edad patrística; (el desarrollo de la , siglos iv-vii)

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II EDAD PATRISTICA (El desarrollo de la «Gran Iglesia», siglos IV-VII)

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II

EDAD PATRISTICA (El desarrollo de la «Gran Iglesia»,

siglos IV-VII)

AMBIENT ACION

En la Parte primera hemos visto las constantes de la vida cris­tiana que se han desarrollado en un clima de persecución, el nú­mero de cristianos era reducido y pobre. La Iglesia miraba a for­tificarse por dentro y a definirse hacia fuera.

Ahora el clima cambia. De Iglesia perseguida pasa en pocos decenios a ser Iglesia tolerada, preferida y, al final del siglo IV,

Iglesia única y perseguidora del paganismo. También cambia la situación política, económica y cultural

del Imperio . El Imperio se fragmenta en dos partes , la occiden­tal y la oriental; luego Occidente se vertebra en infinidad de rei­nos bárbaros que, luchando entre sí, configurarán los distintos reinos de la Europa cristiana. La Iglesia asume misión nueva y grandiosa. Apoyada por el aparato estatal romano y por las le­yes de los reinos bárbaros, potenciará su presencia desde el cen­tro, Roma , capital abandonada por las autoridades civiles y mantenida como sede del Papado, hasta la periferia. Los si­glos IV-VII son los siglos de la evangelización, del expansionismo proselitista , de la «Gran Iglesia». Siglos duros, de creatividad. Este es el grandioso marco de fondo en el que se desarrolla la vida espiritual de los cristianos .

Instituciones nuevas, grandes síntesis del camino espiritual , las herejías que contornean el vivir cristiano. De nuevo el pue­blo de Dios, la marejada humana que es obligada a ser cristia­na. Los pastores y escritores proponen nuevas rutas, caminan por ellas. Se transforman de cristianos en maestros por su cien­cia y santidad. Es la época de los grandes Padres de la Iglesia. Todavía la Iglesia docente es normativa, se está forjando la gran «Tradición» .

Al historiador que contempla ese segundo momento de la his­toria de la espiritualidad le da la impresión de que la espirituali-

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dad nace desde un pequeño núcleo originario y se va desarro­llando en el tiempo en los distintos espacios geográficos, en las diversas lenguas, razas y culturas, pero las constantes están ahí configuradas sobre Jesús de Nazaret. El núcleo evoluciona en su mismo e idéntico sentido, al compás de la dogmática. La espiri­tualidad es más vida que ciencia.

1 LA ESPIRITUALIDAD DEL MONACATO

Y DEL DESIERTO

El tema intenta conectar con los orígenes de la vida religiosa, una forma peculiar de ser cristianos. Las fuentes, que en el pe­ríodo anterior nos hablaban del martirio, de la virginidad, etc., ahora se refieren a una institución nueva con su propia termino­logía: monje, monacato, ermitaño, cenobita, yermo, reglas mo­násticas, ascetas, etc. No intcrcsa en una historia de la espiritua­lidad seguir el desarrollo histórico de esas instituciones, sino pe­netrar en el interior de los cenobios y eremitorios para sorpren­der al monje, al ermitaño y ver cómo vive «su vida espiritual».

Nacimiento del monacato

Antes de configurarse como «espiritualidad», el monacato tiene que definir su identidad. Las preguntas se precipitan en cas­cada: ¿Es un movimiento originario del cristianismo? ¿Es copia de instituciones preexistentes en religiones y filosofías anterio­res? ¿Qué iban a buscar los cristianos para vivir en comunidad abandonando el mundo? ¿Qué sentido tiene la «huida del mun­do»? ¿Existe una espiritualidad «monástica», propia del mona­cato? ¿Qué piensan los monjes de sí mismos como cristianos?

Estas preguntas son algunas de las muchas que se pueden ha­cer y que, respondidas, nos ayudan a entender el monacato y su espiritualidad.

Hoy no se puede afirmar que el monacato sea un fenómeno exclusivo del cristianismo. Antes de Cristo se ha desarrollado en

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otras religiones y filosofías (budismo, esenios, pitagóricos ... ) un fenómeno parecido, algo inherente a ellos. En la comunidad de creyentes, surge espontáneamente un grupo de fieles que quiere vivir con más intensidad la ideología, la religión.

También es cierto que , según esa regla de sociología religio­sa, el monacato cristiano es un producto autóctono, no depende de formas monacales preexistentes, ni nace en un punto origina­rio y se expande del centro a la periferia, sino que brota simul­táneamente en puntos geográficos dispares. Varían las formas, pero la esencia es idéntica.

La «espiritualidad monástica»

Supuesta la realidad histórica, ¿existe una «espiritualidad mo­nástica»? ¿Es una espiritualidad elitísta, un monopolio de «san­tos», de «elegidos», como pretendieron las sectas gnósticas heterodoxas?

Se repite con frecuencia que durante muchos siglos la espi­ritualidad del pueblo cristiano (los laicos) ha sido una trasposi­ción, una copia del modelo clerical monástico, que se incubó en la Iglesia primitiva (en este período que estamos historiando) y se transmitió a la Edad Media.

Esta afirmación es verdadera , pero no es tan aberrante como a primera vista pudiera parecer explicada en sus orígenes. Es anacrónico presentarla como acusación.

a) La LLamada

Para entender el sentido de esa vida tenemos que analizar los motivos que tuvieron los cristianos de los siglos 111 y IV para huir al desierto. El problema de base es el de la vocación. El monje no se considera un monopolizador de espiritualidad ni carismá­ticamente LLamado, sino que cree ser un cristiano normal, cohe­rente con la gracia del bautismo. Se siente fundamentalmente lla­mado al bautismo; la vida monástica será un lugar, una institu­ción donde vivir la gracia bautismal, una posibilidad entre otras, considerada por él más adecuada que otras (por ejemplo, la vida de familia en la ciudad, la vida de trabajo en la sociedad, etc.). No se compara con los demás cristianos, no se considera mejor

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que los que se quedan en el mundo. Esta es una idea que nacerá muy tardíamente.

b) La respuesta. Motivaciones

Los motivos que tuvieron los monjes para huir al desierto, a los monasterios, son muchos y complejos.

Algunos se hicieron monjes para evitar una situación social y económica desfavorable: la servidumbre, las deudas, la sujec­ción a los padres, la «cólera de una mujer» l. No es probable que fuese frecuente.

- Las fuentes recuerdan otra motivación más razonable: huida al desierto como protesta en un tiempo en que la vida cristiana se estaba desvirtuando, relajando, debido al proteccionismo estatal de la Iglesia.

- Algunos hablan también de la huida de las ciudades a los desiertos en tiempos de las persecuciones. Así interpreta Jerónimo la vocación eremítica de Pablo de Tebas, que se refugió en el desierto en tiempos de la persecución de Decio (hacia el 250).

- Otros aluden al monacato como un sucedáneo del marti­rio al desaparecer éste en tiempos de paz. Los monjes y solitarios vieron la posibilidad de un martirio cotidiano en la vida monástica y eremítica.

- Ciertamente, como ya dije, el monacato está inviscerado en la esencia del ser cristiano. Así, aunque los primeros monjes buscaron modelos en el Antiguo y Nuevo Testa­mento , desde Adán, Abrahán , Isaac, Elías , Eliseo, Juan Bautista, etc., personajes que tuvieron familiaridad con Dios o se refugiaron en el desierto, lo que justifica en el cristianismo el nacimiento del monacato es la persona de Jesús, su «seguimiento», como camino para ser perfectos. En la Vita Anthonii, que escribe San Atanasia, conside­rado por él como el primer monje, da el autor la clave para interpretar esa compleja sucesión de móviles: Anto­nio se propuso «vivir el Evangelio según toda su exigen-

I Todas ellas recordadas por Filoxeno de Magburg. En García M. COLOM·

BÁS , El monacato primitivo, 1, Madrid, Edica , 1974, p. 37. Remite a las Homi­lías, 3. Se. 44. pp. 84-85 .

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cia de pureza y renuncia, de pureza y desprendimiento. No se alejó de los hombres sino para buscar a Dios con un corazón libre» 2.

En consecuencia, una cierta marginalidad y sentimiento utó­pico son vividos por los primeros monjes, pero detrás de todo está la búsqueda de Dios , el encuentro con Cristo, con su Evan­gelio, como camino de perfección cristiana.

c) Configuración de una espiritualidad

La pregunta que hacíamos antes: ¿existe una espiritualidad «monástica»?, tiene una respuesta, sí, pero idéntica a la espiri­tualidad «cristiana». Por eso no es extraño que no se escribieran obras de espiritualidad distintas para monjes y para cristianos en el mundo. La vocación era única: la cristiana. Los monjes la vi ­ven en unas situaciones sociales diferentes, en unas instituciones nuevas , prácticas ascéticas especiales, etc. Pero las grandes exi­gencias evangélicas son idénticas, las necesarias para generar el «hombre nuevo» .

Este programa «cristiano» que viven los monjes es el trazado por los grandes teóricos, padres del monacato, el que marca el Evangelio. Quizá la novedad está en los medios escogidos. «El monje primitivo no aparece de ningún modo como un "especia­lista"; su vocación no es una vocación especial, considerada por él mismo o por los otros más o menos excepcional. El monje no es más que un cristiano, y más exactamente un piadoso laico, que se limita a utilizar los medios más radicales para que su cris­tianismo sea integral» 3. Si alguno se consideró especialmente elegido, perfecto , no pertenece a la tradición auténticamente mo­nástica , sino más bien a alguna secta herética.

Los monjes se apropian de aquellos términos que originaria­mente significaban lo cristiano: hermanos, santos, cristianos, lo cual significaba que la vida cristiana había dejado de practicarse en serio fuera de los ambientes monásticos. Lo mismo digamos de los temas espirituales, que inicialmente se aplicaban a los monjes, como, por ejemplo, el tema de la milicia espiritual, vida

2 «Vi ta Anthonii", en COLOMBÁS, 1, p. 38. J Louis BOUYER, «La spiritualité du Nouveau Testament et de Peres», en

HislOire de la spiritualité, 1, París , Aubier, 1960, pp. 383-385.

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angélica, vida del paraíso, segundo bautismo, martirio espiritual, vida apostólica, etc.

No era una usurpación, sino un corrimiento peligroso que después generaría el concepto de «vida religiosa» igual a estado de perfección, como si la simple vida cristiana no lo fuera. Los primitivos monjes han expresado en anécdotas deliciosas la creencia de que ellos no son los especialistas de la santidad, ni siquiera los mejores del pueblo.

Así cuenta Rufino, en la Historia monachorum in A egypto , que el abad Panucio pidió a Dios a qué grado de santidad había llegado y Dios le respondió en tres ocasiones diferentes que el mismo que un músico del pueblo, que el alcalde y que un nego­ciante, y concluye la lección de humildad: «No hay ningún esta­do de vida en el que no se puedan encontrar almas fieles a Dios, y que hacen en secreto lo que a El le agrada» 4.

Lo que todo esto demuestra -y un ejemplo ilustre es la pre­dicación de San Juan Crisóstomo-- es que no había dos vocacio­nes diversas, dos caminos de santidad en sentido riguroso, una para los monjes y otra para los laicos, sino que la perfección es única: la del Evangelio. Los monjes son los que se han mante­nido fieles al ideal evangélico y para ello habían tenido que ro­dearlo de estructuras. No obstante, un grave riesgo amenazaba la espiritualidad cristiana: considerar a los monjes -y sólo ellos- constituidos en un «estado de perfección». Fundamento literario de esta tesis puede encontrarse en el anónimo autor del Liber Graduum, serie de homilías escritas en torno al año 400, afiliado a ambientes un tanto heterodoxos, cuya mentalidad fue filtrándose en la ortodoxia católica y ha perdurado durante si­glos: los que abandonan el mundo son los perfectos; los demás cristianos son justos 5.

Además lo peligroso del caso -atribuir mayor perfección al estado monacal- es que esa perfección llevaba adjunta la fuga mundi y otras negaciones: del cuerpo, de la carne , de la acción, hasta casi llegar al «sólo Dios basta», entendido en un sentido demasiado restrictivo. Quizá el historiador Pablo Orosio, que es­cribía al principio del siglo v, nos da la pauta al definirnos a los monjes como «cristianos que se entregan a la única obra de la fe, después de renunciar a la múltiple acción de las cosas secu-

4 ML, 21, p. 391. 5 En COLOMBÁS, 1. e., n, pp. 13-17, 44-51.

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lares» 6. Y en uno de los Apotegmata Patrum dice el abad Ma­cario: «El monje se llama monje porque noche y día conversa con Dios , no ocupa la imaginación más que en cosas de Dios y no posee nada sobre la tierra» 7.

