo como a una chica.
Un fragmento del poeta Alcmán de Esparta quizá nos indique de forma negativa el
verdadero secreto de la casa de las durmientes:
ella dispersará el dulce sueño de mis párpados,
y el deseo me empuja a acudir al certamen...
y con la pasión que afloja los miembros,
me dirige miradas más lánguidas que el sueño y la muerte.
Con un sexo que ya no puede ser mirado, lo único que saca a los ancianos de su triste
presencia es una hermosa mujer dormida; joven, pero sin esa mirada que licúa el
cuerpo, sin esos ojos que petrifican y que ya no podrían ver ningún efecto en los
cuerpos envejecidos. Entonces Hypnos es la última forma de Eros y la primera de las
formas de Thánatos. La casa de las bellas durmientes describe un rito para aprender a
morir, una especie de iniciación al fin de los fines, y esto sí me parece un oxímoron,
una suerte agria, una ardiente desgracia, una rápida ruina que a todos puede tocarnos.
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El hálito, nuevamente, uno
Francis Ponge dijo que la naturaleza era una escritura. No "como" una escritura, sino
que en sí misma, íntegra, incluidos en ella los hombres, es una escritura; pero de cierto
tipo, porque no cualquier escritura es naturaleza. Sería "una escritura no significativa,
porque no se refiere a ningún sistema de significación, por el hecho de que se trata de
un universo infinito, y hablando propiamente inmenso, sin límites". También la poesía
de Juan L. Ortiz construye en el lenguaje algo que está más allá de las letras minúsculas
con que escribe. Sin abandonar la lengua, tiende a hacerla salir de sí; pero no por un
mero impulso nihilista de vaciar los significados habituales para poner en su lugar un
inefable efecto sublime, ese blanco absoluto del que partieron ciertas vanguardias y al
que regresaron bajo la forma del olvido; más bien sería la manifestación de una
dialéctica entre el verso y lo visible, entre lo versificable y lo mirable o lo audible. En
un principio, el paisaje dialoga con una sensibilidad ("la pura sensitiva o la ineludible
sensitiva", dice Juanele), una manera de la percepción que es el origen del estilo.
Árboles y pensamiento, frases y siluetas de pájaros que pasan, parecen entrecruzarse en
sus primeros libros. Sin embargo, algo perturba esa contemplación en apariencia
plácida, algo que deja como rastro un signo de pregunta que termina sin haber
comenzado: ¿luz pensada por los árboles?, o "la pura voz delgada de ese pensamiento /
que quiere concretarse porque empieza a sufrir". En ese diálogo con el paisaje, en esa
interrogación susurrada al paisaje, surge una discordancia. La contemplación introduce
en la naturaleza ilimitada el sufrimiento del pensamiento perecedero, que en su misma
transitoriedad es sin embargo consciente del infinito, consciente también de haber
transformado a la naturaleza infinita en paisaje, de haberle puesto los límites de sus
palabras y que por ello sospechan un sufrimiento. El dolor perturba el paisaje porque la
misma idea de paisaje como encuadramiento de lo ilimitado, como marco, borde,
idioma impuesto a la naturaleza muda, es el resultado de la opresión histórica del
hombre sobre el hombre y por ende sobre la naturaleza. El paisaje es ya la nostalgia de
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la naturaleza, como el poema es la nostalgia de la libertad absoluta, de la emancipación
del dolor. Emancipación que Juan L. Ortiz quiere llevar a la forma de su obra como un
proceso de sucesivas tachaduras de los límites que se había dado, de orillas que se van
ensanchando así como sus versos se estiran perezosamente y van ocupando poco a poco
todos los extremos de la página. De allí que Juan José Saer pueda decir que "como
pocos casos en nuestra literatura, la última poesía de Juan es superior a la de sus
primeros libros". Ya en 1949, Ortiz se prescribía no detenerse sobre el borde, seguir
hasta la intimidad de la naturaleza que se despierta y se abre a la caducidad en la mirada
asustada de un pequeño animal, vínculo con un mundo vasto "de vidas secretas y
sutiles, / de vidas calladísimas, a veces duramente cubiertas, pétreamente cubiertas, / y
también de las otras cercanas de la suya / manando - sin memoria, dicen - entre las
sombras indiferentes y hostiles".
Mallarmé vio en el canto del grillo "la voz una y no descompuesta" de la naturaleza.
En el sentido de que su repetición, o por así decir su eternidad, heredada de modo
idéntico por cada grillo singular en cada sitio singular, es el emblema de lo natural,
abundante en uniones oximorónicas como "fluir inmóvil", "voz del mutismo". El grillo
mallarmeano era pues la voz de esa naturaleza silenciosa, compuesta de sonidos
repetibles, ilimitados y perennes, cuya descomposición sólo se haría posible en la voz
humana, en los idiomas humanos. De alguna manera, para el grillo el lenguaje humano
no se diferencia de su canto, ya que se basa en la repetición y combinación de una serie
discreta de elementos, pero el hecho de que las posibilidades combinatorias sean
infinitas para el sujeto de modo que éste puede percibir en esos posibles su propia
unicidad, sus límites y ver allí finalmente cómo se descompone la naturaleza frente a su
particularidad, introduce la diferencia y el dolor. Entonces los versos escritos, cuyas
lecturas venideras serían cantos musitados de grillos de la misma especie, se debaten
contra esa descomposición, se descomponen para volverse naturaleza. No mediante la
imitación, obviamente, sino a través de una afirmación de la escritura que tenga la
consistencia con que la naturaleza se afirma antes de toda reducción a paisaje. Oigamos
al grillo Juanele: "Sí, sí / el verde y el celeste, revelados, / que tiemblan hacia las diez
porque se van, / y en la media tarde se deshacen o se pierden / en su misma agua
fragilísima...". Los versos están ahí, son así y no de otra manera porque el infinito al que
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tienden también está ahí, en sí, en cada brizna o animal diminuto, sin otra finalidad que
la existencia. La poesía de Juanele intenta simular la expresión no intencional de la
naturaleza muda: ser un grillo dentro del idioma, superando la intención que impulsara
el acto de escribir, borrando el inmenso esfuerzo que implica ese acto, cuyo propósito
es mostrarse como algo absolutamente indeliberado, hacia versos que proliferen al igual
que la naturaleza florece. Los poemas describen y al mismo tiempo hacen aparecer las
frases más perfectas de la naturaleza, aunque la necesidad haga de todas ellas lo
perfecto por excelencia; un árbol puede ser esa frase, una flor solitaria y casi invisible
que sin embargo se eleva altivamente, una perrita ausente que hablaría desde el
fallecimiento y el recuerdo, un junco, un río que es ya casi un mundo por sí solo, cosas
que no son objetos, que no están separadas de su origen ni tienen conciencia de su fin,
"con una presencia tan perfecta, / tan acabada" y a la vez "con un / equilibrio, un ritmo,
del todo musical, / en la plenitud grave y frágil de sus formas", hacia donde el poema se
dirige, descomponiéndose para volver a componerse bajo una forma más libre, más
necesaria, más indeliberada, casi hasta la linde de lo expresable, tratando de estar allí
con la libertad del árbol y asomarse a ese borde más allá del cual empieza el verdadero
mundo, o más bien empezará, puesto que nunca las palabras llegan hasta ese punto sino
que lo señalan.
Juanele: "un grillo, solo, que late el silencio"; el silencio palpita en los amplios
espacios blancos que dejan sus versos y "a su voz se fijan / los resplandores / errátiles /
de las estrellas". Su poesía es su descripción y las citas fragmentarias se tornan su
propio escolio. Porque lo que hace reconocible cualquier página de Juanele, más allá
del afán tipográfico de las ediciones que él mismo fabricaba y que apuntaba a trazar el
símil de toda su obra con el susurro apenas audible, la transparencia apenas visible de
un arroyito, es la índole enigmática de su maestría, su invariable persistencia por
encima de las diferencias específicas, únicas, que convierten a cada poema suyo en un
acontecimiento irrepetible. Así como el grillo mallarmeano atestiguaba, según nos
cuenta en una carta, "la felicidad de que la tierra no esté dividida en materia y espíritu",
cual vocecita sagrada de una eternidad vacía, los versos de Juan L. Ortiz son el
testimonio de una posible conciliación que no fuera simplemente una espiritualización
de la materia, como quería Hegel, ni una materialización del espíritu, que nuestra época
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anhela vanamente, sino la íntima unión entre voz y materia que el mismo poema ofrece
y reproduce, reunión de significante y sentido, de ritmo y discurso, sin que nada se
subordine ni tampoco se alce como mandato. Y esa conciliación prometida en el texto,
en su materia musical y en su sentido inacabable, sería la cifra de la abolición del dolor,
de la solución ante la descomposición del mundo en sujeto y naturaleza, en amos y
esclavos, cifra de lo imposible y vector indetenible del deseo. Dice Ortiz: "Fuera
agradable, verdad, hermanos míos? estrechar el universo en el límite del ser, en el
último límite tembloroso del ser. / Pero la vida, el mundo, nos han penetrado tanto que
en nuestras profundidades sólo hay sangre y gritos. / Nuestro silencio último está lleno
de llantos, de desgarramientos.". En el mundo, la conciliación está contaminada por el
sufrimiento, y proclamarla ignorándolo se volvería un ocultamiento cómplice. No
obstante, el poema la afirma como si se recitara en otro mundo y a la vez lo aguardara,
"con su carga preciosa para las soledades ya seguras frente al canto de la sombra, / y
menos indefensas ante el vértigo de la sombra". La conciliación y la abolición del dolor
están en el futuro, y el poema las anuncia desde su libertad absoluta, que es ya esa
conciliación como acontecimiento dentro de los límites de la lengua, como
acontecimiento infinito dentro de lo finito.
Platón decía que las cigarras eran poetas reencarnados que tal vez no habían
satisfecho del todo su deseo de cantar, por eso Juanele no podría ser una cigarra, por
eso fue y es un grillo que repite completas todas las modulaciones de su voz y que vigila
el insomnio de todo aquel que sostenga sus libros. Para variar el animal de nuestra
lectura heráldica, vamos a citar a Arturo Carrera, quien estaría, según un ensayo de
Carlos Schilling que nos pertrecha para el incierto viaje al país inexplorado de Ortiz,
entre sus "post-cursores", practicantes del desciframiento incansable de la poesía de
Juanele. En su recopilación de conferencias sobre poesía argentina, titulada Nacen los
otros, Carrera propone pensar a Juanele como "un gato que piensa el Nombre único",
entregada su mente a la contemplación del pensamiento (parafraseando a Eliot) del
pensamiento de su nombre acaso inefable. Pero sería un gato, añade Carrera, "con una
voz tan humana que casi es un canto. Un canto de alguien que ha rozado algo llamado
la naturaleza, un estado, un privilegio que quizá no sea el único bien de este mundo, y
aun cuando esa libertad y ese privilegio sólo pertenecieran al oportunismo de un estilo".
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Ortiz compondría o contemplaría ese nombre único que designa la totalidad todavía no
escindida, prelingüística, de la naturaleza, se conectaría, como los gatos baudelaireanos,
con algo que no puede dejar de manifestar incluso si el dolor acucia y escinde la
manifestación misma. La mirada de Juanele, "fluidos de iris" que guían sus versos hacia
lo invisible no como lo ocultado sino como lo que haría estallar lo visible, desgarrando
aunque sea parcialmente los velos que "Maya" ostenta, condensa los fulgores mágicos y
las partículas de oro de las tardes y las mañanas descriptas y vagamente dispuestas en la
página, como muestras limitadas de la arena ilimitada y finísima del mundo.
La idea en Juan L. Ortiz está más acá de una concepción, de un límite en el
pensamiento llamado concepto que supondría un límite en el mundo, un borde para la
percepción. No recubierta por la apariencia sensible, sino brillando móvil a través de las
apariencias sensibles, a causa precisamente de esas apariciones que se muestran sin
término, la idea es el inicio ausente, la apertura del signo de pregunta que falta. "Mas
amigo, qué otro infinito, allá, podría repetirme / y aun desdecirme / en el juego con un
confín / que no sería / confín?" La infinitud del pensamiento es paralela a la infinitud de
la naturaleza; cada idea en sus inagotables variaciones prismáticas simula el giro sobre
sí misma de cada cosa. Paralelismo y no reflejo, por lo cual no habría percepción sino
de lo que ya se ha ido, de lo pensado en el verso cuando las cosas han pasado. "Allá" o
"ahí" se abre el signo que pregunta, aquí el deslizamiento rumoroso del poema lo
circunda, lo suspende, vuelve ilimitada en el pensamiento la falta de límites de las
singularidades naturales, su efímera eternidad. Dibujar una ausencia sin límites:
entonces, "el menor gesto parecía rasgar no sabía qué sedas sagradas". La idea estaba
antes del concepto, como la naturaleza antes del paisaje, como el estilo antes de la
literatura, como el deseo antes de la esclavitud. La emancipación del dolor sería por lo
tanto un anhelo de unicidad absoluta que no se convierta en mero anticipo de la
extinción del sujeto. Antes que abismarse en la muerte, celebrar el movimiento de la
ausencia, vacío en el pensamiento, para escribir la falta de límites de la naturaleza, de
cada morir "fluido". Así Juanele: "Chispas del azul etéreo / encendían dulcemente, y las
fundían en él, / las ideas fáciles del aire, de las hojas, de los trinos, / en que mi
pensamiento flotaba...". Indecisa lentitud con que el pensamiento se vuelve naturaleza y
la escritura se hace tan leve, tan involuntaria como el andar de un gato. En un esfuerzo
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deliberado dentro del idioma, el juego de la atención extrema, imposible dentro de la
misma literatura, se volvería posible y acaso indeliberado, la posibilidad finita en el
poema de las posibilidades infinitas de la naturaleza, reunión de lo casual y lo
necesario. La poesía de Juanele sólo sería literatura porque profetiza el tiempo en que
habrá enmudecido, encarnizada con la propia virtud, fascinada por la propia disolución
y cortejando su fin, allá, cuando la apariencia sensible no necesite expresar la idea ni
ésta revestirse con el doloroso silencio de aquélla, cuando el que escribe y lo escrito
sean el nombre único para la lectura de todos. Pues también los lectores están
oprimidos por los límites de lo que leen, esclavos de su propio sufrimiento particular,
individualizante. Sólo cuando ya no están, en el rastro que deja su pronta desaparición,
en su estela ilimitada, se advierte hasta qué punto la singularidad, lo único, es lo
contrario del límite al que estuvieron sometidos. Nacer, escribir, leer y morir, en ese
orden. Entonces el lector recibe su epitafio de escritor. Lo único que los sostenía, que
nos sostiene, no puede tenerse ni disponerse a voluntad. La mortalidad del pensamiento
es, paradójicamente, lo que le permite escribir la inmortalidad de la naturaleza, no
conocerla sino actuarla, no representarla sino versificarla. Lo que no quiere decir que
las cosas hablen, que se idealicen a través del lenguaje reduciéndose a la simple
humanidad que las contempla, sino que las cosas se vuelvan la idea fugitiva dentro del
poema, del mismo modo que hacer un río con el ritmo ideográfico de los versos no
significa describir un río. Juanele hace la voz de un grillo, hace la ausencia de un perro,
hace la electricidad infinita de los gatos, y en sus últimos poemas hace un río, un delta,
una repetición aluvional de detalles guiada por las estaciones. No la repetición de los
bordes que oprimen, del marco del paisaje, del dominio que se imprime en la materia
de los cuerpos, sino insistencia reiterada de lo irrepetible, de la unicidad de cada ser
cuya letra imposible no puede copiarse, donde la promesa de abolición de la literatura
se cumpliría como abolición del dolor; promesa que la letra difiere ilimitadamente,
invirtiendo sobre un espejo que huye la diferencia, la escisión, la caída en el lenguaje.
Ponge decía que las cosas están como condenadas al silencio, pero se preguntaba
también, desde el imaginario punto de vista de las cosas, en qué medida los hombres
están condenados a hablar.
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Aristóteles, que conocía bien lo que separaba al hombre del mundo y al lenguaje,
acaso, de la naturaleza, dijo que "la esencia misma del enigma es expresar hechos en
una combinación imposible del lenguaje". Y en ese sentido, Juanele es enigmático. En
su poesía, el anacoluto no es una pérdida de la solución frástica, sino la forma misma
del ser imposible dentro de la lengua, constantemente extendida y plegada y replegada
hasta el infinito. Pues la enumeración, tentativa de trasladar conceptualmente la
simultaneidad infinita de las cosas a la linealidad de la lengua, estalla en las espirales de
las interrupciones gramaticales de Ortiz, que se ramifican en nuevas interrupciones que
a su vez contienen otras, hasta perderse en los puntos suspensivos o la interrogación sin
origen: signos como residuos del sentido cuando la lengua se ha dispersado, expandido
en bracitos de un delta que la disposición gráfica anhela; signos como restos del aluvión
del sentido que ya ha desembocado en el silencio. Esas terminaciones ausentes de los
anacolutos hacen latir la lengua íntegra, son el vacío fascinante de la pura ideografía
donde el pensamiento escribe el mundo y la naturaleza piensa silenciosamente, del
mismo modo que la voz del grillo late, sola, el silencio.
Mirando a unos obreros que trabajaban arduamente en la colocación de las vías de
un tren, Mallarmé compuso una divagación que se titula "Conflicto". Allí la división del
idioma y la naturaleza se manifestaba también como división de los cuerpos y el
pensamiento y finalmente como división de clases, para unos, que "se arrastran sobre el
vacío y cavan sin ánimo", la "alfombra florida de calamidad" y el sufrimiento embotado
por una embriaguez cansada, pero para el poeta qué... "Tristeza de que mi producción
sea, para ellos, por esencia, como las nubes del crepúsculo o las estrellas, vana." Y sin
embargo es un deber disfrazado de destino prometerles ese brillo aún no producido; "las
constelaciones comienzan a brillar: así desearía que entre la oscuridad que corre sobre
el ciego rebaño, también puntos de claridad, tal pensamiento hace unos instantes, se
fijasen, a pesar de los ojos sellados que no los distinguen - por el hecho, por la
exactitud, para que sea dicho". Un brillo de conciliación aparecido en el teatro del
mundo como idea. Anulación del mutismo admirativo que en su indiferencia
complicaría al poeta con el dolor de la opresión, que antaño dividiera la fuerza del
cuerpo de su ser único. Así en Juanele ese brillo en la noche, "para las preguntas que se
han tendido como ramas / a lo largo de la pesadilla de la luz", ilumina la miseria, "la
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arpillera que sabes", preguntándose y preguntándole a la poesía cuándo se reunirá con
esos cuerpos doloridos, "red de sangre" tendida sobre el vacío para sostener a los poetas
en su insistencia particular, cuándo la poesía pensará ese otro cuerpo que, como las
cosas, aspira a su propia eternidad por la simple presencia que soporta todo porque lo
espera todo. Como un singular instinto de no poseer y de sólo pasar, que por lo menos
se asome en el intercambio general, en el gasto de la lengua que alimenta secreta y
lujosamente la imposible expresión, reducida violentamente, de los proletarios. Para
eso, supresión del poeta en la escritura del poema que, "deseablemente anónimo, / siga
a la florecilla que no firma, no, su perfección / en la armonía que la excede..."
También Mallarmé, como Ponge, como Ortiz, leyó en la naturaleza ese libro que
sería todo, que abriría todo conteniéndolo y esparciéndolo, diástole y sístole, naturaleza
y conciencia, silencio y expresión, los miserables y los áureos; ese libro que "está
escrito en la naturaleza de manera que no deja cerrar los ojos más que a los interesados
en no ver nada" y que "ha sido intentado sin saberlo por cualquiera que ha escrito".
Pienso que Juan L. Ortiz ha aproximado nuestro idioma a esa tentativa de libro
interminable, donde el mundo se asienta y a la vez no termina nunca de asentarse.
"¿Qué quiere decir el cerco / crepuscular?", se preguntaba en un poema cuyo epígrafe
justamente es de Mallarmé. Querer decir que está "en todo, mis amigos. / En los finos
tallos que tiemblan al anochecer / en una apenas blanca luz que va a morir, medio
desamparada: / ¿qué presentimientos los de las maduras hierbas altas?".
La respuesta llega antes de la pregunta, como la lengua precede al ritmo del verso,
pues éste es un efecto de la multiplicidad de las lenguas, de esa inmodificable división
arbitraria que vive de la falta del nombre único. El ritmo, con una necesidad que
atraviesa el artificio para devenir naturaleza, intenta salvar el azar fonético y semántico
de cada lengua, convertir el choque casual de los sonidos en la necesariedad con que el
pensamiento se vacía para plegarse al mundo. Necesidad gratuita e impuesta del verso
que por su desesperación de toda respuesta definitiva superaría la predestinación de una
lengua particular. El verso es la traducción de la naturaleza infinita en el sistema
aparentemente finito de la lengua. El verso, exceso de sentido, potlatch de la necesidad
que promete su reverso. La "ligereza" del verso, como llamaría a esa cualidad Juanele,
es la promesa de una libertad absoluta. Entonces el soplo único y particular de cada
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poeta se vuelve la música de la totalidad, composición inmensa, no significativa,
ilimitada. Citando nuevamente a Mallarmé, digamos que "todo individuo aporta una
prosodia nueva" y participa sin saberlo de un devenir infinito al que el ritmo aspira. ¿Y
cuál es el soplo de Juanele?, ¿"qué nos quieres decir, así, tan persistentemente, así / por
encima: del nadie / que palidece..."?, ¿que "la propia caña" (...) "se debe a la vigilia y al
peligro"?, ¿que "la hebra de los llamados" (...) "continúa"?, ¿"o la muralla que amasan y
cimentan, y aún, encalan, los huesos de los siglos / con cadenas, ay todavía"?, ¿que algo
"atraviesa los límites"?, ¿"sonrisa" o flor?, ¿porque sería, ahora, la voz de un grillo, "una
con la serenidad, y la ligereza y la alegría" en la "línea" ya quieta?
