el año de la victoria - … · el campo de los almendros atrás, en los muelles, dejamos los ......

1065

Upload: dangnguyet

Post on 02-Oct-2018

215 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

El año de la victoria es uno de losmejores libros que se han escritosobre la inmediata posguerra civilespañola y sobre las terribles ysangrientas condiciones de vida,más bien de muerte, en los camposde concentración del franquismo.El autor relata cómo, finalizada laguerra civil, es apresado en elpuerto de Alicante, y los maltratosque padece en los campos deconcentración de Los Almendro yAlbatera, antes de ser trasladado alas cárceles de Madrid.

Eduardo de Guzmán

El año de lavictoria

Memorias de la guerra civil 2

ePub r1.0Titivillus 31.08.15

Título original: El año de la victoriaEduardo de Guzmán, 1975

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

I

EL CAMPO DE LOSALMENDROS

Atrás, en los muelles, dejamos loscuerpos de cuantos no quisieron o nopudieron sobreponerse al dolor yvergüenza de la derrota. Junto a ellos,

con ellos, tan muertos como ellos,quedan nuestras ilusiones de treinta ydos meses de lucha; más aún, lasesperanzas acariciadas amorosamentedurante toda la vida por millones deliberales, republicanos, marxistas ylibertarios españoles.

Abandonamos el puerto entre unadoble fila de soldados enemigos.Caminamos despacio y en silencio. Notenemos prisa por llegar a ningún sitio niganas de pronunciar una sola palabra.Cada, uno carga con lo poco que pudosalvar del general naufragio, con lo quehace días pretendía llevárselo parainiciar una nueva vida en tierras lejanasy extrañas: una maleta, un macuto, unos

papeles o unas mantas. Muchos van conlas manos tan vacías como su propioespíritu en esta hora de hundimientomoral y material. Sobre todos pesa, conmayor carga que los livianos equipajes,la abrumadora convicción de haber sidovencidos.

—Pronto envidiaremos a losmuertos.

La amarga frase, escuchadamomentos antes, continúa resonando enmis oídos. Empieza ya a ser realidadpara mí. Envidio en este segundo aquienes, como Mariano Viñuales yMáximo Franco, se quitaron la vida deun pistoletazo como última protestacontra el fascismo triunfante. Envidio

con mayor fuerza aún a cuantos murieronluchando durante los años precedentes,con un arma en las manos, alentados poruna fe inquebrantable en el triunfopróximo de las ideas regadas con supropia sangre, seguros de que susacrificio no resultaría estéril.

—Nosotros no tendremos ni siquieraese consuelo.

Inevitablemente recuerdo ladiscusión sostenida hace una horaescasa entre adversarios y defensoresdel suicidio. Sesenta minutos atrásestaba convencido de la razón de losprimeros y de la fuerza irrefutable deunos argumentos que en gran partecoincidían con los míos. Empezando por

reconocer y proclamar que no teníamossalvación posible y que los días,semanas o meses que durasen nuestrasvidas habrían de ser una ininterrumpidasucesión de dolorosas torturas,afrontábamos el seguro calvario comoun servicio —último y definitivo— a lacausa que todos habíamos defendido conuñas y dientes.

—Yo no les ahorro crímenes —resumía su postura Manuel Amil—. Sime quieren muerto, tendrán quematarme.

Era, en apariencia al menos, unargumento de peso: un suicidiocolectivo despejaría de obstáculos elcamino que nuestros adversarios se

disponían a recorrer, al no tener quecargar con nuestra sangre sobre suconciencia. Como lo tenía el esgrimidopor Juan Ortega, que aspiraba, con suentereza en el sacrificio y dignidad paraafrontar la muerte, a convertirse enlección y ejemplo para quienes —menosformados ideológicamente— sufrieran ymuriesen a su lado. Aunque másclaramente político, nadie podía negarvalor al razonamiento de muchos —Rubiera, Antona, Zabalza, Mayoral,Molina y Acero, entre otros— de quenuestra estancia, por breve que fuese, encampos, comisarías y cárceles refutaríala propaganda adversaria de la huida enmasa de cuantos desempeñaron algún

cargo, dejando abandonados a lossimples soldados. Incluso la opinión delos militares profesionales —Burillo,Fernández Navarro u Ortega— de quesus fusilamientos demostrarían al mundoque el fascismo violaba todas las leyesde la guerra —empezando por la famosaConvención de Ginebra— al ejecutar asus prisioneros, revestía o podíarevestir excepcional importancia.

Pero esto, todo esto en que creíafirmemente, que se me antojaba evidentee incuestionable, empieza a parecérmelomenos. Yo, como todos, hablaba haceuna hora sin reservas mentales, íntima yfirmemente convencido de que alintentar prolongar mi existencia un corto

período de tiempo, lo hacía única yexclusivamente para continuar luchandopor las mismas ideas de siempre con losescasos recursos que la derrota dejaba anuestro alcance. Repentinamente, en elinstante mismo en que traspasamos loslímites del puerto, una duda lacerante seabre paso en mi ánimo. ¿No habrá sidoel simple instinto de conservación, elmiedo inconfesado a la completadesaparición, el ansia puramente física—animal— de seguir alentando, aunquesólo sea unos minutos más, lo que hadeterminado mi postura y la de muchosque me rodean? ¿No será nuestroestoicismo el disfraz de una esperanzaque se niega a morir incluso en

circunstancias tan desoladoras? Lasospecha de que así sea basta parasumirme en una nueva y angustiosainquietud.

—Sería espantoso volver a caer enel infierno de la esperanza.

Es, como acaba de probarme la másreciente experiencia, la mayor de lastorturas imaginables. A mi mente acudede nuevo, igual que en los días depesadilla que vivimos en los muelles, uncuento alucinante de Villiers de l’IsleAdam, que describe los tormentos a quela Inquisición somete a una de susvíctimas. Con cuidadosa delectación,convencidos los inquisidores de que lossufrimientos físicos no son castigo

suficiente para sus culpas, añaden a susdolores materiales los morales de laesperanza. La noche que precede a suejecución, el preso puede escapar delcalabozo, aprovechando la aparentenegligencia del carcelero y recorrediversos pasillos y estancias donde susguardianes duermen plácidamente. Seconsidera libre y salvado cuando gana lacalle, para descubrir en el postrerinstante la terrible verdad. Arde ya lapira en que han de quemarle vivo y juntoa las puertas de la prisión le aguardanpacientemente los verdugos que van aconducirle a ella.

—En cierto modo y manera —murmuro— es lo que nos ha sucedido a

todos nosotros.Lo es, en efecto. Hundidos los

frentes entre el 26 y el 28 de marzo,pudimos salir de Madrid cuando elenemigo estaba dentro porque dejóabierto un portillo que alimentasenuestras esperanzas. Unas horasdespués, en Valencia ya, nos dieronseguridades verbales de rápidaevacuación y nos encaminaron aAlicante quienes sabían que un barco deguerra inglés, anclado en Gandía,garantizaba la salvación de unos cuantosy les libraba de correr nuestra suerte.Luego, en los muelles de Alicante,donde llegan a reunirse más de veintemil personas, vivimos durante tres días

interminables una dantesca peripecia.Amontonados en el puerto, sin dormir,sin comer y casi sin respirar, ateridos defrío por las noches, empapados por lalluvia a todas horas, aguardamos con lamirada fija en el mar unos barcos que nollegan. Nuestras ilusiones sedesvanecen, destrozadas por una serieinterminable de decepciones; pero acada instante alguien trata de hacerlasresucitar en nuestro pecho con unamentira compasiva o burlona. Porespacio de sesenta y dos largas horastodos —Consejo Nacional de Defensa,organizaciones internacionales deevacuación, cónsules alicantinos ymilitares italianos que a partir de la

tarde del 30 ocupan la ciudad— seesfuerzan y compiten —como losinquisidores del cuento francés— pormantener vivas nuestras últimasesperanzas.

—En Alicante hay barcos paraevacuar a cuantos deseen expatriarse —dicen los «capitanes Araña» que rodeana Casado y se irán con él.

—Les doy mi palabra de honor —asegura solemne y serio el generalGambara— que no entraremos en elpuerto. Podrán permanecer en losmuelles todo el tiempo preciso para quelleguen los barcos necesarios paramarcharse todos.

—Esta noche, apenas oscurecido,

entrarán los dos primeros barcos —anuncia la Comisión de Evacuación.

—No corren ustedes el menorpeligro —declaran los cónsules—porque el puerto ha sido declarado zonainternacional.

—Para garantizar la libertad denavegación el gobierno francés hamandado un crucero que anclará en losmuelles a media noche y en el quepodrán marcharse los que se considerenmás comprometidos.

¡Palabras, palabras, palabras…!Frases tranquilizantes, seguridadesverbales, garantías solemnes quealimentan las más rosadas esperanzas.Pero frente a todas las declaraciones

adormecedoras, los hechos concretos ybrutales: barcos que viran en redondo alllegar a la bocana del puerto o semantienen al pairo a media milla de losmuelles; lento discurrir del tiempomientras el hambre se adueña de todos ylos nervios de muchos saltan, incapacesde soportar la tensión a que se lessomete; casos de locura y epidemia desuicidios; hombres desesperados que setiran al agua o se levantan la tapa de lossesos y mujeres desoladas que lloran sinlágrimas y se retuercen las manos enexpresión de suprema impotencia. Y, alfinal —ya en la tarde del 31 de marzo—, cuando se ha logrado convencer alas gentes para que entreguen sus armas

como condición sine qua non para quelos buques franceses entren en el puerto,la aparición del Vulcano con la banderabicolor desplegada al viento,ametralladoras y cañones apuntando alos muelles y el desembarco de lossoldados que van a poner finalinmediato y dramático a nuestra estanciaen el puerto; a escribir el RIP definitivosobre la tumba abierta de la SegundaRepública española.

La entrada del buque de guerranacional; la conminación para unaentrega inmediata de quienes,apelotonados en los muelles, no tenemosposibilidad alguna de resistencia; lasráfagas que silban sobre nuestras

cabezas y abren algunos claros ennuestras filas, significan el angustiosodespertar de una pesadilla dantesca. Es,dicho sea en pocas palabras, la muertede la esperanza para todos nosotros.Pero, sorprendido y desconcertado,advierto entonces un fenómenoinesperado: que la pérdida de laesperanza, el adiós a toda clase deilusiones personales, la certidumbre deun final próximo y trágico, no aumentalas inquietudes, zozobras y angustias delos días precedentes. Su efecto esdiametralmente opuesto. Repentinamenteexperimento una asombrosa placidezinterior, un extraño sosiego que ofrece elmás duro contraste con la tormentosa

agitación padecida desde que muchashoras atrás quedásemos recluidos en elpuerto.

No se trata únicamente de unareacción personal. Lo compruebomuchas veces en el curso de la noche —nuestra última noche de hombres libres— que luego pasamos en el puerto,advirtiendo la serenidad y cordura decuantos sabemos que apenas amanezcaempezará para todos la más oscura delas noches. Podemos hablar y discutir,con alteza de miras y absolutodesinterés, sobre las causas de nuestraderrota común y las inevitablesconsecuencias que nos traeráaparejadas. Es posible que podamos

hacerlo, dialogar con tanta calma de unfinal que tenemos a la vista, porque latranquilidad que nos conforta al saberlotodo definitivamente perdido, sea unanticipo de la propia muerte. Tal vezporque todos —una mayoría sin haberoído hablar siquiera de su autor—comprendemos la razón de un hombreque hace dos mil años pasó por trancesparecidos a los nuestros, y acabó comoseguramente terminaremos nosotros,cuando momentos antes de morir dijo aquienes le rodeaban: «Dejaréis de temercuando dejéis de esperar, porque eltemor y la esperanza, que parecenirreconciliables, están en realidadperfectamente unidos». Matar la

esperanza es matar el temor; ayer,cuando todavía esperábamos, podíamostemer las asechanzas del futuro, y lalucha entre la ilusión de salvarnos y elmiedo a perecer trocarse en las másinsoportables de las agonías, ya que haycircunstancias —las que ahora estamosexperimentando los antifascistasespañoles— en que la esperanza, lejosde sostener la vida, contribuye a sudestrucción.

* * *Recelo y temo en este momento

volver a caer en el tormento de laesperanza impulsado por un elemental

instinto de conservación. Procurorechazar la idea de que, hábilmentedisfrazada, pueda renacer en el fondo demi ánimo. Para lograrlo concentro miatención en la cambiante escena que seofrece a la vista cuando al salir delmuelle iniciamos la marcha por lacarretera de Valencia. Ante nosotros —un grupo de doscientas personas queprácticamente cerramos la vomitiva—,se extiende una larga columna formadapor cuantos pasamos la noche última enel puerto.

Avanzamos concentrados ysilenciosos por el ancho pasillo queforman las filas vigilantes de lossoldados que, fusil en mano, nos guardan

a uno y otro lado. De vez en cuando ladolorosa procesión se detiene. Alládelante, sin que nuestra vista alcance averlo porque quienes nos precedenocultan la escena con sus cuerpos, estánsiendo cacheados uno por uno cuantossalimos de los muelles. Lejanas,confusas, ininteligibles nos lleganalgunas palabras de conminación uorden. De vez en cuando suena undisparo y nuestros oídos recogen gritosde agonía o lamentos de dolor.

—Nos matarán a todos —murmuraalguien a mi lado, apretados los puñoscon rabia.

Ha dejado la maleta en el suelo yvarios le imitan. En la breve detención

la atmósfera parece cargarse deelectricidad. Con ojos relampagueantesalgunos miran a los soldados que noscustodian; otros vacilan, pensando si noserá preferible terminar de una vez.Quienes nos guardan parecen adivinarsus pensamientos y nos encañonanprestos a aplastar en el acto cualquierintento de resistencia. Un sargento grita:

—¡Adelante…! ¡El que sedetenga…!

La cola de la columna reanuda sumarcha. Es una mañana de cielo limpioy claro sol en violento contraste con losdías nublados y las noches lluviosaspasadas en los muelles. Pasamos ante laplaya de Postiguet, que muestra los

viejos balnearios de madera destrozadospor los cañonazos y las bombas. Encambio, aparece intacta una casamata decemento que debiera defender la bahía yde la que desaparecieron —sería difícilsaber cuándo— las armas antiaéreas,caso que estuvieran emplazadas allíalguna vez y no fuera un simple refugiocontra los frecuentes bombardeos delpuerto.

A lo lejos, cerrando la breve playa,grandes masas rocosas semejantes amonstruosos animales antediluvianos,hunden sus cuerpos en el aguaintensamente azul del Mediterráneo. Enellos, como una mancha negruzca, laboca del túnel del ferrocarrilito costero

parece la entrada de una ratonera por laque el tren se hunde en las entrañas deSerragrosa para emerger unoskilómetros más allá a la luminosidadriente de San Juan y Villajoyosa.

A la izquierda quedan las abruptaspendientes del monte en cuya cima alzasus murallas el castillo de SantaBárbara. Las casas, que bordean lacarretera y se pegan materialmente a lasrocas, dan una sensación de completoabandono; probablemente hace mesesque no queda nadie en ellas porque losimpactos recibidos durante losbombardeos, y cuyas cicatrices nosmuestran, las hicieron prácticamenteinhabitables.

—¡Ahí vienen los rusos…! —gritauna voz.

—¡Los rusos, los rusos…! —lehacen eco, alborozadas, otras varias.

Me sorprenden las palabras y,saliendo de mi momentánea abstracción,miro hacia el punto donde suenan lasvoces. Distingo a un grupo de paisanosque conversan con algunos soldados enel sitio preciso en que la carretera,torciendo hacia la izquierda, se desvíahacia el interior bordeando las faldasdel monte. Algunos llevan camisa azul;otros, un simple brazalete con loscolores rojo y gualda. Un momentopienso que pueden ser los que hace díasestaban recluidos en el Reformatorio de

Alicante; luego, viendo una camionetaparada en la cuneta, que pueden servecinos de cualquier pueblo cercano quehan venido a ver a los prisioneros delpuerto. Pero más que ellos, me interesanlos rusos, y como parecen mirar hacia unpunto situado a mi espalda, vuelvomaquinalmente la cabeza. Tras denosotros vienen quince o veinte filasmás de los que acaban de abandonar losmuelles.

—¿Dónde diablos ven a los rusos?—Los rusos somos nosotros —

masculla malhumorado David Antona,que camina a mi lado.

Comprendo y me encojo dehombros. Entre el millar largo de

personas que pasamos la última nocheen los muelles, es posible que hubieseveinte o treinta no nacidas en España,pero con toda seguridad ni un solo ruso.¿Vale la pena decírselo?

—No nos creerían en el casoimprobable que nos dejasen hablar.

Cuando pasamos por delante delgrupo, basta ver sus gestos paracomprender que no están nada segurosde que seamos los técnicos, militares ydirigentes soviéticos que, según lapropaganda enemiga, inundan lo quehasta hace unas horas tan sólo fue zonarepublicana. Si unos nos mirandubitativos, otros se rascan la cabezacon aire de sorprendido desconcierto.

Es de suponer que no tardarán en darsecuenta de que aquí no éramosprecisamente moscovitas los queestábamos luchando. Aunque siemprehay gente dispuesta a comulgar conruedas de molino, capaces de creersecuanto le digan antes de molestarse enpensar por cuenta propia.

—¡Fuera, fuera…! Mujeres y chicosno pueden pasar de aquí…

La columna se detiene de nuevo. Ungrupo de soldados se cruza en el caminoquince o veinte metros por delante denosotros. Lo hacen en tonodescompuesto y airado bajo la miradacomplaciente y las aprobacionesverbales de unos cuantos paisanos que

contemplan, divertidos, la escena. Laseparación de los familiares se hace coninnecesaria violencia. Las tres mujeres ylos dos chicos son empujados hacia unade las cunetas. Los críos lloranasustados y una de las mujeres preguntaangustiada a un paisano vestido con unchaquetón de cuero junto al cual ha sidolanzada:

—Por favor, señor, ¿dónde llevan ami marido?

—¡Mejor que no lo sepas! —contesta, burlón, el interpelado—. Paralo que va a durar…

—Pero —se desespera la mujer,resistiéndose a admitir lo que el otro hadado a entender—, ¿es que van a

matarles?—¡Ningún rojo merece nada mejor

que la horca!—¡No es un criminal; les juro que no

lo es! Ha sido siempre un trabajadorhonrado que…

—¡Calla, Marga! —la interrumpecolérico el marido, silencioso hasta estemomento—. No quiero que llores nipidas nada.

—¿Todavía con humos, cabrón? Voya enseñarte que…

El tipo del chaquetón se abalanzasobre el prisionero. Tratando de impedirel choque entre ambos, la mujer leagarra del brazo. El paisano respondecon un violento empellón que lanza a la

mujer por tierra. Sin pararse a mirarla,llega junto al preso, al que abofetea. Elotro contesta con un puñetazo en plenamandíbula que le hace retroceder unospasos tambaleante. No llega a caer, sinembargo. Del bolsillo del chaquetónsaca una pistola pequeña que disparacon rapidez. Herido en la cabeza y elpecho, su adversario se detiene en seco,mirando con ojos desmesuradamenteabiertos, pero posiblemente sin ver yanada; un segundo después se desplomaverticalmente.

—¡Canalla…! ¡Cobarde…!¡Asesino…!

Cincuenta voces distintas increpan alque acaba de disparar. Muchos, tirando

al suelo maletas y mochilas, se enfrentanrabiosos con el individuo, que retrocedeasustado, pero sin dejar de empuñar lapistola. Se produce un terrible alboroto.Hay muchos dispuestos a castigar sintardanza al agresor. Los compañeros deéste se agrupan a su alrededorrequiriendo las armas. La tensiónaumenta cada décima de segundo. Hayun momento en que pienso que el presoque se desangra a veinte pasos denosotros no será el único en morir aquí.Es probable que los demás piensencomo yo; incluso que por sus mentescrucen ideas parecidas a las mías. ¿Nosería preferible terminar de una vez?¿Merecerá la pena seguir adelante?

—¡Quietos, quietos todos…! Elprimero que se mueva puede darse pormuerto…

Metralleta al brazo, un teniente queha presenciado de lejos la escena seacerca a la carrera, gritando susórdenes. Los soldados se echan losfusiles a la cara, apuntándonos. Mirandohacia los lados, atrás, al montículo deenfrente, descubro fusiles y pistolas quenos encañonan por todas partes. ¿Van aapretar los gatillos? El viejo JuanOrtega, con su pelo blanco, yergue sufigura quijotesca encarándose con eloficial, al tiempo que muestra con gestoexpresivo sus manos vacías:

—¡Cuidado, teniente! Somos

prisioneros, estamos desarmados y…—¡Silencio! Al primero que alce la

voz le vuelo la sesera…Se abre una breve pausa preñada de

amenazas. Arrojándose sobre su maridomuerto, una de las mujeres le abrazadesesperada, estremecido su cuerpo porlos sollozos. Ante la mirada del teniente,el individuo de chaquetón trata dejustificarse:

—Tuve que defenderme… Me pegóy si no disparo rápido…

La mirada del teniente se endurece.Despectivo, contesta:

—No tenía armas y tú lo sabías.—Pero era un rojo y a esos…—¡Basta ya! A los rojos debiste

combatirlos en los frentes si teníasvalor; no matarles cuando estánprisioneros.

De la columna de presos se alzanmurmullos aprobatorios. El tenientereacciona rápido, receloso quizá de queel tipo del chaquetón o alguno de susacompañantes crea que se pone denuestro lado. Grita enérgico:

—¡En marcha todo el mundo y ay delque lo dude un segundo…!

Bajo la amenaza de pistolas yfusiles, empujados por los que vienendetrás, a los que a su vez empujan aculatazos los guardianes que caminan aretaguardia de la columna, recogemoslos menguados equipajes para reanudar

la marcha. Un sargento pregunta alteniente:

—¿Y las mujeres?—Llevadlas junto a las otras.Unos soldados arrastran el cadáver

hacia una de las cunetas, donde siguellorando y retorciéndose las manos conaire desesperado su pobre mujer. Uncabo trata de meternos prisa:

—¡Andando de una vez!—¿Y ese?El cabo mira de refilón al sujeto del

chaquetón que, rodeado de sus amigos,se ha retirado unos pasos de lacarretera. Encogiéndose de hombros,murmura:

—Eso no es cuenta tuya ni mía.

Luego, bajando la voz hastaconvertirla en un susurro, escupe:

—¡Es un hijo de puta cobarde!

* * *Reanudamos la marcha y pronto el

grupo desolado de mujeres y chicosqueda a nuestra espalda. No sé quiénpueda ser el muerto ni quiénes iban conél que caminan unas filas delante denosotros. Es probable que alguna vez mehaya dado de cara con ellos durante losdías pasados en el puerto, pero no losrecuerdo. No necesito preguntar nada,sin embargo, para saber quién era. AHenche, que camina algo más adelante,

le informa uno de los suyos:—Pertenecía a la UGT. Estaba en el

ayuntamiento de un pueblo de Albacete.Asciende la carretera alejándose de

la playa, pasando por un estrechoboquete abierto entre el monte de SantaBárbara y las moles rocosas que formanla costa entre Alicante y la Albufereta.En las alturas, a uno y otro lado, vemossoldados que, fusil en mano, vigilannuestro paso.

—¿Dónde nos llevan?—Creo que cerca; un par de

kilómetros escasos más allá.Coronada la pequeña pendiente, la

carretera desciende ahora torciendo a laderecha para alejarse de Santa Bárbara,

que queda a nuestra espalda. Damosvista a una especie de valle largo yancho. Aunque he pasado por él variasveces —la última en la mañana del 29de marzo—, nunca le he prestado lamenor atención.

Calculo ahora que debe tener entretres y cuatro kilómetros de largo y unpar de ellos de anchura. La carretera deValencia, que lo cruza por el centro, lodivide en dos mitades desiguales. Lolimitan de un lado alturas rocosas que loseparan detrás del mar; de otro, unascolinas bajas, de suaves pendientes yabundante vegetación arbórea. Pordetrás del Monte de Santa Bárbaraasoman algunas casas de la parte más

alta de Alicante, hacia la que conduce, aquinientos metros de donde nosencontramos, una bifurcación de lacarretera.

—¡Ahí están…!Todavía nos separa cerca de un

kilómetro del extremo más próximo delimprovisado campo de concentración aque nos conducen, pero caben pocasdudas al respecto. A la derecha delcamino que llevamos, una masaintegrada por varios millares depersonas parece ocupar por entero elespacio que separa la carretera de losmontes rocosos. Fijándonos, vemos enlo alto de los montes grupos de soldadoscon ametralladoras emplazadas. Otros

soldados, más numerosos aún, vigilan lacarretera.

La cabeza de la columna integradapor cuantos salimos del puerto estamañana llega, no sin frecuentes altos,hasta la bifurcación que conduce a laparte alta de la ciudad sin pasar por lascercanías de los muelles. Allá debeterminar nuestra marcha, por cuanto losque llegan allí se desparraman por ellugar elegido no sé por quién paraconcentrarnos. Más allá, la carreteraparece atascada por coches, camiones yautocares y grupos nutridos que charlancon los soldados. ¿Prisioneros también?Seguramente, no. El hecho deencontrarse al otro lado de la fila de

vigilantes, de moverse con absolutalibertad y, más aún, el que algunos vayanprovistos de fusiles o rifles, indica quedeben ser elementos nacionales que sedirigen a Alicante o Murcia y que hansido detenidos hasta que pasemosnosotros.

—¡Aquellos grupos son mujeres…!De lejos hemos podido dudarlo,

porque con ellas van algunos soldados;al acercarnos un poco se disipacualquier posible duda. Forman unapequeña columna de doscientas otrescientas mujeres y medio centenar dechicos que se alejan del campo deconcentración, dirigiéndose haciaAlicante, escoltadas y custodiadas por

unas docenas de hombres armados quemarchan a sus costados o detrás,cuidando que no se escape ninguna.

—Tienen que ser las que anoche nodescubrieron en medio de la oscuridadentre los salidos de los muelles.

A doscientos metros una nuevaparada. Están cacheando a las filas quenos preceden y pronto harán lo mismocon nosotros.

—El que tenga algún arma, que latire. ¡Si se la encuentran encima, loliquidan!

El aviso salta de fila en fila hastallegar a la retaguardia de la columna deprisioneros. Casi todos nos encogemosde hombros. Antes de salir del puerto

los que aún guardaban alguna pistola,tuvieron buen cuidado de tirarla al mar,no sin desarmarla y machacarla primero.Varios, sin embargo, dejan caer algo condisimulo.

—¡Arriba los brazos y no te muevas!El cacheo es rápido y un poco

formulario. Pienso que hubiera sidorelativamente fácil pasar un arma sinque la descubrieran. Pero ¿hubieseservido de algo? Como si adivinase mispensamientos, el individuo que mecacheó advierte:

—¡Peor para ti si llevas algo,porque entonces la espichas!

—Y si no lo llevo también.Acabo de descubrir, pegados a la

cerca de unas huertas, a la izquierda dela carretera, unos cuantos cadáveresmedio tapados con unas ramas;seguramente los han llevado allí paraenterrarlos y no debe hacer mucho queestán muertos.

—Los fusilamos hace dos horas,cuando quisieron fugarse —explicadisplicente el que nos cachea.

Es posible que sea verdad; tambiénque hayan muerto de mala manera sinpretender huir.

—¿Qué llevas ahí? —preguntaseñalando la maleta.

—Ropa que no te sirve —replico—porque te quedaría corta.

—Tampoco creo que te sirva a ti,

salvo de mortaja —responde agresivo ydestemplado.

Me encojo de hombros mientras meagacho para abrir la maleta y mostrarlesu contenido. Alarga la mano pararevolverla y hace un gesto dedesencanto. No llevo nada que puedaexcitar su codicia.

—¿Y el reloj?—Demasiado malo; nadie te daría

diez duros por él. Pero si te interesa eldinero…

Se le iluminan un instante los ojos.Aunque no lo diga, piensa sin duda quepuede valer mucho más que el modestoreloj de metal que llevo en la muñeca.Con gesto inocente saco de la cartera los

cinco billetes de cien pesetas queconstituyen todo mi capital y se lostiendo.

—¿Los quieres?—Guárdatelos para limpiarte el culo

—replica rabioso tirándolos al suelo deun violento manotazo.

Me agacho a recogerlos, no porquecrea que tienen ningún valor, sinoporque no vea la risita burlona que sudecepción hace aparecer en mis labios.Los dos sabemos de sobra que a estosbilletes, de una de las últimas emisionesde la zona republicana, se les niega todavalidez en la nacional. Mientras cierrola maleta, me chilla:

—¡Pasa de una vez o te haré pasar a

patadas…!Los que caminaban junto a mí han

adelantado unos pasos y voy a reunirmecon ellos.

—¿Qué te pasaba con ese?—Nada —respondo—. Quiso ver

los billetes que llevaba y parece que nole han gustado.

Marchando por la carretera llegamosa un extremo del espacio acotado paracampo de concentración. Desde elinterior del mismo, separados denosotros por una treintena de metros yuna fila de vigilantes armados, algunosde los que salieron del puerto la nocheanterior nos reconocen y agitan losbrazos en señal de saludo. Contestamos

en la misma forma y uno de nuestrosguardianes se indigna:

—¡Al que haga una señal le pateolas tripas…!

Reímos para nuestros adentros.Nada peligroso o secreto tenemos quecomunicar a los que se hallan dentro delcampo y que anoche mismo estaban connosotros en el puerto. En cualquier caso,podremos hacerlo con absolutatranquilidad tan pronto como nosinternen en el mismo lugar. Peronuestros guardianes siguen todavía bajola influencia de la propaganda contra elespionaje y los espías, tanabundantemente florecida a uno y otrolado de los frentes durante toda la

guerra.Seguimos por la carretera medio

kilómetro más. Corroboramos laprimera impresión de que el campo esgrande y suman muchos millares loshombres recluidos en él. Una parte deellos están sentados o tumbados en elsuelo; otros van de un lado para otro conaire cansado y aburrido; no pocos seagolpan cerca de la carretera, buscandocon la mirada a conocidos, amigos oparientes entre los que anoche quedamosen los muelles. Aun sin fijarmereconozco al pasar algunas caras.

—¡Mira allí, a la izquierda, junto alpozo!

Miro y no me sorprende lo que

descubro. Cerca del brocal de un pozo,a treinta o cuarenta metros de distancia,veo el cuerpo de un hombre tumbado debruces e inmóvil. Fijándome másalcanzo a distinguir en las proximidadesdel primero cuatro cuerpos más, taninmóviles y tan muertos como él. Tresde ellos llevan uniforme y cada uno hacaído en postura diferente.

—¿Nuestros?—¡Claro! A los suyos los hubieran

recogido ya.—¿Suicidados como en el puerto?Muevo la cabeza en gesto negativo.

No resulta lógico que para suicidarsehayan venido hasta aquí. Más probableparece que quisieran huir durante la

conducción o escapar de sus guardianes.Tampoco cabe descartar que fueranfusilados por el motivo que fuese operecieran en forma semejante a lavíctima del sujeto del chaquetón decuero, muerto hace veinte minutos antenuestros ojos. En cualquier caso, elresultado es el mismo.

—Sobran maneras de morir.Pienso con un estremecimiento que

tendremos que acostumbrarnos apresenciarlas en abundancia, caso deque nuestra vida se prolongue unassemanas o unos meses. Es cierto que losaños de guerra nos han familiarizadocon la idea de la muerte. Casi todoshemos visto morir gente durante los

combates y en los bombardeos, en losfrentes y en las ciudades o pueblos de laretaguardia. Pero ahora se tratará —setrata ya— de acostumbrarse a algo muydistinto. En la guerra se moríageneralmente en lucha, asaltando losreductos enemigos o defendiendo lospropios, con la ilusión de alcanzar eltriunfo, en la embriaguez de la batalla ycon víctimas de los dos bandos. Enadelante no habrá embriaguez niilusiones ni peleas y todos los muertospertenecerán a un solo bando: al de losvencidos, al nuestro.

* * *

—Creo que ya llegamos.Me alegra oírlo. Aunque desde que

salimos del puerto no hemos andadoarriba de tres kilómetros, me doy cuentaen este momento de que estoy cansado,muy cansado. No he pegado los ojos lanoche anterior. En realidad, no hedormido tres horas seguidas desde eldomingo por la noche y estamos asábado. Aunque acaso más que el nodormir me cansase la tensión nerviosade las jornadas del puerto. En cualquiercaso, me pesa la maleta como si lallevase llena de plomo.

—¡Venga, entrad ahí de una vez!—La carretera tiene que quedar

libre inmediatamente.

Nos movemos con mayor lentitud dela que quisieran nuestros guardianes, alos que de repente parece haberacometido una prisa febril.Aguijoneados por sus gritos yempujones, vamos abandonando lacarretera para desparramarnos por lashuertas y plantaciones que llegan hastalas masas rocosas que nos separan delcercano Mediterráneo.

El campo de concentraciónimprovisado en las cercanías deAlicante es grande como no tardamos encomprobar. Debe tener cerca de treskilómetros de longitud por quinientos oseiscientos metros de anchura, ocupandomás de la mitad de esta especie de valle,

que se extiende entre el monte de SantaBárbara y las alturas de Vistahermosa.El suelo, quebrado e irregular, vasubiendo desde la carretera hasta lasrocas, alternando pequeñas alturas yprofundas vaguadas por donde enépocas de lluvias deben discurrirminúsculos arroyuelos. Cultivado salvoen los puntos en que la piedra desnudaimposibilita las faenas agrícolas,aparece cruzado en todas lasdirecciones por pequeñas cercas depiedras junto a las cuales crecen grandespiteras y agrestes matorrales. Aquí yallá, muy espaciadas entre sí, algunasedificaciones, simples barracas en sumayoría, utilizadas para guardar aperos,

herramientas y tal vez ganado de labor.Tampoco faltan los pozos, con un agualigeramente salobre.

Pegados materialmente a las rocascrecen algunos olivos polvorientos yretorcidos; formando pequeños grupos ototalmente aisladas las palmeras elevanhacia lo alto la esbeltez de sus troncoscoronados por frondosas palmas. Perola casi totalidad de los árboles quecubren el valle son almendros. Bienalineados, formando largas columnas,guardando entre sí una convenienteseparación, son millares los queaparecen a la vista. Aunque las huertasdan la clara sensación de haber estadopoco cuidadas durante los años de

lucha, estamos en los comienzos deprimavera y los almendros muestran suvitalidad en la profusión de sus ramasentre las que destacan el verdor intensode los almendrucos.

—¿Cómo se llama este valle?Nadie parece saberlo, pese a que

entre los prisioneros deben abundar losalicantinos. Es posible que no tenga unnombre determinado y concreto; encualquier caso, la mayoría lo ignoramos.Algunos campesinos castellanos oandaluces no ocultan su admiración alpasear la vista en torno suyo:

—¡Buen campo de almendros…!Pronto el improvisado campo de

concentración recibe por los mismos

que estamos internados en él ese mismonombre: Campo de los Almendros. Esfácil, eufónico y apropiado, pese a quetodo esto nos tenga sin cuidado en estosmomentos dramáticos. Pero como losalmendros crecen en abundancia y comode alguna manera hemos de llamarlo, elnombre se impone con rapidez. Dentrode cuarenta y ocho horas todos ledenominaremos así. Entre otraspoderosas razones porque losalmendrucos van a ser —aunque ningunolo sospeche en las primeras horas—casi nuestro único alimento durante losseis días que permaneceremos aquí.

—¿Cuántos calculas que somos?La pregunta se repite con frecuencia,

como expresión de la curiosidad demuchos, sin que nadie acierte a darleuna respuesta precisa y concreta. Esdifícil, imposible casi, cifrar loshombres que nos encontramos recluidosen estos campos. Pueden ser lo mismoveinte, que veinticinco o treinta milpersonas. Su número sufre, además,constantes oscilaciones.

—Desde luego, más que en elpuerto.

Esto parece evidente con sólo subira cualquiera de los altozanos quepermiten divisar toda la extensión delcampo. Algunos lo dudan, señalando queestamos menos amontonados que en losmuelles, aunque la extensión es diez o

doce veces superior. Otros lo niegan,subrayando que en el puerto habría treso cuatro mil mujeres y chicos que hansido separados de nosotros. Sinembargo…

—Aquí hay mucha gente que nollegó a pisar el puerto siquiera.

Es cierto. Aparte de quienes nospasamos horas interminables en esperade unos barcos que no llegaron, haymillares de hombres detenidos en laciudad de Alicante, en los pueblosvecinos, en las carreteras de Valencia yAlbacete cuando en los dos últimos díasmarchaban en busca de un lugar en queembarcar para salir de España. Sonjefes, oficiales, comisarios y soldados

de los ejércitos de Extremadura,Andalucía y Levante, campesinosmurcianos y militantes antifascistas decualquier punto de la zona republicanaque se derrumbó entre el 26 y 31 demarzo.

—Acaso más importante quecalcular cuántos somos sería sabercuántos podrán salvarse.

Pero si lo primero resulta hartodifícil, lo segundo supera con creces elalcance de nuestros vaticinios. Nidepende de nosotros ni contamos con loselementos de juicio precisos paraformular el menor augurio. Hay tantasopiniones como opinantes que van desdeel más delirante optimismo al más

desolador de los pesimismos; dequienes se figuran que sobreviviremostodos a los que temen que dentro de dosmeses ni uno solo continuaremos convida.

—No lo pienses, muchacho. Lo queha de ser será y nada podrás hacer porimpedirlo.

No hay sitio reservado para nadiedentro del inmenso campo. Cada unopuede sentarse o tumbarse donde leparezca, cambiar de emplazamientocuando le agrade o ir de un lado paraotro constantemente. No obstante, de unamanera instintiva y maquinal las gentesse agrupan por afinidades políticas oprofesionales, el parentesco y la

amistad. Muy mezclados en general enlos grupos reunidos junto a una cercaalrededor de un pozo, en una depresiónde terreno o en torno a una choza seencuentran personas de las más diversasedades, ideologías u oficios.

Cuando llegamos nosotros alrededorde las diez de la mañana del sábado, lossitios más ventajosos están ocupadospor quienes fueron metidos en el campola tarde o la noche anterior. Las barracasy chozas están llenas, porque lasparedes y el techo por mal que esténofrecen alguna protección contra laposible lluvia y el frío de las noches;algo semejante sucede con las cercaníasde los pozos, donde uno puede conseguir

agua para beber o lavarse, e incluso conlas cercas altas que amparan del vientoy del sol.

—Aquí no estaremos del todo mal.Es un espacio entre dos almendros,

casi en el centro del campo, a medialadera de una colina, y separado sesentametros de la carretera. A quince pasosestá una estrecha depresión en la queabundan los matorrales que podemosarrancar para hacer más mullida nuestracama y uno de los pozos no dista más detrescientos metros. Bajo los árboles lahierba está bastante crecida. En losalrededores, más arriba y más abajo, aizquierda y derecha, han dejado susmenguados equipajes buen número de

compañeros y amigos. ¿Para qué ir máslejos?

Dejamos en el suelo las maletas,macutos y mantas señalando cada uno ellugar que piensa ocupar en los díaspróximos. Buscamos a quienes estabancon nosotros en los días pasados en elpuerto y nos separamos en la confusióndesilusionada de la consumación de laderrota. No tardamos en dar con ellos.No he visto a varios desde la tardeanterior. Tienen curiosidad por conocerlo que ha sido la última noche pasada enlos muelles y lo cuento en el menornúmero posible de palabras, sin ocultarnada. Ni siquiera los suicidios de estamañana. A su vez ellos me relatan sus

amarguras y zozobras en las doce horastranscurridas desde nuestra separación.Todos coinciden en que su caminatahasta el campo fue más larga,accidentada y dramática que la nuestra.

—Anochecía cuando salimos —diceEsplandiú—; se habían fugado varios ynuestros vigilantes estaban nerviosos eirritados. Teníamos que detenernos cadadiez pasos y dejarnos cachear una y otravez. Armas encontraron pocas; secompensaron llevándose otras cosas. Aéste le quitaron el capote y a Juan unasbotas flamantes que llevaba en lamochila.

Indignados por el despojo, muchosprotestaban y se entablaban discusiones

que muchas veces terminaron a tirolimpio. Cayeron no pocos antes de supaso y durante todo el recorrido vieroncuerpos caídos a uno y otro lado de lacarretera. Aunque la llegada al campode concentración no era precisamentealcanzar la libertad, dieron un suspirode alivio al encontrarse dentro.

—Momento hubo —añade— en quecreímos no llegar ninguno con vida.

Mujeres y chicos son tambiénmotivo y pretexto para alborotos, peleasy ejecuciones sumarias. Aunque en lasproximidades del puerto se procurasepararlas de los hombres, no pocas seconfunden entre ellos por ir tapadas conalguna manta o capote, llevar puestos

pantalones y no ser descubiertas a la luztenue del atardecer. No obstante, algunasde ellas, que logran atravesar losprimeros controles, son identificadasmás adelante, incluso a la entrada delmismo campo.

—Todas se resistían a separarse desus maridos, de sus novios, de sushermanos o de sus padres. Los vigilantesrecurrían entonces a la fuerza, losfamiliares acudían en su ayuda y… Yapuedes figurarte lo que sucedía.

No tengo que esforzarme poco nimucho para imaginármelo. Me basta conrecordar lo presenciado por mí un ratoantes. La única diferencia es que en latarde anterior había mayor oscuridad y

un superior número de mujeres. ¿Seríaexcesivo multiplicar el trágico episodiopor treinta o cuarenta?

—Multiplícalo —replica Esplandiú— y seguramente te quedas corto.

Todavía hay un factor que influyemás que los cacheos y las mujeres enque la primera noche pasada en elcampo haya sido agitada y sangrienta.Ninguno de los que se encuentran en elcampo está allí por su gusto, sino muy encontra de su voluntad. Si no intentanmarcharse todos no es tanto por lossoldados que lo vigilan directamente,como por no saber donde dirigirse. Unamayoría tienen su residencia o susfamiliares a cientos de kilómetros de

distancia y dudan que tengan posibilidadalguna de llegar hasta allí. Todoscarecen de documentación que lespermita moverse con relativa libertadcuando tienen que estar vigiladosferrocarriles y carreteras; pocosdisponen de dinero válido u objetos quepuedan convertir con rapidez en unoscuantos billetes útiles. Si unos no sabendonde refugiarse hasta que mejoren untanto las circunstancias, otros secuidarían mucho de ir junto a susfamiliares por temor a comprometerles.

—No faltaban, sin embargo, quienesestaban dispuestos a jugarse el todo porel todo para escapar inmediatamente.

Existen sobradas razones para

justificar su deseo de fugarse cuantoantes. Si de un lado la vigilancia delcampo es —al menos lo parece— untanto deficiente la primera noche, cabesuponer que la precipitada ocupación dediez provincias enteras en el espacio deuna semana no haya permitido establecerun control riguroso en los puntos clavede comunicación de tan extensoterritorio. Por otro lado, en estos días,se estará iniciando el retorno masivo delos cientos de miles de personas quehubieron de evacuar sus pueblos yciudades —esencialmente cerca de lamitad del propio Madrid— empujadospor el avance nacional y la proximidadde los frentes de combate. Buena parte

de los evacuados no tenía significaciónpolítica de ninguna clase, pero su vueltaprecipitada bastaría para abarrotartodos los medios de transporteimaginables y hacer dificilísimo laidentificación de cualquiera que semezclara entre ellos.

—Eso decía Román Escuderoapenas entrado en el campo —agregauno de los que escuchan a Esplandiú— yse largó antes de medianoche con otroscuatro compañeros.

—¿Consiguió escapar?—Por lo menos no volvió aquí ni le

hemos vuelto a ver ninguno.—Que es lo mismo que habría

ocurrido si llegaron a descubrirle.

Todos asienten con un levemovimiento de cabeza. Quien más quienmenos cada uno ha visto apenasamaneció algunos cadáveres caídos alotro lado de la carretera o en las alturasrocosas por las que andan los soldadosvigilantes y alerta. Escudero puede sercualquiera de los cuerpos tendidos enlos alrededores del campo.

—Apenas si pudimos cerrar los ojosen toda la noche —dice Serrano—.Cuando no se le ocurría levantarnos auna patrulla para cachearnos bajo laamenaza de los fusiles, eran las ráfagasde ametralladora disparadas nadie sabepor qué. Es posible que en las horas deoscuridad se hayan largado cien o

doscientos; pero las descargas fueronsuficientes para terminar con toda unadivisión.

—Incluso a la amanecida vimosfusilar a cuatro allá abajo, al otro ladode la carretera cerca del pozo. Unsargento italiano me dijo que los habíancogido montando una ametralladora parabarrer el camino. Lo decía con aireconvencido, pero yo no lo creo. Dellegar hasta allí con una ametralladora yde noche, se hubieran llevado pordelante a veinte o treinta macarronis.

—Pero —inquiero ligeramentesorprendido— ¿estaban los italianos poraquí?

—Estaban y están. Desaparecieron

del puerto cuando consiguieronengañarnos con el cuento de las armas ylos barcos, pero no tardarás en verlospor ahí, presumiendo más que el mismoMussolini y dándoselas de héroes.

—Si lo dudas, no tienes más quevolver la cabeza para verlos.

Los veo tres minutos después cuandopasan alegres, sonrientes y parlanchinesa diez metros de donde me encuentro.Son dos oficiales que van delante y a losque siguen en actitud vigilante cuatro ocinco soldados. Juzgando por susinsignias pertenecen a un batallón de labrigada Flechas Negras, al parecerintegrante con otras de la divisiónLittorio que manda el general Gambara.

Los oficiales conversan con quienesquieren escucharles, ofreciéndolesincluso algunos cigarrillos.

—Son una especie de comisarios —indica Plaza— en misión deproselitismo y propaganda.

Les observo de lejos, cuando sedetienen a charlar con un grupo desoldados. Si los oficiales se dejanrodear por los prisioneros, susguardaespaldas, que no les pierden devista un segundo, permanecenexpectantes, con las metralletas en lamano, dispuestos a barrer con una ráfagaa los que esbocen el menor gestoofensivo.

—Perdisteis la guerra —dice en

tono de arenga, en un español bastantecorrecto, uno de los italianos— porqueos traicionaron las podridasdemocracias. Prometieron en el últimomomento mandar unos barcos pararecogeros en Alicante, pero los barcosno llegaron.

No le falta razón en esto último, quemuchos de los que escuchan tienen vivoy sangrante en su ánimo. Calla,naturalmente, no sólo que ellos no teníannada que hacer en España, sino que sugeneral Gambara empeñó con nosotrosuna palabra que no ha cumplido, aunquesimulara quitarse de en medio en latarde del 31 de marzo. Me pongo en piedispuesto a recordárselo al oficial, pero

Aselo Plaza me disuade.—¿Qué ganarías con decirle algo

que todos, empezando por él, estamoscansados de saber?

—Os aseguro que no estaréis muchotiempo aquí —continúa perorando elitaliano, en un español perfectamentecomprensible—. Saldréis en libertadinmediatamente porque a nadie leinteresa que continuéis presos. Entoncespodréis luchar a nuestro lado. Todosjuntos iremos a París y Londres aenseñar una lección de honor y virilidada unas potencias en plena decadencia,muertas de miedo al pensar que tendránque enfrentarse con los invenciblescamisas negras victoriosas en todas

partes, con unas legiones ardientes queno conocen la derrota porque suindomable valentía…

—¿Y Guadalajara, qué? —suena depronto una voz burlonainterrumpiéndole.

Se oyen algunas risas y el oficial sequeda vacilante, con la boca abierta,mientras su rostro se contrae en unamueca colérica. Su acompañante clavala mirada en los presos que le rodean yechando mano a la pistola que lleva alcinto pregunta rabioso:

—Chi ha parlato? Chi…?Nadie le contesta. Los

guardaespaldas encañonan con susmetralletas a los prisioneros, que visto

el cariz que toma el incidente y tras unaligera y perceptible vacilación, dan laespalda desdeñosos a los italianosyendo a sentarse junto a sus menguadosequipajes, simulando desentenderse porcompleto del grupito fascista.

El oficial que hablaba mira a losprisioneros que momentos antes tratabade convencer con aires de insoportablesuperioridad. Saca el pecho, acaricia laculata de su pistola y antes de reanudarla marcha, escupe violento yamenazador, mezclando palabrasespañolas e italianas.

—¡Peor para voi, rossi! TomaremosParís como tomamos Bilbao, Santandery Alicante. No tardaréis en

comprobarlo, si para entonces seguíscon vita. ¡Tutti gli rossi finirennofucilati!

Tornan los camisas negras hacia lacarretera, fracasados en sus primerosintentos de labor proselitista con losvencidos. Muchos comentan con interéslo sucedido y señalan la abismaldiferencia entre las primeras y lasúltimas frases del oficial. Yopersonalmente creo que encierran muchamayor verdad las palabras de airadadespedida.

—¿Acaso crees que los italianosllegarán a París?

—Creo que cuando lo intenten, si lointentan, casi todos nosotros estaremos

ya criando malvas y viendo crecer lahierba desde abajo —respondo sincero.

* * *Sentado en la maleta, recostado

contra uno de los almendros, cierro unmomento los ojos. Durante variosminutos oigo a los que hablan a mialrededor. La charla tiene poco de nuevoo interesante. Una vez más, como tantasdurante los últimos días, quienescomentan dan vueltas al mismo tema —nuestro inmediato futuro— con losmismos pronósticos y argumentos queestoy cansado de oír. Poco a poco, tengola sensación de que las voces van

alejándose mientras me gana unamodorra producto lógico y natural delsueño atrasado. Cuando abro de nuevolos ojos siento un molesto cosquilleo enel estómago.

—¡Buena siestecita, antes de comer!¡Y que no has roncado ni nada…!

—¿Roncar?—Tanto que oían el concierto hasta

en la carretera. ¡Y así dos horaslargas…!

Creo que exageran tanto en losronquidos como en la duración delsueño. Pero en esto último cuandomenos deben decir la verdad, porque almirar el reloj compruebo que son ya lasdoce y media de la mañana. Me

incorporo con cierta dificultad porque loincómodo de la postura ha entumecidomis piernas. Protesto mientras medesperezo. ¿Por qué no me handespertado?

—¿Para qué? Mientras duermes, nosufres.

—Ni te das cuenta del hambre.Muevo la cabeza en gesto negativo.

Admito que el sueño nos libramomentáneamente de inquietudes yzozobras; pero no del hambre. La pruebaes que experimento con más fuerza quehace unas horas la aguda sensación devacío en el estómago.

—Pues temo mucho que las sigassintiendo despierto. Porque como no

quieras comer almendrucos tendrás quecontinuar en ayunas.

Me tienden un almendruco, que mellevo a la boca. Hinco los dientes en laprimera cubierta verde y amarga. Elsabor tiene poco de agradable. Le tiropara comer la parte carnosa interior, loque será la almendra, todavía a mediocuajar. Mis compañeros, que han debidocomer varias durante mi sueño, ríenburlones.

—Cómete la envoltura también,aunque esté amarga. Es posible quealimente algo y en cualquier caso llenaun poco el estómago.

—¿Es que no hay comida?Todos niegan a un tiempo. La tarde

anterior, al salir del puerto, les dijeronque al llegar al campo repartirían unasraciones de rancho; al entrar allírepitieron la promesa, pero tanto en unacomo en otra ocasión la promesa sequedó en serlo.

—Ahora dicen que nos facilitaránrancho en frío, pero son más de las docey no hay la menor señal de que vayan ahacerlo.

—¿Y ellos?Los soldados cenaron anoche,

desayunaron esta mañana y volvieron acomer hace media hora. Nosotrosseguimos esperando.

—Y consolándonos con esto.Esto son los almendrucos. Me fijo

entonces que han puesto una manta en elsuelo para recoger los que caen de losárboles cuando sacuden las ramas. Almirar alrededor compruebo que estánhaciendo lo mismo con todos losalmendros.

—No les hagas muchos ascos —meaconseja Aselo— porque dentro de doshoras no quedará ni uno.

Probablemente tiene razón. Lasenvolturas están amargas al masticarlas,pero consuelan un poco al caer en elestómago. Como con creciente apetitolos cinco que consigo. Mientras lo hago,pienso que llevo catorce o quince horassin probar bocado y fue muy poco lo quecomí en días precedentes. En realidad,

desde la noche del martes no he hechouna comida decente y ya estamos asábado. Lo mismo les pasa a los muchosmiles de personas que llenamos elcampo.

—¡Cualquiera sabe cuándo nosdarán de comer, si es que piensan quecomamos algún día!

En previsión de que esto suceda lospropios presos se han organizado entreanoche y esta mañana, dividiéndose encenturias. Si llega el rancho el jefe decada centuria con un par de ayudantesbajará hasta la carretera para recogerlas correspondientes raciones.

—Allí, en aquella casa, tieneninstalado el puesto de mando. Supongo

que habrá que ir allí a recoger lacomida.

Pero la comida continúa sinaparecer, aunque llevamos largas horasesperándola. Cada vez que aparece uncamión en cualquiera de los extremos dela carretera, muchos se hacen la ilusiónde que venga cargado de provisiones.Por desgracia, los camiones cruzan sindetenerse por delante del campo. O si sedetienen es para descargar un grupo deprisioneros, capturados en algún lugarcercano, que vienen a incrementar elnúmero de los que estamos dentro.

Sin embargo, la casi totalidad de losprisioneros vienen a pie. Biencustodiados, pero andando. Llegan en

grupos, sin armas, con aire cansado ygesto ceñudo. Muchos son soldados uoficiales procedentes de alguna unidaddisuelta al producirse la desbandada delos últimos días; otros vecinos de lospueblos de la provincia detenidosapenas las nuevas autoridades tomaronposesión de sus cargos; no faltantampoco los evacuados de Madrid,Extremadura o Málaga apresados en elcamino de vuelta a sus respectivaslocalidades. Todos dicen lo mismo:

—Llevamos horas caminando y díasenteros sin probar bocado.

Pensamos inevitablemente en lossacos de lentejas apilados en losmuelles de Alicante, suficientes para

alimentar a una provincia entera durantediez o doce días. Que no hubiesen sidosacados del puerto antes de nuestrallegada tiene la fácil explicación de laderrota y la completa desorganizaciónque es su inevitable acompañante,especialmente cuando muchos de lostrabajadores portuarios debieronmarcharse, seguramente, en los mismosbarcos que trajeron las legumbres.

—Pero ¿por qué no lo han hecho yalos que ganaron la guerra?

—Acaso —dice Amil, delegado detransporte en alguna ocasión crítica ydifícil durante la guerra— porque contralo que hasta hoy dábamos pordescontado no están mucho mejor

organizados que nosotros.Son muchos los que empiezan a

pensarlo así, viendo el completodesbarajuste del tráfico en la carreteraque tenemos a la vista. Aunque se tratade una ruta nacional importante y suconservación es bastante buena, seproducen en ella constantes atascos.Coches, camiones o camionetas que sedirigen a Alicante chocan con los quequieren marchar hacia Denia, Gandía yValencia. Son frecuentes los intentos deadelantamiento y las averías y paradasmás o menos caprichosas queinterrumpen la circulación. Es inútil quealgunos soldados procuren encauzarla,porque otros militares o paisanos que

van al volante de los vehículos no leshacen demasiado caso. Incluso, conalborozo y diversión de los prisionerosque las presencian desde el campo dereclusión, son frecuentes las peleaspersonales entre conductoresmalhumorados.

—En todas las guerras, y lo sé pormuchos franceses que participaron en laEuropea —dice Antona, que ha vividovarios años al norte de los Pirineos—,todo el mundo piensa que los éxitos delcontrario se deben a una superiororganización que le permite un mejoraprovechamiento de sus recursos.Nosotros lo pensamos con doble motivo,porque hemos sido vencidos, aunque es

posible que esa superioridad sólo existaen nuestra imaginación.

—Lo sentiría —tercia Aldabe,silencioso hasta este momento—.Porque si nuestros defectoscontribuyeron a la derrota, los delenemigo pueden tener para nosotrosconsecuencias tanto o más calamitosas.

—¿Cuáles?—Que, sin proponérselo de una

manera deliberada, acaben matándonosde hambre.

* * *Junto con el dolor de la derrota, y lo

negro de nuestro inmediato futuro, el

hambre comienza a convertirse —se haconvertido ya a primera hora de la tarde— en una obsesión general. Si los díasprecedentes, encerrados en el puerto,apiñados en los muelles, con la terribletensión de la espera, nadie comiómucho, ahora todos llevamosveinticuatro horas sin ingerir otra cosaque tres o cuatro almendrucos. Locompruebo yendo de un lado para otrodel inmenso campo de concentración yoyendo hablar a muchos de losprisioneros.

—¡Alégrate, Manolo, dentro de diezminutos repartirán el rancho!

Difunden la noticia quienes subendel borde de la carretera. Se lo acaban

de decir a quienes nos guardan, uncomandante que ha llegado en un cochede Alicante hace cinco minutos. Tras élparece que vienen unos camiones conrancho en frío para todos losprisioneros. Poco después, a través deunos megáfonos, confirman la especie.Los jefes o delegados de las centuriasdeberán situarse cuanto antes cerca de lacarretera en lugares que tendrán quedesalojar inmediatamente los que losocupan ahora, para recoger los víveresque repartirán entre sus hombres.

—Se reprimirán con la máximaenergía y severidad —advierten una yotra vez— alborotos, barullos ydesórdenes. Los que pretendan escapar,

serán fusilados inmediatamente.La amenaza del fusilamiento a fuerza

de repetirse a cada momento, noimpresiona ya demasiado a nadie. Enalgunas partes del campo se produce untrasiego de gentes. Los que han derecoger la comida para sus compañerosvan a situarse de manera ordenada juntoa lo que podemos considerar puerta deentrada al recinto, aunque en realidad noexista puerta de ninguna clase, como noexisten cercas ni alambradas. Pero allí,frente a la casa del otro lado de lacarretera donde han establecido elpuesto de mando, es por donde noshicieron entrar a nosotros y por dondehacen penetrar a los grupos de

prisioneros que siguen trayendo.—Que los demás permanezcan

donde ahora se encuentran. Si pretendenabalanzarse tumultuosamente sobre lacarretera, serán barridos en el acto porel fuego cruzado de las máquinas.

En el tejado del edificio donde hanestablecido el puesto de mando tienenmontadas dos ametralladoras. Junto a lacasa y en la carretera hay varioscamiones con armas automáticasenfilando el campo. Lo mismo sucede entodas las alturas cercanas. Hay, además,muchos soldados armados conmetralletas y con granadas de mano en elcinturón. Tienen tomadas todas lasprecauciones e intentar algo en estos

momentos no podría tener otraconsecuencia que una espantosacarnicería.

—¿Y qué? —dicen algunos—. Si detodas formas nos van a matar…

No consiguen que la mayoría lessecunde. Lejos de ello se disponen aesperar con serenidad y calma.Esperando pasamos toda la tarde y partede la noche. Al anochecer sopla unviento frío, húmedo y desagradable.Pasan muchos camiones por la carretera,pero casi todos reanudan la marcha trasuna breve detención, ante el puesto demando. A las nueve alguien dice queestán descargando víveres, pero alparecer únicamente alcanzan a los

soldados. Poco más tarde empieza acaer una lluvia mansa y fina que embarrael suelo, empapa las ropas y parecemeterse en los huesos. Llueve poco rato,pero resulta sobrado para aumentar lasmolestias de todos.

Aquí y allá comienzan a encendersehogueras. Son precisas para secar lasropas y combatir el frío que aumenta amedida que pasan las horas. Por uno delos megáfonos nos ordenan apagarlas,pero no hacemos caso aunque suenandisparos ratificando la orden y resultanvarios heridos. De vez en cuando searma una escabechina de tiros encualquier extremo del campo. Es alguienque trata de fugarse y a veces lo

consigue; es, en la mayoría de lasocasiones, imaginación de un centinelademasiado nervioso que hace fuego sinsaber contra qué.

Sentados en torno a una pequeñahoguera, que alimentamos conmatorrales y ramas, pegados unos aotros para resguardarnos del frío,seguimos esperando. Levantado elcuello del chaquetón, recostado contrauno de los árboles, cierro los ojos. Losabro de nuevo cuando regresan de lascercanías de la entrada los que durantecinco horas han aguardado inútilmentelos alimentos prometidos.

—Ni llegaron ni llegarán en toda lanoche y lo más probable es que mañana

tampoco los traigan.Vienen irritados por la burla y el

hambre. Cansados de esperar hanprotestado hace un rato y estuvieron apunto de ser pasados por las armas. Lesecharon de donde estaban,encañonándolos con fusiles ymetralletas. Oyeron gritar airado a unode los jefes:

—Partidle la crisma al primero quealce el gallo. ¡Si quieren comer, quecoman mierda…!

Quedamos silenciosos, hundidos enpensamientos que tienen poco deagradables, tras oír el relato de nuestroscompañeros de cautiverio. Al cabo deun rato, Aselo Plaza me pregunta en tono

apacible:—¿No decías esta mañana que

acabarían fusilándonos a todos?—¿Acaso lo dudas?—Sí. Temo algo mucho peor.—¿Qué puede haber peor?—Que no crean que valemos el

plomo necesario para un fusilamiento yprefieran hacernos morir de inanición.

II

SEMANA DE PASIÓN

Aunque tengo sueño atrasado, noconsigo dormir mucho en la primeranoche pasada en el Campo de losAlmendros. No es, desde luego, que lolóbrego del porvenir me desazone losuficiente para mantenerme despierto,

que la inquietud y la angustiadesaparezcan automáticamente cuandouno lo da todo por perdido. Tampoco losfrecuentes y frenéticos tiroteos queestallan de pronto y cesan al minutosiguiente sin causa aparente en uno uotro punto del dilatado perímetro delcampo. Las causas del desvelo sonpuramente físicas. De un lado y trasmuchas horas sin comer, el cosquilleomolesto del estómago, que no hanpodido calmar el puñado dealmendrucos verdes y amargos ingeridosla tarde anterior. De otro —yfundamentalmente— el frío y lahumedad.

Parece absurdo y disparatado

quejarse del frío a comienzos de abril yen un clima tan famoso por su dulzuracomo el de Alicante. El hecho cierto, sinembargo, es que lo sentimos y conmayor fuerza de lo que nadie pudoimaginarse por adelantado. La lluviacaída a primeras horas de la noche haempapado la hierba sobre la que nostumbamos y chorrean agua las ramas delos árboles. Nos acostamos muy juntos,apretados unos contra otros más que porla escasez de espacio —aunque elcampo se ha llenado con la incesantellegada de nuevos grupos de prisioneros— por calentarnos mutuamente. Pero nodisponemos más que de una manta paracuatro personas y por mucho que la

estiremos no alcanza a taparnos a todos.Pese a todo, estamos tan cansados

que nos dormimos apenas cerramos losojos y durante dos o tres horaspermanecemos hundidos en un sueñoprofundo. A las dos de la mañana nosdespierta un nuevo chaparrón. Aunqueno llueve más que veinte o veinticincominutos resulta suficiente paraobligarnos a levantar y empapar de talmodo nuestras ropas, que la humedadparece metérsenos en los huesos.

Para secarnos, tratamos de volver aencender la pequeña fogata apagadadurante el sueño. Tardamos mucho enconseguirlo, igual que les sucede a todoslos grupos de los alrededores. Las

ramas y las matas que podemos recogerestán mojadas y no arden. Cuando loconseguimos se queman de mala manera,despidiendo un humo que nos hace llorary se mete por la boca y narices irritandola garganta. En cualquier caso se apagancon rapidez y hay que volver a empezar.Al cabo de una hora, cansados yaburridos, nos volvemos a tumbar sobreel suelo mojado, con ropas que rezumanhumedad. Aún así, ya cerca de laamanecida logramos conciliar un sueñobreve y desazonado.

Nos despierta al poco rato un agudotoque de diana. Las cornetas tocan confuerza en distintos puntos del campo, sinduda para que nadie pueda alegar no

haberlas oído. A continuación a travésde los megáfonos se transmite una orden.Todo el mundo tiene que ponerse en pie.A la orden, que se repite varias vecesseguidas, acompaña una amenaza:

—Los que sigan tumbados seránlevantados a patadas.

Son las siete de la mañana y aún noha salido el sol. Sobre el valle seextiende una bruma blanquecina quedifumina los objetos a distancia y pareceprenderse en la cima de las rocas y enlas murallas del cercano castillo deSanta Bárbara. Me incorporosomnoliento y entumecido. Me duelentodas las articulaciones. Lo mismo lesocurre a los demás.

—Tal vez si nos diéramos unacarrerita…

No es posible porque hay demasiadagente en el campo y tendríamos quechocar unos con otros o pisar a los quecontinúan acostados. Algunos lo hacenporque tienen mucho sueño; los más, porno encontrarse bien.

—Debo tener una fiebre alta —diceuno en el grupo inmediato al nuestro—.Estoy dando diente con diente y no sé sime sostendré de pie.

Diez minutos después le obligan aincorporarse a viva fuerza. Grupos devigilantes, armados de fusiles ymetralletas, recorren el campo en todaslas direcciones, cumpliendo al pie de la

letra la amenaza transmitida por losmegáfonos. Cuando encuentran algúnprisionero tumbado la emprenden aculatazos y patadas con él, sinmolestarse en preguntarle antes lo que lesucede.

—Este hombre está malo. Tirita defiebre y…

—¡Que reviente si quiere, pero depie! ¡Es una orden…!

—¿No sería mejor llevarle a laenfermería?

El vigilante se encrespa. No haynada que se parezca a una enfermería enel campo; cree que los presos debemossaberlo y que quien le interpela —unviejo campesino con el pelo blanco—

pretende burlarse de él. De un culatazoen el pecho le tira de espaldas, mientraschilla rabioso:

—¡Toma el pelo a tu padre,cabrón…!

Ante el pequeño revuelo acude unsargento. Cuando alguien trata deexplicarle en pocas palabras lo quesucede, no le deja continuar.

—¡Las órdenes no se discuten, secumplen y sanseacabó! ¿Está claro?Pues ya están todos en pie. Si lo repito,será a tiros.

Unos ayudan a levantar al enfermo;otros incorporan al viejo que recibió elculatazo en el pecho y que escupe unabocanada de sangre.

—Me alegro. ¡Así no se te olvidarála lección…!

Se marcha la patrulla, buscando máshombres que permanezcan tumbadospara obligarles a levantarse. Nocomprendo por qué lo hacen ni acierto aexplicarme en qué puede molestar quecontinúen echados. Ni formamos paranada, ni tenemos nada que hacer y nisiquiera van a contarnos.

—Son ganas de fastidiar por elsimple placer de hacernos la puñeta.

Aselo Plaza piensa de distintamanera. Cree que la violencia queacabamos de contemplar no obedece alsimple capricho de un individuo aislado,sino que está perfectamente planeada

con diversas finalidades.—La primera, humillarnos. La

segunda hacernos comprender quecarecemos de todo derecho y ellos lostienen todos.

—¿Incluso el de matarnos dehambre?

—¡Claro! Pero todavía existe unatercera razón fundamental para mí:grabar en nuestro subconsciente, comoun nuevo reflejo condicionado, laobediencia sumisa y rápida a susórdenes. Conforme señalaban las viejasnormas jesuíticas hemos de obedecercomo cadáveres.

—Sobra el «como» —replico—,porque muy pronto seremos todos

cadáveres auténticos. ¡Aunque nosobliguen a seguir de pie una vezmuertos!

Algunos que se han acercado a lacarretera, vuelven con la noticia de queno se ve preparativo alguno para unainterrupción de nuestro prolongadoayuno. Cuando preguntaron a algunossoldados, la contestación fue siempre lamisma, aunque empleasen distintaspalabras al darla.

—¡Podéis sentaros, porque en pie osvais a cansar de esperar!

En los árboles cercanos no queda unsolo almendruco. Ninguno de los queintegran nuestro grupo ni de los que nosrodea tiene nada que permita aliviar el

apetito.—Bueno, por lo menos podremos

beber agua y lavarnos.Nos hace falta a todos. Quien menos

lleva cinco días sin desnudarse ylavándose de cualquier manera, cuandose ha lavado. Por otro lado, hace muchashoras que nadie se afeita y las barbasparecen crecer con mayor rapidez,cuando su aumento coincide con elenflaquecimiento de quien las lleva.

—Tengo una maquinilla y un poco dejabón —dice Serrano—. Afeitadosestaremos más presentables; no sé paraqué, pero lo estaremos.

Los buenos propósitos se quedan enserlo. Cuando nos acercamos a uno de

los pozos hay esperando centenares deprisioneros. Todo el mundo ha tenido allevantarse la misma idea que nosotros yel pozo tiene muy escaso caudal.

—Con mucha suerte, no nos llegarála vez hasta dentro de tres o cuatrohoras.

Probamos fortuna en otros trespozos, para lo cual hemos de ir de uno aotro extremo del campo, cruzándolorepetidamente. Se repite, agravado, loocurrido con el primero. Agravadoporque tras sacar unas decenas de cuboslos pozos quedan secos y hay queaguardar quince o veinte minutos paraconseguir extraer un poco de agua y unmucho de barro. No queda más remedio

que resignarse.—A mal tiempo, buena cara. Si

podemos llamar buena a la cara quetenemos en estos momentos. O a la quetendremos mañana o pasado, si paraentonces no han acabado derompérnosla.

Un grupo de muchachos jóvenessube corriendo desde la entrada delcampo difundiendo a voces la noticia:

—¡Se acabó la lucha…! ¡La guerraha terminado…!

Aunque muchos les miransorprendidos, casi todos se encogen dehombros. La nueva que propalan está yacasi olvidada de puro sabido. Paramuchos de nosotros la guerra concluyó

prácticamente en la tarde del domingo26 de marzo, cuando el ConsejoNacional de Defensa radió la ordenincreíble de alzar bandera blanca en lospuntos en que atacase el enemigo.Incluso los más reacios a admitir laderrota, hubieron de reconocerlo asíhace treinta y seis horas al tener querendirnos cuantos nos hallábamos en elpuerto de Alicante.

—¡Valiente novedad…! ¡Si no nosdicen algo más nuevo!

Como es lógico, negarnos a lanoticia —cuya veracidad nos consta porestar sufriéndola en nuestra propia carne— la menor importancia. Prontoadvertimos, sin embargo, que contiene

alguna novedad, si bien rechazamos enredondo la posibilidad de que varíe enlo más mínimo nuestra poco agradableposición. No se trata simplemente derepetir un hecho harto visible y sensiblepara los que no estaríamos presos de nohaberse consumado la derrota, sino quela contienda se haya dado oficial ydefinitivamente por terminada.

—Anoche lo anunció con todasolemnidad el parte oficial de Burgos —precisa uno de los que han bajado hastala carretera para enterarse.

Es un dato interesante que no pasa,en opinión de la mayoría, de simplecuriosidad. Aunque no faltan ilusos queacarician la remota esperanza de que

aquello mejore su situación personal,casi todos tenemos la absolutaconvicción de lo contrario. La llegadade la paz no significará, desde luego,nuestra libertad.

—Ni siquiera aumenta un ápice lasescasas posibilidades de supervivenciade la mayoría de los que estamos aquí.

Es una opinión personalperfectamente razonada. Séperfectamente que el triunfo deMussolini en Italia y de Hitler enAlemania no fue seguido de ningunaamnistía, de ningún generoso perdónpara sus enemigos políticos, sino de unaferoz represión para exterminarlos. Losnombres de Matteoti en un lado y

Thaelman en otro no permiten hacerseilusiones. Como tampoco las autorizanlas matanzas de Viena luego delaplastamiento socialista por Dollfus ode la consecución del Anchluss por losnazis.

—Tendríamos que ser imbécilespara esperar nada mejor.

Pienso, además, que sólo serviríapara aumentar nuestros dolores. Porhaberlo vivido tan intensa yrecientemente no puedo olvidar eltormento que acompaña a la esperanza.No ignoro que muchas veces es unatrampa tendida por nuestro instinto deconservación para seguir alentando ypara que la absoluta desesperanza no

nos impulse a precipitar el final. Aunquesea el hombre el único animal capaz detropezar dos veces en la misma piedrano quiero hacerlo yo.

—¿No te interesa conocerexactamente lo que ha dicho anocheBurgos?

Asiento. Pese a que lo fundamentalsea la noticia en sí —y más aún elacontecimiento que la motiva— sientocierta curiosidad por saber los términosen que está redactado el último parte deguerra de las fuerzas nacionales. En elfondo, sigo siendo periodista; incluso enestas circunstancias, y con la íntimaconvicción de que no volveré a escribiren ningún periódico, quiero enterarme lo

mejor posible de las cosas.—Antona tiene una copia del parte.David Antona, hasta hace dos días

gobernador civil de Ciudad Real —Ciudad Leal, como se llamó durante laguerra—, secretario del ComitéRegional del Centro unos meses atrás ydel Comité Nacional de la CNT aliniciarse la contienda —que lesorprende encerrado en la CárcelModelo de Madrid como consecuenciade la huelga de la construcción—, estárodeado por un numeroso grupo decompañeros con los que habla en tonoanimado. Aparte de los que duermen asu lado en el campo, encuentro a muchosque, como yo mismo, acuden a enterarse.

Conozco bien a la mayoría con quienes,a lo largo de los años últimos, hecompartido ilusiones y desesperanzas,triunfos y fracasos. Aparte de GallegoCrespo —secretario de la regionalCentro hasta el mismo 28 de marzo—están Manuel Amil y Melchor Baztán,miembros del Comité de Defensaconfederal; Lorenzo Íñigo que, muyjoven aún, desempeñó la Consejería deIndustrias de Guerra en la Junta deDefensa de Madrid; Ciriaco y Román,comandantes de batallón y brigada quehan luchado con heroísmo en todos losfrentes, igual que hicieron comocomisarios Adrados y Guevara, eincluso dos redactores de Castilla

Libre, que dirigí durante toda su vida:Mariano Aldabe, con quien me encontrérepetidas veces durante los últimos díasen Valencia y Alicante, y ManuelZambruno, «Nobruzán», al que no lleguéa ver en la terrible aglomeración de losmuelles.

—Voy a leerlo otra vez en voz altapara que todos puedan oírlo —dice«Nobruzán», que es, al parecer, quien seha hecho con una copia del parte deguerra.

Se hace un profundo silencio y todosescuchamos con atención.Pausadamente, con voz potente que llegacon claridad a cuantos se encuentranalrededor, Zambruno lee:

—«Parte oficial de guerra delCuartel General del Generalísimo: En eldía de hoy, cautivo y desarmado elEjército Rojo, las tropas nacionales hanalcanzado sus últimos objetivos. Laguerra ha terminado. Burgos, 1 de abrilde 1939. Año de la Victoria».

Vuelve a hacerse un profundosilencio cuando «Nobruzán» termina lalectura. Aunque el texto no difiere de loque había supuesto por anticipado,siento un íntimo dolor al escucharlo.Inevitablemente acuden en tropel a mimemoria los recuerdos de los treinta ydos meses y medio precedentes. Convelocidad cinematográfica desfilan pormi mente los dramáticos episodios de la

guerra. Desde las primeras noticiasrecibidas del alzamiento de Melilla enuna tarde de calor bochornoso de juliode 1936, hasta las últimas horas de ladramática madrugada del 1 de abril de1939 en los muelles alicantinos.Estrecha, indisolublemente unidos a losrecuerdos, los rostros y nombres detantos que cayeron a lo largo delsangriento camino que separa ambasfechas. Especialmente —acaso portenerlos más cerca— los que nopudiendo o no queriendo soportar laderrota final, se levantaron virilmente latapa de los sesos, prefiriendo renunciara la vida antes que a su condición dehombres libres.

—¡Año de la Victoria…! —exclamacon gesto amargado Aldabe, repitiendolas cuatro últimas palabras delcomunicado—. No lo es para nosotros,evidentemente. Ni lo será para lasdemocracias que nos volvieron laespalda haciendo inevitable nuestraderrota, sin darse cuenta de que, alhacerlo, empezaban a cavar su propiatumba. Una tumba para la libertad delmundo.

Nadie discrepa porque en estemomento pensamos todos en forma muysemejante. Es probable que en nuestropesimismo influya la desoladorasituación en que nos encontramos. Sinembargo, tengo el pleno convencimiento

de que ni aun hallándome en libertad yen un país extraño donde pudiera hablary escribir sin trabas ni cortapisas, miopinión tendría poco de optimista.Pienso que el desastre sufrido no sólonos afecta a nosotros —si bien seamosquienes más directa y rápidamentesuframos las consecuencias—, sino amuchos pueblos de todas las latitudes yrazas. En España se ha ventilado algomás que una querella intestina, que unasangrienta pelea entre hermanos. Lacontienda civil que dividió al país tuvo,desde sus mismos orígenes, unaamplitud ideológica que desbordónuestras fronteras. Sin haber participadopersonalmente en los combates, hay

millones de hombres en Francia,Alemania, Italia, Rusia o Inglaterra —incluso en lugares tan remotosgeográficamente como Australia, laIndia o Sudáfrica— que en estosmomentos se sentirán tan angustiadoscomo nosotros o tan satisfechos comonuestros adversarios. Durante cerca detres años la guerra española habíadividido al mundo en dos grandesbloques. Y uno de ellos, el que aspirabaa terminar con seculares injusticiastransformando las estructurassocioeconómicas, había sido vencidocon nosotros y en nosotros.