Sentido de la espiritualidad del desierto

El desierto es lugar geográfico y una actitud anímica. Como lugar está lleno de sugerencias y resonancias bíblicas . Forma par­te de la historia de la salvación . El «Desierto», para el pueblo de Israel , evoca el lugar de encuentro con Yahvé salvador, don­de se manifiestan las mirabilia Dei. Lugar sin ningún arrimo tem­poral , donde el pueblo confía sólo en Dios. Por los aconteci­mientos histórico-salvíficos , no sólo por deducciones psicosocia­les, el desierto ha sido un obligado lugar de referencia en la his­toria de la ascesis cristiana y por supuesto en la historia del mo­nacato. Existe una «espiritualidad del desierto» con apoyo de la Sagrada Escritura redescubierta por los primeros monjes.

Además de la soledad, el silencio , la segregación del mundo, la facilidad para la contemplación (cosas evidentes), el monje cristiano iba a buscar al desierto la familiaridad con Dios . Esta idea ya la expresó el profeta Oseas (2, 16) . Pero curiosamente, y apoyándose en el Nuevo Testamento, en el ejemplo de Jesús que se retiró al desierto para ser tentado por el demonio (Mt. 4, 1-11) , el monje va al desierto con esa misma finalidad . Esta idea es nueva y de gran trascendencia. La Vida de San Antonio, pri­mer ermitaño y primera formulación literaria de la vida monacal escrita por San Atanasio, explicita no sólo unos hechos históri­cos, sino una teología y espiritualidad del desierto .

El desierto, lugar estéril por antonomasia, era considerado como el hábitat de los demonios, lugar de castigo del pecado hu­mano. Por eso el ermitaño, huyendo al desierto desde el mun­do, proclama con la fuerza de los gestos que quiere combatir, con la fuerza de la gracia y la ayuda de Cristo, las fuerzas del mal personificadas en el diablo. La Vita Anthonü no es un libro de his-

Ó Historia adversus paganos, 7. p. 3. CSEL, 5, pp. 115-116. En COLOMBÁS,

1. e . , 11 , p . 21. 7 En COLOMBÁS,I. e. , 11 , p. 19. Otros textos más claros, ib. , pp. 20-21. Pue­

de leerse todo lo tratado en ib. , 11, pp. 3-27.

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toria, sino de teología, una cristología, una antropología teológica. La Vita narra con todo lujo de detalles las insinuaciones, las agre­siones diabólicas H, Y la victoria de Antonio significa que Cristo es superior a Satanás; que el hombre, con la ayuda de la gracia, la ascesis rigurosa, la fe, la oración, la caridad, vence todas las insi­dias del demonio. El cristiano tiene armas suficientes para vencer al mal que está dentro de sí y al que adviene del exterior. Cristo vence al demonio en San Antonio <) y en todos los cristianos.

Quizá, pasando adelante en la interpretación de los hechos narrados , haya que ver en la lucha externa un símbolo de lo que acontecede en el desierto interior del corazón humano, en su con­ciencia y subconsciente; la lucha entre el bien y el mal que en el cristiano, que se fía de la gracia de Cristo, se resuelve fa­vorablemente.

Estos relatos , con su carga simbólica y mítica, tienen un va­lor teológico y al mismo tiempo psicoanalítico. Por eso el silen­cio y la soledad pueden ser aliados valiosos para un descubri­miento del hombre en profundidad . Allí, en el silencio del cora­zón, en la soledad física, Cristo puede revelarnos el misterio de la iniquidad que llevamos dentro para resolverlo positivamente. De ello habla L. Bouyer , quien concluye: "Visto a esa luz, que es la suya, las rarezas demoníacas del antiguo monaquismo no deben confundirnos ni engañarnos. No son más que la traduc­ción por la imaginación popular de una verdad de fe, que es cier­tamente una de las más profundas del Evangelio» 10 .

Bibliografía

1. STEINMANN, Jean, Sto lean Baptiste et la spiritualité du désert, París, Seuil, 1955.

2. BOUYER, Louis , La vie de saine Antaine. Essai sur la spiritualité du monachisme primitif, Bellefontaine, 1978,2. ' edición.

3. GALILEA, Segundo, El alba de nuestra espiritualidad, Madrid, Nar­cea, 1985.

4. CANIVET, P. , Le monachisme syrien selon Théodoret de Cyr, París, 1978.

5. Las sentencias de los Padres del Desierto. Los apotegmas de los Pa­dres, Bilbao, DDB, 1987.

H PG, 26, pp. 846-847,850, etc. • lb., col. 85!. IU «La spiritualité du Nouvean Testament et de Peres», pp . 378-380.

2

LA PRAXIS MONASTICA

Las formas institucionales monásticas han evolucionado des­de la experiencia eremítica de San Antonio (t 356), «espejo de monjes», según San Atanasia, pasando por el cenobitismo comu­nitario de San Pacomio (t 346), San Basilio (t 379) y Juan Ca­siano (t 435), autores, menos Antonio, de Reglas y escritos mo­násticos, hasta llegar al más famoso fundador del monacato, San Benito de Nursia (t 547); sin olvidar el monacato hispano y sus grandes maestros, San Leandro, San Isidoro y San Fructuoso, de los siglos VI y VII, que animaron la vida cenobítica en el sur de España (la Bética) y en el Noroeste (El Bierzo).

El historiador cuenta con fuentes excelentes para conocer la praxis monástica, si bien no todo lo que cuentan los autores mo­násticos tiene que tomarse al pie de la letra, porque no siempre escriben historia, sino teología. Las Historias de los «Padres del Yermo» necesitan una clave especial de lectura porque el con­cepto de historia que ellos tenían no es idéntico al nuestro. Sin embargo, hay un fondo de verdad histórica en los relatos a los que añaden una lectura teológica de los hechos , aunque no siem­pre lo adviertan.

He aquí las principales fuentes:

Los Apothegmata Patrum, o Verba Seniorum, colección de sentencias espirituales y anécdotas de los eremitas del bajo Egip­to. La Vita Anthonii, biografía teológica escrita por San Atana­sio, como modelo de monje y de cristiano. La Historia mona­chorum in Aegipto, atribuida a Rufino, escrita a finales del si­glo IV. La Historia lausiaca, de Paladio (t 431), anacoreta de

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Egipto . Las Vidas de Pacomio, y su Regla. Las Reglas morales, o Asceticón, de San Basilio el Grande. Las Instituciones y las Co­laciones, de Juan Casiano. La Historia religiosa y la Historia ecclesiastica, de Teodoreto de Ciro, sobre los monjes sirios, y el Pratum spirituale, de Juan Moskos.

En ellas nosotros podemos contemplar la vida de los primi­tivos cristianos que huyeron al desierto para vivir con radicali­dad el Evangelio. Podemos seguir la vida cotidiana , las prácticas monásticas, sus ideales , sus luchas para llegar a la madurez cristiana.

Al final nos preguntaremos sobre el sentido de esa «praxis monástica» para el hombre de nuestro tiempo, tan alejado de aquellos ideales que a veces le parecen hasta anormales.

La Sagrada Escritura, vida del monje

Aunque parezca extraño -la mayoría de los monjes eran lai­cos rústicos campesinos , analfabetos-, la Escritura era la vida de anacoretas y cenobitas. Sólo algunos espíritus privilegiados leen la Escritura con criterio cultural ; son los representantes del monacato sabio, los grandes Padres de la Iglesia. Ca~i todos vin­culados a ambientes monásticos: Jerónimo, Ambrosio, Agus­tín .. . en Occidente ; Atanasio, Juan Crisóstomo, Basilio, Grego­rio Nazianceno ... en Oriente. Son los grandes comentaristas de la Escritura en tratados, cartas, homilías, etc .

No es una exageración decir que la espiritualidad monástica es eminentemente una experiencia religiosa que nace del encuen­tro con la Palabra de Dios. Muchos laicos llegaron a identificar la lectura de la Escritura con la profesión monástica, cosa que irritaba a San Juan Crisóstomo.

Si damos valor normativo a las Reglas monásticas, sobre las que se formaban los candidatos, nos sorprende que en gran me­dida son una colección de textos bíblicos del Antiguo y más to­davía del Nuevo Testamento, como si la Biblia fuese la auténtica regla del monje. No sólo las palabras, sino los hechos, los ejem­plos y figuras históricas. Es sintomático que algunos siguieron la profesión monástica por haber oído leer la Escritura, como San Antonio, de quien dicen que retenía de ella todo lo que leía (Vito Anthonii, 3).

2. LA PRAXIS MONASTICA 81

En la organización pacomiana de la vida monástica, uno de los primeros trabajos del candidato era aprender a leer , para que pudiese alimentarse de la Escritura, recitar los salmos, dedicarse a la lectio divina. Donde no existía un precepto de esa índole , se le exigía al menos aprender textos de memoria.

Además de la lectura o la audición, el monje se dedicaba a la meditación de la Palabra de Dios, que no es un mero ejercicio mental o discursivo, sino una compleja operación que va desde la lectura , memorización , la intelección plena del sentido y el cumplimiento del contenido , la praxis cristiana. Para ello, el monje tenía tiempo disponible , porque esa tarea era lo principal de la jornada. Aun durante el trabajo, en el deambular por el monasterio, el monje continuaba obsesionado por la Palabra leí­da. La Palabra le perseguía como un recuerdo afectivo del Dios revelado .

Objeto especial de meditación eran aquellos textos sobre los que se fundan las virtudes especiales de la vida monástica: cari­dad, obediencia, pobreza, virginidad, segregación del mundo, oración continua, etc.

Junto a la Escritura contaba --como norma de vida-la tra­dición y las tradiciones. Los legisladores, aun los más antiguos, apelan a la «tradición de los Padres» o la «tradición de los ma­yores». Son conscientes los legisladores de seguir los pasos de cristianos que los precedieron en el camino. No olvidemos que los monjes tienen conciencia de engranar con la primera comu­nidad apostólica de Jerusalén .

La segregación del mundo, como condición previa

En otra parte me he referido a las motivaciones para abrazar el estado monacal. Contó en muchos el temor a la condenación; en otros el deseo del cielo y de la perfección, el pesar de haber ofendido a Dios con los pecados (de ahí la conversión) . Pero pre­cede siempre la vocación, provocada por la gracia carismática o por acontecimientos más triviales, las desgracias o los ejemplos de otros monjes.

Escuchada la llamada, el monje seguía a Cristo, con la re­nuncia y el desprendimiento total. Esto se consideraba de todo punto necesario , entendido en un sentido muy globalizador: re­nuncia a los bienes, a los vicios (afectos y querencias desorde-

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nadas) , a la propia tierra y familia. Era una verdadera, definiti­va segregación del mundo, tomado éste en sentido peyorativo, el único que tiene en los Padres del yermo. Monje, monachos, es el que vive solo , desarraigado .

La segregación tenía grados y pasos. El primero era la segre­gación física de la familia (todavía más: no crear una familia pro­pia por la renuncia al matrimonio), la huida al desierto para vi­vir como anacoretas o cenobitas (generalmente los conventos se edificaban fuera de las villas y ciudades).

Pero se ha hecho notar que en la literatura monástica primi­tiva no aparece ni una sola vez el término contemptus mundi (en sentido de desprecio del mundo). Sin despreciar los bienes tem­porales , ciertamente los minusvaloraron, creyendo que, según la Escritura , el mundo era un impedimento más que ayuda. El mun­do estaba dominado por la carne y el demonio. En una palabra , no supieron, no pudieron construir una teología de los bienes terrenos.

Un segundo paso del desarraigo era el exilio, la voluntaria ex­patriación: la huida al extranjero, que tiene profundas resonan­cias bíblicas. El mundo se convertía así en lugar de peregrina­ción , de paso, de tránsito. No tener ciudad permanente, a la bús­queda de la ciudad definitiva y futura. Este símbolo escatológico lo entienden al pide de la letra muchos de los antiguos monjes. Sin embargo, el monje giróvago , trashumante , tiene mala pren­sa en los grandes maestros del monacato. Conectando con esta espiritualidad y praxis, los monjes celtas -siglos adelante- se­rán los perennes expatriados, los peregrinantes , pero aprovecha­rán esta condición para la expansión del reino de Cristo, para mi­sionar entre paganos y herejes.

