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El abigeato como resistencia indígena en Yucatán, 1821-1847 Arturo Güémez Pineda* Universidad Autónoma de Yucatán Este trabajo se circunscribe al estudio de la resistencia indí- gena en Yucatán durante la primera mitad del siglo xix, desde la entrada de Yucatán a la vida independiente hasta el año en que se inició la guerra de castas. Este estudio se originó al analizarlas obras de diversos autores abocados al estudio de la problemática indígena du- rante 1821-1847 como período del origen de la guerra de cas - tas. Han sido diversos los factores que se manejan para explicar las causas de ese conflicto. La mayoría de los auto- res coincide en que la “paz” indígena se rompió como conse- cuencia de las pugnas intestinas de los políticos yucatecos, quienes armaron a los indígenas para hacerlos partícipes de sus contiendas y, de ese modo, despertaron en ellos “antiguos odios y deseos de venganza contra la raza blanca”, según rezan las aseveraciones de los autores decimonónicos; o bien dieron la oportunidad al indígena de sacudirse el yugo de la opresión de los terratenientes, el clero y el Estado, como plan- tean los autores contemporáneos.1 Cabe mencionar que en las obras de estos últimos auto- res co-existe una tendencia que ha incidido en diferenciar a la población indígena de las distintas regiones de la península. En ese sentido se distingue a los indígenas del oriente y sur como los promotores de la insurrección, dado que en esas zonas estuvo el foco del conflicto armado; en tanto que a los indígenas de la región noroeste —particularmente a los del distrito de Mérida e Izamal— se les ha diagnosticado un alto * Estudiante de la maestría en el Centro de Estudios Históricos de El Cole- gio de Michoacán. Mi agradecimiento al Mtro. Sergio Quezada por su dirección en la tesis de la que derivó este ensayo. Al Mtro. Heriberto Moreno García y al Dr. Gilbert M. Joseph agradezco sus valiosas sugerencias para la realización de este trabajo.

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El abigeato como resistencia indígena en Yucatán, 1821-1847

Arturo Güémez Pineda* Universidad Autónoma de Yucatán

Este trabajo se circunscribe al estudio de la resistencia indí­gena en Yucatán durante la primera mitad del siglo xix, desde la entrada de Yucatán a la vida independiente hasta el año en que se inició la guerra de castas.

Este estudio se originó al analizarlas obras de diversos autores abocados al estudio de la problemática indígena du­rante 1821-1847 como período del origen de la guerra de cas­tas.

Han sido diversos los factores que se manejan para explicar las causas de ese conflicto. La mayoría de los auto­res coincide en que la “paz” indígena se rompió como conse­cuencia de las pugnas intestinas de los políticos yucatecos, quienes armaron a los indígenas para hacerlos partícipes de sus contiendas y, de ese modo, despertaron en ellos “antiguos odios y deseos de venganza contra la raza blanca”, según rezan las aseveraciones de los autores decimonónicos; o bien dieron la oportunidad al indígena de sacudirse el yugo de la opresión de los terratenientes, el clero y el Estado, como plan­tean los autores contemporáneos.1

Cabe mencionar que en las obras de estos últimos auto­res co-existe una tendencia que ha incidido en diferenciar a la población indígena de las distintas regiones de la península. En ese sentido se distingue a los indígenas del oriente y sur como los promotores de la insurrección, dado que en esas zonas estuvo el foco del conflicto armado; en tanto que a los indígenas de la región noroeste —particularmente a los del distrito de Mérida e Izamal— se les ha diagnosticado un alto

* Estudiante de la maestría en el Centro de Estudios Históricos de El Cole­gio de Michoacán.Mi agradecimiento al Mtro. Sergio Quezada por su dirección en la tesis de la que derivó este ensayo. Al Mtro. Heriberto Moreno García y al Dr. Gilbert M. Joseph agradezco sus valiosas sugerencias para la realización de este trabajo.

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grado de enajenación y una vida en simbiosis con sus domi­nadores porque supuestamente no se unieron a la rebelión.

De manera inherente el análisis de esas obras conlleva al planteamiento de las siguientes premisas: 1) la tendencia a conceptualizar la resistencia indígena a través del conflicto armado, 2) la tendencia a presentar al sector indígena que no se sublevó en una relación pasiva y alienada hacia su domi­nante y, 3) la tendencia a usar y manejar la información de las fuentes para caracterizar positivamente la explotación y el dominio que se cernía sobre el indígena.

Sin embargo, la búsqueda documental efectuada en los fondos de Justicia y Poder Ejecutivo del Archivo General del estado de Yucatán, arrojó la existencia de una vasta docu­mentación que refleja aspectos de las manifestaciones de los indígenas de la península entre 1821-1847. Dos vertientes se distinguen de esa documentación.

1) Los expedientes cuya información evidencia que el indígena asumió posiciones de protesta o demanda en contra de individuos o instituciones del grupo dominante, como en los casos de enajenación o usurpación de tierras, abuso de autoridad, cobro indebido de contribuciones, atropellos con­tra su persona y bienes, etcétera.

2) Los expedientes en los que el indígena aparece como infractor de los intereses del grupo dominante, como por ejemplo, invasión de tierras, desacato a la autoridad, resis­tencia al pago de contribuciones, tumultos, conspiraciones, robos, abigeato, vagancia, etcétera.

Estos aspectos de la vida cotidiana del indígena en las múltiples ocasiones en que se relaciona con otros sectores de la población no indígena, obligan a contemplar diferentes formas de resistencia que el indígena adoptó dentro de un marco de dominio. En consecuencia, es necesario distinguir entre una resistencia armada y un a resistencia cotidiana, en la que se contemple la acción del indígena como factor de lucha en la vida social yucateca.

Por todo lo expuesto, adquiere preponderancia para este estudio demostrar que el indígena del noroeste de la penínsu­la —a quien en repetidas ocasiones se le ha diagnosticado su alto grado de alienación— no se sometió pasivamente a las exigencias de la nueva élite que generó la independencia en

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la sociedad yucateca, y que el indígena de esa región a pesar de que se encontraba bajo condiciones sociales que lo mante­nían en una situación de opresión, adoptó múltiples formas que incidieron en las políticas de las que era sujeto.

Es imprescindible reconocer que a estas formas activas de resistencia del indígena se sumaron otras que a los grupos dominantes se les presentaban como problemas latentes y que no eran precisamente protestas o demandas formales ni infracciones que pudieran ser objeto de un juicio civil o penal. Al respecto, muchas de sus costumbres, su carácter religioso, su lengua y, en fin, hasta la misma apatía por el trabajo que frecuentemente refirieron escritores del siglo xix para calificarlo como “refractario al progreso”, eran actitu­des pasivas, por decirlo de algún modo, que intrínsecamente se oponían a las exigencias de la élite yucateca.

Con base en ese análisis se propone en este estudio, como ejemplo de esa acción de la vida cotidiana del indígena, el caso del abigeato en el distrito de Mérida —entidad que ocupaba la mayor parte de la región noroeste de la penínsu­la— durante el periodo que va de 1821 a 1847. El objetivo radica en presentar el robo de ganado en las haciendas yuca- tecas como una forma específica de dicha resistencia.

1. La ganadería, actividad principal del noroeste yucateco

Antes de referirnos al abigeato conviene asentar que durante la primera mitad del siglo xix—por lo menos hasta 1847— la ganadería era la principal actividad de gran parte de las fincas y otros establecimientos rurales, en especial de los situados en las regiones noroeste y central de la península.

Para el año de 1838 (véase cuadro 1) se puede observar que los partidos de Mérida, Camino Real Alto y Sierra Baja, así como los partidos de Izamal y Beneficios Bajos concen­traban casi el 70 por ciento del total de las haciendas de la península. Los tres primeros partidos, o al menos la mayor parte de los pueblos que los integraban, formaron desde 1837 el distrito de Mérida y los dos últimos el distrito de Izamal.

En 1846 había un total de mil 388 haciendas distribui­das en la península; las 884 que sumaban juntos los distritos

[

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C u a d r o 1

Partidos o cantones Municipalidades HaciendasRanchosHuertas

etc.

Mérida 1 103 —Camino Real Bajo 11 278 —Sierra baja 9 244 15Izamal 17* 507 —Beneficios bajos 17 215 —Vallado lid 9 202 196Espita 10 102 58Beneficios altos 1 38 60Sierra alta 10 101 37Campeche 1 6 —Camino real alto 9 65 30Seibaplaya 4 14 15Lerma 3 35 —Carmen 2 19 23

14 104 1929 434

Fuente: Regil y Peón, Estadística de Yucatán, pp. 283-288.

* No se incluyó el municipio de Tekax que erróneamente fue incluido en el partido de IzamaI. Las 20 haciendas que le correspondían están contem­pladas en el partido de la Sierra Alta donde se repitió dicho municipio. Cabe hacer la aclaración de que en la reproducción del padrón utilizado por Regil y Peón la suma del número de haciendas de los municipios as­ciende a 1859, en tanto que la suma que efectuamos con base en esos mis­mos datos las haciendas llegan a la cantidad de 1949. A esta última canti­dad restamos, en el cuadro que presentamos, las 20 haciendas de Tekax por los motivos que ya hemos expuesto y finalmente nos quedó un total de 1929 haciendas. La suma relativa a los ranchos, huertas y otras propieda­des rústicas también adolece de un evidente error en dicho padrón cuyo resultado es de 452 y nuestra suma con los mismos datos es de 434.

de Mérida e Izamal, representaban poco más del 63 por ciento de las haciendas computadas en 1846. Particularmente el distrito de Mérida contaba con 446 haciendas distribuidas en los partidos de Mérida, Ticul, Maxcanú y Tecoh (véase cua­dros 2 y 3). En todos los partidos de los cinco distritos las haciendas de campo estaban por lo general pobladas de ga-

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nado vacuno, caballar y mular.2A pesar de que se argumentaba que la cría de ganado

vacuno en Yucatán, nunca había podido ser tan “numerosa” como en otras partes de América debido principalmente a la

CAMINO REAL BAJO VALLADOLID -

CAMINO REAL ALTO,

1 >xc a m p e c h e / i i \

BOLONCHENCAUICH i )

CHAMPOTON

SIERRA BENEFICIOS BAJÁ: \ BAJOS;

SIERRA, BENEFICIOS ALTA^ ALTOS

BACALAR

Región de gran concentración de haciendas ga­naderas. Partidos que integraron en 1837 el Dis­trito del Noroeste o de Mérida.

