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El buen uso

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Page 1: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

El buen uso

Page 2: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

Durante más de cincuenta años; Célébrer, revista francesa sobre liturgia y sacramento1

publicada por el CNPL (París) y la Editorial Cerf, participan en la formación y en la ay u da de los agentes de la pastoral.

Con este mismo espíritu, la colección Guides Célébrer ofrece obras destinadas a ayudar cada agente en su ministerio, como complemento a los libros oficiales de la Iglesia.

Editorial CCS ha traducido algunas de estas obras en su colección CELEBRAR BIEN.

Colección CELEBRAR BIEN

1. Ll buen uso de la liturgia. CNPL (Francia).

1. Proclamar la Palabra. CNPL (Francia) / Claude Duchesneau.

3. la celebración del sacramento de la Reconciliación. CNPL (Francia)

Centro Nacional de Pastoral Litúrgica (Francia)

EL BUEN USO DE LA LITURGIA

EDITORIAL CCS

Page 3: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

Título de la obra original: Du bon usage de la Liturgie.

Les Éditiones du Cerf. 29, boulevard LaTour-Maubourg. 75340 París cedex 07.

Traducción: Amparo Guerrero, rscj.

©1999. Les Editions du Cerf © 2010. EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pú­blica o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmen­to de esta obra.

Diagramación editorial: Concepción Hernanz Portada: Olga R. Gambarte ISBN: 978-84-9842-634-2 Depósito legal: M-20078-2010 Fotocomposición: AHF, Becerril de la Sierra (Madrid) Imprime: Print House, marca registrada de Copiar S.A.

TEXTOS DE REFERENCIA

SC Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Litur­gia, Sacrosanctum Concilium (4 de diciembre de 1963).

PGMR Presentación General del Misal Romano, 27 de marzo de 1975, que se encuentra en el Misal del altar publicado y aproba­do con la CEE.

OGMR Ordenación General del Misal Romano, tercera edición típi­ca del Misal Romano, aparecida el año 2002. Versión es­pañola aprobada por la Congregación del Culto Divino en 2004 y publicada por Coeditores Litúrgicos en 2005.

NOTA DEL EDITOR

En el año 2002 apareció la nueva Ordenación General del Misal Ro­mano en la edición típica vaticana.

El presente libro es previo a este documento. Siempre que es po­sible, utilizamos la versión española de esta última edición.

Advertimos al lector de nuestra manera de citar:

a) PGRM, n° 25 = Presentación General del Misal Romano, sin coincidencias con la Ordenación del año 2002.

b) [OGMR, n° 53 (31)]= Ordenación General del Misal Romano, n° 53, que corresponde a PGRM, n° 31.

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Page 4: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

índice

Introducción 9

El buen uso de la liturgia 11

PRIMERA PARTE

PRINCIPIOS GENERALES

1. El buen uso de los ritos 17

2. El buen uso de la participación litúrgica 22

3. El buen uso del arte de celebrar 25

4. El buen uso del equipo de liturgia 28

5. El buen uso del servicio de la misa 33

6. El buen uso de las ofrendas de la misa 36

SEGUNDA PARTE

LOS RITOS DE LA MISA

1. El buen uso de los ritos iniciales 41

2. El buen uso del saludo 46

3. El buen uso del acto penitencial 49

4. El buen uso de las oraciones 52

5. El buen uso de la liturgia de la Palabra 55

6. El buen uso del salmo 58

7. El buen uso de la homilía 61

8. El buen uso del Símbolo de la fe 64

9. El buen uso de la oración universal 67

10. El buen uso de la preparación de las ofrendas 70

11. El buen uso del pan ácimo 73

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Page 5: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

12. El buen uso de la gota de agua 76

13. El buen uso de la plegaria eucarística 78

14. El buen uso de la anamnesis 81

15. El buen uso del Padrenuestro 84

16. El buen uso de los ritos de comunión 87

17. El buen uso de la comunión a los enfermos 93

18. El buen uso de los ritos de conclusión 98

TERCERA PARTE

TIEMPOS, LUGARES Y COSAS

1. El buen uso del año litúrgico 103

2. El buen uso del tema de los domingos 107

3. El buen uso de nuestras iglesias 110

4. El buen uso del altar 113

5. El buen uso del ambón 115

6. El buen uso de la credencia 120

7. El buen uso de las procesiones 123

8. El buen uso de las vestiduras litúrgicas 126

9. El buen uso de los micrófonos 129

10. El buen uso del incienso 131

11. El buen uso del misal de los fieles 134

12. El buen uso de la música litúrgica 137

13. El buen uso de las flores 140

14. El buen uso del día del Señor 143

índice temático 147

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lntroducción

«Ya no estamos en la misma situación que en 1963... por tanto, no se puede seguir hablando de cambios, como cuando se publicó el documento (Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Concilio Vati­cano II), sino de una profundizarían cada vez más intensa, de la li­turgia de la Iglesia, celebrada según los libros actuales y vivida an­te todo como un hecho de orden espiritual.»

Así se expresaba Juan Pablo II, en el XXV Aniversario de la Consti­tución conciliar, en su carta apostólica «La renovación de la liturgia», a finales de 1988.

Para que esta profundización se pueda realizar, a partir de 1990, en la revista lnfo-CNPL, y más tarde en Célébrer en octubre de 1991, apareció una sección titulada: «El buen uso...». Se dirigía especial­mente a los pastores y a todos aquellos que «realizan un verdadero ministerio litúrgico», al servicio de todos los llamados a una «plena participación consciente y activa».

Pero el tiempo pasa... los actores se renuevan y muchos de los que hoy están comprometidos en la vida litúrgica no tienen la colec­ción de unos cuarenta artículos aparecidos sobre este tema. Se ha pe­dido reiteradamente que se pongan a disposición de todos reunién-dolos en un solo volumen. Aquí tienen un verdadero libro que recoge el título que tenía aquella sección, como expresión ya consa­grada. Es un instrumento de trabajo al servicio de la liturgia, al ser­vicio de una «Iglesia que celebra y reza».

El libro, por supuesto, está destinado a todos los cristianos que quieren saber y comprender mejor, qué es y cómo debe celebrarse la liturgia a partir del Concilio Vaticano II. Lo encontrarán en la lectura personal de este trabajo. Pero es conveniente que se haga en grupo, con los miembros del equipo de liturgia y todos los que principal­mente participan en las celebraciones: sacerdotes, diáconos, lectores, sacristanes, animadores, organistas, responsables de la ambientación, del mantenimiento, de la limpieza...

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Este libro puede leerse seguido, de principio al fin, pero también se podrían poner de acuerdo los equipos de liturgia para ceñirse a tal o cual capítulo, según el que les parezca más urgente en cada mo­mento. La lectura del libro podría ser objeto de reuniones puntuales, a menos que la preparación dominical presente la ocasión de traba­jar un capítulo especialmente. El CNPL que publica El buen uso de la liturgia invita a los responsables diocesanos de la liturgia a ser sus propagandistas (difusores). Nuestra atención, reflexión y evaluación sobre este tema capital de nuestra vida cristiana, deben ser conti­nuas. «Sobre todo, es en la liturgia donde se anuncia, se aprecia y se vive el Misterio de la Iglesia».

Algunas preguntas que pueden plantearse en los grupos de trabajo:

— ¿Qué dice el capítulo elegido? ¿Lo sabíamos? ¿Lo hacíamos ya?

— Si ya lo hacíamos, ¿lo hacíamos bien y lo comprendíamos?

— Si no lo hacíamos, ¿por qué? ¿Qué es lo que hacíamos y por qué?

— ¿Nos parece necesario revisar nuestras actuaciones y poner­nos a realizar lo que estamos aprendiendo?

— ¿Cómo vamos a informar a todos los feligreses y cómo va­mos a hacer para cambiar lo que hacíamos?

— ¿Quién o qué puede ayudarnos a avanzar?

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EL BUEN USO DE LA LITURGIA

Con dicho título comienza este libro que intenta «tomar distancia» de cada uno de los principales elementos de nuestras celebraciones litúrgicas. Se trata de hacer una reflexión sobre la manera más o me­nos buena, con la que se aplican y realizan los diversos puntos de la reforma litúrgica surgida del Concilio Vaticano II:

— ¿Qué papel desempeñan en nuestra liturgia, la preparación penitencial, la oración universal, el Símbolo de la fe?

— ¿Cuál es el papel del canto litúrgico?

— ¿Cómo se reza en nuestras asambleas?

Estos temas no son los únicos ni siguen un orden. Solamente su­gieren el tipo de propuestas que se van a desarrollar.

En qué punto estamos

La reforma litúrgica ha traído cambios considerables en nuestro modo de celebrar: lenguas vivas, mayor libertad de elección, lugar central de la Palabra de Dios, mayor realce del sacerdote celebran­te como presidente de la asamblea, etc. ¿Qué animador o qué sa­cerdote puede pensar que no necesita reflexionar si las prácticas, que ya son habituales en él, corresponden bien con lo que pide una liturgia, que no es patrimonio suyo, pues no es obra suya, sino de la Iglesia?

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En qué punto estamos después de la Presentación General del Mi­sal Romano1, es querer saber dónde hemos llegado respecto a la me­ta prefijada.

Ya no estamos en 1964. Desde el año en que comenzaron a apli­carse las primeras reformas, han sucedido muchos acontecimientos, muchos cambios nos han afectado. Sin contar las esclerosis o los de­sánimos, los nervios o las impaciencias, y sin contar también la ad­miración y las esperanzas.

Esta es la paradoja de nuestra situación:

Esta liturgia, de la que no somos dueños, sólo existirá si la prac­ticamos. La realización de la liturgia se despliega entre los dos lími­tes de ese terreno. Este es también el lugar donde nos situamos en la verdad. El CNPL (Centro Nacional de Pastoral Litúrgica) no quiere ser el arbitro, sino más bien, el entrenador. Tal o cual llamada de atención sobre la técnica o la práctica, agradará a unos más que a otros. En todo caso, no tiene otra finalidad que la de servir al desa­rrollo para mejorarlo.

La función litúrgica

Examinándola de cerca, es sorprendente y altamente revelador, que esta obra, que creemos es, en primer lugar, obra de Dios y, precisan­do más, de Cristo, sobre todo en el sacrificio eucarístico, no se llame «teúrgia» o «cristurgia», sino «liturgia».

Este nombre sorprendente, viene de una buena traducción. La leiturgia procede de dos palabras griegas: el adjetivo leitos (público) y el sustantivo ergon (trabajo). Este origen ha hecho que la palabra «li­turgia» se haya traducido, a menudo, por «acción del pueblo». Pero, observando lo que fue la liturgia en las ciudades griegas de Antio-quía, esta traducción no es exacta. Se trata de una «función pública». Se vuelve a recoger aquí la paradoja de que es una obra que no nos pertenece, pero que no existirá si nosotros no la realizamos. La fun­ción pública es evidente que no pertenece a los funcionarios. La función pública pertenece a toda la comunidad por la mediación del

1 Presentación General del Misal Romano (1969), abreviado PGMR. Este texto se encuentra al comienzo del Misal de altar actualmente en uso, correspondiente .1 l,i segunda edición típica.

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Estado que la gestiona. 1 I funcionario no trabaja en nombre propio, sino en nombre del Estado y para el servicio del pueblo. Y esto es, con la necesaria adaptación, la liturgia cristiana: la función pública, que es la liturgia, pertenece a la Iglesia que la gestiona para el bien del pueblo. El cristiano, en la liturgia, no «trabaja» en su nombre si­no en nombre de la Iglesia-cuerpo de Cristo y al servicio de toda la humanidad.

Volvamos a leer la definición que nos da la Constitución sobre la Sagrada Liturgia2 n° 7:

«Con razón se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdo­cio de Cristo... y así, el Cuerpo Místico de Cristo, es decir, la Ca­beza y sus miembros, ejercen el culto público integral».

¡Ojalá que esta Guía nos ayude a ejercer mejor esa función!

2 Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Documentos del Vaticano II, Madrid, Bi­blioteca de Autores Cristianos, 1970.

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PRIMERA PARTE

PRINCIPIOS GENERALES

1. El buen uso de los ritos

2. El buen uso de la participación litúrgica

3. El buen uso del arte de celebrar

4. El buen uso del equipo de liturgia

5. El buen uso del servicio de la misa

6. El buen uso de las ofrendas de la misa

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1 EL BUEN USO DE LOS RITOS

Hace ya más de cuarenta años, el 4 de diciembre 1963, que Pablo VI firmó la Constitución conciliar del Vaticano II, sobre la Sagrada Li­turgia. De ella partió la reforma, especialmente la del Ordo Missae que tenemos ahora como normativa.

A pesar de algunas oposiciones conocidas, esta reforma fue bien acogida y, en conjunto, bien aplicada. Podemos hacer aventurar, ha­ciendo una especie de balance, que hay tres puntos que han entrado «en las costumbres litúrgicas». Sin embargo hay un cuarto punto que deja bastante que desear.

Puntos alcanzados

El primer éxito y el más llamativo de la reforma litúrgica es haber permitido el uso de todas las lenguas vernáculas en el Misal Roma­no. Tenemos así, un conjunto de oraciones y lecturas bíblicas en el idioma que hablan los miembros de la asamblea. Las mejoras que se puedan aportar y las revisiones que queden aún por hacer, forman parte del trabajo indispensable que reclaman las lenguas vivas. En cuanto a los textos, queda en pie la cuestión que plantea el gran nú­mero de cantos propuestos para la celebración, pero es una cuestión que no se puede abordar en pocas líneas.

El segundo punto de la reforma, que ha tenido una aplicación sa­tisfactoria, es la vuelta a los ritos y sencillez primitiva. Juan Pablo II, en su Carta sobre la renovación litúrgica de 1988, con ocasión del

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XXV Aniversario de la firma de la Constitución sobre la Sagrad.i I i-turgia, cita a san Pío X, que, en 1913, en el Motu Proprio «Abliinc (///os anuos», decía que el edificio litúrgico debía «limpiarse de la fealdad de los años». San Pío X lo deseaba, pero ha sido necesario esperar hasta el Vaticano II para que sea un hecho.

El tercer punto tiene también su origen en san Pío X. Se trata de la «participación activa» de los fieles en la acción litúrgica. Se podrí­an dar muchos ejemplos, pero seguramente el más llamativo es que toda la asamblea canta en la misa, incluso en las parroquias urbanas, algo que generalmente no se hacía.

Un punto débil

Abordemos ese punto débil al que se hizo referencia. Es verdad que la reforma promulgada no ha podido prever todos sus efectos y que tanto los sacerdotes como los fieles han tenido que pasar de un sis­tema en el que el rito funcionaba casi de un modo automático, y bas­taba con que se realizara, a un sistema donde, para que el rito pro­duzca todos sus efectos, hay que tener en cuenta cómo se desarrolla. Se ha pasado del «Dominus vobiscum» a «el Señor esté con vosotros». No es sólo un cambio de lengua, es también un cambio en el modo de saludar a la asamblea.

En otros términos: en liturgia no hay un «decir» sin un «hacer», o, como dice el padre De Clerck, director del Instituto Superior de Litur­gia de París: «la primera ley de la liturgia no es la de decir lo que se ha­ce, sino la de hacer lo que se dice» (Documents Episcopat, n° 16, noviem­bre de 1989). Y, ¿cómo no recordar aquí, lo que significa la parte «urgia» de la palabra liturgia, cuya raíz griega quiere decir «trabajo»? El mis­mo significado ocurre con las palabras cirugía, metalurgia, etc.

El enorme cambio que ha significado pasar del latín a la lengua del país, ha monopolizado en cierto modo, todos los esfuerzos del «decir», en detrimento del «hacer»; acento en la palabra en detri­mento del gesto ritual; y ha disminuido la atención sobre el com­portamiento, las actitudes, la ambientación, la disposición del mobi­liario... en una palabra, no ha disminuido la gracia del sacramento, que felizmente siempre nos la da Dios, pero sí eso que podríamos lla­mar el esplendor humano de esta gracia que es, precisamente, el don que aporta el rito.

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Esto quiere decir que los ritos de la liturgia del Vaticano 11, tal co­mo se practican, no han logrado aún toda su dimensión. Algunas ten­dencias ritualistas del Misal anterior al Vaticano II, han podido sem­brar la sospecha de que el rito es un acto estereotipado del que hay que precaverse. El gran impulso misionero que han conocido algunos pa­íses de Europa después de la guerra, ha podido desacreditar también una forma de culto que parecía no estar en consonancia con la vida.

Pero es verdad que el rito es más que una práctica obsoleta o an­quilosada. Es el itinerario indispensable de toda relación humana, también en la relación con Dios.

Muchos lectores se asombrarán cuando se afirma que los ritos, lejos de ser tropiezos para la vida, son, por el contrario, vidrieras. Es decir, que sin los ritos ninguna vida social sería posible. ¡Vamos a ex­plicarnos!

Un paso

La vida humana está constituida por cuatro grandes pasos: el paso a la vida, el paso de la infancia a la adolescencia, el paso a la edad adulta y el paso de la vida al más allá. Y cualquiera que sea el lugar geográfico, la época, el medio cultural donde vive el individuo, la sociedad civil o religiosa, o las dos, estos pasos se rirualizan para ce­lebrar lo que manifiestan: circuncisión o bautismo, iniciación o pro­fesión de fe...

Ahora bien, estos pasos claves manifiestan siempre un cambio de situación en el individuo en la sociedad: un nuevo ser humano entra en la sociedad, un niño en la pubertad, un hombre y una mujer fun­dan una nueva célula social, un ser humano deja la sociedad. En cada uno de estos pasos, el individuo cambia de estatus social y el hecho es lo suficientemente importante como para celebrarlo. Pero, sigamos.

Esto, que se manifiesta masivamente en esos cuatro pasos, está contenido también, de forma más modesta, pero real e indispensa­ble, en muchos actos sociales que jalonan la existencia: fiestas, ani­versarios, asambleas, mítines, manifestaciones políticas o cultura­les... y también en las mil acciones de la vida cotidiana: abrazos, saludos, presentaciones, encuentros... y hasta en las comunicaciones telefónicas. Todo esto significa que cualquier acto social es siempre un paso de una situación a otra.

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Adormecerse

El gran pediatra y psicoanalista inglés Winnicott ha estudiado es­pecialmente lo que le ocurre a un bebé cuando le llega la hora de dormirse.

Una vez que le llega el momento de esa doble pérdida, la cálida presencia de la madre y de la luz, el niño necesita un camino que le tranquilice, probándole por sus experiencias pasadas, es decir, por la repetición programada, de que lo que va a afrontar puede vencer­lo a pesar de la angustia que le produce lo desconocido de la soledad y de la oscuridad. Y, ya sabemos todos los recursos delicados, afec­tuosos y sorprendentes que se ponen en marcha para que el niño pa­se de un estado a otro: lo cogen en brazos, lo acarician, le susurran palabras, lo acunan, suena la cajita de música... hasta el momento de la «ruptura» en que el niño necesita tener su peluche, su trozo de te­la... que no se puede olvidar si va de viaje. Winnicott dice que el adormecerse es el primero de todos los ritos.

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la liturgia?

Una pascua

El término «paso» por el que las ciencias humanas describen los grandes y los pequeños ritos de nuestra existencia, ¿no es el mismo que aquél por el que nuestra fe cristiana alcanza su identidad en Cristo «que pasa» de la muerte a la resurrección en la Pascua (en he-brero pessah significa «paso») que prefigura el «paso» del mar Rojo que liberó al pueblo de la esclavitud?

En consecuencia, si la liturgia es humana, ¿cómo podría, desde el bautismo a la eucaristía, hacernos «pasar» de nuestra muerte a la vida del Resucitado sin asumir el itinerario de los hombres, cuya si­tuación, estatus, cambia? Es decir, ¿cómo podrá hacerlo si no es con­formando el itinerario ritual de la Iglesia con el fondo común de la humanidad y cristianizándolo, para que sirva a lo específico de sus objetivos? «Es necesario que pases constantemente», nos dice Cle­mente de Alejandría.

Por eso, si la liturgia, como acción de la Iglesia, es un acto social, ¿cómo podría cada domingo, hacernos «pasar» de nuesiro estatus in-

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dividual al de miembros del cuerpo de Cristo, sin imitar el itinerario de los hombres, cuya relación con la sociedad cambia? Es decir, pa­sar al itinerario místico de la Iglesia, tomándolo del fondo común de la humanidad, cristianizándolo con los sacramentos, donde Dios ac­túa dentro del marco de nuestros ritos humano.

Pero, ¿dónde está la dificultad, dónde lo desconocido, para que necesite tal camino de aproximación?

«Oh, tú, el más allá de todo... Sólo tú eres el inconocible.»

(Gregorio Nancianceno)

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2 EL BUEN USO DE LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA

«La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia mis­ma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano».

Este texto del n° 14 de la Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, es uno de los más conocidos del Vaticano II. No pide algo más que el Motu Proprio «Tra le sollicitudini», del papa Pío X, en 1903, pero queda la preocupación de saber qué es una partici­pación plena.

Participar no es hacerlo todo

En un mundo trepidante, existe el serio peligro de juzgar el valor de las personas según su grado de actividad. Este peligro puede afectar también a la liturgia por una especie de contagio activista: es nece­sario que todos hagan todo. Así, se ven asambleas que se agotan can­tando, porque no hay distinción entre el estribillo, que corresponde cantar a todos, y las estrofas que canta un solista o el coro. Otras so­lucionan la oración repartiendo a los fíeles un texto para rezar, que evidentemente no está hecho para recitarse colectivamente.

Con gran sabiduría y rompiendo radicalmente con el Ordo de san Pío V, que se refería a una misa privada, incluso si había muchos fie-

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k's presentes, la Constitución nos dice: «En las celebraciones litúrgi­cas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (n° 28). Esto significa, por ejemplo, que el canto del Sanctus corresponde a toda la asamblea y que el sacerdote que celebra no tiene que decirlo él solo, o bien, que corresponde al presidente introducir y concluir la preparación penitencial o la ora­ción universal, pero no decir las invocaciones o las intenciones, y ¡a la inversa!

Participar no es estar haciendo algo todo el tiempo

La idea de que la asamblea no debe estar ni un momento sin hacer nada está presente en algunas celebraciones. Todo el mundo tiene que cantar todo; es un defecto ya mencionado. Todo el mundo tie­ne que leer todo; y se ve en los momentos de la lectura abrir los mi­sales o revistas, que es precisamente la negación de la liturgia de la Palabra (volveremos sobre esto). El silencio se reduce o se suprime «porque asusta» (sic).

Y es que hay dificultad de captar que la verdad de la participa­ción litúrgica se sitúa en el acto de fe, que es lo que está en juego. Es­te acto no puede prescindir de signos, pero esos signos no pueden prescindir de la fe.

Para los verdaderos participantes

La Constitución sobre la sagrada liturgia expresa qué participación desea la Iglesia, pero la Constitución sobre la Iglesia es la que revela el fundamento y el contenido: «Participando del sacrificio eucarísti-co, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, (los fieles) ofrecen a Dios la víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o por la santa comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de un modo distinto» (Lumen gentium, n° 11). Se trata, pues, de llegar a ser partícipes del cuerpo de Cristo.

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fie aqui el corazón de la participación litúrgica: anima tanto el canto como el silencio, la lectura como la escucha, la acción de gra­cias como la intercesión; se vive lo mismo sentado que de pie, de ro­dilla, o en procesión; aprovecha tanto al fiel como al ministro, al can­tor como al que anima el canto; tanto realiza el Kyrie como el Gloria. Si la asamblea se expresa, es porque tiene algo que decir: que Cristo hace de ella su cuerpo. ¿Cómo llegar a conseguirlo?

La participación se expresa y se vuelve a expresar; se anuncia en la homilía y se estudia en las reuniones... Pero sobre todo, ¡hay que vivirla! Una oración dicha pausada y lentamente no necesita expli­carse. Una lectura bien hecha, bien pronunciada, no necesita que se diga que es la proclamación de la Palabra. Un ramo de flores bien si­tuado no necesita que nadie explique que es alabanza.

Decididamente, en liturgia, la fe está en acción.

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3 EL BUEN USO DEL ARTE DE CELEBRAR

A finales del siglo pasado, con el «cecilianismo» y, sobre todo, con la impulsión del papa san Pío X, nace una corriente en contra de una cierta teatralidad de la liturgia. Esta corriente culmina con la aplica­ción de la reforma litúrgica ordenada por el Concilio Vaticano II. Buena parte de esta reforma consiste en simplificar los ritos de la mi­sa, para suprimir todo lo superfluo que los siglos han ido añadien­do sin mucho discernimiento litúrgico y, sobre todo, sin tener en cuenta las fuentes litúrgicas, por la sencilla razón de que eran poco conocidas.