La lucha ascética como camino de perfección

Es un capítulo amplísimo que comprometía la vida del mon­je. Los escritores monásticos han analizado y descrito con sufi­ciente penetración psicológica las tendencias desordenadas del ser humano, sin cuyo control no puede conseguirse la perfección cristiana. En la vida cotidiana todo se dirigía a este fin. Por eso los tratados monásticos , las Reglas monásticas abundan en prin­cipios para conseguir la victoria en esta lucha contra los vicios , en la adquisición de las virtudes. La espiritualidad del monacato

2. LA PRAXIS MONASTICA 83

y del desierto bien se puede calificar de lucha ascética sin más. No entramos ahora a juzgar si mantuvieron el equilibrio entre lo activo o lo pasivo , entre el propio esfuerzo y la gracia. En una palabra , si la santidad para ellos era más ejercicio (ascesis) que donación de Dios. Hay suficientes indicios para pensar que el én­fasis lo ponían en la lucha, en la voluntariedad , engrosando la rica tradición pelagiana. Esta actitud inicial explica la cantidad y la calidad de sus ejercicios ascéticos, a vece extraños y exage­rados para nosotros. Especifiquemos algunos.

a) La oración

Llenaba horas muertas del día y de la noche . En la oración, el monje vive y experimenta la familiaridad, la confianza en Dios. El monje era un «hombre de Dios» y lo expresaba en el modo de orar. En la oración se conseguía la apatheia, el control de los apetitos , la paz interior. La oración inicial, si seguía su pro­greso , acababa en la theoría, en la contemplación . Algunos di­cen hiperbólicamente que es el único oficio del monje . Los es­critos monásticos han tejido una corona de elogios incompara­bles sobre la oración cristiana, con la particularidad de que es una doctrina que nace de la vida , de la experiencia. Oración que tiene como aliada la renuncia a las cosas del mundo. El orante se siente, en ese clima, como un enamorado de Dios. Del hori­zonte de su vida prácticamente ha desaparecido todo, menos Dios (sólo Dios basta). Y con ese Dios se relacionan amorosa­mente, mentalmente , vocalmente. La actividad orante deja de ser medio para convertirse en fin: encuentro con Dios que salva perfeccionando la vida. Los padres del monacato no son fieles a un vocabulario, no es fácil clasificar sus formas de oración , por­que lo que les preocupa no es distinguir grados o formas , sino que la oración sea una comunicación íntima y amorosa con Dios 11. «Hay tantas clases de oración como son las almas», dice Casi ano (Col. 9, 8).

El ideal del monje era la oración continua, tema que les preo­cupa no como una teoría , sino para cumplir el precepto del Se­ñor de orar siempre , sin interrupción , día y noche. Materialmen­te era una utopía , pero descubrieron que se podía cumplir me-

" Cf. en COLOMBÁS, 1. e., 11 , p. 329.

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diante la oración implícita impregnando del espíritu de oración todas las obras y acciones, consiguiendo un «estado de oración». Mientras se trabaja , el entendimiento o la memoria pueden ser dirigidos a Dios .

Inventaron un método que tuvo éxito durante muchos siglos y ha sido recuperado en nuestro tiempo por sintonía con otras técnicas venidas del Oriente: el hesicasmo. La hesikía es una ope­ración compleja que abarca dos aspectos. El primero es un es­tado de vida, que implica la soledad y el silencio , la segregación del mundo, creadores de paz y tranquilidad. El segundo es un estado del alma, que es esa tranquilidad espiritual como ámbito de la contemplación y la unión con Dios. La primera es prepa­ración para la segunda. La hesikía no se logra sin una complica­da ascesis del cuerpo y alma. Era tan importante que en el ca­non cuarto del concilio de Calcedonia (451) se urgió a los mon­jes tender a la hesikía, que es lo mismo que tender a la perfección.

En ese ámbito aséptico, de paz externa e interna , el monje se dedica sin trabas al encuentro interpersonal con Dios. La tra­dición monástica encontró el método adecuado para una oración continua en la recitación frecuente de jaculatorias, dichas más con el corazón que con la lengua. Esta antigua tradición tuvo espe­cial resonancia en la escuela sinaítica en el siglo VI con San Juan Clímaco ; renació en los siglos X-XI en Constantinopla , con Si­meón, el Nuevo Teólogo, yen el Monte Athos , en el siglo XIV,

pasando después al monacato eslavo y ruso. En 1782 se publicó en Venecia la Filocalía, colección de textos de Santos Padres so­bre la oración a Jesús. De esa edición hizo una abreviada el mon­je Paisij Velitchovsky en 1793, que tuvo mucho éxito. En la se­gunda mitad del siglo XIX apareció un libro anónimo que hoy se edita con el título de El peregrino ruso, relato de un piadoso lai­co que se ejercita en ese método de oración continua a imita­ción de los antiguos monjes. Así se lo explica el staretz (director espiritual) al peregrino:

«La continua oración interior a Jesús es una llamada conti­nua e ininterrumpida a su nombre divino , con los labios, en el espíritu y en el corazón; consiste en representarlo siempre pre­sente en nosotros e implorar su gracia en todas las ocasiones, en todo tiempo y lugar, hasta durante el sueño. Esta llamada se

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compone de las siguientes palabras: Jesús mío, ten misericordia de mí» 12.

De la Filocalía le lee el staretz un texto de Simeón, el Nuevo Teólogo: «Siéntate solo y en silencio. Inclina la cabeza , cierra los ojos, respira dulcemente e imagínate que estás mirando a tu corazón. Dirige al corazón todos los pensamientos de tu alma. Respira y di: "Jesús mío, ten misericordia de mí. " Dilo movien­do dulcemente los labios y dilo en el fondo de tu alma. Procura alejar todo otro pensamiento. Permanece tranquilo, ten pacien­cia y repítelo con la mayor frecuencia que te sea posible» 13

b) El trabajo

Seguía en importancia el trabajo, la otra alternativa. Trabajo inicialmente manual y, en ambientes cultos, también el intelec­tual. El trabajo cumplía varias finalidades: evitar la ociosidad , peligrosa en la vida cotidiana; ganar el sustento con el sudor de la frente; ofrecía la posibilidad de ejercitar la caridad fraterna; tener autonomía económica y no depender de nadie; finalmen­te, el trabajo como mortificación. Pero el trabajo tenía sus ries­gos a evitar: podía generar avaricia , distraer el pensamiento de lo principal, que era la oración continua. Por eso los trabajos eran muy mecánicos y simples, que podían combinarse con la re­citación de salmos, con la oración interiorizada, y que no turba­sen la soledad y el silencio. Trabajo que podía ser agrícola, como el cultivo de los campos, o en las propias celdas, tejiendo este­ras, cestas, etc. Nunca con afán de lucro, o que obligase a faltar a la ley de la clausura.

12 El peregrino ruso, Madrid , EDE, 1982, p. 51. Utilla introducción de Au­gusto Guerra.

13 Muchos datos recogidos en Daniel de PABLO MAROTO, «La oración del corazón . Aspectos históricos y doctrinales», en Salmenticensis, 35 (1988) , pp. 345-367. La Editorial Sígueme, de Salamanca, ha iniciado la publicación de textos antiguos en la colección llZIS, entre los que interesan para nuestro pe­ríodo: La filocalía de la oración de Jesús, 1985, y Apotegmas de los padres del desierto, 1986.

86 EDAD PATRISTICA

c) La austeridad de vida

Para controlar las tendencias instintivas de la carne y poder observar mejor la castidad, los monjes idearon medios ascéticos como el ayuno , la abstinencia y las vigilias , la separación física de las mujeres. Algunos se gloriaban de haber estado cuarenta años sin ver ninguna mujer , aunque lo que los maestros más ecuánimes exigían era evitar las familiaridades.

En cuanto al ayuno y abstinencia eran , más bien , rigoristas. La vinculación del ayuno con la vida intelectual , religiosa y ética es de origen ancestral. Los monjes siguen esa antiquísima tradi­ción exagerándola a veces. Aun entre los monjes moderados en sus prácticas ascéticas es frecuente el no comer carne ni beber vino . Muchos eran vegetarianos. La abstinencia de la carne, es­pecialmente la de cuadrúpedos, así como el vino, estuvo muy li­gada a la práctica de la castidad. Eran considerados alimentos in­citantes de la lujuria; veían en el debilitamiento del cuerpo un arma para controlar las pasiones. No era infrecuente entre los monjes comer una vez al día tomando pan, agua, aceite y sal. Evagrio Póntico se muestra moderado: «La abstinencia monás­tica consiste en no tomar pan , agua y sueño hasta la saciedad» (De ieiunio, 8).

El monje dominaba también el cuerpo mediante las vigilias, restando tiempo al sueño nocturno para dedicarlo a la oración y a la espera de Cristo.

Las excentricidades ascéticas

Sin que sepamos a ciencia cierta la extensión de esas prácti­cas, ciertamente sabemos -porque están atestiguadas por las fuentes monásticas- que existieron en ciertos ambientes, espe­cialmente en el monacato sirio y mesopotámico. Me conformo con una mera alusión a algunas de ellas.

Son famosos los estilitas, que vivían encaramados en una co­lumna de hasta veinte metros de altura, en una plataforma muy reducida construida sobre ella. El primer estilita conocido es Si­meón, sirio de nacimiento hacia 389, que vivió en una columna más de cuarenta años, siendo venerado por el pueblo como san­to. Los estilitas querían huir de las molestias que causaban los

2. LA PRAXIS MONASTICA 87

fieles a los anacoretas, es decir, por un deseo de mayor separa­ción del mundo, pero acabaron siendo más visitados que los er­mitaños de los desiertos y los bosques. Llegaron a ser conseje­ros y predicadores famosos desde su improvisada cátedra.

No eran los únicos que inventaron formas excéntricas de pie­dad a veces por rivalizar con otros ascetas en una especie de carrera olímpica hacia la santidad. Por ejemplo, habitar en cho­zas , en cavernas en las que vivían encorvados ; o peor todavía, a la intemperie, manteniéndose siempre en pie. Unos se empare­daban en vida , sin salir nunca de su encierro voluntario; otros vivían en las copas de los árboles, alimentándose de sus raíces, de hierba, fruta yagua. Otros se encadenaban a una roca en el monte; algunos se cargaban de cadenas que les obligaba a vivir siempre encorvados. Monjes mugrientos y harapientos, sin nin­gún cultivo del cuerpo , esqueléticos, forman una galería inmen­sa, que por cuenta propia y con anuencia de la Iglesia oficial se infligían un cruento martirio, en tiempos en que ya había desaparecido del horizonte histórico. ¿Era por imitación de Cris­to paciente? ¿Era por la esperanza escatológica de un próximo y cercano retorno de Cristo? Nunca sabremos las íntimas inten­ciones. Las fuentes tampoco son explícitas. Lo cierto es que per­tenecen a otra raza de cristianos distinta a la nuestra, irrecupe­rables para nuestros ambientes más humanísticos, menos dualis­tas , y -¿por qué no?- embotados por el confort de una socie­dad permisiva y consumista. Vivimos en el polo opuesto de aque­lla concepción cristiana, y por eso incapacitados para su com­prensión radical 14.

Bibliografía

Además de las obras citadas en notas, puede leerse con cautela so­bre el alucinante mundo de los padres del yermo:

1. LACARRIERE, Y., Los hombres ebrios de Dios, Barcelona , Aima , 1964.

14 Una lectura de las prácticas ascéticas, aun las más excéntricas, como acer­camiento a la naturaleza en una especie de mística ecológica, la he ensayado en Daniel de PABLO MAROTO, «El "hombre espiritual" y la naturaleza a través de la historia», en Revista de Espiritualidad, 46 (1987), pp. 53-81.

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2. PEÑA, l.; CASTELLANA, P., y FERNÁNDEZ, R., Les stylites syriens (SBF, Collectio minor, 16), Milán, 1975. Les cénobites syriens (SBF, Collectio minor, 28), Milán, 1983. Les reclus syriens (SBF, Collectio minor, 23), Milán, 1980.

