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‘Somos todos iguales ante la ley.

¿Ante qué ley?

¿Ante la ley divina?

Pues ante la ley terrena la igualdad

se desiguala todo el tiempo y en todas partes,

porque el poder tiene la costumbre de sentarse

encima de uno de los platillos de la balanza.’ (E. Galeano)

El fenómeno de las migraciones fue vaticinado hace ya algunas décadas, como consecuencia del endeudamiento de los países más desfavorecidos; en es-te último año, debido a la crisis (algo más que económica) van desgranándose

noticias adversas para las personas emigrantes que, por diversos motivos y cir-cunstancias, arribaron al territorio español en décadas anteriores: la vuelta anti-cipada a sus países de origen, detenciones raciales en redadas policiales con ex-

pulsiones precipitadas, la situación inhumana y dantesca de los CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros), la situación de paro que se ha cebado en trabajos

desarrollados hasta hace pocas fechas por personas inmigrantes, el entorno de la vivienda se ha deteriorado al no poder pagar alquileres, la próxima retirada de la tarjeta sanitaria para personas sin papeles…

Estas normativas y actuaciones, desenfocadas y alentadas por ciertos me-

dios de comunicación, parecen señalar a las personas extranjeras que viven en

España como responsables de estos momentos delicados que estamos viviendo. Este paroxismo alcanza su nivel máximo cuando accedemos a nuestros centros

penitenciarios y constatamos esta terrible ecuación:

Persona extranjera + delito + cárcel = expulsión

Estos procesos, constatados en la realidad del día a día nos llevan a una afirmación tajante: ser inmigrante o extranjero no es un delito; haberse equivo-cado no anula los derechos universales que tiene toda persona. Aunque, en teoría, todos somos iguales ante la ley, la realidad se encarga de desmentir esta gran afirmación: sólo basta darse una vuelta por nuestros juzgados y

cárceles. Estas líneas sólo son una invitación, personal y comunitaria, a re-flexionar desde el Absoluto y confirmar, con Pascal Bruckner, que la vida

humana tiene la estructura de una promesa, no de un programa. En cierto modo nacer es ser prometido a la promesa, a un futuro que palpita frente a nosotros y del cual no sabemos nada. Efectivamente, lo transcendente

relativiza nuestra inmanencia y tantos hermanos, allegados a nuestra tierra y cultura, en la postración del sufrimiento nos siguen revelando la

experiencia paulina: la fortaleza se manifiesta en la debilidad (2 Cor 12, 9). Seamos capaces de escuchar a quienes son distintos a nosotros.

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Hoy cuando leemos o escuchamos la palabra tolerancia, la solemos ver acompañada de otra que la descalifica y anula: CERO. Hablar de ‘tolerancia ce-

ro’ es aceptar un enfoque político de seguridad ciudadana en orden a prevenir o castigar cualquier tipo de violencia; conlleva posturas radicales ante hechos consumados sin abordar las causas y genética de los mismos. La tolerancia

contemplada desde esta perspectiva es un defecto a evitar y todo el esfuerzo irá encaminado a que no suba de cero en el termómetro social.

Tolerancia cero es una actitud personal y social (introducida solapadamente) an-te quien no entra y alimenta una economía basada en el mercado y el consumo;

es la primacía de un sistema despersonalizado, donde la persona no cuenta, donde prima la producción sobre la madurez del ser humano. Ni decir tiene que

esta tolerancia cero la aplicamos a las capas sociales más débiles y deterioradas, pues siempre serán las menos integradas en esta economía de mercado y consu-mo: emigrantes, delincuentes, vagabundos, presos, drogadictos, ancianos, perso-

nas incurables… Si seguimos tirando de la cuerda, alentar la ‘tolerancia cero” (que es lo mismo que intolerancia) será sinónimo de alimentar y justificar todo tipo de integrismo, fundamentalismo, nacionalismo y totalitarismo.

Esta economía que, lo envuelve y maneja todo, llega a nuestras vidas cotidianas

con una solapada manipulación mediática a través de la cual nos ocultan o bajan de tono los grandes problemas sociales que nos aquejan para ofrecernos conti-nuas distracciones o informaciones insignificantes. Sabe, mejor que nadie, ma-

niobrar la dimensión emocional para provocar corta circuitos en el análisis ra-cional y sentido crítico de los individuos; así se accede con facilidad al incons-

ciente para impulsar determinadas ideas o inducir comportamientos específicos. La vulgaridad, la ignorancia y la mediocridad son el mejor abono para promover la apatía, la indiferencia, la inhibición y el individualismo.