—Muchos que por cobardía, cálculoo conveniencia ayudaron al fascismo y

nos negaron el agua y la sal no tardaránen comprender su error. Pero ya serátarde para nosotros y, probablemente,para ellos mismos.

—¿Crees, entonces, que conformenos anunciaban ayer a voz en grito, lositalianos entrarán en París y que elfascismo dominará Europa?

—Deseo que no —replica Aldabe—, aunque Europa lo merece. Encualquier caso los Chamberlain y losHalifax, los Chautemps, Laval yDaladier, campeones de la nointervención que ató las manos de Parísy Londres mientras soltaba las de Romay Berlín deberían ser arrastrados por suspropios pueblos a los que han hecho el

más flaco de los servicios.

* * *De manera casi inevitable la charla

deriva hacia la posibilidad de una nuevagran guerra. Difieren los pareceresacerca de su proximidad y alcance.Algunos, influenciados todavía poralguna propaganda, opinan que pudimosprolongar nuestra resistencia hasta queestallase un conflicto general, que bienpudo hacer variar nuestra suerte. Otros—los más— tenemos el firmeconvencimiento de que la contiendageneral no habría estallado de ningunamanera antes de que concluyera la

nuestra.—Sobraron motivos y razones el

verano pasado cuando la crisischecoslovaca. Inglaterra y Francia sedoblegaron entonces a las imposicionesde Hitler y Mussolini y la guerra noestalló; como no ha estallado hace tressemanas escasas cuando los tanquesalemanes han entrado en Praga. Niestallaría, hicieran lo que hiciesen losfascistas, en tanto que nosotrosestuviésemos en pie.

—¿Por qué?—Porque el capitalismo imperialista

occidental, esencialmente el británico,sentía mayor hostilidad y odio hacianuestra revolución que hacia el fascismo

—afirmo—. Aun sabiendo que Hitler yMussolini representan una amenaza parasu supervivencia, temían mucho más alpeligro del contagio de nuestras ideasentre el proletariado británico. Segurade sus recursos nacionales, GranBretaña, en cuya ayuda acudirán, comoen 1917, los Estados Unidos, tiene elconvencimiento de volver a triunfarsobre Alemania en una contiendainternacional. En cambio, desconfía deaplastar una revolución interna alentaday estimulada por la victoria de lostrabajadores españoles en caso de quehubiéramos llegado a triunfar.

—Opino exactamente igual —interviene Antona— y tengo motivos

para saber de una manera positiva que elmiedo a la revolución primaba sobre eltemor al fascismo en Inglaterra y enextensos sectores franceses. Y esto no lodigo ahora, tan a posteriori, que de nadaservirá decirlo, sino que lo dije dondedebía decirlo con entera claridad a lavuelta de mi viaje a Francia en agostode 1936.

Vencedor el Frente Popular galo enlas elecciones del mes de mayo, LeónBlum ostenta la jefatura del gobierno alcomenzar la guerra de España. Lo sigueostentando cuando, un mes más tarde,David Antona, como secretario delComité Nacional de la CNT, al iniciarsela lucha, hace un rápido viaje a París. Va

oficialmente para intervenir en diversosactos públicos de solidaridadantifascista, celebrar una serie deconferencias y recabar las máximasayudas para los trabajadores españoles.

—Pese a que la prensa reaccionariase había volcado en contra nuestra,encontré en Francia un formidableambiente. La contienda españolaelectrizaba a las masas trabajadoras;millones de personas manifestaban entodas las formas imaginables su deseode apoyarnos e incluso millares deobreros socialistas, comunistas,sindicalistas o simplemente liberalesestaban dispuestos a venir a luchar anuestro lado y los gobernantes del

Frente Popular no disimulaban sussimpatías por la pelea que sosteníamos.

Pero, a diferencia de lo que sucedíaen Roma y Berlín, quienes gobernabanen París no podían proceder con enterodesembarazo. Entre su deseo deayudarnos y el envío de las armas que laRepública necesitaba mediaba un largocamino erizado de obstáculos ydificultades. Si Pierre Cot, ministro delAire, pudo enviar medio centenar deaviones Potez a principio de agostocomo contestación a los envíos deJunkers, Saboyas y Capronnis por partede Alemania e Italia, fue por tratarse deaviones anticuados y desechados por laaviación francesa, previo pago de los

mismos y perdiendo unos días preciososvendiéndoselos a unas compañíasparticulares que posteriormente se losrevendían a Madrid, pese a que conarreglo a todas las leyes internacionalesera normal y legítima la venta de armasa un gobierno amigo, con el que existíanlas más cordiales relacionesdiplomáticas.

—La prensa reaccionaria habíaarmado un pequeño revuelo, alarmandoa la opinión pública con lascomplicaciones internacionales que elhecho podría traer aparejado. Además,los ingleses ponían el grito en el cielo yel gobierno conservador británicopresionaba sobre París para que no

mandase armas y cerrase a cal y canto lafrontera española.

Cuando Antona llega a París ya estáen marcha, como panacea salvadora dela paz europea, la idea de la nointervención. Se trata de que, pormediación de la Sociedad de Naciones,y en cierto modo controlado por ella, secree un Comité Internacional que vigileel estricto cumplimiento de uncompromiso suscrito por las grandespotencias de mantener una estrictaneutralidad en el pleito español sinfacilitar armas de ninguna clase a losdos bandos en pugna. Aunque en la zonarepublicana el propósito ha sidorechazado con general indignación por

todos los partidos y organizacionesantifascistas, el antiguo secretario de laCNT se entera con asombro que es nosólo aceptado, sino defendido conentusiasmo por el propio gobierno delFrente Popular francés.

—Fui a ver personalmente a LeónBlum y le hablé sin morderme la lengua.Entendía que la no intervención erainjusta, porque negaba al gobiernolegítimo español su derecho legal acomprar las armas que precisaba.También que con acuerdo o sin él, Hitlery Mussolini seguirían mandando lospertrechos bélicos que necesitabannuestros enemigos.

—Es probable que esté usted en lo

cierto —admitió sincero León Blum— yni Alemania ni Italia cumplan elcompromiso. Más aún, temo mucho queenvíen los aviones, tanques, cañones yfusiles suficientes para que lostrabajadores sean aplastados.

—¿Por qué lo defiende entonces?—Porque no tengo otro remedio.

Podría decirle, porque es verdad, que sisocialistas y comunistas apoyan lossuministros de armas al gobiernolegítimo, todas las derechas francesas locombaten con encarnizamiento. Inclusouna parte del Frente Popular —noolvide que lo integran también losradicales socialistas y otros gruposrepublicanos— quieren lavarse las

manos, desentendiéndose del avisperoespañol. Pero existe todavía un factor demayor fuerza o influencia: Inglaterra.

En Londres gobiernan losconservadores. Stanley Baldwin, primerministro, sigue una línea políticaclaramente determinada. No simpatizacon Hitler y Mussolini, pero todavíasiente mayor hostilidad contra toda clasede revoluciones, esencialmente las dematiz obrerista. Aunque mantienerelaciones diplomáticas con losgobernantes republicanos, se sientemucho más próximo a quienes lescombaten. En cualquier caso estáfirmemente decidido a que Gran Bretañano se comprometa lo más mínimo por

prestar ayudas de ninguna clase a laamenazada República.

—La alianza inglesa es vital paraFrancia. Sin ella no podríamos resistirun ataque alemán que tarde o temprano—probablemente esto último—desencadenará Hitler contra nosotros.Personalmente difiero radicalmente dela manera de pensar de Baldwin. Sinembargo, y aun retorciéndome elcorazón, tendría que sacrificarlo todo almantenimiento de la Entente.

Abrigaba la esperanza de que, contralo que su visitante pensaba y lo que élmismo temía, la no intervenciónresultase eficaz y cesaran los envíositalo-germanos a España. De ocurrir así,

confiaba en una victoria de las fuerzasrepublicanas.

—Voy a decirle algo que ustedparece ignorar —continuó— y revistepara mí excepcional importancia: que hasido el propio gobierno de Madrid, porvía diplomática, quien nos ha pedidoque hagamos lo posible y lo imposiblepara que la no intervención empiece afuncionar cuanto antes.

Continúa refiriendo Antona que la nointervención —pese a que el gobiernorepublicano de Giral pusiera en ellatantas esperanzas— resultó tan inútil ycontraproducente como muchos habíanpronosticado de antemano.

—Tuve ocasión de decírselo

personalmente a Blum, cuando volví averle en la primavera de 1938.

El líder socialista había vuelto alpoder y la República española cruzabapor momentos de extraordinariagravedad. Fracasada la ofensiva contraTeruel, iniciado el veloz avance de lasfuerzas nacionales por tierras de Aragónmerced a su abrumadora superioridad enarmas de tierra y aire, Francia abrióparcial y transitoriamente la fronterapara permitir que entrasen en Cataluñauna parte de los pertrechos adquiridosen distintos países y retenidos hacíalargos meses en territorio galo. Blumestaba dispuesto a prestar las máximasayudas porque un cambio brusco en la

opinión francesa —alarmada e inquietapor la presencia en el sur de losPirineos de la Legión Cóndor y delCuerpo de Tropas Voluntarias italianas— hacía posible hacerlo sin tropezarcon grandes dificultades políticasinternas. Sin embargo, la frontera hubode cerrarse a los pocos días.

—Incluso el mariscal Gamelinestaba ahora de acuerdo —me dijoamargado el líder socialista francés—.Pero los conservadores continúan en elpoder en Inglaterra Y Chamberlain esmás reaccionario que Baldwin. Cree quela ayuda a la República española es larevolución a corto plazo y antespreferiría que triunfase el fascismo en

toda Europa. Nos presentaron unauténtico ultimátum —muydiplomáticamente, eso sí, peroultimátum— y no tuvimos más remedioque dar marcha atrás.

Todos hemos escuchado conatención, aunque para algunos no es laprimera vez que escuchan el relato. Trasuna breve pausa, Aldabe pregunta:

—¿Crees que Blum era sincero?—Sin la menor duda —replica

Antona—. Sabía perfectamente lo quepara los trabajadores españolesrepresentaba su decisión. No ignorabatampoco las consecuencias que podríatraer para su propio país. Poco despuésle sustituiría Daladier, quien, obligado

por Inglaterra, hubo de pasar por laclaudicación y la vergüenza de Munich.Blum debía haberlo previsto. Por eso,quizá, le temblaba un poco la voz por laemoción y hasta creí ver un brillo delágrimas en sus pupilas al despedirmede él para volver a España.

* * *—He conseguido llenar la

cantimplora —anuncia satisfechoEsplandiú, al que llevamos un rato sinver—. Por lo menos ya que no elhambre, podéis saciar la sed.

Conseguimos algo más. No sólobeber un trago cada uno, sino con el

líquido sobrante lavarnos a estilo gatolas caras. Todavía hay grandes colas entorno a los diversos pozos y habrá queesperar como mínimo a mediodía paralavarse con algo más de agua.

—Ahora sólo nos falta encontraralgo de comer.

Pero la comida resulta mucho másproblemática que el agua. Aunque lavíspera no nos hicieron mucha gracia losalmendrucos, ahora los echamos demenos. Por desgracia, no ha quedadoninguno en los árboles cercanos y cabesuponer que lo mismo sucederá en todoslos del campo. A falta de algo mejor —hay quien lleva tres días ya sin probarbocado— algunos mordisquean las

hojas y los tallos tiernos.—No matan el hambre, pero

mientras los masticas consuelan un pocoel estómago —afirman.

Son las once de la mañana, apenasqueda una sola nube a la vista y uno seesponja bajo la caricia de un sol tibio.Podemos tender la manta para que acabede secarse; lo mismo hacemos con lasropas que tuvimos puestas durante loschaparrones de la noche.

—¿Qué fueron los tiroteos deanoche? ¿Escaparon algunos, fusilaron aunos grupos de prisioneros o loscentinelas se divertían apretando elgatillo?

No lo sabemos a ciencia cierta,

porque constantemente circulan de bocaen oído las noticias más contradictoriasy fantásticas. Aunque es probable que nologremos averiguar nada, nadaperderemos con intentarlo. Los disparosmás frecuentes sonaron en la parte nortedel campo, en las mismas estribacionesde Serragrosa, acaso porque allíabundan más las rocas y los matorralespor entre los que cualquier fugitivopuede tener mayores posibilidades deéxito.

Vamos hacia allá, caminandoparalelos a la carretera y a cortadistancia de ésta. Aunque continúan lasentradas de presos y somos ya muchosmás de los que llegamos a apiñarnos en

los muelles, como el espacio es diezveces mayor se puede andar de un ladopara otro con mayor facilidad.Encontramos a centenares de amigos oconocidos, a muchos de los cuales nollegamos a ver en el puerto, pese a quepasaran allí el mismo tiempo quenosotros.

La gente aprovecha la amplitud delterreno y la posibilidad de moverse conrelativo desembarazo para irseagrupando por tendencias o afinidadesregionales, políticas, profesionales oamistosas. En una parte determinadaabundan los militares profesionales,entre los que alcanzo a distinguir, entreotros muchos, a los coroneles Fernández

Navarro, Ortega, Burillo e Ibarrola.Cerca de ellos nutridos grupos de jefesprocedentes de las milicias popularescomo Mayordomo, Marcelo, NilamónToral, Etelvino Vega, Antonio Molina yGuerrero, todos los cuales llegaron amandar divisiones e incluso cuerpos deEjército.

Cerca del extremo del campo a quenos dirigimos hay unos centenares dehombres de las divisiones 25 y 28. Unamayoría de ellos lucharon en las callesde Barcelona y en los pueblos deAragón; no pocos hubieron de atravesarlas líneas enemigas, escapados delpropio Zaragoza, para pelear junto a suscompañeros catalanes. Posteriormente la

25 contribuyó a la conquista de Teruel ysiguió combatiendo en los frentes deLevante hasta la noche del 28 de marzoo la mañana del 29. Los de la otradivisión, a la que pertenecían Viñuales yMáximo Franco, pelearon en mediaEspaña —Cataluña, Aragón, Centro,Andalucía y Extremadura— a lo largode los treinta y dos meses de guerra.

Un poco más arriba, pegados casi ala roca viva de Serragrosa, hay gruposnutridos de campesinos; jefes,comisarios y soldados de diferentesunidades y un par de centenares deantiguos agentes del SIM, con su jefe,Ángel Pedrero, al frente. ¿Cómo nolograron tomar un barco habiendo salido

de Madrid entre el 26 y el 27 de marzo?—Mala suerte, auténtica mala suerte

—replica Pedrero, moviendo la cabezacuando se lo digo—. Hubiéramosembarcado sin ninguna dificultad devenir directamente a Alicante o ir almismo Valencia. No lo hicimos porqueteníamos la seguridad de tener en otrositio barco en que pudiéramos marchartodos. Pero…

La completa desorganización de losúltimos días, el pánico repentino queacometió a no pocos haciéndoles perderla cabeza, había resultado tan desastrosopara ellos como para los demás.

—Había un buque esperándonos enun puerto de Murcia, pero cuando

llegamos se había largado media horaantes. De Cartagena nos dijeron que enAlicante estaba el Marítima totalmentevacío. Vinimos a todo correr, perotambién llegamos tarde. Ahora…

Se da perfecta cuenta de su situacióny no se hace engañosas ilusiones. En suopinión cabe la posibilidad de que sesalven muchos de los que están en elcampo, pero no él. Es una de laspersonas que más odia la quinta columnamadrileña. No niega a estas alturas quehizo grandes favores a no pocos de susintegrantes.

—Pero esos precisamente seránquienes tengan más prisa en matarmepara que no pueda decir lo que sé de

ellos.Es probable que tenga razón, porque

si hay favores tan grandes que sólopueden pagarse con una ingratitud deparecido volumen, nadie con un mínimode sentido común puede confiar enchivatos y confidentes. Entre otrasrazones porque quienes son capaces detraicionar a los suyos para salvar lapiel, no encontrarán mejor medio deocultar su cobardía pasada que eliminarde cualquier manera a la persona que lapresenció. En ninguna guerra losservicios de inteligencia están en manosde ángeles y la nuestra no fue unaexcepción, sino todo lo contrario.

—Tú sabes de esto más que

cualquiera de nosotros.—Indudablemente. Si yo te contara

lo que he visto y sabido en estos años…Pero ni lo cuenta él ni yo le pido que

lo haga. ¿De qué me serviría enterarmeahora de cosas que no me atañendirectamente y que por pretéritas nopodremos modificar en absoluto? Quizáen su relato, de ser hecho con crudasinceridad, habría datos interesantespara quien quisiera aclarar algunospuntos turbios y oscuros de nuestra másreciente historia; pero ni soy historiadorni aunque lo fuese tendríaprobablemente tiempo, ocasión niposibilidad de escribir nada. Prefierodejar a un lado el pasado para

concentrarme en el presente, aunquetenga tan poco de agradable para todosnosotros.

Estamos muy próximos a un extremodel campo, cerca del lugar dondedurante la madrugada última sonaroncon más frecuencia e intensidad losdisparos. Una simple mirada hacia lasalturas donde los centinelas vigilan entrelas rocas, a la frondosa vegetación decañas y matorrales que llena unavaguada contigua por dondeprobablemente discurre un hilillo deagua resulta una tentación de huidadifícil de resistir para quienes se hallanen situación parecida a la nuestra.Indudablemente, deslizarse por entre la

línea de centinelas sin ser visto, alamparo de la oscuridad de la noche, noresulta empresa sobrehumana.

—Lo malo es no saber dónde ir nidónde meterse, sin documentación deninguna clase, expuesto a que lesorprendan en cualquier monte o caminoy le fusilen sin molestarse en averiguarcómo se llama.

La noche anterior, como laprecedente, fueron muchos los queintentaron la difícil aventura por aquellaparte. Cayeron quince o dieciséisalcanzados por los disparos de losvigilantes; pero debieron escapar eldoble como mínimo.

—Al amanecer fusilaron allí, contra

aquella roca y a la vista de todos paraque nos sirviera de escarmiento, a sietemuchachos. A tres les mataron tumbadosen el suelo porque, heridos de gravedaddurante el intento de fuga, no podíantenerse en pie.

Dos horas después obligaron a ungrupo de prisioneros a enterrar loscadáveres en la vaguada. Pero aun acuarenta metros de distancia sedistinguen ahora grandes manchas desangre en la roca y los desconchones delplomo.

—¿Tendría más suerte Mancebo o lematarían así también?

No he vuelto a verle ni saber unapalabra de él desde que en la noche del

31 salió del puerto dispuesto a escaparfuera como fuese. Benigno Mancebo,antiguo y valioso militante confederal,tuvo que desempeñar forzado por lascircunstancias y en contra de suvoluntad, funciones de vigilancia endefensa de la revolución. Todavíaparecen resonar en mis oídos laspalabras que hube de escuchar de suslabios hace dos días en los muelles:

—La revolución no se hace con aguade rosas. Para defenderla de susenemigos es preciso mancharse lasmanos y yo he tenido que manchármelas.Mi papel era menos heroico que el queluchaba en las trincheras y menosbrillante del que hablaba en las tribunas;

pero tan necesario como el primero ymás eficaz que el segundo.

Quería marcharse, más aún que parasalvar su vida, para perderla luchando ycaer con dignidad frente a sus enemigosde siempre. Aunque en las últimascuarenta y ocho horas me he preguntadopor su suerte, acaso ahora me lopregunté al encontrarme de frente con unhombre que le acompañó mucho en losmeses precedentes. Fidel Losa, antiguopolicía, ha sido una especie desecretario para él.

—Sé lo mismo que tú —respondecuando le pregunto—. Se despidió de míen el muelle y no he vuelto a saber unasola palabra de su paradero. Es posible

que lo cazasen al intentar huir, perotengo la esperanza de que continúe vivo.

Es posible que sepa algo más y noquiera decirlo; hace bien. En cualquiercaso resulta alentador que nadie hayavisto su cadáver. Claro que pudieronmatarle en un sitio por donde no pasaraninguno de los millares de hombres queestamos en el campo. Por lo menos,cabe la posibilidad de que no le hayancogido.

Por la carretera desfila ahora unacaravana de camiones. Van en direccióna Alicante, proceden de los puebloscercanos y en ellos se arraciman gentesbulliciosas y alegres. Son en su mayoríahombres con camisas azules, correaje y

pistola, aunque no faltan mujeres. Casitodos los vehículos llevan banderasmonárquicas o con los colores rojo ynegro. Cantan a voz en grito el himno dela Falange y saludan constantemente conel brazo extendido.

—Debe haber una concentración enAlicante para festejar la victoria.

Parece lo más probable. En general,los camiones disminuyen la marcha alpasar ante el campo de concentración ylas voces suenan con mayor fuerza.Interrumpiendo los himnos los ocupantesde algunos de los vehículos gritan a lospresos con ritmo monótono:

—¡Rojos, al paredón…! ¡Rojos, alparedón…!

En un principio los ocupantes delcampo les ven pasar con aireindiferente. Luego la repetición de losgritos empieza a excitar los ánimos.Ahora ya los que marchan en el centrode la caravana han olvidado los himnosque entonaban antes para vociferaramenazantes:

—¡Asesinos…! ¡Criminales…! ¡Noquedaréis uno vivo…!

—¿Y tu padre qué, cabrón? —contesta rabioso uno de los presos.

Uno de los camiones se detiene yvarios individuos se apean de un salto.Pistola en mano quieren penetrar en elcampo, preguntando a voz en grito:

—¿Quién ha sido el hijo de puta que

nos llamó cabrones?Los soldados intervienen

inmediatamente, metiéndose entre loslímites del campo y el punto en que seha parado el camión. Un teniente imponesilencio a todos con gesto decidido.

—¡Callad todos…! El primero quealborote, sea quien sea, lo va a sentir…

Varios de los individuos que seapearon del camión se le acercan paradecir que los prisioneros les haninsultado. El teniente no les deja seguir:

—¡Antes les insultasteis vosotros!Lo decidido de su actitud y la

presencia de los soldados que, fusil enmano, están dispuestos a secundarle sinla menor vacilación, hace que el teniente

se imponga.—¡Al camión y largo de aquí! Si

volvéis a provocar a los presos, os metoentre ellos. ¡Sin pistolas,naturalmente…!

Los paisanos suben al camión conlas orejas gachas y la caravana reanudasu marcha. El teniente se encaraentonces con las primeras filas deprisioneros, vigilados desde la cunetapor una serie de centinelas:

—No consiento alborotos ni gritos.Es la primera y la última advertencia.¿Entendido?

Termina sin la menor consecuenciaun incidente que pudo tener gravesderivaciones. Ha sido tan rápido y es tan

grande el campo, que apenas si unadécima parte de los presos han llegado aenterarse. La caravana de camiones sepierde al doblar la carretera hacia laizquierda para desembocar en Alicante.

Poco después desfila otra caravanacon la misma dirección. La integransiete u ocho autocares y quince o veinteautomóviles. En todos ellos predominanlas mujeres sobre los hombres. Aunquealgunos van uniformados y llevan pistolaal cinto, la mayoría exhiben grandesescapularios en el pecho. Cantantambién, pero himnos religiosos.

—¿Dónde irá esta procesión debeatos?

Cada uno insinúa una explicación

distinta. Una mayoría piensa que, a másde una concentración falangista, puedecelebrarse en Alicante esta mañana oesta tarde alguna solemne ceremoniareligiosa. Otros creen que son fieles quehan ido en peregrinación al santuario dela Santa Faz, que está en el cercanopueblecito de Busot. De repente alguiense fija que varios de los autocaresllevan grandes palmas como adornos yaventura una hipótesis que hastaentonces no se nos ha pasado por laimaginación.

—¿No será hoy Domingo de Ramos?Algunos lo ponen en duda. Por lo

que recuerdan, Semana Santa suele caera mediados de abril y ahora estamos en

sus comienzos. Otros arguyen que comose trata de unas festividades movibles lomismo pueden anticiparse o demorarsediez o doce días un año con relación alanterior. Al final, Antón Mendiluce, unvasco, antiguo seminarista que combatióen los frentes del Norte y ha seguidoluchando en el Centro hasta alcanzar lagraduación de comandante de batallón,disipa todas las vacilaciones.

—No lo dudéis, camaradas —afirmaseguro—. Hoy, Domingo de Ramos,comienza la Semana Santa.

Pienso para mí que la semana quecomienza no será santa, pero sí depasión para todos nosotros; una pasiónque, como la que celebra la Iglesia,

puede terminar en forma trágica paracuantos me rodean y para mí mismo; queen realidad acaba en esa forma cada día,cada hora, incluso cada minuto con unoscuantos de los nuestros.

—Y eso que únicamente estamos alcomienzo del calvario que nos obligarána recorrer, quizá esta misma semana.

* * *—Parece que hoy tampoco nos

tocará comer.A las doce ha circulado el rumor —

lanzado nadie sabe por quién— de queiban a distribuir comida entre losprisioneros. Media hora más tarde

hemos visto de lejos cómo comían lossoldados. Los responsables de lasdiferentes centurias se acercaron a launa a la entrada del campo. Eran más dequinientos.

—Si cada uno representaefectivamente a una centuria, debemosestar aquí cerca de cincuenta milpersonas.

Discutimos un rato el número real delos recluidos en el Campo de losAlmendros. No es tema apasionante,desde luego; que seamos ocho o diez milmás o menos no varía en absolutonuestra situación. Pero mientrashablamos de esto nos olvidamos deotras cosas más molestas y

desagradables. Al final coincidimostodos en que probablemente el númerooscila entre cuarenta y cuarenta y cincomil.

—Pero más que el número —agregaAselo— importa la calidad. Porqueaquí, alrededor nuestro, están loshombres que hicieron posible laresistencia en la guerra y sostuvieron lamoral de todos hasta el último día.

Es cierto que durante los años delucha no pocas figuras sobresalientes —científicos, intelectuales, artistas,investigadores, médicos, ingenieros,políticos y militares— abandonaron lazona centro-sur para marchar a Cataluñay, antes o después, al exilio.

Coincidiendo con Aselo, preciso:—Sin embargo, en estas diez

provincias quedaron suficientes valorespara que, pese a la extrema gravedad delas circunstancias, no se paralizase lavida. Si los frentes se mantuvieronfirmes hasta finales de marzo fue porqueen ellos y tras ellos continuófuncionando una organización.Improvisada en muchos aspectos, congraves defectos en otros, con todos losfallos que se quiera, pero eficaz.

—¿Qué entiendes por organización?¿Te refieres únicamente a un aparatoestatal? —inquiere Esplandiú.

—Sí y no. Estaba en pie, desdeluego, el esqueleto de un Estado, aunque

el término repugne a muchos que, pese asus concepciones ideológicas, losostuvieron sacrificando los postuladosdefendidos durante toda la vida alobjetivo fundamental de ganar la guerra.Pero había algo más.

Aquel algo más eran lasorganizaciones sindicales, la autogestiónen fábricas y talleres, las colectividadesagrícolas y, sobre todo, el espíritu demillares y millares de hombres paraquienes no existía la palabra imposibley superaban todos los obstáculos afuerza de decisión y entusiasmo. Merceda ellos funcionaban las comunicacionesy los transportes, se aguantaba en lastrincheras, se distribuía con cierta

equidad lo poco que había, se manteníala paz en la retaguardia y aún seconfiaba en la victoria cuando todoparecía negarla.

—Con todas las terribles penuriasde medicamentos e instrumental nointerrumpieron su labor hospitales,clínicas y sanatorios; tuvieron escuelaslos chicos y ni siquiera cerraron porcompleto las universidades. De sobra séque nadie lo reconocerá así, ni serácapaz de tenérnoslo en cuenta; tambiénque ni uno solo de nosotros lo alegarácomo mérito en ninguna circunstancia,pero así fue.

Quienes habían hecho aquel esfuerzotitánico logrando algo que por

sobrehumano lindaba con el prodigioestaban allí en buena parte. En un radiode mil metros en torno nuestro sehallaban —sucios, hambrientos,desesperanzados— millares de hombresde auténtica y extraordinaria valía.Luchadores que habían arriesgado conabsoluto desinterés su vida en millaresde ocasiones; militares profesionales osimples trabajadores agrícolas eindustriales que habían mandado a laperfección batallones, brigadas,divisiones y hasta cuerpos de ejército;diputados, gobernadores civiles,alcaldes, presidentes de lasdiputaciones, dirigentes de sindicatos,líderes políticos y simples periodistas

que pudieron salvarse imitando amuchos cobardes que abandonaron suspuestos años, meses, incluso días antestan sólo y optaron por seguir hasta elúltimo segundo en los cargos quedesempeñaban; médicos y cirujanos quecontinuaron curando y operando bajo losbombardeos enemigos; ingenieros yarquitectos, abogados y catedráticos quecumplieron animosamente con su deberprofesional y, sobre todo, másnumerosos y admirables que nadie,campesinos y obreros, ejemplo y lecciónpara el proletariado del mundo, quehabían escrito anónimamente, sinesperanzas de recompensa, a sabiendasque sus nombres no aparecerán en

ninguna historia ni serán recordados porfuturas generaciones —olvidados odesconocidos, incluso por sus propioshijos— páginas incomparables deabnegación y sacrificio.

—Una mayoría será fusilada en losdías o los meses próximos y acaso seanlos más afortunados. Los que no,padecerán interminables encierros,sufrirán todas las humillaciones ycarencias imaginables, y si no muerenpor agotamiento en cualquier celdacarcelaria, estarán tan viejos cuandorecobren la libertad, que prácticamenteno les servirá ya de nada.

—¿No eres demasiado pesimista?—pregunta Aselo Plaza, visiblemente

impresionado por mis palabras.Voy a contestarle cuando allá lejos, a

la entrada del campo, distante unostrescientos metros del punto en que noshallamos, se arma un alboroto de gritos,silbidos, palos y carreras. En un primermomento no sabemos a qué se debe. Tansólo que unos grupos de soldadosarmados con palos y vergajos outilizando las culatas de sus fusiles,arremeten violentos contra el mediomillar de delegados de las distintascenturias que llevan dos horasesperando al rancho anunciado. Si uninstante algunos optimistas lo interpretancomo consecuencia explicable de laprisa en recoger la comida por parte de

quienes llevan días enteros sin comer, lailusión se desvanece apenas nacida.

A fuerza de palos se despejan losalrededores de la entrada del campo.Los que aguardaban pacientementetienen que volver a sus respectivascenturias con las manos vacías. El de lanuestra torna descalabrado, con unhilillo de sangre corriéndole por lafrente. Va a sentarse en el suelo a veintepasos de donde nos encontramos.Mientras con un pañuelo se limpia lasangre de la cara, explica:

—Tampoco comeremos hoy. Cuandotras mucho esperar nos dijeron quepodíamos volver a nuestros puestos sinnada, empezamos a protestar. Para

calmarnos la emprendieron a palos contodos. A mí me dieron un vergajazo en lacabeza.

—Nos matarán a todos de malamanera —comenta uno de los que lerodean.

Me vuelvo a Aselo, que está a miespalda, y le digo:

—Ahí tienes la respuesta a lo quepreguntabas antes.

* * *Grupos de oficiales y soldados

italianos, mucho más numerosos que lavíspera, continúan realizando suespecial y sorprendente propaganda

entre los prisioneros. Aquí y allá, encualquier parte del campo se les puedever hablando en tono persuasivo concuantos detenidos quieren escucharles yque con frecuencia forman nutridoscorros a su alrededor.

Pese a la sonrisa burlona con quealgunos reciben sus palabras, contrastala grave seriedad de los españoles, suparquedad de ademanes y gestos, con lateatral exuberancia itálica. Más que porla boca parecen hablar con toda la cara;mejor aún, con todo el cuerpo, dado elincesante movimiento de brazos y manoscon que acompañan a los visajes másexpresivos. Tanto, que, en ocasiones,tienen mucho de cómicos.

Pero si hace veinticuatro horasprodujeron sus palabras desconcierto yestupefacción por partes iguales, hoyhan perdido mucho de su interés. Siguendiciendo lo mismo; sin embargo, ycontra lo que ayer pudimos sospechar, lamayoría parece que hablan en serio,creyéndose incluso lo que dicen. Claroestá que media un abismo entre lo queellos crean y lo que en definitiva suceda.

—Una vez terminada la guerra —repiten en todos los tonos— ¿qué interéspueden tener en que continuéis presos?Para la reconstrucción del país senecesita el concurso de todos y vosotrossois millares y millares deprofesionales, de técnicos, de obreros

cualificados.—¡Hum…! —replica dudoso uno de

sus oyentes—. En la zona nacionalhabían formado batallones de trabajocon los presos. Les obligaban a trabajarcatorce o quince horas diarias y seahorraban los jornales.

El capitán italiano que lleva la vozcantante en aquel corro lo sabeperfectamente. También que es unprocedimiento que se ha empleado antesen muchas guerras con los prisioneros.Admitía incluso que ellos lo habíanhecho en Abisinia.

—Pero los abisinios pertenecen auna raza distinta y aquí sois todosespañoles. Además…

Entendía que lo que era admisible encircunstancias excepcionales, mientrasduraba la lucha y en la totalidad del paísimperaba la ley marcial, no lo era unavez concluidas las hostilidades y lanación volvía a la normalidad. Ytodavía cabría tener en cuenta una razónde eficacia.

—Desde la antigüedad más remotase sabe que un esclavo trabaja siempre,por muy vigilado que esté y crueles quesean los castigos para su desobediencia,mucho menos que un hombre libre. Laeconomía de Roma, por ejemplo, podíabasarse en la explotación de losesclavos, porque las continuas guerrashacían aumentar incesantemente su

número y poco importaba que muriesenpronto porque eran extranjeros y habíade sobra para sustituirlos. Pero aquí nose trata de extraños, sino decompatriotas y su número, aunquegrande, resulta forzosamente limitado.

Mucho más limitado que nunca enlas actuales circunstancias. De un lado,porque en los frentes de combate, y aunen la retaguardia, habían perecidomuchos, en su mayoría hombres jóvenes.De otro lado, porque, comoconsecuencia de la derrota de Cataluña,habían cruzado la frontera francesatrescientas o cuatrocientas mil personasmás sin contar con los muchos millaresde niños evacuados en plena lucha y que

no se sabía cuándo volverían y sivolverían.

—En total, y con un cálculo muymoderado, puede suponerse que faltanseiscientas o setecientas mil personas,pérdida muy sensible en una poblacióntotal de veintidós o veintitrés millonesde habitantes. ¿Creéis que cualquier paíspuede permitirse el lujo de prescindirademás durante años de otro mediomillón de los hombres que formaron enel Ejército Rojo, pertenecieron a lospartidos políticos y las organizacionessindicales y participaron de una u otraforma en el esfuerzo de guerra de lazona geográfica en que se encontraron alcomenzar las hostilidades?

Forzoso era reconocer que losrazonamientos del capitán italiano teníanfuerza y lógica. No era sólo que unamayoría de sus oyentes estuvierandeseando creerle, ansiosos porrecuperar la libertad y volver junto a susfamiliares para emprender una nuevavida, sino que la orientación quemarcaba resultaba natural y casiobligada. Consciente del efecto queproducían sus palabras y machacando elhierro mientras estaba caliente, añadióun argumento para él decisivo.

—No abriguéis la más remota duda,camaradas. ¿No ha dicho elgeneralísimo Franco que no tienen nadaque temer quienes no tengan las manos

manchadas de sangre? Pues quienes nosean asesinos saben que en cuanto seaclaren un poco las cosas —cuestión dedías, de semanas como máximo—volverán con toda libertad al lado de lossuyos.

Despejados los temores y recelos delos presos sobre este punto —fundamental para sus oyentes—, elcapitán, como los numerosospropagandistas italianos que pululabanpor el campo, pasaba a lo que a ellos lesimportaba por encima de todo: la luchafinal contra las democracias capitalistasy la posible ayuda de los españoles. ElCTV —integrado como su denominaciónindicaba por una mayoría de voluntarios

— no había venido a España para lucharcontra el pueblo ni para aplastar a lostrabajadores.

—Vinimos a combatir contra elimperialismo anglo-francés que explotaa medio mundo. De sobra sabéis que sonempresas capitalistas con sede enLondres y París quienes explotan elcobre de Ríotinto, el hierro del Norte, elplomo de Sierra Morena, las potasascatalanas e incluso se llevan lasnaranjas valencianas, los vinos de Jerez,el aceite de Andalucía y el trigo deCastilla. Vosotros os matáis trabajandoen las minas, las fábricas y los campos,pero el beneficio no es para otrosespañoles, sino para los vampiros de

Inglaterra y Francia.Igual habían hecho con Italia y

Alemania hasta que Mussolini marcó elcamino de la libertad económica, de laverdadera independencia de su pueblo, eigual hizo años más tarde Hitler conAlemania. Ambas naciones habían rotoel yugo que las oprimía, y una vezliberada España, había llegado elmomento decisivo de ajustar todas lascuentas pendientes a los grandesexplotadores del mundo durante losúltimos cien años.

—Hemos demostrado ya que somosmás fuertes que ellos. Sabemos quetenemos la razón y que el porvenir esnuestro. Inglaterra y Francia, en cambio,

están en plena decadencia, podridas porel dinero y degeneradas por la malicia ylos placeres.

Tras de una brillante fachada, lasdemocracias padecían una debilidad yuna cobardía imposibles de superar.Italia les desafió audazmente enAbisinia y no se atrevieron a reaccionarvirilmente. Alemania lo hizo despuésocupando el Rhur y rearmándose, yParís y Londres no hicieron otra cosaque lanzar gritos histéricos. En Munich,Chamberlain y Daladier tuvieron quevérselas con Hitler y Mussolini y todossabían lo que allí había ocurrido.

—En 1939 empezará el último actodel drama en que unas naciones sin

ideales ni virilidad tendrán que dejarque Alemania e Italia, con sus aliadoscada vez más numerosos, se pongan a lacabeza de la humanidad inaugurando unanueva etapa histórica.

Aunque tenían seguridad plena enque la victoria final no podíaescapárseles de las manos y quevencerían con relativa facilidad yrapidez, contaban con el apoyo de otrasnaciones, España en primer término.Igual que la habían ayudado ellos en elmomento más crítico de su historia deuna manera totalmente desinteresada,tenían el convencimiento de que lesayudaríamos todos nosotros.

—Sin excluiros a vosotros,

naturalmente. Precisamente por habercombatido en contra sabemos el valorcon que os batís, aun haciéndolo por unamala causa, engañados por lasdemocracias y utilizando un material dedesecho. En los campos de Franciatendréis muy pronto ocasión dedemostrar vuestra valentía de españoles.

—¿Por qué vamos a combatir en unaguerra en la que nada nuestro se ventila?—objetaban algunos.

Los italianos tenían perfectamentepensadas las respuestas a unasobjeciones que seguramente daban deantemano por descontadas. Un poco depasada aludían a la pasión española porla lucha y la aventura, a la gloria que

aquella guerra futura reportaría a todoslos participantes que se alinearan en elbando vencedor y a la tajada quepudiera corresponder a nuestro país enel reparto de los inmensos dominioscoloniales de Inglaterra y Francia.Hacían hincapié, sin embargo, en otrasrazones de muy diversa índole.

—Británicos y franceses os hanestado utilizando como carne de cañón,lanzándoos contra nosotros para que lessacaseis las castañas del fuego. Por sifuera poco, en lugar de daros lospertrechos bélicos precisos paracombatir con éxito, os vendieron aprecio de oro armas de saldo.

Habían hecho un magnífico negocio

llevándose, en unión de Rusia, todo eloro depositado en el Banco de España yla mayoría de las materias primasexportadas durante los dos últimos años.Encima de todo esto, los periódicos deParís y Londres se burlaban de nosotros,hablaban de la ineficacia y desbarajustede las fuerzas republicanas, de lasconstantes retiradas y de los fracasosininterrumpidos. Por último, cuando losrefugiados de Cataluña creyeronencontrarse en un país amigo, mandaroncontra ellos a los senegaleses y lesmetieron en campos de concentración,donde se morían de hambre centenaresde personas.

—Más moriremos aquí —saltaba

más de uno—, porque tampococomemos.

Apresuradamente, los italianosprocuraban tranquilizar a los escépticoshaciendo resaltar la diferencia de lo queocurría en uno y otro sitio. En loscampos franceses de refugiados, losinternados llevaban dos meses sin comermientras nosotros no llevábamos en losAlmendros ni siquiera dos días. Aunsiendo lamentables nuestras privaciones,debíamos reconocer que no obedecían aun propósito deliberado de debilitarnos,sino a una consecuencia inevitable de ladesorganización producida por el rápidoavance de las fuerzas nacionales y ladificultad de abastecer desde el primer

momento a los siete u ocho millones dehabitantes de nuestra zona.

—En cualquier instante, dentro deuna hora o antes quizá, llegarán loscamiones con víveres y podréis comerhasta hartaros, porque en el camponacional, gracias a las ayudas deAlemania, Portugal e Italia sobracomida y nadie pasa necesidades deninguna clase.

Estos propagandistas, especie decomisarios políticos italianos,argumentaban con habilidad, hablandoen general un español muy aceptable.Pero como un hecho vale más que cienpalabras, que transcurriese la tarde sinque se modificase la situación

alimenticia, bastaba para hacer vacilarlas esperanzas que hubiesen podidosembrar en unos pocos de sus oyentes.

—La verdad, la única verdad, es queesta Semana Santa va a ser de completoayuno para todos nosotros. Con ladesventaja, si nos morimos de hambre,que no habrá resurrección para nadie eldomingo próximo.

* * *Al atardecer, mientras las primeras

sombras de la noche van extendiéndosesobre el inmenso campo y en tanto quealgunos, clavadas sus miradas en lacarretera, todavía no han dicho un adiós

definitivo a la ilusión de ingerir algúnalimento antes de tumbarse, hablamos enun grupo numeroso en el que hayhombres de las más diversasprofesiones y tendencias, acerca delcrédito que puedan merecernos losvaticinios y promesas italianas. Todoscoincidimos en que, incluso admitiendoque hablen de buena fe, están tan lejosde la realidad como podemos estar decualquiera de las estrellas que empiezana encenderse en el firmamento.

—Sin embargo —insisten dos o tres,aferrándose con el ansia de un náufragoa una remota esperanza— tenían razónen algo de lo que decían.Concretamente, en que sería desastroso

para la economía y la reconstrucciónnacionales mantener en prisión a mediomillón de personas.

—A corto plazo, indudablemente —replica Ricardo Zabalza, hasta hacecuatro días diputado socialista ysecretario de la Federación Nacional deTrabajadores de la Tierra—; a la larga,no; y es a largo plazo lo quefundamentalmente interesa a financierosy capitalistas.

Explica con brevedad sus puntos devista, coincidentes en líneas generalescon los de todos los presentes. Es ciertoque con el concurso y la colaboraciónobligada y sumisa de cuantos ahorallenamos los campos de concentración,

los presidios, las cárceles y lascomisarías de toda España, resultaríamenos azaroso y más rápido reparar losestragos de la guerra y volver en dos otres años de esfuerzos y sacrificioscomunes a alcanzar o superar el nivelproductivo de 1936. También que estalabor comunitaria, en la que estaríamosimplicados la totalidad de losespañoles, disiparía rencores y odiosestableciendo de manera gradual unaconvivencia pacífica cordial entre losque lucharon en ambos bandos.

—¿No sería eso beneficioso paratodos?

—Lo parece para nosotros, queinevitablemente enfocamos el problema

con la óptica de los vencidos; peropuede no parecérselo a quienes locontemplan desde perspectivasradicalmente opuestas.

En efecto, ¿tendrían la impresión dehaber ganado la guerra los terratenientesandaluces que no pudieran tratar a loslabriegos como en tiempos de susabuelos? ¿O los capitanes de industriacatalanes o vascos que vieran aumentarlos salarios obreros en la mismaproporción que sus beneficios?¿Estarían satisfechos con lo conseguidolos grandes financieros, los aristócratasy todos los que niegan la lucha declases, aunque sean los primeros endividir la nación en castas y clases?

—Naturalmente que no —seimpacienta uno—. Pero ¿qué tiene quever todo eso para que medio millón deespañoles hayamos de continuarencerrados?

Anticipándose a Zabalza, contestanvarios de los presentes. Aristócratas dela sangre y el dinero, financieros,capitanes de industria y terratenientesnecesitan —más que para lasupervivencia, para aumentar suscaudales y preponderancia en el seno deuna sociedad determinada— terminarcon las inquietudes y rebeldías delproletariado. Cuantos más rebeldesmueran, cuantos más años purguen susinquietudes en prisión los demás

trabajadores, más sumisos tendrán quemostrarse los que se encuentran enlibertad. Incluso las nuevasgeneraciones, escarmentadas por losucedido a sus padres, serán incapacesde reclamar sus derechos con lanecesaria energía.

—Ahí tienes por qué, a la larga, seráun buen negocio para ciertas gentes loque en principio puede parecerdesastroso para la totalidad del país —resume Zabalza.

—Quien lo dude —añade ManuelVillar, director hasta el 29 de marzo deFragua social, de Valencia— no tieneque recordar más que lo sucedido en larepresión que siguió a la Comunne

parisina.—O lo que ahora mismo está

ocurriendo en Alemania —agrega JoséRodríguez Vega, secretario de la UniónGeneral de Trabajadores—. Seis añoshace ya que Hitler subió al poder y seisaños llevan en presidio millares ymillares de obreros alemanes.

—Que pueden considerarse muyafortunados si continúan vivos —lesecunda Henche, alcalde de Madridhasta el 28 de marzo.

—Y no son únicamente lostrabajadores socialistas o comunistas —continúa Rodríguez Vega—, sinoinfinidad de intelectuales, médicos,abogados, ingenieros, investigadores,

periodistas y catedráticos —algunos deellos famosos en el mundo entero ygalardonados con el premio Nobel—viven encerrados en las condiciones másinhumanas. Y en cuanto a los judíos…

Pasaban del millón los perseguidos,humillados, escarnecidos y torturados enAlemania, Austria y la Checoslovaquiarecién conquistada por el nazismo. Simuchos habían conseguido huir, eranmás numerosos aún los que llenaban loscampos de concentración. Aunque elprescindir de tantos cerebrosesclarecidos y de una parte delproletariado debía causar enormesperjuicios a la industria y a laproducción alemana, Hitler seguía en

pie, más amenazador y agresivo quenunca, a punto de hundir a Europa en elbaño sangriento de una nuevaconflagración.

—¿Serán capaces los que aquí tantole admiran de resistir la tentación deproceder con nosotros en la mismaforma que el nazismo trata a los judíos?

—Pero los que no tengan las manosmanchadas de sangre —tercia un viejocampesino manchego— no tienen nadaque temer.

—¿Crees que las tenía García Lorca,Leopoldo Alas, Rufilanchas o todos losdiputados del Frente Popular que seencontraban en la otra zona al comenzarla guerra? ¿Podría tildar nadie de

criminales a generales como Molero,Batet, Núñez del Prado, Salcedo,Caridad Pita, Romerales o GómezMorato? Piénsalo despacio y contéstatea ti mismo.

* * *Nos tumbamos de nuevo sin haber

probado bocado. Como hoy no quedabanalmendrucos, los cuarenta o cuarenta ycinco mil hombres recluidos en elcampo, hemos tenido que contentarnoscon masticar o comer algunos tallostiernos y un puñado de hojas dealmendro. Muchos se han comido hojasy tallos buscando un consuelo para sus

cosquilleantes estómagos, pero lamayoría nos hemos limitado amasticarlas. En cambio, nuestro grupitoha tenido la suerte de beberse mediacantimplora de agua.

—Afortunadamente sólo con agua sepuede vivir mucho tiempo.

Inclino la cabeza en gesto deasentimiento. Recuerdo el caso, famosoen su tiempo, del alcalde de Cork, quemurió en la cárcel, donde habíadeclarado la huelga de hambre luchandopor la independencia de Irlanda, queaguantó sin comer cerca de dos mesesantes de morirse. Precisamente, estamisma tarde, uno de los muchos médicospresos en el campo, me ha dicho

respondiendo a mis preguntas:—Sin dormir no hay quien pueda

resistir vivo arriba de quince días; sinagua no pasará de los veinte; pero sinalimentos sólidos, siempre que sea unhombre joven, fuerte y sin ningunaenfermedad, puede vivir un mes y acasomás.

—Es un consuelo —replico—,porque aun no habiendo comido mucholos días anteriores, sólo llevamoscuarenta y ocho horas sin probarbocado.

Tengo treinta años y no he padecidoninguna grave dolencia. Puedo, portanto, esperar vivir mes y medio aunquesigan sin darnos de comer. ¿Es una

ventaja? Creo que, dadas lascircunstancias, todo lo contrario. Perono está en mis manos modificar lasituación.

—Procurad dormir bien,compañeros. Por lo menos durmiendo noconsumiremos muchas energías.

Duermo siete horas seguidas.Aunque antes de dormirme suenanmuchos disparos, que continúan casiininterrumpidamente durante toda lanoche, estamos acostumbrados a oírlos yno nos producen el menor efecto. Acasopor el vacío que siento en el estómago,cerca del amanecer empiezo a soñar conun apetitoso banquete. El toque de dianallega cuando estoy en la parte más

suculenta de la comida.—Lástima —digo al sentarme—. Si

tarda diez minutos más la corneta mehubiese alimentado para quince días.

Me sorprende oír entonces que miscompañeros han tenido sueños similaresal mío. Parece que todos hemoscompensado nuestros ayunos despiertoscon la suculencia de las comilonasdormidos. Por desgracia, los banquetesimaginarios no calman nuestro apetitoreal. Al ponernos en pie sentimos unmolesto cosquilleo interior y un agudopesimismo.

—Temo que sea nuestro tercer díaconsecutivo de ayuno completo.

Lo es. Como en las jornadas

precedentes, incluso con mayorintensidad, cada par de horas corre elrumor de que vienen los camiones con elrancho. Una y otra vez, los rumores sequedan en serlo. Vemos comer a lossoldados que nos guardan y vigilan;nosotros no recibimos nada.

—Y en los árboles no queda ya niuna sola hoja.

Aunque esta noche no ha llovido, lospozos parecen tener más agua. Quizáhaya sido que llegamos antes al máspróximo, pero o hay menos genteesperando o las colas corren muchomás. En cualquier caso a la horaconseguimos un cubo de agua para loscuatro. Bebemos una poca, llenamos la

cantimplora y con el resto nos lavamosmanos y caras.

—Casi podíamos afeitarnos.Desistimos tras una pequeña

discusión. Aunque acaso pudiéramoshacerlo con el agua de la cantimplora,gastaríamos casi todo el líquido con ladesagradable perspectiva de noconseguir más en el resto del día. Entodas las colas hay más gente que antes yavanzan mucho más lentas porque elpozo casi se ha vaciado.

—Perderíamos dos o tres horas y endefinitiva estamos bien así. Yo por lomenos no espero ninguna visita.

—Tampoco nosotros.Parece, sin embargo, que esta

mañana no faltan visitantes en el campo.Aparte de los italianos —menosnumerosos que en anteriores jornadas—,que prosiguen con sus intentos decaptación y a los que ya hacen pococaso los prisioneros, existen otrasvisitas de dos clases harto diferentes.Unas —las menos— son de mujeres,casi siempre acompañadas por algúnmilitar de uniforme que buscan a unfamiliar determinado que saben osospechan que se encuentra allí.Acompañados por uno o dos soldados,preguntan en los grupos de presos porlos pertenecientes a tal o cual unidad delejército republicano o por losprocedentes de un frente, de una región o

de un pueblo determinado. De vez encuando vocean a través de losmegáfonos:

—¡Benito Lesmes González, deCrevillente! Preséntese en la entrada delcampo. Le busca su mujer.

Unas veces aparece el llamado yotras no. En el primer caso, es corrientever al interesado marchar a la carrerahacia el punto indicado, fundirse en unabrazo con su mujer, su hermana, su hijoo su madre, y conversar animadamentecon ella unos minutos bajo la miradavigilante del militar o falangista que laacompaña y del centinela más próximo.Al despedirse el interesado vuelve juntoa sus camaradas, generalmente con un

trozo de pan o unos pocos víveres quese apresura a repartir con quienesduermen a su alrededor.

En ocasiones nadie responde a lasllamadas. Generalmente el individuocuyo nombre vocean no está en elcampo, porque no llegó a entrar, porquese ha fugado o porque le han matado alintentar escapar. También se dan casosde que el individuo llamado no quiereque le encuentren.

—¿No eres tú el Andrés PalenzuelaRamírez que andan llamando?

—Sí, pero prefiero que no meencuentren.

Nadie le pregunta los motivos.Pueden ser de cualquier índole y todos

los presos los respetan. Cabe que elfamiliar no lo sea o que aun siéndolo seaun enemigo implacable. También que elvocear su nombre sea una trampa parasaber si todavía está vivo y, dedescubrirlo, procurar que no lo sigaestando mucho tiempo. De cualquierforma nadie le traicionará diciendodónde se encuentra; en caso de serpreguntados, afirmarán no haberescuchado aquel nombre en todos losdías de su vida, e incluso cambiaránropas o uniformes con él para dificultarsu identificación.

Pero esto último es lo excepcionalen esta clase de visitas, que por reglageneral tienen un desenlace

relativamente feliz. El prisionero puedeabrazar a alguno de sus familiares —alos que generalmente lleva semanas omeses sin ver—, escuchar de sus labiospalabras de consuelo y aliento e inclusorecibir algo, por poco que sea, quemitigue momentáneamente sus hambres.Aun así una mayoría no desean que susfamilias sepan dónde se encuentran yvengan a verlos.

—A mí me serviría de muy poco —dicen— y para ellos sería una tortura.Prefiero que piensen que logré embarcaren el último instante.

La segunda clase de visitas, másabundantes que las primeras ya en estosprimeros días, resultan desagradables,

dramáticas siempre y muchas veces deinmediatas consecuencias trágicas. Enestos casos los visitantes no suelen sermujeres, venir a pie ni haber hecho elcamino solos. Llegan en coches eincluso en camionetas y autocares de losque se apean grupos nutridos deindividuos, generalmente uniformadoscon camisa azul y boina roja, correajesnuevecitos y pistolones al cinto. Enocasiones les acompaña algún cura y lesescolta una pareja de la Guardia Civil.Los tricornios producen impresión entrelos recluidos, porque hay muchos que noven ninguno desde hace más de dosaños.

Tras preguntar a los soldados que

nos vigilan, estos grupos suelen entraren la casa del otro lado de la carretera,donde están los oficiales que mandan enel campo y las improvisadas oficinasdel mismo. Exponen sus pretensiones,nos figurábamos que deben exhibir suscorrespondientes documentaciones ysuelen salir con un papel en las manosque muestran satisfechos a loscompañeros que les esperan en lapuerta. A los pocos segundos empiezanlas llamadas por los megáfonos:

—Los dirigentes del Frente Popularde Alicante, así como los miembros delAyuntamiento y la Diputación que sepresenten inmediatamente en la entradadel campo.

—¡Échales un galgo…! —comentaburlón Serrano tras advertir que serepite tres o cuatro veces la llamada, sinque se presente nadie.

—Pero que sepa nadar, porque lonecesita —añade un teniente de la 28División, alicantino de nacimiento, quelo ha oído—. ¡Todos se fueron en elStanbroock y el Marítima!

Cabe la posibilidad de que algunode los llamados no llegase a embarcaren los dos últimos buques salidos delpuerto de Alicante e incluso que se halleentre nosotros. Pero tendría que serdemasiado optimista para suponer que lellaman para darle algún premio yhacerse lo menos visible. Tras repetir

varias veces sin resultado alguno lallamada, los individuos que han venidoa buscarles se deciden a entrar en elcampo para hallar personalmente a losreclamados.

Mientras quince o veinte sujetos, conla protección de algunos soldados,husmean por todos los rincones delcampo, los megáfonos transmiten otrasórdenes parecidas:

—¡Que se acerquen inmediatamentequienes hayan estado en Denia durantela guerra…!

—¡Que salgan los policías queprestaron servicio en Orihuela…!

—¡Los vecinos de Elda que seencuentran en el campo…!

Si por la mañana son pocos los queacuden contestando a estas llamadas,por la tarde no lo hace absolutamentenadie. Sobran las razones para que asísea. De pie, tomando el agradable solabrileño, junto a los dos árboles entrelos cuales nos hemos instalado,dominamos un trozo de carretera, quediscurre veinte metros más baja y aotros sesenta de distancia. Podemospresenciar hacia la una de la tarde unaescena que quedará grabada a fuego enla mente de cuantos la contemplamos, ysomos varios millares.

Uno de los grupos de búsqueda haencontrado en algún lugar del campo acuatro personas de las que buscan. Las

vemos ya en la entrada del campo,rodeados por quienes han venido porellos, vigilándolos pistola en mano.Mientras, con unas cuerdas, les atan losbrazos a la espalda, dos de losindividuos que han dado con ellos en elcampo penetran en la casa donde se haninstalado las oficinas, probablementepara firmar los correspondientes partesde entrega de los prisioneros que sellevan.

Uno de los presos viste ropasciviles; los otros tres, prendas militares.Dos de éstos no han debido pasar desoldados, mientras el otro llevauniforme del Comisariado. De loscuatro, hay un chico que no debe tener

arriba de catorce o quince años, y unviejo —el paisano—, queprobablemente frisará en los sesenta.Algo más joven es el otro soldado,aunque posiblemente pertenezca por losaños a lo que burlonamente llamaron losmadrileños cuando fuera movilizada «laquinta del saco». El comisario, por suparte, seguramente no ha superado latreintena y se mantiene erguido, mirandocon gesto retador a sus adversarios yencogiéndose de hombros, despectivoante lo que suponemos —las palabras nonos llegan por la distancia—, preguntaso insultos.

Cuando terminan de atarles llevan alos presos a empujones y patadas hasta

una camioneta aparcada a cortadistancia. Les obligan a subir de malamanera y suben también otros cincoindividuos, tres de los cuales no sueltanun segundo sus pistolas. Salen los dosindividuos que han entrado en lasoficinas del campo y se meten en unautomóvil con el motor en marcha queles aguarda cerca de la camioneta yhacen gesto al conductor de ésta paraque emprenda la marcha.

Al ponerse en movimiento lacamioneta, a la que sigue a quince oveinte metros de distancia el automóvil,los que custodian a los prisionerosquieren obligarles a sentarse o atumbarse en el suelo de la plataforma.

Se produce entonces una riña, cuyoorigen no acertamos a descubrir. Puedeser que el viejo se resista a obedecer laorden que le dan o que conteste conalgún exabrupto a cualquier insulto. Encualquier caso, cuando la camioneta harecorrido ya un centenar de metros,alejándose de la entrada del campo,vemos perfectamente cómo uno de losque van con los detenidos levanta lapistola cogiéndola por el cañón ydescarga un tremendo culatazo sobre lacabeza del preso, cuyo pelo canoso setiñe de rojo.

Se produce entonces una barahúndaespantosa. El otro prisionero demediana edad, vestido de soldado,

asesta una patada al individuo que hagolpeado a su compañero, tirándolecontra la barandilla de la camioneta. Almismo tiempo, el muchacho y elcomisario se defienden a cabezazos ypatadas contra los guardianes. Suenanentonces varios disparos, y uno de lospresos se derrumba con un grito deagonía en los labios. Herido, también,en un hombro, el muchacho se tira de unsalto de la camioneta y el comisario leimita. Caen rodando por la carretera, entanto que la camioneta, que no haparado, se aleja unos cuantos metros.

El muchacho se incorpora rápido ymira asustado en torno suyo. Desde lacamioneta tiran contra él y trata de

librarse de los disparos retrocediendo asaltos. Pero los individuos que van en elautomóvil disparan también. Unmomento el chico vacila en el centro dela carretera; al siguiente, el automóvil lederriba primero y le pasa por encimadespués.

Sólo queda el comisario, contraquien disparan desde la camioneta y elautomóvil. Herido en el pecho, elinstinto de conservación le obliga a salircorriendo. Salta una cerca del otro ladode la carretera y emprende la huida através del campo. No va muy lejos, sinembargo. De la camioneta se tiran dosindividuos que van tras él;anticipándoles unas décimas de segundo,

también se ha apeado del coche el queparece comandar el grupo.

Los tres trasponen la cerca y correntras el comisario sin cesar de disparar.Alcanzado por algún proyectil, elfugitivo cae. Se levanta con un esfuerzodesesperado y pretende seguir. Resuenannuevos balazos y tras dar, vacilante,unos traspiés, el comisario cae debruces. El jefe del grupo de susperseguidores llega a su lado y ledispara el tiro de gracia.

—¡Asesinos…! ¡Cabrones…!¡Canallas…!

Impresionados, centenares deprisioneros hemos presenciado de lejosla trágica escena. Inermes, sin poder

intervenir, contenidos por los fusiles ylas ametralladoras que cercan y vigilanel campo contemplamos la muerte deunos compañeros de reclusióninmolados ante nuestros propios ojos, deuna manera tan injustificable comoabsurda. Muchos ponen en los gritos quelanzan toda su rabia e impotencia. Porsegundos, los gritos crecen enintensidad.

—¡Bestias…! ¡Cobardes…!¡Criminales…!

Los soldados que vigilan el campotoman rápidas posiciones para aplastarcualquier posible intentona desesperadade los presos. Acuden a la carrera losque descansan al otro lado de la

carretera. De la casa donde seencuentran las oficinas y el mando, salenprecipitadamente varios oficiales y unospelotones de soldados. Suenan unostoques de aviso y los altavoces ordenan:

—¡Quietos todos…! ¡Basta de gritosy alborotos…! Los que no callen en elacto…

Un teniente se enfrenta con los queacaban de matar al comisario y unossoldados se apresuran a desarmarlos.Varias voces claman:

—¡Fusiladles por asesinos…!El teniente obliga a subir a la

camioneta al grupo de paisanos. Haceque suban también un par de soldados yse sienta junto al conductor. Medio

minuto después, la camioneta emprendela marcha hacia Alicante, y dos mástarde, desaparece de nuestra vista. Pocoa poco, va disminuyendo la tensión.

—¿Crees que les juzgarán por lo quehan hecho? —oigo preguntar a mi lado aEsplandiú, dolido e impresionado por loque acabamos de ver.

—Debían hacerlo, pero a lo mejorles dan un premio —responde Aselo,amargado, encogiéndose de hombros—.En definitiva se trataba de unos rojos.¿Y a quién puede importarle la vida deunos rojos como nosotros?

III

CON ELESTÓMAGO VACÍO

Vuelve a llover de madrugada en lanoche del lunes al martes. No cae muchaagua, desde luego. Es posible que dedormir a cubierto no hubiésemos llegado

a enterarnos siquiera. Pero en el campobastan las primeras gotas paradespertarnos. El chaparrón apenas duraun cuarto de hora. Resulta suficiente, sinembargo, para fastidiarnos. Se moja lamanta que difícilmente alcanza a tapar alos cuatro que nos cobijamos bajo ella;se moja también la ropa que llevamospuesta y el suelo en que nos tumbamos.Aunque pasado el remojón volvemos adormir, perdemos hora y media o doshoras de sueño, se acatarran algunos,nos enfriamos la mayoría y por lamañana se ha intensificado en variosgrados el malhumor general.

—¿Cuarto día consecutivo decompleto ayuno?

—Desgraciadamente, es lo másprobable.

No reina precisamente el optimismoal respecto. Si en días anteriorescualquier rumor acerca de un próximorancho era creído con cierta facilidadpor las gentes, ahora todo el mundorechaza los rumores con gestodesdeñoso. Como suele ocurrir aquí,como en todas partes, las multitudessaltan con extrema rapidez de unextremo al otro.

—Antes del mediodía nos darán decomer —afirma uno—. Vengo de cercade la entrada y he oído…

Un chaparrón de burlas y risas no lepermite seguir. Veinte voces distintas le

gritan despectivas:—¡Despierta ya, chalao, que tocaron

diana hace tres días…!—¡Vete con el cuento a otra parte, so

lipendi…!—¡Nos ha amolao el manús…!

Venirme con fantasías a mis años… Nique fuese un mamón como él…

En las colas formadas ante uno delos pozos en espera de conseguir algo deagua para beber y lavarnos, coincidimosesta mañana unos cuantos periodistasmadrileños. Nos encontramos primerocon Nobruzán y Aldabe; más tarde, conManuel Gómez Fernández, redactor deLa Libertad, que acabó la guerra decapitán; luego con Casasús, antiguo

redactor de CNT y más tarde comisarioen la 25 división y, por último, conNavarro Ballesteros. Con elloshablamos más que de la comida en sí,del pesimismo general en el campo y delas reacciones burlonas o irritadas deuna mayoría cuando alguien les anunciaque comerán pronto.

—La gente está muy escarmentadaluego de varios días sin que se cumplaninguna de las promesas.

—Pero alguna vez tendrán quedarnos de comer, ¿no?

—Según. Si han decidido matarnosde hambre…

No se por qué la situación y laspalabras me recuerdan unas frases de

Lerroux en los pasillos del Congresounos años atrás. Fue en el otoño de1933, cuando el primer bieniorepublicano llegaba a su final y seesperaba de un día para otro la crisisdel gobierno Azaña, que no acababa deproducirse. Una tarde, al llegar a lasCortes el jefe del partido radical, unperiodista le dijo:

—Seguimos sin crisis, donAlejandro. Y hay quien dice que no lahabrá en lo que resta de año ¿Qué opinausted?

Lerroux sonrió y evocó los años dela guerra europea, en uno de los cualesllegó a decirse que en vista de lascircunstancias dolorosas porque

atravesaba el mundo no se celebraría laNavidad.

—Se lo dijeron a un amigo mío, querespondió muy tranquilo: «No haganustedes caso. Esos son rumores quehacen correr los pavos».

—Lo malo del caso —replica,pensativo, Aldabe cuando acabo decontar la anécdota— es que si aquí hayalgunos pavos, seremos nosotros lossacrificados.

* * *Un individuo alto, delgado, de nariz

afilada y pelo revuelto, peroraseriamente ante un grupo de soldados de

la 25 División, que escuchaban con airemás burlón que sorprendido. Debióhaber sido oficial, tal vez jefe en algunaunidad del Ejército Popular, juzgandopor los restos del uniforme que todavíaviste. Con la mano izquierda a laespalda y la derecha al pecho, con lagorra militar atravesada en la cabeza,arenga a quienes le escuchan en tonocampanudo y grandilocuente:

—¡Soldados: Desde lo alto de esaspirámides…!

—¡Lo que nos faltaba para el duro!¡Ahora Napoleón…!

Sin desconcertarse por las risas, losgritos y las burlas, el individuo prosiguesu perorata. Cuando concluye se marcha

andando despacio. Se aleja cincuenta osesenta metros, y tras unos minutos desilencio, comienza a repetir la mismaarenga:

—… cuarenta siglos noscontemplan…

No es el único loco del campo. Serepite el doloroso espectáculo,acentuado a medida que pasan las horasy los días. Ahora debe haber yadoscientos o trescientos orates sueltosentre nosotros. Son, en general,pacíficos y no se meten con nadie.Aparte de unos cuantos napoleonesabundan los oráculos que profetizan losmás trágicos acontecimientos; lospacifistas que proclaman su amor a

todos los seres humanos y los que creenhaberse convertido en animales de lasmás variadas especies, y cantan, aúllane incluso muerden.

—Desde el punto de vista médicoson perfectamente comprensibles yexplicables todos estos casos. Dada latrágica situación en que todos nosencontramos, hay cerebros que paraseguir viviendo, necesitan negar laespantable realidad que tienen ante losojos y escapar de ella por la puerta de lalocura, siempre abierta de par en par aquienes caen en una absolutadesesperanza.

El doctor Bajo Mateos ha cambiadoy envejecido mucho desde los días

pasados en el puerto. Tiene ya sesentaaños y las jornadas sin comer ni lavarse,durmiendo en el suelo, soportando solesy lluvias, le han causado mayor efectoque a nosotros, que no pasamos de lamitad de su edad. Le encuentro en ungrupo formado principalmente porelementos del sindicato madrileño deSanidad. Con él están Manuel Royano,secretario del Sindicato, tres o cuatromédicos más y Fernando Trigo, antiguomilitante libertario, practicante deprofesión, que estuvo toda la guerra alfrente de una unidad de la Cruz Roja.

—¿No puede hacerse nada porcurarles?

—¿Cómo, cuándo, dónde y con qué?

—responde Bajo con gesto deimpotencia—. En el campo no hay nadaparecido a una enfermería; nodisponemos de medicinas de ningunaclase e incluso aunque dispusiéramos delos medicamentos necesarios y de unlugar en que tratar a los dementes, dudomucho que nos dejasen cuidarles.Aparte, claro está, que de realizar elverdadero milagro de curarles, acaso leshiciéramos el peor de los favores.

Descarta por completo esta últimaposibilidad. Los enfermos mentalesrequieren tratamientos prolongados ydifíciles que allí son totalmenteimposibles. Cabe temer que los locos,carentes de todo cuidado médico,

empeoren rápidamente y que se muerano se tornen furiosos y se hagan matar enel transcurso de muy pocas semanas.

—Ya creo —interviene Trigo— quehan matado a algunos.

Sabe concretamente de uno que alanochecer de ayer cruzó tranquilamentelos límites del campo, no hizo el menorcaso de los gritos de un centinela y fueabatido por una ráfaga de metralleta.

—A varios más han tenido quesujetarles, incluso atándoles, suscompañeros para impedir que se lancencontra los vigilantes.

Parece que otros, en cambio, hanlogrado escapar. ¿Estaban realmentelocos o se lo fingían? No es fácil

decirlo, porque para saber a quéatenerse habría que someterlos a unaserie de pruebas. Incluso cabe laposibilidad de que algunos, que creenfingir la perturbación mental, lapadezcan realmente.

—Por ahí anda un compañero deCuatro Caminos —indica Royano— quelleva tres días haciendo las cosas másraras. Incluso sus compañeros debarriada, que le conocen bien, creen queMariano García está loco. Sin embargo,anoche habló conmigo, y bajando muchola voz, temeroso que alguien pudieraoírle, me aseguró que está perfectamentecuerdo.

—¿Y lo está?

—Yo creo que no. Parecía razonarcuando habló conmigo, pero con sólomirarle a los ojos se convencía uno deque está majareta perdido.

Cambiando de tema, pregunto aldoctor por Encarna, su mujer. Llegóhasta el puerto con su marido y su hijo,decidida a compartir su suerte en tanazarosas circunstancias. Hablé con ellaen los muelles cuando quedaban escasasesperanzas de que nadie pudieraembarcar, y la encontré tan animosa yresuelta como siempre.

—La separaron de nosotros apenassalimos del puerto como hacían contodas las mujeres. Creo que las tienenencerradas en el teatro y los cines de

Alicante.Bajo Mateos siente su detención mil

veces más que la propia. No se explicani comprende por qué pueden tenerlapresa. Aun compartiendo las ideas ysentimientos de sus familiares, Encarnano ha hecho nada ni ha chocado connadie en los años de guerra.

—Mi única esperanza es que lasuelten hoy mismo. Creo que han soltadoa otras esta mañana y confío en quetambién la pongan en libertad.

Aún está hablando el doctor cuandose acercan al grupo su hijo Paco, Leivay Guillén. Los tres pertenecen a lasJuventudes Libertarias. Francisco Bajo,el más alto, es también el de menor

edad, porque apenas ha cumplido losdieciséis años. Encarándose conRoyano, le pregunta sonriente:

—¿No decías que Mariano, el deCuatro Caminos, estaba para ponerleuna camisa de fuerza?

—¿Te ha dicho a ti también que noestá loco?

—Ha hecho algo mucho mejor:largarse. Haciéndose el loco, desdeluego, y diciendo cosas raras, perofugándose en las mismas narices de loscentinelas.

Según cuentan cuantos presenciaronla escena, García, que llevaba un ratocerca de la entrada del campo dandosaltos y diciendo cosas incoherentes, se

acercó a dos soldados de vigilancia,sosteniendo con ellos una breve charla.Luego, mientras los soldados se reían acarcajadas, ganó la carretera y empezó apasear por ella. Se alejaba diez o docemetros para volver seguidamente sobresus pasos y retornar al punto de partida.Sus gestos y palabras provocaban lahilaridad de sus oyentes, convencidos,al parecer, de que se trataba de unperturbado. Incluso en una ocasión, enque uno de los centinelas al verlealejarse, le ordenó que se parase,echándose al mismo tiempo el fusil a lacara, los soldados con quienes primerohabía hablado le gritaron:

—¡Déjale…! ¿No ves que está más

loco que un rebaño de cabras?Durante media hora larga, el

supuesto demente estuvo yendo de unlado para otro, haciendo gestos raros enmedio de la algazara de las gentes. Sinembargo, habilidosamente fueprolongando un poco más cada vez lospasos. Por último, aprovechando lallegada de unos coches cargados deitalianos, que deseaban ver el aspectodel campo, Mariano Garcíadesapareció.

—Hay quien dice que saltó unacerca del otro lado de la carretera y sealejó agachado, tapado por losmatorrales y las piedras. Hace ya treshoras de esto y nadie le ha vuelto a ver.

La noticia se difunde por el campo ycuando un rato más tarde hablo conDavid Antona lo sabe ya. Conoce alfugado bastante mejor que yo, porquedurante algún tiempo ha estadodestacado como policía en Ciudad Reale incluso unas semanas formando partede su escolta.

—No me sorprende que se hayamarchado. Es un hombre decidido,sereno, frío, con la inteligencianecesaria para planear una fuga, y laaudacia precisa para ejecutarla en laforma pensada.

Espera que la fortuna continúesonriéndole, y no sólo consiga huir delos Almendros, sino cruzar la frontera

francesa o encontrar cobijo en un lugaren que no vayan a buscarle.

—Lo necesita, desde luego. Porquesi la suerte de todos tiene poco deenvidiable, la suya si vuelven a cogerletendrá todavía menos. Ha sido policía ylos policías figuran entre aquellos a losque difícilmente perdonan losnacionales. Para ellos el simple hechode haber pertenecido a la policíarepublicana —y mucho más a losservicios de espionaje y contraespionaje— es delito merecedor de la pena demuerte.

—Aunque sus integrantes —saltaintencionado y socarrón MarianoAldabe— puedan demostrar que no

tienen las manos manchadas de sangre.La pregunta provoca gestos de claro

escepticismo y abundancia decomentarios irónicos y burlones. Sinembargo, no faltan en el grupo ni en losque se agregan al mismo una vezentablada la discusión, quienesentienden que la cuestión debe seranalizada a fondo y contestadaperfectamente en serio. Para justificaresta actitud, basta y sobra con pensarque de su contestación —o mejor dicho,de la forma de aplicarse— depende nosólo la vida de una mayoría de los queestamos en este momento en el Campode los Almendros, sino de otros muchosmillares —cientos de millares tal vez—

que residieron hasta el último segundoen la zona republicana.

—Para centrar el problema forzososerá reconocer que la frase en cuestión—«nada tienen que temer los que notengan las manos manchadas»—constituye un acierto propagandísticotanto dentro como fuera de nuestrasfronteras. En apariencia, constituye unagarantía de justicia imparcial y estricta;en la realidad, puede significar algototalmente opuesto.

José Gómez Osorio es un hombrealto, delgado, ascético de figura y rostroalargado, con el pelo como la nieve, quese mantiene firme y erguido pese a susmuchos años, que habla con inteligencia

y sensatez, sin levantar la voz, perohaciéndose oír de todos. Figuradestacada de la vieja guardia socialista,ha sido hasta el 28 de marzo, en quesalió difícilmente de la ciudad,gobernador civil de Madrid. En estemismo campo, prisioneros con él, seencuentran dos de sus hijos; es posible,probable mejor, que también losrestantes miembros de la familia seencuentren en otros lugares en la mismae incómoda posición.

—Todo depende, en definitiva —prosigue—, de quiénes la apliquen ycómo la interpreten. Sabemos que seránnuestros adversarios en consejos deguerra sumarísimos, pero ignoramos si

lo harán en un sentido restringido yestricto o le darán una desmesuradaamplitud, incluyendo en ella a lainmensa mayoría de los prisioneros.Veamos un caso concreto: la ejecuciónde un militar o civil nacionalista, previojuicio y sentencia de un tribunallegalmente constituido y encumplimiento de leyes aprobadas conanterioridad a la comisión del hechopenado.

Con arreglo a las normas deDerecho más elementales, ninguna de laspersonas que intervienen en lainstrucción del proceso, en laelaboración de la sentencia y en sucumplimiento incurren en falta o delito

alguno, siempre que se hayan limitado acumplir con un deber que les fijan leyesy códigos legales. En la República sedio un caso elocuente y demostrativoreferente a los fusilamientos de loscapitanes Fermín Galán y Ángel GarcíaHernández, el 14 de diciembre de 1930,ejecución que produjo en todo el paísuna profunda conmoción.