3. Reglas monásticas de la España visigoda. Santos Padres españoles, n, Madrid, Edica, 1971.

4. PEÑA, l., La desconcertante vida de los monjes sirios. Siglos IV-VI,

Salamanca, Sígueme, 1985. 5. CANIVET, P., Le monacltisme syrien selon Théodoret de Cyr, París,

1977. 6. MICHEL, Aimé, El misticismo. El hombre interior y lo inefable, Bar­

celona, Plaza y Janés, 1975, especialmente pp. 75-130. 7. LÓPEZ AMAT, A., El seguimiento radical de Cristo. Esbozo histó­

rico de la vida consagrada, 2 vols., Madrid , Ed. Encuentro, 1987. 8. ALV AREZ GÓMEZ, J., Historia de la vida religiosa. 1: Desde los orí­

genes hasta la Reforma cluniacense, Madrid, ITVR, 1987. 9. PABLO MAROTO, Daniel de, «El "hombre espiritual" y la naturale­

za a través de la historia», en Revista de Espiritualidad, 46 (1987), pp . 53-81.

3 LAS GRANDES SINTESIS

DE ESPIRITUALIDAD

Aunque sea de modo breve, vale la pena recoger las grandes sin tesis del «camino espiritual» trazado por los principales auto­res de este largo y riquísimo período.

San Agustín de nipona (354-430)

En Agustín coinciden varias circunstancias que agigantan su magisterio. Hombre de profundísimo talento, de dilatados cono­cimientos filosóficos y humanísticos (procedente de varias escue­las, como el agnosticismo, el maniqueísmo, el platonismo), pro­fesor de retórica, de una rica y variada experiencia vital (empe­dernido pecador antes de su conversión al catolicismo), vive en un tiempo en el que el Imperio romano comienza a desmoronar­se. Las obras de Agustín son una mesa opulenta, llena de man­jares exquisitos y variados, servidos en un lenguaje rico, lleno de sentimiento, de precisión, de lirismo. Un genio del siglo v, cuya sombra se proyectó sobre toda la Edad Media y cuya in­fluencia se deja sentir todavía.

Las líneas de fuerza de la vida espiritual son las siguientes:

a) El dogma, fundamento de la espiritualidad

La espiritualidad de Agustín se funda en la dogmática, como sucede con los grandes Padres de la Iglesia en este período. Agustín ha tratado profundamente los más importantes temas de

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la teología, y la espiritualidad en este tiempo es el culmen de la teología que ilumina y alimenta la vida. Es la suya una espiritua­lidad que se funda en la Biblia, que es teocéntrica, ecIesiológica, mariana, trinitaria, etc. Estas afirmaciones son de gran trascen­dencia porque después asistiremos al divorcio entre dogmática y espiritualidad con unas consecuencias funestas para las dos ra­mas de la misma teología.

En Agustín la Trinidad es la meta de la experiencia cristia­na; Cristo el camino y también, como Dios, meta; la Iglesia, el lugar donde se realiza la experiencia en la fraternidad universal; la Escritura, leída en la Iglesia, el alimento primordial.

b) Espiritualidad antropológica

Es una espiritualidad antropológica porque el hombre es el protagonista de esta aventura religiosa, el que se perfecciona con los medios que Dios le ofrece, con la colaboración de su liber­tad. El hombre es un campo de batalla en el que se enfrentan fuerzas contrapuestas: pecado y gracia. El pecado es la deseme­janza de Dios; la gracia la semejanza.

El desarrollo de la vida espiritual consistirá en recrear la ima­gen de Dios en el hombre, rota por el pecado, con el auxilio de la gracia y la fuerza del Espíritu Santo. Este perfeccionamiento del ser no es privilegio de un grupo elitísta, sino vocación uni­versal, llamada de Dios, a todos los hombres.

c) La perfección de la caridad

La santidad cristiana se mide por la perfección de la justicia y ésta por la perfección de la caridad. De la caridad como forma de la vida espiritual, que tiene por objeto a Dios, a sí mismo y al prójimo, ha disputado mucho San Agustín. La caridad que tie­ne como objeto a sí mismo arranca de un conocimiento del pro­pio yo, y que es el fundamento de la humildad. La que tiene como objeto al hombre y al mundo crea la ciudad terrena, con­traria a la ciudad de Dios, antítesis bellísima expuesta por Agus­tín con referencias al conflicto personal y sociohistórico. «Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta

3. LAS GRANDES SINTESIS 91

el desprecio de sí propio , la celestial. La primera se gloría de sí misma , y la segunda en Dios, porque aquélla busca la gloria de los hombres, y ésta tiene por máxima gloria a Dios, testigo de su conciencia» (Ciudad de Dios, XIV, 28).

d) La santidad, proyecto divino-humano

La caridad perfecta -nunca absoluta y completa en esta vida- así como las demás virtudes, no son fruto del hombre, de su libre albedrío, sino de la gracia de Cristo. Tenaz fue la dispu­ta de Agustín contra Pelagio y sus secuaces, quienes admitían la posibilidad de llegar a la perfección mediante la práctica de las virtudes adquiridas en el ejercicio ascético; porque, de lo con­trario, Dios mandaría cosas imposibles de cumplir. En conse­cuencia, la santidad en el hombre no es gracia, sino conquista de la voluntad. Agustín tenía experiencia de que los proyectos humanos, los propósitos, valen poco sin el impulso milagroso de la gracia. El había luchado años por imponerse al instinto carnal y no lo había conseguido , y triunfó con la ayuda de la gracia. Agustín logró la condena de Pelagio en el Concilio XVI de Car­tago (418), confirmada después por el papa Zósimo. Con ello afirmaba la iniciativa de Dios en todo el proceso, como es afir­mado en el Antiguo y el Nuevo Testamento. Bellamente lo dice Agustín: «El río de las cosas temporales te arrastra; pero en la orilla del río ha nacido un árbol... ¿Te sientes atraído hacia el abismo? Agárrate fuerte al árbol. ¿Te transtorna el amor del mundo? Agárrate fuerte a Cristo. Por ti él se hizo temporal para que tú te hicieses eterno» (In. ep. Joh., Tr. 2, 10). Y también: «¿Acaso no está en los hombres el amor al prójimo sino por el mismo Dios? Porque si no nace de Dios, sino de los hombres, tienen razón los pelagianos; pero si de Dios , nosotros triunfa­mos sobre los pelagianos» (De grato et libero arbitrio, 18, 37). Agustín también admite la participación del hombre, de lo con­trario no sería libre, sino una marioneta en manos de Dios.

e) Funcionalidad de la oración

La gracia de Dios ~omo don que es- se consigue median­te la oración de petición y la humildad: el reconocimiento de la nada del hombre y la exaltación de la misericordia de Dios. De

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la oración habló Agustín mucho y bien. La oración se hace con el corazón, no con los labios, y consiste en un trato afectivo con El. El deseo es el que mueve la oración cristiana: «Tu mismo de­seo es tu oración; y tu continuo deseo es tu continua oración» (Enarrat. in psalmos, 37, 13). La oración cristiana tiene sentido desde Cristo. El «ora en nosotros, ora por nosotros, y es orado por nosotros. Ora por nosotros como nuestro sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza. Es orado por nosotros como nues­tro Dios» (Enarrat. in psalmos, 85 , 1) . También la lucha ascéti­ca tiene su alimento en la oración, lugar donde se combina la hu­mana naturaleza, el hombre con su nada y sus deseos, y la so­breabundancia de la gracia-don.

f) Los grados de la vida espiritual

La vida espiritual tiene grados, porque los tiene la caridad en la que se funda. Agustín ensancha y profundiza la tradición que había forjado un «itinerario» de la vida espiritual, pero to­davía con contornos indefinidos . Distingue cuatro grados en la caridad: «incipiente, proficiente, grande y perfecta)) (De natura et gratia, 70, 84). Agustín ha trazado por primera vez la relación existente entre las bienaventuranzas, los dones del Espíritu San­to y las peticiones del Padrenuestro, desarrollando sobre este es­quema el itinerario de la vida espiritual, esquema que seguirá Santo Tomás y después de él muchos teóricos de la teología es­piritual (cf. De sermone Domini in monte, 1, 3-4, 12; 11, 5, 17, 11-39).

Parte del camino espiritual es la purificación, la noche, la as­cesis. Agustín, que militó un tiempo en el maniqueísmo, sistema dualista, como veíamos, tuvo mucho cuidado en purificar el con­cepto de ascesis y su funcionalidad en la vida espiritual. No hay que huir de la materia, del cuerpo, que no son malos, sino de la corrupción de la materia. En el ser humano existe un desorden, se vive una especie de guerra civil. «No lastra el cuerpo al alma, sino el cuerpo que se corrompe. Luego la cárcel no la hace el cuerpo , sino el cuerpo que se corrompe)) (Enarrat. in psalmos, 141, 18-19). El desorden, constitutivo del ser humano, se corri­ge con la acción de la gracia y con el ejercicio de ciertas virtudes que establecen el equilibrio entre el amor debido a Dios y el amor debido a las criaturas. Todo se resuelve en el amor. El con-

3. LAS GRANDES SINTESIS 93

trol de la pasiones no cuesta cuando predomina el amor. «Las fatigas de los amantes no pesan; al contrario, son motivo de de­leite. Por tanto, sólo interesa ver lo que se ama, porque cuando se ama, o no se siente el peso o se ama sentirlo» (De bono vi­duitatis, 21,26).

Finalmente, las últimas etapas de la vida espiritual están tra­tadas desde la perspectiva de la contemplación, fruto del don de la sabiduría, y la bienaventuranza de la paz, que realiza la unión con Dios, por conocimiento y afecto. La contemplación puede concluir en una experiencia de la presencia de Dios en medio del éxtasis, como le aconteció a él (Agustín) en compañía de su ma­dre en el puerto de Ostia (Confes., 9, 10,23-26) . Agustín, por otra parte, no acepta la dicotomía acción-contemplación como algo contradictorio, sino como dos principios integradores, don­de la contemplación sea la fuerza para la acción y el amor al pró­jimo, y la acción no genere un olvido de la contemplación, sino la necesidad de mayor contemplación (cf. De civ. Dei, XIX, 19).

Dionisio Areopagita (siglos v-vI)

Con el nombre de Dionisio Areopagita se divulgaron en Oc­cidente a partir del siglo VII unos escritos de teología y espiri­tualidad que iban a tener enorme influencia en el Occidente cris­tiano. Forman el Corpus dionysiacum cuatro obras principales: Los nombres divinos, Teología mística, La jerarquía celestial y La jerarquía eclesiástica.

El autor se presenta como discípulo del apóstol Pablo, con­vertido por él en el Areópago de Atenas. No se sabe quién es ese misterioso personaje , uno de los más ilustres falsarios de to­dos los tiempos. Posiblemente escribió en ambientes sirios más que coptos, en torno al año 500, ya que cita textos de Proclo, muerto en el año 485 , y sus obras son conocidas ya en el año 533, citadas como autoridad por los monofisitas en el sínodo de Constantinopla.

Sea quien fuere este inteligente neoplatónico cristiano, habla un lenguaje parecido a los grandes autores de la escuela alejan­drina y antioquena, como Clemente, Orígenes, Evagrio Pónti­co , Basilio , Gregorio Nacianceno y Gregorio Niseno, y, al mis­mo tiempo, utiliza una terminología nueva para expresar lo ine­fable, lo absoluto del Dios incognoscible. Sea O no original, sea

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o no místico experimental, lo cierto es que ha llevado al terreno de la espiritualidad temas estrictamente dogmáticos y ha cauti­vado por ello y por su lenguaje a los místicos de todos los tiem­pos. Ha sido el maestro de autores medievales -entre ellos San­to Tomás- y hasta de los grandes místicos de la talla de San Juan de la Cruz.

Dos temas quiero recordar:

a) Conocimiento de Dios y perfección cristiana

Detrás del problema del conocimiento de Dios, Dionisia oculta el de la perfección del cristiano. Indaga los límites de ese conocimiento, la calidad, los caminos y cómo el conocimiento y el amor son las mediaciones para el encuentro con Dios . Encuen­tro que -aun dentro de una relación misteriosa- diviniza al hombre .

Dios se ha revelado en la Escritura con nombres que descu­bren su esencia (Bien, Belleza, Amor, Luz, Verdad, Poder. .. ) . Pero estos nombres no encierran la perfección de Dios, son me­ras aproximaciones, porque Dios trasciende al ser y a los seres.