Nos encontramos, pues, con una liturgia «desescombrada», co­mo lo deseaba san Pío X, que no quiere decir empobrecida; en todo esto, la expresión «arte de celebrar» va a ayudarnos a reflexionar.

Un arte

La palabra «arte» podría interpretarse mal si sólo se tomara en el sen­tido de los objetos de arte que se encuentran en museos, exposiciones, incluso en las iglesias. Este significado es relativamente reciente y no ha suprimido el que designa «el arte de hacer», de «bien hacer», que se aplica tanto en el aspecto artesanal como en el artístico. También se di­ce que alguien tiene «el arte de hacer esto o aquello».

El arte se refiere aquí a la capacidad de realizar algo con orden y buen gusto y, casi siempre, para un fin (una mesa bien adornada, una vasija artística, un discurso cuidado, una bonita fiesta, etc.). Si hay

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un arte de celebrar aquí no se tratará sólo de cumplir un rito, es de­cir, de hacer sólo lo que hay que hacer, sino de realizarlo dándole una bella expresión en la forma, con una cierta gracia y equilibrio que ar­monicen todos los componentes.

Como una partitura

Eso que la Iglesia propone en el Ordo Missae (Ordinario de la Misa) y en los rituales, es algo así como una partitura de música. La partitu­ra nunca será la música, pero es la que permite su existencia, si los músicos la interpretan. Sucede entonces que los músicos que la in­terpretan no la han escrito y, sin embargo, esta música no existiría si no fuese interpretada.

Proporción guardada, esto sucede con la liturgia. Los que la cele­bran no la han inventado: se la da la Iglesia. Sin embargo, esa liturgia no existiría si no hubiese hombres y mujeres que la celebrasen.

Se puede decir que, como con la partitura, se trata en primer lu­gar de respetar lo que está escrito, de ser fiel al deseo del composi­tor, pero ese respeto y esa fidelidad no se conformarán nunca con só­lo dar las notas. Harán falta los tiempos, los matices, la ligazón y también la calidad del sonido que depende de la técnica y de la in­terpretación personal; todo esto hace que una sinfonía de Beethoven suene de una manera o de otra según el director de orquesta, aun­que sea rigurosamente interpretada. ¡En eso está el arte! En eso, tam­bién, el arte de celebrar.

Una puesta en escena

Esta lucha en contra de la teatralidad de la liturgia, aunque haya si­do muy legítima, y que aún permanece, va demasiado lejos cuando suprime toda posibilidad de representación. La liturgia no solamen­te necesita momentos musicales o actuaciones con la palabra (lectu­ras, narraciones, oraciones, homilías, etc.), sino que tienen cada uno su estatus, su «arte de hacer» diferente; reclama comportamientos, actitudes, posturas, modo de presentarse... que deben ser bien estu­diados para que se realicen cuidadosamente: leer no es decir; rezar

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no es contar; levantar las manos en la oración no es «manos arriba»; cantar «Señor, ten piedad» no es dar un recital; dar el cuerpo de Cris­to no es entregar una moneda; etc.

En este capítulo no vamos a repasar todos los puntos. Ya volve­remos sobre ellos, pero desde ahora, es urgente que nos alertemos unos a otros de la imperiosa necesidad que tienen nuestras celebra­ciones de mejorar todo lo que dan a entender y ver. Es incluso una especie de corriente común a todos los animadores y responsables de celebraciones, intentar mejorar y ampliar lo que ya existe.

No, la liturgia no es teatro, pero reclama un mínimo de puesta en escena para que se celebre con arte. O más bien, la liturgia es un gé­nero de teatro en el que todos son actores y, el mismo Señor en pri­mer lugar.

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4 DEL BUEN USO DEL EQUIPO DE LITURGIA

Aunque la Constitución sobre la sagrada liturgia del Concilio Vati­cano II no dice nada de los equipos de liturgia, el n" 19 pide que: «Los pastores fomenten con diligencia y paciencia la educación litúrgica y la participación activa de los fieles»; y el n° 42 precisa: «La necesi­dad de fomentar teórica y prácticamente entre los fieles y el clero, la vida litúrgica parroquial y su relación con el obispo. Hay que traba­jar para que florezca el sentido comunitario parroquial, sobre todo en la celebración común de la misa dominical». ¿Qué mejor organi­zación para esto que los equipos de liturgia?

La constitución del equipo

La pregunta: ¿quién puede formar parte del equipo de liturgia? Es evidente que sólo puede responderse en el lugar donde se formule. Pero algunos principios generales surgen en este terreno y pueden ayudar a los que quieren crear o renovar los equipos.

— En primer lugar y si se puede, se formarán varios equipos, no uno sólo. Es preferible así para asegurar variedad de fieles y para que los equipos no se desgasten con tantas reuniones co­mo deben tener.

— Dada la configuración territorial de la Iglesia en algunos paí­ses, sería deseable, en muchos casos, que el equipo no sea de la parroquia, sino de sectores o de conjuntos parroquiales. En cualquiera de estos casos, la formación del equipo de liturgia

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se pondrá de acuerdo con el equipo de animación pastoral del sector, y es conveniente que uno de sus miembros repre­sente a los animadores de la liturgia.

Si se constituyen varios equipos en un mismo sector, convie­ne que estén formados por fieles de las distintas parroquias o pueblos próximos, mejor que por una sola parroquia o un so­lo pueblo, pues esto podría disminuir su eficacia.

La composición de los equipos debe responder a dos tipos de representantes, esto es, los fieles de distintas categorías que forman la parroquia o el sector: practicantes de distintas eda­des, de medios diversos, de diferentes actividades tales como catequistas, movimientos, grupos de oración, etc.; y aquellos cuya competencia reclama la liturgia: música, canto, anima­ción, decoración, etc. Todos no pueden estar en cada uno de los equipos, pero es difícil imaginar que un grupo pueda fun­cionar bien, sin que, por ejemplo, haya en él alguien que es­té al corriente del canto de la asamblea y de su repertorio ac­tual o posible.

En muchos casos, el sacerdote no podrá estar presente en to­das las reuniones. Alguno del equipo debe encargarse expre­samente de transmitirle todos los detalles de la reunión y sus propuestas para la celebración preparada. Esto atañe incluso a las reflexiones que se hayan hecho sobre los textos bíblicos que, quizá de algún modo, puedan servir para integrarlas en la homilía.

Hay equipos que son abiertos, es decir, en los que los fieles de un pueblo o de un barrio pueden unirse cuando quieran al equipo de liturgia si la reunión se hace cerca de su entorno y aunque su asistencia no sea habitual. Por supuesto, en el equipo tiene que haber un cierto número de personas más habituadas a traducir en acciones litúrgicas las reflexiones de los participantes.

La formación litúrgica

Es necesario decir aquí que los miembros del equipo de liturgia tie­nen que poseer una indispensable formación litúrgica general para todos (¿qué es la liturgia?) y especializada para algunos: cómo leer

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en público, cómo animar el canto de la asamblea, cómo hacer los ra­mos de flores, etc.

En materia de liturgia, es cada día más evidente que la abnegación no basta. No existiría nada en la liturgia sin la asamblea que realiza la celebración y el equipo de liturgia que la prepara y anima. Pero, esta li­turgia no pertenece a la asamblea ni al equipo de liturgia, ni siquiera al sacerdote. Es la liturgia de la Iglesia y no se inventa, se aprende. ¿Qué quiere hacer la Iglesia con su actividad litúrgica y cómo quiere que se haga? El equipo de liturgia se sitúa entre el deseo de la Iglesia y la realización concreta que hace la comunidad al realizarlo.

Dos párrafos, el 26 y el 28, de la Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia sirven de base a nuestra reflexión sobre los equipos litúrgicos.

«Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebracio­nes de la Iglesia, que es "sacramento de unidad", es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos» (26).

«En las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio hará lodo y sólo aquello que le corresponda por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (28).

Así, en la celebración, todos celebran, pero todos no tienen la misma función ni el mismo papel ni la misma tarea. El equipo de li­turgia debe preparar toda la celebración y, también, repartir las dife­rentes actividades según que correspondan «todo y sólo» a cada uno de los principales actores: presidente, animador del canto, organis­ta, lectores...

La regla de tres veces tres

Esta regla no está en ningún documento oficial. Sirve sólo para defi­nir los objetivos que debe perseguir un equipo de liturgia en su tra­bajo de preparación.

Tres palabras: remota, medio e inmediata.

— La preparación remota no se realizará en todas las reuniones, pero debe hacerse regularmente y, al menos, una vez al año. No se cambiará la megafonía o el folleto de canto todos los domingos, pero hay que revisar su buena marcha de vez en cuando.

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— La preparación a medio plazo, concierne especialmente a los grandes tiempos litúrgicos. No es precisamente la víspera del primer domingo de Adviento el momento para preparar lo que unifique en este tiempo el canto, la decoración, la predi­cación, etc.

— La preparación inmediata se dirige a puntualizar con todo detalle el próximo domingo o tal fiesta.

4- Tres marcos: Pascua, t iempos litúrgicos, domingos

Los tres marcos, más que añadirse a los tres anteriores, precisan su tono o color. Se refieren al desarrollo del año litúrgico y a la manera de situar una celebración precisa.

— El primero y más importante es que la Pascua la celebramos todos los domingos del año, tanto los de Cuaresma, como el domingo XXV del tiempo ordinario. El domingo es siempre el primer día de la semana; los cristianos se reúnen para ce­lebrar a Cristo resucitado: es el día del Señor.

— Pero el domingo pertenece a un tiempo litúrgico que le dará color (hasta en los ornamentos de la celebración eucaríslica). Se celebra al Resucitado, pero insistiendo sobre todo en la es­pera de su venida, en Adviento por ejemplo.

— En fin, cada domingo es único. El Evangelio dirá qué aspec­to del Resucitado se celebra especialmente ese día.

+ Tres d imens iones: palabra, música, espacio

Aquí se precisa lo que cada uno debe hacer según su función y sus competencias.

— Las palabras son de diversos grados. La plagaría eucarística es­tá ya determinada, pero habrá que escoger, entre todas las ofi­ciales, la que mejor convenga. Las palabras de acogida no es­tán determinadas y dependerán de todo lo que se haya dicho en la reunión de preparación. Están propuestas las palabras del acto penitencial, pero pueden modificarse según los textos bí­blicos o las circunstancias. Y no hay que olvidar que con todas las palabras sugeridas hay que realizar una acción litúrgica de oración, de súplica, de acción de gracias, de anuncio...

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— En relación a todo esto, y teniendo en cuenta las competen­cias de los participantes (¿hay una coral?, ¿un organista?), se escogerán los cantos y la música de la celebración.

— El espacio de la celebración no se cambiará cada domingo, pero algún elemento litúrgico podrá «moverse» según los do­mingos: cruz, luces, flores, incienso, ornamentos de tal color, presentación de alguna obra de arte...

Conclusión

Precisando: si el equipo de liturgia debe preparar todo no quiere de­cir que todo lo haga él. Confiemos en que hay en la comunidad otros fieles capaces de leer, animar el canto, decorar, hacer los ramos de flores...

En fin, recordemos que aunque haya algún cristiano que no rea­lice ninguna función especial, no deja de ser por eso un verdadero actor, porque todos están celebrando. Precisamente, para que todos puedan celebrar mejor, el equipo de liturgia realiza su servicio.

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EL BUEN USO DEL SERVICIO DE LA MISA

Aunque parezca muy extraño, los documentos oficiales de la Iglesia sobre la liturgia, como la Constitución sobre la sagrada liturgia o la Presentación General del Misal Romano, silencian casi totalmente a los que ayudan en la misa. La Constitución sólo los menciona una vez, aunque es verdad que con un toque de relevancia:

«Incluso los acólitos, los lectores, comentaristas y todos cuantos pertenecen a la Schola cantorum desempeñan un auténtico minis­terio litúrgico» (n° 29).

Un ministerio

Esta designación del servicio de la misa como ministerio litúrgico es rica de sentido y de enseñanzas.

— La palabra «ministerio» viene del latín ministerium que sig­nifica «servicio». El ministro es, pues, un servidor. En sentido estricto, el ministro es el que ha recibido oficialmente una función de Iglesia por medio de la ordenación (obispo, sa­cerdote, diácono), por institución (acólito, lector) o por dele­gación especial del obispo (ministro extraordinario de la co­munión, presidente de los funerales...). Pero en sentido más amplio —y éste es del que habla la Constitución en el n° 29— es ministro cualquier persona que cumple una función en la liturgia.

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•— Esto explica por qué los documentos oficiales antes citados no dicen nada o muy poco de los acólitos. El Vaticano II no los ha suprimido, sino que realza sus funciones colocándolos en la categoría de un ministerio. Así, la Constitución sobre la sagrada liturgia (n° 25, 70, etc.) evidentemente habla de los acólitos cuando menciona a «los sacerdotes y los otros minis­tros». Lo mismo en el n° 82 que, enumerando otros ministe­rios, habla de las funciones que pueden realizar los acólitos: «El ministro que lleva el incensario, turiferario, los que llevan las velas, o la cruz...», y si no se emplea la palabra «servidor» es porque estas funciones no están reservadas sólo a los mo­naguillos, sino que puede realizarlas cualquier miembro de la asamblea, adolescente o adulto, hombre o mujer.

En fin, al considerar como ministerio el servicio o ayuda a la mi­sa, nace la palabra «servidor», más eclesial y litúrgica que monagui­llo o acólito. En el mismo sentido, y a pesar del documento para el Culto divino (del que ya hablaremos), hay buenas razones para ha­blar del «servicio a la misa» y de los «servidores de la misa», más que del «servicio al altar» y de los «servidores del altar». Porque si el al­tar es el lugar del servicio mayor que puedan realizar los servidores, sin embargo su servicio no se reduce a este lugar y al acto de la cele­bración eucarística. Sirve también a la asamblea, al sacerdote que la preside y a la liturgia de la Palabra. No es sólo servidor del altar, si­no también de todo el conjunto de la misa.

El documento romano de marzo de 1994

Este documento3 pertenece a la Congregación para el Culto divino y autoriza para que el servicio de la misa puedan realizarlo tanto hom­bres como mujeres.

Pone tres condiciones:

— Que la autorización para el servicio de la misa a las mujeres (niñas, adolescentes, adultas) cuente con el permiso del obis­po de la diócesis.

3 Instrucción Redemptoris Sncramcnliim, 25 i)o marzo dv 2004. http://www.vati-can.va/roman_curia/congregatimn;/ccdds/diHiiiiic}il!</rc_coii. inii1s_doc_20040423_re-demptionis-sacramentum_sp.htm!

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Se tr.ii.i de iin.i .iiilorización, muir un mandato. Esto signifi­ca que mi es obligatorio y que se mantendrá «la noble tradi­ción couli.ida a los niños». Se comprende fácilmente que al confiar este servicio a las niñas no se desecha a los niños. Qui­zá, a través de este servicio, puedan descubrir otro gran ser­vicio eclesial: el ministerio sacerdotal.

Los pastores no escatimarán la explicación a los fieles de es­te servicio que pueden realizar las mujeres, como ya se hace desde hace tiempo para las lecturas, el canto y la distribución de la comunión.

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6 EL BUEN USO DE LAS OFRENDAS DE LA MISA

Es un hecho importante4 en la tradición de la Iglesia, que la misa sea ofrecida por la Iglesia, para la Iglesia y, también, por intenciones par­ticulares, por los vivos y difuntos.

Es costumbre que, cuando los fieles piden a un sacerdote que ce­lebre la misa por «una intención particular» (por un difunto, para pe­dir una gracia, para agradecer al Señor), acompañen la petición con una limosna (estipendio), fijada por el obispo de la diócesis.

Es necesario que esta costumbre se comprenda bien y no tengan los fieles una idea ambigua. A menudo se oye preguntar: ¿cuánto cuesta una misa?

La misa no tiene precio

Si se acompaña un estipendio al pedir la celebración de la misa por algunas intenciones, no es para pagar, porque una misa no tiene pre­cio. Mejor dicho, el precio es el que ha pagado Jesucristo con su sa­crificio: «Fuiste inmolado y compraste a Dios, con tu sangre, hom­bres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Apocalipsis 5,9). Se habla de una ofrenda. Pero de una ofrenda (estipendio) hecha a un sacerdote para su mantenimiento, no es una ofrenda por la misa,

4 Para más precisiones, consultar «Les offrandes de messes», Documcnts-Épisco-pat, n° 6, abril de 1997.

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pues en la eucaristía no hay más ofrenda que la del sacrificio de Cris­to a su Padre, al que se une la ofrenda de toda la Iglesia: «Al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrece­mos el pan de vida y el cáliz de salvación» (Plegaria eucarística II).

Sentido de estas ofrendas

Desde el tiempo de las primeras comunidades cristianas, se pide a los fieles una ofrenda para proveer a las necesidades de la Iglesia, co­mo afirman los Hechos de los Apóstoles (11,29-30) y la Segunda car­ta de san Pablo a los Corintios (8,1-15). Sabemos que, durante varios siglos, el pan y el vino de la eucaristía lo aportaban los fieles y tam­bién otros bienes, como alimentos o dinero para los pobres. El hecho de que algunos hombres, sobre todo a partir del siglo iv, dejaran su profesión para consagrarse enteramente al ministerio sacerdotal, su­ponía que los fieles ayudasen con ofrendas a su mantenimiento. La costumbre de celebrar misas por intenciones particulares, sobre to­do por los difuntos, y la de dar al sacerdote una ofrenda se ha ido de­sarrollando a lo largo de los años y se mantiene aún.

«Es una tradición muy establecida en la Iglesia que los fieles, guiados por su espíritu religioso y su sentido de Iglesia, añadan al sacrificio eucarístico algún sacrificio personal, para participar así más íntimamente. De esta forma, por su parte, contribuyen a las ne­cesidades de la Iglesia y más especialmente al mantenimiento de sus ministros» (Pablo VI, Motu proprio «Firma in traditione»).

Principios de aplicación

Los fieles tienen derecho a saber cómo se gestionan las ofrendas de las misas que encargan; deben estar seguros de que se hace riguro­samente.

— Los estipendios son para el sacerdote y éste tiene la obliga­ción de celebrar tantas misas como cantidad recibida, en la fecha que se la haya pedido.

— Si no puede celebrar tantas misas como le hayan pedido, re­mitirá las ofrendas sobrantes a su obispado para que las transmita a otros sacerdotes ya jubilados o en misiones.

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— Para evitar cualquier exceso, el sacerdote que dice en el mis­mo día varias misas (los domingos, por ejemplo) no percibi­rá más que un estipendio y entregará los sobrantes.

— El sacerdote que concelebra sí puede recibir un estipendio.

— Se pueden anunciar muchas intenciones en la misa pero sólo se celebra por una intención. Las misas por las demás inten­ciones se celebran otro día, a ser posible en la semana, por ese sacerdote o por otro. Lo mismo atañe al párroco que celebra la misa domingos y fiestas pro populo (por el pueblo del que es pastor).

— En este caso, se hará la oración por los difuntos en la Plegaria eucarística: «Recuerda a X... por cuya intención se celebra es­ta misa. Recuerda igualmente a X (el nombre de los difuntos) por cuya intención se celebrará tal día o semana». En la Ple­garia eucarística III, cuando se dice: «A nuestros hermanos difuntos N. y también a N. y a cuantos murieron en tu amis­tad...». En la oración universal, eventualmente, se podrá de­cir: roguemos especialmente por... y roguemos también por...

— Por supuesto que un sacerdote dirá la misa aunque no reci­ba estipendio o lo reciba de un modo simbólico, si se lo pide una persona de escasos recursos.

— Cuando una misa se celebra por una intención particular se orienta con más precisión la oración de intercesión o de ala­banza, pero el sacrificio de Cristo se ofrece «¡por la multitud!».

— Los fieles deben saber que las ofrendas por las misas son in­dispensables para mantener a los sacerdotes. ¡Es un modo de compartir!

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SEGUNDA PARTE

LOS RITOS DE LA MISA

1. El buen uso de los ritos de apertura

2. El buen uso del saludo

3. El buen uso de la preparación penitencial

4. El buen uso de las oraciones

5. El buen uso de la liturgia de la Palabra

6. El buen uso del salmo

7. El buen uso de la homilía

8. El buen uso del Símbolo de la fe

9. El buen uso de la oración universal

10. El buen uso de la preparación de las ofrendas

11. El buen uso del pan ácimo

12. El buen uso de la gota de agua

13. El buen uso de la plegaria eucarística

14. El buen uso de la doxología

15. El buen uso del Padrenuestro

16. El buen uso de los ritos de comunión

17. El buen uso de la comunión a los enfermos

18. El buen uso de los ritos de conclusión

Page 21: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

EL BUEN USO DE LOS RITOS INICIALES

La palabra oficial que designa el comienzo de la misa es «ritos ini­ciales» y no «entrada», que sólo se emplea referida al canto. Esto quiere decir que el principio de la celebración es algo más que una entrada física en un lugar: es la puesta en camino que tiene como fin, según dice OGMR, n° 46 (24), «hacer que los fieles reunidos consti­tuyan una comunión y se dispongan a oír como conviene la palabra de Dios y a celebrar dignamente la eucaristía».

El canto de entrada

Todo comienza con el canto de entrada. La OGMR, n° 47 (25), le con­fía la misión de «abrir la celebración, fomentar la unión de quienes se han reunido e introducirles en el misterio del tiempo litúrgico o de la fiesta y acompañar la procesión del sacerdote y de los ministros». ¡Qué sublime misión! De ella se deduce que:

— Se escogerá en el repertorio local, el canto cuyo texto esté más próximo al espíritu de la celebración de ese día y no el canto que parezca más bonito; se tendrá en cuenta que el canto de entrada debe, sobre todo, introducir al misterio dominical del Señor muerto y resucitado. No tiene que anunciar solamente el Evangelio que se va a proclamar, pues cada domingo, es sobre todo, una fiesta pascua.

— Para favorecer la unión de los fieles, el canto de entrada deben saberlo todos y, si no, aprenderlo antes de comenzar la misa.

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Page 22: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

— Por esta mism.i razón, será un canto que puedan cantarlo lo­dos, o al menos, si hay una coral, que pueda cantar el estribi­llo o alguna estrofa la asamblea.

— Sin ser necesariamente lento, o muy definidas las estrofas, la melodía del canto de entrada deberá tener una cierta consis­tencia y fuerza.

El valor simbólico del canto de entrada es muy fuerte. Están reu­nidos hombres y mujeres de toda edad, origen, lugar y condición... El canto es el primer acto que manifiesta de un modo sensible la más extraordinaria de las realidades invisibles. Por el solo hecho de que esas personas se reúnan en el nombre del Señor, a pesar de su diver­sidad, forman un sólo cuerpo: el Cuerpo de Cristo.

«Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos» (Mateo 18,20). Y porque el canto en común es la única realidad sensible capaz de constituir una entidad (la melodía) a partir de varios recursos individuales (las voces de cada uno), es el elemento humano más significativo de la realidad mística. En senti­do estricto es «simbólico», pues reúne, integra.

El saludo

Después de venerar el altar, el sacerdote si dirige al sitio de la presi­dencia (no al ambón ni a otra parte del altar) para realizar el primer acto de su presidencia: se santigua al mismo tiempo que los asisten­tes, marcando así su cuerpo con la Pascua de Cristo, y saluda a la asamblea para manifestar la presencia del Señor en ella.

En muchos lugares sería posible y deseable que se santiguasen mirando al crucifijo. En algunas ocasiones, el sacerdote podría ha­cerlo al dirigirse a su sitio de presidencia: entra en la iglesia, se colo­ca ante el crucifijo, espera que termine el canto de entrada y hace la señal de la cruz, evidentemente sin el micro, aunque la iglesia sea grande. El saludo lo hará mirando a la asamblea.

Monición inicial

Su finalidad es la de introducir a los fieles en la misa del día. No es una pequeña homilía del Evangelio, que aún no está proclamado.

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l'ucde, sin embargo, hacer alguna alusión discreta, sobre todo si el Evangelio es muy conocido (el Buen Pastor, el hijo pródigo...). Hay que recordar que las palabras de acogida no son para invitar a cele­brar algo (la salud, la gracia, la curación...), sino para celebrar a Al­guien, que reúne a sus discípulos para hablarles y formarles.