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Iris de niñas
En lugar de enumerar en el lenguaje las partes que éste distingue, como una
cuadrícula, en la naturaleza sin límites, Juan L. Ortiz interrumpe la frase, disuelve la
posible enumeración, dispersa la línea del sentido. Pero al escandir con el ritmo ese
sentido que no termina nunca de decir, al dispersarlo, en una suerte de paralelismo, va a
aparecer en el poema como un latido del silencio del mundo, la voz una y no
descompuesta del grillo mallarmeano o bien de la rana bucólica o tal vez incluso de la
luz. El lenguaje, hecho de interrupciones, de consonantes que interrumpen y cortan el
hálito de la voz, es interrumpido a su vez por el ritmo que hace del límite, del blanco
que rodea los versos, algo ilimitado. Límite ilimitado de la interrupción, frente al límite
puro de la enumeración: Ortiz frente a Borges. Ortiz es enigmático porque, según
Aristóteles, realiza combinaciones imposibles del lenguaje, vuelve imposible al
lenguaje mismo y lo convierte en un mínimo rumor retraído. Borges, en cambio, tiene
un secreto: todas las combinaciones son posibles, pero no para uno mismo, todas las
combinaciones están en el libro y nosotros moriremos antes de haberlo siquiera abierto.
Pensé en Borges porque es el otro libro, el único con el que puede compararse éste
de Ortiz. Dos libros tan voluminosos que nos aterran y nos fascinan, porque sabemos
que desde este momento no tienen fin. Una literatura con dos libros ya merece su
nombre, será nuestra dura litera desde ahora y para siempre. "Empieza aquí, dice
Borges, mi desesperación de escritor". Luego, estoy en El aleph por supuesto, se
pregunta: "¿cómo transmitir a los otros el infinito que mi temerosa memoria apenas
abarca?" La enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito, es la cosa cuyo
secreto atesoramiento mueve las esferas concéntricas de Borges. ¿Qué cosa? "Una
pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor", nos dice, como un arco iris que
hubiera completado el círculo y se hubiese cerrado. Pienso que en Ortiz el arco se abre
todavía más, ya ni siquiera toca la tierra, no puede ser visto de una sola vez "aunque
transpareciendo, dice Ortiz, muy fluidamente / unos secretos de rosa en unos secretos de
azules / hasta la intimidad, apenas, / de un misterio que no llega a posarse". En lugar del
encapsulamiento de la esfera que desembocaría en el lenguaje, en Ortiz el lenguaje se
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dispersa rítmicamente para desembocar en el silencio, en la irisación del mundo y en la
irisación de la voz al mismo tiempo.
Otro libro voluminoso, De rerum natura de Lucrecio, enumera las cosas del mundo,
sus orígenes y sus devenires. Sin embargo, en los poemas de Ortiz vemos danzar
directamente los corpúsculos primitivos, las partículas indivisibles que chocan en la luz,
se unen, se separan; esas anímulas lucrecianas no se describen, simplemente aparecen,
están dando vueltas sobre estas tenues letras diminutas. Y a veces la aparición adquiere
una forma casi humana, la forma de una chica, por ejemplo, en una epifanía de la
belleza natural; que ha reunido los corpúsculos y las anímulas para la gracia inimitable
de un gesto y no para la consistencia de un cuerpo condenado a morir. La gracia
permanece, el cuerpo se descompone. Una chica-arco iris que vuelve sensible la
impalpable belleza, la unión arbitraria y legítima del acto de escribir con lo natural. No
un mensaje ni un mandato que ya la disolución absoluta del lenguaje lineal en el poema
haría imposibles, sino la promesa irreductible de que el mundo está hecho para terminar
en un libro, aunque también el libro esté escrito para introducir una nueva metamorfosis
en el mundo, acaso para agregar una letra a esa escritura infinita de la naturaleza.
Oigamos el signo de interrogación que ofrece el mundo, ¿qué quiere decirnos?:
Dónde, mi amiga,
a un infinito
de la siesta, aunque más bien en ella, pues ahora, disminuida
de sus láminas
era ella la que daba en cruzar, así,
y desleír, así,
esos números de los silfos...
y en un acuerdo tal de pulsaciones y de hálitos, que haría
bailar ya sin pies
a Diciembre mismo?
Esta pregunta que no tiene comienzo, cuyo origen está como desleído, es decir, escrito;
o inscripto en las láminas resplandescientes de una siesta que se va, ¿a quién se dirige,
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si no a ella, esa amiga que escucha en una siesta de Diciembre y que se vuelve por
momentos la siesta misma, la misma luz corpuscular del verano? ¿No se materializa
ella, acaso, entre los puntos que suspenden la frase única, su oído atento como si fuera
el caracol único, la espiralada forma de la belleza que naturalmente morirá, salvo en el
centro del poema, "en una suerte de imposible, escribe Juanele, de hilos"? El primer
verso de otro poema, dice: "La muchachita va por el anochecer y es casi el hilo". ¿Y
adónde va esa casi aparición transida por un dolor, una bruma, "que le cuelga de los
hombros"? ¿Qué inexpresable ánimo la lleva entre los iris fugaces de su inexistencia?
"Esa Ofelia", la llama Juanele, "que frustrase y le devolviese" algo que estos versos
inventan en la lengua sobre "la nada que desgarrarían" para poder decirlo. Leo, no
agrego nada:
Y hénos a nosotros preguntándonos si
no viene de luciérnagas, también, la poesía, cuando la oscuridad
nos va ciñendo, igualmente, el nudo
del llanto...
(...)
hasta que, bajo un sereno de pestañas, empiecen a sentir
que como a los cardos, desde la raíz
del azul,
les sube el amanecer...
Recuerdo el dístico final de un poema de Macedonio Fernández que dice: "Ojos que se
abren como las mañanas / y que cerrándose dejan caer la tarde."
Y quienes miran los poemas que, de tan desleídos, casi no se pueden leer, que
requieren ser descifrados, admirados, que como Ofelia se hundirán luego en la opacidad
hasta la próxima apertura de nuestro propio iris que vea la irisación rítmica de la
sintaxis como un objeto ilusorio de la naturaleza, como ese arco de colores que ella
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traza para escribir por un rato en el cielo el vacío de nuestro deseo. Quienes lean a Ortiz
verán, flotando en el aire, unas "como Ofelias que se niegan, / últimamente, al
'descenso', / con su imposible"; no la Ofelia prerrafaelista de Millais, sumergida en el
agua, descomponiéndose entre las flores de su guirnalda seca que ya no pueden revivir,
sino la Ofelia-niña barroca del pintor cordobés Wendel, suspendida en el aire de sus
pocos años, anunciando la posibilidad de muchas otras combinaciones, de muchas otras
vidas, de bellezas que acaso no caigan en ese lago pálido que las refleja. Ortiz ve a estas
niñas evanescentes, escucha el silencio del grillo y, como en todo lo que dije, usando
una de sus ínfimas interrupciones de la única frase infinita e infinitamente ramificada,
Ortiz escribe quizá "para sugerir hasta los iris / de lo imperceptible que huye".
El sentido de los poemas de Ortiz es mostrar el sinsentido de la naturaleza, su falta
de límites, el texto sin fin que no puede leerse o al menos que no puede terminar de
leerse nunca, la lengua muda de las cosas particulares. Cada poema sigue un cúmulo de
posibles direcciones del mundo, pero que a la vez podrían ser otras. Cada poema es algo
particular, una eclosión de partículas a veces vitales, que brotan, florecen, producen
manifestaciones singulares siempre nuevas; otras veces son partículas espectrales, con
los siete colores del espectro, nubes que se amontonan ante la mirada para desvanecerse
al instante, fantasmas de las singularidades absolutas que han muerto, fantasmas
debidos a la crueldad y a la necesidad del caos. Estos seres ya idos que están detrás de
lo que florece debieron morir para que todo lo visible surgiera, y ante la mirada de gato
de Juanele, que ve cómo se agitan las partículas espectrales de lo invisible, es decir, las
partículas de los seres únicos que han muerto y que ahora depositan su dolor como una
aureola o nimbo sobre la belleza del presente; ante la vista entrecerrada de Juanele lo
invisible se adelanta a lo visible. Así como el arco iris o el rocío no son ya objetos, lo
que pasa ante nuestros ojos irisándolos cuando leemos a Ortiz no es un paisaje, sino la
evanescencia misma de las cosas y los seres, la presencia real de lo que allí se está
desvaneciendo con cada palabra.
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Allá donde alumbra la imagen6
Leer a Marosa di Giorgio es descubrir, antes que un mundo privado, una civilización
entera y una naturaleza posible. Leyendas, religiones, costumbres alimenticias,
genealogías parecen ofrecernos sus vestigios para que unas palabras recobren la
veracidad. Esa civilización se percibe como cierta, tiene más verdad que la historia en
la que creemos estar y pasar. De alguna manera, se trata de una civilización
naturalmente ligada a la verdad del lenguaje, fundada y perdida de una vez y para
siempre en el momento del origen, allí donde el incesto aún no estaba prohibido, donde
los animales se comunicaban con los hombres y donde el sexo no estaba separado de la
totalidad del cuerpo. Las palabras que leemos en los diversos modos de esta obra única,
como la sustancia de Spinoza, en la extensión de los relatos o en la temporalidad
detenida por el pensamiento del instante de cada poema, son la vía para regresar a ese
viejo país abandonado. Son a la vez la recuperación prometida y la experiencia
atestiguada de su imposibilidad. La promesa escrita sería que lo imposible, a pesar de su
naturaleza, se manifieste en la poesía; y para ello Marosa tendrá que imaginar el mundo
desde su origen. Que todo sea imagen, que todo sea imaginariamente perdurable.
La imagen empieza y en seguida ya ha sido contada, cesa. Pero la visión permanece
unida a ese chasquido del idioma renovado, desarticulado y construido de nuevo que
genera el asombro más auténtico: sentir la propiedad absoluta con que esas frases se
adecuan a lo imposible, dicen lo inimaginable por medio de imágenes.
De allí que el sentido de esta obra sea tan poco fijable como el sentido de los sueños.
Escritos que interpelan al que lee: "¿Qué quiere decir todo esto para usted?" Y se
inician las asociaciones, porque cada palabra está sobredeterminada: imagen, sabor,
aroma, sonido. Si el título de un cuadro es un color más, como decía un célebre pintor,
entonces hasta la puntuación, sobre todo esos blancos que son la respiración silenciosa,
el hálito detrás de lo dicho, se vuelven imagen en la poesía de Marosa, forman el
6Prólogo a Los papeles salvajes, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2000.
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contorno de los cuerpos pintados, confirman el movimiento que los impulsa y la
clausura del tiempo que los apresa.
El ritmo como origen de la imagen sería la fórmula de lo imposible que en esta obra
es la condición de lo posible. Si un animal empieza a hablar, si una flor abre su
muestrario de colores, si una muchacha siente latir las partes más animadas y
florecientes de su cuerpo, todo ello corta el lenguaje, lo acribilla de silencio y produce
ritmo, es decir, discordancia entre sentido y puntuación, entre el avance lógico de la
frase hacia su final y la precipitación abrupta de una rareza de la lengua, una sonoridad
anterior a la idea. La textura, la materialidad de las imágenes se desprenden de ese
ininterrumpido desfile de hallazgos idiomáticos. Sentimos que algo se desplaza en
nosotros, que esa rareza leída estaba ya en nosotros y que era el testimonio de una
existencia anterior a las palabras.
¿Qué es lo imposible? Hablar de la infancia, de aquel mundo sin idioma pero donde
toda palabra florecía en su materia sin concepto. O también: soñar con el origen, la fuga
de los padres hacia la pérdida de la conciencia, en el éxtasis del deseo que, misteriosa,
inexplicablemente, originó al que sueña. En la obra de Marosa di Giorgio lo imposible
es el misterio de las generaciones. El llamado de la posibilidad que no llegó a
cumplirse: "Fue como si una hija mía, perdida desde mucho tiempo, muerta, no nacida
nunca, me estuviera llamando." Y la búsqueda de que lo imposible sea, de que los
muertos vuelvan. La poesía sería el lugar, el pequeño altar donde toda la naturaleza se
concentra y donde las palabras rezan y obtienen, durante el lapso en que el ritmo
suspende la caída en el sentido, la presencia de seres desaparecidos. En torno a los
muertos, la memoria forma un caparazón de oraciones y Marosa puede decir que son
como piedras preciosas, como perlas creciendo a partir del grano ínfimo de la ausencia.
Todo volverá de nuevo en el poema, no sólo la infancia tamizada por el olvido, sino
también la memoria exacta de cada instante, cuando un colibrí hacía brillar sus colores
diurnos, o cuando un murciélago desplegaba su pequeña capa colgando de la nada
nocturna. El origen de quien escribe aparecerá en la gracia alcanzada por una imagen.
El místico Eckhart escribió: "La gracia es una determinada ebullición en el parto del
Hijo cuyo origen está en lo íntimo del Padre." Y Marosa pareciera dar siempre en un
blanco paradójicamente inalcanzable, atravesar el origen del lenguaje, el silencio, con
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palabras. Las imágenes son engendradas entonces a partir de esa tensión del lenguaje
hacia su anterioridad absoluta, hacia lo que estaba antes de que aprendiéramos a hablar
y estará después de que hayamos terminado de hacerlo.
Es sabido que los adoradores de imágenes querían salvar en parte este mundo
terrestre, mientras que sus adversarios, los iconoclastas, lo condenaban íntegramente y
aspiraban a la purificación del espíritu a expensas de las impurezas del cuerpo. Las
apariciones de muertos, las anunciaciones del deseo nos dicen hasta qué punto el cuerpo
es en estos libros una epifanía móvil de lo sagrado. Para los antiguos era también así,
pues lo impuro no podía distinguirse de lo sagrado. Cada cosa puede ser otra, cada cosa
se agita como si un dios la habitara. Plantas, animales, todo lo tangible o visible celebra
la gloria del cuerpo. Comer o copular son operaciones místicas que a veces casi se
identifican. El asco y el espanto no están excluidos de la fascinación golosa, de las
expectativas de un goce, puesto que el cuerpo no representa la felicidad sino porque a
veces se torna el lugar del sufrimiento.
Allá, en ese viejo país donde estaba un poco también lo terrible (parafraseo a
Marosa), comer un animal no podía ser un mero proceso de nutrición, al menos no en
primer término. Era más bien un acto real, un descuartizamiento, una conciencia del
pedazo de ánima preparada para la ingestión y que resonará en la memoria de las
sensaciones para siempre, sin repetición, pues volverán a desencadenarse ese placer y
esa angustia, la delicia y el miedo, cada vez que se consuma ese ser, al que unas tribus
nos enseñaron a llamar tótem. Vivimos olvidando lo real, Marosa escribe recordándolo.
Nos recuerda que un animal es algo movido por el alma, que ver el vuelo de una
mariposa puede ofrecer a la vez la alegría de estar ahí y la tristeza de sabernos, también,
volátiles, efímeros, sospechando acaso el futuro del cuerpo que se encojerá hasta
volverse piedrita en un cajón para muertos.
Animula vagula blandula, dice un anónimo verso latino que podría traducirse así:
"almita vaga y blandita". Allá jugaba esa anímula, y aquí las palabras atesoran ese otro
lugar que una elaboración secundaria puebla de hadas, diablillos, lobos excitados que
persiguen chicas cuyo temor es siempre inferior a su curiosidad. Sí, porque hay un solo
cuerpo, una sola forma para el arribo de la sensación. El cuerpo es el allá y el aquí que
en el poema encuentran por un instante la unión contra la distancia. Y llamo poemas a
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los textos de Marosa porque no prescinden casi nunca de ese don de la ubicuidad y aun
cuando cuentan ciertas historias parecen estar siempre fuera del tiempo, de la duración.
Esa unión del aquí y del allá atravesando violentamente el cuerpo puede ser tan
vertiginosa que la imagen se desgrane en enumeración y deba ser interrumpida
abruptamente por un nombre, un lugar al que podríamos reconocer y llamar común.
Leamos: "Pude huir no sé cómo, sólo yo, por una vez, todo está fijo allá, en Montevideo
me da miedo." Pero el allá no puede ser un lugar común, no puede ser Montevideo.
Quizás sea una cumbre deshabitada desde donde se viese, con los ojos entrecerrados, la
aldea italiana del origen, del relato de origen. Allá "hay cosas que parecen otras cosas",
porque cada objeto puede ostentar la ausencia de un ser.
Así como ciertos hongos con sabor a muerte ocultan la materia que los habría
creado, del mismo modo el nombre propio, inscripto, escamotea la verdadera vida de
quien sólo dejó eso: el nombre, el hongo para la alucinación de los hijos. De allí que el
diálogo entre la voz de quien escribe y la madre ausente, en el libro Diamelas a
Clementina Médici, pueda cambiar el sentido de la obra, mostrar por qué nunca estará
completa. ¿Cómo podría terminar esa ausencia que no deja de empezar cada día? ¿En
qué lugar el olvido tendrá fin, cuando la memoria no tiene principio? "Sea donde sea, sé
que me estás esperando", escribe Marosa, al comienzo de ese libro admirable donde las
imágenes se hacen una sola, se vuelven voz. Si en español existiera ese modo de otras
lenguas llamado dual, ni singular ni plural, aplicable solamente a verbos cuyo sujeto es
un dúo, veríamos las piezas de Diamelas escandidas por el número dos (al igual que el
nosotros reúne a las santas, las reinas, las hermanas de otros libros), y cada acción, cada
visión sería experimentada por ambas mujeres, la que escribe en presente para
desaparecer del aquí en la memoria del pasado y la que pasea con su nombre intacto por
ese lugar donde la muerte no puede ocurrir. "Tu voz parecida a la de ninguna" es
entonces la voz de ambas, una vez que la muerte cristaliza el tono, congela la
generación de las entonaciones. Por eso el libro confirma la ausencia, al final, cuando
leemos: "Pero ahí no estás, fantomas inocente". Y en esa confirmación la escriba se
enfrenta con la muerte y ve el paso, la procesión que anuncia su propia ausencia, como
las sombras de la noche dándole sentido al día, como la opacidad que nos revela todo lo
transparente.
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¿Y acaso no pasa lo inexplicable a través nuestro cuando leemos estos "papeles
salvajes"? ¿Qué quiere decir esa denominación? ¿Escritos tomados de la naturaleza, no
réplicas, sino ejercicios simulados del sistema de generación de la naturaleza:
individuos más individuos, anomalías, excepciones que poco a poco van formando la
especie? Cada libro entonces como una especie, varios libros un orden, la obra como el
conjunto de lo orgánico y lo inorgánico, nuevo De rerum natura sin la ilusión de una
causa física para todo, antes bien una obra sobre las cosas y los seres que tiene en
cuenta el influjo de las palabras, su materia ingrávida pero consistente, sobre el mundo.
Los papeles salvajes especulan sobre el mundo, muestran hasta qué punto las
descripciones llamadas realistas sólo reflejan al que las selecciona, como alegorías
objetuales del espíritu que preside todo y se sustrae a sí mismo de lo nombrable,
mientras que la persona que habla, la primera, se convierte en un minúsculo espejo de
la irrealidad del mundo. Leyéndolos, descubrimos la selva selvaggia, oscura y áspera,
pero sólo cuando una presencia inconfundible nos conduce. Le damos el nombre de
Marosa di Giorgio durante muchas páginas de asombrado encantamiento y la seguimos
hasta el paraíso donde miraremos, no en la lectura sino en aquellos días que no entran
en ninguna serie, la "rosa roja de la resurrección sombría" a través de los trazos
irrepetibles, únicos, que desde ese instante resonarán en el aquí poblando el aire que
respiramos con los fantasmas de allá, unio mystica.
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Elogio del pánico7
Antes de que todo empezara, antes de que nos separásemos de nuestro propio origen,
antes del lenguaje, había unos papeles escritos, unos animales salvajes que sabían
hablar sin palabras, que leían los cuentos de esa escritura prenatal. Era el tiempo del
destino que ahora la obra de Marosa di Giorgio nos devuelve. Y quizás lo que fascina
en sus libros sea la confirmación de que ese tiempo desaparecido no deja de reaparecer
en la ausencia con que nuestras palabras nos rodean. Hablo, y no estoy allí.
Quisiera leerles una afirmación opuesta, escrita por Marosa: "Era mi retrato, remoto,
el más antiguo, de la Creación y el principio del mundo. Yo estaba ahí." Ahí, en la
imagen, estaba la presencia verdadera, como una esfera luminosa que choca y se desliza
a lo largo del velo de la ausencia en las palabras. Imagen anterior al cuerpo, principio,
fuente, pero también promesa de disolución de lo que creemos ser.
Las imágenes niegan la muerte porque detienen el tiempo sucesivo, el devenir, la
lógica del relato donde se persigue el final, la última palabra. Cada imagen se escapa de
ese tiempo práctico, no sirve para otra cosa que su propio destello; ilumina el mundo, y
lo hace brillar con el ardor del instante. Pero Marosa nos enseña que las imágenes no
son consoladoras, no nos dispensan de la contradicción y del temor. Hablamos para
contradecir a la muerte y su silencio, pero cuando nos apresa el pánico no hay palabras.
"Yo no puedo vivir así. Todo brilla.", escribe Marosa.
En lugar del mutismo que confía demasiado en las palabras, Marosa vuelve al
mundo del pánico, a la exuberancia lingüística del antiguo dios que los griegos
llamaban simplemente el Todo, semianimal, semihumano, ese intermedio de lo divino.
Entre la procacidad y el misterio, los papeles sagrados de Marosa hacen de los cuerpos
salvajes, de sus funciones más elementales, el deseo, el hambre, la descomposición y la
generación, una verdadera epifanía. Una flor que se abre sería entonces la señal
misteriosa de que todo puede pasar, de que todo pasa en ese estallido mínimo. En cada
7Leído en la presentación de Los papeles salvajes, en el Instituto de Cooperación Iberoamericana de Buenos Aires.
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libro, circulan objetos y seres, frases y gestos estampados en ellos, que se cruzan, entran
y salen de una casa.