MERIDA CAMINO R. BAJO SIERRA BAJAMérida Hunucmá MamaKanasín Tetis TecohChuburná Kinchil TelchaquilloItzimná Samahil AcancehCaucel Bolompoyché Timucuy

Ucú Umán TekitChocholá TeaboKopomá ChumayelOpichén PencuyutMaxcanú XayaHalachó Sacalum

Abalá

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C u a d r o 2R e s u m e n de l o s p u e b l o s , h a c ie n d a s y r a n c h o s p o r dist r ito

DistritoCabeceras de Parroquias

Pueblosanexos Haciendas Ranchos

Mérida 21 24 446 223Izamal 18 32 438 245Valladolid 18 34 193 500Tekax 19 48 188 705Campeche 16 28 123 367Totales 92 166 1388 2040

Fuente: Yucatán. Secretaría General de Gobierno, 1846, documentos 1-18.

C u a d r o 3

D i s t r i t o d e M e r i d a

Cabeceras de PueblosPartido Parroquia anexos Haciendas Ranchos

Mérida 7 13 207 99Ticul 5 4 47 42Maxcanu 4 4 92 39Tecoh 5 3 100 43Totales 21 24 446 223

Fuente: Yucatán. Secretaría General de Gobierno, 1846, documentos 1-4.

sequedad del suelo o mejor dicho a la falta de aguas suficien­tes para el pasto y aun para el mismo ganado, aunada a la plaga de la garrapata y la destrucción que causaba el tigre,3 los cálculos realizados por investigadores del siglo xix sobre el número de cabezas de ganado existentes en Yucatán antes de 1847, de ningún modo subestiman la actividad ganadera, como uno de los ramos productivos más importantes de la economía yucateca.

En términos globales se puede decir que la ganadería yucateca contaba arriba de los 400,000 cabezas de ganado vacuno y de las 60,000 de caballar. Asimismo los cálculos hechos sobre la población por hacienda en la primera mitad

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del siglo xix se aproximan a un promedio de 300 cabezas en cada una de ellas.4

El distrito de Mérida con sus 446 haciendas era el más importante en el ramo ganadero pues a fines de la primera mitad del siglo xix contaba, en función de 300 por cada finca, con 133 mil 800 cabezas de ganado vacuno.

Incom patibilidad ganadería-agricu ltura

La ganadería, si bien era la actividad principal de las hacien­das del noroeste yucateco, también representó un gran obstá­culo para el desarrollo de las labores agrícolas. La presencia del ganado en los campos convulsionó la agricultura milpe- ra, pues el libre pastoreo constituía la base del sustento del ganado de las haciendas. Ante la amenaza del ganado los agricultores se veían obligados a cercar sus sementeras lo cual implicaba para ellos un gran esfuerzo adicional.5

De hecho existió una incompatibilidad inherente entre la agricultura y el ganado suelto, especialmente en un lugar como Yucatán donde las milpas se iban cambiando de sitio cada dos o tres años y no podían ser bardeadas fácilmente.6

Las invasiones del ganado a las milpas, principalmente en el noroeste de la península, ocasionaron conflictos entre agricultores y hacendados. Por esa razón los agricultores de los pueblos protestaban cuando alguien intentaba poblar con ganado algún terreno cercano a sus sementeras. Así la república de indígenas del pueblo de Ucú, en 1837, manifestó su oposición cuando Felipe Gil solicitó cuatrocientos mecates para asentar una población de ganado vacuno y argumenta­ron que sus sementeras iban a ser destrozadas por el ganado por no tener la distancia que prevenían las leyes.7

Pero también se dieron casos en que los hacendados denunciaban y procedían contra los agricultores que se asen­taban en las inmediaciones de sus fincas. En 1831, diecisiete agricultores del pueblo de Hunucmá fueron desalojados de las cercanías de la hacienda Santa María. Su propietaria doña Manuela Solís había denunciado “vejaciones en su ga­nado” y en consecuencia el juez de primera instancia de ese pueblo dictaminó que fueran lanzados de aquel punto por los perjuicios que ocasionaban a esa hacienda y a otras circun­

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vecinas.8Indudablemente la incompatibilidad de la ganadería y

la agricultura milpera contribuía a incrementar el continuo movimiento inherente al sistema de cultivo de milpa practi­cado en Yucatán. Los indígenas, principalmente, se estable­cían en diversos puntos del campo con el objeto de hacer sus sementeras y radicar cerca de ellas; esto motivó que en 1832 se emitiera un decreto dirigido a “cortar la dispersión de los indígenas, y procurar que cumplan con sus obligaciones civi­les y religiosas” (en otros términos con sus contribuciones civiles y religiosas). Con esta justificación se declararon “fur­tivas e ilegales” las agrupaciones indígenas en los montes y se fijó el término de un mes para que reconocieran algún pueblo, rancho o hacienda establecidos “con las formalida­des prescritas por las leyes.”9 En 1836, como veremos más adelante, una disposición similar se incluyó entre otras que se dictaron como medida para contrarrestar el robo de ganado en las haciendas.

Con estas medidas, favorables sin duda a las haciendas ganaderas, independientemente de que podía repercutir gra­vemente sobre la relativa autonomía de los agricultores indí­genas, trataban de contrarrestar la dispersión inherente a sus labores, porque a la élite también se le presentaba la población indígena como un problema de control que obvia­mente iba en contra de sus intereses.

Mano de obra, deudas y fuga

Además del ganado, otro factor que revestía suma importan­cia en las haciendas fueron sus habitantes, pues de ellos dependía la capacidad de trabajo y fomento de las activida­des agropecuarias. En la primera mitad del siglo xix se en­contraba plenamente conformada la estructura que compo­nía la fuerza de trabajo de las haciendas. Había tres tipos de sirvientes de acuerdo a las actividades a las que estaban dedicados. Por una parte estaban quienes atendían las labo­res correspondientes a la ganadería y por otra los destinados a la agricultura; el tercer grupo estaba constituido por los artesanos.10

La legislación laboral de la primera mitad del siglo xix

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permite observar que las deudas contraídas por aquellos sirvientes era algo que se había generalizado en la península. En repetidas ocasiones se ha planteado que esas deudas “adquiridas” por los trabajadores era una de las principales formas para que los hacendados pudieran retenerlos.11 Sin embargo, a través de esa misma legislación laboral puede observarse que las deudas fueron uno de los principales moti­vos por los que los sirvientes incurrían en la fuga o abandono de sus labores. Ahí es evidente que los hacendados, por con­ducto de los poderes del Estado, se esforzaban por tratar de contrarrestar esas anomalías que incidían sobre sus intere­ses, alertando a toda la red organizada para el gobierno interior de los pueblos.

En resumen se puede observar que las condiciones impe­rantes en la región noroeste, tanto por la incompatibilidad de la actividad ganadera de las haciendas con la milpera de los indígenas como por el sistema de servidumbre que la élite se empeñaba en consolidar durante la primera mitad del siglo xix, provocaron, dentro de esa zona y quizá fuera de ella, una constante movilidad del indígena que a la vez repercutió de distintos modos sobre los intereses del grupo dominante. Un ejemplo sería la evasión del pago de contribuciones; pero el problema del control tenía otras vertientes para manifestar­se, pues como se verá más adelante el abigeato incidió tam­bién en esa problemática de la élite.

2. El abigeato indígena

Durante el periodo 1821-1847 se pudo observar la relevancia que tuvo el abigeato en las distintas regiones de la península a partir de un panorama de las diversas actitudes asumidas por la población indígena ante las acciones del grupo domi­nante, así como de las que lo hacían figurar como un infractor de los intereses de la élite, específicamente en el marco de la “criminalidad”.

En el fondo Justicia del Archivo General del Estado de Yucatán se encuentran los expedientes sobre criminalidad: homicidios, lesiones, robo, asaltos, etc. En los relativos al

„ robo de ganado se observa, primero, que existió una mayor < * incidencia por parte de la población indígena y, segundo, que

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en el distrito de Mérida se concentraba el mayor porcentaje de los casos (véase el cuadro 4).

Es indudable que hubo muchos más casos que los que se presentan en el cuadro. En primer lugar no todos los abigeos podían ser aprehendidos; en segundo, muchos de los casos nunca llegaban a los juzgados y, por último, el archivo citado no cuenta con un acervo completo de los expedientes promo­vidos en esos años. A pesar de estas circunstancias, el regis­tro que se presenta puede considerarse como una muestra de las tendencias que prevalecían en la realidad.

El mayor número de abigeos indígenas es algo que se puede explicar sin necesidad de tener un conocimiento pro­fundo de las tendencias de la criminalidad durante aquella época. En la sociedad yucateca, era la población indígena la que resentía con más severidad la explotación del clero, del Estado y de los hacendados, manteniéndola en condiciones precarias de sustento. La carestía de granos, las epidemias, las guerras, etcétera, repercutieron también de manera drás­tica sobre el grupo indígena agravando su situación. De hecho en los expedientes promovidos por abigeato, el hambre ocasionada por aquellos fenómenos, aparece en muchas oca­siones como el motivo por el que los indígenas incurrían en el robo de ganado.

Es sintomático que después de la irrupción del cólera morbus en 1833-1834 el abigeato se incrementara notable­mente debido a sus secuelas, pues hacia 1835 los casos proce­sados, según los datos con que contamos ascendían a 39. La misma tendencia prevaleció a raíz de los conflictos armados entre centralistas y federalistas que se sucedieron desde 1840, además de que la política territorial se tornó más agre­siva contra la propiedad comunal de los pueblos. Es pues notorio el incremento de jucios de 1841 a 1847 en relación al periodo 1821-1840, exceptuando el año de 1835.

Pero también los indígenas agricultores de los pueblos eran gentes que estaban en franca oposición a la actividad ganadera cuando constituía una amenaza para sus labran­zas. Ellos protestaban ante las autoridades criollas cuando alguien intentaba poblar con ganado algún terreno cercano a sus sementeras; pero cuando sus milpas eran invadidas por el ganado de las haciendas, sus inconformidades eran cana-

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C u a d r o 4

C a s o s d e a b i g e a t o d u r a n t e 1821-1847 e n l o s c i n c o d i s t r i t o s d e l E s t a d o d e a c u e r d o a l n u m e r oDE EXPEDIENTES EXISTENTES EN EL FONDO JUSTICIA DEL ARCHIVO GENERAL DEL ESTADO

Distrito Mérida Izamal Valladolid Tekax Campeche Totales

Año I C I/C Total 1 C I/C Total 1 C I/C Total 1 C I/C Total 1 C I/C Total 1 C I/C Total de T.