—Fueron procesados por losfusilamientos el jefe de Gobierno yministro de la Guerra entonces, generalBerenguer, el capitán general de Aragón,general Fernández Heredia y loscomponentes del tribunal que dictó lasentencia. Pero todos ellos, tras serjuzgados por una sala del Tribunal

Supremo el 16 de mayo de 1935, fueronabsueltos con todos lospronunciamientos favorables.

La interpretación dada por losjueces republicanos a las leyes podíaser muy distinta a la que otros la dierancuatro años más tarde. Cabía en loposible, que toda ejecución —por muyescrupulosamente que se hubieseninterpretado los preceptos legales en lamateria— fuese considerada unasesinato con todas las agravantes. Ental hipótesis preciso sería tener enCuenta que todos cuantos de cerca o delejos intervinieron en la detención,proceso, juicio, guardia, vigilancia oejecución de los condenados podían ser

considerados como manchados con lasangre de las víctimas.

—Es decir, que a ninguno alcance lagenerosidad prometida y todos sean —seamos— tratados como criminales yejecutados como tales.

Porque si en caso de un condenadopor rebelión o sedición, lasresponsabilidades alcanzarían apolicías, jueces, magistrados, carcelerosy ejecutores, lo mismo sucedería con losmandos militares de una unidad en quehubiera resultado muerto cualquiersoldado al desertar, fuese por abandonarel frente huyendo en un momento difícilo al intentar pasarse al enemigo. E igualsucedería con las autoridades de

cualquier pueblo o provincia en quehubiera muerto o desaparecido algunapersona durante el período de sumandato.

—Dada la vaguedad extrema de lafrase en cuestión, de su absoluta falta deconcreción, a mí, como gobernador civilde Madrid, podrían culparme de todaslas muertes producidas en los frentes yretaguardia de la provincia durante lostreinta y dos meses de guerra. Yvosotros estáis en el mismo caso.

Al pronunciar las últimas palabras,Gómez Osorio señala con un expresivoademán a varias personas que le rodean.Entre ellas están los que fuerangobernadores de Ciudad Real y

Guadalajara —Antona y GonzálezMolina— y Trigo Mairal, que en untiempo lo fue de Madrid.

—Creo que tienes razón en eso —asiente Ejarque—. Pero creo que antesque a las autoridades civiles, eladversario tratará de aplastar a losmilitares. Y de manera especial a loscomisarios.

Antonio Ejarque, metalúrgico,aragonés y militante revolucionario,luchó en las calles zaragozanas en loscomienzos de la contienda,incorporándose luego a las columnasconfederales procedentes de Cataluña.Durante casi toda la guerra ha sidocomisario de la 25 División,

distinguiéndose en los frentes deMadrid, Belchite, Teruel y Levante.Hombre realista y claro, ni le gustasoñar despierto ni engañar a nadie,empezando por sí mismo.

—Aunque lógicamente el enemigodebería tratarnos a todos por igual —prosigue— es evidente que siente mayorhostilidad por unos cuerpos que porotros. Los comisarios, concretamente, nogozamos de sus simpatías ni muchísimomenos. Por eso, si yo no me fío engeneral de sus promesas, rechazo deplano que pueda mostrarse generoso connosotros.

—¿Acaso supones que lo será con lapolicía o el SIM?

—Sólo un deficiente mental podríapensarlo y yo no lo soy. Sé que elenemigo odia a los comisarios porsuponer —erróneamente, a mi juicio,pero lo supone— que somos nosotroslos que durante más de dos años y pesea todos los pesares hemos mantenidoalta y firme la moral del EjércitoPopular. A la policía y al SIM no puedenperdonarle que no hayan dejadomoverse prácticamente en toda la guerraa los elementos de la quinta columna,que únicamente han dado señales devida cuando ya se había consumadonuestra derrota.

—Te sobra razón en eso —asientecomplacido Pedrero, silencioso hasta

este momento—. Para justificar suinacción o su fracaso muchos hablaránahora de los terribles martirios a quefueron sometidos, aunque esos tormentosno existan fuera de su imaginación.Nuestra rápida muerte puede ser elmejor tranquilizante para no pocasconciencias conturbadas, no por lo quehicieron, sino por lo que no tuvieronvalor para hacer.

—¡Ahora va completamente enserio! Mirad ahí y os convenceréis. Esosson los camiones que traen el rancho.

Tiene que repetirlo varias vecespara que empecemos a creerlo. Son lasdos de la tarde del martes 4 de abril yllevamos sin comer nada desde que

entramos en éste que todosdenominamos ya Campo de losAlmendros. Tres días y medio nosotros;casi cuatro los primeros en salir delpuerto. Demasiadas horas para que losestómagos no reclamen con urgenciaalgún alimento y todos empecemos asentir una creciente debilidad.

—Afortunadamente, eso pasó a lahistoria. En adelante comeremos losuficiente. Si nos fusilan, podremos almenos mantenernos de pie hasta sonar ladescarga.

Ignoro, naturalmente, cómo sabré opodré comportarme en un trance tandesagradable como definitivo en el quenos sobran motivos para pensar dadas

las circunstancias que nos rodean. Nopierdo el tiempo en imaginármelo,convencido del viejo aforismo de que esinútil pensar en la muerte porquemientras piensas en ella no es y cuandoes ya no puedes pensar nada. Sinembargo…

—Sigo dudando que comamos losuficiente.

Son dos camiones los que se handetenido a la entrada del campo y en losque al parecer traen la comida paratodos nosotros. Como el número deprisioneros no disminuye, sino queaumenta a medida que pasan las horas ylos días, no creo que los dos vehículos—pequeños, de los llamados rusos

aunque sean de fabricación checa—puedan traer los víveres suficientes parasaciar el apetito de más de cuarenta milpersonas.

—Por muy cargados que vengan, nocreo que nos traigan más que unaperitivo. ¡Y palabra que no necesitoque nada me abra el apetito!

En todo el campo se hace unprofundo silencio cuando anuncian quevan a dar una noticia por los altavoces.Tras una pausa se limitan a decir que vaa repartirse comida para todos y que losjefes de centuria deben concentrarse a laentrada del campo.

—Deberán venir con un ayudantecomo mínimo y traer una o dos mantas

para recoger los avituallamientos parasus respectivas centurias.

La llamada de los delegados de lasdiferentes centurias en que han divididoa los internados produce elcorrespondiente revuelo. Son múltipleslos que quieren llegar al punto señaladocomo auxiliares de los encargados derecoger la comida, con la esperanza deconseguir una ración algo másabundante. Al final, de la nuestramarchan dos acompañantes deldelegado. Por los megáfonos vuelven aadvertir.

—El reparto se hará en los lugaresocupados por cada centuria. Lossoldados vigilarán para que nadie reciba

ni más ni menos de lo que lecorresponde. Los que pretendanaprovecharse de las circunstancias parasustraer alguna ración serán castigadoscon toda dureza.

En las instrucciones no se dice enqué consistirá el rancho. Desde luego, laexigencia de llevar mantas y no hablarnada de platos, latas o envases decualquier tipo indica que no se trata denada cocinado ni caldoso. Lacomprensible curiosidad de todos, tardapoco en satisfacerse; por lo menos enparte.

—Se trata de latas de sardinas y pan.—Bueno. Lo interesante es que las

latas sean grandes y el pan abundante.

Las ilusiones que algunos se hacenal respecto no duran mucho. De los quemovidos por el afán de enterarse hanacudido en montón a las proximidadesdel lugar del reparto y que sonmantenidos a distancia por loscentinelas, vuelven algunos anunciandocariacontecidos:

—Una lata de sardinas para cadados y un chusco para cada cinco.

Los optimistas se ilusionan aúnpensando que las latas serán grandes—«Las hay de medio kilo, e incluso deun kilo», murmuran algunos— y loschuscos dobles como mínimo que el dela ración dada a los soldados.

Rosendo, el delegado de nuestra

centuria, y sus dos auxiliares son de losprimeros en recibir sus raciones yvolver con ellas al lugar en que todosaguardamos impacientes. Con ellosvienen un cabo y dos soldados paracontrolar el reparto y comprobar que serealiza de una manera equitativa. Pero ladesilusión de todos es general y nadiehace nada por disimularla.

—Creo que nos quedaremos tanhambrientos como antes.

La conjetura, que tiene poco dedudosa al formularse, recibe su plenaconfirmación en los minutos siguientes.Rosendo dice lo que ya sabemosrespecto a la distribución de las latas desardinas y los chuscos. Trae cincuenta

de las primeras y veinte de lossegundos.

—¿Poco? ¡Naturalmente! Pero peorsería nada.

—¡Ojo! —advierte el cabo—. Loschuscos y las latas están contadas y sidesaparece alguno… ¡Bueno, es mejorque no ocurra!

Los cuatro integrantes de nuestrogrupo recibimos dos latas y las cuatroquintas partes de un chusco. La divisióndel contenido de las latas no ofreceninguna dificultad. En el interior de cadauna hay cuatro sardinas pequeñas enaceite de oliva. Como todas son muysemejantes de tamaño no hayposibilidad de discusiones. En cambio,

el pan provoca algunas trifulcas. No esfácil dividir el chusco en cinco partesiguales. Al final el propio Rosendoapunta una posible solución de tiposalomónico.

—Partirlo en partes lo másaproximadas posibles y que quien lascorte sea el último en elegir y se quedecon la ración que no hayan querido losotros cuatro.

Es la fórmula más razonable, aunqueofrece las mayores desventajas paraquien parte el chusco y son muchos losque se niegan a hacerlo, siendo precisoecharlo a suertes en algunos casos. Entodo esto se emplea mucho más tiempoque en ingerir las respectivas raciones.

Aunque no falte quien pretendealargar lo más posible el «banquete», lacomida termina apenas iniciada. Casitodos llevamos tres días sin ingerir naday una semana entera de no hacer ningunacomida en serio. Tenemos hambre y nilas dos sardinas —que deben pesaralrededor de 62,5 gramos, ya que laslatas anuncian en distintos idiomas quesu contenido neto es de 125 gramos— nila ración de pan, que pesará poco más omenos lo mismo, la alivian mucho.Masticamos despacio las sardinas sindesdeñar la espina, hacemos lo mismocon el pan sobre el que hemos vertido elaceite de la lata. Aun así, terminamos enun abrir y cerrar de ojos.

—¿Satisfecho? —preguntaEsplandiú cuando terminamos.

—Todo lo contrario —respondosincero—. Aunque parezca imposible,tengo más hambre que antes.

Es cierto. No me ocurre sólo a mí,sino a todos. Cabe una explicación queAselo se apresura a dar, aunque tanto élcomo nosotros ignoramos si tiene algúnfundamento.

—Debíamos tener adormilados losjugos gástricos. Se han despertado alentrar en el estómago una pizca dealimento y como necesitan más, lo pidena gritos. En este caso concreto, elremedio resulta peor que la enfermedad.

Nadie se muestra muy contento

después de ingerida la primera comidaque recibimos durante nuestrocautiverio. Los sesenta y dos gramos ymedio de sardinas en aceite y el pocopan que a cada uno nos llega no seríasuficiente, no ya para un almuerzonormal, sino para una simple merienda odesayuno. Menos aún cuando ayunamosdesde hace ochenta horas como mínimo.

—¡Y cualquiera sabe cuándovolverán a darnos nada! Ni quefuésemos Papus en persona…

Pero si nosotros que hemos comido—«passez la mot»— estamosdisgustados, el humor de quienes nisiquiera han alcanzado sus parcasraciones es cien veces peor. Ocurre que,

sea porque han calculado por lo bajo elnúmero de los que estamos recluidos enel campo, porque un millar de latas yunos centenares de chuscos se hayanperdido en el camino o por lo que fuere,hay veinte centurias enteras a los que nollega nada.

—¿Qué pasa con nosotros…?Los delegados de las centurias

elevan sus voces de protesta; las dos milpersonas que habrán de continuar enayunas les secundan estentóreamente. Aunos y otros se les hace callar a fuerzade palos y con la amenaza de barrer conráfagas de ametralladora el espacio queocupan.

—Trajimos comida para todos. Si

algunos no la recibieron, sería porque sela comieran otros, rojos como vosotros.¡Pedidles cuentas a ellos!

* * *Aún dura el escándalo provocado

por la airada protesta de los que habránde continuar sin comer cuando empiezaa circular por el campo un rumoralarmante.

—Han venido a buscar a loscomponentes de la comisión del puerto.

—¿Para qué?—Puedes figurártelo.Uno se figura muchas cosas y

ninguna buena. Cabe suponer que los

nacionales se figuren que quienes nosrepresentaban en la Comisiónimprovisada en el puerto sean figurasdestacadas en los diferentes partidos yorganizaciones y que quieran empezarpor ellos.

—Se los llevaron bien custodiados aAlicante. No creo que volvamos averlos.

Ha sido durante la conmociónproducida en el campo al empezar arepartirse las sardinas y el pan y merceda ello pasó poco menos que inadvertidasu marcha.

—Eran italianos quienes vinieronpor ellos.

—Ni pensarlo. Yo les vi

perfectamente y eran moros.No hay acuerdo entre los que opinan.

Aunque todos afirman haber presenciadosu salida del campo, unos sostienen quesus guardianes eran italianos, otrosmoros y no faltan quienes hablan delegionarios o de guardias civiles. Encualquier caso el hecho indudableparece ser que se han llevado a cuantosnos representaron en las conversacionescon los de la Junta de Evacuación y loscónsules, primero, y, más tarde, con elgeneral Gambara.

Para salir de dudas encaminamosnuestros pasos hacia la parte del campoen que se hallaba Antonio Moreno. Lehemos visto esta mañana en compañía

de varios conocidos militantes delCentro —Gallego Crespo, CecilioRodríguez, Germán Puerta, JuliánFernández, etcétera— y queremos saberpor éstos quién ha ido a buscar y paraqué a los miembros de la Comisión,entre los que figuraba Moreno.

El 18 de julio de 1936, Antoniodesempeñaba accidentalmente lasecretaría del Comité Nacional de laCNT, ya que Antona se hallaba preso enla Modelo madrileña comoconsecuencia de la huelga de laconstrucción. En nombre de laConfederación, Moreno lee por losmicrófonos de Unión Radio unmanifiesto ordenando a todos los

sindicatos la inmediata declaración dela huelga general revolucionaria parahacer frente a la sublevación militar.

Al llegar recibo una gran sorpresa alverle sentado sobre una maleta yhablando animadamente con quienes lerodean. Un poco confuso le pregunto:

—¿Cómo has vuelto tan pronto?—No he tenido que volver, porque

ni siquiera me he ido.—Pero ¿no vinieron a buscarte?—Sí, pero los mandé a hacer

puñetas.Al advertir mi desconcierto sonríe y

explica sus palabras. Contra lo que se hapropalado por el campo y lo que muchoscompañeros se han creído, los que

fueron a buscar a los integrantes de laComisión del Puerto no eran guardiasciviles, legionarios ni moros, sinoitalianos.

—No querían fusilarnos comoalgunos han inventado. Al contrario, loprimero que afirmaron fue que nopretendían causarnos daño ni molestiaalguna.

—¿Y les creísteis?—¿Por qué no, cuando lo que

querían era que les hiciésemos un favor?Al parecer, en los periódicos

extranjeros se han publicado algunasreferencias de lo sucedido en el puertode Alicante durante los últimos días demarzo de las que no salen muy bien

parados los italianos. Concretamenteinsinúan que el general Gambara,repitiendo lo hecho por sus compatriotasen Santoña en 1937, nos ha engañado yvendido.

—¿Acaso no es una verdad másgrande que El Escorial? —leinterrumpo.

—Los oficiales que vinieron abuscarnos dicen que no. Que Gambaraestaba firmemente decidido a cumplir lapalabra empeñada con nosotros, peroque hubo quien se lo impidió.

Antonio Moreno abriga sobre estepunto concreto las mismas dudas quetodos nosotros. Por eso se negó enredondo a ir a Alicante.

—Si Gambara quiere justificarseante la opinión mundial o ante la historia—añade— no seré yo quien le ayudecon mi firma.

No ha sido el único en negarse aresponder a la invitación del generalGambara. Otros de los integrantes de lacomisión han hecho lo mismo. Enrealidad, sólo dos, con visiblecontrariedad y con el único propósito deevitar posibles represalias colectivas,han accedido a hablar nuevamente conél. Han sido el coronel Burillo y eldiputado socialista Carlos Rubiera.

Charlamos un rato sobre el papeldesempeñado por los italianos en laodisea del puerto alicantino y su

actuación en la guerra de España. Lamayoría ríen burlones al hablar de susvirtudes guerreras con los nombres deBrihuega y Guadalajara en los labios.Hay quien discrepa, sin embargo,afirmando que el llamado Cuerpo deTropas Voluntarias hizo algo más quecorrer en la Alcarria con el rabo entrelas piernas.

—No es mala su artillería, siempremuy superior numéricamente a la nuestraen los frentes donde operaron, y susaviones, sin igualar a los alemanes, noshicieron mucho daño, sobre todo en losprimeros días, con el transporte detropas marroquíes a la península y elbombardeo de barcos, de columnas y

hasta de ciudades.—Y no sólo en los primeros días —

salta un hombre, silencioso hasta estemomento—, porque los grandesbombardeos de Alicante fueron ya en el1938 y casi siempre ejecutados poraviones italianos.

—¿Grandes bombardeos en elLevante feliz? Pero si aquí no sabíais loque era la guerra, cuando en Madrid…

—Déjate de ironías, de frases depropaganda y de tópicos —le interrumpeirritado quien habló antes—. Yo estuveen Madrid en noviembre, luché luego enel Jarama y fui herido en Teruel. Pero osaseguro que en ninguna de esas batallaspresencié escenas parecidas a las que

hube de contemplar en Alicante atrescientos kilómetros del frente máspróximo.

Alfredo Navés Martínez es uncampesino murciano de treinta años,alto, fornido, con una pelambrera hirsutaque apenas puede dominar, que arrastrauna pierna al andar como recuerdo deTeruel y tiene en el cuerpo cinco o seiscicatrices de plomo y metralla.Ascendido a teniente por méritos deguerra, en inferioridad de condicionesfísicas para seguir en primera línea fuedestinado a un batallón de retaguardia yaen la primavera de 1938.

—Hube de venir porque no medieron a elegir —afirma—, pero lo

consideraba un enchufe vergonzoso.Creía que los antifascistas debíamosestar en los frentes y que en laretaguardia sólo permanecían losemboscados. Pero pronto pudecomprobar que, contra lo que tantasveces decíamos con ironía, el Levanteespañol no tenía nada de feliz. Por lomenos cuando la guerra llevaba ya dosaños.

Si Alicante no sufre mucho durantelos primeros meses de guerra —unosdicen que por estar preso allí JoséAntonio y otros porque es el puerto porel que se evacúan millares de refugiadosen todas las embajadas y legacionesmadrileñas— en 1937 ya padece

ataques y bombardeos que ocasionannumerosas víctimas. Alternan entonceslos cañoneos de barcos que,generalmente de noche, penetran en labahía para acercarse a la costa, con los«raids» de los bombarderos que tienensu base en Mallorca.

—Pero durante ese tiempo losataques tenían como principal objetivoel puerto. Se trataba de impedir ladescarga de los buques que traían armaso alimentos y que se llevaban naranjas,aceites o minerales. Aunque no erandemasiado certeros los bombarderos —acaso por las ametralladoras antiaéreasemplazadas en el castillo de SantaBárbara— la mayor parte de los

edificios dañados estaban en el Paseode los Mártires y las calles colindantes.En la parte alta de la ciudad, en losbarrios alejados del puerto, la gente seconsideraba segura y no se asustaba nipor el toque de las sirenas ni por lasexplosiones.

Sin embargo, a medida que fueavanzando la guerra, la situación variópor completo. Ya no podía dividirse laciudad en dos partes totalmenteopuestas: una en que la residenciaresultaba azarosa y uno corría peligros yotra, respetada por el enemigo, en que lavida no ofrecía graves riesgos.

—Con marcharse más arriba de losbulevares uno podía considerarse

seguro.En mayo de 1938 hay un cambio

radical en la situación. Los bombarderos«Savoia», todos ellos con base en lasBaleares, no se limitan a arrojar sucarga sobre los barcos o los muelles niampliar sus puntos de ataque a las tresestaciones —aun a sabiendas de que nien ellas ni en sus proximidades hayfábricas, depósitos ni almacenes deinterés militar—, sino que la tirabansobre toda la ciudad y aun en los barrioscercanos. Alicante sufre en el curso delmes diversos ataques que ocasionancierto número de muertos y heridos.Pero todo palidece junto a lo ocurrido eldía 25.

—A las once y media de la mañanaaparecieron de pronto sobre la ciudadvarias escuadrillas «Savoia». Con unosminutos de intervalo entre una y otradieron tres pasadas sobre la población.Si en la primera, volando alto, debieronseleccionar con cuidado sus objetivos,en las dos siguientes los alcanzaron delleno. Noventa bombas grandes, de lasdenominadas «revientamanzanas»destrozaron buena parte de Alicante,ensangrentaron sus calles y sembraron elpánico en sus habitantes.

El mayor número de víctimas seproduce en el Mercado de Abastos. Estáa más de un kilómetro del puerto, en laavenida de Alfonso el Sabio, respetado

hasta ahora por los bombardeos. Es lahora habitual de compra de las amas decasa y se encuentra abarrotado demujeres, muchas acompañadas por sushijos pequeños y alguna llevándolos enbrazos. El edificio del Mercado quedadestruido y entre sus escombros perecenmás de un centenar de mujeres.

—Fue algo espantoso. Aparte delMercado resultaron alcanzados mediocentenar de edificios más del centro dela ciudad, la mayoría de los cuales sederrumbaron con estrépito sobre susmoradores y las gentes que,sorprendidas en la calle por la alarma,habían buscado refugio en ellos. Metocó soportar los bombardeos de

Madrid en noviembre de 1936. Con todosu dramatismo, no tienen comparaciónposible con éste de Alicante.

—¿No exageras un poco?—Di más bien que me quedo corto.

Basta señalar que a las dos horas determinado el bombardeo habíamosrecogido ya 290 cadáveres y otros tantosheridos, muchos de los cualesfallecieron en días sucesivos. Además, ycomo comprobaríamos más tarde,quedaban no pocos muertos entre losescombros de las casas derrumbadas oen llamas.

Alfredo Navés habla con laseguridad y el aplomo de quien sabeperfectamente lo que dice. En realidad,

no es la primera vez que sostiene concompañeros llegados de Madrid,Valencia o los frentes una discusiónparecida. Son muchos los que siguencreyendo que la costa mediterráneacontinúa siendo hasta el final de laguerra el Levante Feliz de que hablabanairadamente los periódicos ycomentaristas madrileños en el otoño de1936. Incluso para demostrar laequivocación de sus interlocutores se hapreocupado de reunir datos y cifras.

—Sólo en el mes de junio —prosigue— Alicante fue bombardeadodieciséis días distintos, en algunos delos cuales los aviones nos visitaron porla mañana, por la tarde y por la noche.

Llegó a crearse una situación de pánicomuy superior a la registrada en Madridcuando ardió todo el barrio deArgüelles. La ciudad quedóprácticamente abandonada. Millares ymillares de personas se fueron a lospueblos del interior o se instalaron enpleno campo. Muchas familias hacían suvida en los refugios antiaéreos.

Recuerdo la extraña sensación queAlicante nos produjo cuando llegamos aella en la mañana del 29 de marzo. Lascalles céntricas, las cercanas al puerto yal Paseo de los Mártires, estabandesiertas; en ellas no encontrábamosmás que a los que acabábamos de llegar.Fuera de nosotros, daba la impresión de

una ciudad fantasmal, de una de lasfamosas «ghost town», de Arizona oNevada, conocidas internacionalmentepor los relatos del oeste americano y laspelículas del «Far West». Al oír aNavés comprendo que la impresión eraexacta y que tenía un motivo lógico yexplicable.

—Claro que el centro de lapoblación quedó muerto. No podía serde otra manera. Pensad que Alicante esuna ciudad pequeña, mucho más chicaque Madrid o Barcelona y que en ellafueron destruidos, parcial o totalmente,más de 500 edificios y que el número devíctimas sobrepasó ampliamente elmillar y lo comprenderéis fácilmente.

—¿No vino una comisióninternacional a comprobar los estragos?—afirma, más que pregunta, AntonioMoreno.

Navés asiente con una leveinclinación de cabeza. Pero a renglónseguido precisa que la comisión no tuvoverdadero carácter internacional ni fueenviada por la Sociedad de Naciones, elComité de No Intervención o la CruzRoja. Era exclusivamente inglesa,mandada por el gobierno conservadorde la Gran Bretaña que en Londrespresidía Mr. Neville Chamberlain, elhombre que hizo famoso su paraguas.Los alicantinos pusieron muchasesperanzas en su labor, pero se vieron

totalmente defraudados. Loscomisionados examinaron datos ypruebas referentes a más de cuarentabombardeos aéreos y marítimos.Posteriormente publicaron un informediciendo que, aparte de los ataques alpuerto, al castillo de Santa Bárbara, alas estaciones y a otros objetivos deposible valor militar, existían casosconcretos de «ataques deliberadoscontra la población civil».

—Pero la comisión vino en agosto ylos bombardeos siguieron con parecidaintensidad en septiembre, octubre,noviembre y diciembre. Vosotros podéisopinar como os parezca —termina—,pero yo aseguraría que Alicante no era

tan feliz como en los frentes o en Madridpensaban las gentes.

* * *—Hace un rato que volvieron al

campo Rubiera y Burillo.Aunque ya conocemos el motivo de

su nueva entrevista con el generalGambara nos interesa la impresión quehayan podido sacar luego de hablar conel comandante del Corpo di TruppeVolontario. Moreno, Aselo Plaza y yovamos en busca de Carlos Rubiera. Leencontramos ya al anochecerconversando con un nutrido grupo desocialistas entre los que se encuentran

Amos Acero, diputado y alcalde deVallecas, Antonio Pérez, miembro delConsejo Nacional de Defensa enrepresentación de la UGT, RafaelHenche de la Plata, concejal elegido el12 de abril de 1931 y alcalde de Madriden los últimos meses de la guerra y JoséRodríguez Vega.

—Hiciste mal en no venir connosotros —dice a Moreno—. Conformete dije antes, nada perdíamos con hablarcon los italianos y nada hemos perdido.

—Lo que importa es saber si habéisganado algo —responde Antonio, conmarcado escepticismo.

Carlos Rubiera cree sinceramenteque sí. Desde luego no es lo que hubiese

deseado —la libertad de los prisioneros— ni muchísimo menos, pero sí losuficiente para considerar que alacceder a la invitación italiana no habíaperdido por entero el tiempo y el viaje.Entre otras cosas, estaba ahora mejorinformado que unas horas antes de lasituación nacional e internacional, cosaque juzgaba de interés para todosnosotros.

—Gambara insistió en todos lostonos en su anhelo de cumplir la palabraempeñada, dejándonos en el puerto eltiempo preciso para que llegasen losbarcos que procedieran a nuestraevacuación, sin molestarnos para nada.

—¿Por qué no lo hizo entonces?

—Eso mismo le preguntamosnosotros, no una vez, sino varias. Peroen todas nos contestó, y creo consinceridad, que hubo una voluntad y unaautoridad superiores a la suya que se loimpidieron.

¿Quién concretamente? El generalitaliano se mostró reservado y evasivoen este punto. Tras afirmar que susituación delicada le impedía dar ningúnnombre, señaló que tanto él como losjerarcas fascistas de Roma seguíanpensando que lo más convenientehubiera sido darnos tiempo a embarcar.¿Pruebas?

—Como habrán visto —replicó— niyo ni ningún oficial italiano les

conminamos a la rendición niparticipamos en su conducción a uncampo de prisioneros.

En cierto modo y manera se habíarepetido lo ocurrido en agosto de 1937con las seguridades dadas por lositalianos a los vascos en Santoña. Elincumplimiento de la palabra delgeneral Bastide había sido utilizado enmuchos países como propaganda contrael fascismo italiano. Lo mismo podíaocurrir, estaba ocurriendo ya enrealidad, con lo acaecido en Alicante.Gambara quería salvar suresponsabilidad, demostrando que laculpa no había sido suya.

—Nos pidió que firmásemos un

documento, que anteriormente habíanfirmado los miembros del ComitéInternacional de Evacuación y algunosde los cónsules, reconociendo que nohabía sido él, sino fuerzas españolas,quienes nos obligaron a salir del puertoantes de que llegasen los barcos.

El documento estaba redactado conexquisito cuidado y no había en él unasola palabra molesta u ofensiva paraquienes nos encontrábamos prisioneros.Por lo que sabíamos, respondía a laverdad de los hechos y si algo probabaeran las tensiones existentes entre lasfuerzas nacionales y sus auxiliaresitalianos. Tras una larga serie deexplicaciones, Rubiera y Burillo

acabaron accediendo a firmar también.—En definitiva era una confesión de

impotencia por parte de Gambara.—De la que nosotros fuimos las

principales víctimas —replicó.La discusión se generaliza. Unos

creen que debieron negarse a firmarfuera lo que fuese y otros que con lafirma al pie de una declaración de estaíndole en nada nos perjudican ni seperjudican. En definitiva, la suerte estáechada desde la tarde del día 31 demarzo y no vale continuar dándolevueltas.

—Todo esto, y lo que vendrá, nospasa por una razón decisiva: haberperdido la guerra.

Es una perogrullada en la que todoscoincidimos. Rubiera habla de laimpresión sacada no sólo de suentrevista con Gambara, sino de lacharla con los oficiales italianos que lesacompañaron a su ida y regreso deAlicante. Todos parecen convencidospor igual de que una guerra general notardará en comenzar en Europa. Tambiénde que la victoria de Hitler y Mussolinisobre Francia e Inglaterra será rápida ytotal. ¿Podrá beneficiarnos en algo?

—Temo que para nosotros lleguedemasiado tarde. Incluso que seacontraproducente porque en plenaconflagración internacional no habránadie que se preocupe de nosotros.

Cuando Aselo y yo volvemos anuestro sitio, Moreno se viene connosotros hasta más de la mitad delcamino. Al despedirnos, sostiene:

—Sigo creyendo que hice bien en noir. Después de la faena que nos hanhecho, lo mejor que podemos decir a losmacarronis es que nos dejen en paz y sevayan a hacer puñetas.

Podríamos decírselo si lostuviéramos delante, pero no los tenemos.Ahora quienes se hacen la puñeta somosnosotros. Las dos sardinas y el poco paningerido hace horas no han calmado elhambre de nadie. Pronto comprobamosque, según tememos desde el principio,hayamos de contentarnos durante

algunos días más con lo poco que hemoscomido. Se toca retreta primero ysilencio después sin que, contra lasilusiones de los más optimistas, veamosla cena por ninguna parte. Una vez másnos acostamos con el estómago vacío.

Para colmo de males a las tres de lamañana nos despierta un chaparrón quenos dejó calados y tiritando. Cuandovuelvo a tumbarme, expreso conclaridad lo sombrío de mispensamientos.

—Si Alicante nada tiene de feliz, elAño de la Victoria no va a serloprecisamente para nosotros.

IV

INCERTIDUMBRES,ALARMAS YTEMORES

El Campo de los Almendros vaquedándose chico. Aunque es tan grandeque el 1 de abril, cuando nos metieron

en él, sobraba sitio, el día 5 empieza afaltarnos y estamos todos amontonados.En las cien horas que llevamos aquí hansalido varios centenares de los quefuimos apresados en el puerto aunqueninguno lo hiciera en libertad; perosuman varios millares los que en estetiempo han venido a sumársenos. Lasbajas han sido por traslado, defunción ofuga; las altas por los motivos másdiversos, que generalmente ignoran lospropios interesados.

—Venía a recoger a mi familia,evacuada en Benalúa; pero medetuvieron al llegar a Alicante y metrajeron aquí sin preguntarme nada.

Como este hombre de mediana edad

y estatura, de aire burgués y pacífico queno se ha metido en nada, hay muchos.Éste concretamente tenía un pequeñocomercio en San Javier, cerca de la baseaeronáutica y mandó a su mujer y a sushijos a un barrio alicantino creyendo queallí estarían más seguros. Ni a él ni a lossuyos les ha ocurrido nada durante laguerra. Pero cuando va a recoger a lafamilia, considerando pasado todopeligro, le meten en un campo deconcentración.

—Y eso que traía un salvoconductoen regla y toda clase de avales —seduele.

—¿Por qué no los presentaste?—Quise hacerlo y me pegaron dos

bofetadas. Me dijeron que aquí podríajustificar mi personalidad. ¿Perocuándo, cómo y ante quién?

No podemos sacarle de dudas. Essobremanera difícil conseguir que nadiele escuchase a uno. A los oficialessuperiores no hay manera de llegar y losinferiores no quieren oír una solapalabra, recelosos de que tratemos deengañarles.

—Tendrás que resignarte a pasar unatemporadita entre nosotros.

—¡Pero si yo no he hecho nadadurante la guerra…!

—¿No te parece razón suficientepara pasarte una temporada encerrado?

Es distinto el caso de la casi

totalidad de los que ingresan.Generalmente son soldados quecombatían en alguno de los frentes ytratan de refugiarse en algún puebloalicantino, tienen su familia por aquí ocruzan la provincia deseosos de llegar aMurcia o Valencia. También de personasdesplazadas por la guerra o evacuadasde sus lugares de residencia detenidosen las estaciones, las carreteras o lasentradas de las poblaciones. Llegan engrupos nutridos, con los equipajes, lasmaletas y los macutos a cuesta o con lasmanos vacías. A algunos los traen encamiones; la mayoría vienen a pie,custodiados por guardias o falangistas.A todos los meten en el campo sin

molestarse siquiera en preguntarles elnombre.

—¿Cuántos calculas que habrántraído?

Me encojo de hombros. No creo quelo sepa nadie. Si ayer a la hora derepartir las menguadas raciones decomida faltaban por lo menos dos mil,hoy serían siete u ocho mil los quehubieran de quedarse en ayunas. En elcaso hipotético —¡y tan hipotético!—que hoy se molestasen enproporcionarnos alguna clase dealimento.

—Si continuamos aquí sólo tres díasestaremos más apretujados que en losmuelles.

Es cierto. Ya para que podamosmovernos con menores dificultades yespecialmente para que las numerosascomisiones que a diario recorren elcampo en busca de individuosconocidos suyos para llevárselos a suspueblos respectivos —si bien muchosde ellos se perderán en el camino, muyen contra de su voluntad— han ampliadobastante el espacio acotado. Laoperación no ha podido resultar másrápida y fácil. Estriba simplemente enretirar un centenar de metros las líneasde centinelas que vigilan en losextremos el trecho comprendido entre lacarretera y las alturas rocosas que nosseparan del mar. Luego de efectuada la

modificación, si los Almendros llegapor un lado hasta muy cerca de la curvaque la carretera forma a la izquierda,frente al monte de Santa Bárbara, por elotro ocupa ya casi toda la falda deSerragrosa.

* * *—Un nuevo ensanchamiento y

volveremos a estar dentro de Alicante.—Lo dudo porque en Alicante no

queda sitio para nadie.La afirmación última procede de un

grupo de detenidos que han traído estamisma mañana y que anoche anduvierondando vueltas por la ciudad —bien

vigilados por los guardias, naturalmente— sin que los admitiesen en ningúnlado. El teatro, los cines, las salas debaile o recreo están abarrotadas con lasmujeres y niños pequeños aprehendidosen el puerto y posteriormente en lascalles de la población. Más atestadosaún están el Reformatorio y la cárcel.

—Quedan los castillos, pero esoslos reservan para los militares.

Aunque todavía no se haya dicho unapalabra a través de los altavoces, hacedos días que circula con crecienteinsistencia por el campo el rumor de quevan a separar a los militares del resto delos prisioneros. Esta mañana el rumorparece adquirir mayor consistencia que

nunca. Está claro que al hablar demilitares todo el mundo se refiere ajefes y oficiales, y no a los simplessoldados. Pero hay varios puntososcuros y que nadie acaba de aclarar. Elprimero de todos si entre los militaresse incluirá a todos los que tuvieronmando en alguna unidad del EjércitoPopular o únicamente a los que eranprofesionales de las armas conanterioridad al 18 de julio de 1936. Elsegundo si los comisarios —queindudablemente habían desempeñadofunciones de mando— estaríancomprendidos entre los militares o no.

—Y, sobre todas las cosas, cómovan a conocer quienes de entre nosotros

lo fueron.Si hay muchos que conservan puesto

el uniforme completo, incluso con losgrados en las bocamangas y en lasgorras, son más numerosos los que anteso después de llegar a los Almendros hanperdido o se han arrancado las barrasindicativas de su graduación. No pocosvisten de paisano y a los uniformes de lamayoría les falta alguna de las prendasreglamentarias. En cuanto a ladocumentación será difícil que en estosmomentos la conserven ni siquiera lamitad. Especialmente entre loscomisarios.

—La solución es muy sencilla: pedirpor los altavoces que se presenten todos

los militares.Pero esto que, según parece, es lo

que piensan hacer quienes gobiernan elcampo, plantea una cuestión de muysuperior importancia para todos losinteresados. ¿Deben presentarse o no?¿Mejorará en algo la situación dequienes se presenten, o la empeorará deuna manera definitiva? Las opiniones sedividen con abrumadora preponderanciade las adversas.

—Yo no me presento —afirmarotundo Antonio Molina—. En el casomás favorable para nosotros será hacerun favor al enemigo facilitándole nuestraclasificación, y yo no quiero ayudarle,directa o indirectamente, de ninguna

manera.—¿Crees que no acabarán por

averiguar quién eres, lo que hiciste yque llegaste a mandar una división en elJarama?

—Probablemente, sí. Pero tendránque investigarlo ellos y acaso tardensemanas o meses en conseguirlo,mientras si se lo digo yo les ahorrotiempo y trabajo.

Son mayoría los que piensan en igualforma entre los procedentes de milicias.Contra lo que algunos profesionalessostienen, abrigan el firmeconvencimiento de que reconocer yproclamar espontáneamente lagraduación que llegaron a ostentar en las

filas republicanas no les beneficiará enforma alguna.

—Si acaso contribuirá a que nosfusilen más rápido.

—Pero la famosa Convención deGinebra…

—Para lo que nos va a servir,podemos limpiarnos el culo con ella.

Salvo contadas excepciones, loscomisarios se muestran más refractariosaún. Saben de sobra la hostilidad conque les distingue el enemigo y conocenla suerte corrida por algunos quecayeron prisioneros en Teruel y Levantepara soñar despiertos.

—Si te presentas diciendo que hassido comisario lo mejor que puedes

esperar es pasarte treinta años a lasombra.

—¿Y lo peor?—Que no te den tiempo a repetirlo.Saturnino Carod fue algún tiempo

comisario de brigada y más tarde dedivisión. Es un hombre de cerca decuarenta años, bajo, fornido, con uninconfundible acento aragonés y unainveterada costumbre de decir lasverdades al lucero del alba. Tiene unlargo historial de luchas proletarias y noes la primera vez que se ve preso, sinque en ninguna le flaquease el ánimo.

—Nuestro deber esencial consisteen seguir luchando —afirma—. Paraello hay que aprovechar la menor

oportunidad para escapar. Y siempreserá más fácil hacerlo en un campo queen un castillo; sin que sepan exactamentequién eres, que sabiéndolo.

Antonio Ejarque coincideplenamente con él. Si de proclamar suidentidad a voz en grito y hacerse matardependiere la suerte de los demáspresos, lo haría sin vacilar. Perodescubrirse sin necesidad para que loencierren inmediatamente en algunamazmorra y le fusilen después, le parecedel género tonto.

—Admiro el heroísmo de Viñuales yFranco al levantarse la tapa de los sesoscomo última protesta contra el fascismo.Fue un magnífico gesto revolucionario y

romántico por partes iguales. Pero yaque no hicimos lo mismo en el puerto,debemos procurar conservar la vida eltiempo preciso para arriesgarla —perderla si es preciso, queprobablemente lo será— reanudando lapelea momentáneamente interrumpida.

Aunque la derrota sufrida ha sidogrande, no la considera total ydefinitiva. Es probable que, comoocurrió otras veces, nuestrosadversarios crean muerto al movimientolibertario. Pero las ideas no mueren conla misma facilidad que los hombres yestá seguro de que volverán a floreceren un mañana más o menos lejano conigual o mayor lozanía.

—¿Que ninguno de nosotrosviviremos para verlo? Probablemente.Pero aún en nuestra situación podemosser más útiles a las ideas vivos quemuertos.

Añade rápidamente que laindignidad es para un revolucionariocien veces peor que la muerte y queantes de pasar por ella debe hacersematar sin vacilaciones. Pero burlar aladversario, no facilitar sus planes conuna autoidentificación, no constituyeactitud indigna o vituperable, sino todolo contrario.

—Es un arma limpia y lícita a la queno tenemos que renunciar por satisfacerun prurito estúpido de vanidad

pequeñoburguesa.No sólo no piensa presentarse

cuando inviten a hacerlo a loscomisarios, sino que piensa aconsejar atodos los compañeros que no lo hagan,aunque considera que cada uno de por síllegará a una decisión semejante a lasuya.

Algunos militares, profesionales eincluso procedentes de milicias, piensande distinta manera. Aunque nocompartamos su opinión y discutamoscon ellos, las razones que alegan tienenlógica y peso. En primer lugar entiendenque, dada su graduación en el Ejércitode la República y la notoriedad queenvuelve sus nombres, el enemigo sabe

perfectamente que están entre losprisioneros y acabaría dando con ellossin excesiva dificultad o demora.

—Preferimos que vean que norehuimos nuestra responsabilidad nipretendemos escondernos. Si el coronelPrada cumplió el 28 de marzo ladolorosa y desagradable misión derendir el Ejército del Centro yentregarse prisionero, nosotros haremoshonor a los uniformes que todavíavestimos.

Habían ido hasta Alicantepretendiendo salir de España porque norecibieron ninguna orden en contrario.De recibirla, la hubiesen cumplido alpie de la letra. Pero una vez prisioneros

no ocultarían sus nombres ni lo quehabían hecho, defendiendo un gobiernolegítimo, durante los treinta y dos mesesde guerra.

—Y conste que si alguno de nosotrosconfió en un momento dado en lasestipulaciones de la Convención deGinebra, ahora, pensándolo conserenidad y teniendo en cuenta losantecedentes, desconfiamos mucho quellegue a sernos aplicada a ninguno.

Habían pasado los tiempos en quelas guerras se libraban como otras tantaspartidas de ajedrez entre jugadorescaballerosos. Contra lo que ocurría amediados del XVIII británicos yfranceses no se invitaban ya cortésmente

a ser los primeros en disparar ni a losvencidos se les dispensaba ningunaclase de consideraciones.

—En la Comuna parisina las tropasde Versalles fusilaron a los federales sinmolestarse en juzgarlos y algo parecidosucede ahora en todas partes pese a losacuerdos de Ginebra y al pregonadohumanitarismo de la Sociedad deNaciones.

Los totalitarismos del siglo XXhabían convertido en mortales todas lascontiendas. Arrumbados losconvencionalismos, cualquierprocedimiento era bueno para terminarcon el adversario. El vae victisalcanzaba de lleno a los militares que

eran los primeros en morir, aunque suejecución fuera contraria a todas lasleyes.

—La muerte de von Schleicher en laAlemania de Hitler y las purgas deStalin sacrificando a la oficialidadsoviética con el mariscal Tukachevski ala cabeza, no permiten el menoroptimismo a quienes se encuentran ennuestra posición.

¿Que alguno de los militaresprofesionales recluidos en este mismocampo se muestra delirantementeoptimista a veces? No debe extrañarnosen lo más mínimo ni inducirnos a creerque están ciegos y sordos a la realidadque nos rodea. Pero sus fingidas

esperanzas mantienen vivas las de otrosque se derrumbarían de verles hundidos.

—Es, en definitiva, continuar lapequeña farsa que hubimos de mantenerdesde que tuvimos la plena seguridad deque la guerra estaba perdida. Que no fuesólo en los tres últimos meses, sinodesde un año atrás como mínimo.

Era difícil creer en la victoria luegode las derrotas del Norte, de la pérdidade Teruel, de la llegada al Mediterráneodel enemigo y del progresivoaislamiento de la España republicana.Sin embargo, aun sabiendo que laderrota era inevitable habían estado ensus puestos hasta el último segundo conla misma cara sonriente como si

creyesen inminente la victoria.—La mayoría de los que estamos

aquí —Fernández Navarro, Ibarrola,Burillo, Ortega, yo mismo— seremosfusilados. Pero ten la seguridad de quesabremos morir con tanta dignidad quenuestras muertes bastarían para honrarnuestras vidas si éstas necesitaran paraensalzarse de un gesto postrero yheroico.

* * *Tampoco este mediodía hay comida

para nadie. Una vez más, los soldadoscomen su rancho, mientras volvemos aayunar los prisioneros. El hambre

comienza a dejarse sentir, no ya con unmolesto cosquilleo estomacal, sino conuna progresiva debilidad.

—Bueno, tú podrás decir que elalcalde Cork aguantó dos meses, pero yono resistiré más de dos semanas.

Los médicos, que abundan en elcampo —no sólo están los sanitarios devarias divisiones, sino numerososgalenos civiles— aseguran unánimesque procurando ahorrar energías almáximo, un hombre joven y sano queingiera una razonable cantidad de agua yduerma ocho o diez horas diarias, puedesobrepasar el mes sin morirse. Pero notodos los prisioneros son jóvenes —aunque estén en abrumadora mayoría—

ni están completamente sanos. Sonmuchos por otra parte los que duermenpoco y mal precisamente por la escasezde su alimentación.

—Estábamos acostumbrados durantela guerra a comer poco; pero no hayquien pueda acostumbrarse a no comernada.

A todos acabará por ocurrimos lomismo que al burro del gitano delcuento: que se murió cuando su amocreía haberlo acostumbrado ya a nocomer. No se trata, claro está, de aspirara platos especiales ni refinados. Sinexcepción, estamos dispuestos a ingerircuanto caiga en nuestras manos. Lo maloes que no cae nada comestible. Si hace

tres días desaparecieron losalmendrucos y hace dos los tallostiernos, ahora no quedan ni hojas en losárboles.

—Y todo porque no tenemos dineroni cosa que lo valga.

Con dinero es posible comer en elcampo. No a la carta ni exquisitosmanjares, pero sí lo preciso para resistirun poco más. La única pega es que hayque pagarlo a un precio elevadísimo yuna mayoría no tenemos con qué.

—Tenía un «longines» de oro —indica un comisario—. Conseguí por élcuatro chuscos y dos latas de sardinas.

Pero esto fue hace tres días. Desdeentonces los relojes —de oro, plata o

chapados— han perdido buena parte desu valor o han elevadodesmesuradamente el suyo el pan y lassardinas. Los cuatro chuscos bajaron atres primero, a dos y unoposteriormente, en tanto que las sardinasdesaparecieron.

—¿Una lata? ¡Pues no andan escasasni ná…! Por ese cacharro no habráquien te ofrezca ni media.

Son muchos los vigilantes queparticipan en este mercado negro.Suelen pasear con aire displicente entrelos prisioneros con los bolsillosrepletos de trozos de pan que de vez encuando exhiben ante los ojoshambrientos de los reclusos.

—Es mi ración de hoy —dicenalgunos para justificar el precio de sumercancía—. Si te la doy me quedo sincomer. Ya comprenderás que tiene queser por algo que de verdad merezca lapena.

Probablemente más de uno dice laverdad y prescinde de una de lascomidas para conseguir un reloj, unasortija, una pluma o un mechero quedentro de media hora podrá vender a unprecio cien o quinientas veces superioral de compra. Para la mayoría lapresunta renuncia a su pitanza no pasade argumento utilizado para valorar sumercancía. Hay individuo que cada díavende quince o veinte chuscos de pan y

siete u ocho latas de sardinas. Cuandoalguien le pregunta de dónde las saca selimita a encogerse de hombros.

—Vista que tiene uno.—¿Sólo vista?—¡Naturaca! ¿O me crees tan panoli

como los rojos, luchando hasta el finalpor una causa perdida?

Tengo un modesto reloj de pulsera yuna pluma estilográfica. Los tengo, enrealidad, porque parecieron indignos desu atención a quien a la salida del puertopudo quedarse con ambos. Ahora, en elcampo, impulsado por la necesidad delgrupo pretendo venderlos. Fracasoestrepitosamente.

—¿Un chusco por eso? —replica

airado el individuo a quien se losofrezco—. ¡Ni gratis me los llevaría!Puedes tirarlos tú mismo.

Algo semejante les sucede a Serranoy Esplandiú. No llevan encima ningunaalhaja de precio y, aunque lo intentan enrepetidas ocasiones con empeño dignode mejor premio, no consiguen siquieraque nadie les ofrezca por lo que tienenun trozo de pan, no digamos una sardina.

Aselo tiene un reloj de bolsillo quehasta ahora ha conseguido salvar decacheos e incautaciones. Tiene para él ypor razones familiares un valorsentimental muy superior al material eintrínseco. No quiere deshacerse de éllos primeros días, esperanzado en

poderlo salvar. Al final decidesacrificarlo al apetito de los cuatro. Lostres beneficiarios nos oponemos, aunquequizá nuestra oposición sea más de bocaque de corazón. En cualquier caso, elinteresado desoye nuestros consejos.

—Anteayer vi dar dos chuscos poruno parecido. Creo que medio chuscopor cabeza nos vendría de maravilla.Por desgracia, ha esperado demasiadotiempo. Entre el sábado y el miércolesla cotización de los relojes hadescendido muchos enteros en laalmoneda del Campo de los Almendros.Nuestro compañero empieza por pedirdos y sólo le ofrecen uno. No se decidepor la mañana y por tarde ya no

consigue que le den más que medio.—Acepté —explica— porque si

espero a mañana no lograría que mediesen ni un cuarto.

—Cómetelo tú solo —leaconsejamos—. Para uno es algo; paralos cuatro, nada.

No hablamos por hablar y Aselo losabe. Pero él se expresa con la mismasinceridad que nosotros al contestarnos.Le parecería una vergüenza, poco menosque una traición, comerse el mediochusco mientras los demás le miramos.Discutimos un rato y, al final, consigueimponer su voluntad.

—Nos has vencido en generosidad—le digo después—, pero no en lógica.

Porque después de comer un octavo dechusco me encuentro igual que antes y ati te pasa igual que a nosotros.

* * *—Lo único que nos faltaba:

¡piojos…!Llevamos nueve días sin

desnudarnos, durmiendo vestidos en elsuelo, apretujados unos contra otrospara entrar en calor o protegernos de lalluvia, tapándonos con lo queencontramos y con tan poca agua, queapenas si podemos lavarnos la cara.Molesto por unos picores en el pecho yla espalda, Serrano se quita camisa y

camiseta y las examina. El resultadosalta pronto a la vista.

—¡Tengo más piojos que veintegallineros juntos…!

La palabra piojos basta para quetodos sintamos de repente intensospicores en distintas partes del cuerpo.Nos quitamos camisas y camisetas ycomprobamos que, como cabía suponer,no es sólo Serrano el atacado por unaintensa pediculosis. Los repugnantesanimalitos se agazapan en las costurasde la ropa interior o nos corren por elvello del pecho, por las axilas, losbrazos e incluso el cuello.

—Estamos listos si se nos corren ala cabeza.

Cuando advertimos la plaga, algunosde los parásitos invaden ya nuestrasrespectivas pelambreras. Con el peinelogramos descubrir y matar a no pocosde ellos. Igual hacemos con los queinvaden camisas, camisetas, calzoncillose incluso pantalones. Durante más deuna hora nos entregamos con verdaderoardor a la cacería.

—Los piojos se ven bien y es fácilcazarlos —dice sonriente un experto enla materia—. Lo malo son las liendres.

Si en un principio abrigamos laesperanza de terminar rápidamente conunos y otras, nos cansamos mucho antesde haberlo conseguido. Cuando creemoshaber acabado con los que tenemos en la

camiseta o el pantalón descubrimosverdaderas colonias en cualquierdobladillo o costura.

—Es inútil —digo asqueado tras dehora y media de trabajo intensivo—. Porcada uno que mato surgen no sé dedónde cuatro o cinco más.

La tarea resulta repulsiva ydeprimente. Al principio uno cogía lospiojos con todo cuidado y los ponía enel suelo para pisotearlos o aplastarloscon una piedra. Pero el procedimientoera demasiado lento, con la agravante deque algunos caían a tierra y parecíandesaparecer en ella.

—Pero siguen vivos y en cuanto nostumbemos…

—Es repugnante —dice Esplandiú—, por eso el mejor método son lasmanos.

No necesitamos lecciones deninguna clase para sacar de su guarida apiojos o liendres con la uña del pulgarizquierdo y aplastarlos con la delderecho.

—¿Comprendéis ahora por qué sellama pulgar al dedo más grueso de lamano?

Todos conocemos las deprimentestareas a las que debe su nombre uno delos dedos, aunque lo hayamos olvidadoen los largos años que preceden anuestra guerra y en que la inmensamayoría de la población española se ve

libre de pulgas, piojos y toda clase deparásitos. Pero todos sabemos que elpulgar, utilizado como exterminador deanimalitos repelentes, puede ser unremedio de urgencia que paliamomentáneamente el mal, pero que no loelimina en absoluto.

—Si no disponemos de nada mejor,dentro de quince días los tendremoshasta en la palma de las manos.

—Descuida. En la palma de lasmanos tendrás sarna, que es todavíapeor.

Para acabar con estos animalitos,que durante la guerra, y muyespecialmente en las trincheras, se hanconvertido en plagas amenazadoras, no

existe mejor procedimiento que unadesinsectación a fondo de personas,ropas y enseres. A falta de la instalacióncorrespondiente, también da magníficosresultados bañarse, cambiarse de ropasa menudo y sumerger en agua hirviendola contaminada. Por desgracia, aquí nosfalta de todo. Empezando, claro está,por lo que suele ser más abundante ybarato: agua.

—Habrá que resignarse a lucharcontra los bichitos con las manos que eslo único que tenemos.

—Pero con las manos sabemos antesde comenzar que tenemos perdida lapartida.

—Pues no hagas nada y verás las

consecuencias.Las consecuencias, en cualquier

caso, habrán de ser lamentables. Si yahay pocas personas en los Almendrosque estén libres de parásitos pronto nohabrá absolutamente ninguna. Enadelante tendremos que dedicar un parde horas cada día a matar los bichejoscon nuestras propias uñas. A sabiendas,además, de que lejos de terminar conellos, cada día aumentarán los que nospican. Alguien habla con marcada ironíade un místico de la alta Edad Media quesostenía que como los piojos no teníanotra vida que la terrena ni más placeresque los de la carne, debíamos dejarlosque nos picasen libremente para no

privarles de su única satisfacción.—Es un sacrificio —sostenía— que

abre, a quienes lo sufren, las puertas delcielo.

—Lo malo es que aquí y ahoratendremos que sufrirlos nosotros, que noabrigamos la más remota ilusión deentrar en ningún cielo habido o porhaber.

Los piojos, inseparablescompañeros de cientos de miles deprisioneros en campos, comisarías,cárceles, destacamentos y presidios,constituyen, aparte de una amenazapermanente de graves enfermedades —que causarán verdaderos estragos entrenosotros—, una molestia material

constante y una profunda depresiónmoral.

—Cuando los sientes correr por tucuerpo, acabas sintiendo vergüenza yasco de ti mismo.

* * *Aunque dado lo crítico y angustioso

de nuestra situación, con unaincertidumbre dramática acerca delfuturo inmediato y una carencia casitotal de alimentación en el presente,muchos no tienen voluntad ni fuerzaspara pensar en otra cosa, una mayoríasentimos una aguda inquietud por lo queestá ocurriendo fuera de los límites del

campo:—¿Qué pasará en Madrid? ¿Qué

habrá sucedido en Valencia? ¿Qué seráde nuestras familias, amigos o simplesconocidos?

Abundan las preguntas que asomancon facilidad a los labios tanto comoescasean las respuestas. Circulanmuchos rumores y cada uno tiene unaopinión diferente, basada en elconocimiento que tiene o cree tener delo ocurrido en otras partes. Pero todospor igual carecemos de noticiasdirectas, exactas y precisas de lo queestá sucediendo en lo que hasta finalesde marzo fue zona republicana.

—La realidad pura y simple es que

llevamos ocho días aislados del mundosin saber una sola palabra de lo quesucede fuera de los Almendros.

Ni siquiera estamos siempreinformados de lo que ocurre dentro. Delcampo desaparecen no pocosprisioneros. ¿Qué es de ellos? Casisiempre circulan diferentes versionesacerca de su desaparición. Unos hablande fuga, otros de muerte; aquéllos dicenque les han puesto en libertad y éstosque se los ha llevado la comisión dealgún pueblo que vino en su busca.Puede ser verdad cualquiera de ellasporque a diario tenemos numerososcasos de fugas, de muertes al intentarescapar, de personas a quienes se deja

abandonar el recinto con la garantía o elaval de algún familiar cercano —militar,guardia, falangista o sacerdote en todoslos casos— y de aquellos que tienen queabandonarlo muy en contra de suvoluntad rodeados de gentes hostiles quele anuncian a voz en grito, entre insultosy golpes, el más severo de los castigos.

—Lo más curioso del caso es que noestamos incomunicados.

Aunque lo estemos en la práctica,oficialmente podemos comunicarnos conel exterior, recibir visitas y paquetes,cartas, libros y periódicos. Pero noexiste servicio de correos de ningunaclase y cualquier carta queescribiéramos tendríamos que quedarnos

con ella, mientras las que lleguen a losAlmendros —y es de suponer que algunallegará— debe ser sistemáticamentedestruida. Las visitas son muy pocas enproporción al número de presos. Ningúndía llegan al centenar cuando dentro noshallamos cincuenta mil hombres. O loque es lo mismo, que como máximo unode cada quinientos podrá hablar con unfamiliar, amigo o conocido.

—Debiera bastar en cualquier casopara que supiéramos lo que ocurre fuerade aquí.

No lo sabemos, sin embargo, por unarazón explicable y lógica. Lasentrevistas suelen ser muy breves y enellas apenas se habla de otra cosa que

de la situación de los familiares delprisionero y de las posibilidades más omenos ilusorias de que éste puedarecobrar su libertad. Como máximo deque en tal pueblo —la casi totalidad delos visitantes proceden de lugares de laprovincia— hay tantos o cuantosdetenidos, que ha muerto éste o aquél yque se come mejor o peor. Los quellevan algo a los presos no les llevanmás que alguna ropa y un poco de pan otabaco. Libros no llega uno solo a losAlmendros. En cuanto a periódicos tansólo algunas hojas que van envolviendolos pequeños paquetes. Aun leyendo conlupa estas hojas son escasas yfragmentarias las noticias que se

encuentran. Tan sólo indicaciones sobreel racionamiento de gran número deartículos de consumo y órdenes ycitaciones para que se presenten éstos oaquéllos individuos.

—En Madrid —afirma uno que sedice bien enterado— han convertido encárceles todos los conventos y encampos de concentración los gruposescolares y los campos de fútbol.

—Sólo en el de Vallecas —sostieneotro— tienen más de cuarenta milpersonas durmiendo al sereno y sincomer.

—En Valencia —indica unvalenciano que acaba de recibir la visitade unos familiares— está atestada la

cárcel, así como las torres de Cuart ySerranos. Sin contar, naturalmente, losmiles de hombres que han metido en elPuig y San Miguel de los Reyes.

—Los trenes salen y llegan cuandoquieren. Se paran donde les parece ynadie sabe cuándo reanudarán lamarcha. La gente los toma por asalto enlas estaciones y todo Dios viaja sinbillete.

—¿Conque con los nacionalesvolvería la abundancia, eh? Pues enMurcia están pasando ya más hambreque en toda la guerra.

—Lo mismo sucede en Valencia yAlbacete. Incluso creo que pasa lomismo en Cuenca y Ciudad Real.

—En muchos pueblos a las mujereslas cortan el pelo al cero y las hacendesfilar por las calles. También lasobligan a tomar vasos enteros de ricino.

Es posible que todo esto sea cierto;también que los rumores sean un tantoexagerados. Aunque no sabemos muchascosas concretas y ciertas la impresióngeneral es pesimista. Pero a decirverdad, ese pesimismo nos domina atodos desde que tuviéramos que salir, yacomo prisioneros, de los muelles deAlicante.

—La mujer del doctor Bajo estáhablando con su marido —diceEsplandiú—. Es posible que traigaalgunas noticias.

Puedo verla un momento, cuando yase dirige a la salida del campo,acompañada de sus familiares, ycambiar con ella breves palabras.Parece que quiere ir a Madrid, pasandopor Valencia, aunque no sabe cómo haráel viaje porque no tiene dinero nisalvoconducto. ¿Quiero que telefoneé ami madre? Me encojo de hombrosdubitativo. ¿Qué podrá hacer mi madre,aparte de aumentar su disgusto ypreocupación al saber dónde estoy?

—Quizá sea mejor que continúe conla esperanza de que he podido salir.

Mi madre tiene ya muchos años, yaunque es de carácter firme y entero,temo el efecto que puede producirle

conocer lo apurado de mi situación.Durante toda la guerra hemos procuradoconvencerla de que mi hermano Ángel,desaparecido en el frente el 15 deoctubre de 1936, no está muerto, sinoprisionero. Incluso cuando se ha habladode un posible canje de periodistasmadrileños —todos tan muertos como él— por otros nacionales capturados en laCasa de Campo, le insinuamos laposibilidad de que fuera incluido en elcanje. No estoy nada seguro que noshaya creído, aunque a veces lo hasimulado. Ahora, terminada la lucha,tiene que saber la verdad si alguna vezllegó en serio a dudarlo. En cualquiercaso será muy duro saber, en el

transcurso de dos semanas, no sólo queun hijo ha muerto, sino que otro —yo—tiene su existencia en grave peligro,pudiendo hacer muy poco por ayudarle.

—Que tengas suerte en el viaje —digo al despedirme de Encarnación—.La necesitas.

Hablo poco después con su hijo,Paco. Su madre ha permanecido variosdías encerrada en el cine Monumental.Con ella, en idéntica situación, varioscentenares de mujeres de las queestuvieron con nosotros en el puerto.Han estado custodiadas por soldadositalianos, que, generalmente, se hanportado bien.

—Pero han pasado casi tanto hambre

como nosotros.Al parecer esta mañana los hombres

de la Littorio han sido sustituidos porotros marroquíes. Aprovechando undescuido de uno de los centinelasitalianos, tres o cuatro mujeres lograronescapar.

—Creen que el italiano llegó averlas, aunque no dijo una sola palabra.

Respecto a la situación en Alicante,donde había pasado unas horas antes desaber que los prisioneros del puertoseguían en el Campo de los Almendros,creía haber advertido un ambiente degeneral tristeza. Pese a la presencia denumerosos soldados —italianos, morosy legionarios en su mayor parte— y no

pocos falangistas, había pocas gentes enlas calles. Unas mujeres que debieronimaginar que acababa de salir de uno delos cines, la dieron de comer y aun leentregaron medio pan para que comieraalgo durante el viaje.

—Le dijeron que con un poco depaciencia lograría llegar a Valenciacomo se proponía, pero que nodesesperase si tardaba dos o tres días enel camino.

* * *Nuevamente ayunamos en la noche

del miércoles y en la mañana del jueves.Circulan insistentes rumores de que van

a repartir algunas raciones, pero losrumores se quedan en serlo. Para colmode males vuelve a llover después deltoque de diana, lo que no mejoraprecisamente el humor de todos, que,apenas cesada la lluvia, hemos deemprender una descubierta en nuestrasropas para procurar que no aumentendemasiado los parásitos que nosinvaden.

—Esta misma tarde empezarán adesalojar el Campo de los Almendros.Lo oí cuando un capitán se lo decía auno de los sargentos.

Son muchos los que tras hablar concualquiera de los centinelas confirmanla noticia. Según parece ya están

tomando las medidas necesarias paradejar vacío el lugar en que nosencontramos. Sólo algunos ilusos —muypocos— creen que la evacuación delcampo signifique la libertad para nadie.

—Pero si no tienen dónde meternosa tantos —arguyen los optimistas,queriendo encontrar razones para suilógica esperanza.

—Lo encontrarán, no te preocupes.En caso preciso, en el cementerio habrásitio para todos.

—¿Crees que vayan a fusilarnos enmasa?

—En masa y ahora, no; pero aunhaciéndolo despacio, no creo que a finde año lleguemos vivos ni la mitad.

No son muy abundantes las noticiasque nos llegan, pero ninguna de ellasjustifica el más liviano optimismo. Aunsiendo posiblemente exagerados losrumores que circulan sobre lo que estásucediendo en Madrid, Valencia,Cartagena, Albacete, Jaén y otrasciudades de lo que fue la zona Centro-Sur republicana, y probablementedesmesurado el número de ejecuciones,todos hemos leído o sabido algo de loocurrido anteriormente en Badajoz,Burgos, Valladolid, Sevilla, Granada oel Norte para soñar despiertos. Inclusoen Barcelona, de donde pudo salir todoel que se consideraba en peligro, pareceque la represión no ha sido precisamente

blanda.—Dicen que han dado garrote a

muchos. Entre otros, al abogado federalEduardo Barriobero.

De esto, y fundamentalmente decómo hemos de enfocarlo, hablamosampliamente en la mañana del 6 deabril, día de Jueves Santo, un gruponumeroso de hombres de las másdiversas tendencias ideológicas,procurando ponernos de acuerdo antesde que el traslado, que se iniciará dentrode unas horas, nos separe,probablemente para no volvernos a ver.

—Partiendo de la base cierta de queserán pocos los que, habiendodesempeñado cargos de mediana

importancia, consigan librar la piel;admitiendo que carece de base cualquiervaticinio agradable respecto a nosotros,e incluso a buena parte de los detenidos,¿cuál debe ser nuestra actitud?¿Proclamar en todo momento y demanera abierta la verdad de lodesesperado de la situación o simular unoptimismo que no podemos sentir parano quebrantar la moral de quienes nosrodean y que probablemente buscarán ennuestras palabras un asidero, porpequeño que sea, a sus esperanzas?

Es Carlos Rubiera quien plantea delleno una cuestión que a todos interesa ypreocupa. Durante toda la guerra,especialmente en los últimos días, y,

sobre todas las cosas, en los seis díasque llevamos prisioneros hemos tenidomil ocasiones distintas de comprobar loque influye la moral en elcomportamiento de los individuos. Detenerla o no tenerla depende que muchosse porten como héroes o como cobardes;que incluso vencidos puedan darlecciones de hombría y dignidad aamigos y enemigos o que caigan en lomás abyecto, transformándose incluso enconfidentes y delatores de sus propioscamaradas.

—Opino que todos los compañerosson mayores de edad —sostiene ManuelAmil— y no necesitan que nadie lesengañe con mentiras piadosas para

mantenerse firmes.—No se trata de engañarles —

puntualiza Navarro Ballesteros, directorque fue de Mundo Obrero—, sino dedistinguir entre verdades útiles yverdades perjudiciales. Aun siéndolotodas, lo inteligente es acentuar e insistiren las que benefician nuestra causa,silenciando —no subrayando cuandomenos— las que puedan dañarla. Sinnecesidad de mentir, cabe buscarsiempre la interpretación objetiva de loshechos que más nos convenga.

—Yo entiendo que debemos irsiempre con la verdad por delante —interviene Villar, director hasta el 29 demarzo de Fragua Social—, sin

habilidades ni tergiversaciones.Optimistas o pesimistas tenemos queexponer sin rodeos nuestra manera depensar. Si mentimos una vez, caeremosfácilmente en la tentación de hacerlootras. Los compañeros, que no tardaríanen descubrirlo, nos negarían suconfianza, y harían bien.

—Pregonar a todas horas la verdadcruda y desnuda puede resultar, no sólopeligroso, sino contraproducente —indica el coronel Navarro, silenciosohasta este momento—. Muchas batallas,totalmente perdidas un día, se hanganado al siguiente porque la moralcombativa de los soldados se mantuvointacta, gracias a que sus jefes no

dejaron traslucir en ningún instante todolo grave de la situación, ocultando lavíspera que el enemigo estaba a puntode triunfar.

—¿Cree usted, coronel, que nosserviría de algo ocultar a cuantos hay enel campo que el enemigo ha triunfado?—pregunta con ironía galaica Amil—.¿Considera posible convencer a unosolo de que hemos ganado la guerra?

Un poco acalorado, Navarro precisael alcance de sus palabras, a las que enmodo alguno cabe darlas interpretacióntan errónea. Lo que de verdad haquerido decir y ha dicho es que en todoslos trances y circunstancias es precisomantener alto el espíritu de la gente,

aunque para ello convenga en ocasionesno ya mentir, sino no precipitarse enproclamar a voz en grito un hecho o unaopinión contraria.

—Creo que el coronel tiene razón ysobran las discusiones en este puntoconcreto —vuelve a hablar Rubiera—.En realidad, lo que yo proponía era algomuy diferente: si habíamos demostrarnos a todas horas con elpesimismo que lógicamente se deriva denuestra situación o hemos de paliarloconsiderablemente para ahorrar dolorese inquietudes a los demás,permitiéndoles mantener vivas susesperanzas.

—¿Crees en serio que nos queda

alguna? —pregunta suavemente Antona.—A ti y a mí, incluso a todo este

grupo, creo que no. Sería un milagro quenos salvásemos, y no creo en milagros.Más aún, considero que hacernosilusiones engañosas no serviría más quepara aumentar nuestros sufrimientos,privarnos de este mínimo detranquilidad que recuperamos la últimanoche en el puerto al darlo todo pordefinitivamente perdido.

—¿Entonces…?—No hablo de mi caso ni del tuyo.

Tampoco de quienes tienen una sólidaformación política e ideológica capazpor sí sola de mantenerles firmes entodos los trances. Pero…

No es este el caso de los cuarenta ocincuenta mil hombres que estamos enlos Almendros, aunque en buena parteconstituyen una selección de las fuerzasantifascistas, demostrada por el solohecho de haber aguantado en sus puestoshasta el último minuto. Menos aún el delos cientos de miles de personas quehabrán sido detenidas o lo serán en losmeses próximos en todo lo que fue zonarepublicana.

—Entre ellos habrá muchos cuyoantifascismo fue simplemente geográficoy otros que, incluso perteneciendo todasu vida a un sindicato obrero, lohicieron de una manera rutinaria endefensa de sus intereses económicos

como trabajadores.En el ánimo de todos ellos tendrá

cien veces mayor eficacia que sobrenosotros no sólo la realidad de haberperdido la guerra, sino la propaganda delos vencedores, que tratarán de eternizarlos frutos de su victoria, demostrandoque en España no es posible ningúnrégimen liberal, y mucho menossocialista o revolucionario.

—No cabe desdeñar la posibilidadde que convenzan incluso a los quelucharon a nuestro lado y sufren prisióncon nosotros. Hasta que, muertos ellos,consigan captar a sus hijos. Lo harán contanta mayor facilidad cuanto másdesmoralizados y pesimistas nos

mostremos nosotros acerca del futuro denuestro país.

Ninguno de los presentes niega quela propaganda de nuestros adversariosideológicos puede convencer, ayudadapor el hecho positivo de su victoria enla guerra, a muchos que combatieron anuestro lado.

—En todas partes abundan losaprovechados que corren en ayuda delvencedor, aunque la víspera militasen enel bando contrario.

Tampoco duda nadie que lacaptación de elementos indiferentes, eincluso de no pocos antifascistas, severía facilitada por un excesivopesimismo nuestro y una desesperanza

total acerca del presente y del porvenir.Muchos estiman, sin embargo, queRubiera ha exagerado la nota.

—Has hablado de nuestros hijos,dando por sentado que este régimenpuede durar una generación comomínimo.

—¿Olvidas que, dada la situacióneuropea, es inevitable un enfrentamientoarmado entre las democracias y lospaíses fascistas? —pregunta NavarroBallesteros—. ¿Dudas acaso de queHitler y Mussolini serán aplastados porFrancia e Inglaterra, merced a la ayudadecisiva de la Unión Soviética?

Las palabras de Navarro plantean untema vidrioso y polémico durante los

últimos meses de nuestra contienda —sila prolongación de ésta nos permitiríaresistir hasta el comienzo de una nuevaconflagración general en Europa—, peroun poco tangencial a lo que ahoradiscutimos. Varios lo hacen notar, asícomo el peligro de perder el tiempo endiscusiones bizantinas acerca de lo quepudo ser, pero que ya sabemos que no hasido.

—Lo que he planteado —precisaRubiera— es si, aun teniendo que serpesimistas respecto a la suerte personalde cada uno de nosotros, e incluso a lasituación general del país, conviene quenos mostremos esperanzados yoptimistas a los ojos de los demás para

mantener o robustecer la fe de todos enel triunfo final.

—¿Pese a que ese triunfo haya detardar muchos años?

—Precisamente porque puede tardarmuchos años —responde Antona,anticipándose a Rubiera—, resulta másnecesario conservar viva la esperanzaen un mañana mejor por remoto que sea.Ninguno de los pensadores anarquistas ymenos aún los que sacrificaron su vidaen la defensa y propaganda de un idealemancipador esperaban vivir losuficiente para verlo triunfar. No porello perdieron un solo momento suoptimismo respecto al futuro de lahumanidad. Tampoco nosotros debemos

perderlo, aunque personalmente, yconforme la letra de uno de nuestroshimnos, sólo «nos espere el dolor y lamuerte» al cumplir nuestros máselementales deberes.

—¿Crees que hay algún deber quecumplir en el paredón? —inquieresarcástico uno de los oyentes.

—Desde luego. Morir con ladignidad suficiente para que no mueranmás que los cuerpos, convertidos así enabono de las ideas que habrán desobrevivimos.

* * *La inesperada noticia nos coge a

todos por sorpresa. Tanto, que muchos laconsideran en principio un bulo más ytienen que repetirla los altavoces paraconvencerse. Aunque hace cuarenta yocho horas que ingerimos los 62,5gramos de sardinas en aceite y unacantidad de pan de un peso similar —único alimento recibido en los cincodías y medio que llevamos en losAlmendros—, casi nadie espera comeralgo más en lo poco que falta, segúntodos los síntomas, para ser trasladadosa otra parte, ignoramos si mejor o peor.Acaso por no esperarlo se recibe lanueva con mayor satisfacción.

—Los delegados de centuriasrecibirán un chusco para cada cinco

individuos y un bote de lentejas paracuatro.

Como ocurrió dos días antes,algunos ilusos se imaginan que el botede lentejas ha de ser tan grande queresulte sobrado para acabar con lashambres atrasadas de todos. Tuercen elgesto cuando ven su tamaño. No debepesar arriba de doscientos o doscientoscincuenta gramos, de los que una parteserá agua.

—Nos sucederá lo mismo que elmartes.

—Seguro que al terminar de comertenemos más apetito que antes.

Cincuenta gramos de pan y otrostantos gramos de lentejas cocidas no

sacian a ninguno como cabe prever poranticipado. Nuestro grupo abre el boteque le corresponde, y manejando laúnica cuchara de que disponemos,reparte con equidad su contenido.Exactamente tocamos a tres cucharadaspor barba. Aun procurando alargar lomás posible el «banquete», tardamosmucho más en abrir el recipiente que enterminar con las escasas lentejas.

—No tiréis el bote. Podemosutilizarlo como vaso.

Apenas concluido el parco yantarempiezan a circular las órdenes paraemprender la marcha. Cada uno deberecoger todo lo que tenga en el campo,concentrarse en el lugar que ocupe su

centuria y formar para salir en cuanto sele ordene. No se nos dice, naturalmente,dónde vamos ni cómo habremos dellegar a nuestro punto de destino.

—No veo que hayan traído camionespara llevarnos.

—No los necesitan porque iremos apie.

Poco después llegan algunoscamiones y autocares. Traen compañíasde soldados que cubren el camino quehemos de recorrer o que incrementan loselementos que guardan el campo.

—Probablemente nos llevarán muycerca, quizá al mismo Alicante.

Lo cree la mayoría, observando quelos soldados recién llegados —

legionarios, moros y peninsulares, perono italianos— forman en dos filas a lolargo de la carretera que se dirige alpuerto tras bordear el cerro de SantaBárbara. Algunos discrepan, señalandoque en Alicante están totalmente llenosya el Reformatorio, la cárcel, el teatro ylos cines.

—Bah, todavía deben estar mediovacíos los castillos.

Es probable que no haya presos aúnen San Fernando y Santa Bárbara.Quienes los conocen indican que muybien pueden meter en ellos dos o tresmil personas. Pero aquí somos comomínimo cuarenta y cinco mil. ¿Dóndellevarán a los restantes?

—Que yo sepa, sólo hay dos sitios.El campo de fútbol y la plaza de toros.