¿Qué significa esa casa? ¿Qué podríamos agregar, con la vanidad secreta de todo
comentarista? Una alegoría, quizás. La casa es el lenguaje, el idioma natal, y también
los otros, los que se perdieron en la infancia. Pero afuera hay otras cosas, de allá se
pueden traer presas o frutos, allá podemos ser presas de innumerables miradas. La
avidez por el mundo hace que las apasionadas escribas que Marosa nos presenta salgan
de lo prácticamente decible. Cada fragmento de mito que leemos entonces nos recuerda
que este lenguaje también está acribillado, calado, colmado de orificios para respirar la
pureza y la impureza de las cosas y de los seres vivientes. No fue siempre una casa. Las
paredes, los muebles, las tacitas dentro del aparador todavía conservan el rumor del
todo, aquel ovillo de metamorfosis que se ha condensado allí. De pronto, las personas
que hablan, esos cuerpos familiares que nos enseñaron a hablar, se tornan transparentes,
los cubre el tul del noviazgo que los promete a la muerte.
Diría que Marosa abre por infinitas vías la casa del lenguaje, la sumerge de nuevo en
todo lo que existe, para que la transparencia espectral de los que hablan pueda
guardarse en un objeto más consistente, en una cristalización diamantina del rumor. De
hecho, toda pertenencia humana esconde un mito, cuenta la vida inaccesible de seres
fallecidos en otro tiempo. La casa, si sólo vivimos en ella, si no la despedazamos y la
volvemos a armar, nos hace creer que únicamente lo que podemos nombrar existe, que
los ausentes no hablan, ni están. Pero el lenguaje arde, Marosa lo enciende a veces con
súbitas sorpresas, otras veces lo ruboriza con una reticencia pensativa. Tal vez no sea
una casa entonces, sino un animal. Somos allí dentro fetos que creemos hablar, cuando
sólo reproducimos el latido inmenso que nos alimenta. Pero ya no estamos ahí;
adjuntamos artificialmente unos miembros despedazados como en un rito de
resurrección de algo que acaso nunca estuvo unido.
Pero si el lenguaje es entonces animal antes que arquitectónico, los cuerpos salvajes
que rondan afuera, que acechan, ¿qué son? ¿Qué pueden ser, si no palabras? La palabra
"diamela" que se arrebuja en sí misma, la palabra "hongo" que aspira su propio aroma,
la palabra "lobo" que se acuerda del hambre. La casa era una naturaleza y aquel bosque
oscuro y sin nombre era una estancia posible, un sendero, una sombra. Desde el
81
principio, Marosa di Giorgio descubrió que en el lenguaje, por momentos, se revela
todo, que no cabe entonces usarlo, sino experimentarlo, saborearlo. En el gusto, y no en
la voluntad, estará la expresión verdadera de lo que somos.
Hay por lo tanto una violencia originaria en el hecho mismo de que un cuerpo hable.
Las palabras son el fruto de un crimen secreto. Un animal parlante persigue a una ninfa,
la viola, la embaraza. Un parto sin testigos hace brotar, en fondo carmesí, carne
blanquísima. Niños muertos al nacer. Nenas fantasmas que crecen en un jardín
doméstico. "Está en llamas el jardín natal"; la sangre es ese fuego vital que nos anima,
que nos hace animales vivos. Pero el lenguaje, hecho de ramos de palabras-flores, nos
recuerda que hubo otros, posibles o reales, en cuyo espacio, en cuyo cuidado cantero de
tierra regada crecimos.
Las imágenes de Marosa celebran desde siempre el retorno de seres perdidos. Sin
que fuera necesaria la muerte, el retraímiento de cada cuerpo sobre sí mismo era ya el
signo de una inminente ausencia. Esa sustracción tenue, constante y casi imperceptible
es una forma de la belleza. ¿Qué somos, si no guindas que la tierra golosamente traga
apenas se nos va el deseo? Contra ese goteo de la pérdida en cada minúsculo rincón del
mundo, en cada cosa, en cada persona y sus disfraces, sólo puede redimirnos una
actividad expresiva ilimitada. En lugar de sentirnos afectados por lo que en nosotros se
pierde, amar lo que el otro va perdiendo de sí. Desear la efímera belleza de los otros y
desear que nos den aquello que de todos modos van a derrochar. Nada nos justifica más
que un don, una vida dada y una vida recibida. No sé si es descortés o inconveniente
invocar el nombre de la difunta madre de Marosa di Giorgio. Ella preside desde el final,
como un desenlace que nos permitirá volver a atar todos sus hilos brillantes, esta obra.
Lo dado, lo recibido, lo heredado, pero también lo perdido, lo regalado, lo engendrado,
se unen en ese largo poema de una presencia que resurge en diversos ajuares, flores o
habitaciones. Es una memoria flotante que busca reencarnar. "A veces, cuando veo una
pequeña niña, me digo: ¿No será Clementina Médici que ha vuelto? Y siento deseos de
robarla y de criarla." Leo esto, y me conmueve el anhelo de una hija imposible que
suplante a la madre perdida, que sea ella, sin otra repetición de rasgos que el amor
suscitado, resucitado, y que es lo único repetible en este mundo. Pero ya el poema fue
ese retorno, en las palabras de Marosa di Giorgio se reencarna un mundo, un origen. No
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es una restauración tranquilizadora, sino el registro de huellas súbitas, trémulas,
elásticas, cuya perduración en nuestro idioma podemos considerar tan extensa, tan
incitante para los que vendrán, que se vuelve ahora mismo una especie de infinito.
Amplificación abrupta de las posibilidades de lo decible, estos poemas no son
impulsados por la mera nostalgia, sino que más bien son la realización misma del
nostos, del regreso. Lo que se vivió como totalidad, sensaciones y palabras
indisociables, es ahora escrito como unidad, donde el idioma es silvestre, es naturaleza,
donde las necesidades y el deseo son obras del arte. Cocinar un huevo frito como quien
pinta un sol entre nubes, escribir lo que más importa como quien les cuenta fábulas a
niños inquietos. Poner el infinito en un grano de arena y la eternidad en la palma de la
mano. Aprendamos nuestros papeles, recitemos la mitología que nos toca, leamos a
Marosa a lo largo de toda esta primavera interminable.
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La promesa
Para llegar a la escritura de Alejandra Pizarnik sería fácil recorrer la muy transitada
autopista que pasa por el desenlace del último acto de su vida, pero se pagaría allí, en
concepto de peaje al orden de la biografía, con una buena cantidad del oro de su poesía,
cuyo resplandor sería opacado en parte, neutralizando su peligrosidad, por el velo de la
anécdota típica de lo "maldito", es decir, por la parábola del suicidio.
Sin embargo, a pesar de estas perífrasis en torno a metáforas camineras o
monetarias, ¿por qué he debido mencionar el acto de una muerte voluntaria que está
más allá de sus textos y que, al mismo tiempo, se encuentra involucrado en ellos?
Blanchot decía que el sentido de una escritura se define en la manera de enfrentarse con
su muerte. Ahora bien, un escrito al producirse encuentra su sentido en el silencio que
lo precede y lo concluye: el silencio es su muerte, pero también su origen. Esto es lo
que aparece en el momento mismo de escribir, momento que los textos de Pizarnik
recuperan permanentemente, inscribiendo ese silencio amenazante en torno a la
desnudez de las palabras. Una desnudez que no es sólo mera profundidad de las
palabras aisladas sino también eficaz ligereza: "como un poema enterado del silencio de
las cosas", y que, por lo tanto, no pretende decir más que sus propias imbricaciones,
nombrar con disimulo el agujero de silencio de donde nace y hacia donde se dirige.
Pero no se trata de una poética lúdica que se vuelve sobre sí misma para negarse;
más que una vuelta es una revuelta que, a pesar de su aparente fluidez, de la afirmación
rítmica de un yo que la originaría, mira siempre hacia atrás, hacia el silencio de un
cuerpo de repente invadido por el lenguaje, atravesado por las palabras.
"La muerte es una palabra", dice Pizarnik. Esto no señala solamente la cercanía del
lenguaje con la conciencia del fin de la existencia, sino también que las palabras,
trabajadas en su misma materialidad por el poema, pueden volverse radicalmente
ajenas, impensables, indiscernibles como la misma muerte.
Silenciosa escritura de una materia que se desvanece entre palabras. Sin embargo,
palabras que describen la presencia de un cuerpo lanzado más allá de los límites de la
escritura, más allá del blanco de la página, puesto que el suicidio implica una voluntad
de escribir la muerte, de extraerla de su lugar inefable, de su perpetua inminencia, de su
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presentimiento indecible. Voluntad, entonces, de desconocer los bordes mudos de lo
escrito, en un movimiento que a la vez lleva la inscripción de matarse hacia lo real y
rebota luego hacia la obra como un puñal que la atraviesa, prestándole las máscaras del
sacrificio, devolviendo por momentos al poema su carácter mágico: la posibilidad
ritualizada de alterar el estado de las cosas con palabras - guardadas en silencio.
"Haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo", para resguardar allí la esencia de
unas pasiones (en el sentido desgarrado del páthos) que habitan en sus palabras (ahora,
para nosotros, instauraciones de lo ausente), para impedir que la descomposición ataque
al mismo tiempo la carne del cuerpo y el cuerpo del poema.
A pesar de todo, Pizarnik lectora de sí misma quizá evitó una lectura más riesgosa
que el suicidio: sostener la mirada de la muerte hasta el fin y, con los ojos abiertos,
escribir para hacer posible esa mirada; ambas alternativas resultan legibles en relación a
los textos, pero imposibles más allá de ellos. Como todo lo que pretende evadir el
lenguaje, el suicidio termina siendo una palabra - apenas un poco más ligera que la
palabra "muerte", porque además indica un cuerpo que se arroja, solo, hacia el silencio.
***
"Alguien no se enuncia", fórmula que podría aplicarse a una parte de la escritura de
Pizarnik, pero no en el sentido de la mera ausencia, que sería un elemento apriorístico
de cualquier escrito referido a su condición de tal, sino como el fin siempre lejano,
siempre en fuga, de una poesía que investiga los límites del lenguaje. En este sentido, el
lenguaje es una continuidad, seguirá hablándose y escribiéndose (¿a sí mismo?) y ha
sido hablado y escrito antes de nosotros (en la anterioridad de esas huellas nos
movemos y a ese movimiento lo llamamos lectura, ¿sería también la angustia de un
seguro porvenir impersonal correlativo a la escritura?; la simetría es dudosa). A la
continuidad del lenguaje, que es signo de la continuidad de la materia viviente en
general, se le opone la naturaleza discontinua del cuerpo.
El cuerpo, amenazado por la discontinuidad de la muerte desde el momento de su
aparición (leo a Pizarnik: "La palabra es una cosa, la muerte es una cosa, es un cuerpo
poético que alienta en el lugar de mi nacimiento."), se vale de la continuidad del
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lenguaje para suspender esa amenaza; pero se trata de una suspensión ilusoria, porque
el lenguaje no pertenece a ningún cuerpo, siendo anterior a todo cuerpo y condición de
posibilidad para que el cuerpo se defina, imaginariamente, como tal.
"Otro es el lenguaje", dice Pizarnik, que advierte esta radical imposibilidad de volver
continuo un cuerpo discontinuo - mortal - por medio del lenguaje. Entonces, hablar es
imposible, sólo se habla. Pero ese límite no es una aporía; de hecho, la poesía de
Pizarnik demuestra o postula un más allá del límite del lenguaje, aun cuando tal más
allá se diseñe con el borde de lo indecible: "Llega un día en que la poesía se hace sin
lenguaje."
Fundándose en lo discontinuo (en verdad, toda escritura encuentra su sentido en el
corte, en su fin, su interrupción, es decir, anticipando la muerte: metáfora absoluta para
las pequeñas desapariciones de los blancos en la página), Pizarnik toma a la continuidad
del lenguaje como si fuera un fondo de silencio para sus palabras, como materia de un
movimiento esporádico de condensaciones corpóreas: discontinuidad titilante de sus
poemas. Por un lado, una práctica del callar, mediante una cuidadosa administración de
los espacios en blanco, por el otro, una técnica del trasvasamiento de las enunciaciones:
"No puedo hablar con mi voz sino con mis voces", mediante enunciados aislados,
contrarios, enigmáticos, que van formando la figura de un cuerpo que los habría
dispuesto y ordenado, pero que dejan finalmente las huellas polimorfas de su ausencia.
"Un proyectarse desesperado de la materia verbal", según otra fórmula de Alejandra
Pizarnik, que no explicaremos, no podemos, porque chocaríamos contra un nuevo
límite y deberíamos empezar otra vez desde el principio.
***
"Pero... ¿es posible soportar esto? Quiero morir. Tengo miedo de entrar al pasado",
escribe ella en una carta. Nada más terrible que lo inevitable, sobre todo cuando se ve el
pálido fulgor de su advenimiento. Del mismo modo, el punto final de la vida de
Pizarnik, a través de las dispersas premoniciones de sus cartas, adquiere la figura de una
mancha creciendo irregularmente para cubrir el papel indefenso de la obra escrita.
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El rumor que bordea toda lectura de los poemas de Pizarnik quizás pueda ser
contrarrestado por las pruebas de un trabajo metódico, de una pasión universal de
lecturas particulares, únicas, de una entrega a ese silencio expectante que se llama
traducción... "En mi caso las palabras son cosas y las cosas son palabras. Como no
tengo cosas, mejor dicho, me es imposible otorgarles realidad, las nombro y creo en su
nombre (el nombre se vuelve real, y la cosa nombrada se esfuma: es el fantasma del
nombre). Ahora sé porqué sueño con escribir poemas-objetos. Es mi sed de realidad, mi
sueño de una especie de 'materialismo' dentro del sueño." Exiliada del mundo
indescriptible, pero no por un deseo de fuga sino por una conciencia luminosa de los
límites del lenguaje, Pizarnik se vuelve hacia los otros, hacia nosotros, de quienes
espera una respuesta que nunca llegará para colmar su expectativa. Ella es el fantasma
de su propio nombre, la sombra proyectada por sus libros en el suelo que espera
recibirla. No tiene otra realidad que la literaria. Pizarnik, y éste es su "materialismo",
desvaneció el origen, la fuente del sentido, e hizo de sí misma menos que un cuerpo,
menos que un nombre, un personaje llamado Alejandra, debajo, ¿no había nada, como
suele ocurrir cuando la propiedad del nombre se entrega a los otros para que lean allí el
gasto, el lujo y el derroche firmando en el vacío de una palabra que ninguna voz
pronuncia?
***
Todavía no he empezado a leerla. Faltan las sombras. Ella ve flores en la oscuridad,
y yo estoy ciego. La obligo a rendir cuentas del silencio con sogas que unen la mirada al
sollozo. Toda la noche escuchamos la voz de la muerte, ocultándonos por miedo en el
lenguaje. Mientras las puertas de una memoria viva hacen chirriar sus goznes allá
afuera. "Todo lo que se puede decir es mentira." ¿Realmente lo creyó? ¿Por qué
hablaría luego, internada en un psiquiátrico, de "la oculta ocultadora cuya función es
ocultar / hablo de la concha y hablo de la muerte"?
87
El deslindado
"Este libro es, en verdad, sumamente misterioso", dice uno de los epígrafes del Libro
de bodas, plantas y amuletos de Romilio Ribero. ¿Cuál sería ese misterio? No es algo
inteligible y oculto que habría que descifrar mediante determinada clave secreta,
tampoco la mera puesta en escena de lo inefable que apostaría a favor de los límites de
la experiencia y en contra de las palabras que la expresan, más bien se trata de un
misterio propio del ritmo, propio de cierta sensibilidad para las resonancias no
conceptuales del idioma, donde cada término remite a las infinitas bifurcaciones
sucesivas de su historia, de sus etimologías múltiples sin un origen preciso, donde cada
palabra invoca una constelación de sentidos y de otras palabras no sólo a la manera de
una simple familia semántica, sino también por la vía nueva de las semejanzas sonoras,
silábicas, ortográficas o heterográficas.
En cada versículo de Ribero, que siempre contiene un atendible pulso como para
incitar a la lectura en voz alta, con cuyas cesuras respiratorias acaso se percibirían
mejor los alejandrinos y endecasílabos escondidos allí, como puestos por la naturaleza
involuntaria del estilo antes que por el conteo silábico de la escritura; en cada versículo,
decía, puede verse una transformación, un momento de la continua metamorfosis que se
relata y se reproduce circularmente. "Y ellos relatarán los textos que se guardan de los
primeros mares celestiales, de las primeras uvas, de las primeras leyes del estío, de las
primeras hojas desveladas." Textos que se transforman en naturaleza por la
ambivalencia de sus hojas: las hojas que constantemente brotan, oscilan en el follaje y
se marchitan para dar lugar a otras nuevas, pero también las hojas escritas, tan efímeras
como aquéllas, abandonadas por el "escriba del viento", cuyo nombre desaparece y cuya
tarea se fragmenta, se despedaza, se miniaturiza. Países, rituales, textos, la así llamada
cultura, se va volviendo en la poesía de Ribero la naturaleza única, árboles, ríos,
montañas, que a su vez son libros escritos por seres ya muertos en edades remotas. De
allí que las plantas, con su dependencia perpetua de las estaciones y sus climas, sean la
figura emblemática de lo que podríamos llamar un "tema" para Ribero, el sistema
cíclico de su poesía.
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Sin embargo, el ciclo permite también un retorno hacia la infancia, una nueva
contemplación de la naturaleza muda que nunca dejará de ser infancia (no-hablante) y
por lo tanto inalcanzable para el ser hablante, para el ser del espíritu, como diría
Hölderlin. Así Ribero: "Porque éste es un relato / de cuando todo estaba dormido en el
espíritu". Las crónicas, libros hallados, fragmentos de piedras escritas que exhiben ese
relato y su incolmable distancia, su lugar fuera de la historia y de cualquier tradición
definida, la invención de los nombres propios y de las mitologías propias, todo remite al
nacimiento y a la infancia, a ese instante irrecuperable en que no se tenía todavía una
lengua, pero cuando se vivía dentro del lenguaje, mudo, y en la naturaleza del dolor.
Ante una nostalgia sin remisión (de lo que en verdad nunca se tuvo pues no es algo que
se pueda poseer), la poesía se vuelve un teatro de voces exiliadas, una búsqueda de
huellas de ese lugar que precede a las huellas de la memoria y que sostiene las
operaciones "misteriosas" del olvido.
¿Puede hablarse sin más de surrealismo en Romilio Ribero? Sólo en una lectura
circunstancial, no en la que prefiere seguir leyendo.
En un poema que se titula "Del Libro de las bodas, Fragmentos que conserva el
escriba del viento de las primeras bodas", leo: "En el frescor del año, las viejas tejedoras
de mi valle hilaban oro y rosas, mariposas y lluvias en sus manos de pálidas leyendas."
Más allá de la retórica, lo que aquí puede verse es cómo lo narrado o lo contado se
entrelaza, antes de la escritura, con lo natural, en una suerte de hallazgo arqueológico
siempre diferido, lejano: una concepción de los poemas en tanto elementos de
continuidad, con el aura y la autenticidad de los descubrimientos en los que el
fragmento encontrado tiene una importancia que no se ve disminuida ante la totalidad
de la ciudad enterrada, la poesía como una especie de excavación que buscaría hallar
algunas cosas que al final resulten ser plantas. "Aunque cenizas caigan sobre el mundo,
aunque ya nadie vuelva del mar petrificado, las plantas abrirán sus hojas de palomas,
volverán a crecer con los augurios del fondo de la raza. Extenderán sus manos
musicales sobre la eternidad."
*
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La publicación póstuma de casi toda la obra poética de Romilio Ribero lo ha
convertido en nuestro contemporáneo. Quiero creer que sus imágenes se originan en
algún tipo de ensueño surrealista y a veces sus libros se parecen un poco a los de
Francisco Madariaga o a los de Enrique Molina. Pero éstos fueron, por decirlo de
alguna manera, poetas felices, o al menos construyeron una experiencia de la felicidad,
del éxtasis dichoso. Ribero, en cambio, habla en el desierto, canta en el deslinde, en la
soledad más absoluta. Antes que una celebración de lo que brota o florece, registra las
leyendas susurradas por el viento acerca de lo desaparecido: ruinas, razas perdidas, hijos
no nacidos. "Alguien escribirá el Libro del Destierro", dice, y adivinamos que cada
poema suyo es un fragmento recuperado de ese libro inacabable, ilegible como
totalidad.
En su Libro del lejanísimo día, Ribero ostenta una maestría musical en el uso de
ritmos medidos o respiratorios a tal punto que casi olvidamos la intensidad del dolor
que transmiten los versos. Citemos uno de sus mejores alejandrinos: "He temblado, he
llorado con la cara en la escarcha." El gélido extravío del "fabulista de bodas, plantas y
amuletos" nos hace entonces su presa.
Aunque también, debido a que se trata de un conjunto menos unitario que otros,
donde algunos poemas pueden leerse sueltos, aislados, con su propio tema particular,
aparecen aquí pequeños mundos, como cápsulas en el infinito desierto mágico que
Romilio soñó, inventó o sufrió - ¿quién podría decirlo con certeza?
Así recibimos la memoria de una infancia perdida, del pasado que yacería escondido
en nosotros, a través del poema "Álbum de niño", por ejemplo, donde Romilio medita
ante las imágenes de unos cuerpos infantiles que ya no están, pero cuyos juegos remotos
dejaron su marca en una foto, cuyos movimientos quedaron allí "eternos en la placa de
un momento del tiempo". Y luego dice: "los miro y me concierne la piedad de sus
muertes". Los niños mismos se han vuelto ahora "juguetes que tomaron la forma de lo
humano, / para jugar el juego de la vida un día". En la foto, el niño que ya no existe - no
sólo a causa de una misteriosa muerte, sino quizás también porque de todas formas ya
no sería un niño - asume el aspecto de un juguete roto, abierto, desarmado. Pero el
poeta que mira el álbum no se deja ganar de inmediato por la piedad, ya que él mismo
va a necesitarla cuando vea la inexorable fuga del tiempo, como diría Horacio, en la
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distancia invisible que separa el pasado del presente. Las manos que sostienen la
imagen desvaída sienten cómo se consume la duración que ellas mismas muestran,
surcadas, doblegadas por el uso y los años. Y así como "los árboles sin días" cubren,
sepultan las pisadas infantiles, borrándolas para siempre, del mismo modo el silencio,
ese tiempo alegorizado en el espacio que va de un verso al siguiente, habrá de borrar
alguna vez el poema. Pero esa disolución aún no se ha realizado, y leemos a Romilio
sabiendo que cada poema nos acompañará hasta la llegada del "lejanísimo día", quizá
supersticiosamente llamado así, para que su mención no lo adelante.
