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MINISTERIO CRISTIANO <<Portavoces de Vida>> EL CRISTIANO «UNA NUEVA CREACIÓN DE DIOS» José Mª Recuero

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Page 1: EL CRISTIANO

MINISTERIO CRISTIANO

<<Portavoces de Vida>>

EL CRISTIANO «UNA NUEVA CREACIÓN DE DIOS»

José Mª Recuero

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CONTENIDO INTRODUCCIÓN 1. LA REALIDAD DE DIOS..................................................página. 2 LA EXISTENCIA DE UN SER SUPREMO LA CORRECTA CREENCIA EN DIOS EL DIOS OLVIDADO ¿POR QUÉ PERMITE DIOS EL MAL Y EL SUFRIMIENTO? 2. LA BIBLIA: LA REVELACIÓN DE DIOS ESCRITA.....................p. 11 LA FIDELIDAD BÍBLICA LA INSPIRACIÓN DIVINA EL MENSAJE BÍBLICO LA BASE DEL CRISTIANO 3. EL DESTINO DEL HOMBRE....................................................p. 16 EL PECADO DEL SER HUMANO LA CONDENACIÓN LA SALVACIÓN 4. LA OBRA DE JESUCRISTO.....................................................p. 20 LA VENIDA DEL HIJO DE DIOS LA MUERTE DE JESÚS LA RESURRECCIÓN DE CRISTO EL MODELO DE JESÚS EL RETORNO DE JESUCRISTO 5. EL EVANGELIO.....................................................................p. 26 EL MENSAJE DEL EVANGELIO LA LEY Y EL EVANGELIO EL PERDÓN DE LOS PECADOS LA VIDA ETERNA EL NUEVO NACIMIENTO 6. LOS REQUISITOS PARA SER CRISTIANO..............................p. 32 LOS MÉTODOS ERRÓNEOS LAS CONDICIONES PARA SER CRISTIANO 7. LA SALVACIÓN, UN REGALO DE DIOS...................................p. 41 UN REGALO DE LA GRACIA DIVINA UN REGALO DE ALTO PRECIO LA SEGURIDAD DE LA SALVACIÓN UNA PERSPECTIVA CORRECTA 8. LA POSICIÓN EN CRISTO......................................................p. 47 EL VERDADERO CRISTIANO EL ESPÍRITU SANTO LA IGLESIA 9. EL CAMINO DE LA VIDA CRISTIANA......................................p. 51 EL DISCIPULADO CRISTIANO EL FUNCIONAMIENTO DE LA VIDA CRISTIANA LOS OBSTÁCULOS 10. LOS TIEMPOS DEL FIN……………………………………………….…p. 63 LA MUERTE EL JUICIO FINAL LA ESPERANZA CRISTIANA 11. EL ESTADO ETERNO………………………………………………………p.67 CIELOS NUEVOS Y TIERRA NUEVA LOS GALARDONES FUTUROS ESTADO DE PAZ Y FELICIDAD CONCLUSIÓN

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INTRODUCCIÓN

Debido a la imagen tan desfigurada que presenta nuestra Cristiandad en estos últimos

tiempos, se hace cada vez más difícil descubrir la verdad de lo que significa ser cristiano. Si bien las causas de esta deformación son muchas y diversas, entre ellas cabe resaltar las que se derivan de una deficiente y a veces inadecuada formación bíblica y doctrinal. Puesto que la mente del hombre es altamente olvidadiza, con el transcurrir de los años logramos descuidar las enseñanzas más sobresalientes de la fe. Y con el tiempo, adquirimos una configuración muy lejana de aquellos razonamientos bíblicos más esenciales. A decir verdad, nos olvidamos demasiado pronto de los fundamentos de la Salvación, y en ocasiones complicamos nuestra existencia cristiana con extrañas formas de entender la Palabra de Dios.

Por tales motivos ha sido elaborado el presente trabajo, donde se resume explícitamente aquellas pruebas que determinan la autenticidad del cristiano en nuestro ambiguo mundo cristianizado; presentando así los aspectos más relevantes que envuelven el pasado, presente y futuro del verdadero creyente, y destacando el privilegiado estado espiritual que éste posee al ser una nueva creación de Dios…

Como es lógico no se desarrollarán todos los conceptos teológicos susceptibles, pues no es objeto de la presente obra. Existen innumerables ensayos de teología que tratan de forma amplia cada uno de los temas aquí señalados. La finalidad, si bien, es mostrar un compendio de las grandes verdades espirituales que se desprenden de la propia Escritura Sagrada, las cuales nos ayudarán a comprender mejor la maravillosa y sublime posición que el cristiano ha adquirido en Cristo Jesús. Siendo más conscientes de nuestra identidad espiritual, sin duda nos permitirá vivir la experiencia de la conversión a Dios con mayor convicción evangélica. Por ello, se hace indispensable obtener una visión generalizada, pero a la vez precisa, acerca de los argumentos bíblicos que identifican al cristiano como tal.

Es necesario considerar el panorama tan especial de nuestro actual cristianismo, porque la simulación parece ser demasiado perfecta. Así, todo aquel que asuma la condición de cristiano, y por lo tanto participante del reino de Cristo, le corresponde discernir, en la medida de lo posible, aquellos errores que permiten a nuestra Cristiandad mostrarse tan confusa. De la misma forma se extiende esta invitación a toda persona que aun sin identificarse como cristiano, desee buscar la «verdad absoluta» en este mundo de gran diversidad religiosa. En nuestro tiempo son muchos los que se denominan cristianos, es cierto, pero algunos no poseen verdadera conciencia del significado de este hermoso título que se atribuyen a sí mismos. En esta corriente de seudo cristianismo, podemos prever la falsedad que nos rodea en buena parte de nuestros círculos más cristianizados. Sin ir más lejos, hoy algunos predican acerca de la fe, aunque luego muy poca fe logran manifestar en su vida cotidiana; las formas exteriores se relucen muy eclesiales, si bien, en el fondo de su alma parecen no haber encontrado a Cristo. Son muchos los que presumen de conocer la Biblia, sin embargo, son pocos los que desconocen al mismo Dios que la inspiró. Otros, en esta misma línea, alcanzan un gran nivel de formación teológica, pero a la vez les falta el amor del buen Pastor. La verdad es que innumerables son las personas que profesan ser cristianas, pero en realidad muchas de ellas puede que no lo sean.

Dicho esto, no nos concierne juzgar la intención del corazón de ningún individuo, sea éste creyente o incrédulo. Como bien se sabe, el trigo y la cizaña deben crecer juntos (Mt. 13:30). Y si a alguien debemos juzgar, que sea cada uno a sí mismo.

Admitiendo esta premisa, no obstante, en lo que respecta al sentido de nuestra vida aquí en la tierra, también nos interesa distinguir, con el mayor atino posible, lo que se determina falso de aquello que se presume verdadero.

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En definitiva, hacemos bien en reconsiderar nuestra posición delante de Dios, y valorar

adecuadamente el alcance de nuestro compromiso cristiano. Porque, descubriendo las palabras de la Revelación bíblica, podemos asegurar que todo aquel que no tiene a Cristo en su corazón, de ningún modo puede llamarse cristiano.

«Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la Vida».

(1 JUAN 5:11,12)

1. LA REALIDAD DE DIOS LA EXISTENCIA DE UN SER SUPREMO

En primer lugar consideraremos la relación que existe entre el cristiano y la realidad de Dios. Como es de suponer no intentaremos aquí demostrar la existencia de Dios. En esto, todas las personas estamos dotadas con un testimonio interno que ha sido impreso en nuestra conciencia. Y no puede ignorarse, pues Dios ha puesto eternidad en el corazón del hombre, según cita la Biblia en Eclesiastés 3:11; y por si fuera poco, éste disfruta del acceso directo a un inmenso y palpable testimonio externo por parte del Creador, comenzando con la excelente expresión de la propia Naturaleza que nos rodea. Así cita el sagrado texto: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal. 19:1).

Es verdad que la existencia de Dios no puede demostrarse en forma visible, pero lo cierto es que tampoco puede negarse. Siendo así, la generalidad de las pruebas deducibles científicamente, y los argumentos fundamentados en la lógica y la razón humana, apuntan con toda determinación a la presencia de un Ser supremo que ha creado todas las cosas. Además, ante las evidencias, tampoco podemos relacionar su existencia con cualquier ente impersonal o fuerza indeterminada, puesto que sus cualidades expresadas en la propia Creación, se asientan en lo que hoy se conoce como los rasgos de la personalidad: inteligencia, amor, lógica, orden, sabiduría, y otros varios. Por otra parte, si contemplamos con espíritu reflexivo la inmensidad del Universo que nos envuelve, no tendremos por menos que aceptar la intervención de una Inteligencia superior, la cual ha determinado las leyes de la física, y a la vez ha puesto orden, equilibrio, y movimiento constante a nuestro gigantesco espacio cósmico. Una simple mirada hacia las «alturas» nos bastará para apercibirnos de la grandeza e infinitud de nuestro colosal Universo, suministrando éste pruebas fehacientes de una Presencia magna que, entre los distintos actos creadores, ha obrado poderosamente en la formación de nuestro mundo estelar, proporcionando orientación y armonía en el funcionamiento de las estrellas, de los planetas, y demás astros.

Igualmente ocurre al considerar la materia en sus representaciones más simples, como pueden ser el átomo, las moléculas, y demás signos vitales, apreciando que tanto en la investigación del infinito, como en los más asombrosos géneros microscópicos de vida, se evidencian múltiples y admirables formas de existencia que irremediablemente nos llevan a pensar en un Diseñador grandioso y perfecto, cuya Creación no puede ser otra cosa que el fiel reflejo de su infinita sabiduría. Así, y no de otra manera, pareció haberlo concebido el apóstol

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Pablo: «Porque las cosas invisibles de él (Dios), su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo» (Ro. 1:20). No tenemos que ir muy lejos para convencernos de la perfecta creación de Dios. Solamente revisemos algún libro de anatomía humana, y nos sorprenderá ver las grandes maravillas de la complicada máquina (valga la expresión) que conforma el cuerpo humano. Con esta grata impresión, la oración del salmista a Dios no incluyó manual de anatomía para reconocer el prodigio de su propia evolución genética: «Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas» (Sal. 139:16). En esta exploración humana también notaremos, con igual o mayor asombro, la complejidad de la esfera emocional e instintiva del ser humano, así como el gran alcance de sus aspectos psicológicos y espirituales.

Es preciso abrir los ojos con verdadera amplitud mental, pues no parece conveniente desviar nuestra mirada ante las evidencias creadoras propias de un ser Omnipotente, y atribuir a la «casualidad» la grandiosidad de las pruebas visibles que alcanzamos a contemplar. Sepamos, en cualquier caso, que la llamada Generación espontánea, el producto de la Casualidad, o el capricho del Azar, son conclusiones que resultan científicamente insostenibles. Resolvamos con la lógica, pues de donde no existe previamente una fuerza sobrenatural, no puede surgir un estado natural y a la vez tan perfecto, como el que hallamos en el Universo. La Nada no puede engendrar nada. De todas maneras la mayoría de científicos honestos reconocen, en esta materia, la imposibilidad de que la vida se haya originado como un producto casual y repentino.

La verdad es que hay que tener mucha más fe para rechazar, que para aceptar la existencia de un Dios soberano que ha intervenido magistralmente en nuestra hermosa Creación. Pensar que somos resultado del Azar, que nuestro origen y destino es casual, y que más allá de la muerte no existe vida alguna, supone un planteamiento tan desatinado, que parece encerrar la incógnita de la vida en un puro absurdo. Humanamente hablando, se considera mucho más sensato creer que existe una Mano sabia y poderosa que ha originado nuestro mundo, y que asimismo lo sustenta y dirige, que aceptar ser el producto de la Nada, cuyo triste destino sigue siendo la Nada... Y aunque la conclusión expuesta pudiera parecer demasiado simple, es la que razonablemente continúa prevaleciendo inalterable por los siglos.

A saber, el hecho de que se hallen tantas expresiones religiosas en nuestra sociedad, nos indica al mismo tiempo que convive con nosotros la «conciencia universal» de una Realidad espiritual muy superior al hombre. Y esta conciencia, expresada a través de la Historia, se ha hecho manifiesta por millones de personas desde los albores de la Humanidad. Por otro lado, si admitimos la existencia de un Ser todopoderoso, alcanzaremos también a distinguir que Dios es ciertamente único: «Y no hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí» (Is. 45:21). Esto nos lleva a comprender que la aceptación de la existencia de Dios, no significa en ningún modo la obtención de la verdad absoluta. Creer en alguien o en algo a quien atribuimos el nombre «Dios», sin la certeza de que sea el auténtico, representa finalmente creer en una vana y pasajera ilusión. Así, pues, si reconocemos la existencia de un solo Dios verdadero, por consecuencia lógica todo lo demás que se llame «dios» tendrá que ser definitivamente falso. El testimonio de Jesucristo acerca de la vida, remarca esta idea tan precisa: «Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero » (Jn. 17:3).

Visto el repaso general, podemos deducir que aquel que pretenda negar la existencia de un Creador, no está procurando más que la represión de su propia conciencia, y en cualquier caso cerrando el corazón ante las pruebas de un Dios de amor que se ha revelado a los hombres, principalmente por las cosas que se ven. Como bien afirma la Biblia, sólo el necio se resiste en creer esta verdad: «Dice el necio en su corazón: no hay Dios» (Sal. 14:1). Pese a la decisión de algunos por negar la presencia y obra de Dios en este mundo, el argumento que la historia de la Humanidad ha presentado, parece haberse encargado en demostrar lo contrario.

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Y si a ello le añadimos un testimonio especial, que es la Biblia (la Palabra de Dios escrita), nos sentiremos empujados a reconocer la existencia de un Ser supremo, que se ha dignado en mostrar las pruebas tangibles de su gloriosa presencia. Además, todo ello encuentra el punto álgido de manifestación divina en la persona de Jesucristo, quien es la Revelación expresa del mismo Dios hecho hombre.

En lo que a nuestro cristianizado mundo respecta, a menudo se da tan por supuesto la existencia de Dios, que a veces no conseguimos valorar la dimensión profunda y práctica que posee la intervención de nuestro Señor todopoderoso, eterno e infinito, en la vida y las circunstancias que acontecen al cristiano. Éste, con más razón, debe ser consciente cada día y en cada momento, de la presencia y grandeza del Dios vivo que es a la vez Creador, Sustentador y Fuente de vida.

El cristiano existe, sólo porque Dios existe.

LA CORRECTA CREENCIA EN DIOS

Tras lo expuesto anteriormente, podemos afirmar que la gran incógnita de la vida sólo puede hallar su respuesta en Dios. Pero, como hemos dicho, creer en la existencia de cualquier posibilidad que se llame «Dios», sin ser el único y verdadero, supone como resultado lógico aceptar y creer en cualquier dios falso. No se halla término medio: o se cree en el Dios verdadero (que posee existencia en sí mismo), o se cree en la presencia de cualquier dios ficticio fabricado por mano de hombre. ¿Cómo diferenciarlo? Principalmente por las pruebas de la Revelación natural en todo lo creado, a la que agregamos la Revelación especial, como veremos a continuación. En este mismo asunto, algunos aseguran que lo importante es creer, pero a mi manera –según afirman– o a la manera con la que me han enseñado... Quien declare tal cosa, probablemente no ha pensado que la mejor forma de creer en Dios, es haciéndolo conforme a las normas que rigen su voluntad. Parece ilógico querer arreglar un automóvil según nuestros métodos personales, si en tal caso desconocemos el funcionamiento de la mecánica; necesitamos, por lo menos, el manual de instrucciones. También se estima disparatado pretender vivir una ética cristiana a nuestra manera, cuando al mismo tiempo somos ignorantes de la doctrina de Cristo. Y si, tomando el ejemplo anterior, el fabricante ha dispuesto una guía de enseñanza para poder reparar el automóvil, de la misma forma también Dios ha preparado un libro de instrucciones para indicarnos cómo reparar los grandes desajustes de nuestro mundo actual. Bien se sabe que para el cristiano el libro de instrucciones es la Biblia, capaz de iluminar la mente y el corazón de cualquier persona que con sinceridad aprecie la buena y agradable voluntad de Dios. Convencido de ello estaba el salmista: «Lámpara es a mis pies tu palabra y lumbrera a mi camino» (Sal. 119:105).

Siguiendo con el mismo ejemplo, igualmente podemos mostrar gran fe en que el automóvil funcione; pero por mucha fe que se posea, éste no logrará circular si aún continúa estropeado. Tal clase de fe descubierta se construye sobre una evidente falsedad, y por consiguiente no resulta en ninguna manera efectiva. Nos preguntamos, pues, ¿dónde apoyamos nuestra fe? Indudablemente la fe es buena compañera, pero siempre y cuando se sustente en la verdad. Y damos por sentado que solamente esta verdad puede provenir del autor de la verdad, esto es, Dios. Destaquemos el modelo anterior expuesto, pues en muchas ocasiones las propuestas religiosas exigen una fe en ciertas doctrinas de correcta apariencia, pero que de ellas no se desprende la seguridad eterna, ni tampoco proporcionan respuestas certeras a las preguntas últimas sobre la vida.

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Debemos afinar nuestra comprensión espiritual, porque creer no equivale a realizar un asentimiento con la cabeza. No se trata sólo de una presunción intelectual, sino más bien de conseguir un estado interior de seguridad basado en la Verdad absoluta. Y éste se hace posible cuando el hombre halla el verdadero significado de su existencia al obtener esa verdad en el Dios absoluto. Por eso, cada criatura necesita alcanzar, en la esfera del espíritu, un encuentro con su Hacedor. Y para que se produzca este encuentro vital, como es de esperar, la persona debe creer que Dios existe; pues sólo por la fe el hombre puede llegar a conocer al Creador, y de esta forma recibir los beneficios concedidos por su amor. «Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan» (He. 11:6). Lo cierto es que Dios es un Ser accesible y generoso, que en verdad desea ser conocido. Y ciertamente es posible conocerle, y asimismo experimentar su acción poderosa y benéfica… Aunque, por otra parte, el hombre no puede adquirir el conocimiento salvador de Dios por la sola investigación intelectual, pues Dios es infinito y su naturaleza divina trasciende a la propia mente humana. Es a través de la intervención especial de Dios, pues, que el Espíritu enciende la «luz» en la oscuridad de todo corazón sincero. El mismo Dios hace llegar su clara intención por medio de la Palabra escrita: «Para que me conozcáis y creáis, y entendáis que yo mismo soy; antes de mí no fue formado dios, ni lo será después de mí» (Is. 43:10). En lo que atañe a la vida del cristiano, éste no resulta un ser cándido, convencido por cualquier argumento doctrinal. Puede decirse que con el testimonio impreso en su propia conciencia, el creyente en Cristo ha recibido el conocimiento sobrenatural de Dios, ha distinguido la verdad absoluta en este mundo relativo, toda vez que ha experimentado la definitiva reconciliación con el Creador (2 Co. 5:20). Desde esta premisa planteada, tal persona no se ha convertido en cristiana por adherirse a una religión, sino a Dios mismo. «Yo, yo Jehová (la palabra «Jehová» es una transliteración del nombre hebreo de Dios, que significa El Eterno), y fuera de mí no hay quien salve» (Is. 43:11).

En resumidas cuentas, el cristiano es alguien que no solamente ha creído en la existencia de Dios, sino que como debe ser, además ha creído y aceptado su mensaje. Entonces, no basta sólo con creer en Dios, ya que como bien cita la Santa Biblia, «también los demonios creen» (Stg. 2:19). Así, toda persona que anhele conocer a Dios, no debería de creer únicamente en su existencia, sino también en su Revelación, pues de lo contrario daría igual creer o no creer... La verdad debe salir a luz, porque hay un mensaje de vida y esperanza para el ser humano, y así Dios lo ha revelado en su Palabra escrita, y en especial por medio de Jesucristo (aunque de ello hablaremos más adelante).

Concluimos con una definición de orden sencilla y general, afirmando que el cristiano es un ser que ha encontrado a Dios, el Creador y Salvador, a través de la fe. En consecuencia, ha comprobado los beneficios de su gracia, recibiendo el perdón y la salvación revelada en su Palabra fiel; y en esa nueva vida permanece junto a Dios, que se ha convertido en su Padre celestial. De esta manera, persuadido por su cariño paternal, llega a percibir la invisible presencia y confortable cercanía divina, ya que Dios está en él y él en Dios, de quien recibe una fructífera vida espiritual. Empujado por su amor, procura obedecerle en todo, porque se siente hijo querido y logra experimentarlo como Padre bueno. En esta relación fraternal, el cristiano alcanza la paz verdadera con Dios; y con tan placentera sensación procede en la vida diaria, convencido de su nueva y maravillosa condición espiritual. La conciencia de todo verdadero convertido a Dios, se une al sentir del apóstol de Jesucristo, el cual declaró con plena certeza: «Yo sé a quién he creído» (2 Ti. 1:12).

El cristiano no solamente ha creído en Dios, sino a Dios.

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EL DIOS OLVIDADO

Gran parte de nuestro mundo, aun confesando su creencia en Dios, en la experiencia diaria demuestra un sobresaliente ateismo práctico. Y esta carencia real de fe a veces se convierte, paradójicamente, en una excesiva credulidad en todo aquello que no es precisamente la voluntad de Dios: las predicciones astrológicas, la santería, el tarot, y otros elementos esotéricos, resaltan el vacío existencial tan arraigado que alberga el corazón humano. Por lo general, Dios parece ser el gran Desconocido de nuestra sociedad actual (incluyendo a buena parte de nuestra Cristiandad, por cierto). La mayoría de los acontecimientos que nos rodean giran en torno a la figura humana, puesto que el hombre, en su afán de protagonismo, se ha hecho a sí mismo «dios». El egocentrismo parece ser el causante de que hayamos olvidado al Creador. Y el orgullo, como pecado dominante, ha sentado en el trono al «yo» y ha dejado a un lado cualquier posibilidad para la presencia divina. Con talante de incredulidad manifiesta, hemos reemplazado al Dios verdadero por un «dios» que nos satisfaga al momento las necesidades apremiantes de esta vida efímera. Pero muy poco o nada nos importan los asuntos que pertenecen a la eternidad. Esta malsana disposición ha provocado un grave materialismo, instaurando en nuestro siglo la época de «lo instantáneo»; por ello nos preocupa tan poco el futuro. Y este carácter de extrema autonomía, ha degenerado en un fatal «individualismo», en el que estamos todos inmersos. Somos autosuficientes y no necesitamos a nadie superior que nos diga lo que tenemos que hacer. Cada cual vive su vida en un claro libertinaje, ya que no parece existir autoridad suprema a quien finalmente debamos rendir cuentas. Con este panorama, Dios suele quedar abstraído de nuestro pensamiento, debido a que las alternativas que hoy se destacan para sustituir las bendiciones del cielo, son cada vez más variadas y no menos abundantes.

En la misma dirección, algunos defienden su ateísmo alegando que son demasiadas las ocupaciones que nos exige la vida para tener que pensar en Dios y en las serias implicaciones que conlleva los temas de carácter eterno. Pero dicha resolución se desmiente en la práctica, pues hallamos tiempo para todo, inclusive pasatiempos y entretenimientos varios, pero desgraciadamente no encontramos tiempo para reflexionar sobre los propósitos del mundo venidero... No parece ser así en la vida del verdadero creyente, pues la misma Escritura nos advierte que «los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios» (Sal. 9:17).

No pensemos mal, pues Dios no creó al ser humano para abandonarlo a su propia suerte. A pesar de que el hombre se haya olvidado de Dios, con todo y eso, Él no se ha olvidado del hombre. «Entended ahora esto, los que os olvidáis de Dios» (Sal. 50:22). Pese a nuestra indiferencia y alejamiento, todavía se sigue manifestando la maravillosa gracia divina.

Abordemos el tema desde un enfoque positivo, pues son muchos los que han conseguido recuperar la conciencia del Dios verdadero, al tiempo que una percepción adecuada de su presencia. Éstos son los cristianos genuinos, los cuales han sido reconciliados con Dios por medio de Cristo (de ahí la palabra «cristiano»). «Nadie viene al Padre, sino por mí» (Jn. 14:6), declaró el mismo Jesucristo. Gracias a esta mediación, la comunión del cristiano con el Creador permite conservar de forma constante el pensamiento en Él; no siendo un pasado que se olvida fácilmente, sino en todo un presente, que es sustentado por la conexión espiritual que posibilita el Espíritu Santo. La presencia del Espíritu y su poder, ayudan al cristiano a mantener una conciencia permanente de la existencia de Dios y de su cercanía, y sobre todo y lo más importante, de su abundante e infinito amor.

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Visto en el sentido opuesto, el incrédulo camina a espaldas de Dios (no así Dios de él), y

con tal extravío vive ajeno a su voluntad. Y aunque igualmente es favorecido por la acción divina, que nos es común a todos: «llueve sobre justos e injustos» (Mt. 5:45), éste se sitúa fuera de la gracia especial que hace al hombre poseedor de innumerables y ricas bendiciones, las cuales han comenzado a ser aplicadas en el Reino que Jesús vino a instaurar: «He venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn. 10:10).

El hombre ha olvidado a Dios, pero Dios no ha olvidado al hombre. ¿POR QUÉ PERMITE DIOS EL MAL Y EL SUFRIMIENTO?

No se pretende aquí resolver tan alegremente el problema del mal. Sin embargo, es necesario aclarar algunos conceptos básicos que nos permitan obtener una visión apropiada sobre la intervención de Dios en relación con los acontecimientos históricos y temporales. En el mundo

Son muchos los que se preguntan hoy, tal vez para defender su ilógico ateísmo o bien justificar su propia desconfianza: ¿Y qué culpa tiene el hombre de las desgracias de este mundo?

Nuestro punto de partida, para comprender el problema del mal, así como del sufrimiento en nuestro angustiado planeta, reside básicamente en que Dios hizo al hombre libre; y por esta razón tan sencilla, es responsable de su propia vida aquí en la tierra. En su origen, Dios concedió al ser humano todos los recursos necesarios para su completo bienestar, tanto físico como espiritual, además de la inteligencia suficiente para poder administrarse con ecuanimidad. Pese a las facultades recibidas, y haciendo uso de su libre albedrío, el hombre decidió rebelarse contra el Creador: «Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones» (Ec. 7:29). Y así fue como su maldad se hizo evidente, hasta los días de hoy. A partir de dicha rebelión, y por no tener presente la buena voluntad divina, se sucedieron los efectos de la nefasta administración humana... Los resultados negativos son muchos y graves. Cabe mencionar, por ejemplo, la tiranía política de algunos países, la corrupción y el abuso de poder, las injusticias sociales, o la pobreza tan extrema en gran parte de nuestro desdichado mundo; entre otras numerosas adversidades...

De cualquier forma el hombre hoy gobierna los bienes terrenales, y por lo tanto es responsable del bien o del mal. A este respecto, debemos reconocer que en cierta manera el ser humano goza de abundante provisión para que la Humanidad no pase hambre, y asimismo pueda liberarse en buena medida de las desgracias causadas por su propia indolencia. Pensemos bien, el pobre es pobre a causa de que muchos poderosos se han enriquecido injustamente, apropiándose de lo indebido. Igualmente también existen muchos ricos que no comparten, o no lo hacen como deberían, además de administrar mal las riquezas que poseen. Naturalmente de todo ello no podemos hacer culpable a Dios.

La conclusión parece ser manifiesta: muchas de las desgracias humanas resultan del manejo ilegítimo de los recursos existentes. Por consecuencia, la culpabilidad recae en el hombre, como parece evidente, y no en Dios. Así lo reconoce la confesión bíblica: «Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles. No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Ro. 3:12). Si aceptamos que el ser humano ha sido creado en libertad, y con la capacidad para decidir voluntariamente, comprenderemos entonces que Dios no ha fabricado autómatas programados que le sirvan en perfección absoluta con el solo hecho de apretar un

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botón. El hombre no fue creado a modo de títere, sin voluntad propia, que colgado de un hilo es movido a disposición ajena. Percibamos bien la iniciativa de Dios, porque no puede practicarse el amor verdadero, si a la vez no existe la probabilidad de incurrir en desobediencia. El amor no es una opción obligada, sino que responde normalmente a la actitud voluntaria. Por esta razón debe existir la obediencia al mandamiento. Al fin y al cabo la vida representa un gran examen. Nuestro paso por esta tierra certificará la decisión de nuestro amor a Dios, que hoy se contempla como la prueba concluyente que en el mañana determinará nuestra eternidad. En caso de haber superado el examen, el amor será perfecto y ya no necesitará ser probado.

Definitivamente, Dios no es el autor de los males de este mundo. Antes bien, no sabemos de las desgracias que, en su misericordia, ha evitado por medio del control general que mantiene sobre la Historia. Debido a su gran amor, el mal es permitido de forma provisional, puesto que la voluntad del hombre es respetada en libertad. Con esta definición, la infinita paciencia de Dios se sigue mostrando a través de Jesucristo, por quien todavía hoy tenemos la oportunidad de poder conocerle. «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Jn. 1:18). ¿Y qué de las catástrofes naturales, de las enfermedades congénitas...?

La mayoría de los desarreglos que la Humanidad experimenta, son provocados directamente por mano propia, y no de Dios. Y muchas otras causas que parecen ser indirectas, proceden principalmente de nuestra negligencia personal; como también la ciencia al presente parece estar demostrando. Todos tenemos parte de culpa en el proceso de la degradación humana, así como en los desajustes del Medio ambiente. De todas formas, debemos entender que el pecado de Adán alcanzó a la propia creación de Dios, la cual fue puesta al servicio del hombre. Por ello, también existen consecuencias indirectas de su rebelión, que afectó trágicamente a la propia Naturaleza. Éste es, básicamente, el motivo de las catástrofes naturales (terremotos, huracanes, volcanes en erupción, sequías, inundaciones, etc.), así como de diversas enfermedades causadas por malformaciones congénitas, plagas, virus, y otras calamidades que el hombre no puede llegar a controlar en su totalidad... Al igual que el ser humano, también la Creación está disconforme, esperando ser finalmente liberada.

Todos los trastornos serios que nuestra bella Naturaleza experimenta, son muestra evidente de que no anda bien, de que algo ha fallado en su propósito original. Su propia imperfección nos señala la cara amarga de una creación insatisfecha, que gime angustiosamente esperando el día de la Redención (Ro. 8:22). Se ha cometido una injusticia con la creación de Dios... pero el cristiano espera la restauración final de todas las cosas. «Nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 P. 3:13). ¿Por qué no castiga Dios el pecado y la injusticia?

Si estuviera en nuestra mano el poder hacerlo, seguramente acabaríamos de una vez por todas con las injusticias de la vida. Pero no nos precipitemos, porque ¿quién se cree perfecto y no ha cometido nunca pecado? Empleando aquí la misma enseñanza de Jesús, nos preguntamos, ¿quién se atreve a arrojar la primera piedra? (Jn. 8:7). Es verdad, si nos examináramos atentamente, nos daríamos cuenta de que todos somos culpables, en mayor o menor grado, y merecemos ser castigados.

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Con esta orientación planteada, aceptamos que la justicia de Dios es perfecta, y si Él tuviera que terminar con el más insignificante acto de injusticia, y hacer llegar su juicio a todos los rincones del planeta y sobre cualquier sombra de maldad, en estos precisos momentos su escarmiento caería sobre todo ser humano. Tengamos por seguro que nadie saldría indemne del peso de la justicia divina (servidor incluido). ¿Alcanzamos a vislumbrar las consecuencias? Indudablemente la Humanidad entera sería exterminada, pues nadie está exento de cometer error (éste es el sentido original de la palabra «pecado»). Por cierto, recordemos que Dios ya juzgó a la Humanidad enviando el Diluvio universal en los días de Noé, debido a la gran desobediencia e injusticia cometida por aquella corrupta civilización. Pero, al igual que hoy, observamos que también Dios ensanchó su misericordia ofreciendo la oportunidad de salvación. Pese a todo, las páginas de la Biblia revelan que nadie se dignó a creer el mensaje proclamado a través de Noé, sino solamente él y su familia, que por otra parte fueron los únicos que se salvaron del castigo universal.