La simple mención de la plaza detoros suscita en todos pensamientos quenada tienen de placenteros. Quien más,quien menos, todos recordamos lo quetantas veces se ha dicho de lo sucedidoen la plaza de toros de Badajoz y de lamuerte del diputado socialista Andrés yManso en la plaza de Salamanca. ¿Nocorrerán suerte parecida quienes ahorasean conducidos al coso alicantino?

—Es preferible pensar que no. Encualquier caso, no está en nuestrasmanos el no ir a la plaza ni lo que seráde nosotros de ser metidos en ella.

No conozco el campo de fútbol,

aunque dicen que es pequeño y sucapacidad no superará las ocho o diezmil personas. En la plaza de torosdifícilmente cabrán otros quince mil,caso de que esté totalmente vacía ypuedan utilizarse corrales, ruedo,pasillos y escaleras. Calculando poralto, y pese a llenar ambos a más de loscastillos, aún quedarían cerca de veintemil prisioneros.

—No tendrán más solución quedejarlos aquí.

Lo dudo. Los Almendros no reúnelas condiciones mínimas precisas paraun campo de concentración. Bordeadurante dos kilómetros largos una de lascarreteras más importantes, cuya

circulación no puede cortarse porcompleto de día ni de noche. Cuantosviajan de Valencia a Alicante yviceversa tendrán que contemplar eldoloroso espectáculo de miles y milesde prisioneros guardados porametralladoras y filas de soldados conel fusil o la metralleta en la mano, cosaque en modo alguno puede convenir a laimagen que el nuevo régimen quierepresentar al mundo. Por otro lado, lavigilancia exige, dadas las condicionesdel terreno, un número considerable dehombres, sin que ello garantice en modoalguno, conforme demuestran los hechos,que cada noche no escaparán unoscuantos detenidos, aunque otros tantos

pierdan la vida en el intento.—Y sobre todas las cosas, han dicho

que nos preparemos para desalojartotalmente el campo porque aquí noquedaremos ninguno de nosotros.

En todos los grupos se hacen cébalasy conjeturas respecto al lugar a queseremos llevados. La creencia general, ala vista de los preparativos de nuestrosguardianes, es que muchos seránllevados al mismo Alicante. Al cabo deun rato empiezan también a circular losnombres de Totana, Orihuela y Albatera.La mayoría sabemos dónde están las dosprimeras poblaciones, pero ignoramosel emplazamiento exacto de la tercera.

—Albatera es un pueblo pequeño —

explican algunos—, a unos cuarentakilómetros al sur de Alicante y otrosveinte antes de llegar a Orihuela.

¿Por qué pueden llevarnos acualquiera de estos tres lugares? Laexplicación es fácil y lógica. En Totanay Albatera existen dos campos detrabajo creados en virtud de la Ley deVagos y Maleantes para que seregenerasen, merced a un honradolaborar, quienes fueran condenados porno haber realizado ninguna tarea útil entoda su existencia. En Orihuela, apartede una cárcel, existían grandesconventos que podían utilizarse comoprisión.

—En uno de ellos precisamente

estuvieron unos centenares de maleantesmientras terminaban las obras deAlbatera.

Nadie parece tener una idea exactade la instalación de tales campos nimenos todavía de su capacidad. Se dice,aunque es imposible averiguar la fuentede la información, que en Albatera huboen el último año de la guerra trescientoso cuatrocientos reclusos.

—No sería extraño que ahoraquisieran meter diez o doce veces más.

En cuanto a la distancia de estoscampos de trabajo sabemos queAlbatera se halla a más de cuarentakilómetros y Totana a cerca de cien. ¿Esposible que nos lleven andando? La

mayoría lo niega en redondo. Unacolumna de treinta o cuarenta milhombres, debilitados por la falta dealimentación y cargados con sus ropas ypertrechos, tardaría varios días enrecorrer la distancia.

—De obligarnos a ir más de prisa,la mitad se quedaría en el camino.

—Mejor para los fascistas —replican los pesimistas—, que no sólose ahorrarían su alimentación, sino elpapeleo preciso antes de llevarles alparedón.

* * *A las cuatro de la tarde empieza la

evacuación del Campo de losAlmendros. De los dos extremos delcampo van bajando quienes los ocupan ala carretera, formando dos largascolumnas con un kilómetro deseparación entre ambas. Los queestamos en la parte central del extensorecinto, constituyendo una mayoríaabrumadora de los recluidos, recibimosórdenes de continuar formados ypreparados, pero sin movernos demomento. De lejos hemos de asistir alos confusos y alborotados preparativospara la marcha.

La primera impresión que recibimoses que deben ser muchos a mandar y nohaberse tomado la molestia de ponerse

de acuerdo antes de hacer ni disponernada. Al mismo tiempo se dan órdenescontradictorias por distintos megáfonosy se producen alternativas de avance yretroceso de los que deben integrar lascolumnas. Tampoco parece que existeunidad de criterio acerca de si lossoldados han de limitarse a cubrir uno yotro lado de la carretera para evitarintentos de evasión o deben vigilar a lospresos, avanzando al mismo tiempo queellos. Por otro lado, aunque se disponela presentación de cuantos militareshaya en el campo, sin establecer ningunadistinción entre los profesionales y losprocedentes de milicias, casi ningunocumple la orden, no sólo por resistencia

instintiva y desconfianza de lo quepueda suceder a los que se presenten,sino sencillamente por no haber llegadoa enterarse. En cuanto a que en lasdiferentes expediciones vayan íntegraslas centurias, cada uno hace lo quemejor le parece o se agrega a cualquierade las que emprenden la marcha o setraslada a otro lugar del campo parareunirse con amigos, paisanos oconocidos.

Se pierde mucho tiempo antes de quela primera columna de prisionerosemprenda la marcha. Cuando lo hace sonya más de las cinco y media y la tardedeclina rápidamente. Deben ser siete uocho mil hombres en total. Van de seis

en fondo* y cuando la cabezadesaparece en la revuelta de lacarretera, al pie del cerro de SantaBárbara, la cola todavía se encuentradentro de los Almendros. Los presoscaminan despacio, con frecuentesparadas, aunque los soldados que lesconducen les meten prisa a voces y enmás de una ocasión a palos.

—Por cerca que vayan, cuandolleguen será noche cerrada ya.

Está anocheciendo cuando lasegunda expedición, integrada por losocupantes del extremo opuesto delcampo, tiene que iniciar su caminar, casipisando los talones a quienes salierondelante. Tienen que desfilar por la

carretera delante de los que aún nohemos recibido orden de movernos. Lasegunda columna, por lo quecalculamos, no debe ser inferior ennúmero a la primera. En ella marchancon toda probabilidad cuatro o cinco milpersonas que estuvieron con nosotros enel puerto y dos o tres mil más que nollegaron a estar. Incluso a la luz inciertadel crepúsculo quienes se encuentrancerca de la carretera pueden reconocer amuchos.

Su caminar es todavía más lento queel de la primera expedición, condetenciones más frecuentes yprolongadas. La noche cae por completoantes de que acaben de pasar ante

nosotros. Contra lo que parece natural ylógico, los que guardan y vigilan estasegunda columna son menos numerososque en la anterior. La explicación está enque fueron muchos los soldados que semarcharon rodeando y vigilando a losque iniciaron la evacuación del campo,y no quedan —aparte de los que han decontinuar vigilándonos a nosotros—tantos para acompañar a los siguientes.

—Buena oportunidad para largarse.Lo mismo deben pensar no pocos de

los prisioneros integrantes de la segundaexpedición y sus guardianes. Es posibleque algunos de los primeros consiganescapar, saltando las cercas que dividenlos huertos y huyendo a través del

campo. También que hombres que nisiquiera han pensado en fugarse se ganenun balazo por acercarse demasiado a lacuneta o retrasarse. No llegamos a sabera ciencia cierta lo que ocurre en cadacaso. De cualquier manera oímos confrecuencia tiros aislados o inclusodescargas cerradas, no sólo a lo largode la carretera, sino en los campos ymontes próximos. Pero la lejanía y laoscuridad nos impiden ver lo queocurre. Como la imaginación de cuantosseguimos en el campo galopa sin frenosni cortapisas, no resulta cuerdoconceder demasiado crédito a losmuchos rumores que circulan en lasprimeras horas de la noche de este

primer Jueves Santo de la Españaoficialmente en paz.

—¡Suspendido el traslado hasta lamañana! Por hoy no saldrá nadie másdel campo.

No nos sorprende el aplazamientoque dábamos por descontado desde unahora antes. Se repite en cierto modo loocurrido en el puerto en la noche del 31de marzo. Con varias y sensiblesdiferencias. Entre otras que entonces, ypese a estar cercados sin posibleescapatoria, todavía nosconsiderábamos hombres libres y ahorallevamos seis días presos. Nuestronúmero es muy superior a los queentonces hubimos de quedarnos en los

muelles. Por desgracia, nuestro estadode ánimo difiere muy poco, y no sólopor la debilidad derivada de la escasaalimentación.

Aunque han debido llevarse entredoce y catorce mil hombres, todavíaquedamos en los Almendros el doblecomo mínimo. No estamos más anchosque la víspera, sin embargo, porque laslíneas de centinelas de uno y otro ladodel campo se han aproximado unoscentenares de metros. Sabemos dondeestán por la hilera de fogatas encendidaspara iluminar unos trozos de terreno ydificultar las fugas. ¿A dónde irán losmillares de prisioneros que hanseparado de nosotros?

—Con toda probabilidad al mismoAlicante; seguramente a los castillos, elcampo de fútbol y la plaza de toros.

No es de suponer que de llevarlesmás lejos hubiesen esperado alatardecer para emprender la marcha.Tanto si hacen el recorrido a pie como sipensaran utilizar el ferrocarril, pasarsetoda la noche en el viaje resultaríapeligroso para todos. Para losguardianes, por las posibles tentacionesde fuga de los presos. Para losprisioneros, porque los vigilantessupusieran que intentaban huir.

—Además, han pedido que salieranlos militares, y a los militares sabemosque pensaban encerrarlos en los

castillos.Parece que se han llevado a casi

todos los militares profesionales quehabía en el campo. Al menos, lo hanhecho con los más conocidos, comoOrtega, Burillo, Fernández Navarro eIbarrola. En cambio, la mayoría de losprocedentes de milicias y de loscomisarios continúan entre nosotros.

—También se han llevado a Pedreroy algunos agentes del SIM. No sé lo queharán con ellos, pero no resultaaventurado ponerse en lo peor.

Más tarde nos dicen que en la últimade las expediciones han salido asimismoalgunas figuras socialistas comoHenche, Rubiera y Gómez Osorio. No

obstante, en los Almendros quedan aúnotros de parecida significación comoRodríguez Vega, Antonio Pérez, Zabalzay Amos Acero.

—Mañana nos tocará a todosnosotros. Conviene dormir lo másposible para estar descansados porquetendremos que dar un largo paseo.

—Tan largo —comenta, pesimista,Esplandiú—, que muchos no llegaránvivos a su final.

Nuestra última noche en el Campode los Almendros resulta tan poco gratacomo las seis precedentes. Tenemoshambre, porque las tres cucharadas delentejas ingeridas muchas horas antes lahan aumentado, en lugar de disiparla.

Sentimos mayores picores que nunca,probablemente porque los piojosaumentan de día en día. Suenan confrecuencia disparos con los que se tratade cortar alguna fuga o que sirven deentretenimiento a los guardianes en elaburrimiento de sus guardias. Además,patrullas armadas irrumpen en variasocasiones en el campo, recorriéndole entodas las direcciones en funciones deprevención y vigilancia, despertando amuchos que han conseguido conciliar elsueño. Para colmo de males, tocan dianacuando aún falta bastante para amanecery tenemos que levantarnos.

—Preparados todos porque hoytiene que quedar totalmente desalojado

el campo.En la preparación no se incluye,

naturalmente, proporcionarnos ningúnalimento que aumente nuestras energías,harto mermadas por el prolongadoayuno. Como de costumbre, los soldadosque nos guardan desayunan a su hora;nosotros hemos de contentarnos conmirar de lejos cómo lo hacen.

—¿En qué piensas? —preguntaAselo, viéndome ensimismado.

—En que hoy es Viernes Santo y quenuestro calvario particular puedeterminar, ya que no comenzar, en estemismo día.

V

ALBATERA

Aunque estamos levantados desdelas seis de la mañana y formados desdelas ocho, son más de las diez cuando noshacen bajar a la carretera paraemprender la marcha y las once dadascuando la iniciamos. La dilatada espera

de pie, oyendo órdenes y contraórdenesdisparatadas, transmitidas por gentesque van corriendo de un lado para otrogritando lo que no acaban de entender,produce el más completo desbarajusteque imaginarse pueda. Todo el mundoestá de mal humor; nosotros, primeras yprincipales víctimas de ladesorganización reinante, tampocotenemos ganas de bromas.

—¡Parece mentira que estos tiposhayan podido derrotarnos!

—Acaso perdimos la guerra porquetodavía era mayor nuestra falta deorganización.

Formados en el campo primero y enla carretera después discutimos un rato.

En realidad, no ofrece gran interésdilucidar quiénes estuvieron peororganizados durante la ya terminadacontienda, porque nada de lo quepodamos decir modificará lo másmínimo nuestra situación. No faltan, sinembargo, quienes hablan con apasionadavehemencia; es la mejor manera dematar un tiempo que nos sobra comovenganza anticipada de que el tiempoacabará, al fin, por matarnos a todos.

Antes que nosotros han abandonadolos Almendros varios millares deprisioneros. Formando una columnainterminable que debe extenderse a lolargo de varios kilómetros, han idosaliendo antes que nosotros cuantos se

hallaban a nuestra izquierda. Aunquecaminan muy despacio, con frecuentesaltos y detenciones, los que empezaron aandar a las ocho y media de la mañanatienen que estar ya como mínimo en elcentro de Alicante. No hablamos delcentro de la cercana población porquesepamos a dónde nos conducen, sinosencillamente porque la carretera deValencia desemboca, luego de rodear elmonte de Santa Bárbara, en el mismoPaseo de los Mártires que corre a lolargo del puerto.

—¿Nos llevarán a la plaza de toros?—No creo que quede sitio tras los

que anoche metieron en ella.Es lo poco que hemos logrado saber

de los doce o catorce mil hombres quela tarde anterior sacaron de losAlmendros. Algunos de los soldadosque nos guardan y vigilan han habladode los castillos de San Fernando y SantaBárbara, pero esencialmente del cosotaurino, en el que, al parecer, hanencerrado a la mayoría. ¿Dónde iremosnosotros?

—Lo sabremos al llegar, si estamosen condiciones de enterarnos de nada.

Al bajar hasta la carretera cargadocon todas mis pertenencias me pareceque la maleta pesa el doble que unasemana atrás. Como no he metido en ellanada que no estuviera allí desde lapartida de Madrid, comprendo que el

aparente aumento de su peso es enrealidad reflejo de una disminución defuerzas. En ello han debido influir porpartes iguales la falta de alimentación ydescanso y el exceso de inquietudes,zozobras y angustias en los últimos diezdías. Mientras lo pienso, observo queEsplandiú, apenas llegado a la carretera,se apresura a abrir su maleta y revisarsu contenido.

—¿Temías que te hubiéramosquitado algo? —le pregunta Serrano,ligeramente amoscado por algo que hadebido oírle decir.

—Temía lo contrario —responde elinterpelado—: que por gastarme unabromita me hubieseis metido tres o

cuatro pedruscos grandes.Pronto, durante la hora larga que

esperamos en la carretera antes de echara andar comprobamos que lo mismo quea nosotros le sucede a la mayoría de losprisioneros. Durante su estancia en elCampo de los Almendros han decaídotanto nuestras fuerzas, que los equipajesde muchos se han convertido de repenteen una carga demasiado pesada paraquienes tienen que soportarla. Elfenómeno carece de importancia en elcaso de nuestro grupo, ya que sus cuatrointegrantes somos jóvenes aún y lasmaletas de tres y la mochila del cuartono pasan en conjunto de los treinta ycinco kilos. Pero la tiene, y mucha, para

hombres de cincuenta, sesenta y setentaaños —que los hay entre nosotros—,que difícilmente pueden alzar del suelosus equipajes. Por fortuna, no faltancompañeros que acuden en su ayuda.

—Abuelo, déjeme que le eche unamanita.

Alineados en la carretera, con losequipajes colocados a nuestro lado en elsuelo, aguardamos minutos y minutos.Fusil en mano, numerosos centinelas nosvigilan desde ambos lados de la ruta.Aquí y allá vemos estacionadoscamiones llenos de soldados por sicualquier incidente hiciera necesaria suintervención. En las alturas próximas,otros grupos otean hacia el valle para

descubrir en el acto cualquier tentativade fuga. Pero de mañana, a pleno sol, ysabiendo interceptadas todas lasposibles salidas, no lo intenta nadie.

—Ahora no podría escapar nadie nicon alas.

Mientras continuamos parados, elCampo de los Almendros va quedándosevacío. Aparte de los miles de hombresque salieron anoche y a primera hora dela mañana, la columna que forma nuestraexpedición alcanza ya a cuanto descubrela vista. Si las primeras filas están al piede Santa Bárbara, las últimas seamontonan en la cuesta de Vistahermosa.Y todavía allá, en la falda deSerragrosa, continúan dentro del recinto

varios millares de hombres más. Lagente empieza a cansarse.

—¿Es que nos van a tener aquí,formados y de pie, sin poder siquieracoger un poco de agua durante todo eldía?

Poco después de las once de lamañana, un automóvil procedente deAlicante, y ocupado por varios jefes yoficiales, avanza rápido por la carretera,obligando a cuantos estamos formados aecharnos a una cuneta para dejarlepasar. Sus ocupantes se apean ante lacasa donde durante estos días han estadolas oficinas y el puesto de mando, yentran. Tres minutos después, megáfonosy altavoces transmiten la orden de

ponernos en marcha.—¡Que nadie se aparte de la

formación! —advierten—. ¡Lossoldados tienen órdenes de dispararcontra el que lo intente, cualquiera quesea el pretexto que invoque…!

—Adelante, compañeros —diceAselo, agachándose para recoger sumaleta—. Ya veremos dónde vamos aparar.

* * *Hace calor o lo tenemos nosotros.

Es un día de sol claro, no sopla la másligera brisa y todos llevamos puestoscapotes, abrigos y chaquetones. Cuanta

más ropa llevamos encima, menostenemos que cargar en maletas, macutoso mochilas. Muchos incluso llevan enbandolera las mantas que tan útiles leshan sido en las noches de frío y lluvia yque pueden seguir siéndolo en el lugar adonde nos conduzcan.

Pero no es sólo el calor lo queentorpece nuestra marcha. Al formar enla carretera hemos tenido que hacerlounas filas encima de otras. Ahora, alempezar a caminar, cargados todos conlos más variados equipajes, necesitamosmayor espacio entre nuestra fila y lasque la preceden y siguen para notropezar constantemente. Como igualsucede a las trescientas o cuatrocientas

hileras que van delante y las másnumerosas que vienen detrás, sólocuando los que están en cabeza llevenrecorridos un par de kilómetros puedenponerse en movimiento los que formanla cola.

—¡Venga, moveros de una vez,cabrones! ¡Si tengo que repetirlo,algunos lo van a sentir…!

Es un sargento irritado el queprotesta a voces; otras, cualquier oficialmolesto porque la columna apenas semueve; el resto, soldados que quierencumplir las órdenes recibidas o tienenprisa por terminar con este largo ypesado traslado de prisioneros. Pero nilos gritos, ni las amenazas, ni los

improperios producen el efecto deseado.No vamos más rápidos porque nos loimpiden los que van delante. Aunque lamayoría considera inútil ycontraproducente contestar a los gritos ya las voces, algunos replican señalandoa las filas que nos preceden.

—¡Dígales que corran más porqueno vamos a saltar por encima deellos…!

—¡A mí no me da lecciones ningúncochino rojo! ¡Di una palabra más y tequedas sin dientes…!

A veces la acción acompaña a laspalabras; en otras, no existen palabrasque sirvan de acompañamiento alpuñetazo, la patada o el palo. Cuando

esto ocurre —y ocurre con másfrecuencia de la deseable— se produceun pequeño revuelo del queinevitablemente salen uno o variosprisioneros, desarmados e inermes, conalguna descalabradura.

—¡Y ya puedes decir que has nacidohoy cuando no te he metido un cargadoren la barriga…!

En ningún caso, sin embargo,consiguen que la enorme columnaavance con mayor rapidez. A nosotrosnos lo impiden los que nos preceden; aéstos, los que les preceden a su vez, yasí hasta la cabeza de la expedición.Que, a su vez, como sabremos mástarde, va frenada por los ocupantes de

algunos coches de vigilancia quemarchan por delante y que no quierencorrer por temor que con las carreras seles pierdan en el camino algunosprisioneros.

Sea por lo que sea, lo efectivo esque a las doce de la mañana sólo noshemos alejado dos kilómetros de nuestropunto de partida. Alrededor delmediodía llegamos al extremo del valle,a la curva de la carretera, cuando alllegar frente a Santa Bárbara, tuercehacia la izquierda para salir a la playade Postiguet, bordeando la montaña. Enlos altos de la cuesta nos vemosforzados a efectuar una breve parada.Dejando la maleta en el suelo, me

vuelvo para contemplar el panorama quedejamos a nuestra espalda.

Aunque todavía quedan algunosmillares de personas en el extremo nortede lo que hemos llamado Campo de losAlmendros, la carretera aparecetotalmente ocupada por nuestra largacolumna. Paseo mi mirada por loshuertos donde hemos pasado estos díasdramáticos y advierto los destrozoscausados en ellos: los árboles sin fruto,sin hojas y casi sin ramas; los puntososcuros que marcan los lugares en queencendimos fogatas para calentarnos osecar la ropa en las noches de lluvia,también los sitios donde vimos algunoscadáveres de hombres que quisieron

escapar o que hubo alguien que seimaginó que pretendían hacerlo.Experimento cierta emoción alcontemplar, acaso por última vez, estepanorama que tan grabado habrá dequedar en la imaginación de todosnosotros.

—¿Sientes abandonarlo —preguntasorprendido Serrano—, luego de lo quehemos pasado aquí?

—Temo mucho —respondo sincero— que lo pasaremos cien veces peor enel sitio donde nos llevan.

* * *Tras ganar altura, la carretera tuerce

ahora hacia la derecha bordeando elcerro de Santa Bárbara para salir a lacosta. Damos vista a las casasdestrozadas por los bombardeos delbarrio de la Marina; a nuestros pies, laestación de Denia, de los ferrocarrilessecundarios, en que muchas veces handebido hacer blanco aviones y barcosenemigos. Empiezo a comprender quelos ataques aeronavales sobre la ciudadfueron más intensos y certeros de lo quepensábamos en Madrid y que el tenientede un batallón de retaguardia tenía razónal afirmar que en 1938 el famoso yenvidiado Levante feliz, nada tenía deenvidiable ni de dichoso.

Como ahora caminamos despacio,

deteniéndonos de vez en cuandomientras perdemos altura, podemosfijarnos en todos los detalles. Apenasquedan rastros de las viejas casetas debaño de la playa de Postiguet, dondemillares de empleados y obrerosmadrileños acudían todos los veranos enlos llamados «trenes botijo». Cuandonos acercamos al puerto, Aselo meindica:

—Fíjate, ¡los coches handesaparecido…!

Tiene razón, desde luego. Cuandohace seis días, en la mañana del 1 deabril, abandonamos los muelles, granparte del paseo marítimo, de la playa ocomo se llame oficialmente, aparecía

atestado con los vehículos —automóviles, camiones o autocares— enque habíamos llegado a Alicante y queabandonamos a la entrada del puerto.Cuando volvemos por allí, en la mañanadel día 7, ya no queda ninguno. Buenos,regulares y malos se los han llevadotodos.

—¡Y eso que eran los rojos losúnicos que requisaban coches…!

Cuando nos aproximamos a la plazade Joaquín Dicenta, miramos conredoblada atención al muelle norte, quees el más amplio y largo, en quehubimos de pasar unos días y unasnoches de pesadilla, descubrimos otradesaparición. No queda ni rastro de los

montones de sacos de lentejas con losque improvisamos una especie debarricadas a la entrada del puerto. Erala carga de algún buque que, debido a laprecipitación de los acontecimientos enlos días finales de marzo, no pudo sertrasladada a los lugares de consumo. Notenemos idea exacta de lo que podíapesar, pero…

—Serían por lo menos dos o tres miltoneladas.

—Con las que había de sobra paramantenernos durante unos meses.

—¡A saber quién se las estarácomiendo!

Desde luego no hemos sido nosotros.Las tres cucharadas de lentejas que ayer

nos dieron por toda comida noprocedían del cargamento del puerto;estaban enlatadas y provenían de Italia.Las que había en los muelles eraninfinitamente más abundantes y habíansido compradas y pagadas en Francia.

—Desde luego no habían sidorequisadas.

—Aunque ahora evidentemente lohan sido.

No concederíamos al hecho la menorimportancia de no ser por el apetito quetodos sentimos. Cuando el hambre hacecosquillas en el estómago de uno, ponede muy mal humor pensar en unacantidad de víveres que en estosmomentos de aguda necesidad se nos

antojan fabulosos. Más de uno comentasarcástico:

—Va a resultar que, con todo lo quepresumían, en su zona lo pasaban peorque en la nuestra.

Inevitablemente recordamos elfamoso bombardeo con panecillos deMadrid por un grupo de avionesnacionales en los últimos meses de laguerra. Los panecillos apetitosos,crujientes, cayeron envueltos en papelesde seda en los que se afirmaba que laspaneras de la España nacional estabanrepletas de harina y que tan pronto comocesara nuestra resistencia podríamoscomer sin la menor restricción elmagnífico pan blanco de Castilla. En

este momento, hace ya seis días queacabó nuestra resistencia y terminó laguerra. Sin embargo…

—¡Ya quisiéramos recibir la mitadde la ración de Madrid en los días demayor escasez!

Mientras vamos avanzando por elPaseo de los Mártires comprobamos queel puerto está paralizado. Siguen sinreparar los estragos sufridos en losbombardeos, destrozadas la mayoría delas grúas e inmóviles las restantes. Delas aguas de la dársena interiorcontinúan emergiendo los palos de unbuque hundido. En la exterior hayatracados dos barcos que nos parecen deguerra. En el rompeolas, algunos

pescadores de caña, en su totalidadviejos o niños.

También creemos que sean chicosotros individuos que, vestidos concamiseta y calzón, se tiran al agua desdelas escaleras de los muelles o el bordede algunas barcas. No falta quien, conmejor vista que nosotros, nos sacapronto del error.

—No son críos, sino soldados.Aunque nos sorprende en el primer

momento, no tardamos en encontrar unaexplicación lógica. No se trata dehombres que, impulsados por el calor opor las aficiones natatorias, se lancen alagua para refrescarse o practicar sudeporte favorito, sino de buceadores que

intentan sacar lo que de valor puedehaber en el fondo. Recuerdo que muchosde los que estuvimos en el puerto tiraronsus pistolas al agua, no sin desarmarlaspreviamente, arrojando cada una de suspartes lo más lejos posible de lasrestantes.

—¡Menudo trabajo para encontrar yunir las piezas de cada una de las armas!

Uno de los soldados nos ha oído ytercia en nuestra charla. Lo que tantosbuceadores buscan en las aguas delpuerto no son pistolas, fusiles ometralletas —poco precisas ahora queterminó la guerra—, sino algo másvalioso para los que prueban suhabilidad y resistencia registrando el

fondo del puerto.—¡Dicen que hay cientos de

millones de pesetas en joyas!Por Alicante ha circulado la noticia

—de la que se ha hecho eco algúnperiódico o emisora local— de quecada uno de los que llegamos al puertodeseosos de embarcar para el extranjerollevábamos tesoros dignos de «Las mil yuna noches». También que a última hora,temerosos que nos encontraran encimajoyas cuya adquisición no podríamosjustificar, las tiramos al mar. Sinembargo, aunque desde hacía unasemana centenares de nadadoresbuceaban a todas horas en las aguasportuarias, no parecía que nadie hubiese

hallado nada que justificase el chapuzón.—Han sacado muchas maletas,

mochilas y armas, pero no joyas.Bueno… ¡si alguno las encontró no se loha dicho ni a su padre!

* * *Llevamos quince minutos parados al

final del Paseo de los Mártires y elcomienzo del parque de Canalejas. Esuno de los puntos más céntricos de laciudad, pasado el Club de Regatas yante el monumento erigido en memoriadel político liberal. Todo parece indicarque la parada será larga. Los soldadosque ahora nos guardan —vienen con

nosotros a lo largo de todo el paseo—son menos bruscos que los anteriores yalgo más comunicativos.

—Dejen los bultos en el suelo ydescansen —indica un alférez quemanda la sección—. No entraremos enla estación hasta que acaben de cargarun tren y tardarán un buen rato.

Todavía no sabemos dónde nosllevan. Al iniciar la marcha dimos pordescontado que, en contra de lo quesuponíamos la noche anterior, iríamos adar con nuestros huesos en la plaza detoros. La culpa fue de un sargento que,en plan amistoso, hablando con unpaisano suyo que se quejaba de lo malque lo había pasado en el campo de los

Almendros, replicó malintencionado:—¡Pues lo vas a echar mucho de

menos cuando mañana te veas en elruedo de la plaza!

Únicamente cuando llegamos a laesquina de la Rambla y no subimos porella —camino casi obligado para ir alcoso— comprendimos que nuestro puntode destino era otro. Lo confirmó unsoldado que, al preguntarle cómo estabala plaza, replicó:

—Anoche no cabía allí ni un papelde fumar.

Ahora el alférez habla de laestación. ¿Pero de cuál? Aparte de ladel ferrocarril de vía estrecha queconduce a Denia, y que dejamos a

nuestra espalda, hay otras dos enAlicante: las de Madrid y Murcia.

—Desde luego la de Murcia. Creoque los llevan a Cartagena.

Es posible. El alférez se limita arepetir lo que ha oído o creído oír, peronosotros lo ponemos en duda. Pensamosen los campos de trabajo de Totana yAlbatera y en la cárcel de Orihuela. Noentablamos, sin embargo, discusión deningún género con el alférez. En fin decuentas quiere hacernos un favor aldecirnos lo que sabe, y le quedamos muyagradecidos.

En realidad, tanto este alférez comoel que manda la otra sección que vigilaesta parte de la columna de prisioneros,

nos caen simpáticos. Ninguno de los dosha debido cumplir aún los veinte años,tal vez ni los dieciocho, y tienen quepertenecer a una de las últimaspromociones. Ambos son andaluces ytratan a los presos con amabilidad ydeferencia. Uno de ellos dice, hablandocon un campesino de pelo blanco, que,según él, le recuerda a su padre:

—Si por mí fuera, les dejaríamarchar a todos. ¿Por qué tiene quehaber presos si la guerra terminó?

Alicante, que atravesamos en suparte céntrica de punta a punta, nos dauna impresión penosa de abandono,tristeza y desolación. Es probable queesta impresión tenga mucho de subjetiva,

influida por nuestro propio estado deánimo. Pero indudablemente hayrealidades objetivas que nosdeprimirían en cualquier instante.

Compruebo de visu que los dañoscausados por los bombardeos aéreos ymarítimos son mucho más extensos eintensos de lo que hasta ahora pudepensar. El Club de Regatas, porejemplo, no pasa de ser un montón deescombros entre los que emergenalgunos hierros retorcidos. En elespléndido palmeral del Paseo de losMártires faltan una tercera parte comomínimo de los árboles, y el Parque deCanalejas no es ni una sombra de símismo. Abundan los edificios destruidos

o quemados en las calles másimportantes de la población; de muchascasas no queda en pie más que lasfachadas y son contadísimas lascristaleras intactas. En su parte céntrica,Alicante ha sufrido más destrozos que laPuerta del Sol madrileña o la deCastelar valenciana.

No hay mucha gente por las calles,pese a que son las doce y media de lamañana de un día soleado de comienzosde abril. La máxima animación se lasprestan los soldados —españoles,italianos y moros— que, aparte de losque nos vigilan y custodian, pasean engrupos por todas partes. Fuera de ellos yde algunos falangistas uniformados,

apenas se ven hombres.—Es lógico —comenta Aselo

cuando se lo hago notar—. O se fueronen los últimos barcos o están presoscomo nosotros.

No tiene nada de sorprendente.Tradicionalmente la provincia deAlicante ha tenido una orientaciónizquierdista. En todas las eleccionescelebradas durante la Repúblicatriunfaron republicanos y socialistas, sincontar que existen poblacionesimportantes —Elda y Alcoy, porejemplo— donde los elementoslibertarios constituyen la inmensamayoría. En todas las unidades delEjército Popular había millares de

voluntarios alicantinos. Es comprensibleque la derrota haya producido un efectodesolador.

En las mujeres que desde la acera ylas bocacalles nos ven pasarpredominan los rostros serios ycariacontecidos. Algunas lloran sin elmenor disimulo, posiblemente al pensarque algunos de sus familiares seencuentran en situación semejante anosotros. Algunas nos ofrecen al pasarbotijos con agua, naranjas y panecillos.En ocasiones nuestros guardianes lasrechazan con modales que tienen pocode amables:

—¡Fuera, fuera…! No se puedehablar con los presos…

Los que ahora nos guardan sonmucho más comprensivos y amables. Noven el menor inconveniente en quedurante la prolongada paradacambiemos algunas palabras con lasmujeres que se nos acercan, bebamos unpoco de agua y hasta llenemos lacantimplora. Respondiendo a preguntassobre nuestro punto de destino, vacilan:

—Seguramente a Albatera… Tal veza Orihuela…

Ya sabemos que en Albatera existeun campo de trabajo creado para laaplicación de la Ley de Vagos yMaleantes. También que algunos de losnumerosos conventos de Orihuela estánsiendo utilizados como cárcel.

—Aquí están llenos la plaza de torosy los castillos. Incluso la fábrica detabacos. A un sobrino mío lo tienen allíy…

Algunas de las mujeres aprovechanla prolongada detención para correr asus domicilios cercanos y traernos loque pueden. No es demasiado, desdeluego, pero lo agradecemosposiblemente con mayor sinceridad quehemos agradecido nada en nuestra vida.Yo recibo una naranja que me comoincluso con mondas. De unos trozos depan, me corresponde un poco de miga.

—Llevamos veinticuatro horas sinprobar bocado —explico a uno de losalféreces— y no sé cuánto tiempo se

prolongará nuestro ayuno.El alférez lo atribuye a defectos de

organización y expresa su confianza enque nos darán de comer al llegar alpunto de destino. Yo quisiera creerlo,pero dejo traslucir cierta incredulidad.Hablo de los seis días pasados en elCampo de los Almendros y las dosescasas comidas que hemos ingerido eneste tiempo. Debe sorprenderle la formaen que me expreso; tal vez mi aspecto ymis gafas.

—Usted sería coronel por lo menos,¿verdad? ¿O eran rusos todos losmandos?

Cuando le contesto que no he tenidomando alguno, pese a que el noventa y

nueve por ciento de los mandos delEjército Popular eran españoles, meescucha con marcado escepticismo yalude a las Brigadas Internacionales.

—¿Ha visto usted muchos rusosentre los prisioneros? —inquiero concierta ironía—. Pues pregunte uno poruno a los que aquí vamos y vea siencuentra un solo extranjero. Yo, encambio, he visto bastantes italianos.Fueron los primeros que entraron enAlicante.

* * *Llegamos a la estación de Murcia a

la una de la tarde. Apenas si queda en

pie una parte mínima del armazónmetálico. En los andenes hay agujerosproducidos por las bombas de aviación.Acaba de partir un convoy, pero ya hayotro larguísimo cargando. Se componede tres o cuatro coches de viajeros,algunas plataformas para mercancías ycincuenta o sesenta vagones de ganado.

—¡Subid rápidos…! Al que seduerma, espabilarle a palos…

Obligan a subir a una de lasplataformas a los que van en cabeza. Losprimeros quieren sentarse en el suelo osobre sus equipajes, pero les fuerzan aponerse de pie. Cuando la plataformaestá llena todavía hacen subir a diez odoce más.

—¿Que no cabéis? Pues apretaros unpoco porque de todas formas tenéis quecaber. ¡Arriba con ellos…!

Van apelotonados de una manerainverosímil. Algunos tienen que subirseen sus propios equipajes o mantenerlosen vilo por encima de su cabeza. Aúnasí tienen que abrazarse.

—¡Mejor! Así no os caeréisninguno. ¡U os caeréis todos a la vía yasunto resuelto!

En cada vagón de ganado metendoble número de hombres de los quenormalmente caben. Tienen queempujarlos varios soldados para podercerrar las puertas. De dentro salen vocesde protesta:

—¡Que nos asfixiamos…!—¡Mala suerte para el que se le

olvide respirar! La culpa será suya —lecontesta uno desde el andén entrecarcajadas de sus compañeros.

Tenemos relativa suerte. Cuando nosllega el turno nos empujan hacia uno delos coches de viajeros. Es de tercera, demadera, con una venerable antigüedad yen el más deplorable de los estados. Elsuelo y los asientos están sucios yhuelen a perros. Alguien se ha vomitadoen los asientos de un lado y nadie se hapreocupado de limpiarlo. A empellonesnos hacen subir al estribo y tenemos queentrar. Es un vagón que consta de diez odoce departamentos, cada uno de los

cuales tiene salida independiente,aislado de los restantes por un tabiquede madera. Oficialmente es para ochopasajeros sentados, pero nos meten aveintiuno. Vamos como sardinas en lata,materialmente incrustados unos en otros.Aselo y yo sacamos medio cuerpo por laventanilla del lado opuesto;afortunadamente la puerta de que formaparte la ventanilla va bien cerrada. Decualquier forma corremos peligro de ir aparar a la vía en cuanto el tren se pongaen movimiento.

—Cuando lleguemos estaremos parael arrastre.

Lo estamos ya antes de partir,porque la estancia en la estación se

prolonga minutos y minutos que se nosantojan interminables dado lo incómodode nuestra postura. No es mejor lasituación de quienes ocupan losdepartamentos contiguos y de ellos nosllegan gritos de protesta, quejas,maldiciones y juramentos. Alguien queno vemos vocea en el andén:

—¡Hacedlos callar de una vez…!Aunque sea a tiros…

Como muy en contra de nuestravoluntad sacamos medio cuerpo por laventanilla, comprobamos que tras lalocomotora colocada en cabeza va unvagón abierto en que un grupo desoldados armados con metralletasvigilarán la marcha del convoy. A

retaguardia han puesto también otraplataforma en que irán, ojo avizor, losintegrantes de una sección. Aparte queen las garitas de los guardafrenos de losvagones de mercancías montan laguardia uno o dos hombres armados.

—¡Cuidadito, rojillos! El que seasome más de la cuenta puedeencontrarse con un balazo.

Vamos asomados más de la cuenta,pero aunque lo intentamos no podemosmeternos dentro. Para lograrlo tendríanque salir lanzados los que están en laparte opuesta del departamento, tanasomados como nosotros a la otraventanilla. Poco más o menos igualsucede en el resto del coche. Por todas

las ventanillas aparecen tres o cuatrohombres que se agarran con ansiasdesesperadas a los montantes para noser lanzados a la vía.

—Peor van en los vagones deganado. Aquí por lo menos respiramos.

* * *Tras media hora larga de espera y

muchos gritos, protestas, amenazas,órdenes y contraórdenes el tren inicia sumarcha. No va muy rápido, desde luego.Si por un lado es lamentable, porquetodos tenemos prisa en llegardondequiera que sea, por otro debemoscelebrarlo. Las vías no deben estar muy

bien; es posible que falten traviesas oque hayan sido afectadas por alguno delos bombardeos y reparadas de malamanera; tal vez todo obedezca al estadodeplorable de los vagones que integranel convoy e incluso a la desmesuradalongitud de éste. En cualquier caso eltren avanza pegando terribles bandazos,que nos lanzan violentamente hacia unlado y otro. Un momento, todos los quevan en el departamento salenproyectados contra nosotros,aplastándonos; al siguiente somosnosotros quienes somos lanzados endirección opuesta. Es un peligroso yconstante oscilar en que muchas vecestememos salir disparados a la vía.

Al dejar atrás los barrios alicantinosante nuestros ojos se abre un espléndidopanorama. Es la bahía de Alicante entodo su esplendor, con un marintensamente azul, ligeramente onduladopor olas diminutas empenachadas deblanco que van a romperse contra lalínea de la costa. Atrás queda la ciudady el puerto dominados por el castillo deSanta Bárbara. Más allá la ensenada dela Albufereta y el cabo Huertas,difuminado en la lejanía. Enfrente, elcabo de Santa Pola avanza resueltamentecomo si quisiera cerrar la bocana de labahía. La visión en este día de cieloclaro, sin nubes, tiene una luminosidaddeslumbradora, pero no podemos parar

en ella nuestra atención. Toda su bellezase esfuma ante lo incómodo de nuestrasposturas, el incesante traqueteo del treny los esfuerzos para no salir por laventanilla.

Todo el trayecto estácuidadosamente vigilado. Grupos desoldados montan guardia en losaltozanos y cada cien o doscientosmetros cruzamos ante centinelas quevigilan la vía. No es posible intentar lafuga. Cualquiera que saltase de unvagón, caso de que no cayese bajo losdisparos de quienes marchan en elmismo convoy, sería descubierto,apresado o muerto sin tardanza porquienes vigilan en tierra con las armas

en la mano.El tren no debe marchar a más de

veinticinco kilómetros por hora. Aunasí, pronto perdemos de vista el marpara cruzar las pequeñas alturas que seprolongan hacia el Este en el cabo deSanta Pola. Superadas éstas,descendemos hacia la llanura, que seprolonga más allá de Elche.Atravesamos unos palmerales mientrasperdemos velocidad. Al cabo el convoyse detiene en la estación de Elche, sibien más de la mitad de los vagonesquedan fuera de sus andenes.

Hay numerosas viviendas cerca dela vía por uno y otro lado. Contra lo quepodríamos esperar, en la puerta de todas

están sus moradores, que incluso vanacercándose para ver más de cerca losvagones, buscando quizá algún rostroconocido o familiar. Como ocurre en lascalles de Alicante, son mujeres o chicosen su casi totalidad. Tan sólo aquí y alládescubrimos algunos viejos que sonprecisamente quienes se muestran másprudentes ante la presencia de lossoldados.

La estación de Elche está guardadapor moros de Regulares, que cuando elconvoy se detiene, extienden suvigilancia a todo lo largo del convoy. Engeneral, observan una conducta correctae incluso deferente, sin gritos, insultos niamenazas a los prisioneros. Se limitan a

cumplir con su deber cuidando de queninguno pueda escapar, pero lo hacen sinmalos gestos. Ni siquiera se oponen aque muchos chicos y mujeres seacerquen al tren y puedan cambiaralgunas palabras con los presos.

—¡Agua, un poco de agua…!De todos los vagones salen voces

pidiendo algo de beber. Tras una brevevacilación, y luego de consultar con lamirada a los moros que vigilan, algunasde las mujeres mandan a los chicos a lascasas próximas y vuelven al poco ratocon botijos y botellas. La gente tienesed, porque muchos no han bebido nadadesde la noche anterior. Son ya las dos ymedia de la tarde y en el interior de los

coches, apretados unos con otros, haceun calor asfixiante.

—¡Abran, por favor! ¡Se estámuriendo uno!

Las voces salen de uno de losvagones de ganado, cuyas puertas estáncerradas y precintadas. Gritosprocedentes de los vagones contiguosrepiten la llamada. Los moros vacilansin saber qué hacer. A los gritos acudenalgunos de los que marchan en el cocheenganchado a retaguardia del convoy enfunciones de vigilancia. Oigo gritar enforma destemplada al que debemandarles.

—¡Silencio…! ¡Silencio he dicho…!Al que no se calle le cerraremos la boca

a tiros.—¡Es que hay un hombre medio

muerto! —se atreven a protestar losocupantes de uno de los vagones.

—¡Trucos, no! El que no cierre elpico…

—No es un truco. Acaba de sufrir unataque y si no se le atiende…

—¡Que se muera!Abren, no obstante, la puerta del

vagón un momento y tras lanzar una seriede amenazas contra los que van dentro,la vuelven a cerrar con estrépito. Desdela vía, unas mujeres me tienden unbotijo, que meto hacia dentro y unpuñado de naranjas que me quitan de lasmanos los que no pueden asomarse a la

ventanilla. Una mujer, de unos cuarentaaños, que acompaña a quien nos las hadado, todavía se disculpa:

—Es lo único que tenemos…Tiene lágrimas en los ojos y un

ligero temblor en la voz. Me imaginoque debe tener algún familiar cercano —hijos, marido o padre— en situaciónsemejante a la nuestra. Lo mismo debesucederle a no pocos de los chicos y alas mujeres que a lo largo del trenparado, y gracias a la tolerancia de losmoros, nos proporcionan un poco deagua, naranjas y algunos trozos de panque devoramos.

La parada ha durado quince o veinteminutos. De pronto suena una

campanada, hay voces y carreras en losandenes de la estación, pita cuatro ocinco veces la locomotora y el trenreanuda su marcha. Con mucha lentitud,al principio, con mayor rapidez luego.

Agitamos las manos despidiéndonosde quienes nos han auxiliado. Casi todaslas mujeres lloran al vernos alejar. Derepente una de las mujeres —una chicajoven— eleva la mano derecha y cierradecidida el puño. Tras una brevevacilación otras la imitan. Pronto,mujeres y chicos a ambos lados de lavía, alzan sus puños cerrados porencima de la cabeza. Los moros lascontemplan sorprendidos; no hacennada, asombrados quizá por la

resolución desesperada de las mujeres.Hace falta mucho valor para este saludoel día 7 de abril y en presencia de todoel mundo. Contestamos en la mismaforma. En uno de los vagones de ganadoempiezan a cantar «La Internacional».No cantan muy entonados, pero sí contodas sus fuerzas. Pronto les contestandesde el interior de otros coches. Ennuestro departamento les secunda lamayoría. El aire va llenándose de lasconocidas estrofas:

«Agrupémonos todosen la lucha finaly el grito para unirnos sea¡viva La Internacional…!».

Aún perdura la emoción en todos,cuando, tras cruzar el Vinalopó, dejamosatrás a Elche, con sus palmerales y elespectáculo impresionante de mujeres yniños con los puños en alto, saludandoal tren en que marchamos con destinotodavía ignorado por todos nosotros. Eltren corre ahora por una extensa llanura,limitada por un lado por la costa y lalaguna denominada Albufera de Elche, ypor el otro, por las alturas de la sierraMadera. La llanura, de suelo salitroso,tiene mucho de esteparia. Suuniformidad se interrumpe aquí y allápor bosquecillos de palmeras.

Paramos un momento en la estaciónde Crevillente, sin que suba ni baje

nadie del tren. La estación está vigiladacomo todo el recorrido, pero casidesierta; no sólo por la hora, sinoporque el pueblo está en unasestribaciones de la sierra, a varioskilómetros de distancia. Vuelve aplantearse entre nosotros el problema deadonde nos llevan. Algunos temen quesea a Totana, lo que implica lainquietante perspectiva de que habremosde permanecer así, sin poder movernosapenas, hasta bien entrada la noche.Otros se inclinan por Orihuela, de la queaún distamos treinta y cinco o cuarentakilómetros. La mayoría pensamos enAlbatera. No sólo porque en Elchealgunas de las mujeres hablaban de ella,

sino fundamentalmente porque está máscerca, aunque la mayoría no sepamosexactamente dónde se encuentra.

Reanudada la marcha, el tren sealeja un tanto de las colinas que limitanlas llanuras, aproximándose a la costa,sin que en ningún momento lleguemos adivisar el mar. Al cabo de veinteminutos vuelve a detenerse. Alprincipio, creemos estar en plenocampo, porque no se divisa ningúnpueblo en las inmediaciones. Al final,sacando un poco más el cuerpo por laventanilla, alguien alcanza a distinguir laestación y hasta leer su nombre:

—Albatera-Catral. Creo que hemosllegado.

Lo dudamos. Pese a que la estación,apeadero o lo que sea sirve a dospueblos distintos, no alcanzamos adistinguir ninguno por más que miramosen todas las direcciones. Vamos en laparte posterior del convoy y hemosquedado a un centenar de metros de laestación que debe consistir en unoscuantos edificios. El panorama tiene unclaro aire desértico, con abundancia dematorrales y piteras y grupos depalmeras muy diseminadas en la llanuraesteparia. Apenas parados, grupos desoldados corren a uno y otro lado a todolo largo de los vagones. Gritan a todopulmón mientras empiezan a abrir lapuerta de los vagones:

—¡Abajo todo cristo…!—¡Formad en doble fila a este lado

de la vía…!Soy de los primeros en bajar del

coche, porque han abierto por el lado enque me encuentro. Hemos de dejar salira la mitad de los ocupantes deldepartamento antes de conseguir sacarlos equipajes. Cuando bajamos tenemoslas piernas entumecidas y nos duele todoel cuerpo.

—¡De prisa, rojos…! No vamos aesperar aquí hasta mañana…

Apremiados por los gritos y lasórdenes van vaciándose coches yvagones. En la estación y susalrededores debe haber más de

doscientos soldados. Incluso hanemplazado algunas máquinas para cortaren el acto cualquier asomo deresistencia. Una de ellas, colocadasobre una cerca de piedra, a unoscincuenta metros, apunta directamente anuestro grupo apenas nos apeamos.

—¿No se le ocurrirá dar gusto aldedo? —dice amoscado Esplandiú,fijándose en el soldado colocado tras laametralladora.

Tuerzo el gesto, paseando la vistaalrededor. La estación está muy cerca,pero en torno a ella sólo hay unoscuantos edificios en los que no acierto adescubrir un solo paisano. Pienso queaquel desierto pudiera resultar un sitio

adecuado para terminar con todosnosotros sin testigos molestos. Pasaríatiempo antes de que nadie se enterase denuestro final, caso de que alguien fuerade nuestras familias, se preocupase porla suerte que hubiésemos corrido.

—Espero que no —respondo—.Aunque en un sitio u otro, ¿qué más da?

—¡Alinearse sin hablar…! Si tengoque repetirlo, alguno se quedará sindientes…

Cuantos hemos venido en el cochede tercera empezamos a alinearnos acinco o seis pasos de la vía, mientrasvan saltando los ocupantes de losdiferentes vagones. Algunos lo hacencon dificultad, debido al entumecimiento

de los músculos por el apelotonamientodentro de los vagones de mercancías ode ganado. Un hombre de unos cincuentaaños, con gafas y aspecto de intelectual,hace esfuerzos por mantenerse en pie,pero a los dos minutos rueda por elsuelo.

—¿Qué le pasa a ese cabrón? —seencrespa un cabo mirándolo.

—Se ha desmayado. Dentro delvagón han quedado otros dos sinsentido. Veníamos tan apretados que nopodíamos ni respirar.

—¡Pues no sois finoles ni naa! ¿Yasí esperabais ganar la guerra? ¡Puah!

Escupe al suelo con gesto desuperioridad y desprecio. Tras ordenar

que saquen del vagón a los desmayadosy los lleven junto al que está sin sentidocabe una cerca próxima, llama a dossoldados.

—¡Traed un cubo de agua yechárselo por la cabeza!

—¿Y si no vuelven en sí?—Con enterrarles, asunto concluido.Los tres prisioneros que han perdido

el conocimiento lo recuperan bajo losefectos de la improvisada ducha. Tienenmuy mal aspecto, apenas se sostienensobre sus pies y algunos compañerostienen que ayudarles a integrarse en unade las filas formadas, sujetándoles porambos brazos. Hay otros varios, sinembargo, con los que el agua no basta.

Aunque algunos recuperan elconocimiento, no tienen fuerzas niánimos para levantarse, pese a todos losgritos y amenazas.

—Están enfermos —explica Trigo,que es practicante—. Tienen una fiebremuy alta y yo creo…

—Que se queden ahí —le corta elsargento al que da sus explicaciones—.Ya veremos lo que hacemos con ellos.

Son veinte o veinticinco los que hanvenido en el tren y no se encuentran encondiciones de dar un solo paso. Son, engeneral, personas mayores, para quienesel material aplastamiento dentro de losvagones ha resultado superior a susfuerzas, harto quebrantadas por el

hambre y las privaciones. A todos elloslos llevan hacia la estación. Uno de losque intervienen en su traslado vuelve alos dos minutos a su puesto en la fila.

—Debe haber dos campos —dice aquienes están a su lado—. He oído decira un capitán que a los graves los llevena la enfermería del campo pequeño.

Pronto circula la voz a lo largo delas filas que a uno de ellos tendrán quellevarle directamente al cementerioporque está muerto. Incluso, nos dicenque era el maestro socialista de unpueblo de Albacete. Al parecer, ya enlos Almendros se puso malo, y lasapreturas del vagón de ganado en que lemetieron acabaron con él.

—¡Atención, atención! Columna demarcha de cuatro en fondo. ¡Andando…!

* * *Inician la marcha los que han

formado en la misma estación. Los quevan en cabeza caminan sin mucharapidez porque no les sobran fuerzas yvan cargados con sus equipajesrespectivos. Nosotros tardamos un ratoen empezar a andar y pasa media horaantes de que lleguemos a la estaciónpropiamente dicha. Comprobamosentonces que la estación es un pocomayor de lo que nos habíamosimaginado. Son dos, prácticamente,

porque de Albatera-Catral parte unferrocarril de vía estrecha que lleva aTorre vieja. Además del edificio de laestación hay varias casas en losalrededores e incluso una taberna, en laque se refrescan algunos soldados quedeben estar francos de servicio.

—No me disgustaría entrar a tomaralgo, ya que pasamos por la puerta.

—Te vas a quedar con las ganas,porque para nosotros es como siestuviese en la luna.

De la estación parte un camino queconduce directamente al campo. No esmucha la distancia, desde luego. Sonmenos de quinientos metros en línearecta. Pese a que vamos cargados con

nuestros bártulos, a que no hemoscomido nada desde hace treinta horas ysólo los más afortunados —entre los queme encuentro— hemos ingerido un parde naranjas pequeñas y veinte o treintagramos de miga de pan, al madrugón y ala paliza del viaje, no se nos hace largoel camino. Es posible que nos anime lacuriosidad por conocer el lugar en quevan a meternos y la posibilidad de quesea algo más confortable que el sitio enque pasamos la última semana.

En cualquier caso, cuando salimosde la estación, ya la cabeza de lacolumna ha entrado en el campo, delmismo modo que nosotros ya estaremosdentro cuando la cola de la expedición

continúe todavía andando junto a lasvías. Para entonces ya sabemos que nosomos los primeros en llegar. Dos horasantes que nosotros llegó un tren tan largoy cargado como el que nos ha traído anosotros.

—Y dentro de un par de horasllegará un tercero con el resto de los queestábamos en los Almendros.

—Cuando lleguemos nosotros —sequeja Esplandiú— encontraremosocupados ya los mejores sitios.

—Dudo mucho que haya ningunomejor —responde, pesimista, Aselo.

—¿Por qué?—Porque todos serán igual de

malos. ¿O esperas que nos lleven a un

hotel de lujo?El panorama que se ofrece a

nuestros ojos tiene poco de atractivo.Una dilatada llanura de suelo blancuzco,en el que sólo crecen matorrales ypiteras y en el que destacan algunaspalmeras muy espaciadas entre sí.Paralela al camino discurre una pequeñaacequia. Está seca en toda su extensión.Al otro lado, distinguimos un pequeñocharco. Como hemos de hacer unaparada al llegar a su altura, uno pidepermiso al cabo que manda a lossoldados que nos custodian para llenarla cantimplora.

—Echarías a perder la cantimplora.Es agua salada que huele que apesta.

Es probable que sea cierto, lo queexplicaría la escasa vegetación y laausencia de huertas y cultivos. Uno delos soldados añade algo significativo:

—En el pueblo llaman a estoscampos saladeros.

Recuerdo que por aquí no faltan laslagunas saladas que llaman igual que enValencia albuferas. La de Elche debeestar muy cerca; un poco más lejos, estáel Mar Menor, que, en definitiva, es algopor el estilo. Y bastante más cerca lassalinas de Torrevieja. ¿No sacarángrandes cantidades de sal de estos«saladeros»?

—Esta tierra no produce nada denada —afirma otro de los soldados—.

Tanto hablar de las huertas de Valencia yMurcia y esto es peor que un desierto.

—¿Quieres decir que no hay agua?—Poca y mala. Para poderla beber

tienen que ir a Orihuela por ella.La perspectiva no resulta muy

halagüeña. Si en los Almendros, dondehabía varios pozos, hemos pasado sed,¿qué no ocurrirá aquí si el agua tienenque traerla desde veinte o veinticincokilómetros de distancia?

—Me parece que en Albateratendremos que bebería salada y reventar—gruñe Aselo, malhumorado.

Pienso lo mismo, con algunasagravantes que me callo. Si en losAlmendros, que prácticamente

estábamos en el mismo Alicante,hubimos de padecer toda clase deprivaciones, aquí, a medio centenar dekilómetros, todo irá peor. Y acaso la sednos haga olvidar el hambre.

—Creo que ya llegamos.Llegamos, en efecto, aunque el

campo de concentración o trabajopropiamente dicho esté un poco máslejos. Creemos haber penetrado en élcuando cruzamos una primera línea dealambradas y nos encontramos en unaexplanada que tendrá cien metros deancha por doscientos de larga, en cuyoslinderos crecen algunos árboles, entrelos cuales distinguimos pabellones demampostería y en la puerta del mayor de

ellos un grupo de oficiales nos vedesfilar. Pero, como no tardamos encomprobar, este recinto alambrado no esmás que una especie de vestíbulo.

* * *El Campo de Trabajo de Albatera,

según su denominación oficial, está a laizquierda. Es bastante mayor, conalambradas más altas y tupidas, conpuestos para los centinelas yemplazamientos para unas cuantasametralladoras que pueden barrerle consus fuegos en un abrir y cerrar de ojos.

Penetramos en él por la únicaabertura en la alambrada —una puerta

de dos hojas de alambre espinoso, conuna anchura total de siete u ocho metros— que da acceso a una ampliaexplanada que, a primera vista, calculoque tendrá unos doscientos cincuentametros de ancha por trescientos otrescientos cincuenta de larga. A derechae izquierda, varios grandes barraconesde madera con cubiertas de uralita,alzados diez o doce centímetros sobre elsuelo, y en su parte inferior, dos anchosescalones de madera conducen a lapuerta de entrada. Cada uno debe medirentre treinta y cuarenta metros de largo,por ocho o diez de ancho y una alturaque en ningún caso llegará a los cuatro.

Alineados a lo largo del campo, los

barracones no llegan a ocupar ni lamitad de su extensión. Entre ellos y lasalambradas queda un espacio vacío detres o cuatro metros. Fuera de losbarracones nada hay en el interior delrecinto. Parece un terreno acotado pararealizar maniobras o un inmenso estadio—mayor que el Metropolitano o elChamartín madrileños— en que lasgradas han sido sustituidas por alambresde púas y las porterías por fusiles yametralladoras. Las alambradas, muyespesas y fuertes, medirán algo más detres metros de altura y debe ser empresaardua intentar traspasarlas sin que seenteren los vigilantes, por distraídos queestén. El suelo, mal alisado, horro de

toda vegetación, tiene un colorblanquecino y la dureza de la mismapiedra.

—¿Qué te parece?—Que sólo falta un gran cartel que

diga: «¡Bienvenidos a Albatera!».

* * *Pero sólo un perturbado mental

interpretará como amables frases debienvenida las primeras palabras quetenemos que oír al llegar a Albatera.Cuando entramos en el campo ya estánformados en cinco largas filas, que vandesde la puerta hasta el fondo, quienes,integrantes de nuestra misma expedición,

nos han precedido. Están en la parteizquierda del recinto, hombro conhombro, cada fila separada de la otratres pasos de distancia y en posición dedescanso. Cada preso ha tenido quedepositar ante él su equipaje, abiertasmaletas, mochilas y bultos para quepueda ser examinado su contenido.Nosotros tenemos que situarnos delantede ellos, en una hilera que es la sexta ylos que vienen detrás forman otras hastacompletar once con el total de los quehemos venido en el segundo tren.

—¿Cuántos crees que somos?—No lo sé con exactitud —

respondo—, pero calculo que entre seisy siete mil. Sin contar, naturalmente, los

que vinieron en el tren anterior.A los que vinieron en el primer tren,

cuyo número debe ser muy aproximadoal nuestro, los mantienen totalmenteapartados. Los han metido en losbarracones, en los que no caben nisiquiera de pie —como podemos verpor puertas y ventanas— y en el espacioque queda entre dichas construcciones ylas alambradas. Mientras aguardamos aque acaben de formar los componentesde nuestra expedición, advierto que haypostes con focos para iluminar durantela oscuridad las alambradas, que existenunas plataformas de vigilancia en loscuatro ángulos y que tanto los postescomo las plataformas, los puestos de

centinela y las máquinas estánemplazadas al otro lado del valladar dealambre espinoso.

—¡Atención, atención! ¡Silenciotodos!

Las palabras, amplificadas por unaserie de altavoces, llegan a todos losextremos del campo. En la puerta delcampo aparece un grupo de oficiales quevan a situarse frente a nosotros a doce ocatorce metros de la primera fila,mientras a través de los altavoces seordena:

—¡Formen, mirando al frente! ¡Fir…mes! ¡Ar…!

Obedecemos. Los oficiales noscontemplan curiosos, en tanto que una

serie de soldados pasan por el pasilloabierto entre las diferentes filas,vigilando gestos y actitudes. La mismavoz de antes nos anuncia:

—¡Mucha atención y silencio! ¡Va ahablaros el comandante-jefe del campo!

Una voz dura, de acento metálico,llega entonces a nuestros oídos. Empiezapor recordarnos —¡como si pudiéramosolvidarlo!— que somos prisioneros ynos hallamos en un campo deconcentración donde habrá de regir lamás severa y estricta disciplina.

—Los intentos de fuga seráncastigados con el máximo rigor y elmenor asomo de protesta será aplastadasin contemplaciones. Los centinelas

tienen orden de disparar sin avisoprevio sobre cualquier individuo que seencuentre a menos de dos metros de lasalambradas.

Añade a continuación que habremosde formar siempre que se nos ordene ydos veces como mínimo, a la mañana y ala noche, para cantar los himnosnacionales, cuya letra y música serátransmitida por los altavoces con ciertafrecuencia para que dentro de unasemana nadie pueda alegar ignorancia.Tanto las formaciones como los cánticosse consideran actos de servicio yquienes pretendan eludirlos sufrirán enel acto los correspondientes castigos.

Ningún prisionero podrá tener

armas, siendo fusilado inmediatamenteal que se le encuentre encima algunapistola, revólver o granada de mano.También habrán de entregar en el actotodos los objetos inciso-punzantes comodagas, cuchillos, navajas de afeitar ycuanto los jefes, oficiales o soldadosconsideren peligroso.

Aun siendo duro, encontramos todoesto perfectamente lógico. Como lo esque autoricen a escribir una carta a lasemana, «cuando esté organizado elservicio de correos»; que podamosrecibir otra cada siete días que nos seráentregada «previo examen por lacensura del campo y únicamente cuandoprovenga de padres, mujer, hijos o

hermanos»; que más adelante podremosrecibir paquetes y comunicar —cadaquince días— con la familia, siempreque ésta obtenga previamente elcorrespondiente permiso en el gobiernomilitar de Alicante. No nos los parece,en cambio, lo que a continuación seañade:

—Las joyas de cualquier clase,especialmente las de oro, seránentregadas por quienes las tengan a lossoldados que harán las correspondientesrequisas y registros. Quienes puedanmostrar las facturas de su adquisiciónlegal, siempre que la fecha de lasmismas sea anterior al 18 de julio de1936, podrán pedir los recibos

correspondientes.Las últimas palabras son acogidas

con fuertes murmullos, entremezcladoscon risas sarcásticas y burlonas. Searma un revuelo que impide oír lo que acontinuación transmiten los altavoces.Numerosos soldados corren por entrelas filas reclamando a voces silencio.

—¿Qué entenderán estos caballerospor joyas? —pregunta en voz baja AseloPlaza.

—Todo lo que les guste, aunque novalga dos reales —responde Esplandiú.

Esperamos que empieceinmediatamente el registro de personas yequipajes, pero nos equivocamos. Enrealidad, les sobrará tiempo para

hacerlo en los días próximos y ahora,cuando la tarde va llegando a su final,les falta prácticamente para recibir yacomodar a los que ya han llegado a laestación a bordo de un tercer tren.

—¡Rompan filas…!Tratamos de desperdigarnos por el

campo, buscando cada individuo o cadagrupo el lugar que considera másconveniente para instalarse. Pero lossoldados tienen órdenes terminantes deno dejarnos pisar siquiera la partederecha del recinto.

—¡Atrás, atrás todo el mundo…!Que nadie pase de aquí. ¡Sacudid duro alos que intenten pasar…!

Tratamos de meternos en uno de los

barracones de la parte izquierda. Noconseguimos llegar ni siquiera a lapuerta. Están abarrotados por los quevinieron en el primer tren que incluso seamontonan entre el límite de los mismosy el fondo del campo, así como a susespaldas en los cuatro o cinco metrosque los separan de la alambrada.Chocamos unos con otros y apenaspodemos movernos.

* * *No sin grandes esfuerzos

conseguimos ocupar un espacio de pocomás de un metro junto al segundo de losbarracones. El sitio tiene ciertas

ventajas —que estamos resguardadosparcialmente del viento o de la lluvia yque debajo del barracón podemos meterlas cosas que deseamos resguardar delagua—, pero no somos los únicos endescubrirlo a la primera ojeada ytenemos que defenderlo con uñas ydientes —aunque más exacto sería decirque a empujones y peleas verbales—con quienes desean privarnos de estemínimo espacio vital. Sin embargo, ypese a nuestra energía, es tal laaglomeración que no conseguimosmantener más que un cuadrado de unmetro de lado. Es decir, loindispensable para dejar maletas ybultos en el suelo y permanecer de pie a

su lado o sentados sobre ellos.—A mal tiempo buena cara —

intento animarme a mí mismo—; por lomenos podemos descansar y hastaestirar un poco las piernas.

Poco es, pero resulta más de lo quemuchos han conseguido, que han depermanecer de pie o sentadosmaterialmente unos encima de otros enel suelo. El único consuelo de todos yespecialmente de los que se hallanpróximos a la parte derecha del campoes que puedan instalarse con un pocomás de amplitud cuando dejen ocupartodo el recinto.

Pero la esperanza se desvaneceantes de terminar la tarde. Una hora

después de haber entrado nosotros enAlbatera, irrumpe la cabeza de lacolumna formada por quienes vinieronen el tercero —último por ahora— delos trenes. Un poco alegrementehabíamos calculado que no serían arribade tres o cuatro mil. Al final resulta queson más del doble. Tantos que formandoce largas filas desde la entrada hastael final del campo. Aunque cada una delas filas está pegada a las otras, llenanpor entero, aun estando de pie, elespacio reservado para ellos.

Los trámites de recepción seabrevian al máximo porque es ya nochecerrada cuando entran los últimos. Losaltavoces transmiten unas breves

instrucciones antes de dar la orden deromper filas. Entonces se organiza unbarullo increíble. Muchos de los reciénllegados quieren acotar para tumbarse osentarse un espacio que no tienen.Invaden los lugares donde nos hemosinstalado los que vinimos conanterioridad y se organizan multitud dediscusiones y peleas. El escándalo subede punto cuando por los altavoces seordena que se despeje por completo unancho pasillo oscilando entre dos y tresmetros bordeando las alambradas.

Como no es fácil cumplir la ordencuando escasea de tal manera el sitio,grupos de soldados irrumpen en elcampo y van echando violentamente a

los que se encuentran en los lugaresprohibidos. El despeje de este terrenono puede hacerse en forma tranquila ypacífica. Los soldados vencen laresistencia pasiva de la gente a fuerza deempujones, de palos y hasta algunadescarga que otra —tirando por encimade las cabezas— para obligar a lospresos. En la huida de éstos se producenverdaderas oleadas de gente en elcampo y muchos que se han sentado, sonarrollados y pisoteados.

Antes del último alboroto ya se hanencendido las luces del campo. Salvounas diminutas bombillas que alumbrandébilmente el interior de los barracones,todas son exteriores al recinto.

Aparecen perfectamente iluminadas lasalambradas y un espacio de tres o cuatrometros antes de llegar a ellas. El restopermanece en una completa oscuridad,iluminado por la luna cuando no estáoculta entre las nubes.

Ni nos han dado de comer en elcamino ni nos dan de cenar en el campo.Algunos, que dicen haber oído el toquede fajina en medio de la barahúnda degritos y ruidos que acompañó aldesalojo de quienes estaban próximos alas alambradas, mantienen durante unahora la esperanza de unos cuantoshambrientos. Al final, suenan los toquesde retreta primero y de silencio despuéssin que nadie se preocupe de nuestra

alimentación. Nuestro grupo se consuelaen parte bebiendo lo poco que nos quedaen la cantimplora que nos llenaron enAlicante. Millares de prisioneros,menos afortunados o previsores, nollegan a probar el agua.

—Empiezo a vislumbrar laesperanza de que no nos maten dehambre.

—¿Por qué?—Porque antes nos moriremos de

sed.

VI

HAMBRE, SED,LLUVIA Y PIOJOS

Nuestra primera noche en Albateraconstituye un pequeño anticipo de lo quea todos nos espera en el campo.Dormimos poco y mal. No puede ser de

otra manera aunque nos sobre sueño ycansancio. Estamos en pie desde las seisde la mañana y a las nueve de la nocheardemos en deseos de tumbarnos adescansar. Si no lo hacemos, es bien encontra de nuestra voluntad. Pese a que nisiquiera cincuenta kilómetros nosseparan de los Almendros, el trasladono ha podido ser más lento y pesado.Las dos horas y media pasadas en eltren, aplastados unos contra otros, sinespacio para movernos ni casi respirarsignifican una verdadera paliza para losjóvenes y algo peor para quienes no loson como hemos tenido dolorosasocasiones de comprobar.

El campo es grande, pero falta

materialmente sitio para contener a lasdieciocho o veinte mil personas —talvez más— que estamos en él. Cabemoscon cierta holgura puestos de pie. Perono tumbados y menos si hay que dejartotalmente libres dos o tres metros a lolargo de las alambradas. Cuando eltoque de silencio y las voces de loscentinelas —que algunas veces hacenfuego para forzar a tenderse a los quecontinúan en pie— nos obligan atumbarnos, las piernas de unos tropiezancon las cabezas y los cuerpos de otros.

Nosotros cuatro, que estuvimosjuntos en el puerto primero y en losAlmendros después, hemos procuradono separarnos al llegar a Albatera. Lo

conseguimos, pero no así ocupar oconservar un sitio suficiente paramovernos con algún desembarazo. Pesea todos los esfuerzos por ampliarnuestro espacio vital, hemos deconformarnos con un metro escaso en laparte externa de uno de los barraconespor un metro y medio de largo. Altendernos comprobamos que no cabemoscualquiera que sea la postura queadoptemos. Aunque no somos altos nigordos, veinticinco centímetros deanchura nos obligan a pegarnosmaterialmente. Por otro lado, la escasalongitud nos fuerza a doblar con excesolas piernas.

Con las piernas dobladas cabe

descansar tumbados de espaldas. Pordesgracia, esta postura nos está vedadaporque la anchura de hombro de loscuatro sobrepasa ampliamente el metrode que disponemos. Hay que dormir delado, sin saber dónde diablos meter laspiernas. Es inevitable que una vezdormido uno estire un poco las piernassin darse cuenta, despertando a los queduermen en la fila inmediata queprotestan y alborotan. Además, no esposible pasarse la noche entera tumbadode un mismo lado, sin colchón deninguna clase sobre una tierra dura. Espreciso cambiar de posición unascuantas veces y cada vez hay quedespertar a los demás integrantes del

grupo a fin de hacerlo todos a un mismotiempo. En ocasiones tenemos quevolvernos porque se vuelven algunos delos que duermen en la misma fila. Y porsi esto fuera poco, tenemos elinconveniente de piojos y pulgas —producto obligado de la falta de agua ehigiene—, que pican con furiaendemoniada y el casi absoluto ayuno dela última semana que empieza adebilitarnos a todos.

Todos estos factores unidos hacenque, aun pesándome los párpados comolosas de plomo, apenas consiga dormirtres horas en toda la noche. Igual lesucede a la mayoría. Cansado de dar yrecibir patadas involuntarias,

permanezco largo rato sentado sobre lamaleta y recostado contra la pared delbarracón. La situación sería másllevadera si pudiera fumar. Pero tambiénfumar se ha convertido en un sueño deimposible realización. Aunque hemosprocurado estirar hasta el límite máximoel tabaco de que disponíamos, hacecinco días que se agotó el que teníamosy llevamos cuarenta y ocho horas sinfumar nosotros y sin que nadie a nuestroalrededor aspire una sola bocanada dehumo.

—Ahora comprendo que sea tandifícil apartarse definitivamente deltabaco.

Personalmente hasta hace unos días

estaba persuadido de que dejaría defumar en cuanto me lo propusiera enserio; algo semejante pensaban miscompañeros. Pero en el momento en quelas circunstancias nos obligan aprescindir del tabaco experimentamostales deseos que nuestras conviccionesse derrumban como un castillo denaipes.

—Sinceramente creo que volvería afumar —reconozco sincero— siestuviese de nuevo en condiciones depoderlo hacer, por perjudicial que fuesepara mi salud.

Por desgracia, las circunstancias nodependen de nuestra voluntad ni denuestras apetencias. Quizá la falta de

comida intensifica el ansia, pensandoque el humo del tabaco podríaenmascarar un poco el vacío delestómago. La realidad, no obstante, esque hay muchos en el campo que echanmás en falta los cigarrillos que el pan.

* * *—Acaso porque tienen todavía

menos esperanzas de conseguir unacajetilla que un chusco.

El Sábado de Gloria no tiene nadade glorioso para los muchos miles deprisioneros que nos amontonamos en elcampo de Albatera. El despertar tienepoco de agradable. Tras dormir poco y

mal nos encontramos con ladesagradable sorpresa de que no sólo notendremos desayuno —cosa que noconstituye novedad alguna al cabo deocho días de total supresión del mismo— sino que tampoco encontraremosagua para lavarnos las manos o parabeber.

—Van a traerla de Orihuela encamiones cisternas, pero todavía no lahan traído.

El rumor que apenas levantadosempieza a circular por el campo es queantes de mediodía habrán llegado seis osiete grandes cisternas con agua sobradapara atender a nuestras necesidades yque ya no volverá a faltar el líquido

elemento en ningún instante.—Se lo ha dicho el comandante del

campo a un médico prisionero, que creoque fue compañero suyo de estudios.

De creer los rumores circulantes, laconversación entre ambos debió seroída por quinientas personas distintas.Sin embargo, existen ligerasdiscrepancias acerca del nombre delgaleno. Unos dicen que se trata deGonzález Recatero, jefe de sanidad en elEjército de Levante; otros, de AdolfoFernández Gómez, hermano de unredactor de La Libertad, compañeromío de redacción en los comienzos de laguerra; algunos citan a un médicovalenciano apellidado Miquel, y aún se

citan seis o siete nombres más, que entrelos prisioneros abundan licenciados ydoctores en Medicina.

Por fortuna todos coinciden en lapromesa del comandante del campo, quees lo que más importa de momento. Loconfirma Francisco Trigo, antiguopracticante y viejo militante confederal,que ataviado con uniforme de la CruzRoja —a la que lleva muchos añosperteneciendo— brujulea cerca de lapuerta de entrada desde el amanecer,hablando con unos y con otros.

—Es cierto lo del agua —dice—.También que es posible que encarguen aun médico socialista, apresado en elpuerto como nosotros, de organizar la

sanidad en el interior del campo.En pocas horas —no son más que las

once de la mañana— Trigo se haenterado de muchas cosas porque eluniforme y las insignias de la cruz rojafacilita su diálogo con sargentos yoficiales que nos guardan. Sabe porejemplo, que además del campo en quenos encontramos, existe otro máspequeño a trescientos o cuatrocientosmetros de distancia en el que, aparte decuarteles para alojar al batallón quecustodia Albatera, existe un barracóndonde está instalada una enfermería conveinte camas.

—En esa enfermería se pasaronbuena parte de la guerra algunos presos

fascistas distinguidos.Aunque creado para internamiento

de los condenados por aplicación de laLey de Vagos y Maleantes —que allíhabían de regenerarse con un trabajohonrado— en Albatera fueron recluidosdurante la guerra numerosos elementospolíticos condenados por los tribunalesde Madrid, Albacete y Alicante.Ninguno se quejaba, porque en el campodisfrutaban de mayores libertades que encualquier prisión. Comían relativamentebien —que su racionamiento erasuperior al de la población civil—,recibían abundantes paquetes ycomunicaban sin vigilancia ni cortapisascon sus familiares, pudiendo incluso

acompañarles a la estación o al pueblo.—Con decirte que uno de los

médicos presos visitaba a los enfermosde Albatera y entraba y salía, iba yvolvía con casi absoluta libertad, estádicho todo.