*
En los poemas de Romilio Ribero abundan las celebraciones, los homenajes, las
alabanzas hacia lo que surge, florece, revolotea, pero también hacia lo que se pierde,
muere o desaparece. Como si todo nacimiento, cuya naturalidad se vería entonces al
menos cuestionada, debiera pagar el precio de un aborto. La "historia de las plantas"
libres, perfumadas, que han podido realizar en sí mismas la belleza, que han podido
extraer mediante su metamorfosis o su deseo algunas flores de la ciénaga que las
sostiene, esconden entonces el oscuro destino de "las otras plantas", esas plantas
perdidas, que se atrofian en la asfixia de un clima adverso, las plantas del fracaso. Si
alguien pudiera percibirlas, no dejaría de notar, según Ribero, su "olor a sangre seca del
aborto" o bien el "olor a esos deseos de las perversas aves que devoran los ojos". Las
arpías como el exacto opuesto mitológico de las musas. Algo del mal que las esteriliza
pertenece al país, dirá Ribero, y yo me pregunto: ¿será acaso la ciudad, la que deslinda
o aplasta?
A pesar de todo, el misterio no necesita aplausos. "Otras ciudades arden en sus alas
hacia el eterno océano del mundo", dice Ribero. Sobre la música de sus versos podemos
cabalgar hacia otra parte, no a un lugar tan apacible como Citerea donde las palabras
son siempre amenas, sino tan sólo hacia donde se recuerde "aquel árbol de los lutos,
bajo el cual, parejas / como jóvenes dioses, limpian sus cuerpos de la muerte"; pues si
se olvida a los muertos, no hay posibilidad de limpiarse del mal. Romilio nos invita a un
regreso, sin que podamos saber cuándo ni adónde nos fuimos. Un regreso como tal
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accidentado, repleto de prodigios y catástrofes, una aventura que deberá pasar por el
sitio secreto donde las "flores de la violenta estación del deseo" luchan contra las "flores
del parto" para decidir en cada caso, ante cada nombre, ante cada poema, si podrá
celebrarse su inexplicable nacimiento. Que algo nazca, que alguien nazca, oculta el
hecho de que hay miles de posibilidades no realizadas, nonatas, abortadas. O más bien,
que alguien nazca revela la perplejidad de lo efímero, donde tanto el nacimiento como
la muerte señalarían el afuera del lenguaje. "Todo quedó como el deseo efímero,
quemado en el recuerdo", escribe Ribero.
Sin embargo, estos acontecimientos, estos combates y sus celebraciones triunfales y
las danzas sobre los despojos de los muertos, que participan de lo inenarrable, son
meras figuras de la naturaleza e incluso de la naturaleza de quien los describe. El
escriba entonces, mediante su atención al ritmo y al equilibrio dramáticos de los libros
simulados y de los coros artificiales que dialogan a través de ese ritmo único, no se
desvanece, y más bien establecería un continuo entre la escritura y lo natural. La
escritura natural, la irreductible singularidad de un individuo que llamaremos su estilo.
El tema de las plantas y flores maléficas y benéficas, así como el de las tribus nómades
y el exilio, al igual que el de los fragmentos de textos místicos o estribillos de rituales
teúrgicos; estos temas no son sino las metamorfosis del único tema, el deslinde, lo que
separa de una vez y para siempre a quien escribe del mundo. El ritmo, como un
continuo extraño dentro de la discontinuidad de la lengua, intentará subsanar ese hiato,
hacer que la naturaleza distante del deseo se vuelva una obra; que la escritura produzca
en el lenguaje el mismo movimiento cíclico que las plantas puntúan en la naturaleza. A
pesar de todo, la naturaleza no tiene escansiones ni cesuras y el solitario testimonio de
que las hojas de los árboles y las hojas del libro celebraron sus bodas es el dolor
inscripto en el cuerpo del que escribe. Plantas, amuletos y bodas, que yo traduzco como
naturaleza, escritura y el dolor de su diferencia, ese dolor ante lo efímero del deseo que
aun así escribe su naturaleza propia, la única posible, en el poema.
"Todo esto ha significado para mí una larga experiencia del misterio", escribió
Ribero. Significación paradójica, ya que el misterio puede definirse como la
imposibilidad misma de la experiencia, como lo que no puede acumularse. El misterio
de escribir sobre el vacío arbitrario del ritmo, que se transformará desde esa nada
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artificial en una infinita naturalidad que desfonde el lenguaje. Por lo tanto, no hay
ganancia en la poesía, sólo gasto, derroche, sacrificio de un nombre consagrado al
estigma de la escritura inútil, sin finalidad y que por eso mismo es la única
imprescindible. A partir del cultivo riguroso de un ritmo, un cultivo que no puede tener
fin, que no se realiza con la espera ávida de los frutos, un cultivo que dilata la duración
de los nacimientos singulares sin que nunca pueda ver su imperceptible resultado, sin
que pueda saber si se trata de un parto o de un aborto; a partir de los versículos
intemporales de Romilio, decía, se alcanza la experiencia del misterio, se escucha el
silencio, se percibe la interrupción que la lengua pudo inscribir en la naturaleza, se leen
imágenes inanalizables de seres únicos.
Romilio Ribero es un individuo, es lo no divisible, el imperio continuo de lo
imaginario que disuelve la absoluta discontinuidad de la lengua, "entre las plantas del
otro paraíso siempre naciente y transparente". ¿Por qué "siempre naciente"? Porque si
terminara de nacer ya estaría demasiado lejos, ya existiría dolor, interrupción,
antinaturaleza. Y también siempre "transparente", incorpóreo, que se aproxime a lo
imposible, al regreso hacia ese momento de infancia, sin habla, antes de las palabras
dolorosa y doblemente articuladas, cuando la tristeza tranquila de las plantas, de su
mutismo inmóvil que no les impide la continuidad, que las condena más bien a la
continua alimentación y al continuo crecimiento, podía parecerse al deseo de quien
entonces nacía, estaba naciendo. Pero sólo "parecerse", pues las plantas no sufren el
corte abrupto del nacimiento, del instante único, de la interrupción que se repite
imperfectamente. Las plantas no tienen nombre y Romilio quisiera darles uno, al mismo
tiempo que borra el suyo, en cada poema. Mallarmé decía que así como en la naturaleza
una planta no firma la belleza de la flor que ha producido, del mismo modo el que
escribía debía suprimirse en la obra lograda. No suprimirse para lograr escribir, sino
que más bien al escribir, si eso se lograba, había supresión, acaso mutilación, puesto
que el poema se apartaba y brillaba por sí solo como una cristalización del infinito que
no le pertenece al muerto que el poeta ya es, grabador efímero de su propia tumba.
Ribero escribió: "Cierro los ojos y la veo, aquí está el papel." Entre el papel y esa
figura femenina que los griegos ingenuamente llamaban musa, el vacío, la mínima
cesura impuesta por la coma, una rayita que divide; entre la musa y la hoja en blanco, el
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escriba se miniaturiza, se reduce al trazo raudo de esa coma, para llegar a ser como las
plantas, innombrables, siempre nacientes, alimentándose de la transparencia solar,
produciendo belleza sin interrupción y al fin sin dolor. Aunque todo esto no pueda
ocurrir más que en la hoja, en el aquí y ahora del papel, pues el dolor no tiene fin y un
nacimiento siempre sucede; según Romilio:
"Esto lo saben las dulces mujeres sepultadas:
Que equivocaron las puertas del paraíso y confundieron sus caminos."
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Insectos, niños, arco iris
El rincón de los niños, en estos poemas de Arturo Carrera8
Para Mallarmé, leer era apoyar en el blanco inaugural de la página la propia
ingenuidad, que ha olvidado incluso el título como una voz altisonante y excedentaria: y
luego, ya todo alineado, verso tras verso, en una mínima resquebrajadura, por todas
partes diseminada, una vez vencido el azar palabra por palabra, indefectiblemente
vuelve el blanco, gratuito hace apenas un momento, y ahora cierto, ¿pero cierto de qué?,
sólo para concluir que no hay nada más allá y certificar el silencio. Juego pudoroso
donde la Idea no puede desnudarse del todo, ofreciendo en sus fragmentos de candor
unas efímeras pruebas nupciales, como el candor de los niños que, apenas hablan,
esconden una sonrisa secreta en el hombro de quien los alza.
, tiene la misma extensión
que el mundo. O mejor dicho: lo que en el mundo sería la extensión está concentrado en
este rincón infantil bajo la forma de la intensidad. Y es sabido que la intensidad de lo
simultáneo es un secreto anhelo del pensamiento; algo que sin embargo no puede
alcanzar porque las mismas palabras "extensas" sobre las que cabalga son la negación
de esa intensidad "simultánea". A este anhelo, que en la poesía es el deseo infinito por
el instante, por apresar la belleza en su fugacidad, se le dio el nombre de Idea. Los
límites del lenguaje impedirían atravesar el hiato que separa a las palabras, transitorias,
volátiles, ligadas al destino histórico de una lengua, de la Idea absoluta, la que sostiene
la posibilidad, por ejemplo, de la traducción, aunque en última instancia también
sostiene la mínima operación de la lectura. ¿Cómo leer, entonces, Children's corner?
Acaso como lo indicara Mallarmé, en infinitivo, porque de la huella impresa en la
memoria del lector no puede imaginarse un fin preciso. ¿Dónde empezaría el olvido,
dónde termina el eco de los versos? ¿No nos lleva ese paso por los blancos de cada
poema hasta el emblema mismo de nuestra muerte que no podemos imaginar?
8 Me refiero al libro Children's corner, Último Reino, Buenos Aires, 1989 (reeditado por Tusquets en 1998).
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No es gratuita la asociación entre Carrera y Mallarmé. A quienes pudieron leer, y
ver, el primer libro de Carrera, Escrito con un nictógrafo (1972), no les resultó difícil
advertir en él un doble cumplimieto de la imposible utopía mallarmeana: a la partitura
ideogramática del Golpe de dados, hendida ahora por las tachaduras, las franjas de
vacío, el découpage que suprime todo rastro de intención expresiva (al menos hasta
donde eso es posible), cumplimiento por lo tanto afirmativo, se le añade la inversión de
una advertencia leída en las Divagaciones, cumplimiento negativo. "Lo viste, le dice
Mallarmé a un imaginario interlocutor, no se escribe luminosamente, sobre campo
oscuro, el alfabeto de los astros, solo, se revela por eso, bosquejado o interrumpido; el
hombre prosigue negro sobre blanco". Es decir que la página blanca, las letras negras,
no pueden volverse un simulacro exacto de ese cielo estrellado al que invierten. Pero
Carrera afirmará lo que allí se niega, en un libro de páginas negras donde las letras
blancas hablarán de la negación, la muerte, la infancia y la noche; páginas de luto, ya
que el lenguaje no puede decir la muerte e instaura su ocultamiento; páginas que
sostienen, mortuorias, el deseo de escribir sobre lo que sostiene al deseo, un origen
insostenible. Entre lo corpóreo y lo incorpóreo, lo que se mira como una naturaleza
demasiado abierta para no incitar a la infinitud del deseo y a la escritura de esa fuga:
"hilo que se pierde / en el sentido". Así Carrera, en Children's corner: (...) "Y sólo se
desea / en lo que miras vivir; // Lo que especies de alegrías / de lo corpóreo a lo
incorpóreo / como 'cosas' que son y no son, // Misma naturaleza."
La "voz sagrada de la tierra ingenua", la voz "una y no-descompuesta" de la
naturaleza, que Mallarmé escuchaba en el canto del grillo oponiéndola a la voz humana,
a su fractura entre la posibilidad de hablar y los límites de la lengua, entre el infinito de
lo decible y la aceleración arbitraria de unos signos que buscan su fin, es identificada
por el filósofo Giorgio Agamben con la experiencia de la infancia. El hecho de que
haya infancia para nosotros, de que exista un momento inapropiable de no hablar en que
la lengua aún se estaría plegando sobre nuestro cuerpo, implica que no todo es
lingüístico, es cuando se formula el misterioso voto, según Agamben, "que compromete
al hombre con la palabra y con la verdad". Los animales no pasan a la lengua, viven en
su lenguaje desde siempre, pero los niños asisten al dolor de tener que decir alguna vez,
de una vez y para siempre, yo. Por eso anhelan la felicidad que el grillo, el aleteo de los
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pájaros, los infinitos rumores de la repetición les prometen. Vigilan su alejamiento e
intentan trazar los mapas que podrían devolverlos al punto de partida, suspender la
animación de esa lengua que los atraviesa. "Y el deseo elemental / hacía el lenguaje",
dice Carrera, pues mediante la percusión del ritmo se muestra lo que en la lengua falta,
el niño y su deseo, el agujero incolmable que el poema ofrece no sólo a su probable
lector, sino a todos los que alguna vez hablaron, elevando la voz propia, un soplo
particular y único, a la memoria de la lengua. No se desea el lenguaje, sino que el deseo
hace el lenguaje al describir la estela de ese movimiento que va de la palabra hacia su
ausencia en el objeto que nombra, y viceversa. "Así como cada sonido exacerba / la
realidad del vacío".
Platón, en lugar del grillo del que nos hablan Mallarmé, Juan L. Ortiz y Arturo
Carrera, relata en el Fedro un breve mito sobre las cigarras. Parece ser que
antiguamente eran hombres. Fueron los primeros en ser arrebatados de tal modo por el
canto de las musas que la pasión de cantar los hizo olvidarse de comer y de beber. Sin
darse cuenta, pasaron de la vida a la muerte. Pero las musas los convirtieron en cigarras
y les dieron el privilegio de no necesitar alimento para que cantaran incesantemente y
para que anunciaran también cuál entre los mortales estaba rindiendo homenaje a cada
una de las musas. De modo que, según esta alegoría o descubriendo de algún modo su
hypónoia, la poesía se enfrentaría sin fin con la muerte, al comprobar los límites del
lenguaje tensado hasta que deje aparecer la hendidura del silencio. No obstante, contra
Platón, es en el nombre propio donde todo surge. Más que anticipación de la muerte,
recuerdo inmemorial de la infancia. ¿Dónde se produce, si no, el ritmo único de cada
nombre, de cada poeta? ¿En qué rincón se esconde la pindárica escansión, el vértigo de
versos a veces cortísimos, que flotan en la página como una reverberación de mínimos
acontecimientos, en la extensa planicie infantil de los poemas de Arturo Carrera? La
promesa de felicidad que Stendhal le adjudicaba al arte es quizá la promesa de una
extinción, como tres puntos suspendidos entre paréntesis, pues la cigarra y el grillo no
tienen nombre, son más bien el nombre único de la naturaleza. No tienen más voz que
el puro latir reiterado del silencio de las cosas. Agamben también afirmó que "nunca el
infante está tan intacto, lejano y sin destino, como cuando, en el nombre, está sin
palabras frente a la lengua". Allí está la pregunta, el intraducible nombre, "donde sólo
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los niños saben / que está la interrogación", cuyo cierre no podrá ser trazado sino por
manos ajenas, póstumas y demasiado serviciales. Si el anhelo del poeta es desaparecer
en el ritmo, su nombre le recuerda que aun disponiendo de la inmortalidad, nunca le
serán dadas la juventud y la belleza eternas. Los poemas pueden sostenerse por siglos,
pero no dejarán nunca de envejecer. Pienso en Titono, el bello amante de la Aurora.
Ésta pidió para él la inmortalidad a Zeus, pero se olvidó de pedirle también la juventud
eterna. De modo que mientras su amante permanecía siempre igual, Titono envejecía y
chocheaba, hasta el punto de que hubo que ponerlo en una canasta de mimbre, como a
un niño de pecho. Finalmente, la Aurora lo transformó en cigarra. Por lo tanto, si los
mitos todavía son legibles, lo que hace que algo sea un individuo sería lo contrario de la
inmortalidad. El principio de los poetas podría verse a la vez como un principio de
individuación y como un principio de desaparición del individuo. La nostalgia por la
voz única es además la nostalgia por la voz una y no-descompuesta, "nostalgia de no
pertenecer al follaje", escribe Carrera, de no ser ya, como cada hoja, la lenta imitación
de la exactitud repetida y de la inexorable diferencia. Nostalgia como dolor por lo
inasible que en otro poema aparecerá en una escenificación del amor, entre los
paréntesis de los cuerpos separados: (yo) (vos). Lo imposible de alcanzar, que puede ser
el nombre de la lejanía implícita en la belleza, pues la destreza que sosegadamente
arma cada estrofa, cada vuelta del ritmo, se aloja ya en la distancia de quien contempla
y piensa siguiendo el hilo fragilísimo de los sucesos corpóreos.
Agamben dice que la fábula contiene la verdad de la infancia, donde el silencio se
transforma en encantamiento, donde ya no es la ley de un mutismo impuesto por el
misterio de la naturaleza infinita, sino algo a lo que se asiste, por donde se pasa,
enmudecido, para ver salir a los animales de su sitio y hablar. Los niños guardan aún el
recuerdo de esa posibilidad, conversando con animales de todo tipo y tamaño,
ofreciéndoles cantos y rondas, animando incluso los objetos para una fauna futura. Los
niños pueden hacer de animales, fingirlos, seguir sus recorridos migratorios, su
inquietud o su éxtasis, irse del tiempo lineal que la lengua dicta. Llevan con ellos un
mapa hecho de propiedades portátiles, de mojones o rastros que todavía no están
dispuestos sobre ningún trayecto ni en ninguna frontera. A veces esa colección de
propiedades como pequeños amuletos de viaje participa del animal que los niños
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simulan, o bien convoca a los habitantes zoomórficos para su reino secreto. De allí que
los pasos de niño sintáctico de Arturo Carrera puedan detenerse, extasiarse en un
comienzo de frase sin fin, como "pequeños estilos de lo natural" dispersos en un campo
ilimitado, floreciendo en ese campo. Cada poema sería un simulador del florecimiento
que funcionaría mediante saltos casi imperceptibles. Cada poema, una paradójica
cápsula de infinitud. Cada estrofa, cuya regularidad es siempre tonal antes que
numérica, pues depende de la cantidad de aire requerido para musitarla antes que de la
mera atención con que el azar se reviste de arbitrio en el conteo de los versos, sería una
celdilla dentro del poema-móvil. Móviles, como esos objetos que cuelgan sobre las
cunas de los niños con figuras de insectos brillantes para que al menor roce de sus
manos, al ejercer un reflejo cuyo nombre traiciona un pensamiento que se tiende a
negar en ese espejito de lo natural, al tocar uno solo de esos insectos artificiales, todo
brille, se agite, se estremezca, y sienta entonces el infante una constelación de tintineos
y destellos como una epifanía que lo inicia en el mundo inquietante de la atención a la
vez que lo llama hacia la fascinante espera de una nueva ocasión gozosa. Celdillas en
cada estrofa, cuya autonomía relativa es producida de adentro hacia afuera, como
aquellas que Mandelstam veía en los tercetos de Dante, no gobernadas por
convenciones sino por leyes de necesidad interna que componen esas mínimas
porciones de negro sobre blanco, labor de encaje, con la espontaneidad de una reacción
en cadena. "Debemos intentar imaginarnos, dice Mandelstam, cómo hubieran labrado
las abejas estas formas de trece mil facetas, abejas dotadas de un genial instinto
estereométrico, capaces de atraer enjambres cada vez mayores de abejas a medida que
las necesitaban... Su cooperación se expande y se hace cada vez más complicada a
medida que participan en el proceso de formar los panales, gracias a los cuales casi se
puede decir que el espacio crea nuevo espacio". Así el movimiento crea nuevo
movimiento, las estrofas crean nuevas estrofas y el poema, nuevos poemas. Acaso
debamos imaginar un enjambre de niñitos disfrazados de abejas, con ropa negra y
amarilla y unas alas de papel celofán, que van diciendo palabras sueltas como gritos de
consignas infantiles y bailando con sus actos absolutamente necesarios en medio del
capricho, encadenándose en los poemas que los contienen y de los que ellos mismos
serían las facetas poliédricas. Brillando como tales, licuándose, evaporándose, hasta
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llegar al sosiego donde la lectura acaba y empieza el dolor, se empieza a escribir lo
leído, cuando "nuestro cuerpo ya ahuecado / se deja estar en el agua / como en un
agujero", cuando se abandona "la exquisita pereza de la razón" y se teme, deseándola, "a
la erizada belleza".
Por otra parte, se puede afirmar que el centro de la poesía de Arturo Carrera es una
teoría mudable de la percepción. ¿Cómo vemos? ¿Cómo amamos lo que vemos cuando
miramos en ello lo inaccesible? Los niños atienden, perciben la inaccesibilidad de los
seres, o mejor digamos, en términos de Carrera, que viven en los arco iris de su propia
singularidad. Sin lo inaccesible mirándose, nada se ofrecería a las sensaciones. "Sin
niños: sin mirada", define Carrera al pensamiento que se aparta de esa percepción.
¿Pero dónde se sitúa la percepción? ¿Está ya en las palabras que el niño recita frente al
mundo hacia el que apunta su dedo idiomático, o es más bien el recuerdo de sorpresas,
de apariciones entre las cosas o como cosas del mundo, la nostalgia de un balbuceo que
abarcara todas las lenguas posibles y todos los sonidos pronunciables? "Pero de ese
umbral son / la ilusión como asedio de una imagen:" nuestro arco iris en la miniatura de
sus gestos "como sello volátil / entre lo natural y / lo simbólico:" hiato doloroso y origen
del dolor de pensar cuya huella sería "esa cicatriz de umbra y penumbra / que no es la
naturaleza ni su constante drama / ocular". Aunque esa línea del lenguaje también
puede manifestarse como natural, tan indeliberada en la voz única, en el timbre, como
el dibujo de las líneas de una mano, como las siluetas que el olvido recorta en la
memoria, indefensa ante los simulacros del lenguaje.