Al considerar la santa Ley, nos damos cuenta de que si Dios tuviera que juzgar hoy las rebeliones de cada persona, ningún pecado, por más imperceptible que pudiera parecer, pasaría inadvertido a los ojos del Omnipresente. Entonces, ¿qué debemos pensar? Que Dios es amor, y lo muestra alargando el tiempo de su paciencia, para que así el hombre pueda volverse a Él. Nuestro Señor es paciente, y no quiere que nadie perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento, según hace constar su Palabra, en 2 Pedro 3:9.

Para entender (aunque parcialmente) el problema del mal y del sufrimiento humano, es necesario adquirir una visión eterna de los eventos temporales que acontecen a nuestro alrededor, manteniendo unos criterios de análisis según la «perspectiva general» de la Historia, y advirtiendo de esta manera que el mundo presente llegará ciertamente a su fin. Con este enfoque de eternidad, y haciendo uso de nuestra buena sensatez, debemos admitir (sin restar valor a los aspectos temporales) que lo que verdaderamente se considera importante, en última instancia, es resolver el dónde y cómo viviremos nuestra existencia eterna...

Pese al fracaso del hombre, Dios lo tenía todo preparado en su providencia, y por Jesucristo todavía hoy le sigue extendiendo la mano para levantarlo de la postración espiritual en la que se encuentra. La venida del Hijo de Dios facilita la solución al problema del mal, puesto que asumió en su propio ser el castigo de nuestro fracaso. Así es como la justicia de Dios se derramó en Jesucristo, quien pagó en la Cruz por la maldad del ser humano. Hoy, por la fe en esta obra expiatoria, cualquier individuo puede salvarse y por consiguiente llegar a ser cristiano; obteniendo, además, el discernimiento del bien y del mal en su dimensión correcta. Con esta nueva vida en Cristo, animada por Dios mismo, también se recibe la capacidad para procurar que las reglas del bien sean aplicadas; y así, dentro de lo posible, promover una sociedad más justa y perfecta.

Por lo demás, las previsiones futuras de nuestra Humanidad no son muy alentadoras. La maldad está creciendo hacia límites insospechados, y nuestro mundo se parece cada vez más a los días en los que vivió Noé. Pero, lo creamos o no, llegará el día (no muy lejano) en el que por fin la justicia del Altísimo recaerá sobre toda desobediencia; y completado el tiempo establecido por Dios, será recordado el clamor profético: «Sus pecados han llegado hasta el cielo» (Ap. 18:5). Todo hombre puede comprobar que Dios es misericordioso y comprensivo; y aunque al presente no logremos entender bien su manera de proceder, concluimos en que todavía hoy sigue permitiendo la maldad en el mundo. La intención es seguir alargando los años hasta el día del gran Juicio, pues así está escrito: «Él juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud» (Sal. 9:8).

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En la vida del cristiano

No pensemos que el Creador se ha mantenido ocupado en las alturas, indiferente al dolor de sus criaturas. Al contrario, el Todopoderoso está más cerca de los que sufren, y en ninguna manera permanece impasible ante aquellos que se acercan a Él con espíritu contrito y humillado (Sal. 51:17). Dios es bueno, y no deja en momento alguno de ofrecer su consuelo a los que en Él confían. (2 Co. 1:4). No es éste un sentimiento divino teórico, sino en todo práctico; con tal magnitud que el Dios eterno se identificó con el sufrimiento humano, haciéndose hombre en Jesucristo y padeciendo en su carne el castigo de nuestra desobediencia. La predicción profética se cumplió al pie de la letra: «En toda angustia de ellos él fue angustiado» (Is. 63:9). Por tal identificación, Dios entiende como nadie el sufrimiento en su dimensión práctica, y con plena comprensión presta su ayuda a todo aquel que desee recibirla.

Gracias al sacrificio de Jesucristo (el Dios hecho hombre), el cristiano ha logrado acercarse al Creador, resolviendo para siempre su enemistad con Él y alcanzando la provisión de perdón y vida. Por ello, sólo el verdadero redimido tiene autoridad para llamar Padre a Dios, pues la conversión dispone de una cercanía tan considerable, que podríamos calificarla esencialmente de familiar. De esta manera el cristiano obtiene la seguridad de recibir los cuidados paternales de Dios, ya sea en momentos de completo bienestar, o de profunda aflicción. En esa relación paterno-filial, la providencia divina permite orientar la vida y circunstancias del cristiano en la dirección adecuada... Todo es encauzado en forma especial, y los acontecimientos que le sobrevienen se sitúan permanentemente bajo el control del Padre celestial. «¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?» (Lc. 11:11).

Dicho esto, al igual que todo ser creado, tampoco el cristiano está exento de sufrir en este mundo las consecuencias del pecado. Pero, sin embargo, «la perspectiva» con la que vive el grave deterioro físico y espiritual de la Humanidad, es básicamente distinta a la del incrédulo. La dimensión con la que soporta los conflictos personales, familiares o sociales, tiene un sentido presente e igualmente un propósito eterno. El enfoque que posee del sufrimiento, de las enfermedades, de la pobreza, o de cualquier otra calamidad, adquiere un significado muy particular, dado que toda causa de padecimiento terrenal es guiada por Dios para su propio beneficio. Así reza la promesa bíblica: «A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Ro. 8:28). Por lo visto, cada uno de los males que sufre el cristiano fiel, son ordenados por Dios para que éstos finalmente obtengan un efecto positivo. Muchos son contemplados a modo de prueba, la cual permite fortalecer el carácter, madurar el corazón, y sobre todo ejercitar la paciencia, tan necesaria en nuestros días. Todo ello también ayuda al cristiano para que pueda comprender, con mayor realismo, el sufrimiento ajeno. Con esta capacitación, su vida será más consistente, y el mensaje que proclame al mundo más acorde con el corazón y los propósitos de Dios para con esta desdichada generación.

Ciertamente, por muy duras que sean las pruebas, éstas siempre resultan de bendición para el creyente fiel. El tal vive en paz y gozoso, recibiendo constantemente el aliento y la esperanza que le brindan las promesas bíblicas, las cuales refuerzan su seguridad en Dios; y así es como en todo momento se ve cobijado por su protección celestial. Con esta condición tan especial, y aun en medio del sufrimiento, el hijo de Dios mira esperanzado hacia un futuro no muy lejano, donde ya no habrá injusticias, ni hambre, ni guerras, ni dolor... (Ap. 21:4).

Es preciso ajustar bien nuestro punto de vista sobre los asuntos que hemos tratado, porque al fin todo lo que ocurra en la Historia parece unirse para que providencialmente se cumplan los proyectos eternos de Dios.

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Según esta visión última de las cosas, si queremos obtener un criterio correcto sobre las preguntas inicialmente planteadas, deberemos siempre concebir sus respuestas desde una perspectiva eterna. Con ello, el propósito de nuestras conclusiones personales podrá adquirir un sentido completo, un destino final, y una razón de ser. Es el mismo principio de lógica eterna que el Señor Jesucristo enseñó: «Porque, ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?» (Mt. 16:26).

El hombre ha desarrollado su maldad... Dios lo permite.

2. LA BIBLIA: LA REVELACIÓN DE DIOS ESCRITA

En el capítulo anterior reflexionábamos en torno a la existencia de una revelación natural, que el hombre, a causa del pecado, sólo percibe limitadamente. Ahora bien, por voluntad divina, también gozamos hoy de una revelación especial de parte de Dios: las Sagradas Escrituras... No ignoramos, pues, que si el Creador se hubiera abstenido de mostrar su voluntad al ser humano, indudablemente éste andaría en completa oscuridad acerca de los asuntos eternos. Y por mucho que averiguase por sus propios medios, no alcanzaría en manera alguna a comprender los misterios inexpugnables que conciernen a los sublimes proyectos de Dios. Por esta razón fundamental, se hizo necesario determinar por escrito la Revelación divina. Distingamos con claridad, porque si no fuera por la información escrita que poseemos hoy, nuestro desconocimiento de la Historia sería completo. También, de muy poco serviría hoy el testimonio histórico que Dios ha revelado de sí mismo a través de los siglos, si éste no se hubiera logrado redactar. Con tal propósito se escribió la Biblia, el Libro de Dios, para que el ser humano pudiera disponer de la información divina en forma legible.

Entendamos bien el concepto, porque la manera en que el hombre se ha comunicado eficazmente entre sí, ha sido por medio de la escritura; que es donde a la vez se consigue plasmar un mensaje fiel, que no se olvide con el tiempo, sino que éste pueda conservar un carácter firme y permanente. Así que, si la Biblia constituye la revelación de Dios para el hombre, debemos admitir con toda naturalidad, que para poder preservar el mensaje, se hizo obligatorio su registro a través de la palabra escrita.

Sepamos, pues, que la Biblia es como una carta que Dios ha escrito a cada persona en particular. Es el pensamiento divino en forma escrita, y contiene toda la verdad que precisamos saber. Es un tesoro inagotable que el Todopoderoso ha puesto a nuestra disposición, donde revela su propio ser, al tiempo que manifiesta su buena voluntad. No parece nada extraño aceptar que sean muchos los que hoy creen fielmente en el mensaje de la Biblia, y los que por medio de ella han logrado conocer a Dios y a sus designios eternos.

Parece justo señalar, siguiendo esta misma idea, que el cristiano lo es debido al testimonio de Revelación bíblica, puesto que es precisamente donde ha encontrado su propia identidad, aparte del verdadero significado de su existencia. Así, la vida de éste halla su fundamento seguro e inamovible en la Palabra escrita de Dios, siendo para él su única norma de fe y conducta. Al mismo tiempo, se da cuenta de que su experiencia salvadora concuerda exactamente con el mensaje bíblico y salvador. Por tanto, para los hijos de Dios no existe más autoridad que la Biblia, pues no en vano sus firmes palabras se preservan por los siglos recubiertas de un carácter inmutable y eterno: «Mas la palabra del Señor permanece para siempre» (1 P. 2:25). -11-

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LA FIDELIDAD BÍBLICA

No aspiramos aquí a defender la veracidad de la Biblia, ni siquiera a corroborar su sagrado mensaje. La defensa de la Biblia se encuentra en sí misma... Además, visto desde el otro ángulo, el poder argumentar la falsedad de la Biblia constituye una tarea todavía por demostrar. Es cierto que mentes inquietas se han propuesto en descubrir la infidelidad del Libro sagrado; pero, a pesar de los esfuerzos realizados, finalmente han tenido que desistir. Otros, en cambio, han reconocido inevitablemente que la Biblia tenía razón. A saber, pese a todas las rigurosas y arduas investigaciones, no se ha logrado comprobar que los documentos bíblicos contengan falsedad alguna. Más bien parece ser todo lo contrario: cientos de profecías cumplidas y cumpliéndose, incontables promesas alcanzadas, abundantes pruebas históricas, y considerables descubrimientos arqueológicos, confirman fehacientemente la autenticidad de los relatos bíblicos.

De esta forma, los datos contenidos en los documentos sagrados, están suficientemente apoyados por la Historia, por la Arqueología, y también por la Ciencia. Y, por si fuera poco, el testimonio de millones de personas a lo largo de los siglos, ha demostrado que la Biblia es la Palabra fiel y verdadera de Dios. «Porque estas palabras son fieles y verdaderas» (Ap. 21:5), concluye el libro de El Apocalipsis.

Alrededor de cuarenta autores, entre ellos reyes, sacerdotes, profetas, pescadores o campesinos, redactaron sus escritos sagrados en diferentes momentos y lugares de la Historia, y a lo largo de cientos de años; influidos a la vez por diversos ambientes políticos y religiosos. Ellos escribieron cada uno en condiciones muy distintas, proporcionando como resultado 66 libros unidos en un solo tomo, con toda la excelencia del mensaje profético y salvador de Dios; aportando asimismo una perfecta unidad de pensamiento, completamente inalcanzable por la sola mano del hombre. En efecto, esta «unidad» tan precisa que la Biblia presenta en su mensaje, no hubiera sido posible sin la mediación de un acto sobrenatural: una prodigiosa intervención divina que facilitara la coordinación tan admirable que hallamos en los escritos sagrados.

Sepamos cuáles son los datos, porque sólo del Nuevo Testamento existen aproximadamente unos 5000 manuscritos, es decir, copias realizadas a mano de aquellos originales que fueron redactados por los apóstoles y escritores del Nuevo Testamento. Sería casi imposible que coincidieran con el mismo mensaje, frases, y hasta con las mismas palabras, si los textos originales no gozasen de suficiente credibilidad, puesto que fueron copiados en diversos lugares y épocas, y por diferentes personas, con culturas y lenguajes distintos. Ante cuadro tan definido, parece del todo irrazonable contradecir la veracidad de los documentos sagrados... Esta misma conclusión ya fue pronunciada por el salmista en su oración a Dios: «La suma de tu palabra es verdad» (Sal. 119:160).

Incluyendo todas las pruebas incuestionables que se pudiesen exponer, además el cristiano ha logrado experimentar la fidelidad de la Biblia en su propio corazón, comprobando no solamente su veracidad literaria, sino ante todo el poder transformador de su mensaje. Y no es distinta, precisamente, la forma en que también hoy la Escritura es utilizada por Dios para cambiar la vida de muchas personas. Luego, el poder del Espíritu Santo, que emplea su Palabra inspirada, sigue siendo todavía efectivo.

Definitivamente, los cristianos tenemos la seguridad de que la Santa Biblia es confiable, así como sus documentos fidedignos y autoritativos. Si por cualquier motivo, amigo lector, aún no ha comenzado a leer la Biblia, al igual que yo otros muchos le recomendarían que no deje de hacerlo, pues su sola lectura le convencerá por sí misma.

La Biblia es fiel, y hace que el cristiano lo sea también. -12-

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LA INSPIRACIÓN DIVINA

Partimos del requisito mencionado, porque si la Biblia constituye la Revelación especial de Dios, se hizo entonces indispensable su escritura, con el objeto de presentar al hombre el conocimiento exacto de todas las verdades que le eran ocultas. Con esta clara intención se preservó hasta el día de hoy el mensaje celestial, evitando que éste fuera olvidado, se extinguiera, o pudiera ser deformado por las diferentes opiniones humanas.

En relación con el tema, se destacan especialmente dos textos bíblicos que reafirman la autoría divina de la Revelación bíblica. El primero nos muestra que «nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 P. 1:21). Según este versículo, en la redacción de los textos sagrados estuvo la influencia del Espíritu Santo, que bajo su dirección guió a los autores humanos elegidos por Él mismo, para que de modo sobrenatural pudieran registrar el pensamiento de Dios en los documentos originales, sin cometer error alguno. Por todas éstas y otras razones, podemos aseverar que el origen de la Biblia es divino, aunque la intermediación sea humana.

Parece tener bastante sentido aceptar que la Biblia fue escrita por hombres y en el lenguaje de los hombres, porque si en verdad hubiera sido escrita por ángeles, como es natural no entenderíamos nada.

El segundo texto nos aclara que «toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Ti. 3:16). La Escritura Sagrada fue promovida por Dios mismo, y en la medida que supervisó los escritos originales recibieron el soplo divino, permitiendo así que el significado de las palabras pudiera cobrar vida en el corazón del ser humano. Dios es el autor, quien sopló aliento de vida en su Palabra, con el objeto de que todavía hoy el mensaje permanezca vivo y eficaz por la acción de su Santo Espíritu.

Ahora, no deberíamos en ningún modo confundir los términos expuestos. La revelación es el acto por el cual Dios da a conocer al hombre sus verdades ocultas. En cambio, la inspiración facilita el registro en forma escrita de la revelación divina, de manera perfecta y sin error. Y por otra parte también añadimos la iluminación, que es la luz divina recibida para comprender en su dimensión espiritual esa Revelación escrita.

Valoremos en su perspectiva correcta la intermediación celestial en todo el proceso, porque el pensamiento de Dios es perfecto, y si éste se transmitió a través del lenguaje humano, el cual es evidentemente corrupto, se hizo necesario entonces la guía, dirección y supervisión del Espíritu Santo, quien a su vez le otorgó vida al mensaje escrito. A todo ello hay que añadir la acción providencial y milagrosa de Dios, preservando así el mensaje de aquellos primeros escritos sagrados hasta nuestros días.

Si la Biblia representa la Revelación de Dios, sin duda alguna ha tenido que ser inspirada por Él. Sin una intervención milagrosa, parece del todo imposible que se haya logrado escribir tan extraordinaria información, que a su vez gloriosa y verdadera. Así, encontramos en la Biblia una obra divina que ha sido puesta en manos del hombre, para que disfrute con su lectura, y reflexione al mismo tiempo acerca de su valioso mensaje. La inspiración, pues, hace que la Biblia no sea un libro cualquiera, sino el Libro sagrado de Dios.

Una vez aceptada la procedencia de la Santa Biblia, por un lado hallamos en ella un mensaje natural, histórico, sapiencial y literario, que en buena medida todos podemos apreciar y conocer, sin que ello afecte a nuestra vida personal. Pero, no obstante, con esta simple disposición informativa, la Revelación de Dios escrita no tendría demasiada utilidad, ni cumpliría los fines para los cuales fue concebida. Sin embargo, para nuestra dicha, también existe un mensaje espiritual y revelador de las mismas realidades eternas. Y este mensaje especial, a la vez, resulta incomprensible mediante razonamientos naturales, como ya venimos recalcando. Antes bien, porque Dios es el autor, se precisa de la ayuda de su Espíritu Santo para discernir el alcance trascendental de la Palabra escrita. Por ello, no se requiere solamente una aceptación de la verdad bíblica a modo intelectual, sino sobre todo una identificación con su mensaje espiritual. Con esta postura expresada se relaciona al cristiano verdadero.

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Porque la Biblia es inspirada por Dios, posee autoridad de lo alto y se sitúa por encima de toda autoridad humana... Bien podríamos garantizar que no es necesario aportar pruebas para demostrar la inspiración celestial de la Escritura, pues su simple lectura devocional llega a nuestro corazón con el sello inconfundible de la presencia de Dios. El mismo Señor afirmó: «Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (Jn. 6:63).

La Biblia es inspirada por Dios, por eso inspira confianza. EL MENSAJE BÍBLICO

Gracias a la información que ofrece la Palabra de Dios, el cristiano ha conseguido responder a las grandes preguntas vitales que inquietan a buena parte de la Humanidad: ¿De dónde vengo? ¿Quién soy realmente? ¿Qué sentido tiene mi paso por este mundo? ¿Hacia dónde voy después de la muerte? Preguntas que, por otra parte, la filosofía ha intentado resolver durante largo tiempo, pero al parecer con muy poco éxito. Las diferentes ofertas que se han discutido, con un enfoque preferentemente humano, no satisface la gran incógnita de la eternidad, complicando más si cabe la existencia de todo corazón impaciente y desorientado.

La verdad es que si no logramos obtener respuestas acertadas a estos grandes interrogantes, un profundo vacío convivirá con nosotros por el resto de nuestra vida, provocando una permanente insatisfacción existencial, que no podrá ser acallada por las resoluciones filosóficas o religiosas que podamos aceptar con el fin de llenar ese vacío.

Para nuestra esperanza, la Biblia contiene todas las respuestas, pues Dios ha querido revelarlas al ser humano, y así no dejarle con el sabor amargo de la incertidumbre. En esta cuestión, la Biblia representa el Libro de consulta donde cualquier individuo puede encontrar la solución a las difíciles preguntas que nos plantea esta vida tan complicada; además de alcanzar a descubrir los secretos que abarcan los temas de carácter infinito. También puede decirse que más que un conjunto de verdades abstractas, la Biblia nos muestra la actuación progresiva de Dios en el mundo, la ordenación temporal de sus designios eternos, y la aplicación de su providencia en el transcurso de la Historia.

No debemos olvidar, igualmente, que el mensaje de la Biblia resume la historia de la Salvación, y en el centro se halla la persona y obra de Jesucristo como el núcleo que une el pensamiento divino en todas sus páginas. En primer lugar el Antiguo Testamento expone, aparte del relato de la creación, comienzo y desarrollo de la historia, las memorias del pueblo que Dios escogió para venir a este mundo y, en la persona de Cristo, morir por los pecadores, haciendo efectivo el plan de la Salvación diseñado en la eternidad. Así, el Antiguo Testamento representa la profecía, el marco preparatorio, esto es, el escenario de una nación llamada Israel, de donde vino Jesucristo, el Salvador. Por lo demás, la antigua Escritura también nos provee de abundantes principios bíblicos que nos ayudan a comprender mejor el carácter de Dios y su actuación a favor del hombre. De esta manera su historia nos proporciona conocimiento y sus enseñanzas sabiduría.

En los evangelios encontramos el gran acontecimiento de la Redención presentado en la persona y obra de Jesucristo, alcanzando el punto máximo de relevancia con su muerte y resurrección. De hecho, la lectura de los evangelios favorece nuestra comprensión del plan de la Salvación trazado por Dios y cumplido por medio de su Hijo en beneficio del ser humano. Además, también podemos aprender de las enseñanzas directas del Señor Jesús, y contemplar su particular manera de proceder, para así tomar el ejemplo que nos brindó su maravillosa forma de caminar por este mundo.

En el libro de Hechos de los Apóstoles comienza la historia de una nueva etapa: el nacimiento, crecimiento, y expansión de la Iglesia de Jesucristo, que irrumpe en la Historia con un enfoque renovado del reino de Dios. Este libro, desde su desarrollo histórico y doctrinal, se enmarca en una época de transición entre el Judaísmo y el Cristianismo, el cual se va estableciendo progresivamente hasta encontrar su plena consolidación histórica.

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Las cartas del Nuevo Testamento, por otro lado, exponen las doctrinas y pautas de conducta que recibieron las iglesias de entonces (las primeras comunidades cristianas). Es donde se van conformando el conjunto de reglas morales, éticas y espirituales, en función de la enseñanza que Cristo transmitió con anterioridad. Así, pues, la lectura de estas cartas nos ofrecen recomendaciones positivas para la convivencia entre los cristianos, instrucciones espirituales para la confirmación de nuestra fe, doctrina básica para el arraigo de toda confesión cristiana, y advertencias precisas para corregir ciertas conductas impropias que ya se produjeron en las primeras iglesias. Es donde la enseñanza cristiana alcanza su adecuada configuración para la Iglesia de Jesucristo, puesto que en aquellos momentos se hallaba en proceso de confirmación apostólica y doctrinal.

En último lugar se encuentra El Apocalipsis, que pese al énfasis de algunos, no fue escrito sólo con el fin de que conozcamos los acontecimientos futuros. El objetivo principal de este maravilloso libro, también fue el de reavivar la esperanza de una iglesia por aquel entonces grandemente perseguida. En esta línea de pensamiento, el mensaje de El Apocalipsis sigue manteniendo su actualidad; y desde una ordenación simbólica y profética, también nos ofrece datos significativos sobre el transcurso de la Iglesia, y en general de la propia Historia. A la vez, nos descubre la condición presente de la vida en el cielo, y llega a exponer el testimonio de los últimos tiempos y el estado de la eternidad. Con su mensaje esperanzador, el cristiano recibe fuerzas espirituales renovadoras con las que enfrenta el día a día. Así logra vislumbrar el glorioso futuro que, con verdadera expectación, se hace presente en la Palabra impresa divinamente inspirada. «Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron» (Ro. 15:4).

La Biblia es el vínculo perfecto entre Dios y el cristiano. LA BASE DEL CRISTIANO

Visto en parte el propósito bíblico, el cristiano se apercibe con agrado de que sus creencias, posición espiritual, y también su propia experiencia, no surgen de la ficción, sino que todo ello parece acreditarse en el reflejo de la misma Historia... Así es, entre otros muchos escritos de la antigüedad, además de aquellos que son contemporáneos, es principalmente la Biblia la que nos vincula con los orígenes en la historia de otras personas que también disfrutaron de un encuentro con el Creador, y asimismo fueron receptores de la preciosa Salvación. De esta manera comprobamos, con cierta fascinación, que las raíces de nuestra fe y la experiencia de la conversión a Dios, vista por comparación, son afines a la de aquellos primeros cristianos.

Por siglos la Palabra de Dios ha constituido la guía más segura para el ser humano, aunque por lo general haya hecho caso omiso de su mensaje. En el mismo huerto del Edén, hallamos que Adán y Eva debían obedecer a la Palabra divina facilitada en forma de mandamiento: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gn. 2:17). A partir de ese momento Dios ha revelado su voluntad al hombre, bien sea directamente, de forma escrita, por la tradición, o por la misma conciencia. De cualquier manera que a Dios le haya placido comunicarse, el mensaje se ha hecho efectivo hasta hoy en el alma y la vida de cada individuo, por lo cual todos quedamos sin excusa ante la Revelación celestial (Ro. 2:1).

Gracias a Dios en la actualidad poseemos la Biblia traducida a casi todos los idiomas. Es una ventaja que la inmensa mayoría de creyentes disfruta. Aunque, es verdad, a veces no logramos valorar, en su correcta dimensión, este enorme privilegio. Nos olvidamos de que la nueva vida y condición espiritual de los verdaderos cristianos, se produjo al ser «renacidos por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre» (1 P. 1:23). Ciertamente,

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Dios quiso utilizar su Revelación escrita para que, por medio de la acción del Espíritu, conozcamos el mensaje de la Redención. No podemos negar la evidencia, pues incontables son los hombres y mujeres que en todo el mundo, y a través de las épocas, han sido cambiados por el poder de la Palabra. Millones de personas sin rumbo ni esperanza en esta tierra, han encontrado al Cristo vivo gracias al testimonio contenido en las Páginas sagradas... Todavía hoy podemos afirmar que el Evangelio sigue siendo poder de Dios para salvación (Ro. 1:16).

Reiterando lo señalado, reconocemos que la Biblia es la máxima referencia espiritual del cristiano, el cual vive conforme la voluntad de Dios en la medida que la cumple y sigue sus enseñanzas. Es imposible eliminar el mensaje bíblico de la realidad que experimenta el creyente en Cristo, debido a la unión inseparable por la que halla su condición espiritual. En consecuencia, estudia los Escritos sagrados con entusiasmo, sigue sus instrucciones en obediencia, y de esta manera es formado en madurez espiritual.

En definitiva, la Revelación escrita de Dios es el medio que utiliza el Espíritu Santo para guiar y orientar al creyente, toda vez que alimenta su espíritu, reafirma su fe, y conforta su corazón... Dicho de paso, es inevitable indicar que el cristiano debe conformarse a la Biblia y no al revés, como ha ocurrido durante siglos de cristianismo mal entendido.

El cristiano halla las raíces de su fe en la Palabra de Dios.

3. EL DESTINO DEL HOMBRE

El destino del ser humano es uno de los temas que despierta mayor interés entre aquellos que albergan inquietudes espirituales. Se hallan al respecto miles de opiniones sobre este gran enigma, y cada cual parece poseer su particular verdad. Un sinfín de creencias, con diversas formas y múltiples variantes, se pintan de muy distintos colores. ¿Quién, pues, atesora la verdad sobre las respuestas últimas de nuestra existencia humana?

Como las soluciones presentadas parecen ser de lo más variadas, y a la vez muchas de ellas logran contradecirse, no queda más remedio que invalidar los razonamientos humanos como respuesta final. La opinión del hombre sobre su propio destino se presta muy relativa y confusa. Por todo ello, la propuesta que se plantea más natural, se acoge a la misma opinión que Dios tenga sobre el destino de la Humanidad. Resulta una postura sabia aceptar que quien mejor nos conoce es Aquel que nos ha creado, esto es, el Creador. Entonces, admitamos como válido su veredicto para todas las conclusiones a las que podamos llegar.

Seamos prudentes sobre nuestro propio dictamen, y recibamos como mejor guía la presente advertencia bíblica: «No seáis sabios en vuestra propia opinión» (Ro. 12:16). EL PECADO DEL SER HUMANO Creación y trasgresión

Partimos de la base sobre la cual se asienta la vida humana, afirmando que el hombre es creación de Dios, siendo hecho a su imagen y semejanza (Gn. 2:26); entendiendo con ello que existen ciertos atributos de Dios que le fueron transferidos: como la razón, el amor, la inteligencia, la creatividad, la bondad, y entre otros varios también la libertad. En tal caso, sucedió que el hombre hizo uso de esa libertad quebrantando el mandamiento de Dios, el cual consistía en abstenerse de comer el fruto prohibido, según se describe en el relato del Génesis. En aquel momento, obedecer o desobedecer al mandamiento, suponía la prueba de su amor a

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Dios. Seguidamente, al rebelarse, el hombre cayó en pecado y rompió la comunión con su Hacedor. Un enorme abismo espiritual se abrió en el momento, provocando el distanciamiento entre Dios y el hombre. A tal punto que su caída y posterior degradación no sólo fue espiritual, sino también física, hasta el día de hoy. Debido a la determinante separación del hombre con su Creador, el pecado se evidencia en nuestra alma: vivimos alejados de Dios; y también en nuestro cuerpo: por eso enfermamos, envejecemos y morimos.

Adán y Eva, siendo representantes de la Humanidad, dieron la espalda a Dios desobedeciendo a su mandato. A raíz de esta malograda decisión, el pecado se instaló cómodamente en la vida de los primeros padres, y todos los descendientes recibieron como herencia esa inclinación al mal llamada «pecado». Desde entonces el hombre nace por consecuencia apartado de Dios, habitando en este mundo independiente de su presencia e ignorante de su voluntad. «Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Ro. 5:12). La corrupción humana, originada por la rebelión hacia el Creador, es la causante de todos los males que el hombre experimenta. De ahí la importancia que posee la Revelación de Dios escrita, puesto que cuando leemos la Biblia, lo primero que ésta nos presenta es la realidad de nuestro pecado, y asimismo el remedio para evitar sus terribles consecuencias.

Atendamos a la enseñanza bíblica, porque todos somos pecadores, y aunque todavía exista en el ser humano cierta imagen de Dios (desvirtuada) y por lo tanto del bien, la verdad es que se halla en nuestro interior esa fuerte e incontrolable predisposición hacia el mal. El hombre es malo por naturaleza, y peca porque es pecador, sean mayores o menores los delitos cometidos. Algunos desarrollan su naturaleza pecadora con superior maldad que otros, dependiendo de sus impulsos internos, sean físicos o espirituales, e influidos a la vez por el ambiente familiar, social, o cultural en el que vivan.

Valoremos la declaración bíblica, pues el pecado nos hace a todos culpables frente a Dios; y nadie, por muy religioso o moralmente correcto que sea, se podrá justificar delante de Él. Sabemos que todo aquel que infringe un mandamiento de la Ley, se hace culpable del resto, como cita la carta de Santiago 1:10. Así que todos, de una manera u otra, hemos incumplido la Ley de Dios. No pensemos de otra forma, pues según el decreto bíblico, ¿quién puede decir que ama a Dios sobre todas las cosas? (Mr. 12:30). Cierto, ante el primer precepto de la Ley, nadie queda exento de culpabilidad. En un momento u otro de nuestra vida, hemos quebrantado el gran mandamiento divino. Ello muestra, por otra parte, nuestra imposibilidad en cumplir la Ley a causa de la naturaleza caída transmitida por Adán. La declaración bíblica es concluyente: «Por cuanto todos pecaron» (Ro. 3:23).

Dicha esta verdad, todo individuo redimido por Dios adquiere una comprensión adecuada de su ser, no solamente de su creación, sino también de su degradación. En principio, el Espíritu de Dios convenció al cristiano de su miseria moral y espiritual. A continuación, le hizo ver su grave deficiencia para obedecer la Ley divina, y la imposibilidad de alcanzar la salvación por méritos propios. Con esta impresión, pudo reconocer su separación espiritual de Dios, además de apercibirse del Juicio final, y de las secuelas eternas que conlleva rechazar la gracia celestial. De todo ello tomó conciencia el verdadero creyente, en mayor o menor medida, con la ayuda del Espíritu Santo que le reveló su estado delante de Dios.