Pese a su natural optimismo, Trigono esperaba que a nosotros se nosconcediera un régimen parecido. Pero síque una vez superadas las dificultadesiniciales del abastecimiento, se nosfacilitaran los víveres precisos para nopasar hambre. También que a losnumerosos profesionales de la Medicinarecluidos en el campo se les facilitasenlos medios necesarios para una rápida ytotal desinfección y desinsectación que

cortase de raíz el peligro latente de unagrave epidemia.

—Lo primero de todo es,naturalmente, contar con agua enabundancia y espero que la haya hoymismo.

—Si en plena guerra los hombresque la República recluyó aquí tuvieron,aparte de un trato humano, cuantonecesitaban, ¿por qué no hemos detenerlo nosotros una vez terminada lacontienda?

—Por una razón definitiva —responde—. Según acabas de decir losfascistas presos en Albatera no fueronnunca más de quinientos. Hoy somosveinte mil. Ocupamos el mismo espacio

que ellos, pero mucho más ahogados. Esmalo desde luego, pero todavía puedehaber algo peor.

—¿Qué?—Que se figuren que tendremos

suficiente con el mismo pan y la mismaagua que recibían ellos. O menostodavía si tenemos en cuenta lo quehemos comido en las horas que llevamosen Albatera o lo que nos dieron en elcampo de los Almendros.

Cuando a las doce de la mañana nosordenan a través de los altavoces formarcon toda urgencia, una mayoría da pordescontado que va a ser para repartir lacomida y el agua que estamosesperando. La esperanza parece

confirmarse cuando los altavocesinsisten en que cada uno forme en unpunto determinado y no se mueva de élbajo ningún pretexto hasta nueva orden.

—Es para evitar que los trampososvayan de un sitio para otro y cojan tres ocuatro veces el rancho.

Tiene cierta lógica la deducción, yaque no se han constituido centurias alestilo de las que funcionaron en losAlmendros y no puede saberse de unamanera exacta el número de prisionerosen el campo. Si nadie se mueve de susitio una serie de gaveteros que vayande un extremo a otro podrán servirnos atodos sin grave riesgo de que hayaquienes reciban raciones dobles.

—Hay que formar de pie, en filasdobles o triples, pero dejando un pasilloen medio.

Cuarenta o cincuenta soldadosdistribuidos por el campo se preocupande que una vez formadas las filas nadiecambie de posición. Todos miramos conatención hacia la puerta de entrada,donde pronto descubrimos algo que noacaba de gustarnos.

—Un poco raro el grupo para sertodos simples gaveteros, ¿no te parece?

El grupo que acaba de aparecer en laentrada e inicia su recorrido por la parteopuesta del campo, está integrado porvarios individuos uniformados, dosguardias civiles y un sacerdote. Se

hallan demasiado lejos aún para quepodamos oír sus palabras ni distinguircon claridad los gestos de cada uno. Sinembargo, caben pocas dudas acerca delo que pretenden y buscan.

Avanzan lentamente por los pasillosformados entre las filas de presosmirando con atención todas las caras,cambiando impresiones entre sí,volviéndose a veces para mirar más decerca a uno u obligando a otros a darunos pasos o contestar a sus preguntas.

—¡Una comisión de cuervos enbusca de víctimas…!

—¿Una sólo? Fíjate allá y verás queson cuatro o cinco como mínimo.

Al primer grupo han venido a

sumarse otros. Tras penetrar en elcampo cada uno toma distinta dirección.A la media hora son seis o siete lascomisiones de diferentes pueblos quebuscan a conocidos y convecinos, y nopara hacerles ningún favor ni entregarlesun premio. Husmean por todas partes,penetran en los barracones, levantan alos que están enfermos y tumbados ycuando tienen la más ligera duda miran yremiran cien veces a los sospechosos.

—Es un deporte emocionante y sinriesgos: al ojeo y caza del rojo.

La primera comisión que pasa pordelante de nosotros procede, por lo queoímos decir, de un pueblo de la huertamurciana. Buscan a los vecinos del lugar

que sirvieron en las filas republicanas;suponen que quisieron embarcar enAlicante y creen que deben estar enAlbatera.

—Hemos dado con uno —dicen alsargento que los acompaña—, perotodavía nos faltan siete u ocho.

El que han encontrado cometió laingenuidad de regresar al pueblo apenasderrumbado el frente andaluz. Ahoradesean llevarse a los que combatieronen Levante y el Centro para que corranla misma suerte que el anterior.

—Es mala gente —afirma el que vadando explicaciones al sargento— ycuanto antes terminemos con ella mejor.

Posteriormente sabremos que

encuentran a dos de los que buscan. Alos restantes esperan hallarlos en laplaza de toros de Alicante para donde semarchan llevándose bien amarrados alos dos presos. ¿Llegaron con ellos alpueblo murciano?

—Apostaría doble contra sencillo aque no, seguro de no perder el dinero —dice un comisario de la 42 División—.Hablé con Antonio Luna, uno de los quese llevaron y estaba convencido de quele matarían en cuanto le echaran mano.

Uno de los integrantes de la segundacomisión que desfila ante nosotros separa mirando fijamente a Serrano.Mueve la cabeza en gesto dubitativo,parece que va a seguir, pero se vuelve

decidido a interrogarle.—Tú eres de Alcoy y estuviste en

Denia al comienzo de la guerra,¿verdad?

—Ni he estado en Denia en toda mivida ni he puesto jamás los pies enAlcoy. Soy tipógrafo madrileño y mellamo…

—Eso dices tú ahora. Pero si tellevamos con nosotros acabarásreconociendo… ¡Eh, tú, Alberto!¿Quieres echar una mirada a esteindividuo?

El llamado Alberto mira fijamente aSerrano, le obliga que vuelva la cabezaa un lado para mirarle de perfil.Discrepa rotundamente de su

compañero. No obstante, exige:—¡Venga la documentación! A ver si

es verdad que eres madrileño ytipógrafo…

Serrano ha conservado sudocumentación sindical y militar. Enambas aparece su nombre y fotografía.Los dos individuos la examinandetenidamente. Al final de mala gana sela devuelven diciendo:

—No eres desde luego el Rosellóque buscábamos. Pero nada se perderíacon colgarte. ¡A saber lo que habráshecho en Madrid cuando queríaslargarte!

A los miembros de esta comisióntodos les parecen sospechosos. Acaban

llevándose a cinco presos. Aunque éstosprotestan a voz en grito afirmando queno son los que pretenden quienes se losllevan y que no han estado ni en Denia nien veinte kilómetros a la redonda, no lessirve de nada.

En total son siete las comisiones querecorren el campo en este mediodía delSábado de Gloria de 1939. Nos obligana estar formados, de pie e inmóvilesdurante cerca de cuatro horas. Entretodas, y según cuentan quienes estáncerca de la puerta del campo, se llevan adieciocho prisioneros. ¿A dónde?

—Creo que no fueron muy lejos.Media hora después de marcharseandando por el camino oímos unas

descargas allá, junto a aquel grupo depalmeras. Un hombre salió corriendodesesperado para desplomarse a lospocos pasos. Creo que era uno de losque se llevaron. No me extrañaría quetodos hubiesen quedado en el mismositio.

Son ya las cuatro de la tarde cuandonos permiten romper filas. Vamos asentarnos, silenciosos y cariacontecidos,sobre nuestros equipajes. Ha pasado desobra la hora de comer y no hemosrecibido nada. Tampoco nos llegó unasola gota de agua. Mentalmenteestablecemos una comparación con elCampo de los Almendros:

—Allí por lo menos no nos

atormentaba la sed.La sed es peor que el hambre y

empezamos a notarlo, aunque sólo haceunas horas que agotamos el contenido dela cantimplora. No quiero pensar en loque ocurrirá en los días próximos, portemor a que el solo pensamiento acentúeel deseo imperioso de beber algo.Tampoco entregarse a meditaciones,forzosamente sombrías, sobre el futuro yel presente. No tenemos nada que hacerhasta que nos tumbemos a dormir conlos estómagos vacíos. O nos haganvolver a formar para que una nuevacomisión nos mire como si fuéramosbestias feroces o animales rabiososcondenados a su inmediato sacrificio.

—Prefiero dar una vuelta para ver loque hay por ahí.

Ni Serrano ni Esplandiú tienen ganasde moverse. Aselo, en cambio, vieneconmigo. Nos dirigimos primero haciala puerta del campo donde observamoscierta agitación y movimiento. Pareceque un capitán, secundado por variossargentos y soldados, está buscandopresos que se encarguen de diferentesservicios. Nos lo explica Resti, uncompañero gastronómico que se hapasado la guerra en los frentes luchandosiempre en primera línea:

—Pidieron cocineros y salimosvarios del sindicato. Nos ilusionabapoder cocinar para todos, acabando con

el hambre que padecemos. Pordesgracia, tenemos las cocinas, pero nohay nada que cocinar en ellas. Por ahoraal menos.

—¿Y agua?—Siguen diciendo que la traerán hoy

mismo de Orihuela, pero lo mismollevan diciendo desde por la mañana ysigue sin aparecer a las cinco de latarde.

Todo indica que están tratando deorganizar los servicios del campo.Aparte de los cocineros —que entraránen funciones cuando haya algo quecocinar—, han buscado tambiénmecanógrafos y escribientes para lasoficinas; recaderos que se encargarán de

distribuir los paquetes que losfamiliares puedan traernos, luego de serescrupulosamente cacheados;improvisados carteros que repartirán lascartas tras pasar por la oficina decensura; avisadores de comunicaciones,ordenanzas, una brigada de limpieza quefuncionará cuando tenga con qué limpiaralgo.

—Van a distribuirnos por brigadas,nombrando un jefe y dos ayudantes encada una.

También está en marcha el serviciode sanidad, aunque no servirá de nadamientras no varíen mucho lascircunstancias. Aparte de una enfermeríafuera del campo —donde sólo irán a

parar los que se encuentren poco menosque moribundos— se establecerá unbotiquín con varios médicos,practicantes y enfermeros.

—En el campo sobran excelentesmédicos —indica Trigo, que anda por lapuerta con su gorra de la Cruz Roja—pero, si no hay medicinas de ningunaclase y falta hasta el agua para lavarselas manos, ¿qué podrán hacer?

Supongo que nada. Por grande quesea su ciencia, nada podrán contra lospiojos y las pulgas que nos invaden ymenos aún contra la debilidad que porfalta de alimentación va apoderándosede todos nosotros. Aun disponiendo delespacio de que carecemos para que

cualquier enfermedad o brote epidémicono se contagie en pocas horas acentenares de personas y abundancia demedicamentos, serían impotentes paraatajar la más grave de nuestrasdolencias: el hambre.

—Para eso no hay más que unremedio, sencillo, pero que está porencima de sus posibilidades: comida enabundancia.

Uno de los mayores peligros para lasalud general estriba en la inexistenciade letrinas o evacuatorios. Los hay, peropequeños y de muy limitada capacidad,en el interior de los barracones. Seríansuficientes cuando en Albatera habíatrescientos o cuatrocientos reclusos que

pasaban la mayor parte del día fuera delcampo, pero no cuando estamosencerrados quinientas veces más.

Con dificultad penetramos en uno delos barracones. No resulta agradable laestancia dentro. Es una nave grande, conliteras unas encima de otras a los ladossobre unos armazones de madera quellegan hasta el techo. Calculo que debehaber un centenar de literas, dejando enel centro un ancho pasillo de cuatro ocinco metros. No estaría mal cuandoalbergaba un centenar de hombres comomáximo, pero no ahora que pasan delmillar. El pasillo ha desaparecido porcompleto, ocupado por los bultos,maletas y hombres, y es difícil avanzar

hacia el fondo donde está lo que debióser cuarto de aseo. Al acercarnos elhedor nos echa para atrás. Si el pozonegro al que daban los cinco o seisurinarios y los cuatro retretes ya estabarebosante la víspera, ahora se desbordapor el final del barracón.

—Y eso que no hay agua, y todosllevamos ocho días sin comer.

Si la mierda y las aguas fecales queencharcan una cuarta parte del suelodespiden un olor capaz de revolver elestómago de cualquiera y constituyenuna amenaza para la salud, acaso hayatodavía algo más molesto y peligrosodentro de los barracones. Las paredes yel armazón de las literas están

materialmente cubiertas de chinches. Enmuchas de las literas hay una especie decolchonetas de paja. Quienes handormido en ellas no encontraron motivosprecisamente de satisfacción.

—Habrá que quemarlas todas cuantoantes. Tienen tantos piojos, pulgas ychinches que se mueven solas cuando lasdejamos en el suelo.

Aunque están abiertas puertas yventanas la atmósfera es tan espesa quepuede masticarse. Para poderse entenderpor encima de los ruidos circundantes lagente tiene que hablar a gritos. Estardentro unas cuantas horas es haceroposiciones para ganar plaza encualquier manicomio. Por desgracia, los

que se metieron allí no encontrarán sitioen el campo y tendrán que continuar enesta olla de grillos.

—Prefiero soportar un diluvio alaire libre —digo a Aselo cuandosalimos— que aguantar veinticuatrohoras metido ahí.

Fuera de los barracones estamosamontonados, sin espacio para estirarlas piernas al acostarnos ni lugaresdespejados para pasear. Padecemostodo género de molestias y privaciones;pero los ruidos son menores, el aire másrespirable y los olores bastante mássoportables.

* * *La inmensa mayoría de los que

hemos sido conducidos a Albateraestuvimos en el puerto primero y en losAlmendros después. A cada paso por elcampo encuentras centenares decompañeros, amigos o conocidos. Aveces te cuesta trabajo reconocerlos. Esdifícil imaginarse, no habiendo pasadopor trances parecidos, lo que unapersona puede cambiar en poco más deuna semana. El no comer demacra lasfacciones; el dormir en el suelo sindesnudarse, destroza la ropa; ocho díassin afeitarse hace que las barbas

crecidas cambien los rostros y el nolavarse ni peinarse contribuye a quetodos hayamos sufrido enormesmodificaciones que a ninguno nosbenefician.

En ocasiones no reconocemos a unamigo hasta que habla y el tono de suvoz nos permite identificarlo. Engeneral, a todo el mundo parece que leha crecido la cabeza y menguado elcuerpo. Los trajes, arrugados siempre yrotos a veces, dan la impresión devenirnos grandes. Probablemente seaverdad, porque, quien más quien menos,todos hemos perdido unos cuantos kilosen los ocho días que llevamosprácticamente sin comer. Todavía es más

acusada otra impresión al mirarnos quelos trajes que llevamos pertenecieronanteriormente a personas de mayorcorpulencia. En cierto modo la primeraimpresión que debemos causar enquienes nos miren ahora es que somosuna muchedumbre de infelicesdesharrapados.

—Y lo somos, en fin de cuentas —asegura Aselo—. Dudo mucho de quehaya habido ningún mendigo con tantospiojos como ya tenemos nosotros.

—¿Os habéis enterado ya de lanoticia? —pregunta Navarro Ballesteroscuando nos ve.

—¿Cuál es la noticia?—Que los miembros del Consejo de

Defensa que embarcaron en Gandía enun barco de guerra inglés han llegado aLondres. Parece que mister Chamberlainles ha recibido con los brazos abiertos.Incluso creo que les puso un trenespecial para que cruzaran Francia.

Algunos de los que acompañan aNavarro —Etelvino Vega, NilamónToral y un comandante de carabinerosapellidado Velasco, entre ellos—puntualizan y amplían la noticia, quehasta este momento desconocíamos.Afirman haberla leído en un periódicovalenciano que se le cayó al suelo a unode los comisionados de Denia quevisitaron el campo a primera hora de latarde.

—¿Dónde está el periódico?—Se lo llevaron unos camaradas

que lo estarán leyendo, pero podemosrepetiros lo que dice.

Lo que cuentan puede ser lo que digael periódico, quizá un poco corregido yaumentado. Parece ser que Casado y susacompañantes desembarcaron enMarsella del crucero inglés que losrecogió en Gandía y que cruzaron sindetenerse por París el día 4 o 5, yendo aembarcar de nuevo en Dieppe paradirigirse a la Gran Bretaña.

—Es bastante significativo —añadeVelasco, sonriendo malintencionado—que un gobierno tan conservador yreaccionario como el británico haya

dispensado su benévola protección aunos revolucionarios españoles. ¿No osparece sospechoso en el mejor de loscasos?

—¿No te lo parece a ti —respondeairado Aselo— que otro gobiernoinglés, más conservador aún que el deChamberlain, diera asilo y toda clase defacilidades a otros revolucionarioscontinentales europeos?

—¿Te refieres a Kropotkin? —saltaEtelvino.

—Me refiero a Carlos Marx. Ypodría referirme también a Lenin.¿Acaso ignoras que Lenin funda enLondres el partido bolchevique duranteel congreso socialista de 1903?

Velasco protesta afirmando queAselo desvía la cuestión. Estamoshablando concretamente del final denuestra guerra y de quienes la perdieron.

—Que acaso —añade— esténrecibiendo ahora en Londres el preciode su traición.

Me indignan las últimas palabras deVelasco y se lo digo con entera claridad.La guerra no se perdió a finales demarzo, porque estaba perdidadefinitivamente luego de la caída deCataluña e incluso antes. Nuestra suertequedó sellada en la Conferencia deMunich. Las democracias claudicaronante Hitler y Mussolini y la misma Rusiaprocuró desentenderse del conflicto

español.—¿Lo negáis? Pues decidme, si lo

sabéis, qué ayudas, qué armas, quésuministros bélicos se han recibido en lazona centro-sur los cuatro últimosmeses. ¡Ninguno!

—De cualquier forma hubiésemospodido resistir varios meses más.

—Es posible. Pero para ello hubierasido menester una leal y sinceracolaboración entre todos los sectoresantifascistas, sin que ninguno intentaraimponerse a los demás, monopolizandoel poder y sacrificando al resto.

—Que fue lo que republicanos,socialistas y anarquistas hicieron el 5 demarzo con Negrín.

—Porque dos días antes y de unamanera deliberada Negrín les habíaprovocado destituyendo a todos los jefesmilitares no comunistas. ¿Para resistir?De sobra sabéis que no. ¡Para echarsobre los que protestasen la culpa deuna derrota inminente e inevitable!

La mejor prueba estaba en que semarchó a Francia en la mañana del 6 demarzo en los aviones que teníapreparados para la huida, sinpreocuparse poco ni mucho de quienesaquí seguían luchando, ni hacerposteriormente nada para facilitar laevacuación de los que se quedaron enEspaña.

No nos ponemos de acuerdo,

naturalmente. No podemos ponernosporque en este punto concretodiscrepamos rotundamente, pese a que lasuerte que nos espera a todos los caídosen manos de nuestros enemigos mutuossea idéntica. Únicamente coincidimos alcabo de unos minutos en la inutilidad deprolongar la discusión. Nos separamosya cuando Velasco, enterado sin duda deque Aselo ha sido redactor-jefe de CNT,le dice en tono hiriente:

—Comprendo que defiendas a los deGandía. En definitiva, tu director, JoséGarcía Pradas, fue uno de los que selargaron a Londres. En cambio, aquí sequedó Navarro, que dirigía MundoObrero.

—Y aquí tienes también a Guzmán,director de Castilla Libre y a ManuelVillar que dirigía Fragua Social —responde Plaza—. Y a mí mismo que,sin ser director, correré su misma suerte.

—Pero él se largó dejándoos en laestacada, ¿verdad? —insiste Velasco.

—Veintitrés días antes se habíanlargado Uribe, la Pasionaria, Modesto yLíster, ninguno de los cuales esperó porvosotros, ¿verdad? —replica Aselo enel mismo tono.

Diez minutos más tarde hablamoscon un grupo de compañeros de lanoticia que nos han dado los comunistasy de la discusión que la siguió. Todoslos presentes —Antona, Amil, Molina,

Julián Fernández, Gil, etcétera— opinancon ligerísimas variantes lo mismo quenosotros. La guerra estaba perdidamucho antes de la constitución delConsejo y la formación de éste no fuemás que una réplica obligada al golpepreparado por Negrín para destituir atodos los mandos republicanos,socialistas y libertarios. Discrepamos,en cambio, respecto a lo que Negrínbuscaba con su inexplicableprovocación.

—Creo que no se proponía otra cosa—dice Amil— que asegurar laevacuación de sus seguidoresincondicionales, sacrificando a todoslos demás.

—Pienso de diferente manera —opina Antona—. Me inclino a suponerque tenía razón Rubiera en algo de loque dijo en el puerto. ¿Lo recordáis?

Todos lo recordamos porque más deuna vez hemos hablado de esto en losdías pasados en los Almendros. CarlosRubiera pensaba que Negrín habíaplaneado fríamente su maniobra y que laprovocación no tenía otra finalidad quehacer saltar al resto de las fuerzasantifascistas. La protesta de los demás leproporcionaba el pretexto que andababuscando para salir inmediatamente deEspaña, cargando las responsabilidadesde una derrota inevitable y de la que erael primordial culpable, sobre los

hombros de los demás.—Negrín nos tendió una trampa en

la que caímos con un exceso deingenuidad. Con tanta ingenuidad comolos comunistas que en Madrid se alzaronen armas contra Casado. Y mientrasunos y otros combatíamos, Negrín yquienes le rodeaban alzaron el vuelo conrumbo a Francia. Peor aún, escaparonantes de empezar la lucha en la mañanadel 6 de marzo.

Es posible que sea cierto; pero tantoaquí en Albatera, como cuando por vezprimera oí esta opinión en el puerto, noacabo de creérmelo. Se trataría de unajugada demasiado maquiavélica paraque haya podido ser planeada y

ejecutada con fría y absoluta precisión.Me inclino a suponer que Negrín sólopretendió hacerse con todos los mandosy que ante la resistencia de los demássectores antifascistas, un poco asustadode lo que se le venía encima, noencontró mejor solución que la huida aFrancia.

—De momento —añado— nopodemos saber lo que hubiese en elfondo de la maniobra de Negrín. Tal vez,si vivimos lo suficiente conoceremos laverdad si cualquiera de los fugitivos deentonces se decida algún día remoto aconfesarla y proclamarla.

—¿Tendremos que esperar también—salta burlón Amil— para saber si

otros fugitivos más recientessobrepasaron la talla de vulgarescapitanes Araña?

Todos sabemos a quiénes se refiere:a los mismos cuya llegada a Londresprovocó nuestra discusión con un grupocomunista. Coincidimos todos que entreel centenar largo de personas queembarcaron en Gandía en un barco deguerra inglés hay que distinguir dosgrupos perfectamente diferenciados.Uno, compuesto por la mayoría de losahora exiliados en Gran Bretaña, que seencontraban en el puerto antes de lallegada de los miembros del Consejo oque fueron siguiéndoles de cerca o quecayeron allí por casualidad, como tantos

otros cayeron en los más diversospuertos de Valencia, Alicante, Murcia yAlmería. Otro, que no sumaban arriba deveinte o veinticinco personas, con losmiembros del Consejo, algunos militaresy políticos que de antemano sabían quepodían embarcar allí, y no en otro sitio,en un buque británico.

—Incluso éstos —sigue diciendoAntona— tengo el convencimiento deque mandaron a la inmensa mayoría delos militantes a Alicante, porque enAlicante sabían que estaba anclado el«Marítima» en el que hubiéramospodido salir todos. Que al capitán delbuque le entrase miedo y decidiera levaranclas a las cuatro de la mañana, o que

por radio le dieran orden de hacerlodesde Marsella, es cosa que no pudieronprever y de la que no podemos culparlesen absoluto.

—Pero sí —responde, rápido yacalorado, Manuel Amil— queembarcasen en la tarde del 29 o lamañana del 30 con entera tranquilidad asabiendas de que en el puerto deAlicante quedábamos, metidosprácticamente en una trampa sin salidaposible, veinte o veinticinco milpersonas que habíamos confiado enellos.

Los puestos de relumbrón tienen, acambio de satisfacer la vanidadpersonal de quienes los ocupan, graves

responsabilidades que en modo algunopueden eludirse. El capitán de un buquetiene que ser el último en abandonar lanave en caso de naufragio e incluso dehundirse con ella cuando la catástrofe sedebe a la inexperiencia suya. No dudaAmil que el desmoronamiento de losfrentes sorprendió a los componentesdel Consejo, aunque cabía preverlodespués de dar la famosa orden de alzarbandera blanca donde el enemigoatacase. Pero incluso así debieronconservar la serenidad y la sangre fría.

—Lo intolerable es que en la tardedel 27 de marzo digan a la gente que hayque continuar en Madrid y que en lamañana del 28, sin que nadie se entere,

escapen ellos en avión. Por culpa suya,por su pánico en el momento crítico, sequedaron muchos que estarán muertos aestas horas o escaparon difícilmentecuando los fascistas estaban ya en lascalles.

—¿Crees que debieron quedarsecomo Besteiro?

—¡Naturalmente! Si se fracasa, hayque tener la entereza precisa pararesponder personalmente del fracaso yno aprovecharse de los cargos paratener asegurada la huida. Quienes lohacen, y hay entre ellos algunoscompañeros, no merecen más que eldesprecio y el asco.

* * *Suenan los toques de retreta y

silencio sin que lleguen los camionescisterna con el agua que esperamosdesde la mañana. Tampoco recibimosnada de comer. Llevamos dos jornadasen Albatera sin probar bocado. Si yateníamos hambre atrasada antes deabandonar el Campo de los Almendros,ahora el hambre constituye un verdaderotormento físico.

Nos tumbamos a descansar con elestómago vacío y descansamos menos ypeor que la víspera. Estamos de malhumor, irritados y saltamos por

cualquier cosa. Si en circunstanciasnormales dormir materialmente unosencima de otros ya provocaríaincidentes y discusiones, buena parte dela noche del sábado al domingo lapasamos enzarzados en discusiones ypeleas. Unas veces porque dormidoshemos molestado a los de la filainmediata; otras porque son ellos losque nos molestan a nosotros.

Para colmo, a las tres de lamadrugada ya, cuando el cansancio hahecho que la mayoría nos durmiéramos,nos despierta un pequeño aguacero. Noes largo ni demasiado intenso. Basta encualquier caso para dos cosasigualmente molestas: despertarnos y

hacernos perder un rato de sueño ycomprobar que el suelo del campoparece poco menos que impermeable. Ladureza del terreno o su composiciónhace que no empape la lluvia y que éstaquede formando charcos, sobre los quetenemos que tumbarnos. El toque dediana nos sorprende somnolientos,cansados, con las ropas mojadas y unhumor de perros.

Nos tienen formados de pie cerca deuna hora, transmitiéndonos por losaltavoces los himnos que quierenobligarnos a aprender. Cuando nospermiten romper filas estamos hartos detodo y de todos empezando por lasformaciones y la música.

—Sólo falta ahora que nos obliguena estar otra hora formados oyendo misa.

Por fortuna no hay formación para lamisa. Pero sí hemos de permanecerlargo rato en pie para que trescomisiones distintas de diversospueblos recorran todo el campomirándonos fijamente a la cara. Losgestos y los comentarios que algunosformulan en voz tan alta que podemosentenderlos nos sacan de quicio.Algunos no se pueden contener yreplican en tono adecuado. El resultadoes siempre el mismo: que acabanllevándose al que protesta. A vecesvuelve al cabo de bastante tiempo, perosiempre tan lleno de cardenales y

descalabraduras que es difícilreconocerle.

Cuando a mediodía nos obligan aformar por enésima vez, estamoscansados, rabiosos y hambrientos.

—Más que de Resurrección —comenta uno— este domingo va a ser demuerte para nosotros.

Por los altavoces nos comunican doscosas muy diferentes. La primera que losjefes de brigadas o grupos debenconsignar no sólo el número de quieneslas integran, sino sus nombres, apellidosy naturaleza. La necesitan, explican,para el fichero del campo, para darcurso a las cartas que escribamos o nosescriban, a los paquetes que nos envíen

e incluso para las comunicaciones.—Y para mandar las listas a la

policía para saber dónde están todos losque pueden interesarla —añaden muchospresos, seguros de no equivocarse.

Nuestros nombres los necesitancuanto antes. Por ello disponen que losencargados de las brigadas tengancompletas las listas antes del anochecer.Para compensar el mal efecto que estanoticia producirá en la mayoría de losprisioneros, agregan casi a renglónseguido que dentro de una horarepartirán entre nosotros un ranchosustancioso.

—¿Crees que nos darán de comer?—Algo nos darán, aunque dudo

mucho que sea sustancioso y suficiente.A menos, claro está, que hayan decididomatarnos de hambre.

Lo de los nombres plantea múltiplesproblemas que cada uno resuelve comomejor le parece. Si una mayoría notenemos inconveniente en dar nuestrosnombres, apellidos y lugares denacimiento, no pocos prefierensilenciarlos. Tienen, o creen tenercuando menos, razones poderosas parahacerlo.

—Yo —dicen los encargados deredactar las listas— con consignar elnombre que me des, cumplo. No tengopor qué saber si es el tuyo o no lo es.

Muchos de los que dan un nombre

cualquiera se han pasado durante laguerra de las filas nacionales a lasrepublicanas; otros saben que tienenenemigos personales que harán cuantoesté en sus manos por terminar conellos; no faltan los que saben que en suspueblos les están buscando por rencorespolíticos ni los que de ninguna forma nimanera quieren facilitar la labor de susadversarios.

—No tengo el menor interés en quesepan de mi paradero. Si les interesa darconmigo, que se tomen el trabajo debuscarme.

En realidad, nadie pregunta a nadiepor las razones que le impulsan a dar unnombre o un pueblo distinto al suyo

verdadero. Recordando lo sucedido entantos sitios, especialmente viendo cómotratan las comisiones pueblerinas quenos visitan a los convecinos quedescubren entre los prisioneros, lasexplicaciones están de más.

La confección de las relaciones decuantos nos encontramos en el campodistrae nuestra atención durante un rato.Pese a que estamos hambrientosllegamos a olvidarnos del ranchoprometido, que tomamos un poco abeneficio de inventario. Por eso, quizá,es mayor la sorpresa cuando ordenanque los delegados de cada brigada, enunión de sus ayudantes, salgan al recintoexterior para hacerse cargo de la comida

que van a darnos.La satisfacción y la alegría inicial

disminuyen considerablemente al saberel rancho que vamos a recibir. Enrealidad, son raciones tan parcas comolas que en contadas ocasiones recibimosen los días de nuestro cautiverio en losAlmendros.

—Un chusco para cinco y una lata desardinas para tres. ¡Y sin agua!

Las latas de sardinas, de diferentemarca, son un poco más grandes:doscientos gramos netos en lugar deciento veinticinco. Pero como hemos derepartirlas entre uno más, la comidapara cada uno es prácticamente lamisma: sesenta y seis gramos de

sardinas y unos sesenta gramos de pan.Como nuestra última comida —

aunque llamarla comida sea unaevidente exageración— tuvo lugarsetenta y dos horas antes, ni que decirtiene que con las dos sardinas que nostocan y con la quinta parte del chuscoacabamos en mucho menos tiempo delque se tarda en decirlo.

—¡Y nos quedamos con la mismahambre que antes! —afirma Serrano ytodos tenemos que darle la razón.

Muchos esperan con ansiasilusionadas el agua anunciada, pero laespera resulta totalmente inútil. O loscamiones cisterna de que nos hanhablado sólo existen en la imaginación

de quien habló de ellos o en Orihueladeben estar secas las fuentes.

—Tal vez sea que temenacostumbrarnos mal si en un mismo díanos dan pan y agua.

—O que sea pecado beber algo endomingo.

Pero las bromas y los sarcasmos nomejoran nuestra situación y una vez máshemos de tumbarnos con el estómagovacío. Dormimos mejor que en nochesanteriores, no sólo porque tenemos mássueño que nunca, sino también porquenos vamos acostumbrando a la durezadel suelo, al apelotonamiento general, atener que darse la vuelta todos a untiempo y soportar con resignación las

involuntarias patadas de quienes nosaben dónde meter las piernas. Ademásno llueve durante la noche, y aunque lospiojos deben ir en aumento, ni siquierasentimos sus picotazos.

Para mí la noche del domingo allunes tiene otro atractivo: un suculentobanquete compuesto por doce o catorceplatos distintos que saboreo durantehoras enteras con especial deleite. Quelos manjares no existan fuera de miimaginación y que apenas abra los ojossienta la barriga tan vacía como alacostarme no impide que durante elsueño disfrute tanto o más quedisfrutaría con un banquete real yverdadero. Lo cuento al despertar y

compruebo que no soy el único en soñarcon saciar su apetito. Todos han soñadolo mismo en más de una ocasión en losnueve días de cautividad y hambre.

—Es curioso —digo— que hastaahora tuviese la impresión de que eldeseo sexual era el más fuerte de todos.Sin embargo, en más de una semana nohe soñado con ninguna mujer y, sinembargo, lo he hecho ya en dosocasiones distintas con pantagruélicascomilonas.

Mientras estoy hablando recuerdolos versos famosos del Arcipreste: «Pordos cosas el hombre se afana / laprimera por haber mantenencia / la otracosa era / por haber yuntamiento con

fembra placentera». Evidentemente elvividor de Juan Ruiz tenía plena razón.Entre los dos instintos básicos yfundamentales del hombre —los deconservación del individuo yconservación de la especie— laprimacía del primero es indiscutible,aunque en condiciones normales loolvidemos con harta frecuencia.

La mañana del lunes 10 de abrilaparece marcada en Albatera por variasnovedades. La primera de todas,consecuencia probable de las listas depresos confeccionadas, es que doce ocatorce de ellos sean llamados por losaltavoces y metidos en el calabozo.Algunos nos enteramos entonces de la

existencia del llamado calabozo. Es unpequeño barracón, un poco apartado delos demás y no lejos de la puerta deentrada al campo. Es de madera comolos otros, de una sola planta, con techode uralita también, pero cuya entrada, adiferencia de los demás, está formadapor gruesos barrotes. También lasventanas —demasiado altas para quenadie pueda asomarse a ellas— estánprotegidas por fuertes verjas. Trasencerrar a los llamados, cierran lapuerta con llave y colocan un centinela.

—¿Cuánto tiempo van a tenerlosahí?

—Poco. Esta tarde o mañana se losllevarán a la cárcel de Orihuela.

Por lo que podemos averiguarhablando con los presos que empiezan atrabajar en las oficinas, los nombres delos detenidos figuraban en una relaciónde personas reclamadas por diversasautoridades militares.

—Se los llevarán a Orihuela porqueconsideran más segura la cárcel. Aquítemen que acaben fugándose. Como sehan fugado muchos en estos dos días.

Parece que varios de los escapadosfueron cogidos en la estación deCrevillente unos, en plena carreteraotros. Y algunos en Dolores y Elche. Enel campo, con el amontonamiento degente, es difícil advertir la falta dealgunos y a ninguno han vuelto a traerle

de nuevo.—Creo que utilizan con ellos

procedimientos más expeditivos.De esos procedimientos expeditivos

hablan asustados, horrorizados mejor,los que celebran las primerascomunicaciones con los recluidos en elcampo. Son en todos los casos vecinosde Albatera, Catral, Crevillente y demáspueblos próximos que tienen deudosentre nosotros. Como obedeciendo a unaconsigna, todos hacen la mismarecomendación.

—¡No salgáis del campo de ningunamanera! Aunque desaparezcan loscentinelas y os abran las puertas de paren par, continuad dentro.

Explican y justifican su consejo conlo que han oído o visto. Cuantos,procedentes de los distintos frentes, hanregresado con mayor o menor dificultada sus pueblos respectivos, han sidoinsultados, vejados, detenidos e inclusomuertos. En todas las poblacionesimportantes hay jueces que instruyen atoda prisa sumarios de urgencia. Bastala menor denuncia de cualquier enemigopersonal para verse en el mayor de losaprietos. Bajando mucho la voz yúnicamente cuando tienen la seguridadde que sólo podrá oírles su familiar,agregan:

—Ha habido muchos fusilamientos.A veces, incluso obligan a la gente a

presenciarlos para que sirva deescarmiento.

Quienes peor lo pasan son losescapados de las cárceles o los camposde concentración. En las estaciones, lasencrucijadas de carreteras, la entrada delos pueblos e incluso en los montes haynumerosas patrullas de vigilancia.Resulta casi imposible burlarlas a todas.Parece que algunos fugados del puerto,de los Almendros y aun del mismoAlbatera consiguieron llegar muy lejos,pero acabaron cayendo.

—En Murcia cogieron ayer a cuatroque se habían fugado de aquí. Creo quelos fusilaron de madrugada. Se hacorrido la voz de que los dejan escapar

para tener un pretexto para fusilarlos ensus pueblos.

Ni quienes comunican con ellos niluego nosotros, sus compañeros deinternamiento, a los que se apresuran acontar lo que les han dicho, sabemos siel clima de terror que parece imperar enla comarca está justificado o no.Pensando con cierta lógica hemos dellegar a la conclusión de que por muchoque exagere la gente, debe haber algo decierto.

—Yo lo creo todo —afirma AntonioMolina—. En nuestra marcha desdeHuelva a Madrid en las primerassemanas de la guerra pasamos porpueblos en los que habían estado los

fascistas y me contaron cosasespantosas.

—En Burgos fue peor aún —afirmaCrespo, un teniente de la 42 Divisiónque peleó en las filas nacionales hastaque logró incorporarse a lasrepublicanas durante la batalla de Teruel—. ¿Habéis leído lo que dice un talVillaplana en su libro Doy fe? Puesaunque muchos dicen que exagera, yo osaseguro que se queda corto.

Tenemos que formar a media mañanapara que cuatro comisiones distintas,una de ellas llegada desde Albacete,realicen con todo detenimiento sucacería de rojos particular. Su forma deactuar y expresarse, la manera de tratar

a cualquiera de los que buscan cuando leencuentran, resultan el mejor argumentopara confirmar cuanto han dicho en lasprimeras comunicaciones celebradas enAlbatera. En medio de una lluvia deinsultos y golpes se llevan un total dediecisiete hombres.

—Todos se fugarán antes de llegar asu punto de destino —afirma Aselo.

—Por lo menos —completaEsplandiú— eso dirán después susguardianes para justificar que hayanmuerto en el camino.

Pero acaso la mayor preocupaciónentre cuantos nos encontramos en elcampo sea la suerte corrida por losfugados. En primer término por ellos

mismos; en segundo lugar, porque, deser cierto cuanto han dicho en lascomunicaciones de esta mañana, larepresión alcanza mayor amplitud yviolencia de cuanto pudieron figurarselos más pesimistas.

—¿Sabes quién escapó ayer? —viene a decirme Francisco Bajo a mediatarde—. Mariano Cáscales. Se largó conun grupo de compañeros y no hemosvuelto a saber de ninguno.

Teme, y no sin motivos, queCáscales pueda ser uno de los variosfugados de Albatera fusilados en lospueblos cercanos. Caso de serdescubierto tropezaría con mayoresdificultades para burlar a sus

perseguidores por su pronunciadacojera.

—Los otros podrían echar a correr,pero él no.

Mariano García Cáscales, secretariode la federación local madrileña deJuventudes Libertarias, se hizo cargo dela Consejería de Información en la Juntade Defensa de Madrid formada el 7 denoviembre de 1936. Parece que él yvarios más aprovecharon el revueloarmado en la parte exterior del campocon el reparto de las sardinas y el pan,para abandonar el recinto.

—Esta mañana confiábamos en quehubieran podido llegar hasta Madrid.Ahora no somos tan optimistas…

* * *Nos acostamos el lunes igual que

nos levantamos por la mañana: sincomer en muchas horas y con un apetitodevorador. El hambre empieza aproducir sus naturales efectos y elmartes por la mañana son muchos losprisioneros que no pueden levantarse alsonar el toque de diana.

—Igual nos sucederá a todos dentrode ocho días de prolongarse estasituación —dice uno de los médicos,tras comprobar la extremada debilidadde un campesino de edad madura que noconsigue mantenerse en pie—. Los

jóvenes podrán resistir un poco más.Pero los chicos, y sobre todo los viejos,no resistirán mucho.

Aunque los hombres entre veinte ycuarenta años constituyen más delochenta por ciento de los recluidos enAlbatera, no faltan entre nosotrospersonas que han dejado muy atrás elmedio siglo de existencia; tampoco losmuchachos que, por su edad, bienpudiéramos considerar niños. Hayvarios centenares de chicos entre losdoce y los dieciséis años. Fueron consus padres o sus hermanos mayores alpuerto de Alicante y les hanacompañado luego en los Almendros yAlbatera. Algunos, más desarrollados,

tienen la estatura, y en casosexcepcionales, la corpulencia dehombres hechos y derechos; pero bastamirarles a la cara para darse cuenta desu verdadera edad.

—Creo que hoy mismo los pondránen libertad.

El rumor empieza a circular aprimera hora de la mañana. Es unamedida racional y lógica; resultaabsurdo que tengan presos a chicos que,por sus años, no han podido hacer nimeterse en nada durante toda la guerra.Pero acaso por tratarse de algo natural ycasi obligado lo ponemos seriamente encuarentena. Desde nuestro punto de vistacarecen de explicación lógica muchas de

las cosas que vemos desde que caímosprisioneros.

—Empezando, naturalmente, porqueparezcan empeñados en matarnos dehambre y sed.

Pero los rumores tienen plenaconfirmación en el curso de la mañana.Los altavoces ordenan la presentaciónen la puerta del campo de todos los quetengan dieciséis años o menos, provistosde su documentación los que la tengan ysin más que la cara quienes carezcan deella. En el recinto exterior, en la especiede amplio vestíbulo que precede alcampo propiamente dicho y tambiéncercado por una alambrada donde seencuentran los pabellones de las

oficinas, el cuerpo de guardia y lascocinas, se colocan varias mesas. Enellas un par de oficiales y un sargentoexaminan e interrogan a quienes sepresentan.

Ante las mesas se forman largascolas. Cuando los muchachos tienenalgún documento válido en queaparezcan su edad y punto de residencia,el asunto se tramita en medio minuto. Enotros casos —que son la mayoría— seexamina minuciosamente al muchachopara decidir si efectivamente tiene máso menos de dieciséis años. Si decidenque sí, le extienden la correspondientedocumentación.

—No se trata de una libertad

absoluta ni de entregarles unsalvoconducto que les autorice amarchar donde quieran. Si se les permitesalir de Albatera es con la obligacióninexcusable de encaminarsedirectamente a su lugar de residencia yhacer su inmediata presentación en loscuarteles de la Guardia Civil o lascomisarías de policía.

La Guardia Civil o los policíassabrán en cada caso si el muchacho,pese a su corta edad, debe quedar enlibertad provisional o ser encerrado denuevo. En cuanto al transporte, cada unotendrá que arreglarse como pueda. Elsalvoconducto le garantiza que no serádetenido en el camino, siempre que vaya

derecho hacia su punto de destinoconsignado en el papel expedido enAlbatera, pero nada más.

—Tendrá que viajar sin billete encualquier tren o conseguir que algúncoche le lleve gratis. En caso contrario,habrá de hacer el recorrido a pie.

La perspectiva tiene poco deagradable para cualquiera,especialmente para chicos de catorce,quince o dieciséis años ya castigadospor muchos días de escaso yantar y quedifícilmente conseguirán comer algodurante el tiempo que dure su viaje.Pero todo es preferible a seguir presosen Albatera.

Entre los beneficiados por la medida

está el hijo del doctor Bajo Mateos.Aunque mide por encima del metroochenta de estatura, no tiene más quedieciséis años y puede probarlo con sudocumentación estudiantil. Recibe elcorrespondiente salvoconducto y sedispone a abandonar Albatera sinpérdida de minuto.

—Creo que un tren con dirección aAlicante pasa por la estación a las dosde la tarde. Con un poco de suerte puedoestar en Madrid el jueves o el viernes.

Supone que su madre habrá llegadoya, aunque no han tenido ninguna noticiasuya desde que fue a verles al Campo delos Almendros, luego de escaparse delcine Monumental. Caso de que haya

llegado a Madrid irá a su casa. Vive enla calle de Luis Vélez de Guevara, a unpaso de donde vivo yo.

—Quizá sea más seguro que demomento me refugie en el piso de miabuela, en la calle de las Delicias.

Aunque estudiante de bachilleratodurante la guerra, Paco ha actuadointensamente en la FUE y en lasJuventudes Libertarias. Cabe en loposible que haya sido denunciado poralguien y que la policía le busque. Encualquier caso no piensa hacerse muyvisible durante los primeros días.

—De cualquier forma puedo ir a vera tu madre —me ofrece— o llamarla porteléfono diciendo que estás bien.

Se lo agradezco, pero sigo creyendoque es preferible no decirle nada. Endefinitiva, será muy poco lo que puedahacer por mí y saber que estoy presosólo servirá para aumentar susinquietudes y zozobras. Para ella —queya debe saber fuera de toda posibleduda la muerte de mi hermano Ángel—puede resultar más tranquilizador pensarque he podido salir de España.

—Tu madre sabe ya que te hancogido en Alicante —interviene Royanoque, junto con el doctor Bajo Mateos yotros compañeros del sindicato deSanidad, asiste a nuestra despedida—.Rodríguez Vega tiene un recorte deperiódico en que se da tu nombre.

Me contraría oírlo, no por mí, sinopor el disgusto de mi madre. Tengocuriosidad por saber en qué forma danla noticia de mi detención, y tras dar unabrazo a Paco Bajo, que se dirige a lasalida del campo, voy en busca deRodríguez Vega. Le encuentro en ungrupo de socialistas entre los que seencuentran Trigo Mairal, RicardoZabalza y Antonio Pérez. No tiene ya elrecorte, pero me dice su contenido.

—Viene en una página de ABC, creoque del día 2. Un camarada nuestro lorecibió esta mañana por correo y nos lodio a leer, convencido de que nosinteresaba. Desde luego te nombra a ti.

—¿Qué dice exactamente?

—Que en la tarde del 31 de marzo yen la mañana del 1 de abril han sidoapresados en el puerto de Alicantevarios millares de dirigentes rojoscuando pretendían escapar de España.Menciona a los coroneles Burillo yOrtega, a Gómez Osorio comogobernador civil de Madrid, a Henchecomo alcalde y a Antonio Pérez en sucalidad de miembro del ConsejoNacional de Defensa. Por último señalaque entre los prisioneros se encuentraEduardo de Guzmán, director delperiódico sindicalista madrileñoCastilla Libre.

Bien. Es indudable que mi madresabe ya que estoy detenido. Mi silencio,

lejos de tranquilizarla, aumentará a cadahora que pasa sus temores y zozobras.Cabe la posibilidad que piense que nopuedo escribir, cosa que sucediórealmente hasta hace tres días; peromientras no tenga noticias directas míasno podrá desechar el temor de que mehayan fusilado.

—No me queda más remedio queescribirla —digo a Aselo y Esplandiúcuando vuelvo a su lado.

Me entero bien de las instruccionesdadas para escribir. Sólo puede hacerseuna vez por semana —el día quecorresponda a la letra inicial del primerapellido— en una tarjeta postal. Comono tenemos tarjetas postales ni sellos ni

dinero para comprarlos, podemoshacerlo en un papel que no pase de lasdimensiones de un octavo de folio,escrito por una sola cara. La mitad delespacio se reservará para el nombre yseñas del destinatario, así como elnombre y apellidos del remitente. En laotra mitad tienen que ir, antes que lafecha y de manera obligada, una serie degritos rituales, un texto forzosamentemuy breve y la firma.

—¿Cuáles son concretamente losgritos rituales?

—Aquí los tienes. Primero, y a todolo ancho, es preciso escribir con letragrande y clara: «¡Arriba España! ¡VivaFranco!». Luego, a continuación de la

fecha, hay que añadir: «¡Año de laVictoria!». De no ser perfectamentelegibles todas las exclamaciones, no sedará curso a la misiva.

Hay otro inconveniente: que conarreglo a lo señalado no puedo escribirhasta mañana, porque mi primerapellido empieza por «g» y hoy nopueden hacerlo más que aquellos cuyosapellidos tienen como letras iniciales«d», «che» o «e». Obvio esteinconveniente firmando, todo junto,Deguzmán. Para los censores del campo,que tendrán que ver cada día unosmillares de misivas sin tiempo parafijarse detenidamente en ninguna, serásuficiente.

—Y mi madre, que conoceperfectamente mi letra, sabeperfectamente cómo me apellido.

El texto de la misiva esforzosamente muy breve. Suficiente encualquier caso para mí que escribo conuna letra muy pequeña. Me limito adecir que estoy perfectamente; que nonecesito nada porque de nada carezco;que no deben preocuparse en absolutopor mi suerte porque saldré en libertaddentro de unos días, y posiblemente, silas cosas marchan medianamente bien,llegaré de vuelta a casa antes inclusoque la carta.

—Que no es verdad nada de esto losabemos nosotros —contesto a

Esplandiú, que se muestra extrañado porlo que digo—. Por otro lado, mi madreno está en condiciones de podermeayudar, y yo quiero, por encima de todo,ahorrarle preocupaciones y disgustos.

—¿Y si en cualquier momento pasalo que todos estamos temiendo?

—No lo evitaría en modo alguno condecírselo a mi madre. Prefiero en todocaso darle unos días de tranquilidad,puesto que no puedo darle otra cosa.

* * *La marcha de más de doscientos

muchachos menores de dieciséis añosapenas se nota en el campo, que parece

tan abarrotado como antes. Pero verloscruzar la puerta primero, las alambradasexteriores después y dirigirse a laestación, por último, cambiaconsiderablemente la atmósfera. Unasráfagas de optimismo parecen hacermenos irrespirable el ambiente. Por latarde, aunque nos amargan como decostumbre unas cuantas comisiones quenos obligan a permanecer formadoscerca de tres horas y se llevan unpuñado de prisioneros, hay dosacontecimientos tan inesperados comosatisfactorios: los repartos, con eldesagradable intermedio de una nuevacacería de rojos, de un poco de comiday otro poco de agua.

La comida consiste en esta ocasiónen un bote de lentejas cocidas paracuatro y la consabida quinta parte de unchusco por cabeza. No saboreamos laslentejas porque las pocas cucharadasque corresponden a cada unodesaparecen antes de que podamoshacerlo. Igual sucede con el pan. Comoen esta ocasión llevamos cuarenta yocho horas sin probar bocado —apartede la escasa alimentación de los díasprecedentes—, al concluir el menguadoyantar seguimos teniendo un apetitodevorador.

—No tirad los botes —advierten—.Pueden servir como vasos para recibirel agua que vamos a repartir.

No tiramos los botes, naturalmente.En realidad no tiramos nada de lo quellega a nuestras manos porque casi todopuede utilizarse en una forma u otra.Pero el agua no llega hasta última horade la tarde y resulta demasiado escasa,no ya para que podamos lavarnos, sinoincluso para saciar la sed de la mayoría.

El camión-cisterna es de tipo medio;creo que es de los vehículos que seutilizan para regar las calles de Orihuelay no debe contener arriba de tres acuatro mil litros. Pero esta cantidad deagua, demasiado exigua para serrepartida entre veinte mil sedientos,resulta todavía más insuficiente cuandose pierde estúpidamente cerca de la

mitad.La lastimosa pérdida se debe a una

falta absoluta de organización. Meten elcamión dentro del campo, cerca de lapuerta de entrada, y anuncian quequienes deseen agua pueden acercarsepara recibir la que necesiten. O ignoranque estamos todos sedientos y que laindicación va a degenerar en unverdadero escándalo, o lo hacendeliberadamente para divertirse connuestras peleas e impotencias. De unaforma u otra el resultado es el que condos dedos de sentido común puedepreverse por anticipado.

Basta el anuncio para que cuatro ocinco mil personas se agolpen en torno

al camión, pugnando por recibir lamayor cantidad de líquido posible.Cuando uno se retira luego de llenar unbote, una cantimplora o un recipientecualquiera, veinte pretenden ocupar supuesto. Bombas y grifos no dan abasto alas ansias de las gentes que en susdisputas tiran por el suelo más agua dela que beben o se llevan. Los soldadosque imponen orden lo hacen a patadas yvergajazos, con la divertidacomplacencia de quienes presencian laescena desde el otro lado de lasalambradas.

—¡Mira cómo se ríen esos canallas!—exclama, dolido y avergonzado a untiempo, Aselo Plaza.

—¡Ya han conseguido lo quequerían: vernos pelear como perrosrabiosos por un poco de agua!

Tengo tanta sed como el primero,pero me marcho porque no quiero servirde diversión a quienes con sus risasdemuestran su verdadera cataduramoral. Igual hacen otros muchos.Furiosos Aselo, Esplandiú y yovolvemos a nuestro puesto. De lejosvemos cómo la gente sigue disputándoseel agua y los vigilantes repartiendovergajazos; obligan a más de uno a tirarel agua de que ha conseguido apoderarseno sin grandes esfuerzos. Pronto en elcamión-cisterna no queda ni una gota.

Serrano llega a nuestro lado unos

minutos después. Tiene una moradura enel pómulo izquierdo y un chichón en lacabeza, pero ha conseguido beber hastahartarse e incluso traer mediada lacantimplora.

—Ha sido una perfecta cabronada—reconoce—, pero me moría de sed ytenía que pasar por todo para saciarla.Aunque me han dado más palos que auna estera logré beber más de mediolitro e incluso traer ésta para vosotros.

Los tres a quienes dirige suofrecimiento nos negamos a aceptarlo.Nos vendría bien un poco de agua, perola que contiene la cantimplora es suyaexclusivamente. Pudimos y debimosconseguir alguna por nuestra cuenta,

aguantando palos y humillaciones. Peroya que tuvimos el gesto de renunciarantes de servir de esparcimiento a nadie,no podíamos caer en la indignidad deaprovecharnos del sacrificio de nuestrocompañero.

—¡Es toda tuya! ¡Bébetela oguárdala para cuando tengas sed!

Serrano se ríe a mandíbula batienteal oírnos. Nos llama cursis, en lo queprobablemente tiene razón, y señala quenuestra primera obligación, no ya comoluchadores antifascistas, sino comosimples presos, consiste en sobrevivir.Mayor humillación que soportar lasburlas de quienes se divierten connuestra sed es haber perdido la guerra y

estar prisioneros.—¿Que no había otra manera de

evitarlo que hacerse matar o suicidarse?Desde luego. Pero todos pudimoshacerlo como Viñuales y Máximo en elpuerto, y optamos por seguir vivos contodas las consecuencias.

Recuerda la discusión de la últimanoche en los muelles. Ninguno de losque nos opusimos a un suicidiocolectivo esperábamos que nuestraexistencia de vencidos fuera un caminode rosas, sino todo lo contrario.

—Sabíamos que nos esperaban —ynos esperan— torturas mayores que lavergüenza de recibir unos palos porbeber un poco de agua. ¿Hemos

cambiado de opinión o la vanidad y elorgullo personales son superiores aldeseo de servir de ejemplo y lección alos demás?

Tiene razón en parte, aunquedistorsione un tanto los argumentosempleados en la memorable madrugadadel 1 de abril. Acaba, no obstante, porconvencernos, acaso porque en el fueroíntimo tanto Esplandiú como Aselo y yodeseamos ser convencidos. Al final, unpoco corridos, aceptamos el agua quenos brinda Serrano.

—Hacéis bien, compañeros.¡Cualquiera sabe el tiempo que tardaránen darnos más agua, si es que noprefieren esperar a que todos estemos

muertos…!

* * *Aunque ni él mismo lo sospecha al

pronunciarlas, las palabras de Serranotienen mucho de proféticas. En efecto, nial otro día que es miércoles ni en todoslos días que restan de la semana nosproporcionan una sola gota de agua. Lacomida también brilla por su ausencia.El miércoles 12 de abril —ocho añosjustos de las famosas elecciones quederrocaron a la monarquía— empiezapara los veinte mil presos de Albatera lamás dolorosa y trágica de las quincenas.Tan dura y angustiosa, que muchos no

llegan vivos a su final y lossupervivientes, que difícilmentepodemos sostenernos en pie, tenemosmás aspecto de esqueléticos fantasmasque de personas.

Por una sorprendente paradojanuestros mayores sufrimientos se iniciancon el exceso de algo que tanto hemosechado de menos la víspera: agua.Dormimos todo lo apaciblemente que sepuede dormir cuando sentimos vacío elestómago, no podemos estirar laspiernas y nos desazonan toda clase debichejos repugnantes, cuando a las tresde la mañana nos despiertan unascuantas gotas de lluvia. En principio nolas concedemos la menor importancia.

Suponemos que será un aguacero comotantos otros que hemos soportado en losAlmendros y ni siquiera nos levantamos.Con apretarnos un poco más unos contraotros y procurar que la manta nos cubraa los cuatro creemos tener suficiente.

A las cinco de la mañana tenemosque reconocer nuestro error y cambiarun poco de postura y actitud. Siguelloviendo sin demasiada violencia, perocon terca insistencia. La lluvia, que caemansamente, sin truenos ni relámpagosaparatosos, no cesa un momento. Lamanta está totalmente empapada yempezamos a sentir la humedad en loshuesos. No sé por dónde, ya quetumbados parecemos ocupar la totalidad

del campo, el agua llegó hasta el suelo.Por fuerza hemos de levantarnos y ver lamejor manera de defendernos.

Tras unos cuantos ensayos, alamanecer damos con lo que juzgamossolución a nuestro problema. Consisteen clavar un lado de la manta a lasmaderas de la parte exterior delbarracón, utilizando como clavos unascuantas llaves de las latas de sardinas, auna altura de poco más de un metro, ysujetar el otro extremo en tierra.Formamos así una especie de tienda decampaña, abierta por ambos extremos,en que difícilmente cabemos los cuatro,sentados sobre las maletas, con laespalda pegada a la pared, la cabeza

ligeramente agachada sobre el pecho ylas piernas dobladas. La postura esmolesta, pero cien veces más molestosería aguantar a pie firme la lluviaincesante.

El alero de la cubierta de uralita delbarracón sobresale quince o veintecentímetros de la pared. Es, a un tiempo,una ventaja y un inconveniente. Ventajaporque no cae directamente el aguasobre la parte de la manta, que tocamoscon las cabezas; inconveniente, porquees mucho más abundante la que caesobre la parte que nos cubre las piernas.En esa parte, la manta empapada formapequeñas bolsas de agua que gotean alpoco rato en el interior de la

improvisada tienda. De vez en cuandotenemos que empujar hacia arriba estaparte para vaciar las bolsas. Pordesgracia, cada vez que lo hacemos sedesprende alguna de las llaves que lasujetan a la pared y tardamos unosminutos en volverlas a clavar.

Pronto advertimos otro graveinconveniente. En poco más de un metrode anchura, que es el espacio pegado ala pared y tapado por la manta de quedisponemos, no cabemos los cuatro pormuy apretados que estemos. Quedanperfectamente cubiertos los dos que sesientan en el centro; en cambio, los queocupan los extremos tienen forzosamentefuera la mitad del cuerpo. Se impone una

solución equitativa y pronto la ponemosen práctica. Consiste en que cambiemosde sitio cada dos horas, alternando loslugares del centro con los extremos.

Cuando tocan diana a las siete de lamañana lleva cuatro horas seguidaslloviendo sin interrupción. Nuestraintención es no hacer el menor caso deltoque y continuar como estamos. Peropor los altavoces dan órdenes de formary grupos de vigilantes penetran en elcampo repitiendo la orden entre insultosy amenazas, traducidas muchas veces enpalos y patadas a los que continúantumbados o sentados en el suelo paramejor cubrirse con sus mantas, capotes ochaquetones. Al final no nos queda otro

remedio que recoger la manta y formarde pie, pegados materialmente a lapared, protegidos en parte por el alerodel barracón.

Es una postura violenta y molesta. Siel saliente de uralita nos cubre la cabezay la espalda, basta la más ligera brisapara que el agua nos dé en el pecho y lacara. Por fortuna, yo llevo el chaquetónde cuero con el que hace ya quince díassalí de Madrid y calzo unas botas desuela gruesa. Mis compañeros tambiénllevan ropas que les defienden del agua.Aselo, una gabardina impermeable;Esplandiú, una trinchera que le llegacasi a los pies, y Serrano, un fuertecapote con capucha.

—Bueno, alguna vez escampará.Escampa tres horas después. Cesa

primero la lluvia y se abren luegograndes claros en el cielo. Sin caer enningún momento con excesiva fuerza, hallovido en estas siete horas más que enlos catorce días que llevamos enAlicante y sus alrededores.

—No hay mal que por bien novenga. Por lo menos nos hemos lavadolas manos y la cara.

Muchos expresan su satisfacciónporque gracias a la lluvia caída hanpodido saciar su sed cien veces mejorque con el contenido del camión-cisterna de la víspera. En efecto,dejando al descubierto platos, botes y

toda serie de recipientes han recogido ellíquido suficiente para satisfacer susmás imperiosas necesidades. Incluso elprolongado aguacero ha limpiado elcampo, que buena falta hacía. Aunque enalgunos puntos se hayan formadograndes charcos.

—El que algo quiere, algo le cuesta—afirman los eternos optimistas—.Mejor es mojarse un poco que dejar quenos coman pulgas, piojos y chinches.

Siguen satisfechos y esperanzadosincluso cuando, una hora después decesar la lluvia, tornan a cubrir el cielograndes nubes plomizas. A la una, alreanudarse de nuevo las precipitacionesla gente no parece inquietarse lo más

mínimo.—No sé por que —dice Aselo—,

pero su alegría me recuerda lasatisfacción de los campesinos el primerdía del diluvio, según el cuento famoso.

Conozco el cuento y encuentrológica la remembranza. Según él, loslabriegos estaban muy contentos cuandoempezaron las lluvias diluvialesimaginándose la espléndida cosecha querecogerían aquel año. Aquí muchosestaban contentos porque habían saciadosu sed.

—Sin pensar que de continuarlloviendo en la misma forma acabaránahogándose.

No nos ahogamos todos porque en

ningún momento las aguas alcanzansobre el campo la altura suficiente paraahogar a nadie; pero sí nos hacenpadecer más de lo que ninguno pudieraimaginar por anticipado. Incluso cabeachacar a la lluvia no pocas de lasmuertes que tanto abundan en Albateradurante los días siguientes, aparte de lasmuchas enfermedades que lossupervivientes padecerán en añossucesivos.

* * *Contra lo que ha pasado otras veces

e incluso en esta misma mañana, lalluvia que empieza a caer de nuevo a la

una de la tarde del miércoles 12 de abrilcae sin interrupción alguna durantevarias jornadas seguidas. Si demadrugada pudimos defendernos engeneral medianamente, al atardecer elagua nos derrota a todos. Las mantas olos capotes con que nos hemos cubiertono han tenido tiempo de secarse alreanudarse las precipitaciones; se calancon rapidez y nos mojamos casi igualque si prescindiéramos de ellas.

No tardamos en comprobar de nuevoalgo que ya advertimos con ocasión delos primeros chaparrones en Albatera,pero cuya gravedad no llegamos acalibrar entonces. El suelo del campoparece tener casi a ras de la superficie

una capa impermeabilizadora. Noempapa y absorbe el agua comoparecería natural y lógico; por elcontrario, parece que la que cae delcielo se suma a otra que brota de lamisma tierra, formando aquí y allácharcos que a veces tienen ocho o diezcentímetros de profundidad. En el restodel terreno se forma un barrillopegajoso y blancuzco que, como notardamos en saber por una dolorosaexperiencia, quema las ropas e inclusocuartea las suelas de botas y zapatos.

—Andar descalzo por este barrillosería peor que hacerlo sobre cristales depunta.

Al anochecer, el aspecto del campo

no puede ser más desolador. En losbarracones han buscado refugio contrael agua muchos más de los que caben.Una mayoría tiene que estar de pie,aplastados unos contra otros,agarrándose donde sea para evitar quelos movimientos pendulares de la genteles haga salir despedidos por la puerta ocualquiera de las ventanas. No obstante,de vez en cuando algún individuo,rebotado en la entrada, rueda por losescalones para rebozarse en un barrizalformado ante la entrada.

Fuera, cada uno se defiende comopuede. En general los prisioneros se hanagrupado en pequeños grupos, uniendosus ropas y sus cuerpos para mejor

protegerse de la lluvia. Con pequeñaslonas, con mantas, con capotes otrincheras han levantado una especie detiendas bajo las que se guarecen, aunquegeneralmente quedan fuera de larudimentaria cubierta la mitad de suscuerpos. Otros, envueltos en suscapotes, con las capuchas puestas,sentados en el suelo y la caramaterialmente hundida en el pecho,soportan estoicamente la lluvia.

Unos centenares, desafiando elriesgo de recibir un balazo, se hanmetido en el espacio que media entre losbarracones y las alambradas. Es unterreno prohibido en el que nadie puededetenerse ni asomar las narices,

especialmente durante las horas deoscuridad. Pero muchos desoyenconsejos y órdenes para buscar laprotección relativa del alero de uralita.

Como antes señalé, nosotrosfiguramos entre el millar o millar ymedio que pueden considerarseafortunados al disponer en conjunto deuna anchura de cerca de noventacentímetros en la pared externa de unode los barracones. No es mucho tenerveintitrés centímetros para cada uno conuna longitud de más de un metro hastatropezar con los que forman en la filainmediata. Aunque la manta empapadase cala, nos protegen el capote, lagabardina, la trinchera y el chaquetón,

que utilizamos para tapar sus múltiplesgoteras. Además, tenemos la ventaja depoder meter debajo del barracón partede nuestras pertenencias, que así quedana cubierto, pero siempre con el riesgode que se refugien en ellas —y aun lasdevoren parcialmente— las ratas yratones que por allí corretean.

Tenemos que dormir sentadosporque no tenemos sitio para tendernossin sacar buena parte del cuerpo fuerade la protección del alero del tejado y lamanta. No resulta nada cómoda nirecomendable la postura, especialmentecuando hemos de mantenerla horas yhoras. Se entumecen los músculos,duelen las articulaciones y se siente en

el cuello al cabo de un rato los amagosde una fuerte tortícolis. Sin embargo,aguantamos porque no hay más remedioque aguantar. No tenemos posibilidad deopción; todavía lo pasaríamos peor siabandonásemos las posiciones queocupamos.

—Quizá convendría acusarse de loque fuera para que nos metieran en elcalabozo.

El llamado calabozo está a cubiertode la lluvia y no se halla por reglageneral demasiado lleno. No lo estáporque allí solamente encierran a losdenunciados por algún chivato delcampo o aquellos que están reclamadospor cualquier autoridad militar, civil o

policial y cuyos nombres encuentran enlas listas confeccionadas en el propiocampo, ya que las famosas comisionesque vienen de cacería a Albateraprefieren llevarse sus prisioneros, nadiesabe exactamente para qué, aunque todossuponemos lo peor. También contribuyea que no esté demasiado lleno, el quetodos los días por la mañana lo vacíenconduciendo a sus ocupantes, al parecer,hacia las cárceles —parece que hayvarias— de Orihuela.

—No pienses en el calabozo.Dormirías bien esta noche; pero ¿quiénte garantiza que no sea la última antes dehundirte en el sueño eterno?

La noche del miércoles al jueves, en

que no cesa de llover, la pasamosbastante mal. De un lado porque esdifícil conciliar el sueño en la posturaque ocupamos; de otro, porque cadahora como máximo tenemos quelevantarnos para arreglar lo quellamamos tienda con un exceso deoptimismo, o sentarnos en el centro siocupamos los extremos y viceversa.También porque nos despiertan laspatadas involuntarias de quienes formanen la fila inmediata o los empujones delos que ocupan la misma que nosotros yque materialmente no caben tampoco ensu sitio. Por último, hemos de trabajarpor construir unos pequeños diques paraque el agua de un charco próximo no

invada nuestro reducido espacio.Con las manos, cogiendo barro de

aquí y de allá, formamos en tornonuestro un pequeño valladar de seis osiete centímetros de altura. Resultasuficiente para mantener relativamenteseco el suelo de la tienda. Pero basta unmovimiento brusco de cualquiera denosotros, adormilado y somnoliento, ode algunos de nuestros vecinos, para quese abra un portillo en la cerca por dondepenetra el agua y no nos queda otroremedio que taponar rápidamente laabertura.

Llueve casi sin interrupción durantelos dos días siguientes. Cada hora quepasa empeora nuestra situación. El suelo

del campo está embarrado, excepto enlos pequeños desniveles en que seforman extensos charcos que no existeposibilidad de vaciar. Las mantas y loscapotes, empapados en agua y barro,pesan terriblemente y constituyen más unobstáculo que una protección. De vez encuando hay que retorcerlos para quesuelten parte del agua que contienen yvolver a formar con ellos un toldo quenos resguarde un poco. Estamosagotados por el escaso dormir, heladospor la humedad que se nos mete en loshuesos, cansados y aburridos. Cuandodisminuyen un poco las precipitacionesalzamos la vista esperanzados al cielo,anhelantes de un poco de sol. Pero

nuevas nubes vienen a sustituir a las quehan descargado sobre nosotros y eltemporal continúa.

—¡Al que me vuelva a hablar deldelicioso clima de Alicante enprimavera —estalla rabioso Esplandiú— le rompo la crisma!

* * *La lluvia persistente, agobiadora,

obsesionante, nos produce molestias,dolores, enfriamientos e inclusopulmonías. Carecemos de todaprotección eficaz contra ella; hemos dedormir sentados, en un suelo embarrado,con las ropas mojadas, tiritando,

tosiendo o acometidos por la fiebre.Nada podemos hacer por remediarlo ocurarnos. En el campo, en nuestra mismasituación, hay muchos médicos,generalmente jóvenes y buenos y algunosde mayor edad —Catalina, Bajo, donJulián Fernández, etcétera—, figurasdestacadas en la Medicina española,pero pueden hacer muy poco por losdemás e incluso por ellos mismos.

—No tenemos medicinas de ningunaclase. Ni siquiera una simple aspirina.Podemos hablar con los enfermos,incluso diagnosticar la enfermedad quepadecen, pero no darles nada paracurarles.

Las tentativas para organizar la

sanidad dentro del campo no han dadohasta ahora el menor resultado. Senecesita, aparte de medicamentos, algúnlugar más o menos espacioso y acubierto de la lluvia donde examinar alos enfermos, auscultarles o tomarles latensión, ya que pensar en análisis oradiografías sería soñar con la luna.Piden todo esto al comandante deAlbatera y no consiguen nada. Hay, alparecer, en lo que llaman CampoPequeño, a trescientos o cuatrocientosmetros de donde nos encontramos, unbarracón que hace las veces deenfermería con algunos camastros. Sinembargo, los médicos presos no puedenir hasta allá. Lo único que consiguen, ya

cuando llevamos varios días deincesante lluvia, es que les proporcionenuna pequeña tienda de campaña parainstalar un presunto botiquín. Pero latienda es tan chica, que en ella no cabenmás que tres o cuatro personas muyapretadas.

—Y ni siquiera tenemos algodón otintura de yodo.

Si los médicos nada pueden hacerpara combatir las enfermedadescausadas por el frío y el agua, menospueden todavía contra la mayor de lastorturas que padecemos en la segundaquincena de abril: el hambre. Adiferencia de la lluvia, cuya intensidaddisminuye o aumenta de manera

alternativa durante estas dos semanas, yalgunos ratos y aun días enteros cesa porcompleto, el hambre crece a medida quepasan las horas. Aunque tanto en losAlmendros como en los primeros díasde Albatera hemos comido poco, esepoco se nos antoja una bendicióncomparado con lo que viene después.

—Hasta ahora —hemos dereconocer muchos— no sabíamos lo queera tener hambre de verdad.

En Albatera, el martes 11 de abriltomamos la cuarta parte de un bote delentejas cocidas y la quinta parte de unchusco. Miércoles, jueves y viernes nocomemos absolutamente nada. El sábado15 nos dan una lata de sardinas para tres

y un chusco para cinco. Despuésvolvemos a ayunar totalmente domingo,lunes, martes, miércoles y jueves, pararecibir el viernes otros sesenta y seisgramos de sardinas y unos sesentagramos de pan. Entre el 11 y el 27 deabril comemos cuatro veces con variosdías de intervalo entre una y otracomida. Como el menú no varía en lomás mínimo, en estos dieciséis díasnuestra alimentación consiste en 266gramos de sardinas en aceite y 250gramos de pan.

Será difícil imaginar lo que estosignifica para quien no haya pasado portrance semejante. El individuo sometidoa esta dura prueba experimenta grandes

transformaciones físicas y morales.Paulatinamente vamos demacrándonosnosotros. Cambia totalmente la cara alescurrirse las mejillas y hundirse losojos, mientras se acentúanconsiderablemente pómulos, frente ybarbilla. Adelgazan paralelamentebrazos, piernas, hombros y pecho,mientras va hinchándose la barriga. Losomóplatos forman una joroba en laespalda y los huesos de la clavícula,afilados como cuchillos, parecen a puntode agujerear la piel. Se inflaman yduelen las articulaciones; las fuerzasdisminuyen de hora en hora; cuestatrabajo permanecer de pie, y cuandocaminamos, lo hacemos encorvados,

porque enderezarnos por completo exigeun verdadero esfuerzo. Cuando miro amis compañeros tengo la sensación deque en dos semanas envejecen diezaños; supongo que ellos recibirán, almirarme a mí, idéntica impresión.

—Lo único inexplicable es quetodavía podamos contarlo.

Quizá superamos el prolongadoayuno porque somos jóvenes, estamossanos y nos sostiene un sobrehumanodeseo, instintivo e irracional, de seguirvivos. Acaso porque el hombre aguantainfinitamente más de lo que uno mismosupone y morirse, aunque sea de hambre,cuesta mucho tiempo y no poco trabajocuando no se pasa de los treinta años y

ninguna enfermedad mina el organismo.Pero se sufre tanto que, pensando conlógica, habríamos de mirar a la muertecomo una liberación. Y, sin embargo…

—¿Por qué nadie acorta sussufrimientos suicidándose?

Me repito mentalmente la preguntamuchas veces sin encontrarla alprincipio una explicación lógica. En elpuerto he visto suicidarse a muchos, yyo mismo, contagiado por el ejemplo, hedudado seriamente en levantarme la tapade los sesos. En Albatera, en cambio, nose suicida nadie, ni yo tengo queesforzarme por resistir la tentación dehacerlo. Mueren muchos, desde luego;pero no se suicida ninguno.

—¿Acaso la situación de todos no escien veces más desesperada?

Lo es, indudablemente, porque aldolor inicial de la derrota se unen ahoralas vejaciones, los malos tratos, lashumillaciones, la sensación de absolutaimpotencia y la seguridad de queacabaremos en cualquier momento,como hemos visto caer a tantoscompañeros desde que salimos delpuerto. Si además estamos angustiadospor el hambre, apenas podemossostenernos en pie, y no pueden ser másnegras las perspectivas que se abrenante nosotros, ¿por qué razón nosaferramos con tales ansias a una vidaque se nos escapa, que en buena parte

hemos perdido ya?—Sólo cabe una respuesta: que

nuestro cambio espiritual sea todavíamayor que el físico.

Cuanto más lo pienso —y la idea meronda durante días por la cabeza— másme convenzo de que no puede ser otra lacausa. Exteriormente hemos sufrido tanradical transformación que, de mirarnosen un espejo que no tenemos, nopodríamos reconocernos. Peroprobablemente hayamos experimentadointeriormente una superior mudanza. Laprogresiva disminución de fuerzas, lacreciente debilidad, la muerte poragotamiento e inanición que nosamenaza, nos ha hecho saltar hacia atrás

varias decenas de siglos, reduciéndonosa la condición del hombre primitivo. Elinstinto animal de conservaciónindividual se sobrepone a todo cuandoel individuo corre grave peligro deperecer. El hambre, cuando sobrepasaciertos límites, no impulsa al hombrehacia el heroísmo decidido, sino haciaun conservadurismo cobarde.

—La revolución de los hambrientostermina al llegar a la panadería de laesquina.

Empiezo a comprender la verdadque encierra la frase desgarrada y cínicade Trotski. Los hambrientos sólopiensan en comer; por eso los puebloscon hambre han sido siempre dominados

con facilidad por explotadores ydéspotas. Los que no comen acabancifrando todas sus esperanzas en unabuena comida y no van más lejos.Recuerdo un pueblo granadino en quelos campesinos hambrientos soñaron conhacer la revolución en 1932, y cuandopenetraron en un almacén de jamones,incapaces de resistir la tentación, selanzaron a comer hasta enfermar,pudiendo luego ser detenidos sinposibilidad de ofrecer la menorresistencia. Los países con hambre desiglos difícilmente logran sacudirse elyugo de la esclavitud. Por doloroso quesea reconocerlo, nadie puede negar esteaspecto negativo de la condición

humana.A nosotros el hambre nos ha hundido

física y espiritualmente. Aun formandoparte de una colectividad, hemos dejadode preocuparnos de los problemascolectivos para inquietarnos únicamentepor los personales. Durante parte de estaquincena trágica dejamos de analizar ydiscutir las causas de nuestra derrota, elrumbo que seguirá el país en un futuropróximo o el porvenir del proletariadorevolucionario que en el mundo enterosigue las ideas emancipadoras por lasque hemos luchado todos. Apenashablamos, porque el hablar consumeenergías y necesitamos reservar laspocas que nos quedan. Nos limitamos a

una vida vegetativa, dominada por elinstinto. Si hace dos semanas, apenasdormidos, soñábamos con opíparosbanquetes, ahora los soñamos inclusodespiertos. Aunque la somnolencia, elsopor que a todas horas nos invade, laegoísta indiferencia por la suerte de losdemás difícilmente pueden admitirsecomo una vigilia consciente.