1821

1822 1 1 1 1

1823 1 2 3 1 2 3

1824 1 1 1 1

1825 5 4 1 10 5 4 1 10

1826 1 1 1 1

1827 2 2 2 2

1828

1829 1 1 1 1 1 1 2

1830

1831

1832 3 3 3 3

1833 2 1 3 2 1 3

1834 4 4 4 4

1835 19 2 3 24 1 1 1 1 3 1 1 5 6 2 8 30 5 4 39

1836 2 1 3 1 1 3 1 4

Ab

ige

at

o:

re

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en

cia

in

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en

a

en Y

uc

at

an

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Distrito Mérida Izamal Valladolid Tekax Campeche Totales

Año I C I/C Total I C I/C Total I C I/C Total I C I/C Total I C I/C Total I C__I/C Total deT.1837 1 1 2 1 1 2 2 2 1 2 5

1838 6 1 7 1 1 2 1 1 4 1 1 2 10 3 1 14

1839

1840 2 1 3 1 1 2 2 4

1841 5 5 1 1 2 1 1 2 2 . 2 2 4 8 12

1842 1 5 6 2 1 2 5 1 1 2 2 1 3 2 2 4 6 11 3 20

1843 14 5 19 1 1 1 2 1 4 1 1 2 2 17 8 2 27

1844 9 7 1 17 1 1 2 2 2 5 1 2 8 3 1 4 20 9 4 33~

1845 2 4 2 8 2 3 1 6 3 1 4 5 1 1 7 6 4 3 13 18 12 8 38

1846 3 3 2 8 1 3 4 4 4 3 2 5 2 3 1 6 9 15 3 27

1847 2 2 í 5 1 1 >. 3 3 2 2 4 8 4 1 13~

Totalespor 78 45 12 135 9 11 4 24 11 7 2 20 23 10 8 41 25 16 5 46 146 89 31 266Distrito

I. Casos de IndígenasC. Casos de castas (blancos y otras “razas” no indígenas) I/C. Casos de indígenas y castas.

RE

Í,AO

ION

ES

35

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lizadas de otras maneras y unas de ellas indudablemente era el abigeato. Los agricultores de las propias haciendas, los luneros, arrendatarios, etcétera, sin duda tuvieron motivos similares para incurrir en ese “delito”.

En 1841 en un proceso contra Feliciano Balam y José Antonio Chan por el robo de un ternero de la hacienda Hupi- chén, el primero declaró que había matado con su fusil a la res porque la “confundió” con unos venados que salieron de su milpa.12 En 1843 en la confirmación de la sentencia emiti­da contra José Dzib por el hurto de una pieza de la hacienda Canchakan de la jurisdicción del pueblo de Umán, el defen­sor Wenceslao Encalada argumentó que Dzib dio muerte al becerro por defender la milpa de su suegro, y que si hizo uso de la carne fue por la escasez de grano que se experimenta­ba.13

Es también imprescindible deducir que entre los moti­vos que generaban el abigeato estaban presentes las pugnas por las continuas agresiones de los hacendados hacia las tierras comunales de los pueblos. En suma, es factible que muchos de los casos tipificados por la élite como abigeato hayan sido en realidad represalias por invasiones del gana­do a las milpas o por desavenencias territoriales entre los hacendados y los indígenas. Cabe mencionar que en las declaraciones de los acusados, con alguna excepción, estas circunstancias no se manifestaban. La razón puede atribuir­se a que podía ser más perjudicial para ellos el justificar sus motivos en caso de represalia que en el de hambre.

En ese sentido, los motivos que pudieron tener los sir­vientes de las fincas para incurrir en el abigeato, aunque también ellos en sus declaraciones los resumían en hambre, seguramente fueron de diversa índole; la falta del pago de sus jornales, los atropellos contra sus bienes y personas, los servicios forzados, etcétera, también estaban presentes en el panorama de los abigeos indígenas.

Por otra parte, resulta obvio que los abigeos que apare­cen en los expedientes con apellido español, no pertenecían a la élite yucateca. Eran personas que tenían condiciones simi­lares a las de los indígenas. Podían ser blancos de escasos re­cursos, mestizos, mulatos, a los cuales para distinguirlos de la élite se les ha denominado con el término genérico de castas.

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No es casual que entre 1821-1847 se haya registrado mayor porcentaje de casos de abigeatos en el distrito de Mérida. En esta jurisdicción política, relativamente restrin­gida, se concentraban 446 haciendas, es decir, un 32 por ciento del total de los cinco distritos que integraban la penín­sula, y en esta zona gran parte de los habitantes de los pueblos, ranchos y haciendas eran de la “clase” indígena. Además, las haciendas ganaderas estaban a corta distancia de los pueblos y en muchos casos próximos a la capital; por lo que no eran nada extraordinario que los indígenas incursio- naran frecuentemente a “cazar” alguna res, pues sin duda tendrían otros motivos tanto o más poderosos que el de obte­ner su sustento mediante el abigeato.

Ahora bien, ¿cuál era la opinión del grupo dominante respecto a las causas que propiciaban el abigeato? En una interesante disertación basada en datos estadísticos de la criminalidad en 1844, que indudablemente hacía eco de la conveniencia de la élite, se asentó lo siguiente:

Entre los crímenes contra la propiedad, el abigeato es sin duela el m ás frecuente, puesto que cuenta con 41 delincuentes (deben ser 73) m ientras que los dem ás hurtos solo 35 (deben ser 50)+. No es tampoco como n inguna de las violaciones de este dere­cho sagrado, resultado de la n e c e s k b p u e s t o que si exceptua­m os los años de escasez del grano de primera necesidad, nues­tra clase proletaria por sobria y por la abundancia del maíz, su casi único m antenim iento, no siente el aguijón de las privacio­nes motivo por el que tampoco ahorra, ni se afana por mejorar su suerte, contenta con vivir con el día. Así es que, si nos equivocam os, la ocasión hace por lo común al ladrón, y no éste quien hace nacer la ocasión, por lo m ism o es tan frecuente el abigeato, como que abandonados sin guarda los gan ados en

+ Los autores confunden esas cifras puesto que sólo contemplan a los reos denominados castas. Las sumas reales de acuerdo a los mismos datos son las que aparecen entre paréntesis que incluyen a reos indígenas y castas. Además la suma de castas debe ser 39 en abigeato no 41, y 31 en otros hur­tos no 35; por lo tanto de los 73 reos por abigeato 39 eran castas y 34 eran indígenas, y de los 50 reos de otros hurtos 31 eran castas y 19 eran indígenas.

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la inm ensidad de los cam pos desiertos donde buscan su pasto, es tentación poderosa la que provoca a usurparlos, cuando por toda custodia sólo tienen una m arca de dominio y bajo cuya única sa lvaguard ia se les abandona. Inferimos por tanto, que ni la acerbidad de las penas, ni tal vez el celo de la justicia, em barazada con frecuencia para la justificación plena de este delito de difícil prueba, pueden disminuir tanto la frecuencia de su perpetración, como una m ás celosa vig ilancia , o un aumento de la pública m oralidad.14

En resumen, en esa concepción se descarta que el común denominador del abigeato tuviese como móvil el hambre, a excepción de los tiempos de carestías de granos; en conse­cuencia contempla como causa principal la práctica del libre pastoreo y la nula vigilancia del ganado en los campos. En cierto modo con esas aseveraciones se puede corroborar que, en efecto, la libertad del ganado sí era causa importante en el robo de ganado, pero no en el sentido de que era una “tenta­ción” para la “clase proletaria”, sino porque el ganado suelto representaba una amenaza constante para las sementeras de los labradores. En términos generales se puede afirmar que independientemente de los motivos que impulsaban a los indígenas a incurrir en el abigeato, el libre pastoreo era simplemente una circunstancia que en cierta medida facilita­ba el logro de los objetivos del abigeo indígena.

C aracterísticas del ab igeato indígena

El abigeato era un fenómeno social generalizado, pues quie­nes incurrían en él eran personajes que tenían una posición social variada. Los “cuatreros” indígenas podían ser labra­dores de los pueblos y rancherías, sirvientes de las haciendas y habitantes de los barrios de la capital. De los 78 expedientes consultados entre 1823 y 1847 correspondientes al distrito de Mérida, y en los que figuran individuos con apellido maya, en 37 de ellos se puede identificar la vecindad de los abigeos. De éstos, en 16 expedientes los involucrados eran residentes de haciendas; en 14 eran habitantes de pueblos; en 3 de barrios; en 2 de sitios y en otros dos de ranchos.

Otra característica de los abigeos indígenas era la ten­dencia a actuar en grupo. De los 78 casos arriba mencionados

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en 52 actuaron dos o más individuos. También es notorio que estas “bandas” estuvieran conformadas frecuentemente por individuos con vínculos de parentesco. De los 78 expedientes del distrito de Mérida, en los que intervinieron individuos con apellidos mayas, aunque en sólo 6 se especifica el parentesco de los involucrados, en 32 de esos mismos documentos puede observarse que participaron en cada uno de ellos cuando menos dos individuos con el mismo apellido.

Esta tendencia fue algo bastante generalizado en el abigeato indígena durante la primera mitad del siglo xix. En junio de 1836 en una solicitud al gobierno sobre medidas de protección legal contra los robos de ganado, el gremio de hacendados argumentaba que los pequeños ranchos que los indígenas formaban “clandestinamente” en los montes eran “según las lecciones de la experiencia, una sentina de vicios y una guarida de ladrones”. Estas agrupaciones, según los propios hacendados, estaban integradas por dos o tres fami­lias consanguíneas y sus amistades, las cuales hurtaban el ganado cuando llegaba a las inmediaciones de sus casas ubicadas en los montes.15

El hecho de que los indígenas que incurrían en el robo de ganado tuvieran ese tipo de relaciones además de estar vin­culados por lo general a las actividades del campo, les permi­tió un mayor radio de acción, planear el robo con anticipa­ción, buscar el momento más oportuno para apoderarse de alguna o varias cabezas de ganado con un riesgo menor e infligir, a largo plazo, varias bajas a las haciendas.