Ahora bien, gracias a la reconciliación efectuada a través de Jesucristo (1 P. 2:4), toda persona rescatada del pecado ha resuelto estas contrariedades citadas. Por tanto, la nueva criatura en Dios ya no se halla esclavizada por el dominio del mal. La fuerza motora llamada «pecado» ya no tiene autoridad sobre el creyente en Cristo (Ro. 6:14). Aunque, si bien esto es verdad, debemos reconocer que todavía conserva la naturaleza pecadora, por lo que inevitablemente su imperfección sigue con él. Pese a todo, es maravilloso saber que el Espíritu que mora en el corazón le asiste en sus debilidades, y a través de la acción divina logra potenciar su nueva naturaleza en Cristo, por la cual hoy consigue vencer las tentaciones. De esta forma, y en medio de las diversas tensiones espirituales, todo cristiano fiel es santificado en Dios.

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Por lo demás, en lo que se refiere a los tiempos del fin, el verdadero motivo por el que

será juzgada la Humanidad, no se relaciona tanto con el pecado de Adán y Eva, sino con la aceptación o rechazo del mensaje de Jesucristo, quien precisamente vino para solucionar el problema del pecado. Por lo que, mayor pecado supone el poder resolver el problema y no querer hacerlo. «Porque si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis» (Jn. 8:24), afirmó Jesucristo.

El hombre se rebeló, porque fue creado en libertad. LA CONDENACIÓN

Hablar del infierno puede parecer demasiado arriesgado si esta realidad no fuera cierta. Pero si resulta verdad que existe un estado de condenación eterna, no sería prudente pasar por alto este trascendental asunto, pues ciertamente atañe al destino de no pocos hombres y mujeres.

En relación con el tema, nos percatamos con cierta pesadumbre de que para muchos tal reflexión carece de importancia. Pese a toda indiferencia, las páginas de la Biblia confiesan la presencia futura de un «más allá» donde habitarán todos aquellos que han muerto sin Cristo. Si observamos con detenimiento la Revelación bíblica, veremos que en el Antiguo Testamento ya se contemplaba la idea de un lugar apartado de Dios como destino final de los inicuos. En el libro de Daniel, por ejemplo, se nos describe como un estado de vergüenza y confusión perpetua (Dn. 12:2,3). Los Salmos presentan varios textos que hablan del fatal desenlace que le aguarda al hombre malo: «Matará al malo la maldad, y los que aborrecen al justo serán condenados » (Sal. 34:21). «Sobre los malos hará llover calamidades. Fuego, azufre y viento abrasador será la porción del cáliz de ellos» (Sal. 11:6).

Igualmente Jesucristo habló del infierno en diversas ocasiones. A sus discípulos les declaró: «Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno» (Lc. 12:5). Y en su confrontación con los escribas y fariseos, les amonestó de la siguiente manera: «¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?» (Mr. 23:33).

También las cartas del Nuevo Testamento nos descubren la realidad de un lugar de oscuridad, que es el destino de todo aquel que rechaza la gracia de Dios: «Los cuales sufrirán pena de eterna perdición» (1 Ts. 1:8). «Para los cuales está reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas» (Jud. 13). A éstos, se podrían añadir muchos otros pasajes bíblicos que vienen a confirmar la existencia de un sitio designado en la eternidad, reservado para aquellos que se oponen al mensaje de la gracia divina.

Por lo que respecta a la ubicación, deducimos que el infierno será un lugar donde obviamente Dios no estará, y por consiguiente su amor y presencia permanecerán eternamente ausentes. Esto nos lleva a pensar en el estado del alma sin Dios, el cual se describe de diferentes maneras en la Biblia: tinieblas, soledad, angustia, temor, pena, vergüenza, confusión, eterno remordimiento... En definitiva, un periodo sin fin donde la persistente soledad existencial de alma, constituirá el efecto natural de la absoluta separación de Dios.

Pero, no malinterpretemos el amor del buen Padre celestial, porque el infierno no fue preparado para el ser humano, sino para Satanás y los ángeles caídos, según Mateo 25:41. Pese a ello, también representa el destino que le aguarda a todo aquel que rechaza el don de Dios en Cristo Jesús.

En lo que afecta al día de hoy, el infierno se halla de momento inhabitado por ser alguno. Aunque más que un territorio determinado, parece revelarse como la condición del espíritu después del Juicio.

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Sepamos que, según cita la Palabra de Dios, el alma de toda persona que muere sin la

Salvación, es trasladada provisionalmente a una región espiritual llamada «Hades», que es la sala de espera hasta que venga el Juicio. Véase en la Biblia la parábola del rico y Lázaro (Lc. 16:19-31). Después de haber muerto, descubrimos en el pasaje bíblico que el alma del rico se hallaba en tormentos, mientras que el alma de Lázaro permanecía en paz.

Por otra parte, y aludiendo a la justicia perfecta de Dios, sabemos que el grado de condenación no será el mismo para todos, el cual dependerá finalmente de la valoración en el Juicio final de los actos cometidos y las decisiones tomadas por cada persona en particular. «Mayor condenación tendréis» (Mt. 23:14), les dijo Jesús a los representantes religiosos de aquella época.

Una vez hechas estas consideraciones, debemos recibir la buena noticia (el Evangelio) de Salvación, esta es, que Jesucristo sufrió el infierno por todos nosotros... Contemplemos por un momento con los ojos de la fe la Cruz de Cristo, pues un sinfín de sentimientos tormentosos invadieron su alma: angustia, soledad, temor, oscuridad... Toda una experiencia infernal que supuso el precio de nuestros pecados. Así es como gracias a la perfecta obra del Hijo eterno de Dios, el cristiano ha sido librado de este fatídico destino. Por ello, la Biblia garantiza que «ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1).

Por lo visto, podemos asegurar que debido a la terrible condenación de Cristo, el hombre hoy puede alcanzar la maravillosa y eterna salvación. Resulta incomprensible el amor de nuestro Señor, que con incomparable sacrificio soportó el infierno, para que nosotros pudiéramos disfrutar del cielo.

El infierno no fue creado para el hombre, sino para el Diablo. LA SALVACIÓN

Discurriendo sobre la Salvación, algunos se preguntarán: ¿De qué necesita salvarse el hombre? Pues fundamentalmente del fatal destino mencionado; pero también de todas las secuelas procedentes de aquella original enemistad con Dios que se produjo por parte de Adán y Eva. Entre otros muchos factores, podemos mencionar algunos: por ejemplo, nos salvamos de tener que cumplir la Ley de Dios, ya que de cualquier forma estamos imposibilitados (Gá. 3:13). Nos salvamos de la influencia y el apego materialista de este mundo (1 Jn. 2:15); de la esclavitud del pecado (Jn. 8:34); del egocentrismo que nos separa de Dios (Gá. 2:20); de la necedad que nos impide obrar con sabiduría (Pr. 14:18). Nos salvamos de la perdición (Ro. 8:1); del estado caído del alma (Ef. 2:1); de nuestra vana manera de vivir (1 P. 1:18); del temor a la muerte (He. 2:14,15); del poder del mal (2 Co. 4:3,4); de la autoridad del mismo Satanás (2 Ts. 2:9,10); de caer en la tentación (Mt. 6:13)... En definitiva, nos salvamos de todos los efectos procedentes del «pecado original», y asimismo de nuestro alejamiento de Dios. La idea gira en torno a que el cristiano es salvo y se sigue salvando, hasta que finalmente consiga la perfecta salvación (en la eternidad).

En este punto, consideramos la salvación como un estado personal, individual e intransferible, que no se alcanza por pertenecer a una iglesia, a una familia cristiana, o por cumplir con cualquier requisito espiritual u obligación religiosa. Es Dios mismo quien salva, y no existe agente humano que pueda ejercer el acto de la salvación. Así reza el texto bíblico: «Mirad a mí y sed salvos todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios y no hay más» (Is. 45:22). Como podemos notar, la salvación es un asunto entre Dios y cada persona. El pecado ha producido enemistad entre la criatura y su Creador, y por ello todo individuo debe recuperar su amistad con Dios. El hombre está perdido y necesita, sin

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añadiduras religiosas, restablecer la comunión con el Padre celestial, el cual está esperando con los brazos abiertos a todo aquel que se halle perdido para acogerlo en su seno: «Jehová redime el alma de sus siervos, y no serán condenados cuantos en él confían» (Sal. 34:22). De tal modo, la salvación se hace efectiva individualmente cuando el hombre se entrega a Dios arrepentido de sus pecados, en un acto de fe, recibiendo a Jesucristo como su único Salvador y Señor. En ese acto consciente de subordinación a Dios, la persona obtiene el perdón de los pecados y la vida eterna, restituyendo aquella natural relación con el Creador, que por culpa del hombre había sido rota. Debido a la reconciliación con Dios, ya no se contempla la condenación para el cristiano: «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Jn. 5:24). Palabras certeras las del Señor Jesús. Y esta es la dicha de todo cristiano: saber principalmente que ha sido liberado de la condenación, obteniendo la deseada vida espiritual, y logrando así disfrutar junto con Cristo en un permanente estado de libertad.

En cuanto a lo dicho, sepamos que toda persona que muere en paz con Dios, debido a su estado de salvación, pasa directamente a la gloria, a la presencia del Padre. Allí espera su completa redención en plena conciencia, gozando de amplio bienestar y confortable descanso. En cambio, visto desde el otro lado del péndulo, el incrédulo vivirá el estado eterno fuera de la presencia de Dios y de su gloria, como cita Romanos 3:23. Captemos el significado bíblico, pues los dos son pecadores e igualmente culpables, pero a uno se le imputa la justicia de Cristo, por el cual murió, y al otro no, puesto que, siendo más o menos consciente, rehúsa el regalo de la vida eterna ofrecido por Dios en Cristo Jesús.

Sin perder de vista estas breves aclaraciones, seguiremos ampliando el concepto de salvación en los siguientes apartados.

El cristiano sigue siendo un pecador... pero salvado por Cristo.

4. LA OBRA DE JESUCRISTO

Anteriormente reflexionábamos sobre la Revelación de Dios escrita, que es la Biblia, viendo el destino final de la Humanidad que ella misma nos presenta... Ahora corresponde considerar la mayor revelación que existe de Dios en persona: Jesucristo. «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (He. 1:1,2).

Como ya hemos hecho notar, según revela la Sagrada Escritura, todos nacemos pecadores y vivimos apartados de Dios. Por esta razón fue necesario que en representación de la Humanidad, un hombre perfecto y sin pecado, pudiera pagar por nuestras rebeliones, y dejar así abierto el camino para la reconciliación con el Creador. Esta mediación especial, producto del amor de Dios hacia este mundo perdido, se hizo efectiva en Jesucristo, quien a su vez estableció el puente entre Dios y el hombre: «Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1 Ti. 2:5). Luego, la persona de Cristo se convierte en el centro de la vida, y su mensaje conforma el núcleo de la propia existencia cristiana. Jesús mismo se definió como el camino vivo y verdadero que nos lleva al Padre celestial: «Yo soy el camino, la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Jn. 14:6). Observamos en el texto que Jesús es el camino, no un camino entre otros muchos; la verdad, no una verdad cualquiera; y la vida, no una moral diferente y mejor que las otras. De manera que el llamado «cristianismo» no es un sistema religioso basado en presupuestos humanos, sino Cristo mismo. A la verdad, sin la obra de Jesucristo es completamente imposible que el hombre alcance la salvación eterna, y por ende llegue a recibir la posición de cristiano. Al mismo tiempo, la unión espiritual con Cristo es la condición esencial que determina la redención de todo pecador convertido. No existe, por lo tanto, ningún otro salvador que no sea Jesucristo. Él es el autor y consumador de nuestra fe, como bien cita Hebreos 12:2.

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La Historia ha reconocido la existencia de Jesucristo, y hasta hoy permanece un

testimonio universal que en ningún caso es posible rebatir. Si valoramos la opinión pública, prácticamente todo el mundo acepta la realidad histórica de Jesús, y la inmensa mayoría parece tener buena opinión de él, independientemente de su ateismo o de la religión que profese. Con todo, la venida de Jesucristo a la tierra no fue un hecho casual y desprovisto de significado. Por el contrario, tenía un propósito muy especial. A saber, el hombre había pecado contra Dios y debía pagar por su desobediencia. Y para resolver esta deuda con Dios vino su Hijo, quien obedeció la perfecta Ley en su totalidad, para que sin culpa alguna pudiera ponerse en lugar del ser humano. Él fue nuestro representante, pues tomó en su propio ser el castigo de nuestros pecados, y asumió el justo Juicio de Dios que definitivamente toda persona merece sin excepción. «Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 P. 3:18).

Para hacer posible nuestra salvación irrumpió Cristo en la Historia; y su entrada en este mundo fue profetizada por miles de años. Con esta previsión, Dios predestinó una nación: Israel; un linaje: la tribu de Judá; un gobierno imperial: el Imperio Romano; un pueblo particular: Belén; una casta: el reinado de David; e inclusive muchas de aquellas circunstancias personales que rodearon la figura de Jesús, y que contenían un significado especial en el plan de la Salvación. Todo estaba minuciosamente planificado por Dios. Esto explica que cientos de profecías se hayan cumplido en Jesucristo, así como en los pequeños acontecimientos que le envolvieron, desde el lugar de nacimiento: Belén de Judá (Mi. 5:2), hasta el más mínimo detalle: «sobre sus ropas echaron suertes» (Sal. 22:8).

La venida de Jesucristo a la tierra estableció el periodo de inflexión histórica, con tal magnitud que el tiempo quedó dividido en nuestro calendario. Así, cuando ponemos fecha a los acontecimientos históricos, debemos citar: antes o después de Cristo. Puede decirse, con todo conocimiento, que con la venida de Cristo comienza una nueva etapa donde el reino de Dios se universaliza en la misma historia de la Humanidad.

En cuanto a la venida de Jesucristo, comprendamos en su dimensión correcta quién fue realmente, porque si bien fue perfecto hombre, también es presentado en la Biblia como perfecto Dios. Jesús, en calidad de humano, nació de la virgen María; en cambio, en calidad de Dios, vino desde el cielo. Por ello pudo afirmar: «He venido para que tengan vida» (Jn. 10:10). «He venido a buscar y salvar» (Lc. 19:10). He venido... Jesucristo vino por ser Dios, pero por otra parte nació para ser hombre; y en Él conviven dos naturalezas: la divina y la humana, siendo un misterio escondido para nuestra mente, y revelado sólo por el Espíritu de Dios. Esta formulación doctrinal es categórica para el cristiano. Dios se hizo hombre, y así lo demuestran las Sagradas Escrituras: «Dios fue manifestado en carne» (1 Ti. 3:16). «De quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas» (Ro. 9:5). «Éste (Jesús) es el verdadero Dios, y la vida eterna» (1 Jn. 5:20).

Resumiendo lo dicho, podemos recordar que Jesucristo en condición de hombre vino a morir por nosotros, pagando el precio de nuestra salvación. Una vez se completó la perfecta obra en la Cruz, hoy Jesús se presenta con poder para redimir a todo pecador arrepentido, ya que no en vano es Dios y Salvador. Cada segundo que pasa es una oportunidad, antes de que se descubra el final de los tiempos. El mismo Señor extendió la invitación a todo hombre y mujer, quedando permanentemente registrada en su Palabra fiel: «Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás» (Jn. 6:35). Sería conveniente preguntarse, cada uno en particular, si ya hemos acudido a Jesucristo para recibir nuestra salvación personal.

La venida de Jesús puso nombre al Cristianismo. -21-

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LA MUERTE DE JESÚS

Sin duda, la venida de Jesús constituye un hecho histórico registrado. Aparte de los manuscritos del NT, también en algunos documentos del primer siglo (de historiadores: Tácito, Suetonio, Flavio Josefo –judío–, y de ciertos escritos rabínicos contemporáneos) se recogieron algunos de los hechos y circunstancias históricas que acontecieron, y en tales escritos se hallaron referencias de aquel inconfundible personaje llamado Jesús, el Cristo. Ciertamente la vida y obra de Jesús ha resonado desde sus inicios y a través de los siglos, llevando un carácter único, y repercutiendo decisivamente en la vida de innumerables personas.

Ahora, si centramos nuestra vista en el escenario histórico de la muerte de Cristo, notaremos que con la crucifixión de Jesús pareció terminarse toda esperanza. Y, por momentos, la tristeza de su muerte invadió el alma de muchos seguidores que durante años habían recibido sus enseñanzas... Pensando bien en aquellas circunstancias especiales, ¿quién podía creer en el anuncio de un Cristo que murió como cualquier delincuente? ¿Quién estaría dispuesto a recibir el mensaje de un Rey coronado de espinas, cuyo trono fue una maldita cruz? Desde luego, un Mesías fracasado no poseía ningún atractivo para el mundo... Ésta era esencialmente la imagen que planeaba sobre las mentes de aquellos discípulos los días previos a su aparición. Pese a toda confusión momentánea, la muerte de Cristo fue necesaria para expiar nuestros pecados. Si bien, lo maravilloso es saber que Jesús no sólo murió y fue sepultado, sino que además resucitó. Y fue precisamente la resurrección de Cristo, de la que hablaremos a continuación, la esperanza que impulsó el inicio y el desarrollo de la Cristiandad, hasta hoy.

Es preciso distinguir la importancia de su muerte, porque el sufrimiento que Jesús experimentó, no se debió sólo al dolor físico de aquellos clavos que traspasaron sus manos y pies, o a la cruel tortura que soportó anterior a la cruz. Tal padecimiento fue, con todo, la causa directa de aquel terrible desamparo que Jesús vivió por parte del Padre celestial: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt. 27:46). Ya hemos considerado anteriormente el alcance de su angustia, sólo comparable al mayor grado de sufrimiento que pudiera imaginarse en la condenación eterna. El significado de la muerte de Jesús es bastante conciso: porque Dios es santo, y no puede tener ninguna relación con el pecado, tuvo necesariamente que apartarse de su Hijo. Y así fue como sobre la cruz el Padre cargó en él nuestros pecados. Con amor inigualable, Jesús soportó en nuestro lugar el justo castigo divino. «Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:8).

La crucifixión de Cristo es el centro neurálgico del cristianismo, y sin ella el plan de la Salvación sería del todo ineficaz. Su obra en la cruz satisfizo cada una de las demandas de la Ley de Dios, puesto que nos era y todavía no es imposible de cumplir. «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:3). De esta manera, la muerte del Jesús histórico, como sacrificio por los pecados del hombre, se realizó una vez y para siempre (He. 10:12). Y hoy, toda persona que así lo desee, puede llegar a ser cristiano sobre la perfecta obra de salvación que Jesucristo realizó en la Cruz por amor a nosotros.

La muerte de Cristo constituye la vida del cristiano. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

Como venimos señalando, tanto la venida como la muerte y resurrección de Jesucristo, forman parte de una realidad contemplada con verdadero interés por millones de personas. Entre ellas se hallan los cristianos nacidos de nuevo, que han sido identificados con este maravilloso hecho histórico, y con sus implicaciones espirituales y eternas.

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Ahora bien, no podemos confundir la resurrección de Jesús con la resucitación momentánea que experimentaron algunos privilegiados: caso de Lázaro (Jn. 11:1), la hija de Jairo (Mr. 5:22), y de algunos otros en el momento de la muerte de Jesús en la cruz (Mt. 27:52). Es más, la resurrección de Cristo fue el modelo del que tomará ejemplo la resurrección final de todo cristiano. «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Jn. 3:2). De modo que, la resurrección del cuerpo humano en perfección está representada en el «nuevo hombre», que es Jesucristo, como cabeza de una nueva creación de seres humanos (Gá. 6:15).

No cabe la menor sospecha de que la resurrección de Jesús fue un hecho sobrenatural, y muchos de los contemporáneos no pudieron negar las evidencias. No sólo sus discípulos presenciaron la maravillosa escena, sino que además cientos de personas contemplaron al Cristo resucitado. Las indicaciones del apóstol Pablo son claras y precisas: «Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí» (1 Co. 15:3-8).

Repasando las Páginas sagradas, vemos que la verdad de la resurrección de Cristo fue suficiente para cambiar radicalmente el mundo de entonces. En aquellos momentos tan especiales, advertimos que los discípulos no estaban en ninguna manera tristes y meditabundos por la muerte de su Maestro; todo lo contrario, daban testimonio de su resurrección con gran fervor y valentía. Y pensamos que este propio entusiasmo no pudo ser más que la reacción natural de observar con sus propios ojos al Maestro resucitado; pues este hecho milagroso, les confería la garantía de su propia resurrección futura, al igual que la de todo verdadero creyente. Asimismo, la resurrección de Jesús fue una de las columnas que sustentaron el mensaje de los primeros cristianos. El apóstol Pedro, con gran seguridad, anunciaba al pueblo judío: «Y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos» (Hch. 3:15). Nos permitimos aquí utilizar el buen juicio, y reconocer que si verdaderamente Cristo no llegó a resucitar, como piensan algunos, la predicación de los primeros cristianos no habría tenido demasiado sentido. Con toda razón confesaba el apóstol que «si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Co. 15:14). Es verdad, ¿qué intereses pudieron esconder aquellos discípulos para predicar acerca de un Mesías despreciado por su pueblo y muerto en manos del poder romano? Suponiendo que la resurrección de la que hablamos fue una invención del cristianismo primitivo, también las afirmaciones de Jesús antes de su muerte fueron falsas, pues él mismo declaró en varias ocasiones que una vez muerto resucitaría. Así dijo a sus apóstoles: «Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea» (Mt. 26:32). Véase también Mateo 16:21 y Marcos 9:9. Si aceptamos como verdad que Jesucristo no resucitó, deducimos que sus discípulos fueron demasiado ingenuos, y al parecer creyeron fielmente la mentira inventada por su Maestro, la cual posteriormente ellos mismos, con toda conciencia de mentira (al no cumplirse las palabras de Jesús) defendieron absurdamente. Si admitimos este presupuesto, el mensaje que ellos transmitieron al mundo, y al parecer con plena certeza y convicción de lo que afirmaban, fue en cualquier caso la conformación de una artimaña demasiado perfecta. Pero, ¿cómo podemos pensar que ellos predicaron, sufrieron y murieron, a sabiendas de que todo formaba parte de un gran fraude? Cualquiera que recapacite de forma serena, encontrará ilógico pretender salvaguardar esta postura.

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Pese a que algunos mantengan su obstinación, declarando que Cristo no llegó a resucitar, no obstante, debemos considerar a todos los millones de cristianos que han creído y todavía creen firmemente en la resurrección de Jesús. Contrariamente a las objeciones argüidas, el cristiano ha creído fielmente en la resurrección histórica de Jesucristo; y esto no se debe sólo a las varias razones ya mencionadas (la tumba sigue vacía), sino en primer término al encuentro espiritual que ha experimentado con el Jesús divino. Tal experiencia le ha provisto de una profunda e inevitable convicción interior; y ello provocado por la acción del Espíritu de Dios, que le atestigua de que ciertamente la resurrección corporal de Cristo fue en todas formas verídica. Y así, cada persona salvada por la gracia de Dios, llega a comprobar el significado de la siguiente declaración apostólica: «El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Ro. 4:25).

El cristiano resucitará, porque Cristo resucitó. EL MODELO DE JESÚS

Para obtener su salvación personal, el cristiano ha creído en la muerte y resurrección de Cristo a su favor. Sin embargo, la imagen del Cristo histórico todavía permanece viva en las Páginas sagradas. De hecho, el verdadero creyente sigue considerando la figura de Jesús con el objeto de poder imitar su ejemplo. Justamente, la venida y muerte de Cristo por nosotros, no sólo representa un dato informativo que nos corresponde aceptar, sino más bien una muestra del profundo amor de Dios que debe impregnar nuestros pensamientos, además de nuestras acciones. Una detenida reflexión acerca de la obra de Jesús, debería de producir un eterno sentimiento de gratitud en todo creyente, a la vez que un deseo natural de adorarle y seguir sus pasos en el servicio de la vida cristiana.

El modelo de Cristo nos ayuda a comprender que el cristiano no vive la fe en el plano de su propia espiritualidad particular. En esto, tenemos el ejemplo de vida que Jesús nos ofreció, donde la santidad y el amor de Dios se vio reflejado en la ética diaria. Por esta razón no se puede concebir un cristianismo teórico, donde el amor al prójimo prescinda de su carácter práctico. De forma contraria el cristiano hace honor a su título, cuando en espíritu de obediencia considera la conducta de Jesús, e intenta reproducir su modelo de vida: en su ejemplo de entrega, de amor, de enseñanza, de compasión, de servicio, y demás expresiones de su buen hacer. La propuesta del Maestro fue notoria entre los discípulos: «Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Jn. 13:15). En esta línea presentada, se hace obligatorio contemplar el ministerio de Cristo, examinando su particular manera de actuar, para poder así reunir aquellos ejemplos prácticos de una vida que fue en todo sencilla y en gran medida servicial.

El cristiano aprende en los evangelios sobre las enseñanzas de Jesús, y asimismo recapacita acerca de su ejemplo. Imaginemos que Jesús viviera en nuestra época actual: ¿Cómo obraría? ¿Cuál sería su proceder? ¿Cuál su forma de hablar y de actuar? Seguramente que su vida llena de amor al prójimo y su deseo de hacer el bien, no pasarían en modo alguno inadvertidos. La recomendación bíblica parece señalar lo hasta aquí expresado: «Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de nuestra fe...» (He. 12:2). De tal forma, el cristiano fiel no mira a Jesús en el espacio infinito, sino al Jesús de los evangelios, y así logra comparar su deficiente vida con la vida perfecta que de Él tan naturalmente se nos describe.

Pensamos que nadie tiene derecho a llamarse cristiano, si como hemos visto tiene en muy poco considerar el ejemplo de Cristo para, en mayor o menor medida, poder seguirlo.

El cristiano es discípulo de Cristo, porque sigue a Jesús. -24-

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EL RETORNO DE JESUCRISTO

Una vez examinados los diferentes aspectos de la obra de Cristo, nos resta poner un acento especial a su Segunda Venida. Él mismo prometió que volvería para poner fin a este sistema mundial, y terminar de una vez con el dolor, la enfermedad, el hambre, las catástrofes, la injusticia... Dicho en otras palabras: destruir el imperio de la muerte y establecer un nuevo orden de cosas, donde la paz y la justicia reinen para siempre. «He aquí yo hago nuevas todas las cosas» (Ap. 25:5), declaró nuestro Señor.

Sería recomendable meditar con frecuencia acerca del regreso de Cristo. Y en esta reflexión, nos preguntamos ahora: ¿Cuándo vendrá? En realidad nadie lo sabe, pero los acontecimientos presentes parecen indicar que tal vez puede ser hoy mismo: «De la higuera aprended la parábola: Cuando ya su rama está tierna, y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca» (Mr. 13:28). ¿Cómo vendrá? Con poder y gloria, indiscutiblemente, y rodeado de su santos ángeles, llevando como bandera toda la autoridad celestial: «Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo» (1 Ts. 4:16). ¿Para qué vendrá? Si bien la primera venida marcó una etapa de oportunidades para el hombre, donde su amor a Dios ha de ser probado, la segunda venida de Jesús indicará el final de este mundo, esto es, el Juicio de Dios para los incrédulos, y el principio de un nuevo y maravilloso mundo para los creyentes en Cristo.

Ante la perspectiva del retorno de Jesús en gloria y la participación de los hijos de Dios, la Escritura es muy precisa: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). El esplendor oculto de la vida eterna, se descubrirá en todo cristiano cuando Jesús regrese. Entonces, y no antes, la excelencia de la nueva vida en Dios se mostrará junto con la aparición visible del Señor de señores y Rey de reyes. «He aquí que viene con las nubes» (Ap. 1:7). Esta consideración ha sido motivo de esperanza e ilusión para los cristianos de todas las épocas, y especialmente para una iglesia naciente que creyó en un regreso inminente de Jesucristo. Pero no miremos al pasado, sino al futuro, porque el final de la Historia, por lo que advertimos proféticamente, se halla a las puertas. Tengamos por cierto que el retorno de Jesucristo en gloria para buscar a sus santos, es decir, a todo pecador redimido, se puede producir en cualquier momento.

Recapitulando este apartado, podemos afirmar que ninguna persona se convierte en cristiana sólo por creer en la existencia de Cristo, seguir sus doctrinas, o reconocer sus enseñanzas. El cristiano lo es sobre Cristo mismo: lo es sobre la base de su primera venida, de su muerte en la cruz, de su gloriosa resurrección, y de su segunda venida. Sin perder de vista, por supuesto, que la distinción del título de cristiano se evidenciará por el seguimiento fiel al maestro Jesucristo.

Debido a los tiempos que corren, resulta oportuno poner especial atención a los sucesos históricos que nos rodean, ya que éstos parecen indicar que el retorno de Jesucristo está muy próximo. En el momento menos esperado regresa nuestro Señor... Y sin perder esta grata emoción, habremos de mantener nuestro corazón expectante a tan magnífico acontecimiento.

Con este sentir, la anunciación del ángel a los discípulos nos confirma la verdad de su pronta venida: «¿Por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hch. 1:10,11). Cristo viene, y viene pronto... ¿Estás preparado para encontrarte con Él?

La esperanza del cristiano, es que Cristo viene. -25-

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5. EL EVANGELIO

Al reconocimiento de la persona de Jesucristo, se hace necesario añadir la reflexión sobre el mensaje del Evangelio, ya que forma parte de una unidad inseparable. El Evangelio contiene el más glorioso e importante anuncio de parte de Dios para el hombre: digno mensaje que todo el mundo precisa conocer y recibir. Éste comienza en la eternidad, cuando Dios en su providencia elabora un plan especial para hacer posible la salvación del ser humano. Al tiempo determinado, ese plan encontró su desarrollo temporal en la historia de la Humanidad, culminando en la obra de Jesús, y prosiguiendo con la Iglesia de Jesucristo hasta los últimos tiempos, donde finalmente el mensaje salvador hallará su amplio y perfecto cumplimiento.

El Evangelio, por tanto, es la «buena noticia» por la cual todo cristiano ha recibido el llamamiento divino a la salvación. Y así es como también Dios utiliza hoy su Palabra para presentar la obra redentora de Cristo. Enteramente persuadido estaba el apóstol de los gentiles: «Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree» (Ro. 1:16). El Evangelio se configura como la voz del Dios eterno hablando al corazón humano, y presentando a un Cristo reinante que, sobre la base de su muerte y resurrección, nos ofrece hoy el perdón y la vida. Y con este fin, siendo portadores de su bendición, ahora todos los cristianos recibimos el encargo de comunicar a nuestro prójimo tan grata noticia: «a todas las naciones» (Mt. 28:19).

En esta labor tan preciosa, vemos que el cometido del mismo Señor a lo largo de su ministerio consistió en anunciar el Evangelio: «Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios» (Lc. 8:1). EL MENSAJE DEL EVANGELIO

Desde una perspectiva global, concebimos el «evangelio» como un hecho histórico (la venida, muerte y resurrección de Jesús), como una buena noticia de salvación (el mensaje), y también como una documentación bíblica donde se registró esa buena noticia (principalmente los cuatro evangelios). Uniendo estos puntos, llegamos a la conclusión de que el Evangelio es la buena noticia por excelencia que todo cristiano debe proclamar, basada en un verdadero hecho histórico que nos presenta a la persona y obra del Señor Jesús, y que a la vez se encuentra registrado en los documentos que forman parte de lo que llamamos la Santa Biblia.

El Evangelio es, en su sentido central, el anuncio de la Salvación (la buena nueva); que aun siendo un espléndido mensaje, a decir verdad contiene elementos trascendentales e incomprensibles para la mente humana (Ef. 6:19). Tanto es así, que en cierta manera el Evangelio es un misterio para el hombre, y sólo Dios es capaz de revelar las profundas verdades que se esconden tras dicho mensaje. Sepamos que el llamado evangelio de nuestra salvación (Ef. 1:13), por sí solo no salva a nadie. Como es de esperar, éste debe hacerse efectivo en la vida de la persona que lo recibe. Tomemos ejemplo de un excelente médico que ha descubierto la vacuna para una grave enfermedad. En breve tiempo la vacuna es puesta en el mercado, y el médico anuncia la buena noticia a los medios de comunicación. Así, la vacuna es repartida por los hospitales, y a disposición de todo aquel que padezca dicha enfermedad. Pero ocurre que, naturalmente, el enfermo no sanará si no cree la buena noticia sobre el remedio presentado, y seguidamente recibe el tratamiento. Luego, haber descubierto el medicamento para la enfermedad, no es garantía de que el enfermo sea curado. Parece del todo sensato imaginar que si éste no acude al médico y toma la medicina, en ninguna manera podrá conseguir la necesaria restauración.