En el siglo pasado, Wordsworth, que anhelaba la inmortalidad de su infancia,
también creyó en el arco iris. En una memorable traducción de Ricardo Silva-
Santisteban, leemos: "Salta mi corazón cuando contemplo / un arco iris en el cielo: / fue
así cuando empezó mi vida", y en esa piedad por lo inaccesible, por la fugacidad de la
belleza, dice Wordsworth, "el Niño es el padre del Hombre". Y en otro lugar, vemos "a
sus pies un plano o un mapa reducido, / un fragmentado sueño de su existencia humana,
/ trazado por sí mismo con un arte reciente", donde ese Niño fastuoso y romántico,
"adecuará su lengua" a todas las posibilidades futuras de una vida, "cual si su vocación
indubitable / fuese la imitación indefinida". Pero Carrera sabe que esa inmortalidad
vista en la primera infancia es en verdad transferida por el mortal poeta, sabe que se
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trata de una esquina fugitiva, el ángulo imposible donde se reunirían las líneas de la
naturaleza y el lenguaje. "Dos líneas. / Aun si fueran esas que dividen / los mundos / de
la naturaleza plegada." Pliegue que forma la esquina de los niños, y donde el poema
buscará la necesidad de lo casual, la verdad por fin conjugada cuando la expresión se
vuelva ideal y real al mismo tiempo, cuando la lengua se vuelva naturaleza, aunque
"ahora son las palabras todavía, / ocupando la naturaleza". Pues tras esa línea, tras
doblar esa esquina de lo imperceptible al fin captado rítmicamente, ¿qué habrá?
"¿Fuga? ¿Olvido de sí? / ¿Enérgica transformación (...)?" ¿Qué imaginar cuando
podamos leer el libro infinito de la naturaleza, que a veces los niños traducen muy
parcial y displicentemente para nuestra amnesia poblada de signos? Acaso otro célebre
rincón, de un Borges antes risueño frente al sencillismo y al sosiego pero ahora también
frente a la ambición desmesuradamente literaria, risa que Carrera comparte con la
alegría de su juego (como cuando alguien dice: "'El límite de tu lengua / es el límite de
mi mundo.'", siempre hay otro para la risa del lenguaje); me refiero al Aleph, esa
"pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor", que tal vez sea un punto en que
el arco iris habría tocado la tierra.
Agreguemos que la niñez es también la época de la música, cuando no existen voces
oscuras y graves que colapsen la melodía en su agudeza, sólo hay sopranos y algún que
otro niño contralto como una premonición de las trágicas metamorfosis, de los
inexorables agostamientos. Debussy habría dedicado Children's corner a su querida
Chouchou, "con las tiernas disculpas de su padre por lo que sigue", quizás porque la
música intenta subsanar aquella voz perdida, cambiada por otra al final de la infancia.
Así como el verso según Mallarmé "remunera el defecto de las lenguas" al ser su
"complemento superior"; el defecto de ser muchas, "faltando la suprema", la
arbitrariedad de sus sonidos particulares y el mandato que imponen como simulacros
absolutamente naturales para quien los pronuncia; todo sería llevado hasta el límite por
la suprema arbitrariedad del verso que vuelve entonces necesarios, escuchándolos y
encadenándolos a un ritmo, aquellos casuales destinos con que las lenguas varían, se
desplazan y a veces mueren para transformarse. Nostalgia por un momento prebabélico,
experiencia de la infancia que la memoria no puede recobrar: versos y música. ¿Y qué
es lo que sigue? Jean Gallois, hablando de la obra de Debussy, dice: "lo que sigue es la
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más delicada y deliciosa música que existe, donde a pesar de todo se manifiesta una
sorda angustia ante las nuevas responsabilidades que implica la paternidad". La
incerteza del padre a la vez como carencia que reclama la producción de un ritmo y
como vacío que bajo el ritmo socava la voluntad para exhibir su absoluta singularidad,
su naturaleza faltante y deseada, mostrando de tal modo la naturaleza al alejarse de su
descripción. La paternidad sanciona así un no-retorno, pero es también un vacío que
alcanza en otro escenario aquel vacío en que la infancia se abstraía del mundo. A eso
llama Carrera "el oro del destino", es decir, "padres que son niños / cuando los niños los
visitan y niños / que son niños aún después de haber / visitado la inútil elocuencia...".
Podemos además oír a Carrera en una declaración de Debussy, una carta en que le
escribe a Louis Laloy, a propósito de Children's corner: "la alegría de esto me ha
perturbado un poco y todavía me espanta". Alegría temerosa de perderse en el goce,
alegría perturbada por la expectativa de salir hacia los juegos infantiles que en las
estrofas se prometen, alegría "olvidada de los hombres / y espiada por los niños". ¿Qué
otra cosa, si no, podríamos leer aquí, donde nada nos aplasta con una perfección
prestada, donde se nos abren posibilidades de múltiples excursiones por el sentido que
siempre se descuenta inocentemente? ¿Qué más podemos ver sino aquello "cuya
emoción / la Naturaleza no puso / completamente / allí"? ¿No se nos da justamente "la
efímera palabra / que nos descuenta del universo sin que lo sepamos", descontados al
fin del dolor durante los instantes en que la lectura de estos versos nos suspende y nos
devuelve algo que siempre tuvimos?
Memoria
A veces el que escribe queda suspendido en el poema, se entrega a las palabras y las
palabras se le entregan, cree en lo que hace. Tal es la verdad que Borges exigiría de la
poesía. La verdad de un poema se habría originado en cierta relación con el lenguaje
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donde paradójicamente éste pierde su integridad, su aspecto sistemático, deja de ser esa
esfera cerrada de signos que se bifurcan y se entretejen para intuir lo que no se puede
nombrar, lo irrepetible.
Podríamos decir entonces que la verdad del poema se percibe a partir de su travesía
probable entre las sombras de una memoria singular. No porque el poema exprese algún
recuerdo, sino más bien porque su materia fue experimentada como un recuerdo
recuperado, una chispa de memoria que brilla en el reino sombrío del olvido casi
siempre triunfante. ¿Y cómo sería posible ese fulgor, que a veces, como en Dante,
puede ser una luz duradera trabajosamente preparada, hilera de velas encendidas en un
pasillo tan extenso que apenas vemos la curva suave cerrándose en el círculo amplio de
la Comedia? ¿Cómo es posible la verdad de la poesía en la ilusión del lenguaje? Quizá
gracias al verso, al ritmo que corta el sentido para hacernos sentir el costado físico de la
palabra y llevarnos por ello a ese limbo donde, como en el paraíso de Dante, cada
palabra puede ser tocada, recordada, una cosa entre las cosas del mundo y ya no su
explicación ni su esencia. Allí lo singular, lo único de cada ser se revela también en
cada sílaba. Pero el sentido sigue ahí, las ideas que se repiten, las metáforas que se
repiten, cuando el que escribe, el que lee son irrepetibles.
Ningún talismán, diría Borges, ya sea el recuerdo de un verso o la nostalgia de una
voz que insiste en nosotros, podrá salvarnos de la sombra que no podemos nombrar, que
no debemos nombrar. Sin embargo, en el poema queda el rastro de ese anhelo, la huella
de lo único que se perdió con la muerte de alguien; y la poesía está poblada de esos
instantes en que el lenguaje sirve contra el olvido de los que hablan. Leemos
constelaciones de instantes brillando en cada una de las voces que persisten en los
poemas verdaderos. ¿Por qué, aun cuando el olvido llegue para todos, también para los
libros, como no deja de señalar Borges y como ya lo dijera Horacio en la prosaica
Epístola a los Pisones, contradiciendo así su propio Exegi monumentum donde latía un
entusiasmo dictado por el ritmo, por qué en el lenguaje que generaliza, que escamotea y
olvida lo singular, allí donde yo es nadie porque es todos, puede guardarse o darse esa
verdad de la memoria única9
9En el poema "Inventario", Borges escribió: "Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este monumento, / Sin duda menos perdurable que el bronce y que se confunde con ellas." Invirtiéndolo,
? Ciertos poemas de Borges acaso me permitan responder
103
que el verso, en su sentido etimológico de regreso, vuelta atrás, no sólo volvería a la
memoria propia, a lo olvidado en nosotros, sino que también recobraría a los seres del
olvido, a los otros, como esa niña muerta que se lleva a la nada sus posibilidades de
vida en el soneto "En memoria de Angélica":
Con esta flor un porvenir ha muerto
En las aguas que ignoran.
Todos los muertos anónimos laten en el verso, junto con nuestra parte anónima, la
mayor quizá, lo que casi nunca cabe en palabras y que se perdería con nuestra muerte.
"Soy los que ya no son", escribe Borges, y a menudo enumera con absoluta sencillez las
cosas que se perderían al apagarse su memoria personal. ¿Pero no quedan entonces, en
esos versos de ritmo inconfundible, no respiran allí todavía las cosas perdidas, las voces
desaparecidas? A través de una nostalgia por lo olvidado, en ella y contra ella, los
poemas pueden darnos incluso más, incluso el "recuerdo imposible": recordar el amor
que esperamos y no llegó, escribirlo como si lo hubiésemos vivido. ¿Acaso Dante, leído
por Borges, no siente frente a Paolo y Francesca, ante su unión condenada, el amor que
no tuvo, el cuerpo perdido? ¿No recobra entonces el desdén de Beatriz como un signo
propiciatorio? ¿No hace del saludo negado la espera del retorno en el cielo?
"Quizá lo más importante es lo que no recordamos de un modo preciso", dice
Borges. Recordamos hablando, pero en el leve choque contra el corte del verso, la caída
sobre la que no obstante se llega a cabalgar dichosamente, puede surgir eso que el
discurso de la conciencia no reconoce sino como olvidado. Lo olvidado es la materia
del poema porque sería lo desaparecido ya en nosotros, el anuncio por detrás del
lenguaje, golpeando la puerta de las estancias del sentido con la aldaba regular del
verso, de ese olvido definitivo que llamamos muerte. Pero es también la memoria
imprecisa de que no siempre hemos hablado, que hubo una infancia antes de que un
idioma le impusiera sus límites a todo lo que se debe al olvido. De allí, tal vez, la
Borges habría hecho lo mismo que Horacio, sabiendo en su prosa siempre y en sus poemas a veces que todo será olvidado, pero suspendiendo la incredulidad en la alegría del sueño que confía su verdad a otras memorias y acaso a lo imposible, a lo inolvidable. En una entrevista, leemos: "Y esto coincide con lo de Coleridge, que dijo que la fe poética es la suspensión momentánea de la incredulidad."
104
importancia del rostro en la poesía de Borges, ese mapa indescriptible de la propia cara,
que no se busca describir ni trazar, pero que el poema nos devolvería reflejada tal como
el lenguaje, abstracto y repetible, nos confía por su materia arbitraria, en los sonidos y
lo inmemorial de su balbuceo al aprenderlos, la posibilidad de decir parcialmente los
nombres de lo que perdimos. Entonces todo nombre es propio. El nombre propio de
alguien, sonidos que nada significan, pero que son la única definición dada por el
lenguaje a la singularidad de cada rostro, aparece en muchos escritos de Borges como
emblema de esta desesperada búsqueda para recuperar lo que se pierde, lo que
inexorablemente se pierde. Dante perdió a Beatriz, a la chica florentina que paseaba en
el deslumbramiento de un lugar, una calle precisa. "Una sonrisa y una voz, que él sabe
perdidas, son lo fundamental", dice Borges sobre Dante. Las sabe perdidas, pero ahí
están, podemos imaginar esa sonrisa y esa voz perdidas sin cuya nostalgia, sin cuyo
anhelo extremado no existiría el libro que leemos. Podemos sentir su pérdida en nuestra
propia pérdida.
Borges venera en Dante la singularidad invocada, la fe que no se entrega al fracaso
de hacer historia literaria del cual ya se había burlado en "El Aleph": "Beatriz, Beatriz
Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy
Borges." Al final del relato está el olvido, es decir, la literatura, libros para nadie. Pero
en el Paraíso, en la música para todos justamente porque fue para alguien, que la creó
desde su propia nada, Borges puede sentir que "ahí, aureolada, está Beatriz; Beatriz
cuya mirada solía colmarlo de intolerable beatitud, Beatriz que solía vestirse de rojo,
Beatriz en la que había pensado tanto que le asombró considerar que unos peregrinos,
que vio una mañana en Florencia, jamás habían oído hablar de ella, Beatriz, que una vez
le negó el saludo, Beatriz que murió a los veinticuatro años, Beatriz de Folco Portinari,
que se casó con Bardi". Lo que ella era se aleja: "el claro firmamento no está más lejos
del ínfimo mar que ella de él", glosa Borges. Y sin embargo, su cara lo ilumina todo, el
verso existe más allá del olvido, el poema balbucea porque el poeta ha encontrado, ha
visto que cada palabra es un nombre propio, es Beatriz. "Cada palabra es una obra
poética", escribirá Borges en otro lugar. Lo impreciso se vuelve rostro en el sonido de
las palabras. Sólo importa la cadencia del verso que es como el timbre irrepetible de
una voz particular, huella en lo escrito del cuerpo que muere mientras escribe. "Et tout
105
le reste est littérature", como dijo el poeta francés más íntimamente admirado por
Borges.
Pero la condición del reencuentro, la propia cara en el espejo donde se buscaba la
voz del otro, es el olvido, esa selva oscura donde un camino puede comenzar. Por eso
Funes, aquejado de una acumulación infinita de percepciones, se pierde a sí mismo, su
memoria ya no pertenece a un cuerpo mortal. Y en otro cuento, uno de los últimos que
escribiera Borges, titulado "La memoria de Shakespeare", podemos leer que la memoria
de las circunstancias, la suma de las percepciones de una vida no sería más que un
desorden indefinido sin el cuerpo, el deseo. ¿A dónde está la singularidad de
Shakespeare, que no puede ser recuperada por ese erudito del cuento, mágico poseedor
de toda su memoria, sus experiencias, su percepción cotidiana? "Las triviales cosas
terribles que todo hombre conoce", lo olvidable, fue transmutado por alguien en música
verbal, "en versos que no dejarán caer las generaciones". Fue una lucha cuerpo a cuerpo
con el olvido, con la muerte, que ningún recuerdo explica; la fe en lo que hacía no
estaba en su conciencia memoriosa.
En los cuentos de Borges, la última palabra es la del olvido, es decir, del lenguaje. El
laberinto desierto repite sus figuras, sus combinaciones incontables pero no infinitas,
más allá del paso de los hombres, siguiendo en la eternidad su abstracta geometría de
signos que se reflejan a sí mismos. Pero desde su primer libro de poemas, puesto bajo la
advocación del "fervor", impera la fe en que las palabras lleguen a decir lo que perdura,
que hagan perdurar lo perecedero, "el silencio del pájaro dormido", la voz de alguien
que muere. Y por la memoria imposible de lo olvidado, Borges inventa la inmortalidad,
no del que escribe, sino de los mortales, dándole un sentido celebratorio al adagio
griego que decía: "los dioses tejen desgracias para que los mortales puedan cantarlas".
Escuchamos decir a Borges: "Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los
hombres que han muerto antes." Aun cuando no podamos saber más que las
circunstancias de la vida de alguien, aun cuando él mismo sea esas palabras casuales,
ese azar, aun cuando no sepamos "lo que sintió al descender a la última sombra", somos
el otro en el instante recuperado en nosotros por el poema, escrito o leído, da lo mismo.
Ahí está el hilo, el hilo de la poesía que recorre la totalidad del tiempo de la conciencia
humana, que pone su marca de autenticidad, como el cordel rojo en las velas de la
106
armada inglesa, en el lenguaje de los hombres atravesado por la muerte, acribillado de
nada, diría Mallarmé. El lenguaje, la prolijidad de lo real forman nuestro laberinto, pero
al imaginarlo intuimos también que hay un hilo, inaferrable, siempre encontrado,
tocado y perdido "en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se
llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad", según escribió Borges en el último de
sus libros.
Sobre la tela ilimitada del olvido, de las palabras que se olvidan y se repiten, el hilo
de la memoria aparece y desaparece, va de afuera hacia adentro y de adentro hacia
afuera, ¿y dónde estamos cuando aparece ahí el dibujo bordado del poema, dónde
estamos en el ritmo cuando vemos al fin nuestra propia cara?
Cuando Borges aún vivía y escribía, dándome libros nuevos cada año, cometí mi
primer verso, imaginando la tristeza, el desierto de un mundo sin su presencia, anoté
infantilmente "Borges ha muerto, el siglo se termina". Hoy que este verso olvidable
parece cumplirse, ya van más de diez años de congoja no declarada, quizás porque la
felicidad de la lectura sigue imponiéndose y la voz de Borges vive conmigo desde la
niñez y siento que vivirá conmigo siempre. Lo escucho decir: "Al principio debemos
leer el libro con fe de niño, abandonarnos a él; después nos acompañará hasta el fin."
108
La experiencia soberana
Al tratar de pensar la economía no desde el punto de vista de la producción de
bienes, sino desde su destrucción, Bataille incluyó a la poesía entre las formas del gasto
improductivo, sin finalidad, forma que socavaría la supuesta naturaleza comunicativa y
utilitaria del lenguaje. El fin último del lenguaje, y quizá su origen, sería lo contrario de
la comunicación. "El término de poesía", escribe en 1933, "significa en efecto, de la
manera más precisa, creación por medio de la pérdida".
Unas décadas más tarde, Bataille define el aspecto afirmativo de aquello que había
vislumbrado como negatividad y bajo los nombres de gasto, pérdida, sacrificio. La parte
maldita gira entonces en torno al "principio de soberanía". De un punto al otro de la
obra de Bataille, la poesía se definirá siempre de esa manera doble: afirmativamente,
como la palabra soberana por antonomasia, y negativamente, como la pérdida en el
lenguaje y del lenguaje que niega las funciones sociales productivas que comúnmente
se le adjudican.
Me pregunto: ¿qué quiere decir Bataille cuando afirma que la poesía es creación por
medio de la pérdida? Sin duda que tal como las prácticas del gasto improductivo, es
decir, el lujo, el derroche, la guerra, la experiencia mística, el erotismo, se oponen al
orden de la producción de bienes, de la conservación y reproducción mecánicas de la
sociedad, así también la poesía se opondría al orden acumulativo del lenguaje, a la
transmisión de un saber utilizable. La poesía, imponiéndole un ritmo al uso de la lengua
y revelando así el carácter material del lenguaje, la articulación sonora y sin sentido
sobre la que se asienta violentamente el sentido, haría caer de ese modo el velo de la
instrumentalidad de las palabras. En ese lugar acaso inaccesible pero del cual tenemos
noticias de vez en cuando y que Bataille sigue llamando poesía, las palabras dejan de
designar, se dilapidan, se derraman en servicio de un ritmo que no les pide sino el
sacrificio del sentido. Pero, ¿qué sacrifica un poema? Podríamos decir que sólo es
109
representación de la pérdida, gasto meramente simbólico. No obstante, esa
representación tiene consecuencias reales, tiene la eficacia de un acto propiciatorio.
Cuando verdaderamente ocurre, lleva a quien efectúa esa rara actividad inmóvil, esa
creación del máximo de sentido a través de la destrucción parcial del sentido
subordinado al ritmo, a una zona donde sólo puede revestirse de gloria o de ruina,
bañarse en oro o en desperdicios, y quizás siempre una cosa y la otra.
Debemos señalar además que el gasto improductivo, la destrucción gratuita de
bienes, y en el caso de la poesía la dilapidación del bien por excelencia, la pérdida
buscada de la expresión de uno mismo, de la propiedad del lenguaje para darnos un
lugar y un nombre, no son simplemente el reverso de lo útil, del mundo productivo y de
la transparencia comunicativa, antes bien la destrucción es el fundamento y la finalidad
última de la producción. De modo que Bataille podrá decir que una sociedad no vive
para producir los bienes necesarios a su conservación, sino para destruir el excedente y
llegar hasta el límite de la miseria con tal que un símbolo brille un instante antes de la
extinción. Por lo tanto, el valor otorgado a las cosas no estaría en función de su utilidad,
sino de su investidura simbólica que las hace ocasión de gasto. La economía se basa en
el exceso, no en la escasez.
¿Y acaso la literatura, que a nadie sirve, que nadie pide, no expone la
sobreabundancia perpetua del lenguaje, su exceso de representación con respecto al
mundo? Desde Bataille, habría que invertir el principio de la escasez del lenguaje que
en Occidente diera lugar a la idea de una inefabilidad del mundo. No es el lenguaje el
que no alcanza a nombrar, a describir todo lo que hay, sino que todo lo que hay no logra
colmar, darle su trascendencia significativa al infinito exceso de sentido que está en las
posibilidades de cualquier idioma humano. Lo sagrado se hace así en el lenguaje, como
un más allá de lo describible, ante lo escasez de lo que hay para ser descripto. Porque el
crecimiento perpetuo sólo es posible en el exceso de límites que impone el lenguaje, y
cada lengua, cada hablante definido por su vida limitada, cada nombre atravesado por la
pérdida de sentido y que podemos agregar a nuestra utilitaria lista de poetas, vale decir,
negarnos a leer, todo es otra vez limitado, a lo cual el poeta añade su arbitrio métrico o
respiratorio, su limitada invención, y siempre el límite provoca esa ebullición del
sentido, esa fuente que no se agota. Mientras que la naturaleza o el mundo, en su
110
evidente infinitud, en su carácter indefinido, siempre se tornan escasos para el sentido.
Su silencio atestigua que alguna vez la palabra faltó y que siempre puede faltar y que la
mayor parte del tiempo falta, en ese tiempo del trabajo que ignora el gasto, que acumula
sin perder un stock de silencio imitando la disponibilidad muda de la naturaleza.