Siempre que una categoría de fieles esté presente (padres de los niños de la catequesis, miembros de algún movimiento o asociación que celebran su fiesta o la jornada nacional...), o bien, que en la asamblea haya gente que otras veces no está presente (turistas, prac­ticantes irregulares que acuden el algunas fiestas...), las palabras de acogida comenzarán por darles la bienvenida de parte del Señor y de la comunidad que los recibe.

En fin, la monición inicial se terminará, lógicamente, con la in­troducción a la preparación penitencial.

De esta preparación se hablará en el capítulo 3, p. 49. Recorde­mos solamente que es la asamblea la que hace el acto penitencial y el sacerdote sólo lo introduce y concluye. Por eso, en el caso de la ter­cera fórmula, no es el sacerdote el que dice o canta las tres invoca­ciones, sino alguien de la asamblea: lector, animador del canto... Y, sea cual sea la fórmula escogida, en muchos casos sería bueno que todos los que forman el coro, incluido el director, que no tiene que dirigir esas invocaciones, miren a la cruz.

El Gloria a Dios

Lo mismo que la primera parte del Te Deum y del himno Oh Luz go­zosa, de la liturgia de las horas, el Gloria a Dios forma parte de los himnos de la Iglesia primitiva, es decir, de los primeros textos cris­tianos, no bíblicos, inspirados en la Escritura y formados por versos según el modelo de los salmos.

Proceden de la Iglesia oriental donde era, y sigue siendo, un can­to de la oración de la mañana y como tal ha pasado a Occidente. Pe­ro su primera frase se convirtió muy pronto, en Roma, en un canto de la misa de Navidad y sólo el Papa podía entonarlo. Después se extendió a los domingos y fiestas, pero se reservaba a los obispos. Sólo a partir del siglo xi, se incorporó habitualmente a la misa diaria, exceptuando los tiempos penitenciales.

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El Gloria a Dios no se recita en las misas de la semana, excep­tuando las solemnidades y las fiestas [OGMR, n° 53 (31)] y lo puede entonar el sacerdote y también «los cantores o la asamblea» (PGMR, n° 87).

¿Qué canto?

Afrontamos aquí una cuestión delicada. El texto del Gloria a Dios es un texto libre y su traducción en castellano se parece más a prosa. No hay verso y us versículos no son «isorítmicos». Se dice que un texto es isorítmico, cuando, aunque no haya rima, está organizado en es­trofas con el ismo número de líneas, teniendo cada línea, de una es­trofa a la otra, el igual número de sílabas e igual reparto de sílabas fuertes y de sílabas débiles. Este no es el caso del Gloria a Dios ni tam­poco el del Credo.

El canto, en español, a diferencia del latín, se acomoda mal a es­te tipo de texto, salvo en el género recitativo (salmodia, canto del pre­facio o de las oraciones, como el Padrenuestro). El Gloria no pertene­ce al género recitativo porque es un himno. Esto explica el éxito de las paráfrasis que se inspiran en el Gloria pero que construyen el tex­to con estribillo y estrofas.

¿Ha que renunciar a cantar el texto oficial? No sería normal por dos razones:

— En primer lugar un texto tan venerable que encierra la ala­banza de las asambleas cristianas durante más de dieciocho siglos, debe permanecer en la memoria de los fieles de hoy y poder transmitirlo a los más jóvenes que formarán la asam­blea de mañana. Esta una de las manifestaciones del viejo adagio cristiano: Lex orandi, lex redendi, imposible de traducir, pero que significa: «Lo que se ora determina lo que se cree». Sobre todo esto, el texto del Gloria es de una riqueza tan ad­mirable que vale la pena dar más explicaciones a los fieles de lo que parece.

Algunos dicen: «Tomemos algunas paráfrasis cuando canta­mos el Gloria y el texto original cuando le recitamos». No es­tá nada mal. Pero el lirismo del texto pide el canto. ¿Se pue­de decir que es justamente en las grandes fiestas cuando este lirismo estará excluido de la celebración?

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A l iluli i de onn11,n ion pastoral, hacemos la siguiente propo­sición: lod.i comunidad cristiana debe tener en su repertorio al menos un canto del Gloria con el texto original. Informaros de las comunidades que lo tienen en su repertorio. Elegid uno, ensayarlo convenientemente (no sólo con la coral, tam­bién con la asamblea antes o después de la misa varias veces). Aprovechad la preparación de una gran fiesta (como Navi­dad) para estrenarlo y ponerlo en el programa. En un primer tiempo, tenéis el Gloria con su texto para las grandes fiestas del año. La asamblea se acostumbrará y bien pronto, con otros cantos, podrá extender el uso a los domingos del tiem­po pascual y después al tiempo ordinario.

— La segunda razón es más estructural. Cuando se utiliza una paráfrasis del Gloria con estribillo y estrofas, se introduce en la celebración un canto más del género «estribillo-estrofa»). Ahora bien una celebración no está equilibrada si sólo se uti­liza desde el principio hasta el final cantos del mismo estilo (estribillo-estrofa). Nos detendremos ampliamente más ade­lante sobre este tema (cfr. tercera parte, capítulo 12).

Por ahora terminemos estas reflexiones diciendo que será bien triste que una asamblea no pudiera cantar regularmente una afir­mación de fe tan capital como esta:

«Porque sólo tú eres santo, sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesu­cristo».

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2 EL BUEN USO DEL SALUDO

La fórmula «el Señor esté con vosotros», al comienzo de la celebra­ción, heredada del judaismo, intenta establecer una relación entre el Señor y la asamblea y renovarla antes de la proclamación del Evan­gelio, en el diálogo inicial de la plegaria eucarística y antes de la ben­dición final. Por eso, corresponde ese saludo al presidente de la asamblea.

El cambio de la fórmula a «el Señor está con vosotros», no es muy frecuente, pero nos va a ayudar a comprender su sentido y alcance. Después de todo, ¿por qué emplear el subjuntivo y no el indicativo?

Realidad o deseo

A favor del indicativo hay que decir que el Señor ya está presente cuando el celebrante pronuncia la fórmula. Desde la Constitución conciliar (n° 7), a la Carta apostólica de Juan Pablo II sobre la reno­vación de la liturgia, pasando por la Instrucción de Pablo VI sobre el culto del misterio eucarístico (n° 9), todos los textos afirman que el Señor está presente en la asamblea, sólo por el hecho de que «dos o tres están reunidos en su nombre» (Mateo 18,20). El Señor está, pues, «con vosotros». Sin embargo, la fórmula dice: «El Señor esté...».

Y es que se trata aquí de un deseo. No se duda de que el Señor esté aquí, pero el deseo del subjuntivo va más lejos. El indicativo se limita a afirmar una realidad: «El Señor está», mientras que el sub­juntivo se abre a un futuro de presencia cada vez mayor. Como toda

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acción simlxilici, l.i lonmil.i en suhjimlivo abre una relaciona otro, al Otro. Ademas, .quien di* nosotros, .il desear algo a alguien, no em­plearía el subjuntivo? «¡Que se mejore tu salud!»

Propietario o gerente

Aún hay más; la fórmula en subjuntivo expresa una de las caracte­rísticas de la presidencia en la liturgia. Por su ordenación, el sacer­dote representa sacramentalmente a Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia (Colosenses 1,18), pero él no es Cristo. Es gerente de los bie­nes espirituales, no propietario. Con esta fórmula litúrgica abre a la asamblea la posibilidad de que el Señor venga y se haga más pre­sente. Evidentemente, esta fórmula no contradice la indicativa de la consagración: «Esto es...» porque aquí se trata de retomar lo que di­jo el Señor sobre su mandamiento.

Resumiendo, el saludo es un acto litúrgico mucho más rico de lo que puede parece su brevedad. ¡Pero, el saludo tiene una respuesta!

«Y con tu espíritu»

¿De que «espíritu» se trata? Narsa'i de Nisibe, teólogo persa del siglo v, dice en su primera homilía: «El pueblo responde con amor a su sa­cerdote diciendo: "Contigo y con el espíritu sacerdotal que posees". Llama espíritu, no al alma del sacerdote, sino al Espíritu que ha re­cibido en la imposición de manos. Por ella, el sacerdote recibe el po­der del Espíritu que le hace capaz de cumplir los Misterios...».

¿Cuál de las próximas homilías citará un texto tan bello y tan ilu­minador y quién podrá olvidar ahora que la respuesta: «Y con tu es­píritu», contiene tanta riqueza?

En nuestras celebraciones, se lanza este saludo cuatro veces y con él, el deseo de una presencia activa del Señor y de la comunión de los fieles con su venida.

— Al comienzo de la misa, el deseo concierne, evidentemente, a toda la celebración.

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— Antes del Evangelio, recae sobre la Palabra que van a escu­char y que realiza la presencia de Dios hablando a su pueblo, pero igualmente recae sobre la homilía, la profesión de fe y la plegaria universal, que constituirán la respuesta.

— En el diálogo inicial de la Plegaria eucarística, refrenda todo el acto de ofrenda eucarística que el Señor va a presentar al I'adre, uniendo la nuestra en la suya.

— lín fin, con la bendición y el envío se extiende a toda la se-i na na que se abre con la celebración del día del Señor.

¡( )j.ilá pueda el Señor estar también con nosotros en cada una de nuestras eucaristías dominicales y toda la vida!

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3 EL BUEN USO DEL ACTO PENITENCIAL

¡Vamos a ponernos de acuerdo! Hace poco más de treinta años que comenzó la reforma litúrgica establecida por el Concilio Vaticano II. Desde entonces, se han creado actitudes y modos de hacer; es indis­pensable que echemos sobre ellos una mirada crítica. No se trata de ordenar o censurar, se trata, simplemente, de fidelidad.

Sin duda hará falta, y por todos los medios (boletines diocesanos y parroquiales, homilías, reuniones litúrgicas, etc.), volver a introducir en nuestra vida cristiana la antigua práctica de las «catequesis mista-gógicas», es decir, la explicación detallada del significado de los ritos litúrgicos que estamos realizando, para penetrar más en el misterio.

Algunas puntualizaciones sobre la preparación penitencial

1. Contrariamente a lo que se oye a menudo, la preparación pe­nitencial en sí misma no es un rito penitencial, pero forma parte de un conjunto ritual que el Ordo Missae (Ordinario de la Misa) llama «apertura de la celebración». Esto no quiere de­cir que sea algo secundario, sino que no forma un todo; es parte de algo más amplio.

2. Aunque pueda parecer extraño, la preparación penitencial con todo su conjunto es una innovación del Vaticano II. Re­cordemos que en el Ordo de san Pío X, en la Misa Mayor sólo

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el celebrante y los acólitos recitaban el Confíteor (Yo confieso) antes de subir al altar. Durante ese rato se cantaba el Introito y luego los Kyries (Señor, ten piedad), que son aclamaciones al Señor misericordioso y no un acto penitencial. El Vaticano II ha querido que toda la asamblea, al comienzo de la cele­bración, confiese ante Dios que está formada por pecadores y proclame su misericordia.

A juzgar por lo que vemos en nuestras celebraciones, se pen­saría que sólo hay dos fórmulas para la preparación peniten­cial: el yo confieso y la triple invocación. Sin embargo, hay cua­tro posibilidades. ¿Qué ha sido de la fórmula corta pero llena de contenido: «Señor, concédenos tu perdón»? ¿En qué ha quedado la aspersión con agua bendita? Demasiados Asperge me (lávame) sistemáticos la han desplazado, pero ya es mo­mento de recuperarla. Es tiempo, sobre todo, de una alternan­cia de posibilidades según los tiempos litúrgicos o en algunas ocasiones. La aspersión, por ejemplo en tiempo pascual, tie­ne un sentido penitencial muy fuerte, ligado al bautismo.

Podemos añadir que, según el Misal Romano, la tercera posi­bilidad, la de la triple invocación, tiene tres fórmulas, y no só­lo una, y se pueden escoger otras.

. La preparación penitencial termina con lo que el Ordo (Ordi­nario de Misa) llama «oración para pedir el perdón», que pro­nuncia el sacerdote: «Que Dios todopoderoso tenga miseri­cordia...». No es una fórmula de absolución sacramental en sentido estricto, pero está claro que el sacerdote no dice eso por decir, sino que invoca el perdón de Dios a cada miembro de la asamblea. Esto nos recuerda que, si el sacramento de la penitencia se requiere para faltas graves, la Iglesia dispone también de otros medios para comunicar el perdón de Dios, a los cristianos que se reconocen pecadores. Esa oración es uno de esos medios y conviene saberlo.

La tercera fórmula

La tercera fórmula es la que emplea las tres invocaciones y, eviden­temente, es la más utilizada. Es también, la que ofrece más posibili­dades de adaptación con las lecturas del día. Pero, es el momento de

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preguntarse qué ha pasado, cómo es posible que en cuarenta años, esta invocación al Señor (Señor Jesús... Oh Cristo... Señor...) y un recordar lo que Él ha hecho para salvarnos, se haya cambiado en una especie de examen de conciencia, en el que uno no deja de mirarse en lugar de mirarle a Él «No hemos hecho... no hemos sabido... he­mos olvidado...». ¿Y qué más aún?

Todo esto que concierne a la preparación penitencial debe tener­se en cuenta en cada lugar, en el equipo de liturgia, el sacerdote o el laico que preparen una celebración. ¿Cómo? Será gracias a vosotros, los que os preocupéis de que nuestra oración litúrgica sea la ley de nuestra fe: Lex orandi, lex credendi.

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4 EL BUEN USO DE LAS ORACIONES

Cuatro veces durante la misa, el sacerdote dice «oremos», en nom­bre de la asamblea, y recita una pequeña oración. A la primera ora­ción se le llama «colecta», según la antigua liturgia. Cada una de es­tas oraciones tiene la finalidad de reunir la oración de todos como conclusión a las principales secuencias rituales de la celebración:

— la oración al final del rito de apertura;

— la oración que concluye la oración de los fieles, al terminar la liturgia de la Palabra;

— la oración sobre las ofrendas, al terminar la preparación de los dones;

— la oración después de la comunión, al final de la liturgia eu-carística.

Las oraciones

Están compuestas de cuatro elementos que constituyen un todo y el tercero reúne en sí cuatro elementos.

1. Invitación a orar

Según una costumbre heredada del judaismo, los y,i ¡mdi's momen­tos de la oración de una asamblea litúrgica, van pnvodldos de una invitación. El «oremos, hermanos...» es más que un Nlgno. lis una 11a-

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mada que contiene en sí lo que se va a decir a continuación. Realiza lo que dice: pone en oración.

2. El silencio

Se puede decir que este punto de la reforma litúrgica no es el que me­jor se cumple. Y no es un detalle facultativo sino que está expresa­mente pedido [OGMR, n° 56 (32)] y que, además, los fieles lo desean, por eso parece que tendrá que lograr un mayor espacio en las cele­braciones, como lo ha conseguido el silencio que sigue a la comunión y que felizmente se ha hecho costumbre. Este silencio tiene dos fun­ciones: dejar tiempo a los fieles para expresar diversas intenciones y favorecer esa actitud espiritual de comunión con la presencia de Dios que la oración va a llevar en seguida a su culminación.

3. La oración propiamente dicha

El cuerpo de la oración se compone a su vez de tres elementos:

— La mención de Dios acompañada casi sistemáticamente de varios calificativos: «eterno», «todopoderoso», «misericor­dioso».. . y /o de una consideración: Tú que eres... Tú que has hecho... Es como una breve confesión de fe.

— La petición, objeto de la oración.

— La doxología trinitaria, que concluye la oración significando su itinerario: por Cristo, en la unidad del Espíritu Santo.

Tres observaciones al respecto:

— Excepto en raras excepciones (la oración de apertura en la fiesta del Corpus Christi, por ejemplo), las oraciones se diri­gen siempre al Padre por el Hijo y en unión del Espíritu.

— Según una antigua costumbre heredada del judaismo, la de las bendiciones, una petición a Dios va acompañada de una pequeña enumeración de las cualidades de aquel a quien se dirige, porque ni sería correcto empezar pidiendo, y además le sigue una alabanza (la doxología), ni sería correcto termi­nar reclamando.

— Lejos de ser la doxología una fórmula sin importancia, su to­no y expresión es la cima a la que tiende toda oración. Es una especie de tensión lírica, en la que el cuerpo y el espíritu son uno, las manos se elevan y lo mismo el tono, para celebrar a Dios Padre, Hijo y Espíritu, a quien se dirigen y suplican to­dos los fieles reunidos.

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4. Amén

Son dos sílabas sonoras de una palabra hebrea que se añade a lo que se reza. Algo así como un Credo: creo en eso; así sea.

Sin prisas

Las oraciones presidenciales, dice el [OGMR, n° 32 (12)], deben pro­nunciarse «claramente y en voz alta». Si hubiera que escribir este ar­tículo veinticinco años después de su promulgación, es evidente que habría que añadir: ¡y despacio!, sin prisas. La oración, en efecto, tie­ne una recitación propia, que no es ni la de las palabras de acogida, ni la de una monición. ¿Se puede decir que de diez veces, nueve, la oración se recita de prisa, sin esas pausas que permiten a la asamblea rezar verdaderamente, uniéndose a las palabras del presidente?

En verdad, el tempo justo de la oración sería el mismo de un canto.

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5 EL BUEN USO DE LA LITURGIA DE LA PALABRA

Todo el mundo coincide en que una de las mayores adquisiciones de la reforma litúrgica del Vaticano II, ha sido restablecer la lengua ver­nácula y repartir las lecturas de la Palabra en ciclos de tres años. Va­mos a ver algunos puntos que merecen profundizarse o revisarse.

De la lectura a la Palabra

Se puede observar que la Iglesia no dice «liturgia de las Escrituras», sino de la «Palabra».

Un exegeta hizo esta audaz comparación: guardando toda pn> porción, la liturgia de la palabra funciona como la leche en polvo; l.t leche en polvo procede de un líquido que se hace polvo par.i su coi i servación, pero que debe volver a ser líquido para su consumo. Asi, la Escritura procede de la Palabra, pero está hecha para volver .i ser Palabra. ¿Qué implica esto?

— Lo primero, un acto de fe. Es tal persona la que vemos y es­cuchamos en las primeras lecturas; es un sacerdote el que lee el Evangelio... Pero es Dios el que habla. El lector, la lectora, ceden su voz a Dios: «Cristo, está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, quien habla es Él» (Sacrosanctum Concilium, n° 7). ¡Qué admirable función la del lector: dejar hablar a Dios; pero, también, ¡qué gran responsabilidad!

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— Si se llama a este espacio «liturgia de la Palabra», tendrá que ser Dios el que habla. Pero, ¿hablará si el lector no ha pre­parado la lectura, si no se le oye más allá de la tercera fila, si no articula bien, si su lectura es muy rápida o su tono mono-corde o escolar? Es necesario decirlo repetidamente: la lectu­ra en público tiene sus propias leyes, que no son innatas, ni siquiera en el que sabe leer en voz baja. Dos exigencias sur­gen de este principio. En primer lugar, no es respetuoso ni para Dios que quiere hablarnos, ni para la asamblea que es­cucho, escoger a los lectores unos minutos antes de la misa. En segundo lugar, una parroquia o una comunidad no puede [HTinilirse que lectores de todos los domingos, y menos aún que los lectores nuevos, no realicen de vez en cuando un ejer-i K ID ile lectura en público, dirigido por alguien que conoce l.is leyes por profesión o adquiridas personalmente. No es un lujo, es una necesidad. De hecho, muchas diócesis disponen de formadores capaces de llevar un taller de lectura.

— En fin, se trata de una liturgia de la Palabra, es decir, que se escucha al lector, sin seguir, la lectura en el misal o en una re­vista. Esto es una costumbre que se está tomando y que hay que combatir. Era legítima cuando las lecturas se hacían en latín y se seguía la traducción. Ahora no es esa la intención de la Iglesia. A no ser que el lector lea tan mal que haya que corregirlo a él, no al auditorio.

La cuestión de la segunda lectura

Se plantea la cuestión de si tres lecturas todos los domingos no son demasiado. Quizá tengamos que abordar la cuestión en la actuali­dad. En todo caso, no se trata de desplazar la segunda lectura a la preparación penitencial, o después del Credo, o a la acción de gracias de la comunión. Se comprenden los motivos por lo que se realiza es­to, pero no puede hacerse sistemáticamente todos los domingos. Se­ría falsear el objetivo de la lectura, que es el de revelar que Dios nos habla y lo que hace para nuestra salvación. Es posible hacer una alu­sión en la preparación penitencial o volver a leer un párrafo de las lecturas del día en la comunión, pero eso es lo que, a menudo hace la antífona. Se trataría de un uso limitado y no de una lectura propia­mente dicha.

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1 l.iy que in onl.ir, sin embargo, que en las misas de niños o con niños, se puede tener más amplitud, como precisa el Directorio de las misas con niños.

El libro

La Palabra que Dios nos dirige está contenida en el Libro (Biblos). Es fácil imaginar, entonces, la dignidad que debe tener: una dignidad proporcionada a lo que contiene y a lo que representa. ¿Cómo es po­sible que nos contentemos con una hoja de papel, de una revista o de un misal de bolsillo? Esto es exactamente lo que llamaríamos un con­trasigno.

Para convencernos y para resumir la fe que nos anima, volvamos a leer este párrafo de la Constitución dogmática sobre la divina Re­velación del Vaticano II (n° 21): «La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo, en la sagrada liturgia nunca ha cesado de tomar y repar­tir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo».

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6 EL BUEN USO DEL SALMO

En la liturgia de la Palabra, llegamos con el salmo a una especie de prueba de la verdadera animación litúrgica. Se verifica ahora, más que en otros momentos, la fidelidad de la comunidad a la liturgia de la Iglesia, y también, el mayor o menor esfuerzo que realiza para ha­cer suyo lo que la Iglesia le confía, y que no existiría sin esa apropia­ción. Con una comparación original, se podrá decir que la partitura de la liturgia de la Iglesia no llegará a ser música si el intérprete no la toca y será tanto más música, cuanto mejor se interprete.

;Os decidís a utilizar el salmo?

Esta es la primera cuestión y la más radical. En algunos lugares pre­valece la impresión de que el salmo es algo ya caduco y, sobre todo, de una cultura demasiado alejada para servir todavía a la asamblea como respuesta auténtica a la Palabra de Dios. Se le ha desplazado, casi sistemáticamente, por un canto.

¿Se ha medido bien, de qué provecho se priva a los fieles? — En primer lugar, los salmos son parte integrante de la Pala­

bra de Dios. Pero nunca, la Palabra de Dios ha sido hasta tal punto palabra de hombre. En los salmos, no sólo las alaban­zas y las súplicas del creyente son Palabra de Dios, también lo son sus gritos, sus rechazos e incluso las imprecaciones. ¿Qué autor moderno de cantos se atrevería a hacer lo mismo?

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— Además, los salmos son la oración de la Iglesia y, en primer lu­gar, la oración de Cristo. Puede suceder que cuando el cristiano reza el salmo, no tenga ninguna razón para lamentarse, sino al contrario; o ninguna razón para agradecer cuando el salmo es­tá invitando a alguna de esas actitudes. Sin embargo, el cristia­no puede entrar en el salmo o, mejor dicho, dejar que el salmo entre en él, porque la oración litúrgica no es sólo su oración. No reza sólo en su nombre, sino como «delegado» de la Iglesia y como «delegado» de toda la humanidad.

— Finalmente (¡aunque quedan tantas cosas por decir!), los sal­mos constituyen uno de los medios por los que la asamblea hace presente al Señor: «Está ahí presente, cuando la Iglesia reza y canta los salmos, pues Él ha prometido que "cuando dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mateo 18,20 y Sacrosanctum Concilium n° 7)». Esto no quiere decir que esté ausente cuando se canta, sino que entonces su presencia se manifiesta menos claramente.

¿Cómo se reza el salmo?

El rezo del salmo tiene sus exigencias. La palabra «salmo» vicno dül griego psalmos, traducción del hebreo mizmor, y significa «canto líri­co acompañado por instrumentos de cuerdas»; instrumentos como la lira, no como el violín. Esto quiere decir que el canto recitativo t'S propio del salmo, y debe hacerse para que resulte musicali/.ado. Te­nemos medios para hacerlo desde hace más de cuarenta años, en li­bros y revistas. La musicalidad es propia de la identidad del salmo y también de sus efectos en la memoria del creyente. ¿Quién de noso­tros se acordaría de algunos cantos si no tuviesen una melodía pe­gadiza? ¿No es esto mismo lo que sucede cuando repetimos: el señor es mi luz y mi salvación o mi confianza está en el Señor? Aquí se capta bien la estructura del salmo: alimenta la fe como palabra de Dios es­tructurando, gracias a la musicalidad, todo el ser del creyente, no só­lo su inteligencia.