El hombre pretende acercarse a Dios con el conocimiento, mediante las cosas creadas, los símbolos, las palabras, las ideas. Lo puede expresar de modo afirmativo (conocimiento catafático de Dios) o de modo negativo (conocimiento apofático de Dios). Toda afirmación de las perfecciones de Dios es incorrecta en cuanto fundada en el conocimiento mediato de las criaturas, aun­que atribuyamos a Dios tales perfecciones en grado eminente abstrayéndolas de las imperfecciones creadas. Dios es, en todo caso, El trascendente. Por eso ni siquiera la terminología nega­tiva sirve para expresar lo que Dios es. Ni positivamente ni ne­gativamente podemos conocer y expresar lo que es Dios. Dios está por encima de lo positivo y lo negativo.

Lo menos imperfecto es el conocimiento apofático de Dios, por vía negativa, por ignorancia o nesciencia. «El conocimiento más alto de Dios es el que se tiene por medio de la ignorancia, según la unión supermental , cuando la mente, separándose de to­dos los seres y luego incluso de sí misma , se une a los rayos superresplandecientes y desde aquel momento es iluminada, en la profundidad inescrutable de la sabiduría» (Nombres divi­nos, 7, 3).

3. LAS GRANDES SINTESIS 95

No viendo, no conociendo , en esa especie de «rayo de tinie­bla» es como el hombre se acerca algo más a Dios. Abandono de todo hasta llegar a los confines del amor y de la fe. «Aban­dona los sentidos y las operaciones intelectuales , todo lo sensi­ble y lo inteligible, todo lo que no es y lo que es, y en la medida de lo posible, por vía de negación, extiéndete hacia la unión con aquel que está por encima de toda sustancia y de todo conoci­miento . Con la absoluta y libre salida de ti mismo y de todas las cosas, habiéndolo dejado todo y habiéndote desvinculado de todo, serás elevado al rayo sobrenatural de la tiniebla divina» (Mística teología, 1, 1).

Esa teología apofática, de negación aparente , sin conceptos , sin imágenes, es una metodología purificadora de las mediacio­nes accesorias e imperfectas. Es una negación afirmativa, valga la paradoja. Una negación que purifica lo afirmativo aplicado alegremente a Dios, y sugiere más que afirma la trascendencia divina. Así, Dios es concebido y encontrado por el hombre en la tiniebla de la fe, de la mística, pero siempre como un Dios desconocido.

Valdría la pena recordar en este contexto, ya que posible­mente nació en los mismos ambientes y por las mismas fechas , la funcionalidad teológica de los iconos, cuya creación no perte­nece sólo al arte y a la estética, sino a la teología. El icono es una imagen desfigurada de la divinidad, que sugiere más que afir­ma esa divinidad. Es materia santificada por la energía del Espíritu Santo (Cristo, Virgen, Santos); vinculados a la acción li­túrgica (misterio), son una especie de sacramental, no sólo re­cuerdo (como la pintura en Occidente que tiene mera función pedagógica), sino presencia misteriosa de lo divino en la imagen . Pintar iconos no era un arte, sino un ministerio. «El sacerdote nos representa el cuerpo del Señor en los servicios litúrgicos en virtud de las palabras ... ; el pintor, a través de las imágenes» 15 .

Los iconos no son retratos de los personajes divinos, sino sus imágenes, su transparencia celestial.

El conocimiento de Dios , en el sentido apofático explicado, concluye en el éxtasis, que supone el abandono de las funciones intelectivas (conocer , imaginar) y de las mismas potencias (en-

15 T. BOLSAKOV (Ed.) . Podlinnik, Moscú , 1903. Citado por P. MARIOTTI . " Imagen». en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983. p.702 .

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tendimiento, imaginación), para situarse «más allá de la inteli­gencia» (Nombres divinos, 7, 3). El éxtasis se realiza y experi­menta en el amor, la voluntad, más que en el conocer o el en­tendimiento (Nombres divinos, 4) . Más allá de todo discurso, de toda imagen, de toda afirmación sobre Dios (teología catafática) o negación (teología apofática), está la teología mística, que es una experiencia que trasciende a ambas . Es la unión con el Uno.

b) Las «vías» o «grados» de la vida espiritual

La denominación Teología mística y su contenido iba a tener una enorme fortuna en la mística occidental desde el Pseudo­Dionisio. Lo mismo sucedió con la división de la vida espiritual en «vías» o «grados». Por lo menos desde Orígenes se hablaba ya del tema, como lo expusimos más arriba; pero iba a ser el Areopagita el punto de referencia obligado a partir de la Edad Media.

Dividir la vida espiritual en tres «vías», purificativa, ilumina­tiva y unitiva, refleja su tendencia a las divisiones tripartitas y tie­ne su paradigma en las jerarquías celestes que son purificadas, iluminadas y perfeccionadas (De cae!. hier., 7, 3).

Dionisio parte de un principio eclesiológico: en la jerarquía eclesiástica hay tres órdenes: diáconos, sacerdotes, obispos, que tienen tres funciones: purificar, iluminar y perfeccionar o santi­ficar. También admite una tríada de sujetos pasivos sobre los que se ejercen esas funciones: los diáconos purifican a los penitentes­catecúmenos mediante la catequesis prebautismal y la peniten­cia; los sacerdotes iluminan al pueblo fiel mediante el bautismo; los obispos perfeccionan (unen con la divinidad) a los monjes con la confirmación y la Eucaristía.

Hay en todo ello mucha acomodación forzada, pero cierta­mente tiene un fundamento litúrgico innegable. Por otra parte, el Areopagita sería un tetigo temprano de la división de los «es­tados de vida» en la Iglesia de tan fatales consecuencias 16.

'6 Sobre el tema , cf. Daniel de PABLO MAROTO, "El "camino espiritual". Revisiones y nuevas perspectivas». en Salmalllicensis, 34 (1987). pp. 34-38.

3. LAS GRANDES SINTESIS 97

San Gregorio Magno (540-604)

Al final del período aparece San Gregorio, figura que domi­nará la escena espiritual de Occidente hasta San Bernardo y con­tinuará influyendo hasta bien entrada la Edad Moderna.

a) La época histórica y el personaje

Gregorio nació en Roma en un momento de especial turbu­lencia que incide en su religiosidad y espiritualidad.

Este es el curso político de Italia durante las «invasiones» de los bárbaros:

- 476: Odoacro, rey de los hérulos, destrona al último em­perador romano, Rómulo Augústulo.

- 493: Teodorico, rey de los ostrogodos, destrona a Odoa­ero, con anuencia del emperador oriental, Zenón. Duran­te su reinado (493-526) se recupera la cultura grecorroma­na, gracias a la colaboración de Liberio, Boecio y Ca­siodoro.

- 535-555: guerras entre bizantinos y ostrogodos en tiempos de Justiniano en un intento de reconquistar Italia para el imperio oriental.

- 546: Totila, el ostrogodo, conquista Roma, la saquea y de­porta a sus habitantes.

- 568: triunfo de los longobardos, cuyo reino duró hasta el 774, cuando fueron destruidos por Carlomagno. Los lon­gobardos sembraron el terror en Italia, también en Roma, en tiempos del papa Gregorio.

Este cuadro nos hace ver que Gregorio vivió su infancia y adolescencia entre el fragor de la guerra y el confort de su casa en el monte Celio de Roma. El niño y adolescente en aquellos momentos no se daba cuenta de que fenecía una civilización y se estaba implantando otra. De que estaba naciendo una nueva etapa histórica de la que él iba a ser su principal protagonista.

Estudió Derecho en su ciudad natal y el año 572 era pretor de Roma, asalariado del exarca bizantino de Rávena.

Hacia el año 575 su vida cambia bruscamente. Convierte su casa del monte Celio en un monasterio y acoge a los monjes be-

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nedictinos que, huyendo de los ataques de los longobardos a Montecasino, buscaban refugio en Roma. En ese mismo monas­terio -famoso después con el nombre de San Andrés- se ini­ció en la vida monástica.

El papa Gelasio 11 lo envió de aprocrisiario (nuncio) a Cons­tantinopla (578-585) y allí conoció a San Leandro de Sevilla. A la muerte del papa Gelasio I1, en el año 590, fue elegido Gre­gario para sucederle. Es el primer papa monje. Murió en Roma el año 604.

Gregario desarrolló una actividad desbordante como pastor y escritor. La época le ha marcado, traumatizado. El, romano de estirpe y de cultura, es un testigo presencial, un notario de lo que está aconteciendo en su tiempo. En la época de madurez es capaz de interpretar los acontecimientos. Hacia el año 600 la romanidad -el humanismo, la mentalidad, la cultura del impe­rio que había dominado Occidente durante siglos- estaba liqui­dándose porque otras fuerzas «bárbaras» habían invadido sus fronteras. Gregorio ha pronunciado una de las oraciones fúne­bres más impresionantes de toda la historia: la elegía por la muer­te de Roma, de la romanidad 17.

Gregorio es un nostálgico del pasado glorioso de Roma. Como predicador y escritor es siempre moralista. Ante la cru­deza de los tiempos interpreta los acontecimientos como «signos apocalípticos»: guerras , pestes, terremotos, inundaciones . Pocos autores en toda la historia se encontrarán más firmemente con­vencidos de que son los tiempos últimos, de que se acerca el fi­nal de la historia . También en esto es un testigo excepcional 18.

También es verdad que la creencia en la cercanía del final del tiempo y de la historia no ha paralizado, sino estimulado sus energías, su creatividad. El , como papa, ha sido un pastor vigi­lante de su grey , maestro como predicador y escritor, humilde servidor de la Iglesia; el primero que usó la fórmula Servus ser­vorum Dei.

Ha tenido la suficiente perspicacia -a pesar de su pesimis­mo nostálgico- para vcr que un mundo amanecía del que él iba a ser maestro indiscutible. Poco a poco los bárbaros se van asen­tando, creando reinos a veces efímeros; poco a poco, gracias a

17 Cf. en Hom. in Ez., n, hom. 6,22-24. En Obras de San Gregario Mag­no, Madrid , Edica, 1958, pp. 468-470.

IX CL, por ejemplo, Hom . in Ez., 1, 1, 1-2 . En Obras, pp. 537-538.

3. LAS GRANDES SINTESIS 99

la actividad desarrollada por los monjes enviados por Gregorio, abandonan el arrianismo y se convierten al catolicismo. La cul­tura se aleja del pueblo y se crea en Europa una clase privile­giada , elitista: los monjes , que serán los custodios del saber. A través de ellos algo de la sabiduría de Gregorio llegará al pue­blo. Gracias a él --en gran medida- los siglos medios son «si­glos monásticos».

Gregorio monta su más alta cátedra en Roma, y desde su sede episcopal predica al pueblo en las grandes festividades unas asombrosas Homilías sobre Ezequiel y sobre los Evangelios. A instancias de San Leandro de Sevilla comenta amplísimamente el Libro de Job, comentarios conocidos vulgarmente como Los morales, en 35 libros. Para reivindicar la memoria de los santos italianos escribe los Diálogos, en cuatro libros , dedicando el li­bro segundo a la figura de San Benito de Nursia. Modelo de hagiografía para la edificación del pueblo, auténtica catequesis popular, género híbrido en el que la fantasía, la piedad, la cre­dulidad y la historia se mezclan en amalgama incontrolada; gé­nero, por otra parte, muy difundido en toda la Edad Media. Un total de más de 800 cartas completan la actividad literaria de este genial e influyente pontífice a quien bien cuadra el nombre de «Magno».

b) Doctrina espiritual

Algunas anotaciones generales y unos apuntes sintéticos. Pri­mera: San Gregorio no es un teólogo especulativo, sino un pas­toralista, un moralista (no un simple recopilador de «casos» de moral). Es un pedagogo de masas, tanto en las homilías como en los escritos más exegéticos. Segunda: Lo es en cuanto, colo­cado en una atalaya de excepción, hace de bisagra de dos mun­dos culturales diversos: procedente de la romanidad, tiene que educar a los bárbaros de Occidente, sus definitivos dueños, cris­tianizados en masa más por el bautismo que por la evangeliza­ción; primeramente arrianos, y al final católicos. Es el verdade­ro catequista de los pueblos de Europa. San Benito, con su Re­gla, levantó monasterios y los llenó de monjes; San Gregorio les dio el alimento espiritual, y con esos monjes catequizó Europa. Tercera : el carácter práctico de sus enseñanzas, la buscada sabia ignorancia de la fe (<<abandonemos la dañina sabiduría -dice-

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y aprendamos la loable fatuidad») 19; cierto carácter experimen­tal de la vida cristiana, que es más amor que inteligencia, amor que es al mismo tiempo conocimiento [«conocemos lo que ama­mos, porque el amor es noticia (conocimiento)>>] 20, entusiasmó a todos los que dentro y fuera de los monasterios tendían a la perfección. Por todo ello es un buen testigo para un estudio de la «religiosidad popular» .