Hay una soberanía otorgada por el gasto frente a todo lo que sirve. El prestigio es la
forma degradada, vista desde una perspectiva utilitaria, de esa soberanía que cae sobre
el sujeto de un gasto, simbólico o no. Pero la soberanía del que gasta no es un
atesoramiento de valores, sería lo opuesto al prestigio en cuanto que no puede
acrecentarse, se da de una vez y para siempre. Si el prestigio se despliega en el tiempo
siguiendo la línea de formación de una vida y culminando quizá en la suposición
generalizada de cierta sabiduría, la soberanía en cambio reside en una capacidad de
pérdida, en la disponibilidad de la palabra para nada. Y la promesa de la soberanía es la
experiencia del no-saber absoluto. Si el prestigio supone una ventaja en la lucha por el
rango, una salida anticipada en la carrera por el reconocimiento, la soberanía no otorga
ningún abrigo ante la necesidad, no funciona como escudo del nombre propio, antes
bien, escribe Bataille, pone a quien le toca esa suerte "a merced de una necesidad de
pérdida desmesurada". La soberanía exige seguir apostando, seguir destruyendo en el
vaciamiento de las palabras a través del ritmo, que a su vez se va volviendo cualidad
irrepetible, todo lo que se ofrece como contrapartida de los dones sacrificados en
primer término. El prestigio es ganado, pero en el sentido de un rebaño que puede
inmolarse en aras de la soberanía. Esto podría explicar por qué algunos poetas siguen
excavando el sentido, interrogando un ritmo para alcanzar su transparencia en el vacío
del lenguaje que se vuelve simulacro del mundo, un entrechocarse de cosas, por qué
Juan L. Ortiz llega hasta el deshilachamiento de la frase en sus últimos poemas, hasta
esa supremacía del ritmo que quiere ser naturaleza, menos que eso, hebras, ramitas,
gotas de agua en el pasto; o por qué Mallarmé naufraga en la métrica absoluta, lejos de
la ribera del sentido, y lanza entonces su golpe de dados donde estallan las unidades
musicales del verso.
Ahora bien, dentro de las prácticas que Bataille identifica con la función
insubordinada del gasto, a cuyo acceso aspira toda sociedad, cuya promesa justifica la
existencia de una comunidad, y que en nuestro sistema corpuscular se ha convertido en
111
anhelo, miseria y dolor individuales, la literatura puede ser pensada como lujo, juego,
sacrificio, perversión, duelo, espectáculo. En realidad, el hecho de que Bataille prefiera
siempre hablar de poesía indica un rechazo del aspecto institucional que exhibe la
palabra "literatura". Pues si la poesía, etimológicamente, remite a un surgimiento, a algo
que se pone súbitamente en juego, la literatura recuerda la conservación de lo escrito, el
atesoramiento de la biblioteca, es decir, lo contrario del gasto. Por lo tanto, poesía aquí
no debe entenderse como un género literario. Y Proust mostró que la pérdida ocurre en
las formas más variadas del tiempo entre las cuales está la lectura, y que el sacrificio de
sí mismo que implica escribir a partir de allí puede conducir a la aniquilación, la ruina
del cuerpo, la enfermedad y todo lo que no quedará en el libro sino como huella
desafiante de una soberanía alcanzada e intransmisible.
Por otro lado, cuando Bataille señalaba en La noción de gasto, texto del cual
partimos, que el fin último de la economía social no era la producción y
autoconservación sino el gasto, invertía no sólo el pensamiento tradicional de la
economía política, trastocaba además una idea que encuentra quizá su forma
sistemática ya en Platón. Como para todo lo que vale la pena preguntar, surge entonces
una pregunta griega: ¿a qué llamamos el bien para los hombres, el bien común? La tan
célebre como incomprendida expulsión de los poetas de la república ideal esconde tal
vez una respuesta anterior a aquella pregunta que habría fundado el pensamiento
político occidental. No se trata de una exclusión arbitraria, sino que más bien lo
excluido le daría consistencia al conjunto de la comunidad racional. Los poetas no son
allí sino el símbolo del gasto improductivo que se niega en su totalidad. Y si toda
comunidad, en cuanto conjunto, se define por los elementos que no la integran,
podríamos decir que la racionalidad del discurso práctico, la utilidad política,
comienzan con el exilio de la palabra sin propiedad, inoperante y ajena a esa
responsabilidad legaliforme de los que poseen el saber y obran en consecuencia. Incluso
hasta Sartre, quien no podía ver de qué modo contribuiría la poesía a la toma de
conciencia y a la acción políticas, se extendió esta sospecha. Y no porque los filósofos
estén ciegos ante la eficacia de esa representación inconducente, sino porque el discurso
del saber define el conjunto de sus objetos de aplicación mediante la exclusión de lo
imposible. La discusión entre Sartre y Bataille acerca de la figura de Baudelaire, en
112
cuya lucidez desesperada el primero ve una claudicación y el segundo una prueba de la
eficacia no calculable de la poesía, muestra la inversión de la idea del bien que
podemos seguir llamando platónica. Si el bien es lo deseable, como argumenta
Sócrates, lo deseable sería perderse, perder el dominio de sí, caer en el entusiasmo, el
goce. Y no puede ser otro el bien para la sociedad: el goce en la fiesta común. Sólo que
Occidente se dedicará a una vasta empresa de dominio, de saber; y la locura, el crimen,
el éxtasis místico serán definidos e investigados, una y otra vez, para conocer y poseer
el control de los propios actos, el dominio de sí. Y el gasto, reducido a la mezquindad
de un lujo privado, sin peligro, sin otra pérdida que la de aquellos pocos que lo llevan
hasta el fin, se transformará masivamente en horror, mostrará su faz terrible en la guerra
y el exterminio, donde se destruye un excedente cada vez mayor de bienes producidos y
donde se aplica a los individuos, si todavía pueden llamarse así, el rango miserable de la
pieza de recambio.
Sin embargo, lo otro no puede ser expulsado sin la abolición del mismo conjunto
excluyente. Y Platón aún podía describir la eficacia de la poesía, en el Ión, como la de
una cadena magnética. La suerte, o un dios - como quieran llamarlo -, imanta a un
poeta, éste despierta a su vez el entusiasmo de otros y así sucesivamente. De modo que
la poesía, dada de una vez, se engendra en esa manía imitativa, aun cuando nosotros,
desde la invención de la moda que nos dio el nombre de modernos, podamos ver esa
cadena como si un eslabón rechazara el anterior y le demos la apariencia de un
movimiento, de una historia. Platón había percibido entonces algo que Bataille
describirá como el principio del contagio en el gasto. La risa, la excitación sexual, la
destrucción violenta pueden expandirse mediante el contagio. De allí la necesaria
expulsión de los poetas al menos fuera de la academia, ya que la república sólo es ideal,
porque la poesía no enseña, apenas contagia algo. Si la fe en que un concepto sigue
siendo el mismo en sus diversas formas de exposición está en la base de la transmisión
del saber, el poema se expone primero, se obstina en esa exposición anterior a toda
transmisión.
En la modernidad, resulta difícil precisar el lugar reservado a esa soberanía de quien
se dedica a encarnar una representación del gasto, cuando todo parece orientado a la
utilidad práctica de las acciones. Ni el loco está ya poseído por un demonio respetable,
113
ni el criminal ha violado un tabú que lo exilia del género humano pero que quizás lo
acerque a los dioses, ni los sacrificios individuales cargan con el sentido de volver a
unir a la comunidad que ya no los encomienda. Caídos los reyes, últimos representantes
de la soberanía como seres del lujo absoluto, pero que ya mutilaban la parte
excrementicia de lo soberano, la miseria y la ruindad creadas por el mismo movimiento
que aparta al rey de su comunidad, la soberanía del artista, que rechaza toda empresa
útil en cuanto tal, se descubre a cada paso en una estrecha afinidad con la indigencia.
Lo que no significa que el artista en sí mismo tenga algún tipo de cercanía con el
indigente, simplemente pertenecen a la misma zona de improductividad donde se
escarba la basura.
Pero, ¿qué es la soberanía, que es eso que encuentra su ocurrencia en el gasto y que
no puede perdurar más allá de la pérdida misma, que significa esa cualidad imposible
de atesorar, de transmitir? "La soberanía no es NADA", anota Bataille en uno de sus
últimos escritos. Y antes ha dicho: "lo que es soberano no puede venir sino de lo
arbitrario, de la suerte". Si podía pensarse que entre el gasto y la producción se
establecían ciertas relaciones, puesto que se gastan bienes producidos y el gasto le da
sentido a su acumulación, desde que consideramos la insubordinación absoluta de las
prácticas de gasto frente a las acciones tendientes a un fin, la soberanía que deriva de
ellas se encuentra ya tan separada del orden conservador del servicio que instaura otro
tiempo, no la línea de la duración ni el curso del relato que ésta permite, sino el instante
irrepetible, el golpe de suerte. Así los poetas sólo cuentan, con la mímesis y con los
dedos, para alcanzar ese akmé, filo, cumbre, punto culminante de una crisis, para
prepararlo pero también para salir de ese "reino milagroso del no-saber" y no arder
íntegramente allí. La salida es el momento productivo de la poesía, momento servicial y
no soberano, donde se comunica mediante la recuperación del sentido la experiencia
del ritmo que lo había negado.
¿Y qué puede hacer el que lee el poema, llamémoslo crítico, si no poner en crisis
también el acceso y la recuperación que rodean al instante soberano? ¿Buscar acaso su
propia pérdida en la variedad infinita de textos acumulados como bienes para la
lectura? Quizá para la crítica sólo en la máxima variación de los objetos pueda
vislumbrarse lo que le resulta inaccesible, la soberanía, el saber de nada. Nosotros,
114
serviciales y poco soberanos, podríamos entonces reconocer a un crítico por su
disposición constante a perder los objetos adquiridos. El gasto también es el fin último
en ese caso: la destrucción o el abandono de todo lo que parecía transmisible (como
saber) para ponerse en juego y recibir entonces de la suerte una experiencia arbitraria, a
fin de cuentas inutilizable. Buscar el acceso a lo arbitrario sin poder instalarse nunca
allí sería la miseria de la crítica. Pero es igualmente, por la búsqueda misma, y en esto
como la poesía, una promesa de libertad, es decir, de soberanía.
No obstante, si pensamos que en la modernidad la poesía es ya la crítica de la poesía,
si quisiéramos librarnos de esa palabra demasiado rutilante, hay algo en la escritura, un
impulso de liberación que la aleja de la vocación por la lectura. En ésta, la ilusión de
una continuidad de los textos, de lo necesario en lo aleatorio, oculta la proximidad de la
muerte, que es en cambio el intolerable sol negro que no deja de contemplar el poema.
La soberanía con que muere el sentido en el ritmo, para no renacer sino en la veladura
tranquilizadora de la lección, refleja el acto soberano de entregarse a la muerte. Acto
cuya insignificancia lo vuelve jovial y cuyo vacío lo hace emblema del presente más
absoluto. Por esto la poesía no puede convertirse del todo en su crítica, por su convulsa
alegoría del instante presente, donde la poesía leída anteriormente se reduce a lo que
pueda decir ahora, a lo que el instante dicte, y donde la salida del poema no aparece
todavía, no se sospecha siquiera. La crítica, que no puede deshacerse de la historia,
sacrifica el instante leído, revisado, rastreado, a sus reminiscencias de otros presentes, a
sus proyecciones en inciertos mañanas del sentido. De allí que la crítica se sitúe bajo el
manto de lo perdurable y tome entonces el poema, cada vez, como si fuera un
testimonio. Como si cada poeta le pasara un objeto inmemorial del poema que lo
precede al poema que lo seguirá, como si la poesía tuviera un curso. ¿Y no se dio de
una sola vez, no dijo siempre lo que dice, hoy, ya?
En un principio, en cualquiera, se pensó que glorificaba; en un origen, cualquiera, de
lo que nos hace pensar, se supuso que más bien execraba, es decir, sacralizaba. Gloria y
miseria de estar ahí, o acá, hablando, imitando el habla, para rodear eso que no puede
decirse, la certeza de la muerte, un día, cualquiera. Ser uno, y no poder ser más que este
paso, este momento, la risa llorona de poner en otro lado, en las palabras, en la boca, en
los oídos, el pánico y el éxtasis reunidos, el eclipse del plexo solar, el interruptor que
115
nos sacará definitivamente de la noche y del día para hundirnos en esa única metáfora
enigmática, en el sueño sin despertar. Llamarlo eterno sería añadirle una fe que cada
instante desmiente. En ese pánico todo falta, hasta la poesía, pero su ausencia es ya la
experiencia de su retorno inminente, el reinado del instante, la atención. Mirar,
escuchar, leer porque estamos aquí. Escribir porque nada más importa. En el poema, la
rememoración sigue siendo soberana porque no se separa nunca de un origen
involuntario, de un encuentro, presente. La poesía se acuerda de otra cosa para poner en
evidencia que la esencia del presente no está en el lenguaje. La mera repetición de
pronombres y deícticos no alcanza ni a rozar la experiencia del presente, la mortalidad
soberanamente desnuda, cuerpo deseable o repugnante, espectáculo lacrimógeno o
irrisorio.
Seguimos pensando en Bataille, para quien la misma subordinación de la crítica, su
servicialidad la vuelven útil. No económicamente utilizable, depósito de técnicas de
lectura, sino remedio, fármaco para entrar y salir de aquello que no está allí. Por eso
cumple a veces el insidioso papel de hacernos olvidar aquello de lo que habla. "El gasto
es simplemente útil para el acceso al ser", escribió Bataille; para nada más, fundamento
único de la soberanía. El gasto de lenguaje en la poesía permitirá el acceso al ser
hablante, al hecho de que hablemos. La utilidad de la crítica, con su pensamiento
paradójico que apunta al mismo tiempo al gasto y al orden práctico, a la poesía y al
discurso, al presente y a la historia, será curarnos de ese acceso, no sin antes
prometernos una repetición.
¿Repetimos la poesía en cada poema? ¿Nos leemos a nosotros mismos en lo que
leemos? ¿Es idéntico el instante a todos los instantes? Pero si lo preguntamos, ¿no
hemos salido ya del instante soberano, único, mortal? Lo que escribe un poeta no sería
entonces un testimonio, personal o histórico, sino el registro de una voz imposible, el
sonido del instante detenido en un idioma detenido. En el límite y más allá, nada se
mueve, cada lengua es el instante que la eternidad no cambia. Leyendo a un poeta, no
nos remontamos a "su" mundo, a "su" presente, sino que entrevemos una experiencia
originaria que cualquiera tiene, que todos pueden revivir. ¿Cómo decirlo? Pareciera que
empezó en ese único momento, que retorna siempre, en el que aprendimos suficientes
palabras como para tener idea de la muerte, fabricarla como idea para defendernos de la
116
sensación de estar muriendo, guardar la idea como un tesoro, recibir la idea del cielo,
redonda, y partirla en los pedazos de lo que sentimos, una vez, de una vez y para
siempre.
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Idea de la poesía10
Si leyéramos a Hegel, se diría que estamos en una época en que el arte ha muerto. En
el espejo del arte, sólo se refleja su propia imagen. La idea sobrepasa a las palabras y las
deja atrás, en una apariencia de pensamiento que ya no se manifiesta más que de forma
negativa. ¿Qué quiere decir esto? Que la poesía habla de su propia ausencia, que
expresa su origen vaciándolo para poder seguir, perseverar en su ser único. En verdad,
yo vería en ello el fantasma de una nostalgia, el anhelo de un mundo ilimitado donde la
idea y la palabra no se distinguían. Pienso en el poeta Francis Ponge, cuya obra es la
parsimoniosa y desesperada construcción de esta aporía: el mundo de las cosas y el
mundo de las palabras están separados, pero no es una separación originaria, eterna, es
una ruptura, la huella de un acontecimiento, de ese momento en que el nombre dejó de
ser la cosa, y sobre todo dejó de serlo necesariamente. Se trata de un acontecimiento
que para nosotros sólo puede manifestarse como un mito. El mito de la necesidad y de
la naturalidad del significante. ¿Por qué, me pregunto, el árbol debe estirarse en esa "a",
chocar luego contra un obstáculo inaudible cuya huella sería la "r", resolverse al fin en
un gesto de los labios iniciando la "b" hacia el silencio definitivo que la grandilocuencia
de la "o" y la desidia de la "l" preanuncian? Parecerá una pregunta delirante, pero el
verso en la poesía, el ritmo que la organiza, sea cual fuere su naturaleza, matemática,
respiratoria, sintáctica o ideal, representa el intento de volver a alcanzar una
necesariedad que la misma particularidad arbitraria de la lengua estaría negando. Esta
idea de una palabra absoluta, anhelada por la poesía porque es precisamente el lugar
donde se comprueba su inexistencia, su imposibilidad, aparece en gran parte de la
poesía moderna, cuyo punto de partida puede llevar el nombre de Mallarmé; quien
escribió que el verso, que aisladamente no existiría, remunera el defecto de las lenguas
como su complemento superior; pues las lenguas son imperfectas en tanto que muchas,
10Leído ante un grupo de alumnos de Estética en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Córdoba, por una invitación antiplatónica de Diego Tatián.
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faltando la suprema. La diversidad de idiomas en el mundo le impide a cualquiera
proferir vocablos que, de no ser por eso, encontrarían de un solo golpe la verdad
material tal cual. "Mi entendimiento, prosigue Mallarmé, deplora que el discurso falle
al expresar los objetos con toques que les respondan en colorido o en ritmo, como los
que existen en el instrumento de la voz, en todos los lenguajes y ocasionalmente en uno
mismo".
Sin embargo, también Baudelaire podría ser un punto de partida. ¿Qué otra cosa, si
no el deseo de lo absoluto, es esa búsqueda de eternizar el instante, de hacer que el
presente se vuelva heroico al afirmar su propia fugacidad? Enfrentarse a la fugacidad,
como escribir ante la experiencia de la muerte, son verbos demasiado extraños a lo
realizable como para que puedan asimilarse a la mera novedad estética. No se trata de
un conjunto de intenciones utópicas, sino de la demostración de que la poesía desea
siempre la utopía de su exceso, un exceso incluso en la contención, un exceso de límites
que construye el simulacro de lo ilimitado. A tal punto no es un problema de
intenciones, que la práctica del límite, del corte arbitrario convertido en necesario por
su misma insistencia, implica la supresión del que lo practica. Mallarmé decía que la
escritura era un ritual, tan antiguo como misterioso, pues quien lo realiza íntegramente
se suprime. Ya no habría en ese caso expresión de un sujeto particular, y sin embargo es
a través de la expresión única, hendida por el límite que la desajusta y se le impone
como una necesidad de la que el poeta no podría dar cuenta, es a través de la expresión
anulada por la idea, que finalmente desaparece, en la página hecha, aquel que parecía
sostenerla.
Escuchemos ahora otra pregunta inaudita de Mallarmé: "¿Para qué el prodigio, decía,
de trasponer un hecho del natural en su casi desaparición vibratoria según el juego de la
palabra, sino para que de ello emane, sin el estorbo de una referencia próxima o
concreta, la noción pura?" Montaigne decía, con escéptica perspicacia, que lo que un
siglo busca lo encuentra el siguiente. ¿Habremos encontrado nosotros lo que Mallarmé
buscaba? Dudo que en la modernidad, que Montaigne en cierto modo ayudó a instaurar,
se haya dado alguna vez semejante operación deceptiva. Diría que más bien lo que un
poeta moderno busca queda como soslayado por la otredad de lo que buscará el
siguiente, pero ya no hay encuentro en el porvenir. Montaigne también afirmó que no le
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interesaba la disyunción de la naciente ciencia, la alternativa falsa entre buscar para
encontrar o desistir porque es imposible encontrar, dijo en cambio que pretendía buscar
sin más, devenir, ensayar por todas partes y a través de todos los órdenes. ¿Para qué?
Podríamos contestar que para inventar un infinito llamado Montaigne. O como diría
Deleuze, porque todo gran escritor inventa un infinito que llevará su nombre, aunque su
vida, su experiencia, o acaso sólo su dolor, no quedarán inscriptos allí sino como la
coloración singular, e irreductible a cualquier otra semejanza, de su ínfima infinitud.
Este oxímoron no invoca alguna mística de lo inefable, hablo simplemente de la
tragedia combinatoria. Que las combinaciones del lenguaje sean inagotables, pero no
para el yo. Que el individuo sea casual, pero que se perciba a sí mismo como necesario.
Que la lengua sea arbitraria, pero que para nosotros sea la naturaleza única. Que nuestro
nombre propio sea un destino expropiado quién sabe dónde. Que nuestras palabras
olviden siempre el hecho inadmisible de nuestra próxima muerte. Pero no hay que
olvidar que el yo es un pronombre que no representa nada fuera del lenguaje.
Suprimirse, entonces, ¿no es acaso el eterno retorno de Nietzsche? Dada una serie finita
de elementos, la aparente infinitud de sus combinaciones para el individuo mortal
queda rota por la repentina iluminación, la intuición de que ese número infinitamente
grande de posibilidades, llamémoslas expresivas, tiene un límite, se agotará y
necesariamente deberá repetirse, como nuestra finitud se repite y persevera en su
repetición. Gozamos este instante porque ya lo hemos gozado y lo gozaremos de nuevo.
Pero esta experiencia, o ruptura de la experiencia, ya que nada le reserva a la voluntad
ni a la acumulación de algún saber, no puede sostenerse en la conciencia mortal. Es
desaparecer en el goce. Los poetas modernos tienden a desaparecer escribiendo y la
promesa de felicidad que Stendhal ponía en el arte es también una promesa de
extinción. ¿Por qué escribir en verso, cómo se explica ese gasto de una palabra sin
finalidad, sin utilidad, que a pesar de todo no implica la consecución del placer?
Promesa incumplible, puro gasto o pérdida... ¿Qué pensarían de alguien que se pasara
toda su vida esculpiendo su propia tumba?
Para volver a Hegel, digamos que la promesa cifrada en la poesía moderna es la de
una resurrección que abandone la muerte romántica y su expresión en el yo.