Si no se puede cantar el salmo, al menos se podrá cantar una an­tífona entre las estrofas leídas y leer esas estrofas como un texto poé­tico y como una lectura en prosa. Esto quiere decir también, que un buen lector de la primera y segunda lectura puede no ser buen lector

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del salmo y que, en todo caso, l.i U vi i ira-recitada del salmo debe pre­pararse aún más que las otras.

Pero no se olvidará que, además de la antífona cantada, el salmo puede ser recitado por toda la asamblea (procedimiento previsto en [OGMR, n° 61 (36)], y puede dar más intensidad a la expresión de fe.

Quizá no se encuentre una mejor definición del salmo que en el mismo salmo, que habla a Dios diciendo:

«Oh Dios, Tú eres el Santo que habitas en el santuario, alabanza de Israel» (Salmos 21,4).

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7 EL BUEN USO DE LA HOMILÍA

«El primer día de la semana, estando reunidos para partir el pan, Pa­blo, que debía marchar al día siguiente, conversaba con ellos (aquí el verbo es dialegomaí, de donde viene el verbo "dialogar") y alargó la charla (el verbo es omilein, de donde viene "homilía") hasla la me­dia noche» (Hechos 20,7).

La Constitución sobre la sagrada liIurgia del Vatii.tno II pide (n" 50) que se restablezcan, según las antiguas normas de lo;. S.IIIION Pa­dres, algunos ritos que se habían suprimido, lalrs como la oirtdón universal y la homilía.

Sentido, lugar y función

La Presentación general del Misal Romano, precisa así la homilía:

«La parte principal de la liturgia de la Palabra la constituyen las lecturas, tomadas de la Sagrada Escritura, con los cantos que se in­tercalan; pero la homilía, la profesión de fe y la oración universal las desarrollan y concluyen. Porque en las lecturas, comentadas por la homilía, Dios dirige la palabra a su pueblo, descubre el miste­rio de la redención y salvación, y presenta un alimento espiritual; Cristo mismo está ahí presente por su palabra, en medio de los fie­les» (PGMR, n" 33; cfr. OGMR, n° 65).

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Otra precisión

«La homilía conviene que sea una explicación de algún aspecto par­ticular de las lecturas de la Sagrada Escritura o de otro texto del or­dinario o propio de la misa del día, teniendo siempre presente el mis­terio que se celebra y las particulares necesidades de los oyentes» [OGMR, n° 65 (33)].

Por eso, la homilía no es un sermón, que pueda tener cualquier tema, con tal de que sea religioso. La homilía es una explicación de la Palabra de Dios dirigida ese día a su pueblo, para hacerle descubrir el misterio de la redención y salvación, y alimentarlo. El n° 41 preci­sa que la homilía debe explicar sólo un aspecto de ese misterio, en conexión con el misterio que se celebra o las necesidades particulares del auditorio.

Esto significa concretamente

1. Que la homilía parte siempre de la Palabra de Dios y de lo que en ella se anuncia. Dice cómo se revela ahí la Buena Noticia de Dios y no una mala noticia culpabilizadora.

2. Que la homilía escoge un aspecto del misterio, sin pretender decirlo todo ni querer hacer un resumen completo de la ex­posición dogmática de la fe cristiana.

3. Que la homilía debe tener en cuenta las necesidades de los fieles. No es intemporal, al contrario, se preocupa de leer tal suceso, tal situación a la luz de la palabra de Dios a su pueblo.

4. Que la homilía no es una exégesis, aunque a veces la explica­ción de una palabra o del contexto histórico o religioso pue­de necesitarlo para que el mensaje se comprenda mejor.

¿Catequesis o mistagogía?

La homilía no es el primer anuncio de la fe, excepto en algunos bau­tismos, bodas o funerales. Tampoco es una sesión de catecismo, ni si­quiera para los adultos. Es verdad que lleva en sí una enseñanza o, al menos, renueva lo que ya se sabe. Pero los fieles no escuchan la ho­milía para aprender, en el sentido estricto de la palabra.

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El trabajo de los fieles es el de pasar la Palabra que Dios les diri­ge a la realización de lo que Dios dice en la acción sacramental que se está celebrando: eucaristía, bautismo..., y a sus vidas. La homilía no es la explicación de un contenido, ni de alguna cosa, es la revelación de Alguien, la revelación de la acción misteriosa de Dios en la vida de su pueblo y del mundo, oculta a los sentidos. En este aspecto es «mistagógica», es decir, explicación del misterio a partir de lo que se está viviendo en la celebración.

Estamos en la sinagoga de Nazaret el día del sabbat. Jesús está allí. El jefe de la sinagoga le entrega el royo de la lectura, un texto de Isaías. Jesús lee: «El Espíritu del Señor está sobre Mí...». Ese texto tie­ne más de cinco siglos y, sin embargo, Jesús dice: «Hoy se cumple an­te vosotros esta escritura» (Lucas 4,21).

Este es el modelo de una homilía.

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8 EL BUEN USO DEL SÍMBOLO DE LA FE

- El Símbolo o profesión de fe en la celebración de la misa, tiende a que todo el pueblo congregado responda a la Palabra de Dios que ha sido anunciada en las lecturas de la Sagrada Escritura y expuesta por medio de la homilía, y para que pronunciando la regla de la fe, con la fórmula aprobada en el uso litúrgico, rememore los grandes mis­terio de la fe y los confiese antes de comenzar su celebración euca-rística» [(OGMR, n°67 (43)].

Antes de hablar del «Símbolo», vamos a preguntarnos por qué la Iglesia utiliza esa palabra para expresar la más solemne profe­sión de fe.

En el lenguaje corriente, «símbolo» o «simbolismo» significa algo que en sí no es real. La presencia simbólica de alguien en una asam­blea significa que no está o no ha estado muy presente. Entonces, ¿qué se quiere decir con «el Símbolo de los Apóstoles» y el «Símbo­lo Niceo-constantino»?

¿Qué es un símbolo?

La palabra procede del verbo griego sumballein, que significa unir, jun­tar, reunir. El sumbolon designaba una pieza de barro cocido que dos familias o dos ciudades rompían en dos pedazos y cada una guarda­ba el suyo. Cuando se volvían a juntar esas dos mitades, se significa­ba que habría una ayuda mutua al poseedor del otro trozo, con el que habían hecho un contrato o alianza. El símbolo es siempre como una parte de algo que sirve para reconocer la otra mitad que falta.

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¿Por qué el Credo es un símbolo?

•— Individualmente ningún creyente puede decir que su fe es la fe de toda la Iglesia. Es de la Iglesia, pero no es la Iglesia. En el Credo, se une su fe a la de todos los fieles y, en primer lugar, a la fe de todos los que forman la asamblea-cuerpo de Cristo, en la que se encuentra.

El Credo es el símbolo de la fe de una asamblea, el medio por el que la diversidad de fieles expresa su fe común.

— Localmente, una asamblea hace presente a la Iglesia, sobre todo si está reunida con el obispo pero no es la Iglesia católi­ca universal. En el Credo, esta asamblea une su fe a la de las otras Iglesias.

El Credo es el símbolo de la fe católica de todas las Iglesias lo­cales, el medio por el que se expresa la misma fe en las di­versas regiones y culturas.

— Teologalmente, la fe es un don de Dios. Por el Credo, los fie­les se unen con Dios y expresan su fe en Aquel que se la ha otorgado.

Resumiendo, el Credo es un símbolo porque es un acto de comu­nión.

Las dificultades del Símbolo

Es sabido que el Símbolo Niceno-constatinopolitano no se redactó en un momento. Es consecuencia de un patrimonio de la Iglesia form.i do por luchas, serios estudios teológicos y un deseo de ser rigurosos en la expresión de la fe.

Pero la formulación filosófica-teológica del Símbolo Niceo-cons-tantinopolitano plantea problemas hoy día, son inevitables, y no po­demos soslayarlos. Se echa de menos que el Vaticano II no redactara un nuevo símbolo, pero ¡no lo ha hecho!

Es verdad que el Misal Romano de 1975 permite utilizar el Sím­bolo de los Apóstoles, más abordable, y que en la Vigilia pascual y en el ritual del bautismo utilizan la triple confesión de fe. Sin em­bargo, esto no debe excluir el conocimiento del Símbolo de Nicea.

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Digámoslo con claridad, teniendo un conocimiento de lo que el el Símbolo de la fe, algunos estribillos intercalados o algunos cantos sustituyéndolo no tienen consistencia. Se podría, en rigor en un mo­mento o en determinadas circunstancias precisas, cantar un canto oportuno, pero sin que esto sirva como para remplazar el Símbolo. Algunos cantos utilizados pueden ser un disfraz sentimental de la expresión de la fe que no es respetuoso con la Iglesia. ¿Canta el Dios de Abr.ih.ín, de Moisés, de David, el Dios de Jesucristo? Puede ser... , I l.iy que cantar a la vida? Ciertamente, pero cada cosa en su sitio.

I .ntonces, ¿hay que estar serio y triste para hacer la profesión de fe? No, de ningún modo. Pero hay que saber que la fe que confesamos no procede de nosotros y no vive sólo en nosotros. Tiene que poder unir­se ii la de los otros creyentes, como un símbolo a su otra mitad.

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9 EL BUEN USO DE LA ORACIÓN UNIVERSAL

Al restaurar la liturgia de la Palabra, la reforma litúrgica del Vatica­no II no se ha limitado a aumentar el número de lecturas y a abrir un abanico de posibilidades para su elección, ha querido especialmen­te, que puedan proclamarse en las lenguas vernáculas. Ha restable­cido también una estructura de diálogo. Así, la asamblea responde a la palabra que recibe de Dios. La oración universal es la cumbre de este diálogo que transforma en súplica esa Palabra.

Una función sacerdotal

«En la oración universal u oración de los fieles, el pueblo responde de alguna manera a la palabra de Dios acogida en la fe y ejerciendo su sacerdocio bautismal ofrece a Dios sus peticiones por la salvación de todos» [OGMR, n° 69 (45)]. Esta frase dice mucho sobre la oración litúrgica y también sobre lo que es la liturgia. Los fieles son aptos pa­ra dar culto a Dios, culto de súplica, de ofrenda del sacrificio y de ac­ción de gracias, porque están bautizados y por este sacramento, in­corporados a Cristo sacerdote. Los fieles no están ahí sólo para ellos, ni ruegan sólo por ellos, ni agradecen solamente por ellos. Suplican, ofrecen, agradecen en nombre de toda la Iglesia, que delega en ellos, para que ejerzan la función sacerdotal que les es propia, al servicio de la humanidad. ¡Quién hubiera pensado que nuestra oración uni­versal tiene tanto peso!

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Una función actualizadora

Es hoy, y no en otras circunstancias, cuando se proclama esa palabra, y no otra. Y nos preguntamos cómo incide en una categoría de per­sonas que viven tal acontecimiento o están en tal situación. «Con­viene que esta oración se haga normalmente en las misas a las que asiste el pueblo de modo que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los ^ohernantes, por los que sufren alguna necesidad y por to­dos los hombres y la salvación del mundo» [OGMR, n° 69 (33)]. ¡Es-!,i i-N un.i luiK'iún que no puede ser de ningún modo intemporal!

Una función de anuncio

No se reza nunca por lo que ya ha pasado. Esta evidencia nos re-ciieráa que la Palabra de Dios, por muy alejada que esté de noso­tros en el tiempo, tiene siempre en el seno de la Iglesia un sentido profético: anuncia la venida del Reino, y la homilía precisa dónde y cómo llega hoy. Este anuncio y su explicación se transformarán en oración común. La oración universal no es un examen de concien­cia de la comunidad reunida, ni un análisis de los problemas loca­les o mundiales; es una oración para que el Reino de Dios crezca allí donde ya está implantado y se implante donde aún no lo está. Una oración que atañe a las realidades concretas del mundo que nos rodea. Una función de anuncio, que de ningún modo puede ser alarmista.

Una función universal

La comunidad está reunida, pero, en primer lugar, no ruega por ella. Al contrario, la oración universal realiza la función de hacer salir de sí misma a la comunidad, presentándole otra mayor: la Iglesia uni­versal, los gobernantes públicos, todos los necesitados [OGMR, n° 70 (46)]. Sólo cuando ha hecho esto, puede mirarse. A esto hay que añadir que la verdadera oración de la asamblea es la oración euca-rística: «Imploramos tu bondad sobre todos...». Y muchas veces lo

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que se dice es «por nosotros», «para que nosotros...». Y, ¿cómo pue­de ser universal el «nosotros»? ¡Es ésta una función que no puede ser egocéntrica!

Una función que debe ejercerse

Dicho esto, queda todavía mucho por hacer y por redactar. A las re­flexiones precedentes se pueden añadir estas otras:

— No se ruega por ideas, sino por personas. No se pide por la li­bertad, sino por los que están privados o por los que la quitan.

— Las intenciones cortas son siempre las mejores.

— Una sucesión de intenciones puede tener de oración sólo el nombre.

— Las intenciones que presentan la revistas puedan ayudar, pe­ro siempre habrá que tener en cuenta Jas necesidades con­cretas, mundiales y locales.

— Orar compromete... aunque no se trate de «nosotros» en esa oración.

— La introducción a la oración universal y la conclusión las ha­ce el sacerdote; las intenciones, los fieles y los diáconos.

— La oración universal no se hará sin la preparación y la realiza­ción que harán el sacerdote y los fieles. Sin embargo, en la ac­ción litúrgica, ya no es su oración, sino la de Aquel que «está siempre vivo para interceder por los hombres» (Hebreos 7,25).

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10 EL BUEN USO DE LA PREPARACIÓN DE LAS OFRENDAS

¡Qué difícil es perder las costumbres! Hace más de veinte años que el Misal Romano de Pablo VI reemplazó «el ofertorio» por «la prepara­ción de las ofrendas». Sin embargo, ¿qué decimos que sigue a la ora­ción universal?

La cuestión del cambio

Si sólo se traíase de un juego de palabras no valdría la pena abor­darlo. Sin emlurgo, con ese cambio de nombre, la reforma litúrgica busca un cambio radical.

— Durante los diez siglos que precedieron al Vaticano II, el «ca­non» de la misa se rezaba «en secreto»; sólo el prefacio y el fi­nal, Per omnia, se decían en voz alta.

— Durante esos mismos siglos, el ofertorio se cargaba de ora­ciones privadas expresando la ofrenda del sacrificio y la in­dignidad del celebrante.

— De tal modo que en los primeros ensayos de la restauración litúrgica, para expresar la ofrenda de los fieles, se cargó aún más el ofertorio con «la muchedumbre inmensa de todos los hombres...».

— Pero, el único y gran ofrecimiento de la misa es el que hace Cristo de sí mismo al Padre y nos ofrece con Él. Este ofreci-

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inienlo no se realiza en el ofertorio; se expresa y se realiza en la plegaria eucarística.

— Lógicamente, la reforma conciliar ha rehabilitado la plegaria eucarística y ha dejado al ofertorio en su papel de «prepara­ción de las ofrendas».

Preparar las ofrendas

Es verdad que, a pesar de todo, queda en muchos una cierta nostal­gia del ofertorio. Esto nos lleva a dos consideraciones y algunas pro­puestas:

— Primera consideración: sólo pueden tener nostalgia del ofer­torio los que no han captado la profundidad de la plegaria eucarística. No se enriquecerán manteniendo la palabra «ofertorio», ni cargando su espiritualidad, sino procurando ahondar en una catequesis mistagógica de la ofrenda del sa­crificio en la plegaria eucarística.

— Segunda consideración: la misa no es una imitación de la Ce­na, sino que la actualiza, realizando el memorial del Señor. Partir la hostia cuando se dicen las palabras de la consagra­ción, es del orden de la imitación, no del memorial, líl me­morial reproduce ritualmente los gestos que hizo Cristo:

• toma en sus manos el pan: preparación de las ofrendas; • da gracias: plegaria eucarística; • lo parte: fracción del pan; • lo entrega: es la comunión.

Así, la preparación de las ofrendas recobra, en la renovación litúr­gica, la parte muy relevante del primer gesto de la misa, en respuesta al mandato del Señor en la Cena: «Haced esto en memoria mía».

Algunas propuestas

Son simplemente, la aplicación de la OGMR, n° 73 (49).

— Preparar el altar. Un altar «vacío» señala la importancia de lo que va a suceder en él. Se va a preparar dignamente, lo que

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va a recibir: el pan y el vino. Si ya tiene encima muchas co­sas, puede no parecer «la mesa del banquete del Señor» (1 Co­rintios 11,20).

— Además, la patena, o el copón y el cáliz, no deben estar en el altar desde el comienzo de la misa, pues «se recomienda que los fieles presenten el pan y el vino» [OGRM, n° 73 (49)]. In­cluso en las iglesias pequeñas, se aconseja que estén a una cierta distancia del altar para que la presentación por los fie­les al sacerdote o al diácono que recibe esas ofrendas, tenga un significado visible.

— Se pueden aportar otras ofrendas (dinero, dones materia­les,,.), pero sólo deben ponerse sobre el altar el pan y el vino para la eucaristía.

— Normalmente, las oraciones de la preparación las dice el sa­cerdote en voz baja, antes de poner el pan y el vino en el altar, sobre todo si hay música o canto. Si no, se admite que se di­gan esas oraciones en voz alta, pero con menos intensidad que cuando se proclama la plegaria eucarística.

Estos dones de pan y vino que Dios nos da y le ofrecemos, se con­vertirán en el cuerpo y sangre de Cristo. Y nosotros con El, le dare­mos gracias.

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11 EL BUEN USO DEL PAN ÁCIMO

Se dice que Jesús tomó el pan, no se dice: el pan ácimo. ¿Por qué las hostias son de pan ácimo y no con levadura?

La práctica de emplear el pan ácimo nos ha llegado del judaismo, pero su nombre procede del griego dzumé, que significa «levadura» y, si al nombre precede la a, «privación». En hebreo, el pan sin leva­dura se llama matza, que se utiliza casi siempre en plural: matzoth.

En la antigüedad, el pan ácimo formó parte de los ritos de las fiestas de primavera. Simboliza la renovación completa de la natu­raleza y su fruto será la cosecha reconocida y anunciada como un bien que nos da el Creador. Cuando se establece la Pascua judía, es­ta práctica del pueblo agrícola y sedentario se une a la de los pueblos nómadas que, en esa misma época del año, ofrecen los corderos re­cién nacidos para pedir la protección de Dios sobre el rebaño, cuan­do inician la trashumancia. Por eso, el pan ácimo y el cordero son los principales componentes de la cena pascual en la que los judíos con­memoran su salida de Egipto.

La Cena y la Pascua

Surge la pregunta de si la Cena fue la comida de la Pascua. Sí, según san Lucas (22,14-20), y esto es lo que ha recogido la liturgia y la men­talidad común. Pero, según san Juan, no parece probable, pues dice que el Viernes Santo era el día de la preparación de la Pascua (19,14). Entonces, no hay constancia de que Jesús utilizase el pan ácimo pas-

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cual al instituir la eucaristía. Sea lo que sea, la tradición cristiana li-> considerado siempre la eucaristía como alimento pascual; san Pablo llega a decir que «Cristo es nuestra Pascua» (1 Corintios 5,7). Esta fe en el carácter pascual de la eucaristía es la que permite a la liturgia presentar antes de la comunión el pan consagrado y decir: «Este es el cordero de Dios...», ¡y nosotros creemos que es el cuerpo de Cristo!

De la Cena a la Misa

No está clara la cuestión de saber qué clase de pan se utilizó en las eucaristías de los primeros siglos. La mención del pan ácimo que ha­ce Pablo en 1 Corintios, 5,6-9, puede ser la referencia a una práctica o tal vez, una figura simbólica. En todo caso, se pasó muy pronto del pan sin levadura al pan ordinario y hay constancia de las reclama­ciones que se hicieron en los siglos vm y ix, pidiendo el uso del pan ácimo. Todo esto dio lugar a una bonita y encendida discusión entre cristianos griegos y latinos.

Dejando aparte el significado pascual del pan ácimo, el hecho de que el pan sin levadura se conserve mejor, que se guarde durante cierto tiempo y que los cristianos no hagan ya la ofrenda de su pan, ha dado ocasión para que el uso del pan ácimo se generalice en la Iglesia latina a partir del siglo xi. Los Orientales conservan el uso del pan con levadura.

Pan que sea pan

Con todo el respeto que merecen los que fabrican las hostias, hay que reconocer que su producción mecánica no facilita el reconocimiento del pan en ellas. Se hará todo lo posible para preferir las que son más gruesas y doradas, porque las que son muy delgadas cuesta más que parezcan y sepan a pan. Lo mismo, para que el gesto esencial de la fracción recobre su sentido, se utilizarán preferentemente las hostias grandes, que no están reservadas al sacerdote; incluso se pueden uti­lizar muy grandes (15 cm o más), que parezcan una galleta grande de pan ácimo.

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I :• i muí h.is circunstancias: comunidades religiosas, asambleas parroquiales restringidas, reuniones de grupos o movimientos, el Jueves Santo, etc. se podrá fácilmente elaborar una auténtica galleta de pan ácimo. Damos la receta.

Receta para unas cuarenta personas

— 150 gramos de harina; 20 gramos de aceite de oliva o de man­tequilla, 3 gramos de sal.

— Bien amasado con agua tibia para obtener una pasta firme.

— Estirarla de modo que quede plana y con cierto grosor y se­ñalar los pedazos en que se va a partir.

— Cocerla de 15 a 20 minutos, y poner al lado un recipiente con agua para que el vapor impida que el pan cocido se seque de­masiado.

Se podría pensar que estos trabajos culinarios son despreciables al lado del misterio de la presencia real. Pero fue el mismo Señor el que escogió el pan, no nosotros. Es bueno respetar su voluntad de dársenos como comida y que el gesto de la fracción del pan y el pan compartido digan y hagan lo que El quiso que hiciésemos como me­morial suyo.

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12 EL BUEN USO DE LA GOTA DE AGUA

(¡ Merece un capítulo de este libro una simple gota de agua vertida en el cáliz, al preparar las ofrendas? El Ordo Missae, [OGMR, n° 75 (103)], iüce que se acompañe de una fórmula en voz baja.

Tan insignificante como parezca es un gesto; algunos piensan que podría suprimirse y, sin embargo, tiene un sentido profundo, muy rico de contenido, y pide una reflexión.

¿Por qué «un poco de agua»?

En ninguno de los relatos de la institución de la eucaristía se men­ciona el agua en la Cena, excepto para rebajar el efecto del vino, de­masiado fuerte para beberse puro. Jesús y sus discípulos segura­mente lo hacían así y desde el año 150, san Justino precisa en su primera Apología, en los capítulos 65 y 67, que cuando se terminan las oraciones (lo que ahora es la oración universal), «los hermanos llevan al que preside pan y una copa de vino y agua mezclados».

Admirable intercambio

Pero esta costumbre que podríamos decir de origen dietético y de moderación, muy pronto tendrá un significado místico, el único que permanece hoy, no el que los vinos estén más rebajados.

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S.ni ( ipi i.nio de C '.írlago, un siglo después de san Justino, com­bate a los nósticos que rehusan el vino y da una nueva interpreta­ción: «Si alguien ofrece sólo el vino, no estamos nosotros en la sangre de Cristo; si sólo se ofrece agua, es el pueblo el que está sin Cristo».

Con san Agustín, otro siglo después, se llegará a la fórmula del «admirable intercambio»; tan bien expresada en la oración actual: «Por el misterio de esta agua y vino, haznos partícipes de la divini­dad de Aquel que se dignó participar de nuestra humanidad»; ora­ción entresacada de la fiesta de Navidad (Oración colecta), es decir, del misterio de la Encarnación.

Hay que añadir que la interpretación oriental es aún más cristo-lógica. Pues en la mezcla del agua y el vino ve el símbolo de la unión de la humanidad con la divinidad en la persona de Cristo Jesús, a no ser que esto recuerde la «sangre y agua» (Juan 19,34) que brotaron del costado de Jesús en la cruz, herido por la lanza.

Nuestra divinización

Hasta aquí nos ha llevado esa gota de agua. Este gesto nos dice que los fieles tienen derecho a una catequesis que una su fe con la acción litúrgica. Falta definir cuándo y cómo.