De la misma forma sucede con el mensaje de Cristo. Para que el mundo conozca el remedio a la terrible enfermedad del pecado, se hace obligatorio comunicar la Buena Noticia. «¿Cómo creerán en aquel de quien no han oído?» (Ro. 10:14). Pero, como es lógico, poco puede hacer el mensaje por sí solo si el que está afectado no toma la medicina.

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En el sentido comunitario, el Evangelio además aporta la solución al conflicto de nuestra Humanidad, tanto en su significado terrenal y temporal, como en su problemática eterna. Por este motivo, no sólo informa de los aspectos «celestiales», pues aunque el cristiano es ciudadano del Reino de los cielos, de momento vive aquí en la tierra. Y la aplicación de sus principios cristianos contribuirán, como la Historia ha demostrado 2., a la mejora de nuestra estropeada sociedad; porque el mensaje del Evangelio amén de redimir el alma, también lo hace de los cuerpos... El incasable evangelista y apóstol de Cristo, estaba plenamente convencido del poder del Evangelio, y por ello declaraba: «Todo lo he llenado del evangelio de Cristo» (Ro. 15:19). 2. Innumerables cambios sociales de nuestro mundo, sobre todo en occidente, se han visto afectados positivamente por la influencia del Cristianismo: en el ámbito de la salud, los derechos, la cultura, la política, la ética...

Es cierto que al igual que ocurrió en el pueblo antiguo, también nuestro mundo

contemporáneo desatiende al llamamiento divino: «Pero ellos no oyeron, ni inclinaron su oído, sino endurecieron su cerviz para no oír, ni recibir corrección» (Jer. 17:23). A pesar de la indiferencia social existente, el verdadero cristiano adquiere el compromiso de ayudar en la extensión de este maravilloso mensaje, puesto que él mismo ha sido beneficiado con el inmerecido favor divino. En esto, parece del todo razonable pensar que si a Dios le ha placido comunicar el mensaje por escrito, sea entonces nuestra la responsabilidad de ser portavoces de tales escritos sagrados. De la misma forma, la predicación del Evangelio no solamente fue misión exclusiva de Jesús, también sus discípulos prosiguieron con este preciado ministerio. «Y ellos, habiendo testificado y hablado la palabra de Dios, se volvieron a Jerusalén, y en muchas poblaciones de los samaritanos anunciaron el evangelio» (Hch. 8:25). Abreviando lo dicho, el Evangelio se resume en la «feliz noticia» de que Jesús, siendo Dios, vino a este mundo perdido para morir por nuestros pecados. Resucitado con poder, ha establecido un Reino espiritual (la Iglesia), que alcanzará su perfecta realización final en un glorioso estado de eternidad. Ahora, en este tiempo, nuestro buen Señor sigue ofreciendo su amor, y aplicando su misericordia en el corazón de todo aquel que se arrepiente y por medio de la fe se convierte a Él.

Además de todo ello, podemos decir que el Evangelio también aporta ricas y abundantes enseñanzas prácticas, las cuales nos permiten vivir en mayor conformidad con la voluntad de Dios.

Con esta breve conclusión, seguiremos a continuación descubriendo los secretos de la buena noticia de Salvación, y comprendiendo mejor el completo significado del Evangelio.

El cristiano es salvo, porque ha tomado la medicina: el Evangelio. LA LEY Y EL EVANGELIO

Hemos señalado que el cristiano no ha recibido la salvación por haber cumplido la Ley de Dios, sino por haber creído en el mensaje del Evangelio. «Ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él» (Ro. 3:20). Con la aceptación, por medio de la fe, de tan maravilloso anuncio, toda persona queda amparada bajo la gracia especial de Dios, que es la que determina su condición cristiana.

Después de esta aclaración, todavía alguien se preguntará si los cristianos han de cumplir los mandamientos de Dios, o en cambio están exentos de cumplirlos. Y qué diferencia puede existir entre la Ley Dios y el Evangelio de Cristo... Acerca de la Ley, debemos señalar

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que ésta contiene aspectos que contemplan la propia gracia divina como buena noticia, puesto que por la Ley somos llevados a Dios, al ver nuestra insuficiencia. «La ley es nuestro ayo (guía), para llevarnos a Cristo» (Gá. 3:24). No obstante, existe otra parte de la Ley que tiene que ver con los cientos de mandamientos dados al pueblo de Israel. Ésta es la ley cívica y ritual, la cual, al haberse visto cumplido el objetivo histórico de la antigua nación israelita, en consecuencia muchos preceptos bíblicos han quedado obsoletos y por lo tanto no siguen vigentes. Aunque no se descarta, claro está, encontrar en ellos principios de enseñanza que al tiempo sean aplicables para nuestra vida cristiana. A partir de lo expuesto, notamos que hay diferencias, en ciertos aspectos, entre la Ley y el Evangelio, sin que exista contradicción en el carácter de Dios; dado que la justicia, la santidad y el amor, encuentran su perfecta reconciliación en la obra de Cristo. Así, pues, diferenciamos por ejemplo entre la Ley de Dios que condena al culpable, y el Evangelio que por el contrario lo salva.

Podemos apuntar que la Ley quebrantada separa al hombre eternamente de Dios; sin embargo, en el Evangelio Dios se acerca al hombre con un mensaje de vida. La Ley dictamina en primer lugar lo que debemos hacer; en cambio, el Evangelio afirma que en Cristo ya está todo hecho. La Ley tiene como objetivo principal mostrar el pecado y sus consecuencias; en el sentido opuesto, el Evangelio presenta la salvación. La Ley, al fin y al cabo, exige el cumplimiento estricto de los mandamientos; pero lo maravilloso es que el Evangelio ofrece el regalo de la vida eterna... Y así, podemos seguir estableciendo elementos, que si bien distintos, a la vez conjugan perfectamente el amor y la justicia de Dios.

En su sentido general, la Ley representa el talante moral y espiritual de Dios, de la misma forma que el Evangelio revela el carácter de Cristo, que es el sentir de Dios transferido de forma práctica en el reflejo de su humanidad. Indiscutiblemente el Evangelio contiene la Ley, porque nadie se puede salvar si primero no se encuentra perdido; y, obviamente, nadie se hallaría perdido si no existiera una Ley que así se lo mostrara. «Por medio de la ley es el conocimiento del pecado» (Ro. 3:20). Por consiguiente, la Ley en sí misma es un acto de gracia divina que muestra al pecador su estado delante de Dios, y por ello mantiene un carácter positivo.

Por otra parte, el Evangelio contiene la buena noticia de que la Ley de Dios halla su final en la persona de Cristo, puesto que él mismo en representación de la Humanidad la cumplió a la perfección, y asimismo cargó con las culpas del quebrantamiento de la Ley por parte nuestra. En Cristo, por tanto, se cumple el aspecto positivo: por su obediencia perfecta a la Ley, obtenemos la vida (Ez. 20:11); y el aspecto negativo: él muere por nosotros cumpliendo de esta forma la Ley (Ro. 6:23), para darnos vida. Así, pues, el que se acerca a Cristo se acerca a la Ley plenamente cumplida en él. «Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu» (Ro. 8:3,4). Con esta conclusión bíblica, podemos declarar que el verdadero cristiano ha cumplido la Ley... en Cristo.

La Ley nos condena, el Evangelio nos salva. EL PERDÓN DE LOS PECADOS

El mensaje del Evangelio comprende algo maravilloso e inimaginable para muchos, esto es, el perdón de los pecados. De tal modo que para ser cristiano se hace indispensable, en toda medida, recibir el perdón de Dios. Ahora bien, para poder distinguir esta enseñanza, debemos admitir en primer lugar que Él es justo, y su justicia exige el cumplimiento de la perfecta Ley, como venimos indicando. Por ello ninguna imperfección se hallará en el cielo de Dios.

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Nadie que, con mínima sombra de pecado, así se lo proponga, puede tener acceso a la gloria celestial. Dios es santo en el sentido absoluto del término, y no permitirá que grado de imperfección alguno haga su entrada en el Reino celestial. Teniendo presente esta normativa bíblica, volvemos a reiterar la enseñanza: El Padre eterno nos ama más allá de lo que podamos imaginar, por ello vino Cristo a morir por nuestros pecados, y a causa de su resurrección, asegurarnos el perdón de éstos; de tal forma que ya no tenemos que pagar el precio. Dios es justo, y su justicia fue derramada en su Hijo. Por esta razón al cristiano no se le imputa ninguna culpa, puesto que Cristo fue ajusticiado en su lugar: «En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados» (Col. 1:14). Con este sentido de justicia, las exigencias legales de Dios han sido del todo satisfechas, y en consecuencia ahora puede mostrar su misericordia ofreciendo el perdón a todo aquel que por la fe desee recibirlo. El mensaje apostólico del primer siglo no era distinto: «De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre» (Hch. 10:43).

Valoremos las diferencias entre la religión del hombre, que impone las normas que deben seguirse, y el Evangelio liberador de Cristo. Buena parte de la Humanidad pretende alcanzar el perdón sobre la obediencia a los mandamientos, normas, o reglas morales que la institución religiosa propone. Y así se espera que Dios al final se compadezca y perdone en el futuro las faltas cometidas. Se piensa entonces que cada cual ofrecerá a cambio el amplio repertorio de buenas obras, que al parecer de algunos conmoverán el corazón paternal de Dios... Lejos se muestra esta ideología de la verdad bíblica. Si contemplamos con solicitud el panorama evangélico, observaremos que éste no fue el mensaje de Cristo ni tampoco el de los primeros cristianos. El Evangelio revela la necesidad que todo individuo tiene, sin excepción, de recibir en este mundo el perdón otorgado por Dios. Sin la remisión de los pecados nadie puede reconciliarse con el Creador, y por lo tanto ingresar en las filas de su Reino celestial. Falto del perdón divino, el hombre sigue siendo esclavo de sus pasiones, de su egocentrismo, y camina así con la carga de sus propias iniquidades a la eternidad, donde entonces ya no habrá posibilidad alguna de perdón.

Con plena convicción el apóstol Juan recordó a la iglesia la condición presente de todo cristiano verdadero: «Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre» (1 Jn. 2:12). Esta certidumbre apostólica, nos lleva a comprender que la salvación incluye el perdón de los pecados; pero no de unos pocos, sino de todos: los pasados, presentes y futuros. Dios quiere y puede perdonar nuestras deudas, porque no en vano Jesús en su tiempo pagó por ellas. Lo que para nosotros es gratis, a Dios le costó un gran precio: la vida de su propio Hijo. Así es como el cristiano sabe que sus iniquidades han sido borradas, y olvidados sus errores; y puede percibir el amor divino, no debiendo preocuparse en fustigar su alma por futuros actos de perdón. Antes bien, porque ha experimentado primeramente el amplio y satisfactorio perdón de Dios, ahora posee la excepcional virtud de perdonar incondicionalmente a todos sus deudores. Es la misma recomendación de Pablo a la iglesia: «Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo» (Ef. 4:32). Como observamos en el texto, sólo Dios puede perdonar nuestras rebeliones; y tengamos por seguro que no existe hombre alguno en esta tierra que posea tan distinguida autoridad divina.

Por medio de la experiencia tan gratificante como es «sentirse perdonado», todo pecador salvado alcanza un estado de completa paz y libertad. Y desde esa nueva y tranquilizadora situación espiritual, logra vivir en paz el resto de su vida aquí en la tierra.

Estimado lector: ¿Han sido perdonados sus pecados?

Parte de la felicidad del cristiano, consiste en sentirse perdonado.

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LA VIDA ETERNA

«Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna» (Jn. 10:27,28). Las palabras de Jesús son de enorme calado para el cristiano. El tal es considerado oveja del rebaño que el gran Pastor cuida y protege personalmente. En esta agrupación tan privilegiada, todo individuo en el rebaño de Jesús es poseedor de la vida eterna por el hecho de haber creído en Él. «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna» (Jn. 5:24). Así es, junto con el perdón de los pecados, el cristiano ha sido receptor de la vida eterna. Y aquí es inevitable analizar el sentido bíblico, ya que no podemos confundir la «vida eterna» con la existencia perpetua del ser humano, con la inmortalidad del alma, o con la permanencia infinita del espíritu. Formas tan usuales de entender el regalo de Jesús, se prestan muy alejadas de la Revelación bíblica.

Incuestionablemente el Evangelio contiene un mensaje de vida eterna, pero su significado no consiste en saber que aquel que la posee va a vivir para siempre. No tengamos una idea errónea sobre la vida eterna, puesto que cada individuo ha sido creado por Dios con existencia eterna (en el sentido futuro del concepto). Todo ser humano vivirá eternamente, bien sea en un estado de condenación, alejado de Dios y de su presencia, o bien en un estado de salvación. «Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua» (Dn. 12:2).

Aunque parezca sorprendente, la vida eterna que se distingue en el Evangelio, es la misma vida proveniente de Dios, que ha sido impresa en el corazón del creyente. Nos atrevemos a decir que es una vida sobrenatural, que se origina cuando el Espíritu Santo entra en contacto con el espíritu humano, haciéndolo revivir a través de su intervención especial. La vida eterna es, por tanto, un estado vital de unión espiritual con Dios. La idea expuesta forma parte de una realidad presente y no tanto futura. Así pareció concebirlo el apóstol Juan: «Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna» (1 Jn. 5:13). Obsérvese el texto, porque «tenéis» es un verbo en tiempo presente, que expresa la vida espiritual de la que hoy goza todo cristiano, aceptada como un regalo de Dios. Porque, en definitiva, Cristo no exige esfuerzos personales para poder ganar la vida eterna. Ésta es completamente gratuita, y así la ofrece a toda persona que desee recibirla. «Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo» (1 Jn. 5:11).

En fin, la «vida eterna» representa la vida de Dios que da lugar a la regeneración, al nuevo nacimiento (como veremos a continuación), donde el Espíritu Santo reaviva el espíritu humano, provocando un vínculo de estrecha relación fraternal entre Dios y el hombre. Ésta es la nueva condición del cristiano, que al tiempo experimenta la comunión verdadera con Dios por medio de Jesucristo: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn. 17:3). La promesa del Señor sigue todavía vigente en nuestros días: «El que cree en mí, tiene vida eterna» (Jn. 6:47).

El cristiano tiene vida eterna, porque Dios habita en su corazón. EL NUEVO NACIMIENTO

El mensaje del Evangelio nos revela la nueva vida generada en el corazón de todo aquel que ha recibido la salvación en Cristo... En cierta ocasión, Jesús le dijo a Nicodemo (un ferviente religioso de la época): «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Jn. 3:5). La enseñanza se descubre sola en la declaración bíblica: el requisito para ser cristiano, del que no se puede prescindir, es «nacer de nuevo». Y esto no significa otra cosa que nacer espiritualmente. A saber, nuestra alma se encuentra en una situación de muerte espiritual (separada de la vida de Dios). Cuando a causa

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del poder del Evangelio el individuo se une a Dios, por la conversión, éste logra resucitar a una nueva vida. Y con este milagroso acontecimiento, todo su ser halla una verdadera renovación. De esta manera, el cristiano es depositario de un nuevo estado en Dios, por el cual adquiere una perspectiva distinta, que a la vez correcta, de su propia existencia: todo es nuevo para él.

En términos teológicos al nuevo nacimiento se le denomina regeneración. La misma palabra enseña que la nueva naturaleza que se concibe, es gracias a la vida engendrada en el espíritu cuando la persona se reconcilia con Dios, produciéndose una estrecha y definitiva vinculación espiritual. Sólo de esta forma el hombre llega a ser verdaderamente cristiano. Indiscutiblemente el «nuevo nacimiento» es un auténtico milagro obrado por la mano del Creador. En esta nueva versión de la vida, Dios olvida nuestro pasado, borra todas nuestras culpas, e inaugura un renovado y esperanzador horizonte de vida. El nuevo amanecer irrumpe en la noche oscura del alma, y todo indigno pecador, habiendo recibido a Jesucristo, es hecho nueva criatura en Él. Dicho de otro modo: hay un antes y un después: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Este alentador texto bíblico se ha visto cumplido en la vida de innumerables personas; entre ellas se encuentran homicidas, ladrones, toxicómanos, alcohólicos, y otras muchas perdidas en la sinrazón de este mundo, que han experimentado el poder transformador de Jesús, recibiendo el perdón y la paz que indudablemente sólo Dios puede ofrecer. Otros, sin llevar una vida de evidente inmoralidad, igualmente han sido regenerados por el Espíritu de Dios, «rescatados de su vana manera de vivir» (1 P. 1:18), con una mayor o menor intensidad en la experiencia de su salvación. Cuántas «buenas» personas, además, llevando vidas adecentadas, se han visto cautivadas por el amor divino, no teniendo más remedio que reconocer su pecado frente a la perfecta santidad de Dios. Liberadas a la vez de su equivocación, han sido reorientadas a una correcta relación con el buen Pastor, por la acción salvadora de Cristo.

Ahora, con el objeto de comprender mejor el concepto expuesto, reforzaremos la enseñanza con el siguiente ejemplo. En términos generales, cuando nace un ser humano, inmediatamente se le inscribe en el registro civil que lo identifica como hijo de sus padres; se le toman las huellas dactilares, y se le asigna el nombre que éstos han elegido. Igualmente, para que alguien forme parte de la familia real, con todos los derechos legales, el requisito incuestionable es nacer en el seno de tan importante familia (o en su caso ser adoptado legalmente).

De la misma forma también el cristiano posee el título de cristiano por haber nacido en una familia muy especial, esta es, la familia de Dios: «Los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Jn. 1:13). La acción del Espíritu que origina una nueva naturaleza espiritual en el creyente, logra posicionarlo como hijo de Dios, otorgándole así los derechos legales, e inscribiéndolo como parte de la gran familia que conforma el reino de Dios en la tierra. Nótese bien la idea, porque «todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios» (1 Jn. 5:1). Ahora bien, el cristiano no es hijo de Dios por naturaleza (lo es por adopción), porque de ser así participaría de todos los atributos divinos; y solamente Cristo, como Hijo natural, posee la naturaleza de Dios. Entendamos bien la enseñanza, porque Jesús es Hijo en el sentido eterno; y no por haber sido engendrado en el tiempo. A Dios se le llama Padre eterno (sin principio ni fin), precisamente porque tiene un Hijo que es eterno; de lo contrario sería una afirmación absurda (a nadie se le llama padre si no tiene hijos).

Como hemos visto, para poder entrar en el reino de Dios, es de todas maneras indispensable nacer de nuevo. Y, definitivamente, sin esta nueva vida transferida por el Espíritu Santo, nadie puede ser llamado hijo de Dios.

Para abreviar lo presentado en este capítulo, cabe subrayar que sólo es posible ser cristiano gracias al mensaje del Evangelio, que presenta a Cristo cumpliendo la perfecta ley de Dios, quien muriendo por nosotros y resucitando con poder, nos ofrece hoy el perdón de los pecados y la vida eterna, por la cual se obtiene el nuevo nacimiento del que hablamos.

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Sin perder de vista lo expuesto, seguidamente veremos que el mensaje del Evangelio,

con su oferta sin igual, también propone unos requisitos para que el perdón y la vida eterna se hagan efectivos. Estas condiciones para alcanzar la salvación son: el arrepentimiento, la fe en Jesucristo, y la conversión a Dios. No obstante, antes de considerar dichos puntos, mostraremos los métodos erróneos creados por iniciativa humana, para así comparar las diferentes alternativas presentadas en nuestro tan dilatado entorno cristiano.

El verdadero cristiano es una nueva criatura en Dios.

6. LOS REQUISITOS PARA SER CRISTIANO

Hasta ahora hemos apreciado la gracia salvadora que se revela en el Evangelio de Cristo. Pero, asimismo, la Salvación no se sujeta a la decisión única y definitiva de Dios con exención de la voluntad humana. Si dependiera solamente del amor divino, todas las personas se salvarían, puesto que Dios no hace distinción, y todos somos igual de pecadores delante de Él. Sin embargo, en el orden práctico, el Evangelio comprende unas recomendaciones precisas para que la obra de Cristo pueda hacerse válida en el corazón humano. Si bien ya hemos observado ciertas condiciones que nos muestran la manera como llegar a ser cristiano, vamos a seguir conociendo la información suministrada por la Revelación bíblica, para compararla con algunas propuestas erróneas presentadas en nuestro generalizado ámbito cristiano. Ello nos ayudará a reconocer, entre otras cosas, la gran diferencia que existe entre el verdadero y el falso cristianismo.

Por otra parte, se hallan miles de religiones y alternativas filosóficas que pretenden conducirnos hacia la verdad de Dios. En cambio, la Biblia nos advierte, con un marcado sentido común, que existen caminos que al hombre le parecen derechos, pero que al fin éstos resultan ser del todo equivocados (Pr. 16:25). Deberíamos de escuchar la voz del Creador, pues sólo Él puede mostrarnos, sin error alguno, los procedimientos correctos para hallar el camino de la vida.

Ocurre que, al hablar de requisitos para poder ser cristiano, sin querer podríamos contradecir seriamente la absoluta gracia de Dios, la cual provee de todo lo necesario para nuestra salvación. Efectivamente, Dios es el autor de la salvación y el hombre no puede hacer nada para alcanzarla, como se hace constar en el mensaje bíblico. Ahora, pese a no distinguir bien el elemento reconciliador entre la soberanía de Dios y la libertad del hombre, en este apartado destacaremos algunos métodos erróneos inventados por el ser humano, en contraposición con los métodos que Dios ha establecido en su Palabra. LOS MÉTODOS ERRÓNEOS La religión salva

Creer que la religión es depositaria de la verdad absoluta, es confiar en un error demasiado simple. ¿Qué religión posee la verdad? Es imposible que todas puedan abarcar la verdad absoluta, puesto que muchas de sus doctrinas son distintas y no pocas se contradicen entre sí. Y, en caso de querer investigar las religiones existentes, necesitaríamos miles de años para conocer, siquiera en modo superficial, todas las ideas contenidas en cada una de ellas. Y

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aun en lo concerniente a la religión cristiana, ésta posee muchas ramificaciones y no menos variantes. Por ello hacemos bien si, en lo que nos afecta, logramos identificar y reconocer los errores que se propagan en nuestro malogrado Cristianismo universal.

En primer lugar aceptamos que nadie se hace cristiano por nacer en un país de religión mayoritariamente cristiana, o vivir en un entorno cultural adaptado a ciertas costumbres o doctrinas evangélicas. La persona, pese a su insistencia, no alcanza la salvación eterna siguiendo las pautas que la sociedad cristiana le brinda, sino como bien apunta la Biblia, por la sola conversión a Dios. «Fuera de mí (de Dios) no hay quien salve» (Is. 43:11). Igualmente nadie se convierte en cristiano por nacer en el contexto de una familia cristiana, aun cuando la influencia que reciba contenga un alto grado de educación espiritual. A veces la formación cristiana familiar resultará saludable para el crecimiento moral del individuo, y seguramente Dios, en su voluntad, utilizará esta influencia para conducirlo a la conversión; máxime si los padres son auténticos cristianos y comprometidos con Dios. Pero, por desgracia, en otros casos sirve más bien para tropiezo de aquel que en su infancia ha sido víctima de una religión mal entendida y peor practicada... Provenir de un hogar cristiano no garantiza en ningún caso la salvación, ya que ésta no se recibe por familias, sino de forma particular, como ya venimos enfatizando.

Del mismo modo, una gran mayoría amparada en diferentes confesiones religiosas, cree que todo aquel que es bautizado se convierte automáticamente en cristiano. No existe tal aseveración en la Palabra divina. La limpieza del «pecado original» debido a la práctica del bautismo, no se contempla en la Biblia. El bautismo no convierte en cristiano a nadie, puesto que para ello se requiere de la persona un verdadero ejercicio de fe. Vemos que ante la duda sobre las condiciones para ser bautizado, Felipe el evangelista le contestó al etíope eunuco con el único requisito imprescindible: «Si crees de todo corazón, bien puedes» (Hch. 8:37).

La realidad es que existen millones de bautizados por distintas confesiones cristianas que no conocen realmente a Dios, y desde luego no muestran interés alguno en conocerle. Otros, si bien conservan una cierta credulidad religiosa, no asumen ningún tipo de compromiso, ni con Dios ni con la iglesia; y en la mayoría de los casos la vida del bautizado sigue el mismo rumbo de sus conciudadanos no bautizados. Es necesario entender bíblicamente el significado, ya que el bautismo es solamente un mero símbolo externo, que expresa una realidad interna producida con anterioridad, es decir, la salvación a través de una identificación con Cristo: en su muerte, sepultura y resurrección, conforme la afirmación que hallamos en Colosenses 2:12 y Romanos 6:3. Así, cuando el cristiano baja a las aguas, simboliza que ha muerto con Cristo; su antigua existencia ya no es representativa. Seguidamente, el cuerpo sumergido en el agua, expresa que su vida está sepultada con Cristo. Y, finalmente, cuando sale de las aguas del bautismo, significa que ha resucitado a una nueva vida juntamente con Cristo. De manera que el cristiano se bautiza por ser cristiano, y en ningún caso para llegar a serlo. Ésta, y no otra, fue la experiencia de los primeros creyentes: «Y muchos de los corintios, oyendo, creían y eran bautizados» (Hch. 18:8).

Siguiendo esta misma línea, también algunos pueden pensar que son cristianos por el mero hecho de asistir a la iglesia, puesto que el cumplimiento de la obligación religiosa suele permanecer en el seno de muchas culturas. Asistir, o incluso adherirse a una iglesia como cualquier miembro oficial, no constituye requisito para ser cristiano. Hoy se agolpan muchos adeptos que son meros simpatizantes de la religión, pero no nacidos espiritualmente. En ningún modo nos convertimos en cristianos por participar de las actividades eclesiales, hacer ayunos, largas oraciones, u ofrendar cuantiosas limosnas.

La religión no salva, pero la iglesia tampoco. En cierta ocasión preguntaron los discípulos a Jesús: ¿Quién, pues, podrá ser salvo? La respuesta, en esto, fue más que contundente: «Para el hombre es imposible, mas para Dios no» (Mr. 10:27).

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Las buenas obras, la piadosa moralidad, los ritos sagrados, los sacramentos litúrgicos, y demás innovaciones religiosas, no pueden salvar a nadie, porque en definitiva todo ello hace depender la salvación de los méritos propios, cuando ésta se halla sólo en los méritos de Cristo.

A la verdad, Jesucristo no vino para que vivamos bajo el yugo de la religión o el peso de las normas eclesiásticas, sino para que tengamos «vida y vida en abundancia» (Jn. 10:10). Y con esta vida abundante sólo conferida por Jesús, podremos encontrar la preciada libertad, evitando así toda esclavitud religiosa impuesta por el ser humano. «Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres» (Jn. 8:36).

La buena moralidad

En efecto, seguir con las pautas de una religiosidad carente de vida espiritual, hace que la existencia humana mantenga un sabor particularmente agrio. Una vida sombría y penosa se esconde detrás de la fe que no proviene de Dios. Por esta razón, muchos optan por rechazar la religión, y huyen de todo aquello sospechoso de «obligación eclesial». Sin embargo, no son pocos los que aceptan, como si fuera moneda de cambio, vivir una buena moralidad cristiana, esperando que si es cierto que existe un Ser supremo que al fin juzgue con justicia, por lo menos conservarán la práctica de su buena moralidad para presentar en el Juicio final... Es un grave error pensar esto. Discurramos con sentido, porque la moralidad adquiere en parte las reglas éticas del ambiente en el que se encuentra, y en tal caso provee principios de conducta para facilitar la convivencia entre los seres humanos... pero no salva.

La buena moralidad puede ser útil para las relaciones personales, pero si no goza de una autoridad soberana, ésta se vuelve relativa, como es lógico, porque siempre dependerá del contexto social o religioso en el que se construya dicha moralidad; y finalmente no será válida como verdad absoluta. En cierta manera podríamos decir que es una religión cómoda adaptada al gusto del consumidor. Bien cita el libro de los Proverbios que «todos los caminos del hombre son limpios en su propia opinión» (Pr. 16:2). La moralidad puede inducir a muchos corazones necesitados a seguir los reglamentos cristianos, tomar compromisos con la iglesia, y adoptar incluso un comportamiento éticamente correcto. Con este proceder, algunos llegan a pensar que alcanzarán la esperada sociedad perfecta. Y aunque esta postura aprovecha elementos humanitarios bien intencionados, no hay que perder de vista la esencia del cristianismo, pues el objetivo último del cristiano no es mejorar la sociedad, sino predicar el mensaje del Evangelio. Solamente su revelación verdadera pone al descubierto el pecado, y por lo tanto la necesidad de transformar el corazón humano. Esto es, precisamente, lo que promoverá una Humanidad dispuesta en la orientación correcta: hacia Dios y no sólo hacia el hombre. La actitud errada de la que hablamos, finalmente, sólo consigue diluir la esencia del cristianismo en el mundo, y esconder la voluntad general de Dios; y ésta no es otra que el deseo de restaurar la comunión espiritual con el ser humano.

Es verdad, nadie puede presumir de cristiano por haber adoptado una moralidad cristiana, sea heredada de los padres o bien incorporada por la influencia de la religión. No pongamos el carro delante del caballo. El individuo debe cambiar primero el corazón, para que luego lo demás tenga razón de ser. La moralidad cristiana puede hacernos mejores personas, pero no cristianos.

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La tradición cristiana

Al mismo nivel de eficacia salvadora situamos la «tradición cristiana», sea católica romana, ortodoxa o protestante... Sepamos diferenciar, porque la tradición cristiana no es otra cosa que la interpretación humana, más o menos acertada, de la doctrina bíblica añadida en las costumbres propias. Por consiguiente, el resultado que conforma la tradición cristiana dependerá del ingenio del intérprete, y no de la fuente misma.

En cierto sentido la tradición se edifica sobre los mismos fundamentos de la moralidad cristiana, y por ello no resulta negativa. Las buenas y correctas tradiciones cristianas pueden ayudarnos a comprender mejor la misma doctrina de Cristo. Sin embargo, más allá de su connotación positiva, la experiencia histórica nos demuestra que la llamada tradición ha conseguido en muchas ocasiones invalidar la Palabra de Dios (Mt. 15:6). No es extraño observar cómo la tradición de los padres, mal entendida y aplicada, es motivo de aburrimiento e incomodidad para las generaciones posteriores; y, por tal frustración, buscan nuevas e ilícitas formas de adaptar esa insípida tradición a las necesidades actuales, sin poder evitar con ello una deformación más extrema de la misma verdad bíblica.

Contemplado como tradición cristiana es el bautismo: costumbre muy arraigada en nuestra cultura occidental. Pero el bautismo no salva a nadie, como ya hemos apuntado anteriormente. No perdamos el tiempo: ni bautismos sagrados, ni ritos santificados, ni ceremonias religiosas, añaden nada a la salvación que es en Cristo Jesús. Antes bien, todo ello puede provocar el encubrimiento del mensaje liberador del Evangelio, y acarrear al mismo tiempo una absurda dependencia religiosa.