La Escritura como paradigma

Gregorio lee la Escritura como historia de salvación, como supremo arquetipo, paradigma de la salvación que se actúa en la Iglesia y en cada uno de los cristianos. Lo que históricamente acontece en la Escritura (salvación) se realiza místicamente. El acontecimiento del pasado se está proyectando siempre sobre el futuro . Sentido histórico y profético de la Escritura. Así como en el escrito sagrado hubo una inspiracion que hace del texto pa­labra de Dios, así en el cristiano perfecto existe el Verbo que rea­liza la perfección de la vida espiritual. Además, la Escritura, la lectio divina, alimento de la vida espiritual, se hace operante en la caridad y en la contemplación.

El «retorno» al paraíso

El camino espiritual es considerado por Gregorio como un «retorno al paraíso», que es un tema de fondo en sus exposicio­nes doctrinales. El modelo es la Escritura: desde el Génesis (crea­ción , caída) hasta el Apocalipsis (liberación suprema). El cami­no comprende el ejercicio de las virtudes en lucha contra los vi­cios (ascética) , la compunción (término de rico contenido, que comprende el dolor de los pecados, temor de Dios por la con­templación de sus grandezas), y concluye en la contemplación de Dios (mística). Este deseo de Dios, ansia de retorno a la paz se­rena de la eternidad, puede estar provocado por los desastres que ve alrededor que le causan depresión, tristeza y nostalgia. Gregorio se considera más habitante del cielo que de este mun-

IY Moral .. 27.46. PL, 76, p. 444. 211 Hom. in Ev., 11, 7. En Obras, p. 670.

3. LAS GRANDES SINTESIS 101

do. Hay como un ritornello permanente en su corazón: quiero ver a Dios. Y es frecuente que al final de sus homilías aleccione a sus oyentes para que desprecien al mundo presente y se ena­moren de la vida futura. El tema del desprecio del mundo tiene en Gregorio uno de sus más fecundos propagadores, tema fértil en la espiritualidad medieval.

Los «grados» de la vida espiritual

En la ascensión espiritual -prevista en siete grados- influ­ye el Espíritu Santo con sus siete dones. Gregorio, interpretan­do alegóricamente la reconstrucción del templo en la ciudad de Jerusalén, prevista por Ezequiel (cap. 40), en cuyos pórticos hay escaleras de siete (40, 25) u ocho (40, 37) gradas, lo aplica a la vida espiritual, obra del Santo Espíritu: «Por siete gradas se sube a la puerta, porque por la gracia septiforme del Espíritu Santo se nos abre la entrada del reino de los cielos» 21. Su doctrina so­bre los siete dones que adornarán al futuro siervo de Yahvé (Is. 11, 1-2), Y que Gregorio aplica a Cristo, «Cabeza nuestra, o a su Cuerpo, que somos nosotros», sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios, será en la espiritualidad medieval de una fertilidad exuberante. Según Gre­gorio hay que invertir el orden en la ascensión espiritual: comen­zar por el temor de Dios y culminar en la sabiduría. La octava grada, de la que habla también Ezequiel, es interpretada por Gregorio como «el premio de la retribución eterna» 22.

El Espíritu Santo y sus dones -siempre según San Grego­rio- está simbolizado por los dedos de Cristo que metió en la orej as del sordo para hacerle oír (Me. 7, 32): «¿Qué se significa por los dedos del Redentor sino los dones del Espíritu Santo ... ? De uno y otro de estos dos lugares se colige que el Espíritu San­to se llama dedo; luego meter los dedos en las orejas es abrir, por medio de los dones del Espíritu Santo, la mente del sordo para que obedezca» 23.

En Gregorio hay un primer intento -aunque creo que de­masiado elemental y tímido- de aproximar y unir los dones del

21 Hom. in Ez ., 11,7. En Obras, p. 475. 22 Hom. in Ez., 11,8,2. En Obras, p. 488. 23 Hom. in Ez., 11, lO, 20. En Obras, p. 350.

102 EDAD PATRISTICA

Espíritu Santo (que son siete) a las cuatro virtudes cardinales (prudencia, templanza, fortaleza y justicia) , y -menos eviden­te- a las virtudes teologales 24 . Hay demasiado simbolismo ma­labárico, propio de la edad media, jugando con los números 3, 4, 7 Y 12.

Vida «activa» y «contemplativa»

El problema de la contemplación, de la vida activa y contem­plativa, está ampliamente tratado por Gregorio y es uno de los capítulos brillantes de su espiritualidad. La solución al clásico bi­nomio acción-contemplación, oración-apostolado , en Gregorio es clara: se trata de dos aspectos del amor, el de Dios y el de prójimo. Por eso los dos son necesarios. Opta por un equilibrio entre ambas, aunque prevé que unos se inclinarán por una y otros por otra. «Luego la anchura pertenece a la caridad del prójimo, y la altura a la inteligencia del que contempla . . . cuanto estuvie­re dilatada en el amor del prójimo, tanto estará de alta en el co­nocimiento de Dios; pues a medida que se dilata por el amor, más arriba se levanta por el conocimiento» 25 . En cuanto la vida activa es ejercicio de virtudes, es el paso para la contemplación, que viene a ser una culminación de la ascesis.

Aunque el ejercicio caritativo , las obras de caridad , sean im­portantes, el alma de Gregorio suspira por el ocio contemplati­vo , como un reposo después de la acción , siempre bajo la tesi­tura del amor. «La vida contemplativa es mantener toda el alma en caridad de Dios y del prójimo, sí, pero abstenerse de todo acto externo con el solo deseo de adherirse al Creador; de suerte que nada ya hagamos, sino que, pasando por encima de todos los cuidados, el alma arda en deseos de ver la cara de su Crea­don> 26 . La vida activa fue figurada por Lía en el Antiguo Tes­tamento y por Marta en el Nuevo. Y la vida contemplativa por Raquel y por María , respectivamente, ya desde una antigua tra­dición que arranca de Orígenes, Agustín y Casiano 27.

2. Moral . . 25.8. 14. PL. 76. pp. 757-759 . 25 Hom. in Ez .. 11.2. 15 . En Obras. p. 415. 20 Hom. in Ez .. 11. 2. 8. En Obras. p. 410. 27 CL ib .. núms. 10-11. En Obras. pp. 411-412 .

3. LAS GRANDES SINTESIS 103

La contemplación es gradual. El primer grado es un acto de recogimiento del alma sobre sí misma mediante el control de los sentidos exteriores e interiores; el segundo grado es la conside­ración de sí misma, de su naturaleza, como imagen pura de Dios, que causa gozo. El tercer grado es la penetración en el misterio de Dios, aunque no lo consiga del todo. Es el límite de la con­templación, límite de la misma fe 28.

Cristo mediador

Queda un apunte muy importante: el camino que conduce al alma al paraíso es Cristo, modelo, mediador, redentor. Grego­rio contempla en Cristo las dos naturalezas, pero no deja de ser sintomático que reserve la contemplación y el trato de la Divi­nidad a los perfectos, entre los cuales se encuentra Pablo (inter­pretando en este sentido 1 Cr. 2, 2), Y a los parvuli, los peque­ños, el de la Humanidad de Cristo 29. Por eso conviene conside­rar la Pasión de Cristo. Con mayor predilección ve en Cristo su Divinidad en el cielo, y actuando en los hombres (Cuerpo mís­tico, la Iglesia) su Espíritu, que es quien diviniza al hombre, que su Humanidad. «El ve en El menos nuestro hermano que nues­tro Señor, nuestro Creador, nuestro Padre.» «Gregorio conside­ra menos los sentimientos humanos de Cristo que la dignidad de la persona que los soporta: el Redentor era Dios y no cometió pecado. Gregorio no pierde de vista jamás su trascendencia di­vina; no tiende a humanizar la figura del Señor» 30. ¿Resabios antiarrianos, que tan malas consecuencias tuvo en la piedad me­dieval? Lo analizaremos después.

2K Puede verse todo el desarrollo en Hom. in Ez. , 11. 5, 9-11. En Obras. pp. 440-450.

2" ef. Moral. , 31 , 51-52. núms. 103-104. Hom. in Ez . . I. 9. 51. En Obras. pp. 339-340.

JO Jean LECLERo. Histoire de la spiritualité chrétienne. 11: La spiritualilé du Moyen Áge. París, Aubier, 1961, p. 28.

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c) Significado de San Gregario en la historia de la espiritualidad

Por su situación en el tiempo -quicio de dos edades-, por su condición de Papa y monje con una amplia actividad litera­ria, Gregorio se convirtió en uno de los manantiales de la espiritualidad europea. El creó la «teología monástica» que se alimentaba de la lectio divina contemplada en la soledad y el si­lencio de los monasterios, colaborando en cierta medida a sepa­rar el pueblo, el clero y los monjes.

Gregorio enseñó a Occidente que la Iglesia está sustentada en la Palabra de Dios, que tiene siempre el primado. Desde ella los ministerios son servicios. El mismo se proclamó, como Papa, «el siervo de los siervos». En los Diálogos se hizo catequista del pueblo, enseñándole en un lenguaje visual-los ejemplos- que Dios continúa actuando, como en el Antiguo Testamento, en los «santos», no obstante la calamitosidad de los tiempos. En su Re­gla pastoral expone que el carisma del servicio y la enseñanza no está sólo en los papas, obispos, sacerdotes, sino en todos los miembros del pueblo cristiano iluminados por el Espíritu Santo. También los laicos son llamados a esta tarea pastoral de la Iglesia.

Las enseñanzas de Gregorio sobre el primado de la Palabra en la Iglesia se olvidaron, dando paso a una Iglesia de poder, con­fundiéndose con la jerarquía. La Palabra de Dios educa a todo el pueblo cristiano, conduciéndole a la conmunio eclesial.

La acción de Gregorio culmina en la evangelización de Eu­ropa mediante el envío de misioneros en un momento en que Oc­cidente parecía sucumbir ante la avalancha de los «bárbaros».

Por todo ello Gregorio es un hombre providencial, un autor de genio, uno de los constructores de la Europa cristiana 31.

JI Sobre San Gregorio ha escrito páginas muy originales y acertadas B. CA· LATI, «Storia della Spiritualita. La spiritualita del medievo», 4, Roma, Borla, p. 5-137.

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Bibliografía

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7. AA. VV. , Gregoire le Grand, París, CNRS, 1986. 8. CLARK, F. , The Pseudo-Gregorian dialogues, 2 vols . , Leiden, E. J.

Brill, 1987.

4

UN A SINTESIS DE «ESPIRITUALIDAD MONASTICA»:

LA REGLA DE SAN BENITO

Por su significado especial en la historia del monacato y por ser una síntesis muy lograda de espiritualidad, vamos a dedicar un apartado especial a la Regla de San Benito de Nursia.

La persona y el marco histórico

Las fuentes de información sobre la vida y la actividad de San Benito son escasas. Casi la única es el Diálogo II del papa Gregorio, escrito hacia el año 593, con un concepto de la histo­ria que no corresponde al nuestro. Gregorio ve en Benito al Horno Dei, al hombre de Dios , y por lo mismo, instrumento de Dios para hacer todo tipo de milagros en favor del pueblo.

Ateniéndonos a lo más fiable del relato gregoriano , Benito nació en el seno de una familia económicamente acomodada en Nursia , región de Umbría , en Italia. Hizo estudios de gramática y retórica en Roma, en tiempos de la dominación ostrogoda de Teodorico, época todavía de esplendor cultural. Para evitar las ocasiones de pecar -siempre según la versión de San Grego­rio- abandona la casa paterna para iniciarse en la vida monás­tica. Hace primero una experiencia eremítica durante tres años en Subiaco, no lejos de Roma, donde pronto comienzan a acu­dir sus discípulos. Benito desarrolla lo que podemos llamar la «paternidad espiritual».

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Pronto fundó doce conventos al estilo pacomiano en Subia­co, de los que era abad general. Fue un ensayo de vida cenobítica.