Un ejemplo que ilustra lo anterior, es un caso de 1832 cuando José y Gregorio Can, junto con Pablo Uc, Feliciano Ché y José Chan fueron procesados como abigeos por haber­se encontrado en sus sementeras una cueva “llena” de hue­sos de ganado vacuno. Los peritos determinaron que los escombros que se hallaron pertenecían a “cuatro o más cabe­zas de res”.16

Tampoco era casual ni poco frecuente que los sirvientes de las fincas incurrieran también en el abigeato, ya fuera en las mismas haciendas donde laboraban o en otras aledañas. Un ejemplo de este tipo lo constituye un caso de 1825, cuando fueron procesados Ilario, Cayetano, Juan Pablo, Santiago y Baltazar May y Florentino Chan, sirvientes de la hacienda

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Teuitz, como presuntos responsables del hurto de diez cabe­zas de ganado vacuno, de la misma hacienda Teuitz y de otra hacienda llamada Hunxectaman.17

Por otra parte es pertinente aclarar que no se descarta la existencia de bandas dedicadas exclusivamente al robo de ganado, porque hay indicios de que asolaban las haciendas con sus continuos robos. En una solicitud de tierras y una aguada cercanas a los pueblos de Bolón y Chocholá, presen­tada en 1827 por Jerónimo Torre, propietario de la hacienda Sihunchén, éste manifestó que su intención era formar un corral y dos casas que eran necesarios para la protección de su ganado que entonces estaba expuesto a los “numerosos ladrones” que se habían asentado en aquel lugar. La junta municipal de Chocholá, aunque se opuso terminantemente a que las tierras que se solicitaban fueran concedidas a un particular por ser en perjuicio de esa población, expresó que “no era dudable” que ese sitio fuera “madriguera de ladro­nes”, tal como lo manifestó Torre.18

Por su parte, los propietarios de las haciendas Tuqui- chén y Chablé, Francisco de la Cámara y Juan José Duarte respectivamente manifestaron su apoyo a la solicitud de Torre. Ellos expresaron que resultarían beneficiados de acce- derse a la petición, porque con la vigilancia se librarían de los robos que continuamente experimentaban, pues en ese sitio habían aprehendido ladrones que habían sido procesados y aun sentenciados al presidio correccional. Finalmente, por esos argumentos, el gobierno concedió a Torre los cincuenta mecates que solicitó.19

En suma, esas aseveraciones constituyen una señal so­bre la existencia de grupos dedicados expresamente al robo de ganado en las haciendas yucatecas, sin embargo se puede asegurar que esa propensión no era la característica común del abigeo indígena, que por lo general se dedicaba a las labores agrícolas en los pueblos y haciendas.

El “cuatrero” indígena tendía a sacrificar y descuarti­zar las reses en el mismo campo o monte donde las hallaba, pero también hubo ejecuciones en los propios corrales de las haciendas. Aunque se utilizaba tanto la escopeta como el machete para matar el ganado, se puede deducir que el segun­do era lo más usual, pues para los indígenas no era fácil tener

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los suficientes ingresos para comprar un arma de fuego. Al mismo tiempo con la utilización del machete se evitaba el ruido que podía ser escuchado a muchos metros a la redonda. Pero independientemente del arma utilizada, los siguientes pasos eran desollar la pieza y descuartizarla para distribuir­la entre los participantes. Sobre esta acción tenemos el si­guiente caso.

En agosto de 1838, Felipe Dzul, quien junto con sus hermanos Concepción y Andrés y con Manuel Puch robó una res de la hacienda Cehchán de la jurisdicción del pueblo de Kinchil, declaró que ellos se reunieron en su casa y después de ponerse de acuerdo salieron al campo con el objeto de matar una cabeza de ganado, la que resultó ser de la hacien­da Cehchán. Andrés la lazó y entre todos la mataron, despe­llejaron y descuartizaron, se repartieron la carne en partes iguales y Concepción se encargó de tirar la piel en un pozo cercano al lugar donde vivían.20

La preferencia de los indígenas por el robo de reses, independientemente de los motivos políticos que hubiesen tenido, respondía en primera instancia a que la carne obteni­da servía en la mayoría de los casos para subsanar sus necesidades alimenticias y las de sus familiares. En segun­da, porque el producto del hurto podía ser distribuido entre los participantes y, de ese modo, era mucho más difícil que se les descubriera, pues cada uno procuraba esconder lo mejor posible la porción que le correspondiera hasta su consumo total. Era común que la carne así obtenida se escondiera en ollas bajo la tierra y, según aseveraciones de la época, la primera precaución que tomaban los ladrones de ganado cuando querían aprovechar la piel era cortar el fierro (marca) para quemarlo o destruirlo de cualquier otro modo.21 En ter­cer lugar, había una relativa abundancia de ganado que pastaba suelto en los campos aledaños a las haciendas y pueblos, lo cual facilitaba en cierta forma el robo. En contras­te, el robo de caballos por parte de los indígenas era ocasio­nal, pues el caballo mismo constituía una prueba viviente del hurto. Además, el uso frecuente de ellos hacía que estuviera bajo la responsabilidad de los vaqueros o resguardados en los corrales de las haciendas.

En síntesis puede considerarse el abigeato como una

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forma de resistencia, no solamente porque significó una es­trategia de sobrevivencia para la población indígena, sino porque también constituyó una forma de protesta social. De ese modo, con el abigeato se conjugaban motivos económicos y políticos que repercutían sobre los intereses de los hacenda­dos yucatecos quienes, por sí y con el apoyo de los órganos gubernamentales, trataron siempre de contrarrestar la inci­dencia de este “delito”.

3. La represión al abigeato

Las medidas adoptadas para combatir el robo de ganado en las haciendas durante la primera mitad del siglo xix fueron de diversa índole, pero es obvio que se inician desde el mo­mento mismo en el lugar de los hechos, es decir, es en las haciendas mismas en las que se emprende la persecución de los delincuentes. Es indudable que los hacendados hicieron “justicia” por su propia mano, pero las autoridades “blan­cas” tenían organizada una red judicial que se encargaba de someter a los infractores que atentaban contra la propiedad o cometían otros delitos. También las élites yucatecas conta­ban con un gran colchón jurídico que se encargaba de dar legalidad a las acciones de los hacendados y autoridades para tratar de diezmar esa “plaga devastadora” que signifi­caba el abigeato. Todos estos aspectos se conjugaban y confi­guraban una verdadera lucha alrededor de ese “delito”, en la que los principales contendientes eran los propietarios de las haciendas y los indígenas de los pueblos, ranchos, hacien­das, sitios y barrios de la capital.

P ersecu ción y ap rehensión de los ab igeos in d ígenas

La captura de los abigeos indígenas excepcionalmente suce­día in fraganti; generalmente era resultado de indagaciones cuando se descubría la falta de alguna res, cuando se encon­traba piel escondida en el campo o cuando existía algún rastro de sangre que, en frecuentes ocasiones, indicaba dón­de se podía hallar el perpetrador, o también cuando a algún indígena se le encontraba en posesión de alguna porción de carne o corambre sin que pudiera justificar su procedencia.

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Pero también la aprehensión podía ser resultado de denun­cias interpuestas por personas que de alguna manera se enteraban de que se había efectuado un robo.

Así en 1835 Feliciano, Apolonio y José Canul, Rafael Chalé, José Caamal, Julián Tut, Simón y José María Tullín, de la hacienda San Ignacio, fueron descubiertos y aprehendi­dos cuando el dueño de la hacienda San Mateo, don Matías de la Cámara, a raíz de percatarse de la falta de ganado, hizo que el personal a sus servicio “doblase” sus esfuerzos para aprehender a los ladrones quienes poseían fusiles con los que “inferían el daño”.22

En muchas ocasiones la aprehensión de los abigeos era resultado de indagaciones al seguirse un rastro de sangre de ganado. En 1836 el hurto cometido por Juan Santos Pech, José María Chan, José maría Iuit y Antonio Tun, se descu­brió cuando el mayoral Gregorio Quintal informó a Esteban Quintal que habían matado una vaca de su propiedad y que el ladrón sólo había tomado las dos piernas y un lomo y había dejado el resto en el lugar de los hechos. El mayordomo siguió el rastro hasta la hacienda Cansap en donde su propietaria doña María Cabrera le comunicó que había aprehendido a Pech, quien confesó e involucró a los otros que también resi­dían en Cansap.23

Asimismo, el descubrimiento de alguna piel fue en repe­tidas ocasiones el primer indicio de algún robo. Por ese moti­vo en 1838, las indagaciones del mayoral de la hacienda Cehchán, Francisco Caamal, quien había encontrado una piel embutida en un pozo, llevaron a la detención de Andrés, Concepción y Felipe Dzul, vecinos del rancho Concepción en cuyas inmediaciones se encontró la piel.24

Aunque no eran frecuentes las aprehensiones por de­nuncias de personas que de manera casual se enteraban de algún robo, también figuraban como causas de aquéllas. En 1824 Pedro Espinosa denunció que al ir a cobrar al “ciudada­no” Paulino Aké lo que le debía, encontró que la puerta de la casa de éste se hallaba abierta por lo que él entró y halló un canasto de carne y una olla al fuego también con carne y siéndole este hecho sospechoso lo denunció al tribunal para que se tomaran las “providencias”.25

En realidad las circunstancias por las que se descubría

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a los cuatreros podían ser múltiples. Empero es muy probable que las averiguaciones para llegar a la aprehensión de los involucrados en algún robo, se hayan efectuado mediante procedimientos violentos como allanamientos, azotes, etcéte­ra. Así, en 1835, José Vidal Kú y Juan Chan después de ser capturados, recibieron azotes por parte de doña Joaquina Pren propietaria de la hacienda Haltunchén de donde ha­bían sustraído una res.26

Quizá por algún acuerdo entre los hacendados en la aprehensión de los abigeos, el personal de confianza de las haciendas, como los mayordomos y mayorales, jugaban un papel importante. Por ejemplo, en 1837 Dionicio Chim y Bonifacio May fueron aprehendidos por los mayorales de las haciendas Chunyá y Dzibichaltún. Las indagaciones se ini­ciaron cuando José Dolores Piña encontró un lugar donde había unos huesos, lo cual indicaba que allí se había descuar­tizado alguna res. Avisó a los mayocoles (mayorales de mil­pa) de las haciendas Dzibichaltún y Chunyá, quienes inda­garon hasta dar con los responsables.27