Por sobrevivir la gente es capaz detodo. Desde jugarse la vida acercándosea las alambradas y extendiendo la manoentre las púas de los alambres recogerunas mondas de naranja que ha tirado unsoldado, desoyendo los avisos de loscentinelas y a riesgo de recibir unbalazo, hasta comerse cruda una rata.

Una tarde, un perro al que asustan lossoldados, se mete en el campo. Quienesprimero lo ven, lo persiguen. El perro,huyendo, penetra en uno de losbarracones. Cuando quienes le acosanconsiguen entrar también, ya lo hanpartido en pedazos quienes se hallandentro y lo están devorando. Junto anosotros duermen unos campesinos de lavega del Segura. Su pueblo está cerca, yun día sus familias les traen unospuñados de habas. Se comen hasta lasvainas. Sólo unas cuantas, que estándemasiado sucias de barro o de lo quesea, nos las ofrecen a nosotros, que lesvemos comer con envidia. Tocamos auna por barba. Ninguno de nosotros cree

haber recibido en toda su vida un regalomás valioso. Ni que haya agradecidomás.

—¿Cuántos crees que habrán muertoen estos quince días?

No acierto a responder a la preguntade Aselo. Ni lo sé yo ni lo sabe nadie.No hay quien se tome la molestia decontarlos ni impresiona demasiado sumuerte a quienes no saben si dentro deunas horas morirán también. Todas lasmañanas al sonar el toque de diana hayvarios que no pueden levantarse porquefallecieron durante la noche. No es sóloel hambre, la lluvia, el frío y lasuciedad, sino que como consecuenciade todo ello cualquier dolencia de

mediana importancia tiene un desenlacefunesto. Hay, al mismo tiempo, muchoscasos de paludismo y tifus. De unos yotros son responsables directos laspulgas, los chinches, los mosquitos yhasta las ratas. Un individuo que presidela comisión de un pueblo que viene aAlbatera para la busca y captura derojos conocidos, comenta en voz alta alver que se llevan a enterrar a dos de losprisioneros:

—En España sobran criminales.Cuantos más se mueran, menostendremos que matar.

VII

EL ANSIA DE VIVIR

Durante estas dolorosas semanas deabril en que el hambre, la lluviaincesante, la falta absoluta de higiene ylas enfermedades están a punto deacabar con todos y acaban con muchos,no se interrumpen las visitas de grupos y

comisiones que buscan en Albatera a laspersonas que más odian y a las queacusan de todos los crímenes habidos ypor haber. Son más frecuentes, alcontrario. Al menos así nos lo parece anosotros, acaso porque al aumentar ladebilidad se nos hacen más penosas lasformaciones interminables para que unosindividuos nos miren como podríanmirar a las fieras en un parque zoológicoo como en una ganadería al seleccionarlas reses destinadas al matadero.

Apenas disminuye un poco laintensidad de los chaparrones, ya suenanlos toques ordenando la inmediataformación. Ocurre a veces, muchasveces, que a los diez minutos o a la

media hora la lluvia aumenta hastaconvertirse en una buena imitación deldiluvio. Es igual. Aunque caigan chuzosde punta, hemos de continuar formados.Los ojeadores suelen entrar en el campocon paraguas e impermeables. Nosotros,con los pies hundidos en el barro o loscharcos, intentamos defendernos delagua que cae a cántaros con mantas,capotes o lo que tengamos a mano. Losvisitantes caminan despacio, fijándoseen todos, complacidos por el lamentableaspecto que ofrecemos. Es frecuente quechillen coléricos a uno cualquiera:

—¡Eh, tú, cabrón! ¡Descúbrete bienla cara…!

Generalmente el grito va

acompañado, cuando no precedido, porun puñetazo, patada o palo. O elindividuo deja caer el capote o mantacon que se tapa o se lo arrancan de lasmanos, tirándoselo al suelo embarrado.Cuando alguno replica una sola palabra,llueven sobre él los golpes. Si intentadefenderse, los cañones de los fusiles olas pistolas se clavan en sus riñones y laintensidad y número de los golpesaumentan hasta hacerle rodar por tierra.

—¡Todavía con ínfulas estosbandidos…! ¡No deberíamos dejar niuno…!

Sonríen satisfechos al verlerevolcándose en el barro o los charcos,mientras los demás permanecen

inmóviles bajo la amenaza cercana delas armas que portan y la más grave delas ametralladoras emplazadas al otrolado de las alambradas y cuyos fuegoscruzados pueden barrernos a todos en unabrir y cerrar de ojos. Hinchándose devanidad, mirándonos con aires deolímpica superioridad, les oímoscomentar despectivos:

—¡Y esta taifa de desgraciadoscobardes esperaban ganar la guerra…!

Muchos de los visitantes tienen lapinta inconfundible de los señoritos depueblo, de los hacendados y caciquesque han señoreado durante añoscualquier rincón de Levante, la Manchao Andalucía. Si han sufrido privaciones

durante la guerra, han conseguido borrarsus efectos con extraordinaria rapidez.Abundan los tipos gordos, colorados,con aire feliz y satisfecho fumandobuenos habanos. Saben perfectamente denuestras hambres y se complacenhablando entre ellos, pero losuficientemente alto para que lesoigamos, de la suculenta comidaingerida hace una hora o de la juergacorrida en Alicante la noche anterior.

No ignoran, tampoco, que llevamosmuchos días sin fumar y que para nopocos la falta de tabaco es tanto o másinsoportable que la falta de pan. Porsaberlo precisamente muchos seregodean lanzando bocanadas de humo a

la cara de quienes forman en lasprimeras filas. Una tarde un sujeto alto ycorpulento, luciendo un brillante en unasortija y llevando en la mano derecha ungrueso bastón, termina de fumar un puro,y tras sacar del bolsillo otro, tira alsuelo la colilla del primero. Uno de lospresos, un campesino andaluz,escuálido, de pelo grisáceo, vacila unmomento con los ojos fijos en la colillahumeante, y luego, incapaz de resistir latentación, se agacha a recogerlaaprovechándose de que ha caído a dospasos de distancia.

No tiene tiempo de llevarse lacolilla a los labios. El que la ha tiradoadvierte su intención y reacciona con

rapidez y violencia. Alza el bastón y lodescarga con todas sus fuerzas sobre lamuñeca del campesino que lanza un gritode dolor, mientras la presa ambicionadase le escapa de los dedos sin fuerzas.Uno de los acompañantes del agresor lepropina entonces un violento empellónpara hacerle volver a la fila queocupaba. Alegre y satisfecho el sujetode los puros pisotea la colilla hastadestrozarla por completo en el barro.Luego, encendiendo el nuevo puro, diceen tono desafiante mirando a quienes,impotentes, hemos presenciado lavergonzosa escena:

—¡El que quiera fumar, que se fumela polla…!

* * *Si en todos produce el hambre los

más desastrosos efectos, son los viejos,con menos reservas físicas paraaguantar, quienes sufren un tanto porciento más elevado de bajas. Cada díafallecen varios y otros tantos han de serconducidos, poco menos queagonizantes, a la enfermería del campopequeño, en donde debe perecer lamayoría, porque ninguno retorna anuestro lado. Los médicos, que tratan deorganizar un servicio, aunque carezcande los medios precisos, hablan una yotra vez con los oficiales que mandan en

el campo —uno de los cuales ha sidocompañero de estudios de uno de losgalenos—, señalando el peligro de queen un par de semanas no quede vivoninguno.

Sea por atender a sus peticiones oporque así lo dispongan autoridadessuperiores, a comienzos de la segundadecena de abril se autoriza la salida delos prisioneros mayores de sesenta años,siempre que sus nombres no figuren enlas listas de individuos reclamados.

Exigen, como ocurrió con losmenores de dieciséis años, que losviejos presenten documentacióndemostrativa de que han pasado de lasesentena. Unos las tienen y otros no.

Pero basta ver el aspecto de algunospara comprender que han sobrepasadola edad señalada como mínima. Sonmenos que los chicos, quizá porque sunúmero se ha reducidoconsiderablemente en los últimos días.No ponen pegas a la mayoría. De unlado, porque algunos no parece quepuedan vivir mucho; de otro, porque noles ponen en libertad definitiva. Selimitan a concederles una especie delibertad condicional, mediante un papel,en que se consigna su punto de destino yla obligación de presentarse a la policíao a la guardia civil inmediatamente a lallegada.

—Serán ellos quienes resuelvan si

les dejan libres, luego de recoger losoportunos informes, o si les mandandirectamente a la cárcel.

Entre los que se marchan está eldoctor Bajo Mateos. Es un buen médicoque trabajó toda la guerra en diversoshospitales y durante unos meses haocupado la Dirección General deHigiene Infantil, trabajando con aciertopara mejorar la alimentación y cuidadosde los niños. Me avisan de su marchaaprovechando un rato que deja de llover.Voy a despedirle a la puerta del campo yAselo me acompaña.

En los pocos días que llevo sinverle, Bajo Mateos parece haberenvejecido unos años. Ha enflaquecido

considerablemente, tiene muy crecida labarba y sus ropas —que se le hanquedado grandes— están arrugadas ycasi tan sucias como las de todosnosotros. Anda un poco encorvado ydifícilmente puede con la maleta quelleva.

—Que tenga suerte —le deseo alabrazarle—. La necesitará.

Llegamos hasta la puerta para verlecruzar el recinto exterior en unión deotros hombres de más de sesenta años.Me sorprende entonces ver alcomandante de carabineros, Velasco,charlando amistosamente con unosoficiales del batallón de guardia yriendo con ellos.

—¿Qué hace ahí ese tipo? —pregunto, extrañado, a Trigo que,siempre con su gorra de la Cruz Roja,vuelve a entrar en el campo luego deacompañar al doctor hasta la salida delrecinto exterior.

—¿Te refieres a Velasco? ¡Algunanueva cabronada! ¿O no sabes ya que esel mayor hijo de puta?

Me sorprende la respuesta. Abro laboca para pedirle una explicación, peroRoyano, que también ha ido hasta lapuerta para despedir a Bajo —perteneciente como él y como Trigo alSindicato de Sanidad— me anticipa larespuesta que quiero pedir.

—Hace ya dos días que se convirtió

en un chivato, capaz de denunciar a Diosy a su padre con tal de que le den unchusco.

Me cuesta trabajo creerlo. Aunqueignoro los antecedentes del sujeto encuestión, al que no conocía hasta verleen el Campo de los Almendros, suponíaque era un luchador antifascista. Inclusodaba por descontado que seríacomunista, por estar siempre en el grupode Etelvino Vega y Navarro Ballesteros.

—¡Pues fue a los primeros quedenunció, sin duda para hacer méritos!¡Ah, también ha delatado a Toral y aValldecabres! En el calabozo los tienesen este mismo momento.

Aselo recuerda nuestra discusión

con aquel individuo hace siete u ochodías. Hablábamos con NavarroBallesteros, cuando terció en la charlahaciéndolo en tono hiriente paranosotros.

—¡Procurad que no os vea! Porquesi os ve o recuerda vuestros nombres, lefaltará tiempo para delataros.

Es posible que Trigo y Royanotengan razón y que Velasco no nos hayadelatado aún por olvidarse de nosotros,no recordar nuestros nombres oconsiderar que somos figuras muysecundarias. En cualquier caso, novamos a preguntárselo. Hablar con lassabandijas es siempre desagradable. Espreferible aplastarlas la cabeza sin

mancharse cruzando la palabra conellas.

—¡Ojalá haya un poco de suerte yreviente esta misma tarde!

Empieza a chispear y volvemos anuestro sitio de costumbre. En díassucesivos no vemos a Velasco —quetiene la precaución de no adentrarsesolo en el campo por temor a lasconsecuencias de su chivatería y procurapasar casi todo el tiempo en el recintoexterior, donde incluso duerme, y casinos olvidamos de él—. Un motivopoderoso puede explicar este olvidomomentáneo. Los viejos salen deAlbatera entre el 18 y el 20 de abril y lasemana siguiente es la de mayor hambre

para todos los presos.La falta de alimentación empieza a

minar los organismos más resistentes, sibien en cada uno se manifiesta dediferente manera. Yo, personalmente,que he aguantado bastante bien lasprivaciones, comienzo a experimentaruna pérdida alarmante de equilibrio. Devez en cuando, sin causa ni motivoaparente, rompo a sudar, empapo lasropas y me estorba cuanto llevo encima.En repetidas ocasiones me mareo alincorporarme y tengo que apoyarme enla pared del barracón para no rodar porel suelo. Me ahogo dentro de la tienda eincluso fuera; en los momentos que cesala lluvia, experimento un calor

sofocante, que tiene poco que ver con latemperatura ambiente.

Me ocurre todo esto una tarde quetocan a formar, esperando la visita deuna nueva comisión. Al cabo de un ratode estar de pie, tengo la sensación deque se me va la cabeza y he de sentarmesobre la maleta. Sudo copiosamente yaunque sopla una brisa húmeda y frescanecesito quitarme el chaquetón de cuero.Hay muchos que se encuentran tandébiles como yo y que, cansados deesperar o agotadas sus fuerzas, sesientan en sus petates o se dejan caer alsuelo. Entonces, igual que ha sucedidoen múltiples ocasiones anteriormente,unas patrullas penetran en el campo

precediendo a los visitantes de turno yrecorren las filas, obligando con no muybuenos modales a todo el mundo aponerse de pie.

Por regla general, se ve de lejos alos soldados y los que están sentados seincorporan antes de que lleguen a sualtura. En esta ocasión, sin embargo, nosfijamos en un grupo distante sin darnoscuenta de que cuatro vigilantes,mandados por un superior, han dobladola esquina del barracón y los tenemosencima antes de enterarnos de suproximidad. Con muy malos modos,obligan a incorporarse a todos. MientrasSerrano, anticipándose a la acción delos vigilantes, me coge de un brazo para

ayudarme a levantar, Aselo se dirige aloficial para decirle que me encuentromareado y difícilmente puedomantenerme en pie.

—¡Cuentos, no! —le interrumpe,violento, su interlocutor—. Cuando semanda formar hay que hacerlo como sea.¿Entendido?

—Es que está enfermo y…—Si está malo, que se muera. ¡Pero

de pie!Es inútil pretender hablar. Está

irritado, colérico y dispuesto adescargar sus iras con el primero quediga una palabra. Termino delevantarme, apoyándome en Serrano yEsplandiú. Observo entonces que uno de

los vigilantes mira mi chaquetón decuero que ha quedado sobre la maleta.El oficial lo advierte también y habla denuevo dirigiéndose a él:

—¿Te gusta, muchacho? Puespóntelo. ¡Es tuyo!

Sonriente y satisfecho, el hombrecoge el chaquetón dispuesto allevárselo. Yo trato de protestar.

—¡Perdón, oficial! ¡El chaquetón esmío!

El oficial me mide de pies a cabezacon una mirada despreciativa. Con aireinsultante replica:

—¿Dónde lo robaste?—Ni soy un ladrón ni he robado

jamás a nadie.

—Eso dices tú.—El chaquetón lo compré hace dos

años en una tienda de la calle de laMontera, en Madrid. Me costó…

—¿Tienes la factura?—No la tengo aquí, naturalmente.

No llevo la factura encima durante añosenteros de todas las cosas que comproy…

—El chaquetón es tuyo, muchacho—me interrumpe el oficial, sin dejarmeconcluir, dirigiéndose al vigilante—.Aunque fuese verdad —que no lo es—que lo compró, lo pagaría con dinerorojo. Como ese dinero no vale, lo robó.

Luego se vuelve a mirarme paraadvertirme, en tono amenazador, que no

quiere oír una palabra más sobre elasunto.

—Te conviene cerrar la boca. Locontrario podría resultar demasiadopeligroso para ti. ¡Y sanseacabó!

—Por no tener, no tenemos ni mierdaen las tripas.

La frase achulada, expresiva ygráfica, refleja en nuestro caso una granverdad. Tenemos la barrigaabsolutamente vacía. No puede ser deotra manera, dado lo prolongado delayuno. Lo poco que ingerimos —unosgramos de pan y sardina y media cadacuatro días— lo digerimos y asimilamospor completo, sin dejar restos o residuosde ninguna clase.

—Yo llevo tres semanas sin cagar. Ya casi todos nos sucede lo mismo.

Es cierto. Por falta de grasas o porlo que sea —y todo derivadoindiscutiblemente de la falta dealimentación— padecemos un agudo yprolongado estreñimiento. Desde quesalimos del puerto, a primeros de mes,yo he defecado una vez en el Campo delos Almendros. Después, nada.

—¡Naturalmente! ¿Cómo vamos adescomer lo que no hemos comido?

Sentimos de vez en cuando fuertesdolores de barriga, retortijones de tripase incluso flatulencia. Algunos,engañados por los síntomas, procuranapartarse un poco del resto de los

presos, se ponen en cuclillas y hacenesfuerzos enteramente baldíos. Al final,tienen que volver a subirse lospantalones y esperar que otra vez sea deverdad.

La mayoría de los médicos presosestán preocupados. Más que por elestreñimiento en sí que consideranenteramente lógico dada la situación enque nos encontramos, por lo queocurrirá cuando cese. Lo más probablees que el defecar por primera vez, noscueste esfuerzos prolongados e intensosdolores. E incluso que si llegamos acomer algo más o a ingerir líquidos encantidad, el estreñimiento deje paso auna diarrea que acabe con muchos.

No faltan, sin embargo, los que porcomer algo más —merced a lospaquetes que les envían sus familias,residentes en los pueblos cercanos—realizan sus deposiciones en forma casinormal. Son pocos, desde luego; tanpocos que escasamente llegarán al trespor ciento de los presos. Pero necesitanun sitio en que poderlo hacer. Losexcusados de los barracones —aunquelo de excusados sea una fantasía, pues loque debían ser cuartos de aseo no tienenpuertas y las funciones fisiológicas hayque realizarlas a la vista de unoscentenares de personas— estáninutilizados desde el día de nuestrallegada; los pozos negros, totalmente

llenos, rebosan por todas partes yvaciarlos y limpiarlos no resulta fácildado el amontonamiento de gente.

Como en todo el campo no quedaningún espacio libre, los que necesitanevacuar algo tienen forzosamente queacercarse a las alambradas para nohacerlo encima de algún compañero.Realizan sus deposiciones en los dosmetros que separan las últimas filas delos límites del campo. Sin embargo, lasalambradas están muy vigiladas, tanto dedía, como de noche, y a los centinelas noles agrada que los prisioneros realicensus deposiciones tan cerca de ellos. Lesmolesta tanto el olor que despiden losimprovisados evacuatorios, como los

gestos y actitudes de los evacuadores.Chillan y amenazan a los que lo hacen,que se marchen quince o veinte metrosmás allá; pero si obedecen se acercan ala demarcación de otro centinela, que seindigna y protesta a su vez.

Generalmente, los vigilantes selimitan a lanzar una serie de insultos oformular amenazas más o menos graves.En no pocos casos, buscan alguna piedraque arrojan contra los individuos que lesmolestan y, generalmente, dan en elblanco. En ocasiones excepcionaleshacen uso de las armas y son varios losque si consiguen vaciar su vientre seencuentran con uno o dos balazos. Enningún caso, las reclamaciones o

protestas de los prisioneros sirvenabsolutamente de nada.

—Hay orden de no dejar que nadiese acerque a menos de dos metros de lasalambradas bajo ningún pretexto. Loscentinelas se limitan a cumplirla.

Al final —es ya el 24 de abril— seautoriza una solución de emergencia.Consiste simplemente en excavar doszanjas de un metro de anchura y cuarentao cincuenta metros de largo casi pegadasa las alambradas y en la parte de fondodel campo que servirán como letrinas.Se ahonda bastante para que puedanservir durante más tiempo. La tierra quese saca se amontona a un lado y otro.Pese a la debilidad general imperante

entre los presos, son muchos losvoluntarios que se prestan a manejarpicos y palas para tenerlas listas en unpar de horas. No sólo porque es unanecesidad para todos, sino por corrersela voz de que quienes trabajen recibiránun poco de pan y dos cigarrillos.(Aunque después resulte que nadie sabequién ha prometido nada, y los queesperaban algo resulten burlados ychasqueados).

En la parte exterior de lasalambradas contiguas a las letrinas —que dado el número de presos habrán deestar muy concurridas en cuanto senormalice un poco la alimentación— seaumentan los puestos de vigilancia para

cortar en flor cualquier intento de fuga.A los soldados no les agradan poco nimucho aquellos puestos, y muchas vecesinsultan o gastan bromas pesadas —especialmente por la noche— a quienesevacúan sus necesidades. En cualquiercaso, la construcción de las letrinassignifica una mejora considerable paralos presos.

—Podrán llamarte hijo de perramientras cagas, pero por lo menos tienesla casi seguridad de que no te pegarándos tiros.

En los primeros días no son muchosquienes tienen que utilizarlas. Después,sea porque el estreñimiento generalllega a su tiempo límite o, más

seguramente, a que empezamos a comeralgo —abundan ya los paquetes decomida, porque ahora los traen lasfamilias de muchos, residentes no sóloen la provincia de Alicante, sino en lasde Murcia, Valencia y Albacete eincluso en el propio Madrid— aumentanrápidamente los que sienten la necesidadde evacuar, una necesidad que ya casitenían olvidada.

Comienza entonces una etapasorprendente de angustias ysufrimientos. Contra lo que a muchos,totalmente legos en medicina, parecelógico y natural, las deposiciones no sonrápidas ni indoloras, sino todo locontrario. Generalmente, empezamos a

sufrir las primeras contraccionesintestinales, cuatro o cinco días antes deconseguir evacuar absolutamente nada.Una y otra vez vamos hasta las letrinas,permanecemos largo rato en cuclillashaciendo violentos esfuerzos que nosagotan, y al final, sudorosos y doloridos,volvemos igual que fuimos. Uno,poniendo a mal tiempo buena cara, haceun retruécano con un juego de palabrasque millares repiten en días sucesivos alvolver desolado de las letrinas.

—Me está bien empleado porhaberme hartado de «albaterina».

—¿Y eso qué es?—Está bien claro: que he ido «al

váter y ná».

Todos hemos tomado, al parecer,cantidades ingentes de «albaterina».Pero la cosa no tiene, por desgracia,nada de graciosa ni divertida. Lejos deello, es una tragedia que cuestainsoportables dolores a la mayoría,graves dolencias a centenares y lamuerte a unos cuantos. Durante unassemanas se convierte en la más graveamenaza que gravita sobre nuestrascabezas. De tal modo y manera que anteella pasan a lugar secundario el hambreespantosa que padecemos y hasta laprobabilidad de acabar ante un pelotónde fusilamiento.

—Si te fusilan acabas en un instante;en cagar tardas días enteros y no dejas

de sufrir un solo segundo.Podrá dudarse de la primera

afirmación, pero no de la segunda, de laque tenemos constantes ejemplos a lavista, y por la que todos, un poco mástemprano o más tarde, pasamos casi sinexcepción. No son simples retortijonesde tripas los que nos fuerzan a ir a lasletrinas, sino verdaderas rasgaduras delos intestinos. Escasean los afortunadosque consiguen hacer una deposición alprimer intento, aunque persisten en éldurante horas enteras. Lo normal ycorriente es que haya que intentarlocuatro o cinco veces en ocasiones o díassucesivos antes de tener éxito.

Los ratos que pasan son difíciles de

relatar y más difíciles de creer paraquienes no los hayan sufrido. Lasensación que todos experimentamos esque tenemos en el vientre una serie decristales que sólo a costa de grandesesfuerzos, de repetidas contraccionesmusculares van avanzando con terribleparsimonia a través del intestino gruesoprimero y del recto después. Pinchan,hieren y cortan por donde pasan y escorriente que antes de eliminarlossuframos pequeñas hemorragias. Losdolores son tan intensos y prolongadosque las víctimas se quejan, gritan, sudan,lloran y hasta se desmayan rodando alfondo de la zanja de la que hay queextraerles exangües y destrozados.

Cuando uno ha terminado y trasrespirar hondo unas cuantas veces miralo que ha echado y que tantos dolores leha ocasionado, se asombra al ver queúnicamente ha expelido cinco o seiscagarrutas. Son unas bolitas pequeñas,duras y negras, muy parecidas a losexcrementos de las cabras, peroerizadas de pinchitos negruzcos quetienen que ser los que produzcan losdesgarros intestinales que tanto hacensufrir a todos.

—Son escibalos —explican losmédicos— formados como consecuenciade la escasa comida, de la falta degrasas y la casi total ausencia delíquidos en el tracto intestinal.

Nadie discute sus explicaciones.Aunque nada sepamos de medicina,tiene indudable lógica lo que dicen. Paradecidirlo así basta con observar queesta extraña formación de excrementosno hace sufrir a un individuo aislado,sino que es común en millares depersonas que llevamos unas cuantassemanas viviendo —acaso sería mejordecir muriendo— en las mismascircunstancias.

En realidad, mucho más que lasrazones científicas de un hecho que notenemos interés ni posibilidad deinvestigar, nos inquietan lasconsecuencias. Y éstas pueden resultar ala corta o a la larga tan desagradables

como peligrosas. En quienes conanterioridad padecieran hemorroides —y con sorpresa oímos a los galenosafirmar que su número es muy superior alo que habíamos imaginado— puedereventárselas o ulcerárselas.

—Lo que, dada la absoluta falta dehigiene en que tenemos que vivir,significa, aparte de grandessufrimientos, una amenaza muy seria a supropia existencia.

A quienes no las padecían hastaahora, resultaba casi inevitable que selas produjeran los enormes esfuerzosrealizados. Si algunos superaban laprueba en unas horas con dolores ymolestias…

—Para otros es peor de lo quepueda ser un parto para cualquier mujernormal y sana.

Son muchos los que, sin haber oído alos médicos, establecen por cuentapropia la comparación con el parto. Aveces, las deposiciones tienen la mismaduración, semejantes dolores, parecidascomplicaciones o igual desenlacesangriento.

—Incluso no pocos echan de menosunos buenos fórceps.

Es lamentablemente cierto como adiario tenemos ocasiones de comprobar.Hay individuos que, tras ir inútilmente ala letrina cinco o seis días o luego depermanecer en ella haciendo esfuerzos

sobrehumanos durante varias horas,recurren en plena desesperación a lo quese les ocurre. Abundan los que tratan deayudarse, oprimiéndose con ambasmanos la parte baja del vientre y hastalos que pretenden agrandar el esfíntermetiéndose los dedos en el recto ytratando de sacar con sus uñas losescibalos.

No faltan incluso los que llegan máslejos. Desesperados por no poderalcanzarlos con las uñas, recurren a lasllaves de las latas de sardinas. Se lasintroducen en el recto y hurganfrenéticamente en todas las direccionesentre alaridos de dolor e imprecacionescoléricas. Algunos —pocos— consiguen

sus propósitos a costa de producirseheridas por las que sangranabundantemente; la mayoría, trasdestrozarse el esfínter, acaban sinsentido.

Todos los días llevan al botiquínunos cuantos en estas condiciones. Losmédicos hacen lo que pueden porcurarlos, pero no disponen de losmedios necesarios. A cuatro de ellosque llegaron con un maletín, elinstrumental les ha sido incautado porconsiderar que los bisturíes podíanconvertirse en armas peligrosas. Trasmuchas y laboriosas gestiones hanconseguido que les devuelvan algunaspinzas y muy poco más. Procuran lavar

las heridas, extraer los escibalos yponer unas compresas limpias. Perocomo se carece de desinfectantes y losheridos tendrán que dormir en el suelo,amontonados unos con otros y sin podermudarse de ropa interior, sólo demilagro podrían evitarsecomplicaciones de toda índole.

Los milagros no abundan y no seproducen precisamente en estasocasiones y en beneficio de rojos. Sialgunos, demostrando una fortalezaextraordinaria, consiguen sanar yreponerse, la mayoría de los que se hancausado heridas van empeorando de díaen día. No pocos mueren sin salir deAlbatera; los más, tras una terrible

odisea por cárceles y presidios,acabarán dentro de unos meses o unosaños víctimas de una dolencia cuyoorigen —que nadie se molestará enbuscar— podría encontrarse en laspatéticas escenas desarrolladas en lasletrinas abiertas junto a las alambradasdel campo de concentración en lasúltimas semanas de abril y las primerasde mayo de 1939, Año de la Victoria.

* * *—Bueno, por lo menos no nos

moriremos de sed.La exclamación de Esplandiú

cuando comenzaron las lluvias fuertes al

día siguiente de que el camión-cisternallegado de Orihuela dejase sedientos alas tres cuartas partes de los prisionerosde Albatera, se cumplió exactamente enlas casi dos semanas en que padecimosun prolongado temporal. El agua caídacon prodigalidad de las nubes no sólonos permitió lavarnos manos y cara sinolimpiar la ropa, aunque ésta lahubiésemos de lavar muchas veces sinllegar a quitárnosla. También, y pese aque carecíamos de recipientesadecuados para recogerla, permitió quebebiéramos la suficiente para que altormento del hambre no se añadiesen lastorturas de la sed.

En la última semana de abril mejora

bastante el abastecimiento de agua. Casitodos los días llega a Albatera uncamión con tres o cuatro mil litros deldeseado líquido. No basta, claro está,para satisfacer todas las necesidades,porque en el campo continúan alrededorde veinte mil personas, pero permiteingerir un agua más limpia que la quecon grandes dificultades recogemosprocedente de la lluvia.

—Ahora sólo falta que tengamosalgo de comer.

Lo tenemos, si bien nunca en lascantidades precisas para acabardefinitivamente con el hambre quecontinúa imperando en Albatera. Apartir del 27 de abril no tenemos que

espaciar cuatro o cinco días lascomidas. Incluso hay días que hacemosdos comidas en veinticuatro horas. Lamejora en la alimentación no procedeíntegramente de la Intendencia deAlbatera, sino de nuestras familias. Enun espacio de cuarenta y ocho horas, dosde los integrantes de nuestro grupo —Serrano y Aselo— reciben sendospaquetes traídos desde Madrid porfamiliares de otros compañeros.

Los paquetes no son muy grandes,bien porque los familiares lejanos seencuentren imposibilitados para mandarnada mejor o porque hayan perdido en elcamino o en la entrada de Albatera unaparte considerable de su contenido. En

cualquier caso en el primer paquete —elde Serrano— viene un pan de mediokilo, una tortilla de patatas mediana detamaño, una libra de chocolate y comoremate y complemento una cajetilla depicadura y un librillo de papel de fumar.

Discutimos un buen rato qué es másoportuno y conveniente. Si racionar losvíveres recibidos para que alcancen afuturas y un tanto aleatorias remesas, aunquedándose con hambre, o comérnoslotodo de una sola sentada para librarnosdurante unas horas al menos del apetitoque nos acucia desde hace un mes.

—De los cobardes no se ha escritonada bueno —decide el destinatario delpaquete—. ¡Comamos y fumemos que

mañana moriremos!Normalmente cualquiera de nosotros

sería capaz de comerse el pan y latortilla sin tener que forzarse mucho yaún engullir como postre la libra dechocolate. Pero el prolongado ayuno nosha hecho perder la costumbre de comery aunque somos cuatro a participar en elbanquete nos sentimos más quesatisfechos al acabar con la tortilla y lamitad del pan recibido.

—Yo he comido ya suficiente —declara Esplandiú.

—Yo también —le secundo—.Comer más sería pura glotonería.

Aselo se suma a nuestra posiciónque acaba por imponerse, pese a que

Serrano, quizá por ser el paquete suyo,insiste en que acabemos con el resto delpan y el chocolate.

—Es preferible reservarlo paradentro de unas horas en que volveremosa tener hambre.

Contra lo que parecía lógico latortilla y el pan habían aplacado demomento nuestra hambre. Nuestrosorganismos un tanto acostumbrados ya alprolongado ayuno —interrumpido detarde en tarde por unos gramos desardinas en conserva— recibieron conasombro y alborozo unos alimentos tandiferentes y diez veces más abundantesque los ingeridos desde que llegamos aAlbatera. En cualquier caso dejan de

molestarnos los cosquilleos estomacalesy empezamos a sentirnos renacer. Elcigarrillo que fumamos a continuaciónaumenta considerablemente la euforia delos cuatro.

A la mañana siguiente comemos elchocolate y el resto del pan, encendemosun nuevo cigarrillo y yo adviertocomplacido que, aún subsistiendo ladebilidad general, puedo permanecer enpie y hasta andar por el campo sinverme acometido por mareos y vértigos.Cuando a mediodía conseguimos llenarlas cantimploras de agua y a primerahora de la tarde nos dan el rancho másabundante que hasta ahora hemosrecibido, creemos estar soñando. La

ración esta vez consiste en la cuartaparte de un chusco y una lata de sardinasen tomate para dos.

—De seguir mejorando —comentaEsplandiú— pronto comeremos a lacarta.

Cuando llevamos unas cuantassemanas hambrientos, las primerascomidas producen en nuestro ánimo undesbordante optimismo. En Albatera nollegamos a comer a la carta en los mesesque allí pasamos ni siquiera a ingerir elalimento necesario para saciar elapetito. En ningún momento se borra denuestras mentes el fantasma del hambrey las enfermedades carencialescontinúan abriendo anchos claros en

nuestras filas. Sin embargo, a fines deabril mejora algo el racionamiento. Alcoincidir el hecho con un considerableaumento de los paquetes familiaresrecibidos, el problema del hambre, aunestando lejos de una solución, pasa a unsegundo plano y deja de constituir lamás angustiosa de las preocupaciones.

Seguimos careciendo de agua paralavarnos y de espacio para dormir. Peroal menos recibimos con ciertaregularidad una cantidad de líquido unpoco salobre que oscila alrededor demedio litro por barba y la sed deja deatormentarnos. Continuamos sucios —más sucios incluso— y al tumbarnosseguimos haciéndolo prácticamente unos

encima de otros. Nos invaden los piojosde tal manera que una mayoríaabandonan derrotados los intentos determinar con los que lleva encima. Hacesu aparición la sarna, que rápidamentese extiende por el campo, faltos decualquier medicamento para combatirla.No obstante, y comparando nuestrasituación con la de ocho días antes,advertimos una indudable mejoría.

En nuestro grupo el paquete enviadopor la mujer de Aselo que llega anuestras manos cuarenta y ocho horasdespués del de Serrano, es unainyección de fuerza y vigor para loscuatro. El paquete trae una libreta depan, tres chorizos y doscientos gramos

de jamón de York, amén de un kilo denaranjas. En un día nos comemos hastalas mondas de las naranjas. Con ello ycon media lata de sardinas en aceite porcabeza y una cuarta parte de chusco noes que engordemos, naturalmente, perodisminuye nuestra aguda debilidad delas jornadas precedentes.

Nuestra mejoría constituye unatónica general en el campo. Ahora nosdan casi a diario media lata de sardinasy un pequeño trozo de pan. Esto, unido ala relativa abundancia de paquetes —relativa porque ningún día pasa de losquinientos cuando somos veinte mil losrecluidos en el campo— cambia elhumor de la mayoría. Claro está que de

los paquetes que se reciben las trescuartas partes van destinados a losprisioneros de los pueblos próximos ode Murcia y contienen casi sinexcepción habas y naranjas. Encualquier caso, y como sabemos porexperiencia propia, incluso unas vainassucias de habas o las mondas de lasnaranjas son en nuestras circunstanciasun regalo valioso que palia un tanto elhambre.

Con esta modificación y muyesencialmente debido a la mayorcantidad de agua para beber mejora porun lado el estado sanitario de Albatera yempeora por otro. Poco a poco vadisminuyendo el estreñimiento

generalizado, aunque casi todos hemosde pasar por la angustiosa lucha poreliminar los escibalos, expulsión quemuchos comparan por lo dolorosa ysangrienta con un parto. Defecamos conmayor regularidad y menos esfuerzoscada tres o cuatro días. Pero luego,pasando de un extremo a otro sinsolución de continuidad, hay muchos queempiezan a tener que hacerlo a diario ymuy pronto han de pasarse la mitad delas horas en las letrinas.

Las diarreas se extienden por elcampo como una nueva plaga bíblica.No parece que haya forma humana decontenerlas y curarlas y de nuevo cundeel desasosiego y la alarma. Los médicos

presos advierten:—Las cagaleras son mucho más

peligrosas, aunque duelan menos, que elprolongado estreñimiento.Especialmente para los viejos.

Recuerdan que las cagaleras formanparte del trío de «ces» —las otras dosson catarros y caídas— pendientes comoamenaza permanente y poco menos queinsoslayable sobre la vida de laspersonas de edad. Oficialmente enAlbatera no quedan presos mayores desesenta años. En realidad, todavía hayentre nosotros unos centenares dehombres que los sobrepasan; unosporque no quisieron dejarles salir alcarecer de documentos acreditativos de

su edad; otros porque —con todos lospeligros del campo— han preferidocontinuar aquí a ser enviados a suspueblos donde serían recibidos con todaseguridad en forma nada amistosa nisaludable. Incluso a primera vistacualquiera podría calcular, juzgando pornuestro aspecto —sucios, desastrados,famélicos y escuálidos, con barba devarias semanas— que los viejos formancomo mínimo una tercera parte de losreclusos. Pero aún siendo jóvenes lainmensa mayoría no se desvanece elpeligro que las constantes diarreasprovoca.

—Afortunadamente —dice el doctorCatalina— no creo que exista ningún

brote colérico como ha empezado arumorearse. De ser así, y dadas lascondiciones en que vivimos, sería difícilque ninguno escapásemos con vida.

Pero aun no revistiendo el hecho tanextraordinaria gravedad, ni Catalina nisus numerosos colegas encuentranmotivo alguno para el optimismo. Lasimple descomposición ya basta paradebilitar al hombre más fornido,empezando por deshidratarle. Si quienesla padecen están agotados por el ayunoal empezar a sufrirla y no ingieren loslíquidos indispensables para compensarla deshidratación, el proceso puedeacarrear las más desastrosasconsecuencias.

—Y nada digamos cuando se trate decasos de paludismo o de tifoideas.

Aunque para no aumentar la alarmageneral no suelen hablar de estas fiebrese incluso niegan a los interesados quepuedan padecerlas, la triste realidad es—como reconocen hablando enconfianza tanto Fernández Gómez, comoMiquel, Recatero o cualquiera de losgalenos presos— que hay decenas ydecenas de casos de paludismo ytifoideas.

—Era inevitable con tantos piojos,pulgas y mosquitos como sufrimos enAlbatera.

Todos los insectos son temiblespropagadores de ambas dolencias. Si

piojos y pulgas nos atormentan ya desdeel Campo de los Almendros, losmosquitos se convierten en una molestaamenaza en cuanto cesan las insistenteslluvias. Abundan en las cercaníascharcas y lagunas donde los mosquitosproliferan y se multiplican con rapidezincreíble y no es raro ver a todas horasenormes enjambres volando sobreAlbatera. Para atajar el peligro querepresentan son claros los posiblesremedios: desinfección, desinsectación,menor hacinamiento y vacunaciónmasiva.

—Pero todos ellos —reconocenabrumados los médicos— están lejos denuestro alcance. Llevamos muchos días

pidiendo desinfectantes y vacunas y todolo que hemos conseguido es esto.

«Esto» es cierta cantidad de unmedicamento llamado «Salol» que haceaños dejó de emplearse en los centrosmédicos por su absoluta inocuidad y quelos soldados que nos guardan handebido encontrar olvidado yarrinconado en cualquier farmacia dealgún pueblo de los alrededores. Con el«Salol» unos cuantos farmacéuticos —que tampoco faltan entre los prisioneros— han confeccionado unos papelitosque, a falta de nada mejor, los doctoresprescriben a quienes acuden al botiquín.Totalmente inofensivo, el medicamentono sirve prácticamente para nada.

—Pero algunos de los enfermostienen tanta fe en nuestra ciencia que semejoran y hasta se creenmomentáneamente curados.

Las diarreas persisten, naturalmente,y las fiebres van extendiéndose. Sonmuchos centenares los afectados porellas. Unos pocos se curan luego depadecerlas semanas e incluso meses;otros son trasladados a la enfermería delcampo pequeño, sin que volvamos asaber más de ellos.

—Y otros se mueren y los entierransin que ni Dios se ocupe para nada deellos.

* * *Con el ligero alivio en la situación

alimenticia coincide un cambio en lacustodia del campo. Los soldados sonsustituidos por fuerzas de un tabor deRegulares. Al enterarnos todos torcemosel gesto. Aun sin mucho que agradecer asus predecesores, tememos que losmoros se porten peor con nosotros. Queextremen la vigilancia en las alambradasy disparen sin vacilar contra quienes seacerquen a ellas. También que molestena los familiares —generalmente mujeres— que vienen a comunicar con lospresos o a traerles comida o ropa y,

especialmente, que cuando entran en elcampo para vigilar las formaciones oacompañar a las comisiones que siguenvisitándonos a diario, demuestren mayorintransigencia, dureza e inclusobrutalidad.

Afortunadamente, nos equivocamosde medio a medio. Pese a que el aspectode los rifeños tiene poco detranquilizador, procuran no excederse ensus cometidos. Cumplen al pie de laletra las órdenes recibidas, pero lohacen de una manera mecánica,impersonal, sin una agresividadespecial.

—Nos tratan como prisioneros quesomos; no como enemigos personales a

los que hay que humillar constantemente.Se les puede hablar cuando entran en

el campo —aunque procuremos nohacerlo por una elemental prudencia—sin que contesten invariablemente coninsultos, patadas o palos. Incluso cuandoven algo que les gustaría llevarse —sortijas, mecheros o relojes— no tratande quedarse con ello violentamente, sinoque ofrecen algo a cambio. Es siemprecomida o tabaco que valeindefectiblemente cien veces menos;pero al menos ofrecen algo y noreaccionan violentamente cuando el tratono llega a cerrarse.

Es para todos nosotros unaexperiencia sorprendente y agradable.

Como lo es que con su llegada nodisminuyan las raciones que recibimos,ni los paquetes remitidos por lasfamilias desaparezcan o pierdan partede su peso y contenido en mayorproporción que unas semanas atrás. Laprevención con que les miramos alprincipio va borrándose a medida quepasan los días. Cuesta trabajo creerlo,pero una mayoría de presos acaban porpreferirlos y lamentar que alternen enlas funciones de vigilancia con los queanteriormente nos guardaron.

* * *Pasada la aguda crisis determinada

por las semanas sin comer nada, vuelveel interés general por saber lo que pasaen el país y enterarse del alcance ytónica de la represión. Como ahora sonmás numerosas las comunicaciones y,aunque no autorizada oficialmente,tampoco se persigue la entrada deperiódicos en el campo, vamos estandomejor informados de lo que ocurre másallá de las alambradas. Como es lógicoen razón de su proximidad los primerosinformes o rumores que circulan porAlbatera se refieren a los puebloscercanos y aun a toda la parte sur de laprovincia de Alicante.

Es obligado que sea así, no sóloporque la mayoría de las

comunicaciones son para prisionerosnacidos en la comarca o con familiaresresidentes en ella, sino también porquelos que vienen de Valencia, Albacete,Cuenca, Jaén o Madrid para ver aalguno de sus deudos tienen que ir endemanda de autorización a Orihuela,Elche o el propio Alicante. Como lascomunicaciones son lentas ydificultosas, viajando en trenesrebosantes de público, teniendo quehacer alto en todas las localidades, losque desean hablar con alguno denosotros tienen sobradas ocasiones paraenterarse, aunque sea por encima, delclima y ambiente en aquella parte de laEspaña liberada hace poco más de un

mes.Las impresiones que circulan por

Albatera —casi siempre de segunda otercera mano cuando llegan a nuestrosoídos— no tienen nada de agradables niesperanzadoras. Aunque por aquíembarcaron en los últimos días de laguerra con rumbo a Francia, Orán oArgel cuantos se considerabanseriamente comprometidos, en lospueblos se practican a diario numerosasdetenciones y en no pocos de ellos hahabido diversos muertos.

—Incluso en varios donde en toda laguerra no murió absolutamente nadie.

Con sólo alzar la mirada por encimade las alambradas podemos ver

Crevillente en la lejanía. Es un pueblogrande que eleva un caserío en unaslomas que limitan la llanura siete u ochokilómetros al noroeste. SobreCrevillente circulan los rumores másalarmantes, sin que acertemos a saber loque pueda haber de cierto en cuanto sedice. En Albatera corren de boca enoído unos versos en que se menciona lacifra de cien. Es probable que el númerosea exagerado. De cualquier formaalgunos vecinos de la localidad que sehallan con nosotros han recibidoindicaciones de sus deudores de no irallá en caso de ser puestos en libertad.

—Dicen —asegura uno— que espreferible pasar diez años en Albatera.

Algo parecido se cuenta de Elda,Novelda, Elche, Orihuela y variospueblos de la vega baja del Segura. Entodos ellos han empezado a funcionarlos juzgados y no se sabe si también lostribunales correspondientes. En Alicantesí se sabe que funcionan varios, que losprocesos se sustancian en unosdenominados consejos de guerrasumarísimos de urgencia, que las penaspedidas son siempre graves y quemuchas de las sentencias se ejecutan alas pocas horas.

—¿A quién juzgan? ¿A los queactuaron en Alicante durante la guerra oa los que fueron apresados aquí alterminar la contienda?

Aunque este extremo no está muyclaro en los rumores que nos llegan yexiste entre unos y otros grandesdiferencias, pronto llegamos a laconclusión de que ante los tribunalesalicantinos comparecen por igual unos yotros. Muchos se encogen de hombrosante una cuestión que consideranbizantina.

—¿Qué más da que te fusilen enAlicante o lo hagan en Madrid, si detodas las maneras van a fusilarte?

No obstante, muchos tienencuriosidad por conocer algo del caminoque habrán de seguir cualquier día.Especialmente una pregunta aparece enmuchos labios: ¿juzgan y fusilan también

en Orihuela? Nadie lo sabe, y eso que lacuestión nos afecta —puede afectarnoscuando menos— de una manera personaly directa a cuantos nos hallamos enAlbatera.

—Para Orihuela llevan todos losdías a los que la víspera han metido enel calabozo.

Con rumbo a Orihuela han salido ya—bien custodiados— quinientos oseiscientos presos de Albatera. AOrihuela iremos a parar de cabeza todosnosotros en cuanto alguna autoridad nosreclame, alguien presente una denunciacontra nosotros en cualquier punto deEspaña o algún chivato nos denuncie enel propio campo.

—¿Sigues pensando en el cabrón deVelasco?

Millares de prisioneros piensan —yno precisamente para desearle ningunasuerte de venturas— en aquelcomandante de carabineros convertidoen confidente. Para hacer méritos a losojos de nuestros adversarios, porretorcimiento de espíritu, porque gozahaciendo daño a sus viejos camaradas oporque le han prometido la vida y lalibertad en premio a su traición, Velascosigue denunciando a diestro y siniestro.Por culpa suya han sido sacados deAlbatera más de un centenar de presosde todos los partidos y organizaciones.Si empezó denunciando a sus camaradas

del partido Vega, Navarro Ballesteros yNilamón Toral, ha denunciado también alos socialistas Ricardo Zabalza yAntonio Pérez, a David Antona de laCNT, y a todos aquellos que conoce ocuyos nombres le suenan.

—¡Con qué gusto le retorcería elpescuezo…!

Es un deseo que compartimos la casitotalidad de los prisioneros. Elinteresado lo sabe y tiene buen cuidadode no dormir en el campo ni traspasar lapuerta de entrada sin ir acompañado,rodeado y protegido por una patrulla desoldados. Pasa los días y las noches enel recinto exterior odiado por todos, sinconseguir que nadie le dirija la palabra

y viendo cómo todos los presos cuandotrata de dirigirse a ellos le vuelvendespreciativamente la espalda.

—Al final, le fusilarán ellos y haránmuy bien, «que el traidor no es menestersiendo la traición pasada».

A pesar de las circunstancias,Velasco no ha tenido muchos imitadoresen Albatera. Sólo con un exceso deseveridad se pueden comparar con él lospobres diablos que a veces acompañan ala policía o a los miembros de cualquiercomisión pueblerina en su visita aAlbatera y nos figuramos que también ala plaza de toros, a la cárcel y a loscastillos de Alicante. Por regla generalestos pobres hombres vienen mostrando

en la cara huellas claras del tratorecibido y las razones esgrimidas porquienes vienen con ellos paraconvencerles. Apenas levantan los ojosdel suelo y se ve bien clara suresistencia a reconocer o señalar aninguno de los prisioneros. Oímosmuchas veces como les insultan ymaltratan y el gesto de perro apaleadocon que contemplan a sus guardianes.

—Creo que todos ellos preferiríanla muerte a hacer lo que hacen.

Velasco es cien veces másdespreciable y miserable. Se le vedisfrutar cuando marca a cualquiera.Ayala, un agente del SIM que ha vistomuchos tipos semejantes durante la

guerra, sostiene que son individuosmorbosos y sádicos que experimentan unplacer sexual al entregar a sus enemigosa quienes han tenido la debilidad deconfiar en ellos.

—Conocí una chica en Madrid quese corría al enterarse que había muertoalguno de los amigos denunciados porella. Lo malo es que sigue viva y quequizá experimente un orgasmo mayor alenterarse de que me han ahorcado a mí.

Pero sí sabemos que a cuantosVelasco denuncia en Albatera los llevana las pocas horas a Orihuela;desconocemos lo que sea de ellosdespués. Lo más probable es que desdeOrihuela se oficie a las autoridades de

su lugar de actuación o residencia parasaber si se ha presentado algunadenuncia en su contra y en casoafirmativo les conduzcaninmediatamente allá.

—Aunque a lo mejor no quierenperder tanto tiempo y acaban con ellosen el mismo Orihuela.

En Valencia según Manuel Villar,que ha tenido noticias recientes de lacapital del Turia, la situación es muysemejante a la de Alicante. Quizá laúnica diferencia sensible es que seamayor el número de presos y que losconsejos de guerra sumarísimosfuncionen con mayor celeridad. Entre laspersonas que se encuentran detenidas

figuran muchas personas conocidas.Entre ellas están Sánchez Requena, queformó parte del Consejo Nacional deDefensa, el general Aranguren, losdoctores Peset y Rincón y MolinaConejero, gobernador civil de la ciudadhasta la mañana del 29 de marzo.

—Dicen que varios, entre ellosAranguren, han sido condenados amuerte. A estas horas es posible que lassentencias se hayan cumplido.

—En los pueblos de la Mancha lacosa es todavía peor.

Gallego Crespo, último secretariode la Confederación Regional delTrabajo del Centro, conoce bien laMancha por haber pasado en ella buena

parte de la guerra desempeñandodiversos cometidos y organizandocolectividades campesinas. Hasta él hanllegado noticias concretas de losucedido en Daimiel, Manzanares,Tomelloso, La Membrilla, Socuéllamosy Alcázar. En todos ellos han detenido acentenares de personas, de muchas delas cuales no se ha vuelto a saber nada.Parece que las gentes han dado riendasuelta a los malos instintos, a losrencores y a los deseos de venganza.

—Siendo terrible todo estoy noadmite comparación siquiera con lo quedicen de Villarrobledo.

De lo ocurrido en Villarrobledo enlos días que siguen al final de la guerra

se cuentan en Albatera cosasespeluznantes. Tanto que muchos seniegan en redondo a admitirlas. ¿Hayalgo de cierto en ello? Ni GallegoCrespo ni cuantos están con él en estemomento —Antonio Moreno e HilarioGil, entre otros— pueden responder desu absoluta veracidad. Se habla de lasuerte corrida por los heridos de unhospital instalado en la poblaciónalbaceteña; pero lo que se rumorearesulta demasiado duro para —pese a ladureza de nuestra existencia cotidiana—poderlo creer sin pruebas indudablesque lo certifiquen.

—En todo caso por Albatera handesfilado diversas comisiones

manchegas y juzgando por las propiaspalabras de sus componentes no creoque lo hayan pasado muy bien ningunode los presos que se llevaron.

A todos sin excepción lo que másnos preocupa e interesa es lo que hayasucedido y esté sucediendo en Madrid.No sólo porque en Albatera hay siete uocho mil personas que hemos vivido yactuado en Madrid durante la mayorparte de la guerra, sino por ser la capitalde la nación y la ciudad más populosa.Su resistencia en noviembre de 1936 fueuno de los episodios culminantes de lacontienda y llegó a convertirse ensímbolo de la lucha mundial contra elfascismo.

—Todavía no se ha trasladado allí elGobierno nacional y no parece que lecorra ninguna prisa hacerlo.

Pueden ser muy diversas las causasde esa demora y carecemos de lainformación precisa para saber cuál esla fundamental. Es posible que se deba alos grandes destrozos sufridos por unapoblación que ha estado en la línea decombate durante veintinueve meses.También que el traslado de los diversosministerios desde Burgos, Salamanca,San Sebastián o Valladolid exija muchomás tiempo del transcurrido desde quefinalizaron las hostilidades. No cabedesdeñar que se quiera, antes deinstalarse definitivamente en la capital,

terminar la rigurosa y severa depuraciónen todas las ramas de la administraciónpública y la liquidación deresponsabilidad. Tal vez a todos estosmotivos juntos e incluso a otros queignoramos.

—De cualquier forma será despuésde celebrar allí un gran desfile de lavictoria con participación de todas lasfuerzas que coadyuvaron a su triunfo.

Pero el traslado y la instalación enMadrid del gobierno del nuevo régimenes para nosotros cuestión secundaria,que únicamente nos interesa en cuantopueda afectar a la política represiva.Lógica, natural, obligadamente es ésta laque nos importa. Y en este punto

concreto y básico no parecen existirposibles dudas. Se está cumpliendo alpie de la letra lo que antes de concluirlas hostilidades habíamos previsto yanunciado.

—Si acaso nos quedamos cortos,porque ni en los momentos de más negropesimismo creímos que tuviera estaamplitud ni esta intensidad.

Lo ocurrido a la salida del puerto ylas semanas que posteriormente hemosvivido en los Almendros y Albatera nopermite forjarse ilusiones de ningunaclase. Hemos visto morir a no pocos dehambre y presenciado escenas quequedarán grabadas en nuestro recuerdomientras vivamos. Sin embargo, a juzgar

por lo que todos nos dicen todavía nohemos pasado personalmente ni vistocon nuestros propios ojos lo peor. Aundescontando lo que pueda haber deexageración en los rumores que circulanpor el campo, parece que muchos de losprisioneros que se llevan las comisionespueblerinas que vienen en busca dedeterminados elementos, no llegan a susanunciados puntos de destino o que sillegan no tienen grandes motivos paracelebrarlo.

—Convenceos —repitenmachaconamente la mayoría de los quevienen a comunicar con nosotros, encuanto pueden hablar sin ser oídos porlos guardianes—. Por trágica que sea la

situación en Albatera os conviene seguiraquí el mayor tiempo posible.

Aunque todos arden en deseos deperder de vista el campo en que estamosrecluidos, lo más cuerdo es continuarallí. Sufrimos privaciones, malos tratosy humillaciones; estamos expuestos amorirnos de hambre y sed; a contraer eltifus y el paludismo que ya hacenestragos en nuestras filas; los piojos y lasarna constituyen un verdadero tormento;la terrible suciedad y la falta absoluta dehigiene son excelente abono para lasdolencias de la piel e incluso deltemible tracoma del que se danabundantes casos. Pero aún así, y comoen la famosa cuarteta satírica «mejor

están en Bombay»; que en este casoconcreto es Albatera.

—La justicia de enero es muyrigurosa —repiten algunos un dichopopular—; luego viene febrero y es otracosa.

Tenemos la impresión de que larepresión se encuentra en su mes deenero en todo lo que fue zona centro-surde la República. Nadie sabe lo que este«enero» pueda durar, aunque desdeluego ya ha sobrepasado los treinta y undías de la duración normal del primermes del año. Pero tarde o temprano —tarde, indudablemente— llegará«febrero» en que aquietadas laspasiones, serenados los ánimos,

saciadas muchas venganzas personalespuedan aquilatarse responsabilidades yculpas con mayor equidad y justicia. Unmismo hecho puede ser consideradodelito un día y simple falta al siguiente;merecedor del pelotón de fusilamientohoy y mañana castigable únicamente conunos meses de encierro.

—Yo calculo —dice Manuel Amil—que en este momento debe haber enMadrid y sus alrededores entre ochentay cien mil detenidos. Ya sé que pareceuna cifra increíble, casi delirante, perotemo sinceramente que nada tenga deexagerada.

Rodríguez Vega, secretario generalde la Unión General de Trabajadores;

Trigo Mairal, que ha sido gobernadorcivil de Madrid, y Amos Acero,diputado socialista y alcalde deVallecas, coinciden plenamente. Elúltimo alega como demostración que,según sus noticias, en el campo de fútbolde Vallecas estuvieron recluidos entretreinta y cuarenta mil soldadospertenecientes a los tres cuerpos deejército republicanos que defendíanMadrid. Los allí recluidos pasaron porsituaciones de hambre, indefensión,suciedad y lluvia semejantes a las quenosotros hubimos de pasar en losAlmendros y Albatera, aunque de cortaduración.

—Creo que ese campo ha sido

prácticamente vaciado ya; también quela mayoría de los que estuvieron en élno han recuperado su libertad.

Parece que los comprendidos en lasquintas movilizadas en la que fue zonanacional habrán de incorporarse alEjército, volver a realizar el serviciomilitar; casi todos —excepción hecha delos que puedan demostrar su afección alos partidos y organizaciones dederechas— en batallones de trabajo,fortificaciones o demolición. Encualquier caso unos y otros podránconsiderarse afortunados encomparación con los que han sidoencerrados en las múltiples cárceles dela población como presuntos autores de

cualquier clase de delitos o han sidoobjeto de alguna denuncia.

—Con respecto a las cárceles —añade Amil— Julián Fernández tieneuna lista suficientemente expresiva.

Julián Fernández, trabajador de laConstrucción, secretario de laFederación Local de SindicatosMadrileña, fue entre enero y mayo de1937 inspector-general de prisiones enMadrid. Sucedió en el cargo a MelchorRodríguez y durante los meses de sumandato no se realizó ningún asalto nisaca alguna ilegal de detenidos en lascárceles de Madrid y su provincia. Hacedos días que ha venido a verle un jefe deprisiones que estuvo a sus órdenes y

continúa en activo que le proporcionódatos concretos sobre las cárcelesmadrileñas.

—En plena guerra —dice JuliánFernández— funcionaban en Madrid lasprisiones de Ventas, Porlier y SanAntón. Las tres siguen abiertas hoy,abarrotadas de presos. Ventas dedicadaexclusivamente a mujeres. Aparte deellas se han habilitado en estas semanaslas siguientes, que yo sepa: Yeserías,Torrijos, Las Comendadoras, SantaEngracia, San Lorenzo, Conde deToreno, Ronda de Atocha, varios gruposescolares entre ellos los de Miguel deUnamuno en Madrid y el llamado delPríncipe en Carabanchel, Santa Rita, el

cine Europa, Bellas Artes y algunas queno recuerdo en este momento. Aparte,claro está, del edificio del ministerio dela Gobernación y medio centenar largode comisarías, cuartelillos, delegacionesde Falange, etc., donde se realizan losinterrogatorios y en cada una de lascuales hay decenas y decenas dedetenidos.

—Creo que olvidas algunas cárceles—corrige Trigo Mairal—. Por ejemplola del Paseo del Cisne donde llevan alos militares profesionales que lucharona nuestro lado. Entre ellos el coronelPrada, que el 28 de marzo por ordensuperior se presentó en la CiudadUniversitaria para rendir Madrid y fue

detenido en el acto.El considerable número de escuelas,

asilos, conventos y edificios de todasclases habilitados como prisiones,demuestra por sí solo que el número dedetenidos en Madrid alcanza cifras muyaltas. Pero tanto o más elocuente resultael nombre de algunos de los detenidos.

—Julián Besteiro en primer término,naturalmente —dice Acero—. Nadieignora que Besteiro, cuya orientacióndiscrepaba de las de Largo Caballero yPrieto en los primeros meses de laguerra y con mayor energía después delas de Negrín y Álvarez del Vayo, noostentó ningún cargo durante toda lacontienda.

Permaneció en Madrid, soportandolas incomodidades y privaciones de unaciudad asediada, desoyendo cuantaspeticiones se le hicieron para quemarchase al extranjero. Sólo en elúltimo momento, cuando la guerra estabatotalmente perdida, prestó sucolaboración a Casado sin otro deseoque acortar los sufrimientos del pueblo.Tuvo incluso el gesto de quedarse el 28de marzo en los sótanos del Ministeriode Hacienda, rechazando el ofrecimientode embarcar en Gandía en un barcoinglés.

—Sin embargo, fue el primerdetenido al entrar las fuerzas nacionales.Parece que van a juzgarle y que el fiscal

pide para él nada menos que la pena demuerte.

Según las informacionesconfidenciales llegadas hasta lossocialistas presos en Albatera, peor aúnhabía sido la suerte de Girauta,perteneciente a su mismo partido, jefesuperior de policía de Madrid que tuvola valentía de permanecer en su puestopara impedir en el último segundo lacomisión de desmanes, que había sidofusilado pocas semanas después. Igualtemen que le suceda a Javier Bueno.

—¿Pero le han detenido? —inquiero, sorprendido porque es laprimera noticia que tengo de él.

—Sí. Al no poder salir de Madrid el

28 de marzo alguien le buscó asilo enuna embajada: la de Panamá. Pero a lospocos días la embajada fue asaltada yJavier, luego de pasar un par de semanasde interrogatorio, ha sido conducido a lacárcel de Porlier.

Lo siento. Antiguo y buen periodista,director de Avance en Asturias y deClaridad en Madrid luego de perderseel Norte para la República, no ha sido niquerido ser otra cosa que periodistadurante toda la guerra. No obstante, lacampaña desencadenada contra él en1934 no augura nada agradable en suactual detención.

—Le fusilarán, desde luego —diceRodríguez Vega—, caso de que no le

hayan fusilado ya.Durante los años de lucha las

embajadas, consulados o residenciasdiplomáticas en Madrid asilaron amillares de enemigos de la República,una mayoría de los cuales salieronlibremente de España contra la promesa—que casi ninguno cumplió— de nopasarse a la zona nacional. Paranosotros, en cambio, los mismos lugareshan estado cerrados a piedra y lodo.

—Y los pocos que admitieronalgunos refugiados como Panamá, yavemos lo que les sucede.

Existe una diferencia abismal en elcomportamiento y trato de unos y otros.No me sorprende saberlo, porque es

algo que desde el comienzo de lacontienda hemos dado muchos pordescontado.

—Pero acaso te asombre saber —replica Trigo Mairal— que uno de losúltimos detenidos ha sido MelchorRodríguez.

—¡Así le pagan al famoso «ÁngelRojo» —comenta sarcástico AmosAcero— los muchos favores que hizo alos fascistas!

—Te equivocas de medio a medio—salta serio Julián Fernández—,porque Melchor, al menos comoinspector de prisiones en Madrid en lasegunda quincena de noviembre y tododiciembre de 1936, no hizo otra cosa

que cumplir con su deber y atenerseescrupulosamente a las instruccionesrecibidas del Ministerio de Justicia.

Algunos de los presentes hacengestos de incredulidad al escucharle oprorrumpen en exclamaciones burlonas.Pero Julián sabe perfectamente lo quedice y ratifica sus palabras. Aunque lapropaganda nacional haya ensalzado aMelchor, atribuyendo exclusivamente asu labor personal el cese de los asaltosa las cárceles, el hecho se debe a lasmedidas y órdenes de Mariano SánchezRoca —excelente abogado y persona,compañero mío durante años en laredacción de La Tierra— tan prontocomo toma posesión de la subsecretaría

de Justicia, designado por GarcíaOliver.

—La mejor demostración está enque durante los meses que yo desempeñéel mismo cargo no se cometió ningúndesmán en las prisiones de Madrid.

Para no conceder mérito alguno a unministro libertario y especialmente aGarcía Oliver —«bandido con carnet»,«atracador» y «presidiario», según lehabía llamado una y otra vez la prensafascista de todo el mundo— pusieronpor las nubes a Melchor Rodríguez,anarquista romántico y generoso,verdadero «Ángel Rojo» entre las«salvajes turbas» del Frente Popular.

—Melchor es, y le conozco bien, un

hombre bueno, idealista, tan capaz dejugarse la vida en defensa de las ideascomo absolutamente incapaz detraicionarlas. Lo fue antes de noviembredel 36 y lo sigue siendo después.Arriesgó la piel, indudablemente, alenfrentarse pistola en mano con quienesquerían entrar en la cárcel de Alcalápara vengar en los presos los muchosmuertos inocentes causados en lapoblación por un bombardeo deaviación.

Pero en honor a la verdad había quereconocer que no todo el mérito fuesuyo. No podía lógicamente ser de otramanera. De estar en contra del criteriodel gobierno Largo Caballero, de no

tener el respaldo activo de laorganización confederal, no habríapodido hacer ni conseguir nada. Ohubiese sido destituido en el acto ohubiese muerto defendiendo cualquierade las cárceles contra el asalto de lasmultitudes enfurecidas por los ataquesaéreos.

—Como no ocurrió ninguna de lasdos cosas —concluye Julián— yMelchor continuó hasta el final de laguerra ocupando puestos de confianza enla CNT, la cosa no ofrece la más ligeraduda.

—Quizá el defecto capital deMelchor —tercio yo— estriba en suingenua y candorosa vanidad. Elogiado

sin tasa ni medida por quienes creendeberle la vida —lo que en parte escierto—; jaleado en la prensaextranjera, que lo ha convertido en unmito; ensalzado en la Sociedad deNaciones, halagado, embriagado por lasloas entonadas en su honor, no llegó adarse cuenta de la aviesa intención demuchos que convertían los elogios a lapersona en ataques a la organización y alas ideas que defendió siempre.

—Sí —me apoya Aselo—. Melchorha vivido unos meses en un sueño feliz,creyendo que todo el mundo era tanbueno como él. Supongo que ahora, elverse en la cárcel y con la perspectivade un consejo de guerra, habrá

despertado al fin.

* * *—A Villar le pusieron en libertad

esta mañana. Le mandaron unos avalespor correo desde Valencia y fueronsuficientes.

Lo de libertad es un poco excesivo.Más exacto sería decir simplemente quele han permitido abandonar Albatera.Con arreglo al salvoconducto que le hanentregado en la puerta tiene que marchardirectamente a Valencia y presentarseinmediatamente a la policía.

—Que puede volverle a detener.—Que lo detendrá si se presenta,

porque allí saben perfectamente que hasido director de Fragua Social.

Mariano Casasús y otroscompañeros catalanes, aragoneses yvalencianos que han convivido con élestas semanas de los Almendros yAlbatera tienen la seguridad de que nose presentará. En los avales,habilidosamente redactados y conplétora de sellos y firmas, no se hablabapara nada de sus actividades comoperiodista ni de su antigua y ejemplarmilitancia en las organizacioneslibertarias a uno y otro lado delAtlántico. La menor alusión a lasmismas hubiera servido, naturalmente,no para dejarle salir, sino para meterle

más dentro.—Confío —dice Antonio Ejarque—

en recibir unos avales parecidos dentrode unos días.

Comisario de división durante laguerra y luchador esforzado desde elprimer día, Ejarque es uno de los másdestacados militantes de la CNT enAragón. Formó parte del ComitéNacional que desencadenó elmovimiento revolucionario dediciembre de 1933 en Aragón, Rioja yNavarra como réplica al triunfo de lasderechas el 19 de noviembre anterior ypermaneció largos meses en la cárcel.Ríe burlón al hablar de los avales ysonríen también quienes nos rodean.

Aunque no lo dicen ni yo lo pregunto,tengo la clara impresión de que losavales que espera —igual que losrecibidos por Villar— tienen deauténticos lo que yo de obispo.

—Lo celebro —respondo sincero—y ojalá tengas la misma suerte queVillar.

—Si yo salgo de Albatera —afirma,seguro de sí mismo, Ejarque— novuelven a cogerme. Por lo menos vivo.

No piensa presentarse como eslógico en ninguna comisaría o cuartel dela guardia civil, diga lo que diga laorden que le entreguen al abandonar elcampo. No será la primera vez que,perseguido de cerca por la policía,

cruce media España burlándola.—Cuando quieran buscarme en

Valencia, estaré en Francia. Otrabajando de nuevo en Barcelona oMadrid, luego de cruzar dos vecesclandestinamente la frontera.

Tiene perfectamente planeado lo queva a hacer. Contra lo que muchospiensan cree llegado el momento desalir de nuestra forzada inactividad, delprofundo marasmo en que nos ha sumidola derrota para volver a la lucha con losmismos entusiasmos de siempre, perocon mayor habilidad porque lasdolorosas experiencias sufridas debenservirnos para algo.

—Han muerto muchos durante la

guerra y posiblemente morirán más en larepresión. Pero las ideas son inmortalesy tenemos que seguir combatiendo porellas.

Aun estando muchos conformes consu manera de pensar, discrepanrotundamente acerca del cómo yesencialmente del cuándo. Las prisas noson buenas para nada y algunos denuestros fracasos debemos achacarlostanto a las precipitaciones como a lafalta previa de una meditación serena.Nadie niega ni pone en tela de juicio elderecho de cada uno de salir cuantoantes de los campos de concentración ode las cárceles. Pero intentar algo máspuede resultar no sólo inútil, sino

contraproducente. Cualquier actividadprematura no sólo costaría caro a losque estamos ya presos, sino a los pocosque hasta ahora han conseguido eludir sucaptura.

—Habrá tiempo más adelante. Demomento es preferible procurar pasar lomás desapercibidos posible hasta queamaine la tempestad y se olviden denosotros.

—Igual pensaban hace dieciochoaños los revolucionarios italianos —contesta desdeñoso Ejarque— yMussolini continúa en el poder; algosimilar opinaron en 1933 los comunistasalemanes y mientras ellos siguenllenando las ergástulas del nazismo,

Hitler ha conseguido dominar mediaEuropa.

No pretende, sin embargo, imponersu criterio personal a los demás. Silogra salir de Albatera procederá en laforma que ha dicho; pero todos somosmayores de edad y cada uno procederáen caso de verse en libertad de acuerdocon los mandatos de su conciencia. Decualquier manera enzarzarse ahora enuna discusión de este tipo tiene muchode pueril.

—Antes de pensar en hacer nadatenemos que salir del pozo en queestamos metidos.

—Y para recuperar la libertad —completa Carod— cualquier

procedimiento es bueno.

* * *Veinticuatro horas después llega a

mis manos un pequeño paquete decomida y una breve carta. Ambas cosasproceden de mi madre. Si la misiva hallegado por correo y me la entreganluego de haber sido abierta y leída porla censura del campo, el paquetito lo hatraído hasta Albatera la mujer de uncompañero ferroviario, preso tambiénen el campo.

La modestia del paquete —unalibreta de pan y unos doscientos gramosde chicharrones— me indica sin

necesidad de palabras los apuroseconómicos que debe padecer mi madreen estos momentos. La carta, breve yconcisa, refleja un moderado optimismo.Está segura —o por lo menos, lo dice—de que no me pasará nada porque no hecometido ninguna acción deshonrosa ysiempre he sido bueno y trabajador.Volveré pronto a su lado, en completalibertad, porque a los que no se hanmanchado las manos les bastan unosavales para salir de los campos y «Pepe,el marido de Pura, que ha venido decapitán, me ha ofrecido el suyo».

José Fernández Martínez, teniente deingenieros de la escala de reserva,destinado en Ceuta al comenzar la

guerra, es antiguo amigo de la familia.Yo le conozco hace trece o catorce añosen que se casó con una amiga de mihermana yendo a vivir a una casacercana a la que entonces habitábamosnosotros en el Puente de Segovia. Doypor descontado que, sin faltar enabsoluto a la verdad, hará lo posible porfavorecerme. Pero dudo mucho que seasuficiente, como dudo después de looído hace dos días, sobre laconveniencia de volver ahora a Madrid.

—Mañana escribiré a mi madre —digo a Aselo y Esplandiú— diciéndoleque agradezca la buena disposición delamigo, pero que no haga nada porque demomento estoy mejor aquí.

Los demás integrantes del grupoestán de completo acuerdo conmigo.Pese a que la conciencia no nosreprocha nada, puede resultar peligrosovolver a Madrid mientras no se hayancalmado los ánimos y aquietadas laspasiones. Con recibir de vez en cuandoalgún paquete que alivie nuestrashambres podremos resistir unas semanasmás en Albatera y, probablemente, nosconvenga hacerlo.

Pero antes de que escriba de nuevo ami madre, a las pocas horas decomernos el paquetito recibido lavíspera, vuelven a llamarme por losaltavoces. La víspera me han llamadodos veces —igual que a varios

centenares más— para entregarme en lapuerta los dos envíos familiares.Supongo que el motivo de la llamadasea parecido y hasta me alegra pensandoque acaso se trate de un nuevo paqueteremitido por cualquiera de mis treshermanos.

—¿Guzmán? ¡Ponte en esa fila! Esposible que sea para que salgas enlibertad.

En el recinto exterior, ante una mesatras la que están sentados un capitán y unteniente manejando una serie de papeles,esperan diez o doce personas. Formo enla cola a mi vez y otros se vancolocando detrás de mí. Pronto sé de loque se trata. A cada uno que se acerca

dando su nombre, el capitán le lee losavales o informes recibidos conrespecto a él; el capitán le hace algunaspreguntas y tras una pequeñadeliberación entre ambos oficialesresuelven lo que consideran másoportuno.

—Bueno, te dejaremos salir. Perotendrás que presentarte lo antes posibleante la guardia civil de tu pueblo. Nodejes de presentarte ni te desvíes delcamino que habrás de seguir, porque lopasarías mal.

A otros, en cambio, hacen que losacompañe un soldado a recoger suscosas en el campo y los metaninmediatamente en el calabozo. Yo no

me hago ninguna ilusión respecto a ladecisión que tomarán conmigo.

—¿De qué conoces al capitán deIngenieros don José FernándezMartínez?

Contesto con la verdad en el menornúmero de palabras. El capitán, quetiene un papel en la mano, me mirainquisitivo y vuelve a preguntar:

—¿Qué has hecho durante la guerra?—Dirigir el diario madrileño

Castilla Libre.—¿Eres periodista?—Sí.Queda un momento pensativo.

Indudablemente le agrada que no trate deocultar lo que he sido. Sé de sobra que

hubiera sido contraproducenteintentarlo, por cuando en el aval quetiene en la mano debe consignarlo. Nome equivoco, por lo que el capitán dicea continuación, ahora hablándome deusted.

—Aquí dice que no ha participadousted en ningún hecho delictivo decarácter común.

—Y es cierto.—Pero añade que ha sido director

de un periódico y eso es grave. Aunquelo sienta, no puedo ponerle en libertad.

—Lo comprendo —respondo—.Pero conste que yo no le he pedido quelo hiciera.

En voz baja cambia unas palabras

con el teniente. Luego, mirándome denuevo, indica que van a recluirme en elcalabozo del campo y que un soldadome acompañará a recoger mi equipaje.

—Mañana saldrá conducido paraOrihuela. Allí oficiarán a Madrid yresolverán lo que debe hacerse conusted. Le deseo suerte.

—Gracias.Dos minutos después hablo de nuevo

con Aselo, Esplandiú y Serrano que hanido hasta la puerta del campo paraenterarse del motivo de la llamada.Vigilados por un soldado vamos arecoger mi maleta y regresamos albarracón donde está el calabozo que sehalla a corta distancia de la entrada del

campo. Me despido de ellos con unabrazo.

—Aunque es posible que volvamosa vernos antes de que mañana me llevena Orihuela, ¡salud y suerte para todos!

La entrada del calabozo estáformada por gruesos barrotes que llegandesde el suelo hasta el techo. Ante elloshay un centinela, un cabo que tiene lasllaves y varios soldados. Abren elrastrillo y entro.

El calabozo es mucho más chico quelos otros barracones. No tendrá arribade doce metros de largo por seis o sietede ancho y tres de alto. Tiene, ademásde la puerta, dos ventanas pequeñas,pegadas al techo y protegidas por

gruesos barrotes. Adosados a lasparedes unos armazones de madera contres literas, una encima de otra. En totalpueden dormir con cierta comodidadveintitantas personas, aparte de las quelo hagan en el suelo. Junto a la entradahay un cuartucho pequeño con unamesita de madera en el centro.

—¡Bienvenido a nuestra señorialmansión! —me saluda sonriente AmosAcero—. Espero que tu estancia en ella,por breve que sea, te resulte enteramenteagradable.