En las homilías del tiempo de Navidad (mejor que en ese día) se puede ir haciendo alusión a este gesto de la eucaristía. Si además se hace, como pide el Ordo Missae (Ordinario de la misa), la ofrenda de los dones por los fieles —el pan, el vino, el agua—, bastará con re­cordar su significado de vez en cuando, para que el sentido de este gesto lo comprendan y vivan todos.

San Atanasio decía de Cristo: «Se hizo hombre para divinizar­nos». Este misterio no lo captaremos con razonamientos. Pero este gesto tan simple de una gota de agua en un poco de vino, cala hon­do en nosotros.

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13 EL BUEN USO DE LA PLEGARIA EUCARÍSTICA

La plegaria eucarística está en el corazón de la misa. No se va a tra­tar aquí de sus orígenes ni de su sentido, sino sólo de los criterios que han llevado a establecerla.

Una acción

La plegaria eucarística es un acto, una acción, más que un texto: eu­caristía significa acción de gracias. Esta acción es uno de los cuatro actos que Jesús realiza en la Cena, expresados por los cuatro verbos del relato de la Institución: tomó el pan (preparación de dones); dio gracias (plegaria eucarística), lo partió (fracción del pan) y lo entre­gó (comunión). La plegaria eucarística y principalmente el relato de la consagración incluido en ella, no es sólo una acción del sacerdote, aunque como presidente le corresponda en su ministerio, sino tam­bién de toda la asamblea. Es la asamblea la que da gracias, ofrece, co­mo lo prueba el hecho de que esta plegaria eucarística esté redacta­da en primera persona del plural: «Nosotros te presentamos... te ofrecemos...». La Ordenación General del Misal Romano (n° 79, (62), lo dice así:

«La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la víctima in­maculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos».

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Una oración

Este texto de la [llegaría eucarística no es una narración ni una lec­tura, aunque el sacerdote lo lea. Es una oración, es decir, una pala­bra pública que el sacerdote dirige, no a la asamblea, sino a Dios Pa­dre en nombre de la asamblea.

El modo cómo el sacerdote proclame la oración y el modo cómo la asamblea la escucha, deben ser significativos. La entonación for­ma parte del acto.

El relato de la institución surge en medio de la plegaria eucarís­tica, pero no para interrumpir la recitación, sino para cambiar el gi­ro: ahora la recitación es en tercera persona y recuerda el acto fun­damental del que procede la eucaristía que se está realizando. Con este cambio de género literario y también de tono, el relato de la ins­titución significa que:

— La eucaristía no nos pertenece a nosotros ni al sacerdote (la palabra «cuerpo» no es, evidentemente, el cuerpo del que la pronuncia).

— La acción de gracias que incluye este relato es la de Cristo. Se hace nuestra porque Cristo la une a la suya, haciendo pre­sente entre nosotros su Cuerpo y su Sangre derramada, en el pan y el vino consagrados.

Por esto, la Iglesia reserva la plegaria eucarística al sacerdote; pe­ro el verdadero presidente de la eucaristía no es el sacerdote, es Cristo. No obstante es normal que la acción de gracias de Cristo a su Padre se proclame en la asamblea por el que está ordenado sacramental-mente para representarlo como «cabeza del cuerpo de la Iglesia» (Colosenses 1,18).

Elección del texto

Disponemos de varias plegarias eucarísticas. Cada una tiene sus par­ticularidades, las cuales deben ser conocidas por los sacerdotes y también por los equipos de liturgia, de modo que al preparar una misa sepan elegir lo que más conviene. El Misal tiene también un buen número de prefacios y algunos textos añadidos en ciertas cir­cunstancias, tales como: «En este primer día de la semana».

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Se comprende que los fieles pueden escoger entre las plegarias eucarísticas, pero después de haber discernido su elección.

Participación de la Asamblea

Es verdad que la participación de la asamblea en la plegaria euca-rística parece débil si se tiene en cuenta el largo monólogo del sa­cerdote, siendo la asamblea el sujeto propio de la acción. No olvi­demos, sin embargo, que gracias al diálogo antes del prefacio, nada comienza si ella no ha dado su consentimiento: «En verdad es justo y bueno...», y, gracias al amén del final, la acción de gracias termi­na con su ratificación. Algunas plegarias eucarísticas incluyen ala­banzas o bendiciones, invocaciones (epíclesis) al Espíritu Santo: «Ven Espíritu...», o cortas intervenciones contemplativas en la con­sagración: «Cuerpo de Cristo entregado por nosotros», y repeticio­nes de intercesión: «Acuérdate...».

Pero sobre todo, que sea la asamblea la que cante el Sanctus y aclame a Cristo que vino, viene y vendrá. Cada domingo, millones de mujeres y hombres se sobrecogen ante la inconmensurable ma­jestad de Dios y lo aclaman cantando «Santo, Santo, Santo...».

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14 EL BUEN USO DE LA ANAMNESIS

«Haced esto en memoria mía».

Todos los creyentes sienten confusamente que esa palabra, que tie­ne más de veinte siglos, es al mismo tiempo muy actual. Es el eje al­rededor del cual giran los componentes de la eucaristía y de toda la vida de fe: «¡Es grande el misterio de la fe!».

En memoria

Esta palabra procede del griego anamnesis, que traduce la del hebreo zikkaron.

¿Qué significado tenía antes de Jesús? y ¿qué ha querido decir­nos al emplearla?

Por primera vez aparece en la Biblia a propósito de la revelación de Dios a Moisés en el episodio de la zarza ardiente: «Este es mi nombre para siempre; es el memorial (zikkaron) por el que seré invo­cado de generación en generación» (Éxodo 3,15). Y unos capítulos más adelante, en la institución de la fiesta de la Pascua: «Este será un día memorable (zikkaron) para vosotros» (Éxodo 12,14).

Hacer memoria es, pues, un acto cultual que se apoya en un he­cho pasado (zarza ardiente, salida de Egipto, institución de la euca­ristía en la Cena), para celebrar su actualidad e incluso su actualiza­ción en el caso de la Pascua y de la eucaristía, al mismo tiempo que anuncia su futuro. Sin emplear esa palabra, san Pablo expresa per-

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fectamente su contenido en la primera carta a los Corintios: «Cada vez que coméis este pan y bebéis de esta copa, proclamáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Corintios 11,26).

La paradoja de la anamnesis

!;.stíi os la paradoja: el Señor acaba de hacerse presente en el pan y el vino consagrados. Apenas han pasado treinta segundos, y la liturgia nos hace decir: ¡Ven, Señor Jesús! Si ya está aquí, ¿por qué pedirle que venga?

Esta paradoja es tan chocante que viene la tentación de supri­mirla, y es lo que hacen muchos cantos que, desgraciadamente, sin pensar, se utilizan en este instante de la misa pero que no tienen na­da que ver con la anamnesis ni con aquello que ella revela y celebra.

Se piensa que no se trata nada más que de una aclamación o de un canto de alabanza. Se piensa que no se trata nada más que de re­cuerdo y de un toque de atención y se canta: «Acuérdate de Jesucris­to». Sin embargo, eliminando la paradoja, toda la dinámica de la fe se borra. La anamnesis litúrgica se apoya en el pasado: «Anunciamos tu muerte», para inmediatamente proclamar el presente: «Proclamamos tu resurrección». Y evocamos el futuro: «Ven, Señor Jesús».

¿Por qué este canto habla de Cristo en lugar de hablar a Cristo que está presente? Las tres dimensiones están presentes en él y son vivi­das en un momento. Hay falsas aclamaciones de anamnesis que no son nada más que cantos muy laudables, pero que no tienen aquí su sitio propio.

La dinámica de la fe

«Porque nuestra salvación es en esperanza, y una esperanza que no se ve, no es esperanza, pues, ¿cómo es posible esperar una cosa que no se ve? Pero esperar lo que no vemos es aguardar con perseveran­cia» (Romanos 8,24). Esta es la dinámica de la fe: esperar con una es­pera activa. San Lucas lo dice con fuerza, recordando las palabras so­bre la vigilancia: «Estén ceñidos vuestro lomos y vuestras lámparas

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encendidas, así como hombres que esperan a su señor...» (Lucas 12,35-48).

Evidentemente no hay aquí ningún atisbo de debilidad de la fe en la presencia de Jesús resucitado en la eucaristía. Se trata, por el contrario, de engrandecerla. En la eucaristía se nos da su presencia de modo oculto. Contentarse sólo con eso, reduciría el alcance de nuestra fe, de la promesa del Señor que «volverá en su gloria», y abre nuestra fe a la plenitud: «Ahora vemos como en un espejo, en enig­ma, lo que entonces veremos cara a cara» (1 Corintios 13,12).

La dinámica de la fe hace de nuestra vida una marcha en pos de Cristo, y en ella, la eucaristía es siempre el viático. La anamnesis la anuncia y la celebra.

«¡Maraña tha! Ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22,20).

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15 EL BUEN USO DEL PADRENUESTRO

Inspir.ulo en el Qaddish de la liturgia judía, el Padrenuestro es la ora-«ion i nstiiina más venerable e irreemplazable, es la oración del Se­ñor. No se trata aquí de comentarla, sino de reflexionar sobre el lu­gar que ocupa en la misa.

El lugar

La plegaria eucarística termina con el Amén de los fieles. Se entra ahora en los ritos para la comunión y los inicia el Padrenuestro. Poder llamar a Dios «Padre nuestro», es el primer fruto de la acción de gra­cias de Cristo a su Padre y el primer beneficio que nos trae la Nueva Alianza realizada por el Hijo ya presente entre nosotros bajo las apa­riencias de pan y vino consagrados.

Nos dice el Señor: «Cuando recéis, decid...» (Mateo 6,9). Las pa­labras del Padrenuestro son ya una comunión teologal que une a los cristianos de la asamblea con el que por su sacrificio y su Alianza ha hecho de ellos lo que también es Él: hijos de Dios, y pueden llamar­lo como Él lo llama: Padre. La comunión es el «nuestro», no el de los fieles entre sí, sino que es «nuestro» con Cristo incorporándonos a Él.

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La doxología

Una de las buenas ideas del Vaticano II ha sido la introducción de la doxología (palabras para glorificar) «tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria...». Esta aclamación procede de las liturgias orientales, que a su vez la tomaron del himno de los veinticuatro ancianos del Apocalipsis (4,11). No viene, como algunos pretenden, de la confe­sión protestante, aunque ellos la utilizaran antes que los católicos.

Recitado o cantado

Los dos modos están admitidos y cada uno tiene sus ventajas. El Pa­drenuestro recitado puede reforzar la unanimidad de todos los miem­bros de la asamblea, pues los que no cantan o no conocen la melodía, pueden unirse a todos. Además, no cabe duda de que esta oración, re­citada por todos, alcanza una expresión y una belleza notables.

Pero cantar comunitariamente el Padrenuestro tiene una fuerza y una belleza aún más admirables. Hay en el repertorio musical melo­días suaves, muy armoniosas, que expresan la asombrosa paradoja de exteriorizar lo que está interiorizado, y expresan admirablemen­te la contemplación. Existen otras melodías, más rápidas, que le gus­tan a los niños, con un estilo musical más ligero, pero que no pare­cen muy a propósito para el carácter orante y filial de esta oración del Señor. De todos modos, no se trata de saber si esta melodía gus­ta más o menos, sino de qué pide la liturgia en esa celebración.

El Padrenuestro dicho por todos

Es muy conveniente que estas dos palabras, «Padre» y «nuestro», sean pronunciadas por toda la asamblea, no sólo por el sacerdote. Des­graciadamente, muchas veces el sacerdote, al invitar a la asamblea a rezarlo, las une a la invitación y a la asamblea sólo le queda seguirle.

Hay un modo de invitar y sobre todo de pronunciar las últimas palabras, «nos atrevemos a decir...», seguidas de una pausa, que in­vita a la asamblea a decir: Padre nuestro.

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Las manos elevadas

Desde el Vaticano II, toda la asamblea, y no sólo el sacerdote, recita el Padrenuestro, que también se puede acompañar de la elevación de las manos de todos. No está incluido en las rúbricas, pero no está prohibi­do y es un bonito gesto. Incluso el sacerdote puede invitar a la asam­blea «a decir confiadamente y levantando las manos la oración que..». Así, la unanimidad de corazones no sólo se manifiesta con la voz, sino también con la actitud del cuerpo, «el cuerpo de Cristo» orando a su Padre.

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16 EL BUEN USO DE LOS RITOS DE COMUNIÓN

Después de la preparación de los dones y de la plegaria eucarística, la eucaristía alcanza su cima con los ritos de comunión. Estos ritos no plantean ninguna dificultad, pero hay algunos puntos que pue­den ser revisados para mejorar la celebración.

El gesto de la paz

Es un gesto tradicional que acompaña a la eucaristía desde hace si­glos. Algunos sólo ven en él un saludo de compromiso o un deseo de paz utópico o superficial. Cuando se piensa así, se olvida que la paz que nos deseamos no es la que podemos dar nosotros, sino la del Señor, que nos la ofrece y que nosotros compartimos. Este enfoque lo ¡cambia todo! Pero, sin duda, será bueno recordarlo de vez en cuando a los fieles. Tal vez se podría dar la paz con las dos manos, de un modo diferente al saludo habitual.

La fracción del pan

Este fue uno de los primeros nombres que se le dio a la misa (cfr. el episodio de los discípulos de Emaús en Lucas 24,30 y la descripción de la primera comunidad cristiana en Hechos 2,42). Pero, hoy, si la misa no tuviera nombre, ¿se la llamaría «fracción del pan»? Este ges-

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to, tan carai lerístico de la liturgia familiar judía y de la práctica ilc Jesús con sus discípulos, este gesto esencial de la Cena y menciona­do en todas las plegarias eucarísticas, desgraciadamente ha perdido mucho de su fuerza y sentido, sobre todo con la utilización de hostias pequeñas. Sin embargo, es constitutivo de la eucaristía donde Cris­to rompe su cuerpo para que compartamos su vida, como fue roto en la cruz de modo físico y sangrante.

¿Cómo volver a darle profundidad a este gesto?

— Utilizando al máximo hostias grandes que necesiten un mí­nimo de fracciones.

— No utilizar para la plegaria eucarística más que un solo co­pón, y repartir las hostias en otros más pequeños, que sirvan para dar la comunión en varios puntos de la iglesia.

— Por parte del sacerdote que preside, sería una mala interpre­tación de este gesto partir la hostia grande durante la consa­gración al mismo tiempo que dice «lo partió», porque la mi­sa no es un mimo, sino un memorial actual de un sacrificio: el sacrificio que Cristo no cesa de ofrecer de su vida al Padre.

Cordero de Dios

Es una expresión que cuestiona. Algunos piensan que no correspon­de con la cultura contemporánea y reemplazan Cordero de Dios por un canto. Pero, si se elimina la expresión y la cuestión que plantea, se elimina también la posibilidad de dar una explicación y, por lo tanto, la comprehensión del acto por el que Cristo nos da la vida.

Porque su sacrificio cruento en la cruz es único (Hebreos 7,27), Cristo quiere ofrecer su beneficio en todos los tiempos y reemplaza el cordero pascual por aquello que se comía con él: pan ácimo y vino. Y, porque ese único sacrificio cruento fue perfecto, ni una sola gota de sangre ni de hombre ni de animal debe derramarse después.

Por esta razón, cuando decimos o cantamos Cordero de Dios, no inmolando un cordero, sino que se parte el pan consagrado. El sa­cerdote que preside no se detiene: como sucede en el Gloria y en Sanc-tus, sino al contrario: mientras se dicen esas palabras, él parte la Hos­tia grande, pone las pequeñas en los copones para la comunión y

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distribtiye el ( uci | >< u le Cristo a los que están con él en el altar y lue­go a otros líeles. I isla es también la razón por la que, mostrando un trozo de pan, y no un cordero, el sacerdote dice a la asamblea: «Este es el Cordero de Dios».

«Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Corintios 5,7).

¿Cómo se podrá comprender y vivir este misterio por la asam­blea, si en alguna ocasión (lectura bíblica, homilía) no se comenta?

Dichosos los invitados

No es raro oír la fórmula del Misal: «Dichosos los invitados a la me­sa del Señor», cambiada por: «Dichosos somos por ser invitados...». Se comprende la preocupación pastoral de acercar más la liturgia a los fieles. Pero, sin querer, se reduce considerablemente el alcance de la frase. Dos textos del Nuevo Testamento están en su origen: «Di­chosos los invitados a la Cena del Cordero» (Apocalipsis 19,9) y la parábola de los invitados reemplazados por gente pobre, en Lucas 14,15-24: «Dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios». (La pa­rábola del festín de bodas, en Mateo 22,1-10, es paralela pero no con­tiene la frase citada.)

En ambos casos, se trata de una invitación muy amplia: «Una multitud inmensa», dice el Apocalipsis; a «los pobres, los lisiados, los ciegos y los cojos», alude san Lucas, ya que los verdaderos invi­tados declinaron la invitación.

Esto significa que la fórmula del Misal no concierne sólo a la asamblea. Tiene un sentido de fe que va más allá de la asamblea vi­sible, y también de la invisible, la Iglesia, y revela a los que van a co­mulgar que no son ellos solos los invitados; también lo son el pobre que está a la puerta de la iglesia, el anticlerical que vive en la plaza, los jóvenes, niños, adultos y mayores que asisten a la misa, aunque hayan dejado de practicar, toda la humanidad está invitada a parti­cipar en el festín eterno del Reino.

Cuando las palabras «comunión» y «misión» están precisando las orientaciones pastorales, la fórmula: «Dichosos los invitados a la mesa del Señor», tiene un gran contenido y nunca será oportuno re­ducir su alcance, aún menos en el día de hoy.

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Los ministros extraordinarios de la comunión

El sacerdote celebrante puede pedirle a uno o varios laicos que le ayuden a distribuir la comunión. Conviene precisar algunos puntos:

— Los que van a ayudar deben saberlo de antemano. Repartir la comunión es tarea normal del sacerdote; para el laico, es una acción extraordinaria y que deja huella, incluso cuando se hace de vez en cuando, por eso es necesario que se prepa­re espiritualmente.

— Sin que sea algo sistemático, sería bueno que el lector que ha ofrecido el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios, distribuya también el pan del Cuerpo de Cristo (cfr. Va­ticano II, Constitución dogmática de la Revelación divina, Dei Verbum, n° 21).

El Misal Romano dice que los ministros extraordinarios de la co­munión reciben la bendición del celebrante al terminar la invocación del Cordero de Dios. Esto quiere decir varias cosas:

— Hay una bendición para los ministros extraordinarios de la comunión. ¿Por qué casi nunca se da esa bendición? Sería el modo de confirmarle oficialmente en esa función, sea cual sea su sentimiento de indignidad. Respecto a la asamblea, mani­festaría que no se trata ni de un honor ni de un privilegio, si­no sencillamente de un ministerio, es decir, de un servicio.

— Si el ministro recibe esta bendición después del Cordero de Dios, es que está cerca del altar, no llega de improviso cuan­do el sacerdote deja el altar para distribuir la comunión. El momento de acercarse al altar se sitúa entre el Amén de la plegaria eucarística y la monición de introducción del Padre­nuestro, cuando va a comenzar el rito de la comunión.

— En fin, el Misal precisa que sacerdote y ministros comulguen al mismo tiempo y antes de iniciar la distribución de la co­munión, a ser posible, bajo las dos especies.

Comunión, ¿en la boca o en la mano?

Según la Instrucción Memoriale Dominum promulgada por la Congre­gación para el Culto Divino (del 29 de Mayo de 1969) se concedía a las

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Conferencias Episcopales el poder pedir permiso para distribuir la Sa­grada Comunión a los fieles en la mano.La Conferencia Episcopal Es­pañola elevó la petición el 23 de Enero de 1976. La Congregación para el Culto Divino otorgó dicha autorización el 12 de Febrero de 1976 con esta respuesta: «Concedemos a España la práctica de poner el Pan con­sagrado en la mano de los fieles conforme a las normas de la Instruc­ción: Modo de administrar la Santa Comunión (A.A.S. 1969). Esta es la nor­ma que adopta la OGMR (n° 161). Los fieles son completamente libres de elegir. Dicho esto, es bueno recordar de vez en cuando, la legitimi­dad de las dos modalidades, sobre todo para los cristianos de las ge­neraciones posteriores al Vaticano II. Se les puede explicar que la co­munión en la boca no se generalizó en la Iglesia Occidental hasta el siglo x o el XI. Un liturgista decía maliciosamente que «hoy, los verda­deros conservadores son los que comulgan en la mano».

Bajo las dos especies

Los principios dogmáticos establecidos por el Concilio de Trento si­guen en pie (especialmente aquellos sobre el pleno valor de la comu­nión donde la eucaristía es recibida bajo la especie de pan nada más). La constitución sobre la liturgia, Sacrosanctum Concilium (n° 55) abo­gaba por el restablecimiento de la comunión bajo las dos especies. La OGMR (n° 281) reconoce que «la comunión tiene una expresión más plena por razón el signo cuando se hace bajo las dos especies».

Si es así, ¿por qué ocurre que se lleve a la práctica tan pocas ve­ces? Si algunas razones prácticas impiden su frecuencia, al menos podrían participar de las dos especies los que realizan un ministerio o una función litúrgica en la misa: lectores, animadores del canto, los que ofrecen los dones, etc.

Bebiendo del cáliz o mojando

La comunión por intinción (mojar una parte de la hostia en el cáliz) es una forma legítima de comunión bajo las dos especies [OGMR, nn.85,281-287 (200.246.247)].

Si se adopta esta modalidad de la comunión por supuestas razo­nes de higiene, habrá que dudar de las consecuencias desagradables

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que podían tener en algunos enfermos pensando que son responsa­bles de esa práctica. (Esto no concierne a los portadores de sida, pues no se transmite por la saliva.)

Hay que recordar que, sobre todo bebiendo del cáliz en la comu­nión, se realiza más perfectamente la plenitud del signo eucarístico y la respuesta al mandamiento del Señor: «Tomad y bebed».

En todo caso, el sacerdote celebrante, debe beber la sangre de Cristo [OC.MR, n° 268 y 284 (116)] y sería deseable que los celebran­tes hicieran lo mismo.

Recibir o servirse

I •• I reí ucnle que, en la misa con grupos pequeños, los participantes ••<• p.isen unos a oíros el copón con las hostias consagradas y se sirvan • líos mismos.

I'ara respetar aún más lo que hizo Jesús en la Cena —tomó el pan, lo partió, lo dio—, sería preferible que, incluso en los pequeños grupos, un ministro pasara ante cada uno de los asistentes, dándole el Cuerpo de Cristo.

Adoración

Algunos sacerdotes estiman que la adoración eucarística es escasa en la misa y tienen la costumbre de dejar un tiempo de silencio des­pués de la genuflexión que sigue a la elevación. Sin hacer una valo­ración de conciencia a este respecto, no parece que sea este el mo­mento de hacer ese silencio. La oración eucarística es un todo que no tiene pausas, ni siquiera piadosas, y que, además, es la más sublime de las adoraciones pues nos introduce en la acción misma de Cristo por la que rendimos a Dios gracias por las recibidas de El.

No es necesario precisar que no hay acto más verdadero de ado­ración que el de la comunión, pues consiste en «llevar en la boca» (ad os = adorare) el cuerpo del Verbo hecho carne. Por eso, no puede ha­ber ningún momento más «adorador» que el silencio que sigue a la comunión, pues se lleva en la boca a Aquel que sólo El merece nues­tra adoración.

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17 EL BUEN USO DE LA COMUNIÓN A LOS ENFERMOS

San Justino, en el año 150, hace la primera descripción de las misa en su primera Apología, n" 67, y señala que «por el ministerio de los diá­conos, se lleva a los ausentes, su parte» (es decir, una parte de los ali­mentos consagrados).

El Ritual de los sacramentos para enfermos señala la importancia de esta acción:

«Llevar la comunión a un enfermo es un gesto de fe y una ayuda fraterna de la comunidad eucarística con sus miembros ausentes: un miembro de la asamblea eucarística sacerdote o laico, lleva al que no puede participar, el consuelo de la Palabra y el pan o el vi­no eucarístico compartido en la asamblea. De este modo, el enfer­mo queda unido a esa asamblea y sostenido con ese gesto de fra­ternidad cristiana».

Muchos cristianos lo han entendido así, especialmente los que se dedican a la pastoral de la salud. Pero hay que reconocer que esa práctica no esta tan generalizada como se desearía.