Este tipo de alianzas fueron frecuentes principalmente por parte del personal de haciendas vecinas. En algunos casos también intervenían civiles y autoridades “blancas” de los pueblos; en 1834 Miguel Aguilar propietario de un sitio en la jurisdicción de Hunucmá, al percatarse del hurto de dos terneros suyos, sospechó y allanó la casa de José Bernardo y José Agapito Caamal con el auxilio délos “cívicos” Feliciano Vargas, Antonio Ceballos y José Gregorio Solís. Encontra­ron carne en abundancia, así como sogas y un costal con “tufo” a sangre de ganado, por lo que se procedió a la apre­hensión de los sospechosos.28

Las repúblicas de indígenas también intervinieron en la captura de los abigeos. En 1838 por orden del alcalde primero de Mérida tres hombres de la república de Chuburná fueron comisionados para aprehender a José Ceh, quien con Luis y Juan Ceh había robado una cabeza de ganado de la hacienda Yokolá. En otro caso de 1835, el cacique de Chuburná, Ma­nuel Ku, después de advertir que un rastro de sangre termina­ba en la casa de Juan Tomás Tun, en unión de tres individuos de la república, encontró cinco pieles de reses que pertenecían a la hacienda Cumpich. Tun confesó y fueron aprehendidos

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sus cómplices.29En suma, para la aprehensión de los cuatreros indíge­

nas intervenían tanto el personal de confianza de las hacien­das como los miembros de las corporaciones, que la élite constituyó para el gobierno interior de los pueblos. Consti­tuían la forma más directa para el combate contra el robo de ganado y por ende la más efectiva.

Las in stan cias judiciales y el “cuatrero” ind ígena

Una segunda fase del aparato represivo la constituía la red judicial establecida para enjuiciar a los infractores del orden jurídico.

En la Constitución de 1824 había quedado establecido que en cada cabecera de partido habría por lo menos un juez de primera instancia.30 Esto al parecer se dispuso con base en que los subdelegados de los partidos podían tener como una de sus facultades el ejercicio de ese juzgado,31 sin embargo esta situación no fue constante. En junio de 1837, durante el régimen centralista (1835-1840), se intentó llevar a efecto un proyecto que se proponía establecer once jueces de primera instancia para todos los veinte partidos que comprendían los cinco distritos del departamento de Yucatán.32 Sin embargo este plan fracasó y ese mismo año se publicó un acuerdo en el que se establecía que sólo habría un juez de primera instan­cia para cada cabecera de distrito y se asentó que prevalece­ría esa situación mientras no hubiera “letrados hábiles” que pudieran optar por los juzgados.33

En 1841 durante el régimen federalista (1840-1843), en el Reglamento de Justicia se dispuso que en Mérida y Campe­che hubiese jueces de primera instancia, uno para el ramo civil y otro para el criminal; en tanto que en los distritos de Valla­dolid, Izamal y Tekax, habría uno solo que conocería de am­bos ramos.34

Los jueces de primera instancia eran quienes comenza­ban las sumarias de los delitos que ocurrieran en sus respecti­vas jurisdicciones y los ponían en conocimiento de los tribu­nales superiores. Asimismo, tenían como obligación efectuar las diligencias de los casos, los careos entre los testigos y el reo, designar a los defensores de oficio y emitir las sentencias

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a los reos.85Sin embargo se puede decir que la red judicial en el

estado comenzaba con los alcaldes; ellos en la mayoría de los casos eran quienes instruían las primeras diligencias de las causas criminales y practicaban también lo que les solicita­ran los jueces de primera instancia o los tribunales superio­res. Lo cierto es que en muchos casos los alcaldes fungían como jueces de primera instancia.

Desde la emisión de la Constitución de 1824 se había establecido que los magistrados de segunda y tercera instan­cia residirían en la capital del estado y conocerían en su respectivo grado de todas las causas civiles y criminales que se sentenciaran en los juzgados de primera instancia. En 1841 la organización de estos tribunales fue modificada con la integración de la Suprema Corte de Justicia. Esta se com­puso de tres ministros y un fiscal, distribuidos en tres salas. La sala segunda y tercera, por turno, conocerían de las se­gundas instancias en las causas civiles y criminales que se iniciaran en los juzgados de primera instancia. La sala pri­mera conocería de las terceras instancias.36 En consecuen­cia, los juicios realizados en primera instancia pasaban en forma escalonada a segunda y tercera instancia para su revisión y confirmaciones de sentencias emitidas y también como recurso de apelación si el defensor planteaba alguna inconformidad con el fallo.

Estas eran las instancias judiciales que hacían efectiva la administración de justicia; que imponía los castigos a quienes quebrantaban las normas de conducta en una socie­dad cuyo poder estaba en manos de una élite criolla y cuyo ejercicio era para salvaguardar sus propios intereses.

Los abigeos indígenas no eran la excepción de esos procedimientos judiciales de la administración criolla, aun­que tampoco se puede descartar que se hayan dado casos en los que los afectados —comúnmente hacendados— hayan hecho “justicia” por propia mano. Lo que consta en los expe­dientes promovidos por abigeato, es que los presuntos res­ponsables eran presentados por sus aprehensores a la autori­dad más inmediata del lugar donde se realizaba la captura para que se practicaran las primeras diligencias con el fin de dirimir los casos.

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Generalmente los mismos aprehensores fungían como testigos de cargo, por loque necesariamente tenían que hacer sus declaraciones en torno al conocimiento que tuvieran del “crimen” y respecto a los presuntos responsables, así como la presentación del cuerpo del delito que en el caso del abigeato lo constituía algún vestigio que evidenciara el hurto, como la piel, carne, sebo, huesos, etcétera.

Un ejemplo que ilustra lo anterior es el siguiente caso de 1825. El 20 de diciembre los auxiliares Marcelo Zetina, José Dolores Lara, José Preve y Juan de Mata Cocom presentaron ante el alcalde de tercera nominación de Mérida, José Cosga- ya, a Miguel Dzib, Jacinto Aguilar y su hija Cesarea; los aprehensores declararon que se encontró en sus casas parte de dos cabezas de ganado y una piel que según el fierro y bosal reconocidos por los facultativos pertenecían a la ha­cienda Petha de la propiedad del ciudadano Andrés de Zepe- da.37 Lo más común era que los testigos fueran individuos del personal de confianza de las haciendas afectadas y de otras aledañas, pues como ya se ha dicho eran quienes mayormen­te efectuaban las averiguaciones y aprehensiones.

En realidad era muy difícil poder probar que alguien fuese abigeo, pues se requerían evidencias del hurto para que se iniciara un proceso. Por esto, en los casos que se conocen a través de los expedientes de la época, la mayoría de las acusaciones contra indígenas eran contundentes. Los vesti­gios, las declaraciones de los testigos y, en fin, la casi nula posibilidad del indígena para entablar su defensa ante tales circunstancias, hacía que casi siempre aceptaran el cargo que se les imputaba y era poco lo que podían declarar en su favor. Además en los expedientes instruidos en los tribuna­les, las declaraciones de los acusados eran recogidas median­te un formulario y por lo mismo eran bastante escuetas y generalmente interpretadas del maya al español.

Por otra parte los magistrados de los tribunales les asignaban defensores de oficio a los indígenas procesados por el delito de abigeato, ya que carecían de recursos econó­micos. Sin embargo, no había muchas personas capacitadas para ese ejercicio en todos los partidos del estado, por lo que desde el 12 de abril de 1824 se hizo extensiva una orden en la que se disponía que para subsanar la falta de letrados para

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las defensas, los jueces podían y debían recurrir a individuos de los partidos para servir de curadores o defensores, sin otra recompensa que la satisfacción que debía tener el ciudadano honrado en auxiliar a los miserables reos y servir al público. Asimismo, se señaló la imposición de multas a los que se resistieran a cumplir ese servicio sin causa legal.38

Esta deficiencia repercutía desfavorablemente en los reos insolventes, entre los que se encontraban los indígenas acusados de abigeato, pues en muchos de los casos, tal parece que las defensas sólo eran para cubrir los requisitos del proce­so además de ineficaces, pues, por lo general, las exposicio­nes de los defensores estaban basadas en las declaraciones de los acusados y de los testigos que se asentaban en los expedientes. En algunos casos los defensores resaltaban las circuntancias que prevalecían cuando se efectuaban los hur­tos, como las hambrunas que como secuela dejaban sequías, epidemias, guerras, etcétera. Cabe mencionar que los defenso­res, salvo raras excepciones, nunca sostenían la completa inocencia de los reos, a lo más que llegaban era a presentar algunos atenuantes con el propósito de que los magistrados redujesen el tiempo de la condena que se emitiera en las sentencias.

El fiscal era otro personaje importante que intervenía para dirimir las causas cuando eran turnadas a los tribuna­les superiores. Además de ejercer por la parte acusadora, era el encargado de promover la pronta administración de justicia y solicitar el castigo o el mérito del proceso.39 En efecto ese era el papel del fiscal en los juzgados de segunda y tercera instan­cia, pues aunque en la mayoría de los casos se ejercitaba como acusador, en algunas ocasiones también abogaba por los acusados. La opinión del fiscal en las causas promovidas por abigeato era de suma importancia porque podía influir decisivamente para que se reformara el fallo en contra o a favor del acusado, o bien para que se confirmara la senten­cia dictada en los juzgados. Sin embargo, la última palabra la tenían siempre los magistrados de los tribunales.

El marco jurídico del ab igeato

El aspecto que denota de manera más prolífica y contundente

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el significado del abigeato para las élites yucatecas es el conjunto de disposiciones de carácter legal que se orientaron a la lucha contra ese “delito” durante la primera mitad del siglo xix. Pero cabe aclarar que el régimen colonial no perme- neció inmutable y, por supuesto, tampoco inmune ante el abigeato.