Resurrección que se construirá llevando hasta el límite el proceso negativo y
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especulativo del arte sobre sí mismo. Una resucitación, por así decir, que haría de las
citas del pasado el lugar de una experiencia absoluta: la escritura necesaria del azar de
las lecturas. Un poema moderno niega la existencia misma de la poesía, se asemeja a la
crítica no porque esta última sea "creativa" (la misma poesía ha develado su carácter
recitativo y ha recuperado las técnicas alejandrinas del palimpsesto y el escolio,
negando así toda noción progresiva), sino que la crítica se vuelve poética por ser ella
también una negatividad. El arte por el arte no es un goce del arte sin más, es la
destrucción del arte por la obra de arte; cada poema como acontecimiento único niega
el concepto mismo de poesía, así como cada cuerpo irregular niega el canon de lo
normal. Y sucede que todo cuerpo es irregular, así como todo verdadero poema es a fin
de cuentas antipoético. Parafraseando al filósofo Giorgio Agamben, hay que decir que,
como toda auténtica búsqueda, la búsqueda de la poesía "no consiste en reencontrar su
propio objeto, sino en garantizar las condiciones de su inaccesibilidad". Si la escisión
entre poesía y filosofía, entre palabra poética y palabra pensante, pertenece tan
originariamente a nuestra tradición que incluso Platón podía declararla "una vieja
enemistad", en la modernidad la escisión de la palabra se interpreta en el sentido de que
la poesía posee su objeto sin conocerlo y la filosofía lo conoce sin poseerlo. Según
Agamben, "la palabra occidental está dividida así entre una palabra inconsciente y
como caída del cielo, que goza del objeto del conocimiento representándolo en la forma
bella, y una palabra que tiene para sí toda la seriedad y toda la conciencia, pero que no
goza de su objeto porque no sabe representarlo". Pero en verdad "toda auténtica
intención poética se vuelve hacia el conocimiento, así como todo verdadero filosofar
está siempre vuelto hacia la alegría". Se trata de un lugar común, un lugar ilocalizable,
previo a las diferencias y que las produce, donde lo ideal y lo real aún no han ocurrido.
Pero para nuestra efímera diferencia, su retracción no es indiferente.
Con respecto a esto, hay un poema de Alberto Girri que se titula "A la poesía
entendida como una manera de organizar la realidad, no de representarla", donde se lee
que más allá de la verdad
está el estilo,
perfeccionador de la verdad
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porque en sí lleva
la prueba de su existencia.
Escríbela,
extrae de ese orden,
tus objetos reales,
mayor miseria
que morir o la nada
es lo irreal, lo real sin objetos.
Es el final del poema, cuyo sentido puede relacionarse con la máxima de un poeta que
Agamben transcribe sin nombrarlo: "quien aferra la máxima irrealidad, dice, plasmará
la máxima realidad". El efecto de verdad de un poema, podríamos decir que es el mero
rastro en la lectura de la profundidad y el peligro, de su fracaso en aferrar el objeto.
Cuanto más fugaz, inaccesible y único sea el objeto que se anhela, tanto más se
percibirá la verdad de su movimiento. De allí que el balbuceo frente al objeto ya
ausente pueda volverse un ritmo indetenible, ineluctable en algunos poetas o en algunos
poemas. Y ese objeto inasible en muchos casos no es nada más que la propia voz. ¿Por
qué es imposible que uno mismo se escuche al hablar? ¿Por qué nos está vedado oír el
gránulo de nuestro timbre particular, cuya unicidad impuesta se nos ofrece como un
destino fugitivo? Con una etimología cratileana, si llamamos Cratilo al delirio irónico
de Platón navegando tras la sombra salvaje de los nombres, podríamos postular que la
palabra "timbre", que significa a la vez sello y nota distintiva de una voz, deriva de
Timbreo, uno de los epítetos de Apolo, el dios que protege y a veces fulmina a los
poetas.
En lugar de organizar la realidad de la voz, el poeta contemporáneo Arturo Carrera
por ejemplo, invertirá la fórmula de Girri diciendo que "escribir es desordenar la
irrealidad, representarla". Descomponer el órgano o la cosa que nos impide oírnos, en
lugar de construir lo audible. Negatividad irónica que en la poesía de Arturo Carrera se
muestra como anhelo de la infancia, de la falta de habla que es en verdad la posesión
del lenguaje de la naturaleza, de su voz una y no descompuesta, no distorsionada. El
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primer libro de Carrera, que he citado recién, se titula Escrito con un nictógrafo y tiene
justamente la particularidad de poder leerse como un desmesurado, inacabable escolio a
una frase de Mallarmé. "Lo viste, le advierte Mallarmé a un imaginario interlocutor, no
se escribe luminosamente, sobre campo oscuro, el alfabeto de los astros, solo, se revela
por eso, bosquejado o interrumpido; el hombre prosigue negro sobre blanco". Es decir
que la página blanca, las letras negras, no pueden volverse un simulacro del cielo
estrellado al que invierten. Pero Carrera afirmará lo que allí se niega, en un libro de
páginas negras donde las letras blancas hablarán de la negación, la muerte, la infancia y
la noche; páginas de luto, ya que el lenguaje no puede decir la muerte e instaura su
ocultamiento; páginas que sostienen, mortuorias, el deseo de escribir sobre lo que
sostiene al deseo, un origen insostenible.
Hace poco, me contaron la historia de un ex-músico llamado Pascal Quignard, que
terminó odiando la música y convirtió el odio en la pasión que lo hacía escribir sus
extrañas teorías musicológicas. Una de ellas explicaba por qué las mujeres en la historia
occidental no componían música, sólo cantan o ejecutan, decía que los hombres, al
perder la musicalidad de su voz en la adolescencia, sufren una metamorfosis trágica de
la que nada podrá resarcirlos, y la música que compondrán sería la ortopedia de esa voz
infantil que han perdido para siempre. Así como el ritmo de la poesía intenta vanamente
subsanar todos los fonemas que la única lengua materna ha suprimido. Supongo que
conocerán un viejo experimento lingüístico citado por Jakobson. En distintas partes del
mundo, se grabaron los balbuceos de niños desde los seis meses hasta los dos años, y
siempre, antes de que se cristalizaran en esas vocecitas la lengua, las palabras que
tendrían luego, siempre cada uno había pronunciado todos los fonemas posibles de
todas las lenguas del mundo. La facultad de pronunciar muchos de esos fonemas
quedaba después como obstruida por el aprendizaje de los veinte o treinta que
constituirían su lengua materna. Paul Celan, que es un poeta enigmático para mí, dijo
que "tan sólo en la lengua materna es posible decir la verdad. En una lengua extranjera,
el poeta miente." No quiere decir, creo, que no se pueda escribir en otros idiomas. La
verdad de los últimos poemas franceses de Beckett lo desmentirían. Sino que en el
pensamiento, en el origen del dolor de pensar, hay una lengua única que no se duplica.
Algo que Eliot llamó el pensamiento del Nombre único. La infancia tiene que ver con
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todo esto, está toda allí. Cito de nuevo a Giorgio Agamben, quien afirmó que "nunca el
infante está tan intacto, lejano y sin destino, como cuando, en el nombre, está sin
palabras frente a la lengua". La infancia es un lenguaje que todavía no habla ninguna
lengua. Convertir el "todavía no" en un "nunca" es una vocación secreta de la poesía
moderna. Hacer un lenguaje que nunca hable, una infancia detenida para siempre en su
gorjeo ilimitado, puro acto que no sea la potencia de la madurez. Lo que es también una
ceremonia luctuosa, la veneración de los niños muertos, la edificación de monumentos
a la incesante inminencia.
Siguiendo a Mallarmé, a quien nunca hemos abandonado pues en sus Divagaciones
están fragmentadas como enigmas todas las ideas actuales sobre la poesía, dijo también
que el poeta obedece en parte a un instinto de ritmos que lo elige. Varios ritmos pero
una sola matriz que la voluntad no alcanza a dilucidar. Una idea que desde Platón ha
asumido diversas explicaciones, aun cuando en verdad la así llamada inspiración es en
sí misma una deriva, un deslizamiento de la monstruosa banalidad del asunto. Ante
preguntas tan obvias como: ¿por qué hay verso y no prosa?, ¿por qué hay un poeta equis
y no la nada?; sólo nos queda responder mediante la explicación de lo involuntario. Y
aunque en la modernidad lo involuntario sea ya el objeto inaprensible de una búsqueda
metódica, aun así, ¿por qué un poeta moderno también terminaría valiendo más en
aquello que desborda su método, su sistema de escritura, como si el método tuviera su
verdadera fuente en eso involuntario que parecía inaccesible? ¿Acaso el método, el
estilo, derivan de la supresión de sí mismo? ¿O es el estilo la ascesis que suprime? ¿O
hay algo que suprime al yo al mismo tiempo que lo hace un estilo? Pregunta teológica
por el gran Uno detrás de las diferencias. Lo que en palabras del idealista Schelling se
expresaría así: "¿No es acaso comprensible que aquellos que son aptos para producir
obras bellas sean a menudo los que poseen en menor medida la idea de la belleza y la
verdad, precisamente por estar poseídos por ella?" Dudo que la acusación de
anacronismo pueda soslayar esta cuestión. Sin embargo, creo que tampoco los filósofos
podrían hablar de lo que callan los poetas. Los poetas sólo callan para los filósofos,
pues siempre están diciendo que también los amigos del saber están poseídos por la
idea que no llegan a brindar, mientras que los platónicos seres alados, ligeros, a veces
demasiado volátiles, están poseídos por el anhelo de esa belleza fugaz, corporal, única y
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pasajera, que en el nombre propio los poemas eternizan. Creo que el antiguo poeta
elegíaco Teognis de Megara jugaba con esta operación, cuando le decía a su desdeñoso
amante Cirno que su belleza juvenil existía y seguiría existiendo en los versos que la
celebraban. "Alas a ti yo te he dado", le decía, y luego en el mismo poema:
conservarás entre la gente tu nombre inmortal,
Cirno; y vas a viajar por la tierra de Grecia y las islas,
y a cruzar la incansable alta mar habitada por peces,
sin montarte a lomos de caballos, pues van a llevarte
los espléndidos dones de las Musas de trenzas violeta.
Y para todos aquellos, incluso del mañana, que aprecien
el canto, tú vivirás por igual, en tanto existan la tierra y el sol.
Y, sin embargo, de ti yo no recibo ni un poco de aprecio,
sino que, como a un niño pequeño, me engañas con cuentos.
Y Horacio también advierte esta fuga de los cuerpos al escribir:
Todos estamos sometidos a lo mismo:
se agita la suerte de cada uno
que, tarde o temprano, saldrá de la urna
y nos colocará en la barca hacia el eterno exilio.
O cuando amonesta al joven y hermoso Ligurino que lo rechazaba, y le predice que
cuantas veces te veas otro ante el espejo, dirás:
Lo que hoy anhelo, ¿por qué de joven no lo anhelaba?
Aquí se describe cómo el espejo devuelve ese vacío que invade al cuerpo cual anticipo
siniestro de la muerte. Del mismo modo que la recurrencia de un ritmo en el poema le
devuelve al poeta el vaciamiento de lo decible. Ante ese ritmo que lo elige, decía
Mallarmé, "el poeta no puede dejar de observar una falta de proporción entre el proceso
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desencadenado y el resultado". Esta desproporción debe entenderse no sólo en el
sentido de que el resultado sea escaso frente al proceso, cuyo ausentarse trágico se
volvería infinito, sino también como una desproporción originaria, no cuantificable.
Además de que igualmente el proceso puede ser extremadamente simple, por ejemplo
un procedimiento de recorte y collage de citas en un universo limitado de libros, recorte
incluso hasta la supresión de las propias ocurrencias particulares, y que no obstante de
ese procedimiento en apariencia mecánico (apariencia que resultaría imposible elevar al
absoluto) surgieran resultados brillantes, afirmaciones innegables de una forma rítmica
y un sentido sin fin, hasta el punto de poder tomarse como la expresión más íntima de
alguien obliterado, desaparecido en la letra sin metáfora.
Este último caso entrega todo el abismo especular de su forma a la lectura. Esa
práctica que Mallarmé criptografiaba en infinitivo. Apoyar en el blanco inaugural de la
página la propia ingenuidad, que ha olvidado incluso el título como una voz altisonante
y excedentaria: y luego, ya todo alineado, verso tras verso, en una mínima
resquebrajadura, por todas partes diseminada, una vez vencido el azar palabra por
palabra, indefectiblemente vuelve el blanco, gratuito hace apenas un momento, y ahora
cierto, ¿pero cierto de qué?, sólo para concluir que no hay nada más allá y certificar el
silencio. Juego pudoroso donde la Idea no puede desnudarse del todo, ofreciendo en sus
fragmentos de candor unas efímeras pruebas nupciales.
Un poeta francés contemporáneo, al que supongo mallarmeano, llamado Robert
Marteau, escribió un libro extraordinario sobre la poesía, donde la prosa y el verso se
alternan para organizar a través de su contraste entre reflexiones y poemas la historia de
una desaparición. Lo que ha desaparecido es la musa, una figura gastada y retraída, y el
libro se llama justamente Estudios para una musa. El vacío dejado por esa figura como
emblema de un dictado poético pesa aún sobre los versos librados a su suerte casual.
Marteau querría "contemplar en el más microscópico espejo lo que se tomaba por la
irrealidad del mundo". Contemplación que debería guiarlo "no hasta la morada, sino
hasta el umbral siempre retraído de lo inmemorial". Números, música, pintura, musa,
¿bajo qué formas aparece hoy lo involuntario de un ritmo, ante lo cual el conteo métrico
del poeta se aligera hasta perder toda consistencia? Sólo se percibe allí una especie de
insistencia. Marteau dice que "la poesía hoy puede ser considerada como un refugio", a
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pesar de todas las formas del deshonor que ha experimentado. Pues "sus reglas estrictas,
prosigue, obligan al neófito a no abrir más que caminos perdidos, no obstante el don de
las musas del que se vale para justificar su vida insignificante". Pero la poesía no tiene
ningún propósito, no quiere descubrir nada, pertenece al desvío y a lo imprevisto, sus
caminos no llevan a ningún sitio, "surgiendo a menudo por una breve erupción en una
lengua o la otra, dándole así por unos siglos y no más cierta floración de suprema
armonía de la que vivirá, y que en seguida verterá mutilada en la mutación de los
idiomas". Más allá de las lenguas, dice Marteau, sólo las musas garantizan ese soplo
sonoro que hace que una lengua acceda por un instante a su eternidad, ciertamente
efímera. "Nuestra naturaleza sabe, según Marteau, que nos alejamos de la fuente a la
misma velocidad con que las estrellas huyen y que es ese lapso incesante lo que
intentamos colmar mediante un vacío que aboliendo los intersticios y las rupturas,
prodigiosamente, mágicamente, sin vínculos, nos religaría a la irrupción de música
intemporal en la exacta medida en que ésta no lo es sino porque nace y nació de toda
eternidad". Lo que Mallarmé llamaba dedicar el soplo particular y propio de cada uno a
la Lengua con mayúscula, es en el fondo la misma operación que propone aquí
Marteau, elevada a una segunda potencia, es decir, dedicar la lengua particular y propia
a la eternidad del lenguaje humano, el que a su vez también puede pensarse como
finitud prebabélica consagrada al silencio que vendrá. En unas Notas inéditas,
Ferdinand de Saussure dijo algo válido para los poetas y sus manías, allí escribió:
"cualquiera que ponga el pie en el terreno de la lengua, puede decirse que es
abandonado por todas las analogías del cielo y de la tierra". Pero Marteau aún podría
añadir que la única forma del estudio está en la imposibilidad de la obra definitiva. No
sólo en su origen, en su carácter inacabable, sino también en el germen de la perdición a
la que está destinada. Aferrándose a la lengua y a lo intraducible, la poesía se niega toda
perpetuidad más allá del presente; un presente que leyera cada giro, cada modulación en
su exacta tonalidad local e histórica, y que por lo tanto ni siquiera existe en el preciso
momento en que el poema surge. Por eso la lectura de poemas es una arqueología o una
necrofilia, busca entre las tumbas con la alegría del saqueador y frecuentemente se
acuesta con su horda imaginaria sobre los restos de estatuas irreconstruibles.
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Marteau también afirma que "la poesía es un secreto que en sí mismo no se puede
revelar". Por su parte, el poeta irlandés Seamus Heaney, con un ánimo más
esperanzado, que acaso se deba al verde epíteto de su patria, también pensó que la
poesía era una suerte de excavación, "una concepción de los poemas, según escribió, en
tanto elementos de continuidad, con el aura y la autenticidad de los descubrimientos
arqueológicos, en los que el fragmento encontrado tiene una importancia que no se ve
disminuida ante la totalidad de la ciudad enterrada". Aunque para Marteau, la poesía no
tiene ningún porvenir, ya que avanza de espaldas como todo ángel nuevo. "A veces para
jactarse, ironiza Marteau, incluso en un período de veda, un payaso propulsa sus falsos
pretextos y sus lentejuelas. Luego, todas esas letras empalmadas se pasan de moda. Si
uno pretende hacer del pasado su garantía, se expone a no menos extravíos. ¿Entonces
qué?", se pregunta, ¿qué es la poesía? Pues resulta fácil advertir con Marteau que "no
basta con decir que una cosa es indefinible para librarse a favor del misterio. Por otra
parte, prosigue él, nada tiene tantas reglas y formalidades como la poesía, aun la que se
elabora sin esforzarse en tenerlas en cuenta". ¿Dónde está entonces la poesía?,
añadimos nosotros, y Marteau responde que su lugar podría definirse como un origen y
una nostalgia por lo propio, "algún sitio en algunos, y en todos a pesar de todo, que está
unido a nosotros y con el que queremos - sin quererlo - reunirnos". Es decir, un topos
utópico, un lugar ilocalizable previo a toda ubicación, acaso lo que Platón llamaba la
khôra. Hay allí un espacio inexplorable que la poesía anhela, que según Marteau es
explorado por ella pero como el espacio de "una retracción que se intenta resarcir, con
ánimo enloquecido, en la inaccesible franja del reflujo".
Pero también la poesía puede ser un juego, el juego de la alegría en la verdad,
cuando la palabra se hace cosa, encontrando un motivo contingente y a la vez absoluto
en medio de los signos inmotivados. Un juego cuya gravedad se esconde en el hecho de
que no se basa en cosas preexistentes, sino que más bien fabrica las cosas al ponerlas en
juego. Su efecto sería que los objetos usuales se desvanezcan dejando aparecer la
incertidumbre, la variabilidad que los había constituido. Tras el objeto aparece el vacío,
retraído e inmemorable, al que llamamos cosa pero al que también podríamos llamar
palabra. ¿Qué otra cosa, si no la palabra indiferenciada anterior a las lenguas y a los
vocablos, es lo que el cristianismo llamó el verbo del principio?
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Para terminar, quisiera citar a ese filósofo cuyo pensamiento se vuelve siempre hacia
la alegría del ritmo, único origen. En un fragmento de su inconcluso Philosophenbuch,
Nietzsche escribió: "¿Qué es pues la verdad? Una multitud en movimiento de
metáforas, de metonimias, de antropomorfismos, en una palabra: una suma de
relaciones humanas que han sido poéticamente elevadas, traspuestas, ornamentadas y
que, después de un largo uso, le parecen a un pueblo firmes, canónicas y vinculantes...".
Al preguntarse por la cosa de una lengua, los poetas recuerdan el ornamento contra la
firmeza rígida de los conceptos ya quietos y anuncian su próxima disolución. Más
adelante, Nietzsche agrega que "sólo a través del olvido de este mundo primitivo de las
metáforas, sólo a través del endurecimiento y la cristalización de lo que era en el origen
una masa de imágenes que surgían, en una oleada ardiente, de la capacidad primordial
de la fantasía humana, sólo a través de la creencia invencible en que este sol, esta
ventana, esta mesa son una verdad en sí, en una palabra: sólo porque el hombre se
olvida en cuanto sujeto, y en particular en cuanto sujeto de la creación artística, puede
vivir con un poco de reposo y de seguridad". A tal punto da en el blanco este fragmento
de Nietzsche, que lo único aparentemente cierto detrás de las objetivaciones transitorias
de las cosas, me refiero a lo que él llama "fantasía humana" o simplemente lo humano
puesto en el lugar del sujeto de la creación artística, será lo que la poesía moderna
pretenderá disolver con su ardiente oleaje. Lo que el antihumanismo de Baudelaire
propuso bajo el rótulo del "dandy", la simulación de uno mismo, la repetición, el
desplazamiento antes que la invención. Y según una sentencia de Barbey d'Aurevilly,
podríamos concluir diciendo que el poeta moderno "se elevó al rango de una cosa".
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Divagaciones
La clase media es una alegoría, un personaje melancólico, sentado y con las manos
sobre el regazo, que espera ansiosamente algún gesto de lo alto y que cierra los ojos con
temor cuando escucha los ruidos estentóreos de la multitud, abajo. Sin embargo, esa
división de un emblema de tres partes adquiere su sentido en la unidad, en el óvalo que
encierra la imagen. Las gradaciones en el rango, productos de la fortuna, no son sino
maneras de encarnar al mismo personaje: el verdugo sometido. Ya Masotta, en su libro
sobre Arlt, decía que la totalidad social se revelaba como un escalonamiento de
verdugos. El punto medio está hecho entonces para todos, puesto que no se puede
imaginar una altura tan grande que no se someta a algo, que no sea servicial, víctima; ni
tampoco una bajeza tal que no encuentre en algún sitio la escena para ser
ocasionalmente verdugo - como Silvio Astier escribiendo su primera obra en la carne
del rengo al que delata.
Ahora bien, el que piensa, el que establece una relación no utilitaria con el lenguaje,
estaría siempre en el medio. Aquí todavía tiene valor aquello de fracción dominada de
la clase dominante, puesto que ya se ha tomado en préstamo esa palabra, separándola
momentáneamente de su uso, para expresar la totalidad, pero esa expresión podrá ser
recuperada para mantener el orden tripartito de la sociedad como unidad, es decir,
escamoteando su carácter trágicamente dividido. Porque a medida que bajamos por la
escalera, el sufrimiento se hace mayor y la melancolía del punto medio choca con el
mero hambre, el peligro de muerte del límite inferior; entonces ya no hay palabras.