La comunión a los enfermos puede llevarla cualquiera y en cual­quier momento. La primera razón de la Reserva eucarística es ésta. Aquí vamos a tratar de lo que se deriva de la misa del domingo, ha­ciendo alusión:

— al Misal, — al Ritual de los sacramentos para los enfermos, — al Ritual de la eucaristía fuera de la misa.

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La eucaristía confiada a quien va a llevarla

La persona que llevará la comunión al enfermo, si está participando en la celebración eucarística, cuando se acerca a comulgar puede pe­dir al que distribuye la comunión una hostia suplementaria. Pero hay otra modalidad más comunitaria y más litúrgica: después del gesto de la paz, o mejor aún, entre el amén de la plegaria eucarística y l.i monición del Padrenuestro, el sacerdote que preside invita a subir ,il aliar a los que van a llevar la eucaristía a los enfermos al finalizar 1.1 misa. El Misal da opción a dos fórmulas para bendecir y enviar a los portadores de la comunión. Por supuesto, pueden comulgar ba­jo las dos especies.

Esta modalidad es preferible, pues se considera como un acto li-Uirgico que concierne a toda la asamblea y no sólo a uno de los miembros que actúa individualmente. Supone que el sacerdote cele­brante esté al tanto y pueda pedir a la asamblea —en la oración uni­versal o en la plegaria eucarística— que rece por los enfermos: «Es­pecialmente por los enfermos de la parroquia...».

Algunas asambleas, para marcar más el carácter comunitario de es­te gesto, han llagado a situarlo entre la bendición y el envío, o, mejor, entre el Amén de la oración después de la comunión y la bendición.

Algunas puntualizaciones prácticas

— El Ritual de los sacramentos para los enfermos (n° 31) dice que se llevará la eucaristía en un portaviáticos o de algún otro mo­do apropiado. El portaviáticos es el medio más sencillo y más significativo. Si no lo hay, se puede emplear una cajita sin na­da grabado o un sencillo pañuelo nuevo y bien doblado.

— Si el estado del enfermo le impide tomar algo sólido, se le puede dar la eucaristía sólo bajo la especie de vino. Se tendrá aún más cuidado con la dignidad del envase que se utilice.

— Las personas que están junto al enfermo (familia, enferme­ras, etc.) pueden comulgar con él. Pero el que lleva la comu­nión y la ha recibido ya en la misa, no lo hace otra vez.

— Es normal que algunos enfermos quieran comulgar en el mo­mento en que se hace en la misa televisada. Habrá que recor-

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d.irles qur l.i comunión de los enfermos es un acto litúrgico de l,i comunidad local y que el que se la lleva cumple un mi­nisterio. Por tanto, no debe dar la primacía a la imagen de la televisión ni dejarle al enfermo la eucaristía para que él mis­mo se dé la comunión en ese momento televisivo. Forma par­te del signo sacramental de la eucaristía que se entregue y se reciba.

Todos, visitantes y enfermos, se atendrán al Ritual de la eucaristía fuera de la misa, que cita la Instrucción sobre el misterio eucarístico del papa Pablo VI:

«Se enseñará cuidadosamente a los fieles esto que sigue a conti­nuación: incluso cuando se comulga fuera de la celebración de la misa, se unen íntimamente al sacrificio que perpetúa el de la cruz; participan en ese banquete sagrado en el que, por la comunión del cuerpo y sangre del Señor, todo el pueblo de Dios participa de los beneficios del sacrificio pascual, renueva el sello de la Nueva Alianza hecha por Dios con los hombres, una vez por todas, con la sangre de Cristo. Este banquete eucarístico, en fe y esperanza, pre­figura y anticipa el banquete escatológico en el Reino del Padre, anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva».

Es útil recordar, ya que muchos no lo conocen, que hay un Ritual de la eucaristía fuera de la misa compuesto de cuatro capítulos:

1. Rito ordinario de la comunión en una celebración comunita­ria sin misa.

2. La comunión y el viático llevados a los enfermos por un mi­nistro extraordinario (alguien que no es el sacerdote).

3. Diferentes formas de culto a la eucaristía:

— exposición del Santísimo Sacramento; — procesiones eucarísticas; — congresos eucarísticos.

4. Anexo (referencias bíblicas, oraciones, cantos, etc.).

Hay folletos y páginas en algunos misales de los fieles que pre­sentan materiales para el laico que lleva la comunión, con el fin de que pueda hacer de este servicio una acción litúrgica. Pero los ele­mentos que se aportan están seleccionados entre otros más, y faltan los textos de presentación y las notas pastorales. Es de suma impor­tancia que todo esto se sepa para que se capte bien el sentido, el con­tenido y el modo de realizar cada acción.

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No decimos que cada fiel tenga el Ritual. Es conveniente que el capellán del hospital y el de la clínica tenga el Ritual y que las parro­quias puedan ponerlo a disposición del que lo necesite, así como que organicen encuentros para reflexionar sobre su contenido y los dife­rentes modos de realizarlos.

Dentro de casa

Al principio del capítulo se han presentado las reglas generales pa­ra líi comunión de los enfermos y cómo se actúa en las misas con al­guien que va a llevarles la comunión.

Vamos a ver ahora, cómo se desarrolla este acto en una habita­ción de la casa o del hospital.

Ante todo, debe haber un mínimo de orden y limpieza. Sobre una mesa, cubierta con un mantel, habrá un crucifijo y una vela y, si se pue­de, también unas flores. En esa mesa se deposita el portaviático.

La celebración (dice el Ritual que se trata de una celebración) se realiza del modo siguiente:

— Entrada: saludo afectuoso al enfermo y a los que están con él; por ejemplo: «Paz a esta casa y a todos los que viven en ella».

— Preparación penitencial compuesta por una invitación a la pe­nitencia, el elemento penitencial (las tres invocaciones de la mi­sa: «Tú que has sido enviado...» u otra fórmula inspirada en és­ta, o el Yo confieso, o un acto de contrición, etc.) y la oración del perdón: «Dios todopoderoso tenga misericordia...».

— La Palabra de Dios: puede ser la de la liturgia del día o la que se estime más conveniente para el enfermo, teniendo en cuenta su situación.

— La oración común: puede ser la oración universal de la litur­gia del día o la oración inspirada que se acomode a las cir­cunstancias del enfermo.

— La comunión: se compone de la recitación del Padrenuestro, la fórmula: «Dichosos los invitados...», el don de la eucaris­tía al enfermo según el modo que convenga de acuerdo con su estado de salud (en la mano, en la lengua, bajo la especie de vino consagrado) y una oración de acción de gracias.

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— Se concluye con la bendición: «La bendición de Dios todopo­deroso. ..». Se le puede añadir un Avemaria o, si es posible, un canto.

Señalar que la fórmula de la bendición, como la petición de perdón arriba mencionada, es la fórmula oficial. Si es un se­glar el que la realiza pasa del «vosotros» al «nosotros».

El rito breve

Se compone solamente del saludo, las fórmulas: «Dichosos los lla­mados...», «Señor no soy digno...» y la comunión.

Tiene lugar:

— cuando la persona que lleva la comunión lo hace a varios en­fermos;

— cuando el enfermo está cansado;

— cuando el entorno, por ejemplo en un hospital, pide discreción.

En fin, sería bueno reunir de vez en cuando a las personas que realizan el servicio de llevar la comunión a los enfermos, para que com­partan sus dificultades, sus alegrías, formulen preguntas y comple­ten su formación.

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18 EL BUEN USO DE LOS RITOS DE CONCLUSIÓN

I liui voz realizado todo lo esencial de la misa, sólo queda despedir a l.i asamblea. Es costumbre al terminar toda reunión, es ley humana y cristiana, dar la despedida.

En estos ritos se comienza por el saludo y se termina con el en­vío. Entre los dos momentos, se da la bendición. ¿Merece esto todo un capítulo?

Los anuncios

No forman parte del rito de conclusión pero la OGMR no los ha ol­vidado. Precisa en el n° 90 (123) que se sitúan después de la ora­ción de la postcomunión. Es una costumbre aceptada en nuestras celebraciones y los da el sacerdote o el diácono. He aquí algunas precisiones.

— Se procurará no dar los anuncios delante del ambón o desde el altar. Es un acto sencillo, típico de una función ministerial. Si es el sacerdote el que los da, lo hará fuera de la presidencia, pues no son ni Palabra de Dios ni alabanza eucarística.

— Aunque en primer término atañen al sacerdote o al diácono, no cabe duda de que el anuncio de tal o cual reunión o acti­vidad tendrá más fuerza si lo exponen los interesados. Es na­tural que, en una asamblea que quiere mostrar el auténtico rostro de la Iglesia, la vida de la comunidad local se haga vi­sible en la responsabilidad de sus distintos miembros.

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Las bendiciones solemnes

La preocupación por registrar las páginas del Misal en el último mo­mento, puede hacer que se olvide que hay distintas fórmulas de ben­diciones solemnes, no sólo para las fiestas mayores del año, sino tam­bién para todos los domingos del Tiempo ordinario, fiestas del Santoral, funerales y misas rituales con ocasión del bautismo, con­firmación, bodas y profesión religiosa. Las que se refieren a los sa­cramentos pueden utilizarse aunque no se celebre el sacramento du­rante una misa.

Las bendiciones solemnes de las fiestas están incluidas en el for­mulario de la misa, pero resulta difícil olvidarlas. Pero las del Tiem­po ordinario y las del Santoral están reunidas en el Misal del altar, después de los prefacios, de manera que corren el riesgo de que se queden ahí, sin emplearse.

No se dice que haya que utilizarlas todos los domingos, pero sí hay muchas ocasiones en la vida de la comunidad en que se celebra un acontecimiento notable, que coincide con un domingo del Tiem­po ordinario (misa de apertura, fiesta parroquial, profesión de fe, etc.), y merecen solemnizarse.

Se dice que el texto de algunas bendiciones no facilita el Amén de los fieles. Es verdad, pero no hace falta que cada frase se termine con «por los siglos de los siglos». Esta dificultad no existe si se cantan, lo que sería muy acertado. Si el sacerdote es el que proclama, emplea­rá un tono de voz apropiado al final de cada frase o un pequeño ges­to con la mano, que invite a la respuesta. La bendición va precedida de una monición, que puede hacerla el diácono y que invita a los fie­les a inclinar la cabeza. Para una asamblea, es una bonita manera de unirse a la oración no sólo por la fe, sino también con el cuerpo, que reconoce aquí al Invisible. Dios, «dice bien», bendice a su pueblo an­tes de que se disperse.

Las oraciones sobre el pueblo

En el Misal, después del texto de las bendiciones solemnes, están las oraciones por el pueblo. No son una oración más, sino algo así como

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una ampliación de la bendición que la ha precedido. Es evidente que, si se utilizan, no se dará la bendición solemne.

Terminada la misa, todos se van. La asamblea se dispersa hasta el domingo próximo. Pero hay unas palabras de las que no debería pri­varse la asamblea y que son las mismas que Dios dice por medio de su Iglesia:

«Podéis ir en paz».

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TERCERA PARTE

TIEMPOS, LUGARES Y COSAS

1. El buen uso del año litúrgico

2. El buen uso del tema de los domingos

3. El buen uso de nuestras iglesias

4. El buen uso del altar

5. El buen uso del ambón

6. El buen uso de la credencia

7. El buen uso de las procesiones

8. El buen uso de las vestiduras litúrgicas

9. El buen uso de los micrófonos

10. El buen uso del incienso

11. El buen uso del misal de los fieles

12. El buen uso de la música litúrgica

13. El buen uso de las flores

14. El buen uso del día del Señor

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1 EL BUEN USO DEL AÑO LITÚRGICO

Quizá sea la mejor manera de hablar del año litúrgico, evocando la imagen de un núcleo alrededor del cual se desarrollan unos frutos.

Hay muchos tipos de años: el civil, el escolar, el laboral... Todos tienen un comienzo y un fin arbitrario. Este no es el caso del año li­túrgico. Como los otros, tiene también un comienzo y un final, pero no son los límites los que condicionan su valor, sino su corazón, su núcleo: la Pascua.

El núcleo pascual

Después de la muerte y la resurrección de Jesús, y durante más de un siglo, la Iglesia primitiva no tenía más fiesta que la del domingo, día del Señor resucitado. Cada domingo era una fiesta de Pascua (Juan 20,19-26; Hechos 20,7).

Sólo en el siglo n, con el fondo semanal de la fiesta de Pascua, se resaltaron los días del año que parecían ser el aniversario de la pa­sión y de la resurrección del Señor. Este día estaría situado en el ple­nilunio de primavera, el 14 del mes de Nizan, entre el 26 de marzo y el 23 de abril. Pero, en el Concilio de Nicea (325), se vio conveniente que la fiesta de la Resurrección debía celebrarse el primer día de la semana, el domingo. Desde entonces, la Pascua se celebra el primer domingo que sigue al plenilunio de primavera.

Los judíos celebraban la Pascua (Pessah) como la fiesta de su li­beración, de su salida de Egipto, y continuaban la fiesta durante cin-

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cuenta días (pcntccostéx, en griego) para celebrar el don de la I ,ey (7¡>-rah) en el Sinaí, el día que seguía a siete semanas después de Pascua (de ahí el nombre hebreo de esta fiesta: Shavouoth, que significa «las semanas»). Muy pronto, imitando a los judíos, los cristianos de fina­les del siglo ni empezaron a celebrar el don del Espíritu Santo en Pen­tecostés, cincuenta días después de Pascua. Este período de tiempo constituye el llamado Tiempo pascual.

Si la gran importancia de la fiesta de Pascua merecía una prolon­gación, también necesitaba su preparación. Desde los primeros siglos, los cristianos observaron un ayuno estricto el Viernes Santo, que luego se extendió a los tres días que precedían la Pascua: al triduo pascual.

A esto, se une, a partir de la paz de Constantino, y como conse­cuencia del gran número de conversiones que provoca, la necesidad de preparar a los catecúmenos para su bautizo en la noche pascual, preparar a los penitentes para su reconciliación en el Jueves Santo y a todos los cristianos para la celebración de la fiesta de Pascua. Apo­yándose en el simbolismo bíblico del número cuarenta (cuarenta días del diluvio, del pueblo hebreo en el desierto hacia la tierra prometi­da; de la estancia de Jesús en el desierto donde fue tentado), se or­ganiza una «cuarentena» (en latín quadragesima, de donde viene la palabra «Cuaresma») de preparación a la Pascua. Comprende las úl­timas etapas del catecumenado y de la penitencia pública, y todos deben practicar el ayuno, la oración y el compartir. Pero como los do­mingos, incluso los de Cuaresma, son siempre la celebración de Cris­to resucitado, no son nunca días de ayuno. Se adelanta la Cuaresma al miércoles anterior al primer domingo, Miércoles de Ceniza, para que se respete la cuarentena.

Navidad

Como se ignoraba la fecha exacta del nacimiento de Jesús y para con­trarrestar las fiestas paganas del solsticio de invierno, se estableció en el año 354, la fiesta de Navidad. En Roma se celebraría Navidad (Natale) el 25 de diciembre y en Egipto, el 6 de enero, con el nombre griego de Epifanía, que significa «manifestación». Se cristianizaba la fiesta del sol invictus (cuando el sol recomienza a prolongar los días) con la fiesta de la salida «del Sol que viene a visitarnos», según las palabras de Zacarías en el cántico del Benedictus (Lucas 1,68).

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Los latinos adoptaron pronto la fiesta egipcia de la Epifanía el 6 de enero, pero dedicándola a la manifestación de Cristo a los paga­nos, representados por los Magos, pues el nacimiento de Jesús ya es­taba establecido en el 25 de diciembre.

En el siglo rv, en España y en las Galias, y más tarde en Roma, en el vi, se organiza un período de preparación litúrgica y ascética para la fiesta de Navidad. Aunque este período es «antes» de Navidad, su nombre no procede de ese adverbio, sino de la palabra latina adven-tus, que significa la llegada al poder de un personaje oficial.

Adoptada por los cristianos, esa palabra no expresa la espera del nacimiento de Jesús, sino la venida de Cristo en la carne, anuncian­do su venida gloriosa al fin de los tiempos, que celebran los últimos domingos del año y cierran el ciclo del año litúrgico.

Nos queda ver ahora, cómo se celebran esos distintos tiempos del año litúrgico.

Todos los años reproducen la misma sucesión de tiempos: Ad­viento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés, etc. Sin embargo, el año litúrgico no es un eterno comenzar y recomenzar. Hay un ci­clo litúrgico, pero el tiempo no es cíclico para los cristianos. No es un círculo cerrado, sino un círculo en espiral que no vuelve nunca a su punto de partida.

Anamnesis

La anamnesis es el acto por el que los cristianos hacen memoria de Cristo Salvador, apoyándose en hechos históricos: nacimiento, cru­cifixión y resurrección, para afirmar su permanente eficacia y anun­ciar la plenitud de su resultado.

La anamnesis es el eje alrededor del que gira, avanzando, la es­piral de la fe. En la eucaristía, los cristianos ponen su fundamento en la vida y muerte históricas de Jesús; anuncian que, gracias a la Re­surrección, está ahora vivo y presente en el pan y vino consagrados y volverá para reemplazar su presencia oculta por el «cara a cara» eterno en el Reino de su Padre.

Este eje del sacramento es también el de toda la vida cristiana. Por eso, el año litúrgico tiene asimismo su anamnesis. Los tiempos de Navidad y Adviento celebran el misterio de Aquel que vino en

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nuestro tiempo, til tiempo pascual celebra el misterio de su presen­cia en medio de nosotros —su invisible presencia— gracias a su Re­surrección. Los últimos domingos del año celebran el misterio de Aquel en el que converge toda nuestra existencia.

La misa, el año litúrgico, la vida tienen el fuerte dinamismo de un verbo en tres tiempos: el que vino, el que viene (está) y el que vendrá.

Las cuatro estaciones

1 a profundidad de este misterio nos atañe porque está encarnado en nuestra existencia.

I il año es la sucesión de cuatro estaciones, y no es indiferente a la sensibilidad humana que el Adviento se celebre en invierno y la Na­vidad en los días que ya comienzan a alargarse; que Pascua se alie con I.) fuerza de la primavera; Pentecostés, con la cosecha; y los últi­mos domingos del año, con el otoño.

Y nos preguntamos: ¿cómo una trabazón tan evidente entre la naturaleza y el misterio cristiano podría pasar indiferente por las cuatro estaciones del año? Más allá de cualquier teoría, esta relación entre la naturaleza y la fe convoca a utilizar colores y sonidos que también se mezclen entre ellos.

La sucesión de los colores de los ornamentos litúrgicos anuncia y acompaña los tiempos litúrgicos. Lo mismo las melodías y la distri­bución de los cantos.

La liturgia, si se acepta que no es sólo cerebral, sigue también los brotes de la primavera y la caída otoñal de las hojas. Nadie será más cristiano, tampoco el sacerdote que preside, si no es más humano.

La anamnesis hace memoria de Cristo, sin olvidar que se celebra en un determinado tiempo.

Misterio, tiempo y estación, todo se realiza en un único acto. Eso es «el arte de celebrar».

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2 EL BUEN USO DEL TEMA DE LOS DOMINGOS

La unidad, la paz, las vocaciones... Es muy larga la lista de los do­mingos que piden a los fieles su solidaridad con una intención par­ticular: el Papa, la Iglesia o los distintos organismos internacionales, nacionales o locales, presentan las intenciones.

En primer lugar, hay que alegrarse de la vitalidad cristiana que re­velan esas peticiones. Muchos hombres y mujeres entregan su vida, su tiempo, a una obra misionera o caritativa. Y lo menos que se puede pe­dir a los cristianos, aunque sea ocasionalmente, es que participen en esos compromisos y en la misión de Iglesia que ellos ejercen.

Celebrar a alguien

Ciertamente hay siempre una misa en estas jornadas especiales. Sue­le ser la misa el tiempo especial de toma de conciencia, de solidari­dad y de oración. Así tenemos la misa del domingo de la unidad de los cristianos, misa del domingo de las vocaciones, etc. Pero la prepa­ración y celebración tiene dos riesgos que queremos señalar en be­neficio del domingo y de la celebración.

Tener en cuenta, en primer lugar, que en la misa del domingo, los cristianos no celebran «algo», sino a Alguien. No celebran la «uni­dad de...», sino a Cristo resucitado que quiere la unión de los miem­bros de su cuerpo «hasta que lleguen... a la madurez de la plenitud de Cristo» (Efesios 4,13). Ño se celebran las vocaciones, sino a Cris­to Resucitado que llama a los bautizados a trabajar en la edificación

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de su cuerpo según la «diversidad de dones» del Espíritu (1 Corin­tios 12,4). Precisando más: es legítimo hablar del domingo por la unión de los cristianos, por las vocaciones, pero en el domingo, siem­pre será central celebrar a Jesús resucitado.

La liturgia no hace otra cosa que celebrar a Cristo resucitado, do­mingo a domingo y de fiesta en fiesta, pero según «el color» que los I iempos litúrgicos dan al misterio pascual. En Navidad no se celebra propiamente al niño Jesús, sino a Cristo resucitado que, para llegar h.ist.i su Pascua, nació de la Virgen María.

I o mismo ocurre en todas las misas de los domingos. Se celebra a ( lisio resucitado, pero según «el color» del tema del día, la cele­bración del misterio pascual tendrá el matiz de solidaridad, de co-munii ación, de compartir...

II riesgo está —es el segundo punto— en insistir tanto en el te­ma, que el misterio pascual no tenga relieve o quede como acceso­rio.

lisa «coloración» del tema, más que una reforma total de la cele­bración, desde las oraciones a las lecturas bíblicas, sería una alusión a ese tema en el canto, en las palabras de acogida, en unas invoca­ciones a Cristo en la preparación penitencial; una alusión en la ho­milía, una intención en la oración universal, una monición antes de la cuestación... No se puede, por preocuparse de la paz o de las co­municaciones, prescindir por ejemplo del Adviento o de un domin­go del Tiempo ordinario.

El día del Señor

Estas precisiones sólo tienen como fin volver a tomar conciencia de lo que el Concilio Vaticano II ha declarado y ha pedido que se refor­me. Dice así la Constitución Sacrosanctum Concüiutn sobre la sagrada liturgia (n° 106):

«La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mis­mo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual ca­da ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escu­chando la palabra de Dios y participando en la eucaristía, recuer­den la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gra-

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cias a Dios, que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrec­ción de Jesucristo de entre los muertos (1 Pedro 1,3). Por esto, el do­mingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles de modo que también sea día de alegría y de liberación del trabajo».

Además, los padres conciliares precisaron que el misterio pascual y las fiestas del Señor priman sobre cualquier otra celebración. Esta precisión del Vaticano II, unida a los problemas actuales de la prácti­ca dominical, pide que no sólo guardemos la celebración del domingo cristiano como celebración semanal de la resurrección del Señor, sino que también reforcemos su carácter pascual para afirmar su especi­ficidad y anunciar a Aquel que se celebra.

Si esto se hace, los temas saldrán ganando, porque estarán ilu­minados con la vida del Resucitado.

«No podemos vivir sin el dominicum (la celebración dominical», decían el 12 de febrero del 304 los mártires de Abitinia, en Túnez.

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3 EL BUEN USO DE NUESTRAS IGLESIAS

I t> ntiVt .tw nubloso ili1 l.is palabras de Jesús sobre él sabbat, no es que tll|rni t|iic -el mibluil se ha hecho para el hombre» (Marcos 2,27), sino i|iu< noiliji'di que el snbbat se hizo para Dios.

l^ii.ilnii'iiti' .¡sombroso es que la Iglesia, al referirse a los actos i |iii' i vlelmín l.i acción de Cristo Salvador, hable de liturgia —función del pueblo— y no de «teúrgia» o de «cristurgia», como decíamos en el primer capítulo de este libro.

También llama la atención que se llame «iglesia» y no «templo», al edificio donde se realiza la liturgia.

Un hecho

El hecho de que el lugar donde se celebra la liturgia se llame «igle­sia», desde tiempo de los primeros cristianos, no ha tenido ninguna necesidad de explicación. Primitivamente se celebraba en alguna ca­sa, como la de María, madre de Marcos (Hechos 12,12), la de Filemón (Filemón 2) o las de Aquilas y Prisca (1 Corintios 16,19). Sólo a prin­cipios del siglo ni, se celebraron las actividades y reuniones de la co­munidad local en un edificio construido o acondicionado que se lla­mó «casa de la asamblea» (oikos tés ékklésias).