Por otra parte, algunos se convencen en su interior de que ser miembros de una congregación donde se predique la verdad de la Palabra, les proporcionará instintivamente la esperada salvación. Y así se adquieren las costumbres de una iglesia profesante, suponiendo que asistir a las reuniones u obedecer a los preceptos, engendrará verdaderos cristianos. Por eso, se cree que permaneciendo sumisos a las normas eclesiásticas, se logra la justificación delante de Dios. A la par, un sentimiento de obligación mística impuesta por la tradición, impulsa a muchos a la asistencia de la reunión eclesial; por lo que una vez finalizado el culto, se sienten francamente bien: ¡hemos hecho lo que debíamos! Desde luego, cumplir con el deber cristiano parece aliviar el sentimiento de culpa que nuestras iniquidades pudieran provocar; pero, verdaderamente, lo único que se ocasiona es una subordinación mal encauzada, que no sirve más que para alimentar una cómoda religión sin demasiado sentido.

Tengamos en cuenta que la tradición puede variar con el tiempo, y lo que hoy parece ser malo, mañana no lo será. No se estima muy razonable confiar en la tradición de los hombres para encaminar nuestra vida. En cambio, es del todo sensato buscar nuestra guía y orientación en la Palabra de Dios, que metafóricamente hablando, es la fuente donde brota el agua pura y cristalina que necesitamos beber.

Por lo dicho hasta aquí, debemos admitir que toda persona que aspire a ser cristiano, aun cuando haya adquirido la tradición de sus padres, necesitará tomar una decisión personal, entregando su vida a Jesucristo y confiando únicamente en su Palabra fiel. Por lo demás, la declaración que él mismo hizo parece bastante concluyente: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos» (Mt. 7:21).

El esfuerzo humano

Querer alcanzar la salvación eterna, sea a través de la religión, la buena moralidad, la tradición cristiana, o el esfuerzo humano, es en cualquier caso pagar un precio innecesario. Contrariamente a la buena disposición humanitaria, la gracia de Dios es suficiente para todos, así como abundante. «Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres» (Tit. 2:11).

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Si observamos las condiciones de cualquier religión, vemos que todas, de una forma u otra, suelen presentar las buenas obras como producto de la iniciativa humana y el esfuerzo propio. Esto lleva a deducir que la salvación es un parabién que cada individuo gana como fruto de su trabajo. Sin embargo, esta idea camina alejada de la verdad de Dios: «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios» (Ef. 2:8). Parece sensato pensar que hacer buenas obras es mejor que hacer malas obras. Es verdad, todas nuestras acciones tendrán una repercusión futura, y sus consecuencias serán vinculantes a cada cual en particular. De todas maneras el Juicio final se basará sobre las obras, sean buenas o malas, para decretar el grado de perdición. Pero, tengamos por cierto que las buenas o malas obras no determinarán la salvación de nadie. «Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia» (Ro. 11:6).

En este aspecto, el humanismo cristiano, con cierta inconsciencia, ha convertido las obras de libertad cristiana en puro activismo religioso, ignorando por completo la necesidad de un cambio interior; por ello se mantiene tan extendido en nuestros días, porque dignifica al hombre resaltando su propia grandeza, y promueve sus capacidades innatas por las cuales se piensa obtendrá el preciado estado de salvación... No se halla en la Escritura esta orientación doctrinal. Veamos el asunto con inteligencia, porque el fruto (obra externa) no determina el árbol; es la raíz del propio árbol la que determina el fruto. La claridad del contenido bíblico es abrumadora: «Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia» (Is. 64:6). Así es, las buenas obras no sirven para comprar nuestra salvación personal, porque en definitiva éstas provienen de un corazón caído e imperfecto, y por lo tanto son en cualquier caso deficientes.

Los esfuerzos personales, por muy bondadosos y altruistas que sean, no justifican a nadie de su pecado delante de Dios. La Revelación bíblica no deja lugar a dudas: «Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo» (Gá. 2:16). Según reza el texto leído, las obras han de realizarse gracias a la «justificación» recibida de Dios, y en ningún caso para ser justificados delante de Él. Con todo, éstas deben ser conducidas en el reconocimiento de nuestra propia insuficiencia. Es sólo por el poder de Dios y por su gracia, que obtenemos la plena validez de nuestras buenas obras.

Lejos de inquietarse, el cristiano camina por la vida con gran serenidad interior: «Porque el que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas» (He. 4:10). Con esta actitud reposada, aquel que ha encontrado a Cristo el Salvador, en ningún modo pretende encauzar sus esfuerzos personales para ganar la salvación. Somos salvos no por... sino para buenas obras, como hace constar Efesios 2:10. De todas las maneras posibles, el creyente vive en paz porque es plenamente consciente de la gracia recibida de parte de Dios; y así logra servirle con gozo y alegría.

Por otro lado, la práctica del esfuerzo propio puede albergar en ocasiones motivaciones egocéntricas. De hecho, son muchos los que se hallan esclavos en un sistema religioso y farisaico. Detrás del esfuerzo que aparentemente realizan por amor a Dios, se esconde un gratificante amor propio. No obstante, si pudiéramos indagar en el corazón de algunos fervientes religiosos, observaríamos que a las buenas obras les precede el llamado «orgullo religioso»: una detestable forma de pecado que impide el definitivo acercamiento a Dios. Con esta disposición ha sobrevenido sobre tales personas la llamada hipocresía, que se revelaría como la aplicación enmascarada del orgullo. Bien advierte la Biblia: «Tendrán apariencia de piedad» (2 Ti. 3:5).

No son pocos los que se ocultan tras un perfecto camuflaje, que permite mostrar a los demás una imagen pura y limpia, pero que a la verdad esconde una actitud egoísta y disconforme con la voluntad de Dios. No deberíamos ser ingenuos, pues existen pecados internos, morales y espirituales, que a veces resultan más graves que aquellos que se notan exteriormente. De todos modos Dios no puede ser engañado. Él conoce la intención del corazón y no tan solamente nuestras buenas o malas obras. La aseveración apostólica parece definitiva: «No os engañéis; Dios no puede ser burlado» (Gá. 6:7).

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Hacemos bien en reconocer las instrucciones bíblicas, porque los requisitos para ser cristiano son dictados por Dios mismo, sin que el hombre alcance a determinar sus propios medios para conseguir esta sublime posición... por mucho esfuerzo que añada. Así lo hace constar el Libro sagrado: «La salvación pertenece a nuestro Dios» (Ap. 7:10). La universalidad de la Salvación

Al mismo tiempo, existe un cierto sector que piensa que como Dios es amor, al final todo el mundo se salvará, pese a todas las iniquidades cometidas. Discurramos con la mente del Creador y no con la nuestra. Si aceptásemos esta fórmula especialmente humanizada, ¿qué sería entonces de las grandes injusticias cometidas en la Historia? Sin duda, quedarían todas impunes. Resulta demasiado injusto reconocer que al final todos seremos salvos, con independencia de nuestros actos y decisiones. Esta idea que algunos defienden, sugiere la concesión de todo libertinaje, en el cual cada uno puede obrar conforme bien le plazca, ya que según parece la salvación está garantizada para todos, sin excepción. En los casos más descarados, otorga amplia licencia para desarrollar al máximo el potencial de maldad interno que el hombre posee... Si es verdad que Dios al final salvará a todos, ¿qué sentido tiene el bien y el mal en este confuso mundo? ¿Para qué sirve la fe en Dios? ¿Qué alcance lograría la justicia de Cristo? Tampoco la Revelación escrita de Dios tendría significado alguno.

Estamos de acuerdo en que Dios es amor, pero no olvidemos que también es justo, y por ello no puede mirar de reojo el grave pecado cometido por el hombre. En esto, la justicia de Dios ya está satisfecha en Jesucristo, quien recibió el castigo de nuestros pecados. Pero, veamos el asunto con sentido bíblico, pues aun cuando Cristo murió por todos, no significa que todos seremos salvos, ya que la acción histórica de entonces debe aplicarse espiritualmente hoy en el corazón del ser humano. Y para ello se requiere, como venimos insistiendo, de la aceptación individual de la obra de Cristo.

La afirmación universalista de que todos somos hijos de Dios, es completamente errónea; éste es precisamente el deseo del buen Padre celestial. Si bien al nacer todos somos criaturas de Dios, no obstante es posible llegar a ser su hijo, como refleja el texto de Juan 1:12. Y para ello se ha dispuesto el barco de la Salvación, a fin de que todo náufrago de la vida pueda subirse en él. De esta manera la oferta de salvación sí que es universal, pero no su aplicación. Lo que Dios no hará, en ningún modo, es forzar a la persona si en voluntad propia decide oponerse al Evangelio. Cada individuo toma su decisión mientras habita en este mundo, siendo prueba de su aceptación o rechazo del mensaje de gracia. El médico tiene el remedio, pero no puede obligar a nadie que no quiera tomarlo.

Además, después de pasar por el trance de la muerte física, tampoco pensemos que habrá lugar para el arrepentimiento, la expiación de los pecados, o la salvación de nuestra alma. De forma que no busquemos las soluciones futuras que podemos encontrar en el presente.

Aceptemos pues, de buen ánimo, que la salvación universal no posee ningún apoyo bíblico, y tampoco obedece al buen juicio dado por Dios, ni parece obrar conforme a su justicia. El texto bíblico establece la diferencia: «Porque muchos son los llamados, mas pocos los escogidos» (Mt. 20:16).

No es cristiano todo el que lo parece. LAS CONDICIONES PARA SER CRISTIANO

En el capítulo precedente hemos visto que para ser cristiano es necesario nacer espiritualmente. Pero, para que se vea cumplido ese cambio interior, inherente en la salvación, existen requisitos que en cierta manera Dios exige del hombre. Éstos son los que vamos a exponer a continuación.

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Examinando las condiciones que se demandan para llegar a ser cristiano, nos preguntamos: ¿Qué debemos hacer para obtener la vida espiritual? ¿Cuáles son los pasos para que el hombre pueda reconciliarse con Dios, y conseguir así el perdón de los pecados y la vida eterna? Según lo expuesto en páginas anteriores, estas preguntas se hallan prácticamente contestadas. No obstante, tendremos a bien resaltar de forma reiterativa las enseñanzas bíblicas, para que nuestra mente logre integrar bien los conceptos, y de esta manera poder remarcar mejor nuestra identidad espiritual con la Palabra divina. Solamente en Cristo

No es tarea en este punto volver a redundar sobre la figura de Cristo. Sin embargo, debemos mantener nuestra claridad sobre los aspectos más centrales de la Salvación que vienen a confluir en su persona y obra: «Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1 Ti. 2:5). Así es, por la fe en Cristo hallamos la justificación de nuestros pecados delante de Dios, logrando la paz eterna que sólo Él puede conceder: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Ro. 5:1). Esta fue la seguridad de los primeros cristianos: «Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo» (1 Jn. 4:14).

Como ya venimos apuntando, la salvación se obtiene solamente en Cristo, y fuera de Él no es posible salvarse. «No hay otro nombre dado a los hombres bajo el cielo en quien podamos ser salvos» (Hch. 4:12). Ahora bien, no es el Cristo lejano que infunde su preciosa salvación desde el cielo. Es la unión espiritual con Él lo que determina nuestra posición de cristiano; consiguiendo esta gloriosa identidad gracias a la identificación con su muerte y resurrección. En el sentido espiritual, todos los creyentes en Cristo somos declarados muertos a este mundo con Él: «Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col. 3:3). Y, conjuntamente, también hemos sido sepultados y resucitados con Él, según Colosenses 2:12.

Así, pues, el cristiano verdadero obtiene su nuevo estado espiritual, su plenitud y su razón de vivir, gracias a los estrechos lazos de unión vital con el mismo Jesucristo: «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:4-6). Con esta nueva condición, el pecador salvado ha unido su voluntad a la voluntad de Cristo, que pasa a ser su Señor y Salvador. De esta manera no sólo la fe en Cristo hace a la persona cristiana, sino la vinculación espiritual con Él. Por tanto, todo cristiano goza de la misma vida de Jesús (Gá. 2:20), de la mente de Cristo (1 Co. 2:16), y es participante de su Cuerpo (Col. 1:18). A la vez, Cristo es su abogado que intercede delante del Padre celestial día y noche (He. 7:25). Así que, todo lo que precisamos para nuestra salvación lo recibimos del Señor Jesucristo. Las obras que hagamos ciertamente son vanas e infructuosas si no vivimos en Él y para Él. Cualquier función que realicemos carece de valor si su presencia y poder se mantienen ausentes. Así cita el texto sagrado: «Cristo es el todo, y en todos» (Col. 3:11). Es nuestra unión con Cristo, pues, la llave magistral que abre toda puerta a una rica y abundante vida espiritual. Con esta misma salvedad, Jesús advirtió a sus discípulos: «Separados de mí, nada podéis hacer» (Jn. 15:5).

Concluimos, pues, afirmando que el cristianismo es Cristo. Y la definitiva unión espiritual con Él, es lo que permite que cualquier pecador pueda salvarse y por ende ser llamado hijo de Dios. No pensemos de otra manera, sin Cristo no sólo es imposible ser cristiano, sino que tampoco es posible vivir como tal.

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El arrepentimiento «Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora

manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hch. 17:30). Para comprender el arrepentimiento en su correcta dimensión, es preciso recapacitar

primero sobre el carácter perfecto de la Ley de Dios, el cual nos delata como transgresores de los mandamientos. Recordemos que la Ley condena a aquella persona que la quebranta. Y debemos reconocer que todos, sin excepción, la hemos quebrantado en un momento u otro de nuestra vida. No pasemos por alto el llamamiento de Jesús, pues en él estamos incluidos: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento» (Lc. 5:32). Si a esta conciencia de culpabilidad delante de Dios, añadimos nuestra insuficiencia para cumplir con su voluntad, no tendremos más remedio entonces que aceptar el plan de salvación que venimos anunciando.

Con este pensamiento, la persona debe apercibirse de su pecado, que le producirá pesar, tristeza y dolor espiritual. «Porque la tristeza que es conforme a la voluntad de Dios produce arrepentimiento para salvación» (2 Co. 7:10). A partir de ahí, el individuo toma una decisión interior y decide cambiar el rumbo de su vida. El arrepentimiento, pues, sólo es posible cuando el pecador se da cuenta de que anda por camino equivocado. Y este discernimiento viene precedido por la atracción del Espíritu Santo, que impresiona su corazón con la infinita justicia de Dios. A la iluminación del Espíritu, le sigue el reconocimiento de su condición perdida y de la urgente necesidad de la gracia divina. Y, finalmente, a este nuevo estado de convicción interna, se añade además la disposición y entrega del corazón, que permitirá a Dios aplicar su preciada salvación en el pecador arrepentido.

El verdadero arrepentimiento implica, por tanto, una determinación radical en la actitud hacia el pecado (damos la espalda al pecado) y hacia Dios (dirigimos nuestra mirada hacia Dios). Es, pues, un cambio en la disposición del corazón, que a la vez repercute de forma natural en un cambio de conducta. Arrepentirse, por lo visto, significa cambiar nuestra vida de orientación, así como nuestra forma de pensar y de actuar. Es girar nuestro modo de ver la existencia, teniendo en mente la correcta voluntad de Dios.

Veamos el significado del arrepentimiento en la Biblia, ya que éste parece indicar un estado de la conciencia y no sólo un acto de contrición momentánea. No consiste en agachar la cabeza en reconocimiento de la culpabilidad por el pecado cometido, sino que además se trata de romper con el pasado y comenzar de nuevo en completa sumisión a Dios. Así pareció enseñarlo Jesús: «Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento» (Mt. 3:8). Esta indicación bíblica, nos muestra que la forma de actuar del cristiano debe ser acorde con su nueva condición espiritual: pecador arrepentido. Esta actitud de arrepentimiento permanente, por otro lado, le proporciona una dosis de conciencia necesaria, que le permite ejercer un ministerio con el grado de humildad requerido por todo siervo de Dios.

Resulta inservible, por lo tanto, ejercer cualquier función cristiana, si primero no se procura un arrepentimiento sincero delante de Dios. La conversión

Al arrepentimiento debe unirse la conversión. Las dos palabras significan prácticamente lo mismo, y la una incluye a la otra. «Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados» (Hch. 3:19). Con todas las similitudes encontradas, en la conversión se destaca el verdadero acto de entrega.

Arrepentidos, con fe, acudimos a Dios para entregar nuestro corazón... Y este sería el paso decisivo: un desprendimiento de nosotros mismos que hará posible la completa aplicación de la gracia divina. Sin duda la conversión constituye una entrega incondicional de nuestro ser a Dios, así como la renuncia a toda forma de maldad. El mensaje de la antigüedad, es el mismo para nosotros hoy: «Convertíos, y apartaos de todas vuestras transgresiones» (Ez. 18:30). «Volveos ahora de vuestro mal camino» (Jer. 25:5).

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Una vez convertido, el autogobierno ya no se contempla como posibilidad en la vida del cristiano. Dios es soberano y debe gobernar el corazón, así como las circunstancias personales de todo pecador arrepentido. Es la misma idea que el apóstol Pablo intenta transmitir a los miembros de la iglesia: «No sois vuestros» (1 Co. 6:19). El concepto de renuncia al egocentrismo es de vital importancia. Una aceptación de la propuesta salvadora del Evangelio, exenta de renuncia, no es verdadera conversión. Y ésta conlleva negar nuestras motivaciones individuales, y desechar asimismo los intereses personales que se interpongan a la voluntad de Dios.

Ampliando lo expuesto en este apartado, aclaramos que la conversión implica una entrega a Jesucristo, puesto que Él es Dios infinito y posee el atributo de la omnipresencia, siendo uno con el Padre eterno. Por tal atribución divina, todo individuo puede obtener por la fe un encuentro espiritual con Jesús. La palabra de Cristo es suficiente para confiar en la promesa salvadora, y su invitación resplandece indeleble en la Revelación de Dios: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mt. 11:28). De esta manera, la conversión provoca el cambio interior: una transformación espiritual que el individuo experimenta al recibir la nueva vida, debido a la acción directa y milagrosa del Espíritu de Cristo.

Vista la enseñanza, afirmamos que el cristiano es una persona convertida, no sólo convencida. En esta plena certeza, no ignoramos que las firmes promesas de Jesús se han visto cumplidas y aplicadas en muchos corazones a través de los siglos. Incontable número de personas han descubierto la salvación eterna por la predicación de otros cristianos que Dios ha utilizado. También, cómo no, los hay que han encontrado a Cristo en su soledad, por la simple lectura de la Biblia o por el mensaje impreso en algún folleto, recibiendo así el impacto poderoso de la Palabra divina.

En definitiva, la entrega voluntaria del corazón a Dios, tomada en decisión interior, es la que confirma la autenticidad del verdadero cristiano. Sólo así encuentra sentido la aplicación del texto bíblico: «Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo» (Hch. 2:21). La fe en Jesucristo

Si aceptamos como real la existencia de una dimensión espiritual, hemos de admitir que Dios es invisible a los ojos del hombre, y por ello nuestro acercamiento a Él debe ser hecho en el ámbito de la fe: la fe verdadera. Frente a este dilema, nos preguntamos si la experiencia de fe en Dios conlleva alguna clase de sentimiento, capacidad mental, virtud especial, o método trascendental...

En primer lugar, sepamos que para ser creyente no se requiere cualquier tipo de fe; bien sea la fe ingenua que todo lo cree, la fe humanista que ensalza la capacidad humana, o la fe ciega en la religión sometida a toda creencia irrazonable. Distingamos con claridad, porque la fe es «confianza» en Dios. Y esta virtud se logra, cuando atraído por el Espíritu Santo el individuo toma la determinación de allegarse a Cristo. De tal forma, la actitud de arrepentimiento y conversión permiten a Dios generar la verdadera fe en el creyente, por la cual es convencido de la verdad de Jesucristo. Todo ello es gracias a la iluminación del Espíritu, ya que la fe salvadora es obra sobrenatural, y sólo por medio de ella se consigue discernir la Revelación de Dios.

La fe, pues, se presenta como la seguridad interna de nuestra esperanza, en plena convicción de la enseñanza contenida en la Palabra divinamente inspirada. «Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (He. 11:1). Según la definición bíblica, para ser cristiano se precisa aplicar fe en Jesucristo, esto es, confiar en él, en su obra y en su mensaje. Una dosis mayor de fe se añade para depender diariamente de la gracia especial de Dios, haciendo que las promesas de la Palabra Santa sean apropiadas en todo momento. Por ello, el mensaje bíblico se dirige a vivir permanentemente por fe y para fe, como cita Romanos, 1:17.

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Asimismo, la fe salvadora se origina cuando el corazón del hombre se halla predispuesto a la operación del Espíritu, que es la que promueve el ejercicio de tan extraordinaria facultad. En su sentido paralelo, esta clase de fe de la que hablamos, se ocasiona por disponer nuestra voluntad para escuchar la voz de Dios: «Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Ro. 10:17). Es cierto, la luz de la Palabra divina nos hace ver que nadie puede presentar sus buenas obras como retribución para adquirir la salvación. El hombre es justificado delante de Dios solamente por la fe, es decir, por depositar su confianza en el maravilloso mensaje del Evangelio. La declaración bíblica es suficiente reveladora: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gá. 3:26).

Hasta aquí, es preciso destacar la enseñanza presentada. Todo esfuerzo humano por alcanzar la salvación resulta inútil. Dios es el autor y ejecutor de la Redención. Como ya observamos, Él tomó la iniciativa en programar nuestra salvación en la eternidad, y vino a este mundo para ejecutarla en la persona de Jesucristo. Al tiempo, el Espíritu Santo (en cuanto a los creyentes) nos convenció de pecado y nos atrajo con su oferta salvadora. Seguidamente, efectuó la regeneración o nuevo nacimiento espiritual, convirtiéndonos así en cristianos.

Además de toda esta labor, hoy el poder de Dios impulsa nuestra santificación personal, a la vez que facilita el desarrollo de la conveniente vida espiritual. En último lugar, el Señor mismo completará nuestra gloriosa y perpetua salvación en la eternidad... Como no podría ser de otra manera, la gracia de Dios es absoluta en nosotros, y por lo tanto la gloria será siempre para Él.

Una vez aclarada la procedencia de la bendita Salvación, hemos notado que, según la soberanía de Dios, también le ha placido tener en cuenta la disposición personal de cada individuo. Por esta razón, el mensaje redentor que el mismo Señor Jesucristo predicó, incluye estos tres requisitos ya presentados: «Arrepentíos y convertíos y creed en el Evangelio» (Mr. 1:15). Tal y como manifiesta el texto, sobre las palabras del mismo fundador del Cristianismo, hemos considerado las tres condiciones imprescindibles que afectan a la voluntad de todo verdadero cristiano: arrepentimiento, conversión, y fe.

El cristiano lo es por condición interna, y no por su profesión externa.

7. LA SALVACIÓN, UN REGALO DE DIOS

Una vez expuestos los requisitos bíblicos para ser cristiano, nos preguntamos si la

salvación es un estado permanente, o por el contrario es susceptible de poder perderse. ¿Qué ocurre si el creyente incumple los mandamientos de Dios? ¿Puede perder su salvación? ¿Tiene, pues, que perseverar en obediencia para seguir siendo salvo? De acuerdo con las respuestas ofrecidas a estas preguntas, así se concebirá la manera de experimentar la relación con Dios y, en suma, todo el proceder cristiano.

Pese a lo que muchos puedan objetar, la Palabra de Cristo es la base más firme donde se sustenta la seguridad de nuestra salvación eterna. Y para esclarecer ciertos aspectos de carácter confuso, es necesario dispensar un énfasis especial en el presente apartado. Puede parecer inadmisible para algunos, pero ciertamente la salvación se ofrece a la Humanidad como un regalo del buen Padre celestial (del todo inmerecido para el hombre). Al mismo tiempo, es la fidelidad de Dios la que sostiene nuestra salvación, y no la perseverancia humana.

La Biblia es muy explícita en este asunto, por lo que de la valoración que hagamos de esta enseñanza dependerá, en definitiva, nuestro grado posterior de conocimiento bíblico y discernimiento espiritual.

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Estamos convencidos de que la doctrina bíblica en nuestros días ha evolucionado hacia una visión más clara sobre la seguridad de la salvación. Por este motivo debemos apreciar los textos bíblicos más certeros, que son los que pueden despejar cualquiera duda sobre la invariable posición que todo cristiano ha obtenido en Cristo Jesús. UN REGALO DE LA GRACIA DIVINA

Dejaremos a un margen la opinión de aquellos que creen que en este mundo no se puede saber si hemos alcanzado la salvación, puesto que según dicen, ello supone una actitud de presunción; pensamiento erróneo, si tenemos en cuenta los datos bíblicos. Sucede, también, que un amplio sector de nuestro tan extendido Cristianismo, mantiene la creencia de que una vez obtenida la salvación, ésta puede llegar a perderse. Algunos, proponen una salvación desde el cumplimiento de los quehaceres eclesiásticos o deberes religiosos. Otros, defienden una salvación bajo el sometimiento a ciertas obligaciones espirituales, o a la perseverancia de prácticas cristianas determinadas. Son muchos los que creen que si abandonan el cumplimiento de las enseñanzas generales de la Biblia, o el camino que la iglesia establece (a través de sus representantes), perderán automáticamente su salvación personal.

En cuanto a la presente doctrina, esta postura dispone una línea de interpretación por la que toda enseñanza bíblica hará prevalecer la seguridad de la salvación en función de las propias obras realizadas, sean éstas pasadas, presentes o futuras. Ahora bien, si aceptásemos este enfoque ciertamente equivocado –que la salvación depende de nuestros esfuerzos–, en ninguna manera podemos admitir que la vida eterna sea un «regalo» de Dios, como hace constar Romanos 6:23, sino un parabién que está condicionado por nuestro obrar, es decir, por nuestro buen o mal comportamiento.

En el sentido contrapuesto a este concepto, la Escritura es suficientemente concisa: la salvación no depende de la oración que se realice, de la cantidad de fe que se posea, de las prácticas que se acompañen, o ni siquiera de nuestro grado de obediencia a Dios... La salvación, en cualquiera de sus expresiones, pertenece al Salvador. Solamente su Palabra fiel y verdadera puede certificar nuestra redención eterna. Ningún hombre es garante de su salvación, con obras de por medio, pues como bien señala la Escritura: «Para los hombres es imposible» (Mr. 10:27).

A propósito de aquellos que basan su salvación en la perseverancia humana, advertimos que esta doctrina suele generar bastante inseguridad, la cual se deviene en muchos casos con marcados sentimientos de culpa. Reflexionemos al respecto, ya que si después de obtener la salvación por la fe, la entrada en el reino de Dios está en nuestras manos, entonces, ¿quién puede estar seguro de que la salvación permanecerá en el momento mismo de partir a la eternidad? Desde luego, toda persona que sigue esta línea de pensamiento, es empujado a vivir constantemente con una sensación ingrata de esfuerzo por cumplir la voluntad de Dios, que es sobrellevada con miedo más que con libertad. Esta postura doctrinal, defendida por un elevado índice de personas, y con suficiente envergadura como para ignorarla, constituye uno de los mayores desvíos de conocimiento bíblico. Es cierto que tal escuela muestra una argumentación de estricta apariencia bíblica. Sin embargo, no debemos ignorar que las manifestaciones del error son cada vez más sutiles y engañosas. La Soteriología (estudio de la salvación) es el área donde Satanás mantiene su especial interés, puesto que la salvación es el tema más relevante de la doctrina cristiana; de manera que, buena parte de sus esfuerzos se unirán para intentar extraviar al hombre de la verdad de Dios.

Cuántas conversiones son falsificadas por la religión, procurando una disciplina que llega a convencer a los supuestos convertidos de que son y serán salvos con la condición de... mientras que en realidad permanecen condenados por desechar la incondicional salvación gratuita de Dios, la cual no se acepta con desconfianza, sino por la fe absoluta en su promesa

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redentora. «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios» (Ef. 2:8). El texto es claro, y no propone condición alguna de comportamiento posterior a la conversión para asegurarnos de su veracidad. Las promesas bíblicas se cumplen, sencillamente porque Dios es fiel. No podemos negar, pues, que desvirtuar la toda-suficiente y eterna obra de Cristo, es continuar con los errores que desgraciadamente conserva nuestro Cristianismo histórico. Con la defensa de esta doctrina, corremos el peligro de restar validez a la gran obra de incalculable coste que Jesucristo realizó en la cruz del Calvario, en quien encontramos la seguridad eterna; desplazando con ello los méritos de Cristo por nuestros esfuerzos personales, e infravalorando así su labor redentora.

Definitivamente, la obra de Jesús para la completa y permanente salvación del hombre, ha sido ya consumada (Jn. 19:30), y ningún elemento puede añadirse para aplicarla, mantenerla, o completarla.

El cristiano ha recibido un regalo: la vida eterna. UN REGALO DE ALTO PRECIO

Examinemos la enseñanza desde el otro extremo, ya que la Salvación no representa un mero regalo que cada cual puede recibir a manera de capricho propio, sin apreciar la magnitud de sus serias implicaciones. No son pocos los charlatanes que pretenden regalar la salvación, a modo de obsequio: oferta de alguien que le place derrochar generosidad a diestro y siniestro, y que se puede aceptar con un simple gesto manual. Cuando, por el contrario, la Escritura nos habla de la conversión en términos de «entrega» del corazón, y no sólo de aceptación con la mente. En este sentido, el requisito de Jesús sigue siendo inalterable: «Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará» (Lc. 9:24). En dirección contraria al sentido del texto, muchos apuestan por la «gracia barata», sin distinguir el alto precio que Jesús tuvo que pagar. Con esta falta de visión, se llega a la conclusión de que algunos no han entendido bien el mensaje del Evangelio. Pensemos en ello, porque si bien la salvación es gratuita para toda persona, no olvidemos que a Dios le costó la vida de su propio Hijo, poseyendo ésta un alcance de incalculable valor.

Al parecer, la propagación de los extremos sobre la doctrina de la Salvación es imparable; advirtiendo la triste realidad de que mientras la Iglesia institución ha creado la justificación por la fe a manera de una sola «formulación doctrinal», ciertos sectores cristianos extremistas la han confeccionado a modo de una sorprendente «fórmula mágica». En ninguno de los casos el milagro de la Salvación puede ser sustituido por el acto de la sola conversión humana (mal comprendida). Parece que todavía no entendemos que la redención es inalcanzable por métodos humanos; ésta se hace efectiva sólo cuando Dios la aplica, como ya hemos contemplado en varios textos bíblicos. ¡Levantar la mano! como un gesto de aprobación, o ¡aceptar a Jesús! cual mera confesión auricular y, en su caso, bautizarse a modo de sacramento, no certifica la seguridad de nuestra salvación.

Pero lo grave es que son demasiados los seguidores que permanecen engañados, creyendo que son salvos sobre la base de una experiencia subjetiva, o el acatamiento de cualquier rito o norma establecida... Antes bien, permanecen muchos de ellos perdidos, debido a que han intercambiado la segura obra de Cristo por el propio acto religioso. La repetición de frases bíblicas, la confirmación de un llamamiento evangelístico, o la decisión de incorporarse a una iglesia, no legitima la salvación de nadie. Si reparamos bien en la enseñanza, deberemos aceptar que: confesar con los labios no es suficiente, porque hay que creer con el corazón, como cita Romanos 10:9. Y «creer» implica fe, ciertamente, pero también la entrega del mismo corazón. De todos modos, si indagáramos en las aspiraciones de algunas de las aparentes conversiones que se producen, no observaríamos otra cosa que objetivos de índole egoísta; originados, en muchos casos, por la búsqueda de algún beneficio propio y no de la

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voluntad de Dios... Esto puede parecer extraño si hablamos de compromiso cristiano; pero, no nos engañemos, el interés personal, familiar o inclusive eclesial, es lo que prevalece en la motivación de muchos individuos que transitan por las iglesias.

Cristo perdona nuestra deuda... pero a él le costó la vida. LA SEGURIDAD DE LA SALVACIÓN

La Palabra innegable de Dios nos asegura que el cristiano es guardado para la eternidad, gracias al cumplimiento del Pacto de gracia, y nunca debido al grado de compromiso que éste mantenga con Dios. «Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará» (1 Ts. 5:23,24). El verdadero creyente disfruta de la seguridad de la salvación eterna, y asimismo de las promesas de su Palabra. De este principio nace el deseo inevitable que motiva a todo cristiano a servir al prójimo. Y así ejerce la voluntad de Dios, con libertad, con gratitud, y por amor, alcanzando a comprender que no hace nada más que responder, y con gran deficiencia, al amor divino experimentado primeramente en su corazón. Si no fuera de este modo, su servicio cristiano se vería promovido por el miedo (por temor a perder la salvación), y no por el agradecimiento, como parece señalar el texto bíblico: «En esto consiste el amor: no en que hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros... Y «en el amor no hay temor» (1 Jn. 4:10,18).