Todo lo que llamamos cultura pertenece a la clase media, ya sea como traición o
como esperanza. La traición de elevar, como decía cínicamente Flaubert, al proletariado
a la estupidez de la burguesía, es decir, ilustrar al soberano. Pero también la esperanza
de una comunidad que acaso sólo encuentra sus señales en el lenguaje de la poesía, e
incluso en la poesía moderna, ilegible tanto desde arriba como desde abajo. ¿Qué quiere
decir el poeta chileno Nicanor Parra cuando declara que en el endecasílabo está "el
fantasma de la tribu", el "flujo lingüístico de la clase media"? Nos explica que si el
octosílabo, el metro de la oralidad ágrafa, representaba lo popular, la juglaría, mientras
que el alejandrino era el artefacto del poema escrito, la clerecía, entonces la síntesis
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(8+14=22, dividido 2=11) "pasa a ser el metro no tan sólo de la poesía, sino del habla
española". Y agrega: "Estos no son ni juglares ni clérigos, sino que es el común de los
mortales: una especie de nueva clase sociocultural." Entre el habla y el arbitrio de la
medida fluye la promesa de una comunidad sin partes, justamente porque no puede
valerse del sentido, no puede usar el lenguaje como un instrumento, sino apenas, por
instantes, estar en él - que es la etimología del instante.
Estar en el medio como si fuera una felicidad, la suave barbarie del pequeño burgués
satisfecho, contento de saber y de ignorar, reproduciéndose y conservándose, es la
máscara de la traición, pues se delata a quienes están debajo para que sean castigados
por el superior, cerrando la puerta a la pesadilla que siempre recuerda el dolor, viviendo
como si la vigilia fuera todo. Estar en el medio de un túnel cuya salida se espera, como
el poema espera la chispa que brille afuera del lenguaje, en la presencia verdadera,
significa soñar en cada conflicto con la unidad posible, mirar a todos los que hablan
como posibilidades, como salidas singulares, ver en cada rostro que no se repetirá lo
irrepetible de la vida particular escandida en esa lengua seguramente hablada más allá
de la muerte propia.
Mallarmé estudió hasta el final, hasta lo indecible, esta promesa de felicidad que la
clase media disfraza de imposible. ¡Tantos poetas de clase media, cultivados como
plantitas en el dolor, en la contemplación de lo codiciable, en el temor de la indigencia!
Tántalos minúsculos que deberán entregarse a la indigencia de la palabra ausente para
poder codiciarlo todo. Mallarmé: "satisfacer cierto singular instinto de no poseer y de
sólo pasar". Y ante el cuerpo del pobre reducido a su fuerza de trabajo, como un animal
al que apenas se le concede el tiempo del descanso, no una fiesta: "sufro por mi
mutismo, que se mantiene indiferente, que me hace cómplice". ¿Acaso se puede hablar,
meramente? "Un contacto puede, me temo, no intervenir entre los hombres". ¿Qué hace
la poesía? ¿Es visible esa indigencia de una palabra que se gasta en nada? ¿Les da a
ellos, trabajadores, trabajados por la instrumentalidad que los mata y los reemplaza sin
huellas aparentes, un sueño que no se parezca al opio donde intentaron liberarse del
dolor? "Tristeza de que mi producción sea, para ellos, por esencia, como las nubes del
crepúsculo o las estrellas, vana." Tal vez, a la salida del túnel, todos podrán leer y
celebrarse. Tal vez ya lo hacen en la embriaguez de alzar un solo segundo los ojos al
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cielo o tocar, en una pausa del martirio, la cabeza inclinada de una flor silvestre, como
si aguardara su decapitación inminente.
La poesía, para el anhelo de redimir quizá algo, necesita de la traición previa,
necesita las treinta monedas que le permitieron aprender a leer y a escribir, cuando la
mayoría era crucificada y lo sigue siendo. Antes que la compasión, dosis tranquilizante
de moral, antes que la construcción de la ciudad ideal, en otro lugar, antes que la
imaginación de un futuro no escindido gracias al orden de una comunidad nueva y
nunca vista, que sólo sirve de pretexto para justificar las aceleraciones de la matanza en
el presente, el poeta de clase media advierte que cualquiera, sólo por hablar, piensa su
poema, el de nadie. "Las constelaciones comienzan a brillar: así desearía que entre la
oscuridad que corre sobre el ciego rebaño, también puntos de claridad, tal pensamiento
hace unos instantes, se fijasen, a pesar de los ojos sellados que no los distinguen - por el
hecho, por la exactitud, para que sea dicho."
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Idea de la crítica
¿A qué podemos llamar "crítica"? De alguna manera toda escritura produciría un
movimiento, una separación con respecto a lo leído. Pero ese desplazamiento también
está contenido en la lectura. Las huellas de la lectura en mí serán no sólo el rastro o la
estela dejados por la distancia que me enfrenta con lo leído, sino también la experiencia
de su proximidad. Roland Barthes decía que la operación de lectura se cumplía
verdaderamente en esos momentos en que el libro nos lleva a levantar la vista de sus
páginas; pensamos entonces en nosotros, pero porque lo que leemos nos ha despertado,
nos ha revelado algo que no estaba allí o que al menos no parecía estar contenido en su
totalidad dentro de las frases que mentalmente recitamos. El registro de esos momentos
en que alzamos la mirada para no contemplar más que una presencia del libro en
nosotros sería entonces la crítica. Hacer crítica sería escribir la lectura.
Pero habría que añadir: ciertas lecturas nos hacen pensar y escribir; quisiéramos
prolongar el impulso de un libro que nos fascina o nos perturba, escribir eso mismo que
leemos. La crítica se arrogaría por lo tanto el valor de enfrentarse a una imposibilidad,
ser el otro, ser lo que leímos. Una extraña fe nos libera momentáneamente de la
incredulidad y confiamos en la esperanza de toda literatura, en comunicar una
experiencia cuya misma unicidad la volvería incomunicable. La experiencia irrepetible
de una lectura ocupa en la crítica el lugar de esa presencia irrepetible que se
manifestaría en la literatura representativa a través de lo que desafortunadamente
seguimos llamando el estilo, cuando quizás debiéramos llamarlo "la voz". Lo escrito,
que desde la antigüedad, desde su origen como obra literaria, pareciera considerarse no
perecedero, "un monumento más duradero que el bronce", decía Horacio,
paradójicamente busca una semejanza imposible con la voz, el timbre perecedero de un
cuerpo mortal. Así también el crítico anhela una semejanza con lo que lee, de alguna
manera se mimetiza con sus lecturas. Roger Caillois contaba que el grado extremo del
mimetismo animal se manifestaba en ciertos insectos que, de tanto querer parecerse a la
hojarasca y al barro inerte que los rodea, se atrofian, se mutilan, producen una necrosis
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de una parte importante de su cuerpo. Mimetizarse implica pues un deseo de
desaparecer en lo imitado. Y tal vez durante mucho tiempo la crítica pareció condenada
a ese destino: callar para que hable lo leído, lo reseñado o lo elogiado.
Ahora, en cambio, podemos afirmar que toda escritura pasa por el umbral de esa
crítica, que en parte se niega a subirse al pedestal secular de la representación de una
voz, pero en parte también se entrega al peligro de su propia palabra. Aunque para
encontrar esta posibilidad de hablar, más allá de los rumores conceptuales que se
repiten por sí solos, deberá reconocer lo que le está dirigido en determinados libros,
reconocer un parecido o construirlo. Walter Benjamin escribió que "la percepción de lo
similar está siempre ligada a un reconocimiento centelleante". Pero fuera de mí mismo,
de aquello que fácilmente podría disolverse en la metafísica de un gusto personal, ¿qué
reconozco cuando leo? ¿Qué movimiento hace que haya libros que verdaderamente
importan? Pensemos nuevamente en el acto de alzar la vista, ¿no significa que la
inusitada libertad de la obra que leo me lleva a contemplar el horizonte cerrado donde
esa promesa pareciera irrealizable? La libertad de la obra, de su forma y su manera de
suscitar una voz o una suma de voces, así como la torsión de sus materiales concretos,
aquello que parece representar, me señalan la falta de libertad de la totalidad. El
impacto nos ha hecho suspender la lectura. En ese instante, en la lectura como
experiencia interior, no vemos el horizonte, el sentido de lo que hemos interrumpido se
interpone como un velo inquietante entre nuestro pensamiento y el mundo cotidiano. La
crítica llega después, y por otra parte siempre es un movimiento a posteriori, casi a
destiempo o, como dirían los franceses, après coup. La crítica aparece cuando el
horizonte cerrado de las determinaciones inmediatas retorna y nos aleja de la intensidad
de la lectura, cuando la falta de libertad termina imponiéndose sobre la promesa libre
que nos fue susurrada por la obra. ¿Qué hacer, entonces, si no intentar recuperar esa
promesa en la escritura crítica? Allí la misma palabra "crítica" adquiere su otro sentido:
es la crítica también de las condiciones que prohíben en el mundo la realización
auténtica de cada singularidad. Es como decir: esto no es lo único posible, tampoco la
literatura como esparcimiento que distrae y tranquiliza frente a la opresión de un
horizonte cerrado es lo único posible, también lo imposible puede ser reclamado por la
experiencia. Lectura y escritura suceden cuando ese reclamo es pronunciado, aunque
134
tácitamente. Sólo la crítica podrá decir lo que las obras reclaman. Y aun cuando en su
carácter casi explícito la escritura crítica parezca abandonar sus posibilidades de
prometer algo más que el discurso explicativo, que siempre justifica la racionalidad de
la opresión, de todos modos se arriesga en esa batalla donde la victoria, si llega, no
podría ser más que pírrica. Si triunfa, habrá perdido quizás gran parte de sus fuerzas,
pero a partir de esos restos, de esas ruinas que deja y preserva, la literatura de lo
imposible, la experiencia interior del instante que nos libera de nuestra claudicante
duración condicionada, podrán encontrar sus materiales, pedazos de mampostería
arrumbada donde pararse a mirar el horizonte para negarlo.
El crítico no puede leerse a sí mismo, puesto que es un producto de su propia crítica.
La operación crítica atestigua que ningún escritor se reconoce a sí mismo, no sabrá
nunca cuál era la verdad de esa promesa que se hizo para entregarse a la escritura. Sólo
el olvido de lo que escribió, pero también de casi todo lo que leyó, le permiten seguir
escribiendo. "Pero a ese olvido, nos dice Maurice Blanchot, al olvido de un
acontecimiento donde ha naufragado toda posibilidad, le corresponde una memoria
desfalleciente y sin recuerdos que acecha en vano lo inmemorial." La escritura sería ese
acecho, si la crítica fuera el cazador y la literatura su presa. Pero en la atención que
desfallece, en ese alzar la vista que nos conduce a lo olvidado a través de un retazo de
memoria recuperada, se comprueba de nuevo que al escribir y al leer somos el bosque,
el cazador y la presa, somos el instante de máxima intensidad en que podemos morir, el
último instante donde todas las imágenes se confirman. Ahí negamos la ganancia y la
pérdida, porque accedemos a una experiencia del gasto y la consumación absoluta. Ahí
negamos el horizonte cerrado, porque entrevemos la inmensidad de la noche estrellada.
La crítica es la condición que combate sin cesar contra las condiciones dadas, es lo
posible que promete lo imposible, es el discurso que sostiene la verdad no discursiva de
la literatura. Georges Bataille diría que la crítica sería la teología frente a la experiencia
mística de la lectura. No un oscurecimiento de la lucidez, sino una aurora que destaca
por contraste la negra felicidad que tanta luz artificial nos niega. Cuanto más se
sometan las obras llamadas literarias a un encadenamiento con lo que hay, tanto más
será la crítica la única escritura de la verdad, no universal, sino para cada uno,
prometida en la palabra y en el centelleo de una voz.
135
Teatro
Empiezo a leer un escrito cualquiera: sin duda, alguien habla en él, si no a través de
él. Aunque la primera persona estuviera ausente, y quizás con mayor razón debido a esa
ausencia, esta descripción de objetos o de seres se me ofrece como emblema de una
subjetividad. Estoy leyendo algo más determinado: cada línea se niega a agotar la
extensión del papel, pero esa economía, que me plantea la pregunta por los motivos que
presiden los cortes de frases, las anomalías lógicas, la escasez de términos, esa
economía, entonces, de una quincena de renglones ocupando el centro de una blancura
excesiva se torna sobreabundante. Cada palabra, cuanto menos, se duplica: es su propio
concepto, algo señalado más allá de sí, y a la vez sus sílabas, consonantes, vocales, que
secreta o visiblemente pueden dar alguna razón para los cambios de línea, para una
puntuación vacilante o inexistente, para un enigma.
Si fracasa, no habla de nada, es simplemente eso que leo, poema que quiere ser
poema, simulacro de procedimientos. Allí hablará entonces un autor, aunque describa
cosas o le ceda por momentos su lugar a otros. Sin embargo, casi todo lo que llamamos
poesía (lírica) se origina en una espectacular construcción del yo, no ese que quiere ser
escritor, sino el que cabalga gloriosamente sobre los lomos de un ritmo que lo
encuentra. ¿Cuál sería entonces la diferencia entre ambas personas? Ninguna es
máscara de la otra, acaso el que habla en el poema verdaderamente logre hacerlo, diga
algo, mientras que el otro, el que quiere usufructuar la plenitud hablada de una
presencia propia del ritmo casi sería mudo, farfulla, mira las cosas, los libros, mide el
tiempo y ni un instante lo libera de sus pesadas faenas. Desafortunadamente, todo
escritor no es sólo una voz de verdad, sino también un miserable autor. Esa es la
pequeña escena de la lírica: por un lado, la naturaleza, la presencia, el deseo, el dominio
(que engendra naturalidad, reconocimiento, encanto y maestría como efectos
respectivos), dados en la escucha del poema; por el otro, el nombre, la biografía, el
tema, la constitución del público, el rencor.
Quizá por mucho tiempo la poesía fue eso, adecuación o combate de un yo frente a
otro, uno que sale de la época y otro que entra o anhela entrar en ella por la misma
136
puerta; en el umbral se saludan. La firma al final del poema es la huella de ese amable
saludo, y también nos gusta saludarla. Pero desde un comienzo, creería que siempre
debió haber dos dentro del poema. Al menos dos, cuya idea, llevada a la conciencia, se
conformaría en la obra dramática. De un coro, digamos que todos los poetas que
conocemos, se separa alguno, dice su parlamento, espera alguna respuesta del pasado o
del futuro, y vuelve a su lugar: forma elemental de un primer teatro imaginario - pero
hay que pensar que al comienzo la literatura no existía, que el coro no pudo ser más que
una agrupación no igualitaria de semejantes, época, clase, tiempo libre y todo lo demás;
por lo tanto, siempre hay distinciones, alejamientos y aproximaciones de cualquiera que
haya encontrado su posibilidad de hablar, en este caso más bien de cantar. Segunda
forma, que podría definir un poema lírico-dramático (definición que estaba en mi
horizonte al empezar estas líneas pero que ahora considero inesencial, pues ni siquiera
los conceptos de lírico y de dramático tienen ya demasiado sentido): en lugar de
pensarme a mí en relación con los otros (vivos, muertos, interlocutores, escritores,
descendientes y antepasados protectores, larvas y lares), pensar, o intentar poner en la
escena del pensamiento a los otros en sí, entre sí, y yo entre ellos. Tener entonces una
mayor conciencia, una transparencia buscada del doble juego del yo, personaje y/o
escritor. Pues habría ya, explícitamente, uno que dice su parlamento, que escucha y que
juzga, pero no mucho más que los otros, y aquel que los escribe a todos, que les pone
las palabras en la boca. Cuando un personaje le dice a otro: "me sacaste la palabra de la
boca", sostiene la demiúrgica ironía de quien le dicta sus frases. Pero algo falla. Todos
los otros, los personajes o personas, hablan con el mismo estilo (y no hay ascesis de
imitación de voces que pueda hacer desaparecer el sello del imitador, de ese y no otro).
De nuevo está el coro, los que hablan en el poema, y el yo, que escribe los parlamentos.
No llegamos a ninguna parte, pero se dio vuelta el escenario. Ahora el coro (época,
tiempo, biografías, bibliotecas, experiencias) está adentro y el yo, el que siempre había
hablado de sí mismo y sus paisajes, sus deseos y raptos, el jinete glorioso del verso
monódico, se ha retirado, casi no actúa, se cansó. Diríamos que se dedica en estos
últimos siglos a escribir incesantemente su despedida de la escena, que no hace sino
empezar, una y otra vez, bajo distintos nombres, La tempestad. Todavía puede haber, y
por suerte hay, Arquílocos y Safos, en la angustia incesante de la palabra acribillada de
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muerte y en la felicidad de lanzarla a pesar de todo, que se enfrentan solos a la
naturaleza (mortal) y al deseo (de vida). Acaso sean los poetas que más me gusta leer,
me dan las notas que necesitaría para los solistas de un conjunto probable, tal vez
incompletable. Pero cada uno de ellos ahora, como cualquiera que se ponga a escribir,
está en el mismo final, tiene por detrás y en el interior del poema un cúmulo de voces
que ha escogido, reunido, escuchado. Un perpetuo escuchar es el origen de su propia
voz. El recuerdo de lo escuchado se traduce en esperanza de ser escuchado. Aunque
nada es tan piadoso como lo cuento, hay una infinita crueldad en el proceso. La piedad
hacia otros no podría salvar a nadie, sacarlo del silencio, sino después de haber ejercido
la más objetiva crueldad, cuya prueba sería justamente que el que escribe, el único que
importa, soy yo. La vanidad apenas puede disimular tanta violencia minuciosamente
propagada desde el núcleo mismo de nuestra crueldad, la mía, que quiere seguir,
perseverar en su ser aunque el mundo desaparezca.
Involuntariamente, me veo en un momento hegeliano, de oficiante fúnebre por
finales, despedidas y otras figuras de un arte en coma. Contra eso, quisiera en cambio
afirmar que en medio de la crueldad y la piedad, como el canto (¡feliz coincidencia!) de
la moneda en cuyas caras están grabadas esas mascaritas de comedia y tragedia,
resplandece una promesa de felicidad. Mientras el poema avanza, la moneda gira sobre
su canto y brilla. Que siempre tenga que caer no me defrauda. Como la seguridad
aterradora de que voy a morir no me impide, antes bien me fuerza a contemplar con
cierta gracia el curioso hecho de estar vivo. ¿No dijo Blanchot en alguna parte que se
escribe para no morir? Y al revés, puesto que se escribe de camino a la muerte, ¿no
imaginaremos entonces, en ese doble del teatro donde todo transcurre, un lugar en el
que cualquiera pueda seguir viviendo, incluso sin nosotros? Que haya otros, siempre.
Que haya uno, alguna vez, que se sirva de esta voz, que nunca fue mía como tampoco
mi nombre lo es.
Y como la plegaria en este caso no tiene destinatario, quisiera traer a este estrado, y
en el papel de epílogo, después de mi salida de escena, al joven Lúkacs (admitiendo que
todos los jóvenes se sienten un poco hegelianos): "a la esperanza y al recuerdo, aunque
como vivencias estén condenadas a permanecer subjetivas y reflexivas, no se les puede
arrebatar la sensación constitutiva de que captan el sentido; son las vivencias más
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Noticia bibliográfica11
"Retrato del artista sublime" se publicó en Nombres, revista de filosofía, Córdoba, Año
V, Nº 6, Julio de 1995.
"Repetición y ambivalencia", en Nombres, Año II, Nº 2, Octubre de 1992.
“La imagen ausente”, en Hablar de poesía, Año IV, Nº 7, Buenos Aires, Junio de 2002.
"Mishima, artífice en un círculo de nieve" se publicó en la revista Tokonoma,
traducción y literatura, Buenos Aires, Nº 4, 1996.
"Sobre lo bello y lo triste", en Tokonoma, Nº 3, 1995.
"Los párpados cerrados", en Tokonoma, Nº 6, 1998.
"El hálito, nuevamente, uno", apareció en Nombres, Año VI, Nº 8-9, Noviembre de
1996.
"Iris de niñas", leído en un acto de presentación de la Obra completa de Juan L. Ortiz,
se publicó en Litoral, revista de psicoanálisis, Córdoba, Nº 23-24, Abril de 1997.
"Elogio del pánico" apareció en la revista Hablar de poesía, Buenos Aires, Año III, Nº
5, Junio de 2001.
"La promesa" es una reelaboración de tres artículos sobre Pizarnik aparecidos en el
diario La voz del interior entre 1991 y 1998.
140
“Insectos, niños, arco iris” apareció en Nombres, Año VIII, Nº 11-12, Octubre de 1998.
"Memoria" se publicó con otro título y traducido al francés por Bernardo Schiavetta en
la revista Poésie 99, París, Nº 80, diciembre de 1999.
"La experiencia soberana" se publicó en Nombres, Año X, Nº 15, Octubre de 2000.
"Idea de la poesía" apareció en El banquete, revista anual de literatura, Córdoba, Año I,
Nº 1, Octubre de 1997.
“Divagaciones”, en revista Lote, Año III, Nº 29, Venado Tuerto, Santa Fe, noviembre de
1999.
“Idea de la crítica”, en revista Lote, Año VI, Nº 67, Venado Tuerto, Santa Fe, febrero de
2003.
11Los datos editoriales de los ensayos que fueron prólogos de libros ya se han indicado.
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Índice
I. Lecciones europeas
Retrato del artista sublime
Repetición y ambivalencia
La imagen ausente
II. El bello Japón y yo
Mishima, artífice en un círculo de nieve
Sobre lo bello y lo triste
Los párpados cerrados
III. El cuenco de plata
El hálito, nuevamente, uno
Iris de niñas
Allá donde alumbra la imagen
Elogio del pánico
La promesa
El deslindado
Insectos, niños, arco iris
Memoria
IV. Lugar celeste
La experiencia soberana
Idea de la poesía
Divagaciones
Idea de la crítica
Teatro
Noticia bibliográfica