Enemistado con Florencio, sacerdote de los alrededores, en­vidioso del prestigio y del éxito de San Benito, emigró hacia el sur de Italia, hasta llegar al antiguo castro etrusco y romano, Cas­sinum. Sobre la montaña cercana, convertida en ciudadela paga­na, San Benito edificó un monasterio con su templo hacia el año 529, que se convirtió en el más famoso del mundo: Montecasi­no. Allí escribió la Regla, allí reposa su cuerpo, junto al de su hermana Santa Escolástica. Destruido y reconstruido varias ve­ces a lo largo de los siglos, ha sido restaurado después de la úl­tima guerra mundial.

Después de la muerte de San Benito, a mediados del siglo VI,

miles de monasterios poblaron Europa regidos, desde Carlomag­no (siglos VIII-IX), por su Regla. De los monasterios benedicti­nos saldrían los misioneros de Europa, que al mismo tiempo -aun sin preverlo el fundador- fueron también los transmisores de la cultura. Con cierta razón Pío XII le pudo llamar «padre de Europa» , y Pablo VI, el año 1964, lo nombró su «patrono y ce­lestial protector». Estos títulos pomposos y otros más exagera­dos son significativos de una tradición apologética y mitificadora del Santo, mitificación que ya comenzó en tiempos de Gregorio Magno a finales del siglo VI y que una historiografía crítica ac­tual está reduciendo a sus valores reales. San Benito no fue un genio único en su tiempo, ni inventó todo en el monacato , ni se pasó la vida haciendo milagros, etc. Su éxito se debe a la sabia combinación de elementos dispersos en la vida monástica prece­dente y a una personalidad poderosa y sumamente atrayente. Ciertamente a la Regla de San Benito debe mucho Europa y la civilización occidental.

Espiritualidad de la Regla

La Regla de San Benito es una auténtica síntesis de la espi­ritualidad del siglo VI. Consta de 73 capítulos.

4. LA REGLA DE SAN BENITO 109

a) Sentido de la vida en comunidad

La Regla organiza la vida de un cenobio; de ahí que su espi­ritualidad tenga un carácter comunitario. Todavía se respira en ella la idea de que el monje es un cristiano coherente, que toma en serio los compromisos bautismales. De ahí que se pueda ha­blar de un «cristianismo monástico».

Pieza clave, no sólo en la organización material y adminis­trativa del monasterio, sino en la vida espiritual del monje y de la comunidad, es el abad, que es, al mismo tiempo, padre, maes­tro, juez Y médico. El monje debe aceptar en fe, creer, que el abad «hace las veces de Cristo» por cuanto -según San Beni­to- se le llama por su mismo nombre, el de Padre, aplicándole el título de Abbá, que Cristo utiliza en exclusiva con relación a Dios-Padre (2, 3).

Originariamente el abad del monasterio no era necesariamen­te el superior, sino un monje venerable, que había conseguido la perfección, la apatheia y que, lleno del Espíritu Santo, poseía la ciencia espiritual y podía discernir los espíritus de sus herma­nos. Tenía, en una palabra, el carisma de la paternidad espiri­tual. Ya en tiempos de Casi ano el abad era superior del monas­terio y poco a poco fue adquiriendo una connotación más jurídica que espiritual, más que un magisterio carismático se convirtió en un «cargo» U «oficio», que no excluía la función espiritual. Y este concepto es el que tiene en San Benito, como un vicario de Cristo-Padre, de Cristo-Hermano de los monjes a los que sirve. Esta funcionalidad y preeminencia religiosa del abad es la que debe provocar la fe-obediencia en el monje. Es el alma del mo­nasterio, presente en todos sus quehaceres 32.

Pero el abad, pieza importante, no es la comunidad, ni el monje es un simple peón. Debe ser un consejero del abad cuan­do es requerido para ello. Existe ya en la Regla una especie de corresponsabilidad (cap. 3). Abad y comunidad se rigen por la Regla, que viene a ser así el canon objetivo que ordena la vida monástica. «Así pues, en todas las cosas sigan todos la Regla como maestra y nadie se aparte de ella temerariamente» (3, 7).

32 Páginas ilustradoras, en García M. COLOMBÁS, «El abad, vicario de Cris­to», en AA. VV., Hacia una relectura de la Regla de San Benito (XVIII Semana de estudios monásticos). Abadía de Silos, 1980, pp. 89-104.

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Dos virtudes articulan la buena marcha de la vida comunita­ria. Por parte del abad, la capacidad de servicio a los hermanos; por parte de los monjes , la obediencia.

Benito es taxativo: «Sepa que más le corresponde --dice al abad- servir que presidir» (64, 8). Ha acuñado sentencias sa­bias que han quedado como normas de profunda sabiduría evan­gélica, de espiritualidad. «Es menester. . . que siempre haga pre­valecer la misericordia sobre la justicia . . . aborrezca los vicios, ame a los hermanos. Y en la corrección obre con prudencia y no sea extremoso en nada, no sea que, por querer raer demasiado la herrumbre, se rompa la vasija. Tenga siempre a la vista su pro­pia fragilidad y recuerde que no se debe quebrar la caña hendi­da. No queremos decir con esto que deje crecer los vicios, sino que ha de extirparlos con prudencia y caridad según viere que conviene a cada uno, como ya hemos dicho . Y procure ser más amado que temido» (64, 9-15). Como representante de Cristo debe enseñar con palabras y con obras (2, 12-13).

La comunidad benedictina crea igualdad entre los miembros, no hay diferencias de clases sociales, sino las que crea la anti­güedad y los servicios u oficios dentro de la misma. «No haga en el monasterio -aconseja al abad- discriminación de personas» (2, 16). El monje afianza sus vínculos con el abad y su comuni­dad mediante la profesión religiosa, precedida por una larga y exigente aprobación y selección de candidatos. La profesión be­nedictina era un compromiso jurado de cumplir tres cosas: la obediencia, la estabilidad y el ejercicio de las virtudes monásti­cas (ejercicio que abarca la famosa expresión conversatio morum suorum). La profesión no se puede considerar como un contrato entre el candidato a monje y el abad y su comunidad , sino como una alianza mística con Cristo, como una ofrenda de la propia vida. Este es el clima profundo que hace intuir la brevedad del texto de San Benito (cf. cap . 58) . Es una ofrenda perpetua; por eso San Benito juzga peyorativamente el abandono del camino comenzado (58, 28) . La estabilidad no es novedad absoluta del abad casinense, pero con él se institucionaliza y obliga al monje a una triple fidelidad : a la vida regular, a la comunidad y al mis­mo monasterio.

La obediencia viene a ser así la virtud más representativa de los tres consejos evangélicos (castidad , pobreza y obediencia), que implícitamente los engloba. Es la entrega total de su ser al abad , a la comunidad , al cumplimiento de la vida monacal. El

4. LA REGLA DE SAN BENITO 111

monje obedece a la Escritura y a la Tradición, de las que vive. Obedece al abad, que hace las veces de Cristo (2, 1; 63, 13). Es como un retorno a Dios , en sentido contrario al abandono del pecado por la desobediencia (pról. 2). El monje obedece a Cris­to, a quien sirve como Rey, renunciando a su propia voluntad (pról. 3; 5, 7), Y obedece como Cristo (5 , 13; 7, 34). Según San Benito, es fruto exquisito de la humildad, la prueba más eviden­te (5, 1). Obediencia al superior que admite el diálogo fraterno (68, 1-2, 4-5). Obediencia también entre los mismos hermanos (71, 1-2; 72, 6) . No existe indicio alguno en la RegLa benedictina de dominio despótico del abad sobre los súbditos, semejante al del señor feudal con sus siervos, a pesar de ser el responsable de toda actividad en el monasterio .

La comunidad benedictina da la impresión -leyendo la Re­gLa- de ser una familia autónoma, una especie de domus Dei, en la que cada uno está en su sitio cumpliendo un deber socio­cultural, pero al mismo tiempo, bajo la mirada y la dirección pru­dente, amorosa del abad, el monje-cristiano consigue la meta de la perfección. La comunidad, la abadía, viene a ser una especie de civitas Dei a escala limitada, en la que todo está bien armo­nizado, equilibrado por la prudencia y la discreción de Benito en el uso correcto de la autoridad por el abad y los demás ser­vidores del monasterio.

b) EL camino espirituaL deL monje

Vocación

El camino «cristiano» vivido en el monacato comienza sien­do un don especial , una LLamada-vocación por parte de Dios , que se completa con la respuesta del hombre. Es el prólogo el que ilumina sutilmente esta realidad. Para estos Llamados quiere Be­nito establecer una «escuela del servicio divino» (pról. 45) en el sentido del lugar donde el monje aprende las prácticas de ser cris­tiano y las ejerce durante la vida , donde milita bajo la bandera de Cristo-Rey, Señor (Dominus) y Maestro (Magister). Benito espera que en este taller donde el cristiano se va haciendo santo no se imponga al monje «nada áspero, nada pesado» (pról. 46), y en el que todo ejercicio de virtudes es «obra de Dios» (pról. 29). Importante afirmación en un tiempo en que todavía

112 EDAD PATRISTICA

serpeaba el pelagianismo y el semipelagianismo. El monje bene­dictino es un oyente de la voz de Dios y un respondiente con «he­chos» más que con palabras (cf. pról. 16 y 35).

La respuesta a la llamada del monje está justificada sólo por una motivación base: La búsqueda de Dios (58, 7). Para discernir las intenciones de los pretendientes San Benito establece una se­rie de normas más bien severas antes de la profesión monástica (ef. cap. 58). Esta búsqueda de Dios hay que interpretarla en el sentido pasivo: busca el monje a Dios porque se siente buscado por El. Es la opción fundamental, el criterio supremo para dis­cernir la llamada-vocación.

AL servicio de Cristo Rey

El desarrollo de la vocación, del camino cristiano, tiene una dimensión cristoLógica incuestionable. La vida monástica es una «militancia» en el reino y para el reino de Cristo (pról. 3). El está presente en el monasterio como auténtico Señor: en el abad (2, 2; 63, 13); en los enfermos (36, 1); en los huéspedes y pere­grinos (53, 1, 7 y 15); en los pobres, etc. Visión llena de evan­gelismo, de sobrenaturalismo y sacralidad de las instituciones, no creo que nueva. Un principio general domina la institución monástica benedictina y su espiritualidad: «no anteponer nada al amor de Cristo» (4, 21); «nada absolutamente antepongan a Cristo» (72, 11). Cristo es lo único absoluto, lo único que justi­fica --en equivalencia a la inicial búsqueda de Dios en los orí­genes de la llamada- la vocación monástica. Poner a Cristo como Absoluto de una vida es mucho más que el seguimiento o la imitación. No encuentra sentido esta vida fuera de El.

En este clima sacralizado, en el que el monje ha hecho de Dios y de Cristo únicos absolutos existenciales, se desarrolla la vida espiritual como una milicia, un ejercicio ascético de virtu­des y control de vicios. San Benito no sistematiza el camino es­piritual, pero siembra de consejos su RegLa, expone una especie de código resumido de virtudes entre las que sobresalen la obe­diencia (cap. 5), el siLencio o dominio de la lengua (cap. 6) y la humiLdad y sus grados (cap. 7). El capítulo 4 es una colección de aforismos o «instrumentos de las buenas obras».

4. LA REGLA DE SAN BENITO 113

La humildad, camino hacia el amor

Benito traza una escala de perfección fundada en el ejercicio de la humildad como ascensión a la plenitud del amor, y que ha sido considerada como «una síntesis de toda la mística cristiana y no reservada a unos pocos perfectos, ya que a todos se nos abren las puertas: a los débiles, a los pecadores, a los inútiles, a los enfermos, a los desesperados» 33.

Que la vida espiritual crece y que se haya expresado a través de los siglos por «grados», vías, etapas, etc., es algo que se ad­mite en Teología espiritual. Cuando a comienzos del siglo VI San Benito escribe la Regla, la idea del crecimiento gradual había sido expuesto por los autores conocidos por él: Agustín, Paco­mio , Basilio, Jerónimo, Casiano, Juan Clímaco, Evagrio Pónti­ca , Gregario de Nisa, etc., y algunos hacían alusión --como él 10 hace- a la escala que vio Jacob (Gen. 28, 12-13) , que ponía en comunicación la tierra con el cielo, alegoría antiquísima, an­terior al cristianismo 34. San Benito habla de doce grados de hu­mildad (cap. 7) que no son en manera alguna doce grados de per­fección, etapas de la vida espiritual que se suceden cronológica­mente, de manera que se puedan ver los progresos al pasar del grado primero al grado segundo. Ciertamente mirados en su con­junto, viviéndolos todos, el cristiano descubre que ha superado el temor y experimenta el amor. Más bien que grados son aspec­tos de la vida cristiana que, sumados, constituyen la perfección.