Un antecedente colonial: la junta de :iHacienderos”

El abigeato y los intentos para contrarrestarlo no fueron fenómenos nuevos cuando la élite criolla asumió el poder político a raíz de la Independencia. Desde agosto de 1818, es decir, a fines del periodo colonial, el gobernador Miguel de Castro y Araoz había convocado a xa formación de una junta de Hacendados con el objeto de combatir los “excesivos y frecuentes” robos de ganado que se cometían por diversas partes de la provincia. Asimismo, también se planteó la nece­sidad de crear un fondo destinado a contener ese “...delito tan pernicioso a la sociedad y perseguir a los malvados que olvi­dados de lo que le deben se exercitan en este horroroso cri­men, imponiéndoles las penas á que son acreedores por las leyes...”40

En consecuenciá, en abril de 1819 quedó formado el Reglamento de buen gobierno, estableciendo un fondo y una junta de hacienderos, para cortar en lo posible los robos de ganado; publicado por bando en Mérida, Campeche y pue­blos de la provincia, y remitiéndose para su efecto al señor teniente de rey y a los subdelegados de la provincia.41

En él se asentaban las bases para la conformación de la Junta de Hacendados, sus fondos y su administración; desta­can los medios para evitar y averiguar los robos de ganado, entre los que se comprendían reglas para la venta de ganado y la arriería. También se reglamentó el expendio de carnes. En fin, estas medidas estaban dirigidas a hacer evidente y demostrable la procedencia del ganado. Entre otras cosas sobresalen las medidas para incrementar la vigilancia en los pueblos, el establecimiento de recompensas a los que captu­raran cuatreros y por cada cabeza que les decomisaran.42

Una medida que indudablemente resintió más la pobla­ción indígena fue la que se refería a la portación de armas,

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pues la caza era parte de su subsistencia. Con el argumento de que gran parte del ganado robado se ejecutaba con fusiles bajo el pretexto de la caza, se mandaron recoger todos los fusiles para que se devolvieran con licencia y por escrito a “todos aquellos de mejor opinión que no hagan mal uso de esta arm a”. Se enfatizó que a los sospechosos no seles devol­vería y se informaría al gobierno de su conducta para que se tomara una determinación.43 Se dispuso también que de to­dos los perjuicios por el ganado baleado en cada partido, todos los que usaran fusil serían responsables y debían satis­facer al afectado el costo de las reses. Se recalcó que esta condena general serviría para que todos estuvieran interesa­dos en cuidar y vigilar sobre el “buen uso” del fusil.44

Por otra parte se asentó que en vista de la insolvencia de los delincuentes, a partir de la expedición de ese reglamento, la caja de “hacienderos” cubriría los gastos judiciales y que los reos, “verdaderos deudores”, después de cumplir su con­dena, deberían ser puestos a disposición de los diputados de la Junta de Hacendados para que pudieran “vender su traba­jo”, hasta que con la mitad que se debía deducir de sus jornales indemnizaran la caja de los gastos judiciales y de las gratificaciones por concepto de su aprehensión.45

Creación del presidio correccional

Al consumarse la Independencia, el abigeato continuó sien­do un problema latente. Aunque esta situación no se refleja en nuestros datos estadísticos (como se ve en el cuadro 4), un hecho nos muestra la preocupación de la naciente élite crio­lla.

En marzo de 1823 Juan José Leal y Joaquín García Rejón, procuradores síndicos de la capital, presentaron al ayuntamiento de Mérida un proyecto para la creación de un presidio correccional para dar ocupación a los presos, el cual fue aprobado por la Honorable Junta Provisional Gu­bernativa del Estado el 18 de julio. Varias fueron las razones que se esgrimieron para justificar tal medida.46 Empero, su principal propósito era que “...los ladrones de ganado sufrie­sen el merecido castigo, y al mismo tiempo se exercitasen en la composición de calles y caminos”.47 Se aseguraba que

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aquéllo redundaría en beneficio de su salud y su moral por­que esta ocupación “...repugnante a los vagos y malentrete- nidos, servirá de freno a su maléfica propensión”.48

En el proyecto se dispuso una serie de medidas para la formación de cuadrillas con los reos que se destinaran a las obras públicas. Se determinó también que los recursos de subsistencia saldrían del rendimiento de peaje (derechos de tránsito), de calesas y de otros arbitrios municipales.49 Pero también se impuso, para el sostén del presidio, una contribu­ción de los pesos anuales por cada hacienda de ganado vacu­no y caballar. Los comerciantes debían contribuir con cuatro reales al mes.50

Para la ejecución de ese proyecto, el 3 de agosto de 1823, se creó una “Junta de Caridad”; su presidente nato sería el jefe político superior. Además la integrarían un individuo de la Diputación Provincial, un cura párroco de la Santa Iglesia Catedral, un regidor y dos síndicos del ayuntamiento de Mérida, un representante del cuerpo de hacendados y otro del de comerciantes. Después de la exitinción de la (Diputación,* el vocal que la representaba fue sustituido por otro individuo del ayuntamiento de Mérida.51

En el año de 1825 las contribuciones impuestas a los hacendados y comerciantes fueron motivo de una polémica entre los síndicos de los ayuntamientos de Mérida e Izamal y la Junta de Caridad. Aunque el objetivo de los síndicos fue la extinción del presidio correccional y de la Junta que lo dirigía por su supuesta ineficacia,52 esto no se logró y cuando menos hasta 1847 el presidio siguió funcionando y los reos, entre los que se contaban los abigeos indígenas, continuaron siendo destinados a las obras públicas. No obstante, es indudable que la sobrevivencia del presidio se debió más al provecho que se obtenía, al menos en el distrito de Mérida, de la mano de obra de los prisioneros, que a una efectividad real para amedrentar a los delincuentes, particularmente a los abi­geos.

* La Diputación Provincial fue suprimida el 2 de marzo de 1824 como medida adoptada por el Congreso para “simplificar” el ejercicio del poder.

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El amparo centralista en la lucha contra el abigeato

Durante los estragos causados en 1833 por el cólera morbus en la península, y mientras duró la secuela, que significó carestía de granos principalmente, es indudable que los indí­genas recurrieron al abigeato con más frecuencia. Esa epide­mia cobró más de 60 mil víctimas,53 y aunque en nuestros datos no se registran más que 7 casos durante los años de 1833 y 1834, un hecho que da idea de la situación real es que a raíz del conflicto armado entre centralistas y federalistas, que se suscitó en los meses de junio y julio de 1834, el goberna­dor Francisco Toro mandó como una medida para evitar el “...escandaloso abigeato que destruye las haciendas...”, que se recogiesen todos los fusiles que por el anterior desorden de la tropa cívica “permanecían en manos impuras que los usaban para balear ganado.”54

Sin embargo, los datos correspondientes a 1835 (39 cau­sas; véase cuadro 4) evidencian que esa disposición resultó poco efectiva; por ese motivo, en abril de 1836, la lucha en contra del abigeato tomó otro giro, pues la Junta de Hacenda­dos solicitaba protección legal contra el robo de ganado acla­rando la medida de confiscar los fusiles “alivió pero no cortó el mal de raíz”, porque también las escopetas eran utilizadas para el mismo fin.55

Los hacendados en su solicitud reconocían que no se podía confiscar las escopetas a los que no habían dado “mala nota de su persona” porque, además de ser propiedad particu­lar y permitidas para el uso legítimo de la caza, hubiese sido una arbitrariedad prohibirlas. Pero se cuestionaban: “¿cómo podrá evitarse el daño cuando su causal o instrumento es permitido por las leyes...?” De hecho los hacendados ya te­nían la respuesta: la prohibición de la caza en suelos de propiedad particular era, según ellos, lo más adecuado, lo que dictaba la razón, lo que resultaba conforme a las leyes y lo que exigían las circunstancias por una “fatalidad lamenta­ble”.56

Los hacendados tenían la certeza de que esa medida iba a ser “de bastante influencia para evitar el abigeato”; no obstante contemplaron la necesidad de la sanción penal sin la cual sería infructuosa y no serviría más que para acostum­

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brar al pueblo a despreciar la ley. Los expositores aseveraron que la confiscación del arma al contraventor y cinco pesos de multa aplicados al propietario del territorio en el que se intro­dujese furtivamente disminuiría “el avance de los crimina­les”.57

Por las anteriores consideraciones los hacendados pro­pusieron que también se prohibiera el uso de la escopeta “a los hombres de mala conducta”, pues aseguraban que de ella se valdrían para hurtar en los campos el ganado que “bajo la fe pública” andaba sin guarda alguna, y aun para cometer otro tipo de crímenes. Pidieron se dispusiera que nadie ejer­ciera la caza sin expresa licencia de las autoridades locales o de los “amos” en el caso de las haciendas; y que ésta se expidiera gratis a los “hombres de bien” y se negara a los de “mala nota”.58

No obstante, los hacendados expusieron que aunque se dictaran las medidas, tal como ellos proponían al goberna­dor, no serían eficaces en gran parte si no destruían los pequeños ranchos que los indígenas y demás gentes disper­sas formaban clandestinamente en el centro de los montes, “...por que son según las lecciones de la experiencia, una sentina de vicios y una guarida de ladrones”.

Afirmaban que esos grupos de dos o tres familias enla­zadas “por la sangre” y sus amistades se metían en los campos y sin un juez que los vigilara, hurtaban a su placer cuanto ganado llegaba a las inmediaciones de sus casas. También alegaban que la impunidad de estos delitos los “familiarizaba” con el robo y arrastraban consigo “los males que dolorosamente experimentaban los hacendados, que son la víctima de esa desmoralización”.59

En consecuencia los expositores propusieron al gobier­no mandar destruir esos ranchos formados en los campos. Argumentaron que esta disposición no sería nada nuevo “para hacerla odiosa” porque era conforme a la ley la., título 3o., libro 6o. de la Recopilación de Indias que trata de la reducción de indígenas a poblado. También hicieron notar que esas agrupaciones habían sido declaradas ilegales por el artículo 4o. del decreto expedido por el gobierno provisional de Yucatán el 26 de julio de 1831, y revalidado por el Congreso el lo. de marzo del año siguiente.60

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La junta de hacendados no se limitó a sus anteriores peticiones; solicitaron la destrucción de los sitios de ganado establecidos sin los requisitos legales, porque iba en contra de los “legítimos criadores” que podían sostener una abun­dante cría.