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Razones de este hecho

Hay muchas razones, muy mezcladas, en el origen de este nombre:

— Los cristianos no quieren llamar «templo» al lugar donde se retinen porque hay una diferencia notable, no sólo en volu­men del edificio, sino sobre todo en la actividad cultual en­tre la iglesia y el templo. También porque la novedad tan ra­dical de la fe en Cristo hace caduco el antiguo templo (ver la Carta a los Hebreos).

— Este rechazo, evidentemente tiene su origen en la teología cris­tiana del templo que es Cristo: «Hablaba del templo de su cuerpo» (Juan 2,212). La humanidad de Jesús es el solo y úni­co lugar de la presencia de Dios. Como consecuencia, la Iglesia (Ekklesia = asamblea), cuerpo de Cristo, es también templo de Dios. «¿No sabéis que sois templo de Dios?» (1 Corintios 3,17).

— Pablo le dirá a los atenienses: «Dios no habita en santuarios hechos por manos de hombres» (Hechos 17,24).

— Finalmente, la palabra «asamblea» se generaliza para desig­nar las acciones litúrgicas: «Al reuniros en la asamblea... » (1 Corintios 11,18).

Su sentido en la actualidad

Si decimos que nuestras iglesias son la casa de Dios, no es para re­ducir el inefable misterio de su presencia que en ella se realiza y se manifiesta, sino para evitar la pendiente teísta que busca en todo una referencia a Dios inmediata y emocional. «A Dios, nadie lo ha visto» (Juan 1,18). «Nadie va al Padre si no por Mí» (Juan 14,6).

A esta revelación de Cristo, Pablo añade su doctrina del «cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Colosenses 1,18), y el Concilio Vaticano II dirá al principio de la Constitución dogmática sobre la Iglesia: «La Iglesia, que por virtud del mismo Cristo es como sacramento de la unidad del género humano, quiere presentarse a los fieles tal cual es en su naturaleza y misión universal» (Constitución dogmática sobre la Iglesia, n° 1).

En el cristianismo no se puede jamás separar a Cristo de la asam­blea, que es su cuerpo.

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La asamblea es para Dios

Si Jesús no ha dicho que el sabbat estaba hecho para Dios, es para que el hombre actúe con libertad para ofrecérselo a Dios, para devolverle lo que ha recibido de Él. Si nuestros lugares para la celebración no se llaman casa de Dios, sino lugares de asamblea, es para que la asam-bolea que se reúne tome como empeño dar gracias a Dios que la ha univocado y constituido. Esto sucede con la eucaristía, donde el Se-nor entrega su presencia en el pan y el vino consagrados en su cuer-|>n y sangre.

I'or eso, la casa de la asamblea ¡es casa de Dios!

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4 EL BUEN USO DEL ALTAR

Eso que la liturgia de la antigua Alianza llevaba a cabo en dos accio­nes sucesivas y en dos sitios distintos: el sacrifico en el templo y la comida del sacrifico de comunión en la casa, la liturgia cristiana lo realiza en la acción eucarística en un único acto y en el mismo lugar. Este lugar único lo forman, inseparablemente, el altar y la mesa.

«El altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos sacramentales, es además la mesa del Señor para cuya par­ticipación es convocado en la misa el pueblo de Dios; es también el centro de acción de gracias que se realiza en la eucaristía» [OGMR, n° 296 (259)].

El altar es Cristo

Santo Tomás, llevado por la altura teológica hasta el misticismo, lle­ga a ver en el altar el símbolo del mismo Cristo (ver Suma teológica, III). Apoyándose en la legislación que exigía altares de piedra, y en la Vulgata que traducía la palabra roca del Éxodo, por petra, aplica al altar las palabras de Pablo, en 1 Corintios 10,3-4:

«Y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía, y la roca (petra) era Cristo».

La mesa de la comida

El altar queda, pues, inseparable de la mesa de la comida, pero no de cualquier comida. Es de la «comida del Señor», según la expresión de Pablo en 1 Corintios 11,20; y este es el primer nombre que se da a la misa.

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Las d iteren les y legítimas tendencias de la espiritualidad y de l.i piedad, pueden llevar a los cristianos a preferir «altar» o «mesa», pe­ro ninguna de las dos tendencias excluye totalmente a la otra.

Dicho esto, el uso del altar nos permitirá establecer una distinción. Se puede decir que el «mueble» como tal es honrado como altar, pero nos servimos de él como mesa. En efecto, solamente es místicamente altar, ya que el sacrificio que allí acontece lo es sacramentalmente y de manera no cruenta; sí que es mesa en la práctica porque es el lugar donde se coloca realmente aquello que será comido y bebido en la «Cena del Señor».

El uso del altar

El altar es uno de los puntos más tratados en la aplicación de la re­forma del Vaticano II5. Aquí damos algunos consejos para el uso que se le da en la celebración.

1. El altar-mesa puede revelar el admirable sentido que le da la liturgia con la condición de que sólo se emplee en la celebra­ción de la misa, es decir, desde la presentación de los dones hasta la distribución de la comunión. Si se emplea como lu­gar desde donde se da la acogida, se dicen oraciones, se pro­clama el Evangelio, termina por ser un lugar «para todo», lo que trivializa su empleo y su sentido.

Se ve fácilmente la importancia que puede tener para la asam­blea el lugar donde sólo se realizan unos actos determinados: la presentación de las ofrendas, la acción de gracias en la ple­garia eucarística o la fracción del pan, y desde donde se dis­tribuye la comunión y no se hace nada más.

2. Si esto es así, se comprende que el altar no puede ser un sitio donde se ponen todos los accesorios de la celebración (el libro de cantos, el cuaderno de los anuncios, el estuche de las ga­fas, la megafonía, etc.). Desde el comienzo de la celebración hasta la presentación de las ofrendas, el altar debe estar vacío. Puede tener alguna vela y algún ramo de flores no muy lla­mativo, pero el altar va a ser la mesa donde el Señor nos invi­tará a compartir su Comida.

5 Para lo concerniente al altar: La problématique de l'autel. Pére Frédéric Debuyst, o.s.b. editado por Chroniques d'art sacre. 4 avenue Vavin - 7500 PARÍS.

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5 EL BUEN USO DEL AMBÓN

A todo lo que ya se ha dicho sobre la liturgia de la Palabra, conviene añadir algunas reflexiones sobre el ambón.

El lugar

Ambón, en términos arquitectóni­cos, significa saliente de un balcón y proviene del verbo anabainein (subir). Empieza a instalarse en la arquitectura cristiana después de la paz de Constantino. Entonces se edifican «casas para las asamble­as» (oíkos tés ékklésias) según el mo­delo de las basílicas imperiales. Su estructura alargada situaba el con­junto del presbiterio (ambón, altar, sede) al fondo del edificio.

Pero también en ese tiempo, las iglesias parecidas a las sirias habían conservado la estructura de las si­nagogas, instalando en el centro el lugar de la Palabra, el béma (ver la cátedra de Moisés, en Mateo 23,4), y reemplazando el arca que conte­nía los rollos de la Ley, por el altar.

orientada al Este (no a Jerusalén)

mesa de la Eucaristía

atriles para las lecturas

*=tP

O

sede del obispo Q y de los sacerdotes Q

Iglesia siria oriental, versión cristianizada de la sinagoga. El acondicionamiento litúrgico muestra la concentración de: la sede, el bema (lugar de lectura) y el área. Plano extraído de Suzanne Robin, Églises modemes, Hermán, 1980, p. 7.

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Y son muchas las comunidades religiosas que han adoptado esta es­tructura cuando han arreglado alguna sala como lugar de culto.

Significado del ambón

Cuando los cristianos tuvieron libertad para tener lugares propios para el culto, quisieron que esos edificios tuvieran un lugar estable y específico para la liturgia de la Palabra, es decir, un lugar distinto del altar y de la cátedra de la presidencia.

I ,a razón de este deseo hay que buscarla sólo en la voluntad de significar visiblemente el valor intrínseco de la liturgia de la Palabra en el conjunto de la celebración. San Hilario decía, en el siglo iv, en esa misma época: «En la mesa del Señor es donde recibimos nuestro ,i I i monto, el pan de vida... Pero en la mesa de las lecturas dominica­les es donde se nos alimenta con la doctrina del Señor».

Está aquí afirmada lo que se llamará después la doctrina de las dos mesas que el Concilio Vaticano II recogerá y subrayará en la Constitución dogmática sobre la Revelación divina:

«La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo, en la sagrada li­turgia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vi­da que ofrece la mesa de la palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo» (Dei Verbum, n° 21).

La OGMR n° 309 (272) saca la siguiente consecuencia:

«La dignidad de la palabra de Dios, exige que haya en las iglesias un lugar adecuado para su proclamación hacia el que, en la litur­gia de la Palabra, se vuelva espontáneamente la atención de los fie­les. Conviene que, en general, este lugar sea un ambón estable, no un facistol portátil».

No se trata de una exaltación pomposa del ambón ni de sacrali-zarlo. Ante todo y sobre todo en lo que concierne a mobiliario de nuestras iglesias, y particularmente al lugar de la Palabra, el aconte­cimiento fundador de nuestro comportamiento de fe y de sus conse­cuencias materiales hay que buscarlo en el episodio de la «zarza ar­diente», donde no se trata de un lugar sagrado, sino de una tierra que es santa: «Dios dijo: "No te acerques. Quítate las sandalias pues el sitio que pisas es una tierra santa"» (Éx 3,5).

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Por eso, en la iglesias, el lugar de la Palabra es santo «porque es Cristo el que está presente en su Palabra, pues cuando se leen en la iglesia las Escrituras, Él es quien habla» (SC, n° 7).

Un lugar especial

La primera consecuencia es que las iglesias o capillas deben tener un lugar digno y estable, preparado especialmente para «favorecer el anuncio de la Palabra».

Esto significa tres cosas:

— Primero, las lecturas no deben hacerse desde cualquier sitio y menos desde el altar o la cátedra del celebrante.

— Segundo, el lugar de las lecturas no debe ser un simple pu­pitre insignificante. El ambón no es sólo para poner encima un libro, lo mismo que el altar no es sólo para depositar el pan y el vino. Como el altar, el ambón debe mostrar por su consistencia y belleza, la importancia y grandeza de lo que en ellos se hace y se dice.

— Finalmente, el ambón debe reservarse para el anuncio de la palabra de Dios y de lo que le sigue: el salmo responsorial, la homilía y la oración de los fieles. La homilía puede decirse también desde la presidencia cuando es el presidente el que la hace y ha sido el diácono el que ha proclamado el Evange­lio desde el ambón. La oración de los fieles la introduce y ter­mina el presidente desde el altar; desde el ambón, se leen pe­ticiones o intenciones por el diácono o por uno o varios fieles.

En general, el ambón no debe utilizarse para dirigir el canto y dar anuncios, aunque a veces hay razones comprensibles para ha­cerlo. La recomendación de la OGMR n° 309 nos lanza a progresar en este aspecto. De todos modos, será bueno tender a emplearlo só­lo para el uso establecido. Nada será demasiado para rehabilitar en la Iglesia el lugar de la palabra de Dios, pues se trata de dar a la pro­clamación de los textos bíblicos la relevancia de un lugar donde Cristo se hace presente en la asamblea, «porque está ahí presente en su Palabra y cuando se lee en la iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla» (SC, n° 7).

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Un buen sitio

No se puede decir en abstracto cuál es el mejor sitio para el ambón. Corresponde a las personas competentes, especialmente a los miem­bros de la Comisión diocesana de arte sacro, estudiarlo en el lugar. Sólo decir aquí, que deben tenerse en cuenta tres principios:

1. En función de la asamblea y de la comunicación que debe establecerse. La OGMR, n° 309 (272), dice: «El ambón, según l<) estructura de la iglesia, debe estar de tal modo colocado que permita al pueblo ver y oír bien a los ministros».

2. En función de las dos mesas. La mesa de la Palabra y la me­sa del Cuerpo de Cristo deben ser bien distintas. Cada mesa debe «ser lugar adecuado» a lo que ella implica —palabra de Dios y cuerpo y sangre de Cristo— ocupando su sitio propio en el espacio.

3. En función de la unidad de la liturgia. El principio que se acaba de mencionar pide sin embargo un equilibrio de acuerdo con la unidad de la celebración tal como la define la OGMR, n° 28 (8): «La misa tiene dos partes: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística, pero están estrechamente ligadas entre sí de tal modo que forman un sólo acto de culto».

Dos mesas que se equilibran y se completan, que convergen sin oponerse.

Algunos otros detalles

Las flores tienen su sitio delante o al lado del ambón. No deben ta­parlo; al contrario, deben realzarlo discretamente.

La luz debe ser adecuada.

El micro podrá moverse para adaptarlo a la estatura de los lecto­res deberá tener un botón «on-off». Habrá que cuidar el sonido para evitar ruidos desagradables.

Finalmente, los libros de lectura deberán tener una presentación acorde con la importancia de lo que contienen. El Leccionario de la mi­sa, en el n° 35 dice que: «Los libros donde se hacen las lecturas de la palabra de Dios, suscitan en el auditorio la memoria de la presencia

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de Dios ipii' habla a su pueblo. Por eso, hay que cuidar que esos li­bros, que en la acción litúrgica son símbolo y signos de realidades sa­gradas, tengan un aspecto digno».

Las dimensiones del ambón deberán ser lo suficientemente am­plias para acoger los diversos tipos de leccionarios.

Señor, aparta mis ojos de mirar vanidades, por tu palabra vivifícame (Salmo 118,37).

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6 EL BUEN USO DE LA CREDENCIA

¡One U'in.) tan curioso!, diréis. Pues más curioso aún es el nombre, del il.ili.ino crcdenza que significa «confianza». La credencia era una inrs.i pequeña donde se ponía la comida para que la probasen los empleados antes de ponerla en la mesa del señor y así asegurarse de que podía comerla con toda confianza. Este trámite ha desapareci­do, pero la credencia permanece.

Preparación de la misa

El altar es verdaderamente la mesa del sacrificio eucarístico (ver cap. 4). En el momento de iniciar la liturgia eucarística, es decir, la preparación de los dones, es cuando «se pone la mesa». Todo lo que se ponga antes de este acto, disminuirá el peso ritual que debe te­ner la progresión teologal de la acción de gracias que realiza [OGMR, n° 117 (49)].

Por eso, en la credencia y no en el altar, es donde se prepara la misa: cáliz, patena, copones, el agua y el vino que no deben estar en el altar, y se recomienda que sean los fieles los que los aporten en la preparación de los dones [OGMR, n° 118 (80c)].

Incluso en la misa donde el pueblo no esté presente, debe prepa­rarse en la credencia y, en último término, sobre el altar (n° 212). La reforma litúrgica del Vaticano II no se ha contentado con simplificar los ritos y aceptar las lenguas vernáculas. Ha querido rehabilitar la

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estructura de la misa desde Cristo-palabra (Verbo) a Cristo-cuerpo (pan eucarístico).

El empleo de la lengua vernácula asegura la comprensión del sentido de las palabras; nos queda reformar (dar forma) la liturgia en esta parte de las que celebraciones que atañe a los cinco sentidos, especialmente a la «vista».

El altar de frente al pueblo ha sido un cambio decisivo, pero de­bemos tomar conciencia de los cambios de percepción que resultan de esta orientación nueva. El modo cómo lo ven los fieles no es algo marginal ni superficial o sin importancia. Forma parte integrante de la celebración en la que participan hombres y mujeres no sólo con la fe, la cabeza y el corazón, sino también con los ojos, los oídos... Vea­mos hasta dónde nos lleva la credencia.

La preparación de los dones

La preparación de los dones es el paso de la liturgia de la Palabra a la liturgia eucarística. Los fieles designados van al fondo de la igle­sia a recoger el pan y el vino y los llevan en procesión al altar. «Pe­ro antes, se ha preparado el altar, la mesa del Señor, que es el centro de toda la liturgia eucarística» [OGMR, n° 73 (49)]. Uno o más fieles —mejor si son los monaguillos— cogen de la credencia el corporal, el purificador, etc. y los llevan al altar (además del misal que estaba en el atril de la presidencia). El celebrante permanece sentado du­rante estos momentos. Se acerca a las gradas del altar cuando ya es­tá preparado, para recibir el pan y el vino que llevan los fieles. Re­cibe y bendice el pan y lo deposita en la patena o el copón. Lo mismo, al recibir el vino... Después se hace el lavabo. Las vinajeras, el agua, la bandeja están en la credencia y después de utilizarlas se llevan donde estaban.

La purificación

Después de la comunión el sacerdote purifica la patena, el cáliz, el copón en un lado del altar o, «si es posible, mejor en la credencia» [OGMR, n° 279 (238)].

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La credencia

No se trata de «probar los manjares», sino de «gustar y ver qué bue­no es el Señor» (Salmo 33,9). Este gusto y esta mirada sobrepasan, evidentemente, todas las realidades materiales. Dar importancia al «hombre celebrante» nos lleva a cuidar todo para ir más lejos.

Dios ha escogido la vía de nuestra voz para ser Palabra. Dios ha escogido una mesa en la que se depositen el pan y el vi­

no para dársenos en su Hijo.

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7 EL BUEN USO DE LAS PROCESIONES

Aparte de las procesiones excepcionales del Domingo de Ramos y de la Vigilia pascual, las misas que reúnen a una asamblea tienen también su procesión formada por cuatro momentos: la entrada, an­tes de la proclamación del Evangelio, la aportación de los dones al altar y la comunión.

Estas pequeñas procesiones no son momentos superfluos; co­rresponden a indispensables desplazamientos que son procesiones por la única razón de que en una celebración no se desplaza la gente como en lo corriente de la vida. La palabra «procesión» procede del latín procederé, que significa «avanzar» con un matiz de solemnidad.

Se trata no de una acción «ceremoniosa», sino sencillamente de proceder con serenidad y dignidad que manifiesten su importancia: ir de la sacristía al santuario no es ir del garaje al apartamento; lle­var el leccionario al ambón, no es lo mismo que llevar una novela a un velador (podría ser algo como llevar un regalo a un amigo).

La entrada

Antes que nada, ¡hay que entrar!

Siempre que se pueda, el sacerdote no entrará solo, sino precedido y mientras se canta el canto de entrada [OGMR, n° 47-48.121 (82-83)].

Procesionalmente lo precederán:

— ministros con ornamentos litúrgicos: diácono, lectores, acóli­tos si los hay;

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— monaguillos, si los hay,

— miembros de la asamblea que llevan ol incensario, la cruz, las velas, el leccionario...

La finalidad de este acompañamiento al sacerdote, no es hacer ninguna demostración llamativa, sino manifestar mejor que toda la Iglesia está en marcha al encuentro del Señor.

Cuando la puerta de la sacristía está muy cerca del altar, se pue­de organizar la procesión desde el fondo de la iglesia. Eso facilita ,uogcr a los fieles antes de iniciar la misa.

Antes del Evangelio

Si la parroquia tiene un libro sólo con los evangelios, después de las lecturas, se puede llevar solemnemente al lugar donde va a procla­marse. El libro se ha llevado en la procesión de entrada. Durante el canto del aleluya que precede al Evangelio, el que vaya a procla­marlo, toma el libro del altar; en las gradas lo esperan los que en la procesión de entrada llevaban el incensario y las velas. El lector del Evangelio, llevando el libro en alto, se dirige pausadamente al am­bón acompañado por ellos. Allí proclama el Evangelio.

La procesión de los dones

No está de acuerdo con las normas de la liturgia que el pan y el vi­no, es decir: patena, cáliz, copón, corporal, purificador y lavabo), es­tén sobre el altar desde el comienzo de la celebración. Un mínimo de distancia entre el sitio donde están y el altar resalta el paso de la liturgia de la Palabra a la liturgia de la Mesa. «Se recomienda que el pan y el vino los presenten los fieles» [OGMR, n° 73 (49)]; también pueden presentar flores, el corporal o las velas. Todo esto da lugar a una procesión que revela mejor la participación de los fieles en la acción eucarística.

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La comunión

La procesión para la comunión debe tener un orden: una o dos filas. Algún miembro del equipo de liturgia puede cuidar de que no haya aglomeración. Si el sacerdote da la comunión desplazándose de una a otra fila, quizá se pone más de relieve que cada uno de los que co­mulga recibe la comunión en unión con los demás.

La salida

La OGMR no habla de procesión de entrada ni de salida. Sólo cuan­do hay diácono dice que «mientras entra el sacerdote con el diácono y los ministros» [OGMR, n° 47 (172)]... y al final dice: «se retira en el mismo orden que había salido» (OGMR, n° 186). Del sacerdote dice sólo que «se retira» [OGMR, n° 169 (125)], lo que no quiere decir que lo haga de cualquier manera. A menudo saluda a los fieles. No es una procesión, pero sí una bonita manera de concluir la eucaristía.

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8 EL BUEN USO DE LAS VESTIDURAS LITÚRGICAS

«En la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, no todos los miembros desempeñan un mismo oficio. Esta diversidad de funciones en la celebración de la Eucaristía se manifiesta exteriormente por la di­versidad de las vestiduras sagradas, que por consiguiente, deben constituir un distintivo propio del oficio que desempeña cada mi­nistro. Por otro lado, estas vestiduras deben contribuir al decoro de la misma acción sagrada.»

«Ser signo de la función propia de cada ministerio» y «realzar la ac­ción litúrgica» son las dos características que se atribuyen a los or­namentos litúrgicos [OGRM, n° 335 (297)].

Signo de la función

Muchos elementos de la liturgia deben su presencia, en primer lu­gar, a razones materiales, pero se han mantenido, cuando esas razo­nes han desaparecido, por su valor simbólico. Es el caso de la gota de agua en el cáliz, del lavabo y de las vestiduras litúrgicas, que era la ropa habitual en Roma.

— El alba debe su nombre a su color blanco. Era la túnica interior.

— La estola es lo que queda de la stola, una especie de chai que se ponían para evitar resfriados. A veces, tenía adornos muy valiosos y era un buen regalo más que un signo de poder. Sin

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nnkuy.o, los que detentaban algún poder, la adornaban aún m.is.

— La casulla venía a ser como un abrigo o capa, hecha de un gran trozo de tela, con una abertura en medio para pasar la cabeza (un poco como el poncho americano). Se dice que el que se la ponía tenía el aspecto de haberse metido en una ca­sita y de ahí el nombre de casula, casa pequeña, que le dio san Agustín.

— La dalmática era la vestidura de los esclavos que llegaron a Roma de Dalmacia, y de ahí su nombre.

Las vestiduras litúrgicas eran, en los primeros tiempos, las mis­mas que usaba la gente y con ellas celebraban la misa los sacerdotes. «Progresivamente se han ido transformando en los ornamentos», es­cribía Walafrid Strabon (muerto en 849).

A pesar de la evolución de los trajes, los ornamentos se han man­tenido, con sus modificaciones, y se ha desarrollado su carácter sim­bólico. La pregunta que surge es: ¿por qué el sacerdote tiene que re­vestirse de los ornamentos?

Por supuesto que no es ni un mandato divino ni lo pide la fe. Es una práctica señalada en la tradición de la Iglesia. Con su sencillez, el alba, la estola y la casulla son signos de que el sacerdote pertene­ce a una Iglesia muy anterior a él y, sobre todo, que está en la asam­blea para significar que quien preside no es él, sino que es el Señor el que realmente lo hace.

Esta es la razón por la que el sacerdote celebrante se reviste la ca­sulla para la celebración de la misa.

La belleza de la acción litúrgica

A estas razones ministeriales se añade la estética. Uno de los límites de la aplicación de la reforma litúrgica del Vaticano II, es que ha pri­vilegiado lo inteligible más que lo sensible. Pero quien celebra es to­do el hombre con sus cinco sentidos y no sólo con la inteligencia. Si la casulla contribuye a la belleza de la acción litúrgica, es porque es una vestidura amplia, digna y que sienta bien, pero además, y sobre todo, porque el color y la combinación de colores realzan la blancu­ra neutra y uniforme del alba, especialmente desde el Adviento a la

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fiesta do Cristo Rey. De todos modos, se siguen buscando casullas más modernas. Los diáconos, con alba y estola cruzada, y los mona­guillos con alba, marcan la diferencia y lo específico de sus ministe­rios.

Queda en el aire la cuestión de si los lectores, los que presentan las ofrendas, etc. deberían tener una vestimenta especial. Parece que sería conveniente cuando los laicos se sitúan en la presidencia o di­rigen la asamblea en algunas celebraciones tales como funerales...