Le han metido hace dos horas enforma y por motivos semejantes a losmíos. Cuando entra, el calabozo estátotalmente vacío, porque a los recluidos

en él acaban de llevárselos. Despuéshan ido entrando otros diez o docepresos. Probablemente antes de la nochemeterán más. De cualquier manera tienela esperanza de que durmamos muchomás anchos que en el campo.

—Lo celebraría —respondo— porsi es la última noche que podemosdormir.

VIII

SERMONES YFUSILAMIENTOS

El barracón donde está instalado elcalabozo es mucho más chico que losotros, pero tiene todavía más mierda.Acaso por haber menos gente dentro, la

basura se ve más. En cualquier caso esindudable que quienes han pasado porél, convencidos de la fugacidad de suestancia en el lugar, no se han tomadonunca la molestia de limpiarlo.

—Y no vamos a ser nosotros losprimeros en hacerlo.

Tanto a Acero como a mí nos handicho que a la mañana siguiente nosllevarán a Orihuela. No sabemos sialegrarnos o entristecernos, si serámejor o peor. Por principio yexperiencia desconfiamos de lasmodificaciones en nuestra situación deprisioneros, que difícilmente haránmenos desagradable y dramático elfuturo inmediato. Empezamos a

comprobar que, contra lo que afirma lacopla popular no es que «cariño le tomeel preso a las rejas de la cárcel», sino lacertidumbre de que su actual encierropuede ser fácilmente sustituido por otrocien veces más insoportable.

En el calabozo tenemos más espaciopara movernos y dormir que en el restodel campo. Es la única ventaja; en lodemás, todos son inconvenientes. No hayretretes, cuarto de aseo, agua ni luz.Cuando uno siente una necesidad ha depedir permiso al cabo para ir hasta laletrina y esperar a que haya un soldadodispuesto a acompañarnos en funcionesde custodia y vigilancia. A veces seprolonga tanto la espera que cuando

abren los barrotes de la puerta, uno nonecesita ya salir. Juzgando por lacantidad de mierda que encontramos enel calabozo al meternos en él, el caso hadebido repetirse centenares de veces enlas últimas semanas. Como las dosúnicas ventanas son chicas y estánmaterialmente pegadas al techo y danambas al mismo lado que la puerta, laventilación es escasa y el olor difícil desoportar. Incluso para nosotros quevamos estando entrenados parasoportarlo todo.

—Como delicada compensacióntenemos superabundancia de moscas,pulgas, piojos y chinches.

Asusta fijarse en las paredes y el

techo. La primera impresión que unorecibe es que unas y otro están cubiertaspor una capa de pintura de color marrónoscuro, que presenta resquebrajadurasque unas veces parecen más anchas yotras más estrechas. Luego, al mirar conmayor atención, comprueba que se tratade millares y millares de chinchesapelotonados unos encima de otros quese mueven lentamente y que a veces caenpor centenares sobre un punto cualquierade las literas o el suelo. En las paredesse distinguen numerosos puntos oscuros.Alguien ha encendido una cerilla, unavela o un papel y lo ha acercado a lapared. Quizá haya conseguido quemargran cantidad de bichitos, pero no

acabar con ellos.—Para exterminarlas haría falta

quemar el barracón entero.—Espero que no se les ocurra

hacerlo mientras estemos dentro.Las colchonetas de paja han

desaparecido en su casi totalidad. Sóloquedan cuatro o cinco y habrá que sermuy valiente o muy inconsciente paratumbarse en ellas. Piojos, pulgas ychinches serían capaces de sacarle envolandas hasta la mitad del pasillo.

—Por mucha sangre que tengamos,no creo que sea suficiente para alimentara tantos animalitos.

Aunque todo está sucio y repelente,el sitio más habitable parece ser el

cuartucho en la parte izquierda delbarracón, entre una de las paredes y lacancela de entrada. Se trata de unespacio de unos tres metros de ladoseparado del resto del barracón por unamampara de madera de poco más de unmetro de altura. No hay en él armazonespara las literas, sino dos bancos y unamesa pequeña, vieja, coja ydesvencijada, sobre la que pende unlargo cable en que se arraciman loschinches. Acero y yo, que tenemosdónde elegir, nos instalamos allí.Encima de los bancos o en el mismosuelo dormiremos mejor que en lascolchonetas infestadas de pulgas ypiojos la única noche que esperamos

pasar en el calabozo, ya que a la mañananos sacarán.

* * *—¿Qué sabes de Orihuela?—Lo mismo que tú: nada.Tanto Ricardo Zabalza como

Antonio Pérez prometieron a suscamaradas que harían lo posible porinformar de su suerte a los que quedabanen Albatera. Promesas parecidas habíanhecho a los comunistas Etelvino Vega yToral y a los confederados DavidAntona, Guerrero y Paulet. Pero hacía yavarios días y ninguno había respirado.

—¿No será que les han cortado la

respiración nada más llegar?—Espero que no, pero temo mucho

que tengas razón.Es asombrosa y alarmante la

completa incomunicación entre Orihuelay Albatera, separadas por una distanciade catorce o quince kilómetros. Mientrasa través de las comunicaciones, de lascartas que recibimos y muyespecialmente por los periódicos que,envolviendo los paquetes, entran en elcampo, sabemos algo de Alicante,Valencia, Murcia e incluso de Madrid yBarcelona, lo ignoramos todo respecto alos cientos de compañeros que han sidollevados a Orihuela.

—Pasa como con el más allá —dice

Acero—. Tenemos que morirnos parasaber con certeza si hay algo más queesta vida. Sólo sabremos lo que hay enOrihuela cuando nos lleven allá.

—Y acaso entonces nos pase como alos muertos, que no podamos contárseloa nadie —replico.

La tarde transcurre monótona y untanto aburrida. Acostumbrados a andarde un lado a otro por el campo, molestael encierro en un barracón pequeño conbarrotes y un centinela en la puerta. Noestamos incomunicados, sin embargo, niaislados del resto de los prisioneros.Por el contrario, son muchos loscompañeros que, enterados que me hanencerrado en el calabozo, vienen a

verme y con los que charlo un momentoa través del rastrillo. Lo mismo lesucede a Acero y, en mayor o menorproporción, a los diez o doce quecomparten el encierro con nosotros.Casi todos lo hacen con rostroscariacontecidos y algunos —pretextandoque les sobra, lo que evidentemente noes cierto— llegan a ofrecernos uncigarrillo, una naranja e incluso un pocode pan.

—Me da la impresión de que nosvisitan persuadidos o poco menos deque van a fusilarnos mañana mismo —me indigno, hablando con Acero.

—¿Y quién te asegura que no esténen lo cierto? —responde.

La preocupación de un posible finalinminente la hemos sentido demasiadasveces para que pueda quitarnos elsueño. La primera noche en el calabozo,en que podemos estirar las piernas ydarnos la vuelta a uno y otro lado sintropezar con nadie la duermo de untirón. Cuando tocan diana, tengo laimpresión de que acabo de cerrar losojos, aunque son ya las siete de lamañana. Al levantarme me encuentrofresco y descansado, pero siento agudospicores por todo el cuerpo.

Al mirarme las ropas descubrocontrariado que albergo más piojos quede costumbre. También que tengo laspiernas, los brazos, el cuello e incluso

la cara llenos de grandes ronchones. Mesorprende un poco, no porque faltenchinches en el barracón, sino porque hedormido sobre uno de los bancos queparecen libres de ellos. Además, alguienque lo utilizó antes que nosotros,introdujo los extremos de las patas enunas latas que fueron de sardinas y ahoraaparecen llenas de un agua sucia en queforzosamente se ahogarían losanimalitos que pretendieran llegar hastanosotros.

—Pero no contamos con que fueranparacaidistas —dice Amos Acero, queha dormido en el otro banco y que selevanta igual que yo— y se dejasen caerdesde el techo.

Es un fastidio, pero nada podemoshacer por remediarlo. Habría quelimpiar a fondo el barracón para lo queno tenemos medios, ganas ni tiempo. Porregla general vacían el calabozo alhacer el relevo de la guardia alrededorde las diez de la mañana. No nos quedanarriba de tres horas y no vamos aemplearlas dejando un poco más decentelo que tan sucio encontramos.

A las ocho llega un camión-cisternacon agua. Como hace el reparto no lejosdel calabozo, conseguimos del cabo quemande a un soldado que nos traiga aguapara beber y lavarnos. Conseguimosconvencerle y el soldado nos trae alpoco rato un cubo sin asas y con

múltiples abolladuras, pero lleno deagua. Hay suficiente para que los treceque ocupamos el calabozo saciemosnuestra sed y hasta pasemos las manosmojadas por la cara e intentemosatusarnos un poco el pelo.

—¿No crees que afeitadosestaríamos más presentables?

La propuesta procede de Rasillo, unsocialista agente del SIM al que conozcode vista desde mucho antes de quecomenzase la guerra y que ingresó en elcalabozo al anochecer el día anterior,denunciado o reclamado por no séquién. Tiene una maquinilla, unas hojasno demasiado gastadas y un poco dejabón. Cuando nos rasuramos parecemos

más limpios y menos miserables.—Ahora sólo nos queda esperar el

momento de emprender el viaje.Pero esperamos inútilmente durante

toda la mañana. Dan las diez, las once ylas doce sin que nadie se presente pornosotros. Cambian varias veces loscentinelas y el cabo sin que se realicepreparativo alguno para el traslado.Incluso a mediodía recibimos a travésde los barrotes nuestra ración del día:una lata de sardinas en aceite para dos yla tercera parte de un chusco.

—Podéis estar tranquilos —nosdice, cuando acabamos de comer, uno delos cabos—. Parece que hoy no habrátraslado de nadie.

Cree, y encontramos perfectamentelógica su creencia, que no habrá trasladohoy porque somos muy pocos losmetidos en el calabozo y no merece lapena traer un camión para únicamentetrece personas. Sólo nos sorprende queen toda la mañana no ha ingresadonadie, aunque también hallamos laexplicación de que no se haya recibidoninguna reclamación en las últimashoras o no trabajen los oficiales deoficinas del campo.

—En cualquier caso, siempre seráun día más.

Uno de los encerrados es paisano,conocido y tal vez algo pariente delcabo de servicio por la tarde. Le

autoriza a ir a buscar una cantimplorasuya con la que se quedaron unosamigos. Luego le convencemos para quenos deje salir de uno en uno paradespedirnos rápidamente de loscompañeros con los que hemos estadoconviviendo. Es buena persona yaccede, con la promesa de tardar pocoen volver. Estará a cubierto de todaresponsabilidad con solo decir que nospermitió ir para evacuar algunanecesidad.

—Mandé a éste —dice señalando aun soldado— para que os vigilara; perose cansó de estar mirando cómocagabais.

En cualquier caso está tranquilo

porque del campo no podemos escaparde ninguna de las maneras. Y dentro delcampo, conociéndonos, daría en seguidacon nosotros y tendríamos quelamentarlo.

—Y si algún cochino chivato dicealgo que me comprometa, le pisoteo lastripas.

—Seríamos nosotros quienes lepisoteáramos.

Rasillo, que sale antes que nosotros,vuelve con una noticia sorprendente.Parece que hoy no ha habido trasladoporque se ha armado un revuelotremendo en las oficinas del campo. Nosabe exactamente el motivo, pero hanprohibido a todos los destinos que

salgan esta mañana al recinto exterior.—Dicen que se han fugado algunos

anoche y que todas las fichas y papelesde la oficina están tirados por el suelo yrevueltos.

Acero y yo, cada uno por nuestraparte, procuramos enterarnos de lo quehaya de cierto. En media hora vemos amucha gente, hablamos con diferentesgrupos y averiguamos muy poco.Prácticamente, que algo ha debidoocurrir en las oficinas del campo y quenada se sabe de la suerte ni del paraderode cuatro presos que trabajaban en ellasdurante el día y que al anochecervolvían al campo para dormir.

—Anoche no volvió ninguno de

ellos —me dice Francisco Trigo— yesta mañana tampoco. Esto es lo únicocierto; lo demás, todo lo demás, sonrumores y fantasías.

Los rumores van desde la fuga de loscuatro en un auto que vino a buscarlos amedia tarde y que los llevó hasta unpunto de la costa cercana, dondeembarcaron con rumbo a Orán en unalancha rápida, hasta su fusilamiento alanochecer en el campo pequeño, trasdescubrir que habían destruido las listasde los recluidos en Albatera, lasreclamaciones de diversas autoridades yla documentación referente a loscentenares de presos enviados aOrihuela.

—Entre estas dos fantasías opuestasy contradictorias puedes imaginarte loque quieras; por disparatado que resulteno lo será más que lo que la gente seestá inventando.

—¿No estará el cabrón de Velascoentre los desaparecidos?

Trigo me lo niega a mí y RodríguezVega se lo niega a Acero. Los que handesaparecido eran todo lo contrario deltristemente famoso comandante decarabineros convertido en confidente.Velasco seguía por allí afanosamenteentregado a su vergonzosa tarea dedenunciar hasta a quien no conoce.

—No sabe ni siquiera mi nombre —me dice poco después un individuo al

que traen una hora más tarde al calabozo—. Pero o recordaba mi cara o alguienle dijo que yo había estado en Fomento.

El sujeto en cuestión es un tipo alto,muy ancho de hombros, de turbiahistoria y más turbios antecedentes quehabla mezclando palabras catalanas,francesas e inglesas en su deficientecastellano. Tiene unas fuerzas hercúleasy la inteligencia de un chico de diezaños. He hablado pocas veces con él ysiempre en tono violento. Le conocí unaño atrás cuando, en Castilla Libre, quedirigía, se publicó una nota de laFederación de Campesinos incluyendosu nombre entre la partida defacinerosos que habían cometido una

serie de tropelías en un pueblo de laprovincia de Madrid. Vino a protestarairado y en aquel caso concreto no lefaltaba razón. Como después secomprobó, no había tenido participaciónalguna en el hecho denunciado en lascolumnas de mi periódico, aunqueprobablemente había intervenido enotros de parecida índole.

Se contaban de él —muchas vecespor él mismo— aventurassorprendentes, increíbles casi. Entreellas, su fuga de la Guayana francesa,donde estuvo condenado por habermatado en París a puñetazos y patadas aun rival en lides amorosas. Despuéshabía sido fogonero en un barco de la

United Fruits, campeón de boxeo de lossemipesados en el Caribe y «gangster»en Nueva York. Era un tipo primitivoque presumía de tener un éxitoasombroso con el bello sexo y, alparecer, no le faltaban motivos para supresunción.

—¡Cuidado! —me dice cuando leveo en el calabozo de Albatera,llevándose un dedo a los labios en gestoexpresivo de recomendación de silencio—. Aquí nadie sabe mi nombre. Nisiquiera el hijo de puta que medenunció. Para todos soy Ángel FarrellCampoy.

Me encojo de hombros porque nadame importa como diga llamarse ni a

nadie voy a decirle cómo se llama deverdad. Nos separamos sin más, y alcabo de un rato, cuando estoy solosentado en el banco, viene a sentarse ami lado para decirme en voz muy baja,como quien comunica un grave secreto:

—Estaré muy poco tiempo preso,¿sabes? Escribí a la marquesa y contestódiciendo que viene por mí. ¿Lo dudas?¡Pues ya verás cómo es cierto! Estatarde o mañana me sacará de aquí y lasemana que viene estaremos en Romadándonos la vida padre.

Lo dudo, pero no me molesto endecírselo. ¿Para qué desengañarle?Aunque en alguna ocasión me han dichoque existe una aristócrata relativamente

joven y bastante guapa que está loca porél y que se ha arriesgado bastanteabandonando la embajada en que estabarefugiada para vivir en su compañía,siempre me ha parecido una fantasía. Depronto, por los altavoces del campollaman:

—¡Antonio Ariño Remis…!¡Antonio Ariño Remis…! ¡Que sepresente inmediatamente en la puerta delcampo!

—¡La marquesa…! ¡Ahí está lamarquesa…! —exclama el interesado—.¿No te decía que vendría por mí…?

—¡Piénsalo bien! —le aconsejoviendo que hace ademán de llamar alcabo para que le lleve hasta la entrada

del campo—. Probablemente será otroel que te busca y no precisamente paraponerte en libertad.

—¡Es la marquesa! —afirmaconvencido—. La conozco bien y sabíaque vendría corriendo.

Es inútil tratar de convencerle deque puede estar equivocado. A vocesllama al cabo para que le lleve hacia laentrada del campo donde le reclamanpara sacarle de Albatera. El cabo abreel rastrillo y se va vigilado por dossoldados. Vuelve a los diez minutos congesto furioso a recoger la maleta.

—¡La pringué! —explicamalhumorado mientras la cierra—.¡Eran tres malditos «perros» que quieren

llevarme a Madrid! Pero…—¿Qué?—Me han dicho que la marquesa

está en Alicante y no tendrán másremedio que soltarme…

* * *Aunque hace ya treinta y cinco días

que fuimos apresados en el puerto deAlicante no cesan las visitas de lasfamosas comisiones de busca y captura.Cada provincia, cada ciudad e inclusocada pueblo debe creer que entrenosotros, precisamente por ser losúltimos en caer, deben encontrarse todoslos desaparecidos de sus respectivas

localidades y especialmente aquellosque por su actividad política y sindical,antes o durante la guerra, tienen mayoresdeseos de ver colgados. Es probableque muchos de ellos hayan muertoluchando durante la contienda o salierande España cruzando la frontera francesao embarcando en la última decena demarzo en Almería, Cartagena, Valencia ocualquier otro puerto.

—Yo tengo la corazonada que andapor aquí y cuando lo encuentre…

Con frecuencia oímos repetir igualeso parecidas palabras a las gentes quevan a la plaza de toros de Alicante o alcampo de Albatera inflamadas en ansiasde venganza. Muchas veces no

encuentran a los que buscan, pero sí acualquier vecino del pueblo o lacomarca que ha peleado en el Ejércitorepublicano. Se lo llevan, y por losinsultos y amenazas que vierten antes deabandonar el recinto, es fácil imaginarsela suerte que le espera.

Una de las grandes torturas deAlbatera, sobre todo en la etapa deayuno absoluto, cuando difícilmentepodíamos mantenernos en pie y el aguacaía sobre nosotros, calándonos hastalos huesos, era permanecer varias horascada día formados mientras los que en elOeste americano llamaban «cazadoresde hombres» pasaban lentamente pordelante de nosotros mirándonos a las

caras con gesto despectivo ycubriéndonos de insultos. Prontocomprobamos que en este aspecto estaren el calabozo significa una granventaja.

No es, naturalmente, que lascomisiones no entren en el calabozopara buscar sus presas, sino que suelenhacerlo en último o primer lugar, yaunque nos miran con redobladaatención —somos «los más peligrosos»,«los mayores criminales rojos», segúnoímos decir a un teniente—, acabanpronto dado nuestro número. Antes odespués, según los casos, mientras losde fuera tienen que permanecer horasenteras formados, nosotros podemos

hacer lo que nos dé la gana.Por regla general las comisiones

suelen llevarse a sus presosparticulares. A veces, sin embargo, hanencontrado más de los que esperaban ytienen que buscar algún coche parallevárselos. En estos casos —un pocoexcepcionales— los meten con nosotrosdurante unas horas. Hablamos con ellosy tratamos de animarles, ya que unamayoría suelen mostrarse rotundamentepesimistas respecto a su inmediatofuturo.

—Ni estoy asustado ni necesitomentiras piadosas. Pero conozco a losseñoritos que han venido a buscarnos ysé de sobra que sólo de verdadero

milagro llegaremos vivos al pueblo.—Y acaso fuese peor para ti y para

nosotros que no nos mataran en elcamino.

Quienes así se expresan hablandocon nosotros son campesinos socialistasde un pueblo de Badajoz. Afirman queen el pueblo, que estuvo en sus manoslas tres primeras semanas de lacontienda, se limitaron a incautarse delas tierras y a obligar a trabajar a losantiguos propietarios, pero que no huboun solo muerto.

—Tuvimos que escapar a principiosde agosto, pero sabemos lo que hapasado después por un camarada queestaba haciendo el servicio en Cádiz y

que se pasa a nuestras filas un añodespués en el frente del Tajo. Aunque enel pueblo no habían quedado más quequienes no se metieron en nada, llevabanonce muertos.

A los siete labriegos extremeñosvienen a buscarles al anochecer. Salenfirmemente convencidos de que novivirán mucho, pero lo hacen condignidad y entereza, replicando coninsultos a los que profieren quienes hanido en su busca, mientras los atan a lapuerta misma del calabozo. De ningunode ellos volvemos a saber una solapalabra.

La historia se repite con frecuenciadurante las semanas que permanecemos

en el calabozo. Cada dos o tres días hayun grupito de trabajadores manchegos,jienenses, granadinos, aragoneses omurcianos que, tras unas horas depermanencia en el barracón, son sacadoscasi siempre al anochecer. Muchos deellos proceden de comarcas ylocalidades que desde el comienzomismo de la lucha han estado en poderde las fuerzas nacionales, y donde, porconsiguiente, no han podido cometerningún desmán. No por ello pueden, sinembargo, sentirse más optimistas.

—Quizá sea peor, porque parecenconvencidos que todos los que luchamosal lado de la República somosverdaderos demonios con cuernos y con

rabo.

* * *En solo dos días se ha llenado por

completo el calabozo. Apenas podemosmovernos porque somos ya más deciento cincuenta y el número aumenta dehora en hora. Como el barracón espequeño no sólo se ocupan todas lasliteras y el pasillo, sino que en elcuartucho hemos de dormir quincepersonas. Pronto estamos tanamontonados como en el resto delcampo. Con una diferencia fundamental:que nadie espera la libertad y todostenemos el pleno convencimiento de que

nuestra estancia allí será cuestión demuy poco tiempo.

—Podéis ir preparándoos porquehoy es el traslado.

Nos lo dice uno de los cabos en lamañana del tercer día de nuestrapermanencia en el calabozo. No sonmuchos los preparativos de marcha quetenemos que realizar y los completamosen cinco minutos. Cuando a las nueve dela mañana se presentan las fuerzasencargadas del traslado con unoscamiones que aguardan en el recintoexterior, ya estamos todos listos.

Un vigilante, con una larga lista en lamano, nombra a los que se llevan.Contra lo que parece lógico, encabezan

la lista los últimos ingresados en elcalabozo. Con la puerta abierta de paren par, y luego de haber despejado losalrededores del barracón, advierte antesde empezar a leer:

—Los que vaya nombrando quesalgan con todo. ¡Deprisita, porque noquiero perder aquí toda la mañana!

Empieza un largo y monótonorosario de nombres. Hace una pequeñapausa luego de cada uno, paracomprobar la salida de uno de lospresos que forma a diez pasos dedistancia hasta que se le unen diez odoce más que son conducidos a la puertadel campamento. Cuando alguno seretrasa dos segundos chilla irritado:

—¡Mariano Cubiles García…! ¿Aqué esperas, cabrón? ¿A que entre y tesaque a patadas…?

El calabozo va poco a pocovaciándose. Con las maletas o losmacutos en la mano esperamos concalma. Debemos ser los que cerremos lalista. Constituye una sorpresa comprobarque no aparecemos en ella.

—¡Se acabó! —dice al terminar deleer el vigilante, haciendo ademán deguardarse la lista—. Por hoy no haymás. ¡Cierre la puerta, cabo!

Nos miramos sorprendidos ydesconcertados. En el calabozoquedamos siete que no hemos sidonombrados. A los siete nos encerraron

hace cuarenta y ocho horas. Luego deuna ligera vacilación, Amos Acero sedecide a preguntar:

—¡Un momento, teniente! ¿Noestamos nosotros en la lista?

—Cuando no les he nombrado esque no están —replica destemplado elinterpelado—; luego, asaltado quizá poruna sospecha repentina, pregunta: —¿Cómo te llamas?

Acero da su nombre, yo hago lomismo con el mío y los otros cinco meimitan. El teniente consulta su lista y nolos encuentra. Mira a un sargento que leacompaña y éste explica:

—Teníamos que llevarnos 157presos y 157 han salido, mi teniente.

—Entonces no hay más que hablar. Yvosotros —agrega dirigiéndose anosotros— no tengáis tanta prisa. ¡Ya osllevarán donde tengan que llevaros…!

No acertamos a explicarnos por quénos han dejado en el calabozo. Entre lossiete, varios de los cuales ni siquieranos conocíamos dos días antes, no existesimilitud ninguna por sus actividadesdurante la guerra. Si yo he sido directorde un periódico y Acero diputadosocialista y alcalde de Vallecas, Rasilloha sido agente del SIM, otros dos no hanpasado de soldados, otro fue comisariopolítico y el restante secretario de unacolectividad agraria. Políticamente, treshan sido socialistas, dos de la CNT, uno

republicano y el séptimo comunista.—Prácticamente, lo único que

tenemos en común es que nos metieronen el calabozo casi al mismo tiempo.

Debatimos ampliamente la cuestióny sólo hallamos una posible explicación,que los cuatro presos que trabajaban enlas oficinas del campo —fugadosaquella tarde, según unos, y fusilados decreer a otros— tacharan nuestrosnombres de la lista de los recluidos enel calabozo, tratando indudablemente debeneficiarnos. Se lo agradecemossinceramente, aunque desconfiamos quepueda servirnos de nada.

—Hoy mismo se darán cuenta queestamos aquí y saldremos para Orihuela

en la expedición de mañana.Pero tampoco salimos al día

siguiente. Hay un nuevo traslado masivode prisioneros integrado por los setentay dos que en las últimas veinticuatrohoras han sido metidos en el calabozo,pero del que no formamos parte ningunode los siete. Un teniente, distinto al de lavíspera, lee uno por uno los nombresque figuran en una lista. Se los llevan ytornamos a quedarnos solos.

—Parece que tendremos quecontinuar aquí indefinidamente.

Ignoramos si el hecho nos beneficiao perjudica. En la duda, decidimosabstenernos de hacer o decir nada. Unorecuerda un viejo dicho de la «mili»

—«el que pregunta se queda decuadra»—, y nos callamos. Lo máscuerdo es pasar desapercibido dadasnuestras circunstancias.

—¡Voluntarios ni a la gloria!Máxime cuando no sabemos si iríamosvoluntarios a que nos pegasen cuatrotiros.

* * *A media mañana, Esplandiú me trae

una carta que ha llegado con unos díasde retraso al lugar donde acampa elgrupo de que formaba parte hasta sermetido en el calabozo. Viene abierta,como todas las que entran en el campo;

es de mi madre y acompañaba a losavales cuya lectura motivó mi encierroinmediato. Faltan éstos, naturalmente,pero no tengo el menor interés enreclamarlos. Dice mi madre que meremite dos avales que, según le hanasegurado todos, serán suficientes paraque me pongan en libertad. Los avalesson de Pepe y de un primo mío. En elloscertifican, junto a mi honradez personal,que he sido director del periódicoCastilla Libre.

«Esto —añade textualmente mimadre con admirable ingenuidad— notiene importancia, ya que eres periodistaprofesional y tenías que trabajar enalgún periódico. Además, y conforme

dice todo el mundo, sólo persiguen aquienes tienen las manos manchadas desangre y a nadie le molestan por susideas políticas».

Decido contestarla inmediatamente.No para decirla como es mi primeraintención, que no haga caso de lo quediga la propaganda y que muchos hansido condenados y ejecutados por susideas —lo que sólo serviría paraaumentar sus disgustos y preocupacionessin la menor ventaja para nadie—, nique la única consecuencia de sus avaleses que me hayan encerrado en elcalabozo. Me limito a decirla que estoyperfectamente, que no necesito avales deninguna clase y que, aunque

posiblemente sea trasladado cualquierdía a Orihuela para prestar declaración,confío en poder regresar pronto aMadrid.

En días sucesivos, durante los cualesel calabozo se llena y vacía cadaveinticuatro horas, sin que en la lista delas diferentes expediciones figuremosnosotros, advierto sorprendido que porel campo se extiende y propaga unoptimismo totalmente injustificado. Sonmúltiples, sin embargo, las causas quepueden explicarlo, y en primer términolas cartas y las comunicaciones en quelos deudos de los presos, en uncomprensible afán por consolarlos, danpábulo a los más disparatados rumores

acerca de su próxima liberación. Contanta ingenuidad como mi propia madrey tan faltos de fundamento serio comoella, muchos se hacen eco de lainsistente repetición de la frase queasegura que «nada tienen que temerquienes no tengan las manos manchadasde sangre». Es un hecho comprobado deantiguo que cualquier afirmación más omenos dudosa llega a tomarse comoverdad axiomática cuando se repitemillones de veces y no hay frase másrepetida que esa en la primaveraespañola de 1939. Incluso hombres queestán comprobando a diario pordolorosa experiencia propia que larealidad difiere radicalmente, la

conceden en determinados momentosmás crédito del que merece impulsados,consciente o inconscientemente, por supropio instinto de conservación.

Influye en ello también una sensiblemejoría en las condiciones dealimentación. Pese a que nadie come losuficiente y muchos sigan devorandocuanto cae en sus manos —inclusorebuscando en las letrinas mondas denaranja, vainas de habas o trozos dequeso ya podridos cuando llegan amanos de sus destinatarios los paquetesque los contienen—, recibimos casi adiario un centenar de gramos de sardinasen conserva y una cantidad parecida depan. No es suficiente, desde luego, para

que nadie engorde; pero puede bastarpara evitar durante varios meses lamuerte por inanición. Si además nosllega de tarde en tarde un paquete o hayalgún compañero que reparte connosotros el que recibe —yprobablemente no hay ni un solo presoque no comparta con quienes le rodeanlo poco o mucho que sus deudos lemandan—, es posible contener por algúntiempo el creciente debilitamiento.

—En cualquier caso, cien vecespeor estábamos todos hace sólo quincedías.

Otro factor que eleva la moralgeneral es que la sed casi hadesaparecido. No tenemos agua para

lavarnos a diario y mucho menos parasoñar en bañarnos o limpiarconcienzudamente las ropas. Pero conalgunas diferencias, variantes y fallos,conseguimos un día con otro entre medioy un litro por cabeza. Parece —lo es, enrealidad— muy poco; se le antojafabuloso, sin embargo, a quienes hantenido que pasarse recientemente díasenteros sin beber una sola gota. Ciertoque continúan dándose muchos casos detifus y paludismo y que todas lasmañanas tienen que enterrar a unoscuantos. Aunque resulta un espectáculotan doloroso como deprimente, noshemos acostumbrado a su repetición ycada día nos produce menor efecto.

—Pero la base fundamental de estedesaforado optimismo son,indudablemente, los rumores.

Los rumores que al finalizar laprimera decena de mayo circulan conmayor insistencia por Albatera giran entorno a una amnistía inminente. Muchagente está firmemente convencida de queno tardará en aprobarse un perdón quealcanzará a cuantos presos no esténacusados de robo o asesinato.Significará la inmediata liberación detodos los jefes, oficiales y soldados delas fuerzas republicanas, sin excluir alos comisarios políticos; comprenderáasimismo a cuantos desempeñaron algúncargo de autoridad en la llamada zona

roja, así como a los funcionariospúblicos —estatales, provinciales omunicipales— que entre 1936 y 1939sirvieron a la República. Incluso cabíaque todos éstos fueran admitidos y que alos militares profesionales se lesconcediera el retiro en forma muysemejante a como la ley Azaña habíahecho con los monárquicos que nodeseaban seguir en activo en un régimendistinto.

—No podrán actuar, desde luego,los dirigentes políticos y sindicales;tendrán que cruzarse de brazos y estarsetranquilos en sus casas; pero no se lesperseguirá ni molestará por lo que hayansido o dicho hasta ahora.

Yo desearía creerlo, pero no puedo.No valen los antecedentes, que algunosalegan en apoyo de su credulidad, de losucedido al terminar las diversasguerras civiles del siglo XIX español.No valen porque las circunstancias sonharto diferentes y porque entoncesvencieron los liberales y ahora no.También porque en distintas ocasioneslos ahora triunfadores han rechazado enredondo la idea de que al final de laguerra pudiera dictarse una ampliaamnistía.

—Pero en ningún momento hannegado que puedan conceder un indulto,que para el caso es lo mismo —sostieneRodríguez Vega, con quien discuto esa

posibilidad.Pero lo dice únicamente acalorado

por la discusión, sin que confíe poco nimucho en que sea posible. En el fondoestá convencido igual que yo, y porrazones parecidas, en que cuanto serumorea en el campo no pasan de serfantasías carentes de todo fundamento.

—Aunque a veces —me confía—simule creer lo contrario para no hacereternamente de aguafiestas.

Desgraciadamente aquí no podemosaguar ninguna fiesta porque nadatenemos que festejar. Por asombroso queparezca, no faltan quienes ven motivosde júbilo y esperanza en aquello quemás les debe preocupar. Por ejemplo, la

ley de Responsabilidades Políticas.Antes de que la conozcamos, sino por loque a algunos les han dicho en lascomunicaciones, ya hay millares depresos en Albatera que anuncianalborozados que no habrá en el futuroninguna condena a muerte y ni una solaejecución más.

—Acaban de promulgar una leysobre actividades políticas —aseguran— en que la pena máxima, aparte de unaposible confiscación de bienes, noexceda de los veinte años de reclusión.

Quienes piensan con un poco desensatez se resisten a creerlo, sabiendoque continúan funcionando los consejossumarísimos que aplican los preceptos

del Código de Justicia Militar, cosaenteramente lógica y natural cuando elestado de guerra no ha sido levantado enparte alguna del territorio nacional. Perosi muchos lo ponemos en tela de juicio olo negamos, son mayoría los interesadosen admitirlo sin una reflexión previa. Nofaltan los que razonan más de acuerdocon sus deseos que con la realidad.

—Si a los máximos responsables —ministros, generales, presidentes osecretarios de partidos políticos uorganizaciones sindicales— no lescondenarán, según la ley, más que aveinte años de reclusión, a todos losdemás nos pondrán en libertad.

Tan convencidos están que cuando

leen el texto íntegro de la ley —quepublica un periódico del que entranvarios ejemplares en Albatera y quecircula rápidamente de grupo en grupo— exteriorizan su júbilo esperanzadosen salir muy pronto en libertad.

—¡Lee, lee esto y verás quién tienerazón…!

La leo yo —y lo mismo hacencentenares de personas en Albatera—con la máxima atención y detenimiento.Por desgracia, lejos de comprobar quelos optimistas estén en lo cierto,advertimos su completa equivocación.Es cierto que la nueva ley no establecepenas de privación de libertadsuperiores a los veinte años, poniendo

especial énfasis en las penaspecuniarias; pero también lo es que laley, como su nombre indica, se refiereexclusivamente a las responsabilidadespolíticas.

—¿Y no son enteramente políticastodas las responsabilidades de laguerra?

—Es posible que lo pensemosnosotros, pero nuestra opinión no cuentaporque somos los vencidos.

Los que ganaron la guerra opinanque, al margen de los delitos políticos,hemos cometido otros de muy diversaíndole, que deben ser castigados conarreglo al articulado del Código deJusticia Militar. Empezando,

naturalmente, por el delito de rebeliónmilitar.

—Pero —se sorprenden no pocos—¿acaso no fueron ellos quienes serebelaron? Si hablan a todas horas delglorioso alzamiento…

—El alzamiento triunfó en el acto entoda España —respondo—. Por tanto,quienes luchamos contra él somosculpables de un delito de rebeliónmilitar. Que es, precisamente, por el quenos juzgarán a ti y a mí, lo mismo quehan juzgado ya a muchos millares depersonas.

* * *

A fuerza de vernos día tras día en elcalabozo mientras los demás entran unatarde y a la mañana siguiente sonconducidos a Orihuela, acabanconociéndonos los cabos y soldados quecada cuarenta y ocho horas guardan yvigilan el barracón pequeño. Conalgunos establecemos de una maneramaquinal relaciones de amistad osimpatía de la que derivamos ciertaspequeñas ventajas. Por ejemplo, que conel pretexto de ir a la letrina para evacuaruna necesidad nos dejen salir algunosratos al campo para hablar cambiandonoticias e impresiones con amigos ycompañeros. También que podamosseguir tumbados si nos apetece después

del toque de diana o charlandodespiertos luego del de silencio; que nostraigan las cartas o los paquetes —pocos por desgracia— enviados por losfamiliares, y hasta que si nos llaman porlos altavoces para comunicar no ponganpegas a que podamos hacerlo.

Hay algunas cosas, sin embargo, enlas que no transigen poco ni mucho. Asínos pasa con las formaciones durante lacelebración de la misa. Es inútil quearguyamos que desde dentro delcalabozo no vemos la parte del recintoexterior donde se celebra la misa ni eloficiante puede vernos a nosotros.Tampoco sirve de nada que digamos queno somos católicos.

—¿Quieres decir que eres judío yque no estás bautizado?

—No tengo nada de judío y mebautizaron a los diez días de nacer.

—Entonces, aunque no quieras, erescatólico y tienes que oír misa.

Oímos la misa formados en elinterior del calabozo porque latransmiten los altavoces. También losinterminables sermones con quepretenden edificarnos los frailes deOrihuela que casi siempre ofician en laceremonia. Incluso los soldados nosobligan a permanecer durante la horalarga que dura en el más absolutosilencio. Un día, Rasillo, que ha hechoamistad con uno de los cabos, le insinúa

que al obligarle a oír misa sin sercreyente, cometen o le obligan a cometeralgo parecido a un sacrilegio. Pero elresultado es contrario al que nuestrocompañero de reclusión espera. El cabo,que procura enterarse, no sabemos sihablando con los frailes o con algúnoficial, dice a la mañana siguiente:

—No se trata de que oigáis misaformados porque seáis católicos, sinoque la formación durante la misa es unacto de servicio al que no podéisnegaros de ninguna de las maneras.

Tenemos que escuchar los sermones.Por regla general —y es lo mejor quepodemos decir de ellos— resultanprofusos, difusos y confusos según la

conocida frase. Quienes los pronuncianno brillan precisamente por suelocuencia y originalidad de ideas.Repiten lo mismo una y otra vez,siempre en tono de ofensivasuperioridad. Deben creer que quienesles oímos somos sin excepciónanalfabetos o deficientes mentales. Ensus palabras suele haber más insultosque razones, aunque probablemente seproponen lo contrario. Pero desdecriminales e hijos de satanás, dóciles einconscientes instrumentos del mal, aignorantes y desgraciados, emplean unalarga serie de términos en los que seríadifícil hallar el más remoto reflejo de lacaridad cristiana.

El segundo domingo de mayo,cuando acabamos de oír un interminablesermón del padre Jesús, un fraile deOrihuela bastante conocido en lacomarca, en la que pasó toda la guerrasin que nadie se metiera con él, recibonueva carta de mi madre. Lleva fechadel jueves anterior, y aunque se dicecontenta y esperanzada, me pareceadvertir entre líneas que el optimismode sus misivas anteriores ha descendidoconsiderablemente. Me preocupa, notanto porque pueda ser motivado por misituación personal —que mejor que ellasé lo poco grato de mis perspectivas—,sino por algún percance sufrido porcualquiera de mis hermanos. La carta

termina anunciando que mi hermana yella han conseguido ya lossalvoconductos y billetes necesarios yque el sábado por la mañana saldrán deMadrid para verme en Albatera.

No me alegra su visita porque a todotrance querría ahorrarle el desagradableespectáculo de mi delgadez esquelética,de mi suciedad, de los piojos que mecomen vivo y de las condiciones queimperan en el campo y el trato querecibimos. Pero como la carta hatardado tres días en llegar no hay nadaque hacer para conseguir que aplace suvisita, ya que con toda probabilidad, ypese a la lentitud y desorganización delas comunicaciones ferroviarias, estará

ya en Alicante y tal vez en la mismaAlbatera.

Procuro arreglar las cosas lo mejorposible. Hablo con el preso que vocealas comunicaciones para que venga abuscarme al calabozo y que si porcasualidad habla con mi madre no lediga que estoy en él; enseño la carta alos cabos de guardia para que mepermitan salir a comunicar en elmomento que me avisen y procurolavarme y asearme lo mejor posible.Tras afeitarme, me lavo la cara, pasolargo rato peinándome y procurandomatar el mayor número posible depiojos, preparo la ropa conveniente paraponérmela en el momento oportuno.

Toda mi ropa consiste en un traje demediano uso que llevo en la maletadesde que salí de Madrid, unospantalones que apenas me he quitado encerca de dos meses, un jersey y unacamisa, aparte de una camiseta y uncalzoncillo, ya que otra camiseta y otrocalzoncillo hube de tirarlos porqueresultaba totalmente imposible librarlosde las manadas de piojos y liendres quelos invadían. Como hace calor amediados de mayo, y más en elcalabozo, generalmente no llevo puestomás que el pantalón, y cuando más lacamiseta. Para salir a comunicarcambiaré de pantalón —que éste podríamoverse si lo dejara en el suelo, dada la

abundante colonia que alberga— yponerme la camisa que estárelativamente limpia. Prescindiendo dela chaqueta porque al ponérmela mesobra la mitad.

Paso toda la tarde del domingoesperando inútilmente comunicar y partede la mañana del lunes. Al fin, alrededorde las once de la mañana me avisan.Formo un rato junto a la puerta delcampo en unión de otros cuarenta ocincuenta que también esperancomunicar. Luego un sargento vallamándonos y nos deja salir al recintoexterior.

—Allá, al fondo, a la derecha.Para las comunicaciones han

acotado un espacio más allá de lascocinas. Unas alambradas de dos metrosde altura la separan del campo libre, ytras ellas vigilan algunos soldados. Lasfamilias entran y salen por una puertaque si las mujeres trasponen sin lamenor dificultad, cuando las acompañaalgún hombre ha de acreditardocumentalmente su personalidad. Unopuede hablar con sus familiares de pie osentados en el suelo, e incluso comer ensu compañía pidiendo una autorizaciónespecial. Salvo estos casos, el tiempode comunicación no suele pasar de unahora.

Mi madre y mi hermana lloran alabrazarme. Yo conservo la serenidad,

aunque he de esforzarme por disimularla emoción. Encuentro a las dos,especialmente a mi madre, bastante másdelgada, con aire de cansancio ysomnolencia, con pronunciadas ojeras yaparentando varios años más que hacecincuenta días. Pese a que nuestrasprimeras palabras son para decirnosellas a mí y yo a ellas que nosencontramos mejor de lo esperado, lostres sabemos que no es cierto.

—¿Qué hay del resto de la familia?—Ángel ya sabes que…Se echa a llorar de nuevo sin

terminar la frase. No hace falta quetermine para que sepa a qué atenerme.Durante dos años le hemos hecho creer

que Ángel, desaparecido en octubre del36 en un frente cercano a Madrid, habíasido hecho prisionero. Aun sin acabarde creernos, alentaba la remotaesperanza de que fuese verdad y poderlever vivo al terminar la guerra. Ahora yasabe que está muerto.

—Preguntaba por Mariano yAntonio.

Me habla de ellos mi hermana.Antonio no tiene problemas. Nunca fuede izquierdas y durante la guerra selimitó a incorporarse a filas cuandomovilizaron su quinta, siendo destinadoa servicios auxiliares. Sigue trabajando,como antes, en la Compañía Inglesa deCarbones, cuya central londinense

facilitó grandes cantidades decombustible al gobierno nacional. Consu mujer y sus tres hijos ha vuelto a supiso de General Lacy y se defiendeeconómicamente.

—Mariano está en mucha peorsituación.

Anda un poco a salto de mata.Escondido durante un par de semanas,ha tenido que reanudar su trabajo en elbufete de un abogado amigo, forzado porlos apremios económicos. Dos veces lehan detenido, logrando recobrar lalibertad a las pocas horas, gracias a lasuerte de que resultase antiguo conocidode las Salesas el secretario del juzgadocorrespondiente.

—Pero tanto su mujer como nosotrastememos que en una tercera ocasión nosea tan afortunado.

—¿Y vosotras?Se esfuerzan por convencerme de

que no pasan ningún apuro y yo simulocreerlas. En realidad están bastante mal.Para mi madre ha sido un golpe muyduro la confirmación de suspresentimientos sobre la muerte deÁngel y mi detención. Teme, aunque nocese de repetirme lo contrario, que seprolongue durante años enteros y leinquieta también la suerte de Mariano.

—Todo se arreglará, Eduardo —insiste ansiosa por convencerme a mí,pese a que no esté nada convencida ella

—. Todos reconocen que eres un buenhijo, que no has hecho nada malo y veráscomo pronto te ponen en libertad.

Creo todo lo contrario, pero no se lodigo porque aumentaría inútilmente susinquietudes y zozobras. Prefiero desviarla charla hacia ellas mismas,asegurándolas que comparto suoptimismo respecto a mi futuro, que nonecesito nada porque como de sobra yen el campo vivimos bastante bien, conun trato excelente.

—Lo creo —replica mi madre conclaro aire de escepticismo—. Encualquier caso debes cuidarte un pocomás. Te encuentro muy delgado.

Trato de explicarlo con una supuesta

inapetencia, ya superada, que me tuvosin probar bocado un par de semanas.Antes de que puedan pedirmeaclaraciones difíciles de dar sindescubrirme, insisto en saber cómo sedefienden económicamente. Respondenpintándome un panorama rosado quedebe estar mucho más en sus deseos queen la realidad. Pero si antes ellasfingieron creer mis optimistasaseveraciones, ahora les imito yo. Nohacen falta grandes dotes deductivaspara llegar a la conclusión de que loestán pasando mal, con grandesestrecheces y probablemente conhambre; disimulada y soportada condignidad, pero no por eso menos

angustiosa.—Mariano, más que ayudarnos

necesita que le ayuden —confiesan—.Antonio demasiado hace con mantener alos suyos. Afortunadamente, nosotros nonecesitamos de nadie. Tenemos una casagrande, como sabes de sobra, y con unpequeño esfuerzo…

Parece que en la casa se han metido,mientras encuentran piso, algunosfamiliares llegados de Valladolid yBilbao; les pagan algo y con ello vantirando. Comprendo que, aunque lonegarían ofendidas si se lo dijera, estánmalviviendo sirviendo a los huéspedes.Eluden dar muchas explicaciones y noinsisto en pedírselas.

—Lo fundamental —dice mi madrecambiando de tema— es que antes de finde mes podrás estar de nuevo en casita.

Hago un gesto de incredulidad ytanto ella como mi hermana insisten. Nosé si lo dicen únicamente por intentaranimarme o si a fuerza de oír decirlo acuantos las conocen y saben de misituación han llegado a creérselo.Parece en cualquier caso que en Madridcorren los mismos rumores que enAlbatera y acaso con mayor fuerza.

—Todo el mundo dice que el día 19,después del desfile de la Victoria, daránun indulto tan amplio que alcanzará acasi todos los presos. Especialmente alos que, como tú, no han hecho nada

malo.Me han traído un paquete con algo

de comida. No tuvieron que comprarnada, «no por falta de dinero», sinoporque todas las personas que seenteraron del viaje les dieron algo paramí. Abro el paquete y veo que han traídouna libreta de pan, una tortilla de doshuevos, una tarterita con tres filetes, untrozo de queso y varias naranjas.Adivino que ellas han comido muy pocodurante el viaje y pretendo que nos locomamos juntos allí. Se niegan enredondo, alegando que han desayunadomuy fuerte en Alicante y que tienenpagada la comida en la pensión donde sehospedan. Tengo la impresión de que

ninguna de las dos cosas es cierta, perono logro vencer su resistencia.

—Cómetelo tú todo —indica mimadre—. Nosotras estamos hartas ahoray en la pensión nos aguarda unsustancioso almuerzo.

Me mandarán algo más todas lassemanas, aunque tienen la seguridad deque antes del domingo no necesitaránmandarme nada porque estaré de vueltaen Madrid. Advierto que mi hermanamira de vez en cuando el reloj y adivinoel motivo. A las dos y media pasa porAlbatera un tren con destino a Alicante,donde a las ocho de la noche han detomar otro tren —cuyos billetes tienen—de vuelta a Madrid.

—Conviene estar en la estación doshoras antes porque si te descuidas unpoco no puedes subir porque estáabarrotado.

Con medias palabras confiesan queandan escasas de dinero. Traían losuficiente siempre que hubieran podidoregresar, como esperaban, en cuarenta yocho horas. Por desgracia, el tren tardóveinte horas en llegar, ayer domingovinieron a Albatera, pero hubieron devolver a Alicante para solicitar lacomunicación. Como era domingo nopudieron conseguirlo y tuvieron queesperar hasta esta mañana.

—La gente se aprovecha de lascircunstancias y en la pensión nos

cobran un ojo de la cara. Si tenemos quepasar un día más, no sé cómo podríamosresolverlo.

Charlamos un rato más y me hablande la odisea de su viaje, con los trenesllenos a reventar, con gente tumbada enlos pasillos y metiéndose en cualquierparada por las ventanillas. Si hayhorarios de salida, no existen los dellegada y los trenes lo hacen cuandopueden, corriendo como locos enalgunos trozos y detenidos horas y horasen cualquier estación.

—Yo tuve que venir de pie lasveinte horas y llegué materialmentedestrozada —indica mi hermana.

Comprendo sus apuros de tiempo y

dinero y ahora soy yo el que tiene prisaen que se marchen para evitarlesmayores angustias en el regreso. Tratode que se lleven el paquete que hantraído para que se lo coman durante elviaje, que puede durar un día entero omás. No lo consigo, aunque discutimosun rato. A la una nos indican que lacomunicación ha terminado y tienen queirse.

Lloran con mayor fuerza que a lallegada mi madre y mi hermana cuandoles acompaño hasta la puerta de salidadonde vigilan los centinelas. Me abrazany cuesta trabajo separarlas.

—¡Cuídate mucho, hijo! ¡Si tambiéna ti te pasase algo…!

* * *Vuelvo al calabozo lentamente.

Estoy triste, hundido en pensamientosque nada tienen de halagüeños. Lejos deconstituir una inyección de optimismo,la visita de mi madre acentúa lacerrazón del horizonte. Si hasta haceunas horas me sentía pesimista acerca demi futuro personal, ahora extiendo esepesimismo a buena parte de la familia.Tengo la certidumbre de que mi madre,aparte de la zozobra por la suerte de sushijos, está pasando auténtica hambre. Esuna mujer entera, de buen temple, peropasa de los sesenta y cinco años y acaso

no logre encajar los golpes que laesperan. Quisiera creer que, conformeha dicho, pueda estar pronto de regresoen casa, lo que resolvería susproblemas; pero no puedo, convencidode que no pasa de ser un sueñoirrealizable.

—¿Qué te ha dicho del indulto deldía 19? —pregunta Acero apenas me ve.

Me sorprende la pregunta e inquietoa mi vez por qué la formula, inclusodando una fecha concreta.

—Porque ese día se celebra eldesfile —responde— y se firmará elindulto. ¿No te lo ha dicho tu madre?

Me lo ha dicho, efectivamente, perosigo sin creerlo. Tampoco Acero lo

creía hace dos horas cuando salí delcalabozo para acudir a la comunicación.¿Ha cambiado en este tiempo?

—La verdad —responde sincero—lo dice tanta gente, que ya estoyempezando a dudar.

Parece que a todos los que hancomunicado hoy, sus familiares —llegados de los puntos más diversos dela geografía peninsular— les han dicholo mismo: que el día del desfile pondránen libertad a los presos y prisionerospolíticos; incluso a los que en estosmomentos están condenados a las másgraves penas.

—¿Y tú lo crees?Le cuesta trabajo, pero empieza a

pensar que aquella extraña unanimidadpuede tener en el fondo algúnfundamento más serio que los simplesdeseos de nuestros deudos.Especialmente porque las propiasautoridades del campo parecenconvencidas también.

Aquella misma mañana varios de losmédicos habían hablado con elcomandante para exponerle un plan deposibles mejoras en los serviciossanitarios de Albatera, para lo quenecesitaban que se les proporcionaranalgunas medicinas y una tienda mayor dela que ahora utilizaban como botiquín.

—Todo eso me parece muy bien —había contestado el comandante—. Pero

¿para qué vamos a molestarnos en hacernada cuando el campo se cerraráprobablemente antes de fin de mes?

Más concreto y categórico aún, elcapitán de oficinas había dicho a lospresos que trabajaban en ellas quepreparasen listas por triplicado de losrecluidos en el campo, añadiendo:

—Tendremos que tenerlas a manopara saber a cuántos ponemos enlibertad en virtud del indulto general quese espera para el viernes o el sábado.

Por Albatera circulaban otrosmuchos rumores de parecida índole,cuyo origen y fundamento resultaba muydifícil averiguar. Acero estabaconvencido de la autenticidad de lo

manifestado por el comandante —repetido a él por uno de los médicos queacudieron a hablar con el jefe del campo— y por el capitán de oficinas. Admitíala posibilidad de que quienes oyeron laspalabras de uno y otro hubieranacentuado la nota al repetirlas. Inclusoque el perdón de que se hablaba notuviera el alcance que la gente esperabani muchísimo menos.

—Cabe, sin embargo, que en estecaso concreto el río suene porque llevaagua. Poca, poquísima tal vez, peroagua.

Los síntomas visibles no parecenaugurar nada bueno, piensen lo quepiensen las gentes. En la tarde del lunes

en que hablo con mi madre ingresan enel calabozo treinta y siete prisionerosreclamados por diferentes autoridades,señalados por algún chivato oencerrados por los avales gracias a loscuales sus familiares esperaban lograrsu libertad, que serán trasladados aOrihuela a la mañana siguiente. ¿Semolestarían en hacerlo de tener laseguridad de que cuatro o cinco díasdespués habrían de ponerlos enlibertad? También visitan el campo doscomisiones de busca y captura. Porculpa de ambas permanecemos formadosmedia hora en el barracón y dos horasfuera en el campo. Incluso oímosrepetidas llamadas a través de los

altavoces pidiendo la presentación detodos los prisioneros onubenses.

—Creo que los que venían deHuelva se han llevado a diez o docepresos.

Temo por la suerte de un gruponutrido de compañeros procedentes dela cuenca de Ríotinto que en loscomienzos de la guerra iniciaron,combatiendo, un peligroso éxodo através de las serranías para ganarprimero tierras de Extremadura y formarmás tarde en las columnas quedefendieron Madrid. Son todos paisanosde Isabelo Romero, amigos personalesla mayoría y algunos familiares incluso.¿Qué será de ellos si les llevan a

Tharsis, El Cerro y Zalamea, a lospueblos que abandonaron peleando enjulio de 1936?

Por la mañana salgo del calabozo yvoy hacia la parte del campo en que séque se encuentran varios. Hablo conMolina y algunos oficiales y comisariosde su división que estuvieron en elJarama hasta el 28 de marzo. No pareceque se hayan llevado la tarde anterior aninguno de los conocidos. Molina meindica por dónde andan Jesús, primo deIsabelo, León Díaz, Manuel Pérez yotros paisanos suyos.

—Los tipos que vinieron creo queno conocían a nadie. Aunque lo hubiesenconocido en 1936 no hubieran podido

identificar a ninguno de nosotros tresaños después y como estamos enAlbatera.

—¿A quién se llevaron entonces?—A los tontos que se presentaron

cuando llamaron a los de Huelva. Porfortuna, ninguno de los compañeros hizoel menor caso de los llamamientos.

El martes se habla con mayorinsistencia del próximo indulto, perovuelve a llenarse el calabozo y otras trescomisiones pueblerinas obligan apermanecer formada a la gente mientrashusmean entre ella una posible pieza.Entre los que, delatados por Velasco,meten en el barracón está, aunque no losabré hasta unas horas después, un

hermano de Antonio Nicás, compañeromío en la redacción de La Libertad. Porla mañana el mismo que le hadenunciado viene a despedirse de élcuando están a punto de llevárselo paraOrihuela. Fingiéndole simpatía yrecordando que han peleado juntos endeterminada unidad, le tiende la mano.

—¿Estrechar tu mano —contestaNicás despreciativo— cuando tu solapresencia me da náuseas? ¡Yo no doy lamano a los traidores…!

—¿Traidor, eh? —reaccionacobarde Velasco—. Pues voy arecomendarte bien para que cuandollegues a Orihuela veas…

—No tengo que llegar a ningún sitio

para saber que eres un sapo venenoso.—¡Esto te costará caro! —amenaza

el chivato.—Si me toca morir, moriré como un

hombre. Tú, en cambio, acabarás comouna rata. ¡Lástima que no te matemosnosotros, porque acabarán ellos contigocuando hayas cumplido tu papel deJudas!

A Nicás, pequeño de estatura, perogrande de ánimo, que ha llegado acapitán durante la lucha, peleando en losmás diversos frentes, se lo llevan paraOrihuela la misma mañana de suenfrentamiento con Velasco, en unión deuna treintena de presos más.

Aunque nada de esto induce a pensar

en la proximidad de un indulto de tipogeneral para el próximo viernes, lamayoría en Albatera sigue esperándolo.Quizá porque así les interesapersonalmente, muchos consideran queel anunciado desfile de la Victoriatendría su mejor complemento en unadecisión generosa de cristianaclemencia. Incluso hay algunos quebasan su esperanza en lo que estos díasdicen los periódicos. Uno de ellos trasleernos en voz alta los conocidos versosde «que mientras vive el vencido,venciendo está el vencedor», pregunta:

—¿Creéis que, de no haber unindulto inmediato, publicarían esto losdiarios, por muy clásicos que sean los

versitos?—Con solo esperar al viernes

conoceremos todos la respuesta.

* * *La jornada del 19 de mayo de 1939

se espera en el campo de Albatera condesbordante expectación. Suponemosque igual ocurrirá en el resto de España.Cuando llega hay un ansia desbordadapor recibir las noticias. Sabemos por lascomunicaciones de la tarde que eldesfile, transmitido por radio a todo elpaís, ha constituido un espectáculobrillante, prolongado durante horas enmedio de las aclamaciones de la

multitud que lo presencia en las callesde Madrid. Pero no se dice una palabrade lo que, en Albatera al menos, interesamás.

—Habrá que esperar —dicen losoptimistas— porque las celebracionesdurarán tres días y no es lógico que elindulto se promulgue en el primero, sinoen el último.

Que pasen las tres jornadas sin quese apruebe y divulgue la buena nuevadel perdón, desilusiona un poco a lagente, pero no acaba totalmente con susesperanzas. En el campo empiezan adarse otras fechas, insistiendo en queserá un hecho antes de finalizar el mes.Incluso cuando unos días después

circula la noticia de que unapersonalidad importante va a venir aAlbatera para dirigirnos una alocución,una arenga o un discurso —que cada unollama de distinta manera la anunciadadisertación—, los optimistas no ocultansu alegría.

—Viene —dice— a anunciarnos elindulto.

Es absurdo y disparatado que, encaso de promulgarse un indulto, haya devenir a comunicárnoslo personalmenteuna personalidad cuyo nombre seguimosdesconociendo. Pero basta que uno lodiga para que muchos lo repitan y todoslos razonamientos en contrario no sirvande nada. Existe, pues, un clima de

general euforia cuando una tarde seobliga a formar en el campo para oír laspalabras que va a dirigirnos un brillanteescritor y pensador político. Aunque elnombre de Ernesto Giménez Caballero,que a continuación se cita, nada dice amuchos de los presos, para mí resultamás que suficiente.

Los que estamos en el calabozotenemos la suerte de no tener que formar,pero no por ello nos libramos deldiscurso que los altavoces transmiten atodo el campo con inusitada potencia. Laperorata de Giménez Caballero —librero e impresor de la calle de lasHuertas, antiguo director de La GacetaLiteraria y uno de los firmantes del

manifiesto fundacional de «La Conquistadel Estado», primera organización detipo fascista en España— es digna de él:larga, deslabazada, de un barroquismodelirante y casi ininteligible. No dice,claro está, lo que algunos ingenuosesperaban que dijera; en cambio, diceotras muchas cosas que sorprenden a lamayoría de sus forzados oyentes. Hablade los Reyes Católicos, de la Españacesárea y eterna, del imperio que nosllevará a Dios y de la unidadindestructible de las tierras y loshombres de España. También de ladecadencia irremediable de las grandesdemocracias y de las virtudes heroicasde Mussolini y Hitler, que van a traer

una nueva Europa sobre las ruinas de laantigua; una Europa viril y marcial queromperá los dientes a las hordasrabiosas que desde las estepas asiáticassiguen soñando con destrozar entre susgarras a la civilización grecorromana, ala civilización cristiana de la que somosrepresentantes y herederos. Alude, porúltimo, a la guerra de España, donde hasido aplastada la hidra revolucionaria yen donde los aprovechados explotadoresde la ignorancia popular han huidocargados de millones, dejándonosabandonados, inermes y derrotados amerced de la generosidad del vencedor.

—Cuando como ahora os miro noveo en vosotros más que una masa

amorfa —añade—. No distingo losrostros individuales, las personalidades,los hombres. No sois más que lasmoléculas o los átomos integrantes deuna inmensa mole. Habéis sidoderrotados porque teníais que serlo,porque vuestros jefes, dignos jefes deestos rebaños, huyeron cargados demillones luego de aprovecharse devuestra ignorancia; la torpe mente deunas masas primitivas en cuyo cerebrono brilla la luz de la inteligencia.

—¿Qué te parece el discursito? —me pregunta socarrón Acero cuandoGiménez Caballero termina entre losbostezos de los oyentes.

—¡Que aviado está el país si éste va

a ser uno de sus mentoresintelectuales…!

Una de las consecuencias directas dela interminable perorata de Giménez esque en Albatera se deje de hablarautomáticamente del supuesto indulto.Después de oírle hasta los másdelirantemente optimistas han de deciradiós a sus infundadas ilusiones. Perocomo la gente no se resigna nunca aperder las esperanzas, y cuando no tienemotivos en qué basarlas los inventa,muchos empiezan a hablar y a especularde nuevo con la tirantez internacionalque hace presagiar en plazo breve unanueva conflagración de carácter general.Si conocemos con retraso la invasión

italiana de Albania, que coincide connuestro traslado desde el Campo de losAlmendros a Albatera, posteriormenterecibimos noticias —casi siempreexageradas— sobre nuevas exigenciasterritoriales de Hitler y Mussolini, de lacreciente resistencia de las democraciascansadas de tanto ceder y del firmeapoyo que Rusia parecía dispuesta aprestarles en su futura e inevitable luchacontra los regímenes fascistas. De nuevovolvemos a oír la misma frase:

—Pudimos ganar con sólo haberresistido seis meses más.

En todos los grupos renacen lasviejas discusiones acerca de laposibilidad o imposibilidad de haber

aguantado hasta el otoño para salvarnos.Una y otra vez se repiten idénticosargumentos en pro y en contra. No esposible poner de acuerdo a todos niserviría de nada caso de poderlo lograr.En cualquier caso, mientras debatimosacaloradamente lo que pudo ser y no fuey lo que harán en los meses próximosInglaterra y Francia, ayudadas por Rusiade un lado, e Italia y Alemania de otro,olvidamos un poco las angustias denuestra situación actual.

* * *Pero incluso en el mismo Albatera

se producen algunas leves

modificaciones que hacen menos penosala situación general en la segundaquincena de mayo. La gente está un pocomenos amontonada en el campo —pesea que todavía lo esté mucho— al haberbajado ligeramente el número derecluidos. Entre los muertos de hambre,frío, pulmonías, tifus y paludismo, poruna parte, y los que se han llevado lascomisiones investigadoras de lospueblos, por otra; los setecientos uochocientos trasladados a Orihuela; losfugados y los puestos en libertad —relativa y condicionada libertad, puestoque todos sin excepciones tienen quepresentarse a la policía o la GuardiaCivil de sus lugares de residencia— en

menos de dos meses la poblaciónreclusa ha disminuido en dos o tres milpersonas. Claro que todavía quedamosentre diecisiete y dieciocho milprisioneros, cuando el campo fueconstruido para contener un máximo dequinientos o seiscientos y la mayoríacontinúan teniendo que dormir con laspiernas encogidas y sin poderse dar lavuelta.

Otro factor positivo es que empiecea hablarse de organizar brigadas detrabajo —que probablemente recibiránalgo más de comida— para efectuarlabores de reparación en los caminoscercanos, mejoras en las acequias ydesecación de algunas charcas, tan

abundantes en la extensa llanura entrelas desembocaduras de los ríosVinalopó y Segura, donde proliferan losmosquitos que hacen endémico elpaludismo en toda la comarca. Sonmuchos los que quieren participar en lostrabajos, pese a la debilidad y falta defuerzas de la mayoría; todos sueñan converse libres —aunque sea únicamenteunas horas al día— del terriblehacinamiento de Albatera.Paralelamente empiezan a realizarsesalidas diarias de un centenar de presos—vigilados y custodiados por unadocena de soldados— para bañarse ylavar sus ropas en un lagunajo de aguassalobres a menos de un kilómetro de

distancia. El agua es escasa y despidemal olor; pronto está tan sucia, quequienes se meten en ella salen con másbasura que entraron. Pero el simplepaseo hasta allí y el poderse librar demuchos piojos al lavar las ropasconstituye una inyección de moral paramuchos, de la que estamos privadosquienes continuamos encerrados en elcalabozo.

La primera comida caliente que nosdan desde que caímos presos en elpuerto de Alicante es recibida conmuestras generales de alborozo. No esmuy abundante, ni variada, ni rica.Consiste simplemente en garbanzosguisados totalmente solitarios, sin

aditamentos de ninguna clase. Pero seapor la habilidad y maestría de quieneslos preparan —varios de los mejorescocineros de los grandes hotelesmadrileños— o por el hambre queseguimos padeciendo, a todos nos sabena gloria. Procuramos alargar ladegustación del cacillo que constituyenuestra ración diaria, comiendo uno auno los garbanzos y lamentandoúnicamente acabar tan pronto.

Estos garbanzos, prácticamente loúnico que comemos durante una semana,son la causa de una pequeña juerga en elcalabozo, una tarde en que nos hallamosveintitantas personas recluidas en él.Del reparto general hecho a mediodía ha

sobrado una gaveta, y como un regaloespecial, los cocineros deciden enviaruna parte a quienes tenemos dedesventaja sobre los demás permanecerencerrados todo el día. Con habilidad deprestidigitadores logran escamotear unalata llena de garbanzos, meterla primeroen el campo y hacerla, por último, llegara nuestras manos.

—Comedlo a nuestra salud —diceResti, un compañero de laGastronómica, que ha pasado toda laguerra en los frentes, al entregarnos lalata— y que os aproveche a todos.

Es un banquete en toda regla. Cadauno de nosotros come en una hora lo quenormalmente no ingiere en ocho días y

sentir todos el estómago lleno produceen el calabozo un clima de generaleuforia. Para completarla, unoscamaradas suyos de Vallecas han traídoa Acero una bota de vino queconsumimos también, y hasta tenemos lafortuna de poder fumar un cigarrillo porbarba. Es más, mucho más de lo quenadie esperaba por la mañana y locelebramos con risas, cuentos más omenos graciosos y canciones. Entre ellashay una, cuya letra han elaborado en elcampo muchos autores anónimos, en laque se habla burlonamente de nuestrasangustias y sufrimientos de losAlmendros y Albatera. La cantan conmúsica de un tango popularizado por

Angelillo en los últimos años:«Caminito». La letra no es un prodigiode versificación precisamente, peroacaso por las circunstancias todos larepetimos alborozados. Dice así:

Al puerto de Alicanteyo marché para embarcar;yo quería los mundos correr,yo quería los mares cruzar.Esperaba un barquito muy blancocomo mi esperanzaque nunca llegó.No me quejo, pues todo pasópor viajar, por viajar, por viajar.Desde entonces, ¡ay!,todo es padecer.

¡Las maletas míasno las vuelvo a ver!Me trataron como a un asesino,como a un incendiario,como a un criminal.No me daban nada de comer;no me daban nada de cenar.Me tuvieron durmiendo en el sueloexpuesto a los vientos, la lluvia y el

sol.No me quejo, pues todo ocurriópor viajar, por viajar, por viajar…

Pero a estos breves momentos dealegría siguen, sin solución decontinuidad, otros de agudo dramatismo.Desde que la División Littorio nos

cercase en los muelles de Alicante hansido muchos los que han intentadofugarse, triunfando unos y fracasandootros. Es lógico que así sea porque lospresos tienen siempre el derecho deaprovechar cualquier oportunidad paratratar de recuperar su perdida libertad,de igual manera que sus guardianestienen el deber y la obligación deimpedírselo. Son las reglas no escritas,pero inmutables, de un juego que seinició en la prehistoria cuando unoshombres empezaron a esclavizar a otros.

De Albatera, desde el día mismo denuestra llegada, se fugaron bastantesutilizando los más diversosprocedimientos. De unos pocos se decía

que habían logrado sus propósitosllegando a Valencia, Madrid oBarcelona; de algunos se asegurabaincluso que consiguieron atravesar laremota frontera francesa. Era creenciageneral, sin embargo, que una mayoríahabían sido detenidos nuevamente antesde alejarse cincuenta kilómetros delcampo y que no pocos de ellos habíansido fusilados. Circulaban insistenterumores de que muchas de lasejecuciones habían tenido lugar en lospueblos de los alrededores, e incluso nofaltaban quienes afirmaban haber oído elruido de las descargas en el silencio delos amaneceres.

Aun estando convencidos la mayoría

de que todo esto era verdad, no faltabanescépticos que lo atribuían a la fantasíao al miedo de quienes lo afirmaban. Entodo caso, nos faltaban pruebas directas,concretas, testimoniales e irrefutables.Pero a finales de mayo las tuvimos enmayor número y con caracteres másestremecedores de lo que hubieradeseado ninguno de nosotros.

A primera hora de la tarde siguientea la de nuestra pequeña comilona en elcalabozo dieron orden de formar en elcampo. En un principio no leconcedimos importancia alguna, segurosde que se trataría una vez más de lavisita de algunas comisiones a las quetan acostumbrados estábamos.

Comprendimos que se trataba de algodiferente, cuando uno de los cabos noscomunicó que también los encerrados enel calabozo tendríamos que forma fuera.

—¿Una nueva moda para jodemos unpoco más? —pregunta irritado Acero.

—Tú obedece sin rechistar porquela cosa está muy seria.

Tenemos que salir del calabozo e irformados a situarnos en el fondo delcampo, no lejos de las alambradas quelo limitan. Ya para entonces estánformados los demás presos con gestosserios y en un silencio que contrasta conel alboroto y la algarabía de otrasformaciones. Extrañados, y aunque lossoldados que guardan nuestro grupo

hacen lo posible por impedirlo,preguntamos al pasar junto a ellos aalgunos conocidos por el motivo de todoaquello.

—Van a fusilar a varios.—¿Por qué?—Tentativa de fuga.Es la primera noticia que tenemos y

nos cuesta trabajo creerla. Jamáscomprenderé que se quite a un hombre lavida y menos aún que la ejecución puedaconvertirse en espectáculo público. Perocualquier duda desaparece cuandoarribamos al lugar preferencial que hayreservado para los treinta y cincohombres que estamos en el calabozo. Alotro lado de las alambradas se han

triplicado los centinelas, muchos de loscuales portan naranjeros. Cada cincuentametros se ha montado una ametralladoraapuntando al campo, con los servidoresdetrás dispuestos a manejarla sin lamenor demora. Todo aquello resultaamenazador y nada tranquilizante.

—¿Nos fusilarán a todos? —pregunta Rasillo en un susurro.

—Otra cosa sería más difícil —responde Acero en el mismo tono.

Ignoramos todavía a cuántos van aejecutar oficialmente, quiénes serán lasvíctimas seleccionadas y si previamentehan sido juzgados o no. En el rato quepermanecemos formados —que se nosantoja interminable— nos llegan

difícilmente algunas precisionesfacilitadas en voz baja por otros gruposque deben estar mejor informados que elnuestro.

—Son tres.—¿Guerrilleros?—No; del SIM.No parece, sin embargo, que sean

una cosa ni otra. Dos minutos después,mientras aún dura la dramática espera,circulan de boca en oído, de una fila aotra, noticias que parecen másconcretas. Se trata, al parecer, de dostenientes y un comisario de una brigadaque estuvo destacada en el frente deLevante. Cuando un pelotón mandadopor un oficial va a situarse en el lugar

elegido para el fusilamiento, hay alguienque precisa todavía más:

—Los tenientes son de la CNT; elcomisario, comunista.

El silencio se hace más intenso unossegundos después. Todas las cabezasgiran ligeramente hacia la izquierda,clavando la mirada en un grupo quesurge de detrás de uno de losbarracones. Lo integran varios soldadosque custodian a los presos, un cura ycuatro o cinco oficiales que caminanrezagados unos pasos.

Los tres condenados, con las manosatadas a la espalda, visten un simplepantalón y una camisa caqui. Los rostrosme parecen conocidos; estoy seguro de

haberles visto anteriormente en elpuerto, en los Almendros y en Albatera;incluso he debido hablar con ellos enmás de una ocasión, aunque ignoro susnombres o no los recuerde en estemomento. Pero los nombres importanpoco.

Lo fundamental es que sonprisioneros como nosotros que van a serfusilados.

De edades muy similares, debenoscilar entre los treinta y los treinta ycinco años. Uno es rubio, alto, delgado;otro, de pelo alborotado, recio decomplexión y de estatura similar a lamía; el tercero, escurrido de carnes, muymoreno, con rasgos duros como tallados

a hachazos. Caminan despacio, con pasofirme, alta la cabeza, mirando a susguardianes con gesto desafiante.

—¡Serenidad, camaradas! —grita depronto el rubio—. ¡Es una provocación!

Uno de los soldados le coge delbrazo para impedirle seguir hablando,pero se desprende con un movimientobrusco, mientras añade:

—¡Quieren mataros a todos!—¡Silencio! —ordena un capitán

adelantando unos pasos para llegar a sualtura.

—¡Calma, compañeros, calma! —recomienda con voz firme el moreno—.¡No caigáis en la trampa que os tienden!

Soldados y oficiales les rodean

precipitadamente para que no siganhablando, pero ya han dicho cuanto lesinteresaba decir. Cada una de suspalabras causa un terrible efecto en losmillares de presos formados en elcampo. Los rostros se contraen mientrasse cierran con rabia los puños. Unadesoladora sensación de impotencia seextiende entre nuestras filas. Muchosempiezan a verlo todo rojo y daninstintivamente un paso al frente. Losservidores de las ametralladoras ponenel dedo en el gatillo.

—¡Quietos, compañeros! ¡Es unaprovocación…!

Los gritos del moreno que,zafándose de las manos que pretenden

taparle la boca, grita su postreraadvertencia, vuelven a muchos a latrágica realidad. Dejarse arrastrar por laemoción, por los impulsos, únicamenteserviría para que en vez de tres fuerantres mil los muertos de esta tarde.Logran contenerse con un violentoesfuerzo. La tensión dentro del campobaja unos enteros, mientras elnerviosismo parece aumentar fuera.

Apresuran su paso el grupo querodea a los condenados. Llegan prontoal lugar elegido para la ejecución. Elcura se acerca entonces a los tres, que lerechazan sin hablar palabra con gestosexpresivos. Luego un sargento quierevendarles los ojos; con absoluta

unanimidad los que van a ser fusiladosse niegan a dejarse vendar. El cura y elsargento se apartan.

Los tres condenados quedan frente alpelotón. Alzan las cabezas, mientras susojos parecen relampaguear. Sacan lospechos desafiando a las balas y seyerguen decididos, con los pies bienasentados en tierra.

Junto al piquete, el teniente que lomanda grita nervioso sus órdenes:

—¡Preparados…! ¡Apunten…!¡Fuego…!

—¡Viva la…!El final del grito de los condenados

se pierde en el estrépito de los disparos.¿Qué vitorean en el último segundo? ¿A

la revolución, a la anarquía, a laRepública? No llegamos a saberlo. Conun nudo en la garganta, a través del veloque repentinamente empaña muchaspupilas, asistimos a la trágica escena.

La descarga que ahoga suexclamación postrera hiere certeramentea los tres condenados. Repentinamentese abren en sus pechos los boquetes através de los cuales se les escapa lavida. Un momento, sin embargo,permanecen en pie, con los ojos muyabiertos, mirando sin ver. Incluso uno deellos da dos pasos al frente, mientras suscompañeros se hunden verticalmente. Elotro cae también unas centésimas desegundo después. Uno queda de

espaldas; los otros, de bruces. Acasosea una ilusión óptica, pero creo ver queaún se mueven, ya tendidos en el suelo.

Tras una ligera pausa, el teniente seacerca a los cuerpos caídos en tierra conuna pistola en la mano. Está pálido,ligeramente desencajado. Se agacha unmomento junto a cada uno y le disparaen la cabeza el tiro de gracia. Loscondenados quedan en una completa ydefinitiva inmovilidad.

Por el campo se extiende un silenciopesado que parece gravitar como losade plomo sobre el corazón de todosnosotros.

* * *A estos primeros fusilamientos

oficiales y públicos de Albatera, siguenotros en días sucesivos. Siempre elmotivo es el mismo: tentativa de fuga.Los presos, correctamente formados,tienen que asistir a todas lasejecuciones. Únicamente los encerradosen el calabozo, no sé si por olvido odeliberadamente, nos libramos depresenciar algunas.