Asimismo, la Junta agregó que por esa anomalía, un “malvado” se podía meter en los montes, construir su casa y poner dos vacas para principiar su cría; “con este pretexto todo el año mata reses que roba, y cuando se le ve la carne por algún descuido, dice ser una de las suyas que mató tal o cual día”. Así pues, señalaba que de ese modo permanecían impu­nes los delitos por ser difícil descubrirlos. En consecuencia los hacendados pedían el cumplimiento del decreto de 26 de julio de 1831, que disponía respetar un decreto anterior en el cual se asentaba que no se podía establecer cría de ganado sino a la distancia de cuatro leguas de las sementeras que se hacían sin cerco y a dos de las haciendas comarcanas.61

En síntesis, las exigencias hechas al gobierno de Fran­cisco Toro por parte de los hacendados recaían en la expedi­ción de decretos, reglamentos e instrucciones que se juzgaran pertinentes para el cumplimiento de las leyes dictadas por el Congreso, y de las que ellos proponían en su solicitud. Todas sus peticiones fueron satisfechas, pues por acuerdo de 27 de junio de 1836 se dictaron medidas sobre el ejercicio de la caza y la reducción de los indígenas a vivir en poblado en los términos que expresaron los hacendados.62

La ley yucateca contra el “crimen” de abigeato

Durante la primera mitad del siglo xix, específicamente en los expedientes de los juicios entablados en los juzgados de la península, era común que se citaran leyes de las antiguas Siete Partidas del rey Alfonso el Sabio. Para el caso del abigeato, la ley XIX, título XIV, partida vn era la que se debía aplicar a los ladrones de ganado y sus encubridores. En ella se disponía que a quien se le probase aquel delito y que además lo hubiese hecho de facer (por costumbre) debía mo­rir; mas aquel que no hubiese procedido de ese modo no se le debía matar pero podía ser utilizado por algún tiempo para labrar las tierras del rey. Pero si alguno hurtase diez ovejas, o

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cinco puercos, o cuatro yeguas o vacas, u otras tantas bestias o sus crías, debía morir por ello; los encubridores de este tipo de crimen debían ser desterrados de todo el señorío del rey por diez años.63

En realidad esta ley no fue aplicada tal como prevenía. Los jueces y legisladores yucatecos consideraban excesiva la pena de muerte; además, en los procesos penales que se cono­cen no se dieron casos en los que se pudiera probar que algún abigeo fuese acreedor a esa condena. Tampoco el des­tierro fue aplicado. Pero desde 1823, como ya se ha visto con la creación del presidio correccional, los abigeos fueron con­signados a trabajos forzados en obras públicas, aunque esto más bien fue producto de las necesidades de los criollos yuca­tecos y no porque así lo dispusiera la ley. En conclusión no se contaba con una legislación adecuada a la realidad y cir­cunstancias del abigeato en Yucatán.

El robo de ganado era un delito frecuente en la penínsu­la, pero ante lo obsoleta que resultaba ya la antigua ley de Partida para imponer las penas a los abigeos, los jueces yucatecos tenían que emitir sus sentencias basados, al pare­cer, en las experiencias de los diversos casos que se presenta­ban en los juzgados. Por lo mismo la duración de las conde­nas destaca como uno de los aspectos más discutibles en la impartición de la justicia. Por ejemplo, Leonardo Coox, acu­sado en 1826 del robo de una cabeza de ganado y que había sido procesado anteriormente por igual delito, fue condenado a un año y siete meses de prisión y en obras públicas.64 En 1829 Francisco Pech, Antonio, Basilio y Pedro Baas, fueron enjuiciados por el robo de una vaca de la hacienda Mulch- chén. Los tres primeros tuvieron una sentencia de año y medio, en tanto que Pedro, de 20 años de edad, fue condenado en consideración a su edad y por tener “menos malicia” a un año, no así Basilio que, aunque sólo contaba con 18 años, según el juez estaba “lleno de malicia”.65

Este tipo de apreciaciones subjetivas eran comunes en los juicios y se utilizaban para atenuar o agravar las culpas y las sentencias. En repetidas ocasiones diferían de un caso a otro aunque el monto de lo hurtado fuese similar. Se pueden atribuir estas diferencias a que el tiempo que debían durar las condenas era el principal punto que se dirimía entre los

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jueces, los fiscales y los defensores. En realidad las senten­cias solían ser el resultado de las exposiciones que cada uno de aquéllos hiciera en contra o enpro de los acusados. La falta de una ley en la cual se debían apoyar dichas sentencias respecto al tiempo de las condenas era evidente.

Fue hasta el año de 1841 cuando se intentó subsanar esa deficiencia, pero fue más con la intención de amedrentar a los ladrones de ganado que como una medida de actualización legislativa. Aunque el dato estadístico con que se cuenta (12 casos durante 1841) no refleja un incremento del robo de ganado, sí preocupaba a las élites yucatecas, pues en sep­tiembre de ese año el secretario general de gobierno, Joaquín G. Rejón, en su Memoria, señaló que el abigeato era uno de los crímenes más comunes y el que arrojaba mayores perjuicios a sus habitantes (léase a los hacendados) cuya mayoría se dedicaba a la cría de ganado; que a pesar de que las leyes perseguían ese delito con penas justas y proporcionadas pro­gresaba sin embargo de una manera “escandalosa”; que el gobierno persuadido de que la pena de muerte no era aplicada por su severidad, sugería disminuirla pero llevarla a efecto “irremisiblemente”. Consideraba que con esa sola idea y la de la pronta aplicación del castigo mermaría esa “plaga devastadora”, pues “es incuestionable que los delitos se mi­noran tanto, cuando es mayor la certidumbre de las penas por suaves que sean”.66

Con esta iniciativa del Poder Ejecutivo, la comisión de justicia del Congreso del Estado emitió una propuesta de ocho artículos que fueron aprobados por las cámaras de dipu­tados y senadores.67 El 29 de noviembre de 1841 se expidió una ley para el “crimen” de abigeato. Cabe aclarar que desde febrero de 1840, el Congreso del Estado había declarado rotas las relaciones con México, lo cual indudablemente influyó para que se emitiera esta ley en sustitución de la Partida que estaba vigente en el resto de la república.

La ley yucateca ponía de relieve el tiempo que debían durar las condenas de acuerdo al monto de lo robado y a circunstancias tales como la reincidencia y el encubrimiento. En ella se asentó que por el robo de una cabeza de ganado mayor vacuno o caballar, o cuatro de ganado menor, o dos de cerda, se impondría un año de presidio; y si el hurto fuere de

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mayor número, se aplicarla un año más por cada cabeza de ganado mayor, o por cada cuatro del menor o por dos del de cerda. Asimismo se indicó que si el hurto hiciera el número de rebaño, se impondrían al reo seis años de presidio. También se aclara que en los casos de reincidencia, el castigo sería el doble y cuádruple en reincidencia por segunda vez.

Además se estableció que por regla general a los encu­bridores y acogedores de los abigeos se les aplicaría la mitad de la pena que a éstos les señalaba la ley. Por último, se derogó la ley de Partida que se refería al abigeato y sus penas.68

A raíz de la emisión de esta ley, los jueces trataron de apegar sus dictámenes a lo que en ella se disponía. Así, por ejemplo, en 1842 Lorenzo Kantún, enjuiciado por el robo de tres caballos, fue condenado a tres años en prisión y obras públicas. Sus cómplices Fernando Lugo y Antonio Matú fue­ron sentenciados a un año y medio al mismo destino que Kantún. En 1843 los indígenas Juan May, Felipe Puch y Manuel Baak hurtaron una vaca de la hacienda Oxtapacab y fueron condenados a un año de prisión a pesar de que la defensa argumentó la extrema necesidad de los acusados cuando incurrieron en el delito.69

Sin embargo, en diciembre de 1843, con la reincorpora­ción de Yucatán a la República Mexicana, la antigua ley de Partida entró nuevamente en vigor. En realidad, este hecho implicó un retroceso en materia legal y también confusión e inconsistencia al momento de dirimir las condenas en algu­nos de los procesos.

No obstante, en la mayoría de los casos de 1844 y de los años siguientes hasta 1847, las sentencias dictadas en los juzgados, aunque no se explicitaban, estuvieron apegadas a la ley de 1841. Por el robo de un caballo, José María Kú fue condenado en 1844 a un año de prisión. En 1845, Isidro e Ignacio Noh fueron sentenciados a dos años de prisión, por el robo de dos vacas, y los compradores, Domingo Acosta y Blas Pacheco, fueron condenados a un año de prisión.70

No cabe duda que la ley yucateca redundó finalmente en una mayor precisión de los jueces para determinar la dura­ción de la condena de los abigeos, pero en definitiva es muy custionable que su aplicación haya incidido en disminuir la

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propensión al robo de ganado como lo había planteado el secretario general de gobierno en su iniciativa.

Circular para la “vindicta pública”

La preocupación de las élites yucatecas por combatir los robos de ganado también se puso de manifiesto en mayo de 1844 cuando el secretario general de gobierno, Francisco Martínez de Arredondo, expidió una circular a los jefes políti­cos de los distritos del estado. En ella se expresaba que era general y constante el clamor de los hacendados por los frecuentes y casi ininterrumpidos robos de ganado vacuno y caballar que experimentaban en sus haciendas. Asimismo reconoció que aunque las leyes establecían determinadas y severas penas con las que debía castigarse el delito del abi­geato, nada de esto importaba y era ineficaz si no se vigilaba y perseguía a los que incurrieran en él y si no se satisfacía la “vindicta pública”, castigando sin demora a los culpables para que sirviera de ejemplo y de este modo reprimir las violaciones que se intentaban contra la propiedad y hacer respetar la ley.71

Concluye diciendo dicha circular que el gobernador or­denaría las prevenciones necesarias para que todas las auto­ridades de sus jurisdicciones redoblaran su vigilancia y por todos los medios posibles persigan con constancia a los la­drones de ganado y los castiguen. También se instaba a evitar que se “maltraten” a aquellos animales y que tampoco se ocasione el menor daño en las sementeras o establecimien­tos agrícolas que también reclamaban la protección del go­bierno.72

El contenido de esta circular puede considerarse como una síntesis de los resultados que se habían obtenido con el conjunto de medidas y disposiciones de carácter jurídico orientadas a reprimir el abigeato. De ningún modo se había podido lograr una verdadera efectividad para contrarrestar esa “plaga devastadora”, como calificaban al abigeato las élites yucatecas. Pero también hay que tomar en cuenta los recursos de los abigeos y sin duda el principal, al menos entre los indígenas, fue su solidaridad. Las circunstancias así lo exigían y sólo de este modo se puede explicar que el abigeato

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haya sido tan generalizado en un medio como el del distrito de Mérida donde supuestamente la hegemonía criolla ejercía gran influencia y control ideológico y jurídico sobre la pobla­ción indígena. Este supuesto control evidentemente no fue tan efectivo como en repetidas ocasiones se ha querido de­mostrar.