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9 EL BUEN USO DE LOS MICRÓFONOS

El Ordo de la misa de Pablo VI no dice nada de micrófonos ni de la acústica. Pero esto no es razón para no reflexionar sobre la utiliza­ción de esos instrumentos que son los «acompañantes» de casi todas las celebraciones.

Una ayuda técnica

Los especialistas de la comunicación dicen que la acústica es una «ayuda técnica para la difusión del sonido», y que «ayuda» y no «reemplaza» es evidente. Pero la posibilidad de hacerse oír puede generar la ilusión de creer que se comunica bien lo que se dice por­que se oye bien. Ahora bien, la técnica sólo amplía lo que se le da. Una lectura bien hecha dará una buena amplificación de la palabra de Dios. Pero una mala lectura...

Los altavoces lo amplifican todo, también los defectos. Por eso hay que estudiar el manejo del micro. No se nace sabiendo utilizarlo.

Solamente si es indispensable

Los medios de comunicación actuales hacen indispensable el uso del micrófono y la televisión presenta las imágenes. Y esto parece de tal modo necesario, que las cosas importantes han de pasar por el mi-

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crófono para llegar a los oídos do los auditores. Si esta ayuda técni­ca es indispensable o al menos útil en nuestras iglesias de dimensio­nes considerables, ¿es seguro que también hace falta en las iglesias pequeñas o en las capillas? ¡En cuántas celebraciones se entenderían mejor las palabras del celebrante o de los lectores, incluso los cantos, si se hicieran sin altavoces!

Varios micrófonos

Una vez dicho todo esto, si hay sonorización, hay que procurar los micrófonos necesarios para que las palabras de acogida y la oración ife apertura no tengan que decirse desde el altar porque no hay un micrófono en la sede del celebrante, o para que los anuncios no se liagan desde el ambón porque sólo hay un micrófono. Actualmente hay pequeños micros muy útiles para despejar el altar de aparatos y dejar sólo en él «el pan y el vino».

No es necesario decir que el director del canto no debe usar el mi­cro si no es absolutamente necesario, como puede serlo en un solo o una melodía que no conoce la asamblea. La acústica puede hacer que el animador de la asamblea llene toda la iglesia con su voz; entonces la gente no se esfuerza y lo que se oye es la voz del director y no la de la asamblea, que es realmente la voz de la Iglesia.

La reforma y sus medios

La reforma litúrgica y los progresos técnicos de la comunicación dan la posibilidad de recibir mejor la palabra de Dios y la oración de la Iglesia. El micro no es ni un misal ni un leccionario, pero las celebra­ciones bien cuidadas necesitan que se aprenda a utilizarlo.

«¡El que tenga oídos para oír, que oiga...!»

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10 EL BUEN USO DEL INCIENSO

El abuso del incienso en las grandes ceremonias anteriores al Vati­cano II es, quizá, lo que ha provocado una disminución de su em­pleo, considerándolo algo ya en desuso. Sin querer rehabilitarlo a cualquier precio, la OGMR, n° 75,276 (51,235) precisa que «se pue­de» emplear, que su uso es facultativo. Surge la pregunta de si ha­brá que suprimirlo en todas las celebraciones. Dos anécdotas sobre esta cuestión.

Cuando en 1970 se preparaba el Ritual para los funerales según la reforma litúrgica, se confió el primer texto a un grupo de sacer­dotes. Durante esas reuniones se planteó la posibilidad de supri­mir la incensación. La mayoría se inclinaba por suprimirla, pero un capellán de acción católica, vicario de uno de los barrios más po­pulares de la región parisina, reaccionó violentamente diciendo: «¡De ninguna manera! Es la única vez en su vida que se incensa a mi gente!».

Algunos años mas tarde, con ocasión de una misa concelebrada en la que se utilizaba el incienso, un concelebrante socarrón le dice al oído al que está a su lado: «Fíjate, hoy mi nariz está de fiesta».

Inútil decir que estas anécdotas no tienen valor de convicción, pero señalan que:

— el incienso es un gesto que honra a los bautizados, indepen­dientemente de su categoría social o eclesial;

— que el cristiano no celebra sólo con su cerebro, sino también con sus cinco sentidos.

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El significado del incienso

«La finalidad del incienso es la de significar que la oblación de la Iglesia y su oración suben como el incienso en presencia de Dios» [(OGMR, n° 75 (51)].

El texto se apoya en el Salmo 140, verso 2: «Que mi oración se ele­ve ante ti como el incienso y mis manos como la ofrenda de la tar­de». Y este versículo se apoya en el ritual judío del culto del templo que unía el uso del incienso a los sacrificios de holocausto, de los que era su símbolo. En efecto, el humo del incienso sube a Dios como el de los animales sacrificados en holocausto (palabra griega que sig­nifica quemar totalmente, «cauterizar») para manifestar visiblemen­te que todo procede de Dios y que todo debe «volver a subir» a El.

Por eso, incensar es más un signo de ofrenda que un signo de ho­nor, es decir, que el que es incensado, persona o casa, se ofrece, se consagra a Dios. Este sentido del incienso es el que se ha perdido y habrá que volver a encontrarlo si se quiere rehabilitar la incensación. Honrar, sí, pero honrar por ser una ofrenda a Dios. El incienso no es la ofrenda, pero es el signo y el gesto de ella.

Cuándo y cómo se utiliza el incienso

La OGMR, n° 276 (235), propone cinco momentos:

1. Durante la procesión de entrada.

2. Al comienzo de la misa para incensar la cruz y el altar.

3. En la procesión y proclamación del Evangelio.

4. Cuando ya están colocados sobre el altar el pan y el vino, el cáliz, para incensar las ofrendas, la cruz y el altar, al sacerdo­te) y al pueblo.

5. En la ostensión de la hostia y del cáliz después de la consa­gración.

Pero, como la incensación no es obligatoria, según las fiestas, el tiempo y los lugares, puede hacerse en los momentos que se juzgue más conveniente. Por ejemplo: en el Evangelio cuando se lee la pa­rábola del sembrador o sólo en la procesión de entrada de la fiesta

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de Todos los Santos o en la presentación del pan cuando se lee el Evangelio de la multiplicación de los panes o del vino en Cana, etc.

El incensario no es necesario llevarlo en seguida a la sacristía. Puede quedarse delante del ambón o del altar, dejando que perfume el ambiente. Un párroco tuvo la idea de incensar la iglesia media ho­ra antes de la celebración para que los fieles tuvieran una sensación agradable al entrar.

En todo caso, sería una pena que se pasara el año litúrgico sin ha­ber incensado el altar y, sobre todo, sin que la asamblea no se haya puesto en pie ni una sola vez antes de la plegaria eucarística, para re­cibir la incensación y, así, la señal de que Cristo la va a ofrecer con Él, al Padre.

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11 EL BUEN USO DEL MISAL DE LOS FIELES

HÍH v más de sesenta años, cualquier mañana de domingo, se podía ver por las calles a hombres y mujeres llevando en sus manos un pe-qiii'iio libro de cantos dorados: el «misal».

En los primeros años del siglo xvn se hicieron traducciones de las oraciones de la misa. Fueron ediciones muy limitadas, y se acabó por prohibir esos textos al alcance de los fieles.

Hubo que esperar hasta que Pío X, en 1903, pidiera «una partici­pación activa» de los fieles, para dar un nuevo impulso al movi­miento litúrgico que Dom Guéranger, abad de Solesme, había inicia­do cincuenta años antes. Este impulso lo promueven dos benedictinos belgas, uno de ellos, Dom Lefebvre, célebre por el «misalito Lefebv-re». Nunca se apreciará bastante la importancia de estas iniciativas para revalorar la participación de los fíeles en la liturgia.

Una religión que sabe escuchar

Una de las líneas maestras de la reforma del Concilio Vaticano II ha sido dar a los fieles un acceso más directo y amplio a la palabra de Dios. El signo más perceptible es, sin duda, el empleo de las lenguas vivas. Esto significa, en primer lugar, que el proyecto iniciado por Dom Lefebvre y otros ya se ha hecho innecesario, porque desde aho­ra, las oraciones y los textos de la misa pueden no sólo oírse, pues se dicen en voz alta, sino también entenderse, porque se proclaman en la lengua de los participantes.

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Se ha recobrado el valor de la Sagrada Escritura que es palabra de Dios antes de ser consignada en un Libro, Biblos. El Libro es in­dispensable para guardarlas, pero está al servicio de un Dios que ha­bla a su pueblo más que de un Dios para ser leído. De aquí se dedu­ce que el cristianismo y el judaismo son, antes que nada, religiones que escuchan, más que religiones de Libro. «Shema, Israel.. Escucha, Israel»; este verso 4 del capítulo 6 del Deuteronomio es la gran ora­ción cotidiana de los judíos y Jesús se la recordará al escriba que le pregunta cuál es el primer mandamiento. En fin, es evidente que la primera parte de la misa no es la liturgia del Libro, sino de la Palabra.

Una liturgia de la Palabra

Es fácil ver la gran contradicción de abrir un misal de bolsillo o una revista, cuando se proclama la palabra desde el ambón. ¿Quién se atrevería a ir leyendo una obra de teatro al mismo tiempo que se re­presenta? ¿Piensan que los artistas aguantarían mucho tiempo esa actitud?

La escucha de la asamblea es una acción comunitaria. No se in­dividualiza la lectura, sino que se manifiesta que el pueblo de Dios está abierto al que le habla.

Es verdad que, a pesar de la televisión, la sociedad es mucho más lectora que hace unos años. Es también verdad que muchos piensan que un texto bíblico se asimila mejor leyendo al par que escuchan­do. Pero es verdad que una lectura bien hecha no necesita que se es­té leyendo al mismo tiempo (a no ser que no se oiga bien). Entonces, se alargan las orejas (¡y los ojos!). Es prioritario hacer un esfuerzo en la formación de los fieles y acompañarlo de la petición de no estar leyendo mientras se hace la lectura litúrgica.

Dice la Constitución sobre la sagrada liturgia (SC) en el n" 7: «Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla». La delicadeza del lector con Dios será la de leer lo mejor posible, para que sea Dios el que verda­deramente hable. La delicadeza del auditorio con Dios y con el lector será escuchar qué dice Dios cuando él hace la lectura. Un pueblo w construye así: a la escucha de un Dios que le habla.

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¿l'ara qué sirve el misal Je los fieles?

Si hubiera que hacer un homenaje a los editores de misales y revistas sería porque dan la posibilidad de algo que hasta ahora no se había podido hacer así; en la actualidad, cualquiera puede preparar espi-ritualmente la misa, leyendo con anterioridad las oraciones y lectu­ras, y seguir, después de la celebración, saboreando el fruto sacado.

También los animadores litúrgicos pueden participar de esas edi­ciones para preparar las celebraciones. Esto quiere decir que misales y revistas son de gran utilidad, pero en casa o en el equipo de pre­paración. No son útiles en la iglesia. No deben llevarse al ambón pa­ra las lecturas.

«Muchas veces y de muchos modos habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo...» (Hebreos 1,1-2).

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12 EL BUEN USO DE LA MÚSICA LITÚRGICA

El tema de la música y especialmente de los cantos en la liturgia es para tratarlo en otro lugar más detenidamente. Sólo queremos pre­sentar aquí algunas reflexiones que nos parecen fundamentales.

El canto de la asamblea

Es la base de todo el edificio musical de la celebración. La liturgia no se reduce a la música (de órgano u otros instrumentos), el canto de la asamblea ocupa el primer lugar, pues la voz del cuerpo de Cristo es la Iglesia (Colosenses 1,18) y sabemos que ekklésia quiere decir asamblea.

El canto de la asamblea depende de dos variantes: de quienes forman la asamblea (una parroquia rural no es la catedral de una gran ciudad; una asamblea de jóvenes no es una asamblea parro­quial. ..) y de los cantos que se escojan para la celebración. Hay can­tos muy cortos que son sólo una exclamación (Aleluya; Gloria a ti, Se­ñor, etc.), o cortas oraciones (Señor, ten piedad, Señor, óyenos; etc.); otros son estribillos que responden a una recitación (el estribillo del salmo responsorial, la respuesta al Cordero de Dios, etc.); otros son textos continuos sin estribillo (el Gloria a Dios, el Santo...); otros, el canto de entrada y el de comunión o de acción de gracias, tienen un texto más melódico.

Es importante, al escoger los cantos, que el texto y la melodía se adapten bien a la liturgia: el Kyrie (Señor, ten piedad) no es el Sanctus

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13 EL BUEN USO DE LAS FLORES

I ,.is llores, .idmiradas y apreciadas umversalmente, están especial-nu'iile .1 propósito para realzar la mesa de la celebración eucarística. I ,<i ilisli -¡luición de los ramos y centros de flores para los actos litúr­gicos luí dado lugar a un arte floral, y aquí queremos hacer algunas observaciones fundamentales.

¿Homilía o alabanza?

I lay personas que antes de componer los ramos de flores, leen la li-t u rgia de la fiesta que van a adornar. Es una manera de actuar que debe conservarse, pero tiene dos riesgos: hacer del ramo una espe­de de homilía sin palabras, como un comentario del evangelio del d ía. Es un proceder alegórico, pero es forzar a las flores a decir algo para lo que no han florecido.

El arte floral tiene un sentido simbólico que, al contrario de la ale­goría, parte del objeto (las flores y su distribución) para expresar una realidad abstracta. El ramo no demuestra, muestra; no explica, ac­túa; no ilustra un texto, trabaja la sensibilidad por mediación de la vista. El ramo no es una homilía, es una alabanza.

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«Todo lo que germina en la tierra»

Lo dice bien el cántico de Daniel: «Todo lo que germina en la tierra, bendecid al Señor». Esta es la función de las flores y de los ramos que se hacen con ellas. Las flores hablan por sí mismas y eso es lo que hay que manejar en la composición de los ramos, y no lo que se quiere que digan. Y dice la alabanza que esa belleza gratuita de la naturaleza presenta al Dios creador. «Dígalo con flores» es confiar­les que, simbólicamente, digan lo que las palabras no saben decir. Se puede decir de las flores lo que Suárez decía de la música: «Su mensaje comienza cuando las palabras callan». El ramo de flores en la fiesta de la madre dirá: «Mamá, te quiero» mucho más que esas pocas palabras.

Un ramo de flores litúrgico

La palabra «rito» de origen indoeuropeo evoca la idea de orden y más especialmente del orden cósmico: la noche y el día, el orden de las estaciones, el sol y la luna...

La liturgia cristiana está sumergida en ese orden cósmico. La fies­ta de Pascua, se acomoda a la luna llena; la de Navidad, al solsticio de invierno. Pascua es fiesta de primavera (al menos en el hemisfe­rio Norte); Navidad, celebra el nacimiento de Cristo cuando los días comienzan a alargarse, es decir, venciendo a la noche; la fiesta de Pentecostés corresponde al inicio de la recolección de las cosechas y, la fiesta de los difuntos, se celebra en el otoño.

En ese ritual del orden en el cosmos, los floreros y centros pre­parados con flores escogidas van a jugar un papel relevante en la li­turgia. Los colores de los ornamentos, que cambian según las fiestas, no según el evangelio del día, ponen también de relieve la liturgia. Hay que dejar a las flores su simbolismo de la naturaleza y no for­zarlo en alegorías ficticias. Hacer «ramos litúrgicos» no es cristiani­zar las flores, es servirse cristianamente del símbolo natural, de su belleza gratuita y de la alabanza que proclaman.

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Algunos detalles

— Demasiadas flores, matan las flores. — Las flores son para decorar, no para tapar. Aquello que se

adorne —altar, ambón— debe verse. Con más razón, un ra­mo de flores en el altar no debe tapar al sacerdote o al cáliz. Debe ser un ramo discreto.

— El presbiterio es evidentemente el lugar privilegiado de la de­coración floral. Pero el porche de entrada que acoge a los miembros de la asamblea o el baptisterio que acoge a un nue­vo cristiano, también podrían estar adornados de vez en cuando.

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14 EL BUEN USO DEL DÍA DEL SEÑOR

La historia del domingo comienza el mismo día que Dios resucita a Jesús de entre los muertos. Ese día, Jesús se manifiesta a los suyos:

— A las santas mujeres (Mateo 28,9; Marcos 16,9; Juan 20,11).

— A los discípulos de Emaús (Marcos 16,12; Lucas 24,13).

— A los Once (Marcos 16,14; Lucas 24,36; Juan 20,19).

— Jesús explica, por medio de las Escrituras, su muerte y resu­rrección (Lucas 24,27) a los discípulos de Emaús y a los Once (Lucas 24,45).

— Jesús comparte la comida con los de Emaús (Lucas 24,30) y con los Once (Lucas 24,41).

— Jesús envía a sus discípulos en misión «a Galilea» (Mateo 28,10) y «al mundo entero» (Marcos 16,15); «Seréis mis testi­gos» (Lucas 24,48); «Yo os envío» (Juan 20,21).

Desde el día de la Resurrección, en cada una de nuestras misas, Cristo sigue haciendo con nosotros lo mismo que hizo en Pascua con sus discípulos:

— se manifiesta a los discípulos reunidos,

— explica las Escrituras,

— comparte la mesa,

— envía a la misión. Nuestras asambleas son el lugar donde el Señor Jesús manifies­

ta a los suyos que está vivo.

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Page 72: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

El primer día

Los cuatro evangelios precisan —cosa excepcional— que Jesús resu­citó el primer día de la semana.

El hecho de que el emperador Constantino en el año 321, decreta­se que el domingo sería el día del descanso semanal, creó la confusión haciendo creer que el domingo sustituía al sabbat judío. El sabbat, nues­tro sábado, es el séptimo y último día de la semana, cuando «Dios des­cansó de todo el trabajo que había hecho». Por eso, el día siguiente, nuestro domingo, es el primer día de la nueva semana.

Surge la confusión cuando se habla del «fin de semana» y la nu­meración de los días, pues en la vida profesional de la organización internacional y especialmente en los transportes, se considera el lu-i íes como primer día de la semana.

Aunque el traslado del descanso del sábado al domingo por t onstantino, y el fenómeno reciente del «fin de semana» son com­prensibles, la visión cristiana debe seguir considerando al domingo como el primer día de la semana, por estas razones:

1. Como primer día de la semana, el domingo no es el aniversa­rio del día que descansó Dios, sino al contrario, es el aniver­sario del día que comenzó a crear. Antes que nada, el domin­go es una fiesta del Dios creador.

2. La Resurrección de Jesús, ese día, no sucede al azar. Dios re­sucita a su Hijo, es decir, hace pasar la humanidad de Jesús a la nueva creación; triunfa de la muerte para entrar en la vida gloriosa de la eternidad. Por eso, el domingo es la fiesta de Dios que, al resucitar a su Hijo Jesús, lleva a la creación del fracaso de la muerte a la victoriosa plenitud de la vida.

3. Pero lo que le sucede a Jesús, «primogénito de entre los muer­tos» (Colosenses 1,18), para nosotros es todavía una esperan­za. Por eso, nuestro primer día de la semana, el domingo, es también el anuncio de ese primer día futuro en el que Dios, «recapitulando todo en Cristo» (Efesios 1,10) inaugurará su Reino.

¡Verdaderamente el domingo es todo lo contrario que un fin de la semana!

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El día del Señor

Las lenguas anglosajonas han conservado la denominación pagana de «día del sol» (sonntag, Sunday) para designar al domingo; las lati­nas con su domenica, dimanche, domingo, tienen la palabra que proce­de directamente del latín: Dominicus dies, «día del Señor», y se reco­ge en el Apocalipsis 1,10.

Pero más que el nombre, es toda la vida cristiana la que está en juego. El día del Señor es el día que se debe «santificar» dedicándo­lo a Dios. Por eso, desde los comienzos de la Iglesia, incluso antes de que se estableciese la fiesta de Pascua, los cristianos hicieron de este primer día de la semana el día del encuentro para celebrar al Dios creador que resucitó a Jesús. El primer testimonio que tenemos de esto se remonta a quince años después de la muerte de Jesús. Es el de Pablo, que «parte el pan» con los cristianos de la comunidad de Troada (Hechos 20,7). Se refiere a una eucaristía, un sábado por la tarde, que según el cómputo de los judíos es ya domingo, el primer día de la nueva semana.

El Vaticano II condensa así el significado del domingo cristiano:

«La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mis­mo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual ca­da ocho días, en el día que es llamado con razón «día del Señor» o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escu­chando la palabra de Dios y participando en la eucaristía, recuer­den la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús, y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resu­rrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pedro 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo...» (SC, n° 106).

La vida moderna trae muchos obstáculos a la práctica dominical de los cristianos. Urge que los fieles recuperen la conciencia de que el domingo es un tesoro que, si no lo cuidan, hará que se tambalee to­do el edificio de la Iglesia.

Entonces: «¿Buen fin de semana?». Mejor: «¡Feliz domingo!».

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Page 73: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

índice temático

ACCIÓN DE GRACIAS: 78 ACTO DE FE: 23, 55,82 ACTUALIZACIÓN: 62 ADORACIÓN: 92 ADVIENTO: 105 ALBA: 126 ALTAR: 113-114,120,124,130,132 AMBÓN: 115-118 AMÉN: 54,80 ANAMNESIS: 81,105 AÑO LITÚRGICO: 103,133 ARTE DE CELEBRAR: 25,106,127 AVISOS: 98

BENDICIÓN: 80,99 BUENA NUEVA: 62

CÁLIZ: 72 CANTO DE ENTRADA: 41,137 CANTOS: 137 CASULLA: 127 CENA: 71, 73, 74, 89 COMIDA: 88 COMUNIÓN: 84, 87, 89, 90, 91,

125 CONCLUSIÓN: 98 CORDERO DE DIOS: 88 CORAL: 138 CREDENCIA: 120 CREDO: 64 CUARESMA: 105 CUESTACIÓN: 72

DALMÁTICA: 127 DÍA DEL SEÑOR: 108,143 DOMINGOS: 108,143 DOXOLOGÍA: 85

ENFERMOS: 92,93 ENVÍO: 98, EPÍCLESIS: 80 EÓUIPO LITÚRGICO: 28 ESCRITURAS: 55,116 ESTOLA: 126

FIESTA: 99 FLORES: 118,140 FORMACIÓN LITÚRGICA: 29 FRACCIÓN DEL PAN: 87 FUNCIÓN SACERDOTAL: 67, 79

GESTO DE LA PAZ: 87 GLORIA: 43,137 GOTA DE AGUA: 76

HOMILÍA: 48, 61,117

IGLESIA: 110 INCIENSO: 131

KYRIE: 49

LENGUA VERNÁCULA: 11 LIBRO: 55,116

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Page 74: Editorial Ccs - El Buen Uso de La Liturgia

— definición: 11, 12 — acción: 18

MEMORIAL: 71, 81,105 MICROS: 129 MINISTERIO, MINISTROS: 33, 90,

118,123,127 MISAL: 134 MISTAGOGÍA: 62 MONICIÓN DE ENTRADA: 42

NAVIDAD: 104

OFERTORIO: 70 OFRENDA: 70, 78 OFRENDAS DE LA MISA: 36 ORACIÓN: 52 ORACIÓN DE ENTRADA: 52 ORACIÓN POR LOS DIFUNTOS: 37 ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO: 99 ORACIÓN UNIVERSAL: 67 ÓRGANO: 139

PALABRA DE DIOS: 55, 116, 124, 135

PADRENUESTRO: 84,94 PAN ÁCIMO: 73 PARTICIPACIÓN ACTIVA: 18, 22,

80 PASCUA: 20,53, 81,103,108,145

i / \ i IMNA: / / , 120

PENTECOSTÉS: 104 PLEGARIA EUCARÍST1CA: 78,132 PREPARACIÓN DE LOS DONES:

70,121,124,132 PREPARACIÓN LITÚRGICA: 29 PREPARACIÓN PENITENCIAL: 43,

49 PROCESIÓN: 123,132 PUESTA EN ESCENA: 26

RITOS: 17 RITOS INICIALES: 41

SÁBADO: 110,144 SALMOS: 58 SALUDO: 42,46 SANCTUS: 23,80 SEDE DEL PRESIDENTE: 117 SENCILLEZ: 17 SERVICIO: 29,33 SILENCIO: 23,53 SÍMBOLO: 65

TIEMPO ORDINARIO: 99,105 TEMAS: 107

VESTIDOS LITÚRGICOS: 123,126 VINO: 76,91, 96

Y CON TU ESPÍRITU: 47

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