Hacer depender nuestra salvación de la constancia en la vida cristiana, esfuerzos personales, servicio a Dios, u obediencia a los mandamientos, es como plantar un huerto en terreno de arenas movedizas. Nuestra firmeza espiritual y perseverancia es de todas maneras muy insegura. En cambio, el Padre celestial tiene cuidado de sus hijos, y estamos convencidos de que nunca nos desamparará y para siempre seremos guardados: «Porque Jehová ama la rectitud, y no desampara a sus santos. Para siempre serán guardados» (Sal. 37:28). Al texto bíblico citado no se le puede añadir nada más; es concluyente por sí mismo.

Una y otra vez afianzamos nuestra esperanza en el amor del buen Padre. Todo aquel que ha experimentado la salvación en Dios, puede testificar juntamente con el apóstol Juan: «Somos hijos de Dios» (1 Jn. 3:1). Resaltemos la enseñanza que define tan extraordinaria declaración bíblica, recogiendo aquí la experiencia de algunos padres, que si bien éstos soportan a hijos desobedientes y rebeldes, también debemos admitir, con toda seguridad, que nunca dejarán de ser «hijos». Este vínculo tan humano, que a la vez certero, se mantiene gracias a la condición filial de padre-hijo, la cual es inseparable. Así ocurre entre Dios y el cristiano verdadero, pese a que muchas veces, guiado por su debilidad, éste pueda llegar a desobedecerle. En esto, observamos que el apóstol no basó su seguridad eterna en sí mismo, sino en el poder del Salvador: «Y el Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial» (2 Ti. 4:18).

La seguridad de la salvación, por tanto, no descansa en la debilidad e insuficiencia del hombre; ésta posee su «firme ancla» en la autosuficiencia de la obra de Cristo. Por ello, no podemos hacer nada para justificarnos: «Dios es el que justifica» (Ro. 8:33), y nunca el buen o mal obrar. No somos «salvos por obras (pasadas, presentes o futuras), para que nadie se gloríe» (Ef. 2:9). «El que cree en mí, tiene vida eterna» (Jn. 6:47), y no vida intermitente (ahora sí... ahora no). «La dádiva (el regalo) de Dios es vida eterna» (Ro. 6:23). Un regalo no tiene condiciones: por una parte se ofrece y por la otra se recibe, sin más. «Y si por gracia (regalo inmerecido), ya no es por obras; de otra manera la gracia (regalo) ya no es gracia» (Ro. 11:6). Los cristianos aceptamos que Cristo «nos salvó (una sola vez), no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho» (Tit. 3:5), ni por

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las que podamos hacer. De esta manera, a todos los que han recibido a Jesucristo, y han depositado su confianza en él, se les ha otorgado la autoridad de «ser hechos hijos de Dios» (Jn. 1:12). El hijo de Dios lo es hoy y lo será mañana, con independencia de sus hechos. «Y yo (Jesús) les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie (ni siquiera nosotros mismos) las arrebatará de mi mano» (Jn. 10:28). Visto el último texto bíblico, no parece muy acertado contradecir las palabras de nuestro buen Jesús.

El cristiano está seguro en la seguridad de Cristo. UNA PERSPECTIVA CORRECTA

Pensamos que el problema de base que se plantea, radica en creer que si somos salvos para siempre, sin tener en cuenta las obras posteriores a la salvación recibida, promoveríamos entonces la práctica del pecado, y con ello la desobediencia a Dios... Si bien este razonamiento podría contener cierta lógica, el que tal piensa no ha entendido en su verdadera dimensión ni la gracia, ni tampoco el amor del Señor.

No podemos aprobar en ninguna forma que un creyente –nacido de nuevo– viva totalmente apartado de Dios, practicando el pecado intencionadamente, sin carga alguna en la conciencia, y sin tener presente el amor que el buen Padre ha derramado en su corazón. En este caso, lo más probable es que tal persona todavía no haya conocido realmente a Dios. Este es el principio bíblico: «Todo el que peca (practica el pecado deliberadamente), no le ha visto, ni le ha conocido» (1 Jn. 3:6). Por consiguiente, si alguien dice: –Yo puedo pecar y hacer lo que quiera con mi vida personal, después de haber recibido la salvación, podemos concluir, con toda firmeza, empleando la siguiente expresión bíblica: «Si no dijesen conforme a esto (a la ley y al testimonio) es porque no les ha amanecido» (Is. 8:20).

Otros, desde su posición moderada, opinan que el cristiano sólo pierde la salvación en caso de apostasía o pecado mortal, esto es, cuando renuncia a su salvación en pro de doctrinas o prácticas erróneas, o bien deja de congregarse y se va al «mundo» (como se suele decir). Aquí debemos aplicar el sentido habitual, puesto que se hace difícil pensar que alguien renunciara en su pleno juicio a un regalo de alto precio, o que una persona desechara conscientemente un tesoro encontrado de gran valor. De igual manera, si reparamos en el reino animal, aceptamos que un león no puede renunciar a su naturaleza felina, aunque quisiera, pues ha sido dispuesta en el momento de su concepción.

Siguiendo el orden de estos ejemplos, debemos considerar que el «nuevo nacimiento», del que habla la Escritura, se produce una sola vez, y esta condición espiritual de la persona es irreversible. La regeneración obrada en el creyente ya no se puede deshacer. De la misma forma la predestinación 4. es irrevocable. Y la justificación recibida por la fe –la posición legal de justo–, en ningún modo se puede invalidar. «Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó; a éstos también glorificó. ¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Ro. 8:30,31). 4. No parece muy acertado pensar que Dios tiene un pueblo predestinado y al parecer la voluntad del individuo no cuenta en absoluto. Seguramente el concepto tiempo, visto desde la eternidad, juega un papel decisivo. De todas maneras, la predestinación es un «caballo» que todavía hoy cabalga entre los extremos teológicos, por lo cual deberíamos abordar el tema con adecuado equilibrio bíblico.

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Por otra parte, en la Biblia se utiliza el término «cuerpo» como metáfora para referirse a la iglesia. Y sabemos que aunque todas las partes del cuerpo permanezcan unidas, cabe la posibilidad de que algunos miembros dejen de funcionar y queden así inutilizados; pero lo que en ningún caso podemos negar, es que seguirán formando parte del cuerpo. «Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Ro. 11:29).

A juzgar por lo visto, la información bíblica apunta hacia la preservación de la vida eterna. Y los textos que puedan incurrir en aparente contradicción, se han de interpretar en su contexto y a través de toda la analogía bíblica. Por lo general, los versículos a los que se asigna erróneamente la pérdida de la salvación, guardan relación con la pérdida de la comunión con Dios, la restricción de la vida espiritual, la privación del gozo, y la tristeza del Espíritu.

Efectivamente, podemos perder nuestra comunión con Dios, pero no nuestra salvación. Y para que podamos comprenderlo mejor, el apóstol Pablo, otorgándole valor a las obras que se presentarán en el Tribunal de Cristo, pronuncia lo siguiente: «Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego» (1 Co. 3:15). La imagen es altamente ilustrativa: un fuego imprevisto se apodera del hogar; nuestra vida corre grave peligro, y ya no tenemos tiempo para llevarnos ninguna posesión u objetos personales. Así marchamos rápidamente y sin pensarlo dos veces. Y a pesar de que la casa y todos nuestros bienes se destruyen en el incendio, por lo menos tenemos la gracia de que nuestras personas se salvan... Ésta parece ser la enseñanza que la Escritura propone, en términos generales, sobre la seguridad de la salvación.

Ciertamente sólo el Señor sabe quiénes son sus hijos (2 Ti. 2:19). Ahora bien, puede que se hallen personas que no entiendan el desarrollo de su salvación personal, o ni siquiera sean muy conscientes de ella, con la consiguiente vida desordenada. Sin embargo, en un momento determinado de su vida realizaron, en la esfera de su espíritu, una verdadera entrega a Dios; en consecuencia, el Espíritu selló sus corazones como garantía de salvación y propiedad divina. En tal caso se puede asegurar su salvación, si bien existe un problema de ignorancia bíblica o confusión mental. Otros, además, albergan dudas e incertidumbre por largo tiempo; pero ello no significa que hayan abandonado su estado de salvación. En muchas ocasiones es un proceso inevitable, pero a la vez necesario, para ayudarles con posterioridad a consolidar su fe. Si esta actitud persiste, puede deberse a desarreglos de tipo psicológicos, o crisis de fe pasajeras. Por lo tanto, en este periodo, se hará preciso reorientar la relación con Dios de una forma adecuada.

También puede ocurrir lo contrario, esto es, que algunos crean tajantemente que son salvos, sin haber comprobado el auténtico poder del Evangelio. Aseveración defendida por formar parte del grupo, ser hijos de la iglesia, mantener determinadas experiencias, o proseguir con las costumbres dominicales... De éstos no carece nuestro Cristianismo, por cierto, los cuales no sólo permanecen perdidos, sino también engañados; y lo que es peor, alimentando un sistema seudo-cristiano que camina en sentido opuesto a la verdad bíblica. Aquí se encuentra el peligro mayor de todos, y el fraude que hoy por hoy se origina en muchos círculos cristianos. Sepamos que lo que falla en muchas ocasiones no es la expresión de la salvación, la cual puede ser correcta o incorrecta en sus formas, sino la condición espiritual interna de la persona. Para remarcar bien la idea, el apóstol Juan tuvo que concluir con determinación: «El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Jn. 5:12). Ésta es nuestra confianza, y lo demás son añadiduras con muy poca base bíblica, que no parecen ajustarse al corazón paternal de Dios. Estemos seguros de que aquel que hoy es salvo (aunque a veces no lo parezca), lo es para siempre... Pero, a la verdad, también los hay que pueden parecer salvos, sin realmente llegar a serlo.

Finalmente, tomemos buena nota de la siguiente definición bíblica: «No depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia» (Ro. 9:16).

No se puede perder la salvación de Dios, pero sí la comunión con Él. -46-

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8. LA POSICIÓN EN CRISTO

Teniendo en cuenta los datos presentados en la Palabra de Dios, se hallan dos categorías donde se agrupan todas las personas de este mundo, es decir, el que es salvo y el que está perdido; el hijo de Dios y la criatura; el creyente y el incrédulo. Dos estados de existencia, dos caras de la moneda, dos lados de la barrera...

Aunque para esta sociedad no tenga apenas valor el veredicto final, hoy sabemos que la posición que cada uno adquiere en esta vida, es la que cuenta definitivamente para la eternidad. Por ello es de crucial importancia plantearse el tema con toda seriedad, porque aun queriendo, es imposible mantenerse en la neutralidad: «Ninguno puede servir a dos señores» (Mt. 6:24). Haríamos bien en meditar sobre el estado de nuestra alma y condición frente a Dios; y también en responder a las preguntas siguientes: ¿Qué posición espiritual condiciona el transcurso de mi existencia terrenal? ¿En qué lugar me hallo frente a la voluntad perfecta de Dios? ¿Cuál es mi identidad según la Revelación bíblica? Pese a las diferentes respuestas que se pudieran ofrecer, para el verdadero cristiano es su posición en Cristo, especialmente, lo que garantiza la legalidad de ese maravilloso título; confirmando con ello su salvación personal, y asegurando de esta manera la entrada en el Reino de los cielos. «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús» (Ef. 2:10).

Así es, una identidad nueva es asignada a todo aquel que ha experimentado la gracia salvadora de Cristo. Desde esta privilegiada posición, al cristiano se le confieren ciertas atribuciones espirituales que definen su identidad y que, por otro lado, procuran las diferencias del resto de personas que no se hallan vinculadas a la obra de Cristo. Con estas credenciales tan definidas, además, nos percatamos del contraste existencial tan marcado que se halla entre el cristiano verdadero y el falso, el cual se sitúa en la misma posición que el incrédulo.

Apreciemos la enseñanza bíblica sobre nuestro presente estado espiritual, porque según sea nuestra posición en la tierra, así será nuestra condición en el cielo.

Todo pecador salvado por Cristo, ha adquirido grandes y eternos privilegios que en ningún caso debe ignorar. Por lo tanto, resulta provechoso para el alma recapacitar sobre la maravillosa posición que el cristiano posee. Indudablemente, es nuestra responsabilidad conocer con claridad los aspectos que envuelven la condición espiritual de los creyentes en Cristo, para en la medida de lo posible obtener una sólida conciencia que nos permita obrar conforme a esa nueva y gloriosa identidad: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios» (1 P. 2:9). Atendiendo a la información bíblica, observamos que el cristiano ha adoptado una serie de títulos que le exaltan como tal, y le definen en sus características especiales. En el momento de la conversión a Dios, al individuo se le adjudica una categoría espiritual que es otorgada de manera automática y simultánea a la salvación recibida. No tenemos que esforzarnos por ganar tan magna condición, puesto que es gratuita. De tal modo que el nacimiento espiritual del que ya hablamos, es nacimiento a una nueva vida y por lo tanto a una nueva identidad.

Observemos a continuación algunos textos bíblicos que nos ayudarán a identificar al verdadero cristiano. Al igual que en el resto del libro, estos versículos se pueden comprobar con cualquier ejemplar de las Sagradas Escrituras: El cristiano es llamado hijo de Dios (Jn. 1:12); posee una nueva vida en Cristo (Ro. 6:4); se ha reconciliado con Dios (Ro. 5:11); es poseedor de la vida eterna (1 Jn. 2:25); es sacerdote y rey (Jud. 6); es peregrino y extranjero en este mundo (He. 11:13); es heredero juntamente con Cristo (Ro. 8:17); ha obtenido el perdón de los pecados (Ef. 1:7); ha sido transformado por Dios (2 Co. 3:18); es templo del Espíritu Santo (1 Co. 6:19); ha sido comprado por Dios y le pertenece a Él (1 Co. 6:20); es nueva criatura por el nacimiento espiritual (2 Co. 5:17); está unido a Jesucristo (1 Co. 1:30); es reconocido como santo de Dios (2 Co. 13:13); ha sido redimido del castigo del pecado (Ro. 3:24); es un embajador del cielo (2 Co. 5:20); ha sido justificado delante de la Ley (Ro. 5:1); Jesús es su Pastor personal (Jn. 10:11)... Hasta aquí una pequeña selección, a la cual

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podríamos seguir añadiendo otras muchas citas bíblicas. Sirvan éstas para concebir una idea general de la condición tan gloriosa en la que se sitúa el creyente en comparación con el incrédulo. Recordemos que esta dicha es gracias a la posición que Dios concede por su amor, y nunca se debe a méritos propios.

Otra forma de saber que somos realmente cristianos, incluyendo las declaraciones bíblicas presentadas, es a través del testimonio que Dios produce en el alma de todo redimido: «El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo» (1 Jn. 5:10). Existe, en este sentido, una experiencia vital en el creyente, que confirma y ratifica su propia condición espiritual. Igualmente ocurre con la fe que se sucede de la Revelación escrita (He. 11:1), resultando en una profunda seguridad interior, que le confiere al cristiano la plena convicción de su lugar frente al Padre celestial. Entre otros factores asociados a Dios y a nuestro prójimo, cabe también destacar el amor como rasgo distintivo de todo genuino creyente. Un amor verdadero que mostrará a Dios, en mayor o menor grado, y en consecuencia a todo aquel que le rodea. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Jn. 13:35).

Además, la manera de pensar, hablar y conducirse en la vida, confirmará en buena medida este especial nombramiento. Dicho en palabras de Jesús: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt. 7:16). En todo caso, para que alguien se le otorgue la categoría de cristiano, precisará asimismo de una identificación con las enseñanzas cristianas; incorporando en su vida no sólo la doctrina de Jesús, sino también su ejemplo de vida.

Es cierto que la conciencia que se adquiere de la salvación puede ser creciente, y tal vez alguien sea cristiano nacido espiritualmente sin apenas advertir esa nueva vida, o albergar un sentimiento claro a tal experiencia. Pero, por lo general, tarde o temprano, y con la ayuda de Dios, la persona reconocerá las indicaciones de la Escritura Sagrada, y se dará cuenta así de su magnífica condición espiritual.

Por lo demás, nadie se llame a engaño, porque ser cristiano no significa ser perfecto. La salvación no elimina la naturaleza pecadora, e inevitablemente seguimos pecando. Con todo, el que ha experimentado el perdón y la gracia divina, no puede pecar con la inconsciencia del incrédulo, pues una fuerza exterior (la de Dios) le asiste permanentemente, limitando los impulsos pecaminosos y todas aquellas primeras inclinaciones al mal... Sin embargo, aún sigue permaneciendo el mandato: «Despojaos del viejo hombre» (Ef. 4:22). Al coexistir una doble naturaleza en el creyente, todavía existen hábitos, costumbres, pensamientos y tendencias pecaminosas, que se oponen a la voluntad de Dios y por lo tanto deben ir desapareciendo de forma progresiva en la vida de todo pecador redimido. Así, la vieja naturaleza debe menguar, y la nueva crecer y madurar. Y si hay buena disposición, el Espíritu ayudará a todo cristiano para poder hacerlo como conviene. El periodo de crecimiento es lento, pero seguro.

Somos cristianos por la posición divina, y no por la tradición humana. EL ESPÍRITU SANTO

Una de las referencias que más claramente identifica al creyente, y por otro lado le diferencia del incrédulo, es la posesión del Espíritu Santo de Dios. Las propias declaraciones de la Revelación escrita son categóricas, y afirman que todo convertido a Cristo ha sido receptor del Espíritu eterno, el cual ha venido a morar de una forma permanente en su corazón. No existe confesión más precisa: «Si alguno no tiene al Espíritu, no es de Cristo (no es cristiano)» (Ro. 8:9). El Espíritu Santo es el agente de Dios que llevó a cabo el necesario proceso de conversión, iluminando nuestra mente para comprender el pecado y sus consecuencias, y presentándonos a Jesucristo como el único y suficiente Salvador. A partir de

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adquirir esa conciencia definida, también nos ha concedido el arrepentimiento indispensable para acudir a Dios en acto de fe, que es la manera como llegamos a recibir la salvación. «Y cuando él venga (el Espíritu Santo), convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio» (Jn. 16:8,9).

En cualquier caso, la seguridad interior proveniente de la nueva condición espiritual del creyente, se halla impresa en la conciencia a través de la huella del Espíritu: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Ro. 8:16). Con la nueva vida en Cristo, el pecador arrepentido se convierte en templo del Espíritu, esto es, Dios mismo habitando de forma permanente en su corazón; y así es llenado con su bendita presencia. La acción del Espíritu Santo es de vital importancia, puesto que sin su poderosa intervención seríamos del todo ineficaces para cumplir con nuestras funciones espirituales. «En él (Jesucristo) también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él (Jesucristo), fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Ef. 1:13). Así que, el Espíritu viene a configurarse como el «sello» de Dios, es decir, la garantía de nuestra salvación eterna. No olvidemos, también, que el Espíritu (que es el mismo Dios omnipresente) nos ofrece ánimo y consuelo en todo momento (Jn. 15:26); además de ayudarnos en nuestras debilidades, iluminando, dirigiendo y santificando nuestra vida, para favorecer todo perfeccionamiento espiritual... El cristiano fiel se apercibe de todas estas bondades divinas, y es colmado en un estado de bienestar espiritual con ellas.

Igualmente se hallan unas manifestaciones especiales que evidencian la acción del Espíritu Santo en la vida del verdadero creyente. La señal de su presencia se acompaña de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gá. 5:22,23). Éstos son rasgos espirituales que deben notarse, con mayor o menor intensidad, en la vida de todo creyente en Cristo, y lo que favorecerá el desarrollo de las necesarias virtudes para un adecuado y eficiente servicio a Dios. Con ello, el pecador salvado es fortalecido en la fe, y su vida cristiana, plena y satisfecha, se va desarrollando en el camino de la madurez espiritual. Por otra parte, todo cristiano es capacitado con unos dones (pastor, maestro, evangelista...) que, asistidos por el mismo Espíritu, son puestos al servicio de Dios y de la Iglesia. Estos dones, a su vez, le revisten de una facultad especial por la cual todas sus cualidades son potenciadas para el próspero resultado de su ministerio cristiano. Hallamos una lista de aquellos dones que Dios ha tenido a bien que conozcamos: en Romanos 12, 1 Corintios 12 y Efesios 4.

Ya mencionamos que el verdadero hijo de Dios está seguro en Cristo, y por ende no pierde su salvación. Pero, no obstante, nos corresponde cuidar de ella con temor y temblor, como administradores de la gracia recibida (Fil. 2:12). De no ser así, nuestra comunión con Dios puede quedar obstaculizada. Y si menospreciamos la comunión con el Creador, a la vez estaremos impidiendo que el Espíritu Santo intervenga con su gracia especial en nuestra vida. La Biblia es clara en este asunto: «Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef. 4:30).

Por todo lo explicado, afirmamos que el cristiano ha sido investido con el Espíritu de Dios, el cual entró en su corazón en el momento de la conversión, proveyéndole de fe, esperanza y capacidad sobrenatural, para proceder en la vida con integridad. La pregunta del apóstol a los creyentes del primer siglo, viene a confirmar lo expuesto: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?» (1 Co. 6:19).

En la actualidad nos hace falta a los cristianos recuperar la conciencia bíblica de la presencia del Espíritu Santo, y al mismo tiempo reconocer su intervención especial en nuestros corazones.

El cristiano es recipiente del Espíritu de Cristo. -49-

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LA IGLESIA

Toda persona convertida a Dios, ha sido al momento incorporada en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia universal. Dios ha formado un pueblo, que aun disperso en este mundo, se hace patente en la comunidad local de hermanos en la fe, donde se descubre una imagen colectiva de los principios del Reino celestial.

El cristiano genuino, que ha experimentado la salvación desde su condición particular, ya no es un ser independiente, por lo que no debe vivir escondido en una religión individualista. Es verdad que algunos han conocido el Evangelio en su soledad, o por la predicación de otros creyentes en el ámbito privado. Sin embargo, el individualismo no está contemplado en la Biblia... Sepamos que no son pocos, precisamente, los que han conocido el Evangelio en la misma iglesia. Y para este fin primordial, Dios desea utilizar hoy a su pueblo. Por tal motivo, el concepto de «grupo» en la Biblia es de crucial importancia. Hemos sido creados para mantener una relación con Dios, pero también con nuestro prójimo. Por eso los cristianos han sido reunidos para formar un único pueblo: «el pueblo de Dios» (Ef. 2:14).

Consideremos el proceso natural que se produce en la conciencia. La persona convertida a Cristo comprende que la experiencia salvadora que ha tenido, es común a otras personas. Y en su caso, como fue creado para vivir en sociedad, se percata de que la constitución de la iglesia parece del todo razonable, y de que ésta contiene un propósito especial para su nueva vida. Y una vez concebida la identificación espiritual con otros cristianos, intuye que ésta debe hacerse efectiva en la práctica de la comunión, confesando en esa dimensión colectiva su propia experiencia con Dios. Por ello, nuestras relaciones con otros creyentes nacidos de nuevo, deben ir más allá de las superficiales. Con este sentir, aquellos que han obtenido el común regalo de la Salvación, se reúnen en comunidad (iglesia local) y bajo un proyecto unánime, que será el de apoyarse, ayudarse y edificarse; alcanzando el objetivo más elevado y sublime, que es adorar a Dios y extender el Reino de los cielos.

Cierto es que no todas las iglesias que confiesan ser cristianas son verdaderas iglesias. Lo que demostrará la autenticidad de la iglesia, primeramente, es la fidelidad que ésta posea al mensaje explícito de las Escrituras (en lo que respecta sobre todo a las bases de la Salvación). Su experiencia interna y también su expresión hacia el mundo, acorde con los principios generales de la Biblia, mostrarán la veracidad o falsedad de la propia comunidad. Pese a todo, no juzguemos mal, la Iglesia está conformada por cristianos que siguen siendo pecadores, con sus correspondientes imperfecciones; y mientras vivamos en este mundo estropeado, siempre saldrá a luz toda deficiencia personal (la suficiencia proviene de Dios).

Al margen de los desajustes humanos, es maravilloso pensar que el mismo Dios que ha salvado al pecador de forma individual, no le deja huérfano, sino que lo integra en una familia para que sea acogido... Es lógico pensar que el nuevo creyente en Cristo no consiga aprender los fundamentos de la fe, o las bases bíblicas de su orientación cristiana, si al tiempo no se hallan a disposición otros hermanos que le puedan enseñar. Es responsabilidad de cualquier iglesia local, por tanto, acoger a los recién convertidos como si fueran hijos propios. Este sentido colectivo del Reino, y los beneficios que se derivan de su adecuada extensión, se infieren del texto siguiente: «Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna» (Mt. 19:29). El pasaje bíblico revela los estrechos lazos de familiaridad que vinculan a cada hombre o mujer convertido a Cristo, que a la vez se constituyen hermanos en la fe. Aunque, si bien, la efectividad de esa relación de hermandad dependerá, en buena medida, del funcionamiento de la familia espiritual. Es culpa nuestra si muchos creyentes están privados de los beneficios que debe aportar la comunidad del Reino, esto es, la iglesia local. Dios ha dado unas instrucciones precisas en su Palabra, y si éstas no se cumplen, el cristiano, y especialmente el recién nacido, se verá afectado negativamente...

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En caso de producirse graves desórdenes en la comunidad, que nadie piense que el cristiano fiel ha quedado relegado en el olvido. Muy al contrario, Dios mantiene el control y su providencia sobre la vida del verdadero convertido, por lo que todos los sinsabores (incluyendo los eclesiásticos) adquieren un significado marcadamente positivo. Éstos, asimismo, se convierten en pruebas de fe, por medio de las cuales se han de formar necesariamente los auténticos valores que prevalecerán por la eternidad. Entre tanto, Dios permanece como el buen Pastor, y en ningún caso abandonará a ningún hijo suyo; sino que, con amor y atención paternal, le ofrecerá su ayuda, cuidado y protección celestial.

El cristiano deja de ser individuo, para ser iglesia.

9. EL CAMINO DE LA VIDA CRISTIANA

Seguimos avanzando hacia la correcta comprensión de lo que significa ser cristiano. Con la conversión y el nuevo nacimiento, el buen Pastor no ha terminado su labor; por el contrario, la ha comenzado. Ahora el cristiano es su hijo y Dios es su Padre, a quien debe amar, obedecer, y en quien debe confiar. Anteriormente apuntábamos a la idea de que todo creyente goza de una excelente posición en Cristo. Sin embargo, este mismo enaltecimiento no debe pronunciarse en el terreno de la teoría, sino que ha de tener una clara repercusión en el mundo del que formamos parte. Es decir, la persona que se convierte a Dios es cristiana... pero sus circunstancias también lo son. Por lo tanto, su forma de pensar y manera de comportarse, se habrá de ajustar necesariamente a esa nueva realidad. A partir de la salvación, que es instantánea (pero a la vez progresiva), comienza la aventura de la vida cristiana, donde se vislumbra un largo y a veces difícil camino por recorrer.

A tenor de lo dicho, se halla un significado práctico del término cristiano que es determinante para poder apropiarse de este magnífico título, y que por otra parte obedece al sentido original que se encuentra en las mismas Escrituras. Véase la mención que se hace en Hechos 11:19-26, en la ciudad de Antioquía, acerca de los primeros creyentes en Cristo. Curiosamente, estos impulsores del Cristianismo no fueron llamados cristianos sólo porque habían experimentado la salvación, sino principalmente porque seguían a Jesucristo, porque eran fieles discípulos de Él. Como es de esperar, al igual que entonces, también hoy debe adquirir el mismo sentido para todo aquel que posea tan sublime nombre. Así, pues, cristiano fue el título que identificó a los primeros seguidores de Jesús, el Maestro. Ser cristiano, originalmente hablando, significa «seguidor de Jesucristo».

Teniendo presente esta enseñanza bíblica, aceptamos que el cristiano lo sea primeramente por su posición en Cristo, pero a la vez también por la demostración práctica de su condición como tal. «El que dice que permanece en él, debe andar como él (Cristo) anduvo» (1 Jn. 2:6).

Sin perder de vista lo expuesto en capítulos anteriores, admitimos que todo cristiano fiel puede llamarse discípulo de Jesús. Con esta identificación tan especial, es preciso destacar la importancia del discipulado que ha de producirse posterior a la conversión. Desde luego, nadie nace enseñado. El cristiano recién nacido espiritualmente en ningún modo es perfecto, y desde su imperfección, pero con la asistencia de Dios, habrá de comenzar el proceso de crecimiento espiritual.

EL DISCIPULADO CRISTIANO

En relación con el tema, existen dos enfoques sobre el discipulado que hay que saber

distinguir. El primer discipulado es impartido por otros cristianos con madurez espiritual, donde de una forma personal, bien sea en el ámbito particular o a través del ministerio eclesial, transmiten al recién convertido los fundamentos espirituales, doctrinales y éticos, concluyendo en la manera como debe proceder según la Palabra de Dios. Con este fin, no solamente se

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deberá comunicar la buena doctrina, sino más bien un modo de conducirse y contemplar la existencia humana, que contenga una visión general e integral de la vida; y sobre todo y lo más importante, deberá transmitirse el ejemplo ilustrado en la propia conducta. Como se suele decir: se aprende más con el ejemplo que con las muchas palabras. A partir de ahí, el recién convertido obtendrá las herramientas suficientes para proseguir con cierta autonomía; dependiendo siempre de la gracia divina, claro está. Este discipulado al que nos referimos puede extenderse durante dos o tres años, donde en tal periodo el cristiano iniciado formará las bases doctrinales y éticas, que a su vez recibirá por medio de la lectura y meditación de los Escritos sagrados, por el estudio sistemático de las doctrinas cristianas, por la oración, y por el compromiso con Dios y su Palabra; además de ejercitar sus dones de forma adecuada y progresiva a través de su servicio en la iglesia. Todo ello motivado por un espíritu de amor y obediencia a Dios, en libertad y buena disposición; atendiendo siempre a la única autoridad suprema, que es la Santa Biblia. Tal discipulado posee un orden de elevada importancia para todo recién convertido, ya que el provechoso resultado marcará las huellas de su carácter moral y posterior modelo de vida. Este periodo de disciplina, definitivamente, formará el soporte donde construirá el edificio de su madurez espiritual y estabilidad cristiana.

El segundo discipulado también comienza en el momento de la conversión, y por supuesto incluye el primero. Éste es el que depende de la buena relación con Dios y con su Palabra, e indudablemente dura toda la vida. «Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios» (Jn. 6:45). En este proceso de aprendizaje, es donde también se contempla el seguimiento a Jesucristo. El llamamiento es para todo discípulo suyo: «Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Jn. 13:15). Así, la finalidad de todo cristiano consiste en llegar a ser como Jesús, reproduciendo su carácter virtuoso y calidad de vida humana. Aunque, para imprimir los valores de Cristo en nuestro corazón, nos interesa conocer, aparte de sus enseñanzas, también su forma de proceder. Esto se consigue meditando en los evangelios acerca de la vida y ejemplo del Maestro, y conociendo su manera de hablar y de conducirse, así como sus reacciones, conducta, integridad, y demás cualidades... Como bien recomendó el apóstol Pedro, Cristo nos dejó su ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 P. 2:21). No obstante, ya mostramos en el apartado anterior las implicaciones que conlleva ser discípulo de Jesús, por lo que no vamos a repetir otra vez la enseñanza.

En resumidas cuentas, el primer discipulado tiene que ver con nuestra relación eclesial de hermandad y comunión cristiana, donde el Señor interviene de forma colectiva. El segundo, a la vez, se origina por medio de nuestra relación particular con Dios y seguimiento a Jesucristo. «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef. 5:1).