En conclusión, el robo de ganado en las haciendas de la península era un fenómeno social que incidía sobre uno de los principales ramos de la economía de los criollos yucatecos. Por ello, tendieron y se preocuparon siempre por tratar de contener ese constante atentado contra sus bienes que en gran medida provenía de la población indígena. Indepen­dientemente de los motivos, sean económicos o políticos, que los indígenas del noroeste pudieron tener al incurrir en el abigeato, ese hecho demuestra que no se sometieron pasiva­mente a las condiciones que la élite criolla quería imponer en la sociedad yucateca; que eran capaces de generar acciones cotidianas de lucha aun dentro de un marco de dominio que exigían plena conciencia y solidaridad.

No se puede decir que el abigeato y todos los demás aspectos de resistencia indígena cotidiana hayan sido produc­to de un movimiento coordinado, pero el carácter generaliza­do que muchos de ellos tenían y la participación colectiva, en el robo de ganado, hacen pensar en una acción organizada por los efectos que producen en una sociedad tajantemente diferenciada en opresores y oprimidos. En esas circunstan­cias la resistencia cotidiana es la lucha que el indígena em­prende en los períodos de “paz”, es decir, en tiempos exentos de conflictos armados, con la que tiende a equilibrar sus condiciones de sobrevivencia y su integridad e intereses co­mo grupo social.

NOTAS

1. Véase por ejemplo Justo Sierra O’Reilly, Los indios de Yucatán. Con­sideraciones históricas sobre la influencia del elemento indígena en la organización social del país. 2 T. Mérida, Tipográfica Yucateca,S.A., 1954 (publicado por primera vez de 1848 a 1851 en el periódico El Fénix. Crescencio Carrillo y Ancona, Los Mayas de Yucatán. Bre­ve estudio histórico sobre la raza indígena de Yucatán. Registro de Cultura Yucateca, VIII. México, s.n. 1944 (publicado por primera vez

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en 1865). Eligió Ancona, Historia de Yucatán desde la época más re­mota hasta nuestros días. T. IV. Mérida, Imprenta de Manuel Heredia Argüelles, 1880. Nelson Reed, La guerra de castas de Yucatán, Méxi­co, Ediciones Era, 1984 (publicado por primera vez en 1964 en inglés). Moisés González Navarro, Raza y tierra. La guerra de castas y el he­nequén. México, El Colegio de México, 1970. Miguel A. Bartolomé y Alicia M. Barabás, La resistencia maya. Relaciones interétnicas en el oriente de la península de Yucatán. Colección Científica 53. México, INAH, 1977. Marie Lapointe, Los mayas rebeldes de Yucatán. Za­mora, El Colegio de Michoacán, 1983. Más detalles sobre la concep­ción de los autores decimonónicos y del siglo actual, véase: Arturo Güémez Pineda, “Resitencia indígena en Yucatán el caso del abigea­to en el distrito de Mérida 1821-1847”. Tesis de licenciatura, Univer­sidad Autónoma de Yucatán, 1987, pp. 8-65.

2. Yucatán. Secretaría General de Gobierno. Memoria leída ante el au­gusto congreso extraordinario de Yucatán, por el secretario general de gobierno, el día 18 de septiembre de 1846. Mérida, Imprenta de Casti­llo y Compañía, 1846, documentos 1-18.

3. José María Regil y Alonso Manuel Peón, Estadística de Yucatán pu­blicada por acuerdo de la Sociedad de Geografía y Estadística. Méxi­co, s.n., 1853, I, p. 281.

4. Ibidem, pp. 174-176; José Tiburcio Cervera, “Apuntes sobre la indus­tria pecuaria en Yucatán”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geo­grafía y Estadística, t. IV, México, 1872, pp. 399-400.

5. Tomás Aznar Barbachano, ed. Las mejoras materiales. Periódico es­pecialmente consagrado a la agricultura, industria, comercio, estadís­tica y administración pública. Publicado bajo la protección del Minis­terio de Fomento por su agente en Campeche. Campeche, Imprenta de la Sociedad Tipográfica por José María Peralta, 1859, I, p. 39.

6. Nancy M. Farris, “Propiedades territoriales en Yucatán en la época colonial”, Revista de la Universidad de Yucatán (146), 1983, pp. 55-61.

7. Archivo General del Estado de Yucatán, en adelante AGE Y, Poder Ejecutivo, ramo tierras, vol. I, exp. 30 (julio de 1837).

8. AGEY, Poder Ejecutivo, ramo tierras vol. 1, exp. 20 (julio de 1831).9. José María Peón e Isidro Gondra, compiladores, Colección de leyes,

decretos y órdenes del augusto congreso del estado libre de Yucatán. 2 t. Mérida, Imprenta de Lorenzo Seguí, 1832. II, pp. 225-226.

10. Alonso Aznar Pérez, compilador, Colección de leyes, decretos, órdenes o acuerdos de tendencia general del poder legislativo del estado libre y soberano de Yucatán. 3 t. Mérida, Imprenta del Editor, 1849-1851,II, pp. 275-279.

11. Robert Patch, “La formación de estancias y haciendas en Yucatán durante la colonia”, en Cuatro ensayos antropológicos. Mérida, Edi­ciones de la Universidad de Yucatán, 1979, pp. 28-30.

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12. AGEY, Justicia, Penal, c. 11-A, vol. 16, exp. 74 (1841).13. AGEY, Justicia, Penal, c. 13-c, vol. 18, exp. 93 (1843).14. Regil y Peón, op. cit., pp. 199-200.15. AGEY, Poder Ejecutivo, Decretos y Leyes, vol 3, exp. 3 (1836).16. AGEY, Justicia, Penal, c. 5, vol. 8, exp. 5 (1832).17. AGEY, Justicia, Penal, c. 1, vol. 3, exp. 16 (1825).18. AGEY, Poder Ejecutivo, Tierras, vol. 1, exp. 13, (1827).19. Ibidem.20. AGEY, Justicia, Penal, c. 10, vol. 14, exp. 62 (1838).21. AGEY, Justicia, Penal, c. 9, vol. 14, exp. 11 (1838); AGEY. Justicia,

Penal, c. 33, (1845).22. AGEY, Justicia, Penal, c. 8, vol. 12, exp. 9 (1836).23. AGEY, Justicia , Penal, c. 8, vol. 12, exp. 11 (1836).24. AGEY, Justicia, Penal, c. 10, vol. 14, exp. 62 (1838).25. AGEY, Justicia, Penal, c. 2, vol. 3, exp. 2 (1824).26. AGEY, Justicia, Penal, c. 7, vol. 11, exp. 38 (1835).27. AGEY, Justicia, Penal, c. 9, vol. 14, exp. 31 (1837).28. AGEY, Justicia, Penal, c. 6, vol. 10, exp. 27 (1834).29. AGEY, Justicia, Penal, c. 9, vol. 14, exp. 11 (1838); c. 8, vol. 12, exp. 73

(1836).30. Peón y Gondra, op. cit., I, p. 240.31. Ibidem, p. 155.32. Aznar Pérez, op. cit., II, pp. 265-266.33. Ibidem, I, p. 281.34. Ibidem, II, p. 60.35. Ibidem, II, pp. 66-72.36. Peón y Gondra, op. cit. I, pp. 239-240.37. AGEY, Justicia, Penal, c. 2, vol. 3, exp. 28 (1825).38. Peón y Gondra, op. cit., I, pp. 101-102.39. Ibidem, p. 77.40. Miguel Castro y Araoz, Edicto contra ladrones de ganado. Mérida,

s.n., 1819, pp. 1-3.41. Ibidem, p. 15.42. Ibidem, pp. 5-11.43. Ibidem, p. 11.44. Ibidem, p. 12.45. Ibidem, p. 14.46. Proyecto de Presidio Correccional para dar ocupación a los presos

aprobado y mandado observar por la Honorable Junta Provisional de decreto de 18 de julio de 1823. Mérida, Oficina Republicana del Sol a cargo de M. Seguí, 1823, pp. 1-6; AGEY, Poder Ejecutivo, Ayunta­mientos, vol. 1, exp. 28 (1825).

47. Biblioteca Crescencio Carrillo y Ancona, en adelante BCCA, (sección manuscritos), Representación del síndico primero de esta capital so-

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bre estinción del Presidio Correccional y su junta de caridad (1825).48. Proyecto de Presidio Correccional... 1823, p. 6.49. Ibidem, pp. 8-9.50. BCCA, Representación del síndico primero de esta capital... (1825).51. AGEY, Poder Ejecutivo, Ayuntamientos, vol. 1, exp. 28 (1825).52. BCCA, Representación del síndico primero de esta capital... (1825).53. Ramón Osorio Carbajal, “Historia de la medicina alopática en la épo­

ca independiente” en Enciclopedia Yucatense. T. IV. México, Edición oficial del Gobierno del Estado de Yucatán, 1977, pp. 326-328.

54. AGEY, Poder Ejecutivo, Decretos y Leyes, vol. 3, exp. 3 (1836).55. Ibidem.56. Ibidem.57. Ibidem.58. Ibidem.59. Ibidem.60. Ibidem.61. Ibidem.62. Ibidem; véase también Aznar Pérez, op. cit., I, p. 257.63. Las Siete Partidas del rey don Alfonso el sabio, cotejadas con varios

códices antiguos por la Real Academia de la Historia. 2 1. Paris, Lasse- rre Editor, 1847, II, p. 358.

64. AGEY, Justicia, Penal, c. 3, vol. 4, exp. 1, (1826).65. AGEY, Justicia, Penal, c. 4, vol. 7, exp. 18 (1929).66. Yucatán, Secretaría de Gobierno. Memoria presentada por el A. Con­

greso del Estado de Yucatán por el secretario de gobierno en 29 y 30 de septiembre de 1841. Mérida, Imprenta de José Dolores Espinosa, 1841, p. 9.

67. AGEY, Congreso, Sesiones 1841-1843, vol. 10, exp. 1, ff, 121-123.68. Aznar Pérez, op. cit., II, 146-147.69. AGEY, Justicia, Penal, c. 12, vol. 17, exp. 87 (1842); AGEY, Justicia,

Penal, c. 13-B, vol. 18, exp. 29 (1843).70. AGEY, Justicia, Penal, c. 33. (1844); c. 29, (1845).71. AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, c. 10, (1844).72. AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, c. 10, (1844).