Hay tres facetas generales que conviene resaltar en la doc­trina benedictina sobre la humildad: a) El ascenso en la humil­dad (grados) significa un descenso en el conocimiento de la pro­pia nulidad . Acción de Dios, de su gracia, y reconocimiento de la nada humana. No es un método para adquirir virtudes, sino un espacio experimental donde el hombre percibe la acción de Dios. En cada grado de perfección en la humildad se consigue un grado de caridad que excluye el temor. Viviendo la escala de humildad el hombre reconoce la necesidad de ser salvado. «Bajo la dirección de San Benito se aprende a profundizar los cimien-

J J Cassiá M. JUST. Regla de San Benito, Zamora, Ediciones Monte Casino , 1983. p. 160.

34 Cf. muchos datos en García M. COLOMBÁS , La Regla de San Benito, Ma­drid, Edica. 1979, pp. 304-308.

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tos, a ofrecer espacio a fin de que Dios no encuentre obstáculos para lo que quiera construir» 35 . b) El profundo cristocentrismo de la doctrina . No se trata sólo de una imitación externa, sino de una experiencia paralela a la experiencia de Cristo, como lo demuestra el continuo recurso a la Escritura, a los textos base referidos a la kénosis, obediencia, exaltación de Cristo. c) Im­plícitamente el tratamiento de la humildad refleja una vida teo­logal de fe , esperanza y caridad .

El desarrollo pormenorizado excede los breves límites de este espacio. El primer grado se abre con un pórtico grandioso: el hombre vive bajo la mirada de Dios, tiene un santo fervor, tiene presentes los mandamientos, el castigo o el premio que merece su trasgresión o cumplimiento. En realidad no es más que en­frentar al hombre con Dios para evitar los pecados y practicar las virtudes, la renuncia a hacer la propia voluntad , a cumplir los malos deseos, a seguir el placer (7, 21-24). Es el principio de una conversión; el primer peldaño de un largo camino de per­fección (7, 10-30).

Los tres siguientes sitúan al cristiano, siguiendo los pasos de Cristo obediente al Padre hasta la muerte, ante el despojo de sí mismo: olvido de cumplir sus deseos, obedecer a un superior y soportar pacientemente las contrariedades de la vida. Optima preparación para vivir en comunidad (7, 31-43) .

Los grados quinto, sexto y séptimo aumentan el despojo in­terior del monje: desconfianza de sí mismo para confiar en los demás, y así confiar en Dios. Abrir el corazón para comunicar los propios sentimientos, pensamientos, impulsos, pasiones (los famosos logismoi de los padres del yermo) al abad, al padre es­piritual para que él discierna los distintos espíritus (quinto gra­do) . Sentirse siervo inútil y gozarse de lo vil y abyecto (sexto gra­do). No sólo decirlo y hacerlo, sino creerlo, sentir que es el úl­timo y más vil de todos (grado séptimo) .

Los últimos grados de humildad tienen una referencia al ex­terior: lo que podría llamarse la humildad sociológica, en con­traposición a la humildad ontológica e interiorizada. Acostum­brado a una vivencia espiritual de humillación de cara a Dios, a sí mismo y a los demás, le es fácil expresarlo al exterior median­te el control del deseo de singularizarse, y en contrapartida, de cumplir la Regla y las tradiciones (grado octavo) , el control de

35 Cassiá M. JUST, Regla de San Benito, p. 161.

4. LA REGLA DE SAN BENITO 115

la lengua (grado noveno) y la expresión «grave» de su cuerpo (grados décimo y undécimo) y la actitud humillada, como el pu­blicano del Evangelio. Es sintomático que al final del recorrido termine el monje «juzgándose a todas horas reo por sus peca­dos», como condenado en el juicio de Dios (7, 64). Quiere decir que la experiencia de la humildad-amor le ha descubierto la pro­pia nada-pecado y el Todo-Santidad de Dios. Pero al final ya no teme a Dios, al infierno, sino que lo hace todo «por amor a Cris­to», «como naturalmente y por costumbre», «por la delectación de las virtudes» (7, 68-69). El contrapunto final es importante: habla de la acción del Espíritu Santo en los que han hecho el ca­mino de la perfección y que ya están «purificados de vicios y pe­cados» (7, 70).

c) Ora et labora

La fórmula no es de San Benito, sino un axioma que refleja bien la doble ocupación del monje ya desde los inicios de la vida anacorética de San Antonio, inspirada por un ángel 36. Aunque algunos monjes tocados de herejía, como los mesalianos y eu­chitas (d. 1, 4) rechazaron el trabajo manual como indigno del orante, los padres del desierto, los legisladores de la vida mo­nástica, han aceptado el binomio como normativa para la vida monacal. Las diferencias son cualitativas: qué trabajos hacer (li­berales, manuales, agrícolas ... ), difieren las motivaciones (para qué trabajar), o también cualitativas: la proporción entre el tra­bajo y la oración. Es curioso constatar en la historia del mona­cato cómo el desplazamiento hacia los extremos de una de las dos actividades a la larga genera la relajación, el desequilibrio, hasta que viene la próxima reforma que restablece de nuevo la armonía difícil. San Benito organizó armónicamente la oración y el trabajo.

36 Cf. "Vitae Patruffi», en PL, 73, p. 893 .

116 EDAD PATRISTICA

La Oración

La oración es la Obra de Dios (Opus Dei); es la principal ocu­pación del monje benedictino. Por eso urge en la Regla: «Nada se anteponga a la Obra de Dios» (43, 3); es más amplia que el Oficio divino o la recitación de los salmos. Abarca también la oración personal, la leetio divina, la meditación sobre la palabra. La relación con Dios (oración) tiene que ser hecha con espíritu interior. Benito, que dedicó muchos capítulos a organizar el Ofi­cio divino (8-18), se preocupó menos de la así llamada «oración personal» (mental o vocal). Estas distinciones habrían admirado a los monjes antiguos y a San Benito y no las habrían entendi­do: no existe más que una forma de oración, que es una relación amorosa con Dios. Junto al Opus divinum (la salmodia) (19, 2), en la que «nuestra mente debe concordar con nuestros labios» (19, 7), San Benito prevé la oración personal, bien después de la recitación de cada salmo, bien fuera de la oración coral. Sea como sea, la oración íntima y personal debe ser hecha con hu­mildad, reverencia, pura devoción, con pureza de corazón, bre­ve y pura, como dice la Regla.

La persistente repetición de la existencia de «pureza» para hacer la oración ha hecho pensar a algún comentarista en la fi­liación de esa doctrina con la de Evagrio Póntico y su discípulo Casiano, quienes identifican la «oración pura», procedente de un corazón puro, con la contemplación perfecta, el último estadio de la «vida práctica» o ascética 37.

El trabajo

La oración coral no llena la vida del monje. Por eso San Be­nito combina tiempos de trabajo , de oración personal y de lec­tura (leetio divina). En el monacato prebenedictino existía la ley del trabajo por las motivaciones reseñadas anteriormente y de­fendidas con textos de la Escritura, también el trabajo en los campos. Así se practicaba entre los anacoretas de Egipto, en los cenobios de San Pacomio y San Basilio . Cuando al principio del

37 Cf. exposición, aunque no le parece del todo convincente, en García M. COLOMBÁS, La Regla de San Benito, pp. 360-362.

4. LA REGLA DE SAN BENITO 117

siglo VI San Benito escribe su Regla los monjes ya no trabajan en los campos, en las faenas agrícolas, sino que se los encomen­daban a los siervos de la gleba y a otros colonos libres y vivían de rentas, ocupados en otros trabajos más liberales.

Esa es la mentalidad de la famosa Regula Magistri, según mu­chos indicios inspiradora de la Regla de San Benito .

San Benito funda la ley del trabajo no en ningún principio sociológico , sino religioso y moral: «la ociosidad es enemiga del alma» (48 , 1). Es sencillamente una «ocupación» cuando el mon­je no ora ni lee. Como caso excepcional -la necesidad del lugar o la pobreza- Benito manda trabajar en los campos, aunque «con moderación» (48 , 7-9).

La leetio divina

Junto al trabajo, la otra ocupación, vinculada a la oración: la leelio divina, lectura de la Escritura o de obras de espirituali­dad monástica , de edificación. Era el alimento de la meditatio, ejercicio completo: repetición de textos bíblicos aprendidos de memoria, penetración de su sentido, aplicación de la voluntad para ponerlos por obra .

Benito armoniza y combina bien las actividades . Aproxima-damente ordena:

- Tres horas y media de liturgia. - Cuatro horas para la leelio divina . - Seis horas para el trabajo . - Ocho horas para el descanso 38.

Universalidad de San Benito

No acaba con esto la síntesis de la Regla benedictina , pero sí es un esquema suficiente de su «espiritualidad». Lo admirable de este breve texto monástico es que -aun no siendo novedad absoluta ni de altos vuelos especulativos-logró imponerse como regla eomún en el monacato occidental durante siglos.

3" Páginas luminosas sobre la Regla de San Benito , en B. CALATI, en obra citada en nota 31 , pp . 51-69 .

118 EDAD PATRISTICA

Ya San Gregorio dio la pauta para interpretar y comprender su glorioso destino, vinculado al autor de ella, San Benito. La Regla es un monumento de discreción (Diálogos, 11,36). La «dis­creción» tiene una traducción difícil, pero quisiera ver en ella la proporción, la justa armonía con que combina todos los elemen­tos de la vida monástica, la equidad en el gobierno, la sensatez y el sentido común del organizador, que es fruto de un carisma y de una inteligencia ordenada y práctica. Así, por ejemplo, el equilibrio entre el trabajo (variado, acomodado a las fuerzas y preferencias de cada uno) y la oración común y personal, junto a la lectio divina (ni corta ni larga); las relaciones interpersona­les, tanto del abad con los súbditos y de éstos entre sí, llenas de cordialidad, de urbanidad, de sencillez, de una severa gravedad, de caridad; la clausura, el alimento, el tiempo dedicado al sue­ño, el vestido, la comida y la bebida, el aseo personal, el mismo ejercicio de virtudes, sin estridencias, como acontecía en los pa­dres del yermo, teniendo en cuenta las necesidades personales; el trato con los enfermos, los huéspedes, motivado por razones no sociológicas, sino evangélicas; el mismo sistema penal lleno de misericordiosa mansedumbre, de rígida ecuanimidad, que tie­ne en cuenta no sólo la ley objetiva, fría, sino las debilidades del ser humano . En fin, Benito puso en sus conventos orden, disci­plina, equilibrio, sensatez, cordura, humanismo, que quiere de­cir evangelismo de buena ley. Estas son ---creo--las razones del éxito de la institución benedictina. Todos los elementos analiza­dos, y otros muchos difíciles de sintetizar en un papel porque per­tenecen al «espíritu», al «carisma» de su autor, mirado en su con­junto, son una auténtica novedad en el monacato occidental.

Bibliografía

1. COLOMBAS, García M., La Regla de San Benito, Madrid, Edica, 1979, (BAC 406), sobre todo el comentario, pp. 191-498.

2. MOLINA PIÑEDA, Ramón, San Benito, fundador de Europa, Ma­drid, Edica, 1980 (BAC popular, 23), breve biografía .

3. VOGüÉ, Adalbert de, La Regle de Saint Benoit. Comentaire doctri­nal et spirituel, París, Cerf, 1977 (es el volumen VII de la edición de la Regla en la colección Sources Chrétiennes, 186-A).

4. JUST, Cassiá M., Regla de San Benito, Zamora , Ed. Monte Casino, 1983 (breves , pero oportunas glosas, pp. 133-290).

4. LA REGLA DE SAN BENITO 119

5. AA.VV., Hacia una reLectura de la Regla de San Benito. XVII Se­mana de Estudios Monásticos, Abadía de Silos, 1980 (Studia Silen­sia, VI).

6. GAIFFIER, Baudouin de, Etudes critiques d'hagiographie et d 'icono­logie, Bruselas, Societé des Bolandistes, 1967, pp. 50-61.

7. TORRE, José M." de la , «El nomadismo en San Benito a la luz de los patriarcas del Antiguo Testamento», en Yermo, 19 (1981), pp. 33-59.

8. SERNA, Clemente de la, «Historicidad de San Benito. Estado de la cuestión según algunos de los más recientes estudios sobre el tema», íb., pp. 15-31.