El cristiano ha sido transformado, para ser formado. EL FUNCIONAMIENTO DE LA VIDA CRISTIANA

Llegados a este punto, reiteramos la propuesta planteada anteriormente, indicando que la condición para apropiarse del maravilloso título de cristiano, no reside únicamente en la salvación eterna del alma, sino que además se requiere de su adecuada manifestación. Esta expresión de la vida espiritual, aplicada en el ejercicio de la vida cotidiana, se define en tres ámbitos fundamentales: en nuestra relación con Dios, con el prójimo, y con nosotros mismos. Así, nuestro servicio cristiano se establece en forma dinámica, y éste se desarrolla precedido por un sentimiento de amor verdadero a Dios, por el cual todo cristiano intentará corresponder, en gratitud, al infinito amor de Cristo y a los grandes beneficios obtenidos por su

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gracia. De tal magnitud es el agradecimiento experimentado, que en ningún caso seguir a Jesús se convierte en un compromiso fastidioso. Parece ser al revés, pues servir a Dios, como a los demás, constituye una experiencia satisfactoria, e igualmente incluye el significado práctico de la vida cristiana. El cometido que tiene la persona convertida, por lo tanto, no es otro que el de glorificar a Dios a través de su buen proceder diario.

A continuación explicaremos la dinámica espiritual del cristiano en sus diferentes objetivos prácticos. Y si bien los tres apartados que expondremos se interrelacionan entre sí, no obstante realizaremos una separación con el objeto de integrarlos mejor en nuestra mente. En relación con Dios

Caminar con Dios es la experiencia más bella y extraordinaria que puede alcanzar el ser humano. La expresión bíblica «y caminó Enoc con Dios» (Gn. 5:22), contiene la esencia de un cristianismo sustentado en la verdad última. Vivir junto al Creador, es lo que permite obtener la excelencia de la vida. Y con esta condición tan especial, el cristiano logra reorientar su camino en la correcta dimensión de la fe, y de tal forma halla la plenitud espiritual en comunión con su Padre celestial. Esto forma parte de su experiencia vital y de una realidad profunda que da sentido a su vida. Dios representa el todo y no hay nada más importante que hacer su voluntad; y, podemos afirmar que sin la impronta de su presencia, las cosas materiales se ven insignificantes y carecen por completo de valor. Por todo ello, es preciso destacar la importancia que tiene la relación personal con Dios, pues nuestro acercamiento o alejamiento de Él, determinará en gran medida la validez de nuestra vida aquí en la tierra.

Dicho esto, la unión espiritual que el cristiano conserva con su Hacedor, se expresa principalmente en la comunicación. Y ésta posee dos pilares fundamentales: por un lado Dios nos habla a través de su Palabra escrita, y por el otro nosotros le hablamos a Él a través de la oración. Éstas son las dos columnas básicas donde el creyente establecerá los lazos de su comunión espiritual con Dios.

Reiteramos que por las Sagradas Escrituras conocemos mejor a Dios y su voluntad para con nosotros. Con este propósito, antes de conquistar la tierra prometida, Josué recibió unas recomendaciones muy especiales: «Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien» (Jos. 1:8).

Aparte del estudio y meditación de los Escritos divinos, también logramos el ejercicio de nuestra devoción espiritual a través de la oración. De esta forma, la expresión de nuestra gratitud a Dios se realiza por medio de nuestras palabras y pensamientos. «Dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef. 5:20). Además, del cristiano agradecido brotará un sentimiento de adoración, que resultará la expresión a Dios de su reconocimiento: por lo que Él es, y por lo que ha hecho por nosotros. «Porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Jn. 4:23). Toda criatura que haya sido reconciliada con el Creador, deberá seguir manteniendo esa disposición conciliadora con Él. La persona nacida espiritualmente ha unido su voluntad a la de Dios, y sus pensamientos se hallan conectados con los de Cristo. En esta nueva realidad, todos los cristianos debemos permitir, con verdadera entrega, que el Espíritu de Jesucristo gobierne nuestro ser, cediéndole voluntariamente el control de nuestra vida. De esta manera su presencia y poder permanecen día a día con nosotros: «Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20).

Por lo visto en este apartado, se hace indispensable un tiempo diario para poner en práctica la oración, la lectura y meditación de la Palabra Santa; todo llevado a cabo en espíritu de adoración a Dios. Sólo así, y no de otra manera, nuestra comunión con el Padre mantendrá la salud espiritual necesaria para perseverar, con verdadero vigor, en el difícil transcurrir de la vida diaria.

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En relación con los demás

Es preciso tener en cuenta que el cristiano no es un ser extraño, raro, o enigmático. Por el contrario, no hay ser humano más «humano» que el cristiano. Debido a que los valores del hombre se han corrompido por causa del pecado, no es sino con la conversión a Dios, que el individuo logra recuperar los auténticos valores de la humanidad, ya que no en vano éstos han sido originalmente proporcionados por Dios. Por consecuencia, resulta contradictorio pensar que podemos tener una óptima relación con Dios y al mismo tiempo una pésima relación con los demás.

Parece de orden elemental establecer una estrecha conjunción, pues nuestra buena comunión con el Padre eterno, deberá mostrarse obligatoriamente en el amor práctico hacia aquellos que nos rodean.

Después de todo lo expuesto hasta aquí, es inevitable advertir que el verdadero creyente no es seguidor de Jesucristo en la mística particular, sino como debe ser, en el escenario de la vida cotidiana. Por consiguiente, el que profesa ser cristiano abogando por una vida celestial, y a la vez aborrece a su prójimo en la vida terrenal, sea en el entorno familiar, social o eclesial, seguramente es porque no ha conocido el amor de Cristo y por lo tanto todavía permanece en tinieblas (1 Jn. 2:9). Hacia la familia

El cambio interior y renovación de vida que ha experimentado el creyente en la conversión, debe encontrar su lugar principalmente en el seno de la familia. Bien podemos prever que donde más confianza existe, es donde a la vez resulta más difícil mantener el testimonio fiel de nuestro amor al prójimo. Por ello las implicaciones familiares que conlleva nuestra identidad cristiana, son las más difíciles de poner en manifiesto; aunque, a decir verdad, las que se plantean como prioridad en el culto práctico que debemos rendir a Dios.

Ciertamente la influencia que ejerce el cristiano convertido en su familia, es de crucial impacto para la expresión comunitaria de la Salvación. Incontables familias han sido altamente beneficiadas por el testimonio fiel de hermanos comprometidos con la causa de Cristo. No son pocas las que a menudo, rotas por el alcohol, el juego, las drogas, la infidelidad o las desavenencias conyugales, se han visto restauradas por completo gracias a la conversión de sus miembros. Ahora el amor y la paz reina en muchas familias quebradas, y la armonía parece coronar la relación de sus integrantes. Cientos de hogares desestructurados, privados de orientación, apáticos por el sinsabor de la vida, han encontrado en Dios la ilusión y el verdadero significado de la comunión fraternal. No cabe la menor duda de que cuando la Palabra de Dios constituye el centro del hogar, sus miembros descubren una nueva y única razón por la que juntos vivir su integridad familiar... Dicho esto, debemos recordar que la iglesia, aparte de individuos, está compuesta por familias.

Es verdad que algunas familias cristianas viven un cristianismo contradictorio: hablan del amor de Dios en la iglesia, y luego con sus hechos lo niegan en la familia... Pese a esta gran paradoja, no deberíamos de fijar la atención en las incoherencias de nuestra deslucida Cristiandad, sino en Cristo y en su Palabra. En este privilegio, es labor personal de cada cristiano demostrar fehacientemente su relación con Dios en el seno de la familia, sea ésta cristiana o no lo sea.

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Hacia la iglesia

Ya hicimos mención especial sobre la iglesia como la agrupación de hermanos en la fe, donde las enseñanzas de la Revelación escrita se ejercitan en forma colectiva. De tal modo, la iglesia es el lugar diseñado por Dios para que se pueda llevar a cabo un proyecto comunitario, desde donde se procure el bienestar físico y espiritual del cristiano. Éste es adecuadamente enseñado en un clima de confort, donde al tiempo se practica la comunión fraternal, se comparte la fe, y se aplican los principios bíblicos presentados por Jesús para la mutua edificación.

Tengamos en cuenta que si bien toda persona salvada ha sido incorporada en un Reino de orden espiritual, éste contiene a su vez implicaciones terrenales, físicas y temporales. Por este motivo, el cristiano no se halla huérfano solitario de esta sociedad, sino que es familiar con todos los hijos de Dios. Visto el sentido colectivo de la iglesia, no debemos descuidar nuestras responsabilidades de fraternidad cristiana, porque de ser así, nuestros hermanos sufrirán las carencias de toda falta de amor práctico. «Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios» (He. 13:16).

A tenor de lo mencionado, debemos reconocer que la iglesia local es la representación de la Iglesia universal, esto es, la reunión de cristianos nacidos de nuevo que personalizan la comunidad de Dios en la tierra. Aquí es donde la enseñanza bíblica y la adoración es dada en forma colectiva, y donde el Espíritu Santo impulsa las virtudes y promueve la efectividad de los dones que ha otorgado para el bienestar de la iglesia. Con espíritu comunitario, Dios es alabado y glorificado por cada miembro en particular. Así también, el escritor del Salmo elevaba su cántico de adoración a Dios, diciendo: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos. En medio de la congregación te alabaré» (Sal. 22:22).

Como ha ocurrido desde la antigüedad, buena parte de la llamada Iglesia cristiana se ha convertido en una mera institución humana, apartada en gran medida de los propósitos originales de Dios; sin descartar que haya verdaderos convertidos en ella, desde luego. Aunque, no debemos distanciarnos de los fundamentos bíblicos, pues la Iglesia de Cristo, lejos de instituciones jerarquizadas, se presenta en la Escritura como el grupo de personas salvadas, sean dos o tres, y reunidas para adorar a Dios y bendecir al prójimo. Así es como Jesús promete su particular presencia en medio de su pueblo: «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18:20). Hacia el mundo

Se presupone que el cristiano no vive su espiritualidad dentro de una burbuja, alienado de la sociedad y de su problemática. El ruego de Jesús al Padre no fue para que permanezcamos separados del mundo, sino para ser guardados del mal (Jn. 17:15). Nuestra sociedad expectante y confusa, espera ver una coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos. Y así debe ser, nuestras bonitas palabras han de acompañar a nuestro mejor obrar, cual demostración de la fe que afirmamos tener. Esta fue la propuesta de Santiago a la iglesia de aquel tiempo: «Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras» (Stg. 2:18). ¿Tiene alguna responsabilidad el cristiano con el mundo? Indiscutiblemente. Somos sal y luz, según Mateo 4:13,14. Y nuestra influencia cristiana, como tal, ha de manifestarse en nuestro entorno, aun en las áreas más cotidianas, como pueden ser las profesionales, domésticas, educativas, cívicas, y demás ámbitos. Todas estas incumbencias son parte esencial de la ética del Reino, y por lo tanto del anuncio efectivo del Evangelio.

Estos elementos prácticos de los que hablamos, se unen al mensaje verbal de libertad que Jesús proclamó. El anuncio de Dios es para la salvación de todos los hombres; y nuestro encargo es, en suma, indicar al mundo el camino de la Vida. La evangelización, tanto en su

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dimensión verbal como ejemplar, fue practicada de forma natural por el cristianismo primitivo: «Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio » (Hch. 8:4). Así que, labor del cristiano es dar a conocer el mensaje de la Salvación a las personas... tarea divina es que se conviertan.

En esta línea presentada, el testimonio verbal y práctico de la Palabra de Jesús y nuestra comunión con Él, debe marchar en consonancia con la vida de aquellos primeros cristianos: «Les reconocían que habían estado con Jesús» (Hch. 4:13). El discípulo de Cristo, por tanto, debe dar testimonio de su fe, sin perder de vista que su estado espiritual es el que va a determinar toda coherencia evangelizadora. De tal manera, la buena comunión con Jesús es inevitable si queremos producir un impacto visual en aquellos que están prestos no sólo a escuchar, sino también a observar. Con este cometido, todo cristiano fiel debe procurar extender el reino de Dios, sea evangelista o no lo sea, compartiendo con la ayuda del Espíritu el preciado tesoro que ha logrado hallar en Cristo; y éste no es otro que el mensaje del Evangelio. Las palabras de Jesús, en este aspecto, son alentadoras: «Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos» (Hch. 1:8). La gran comisión que recibieron los discípulos de Jesús, también se extiende hoy a toda persona que ha sido receptora de la salvación eterna y por ende hecho discípulo de Cristo. «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt. 28:19). En relación con nosotros mismos

Una vez convertido, el creyente comienza una relación de amistad con Dios, y asimismo adquiere un compromiso con el prójimo. Pero además de este compromiso colectivo, no debemos pasar por alto la responsabilidad que tenemos en cuanto a nuestras propias personas. «Ocupaos en vuestra salvación» (Fil. 2:12). Dios está interesado principalmente en nosotros, y su gran deseo es ver a todo hijo suyo progresar en el desarrollo de su crecimiento espiritual. Ciertamente, la labor que le corresponde al discípulo de Cristo, y que no debe descuidar, se centra en el desarrollo de su vida interior. El creyente recién nacido tiene por delante, como meta inicial, crecer y madurar espiritualmente. De un bebé se espera que con el tiempo llegue a conseguir la evolución psíquica y biológica propia de cada etapa del crecimiento. Del mismo modo que el desarrollo del neonato forma parte de un proceso natural, así lo es también en el progreso espiritual del recién convertido. «Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 3:18).

A este perfeccionamiento se une la santidad, que conlleva el despojarse de los hábitos antiguos de la vida pasada, incorporando la nueva forma de vida en Cristo, para que así nuestra comunión con Dios marche desprovista de todo pecado que pueda obstaculizar el necesario avance espiritual. La santidad, pues, es indispensable para conseguir una transformación interna positiva. Comprendemos que el pecado ya no tiene autoridad sobre los creyentes, porque Cristo nos ha liberado, y en la medida que estamos más conectados con Dios, la naturaleza caída va teniendo menos empuje y su influencia por lo tanto irá decreciendo. En ningún modo debe darse lugar al pecado, pues entorpece la buena relación con Dios, y el crecimiento cristiano por ende se puede ver paralizado.

Ahora, al igual que en la conversión, el proceso de santificación no se debe especialmente a nuestros esfuerzos personales. La intervención divina en el corazón humano juega un papel decisivo. Solamente Dios es capaz de producir el oportuno y provechoso crecimiento cristiano, como cita Colosenses 2:19. De tal manera, la transformación moral y espiritual de todo creyente, debe verse potenciada por la acción santificadora del Espíritu Santo. Junto al desarrollo espiritual del nuevo cristiano, también se ve incrementada su visión de la propia vida, y el conocimiento de su espiritualidad resultará cada vez más correcto y cabal. Además, con el transcurso de los años, la estabilidad del recién convertido irá

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conformándose en el reconocimiento de las virtudes y en la aceptación de sus defectos; mejorará la autoestima, y sus valores se verán transformados en forma correcta, sabia y relevante. El alcance de su manera de pensar será mucho más profundo y elevado. El concepto que tenga de sí mismo cambiará con el tiempo, y su identidad se verá cada día más segura y consistente. Todo ello, a la vez, causado por la influencia directa del Espíritu de Dios, y por la mediación de su Palabra viva y eficaz.

Sepamos que todas las enseñanzas y promesas bíblicas que el cristiano permita integrar cada día en su mente y corazón, obrarán positivamente ayudándole a consolidar el «nuevo hombre» interior creado en Cristo Jesús (Ef. 4:24). Y, en la medida de su crecimiento, también irá adquiriendo una mayor comprensión de Dios, de sí mismo, y de las circunstancias que le rodean. Una visión cada vez más superior perpetrará su mente, y todo su ser se verá reforzado en sabiduría, madurez e integridad espiritual... La recomendación apostólica se dirige en esta misma dirección: «Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento» (Ro. 12:2).

La vida interior del cristiano no resulta estática, sino dinámica. LOS OBSTÁCULOS

En el transcurso de toda experiencia cristiana, se hallan tropiezos que pueden impedir el avance del necesario progreso espiritual. Y sepamos que numerosos de esos obstáculos guardan relación con la propia torpeza humana, y no pocos son resultantes de nuestro pecado y desobediencia a Dios. Pero, ¿qué ocurre si el cristiano peca, y hasta cuántas veces Dios le perdona? Indudablemente, después de convertido, el cristiano continúa pecando, porque pese a su nueva identidad, sigue siendo pecador. Ahora bien, si por cualquier causa éste tropieza, volverá a levantarse y no permanecerá postrado. En cambio, la diferencia con el incrédulo es absoluta, puesto que el tal no puede levantarse, ya que su estado natural es permanecer caído, y de cualquier forma necesita que Cristo lo levante.

Dios es el Padre amoroso dispuesto a perdonar nuestros pecados, las veces que sea necesario, pues Cristo pagó por todos ellos, incluyendo también los que todavía no hemos cometido. Lo importante, en este punto, es no mantenerse caído, sino en volver lo antes posible a reconciliarse con Dios, y con la ayuda de Él intentar no sucumbir otra vez a la tentación. La promesa bíblica se hace siempre efectiva: «Si confesamos nuestros pecados, él (Dios) es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9). Si en el transcurso de nuestra vida diaria, caemos en la tentación, no desesperemos y acudamos a Dios arrepentidos, aceptando por la fe el perdón que Él nos ofrece... Puede ocurrir que en esos momentos precisos tal vez no sintamos el perdón prometido en su Palabra. Pero, no es cuestión de sentimientos, sino más bien de creer en lo que Dios dice. Él no puede mentir.

Cabe preguntarse, ¿qué sucede si el cristiano vuelve a pecar reiteradamente? No hay lugar para las dudas, si éste se arrepiente con sinceridad, Dios le seguirá perdonando: «Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse» (Pr. 24:16). El Señor es fiel, y levanta al cristiano todas las veces que éste caiga: «hasta setenta veces siete» (Mt. 18:22). Una vez levantado, el Espíritu Santo le ayuda en el proceso de restauración espiritual, dándole consuelo, fuerzas y valentía, para seguir el camino con ánimo y esperanza renovada.

Insistimos en que el cristiano no está exento de pecar, pero en la medida que crece en sabiduría y madurez, también decrecen sus errores, y como consecuencia podemos decir que cada día peca menos; aunque, por otro lado, se percate con mayor claridad de su tendencia pecaminosa. Esto, al mismo tiempo, le permitirá ser más humilde, y consciente de la efectiva gracia divina; confiando asimismo en el poder de Dios más que en el suyo propio. Así es, una

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lucha constante se sucede en el corazón del pecador redimido, al tiempo que experimenta una fuerza sobrenatural que le capacita para superar todo obstáculo en su crecimiento espiritual. Con esta seguridad, el cristiano confía en las promesas de su buen Padre celestial, y no se deja atemorizar por las tentaciones que le pudieran sobrevenir. «Cuando el hombre cayere, no quedará postrado, porque Jehová sostiene su mano» (Sal. 37:24). El egocentrismo

Este adversario parece ser el más peligroso de todos, ya que el estado caído del alma permanece en la naturaleza de todo convertido a Dios. Y aunque en cierto sentido el «yo» carnal, llamado el «viejo hombre» (Ef. 4:22), se encuentre encarcelado y sujeto a la voluntad del creyente, en el poder del Salvador, no obstante en cualquier momento puede tomar el control, si en decisión propia le abrimos la puerta. No perdamos de vista que el viejo y el nuevo hombre conviven en una especie de «alianza», donde el nuevo debe subyugar al viejo, y no al revés; para ello poseemos las fuerzas del Espíritu de Dios, «el cual nos lleva siempre en triunfo» (2 Co. 2:14).

Todavía el peor enemigo del cristiano resulta ser él mismo, dado que la «semilla de la tragedia» sigue estando presente y por lo tanto la tendencia a hacer lo malo. Así, debemos reconocer que en muchas ocasiones nos alejamos de la voluntad de Dios, sea consciente o inconscientemente. Como cita el texto bíblico: «Engañoso es el corazón más que todas las cosas» (Jer. 17:9). Es verdad, si de alguien no debemos fiarnos, es precisamente de nuestro corazón. Por ello tenemos la Palabra más segura, que es la Biblia, la Revelación escrita del Dios único y verdadero que nos ha creado, y por consiguiente conoce a la perfección los recónditos más insondables de nuestro ser. Y en su Palabra se nos advierte seriamente de nuestro pecado interior, al que no debemos en ninguna manera darle rienda suelta.

No nos llamemos a engaño, porque no existe persona perfecta que nunca peque: «Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros» (1 Jn. 1:10). Aceptemos con humildad el significado del texto, porque aunque nuestro pecado no sea del todo evidente, éste posee diferentes formas de expresión. Por ejemplo, pecado puede ser cualquier mínimo pensamiento que no se ajuste a la voluntad de Dios; como igualmente palabras, actitudes u obras, por muy imperceptibles que nos parezcan, pero que así violenten los mandamientos de la Ley divina. A todo ello incluimos los pecados de omisión, es decir, aquello que sí deberíamos pensar, decir o hacer, pero que muchas veces pasamos por alto: «Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado» (Stg. 4:17).

Irremediablemente el «estigma» del pecado anida en nuestro interior, y por ahora debemos convivir con él. Entre tanto, la mayor conciencia que adquirimos de nuestro egoísmo personal, nos conducirá a desear la santidad y aborrecer la maldad en todas sus formas, apercibiéndonos así de nuestra grave insuficiencia para servir a Dios. Es cierto, no hay nada peor que ser egoísta y no darse cuenta de ello.

Reconozcamos nuestra condición, porque todos somos egoístas por naturaleza, unos más que otros. Pero, en cualquier caso, la vida del cristiano fiel no se ha de prestar ego-céntrica, sino cristo-céntrica. Por ello debemos desechar todo egocentrismo, pues nuestros valores son los de Cristo: Ejemplo supremo de entrega desinteresada. Todo objetivo planteado en la vida debe ajustarse al pensamiento de Dios, y no ha de haber refugio para las motivaciones que no se conformen a su voluntad. Sólo Dios debe ser objeto de nuestro deseo y propósito, y nada ha de interponerse entre nuestra vida y su buena voluntad.

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Satanás

Las ideas que se extienden entre los ámbitos religiosos sobre la existencia y obra de Satanás, son de lo más variopintas. Pese a las distintas opiniones, lo cierto es que en las Páginas sagradas se presenta la existencia real de un ser maligno, que después de Dios fue y aún es el más poderoso. Su labor, al presente, es luchar con todos los recursos disponibles para oponerse al programa divino. En el ataque de las fuerzas del mal, tampoco el creyente queda fuera de tales influencias negativas. Por el contrario, en esta confrontación es participante activo de la gran lucha que se libra en la esfera espiritual: «Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef. 6:12). Luego, Satanás es el representante del mal, el rey de las tinieblas de este mundo. La opresión satánica es innegable, y hoy más que nunca se manifiesta de múltiples maneras, desde las más descaradas y evidentes, hasta las más sutiles y escondidas.

Bien es cierto que a veces atribuimos a Satanás las desavenencias de nuestro propio pecado personal; y en ocasiones no hay más culpable que nuestro orgullo. Sin embargo, no descuidemos la enseñanza bíblica, porque este poderoso e incansable enemigo posee un gran equipo de trabajo (ángeles malignos) que colabora para mantener en oscuridad al incrédulo, y a ser posible también para intentar extraviar del camino recto al cristiano. Seamos prudentes y no ignoremos las maquinaciones de Satanás (2 Co. 2:11), que utiliza todos los elementos habidos a nuestro alrededor para hacernos tropezar. Así se nos advierte en la Escritura: «Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1 P. 5:8).

Sin ser motivo de obsesión, lo cierto es que no debemos ignorar la existencia del Diablo y su intervención maléfica. Él intentará hacer lo imposible para que desviemos nuestra mirada del Dios salvador y perdonador... Pese a todo, los cristianos conservamos la calma, porque el Omnipotente nos guarda, nos protege, y nos ayuda a combatir todas las tentaciones que puedan aparecer. Aunque, si bien es verdad, también se requiere de nosotros fe, firmeza, y perseverancia en seguir los preceptos bíblicos. La recomendación apostólica contra Satanás, es esta: «Al cual resistid firmes en la fe» (1 P. 5:9). Siendo este requisito imprescindible, el cristiano no tiene motivo alguno para temer, pues Satanás actúa siempre que Dios, el Soberano, otorgue el permiso correspondiente. No olvidemos que hemos sido comprados por precio: la vida de Cristo, y somos pertenencia de Dios (1 Co. 6:20).

El Diablo es el acusador de todo pecador salvado, y su empeño está en señalar cada pecado cometido. Pero Cristo es nuestro abogado y defensor, y no permitirá que ningún discípulo suyo sea cautivado por el poder de las tinieblas. Con esta quietud, debemos estar confiados en la mano poderosa de nuestro buen Señor, que guarda a sus hijos queridos de caer en la tentación. Comprendamos que Satanás no posee autoridad alguna sobre el cristiano, pues como ya hemos indicado es propiedad divina, y todo lo que le acontezca, sea bueno o aparentemente malo, sucede bajo la voluntad permisiva de Dios. Por nuestra parte, perseveremos con firmeza, resistiendo la tentación, y sobre todo manteniendo plena confianza en nuestro Padre celestial, pues Él vela en todo momento. Los valores de la sociedad

El sistema de nuestro mundo actual, bien sea político, social o religioso, se gobierna por lo general con muy poca conciencia de Dios. Si observamos con interés a nuestro alrededor, nos daremos cuenta, sin mucho esfuerzo, de que las normas que presiden nuestros contemporáneos, no contemplan las reglas dictaminadas por Dios. Sólo con sintonizar los informativos de la televisión o la radio, podremos captar, como es natural, la completa

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ausencia de información sobre Dios y su Revelación. La mención de los asuntos eternos no se consideran en absoluto (con excepción de las escasas transmisiones, o algunos programas cristianos –donde a veces se mezcla la verdad con la mentira–); y las emisiones televisivas de entretenimiento y variedades, nos conectan con un escenario meramente pasajero, nos entretienen plácidamente, y a la vez permiten olvidarnos de las realidades más relevantes para nosotros: las eternas.

Visto desde la vida práctica, Dios parece estar completamente ausente de nuestra sociedad, y los valores que se promueven al respecto, son extraños a su voluntad. Un mundo materialista, que ante todo se caracteriza por su secularización, establece la norma que debemos seguir: primero yo y después yo... Por otra parte, la búsqueda del bienestar temporal inunda nuestra mente con toda clase de información terrenal, y los medios de comunicación nos bombardean constantemente con ofertas puramente hedonistas que pretenden satisfacer toda insuficiencia humana. Con esta carrera frenética se hace difícil la vida, y testificar de Cristo, por tanto, resulta un verdadero conflicto para cualquier cristiano. No parece nada sorprendente la formulación bíblica: «Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Stg. 4:4). Es cierto, la persecución silenciosa que vive la Iglesia, es cada vez mayor. El crecimiento de los valores mundanos y su nefasta influencia, parece ser imparable; incluyendo también los diferentes aspectos de la religión oficial, muchos de ellos establecidos sobre intereses terrenales. El consejo bíblico es del todo concluyente: «No os conforméis a este siglo» (Ro. 12:2). La Escritura nos insta a evitar la forma de esta presente manera de contemplar la existencia humana, la cual se aleja cada vez más de Dios y de su perfecta voluntad.

Son muchas las ocasiones en las que el cristiano no sólo deberá evitar las formas, sino que además tendrá que conducir sus pasos contra la corriente de nuestra sociedad. Tomemos ejemplo de la propia Naturaleza, y observemos que mientras el pez vivo nada por el río contra corriente, al pez muerto se lo lleva la misma corriente. Con este natural enfoque, todo aquel que ha sido rescatado de esta manera absurda de vivir, debe valorar en mucho sus prioridades espirituales, para no dejarse arrastrar por la corriente del actual sistema de cosas... Como consecuencia de todo ello, las reacciones de nuestros conciudadanos no se harán esperar, pues así lo advierte la misma Escritura: «A éstos les parece cosa extraña que vosotros no corráis con ellos en el mismo desenfreno de disolución, y os ultrajan» (1 P. 4:4).

Aun con todas las connotaciones negativas, humanamente hablando, no ignoramos que el Omnipresente maneja los hilos de la Historia, previendo que al final se cumplan sus designios eternos, en tanto que lo sucedido es conformado según su voluntad permisiva. Así, todo lo que acontece, contribuye para la realización de los propósitos predestinados por Él.

Con esta conclusión sobre el control absoluto del Creador, se comprende que para el cristiano fiel no existe obstáculo que se interponga en su crecimiento, en el desarrollo de su espiritualidad, y en el plan especial de Dios para su vida personal. En esta seguridad, el creyente en Cristo puede obrar con plena certidumbre de fe, descansando sosegadamente en las infalibles promesas divinas.

Mantengamos la constancia en el poder de Dios, porque la providencia de lo Alto nos envuelve, y así somos guardados de todo mal. «Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo» (1 Jn. 1:4).

El mayor enemigo del cristiano no es Satanás, ni el mundo... es él mismo.

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10. LOS TIEMPOS DEL FIN

En el desarrollo de nuestra consideración sobre la condición espiritual del cristiano, no

podemos pasar por alto la «perspectiva futura» de su nueva creación y posición en Cristo Jesús. En esto, la Escritura Sagrada recoge y plasma el anuncio serio del final de la Historia. Un final que vendrá con gran destrucción para la Humanidad; con el Juicio de Dios para los pecadores no arrepentidos, pero con la maravillosa y perfecta salvación para todos aquellos que han sido receptores de la gracia divina.

Dicho esto, nos concierne aquí el reservar muchos de los aspectos teológicos relacionados con los últimos tiempos, pues no es objeto de la presente reflexión. Éstos corresponden al estudio de lo que se denomina la Escatología bíblica. De todas formas, donde la Biblia guarda un silencio especial, o no es demasiado explícita, tampoco parece conveniente aventurarse a interpretar detalles de los eventos finales que han de suceder en la Historia.

No obstante, también es cierto que los acontecimientos históricos, sociales y políticos por los que estamos atravesando, parecen indicar, y así lo creemos muchos cristianos, que el regreso de Jesucristo para buscar a su Iglesia parece inminente. Por esta razón, lejos de conocer todos los datos de los pormenores futuros, el propósito se alcanza cuando logramos experimentar en el presente, aquí y ahora, la renovación de la esperanza cristiana, que al tiempo contempla por la fe un glorioso futuro en la eternidad.

Así, pues, para obtener una visión adecuada sobre el fin de los tiempos, es recomendable considerar algunos aspectos básicos que pertenecen a dicho tema, y que a continuación pasaremos a mencionar de forma resumida. LA MUERTE

Resulta inevitable admitir que el final de la Historia, en cierto sentido, se halla en el final de nuestros días aquí en la tierra. Por ello tiene cierta lógica plantear algunas preguntas de orden primordial: ¿Es cierto que con la muerte se acaba todo? ¿Después de nuestra partida permanece el vacío y la nada, o realmente existe otra vida en el más allá? Pensar que la muerte es el fin de la subsistencia humana, es acabar con cualquier atisbo de esperanza, y contemplar la vida en el absurdo de una existencia que no posee sentido ni propósito alguno. El concepto de muerte

Mucho y largo podría hablarse acerca de un asunto tan crucial como es la muerte. Solamente se pretende aquí resaltar este singular acontecimiento, que es visto cada vez con mayor naturalidad. Quizá por ello nos preocupa tan poco este dilema, pues estamos demasiado acostumbrados. Los medios de comunicación cada día se hacen eco de la muerte como un dato informativo, sin más valor que eso. Además, muchos prefieren evitar el tema por miedo a lo desconocido, y así escapar de toda responsabilidad vinculante. En cualquier caso, la mayoría de personas no les interesa hablar de la muerte, ni siquiera se plantean que hay más allá de la esfera terrenal. No son pocos los que están demasiado absorbidos por esta vida temporal, con sus grandes dificultades y no menos preocupaciones, para tener que añadir disquisiciones de tan lejano alcance... ¡Estoy demasiado ocupado!, es la justificación de muchos. Aunque, paradójicamente, resulta sorprendente contemplar la manera como algunos gastan sus preciosos días en distracciones y frivolidades varias, pero curiosamente no encuentran tiempo para reparar en los importantes y trascendentales asuntos de la eternidad.