Lo celebramos porque el macabroespectáculo tiene poco de agradable.Especialmente en dos casos en queluego de los fusilamientos obligan a los

presos a desfilar delante de loscadáveres de sus compañerosensangrentados. Pero incluso en loscasos que no tenemos que presenciar,pasamos unas horas amargas. Vemosformar a los demás, oímos las voces demando, las descargas y los tiros degracia. Sin verlas directamente, vamosreconstruyendo mentalmente las trágicasescenas a medida que se desarrollan loshechos.

Los repetidos fusilamientosproducen una impresión deprimente entodos los ánimos. Las gentes no tienenganas de reír, de cantar, de hablarsiquiera. Durante horas enteras —especialmente las que siguen a

cualquiera de las ejecuciones— reina unsilencio impresionante por doquier.Callados, concentrados en sí mismos,sentados o tumbados en el suelo, cadauno rumia sus propios pensamientos. Elclima, el ambiente, es todavía peor queen las semanas de casi completo ayuno.

Pero si con los fusilamientospúblicos se quiere escarmentar a lospresos y acabar con las fugas, elresultado es diametralmente opuesto alperseguido. Nunca son más abundanteslas fugas en Albatera que en los díaspostreros de mayo y primeros de junio.Hay una psicosis de pesimismo ydesesperanza que incita a losprisioneros a intentar la huida por todos

los medios imaginables aun a riesgo deperder la vida en el empeño.

Se produce en esta época unepisodio dantesco, que afortunadamenteno presencio personalmente, pero queme narran cien veces con todos susdetalles quienes lo presencian. Es elcaso de un pobre hombre, alto, deimpresionante delgadez, al que segúnsus compañeros de grupo domina elmiedo, que una mañana, mientras mondatorpemente una naranja se le escapa delos dedos y va rodando hasta una de lasalambradas. El hombre se acerca arecogerla y cuando ya la tiene en lamano, un centinela moro le obliga apermanecer inmóvil bajo la amenaza de

sus armas, mientras reclama a voces lapresencia del cabo. Afirma luego que elprisionero ha tratado de escapar y elcabo le cree porque efectivamente estáen la misma alambrada.

Le fusilan al día siguiente, pese a susprotestas de inocencia, de sus súplicas ylamentos. Está más muerto que vivocuando le llevan al lugar de laejecución. Caído de rodillas porque laspiernas se niegan a sostenerle, llora ypide por su vida. Tan impresionante esel cuadro que cuando los componentesdel piquete disparan las balas pasan porencima de la cabeza del condenado ytienen que volver a disparar. Ni siquieraen esta segunda ocasión le matan; herido

y desangrándose el pobre diablo siguechillando en el suelo. Incluso el oficialque tiene que darle el tiro de graciamarra el blanco y tiene que apretar tresveces el gatillo.

—¿De qué sirve no intentar fugarse—se preguntan muchos— si de todasformas pueden condenarte y fusilarte lomismo que a ese desgraciado?

* * *Cuando días después todos seguimos

obsesionados con el doloroso suceso, aun fraile de Orihuela, el padre Jesús, sele ocurre visitar Albatera. No es laprimera vez que lo hace y como siempre

quiere lucir sus dotes oratorias,pronunciando encendidas arengas endistintos puntos del campo y antediversos grupos que le escuchan comoquien oye llover estando a cubierto.

En esta ocasión se asoma alcalabozo. El calabozo está lleno, porquehace pocas horas de la visita de AmorBuitrago, acompañado de la policía, yhan encerrado a muchos, entre los quehay figuras más o menos conocidas detodos los partidos y organizacionesantifascistas. El padre Jesús habla en elmismo tono grandilocuente de siempre,diciendo prácticamente lo mismo.Empieza por aludir a nuestros crímenesy barbaridades, por las que debemos

elevar nuestras preces al Señor endemanda de perdón. Tenemos quearrepentimos de todo corazón paraaplacar la cólera divina antes de que seatarde para librar nuestras almas delfuego eterno. Piadosamente, añade, queno toda la culpa es nuestra, sino de losjefes que nos engañaron, valiéndose denuestra ignorancia y que huyeron en elmomento crítico, dejándonosabandonados.

—Sois culpable, sí —añade—. Peroa los ojos del Señor misericordioso,vuestros graves pecados tienen ladisculpa de las escasas luces, de lacerrazón mental en que vivíais, devuestro completo analfabetismo. Sois

ovejas descarriadas, vilmenteengañados y empujados a los abismosdel mal por la taifa de pastoresmalvados, de aventureros sin escrúpulosque tras dar rienda suelta a vuestrospeores instintos querían medrar avuestra costa, hasta que…

Parece que va a continuar por estecamino, cuando Rodríguez Vega, que nopuede contenerse más tiempo, leinterrumpe, acercándose a hablarle entono suave:

—¿Cree usted de verdad que soyuno de esos analfabetos engañados?

—¿Por qué lo dices? —pregunta asu vez, sorprendido, el padre.

—Porque soy el secretario general

de la Unión General de Trabajadores.—¿Secretario de la UGT?—Sí, el sucesor en el mismo puesto

de Largo Caballero. ¿Seré uno de losengañados?

—¡Oh, no, ni pensarlo! —seescandaliza el padre Jesús—. Tú eresuno de los jefes de que hablaba antes.

—Y, sin embargo, no he huidocargado de millones. ¿O cree que guardomillones en esa maleta?

Antes de que el fraile salga de suconfusión, somos veinte los que,imitando a Rodríguez Vega, preguntamosal padre Jesús si somos de losengañados, señalando nuestrasrespectivas profesiones y cargos.

—Yo soy abogado y diputadosocialista.

—Yo médico y jefe de sanidad de uncuerpo del ejército.

—Yo metalúrgico y mandé unadivisión en el Jarama.

—Yo catedrático y gobernador civil.—Yo periodista.—Yo alcalde de…El padre Jesús nos mira estupefacto,

sumido por nuestras palabras en unaconfusión sin límites. Asido con ambasmanos a los barrotes de la reja que lesepara de nosotros; se pone colorado,abre la boca y no acierta a decirnos loque está pensando.

—¿Sigue creyendo, padre, que

hemos sido engañados por unos jefesque abusaron de nuestra ignorancia? —inquiere suavemente Rodríguez Vega.

—¿Engañados? —reacciona conlentitud el fraile—. No; no. Creo másbien que el equivocado era yo. Y quevosotros… ¡Vosotros iréis de cabeza alinfierno…!

IX

LA EXPEDICIÓN DELOS 101

Comienza la segunda decena dejunio. Hace más de dos meses que lleguéa Albatera y más de uno que permanezcorecluido en el calabozo. Han sido

muchas las veces que en estos treinta ytantos días he visto llenarse y volverse avaciar el infecto barracón. Generalmentehan sido expediciones destinadas aOrihuela. En todas he tenido el temor ola esperanza —según mi estado deánimo y las suposiciones acerca de lasuerte corrida por quienes me hanprecedido en el mismo camino— de serincluido en ellas, aunque al final nofigurase en la lista de ninguna. En igualcaso están otros seis hombres; mientraslos demás pasan pocas horas en estelugar, nosotros permanecemos semanas ysemanas. Parece que todos nos hanolvidado. Con frecuencia, pensamos enlos presos destinados en las oficinas del

campo que desaparecieron el día denuestro encierro y a quienes con todaprobabilidad debemos nuestra anómalasituación. Todavía no sabemos si nosperjudicaron o, por el contrario, noshicieron el mayor de los favores.

El juicio depende, en definitiva, delo que haya sido y sea de los trasladadosa Orihuela. Ayer, precisamente, tuvenoticias de uno de ellos, nadaagradables, por cierto. Se trata deEliseo Romero, hermano de Isabelo,secretario de la Regional Centro en juliode 1936. De Isabelo, muerto en elverano de 1937, guardo un recuerdograto. Figura sindical nada famosa fuerade los medios confederales, tuvo un

papel importante en la defensa deMadrid del noviembre famoso, a suimpulso se debió en buena parte laaparición de Castilla Libre, periódicoque he regido durante más de dos años.Viene a decírmelo un primo suyo, Jesús,preso en Albatera, a quien acaba decomunicárselo la viuda de Isabelo.

—Elena supo que a su cuñadoEliseo le habían sacado de aquí conrumbo a Orihuela hace mes y medio.Como allí no pudo encontrarle enninguna cárcel, hizo averiguaciones yacabó por saber que le habían matadoantes de llegar a su punto de destino.

Según la dijeron le mataron alintentar fugarse, saltando del camión en

que era conducido. Al parecer, otrosvarios perecieron en los mismoslugares, día y circunstancias. ¿Quéhabría sido de los demás trasladadosallá? Elena no pudo, por ignorarlo,decírselo a Jesús ni éste a mí, aclarandodudas y despejando temores.

—En cualquier caso no resultademasiado tranquilizador saber quemataron a varios en el camino.

En las cinco semanas que llevamosen el calabozo, procuramos adecentarloun poco, terminando con chinches,pulgas y piojos. Fracasamosestrepitosamente, porque carecemos delos medios adecuados para combatiraquella plaga y los incómodos bichitos

se multiplican con mucha mayorvelocidad que la que empleamos paramatarles nosotros. Al final no nos quedaotro remedio que considerarnosderrotados y pechar con las inevitablesconsecuencias: que estamos llenos demiseria.

Muchas veces, cuando llevamoshoras solos en el calabozo y hemoshablado ya todo lo que teníamos quehablar, nos entretenemos compitiendo enuna prueba que tiene tan poco de bonitacomo de higiénica. Consiste en agitarviolentamente la cabeza doblando elcuerpo hacia adelante y contar lospiojos que caen al suelo. Gana,naturalmente, el que arroja más con cada

movimiento, casi siempre porque supelambrera está más poblada que las delresto.

Recibo algunas cartas de mi madre,que continúa confiando en mi liberación,pese a sus repetidos desengaños. En unade ellas, fechada en 3 de junio, meanuncia alborozada que mi hermanoAntonio y un primo mío, al que nisiquiera conozco, recién llegado aMadrid de la que fue zona nacional —deValladolid, concretamente— y que es«camisa vieja», van a ir en mi busca aAlbatera, convencidos de que volveré aMadrid en su compañía. No tengo queescribir a mi madre diciéndole quepueden ahorrarse el viaje, porque no

servirá para nada, porque cuando recibola carta ya han fracasado los viajeros enel difícil empeño. Todo lo que ambosconsiguen y no sin vencer grandesdificultades es que les dejen llegar hastala puerta del calabozo, acompañadospor un cabo y un soldado, para quepuedan verme. Les veo y hablo con ellostres minutos a través de la reja.Reconocen que han fracasado por laterca obstinación de un capitán, peroafirman que piensan proseguir susgestiones en Madrid. Les agradezcosinceramente el trabajo que se hantomado, pero considero inútil que setomen ninguno más.

—Seguramente me llevarán a

Madrid, sin que vosotros tengáis quehacer nada. Si antes, naturalmente, nome pegan cuatro tiros sin salir de laprovincia de Alicante.

* * *Cuatro días después, en la tarde del

11 de junio, ordenan formar en el campoa todos los presos. Nos alarmamos en elprimer momento, porque están recienteslos últimos fusilamientos. Por fortuna,en este caso no se trata de ejecuciones,sino de una visita más de quienes vienenen misiones de busca y captura dedeterminados detenidos. No concedemosal hecho la menor importancia y

seguimos como estamos —casidesnudos, por culpa del calor—tumbados unos en las literas o el suelo oyendo otros de un extremo del barracónal contrario.

—¡Cuidado! ¡A formar rápido, queya están aquí!

Cuando el cabo grita su advertencia,ya están en la puerta cinco o seisindividuos vestidos de paisano.Formamos precipitadamente en dos filasy yo quedo, por casualidad, en lasegunda. Se abre la verja, penetran losvisitantes y comienza la búsqueda. Sonya las siete de la tarde, el sol se hapuesto y si fuera, en el campo, sobra laluz, en el interior del calabozo más bien

falta.Uno de los individuos, de paisano,

se queda vigilante en la puerta. Losotros, en grupo, recorren lentamente lasfilas, mirándonos con curiosidad. Unasola ojeada nos permite descubrir quecuatro de los recién llegados sonpolicías. El restante es, tiene que ser porfuerza, el chivato de turno. Es una tristeescena, que hemos presenciadomúltiples veces en las últimas semanas.No me fijo demasiado en las caras, quesiempre hasta ahora resultarontotalmente desconocidas para mí. Nisiquiera en el preso que,voluntariamente, por propia decisión oconvencido a fuerza de palos, les

acompaña. En cualquier caso, no estánmucho tiempo en el calabozo y apenas sicambian entre sí algunas palabras en voztan baja que no podamos entenderla.

—¿Le has visto, Guzmán? —viene apreguntarme, excitado, Acero, apenasnos vuelve la espalda.

—¿A quién? ¿Alguno de los polis?—No; el que venía con ellos. ¿No

sabes quién es? ¡Amor Buitrago!Amor Buitrago, hijo de Victoriano

Buitrago, antiguo militante confederaldel Puente de Vallecas, es un muchachode las Juventudes Libertarias. No hetenido contacto alguno con él y no essorprendente que no le haya reconocido.Le he visto varias veces en el puerto y

en los Almendros, hablando con Leiva ycon Bajo, pero de esto hace más de dosmeses y seguramente está tan cambiadocomo debemos estarlo nosotros. Encualquier caso, no parece que él mehaya reconocido, quizá ni siquiera visto.

—Pues a mí, sí me ha reconocido —replica Amos Acero— y temo muchoque haya hecho lo mismo con otros; sinexcluirte a ti.

Al poco rato las palabras de Acerotienen plena confirmación. Antes deltoque de silencio traen quince o veintepresos al calabozo y todos estánconvencidos de haber sido señaladospor Amor. Entre los que encierran estánRodríguez Vega, Trigo Mairal, Julián

Fernández y Antonio Molina. Todosestán dolidos con el cobarde que les haseñalado, pero quienes más duramentele califican son quienes hasta ahora letenían por compañero.

—Aunque su madre fuese una santa—dice Molina— es un hijo de putadesde el día mismo de su nacimiento.

Hablamos, inevitablemente, de loschivatos y de las miles de razones quepueden inducir a un hombre a traicionary vender a sus compañeros.Coincidimos plenamente en el conceptoque merecen los confidentes decualquier clase y condición que sean,incluso cuando se trate de enemigos ysus confidencias beneficien la causa que

defendemos, como se han dadocentenares y aun millares de casos en elcurso de nuestra guerra. Son hierbasperniciosas que conviene arrancar deraíz sin contemplaciones de ningunaespecie. Y tan despreciables como ellosmismos las causas que siempre lesmueven.

—En definitiva, podemos reducirlasa cinco: ambición, morbosidad, dinero,miedo insuperable y debilidad pararesistir los castigos físicos.

En diferentes circunstancias a lasnuestras, la primera y la tercera podríandesempeñar un papel importante. Dadalas condiciones en que vivimos, casipodemos descartar ambas por completo.

Es muy difícil, en efecto, imaginar queningún antifascista pueda esperar en estemomento satisfacer sus ansias de trepary medrar en la política a cambio de sustraiciones; también que la oferta degrandes sumas dinerarias logrenconvencerle, en el caso improbable quea alguno se le hagan. Quedan en pie lostres motivos restantes.

—El comandante Velasco, porejemplo, es un tipo morboso, quedisfruta con el sufrimiento que causa asus antiguos camaradas. Es también uncobarde, que pretende salvar la pielcomo premio a sus confidencias, peroesencialmente una mentalidad enfermizay retorcida. ¿Lo es también Amor

Buitrago?No le conozco lo suficiente para

poder aventurar una opinión, pero síAmos Acero, porque ambos viven enVallecas. Rechaza la idea de que puedaser un sádico. Considera que es untrepador que, con cierta facilidad depalabras como único bagaje ysirviéndose del historial de luchas de supadre como escabel, aspiraba a destacary sobresalir sin verdaderos méritospropios. No cree que sea un traidorinnato y voluntario, pero sí que carecede la entereza para afrontar un trance tandifícil como el que todos atravesamosdesde el final de la guerra.

—Es posible que le hayan pegado,

cosa que ignoro. Supongo, sin embargo,que no habrán tenido que torturarlemucho para convertirlo en la piltrafahumana que son los chivatos, porquesiempre he sospechado que le faltaba elvalor preciso para morir si es preciso endefensa de sus ideas. O, mejor dicho, delas ideas de su padre, ya que no creoque él, arribista típico juvenil en unperíodo agitado, tenga ideas propias deninguna clase.

—En cualquier caso —comento yo— debemos compadecerle. Aunque sólosea recordando que la compasión es lafórmula ínfima del desprecio.

Hablamos a continuación de lasposibles consecuencias inmediatas de su

delación. Hasta ahora todos los quefueron señalados por Velasco y otroschivatos fueron encerrados en elcalabozo para ser trasladados al díasiguiente a Orihuela. ¿Lo serán mañanamismo los marcados por Amor Buitrago,entre los que no sabemos —aunquesuponemos que sí— estaremos Acero yyo?

—Mañana no creo, porque mañanaes domingo y me parece recordar que endomingo no se hizo ningún traslado.

—Yo creo —dice Rodríguez Vega—que seremos conducidos directamente aMadrid. Los que acompañaban aBuitrago eran agentes de la policíamadrileña, según les oí decir. ¿Para qué

perder tiempo haciéndonos pasar porOrihuela cuando es en Madrid donde lesinteresamos?

Tiene perfecta lógica su opinión,aunque otros muchos cuya principalactuación había tenido Madrid porescenario —Antona, Zabalza, NavarroBallesteros, etc.— fueron llevados aOrihuela. Claro que existía la diferenciade que a ellos no habían venido unospolicías desde Madrid a buscarles.

Conforme suponíamos poranticipado, el domingo no se llevan aninguno del calabozo. Pero sin movermede él recibo unas noticias que parecenconfirmar el parecer del secretario de laUGT. Se trata de Aselo Plaza, al que

unos policías se han llevadodirectamente a Madrid. Me lo cuentacon aire preocupado Esplandiú, que latarde anterior no pudo acercarsesiquiera por el revuelo causado en elcampo por la presencia de Buitragotransformado en confidente. Añade algomás:

—En el mismo coche en que lospolicías se llevaron a Aselo, y estuvo unrato parado a la entrada del campo,llevaban también a Gómez Osorio.Debieron ir por él a Alicante antes devenir a Albatera.

La impresión general de que losseñalados por Amor Buitrago serán —oseremos— trasladados directamente a

Madrid se acentúa considerablemente enla mañana del lunes. Hay una nuevaexpedición de presos con destino aOrihuela, pero aunque en la consabidalista aparecen cuarenta personas de lasrecluidas en el calabozo, no figura enella un solo nombre de cuantosencerraron en la tarde del sábado.

—Supongo que nosotros saldremosmañana mismo —dice Antonio Molina— en viaje directo de regreso a Madrid.

Transcurre, sin embargo, tanto latarde del lunes como la jornada íntegradel martes sin que nadie se presente ennuestra busca. ¿Piensan dejarnos allí deuna manera definitiva? La mayoríarechazan la idea, ya que los policías que

vinieron el sábado a Albatera dijeron avarios de los señalados que sepreparasen para lo que muy pronto lesesperaba. Buscamos una explicación alretraso y creemos encontrarla en que losagentes hayan ido a Madrid en busca demedios de transporte para efectuar laconducción e incluso de refuerzos paracustodiarla.

—¡Bah! —exclaman algunosescépticos—. No debemos pasar deveinticinco los seleccionados en elcampo y con un solo camión y seis osiete policías de escolta tendrán más quesuficiente.

—¿Pero quién te dice que no vayan allevarse otros tantos de Alicante y tal

vez de Orihuela?Buitrago fue conducido como varios

millares de prisioneros más a la plazade toros alicantina al desalojar elCampo de los Almendros. Allí debierondar con él los policías madrileños yparece natural que empezase a delatar acompañeros suyos de reclusión en elmismo coso. Tampoco se me antojadisparatado que le hayan llevado a loscastillos de San Fernando y SantaBárbara, donde están recluidos muchosmilitares profesionales, mandos demilicias y comisarios políticos, de igualmodo y con idéntico propósito que letrajeron a Albatera. Ni siquiera cabedescartar la posibilidad de que hayan

hecho otro tanto en Orihuela.—Es probable que no se trate

únicamente del traslado de veinte oveinticinco presos, sino del doble comomínimo. Incluso que pasemos delcentenar los integrantes de la expediciónque preparan.

Muchos creen excesivo este últimonúmero; yo pienso todo lo contrario.Aunque en los dos meses y mediotranscurridos desde el final de la guerrase hayan llevado bastantes a Madrid yhayan muerto otros tantos, en el puertode Alicante llegó a concentrarse unaverdadera multitud. En ella nosencontrábamos varios millares depersonas salidas de la ciudad el mismo

28 de marzo en que se perdió. Inclusomuchas que lo hicieron días antes habíandesarrollado en ella sus actividades —militares, políticas, sindicales,periodísticas, jurídicas y policiales—durante los treinta y dos meses deguerra. Aparte de los pocos que por unou otro procedimiento lograron embarcaren las jornadas postreras de lucha, enlos muelles estaban el 31 de marzo loscuadros directivos de sindicatos ypartidos, el esqueleto de la organizaciónque mantuvo durante largos meses laresistencia de la zona Centro-Sur.

—A todos —jefes de división,brigada, batallón o compañía,gobernadores civiles, alcaldes y

concejales, comisarios políticos,magistrados y jueces, periodistas,policías y un larguísimo etcétera— nosacusan de haber participado en larebelión y van a juzgarnos por ello. ¿Nocrees que hay todavía, aquí, en Orihuelay Alicante, más de cien y aún más dequinientas personas que fuimos algunade esas cosas en Madrid?

A las diez y media de la mañana delmiércoles 15 de junio de 1939 (año dela Victoria) comienzan a despejarsenuestras dudas al respecto. A esa horaun cabo nos comunica una orden decumplimiento inmediato, gritando desdela reja del calabozo:

—¡Que se preparen con todo los de

Madrid! ¡Deprisa porque ya vienen porellos!

Es inútil que le preguntemos nadaporque no sabe más que lo que ha dicho.Ignora si se trata sólo de los que hayannacido en Madrid o de cuantos hayanestado allí durante la guerra.Encogiéndose de hombros, responde:

—Ahora vendrán con la lista, queestán terminando de escribir. Pero sicuando lleguen no estáis preparados…¡Bueno, será mejor que lo estéis!

Se marcha sin más explicaciones.Suponemos que en la lista figurarán losnombres de todos los señalados porAmor Buitrago. Por si acaso nospreparamos también algunos que no

sabemos si se fijó o no en nosotros. Noes mucho el equipaje de ninguno y notardamos en tenerlo dispuesto.

Yo me limito a abrir la maleta ysacar el único traje que tengo. Un trajede invierno cuando ya estamos amediados de junio. La chaqueta me estámuy ancha y los pantalones se me caen.Resuelvo el problema atándome unacuerda a la cintura. Me pongo tambiénuna camisa cuyo cuello me sobra y losujeto con una corbata. No debo estarmuy presentable, pero no tengo nadamejor. En la maleta meto el jersey y lospantalones que he usado en el campo.Están viejos, sucios y con abundancia depiojos, pero me los llevo porque ignoro

si podré necesitarlos. En la maleta llevounas carpetas con papeles. Parte de losque saqué de Madrid, los quemé en elpuerto y en los Almendros. Sigoconservando una o dos novelas y unaobra de teatro. Creo que no son del todomalas. En cualquier caso, no tienenrelación alguna con la guerra o lapolítica.

Termino en diez minutos. Los demásemplean un tiempo parecido. Hemosconcluido todos un poco antes de quellegue hasta la puerta del calabozo unhombre joven, de paisano, policía sinduda, al que acompañan un cabo y dossoldados.

—¡Atención a los nombres! Id

saliendo a medida que os nombre.Empieza la lista y termina mucho

antes de lo que suponemos. No constamás que de diez nombres. Van saliendolos mencionados y forman con susmaletas delante del calabozo, vigiladopor dos de los soldados. Cierran la rejay los que no hemos sido nombrados nosmiramos sorprendidos y desconcertados.

—No soltéis las maletas —advierteel policía antes de irse—. Ahoravendrán con otra lista.

La segunda lista, leída por un policíadistinto, consta de once nombres. ¿Sontodos los que van a salir en laexpedición que están organizando? Se lopreguntamos al que la ha leído, pero se

encoge de hombros y nos vuelve laespalda sin molestarse en contestar unasola palabra. En esta segunda listafiguran casi todos los amigos yconocidos que entraron en el calabozo latarde del sábado. ¿Nos quedaremos enel calabozo cuatro de los señalados porBuitrago y yo?

—Habrá una tercera lista —diceAntonio Molina.

La hay, aunque pasen diez minutosdesde que se llevan a los comprendidosen la segunda hasta que aparece unpolicía portador de la tercera. Es muchomás breve que las anteriores. Constasólo de cuatro nombres, el de Molina elúltimo. No figuro tampoco en ella. Se lo

digo al agente, mientras cierran la puertadel calabozo.

—No creo que haya más listas nimás nombres.

Estoy sorprendido y desconcertado.Aunque en un principio no creyese queBuitrago me hubiere reconocido, quizáni siquiera visto, después había llegadoa la conclusión de que Acero tenía razóny de que ambos figuraríamos en laprimera expedición de presos paraMadrid. Incluso en el caso de que Amorno me hubiese marcado como a losdemás, en la oficina del campo —dondeseguramente habrían redactado las listas— sabían que había dirigido unperiódico en Madrid y que estaba en el

calabozo. Hacía pocos días de la gestiónfallida de mi hermano Antonio y uno demis primos y por fuerza tendrían querecordarlo.

Comprendía mi prolongada estanciaen el calabozo porque el día de mientrada desaparecieron los auxiliaresque trabajaban en la oficina del campo ypodían haber trastocado o destruido ladocumentación referente a mí. Pero másque casualidad lindaría con lo milagrosoque también hoy se repitiera la historia.

Durante un rato permanezco de pie,junto a los barrotes de la puerta,esperando que vengan por mí. Perocomo transcurre un cuarto de hora sinque aparezca nadie me meto en el

cuartucho, dejo la maleta sobre unbanco, me quito la chaqueta y empiezo aaflojarme la corbata. Estoy en esto,vuelto de espaldas a la puerta, cuandooigo una voz:

—¡Eduardo de Guzmán…!¡Corriendo con todo…! ¡Que se estáncansando de esperar…!

Confuso giro sobre mis talones paramirar a la puerta. Están abriendo denuevo el rastrillo mientras un policía,que debe haber venido corriendo ajuzgar por su aspecto, me apremia:

—¡Venga ya, pelmazo…! Mediahora de retraso y encima tú…

Trato de protestar. Hace una horaque estaba preparado, pero nadie me ha

llamado hasta ahora. Incluso pregunté ados agentes que vinieron antes y ningunode los dos me hizo el menor caso.

—¿Sales de una vez o te saco apatadas? —me interrumpe destemplado.

Vuelvo a ponerme la chaqueta, cojola maleta y salgo. Asiéndome de unbrazo el agente me empuja hacia lapuerta del campo, mascullando entredientes algo que no llego a comprender.En el recinto exterior veo dos camionesllenos de presos. Uno que ha debidocompletar su carga y parece dispuesto aemprender la marcha más lejos. Otro,más próximo, donde unos guardiasciviles y unos policías parece que estánconcluyendo de amarrar a los detenidos.

En ambos veo muchas caras conocidas;incluso algunas que tengo la seguridadde que estuvieron en los Almendros,pero no en Albatera.

—Creías que nos olvidábamos de ti,¿eh, Guzmán? Pues ya verás con quécariño te recordamos. ¡Especialmenteyo!

Es un hombre de treinta a treinta ydos años, diez o doce centímetros másalto que yo, de frente despejada,hombros anchos, vestido con pulcritud,que sonríe al mirarme y habla en tonomarcadamente burlón. Soy buenfisonomista y tengo la seguridad de nohaberlo visto antes pese a que él parececonocerme a mí. Desde luego, no acierto

a imaginarme siquiera por qué ha derecordarme de una manera especial.

—Por tus artículos, naturalmente —continúa sarcástico, contestando a unapregunta que no he llegado a formular—.¡No sabes cómo disfrutaba leyéndote!¡Lástima que no podrás seguirescribiendo…!

Más que las palabras, el tono conque las pronuncia y los gestos que lasacompañan no dejan lugar a la menorduda. Se burla de mí, que no puedocontestarle. Probablemente le hacegracia mi aire de completa derrota, miacentuado enflaquecimiento a causa delhambre; quizá ver que me sobra la mitaddel traje viejo de riguroso invierno que

llevo en los comienzos del verano; talvez presumir que llevo tres meses sinbañarme, casi sin lavarme y lleno depiojos.

En Madrid tendremos ocasión dehablar. ¡Te aseguro que no vas aaburrirte!

Debe ser el jefe de la expediciónque va a volvernos al lugar de dondesalimos dificultosamente el 28 de marzo.Los demás agentes parecen pendientesde él y obedecen en el acto no ya susórdenes, sino sus menores gestos. El queha ido a buscarme al calabozo, meempuja al borde del camión que no haultimado aún los preparativos demarcha. Me obliga a levantar los brazos,

tras dejar la maleta en el suelo, y mecachea concienzudamente. Sonrío paramis adentros; no me encontrará nadaencima, excepto bichitos molestos,algunos de los cuales pueden irse con él.

Mientras me cachea oigo a misespaldas las risas del que supongo jefede la expedición en charla con algunosoficiales. De vez en cuando logroentender una palabra o frase suelta. Meimagino, acaso con un exceso desuspicacia, que hablan de mí. Inclusocreo escuchar una alusión a la recientevisita de dos familiares míos.

—Decían con toda su cara que leavalaban. Yo les contesté que quiéndiablos les avalaba a ellos y se fueron

con las orejas gachas y el rabo entre laspiernas.

Repentinamente cruza por micerebro la idea de que el retraso enllamarme, el dejarme el último en elcalabozo y el hacerme pensar que no ibaa ir en aquella expedición no esproducto de un descuido accidental, sinoalgo perfectamente pensado. En el actolo relaciono con el cuento de Villiers de l’Isle Adam y el refinamientoinquisitorial del tormento de laesperanza. Si hace meses luchéesforzadamente por librarme de esatrampa, quizá haya caído hoy en ella demanera inconsciente y maquinal.

—Sólo faltas tú. ¡Sube ya al camión!

Alzo la maleta, queriendo meterla enel hueco que veo en el banco trasero delcamión. Uno de los guardias que estáarriba la rechaza. No hay sitio para lamaleta. Dirigiéndose al policía que estáa mi lado, explica:

—Si nos llevamos la maleta, nocabe él.

—¡Pues que deje la maleta! ¿No mehas oído?

Le he oído perfectamente, pero noquiero prescindir de la maleta. Se lodigo en el tono más suave posible ydiscutimos un momento. El jefe de laexpedición corta en seco el debate.Dirigiéndose al policía ordena tajante:

—¡Manda la maleta a hacer puñetas,

Luis!—Pero es que… —me vuelvo a

protestar.—No la necesitas —me interrumpe

—. ¡Para el viaje que vas a emprenderno necesitas ningún equipaje!

El llamado Luis tira violentamente lamaleta al suelo. Tengo que subir alcamión. Unos tablones que van de unlado a otro forman unos bancos en quevan sentados los presos de espaldas alsentido de la marcha. Hay cuatro bancosen cada uno de los cuales van, bastanteapretados, seis hombres.

Me han dejado un sitio en el últimobanquillo. Cuando subo, uno de losguardias cierra en torno a mi muñeca

izquierda una esposa cuyo extremoopuesto sujeta la mano derecha delpreso que va a mi lado: Antonio Molina.Es difícil que unidos en esta forma losseis que ocupan cada banquillo exista elmenor peligro de fuga. No obstante, unavez sentado el mismo guardia me ata lospies. Debo hacer algún gesto, porque elguardia sonríe y exclama:

—Preso atado, pareja suelta.Emprendemos la marcha y pronto

perdemos de vista el campo deAlbatera. En el camión, además de losveinticuatro presos bien atados, van dosnúmeros de la guardia civil que vigilanatentamente nuestros movimientos.Como no tardaré en comprobar, otros

dos guardias marchan en la cabina juntoal conductor, que también debe seragente de la autoridad.

Delante de nosotros va otro camióntan cargado como éste. Entre ambos, unautomóvil con cinco agentes de paisano.Cerrando la marcha otro coche en que hevisto meterse al jefe de la expedición ycuatro policías más. Marchamos por uncamino estrecho hasta que, luego decruzar la vía férrea, salimos a lacarretera. Allí nos detenemos unmomento pegados a la cuneta.

El automóvil en que va el jefe de laexpedición nos adelanta para ir a hablarcon los ocupantes de otro coche —probablemente policías también— que

nos espera. Tras recibir lasinstrucciones, el auto que nos esperabasale lanzado y el jefe hace señas paraque nuestros dos camiones reanuden lamarcha.

Torcemos a la izquierda al llegar ala carretera. Como estamos en la rutaque va de Alicante a Murcia, ello indicaque nos dirigimos a Orihuela. Locomprobamos en Callosa de Seguraviendo en la casilla de un peón caminerolos kilómetros que nos faltan. ¿Vamos aquedarnos en Orihuela como tantos otrosque salieron de Albatera? Podría ser.Aunque los policías han hablado deMadrid en diferentes ocasiones cabe laposibilidad que lo hicieran por

despistarnos. Sin embargo, tengo laimpresión de que pasaremos de largopor Orihuela. Se lo digo en un susurro aMolina que va a mi izquierda y que trasasentir con un movimiento de cabeza,precisa en voz baja.

—En Orihuela recogeremos a otrogrupo de presos.

Diez minutos después entramos enOrihuela. Pasamos por varias callesretorcidas y estrechas y vamos apararnos en las inmediaciones de unedificio monumental de estilo barroco.Aunque le veo mal y hace años que nopaso por Orihuela, creo que se trata deSanto Domingo, antiguo colegiodominico y universidad convertida en

prisión.Hay otros dos camiones, aparte de

los que forman en la comitiva en quevenimos desde Albatera, ambos a mediollenar. Los van completando con presosque salen del edificio. Aunque los veo adistancia y de refilón reconozco aalgunos: Zabalza, Antona, NavarroBallesteros. Me alegra verles porque enlas últimas semanas he temido por lavida de algunos de ellos.

La parada en Orihuela se prolongadurante cerca de una hora. No hay muchagente en las calles, acaso porque es horade trabajo. Algunos nos contemplan delejos y no advierto en sus gestosanimadversión ninguna, pero no se

atreven a acercarse. Los que caminanpor la calle en que estamos apresuran elpaso e incluso miran para otro ladocuando pasan delante de los camionescargados de presos.

Son las doce de la mañana y cae elsol de pleno cuando reanudamos lamarcha. La carretera está llena debaches, los camiones pegan verdaderossaltos al atravesarlos y tenemos queagarrarnos al asiento para no serlanzados de un lado para otro. El asientoes duro, demasiado estrecho para losseis que vamos en cada uno, con laincomodidad suplementaria de lasesposas en las manos y las cuerdas enlos pies. Por ir en un extremo tengo la

ventaja de llevar libre la mano derechay puedo utilizarla para agarrarme a labaranda de mi lado.

Dejada atrás Orihuela, corremosatravesando las huertas de la margenizquierda del Segura. A las doce ymedia, luego de pasar frente a laimpresionante mole de Monteagudo,entramos en Murcia. Eludiendo el centrode la población, la comitiva —integradaahora por cuatro camiones y cincoautomóviles— tuerce a la izquierda parapasar delante de la plaza de toros ydescender hasta la orilla del río.

Uno de los coches, que se haadelantado, ha elegido un sitio adecuadopara detenernos: unos jardines,

solitarios y mal cuidados, cerca de lamargen izquierda del Segura. Lohacemos a la sombra de los árboles enuna especie de glorieta donde hay unafuente.

—¡Parada y fonda! Un alto paracomer.

La comida no es muy abundante nivariada, al menos en lo que a los presosse refiere. Consiste simplemente en latercera parte de un chusco y una lata desardinas de 125 gramos por cabeza.Como esposados unos a otrostropezamos con grandes dificultadespara desenvolvernos, los guardiasciviles —que en todo momento se portancorrectamente con nosotros— retiran

algunas de las esposas, quedando unidosde dos en dos, con lo cual todos tenemosuna mano libre para llevarse el pan y lassardinas a la boca. Incluso consientenque dos de cada camión salten a tierra yvayan hasta la fuente para llenar de aguatodas las cantimploras.

Los camiones han parado muy cercaunos de otros, acaso porque así es másfácil la misión de vigilancia, que nodescuidan un solo momento losveintitantos policías y los dieciséis odieciocho guardias que nos custodian.Incluso cuando comen ellos, lo hacen endos turnos y mientras una mitad ingierelos alimentos, la otra permanece alerta ycon las armas en la mano.

—¡Atención todos! El que tengaalguna necesidad, puede evacuarla aquíy ahora. Luego tendrá que cagarse en lospantalones. ¿Está claro?

Ignoramos el tiempo que tardaremosen llegar a Madrid. Calculamos que enel mejor de los casos no necesitaremosmenos de diez o doce horas. Como esnatural, todos manifestamos deseos devaciar la vejiga o el intestino. Aunqueno nos apremiara la necesidad dehacerlo lo pediríamos igual porque albajarnos de los camiones estiraremos unpoco las piernas que ya sentimosentumecidas.

—Vais a ir bajando de dos en dos.Pero mucho cuidado. El que se desvíe

medio metro del sitio señalado o hagaun movimiento sospechoso, le huele lacabeza a pólvora.

Aunque nos meten mucha prisatardamos cerca de una hora en evacuarnuestras necesidades junto a unosmacizos en torno a los cuales guardias ypolicías forman un círculo para impedircualquier tentativa de fuga. No es fácil,esposados de dos en dos como bajamosde los camiones y sin que losguardianes, con las armas dispuestas,nos pierdan de vista un solo segundo.

Los guardias nos desatan los piespor orden riguroso, bajamos y volvemosa subir después para ocupar los mismoslugares de antes y ser amarrados de

nuevo en la misma forma. A mí como atodos nos sobra tiempo y ocasión paracontar los presos que integramos laexpedición y aun para reconocer a cercade la mitad.

En total somos ciento uno los presostrasladados. Como de Albatera noprocedemos más que una treintenaescasa, los demás han debido ir abuscarlos a Orihuela y Alicante. EnAlicante estaba concretamente AmorBuitrago, al que veo bajar de uno de loscamiones esposado a su propio padre.El padre, un hombre de cincuenta ytantos años con el pelo blanco, estápálido, demacrado, con huellas clarasde un intenso sufrimiento,

probablemente más moral que físico.Abochornado por la cobardía del hijo,desvía la mirada cuando advierte que lemira algún compañero.

Aunque desconozco a la mitad de losintegrantes de la expedición y a otrosvarios, aun conociéndoles bien, mecuesta trabajo reconocerles —tanto hancambiado en los meses que llevo sinverles—, tengo la impresión que laselección está bien hecha desde el puntode vista de los policías. Es posible quetodos hayamos sido marcados por unmismo chivato, pero seguramente lasucia tarea que Amor se ha prestado arealizar, fue ampliada y complementadacon datos e informes de otras fuentes.

Especialmente del comandante Velasco,ya que en los camiones viajan no pocosde los delatados por él.

Repentinamente surge en mi ánimouna sospecha, que más tarde veréconfirmada, de que los trabajos de losgrupos policiales madrileños en subúsqueda por la provincia de Alicantehan ido orientados en dos direcciones.De un lado, a localizar a los elementosque consideran de mayor significación oactividad política, militar y sindical; deotro, a encontrar a cuantos guardaron elorden en la zona republicana,combatiendo las organizaciones de laquinta columna, el derrotismo y elespionaje. Así, junto a dirigentes

políticos y sindicales, diputados,gobernadores, alcaldes y periodistas,vemos en los camiones a jueces ofiscales, abogados, policías,guerrilleros, milicianos de retaguardia yagentes del SIM.

Entre los primeros están quienes hansido los máximos representantes de laCNT y la UGT: David Antona,secretario del Comité Nacional de laConfederación el 18 de julio de 1936, yJosé Rodríguez Vega, secretario de laejecutiva nacional ugetista hasta el 31 demarzo de 1939. Junto a ellos, diputadoscomo Ricardo Zabalza, presidente de laFederación Nacional de Trabajadoresde la Tierra; gobernadores civiles como

Antonio Trigo Mairal, que lo ha sido deMadrid; médicos como GonzálezRecatero, jefe de Sanidad del Ejércitode Levante; numerosos comisariospolíticos y jefes militares como Molinay Guerrero que mandaron sendasdivisiones; periodistas como NavarroBallesteros, director de Mundo Obreroo yo mismo; Manuel Amil, organizadordel transporte madrileño en horascríticas; Julián Fernández, secretario dela Federación Local de Sindicatos deMadrid; Leiva, figura descollante en lasJuventudes; Germán Puerta, secretariode la FAI; Melchor Baztán, Juan Ortega,Cayetano Continente, González,Villarreal, Valcárcel, José García,

Antonio Paulet y medio centenar más devaliosos elementos republicanos,socialistas, libertarios y comunistas.

—¿En qué piensas? —pregunta envoz baja Antonio Molina, que adviertemi repentina abstracción.

—En cuántos de estos ciento unollegaremos vivos a finales de año.

—Me figuro que muy pocos.

* * *En algo más de tres horas

recorremos los 143 kilómetros queseparan Murcia de Albacete. Es unatarde calurosa de mediados de junio, elsol nos da de lleno y sudamos

copiosamente. La carretera no está enbuen estado y los camiones, que enalgunos tramos van hasta a setentakilómetros, pegan constantes bandazos ysaltos. Esposados y atados los pies, muyapretados los seis que vamos en cadabanquillo, el viaje constituye unapequeña tortura. Las ligaduras de lospies dificultan la circulación de lasangre y tenemos totalmente entumecidoslos miembros inferiores. Apenashablamos; no tanto por la prohibición dehacerlo, como por falta de ganas,concentrados todos en pensamientos quenada tienen de agradables.

Si en Orihuela y Murcia hemosestado largo rato detenidos, los

conductores parecen empeñados ahoraen recuperar el tiempo perdido. Nohacemos alto en ninguna parte. Loscamiones van en fila india, separadosunos de otros treinta o cuarenta metros.Los coches ocupados por los policías seadelantan a veces y nos esperan luego ala entrada de cualquier pueblo. No hayque ser muy linces para comprender quesus ocupantes han procurado refrescarseun poco en los bares pueblerinos. Anosotros, como la sed aprieta, el agua delas cantimploras se ha agotado al llegara Cieza. Luego pasamos sed, pero hemosde aguantarla porque nadie nos da nadapara mitigarla.

Hasta Cieza marchamos por la orilla

izquierda del Segura, cruzando laextensa huerta donde la lujuriantevegetación parece disputarse ferozmentecada milímetro del terreno. Luego, nosapartamos del río para ascender haciaHellín. Más tarde, ya en tierras demeseta, corremos hacia Albacete porTobarra y Pozo Cañada. A nuestraderecha, ligeramente difuminada en lalejanía, oscilando en la calinavespertina, la mole donde se asientaChinchilla.

Aminoramos la marcha en las callesde Albacete, pero no nos detenemoscomo algunos habíamos esperado. Lomismo hemos hecho en los pueblos deltrayecto. En todas partes, la gente se

asoma a puertas y ventanas para verpasar la comitiva. Nadie puede dudaracerca de quiénes somos los que vamosen los camiones, vigilados por laguardia civil y amarrados de pies ymanos. Quienes nos ven pasar no dicennada generalmente; ni siquiera hacen ungesto. No obstante hay brillo delágrimas en muchos ojos, que algunasmujeres se limpian con disimulo.

Pasado Albacete, ya declinando latarde, pero todavía dándonos en la carael sol poniente, proseguimos a través dela Mancha. Cruzamos La Gineta y trescuartos de hora después de salir de lacapital de la provincia llegamos a LaRoda. Creemos que lo pasaremos de

largo, pero nos equivocamos. Loscamiones aminoran la marcha y van adetenerse en una plaza del pueblo; elnuestro, que cierra la comitiva, quedamuy cerca de la entrada de un café-bar,muy concurrido en este momento.

La Roda es un pueblo grande. Soncerca de las siete de la tarde de un díacaluroso y todo el mundo parece haberselanzado a la calle. Entre las gentespueblerinas que pasean por la plaza,abundan los uniformes. Al parecer hacecosa de dos meses que hay un batallónen el lugar y se ven soldados libres deservicio por todas partes. Muchasmujeres y hombres nos miran de lejos,pero no se atreven a acercarse. Algunos

de los policías han ido en busca dealgunos amigos personales suyos, ynosotros aguardamos dentro de loscamiones sin que nos desaten ni los piesni las manos.

De pronto en la puerta del caféaparece un tipo de mediana edad, bajo,gordo, coloradote. Se nos quedamirando con aire complacido. Luego,volviéndose hacia el interior del café,grita jubiloso llamando a sus amigos:

—¡Salid todos deprisa! ¡Mirad loque tenemos aquí…!

Cinco o seis individuos asomanprecipitadamente a la puerta. Elindividuo gordo, señalándonos con elbrazo extendido, explica con una ruidosa

carcajada:—¡Más carne para el matadero…!Sus amigos le ríen la gracia. Luego,

acercándose unos pasos al camión, lesecundan con escogidas demostracionesde ingenio:

—¡RIP rojillos…!—¿Cuándo la espicháis, cabrones?—¿A cuántos habéis asesinado, hijos

de puta?No contestamos porque no podemos

contestarles. Nos limitamos a mirarlescon una clara expresión de desprecio.Nuestra actitud les enfurece. En dosminutos su número aumentaconsiderablemente con nuevosindividuos que salen del café y otros de

la plaza que se acercan al oír sus voces.—¡Y todavía parece que nos

perdonan la vida estos bandidos…!—¡Debíamos terminar aquí mismo

con ellos…!—¡Matadlos…! ¡Matadlos…!Algunos enarbolan los bastones

mientras gritan y parecen dispuestos adescargarlos sobre nosotros, queseguimos atados, esposados y sinpronunciar una sola palabra. Basta, sinembargo, que dos de los guardias civilesse acerquen al grupo para que ésteretroceda hasta la puerta del café. Delejos, siguen mascullando insultos, peroya sin voces ni amenazas.

Diez minutos después vuelven los

policías que fueron en busca de amigosy conocidos. Vienen charlando y riendocon ellos, probablemente autoridades enel pueblo. La mayoría viste de paisano,aunque no falten los que lleven camisaazul y gorra colorada, generalmente enla mano. Uno de los policías —unhombre corpulento, cuarentón, de cararedonda y abundante papada— les llevade camión en camión para que vean decerca a los presos. Con aires desatisfacción explica:

—¡Aquí llevamos a los mayorescriminales rojos!

—¿Qué vais a hacer con ellos?—Ya te lo puedes figurar. Regalarles

unos bombones…

De pronto, asaltado por una idea, seacerca al camión que precede al nuestroy exige a voces que Ricardo Zabalza seponga de pie. Cuando el diputadosocialista lo hace, el policía se lomuestra a sus acompañantes.

—Es el jefe de los campesinossocialistas que predicaba el reparto debienes.

—¿El ladrón que quería robarnos lastierras?

—¿El que deseaba el reparto demujeres para implantar el amor libre?

—¡El mismo!Llueven los insultos sobre Zabalza

que los soporta de pie con los brazoscaídos porque está esposado por las

muñecas a los dos que se sientan a sulado.

Reanudamos la marcha cerca de lasocho de la tarde, cuando las primerassombras de la noche se extienden sobrelos campos de la Mancha. Cruzamos sindetenernos por Minaya y hacemos unbreve alto en El Provencio. Un grupo degente nos espera en la carretera, en lasproximidades del pueblo, supongo queavisada por teléfono por alguno de lospolicías. Pronto conocemos el motivo dela parada. Hay quien tiene interés en vera David Antona y apenas se detiene lacaravana, ya le están ordenando a gritosque se ponga de pie. Uno de los policíasexplica, como podría hacerlo un

domador en el circo ante la jaula de unafiera.

—Era el mandamás de la CNT yhasta finales de marzo pasaba porgobernador civil de Ciudad Real.

Sobre Antona, igual que sucede enLa Roda con Zabalza, cae una lluvia deinsultos y burlas, que el interesadoaguanta estoicamente en pie. Cuando secansan de llamarle cosas, algunosquieren seguir divirtiéndose con otros yoigo vocear los nombres de RodríguezVega, de Amil e incluso el mío. Pero eljefe de la expedición ha dado ya ordende reanudar la marcha y los camionesempiezan a rodar, dejando defraudadosa quienes esperaban que continuasen las

exhibiciones de presos.Con ligeras variantes la escena se

repite una hora más tarde, a cuarentakilómetros, en Mota del Cuervo. Laprincipal variante, en lo que a mírespecta, es que sea yo uno de losexhibidos. Parece que aquí hay algunaspersonas que leían Castilla Libredurante la guerra y que tienen ciertointerés en ver a su director derrotado,preso y atado de pies y manos. Porsuerte, la parada es corta y encajo conserenidad la correspondiente ración deburlas y denuestos.

Son las diez de la noche cuandohacemos nuestra entrada en Quintanar dela Orden y vamos a detenernos en la

plaza del pueblo. Aquí la parada esmucho más prolongada. Han pasado másde ocho horas desde que comimos enMurcia y tenemos hambre, aparte deestar molidos por la paliza del viaje.Quizá se agudiza nuestra hambre cuandooímos que los policías van a cenar endos turnos —para que siempre hayaunos cuantos vigilando los camiones—en compañía de algunos amigos queviven en Quintanar. Los presos tenemosque aguantarnos el hambre porque norecibimos alimento de ninguna clase.Puede ser que no lo tengan previsto —como suponen los guardias civiles—por esperar que a estas horas estaríamosya en Madrid o porque nos sepan

acostumbrados al hambre de Albatera yno quieran quebrantar nuestro dilatadoayuno.

—Lo sentimos —dicen los civilesque nos custodian, con sinceridad—pero nada podemos hacer para quecenen.

Les agradecemos con igualsinceridad su buena intención y más aúnque se tomen la molestia de llamar alcamarero de un bar cercano para quellene de agua algunas cantimploras ypodamos saciar la sed. Sin embargo,para dejarnos apear de los camiones afin de evacuar alguna necesidad urgentenecesitarían una autorización que noreciben y permanecemos durante una

hora sentados en los banquillos, sinhablar y casi totalmente inmovilizadospor esposas y ligaduras.

Pasadas las once de la noche vuelveuna parte de los policías que se han idoa cenar. Parecen haberlo hecho bien yvuelven alegres, eufóricos, con un puroencendido y con una risa fácil y prontaen los labios. Les rodea y sigue unnutrido grupo de amigos, cuyo númerono bajará de veinte, al que no tardan enunirse otras veinte o treinta personas,igualmente divertidas y satisfechas.Todos hablan a voces, gastándosechanzas y bromas entre constantesrisotadas. Por lo que oímos parece quealgunos de los policías han residido en

el pueblo durante la guerra; también quealgunos de los vecinos de Quintanarvivieron en Madrid algún tiempo y quedos o tres de ellos estuvieron asiladosen una embajada, lo mismo que dos delos agentes.

—Bueno —dice el cabo a uno de losagentes—. Vamos a enseñaros algunosde los ejemplares que traemos.Empezaremos por Guzmán, del quehablábamos antes. ¡Ponte en pie,Guzmán!

Tengo que obedecer. Alincorporarme con dificultad, porque seme han clavado las cuerdas de los pies ytengo totalmente entumecidas laspiernas, escucho risas y burlas,

entremezcladas con insultos. Haciendoademán para que se callen todos, elpolicía que me ha hecho levantar hablade Castilla Libre, de los artículos quepublicaba y de mí. En tono sarcásticotermina:

—¡Buena carrera llevaba estecabroncete! A su edad, más de dos añosya dirigiendo un periódico. Si le damostiempo…

—¿Es que vais a dárselo? —leinterrumpe en el mismo tono uno de susoyentes.

—¡Claro! ¿O crees que somos tanmalvados como ellos y no vamos a darletiempo para confesar y librarse delfuego del Averno?

Varios celebran la frase con grandesrisotadas. Algunos, en cambio,preferirían mandarme de cabeza alinfierno inmediatamente. Uno incluso meacusa:

—¡Este bandido es el autor de laconsigna «resistir es vencer»!

—¡Pues vamos a ver lo que es capazde resistir ahora!

Durante unos minutos más he decontinuar en pie escuchando denuestos,burlas y frases en que policías yacompañantes lucen su ingenio a micosta. Al fin, me dejan tranquilo paradivertirse con otro.

Este otro es Ricardo Zabalza. Lesiguen David Antona y Navarro

Ballesteros. Si a ninguno le tratan muybien, quizá sea este último el peorlibrado verbalmente, que siempre sonlos periodistas quienes mayores irassuscitan en contra suya. Cuando lospolicías creen que ya se han divertidobastante, presentan un número fuera deserie: Felipe Sandoval.

—Es el tristemente famoso DoctorMuñiz, el más peligroso atracador ypistolero, un auténtico «gangster», peorque el mismísimo Al Capone.

—¿Cómo está vivo todavía?—Lo estará por poco tiempo,

descuida. ¡Ah, y no creáis que los otros,aun siendo distintos, vivirán muchomás…!

* * *Partimos cerca de las doce de

Quintanar de la Orden, dan las tres de lamadrugada cuando llegamos a la Puertade Atocha madrileña. De no hacer tantosaltos en el camino hubiéramos podidoestar en Madrid a las nueve o las diez dela noche. Creo que no fue simplecasualidad que llegásemos a horas tandesusadas, sino finalidad buscada depropósito. Era preferible que la gente nopresenciara el paso por las callescéntricas de varios camiones llenos depresos en el estado en que veníamosnosotros. El espectáculo desagradable

podía alterar la digestión de unos oinquietar la conciencia de otros.

En cualquier caso, son las trescuando bajando por el Pacíficoarribamos a la glorieta de Atocha. Lascalles, totalmente desiertas como eslógico a estas horas, me producen unpequeño deslumbramiento. Duranteveintiocho largos meses, la ciudadasediada vivió entre las sombras. Laamenaza de los bombardeos, el cañoneointermitente desde las bateríasemplazadas en la Casa del Campo,Carabanchel y Usera convertía ensuicida la iluminación de una calle.Desde noviembre del 36 a marzo del 39las farolas, los focos, los anuncios

luminosos permanecieron apagados ymuchos desaparecieron. Ahora estántodos encendidos. La ciudad parece otray en cierto modo lo es porque la guerraha quedado atrás.

No así, desgraciadamente, lasconsecuencias. Nosotros, nuestrasituación, nuestros sufrimientos, nuestramuerte posible, son consecuencias de laguerra. Peor aún, pienso que paranosotros la guerra no ha terminado. Niterminará mientras la sigamos sufriendoen nuestra propia carne. Mentalmente merepito el verso clásico: «mientras viveel vencido, venciendo está el vencedor».¿Seguirá venciendo durante muchotiempo o terminará todo dentro de una

semana o unos meses porque losvencidos hayamos desaparecido porcompleto?

No sabemos dónde nos llevan,aunque supongo que sea al edificio deGobernación en la Puerta del Sol, dondenos han dicho que han instalado opiensan instalar la Dirección deSeguridad. Lo sigo pensando aun cuandoen lugar de subir por la calle de Atocha,torcemos por el paseo del Prado; esposible que al llegar al Palace sigamospor la carrera de San Jerónimo. Cambiode parecer cuando seguimos hastaCibeles. El Prado está bien iluminadocomo lo están la Carrera y Alcalá; lasgrandes fuentes del siglo XVIII —

Neptuno, Apolo y la Cibeles—, ocultasdurante años por un caparazón decemento para protegerles de losbombardeos, han sido destapadas ya.

Pasada la Cibeles continuamos porRecoletos. ¿Dónde vamos?¿Directamente a las Salesas o tal vez alos nuevos ministerios convertidos enprisión? Parece que a ninguno de los dossitios. En Colón giramos hacia laizquierda para subir por Génova; luego,en Alonso Martínez, a la derecha, parameternos en la calle de Almagro. Aquí,en un edificio de la acera de los pares,pasada la calle de Zurbarán, está nuestropunto de destino, al menosmomentáneamente.

Dos de los camiones, que se nos hanadelantado en los últimos kilómetros,han descargado ya y se han ido. Deltercero están bajando los presos amedida que les sueltan los pies. Cuandose apean los meten en el portal, abiertode par en par, y les quitan las esposas.Para evitar cualquier intento de fuga loscamiones están rodeados por vigilantesarmados. También los hay en la aceraformando dos filas por entre las cualespasan los presos para entrar en el portal.

Tenemos que esperar un ratomientras vacían el camión anterior paraempezar a descender nosotros. Observoentonces que los hombres que nosrodean armados con fusiles llevan

camisas azules; supongo que deben sermilicianos o soldados de alguna banderade Falange. Terminan de bajar losdetenidos que van en el tercer camión yéste se marcha, mientras el nuestroavanza unos metros hasta quedar suparte trasera frente a la puerta abiertadel edificio.

—Venga. Ya podéis ir bajando.No es tan rápido, sin embargo,

porque antes de bajar los guardias tienenque desatarnos los pies y soltar dos delas esposas, de modo que podamossaltar a tierra de dos en dos. Variospolicías esperan en la acera, para irmetiéndonos a empujones en el portal.Allí, luego de un nuevo y riguroso

cacheo nos ordenan recoger nuestrascosas, que la mayoría ha dejado en elsuelo; abren las esposas que todavía nostienen emparejados y nos mandan subiral segundo piso.

El portal es amplio, lujoso, consuelo de mármol; la escalera es tambiénde mármol y bastante ancha. Aunque adiferencia de los otros no llevo ningunacarga —mi maleta se quedó en Albatera— me cuesta trabajo subir los escalonesporque tengo las piernas entumecidaspor la falta de circulación sanguínea. Unpolicía que asciende detrás me empujairritado.

—¡Menos cuento y más rapidez!En el rellano del primer piso

tenemos que pegarnos a la pared yesperar unos segundos para que bajenocho o diez presos de los que vinieronen el primer camión. Todos van pálidosy desencajados. Uno trata con unpañuelo de contener la sangre que lemana de boca y narices; otro tiene un ojocerrado y una brecha en el pómulo; untercero camina con dificultad, un pocodoblado hacia adelante, con las dosmanos sobre el vientre.

—¿Qué hacéis ahí pasmados?¡Arriba de una vez!

El amplio vestíbulo del segundopiso está casi a oscuras. En cambio, estábien iluminada una habitación al fondo yunos pasillos. En el vestíbulo hay seis o

siete policías de los que vinieron connosotros, que van separándonos endiferentes grupos. A unos los mandan enuna dirección; a otros en la contraria. AMolina y a mí nos dicen que aguardemosjunto a una puerta, pero que no entremoshasta que nos lo indiquen. Esperamosallí en uno de los lados del vestíbulo,ocho o diez minutos. Poco a poco otrosdiez o doce vienen a unírsenos. Alvolverme, y pese a la escasa luz,reconozco entre ellos a Germán Puerta,Rodríguez Vega y Navarro Ballesteros.Esperamos todos con los nervios entensión. Hay centinelas por todas partesy policías en mangas de camisa van yvienen de un lado para otro, entrando y

saliendo en distintas habitaciones. Anuestros oídos llegan gritos, portazos,golpes y lamentos.

Al cabo de un rato, se abre la puertajunto a la que estamos y sale un grupo depresos que se dirige hacia la escalerarodeados de guardias y policías. Uno delos policías que nos han traído desdeLevante nos dice a voces que pasemosde una vez. Es un cuarto grande, casivacío de muebles. A la izquierda unamesa a la que están sentados, rellenandounas fichas, tres agentes. Otros cuatroandan por la estancia. Al entrar nosordenan:

—Formad en doble fila allí, junto ala pared. Luego, os acercáis de uno en

uno.Se trata de ficharnos a todos, aunque

quizá por las prisas del momento sinfotografías ni huellas dactilares. Unotiene que adelantarse y junto a la mesaresponder a sus preguntas. Nombre,edad, naturaleza, domicilio, familia,profesión y servicios prestados o cargosdesempeñados durante la guerra. Porregla general, la contestación a estaúltima pregunta hace estallar el malhumor de los interrogadores. A GermánPuerta la mención de la FAI le vale unchaparrón de palabras gruesas. A Paulet,que reconoce que ha sido agente depolicía, una serie de puñetazos y patadasque le tiran medio inconsciente contra la

pared del fondo. Cuando Navarroprimero y yo después declaramos quehemos dirigido respectivamente MundoObrero y Castilla Libre los denuestosentremezclados con algunos puñetazosnos hacen volver doloridos a los puestosque ocupábamos en las filas junto a lapared.

Sólo hay una excepción sorprendentey curiosa: la de José Rodríguez Vega.Cuando le pregunta qué ha sido durantela guerra, contesta con ademán resueltoy voz firme que secretario de laejecutiva nacional de la Unión Generalde Trabajadores.

—¡Ah, bueno! —replicaencogiéndose de hombros el individuo

que le toma la filiación, mientras otro delos policías le indica que vuelva a susitio.

—¡Esos imbéciles han debidocreerse que soy el secretario de la UGTde alguna aldea! —masculla irritadodirigiéndose a Navarro y a mí cuandoregresa a nuestro lado.

Terminada nuestra filiación ordenana unos guardias que nos lleven con losdemás presos. Cruzamos el vestíbulopara salir a la escalera. A unos pasos deésta hay un individuo alto y corpulentocaído en el suelo que con ambas manostrata de librar su cara de las patadas quesin compasión alguna le propinan tresindividuos. No le veo el rostro ni sé

quién es, pero por su corpulencia meimagino que se trata de Manuel Amil, yaflojo el paso al llegar a su altura. Unode los que le están pegando lo advierte yme grita colérico:

—¡Fuera de aquí, idiota, o sales porel hueco de la escalera!

Uno de los guardias me coge delbrazo y me empuja hacia la salida.Vigilados por ellos bajamos a la plantabaja. Entonces, con cierto asombronuestro, nos hacen salir a la calle.

—¿Dónde nos llevan?—Muy cerca como verás.Vamos muy cerca, en efecto. Tras

cruzar la calle avanzamos cuarenta ocincuenta metros en dirección a Alonso

Martínez por la acera opuesta. Hay ungran chalet que ocupa por entero eltriángulo de la intercesión de las callesAlmagro, Zurbano y Zurbarán. Es unedificio de dos plantas, en medio de unpequeño jardín rodeado por una verja dehierro. La verja, donde hay un centinela,está abierta de par en par. También laentrada del hotelito donde varioshombres montan la guardia. Penetramospor la puerta de servicio, donde unaescalera de cemento de quince o veinteescalones conduce a los sótanos.Bajamos. Al pie de la escalera unpequeño vestíbulo, donde también hanpuesto centinelas, del que parten dospasillos y en él se abre una puerta a la

izquierda que da a una habitación grandey destartalada. Es aquí donde nos meten.

No sé para qué utilizarían estesótano. Tal vez para dormitorio de loscriados, bodega o almacén de trastosviejos. Ahora está vacío de muebles,aunque no de gente. Tumbados en elsuelo, sentados encima de las maletas olas mochilas, recostados contra la paredo apurando algún cigarrillo con el quepretenden aplacar sus nervios, se hallanaquí casi todos los integrantes de nuestraexpedición. Es probable que faltenalgunos, pero a la primera ojeadacalculo que no bajarán de ochenta onoventa los que se encuentran presentes.Me alegra que uno de los primeros que

veo sea Manuel Amil, al que supusedestrozado a patadas en el vestíbulo deentrada del piso segundo.

Pero si Amil no parece haber sufridoel menor daño, son muchos los que nopueden decir otro tanto. Hay algunos conseñales de golpes recientes en la cara oque tendidos en el suelo se quejan deellos. Aunque ya son más de las cuatrode la madrugada y en la calle empieza aclarear, en el sótano están encendidastodas las luces y nos vemos bien lascaras, lo que no contribuye precisamentea mejorar el estado de ánimo general.No hay muchas ganas de hablar, si bienalgunos cambian impresiones en vozbaja. No creo que nada de lo que ahora

podamos decirnos unos a otros puedaservir para animar a nadie.

Me siento en el suelo, recostadocontra una de las paredes. Estoy cansadodel viaje interminable, me duelen todaslas articulaciones, tengo hambre y sed yni siquiera dispongo de un pitillo paradistraerme con el humo. Cierro los ojos,pero es peor y vuelvo a abrirlos. Conlos ojos cerrados veo de nuevo lasdesagradables escenas que acompañaronnuestra llegada; peor aún porque inclusorecreo imaginativamente lo que nollegué a ver, pero cuya realidad meconsta por los gritos, golpes y lamentosescuchados; que se evidencia yconfirma, si precisara confirmación de

ninguna clase, con sólo mirar a mialrededor. En todos, las escenaspresenciadas han producido un terribleefecto.

El clima del sótano se enrarece mása medida que pasan los minutos. Porquesucesivamente van llegando —acasosería mejor decir trayendo— a los sieteu ocho que faltan de la expedición.Todos llegan en condicioneslamentables. Pero acaso peor queninguno, el individuo a quien vi pateararriba. Le reconozco en el sótano por sucorpulencia aunque antes no llegué averle la cara. Ahora muestra el rostrotumefacto, la nariz rota, la boca sindientes, muy hinchados los pómulos y

una ceja partida. En cualquier casoresulta para mí totalmente desconocido.

¿Quién es este hombre, destrozado apalos, que se queja débilmente tirado enun rincón? Pregunto a varios de los queme rodean, que se encogen de hombrosindiferentes por toda contestación. Alfinal, Fidel Losa, que ha sido policíadurante muchos años y que en guerra seconvirtió en eficaz auxiliar de Mancebo,me lo explica en pocas palabras.

—Es un viejo comisario de policíallamado Lebrero. Pertenecía a laplantilla de Madrid y hasta hace cincodías fue jefe de policía en Alicante.

—¿Con los nacionales? —inquierosorprendido.

Losa inclina la cabeza en gestoafirmativo. Condenado por lostribunales populares se encontrabacumpliendo condena en el Reformatoriode Adultos de la población levantina. Alrecobrar la libertad el 29 o 30 de marzole nombraron jefe de policía. Lo ha sidodurante setenta días.

—Se ha ensañado brutalmente conlos detenidos antifascistas que cayeronen sus manos durante este tiempo.

¿Por qué le tratan así luego detraerle a Madrid? Losa no lo sabe deuna manera concreta. Dice que Lebrerocontinuó actuando a las órdenes de lasautoridades republicanas hastamediados de 1938. Entonces, cuando la

guerra estaba decidida, empezó acolaborar con la quinta columna y fuedescubierto y encarcelado.

—Es posible que en el tiempo queestuvo con nosotros interviniese en ladetención de algún compañero y queéste, sus amigos o familiares quieranvengarse ahora.

Aun siendo verdad esta suposición,¿puede justificar que le destrocenmaterialmente a patadas? Pero ¿acasopuede justificarse en ningún caso latortura de un hombre por otro, o esteúltimo, el torturador, cree precisarjustificación alguna? Entiendo que un norotundo es la respuesta adecuada a lasdos partes de la pregunta. En el fondo el

hombre sigue siendo lobo para elhombre, aunque en circunstanciasnormales lo disimule bajo una leve capade respeto mutuo, de urbanidad, depresunto humanitarismo. Basta unaconmoción violenta —guerras,revoluciones, catástrofes colectivas—para que se rompa fácilmente esa capa yafloren los instintos crueles,predatorios, sanguinarios de la bestiaque llevamos dentro. Quizá seamosentonces peores que las fieras porqueson pocas las especies animales que sedevoran entre sí y menos aún las quetorturan a sus víctimas gratuitamente, sinotra finalidad ni objetivo que disfrutarcon el espectáculo de los sufrimientos

ajenos. Sólo el hombre, además, llega ensu sádico refinamiento a añadir a lostormentos físicos los morales; a pegar,herir y matar a su víctima y,paralelamente, reírse de ellasometiéndola a las mayoreshumillaciones, degradándola,convirtiéndola en objeto de burla,desprecio y sarcasmo.

En estas horas de la madrugada del16 de junio, recluido en un sótano de lacalle de Almagro, viendo rostrosheridos, oyendo quejas y con laperspectiva de un futuro inmediatotodavía peor, me siento deprimido ypesimista. Hace muy poco tiempo aúnpude soñar despierto con un mañana

mejor en que los hombres, superadas susdiferencias, transformados sus instintosprimarios, iniciaran una nueva etapa deconvivencia y solidaridad mutua, sinviolencias, coerciones ni injusticias.Incluso llegué a creer que estábamospróximos a alcanzar la metaambicionada. Ahora veo que hemosretrocedido muchos milenios o quehabíamos avanzado mucho menos de loque suponíamos y no hay grandesdiferencias entre nosotros y la barbariesalvaje del cuaternario.

—¡Antonio Trigo Mairal…! ¡Quesalga inmediatamente!

La voz de acento imperioso me sacade mis reflexiones. La puerta del sótano

se ha abierto y dos individuos llaman agritos a uno de los detenidos. TrigoMairal es hombre fornido, de alrededorde la cuarentena, que ha sido gobernadorcivil de Madrid y no ha suscitado contrasí rencores ni odios. Se pone en pie conaire tranquilo y avanza sonriente haciala puerta. Algunos le ven salir conenvidia. Tanto por su carácter como porsu actuación, Mairal se ha granjeadograndes amistades no sólo en el partidosocialista a que pertenece, sino en losdemás sectores antifascistas e inclusoentre sus enemigos. Algunos optimistasllegan a pensar que la llamada tengacomo objetivo ponerle en libertad.

Tarda en volver. Mientras, la puerta

se abre en tres ocasiones distintas parallamar a otros tantos detenidos quetampoco vuelven. Va avanzandolentamente la mañana y ya es día clarocomo comprobamos por la luz quepenetra por una ventanilla enrejadaabierta en uno de los muros cerca deltecho. Recostado contra la pared,cansado por todos los incidentes de laazarosa jornada, quedo traspuesto unmomento.

Me despierta el regreso de TrigoMairal. Viene infinitamente peor de loque nadie pudo imaginarse. En realidad,no viene, sino que le traen. La puerta seabre de golpe, con estrépito y penetrancuatro hombres en mangas de camisa

con la pistola al cinto, que arrastranmaterialmente el cuerpo delexgobernador civil de Madrid. De unviolento empellón le arrojan a tres ocuatro pasos de distancia y cierran lapuerta mientras uno exclama, coreadopor las risas de sus acompañantes:

—¡Ahí queda eso…!Impresiona el aspecto de Trigo. Con

la ropa manchada y en jirones, el rostroparece una masa informe ysanguinolenta. Está medio inconsciente yse queja sordamente, revolcándose en elsuelo, mientras vomita sobre sí mismoagitado por unas terribles bascas. Variosacuden a socorrerle, incorporándole unpoco y tratando de limpiarle la sangre

de la cara. Lo consiguen a medias,mientras el hombre respira condificultad, entre estertores y quejas.Ahora vemos que tiene variasdescalabraduras, los ojos hinchados ycerrados y tres o cuatro heridas en lacara. Poco a poco va recobrando porcompleto el conocimiento. Entre jadeosse lleva las manos a la parte baja delvientre, al hígado y a los riñones dondedebe sufrir dolores insoportables.Transcurren quince o veinte minutosantes de que pueda hablar. Cuando lohace, sentado en el suelo, sangrantetodavía, su voz tiene un acentodesesperado y desgarrador.

—¡Mataros si os llaman! —grita

entre convulsiones—. ¡Mataros antes desubir…! ¡Todo, todo, es preferible a quecaigáis en manos de esos miserables…!

Le interrumpe un golpe de tos,seguido de una bocanada de sangre. Dala impresión de estar destrozado pordentro. Se limpia los labios con el dorsode la mano derecha y continúa a gritos:

—¡Me han hecho lo que no podéisimaginaros…! ¡Me pegaron diez o docea un tiempo, puñetazos, patadas yvergajazos…! ¡Me metieron a la fuerzaen la boca un retrato de Pablo Iglesias yme hicieron tragarlo…! Cuando perdíael conocimiento, me introducían lacabeza en un váter y tiraban de lacadena… Cuando abría de nuevo los

ojos, se reían y continuabanpegándome… ¡Estoy destrozado,muerto…! ¡No subáis ninguno,ninguno…! ¡Mataros, mataros si osllaman…!

Los gritos, lamentos y sollozos deTrigo Mairal producen un profundoefecto. Callamos todos y en elimpresionante silencio resuenan conmayor fuerza sus palabras, que repitencon ritmo obsesionante una trágicainvitación:

—¡Mataros…! ¡Mataros antes desubir…!

De repente vuelve a abrirse conestrépito la puerta del sótano. Todosvolvemos instintivamente la cabeza

hacia allí. En el dintel se recortan lasfiguras de cuatro individuos. Pantalonesoscuros, un fusil en las manos y unnuevo llamamiento:

—¡El director de Castilla Libre y elde Mundo Obrero…!

Vacilo un momento. Me estremezcomientras la mirada va de la puerta a lafigura destrozada de Trigo Mairal, paradirigirla por último a la entrada delsótano. Los hombres con fusiles tornan agritar impacientes:

—¡El director de Castilla y el deMundo Obrero, que salgan rápidos…!

Me incorporo lentamente. A quincepasos de mí, Navarro Ballesteros seincorpora también. Oímos nuevos gritos:

—¡Salís de una vez u os sacamos atiros…!

Maquinalmente avanzo con lentitudhacia la puerta. Navarro se me adelantados pasos. Salimos y la puerta se cierraa nuestra espalda. Estamos ya en elarranque de la escalera de cemento,rodeados por cuatro individuoscejijuntos, malhumorados, amenazantes.

—¿Quién es el comunista? —pregunta uno en tono destemplado.

Navarro se vuelve hacia él ymirándole serenamente a la cararesponde una sola palabra:

—Yo.—¡Toma, cabrón, para que

aprendas…!

El puño cerrado del individuo seestrella contra la cara de Navarro que,bajo el impulso del golpe, da un pasoatrás. Yo contemplo impotente ysilencioso la escena. De repente sientoun dolor agudo en los riñones mientrasotro de los sujetos me grita:

—¡Y tú, para que no te rías…!Anticipando la acción a las

palabras, acaba de asestarme unviolento culatazo en la espalda. Salgoproyectado contra la escalera y megolpeo la cara contra los escalones decemento. Quedo un segundoconmocionado.

—¡Venga ya! —se impacienta elmismo que me ha pegado—. Menos

comedias y en pie.Me incorporo con dificultad

llevándome las manos a los riñones. Loscuatro individuos estallan a un tiempo enuna carcajada. Les divierten mucho losgestos de Navarro, que se limpia la caracon un pañuelo, y los míos, doblado aún,sin acabar de reponerme del culatazo.

—Es sólo un aperitivo —advierteuno sin dejar de reírse—. ¡Ya veréis loque os preparan arriba…!

—¿Los traéis ya, o qué? —lesapremia un quinto sujeto desde lo altode la escalera, en la puerta que da alpequeño jardín.

—¡Andando! ¡Vosotros delante…!Subimos los quince escalones para

ganar la planta baja. Tras de nosotrossuben riendo, entreteniéndose enaguijonearnos pegándonos en la espaldacon el cañón de sus fusiles, los dos quehan venido a buscarnos.

—¿Son estos los periodistas?—Sí.—Vamos.Echa a andar para cruzar el

minúsculo jardín. Vamos tras de él y losotros nos siguen, clavando en nuestrosriñones los cañones de sus armas. Alatravesar la verja para salir a la calle, elque marcha delante advierte:

—Atención, muchachos, por siquieren largarse estos pajarracos.

—¡Ojalá! —contesta uno de los que

marchan tras nosotros—. ¡Pues apenas sitengo ganas de darle gusto al dedo…!

Estamos en la calle de Almagro.Cruzamos la calzada para seguir por laacera de los pares. Deben ser las seis ymedia de la mañana y no se ve a nadie.Es una mañana espléndida de finales deprimavera. En un cielo sin nubes,intensamente azul, un sol brillanteempieza su caminar del día. Sopla unabrisa tibia, impregnada de olores. Losárboles de la calle, de los hotelitospróximos, estallan de savia y pujanza.La Naturaleza entera parece entonar unhimno a la vida.

Al llegar al portal de antes dirijouna rápida mirada en torno mío.

Mentalmente me despido de los árboles,del sol, de la luz, de la vida. El cañónde un fusil en la espalda me empujahacia adelante, mientras una voz ordenatajante:

—¡Entra…!Obedezco. Penetro en el portalón y

me envuelven las sombras. Ante mí seabren una serie de dramáticosinterrogantes, mientras simultáneamentese apaga la luz de cualquier esperanza.