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La realidad se presta muy cercana, porque llegará un día en que, irremediablemente, todos pasaremos por el trance de la muerte. «Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio» (He. 9:27). Queramos o no, habrá alguien en «el otro lado» a quien, en último término, vamos a tener que rendir cuentas. Con esta impresión de responsabilidad final, parece del todo sensato detenernos por un momento para reflexionar sobre nuestro paso por este mundo. Desde esta perspectiva, las aspiraciones ya no se presentan en el orden de los planteamientos religiosos o eclesiásticos, sino que poseen un carácter de vital importancia para todo mortal. Nuestra condición en la eternidad está en juego. Y por tan sencilla razón, se considera esencial descubrir el significado de la muerte, además de sus consecuencias.

Entonces, comprendamos aquí el significado del término muerte, ya que en ninguna forma apunta a la destrucción o aniquilación del alma, como exponen algunos movimientos aparentemente cristianos.

Sobre el tema, el significado bíblico de la muerte denota separación: sea ésta espiritual, física, o eterna. Así, todos nacemos muertos espiritualmente, porque nacemos separados de Dios. Todos moriremos físicamente, porque nuestra alma se separará del cuerpo. Y a no ser que pongamos remedio, también moriremos eternamente, puesto que nuestro destino es permanecer la eternidad separados de Dios, como ya hemos reiterado. Éstos son los tres estados de muerte que el hombre puede llegar a experimentar.

Por lo demás, sepamos que cuando un cristiano fallece, es conducido directamente al cielo, donde en completa paz habita junto con Cristo y otros seres queridos. Con esta seguridad el apóstol Pablo transmitía su especial anhelo a los hermanos en la fe, de la siguiente manera: «Teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor» (Fil. 1:23). Estar con Cristo es estar más cerca del buen Pastor celestial, experimentando su presencia en grado de satisfacción muy superior al que podamos hallar aquí en la tierra.

Visto en el otro sentido, el alma del incrédulo al morir es trasladada directamente a un lugar llamado «Hades» (Ap. 20:13), a la espera del Juicio final, para posteriormente seguir viviendo alejado de Dios, esto es, en el mismo estado de perdición en el que se hallaba antes de morir... No es éste el deseo del buen Padre Dios, porque Cristo vino a morir en nuestro lugar, para destruir así el imperio de la muerte (He. 2:14). Con la vida eterna que Cristo nos ofrece, conseguimos librarnos del temor y la incertidumbre que pueda suponer el pasar por el tránsito de la fría muerte. Recordemos aquí la declaración y posterior pregunta que el mismo Señor le hizo a Marta: «Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?» (Jn. 11:26). Para el cristiano la muerte es el comienzo de la eternidad, y aunque no deja de ser una travesía en cualquier caso desagradable, de hecho asume este paso con esperanza y serenidad interior. Observemos cómo Pablo contempló la cercanía de su muerte con un enfoque innegablemente positivo. Así declaraba: «Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia» (Fil. 1:21).

Según lo expuesto, la muerte para todo creyente en Cristo es sólo el principio de la vida: la puerta que se abre hacia la eternidad. Y con este espíritu de triunfo, podemos unirnos a la exclamación del apóstol: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?» (1 Co. 15:55).

Apreciado lector: ¿Está usted preparado para este gran acontecimiento?

Para el cristiano la muerte es el principio de la vida.

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EL JUICIO FINAL

Si no fuera cierto que al fin de los tiempos llegará el ignorado Juicio de Dios 5., deberíamos terminar nuestro examen con la triste conclusión de que la vida en esta tierra es del todo injusta, y por ello no tiene mucho sentido vivirla. «Vanidad de vanidades, dijo el predicador» (Ec. 1:2). Consideremos por un instante a ciertos personajes de la Historia, que a pesar de las verdaderas atrocidades cometidas, finalmente quedaron impunes, o no lograron pagar con la medida justa de su injusticia. Y no son pocos los que hoy todavía viven tranquilos, pese a sus grandes o pequeñas maldades, y que según este pensamiento, pasarán de largo sin que haya un legislador que les juzgue con justicia y rectitud. 5. Por razones de redacción evitamos abordar aquí el Juicio Final en relación con los últimos eventos históricos y el castigo de Dios sobre la tierra. Nos referimos aquí al Tribunal de Dios donde cada persona será sometida a juicio, para valorar su paso por este mundo.

Pero, atendamos bien a la enseñanza bíblica, porque si es verdad que existe un Juicio final, donde los actos del ser humano serán juzgados, entonces inevitablemente cada uno deberá atribuirse la responsabilidad última de lo que haya hecho o dejado de hacer en su propia vida. La profecía apocalíptica no se retarda: «Y ví a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios... y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras» (Ap. 20:12).

Suponemos que la aceptación de un Juicio final es alentador para muchos. Por fin se hará justicia a la gran desdicha que la Historia ha vivido por siglos. A saber, si no hubiera una Autoridad suprema a quien en última instancia debamos rendir cuentas de nuestras decisiones y actuaciones, no seríamos en ningún modo responsables. Si fuera verdad que no existe un Juez justo y soberano, parece del todo razonable vivir en plena inconsciencia; porque, como dicen algunos: la vida se vive una sola vez. Así que, irónicamente hablando, la propuesta paulina es del todo justificada: «Comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (1 Co. 15:32).

Ahora, apreciando que la Biblia es clara en esta enseñanza, aceptamos que el Juicio no se establecerá en ningún caso para presentar los méritos de nuestra salvación. La entrada en el reino de Dios se decide en este mundo, y no por derecho propio. Ya expusimos, con suficiente claridad bíblica, que la salvación se alcanza en el tiempo presente: «He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación» (2 Co. 6:2), y no depende de las obras realizadas, sino de la aplicación de la gracia divina y la fe en Jesucristo. El juicio de Dios, en todo caso, determinará el grado de condenación de los perdidos, tras evaluar su manera de obrar y sus determinaciones. A fin de cuentas el impío no se saldrá con la suya.

Diferenciemos bien, porque el Juicio final, para el incrédulo, es la proyección eterna del estado espiritual en el que se encuentra ahora: lejos del Padre celestial. Ya hemos hablado del infierno en los apartados anteriores, así que solamente recordaremos que es un lugar donde Dios no estará presente; y sin la presencia de Dios, la paz y el amor, así como todas las buenas manifestaciones divinas, permanecerán eternamente ausentes.

Visto en el otro sentido, en cuanto al cristiano, el Juicio servirá para ofrecer a Dios el balance de su propia vida, teniendo presente el uso de los correspondientes dones otorgados. Y en cierto sentido también para determinar la categoría espiritual en la eternidad, y precisar el grado de felicidad que en definitiva colmará a todo creyente en Cristo. Por ello, el pecador salvado está seguro de que el juicio ya lo asumió Jesucristo; y Dios no es injusto, por lo que no puede juzgar dos veces. El juicio, en tal caso, consistirá en declarar ante el Tribunal de Cristo, para dar buena cuenta de todo servicio a Dios (1 Co. 3:13). «De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí» (Ro. 14:12).

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Concluyendo con lo dicho, el cristiano verdadero ha ingresado en el Reino celestial

representado por el pueblo de Dios, y como consecuencia natural proseguirá en la eternidad gozando en el mismo Reino; aunque en perfección absoluta, claro está. En cambio, el incrédulo vive en el presente apartado de la presencia de Dios, y por lo tanto, cuando se apague la llama de su frágil vela, la tendencia natural será continuar con la propia condición espiritual en la que se hallaba antes de morir, esto es, excluido de la gloria de Dios y de su Reino eterno.

En lo que afecta a los cristianos, tengamos paz en todo momento, y no nos angustiemos al ver las grandes injusticias que algunos cometen en nuestro desdichado mundo, porque la Biblia asegura que «ellos darán cuenta al que está preparado para juzgar a los vivos y a los muertos» (1 P. 4:5).

El juicio de Cristo en la cruz, libra del juicio al cristiano. LA ESPERANZA CRISTIANA

Todo cristiano verdadero está seguro en las manos de su Padre celestial, y así logra mirar al futuro, con grata expectación. Es cierto, si no fuera por lo que esperamos, de nada serviría nuestra perseverancia en la fe. Todo servicio a Dios y compromiso con el prójimo, carecería de valor alguno... Pero, el cristiano no pierde su esperanza firme y segura, a pesar de las circunstancias adversas por las que pueda atravesar. Muy al contrario, cobra ánimo en todo momento, manteniendo su confianza en el Dios que le ha salvado y que en definitiva tiene cuidado de sus hijos: «Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él (Dios) tiene cuidado de vosotros» (1 P. 5:7). De tal forma, la fe de nuestra alma se ve robustecida al confiar en las promesas de Dios. Asidos firmemente a ellas, logramos vivir en plena certidumbre la salvación futura, como también la presente, bajo el amparo del buen Pastor. Esta esperanza, a la vez, se ve reforzada cuando conseguimos reavivar, con vistas hacia el mundo venidero, la perspectiva de nuestra eternidad con Dios.

De igual manera, también nuestra esperanza se vigoriza cuando consideramos la hermosa residencia que poseemos en los cielos. Los verdaderos cristianos (pecadores arrepentidos) sabemos que tenemos una morada celestial que nos está esperando, pues Cristo fue a prepararla, para que una vez fuera de este cuerpo mortal, disfrutemos del paraíso: lugar de reposo y bienestar, donde plácidamente aguardaremos el día de nuestra gloriosa resurrección. «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Jn. 14:2), declaró el buen Pastor. Las consistentes palabras de nuestro Señor, nos recuerdan que ya existe un paraíso en el cielo de Dios, donde ahora cada creyente tiene un lugar especialmente preparado para él. No por casualidad, en la misma cruz, Cristo dijo al ladrón que estaba a su lado: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc. 23:43).

Sepamos, además, que aparte de un bello hogar construido por manos divinas, también poseemos de Dios nuestro Padre una herencia incorruptible, que en su momento recibiremos, cada uno en particular, gracias a los méritos de Cristo (1 P. 1:4).

Al mismo tiempo, nuestra esperanza contempla la perfección futura de todo nuestro ser, incluido el cuerpo. En esto, la Biblia habla de la resurrección corporal de todos los creyentes... En aquel día, un cuerpo inmortal revestido de completa hermosura, se unirá al espíritu para formar el cuerpo celestial. «Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial» (1 Co. 15:49). Cuerpo y alma perfectamente unidos para gozar de una nueva creación junto a los redimidos de Dios.

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Reflexionar acerca de la maravillosa vida que está por venir, sin duda logra impulsar la

esperanza de todo cristiano para correr con ánimo la carrera que tiene por delante; pensando que nuestro servicio a Dios, por muy ingrato que parezca, no resulta en vano (1 Co. 15:58). Por ello, la mente del creyente ha de permanecer anclada en las alentadoras promesas bíblicas, las cuales anuncian con toda firmeza la gloriosa venida de Jesucristo, y con ello la restauración final de todas las cosas. Así que, no debemos perder en ningún caso la ilusión, pues los cristianos no aspiramos a nada en este mundo. La riqueza material, la fama vanidosa, los reconocimientos humanos, o los placeres y deleites temporales, no prevalecerán en la eternidad. Nuestra satisfacción está en Dios, en el Todopoderoso, y «nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo» (Fil. 3:20).

La esperanza del cristiano mira hacia el futuro.

11. EL ESTADO ETERNO

Seguimos reflexionando sobre la futura condición del cristiano, la cual es habitar junto a Dios, en un lugar donde pensamos que no habrá relojes que nos despierten sobresaltando nuestro sueño matinal... En esta reflexión, debemos mantener una adecuada valoración del futuro, para que nuestra «perspectiva de eternidad» se haga más presente en esta vida terrenal y transitoria.

Es preciso mencionar que en este apartado señalaremos la situación del cristiano en la eternidad, y no así la del incrédulo, puesto que ya hemos considerado acerca del lugar destinado para todo pecador no arrepentido.

El fin del mundo ha sido profetizado especialmente por el libro de El Apocalipsis, haciendo notar que el cumplimiento profético se encuentra en su último periodo. Las advertencias se están cumpliendo al pie de la letra, y el final de la era se vislumbra muy cercano. Parece increíble, pero es verdad, una nueva época está por venir, donde no existirán los años, los meses, las horas o los minutos. No tendremos que esperar por más tiempo un futuro mejor, pues viviremos la realidad absoluta de nuestra existencia en la eternidad junto a la presencia de Dios.

Sobre la estancia del cristiano en el mundo venidero, sabemos que al margen de su salvación gratuita, se tendrá entonces presente toda labor que haya realizado en su paso por esta tierra; en aquel día será imposible cambiar nuestro pasado. Y con esta conciencia de responsabilidad, corresponde al creyente verdadero prepararse para vivir la eternidad con la mayor dignidad posible, como heredero de la gracia junto con Cristo: «Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Ro. 8:17). Así que, no perdamos el tiempo con entretenimientos que pudieran desviar nuestra mirada del objetivo presentado. En este corto periodo que nos resta, procuremos ser fieles, porque de nuestra fidelidad a Dios dependerá el estado de gozo y satisfacción con el que viviremos nuestra existencia futura.

Entre tanto, parece recomendable traer a nuestra mente y corazón todas las promesas divinas, porque nuestra salvación, que ahora es en parte, se completará cuando Jesucristo nos dé la bienvenida al final de los tiempos: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo» (Mt. 25:34). -65-

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CIELOS NUEVOS Y TIERRA NUEVA

El paraíso terrenal es un concepto poco valorado, y aún se hallan cristianos que siguen imaginando pasar la eternidad en una especie de lugar nebuloso, cantando alegremente con sus correspondientes arpas... El concepto bíblico dista mucho de la realidad mística que se está propagando sin fundamento alguno. A saber, el lugar donde el cristiano vivirá la eternidad, no se encuentra sólo entre las blancas y pomposas nubes del «más allá». Cielos nuevos y tierra nueva, que en este caso incluye la presente tierra en forma renovada, es lo que aguarda a todo cristiano. El concepto de vivir en el cielo, entre las nubes, como serafines que tocan el arpa, no se observa en la Biblia. En cambio, hallamos que la Naturaleza que contemplamos hoy, como parte de la creación de Dios, permanece gravemente afectada por el pecado del hombre, y por lo tanto espera inquieta su completa restauración. «Porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Ro. 8:21). Así, el creyente también puede aspirar a vivir en espacios terrenales. Es lo que desde la antigüedad se conoce como el paraíso terrenal, bien sea en esta tierra en la que habitamos los seres humanos, o bien en otros planetas preparados por Dios en lugares remotos que no han sido descubiertos por el hombre. El cristiano, por tanto, espera una nueva dimensión de la actual creación maltratada, la cual observa hoy con cierta perplejidad.

Ahora, para entender la nueva creación de Dios, debemos analizar el concepto «nuevo» en el idioma griego (en el que fue escrito el Nuevo Testamento). Aquí, la palabra nuevo corresponde al término renovado, es decir, que todo lo creado experimentará en el futuro una transformación, por la cual se manifestará la completa excelencia de Dios. No pasemos por alto, pues, el futuro estado espiritual del cristiano, pero tampoco los lugares destinados donde residirá en la eternidad: «Nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra» (Ap. 5:10).

Es preciso señalar, además, que la Biblia presenta un lugar donde todo cristiano vivirá el futuro glorioso de su condición como tal; aunque no se sabe concretamente donde está, pues no existe dirección de correo postal. Si bien, se piensa que aunque se halle un espacio delimitado donde el cristiano resida, no obstante éste poseerá la libertad de movimiento para explorar las maravillas del Universo, y contemplar admirado los grandes prodigios efectuados por intervención divina. Un universo infinito e inexpugnable, puesto a nuestra disposición para penetrar en los secretos de él, y así descubrir todo su esplendor... Ese grato recorrido turístico por los vellos parajes de Dios, será con todo motivo añadido de adoración. Y seguramente no precisaremos de transportes públicos para ello, pues nuestro cuerpo podrá ser transportado de galaxia en galaxia de forma directa y sin intermediación alguna. Al presente desconocemos los miles de planetas que no han sido habitados y que, junto con el Universo, serán liberados de ese caos en el que astronómicamente parecen encontrarse. Asimismo, la Naturaleza que conocemos hoy será completamente restaurada, y por lo tanto cabe pensar que habrá árboles frondosos, flores exuberantes, hierba verde y esplendorosa, y por qué no, seguramente también animales... Por otro lado, inmensos mares y profundos océanos (en éste y probablemente otros planetas), con maravillosas e inimaginables formas de vida, se exhibirán para descubrir la Mano creadora de Dios en su plena magnificencia. Y aun en el caso de que no existan los mares en el paraíso de Dios, éstos serán sustituidos por grandes lagos y caudalosos ríos de sin igual belleza. Por lo demás, todo existirá en absoluta perfección junto con el cristiano, en un estado de glorificación perpetua.

En cuanto a nuestra ocupación en la eternidad, parece lógico aceptar que tendremos todo el tiempo del mundo. Pero, sin embargo, no cabe pensar en el aburrimiento. El Señor personalmente distribuirá unas labores especiales, que en gran medida estarán relacionadas con los galardones que nos conceda Jesucristo en ese maravilloso día; tareas similares o distintas, serán asignadas a todo súbdito del Reino celestial. En toda labor, seremos participantes de la gloria de Dios y a la vez representantes de su autoridad, para administrar la Creación y disfrutar en pleno conocimiento de ella.

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Con esta condición especial, también reconoceremos a nuestros seres queridos que han

sido salvos como nosotros, y mantendremos con todo el pueblo de Dios un trato de excelente fraternidad. Pero, aun siendo todo ello admirable, lo más importante es que nuestra relación con el Creador será perfecta en todas sus formas, y así la presencia de su Espíritu nos llenará de amor y felicidad por el resto de nuestros días. «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios» (Ap. 21:3).

La morada del cristiano es la renovada creación de Dios. LOS GALARDONES FUTUROS

Siguiendo con nuestro análisis sobre la eternidad, consideramos lícito anhelar los preciados galardones que Dios conceda en aquel día, en función de la fidelidad y servicio de cada cristiano. La Biblia apoya esta propuesta para alentar al discípulo de Cristo a ser valiente y a no decaer en la gran lucha que en definitiva representa la vida cristiana. Al igual que habrá distintos grados de condenación para el incrédulo, también existirán diferentes grados de felicidad para el creyente. De tal forma, nuestra mayor o menor posición de privilegio y diferentes asignaciones en la eternidad, guardarán una estrecha vinculación con los galardones otorgados en aquel momento.

Parece razonable admitir que Dios mismo conceda las recompensas eternas consecuentes con el mayor o menor índice de obediencia a su voluntad. Si así no fuese, resultaría injusto que el salario (valga la expresión) para los que han tenido una falta evidente de compromiso con Dios y su Palabra, viniera a ser el mismo de aquellos que fueron torturados y muertos por el nombre de Jesús. Éstos, como hace constar el texto bíblico, tendrán una «amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 1:11).

Sin embargo, los creyentes que han descuidado su salvación, desatendiendo al llamamiento de Cristo, igualmente entrarán en el Reino, pero de forma muy ajustada: serán «salvos como por fuego» (1 Co. 3:15). Como se sabe, nuestra herencia celestial es la herencia ganada por Jesucristo en la Cruz, y nada se obtiene por méritos propios. Con todo y ello, la condición de vida y el disfrute de esa herencia eterna, dependerá en definitiva del servicio realizado hoy para Dios, en obediencia, amor, compromiso y lealtad. Estamos advertidos de que la importancia de nuestro reinado junto con Cristo, y el estado de cercanía con Él, se verá en todo influido por nuestra labor presente: «Si sufrimos, también reinaremos con él» (2 Ti. 2:12).

Apreciemos los textos sagrados, y observemos que aun avanzados los días de Pablo, pudo expresar con plena satisfacción: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, Juez justo, en aquel día» (2 Ti. 4:7,8). A juzgar por lo leído, un sentimiento de victoria impregnaba el corazón del apóstol, ya anciano, que examinaba su pasado con regocijo, obteniendo la grata impresión del cumplimiento de su deber como cristiano y apóstol.

Si bien la salvación es del todo gratuita, igualmente a Dios le ha parecido bien preparar unos galardones para compensar el grado de servicio y entrega. En la medida de su obediencia a Dios, el cristiano podrá obtener una entrada más holgada en el Reino celestial, y así participar con superior dignidad de la autoridad que el Altísimo delegará en la eternidad; recibiendo conjuntamente una posición de mayor privilegio, y disfrutando con más intensidad de la grandeza de Cristo. La promesa de Jesús se hará entonces efectiva: «He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo» (Ap. 22:12).

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Así es, los galardones otorgados en aquel momento, coronarán a todo creyente por el

ministerio que haya realizado para su Señor; al igual que las posibles aflicciones presentes por causa del Reino, no serán ignoradas en el futuro. Aunque, pensemos bien, pues todo ello no representará en ningún modo objeto de gloria propia, ya que los galardones también se reciben por gracia, es decir, porque así le ha placido al Creador favorecer a sus criaturas. En este sentido, el cristiano es deudor de la gracia divina, pero Dios no es deudor de nadie. Por lo tanto, las coronas recibidas servirán finalmente para la glorificación de Dios por su inmensa e infinita bondad.

Para concluir, conviene recordar que las obras que realizamos en el presente, poseen unas consecuencias que, con toda seguridad, se harán manifiestas en la eternidad. El texto en El Apocalipsis así parece indicarlo: «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor... porque sus obras siguen con ellos» (Ap. 14:13).

Lo que el cristiano haga en el presente, tendrá una repercusión en el futuro. ESTADO DE PAZ Y FELICIDAD

Creemos que no importa tanto el dónde vamos a estar en la eternidad, sino más bien el cómo vamos a estar. Entendemos que en aquel día sin fin, nuestra estancia se verá influida por la perfecta comunión con Dios; y con independencia del lugar, nuestra vida se verá favorecida por un estado permanente de plenitud espiritual. De forma análoga, las relaciones interpersonales se perfilarán en un ambiente cálido de amor y comprensión, donde mantendremos una situación idílica de concordia y bienestar los unos con los otros. Como cita El Apocalipsis, no cabe imaginar guerras, dolor, pobreza, enfermedad, ni alguna otra adversidad, puesto que por fin el cristiano gozará de perfección absoluta: «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Ap. 21:4). La participación de la gloria de Dios traerá una completa y definitiva satisfacción, que mente humana ahora no puede alcanzar a comprender.

Además, como ya mencionamos, nuestro cuerpo será sometido a una integral glorificación, conforme a la misma imagen corporal de Jesús. Por eso, podemos pensar que todo nuestro sistema biológico y emocional funcionará con plenas sensaciones placenteras, y a la vez nuestro espíritu se verá colmado por un estado de abundante paz y bienestar. Deducimos, entonces, que en aquel día interminable el cristiano podrá gozar física y espiritualmente de todos los cuantiosos placeres provistos por Dios. La vida eterna supondrá conocer todavía mejor a nuestro Padre Dios, desde una experiencia práctica: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn. 17:3). De tal manera, nuestra mente obtendrá, como experiencia vital, una amplia apertura al infinito conocimiento de Dios. La luz del Señor brillará en cada alma, y su amor divino inundará todo nuestro ser, provocando un estado intenso de felicidad que se perpetuará por los siglos. De manera que, el deleitarnos en Dios, en su creación, y en su amor, será parte integrante de nuestra ocupación... Como resultado de tan magnífica experiencia, la adoración brotará naturalmente del corazón del creyente, eternamente agradecido por haber sido beneficiario de su amor y misericordia. Motivos por los que aceptamos que la gloria siempre será para Dios, porque aun contemplando el pasado con nuestros logros o triunfos personales, advertiremos que siempre fueron hechos con gran deficiencia humana, y no tendremos por menos que reconocer la mano de Dios.

En este tiempo, y aun admitiendo nuestras limitaciones temporales, hacemos bien si razonamos sobre las posibilidades infinitas de disfrute y placer que nuestro buen Dios nos ofrecerá a perpetuidad.

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En ese estado atemporal, se añadirán al panorama del entorno vital un mundo de nuevas emociones y maravillosas experiencias, múltiples e impresionantes formas y sonidos, infinitud de colores, fragancias y sabores especiales, a la vez que intensas y profundas sensaciones irradiarán todo nuestro ser. Y en ese infinito espacio ambiental, resonarán cánticos celestiales, con distintos y sofisticados instrumentos de música, que llenarán de gozo nuestros sentidos. Dulces melodías, que músico alguno puede llegar a componer, se escucharán a modo de hermosos himnos de triunfo resonando por la eternidad... Cinco sentidos corporales elevados a la máxima potencia, para disfrutar en plenitud de la nueva creación preparada por Dios. Es verdad, aquello que esperamos con ilusión, resulta inimaginable para nuestra limitada mente, y así parece indicarlo la Palabra fiel: «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Co. 2:9). Estamos seguros de que lo más bello en este mundo, no es equiparable con la excelencia del estado eterno que aguarda a los hijos de Dios. Lo que podamos concebir como felicidad aquí, habría que multiplicarlo por un número muy elevado de veces allí, para poder imaginar, por un momento, el grado de contentamiento que el cristiano experimentará por el resto de su existencia.

Entre tanto, contemplemos con solicitud el cumplimiento de las profecías bíblicas, porque el final de la Historia se acerca, y con ello el comienzo de un desconocido mundo de nuevos y apasionantes acontecimientos. Una eternidad repleta de júbilo y bienestar se presta muy cercana, donde aun lo comprensible de todas las predicciones humanas, no se puede comparar con las grandes sorpresas que en definitiva se revelarán cuando en aquel día Jesucristo en persona regrese de su Patria celestial: «Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21:5).

El cristiano vive el presente, bajo la mirada de la eternidad.

CONCLUSIÓN

Hasta aquí hemos realizado un breve y conciso repaso sobre los aspectos más esenciales que envuelve el pasado, presente y futuro del creyente en Cristo; presentando las condiciones bíblicas que identifican al verdadero cristianismo, para sobre todo no incurrir en confusión. Es decir, una revisión sucinta de las principales enseñanzas que definen la figura del cristiano, basado fundamentalmente en la propia Escritura, que en definitiva es la que posee toda autoridad sobre dicho tema.

Es hora de restaurar el espíritu equilibrado de todos aquellos conceptos evangélicos que determinan la identidad cristiana, así como de las oscuras propuestas teológicas de nuestra moderna Cristiandad. Por ello, es necesario recuperar, de una forma fresca y natural, la conveniente visión bíblica de toda posición espiritual... Es verdad, a veces los cristianos logramos complicar nuestra realidad con doctrinas que en ocasiones nos confunden y a la vez enturbian nuestra existencia. Pero, sin embargo, nos olvidamos de mantener candentes los argumentos básicos de la buena doctrina cristiana, que por otra parte hacemos bien en conocer y a la vez en compartir con los demás, desde una actitud sabia y razonable. Por ejemplo, con bastante despreocupación evitamos toda reflexión sobre la intervención del Creador en nuestro mundo estropeado. De la misma forma, prescindimos de tener claras las explicaciones bíblicas a las aparentes contradicciones que se producen en éste, y los motivos que se atribuyen a los designios eternos de Dios. Tal negligencia y descuido suele originar problemas diversos, no sólo existenciales, sino también morales y éticos; en tanto el cristiano se enfrenta con preguntas difíciles que no sabe responder con precisión.

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Quizá estemos descuidando la importancia que posee la presencia real del Dios eterno,

que se ha revelado fundamentalmente en Jesucristo y en su Santa Palabra, y que asimismo mantiene un control exacto sobre el desarrollo de la Historia. Es inevitable escapar de la ignorancia, y conocer adecuadamente el mensaje de las Escrituras, que es donde se responde a las grandes preguntas trascendentes acerca de nuestra complicada Humanidad. Ello, además, nos ayudará a obtener una mayor visión espiritual, y a ser cada día más conscientes de la obra perfecta de Jesucristo; reavivando, al mismo tiempo, nuestro sentimiento de urgencia en proclamar el maravilloso mensaje del Evangelio a este mundo perdido.

Por otro lado, es preciso también tomar conciencia del significado tan excelso que supone obtener el título de cristiano. No podemos en ningún modo rebajar nuestra categoría espiritual, por ser incomprendidos, rechazados, o por recibir la presión de una sociedad injusta que no reacciona ante el gran amor de Dios.

Nos corresponde, además de todo ello, mantener viva y radiante nuestra esperanza, reconsiderando los tiempos del fin y la consumación en el estado eterno, donde finalmente el amor, la paz y la justicia, reinarán por siempre. Discurrir sobre estas implicaciones tan gloriosas, nos ayudará en buena medida a confirmar nuestra fe, y a reanimar todo espíritu decaído. Es lo que precisamente recomienda la Escritura: «Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras» (1 Ts. 4:18).

Ahora bien, pese a observar las graves incongruencias de nuestra Cristiandad, no debemos renunciar en nuestro compromiso con el mensaje de Cristo. Es cierto que hay cristianos inconsecuentes con este magnífico título, pero sólo Dios sabe quiénes realmente son los verdaderos cristianos. Aunque, a saber, los hay también que buscan sinceramente seguir la voluntad de su Señor, pero desdichadamente se ven limitados bajo el yugo de ciertas dificultades internas, bien sean físicas o psicológicas; añadiendo a todo ello, además, los factores de presión social, cultural o familiar. Algunos cristianos son como torpes ovejas, que se descarrían fácilmente. Otros simplemente son recién nacidos espiritualmente, y están en proceso inicial de aprendizaje. No son pocos los que por ser débiles en la fe persisten en su flaqueza, y por ello su vida cristiana resulta tan deficiente... Con todo, la gracia y el amor del buen Pastor celestial continúa cobijando al creyente fiel, por muchas que sean sus restricciones.

Por lo demás, aunque el cristiano ande en rectitud, no tiene de qué gloriarse, y seguro que, mirando hacia atrás, mucho de qué arrepentirse. De tal manera, la Revelación de Dios hará resaltar más el pecado que las virtudes, por el hecho de ver la inmensa gracia divina y por comparación nuestra propia insuficiencia.

Por todo lo dicho, concluimos que la vida de todo nuevo convertido a Dios, ha de obtener un fundamento seguro donde construir su fe en Cristo, adquiriendo así una adecuada visión de su magnífica condición espiritual. Si bien, también se considera necesario que todo creyente maduro pueda seguir recordando, de manera sencilla y práctica, las bases cristianas por las cuales estamos llamados a defender, con rigor bíblico y fervor espiritual, nuestra valiosa fe evangélica... Al igual que todos los demás seres, también los cristianos somos olvidadizos, por lo que a menudo estamos obligados a repasar los conceptos bíblicos más esenciales, recuperando así el sentimiento fresco y renovado de nuestra extraordinaria condición delante de Dios.

Igualmente se desea que aquellos que andan desorientados entre un mar de dudas a causa de la presente confusión religiosa, logren despejar toda incertidumbre sobre el verdadero significado de ser cristiano en nuestro mundo «cristianizado».

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Finalmente, por encima de las consideraciones expuestas, reconocemos que son los textos de la Palabra divina los que nos guían en la correcta visión de nuestra experiencia cristiana. Cada vez que acudimos a los pasajes bíblicos con espíritu reflexivo, y motivados por la obediencia a Dios, éstos sobresalen de forma especial en las Páginas sagradas, colmando de gozo y bienestar nuestra vida espiritual. Y así renovamos la esperanza de un futuro maravilloso que está por venir, donde los hijos de Dios nos encontraremos participando de la gloria eterna, la cual será manifestada con todo esplendor cuando Jesucristo en persona regrese para recoger a su amada Iglesia... y esto puede ocurrir hoy mismo.

«De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas». (2 Corintios 5:17)

José Mª Recuero Bachelor en Teología

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