Aplicada esta postura al mundo de la inmigración conlleva actividad policial, diversificada en dos momentos: detención y expulsión inmediata. Asimismo, se

han de endurecer los visados y documentos necesarios para entrar en el país. Aireada y expandida esta actitud por los medios de comunicación, gran parte

de la ciudadanía ha llegado a creer que la presencia de personas extranjeras es malévola para nuestro país: restan puestos de trabajo, aumentan la inse-guridad ciudadana, sus diferencias culturales son motivo de desavenencias

vecinales, llenan nuestras cárceles, el sistema educativo y sanitario se de-terioran…

No tomar en serio esta realidad y seguir tirando como hasta ahora…, es el triunfo de esa intolerancia que anula nuestra interioridad para subyugar

inconscientemente nuestras vidas en orden a bastardos intereses.

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Quitemos, ahora, el término CERO y veamos que la TOLERANCIA es la

capacidad del ser humano, en proceso de maduración, que le permite adaptarse, enriqueciéndose, a la realidad de las personas y entorno que

le circunscriben. Tolerancia viene del término latino tolerare, que signifi-ca soportar, sufrir... Es la actitud que todos necesitamos para alimentar

relaciones positivas con el resto de los seres humanos, descubriendo, día tras día, que TUS DIFERENCIAS ME ENRIQUECEN.

Tolerancia es dar primacía a la contemplación, la escucha, el diálogo y la convivencia para aceptar al otro en su diversidad; ser conscientes de que nuestra visión del otro siempre es parcial, sesgada e interesada para no caer

en la discriminación o marginación por razones de raza, cultura, lengua, sexo, ideología, creencias religiosas…

La tolerancia se apoya en el respeto, la aceptación, la flexibilidad… Respeto a que cada uno sea él mismo, aceptación de que el otro es distinto a mí, flexibili-

dad para situarse en distinta perspectiva de la habitual. Exige apertura y com-prensión hacia todo lo humano.

La tolerancia se nos presenta como uno de los resultados del proceso de creci-miento personal que engendra formas concretas de ser y actuar en el laboratorio

de las relaciones cotidianas; es lícito afirmar que tal como uno es, así se relacio-na y tal como uno se relaciona va forjando su interioridad: “la fuerza de la per-sona consiste en descubrir que uno se acepta tal como es, para poder amar y res-petar a los demás y no sentirse amenazado” (Thierry de Saussure).

Este aprendizaje discurre por diversas fases: egocentrismo donde los otros dan vueltas alrededor del yo, aceptación resignada de las formas del otro para tener

una cierta paz, indiferencia estoica ante sus diferencias, momento de curiosidad que permite cierta percepción de lo distinto del otro, voluntad de escucha y aprendizaje, admisión de la diferencia del otro como enriquecimiento propio. No

es el consenso con el otro lo que permite la tolerancia, sino el disenso aceptado como potencial de florecimiento personal y relacional. Las diferencias de los otros son convertidas en oportunidad, complementariedad y reto personal.

Como en todo aprendizaje la educación jugará un papel preminente ayudando

a desarrollar la capacidad de reconocer y aceptar los valores de la diversidad, a la vez que se despliega la capacidad del compartir, la comunicación y la cooperación. Desde una línea educativa acertada, se irá manifestando que el

otro, igual que nosotros mismos, es un ser con deseos, necesidades y afectos; favoreciendo el diálogo y el encuentro, se descubrirá que, más allá de lo que nos diferencia, hay muchos puntos y aspectos en los que coincidimos como

seres humanos. Esos valores desarrollados en la comunicación nos agran-dan y enriquecen en la igualdad, la diferencia y la reciprocidad.

En definitiva, lo distinto y diferente se complementa y coopera para que las personas crezcan en su identidad personal, asimilando como propio

la riqueza que el otro aporta. “Lo común y semejante es el lecho seguro para las diferencias y éstas son devueltas como diamantes en bruto que se posan en el fondo del alma esperando el momento en que puedan ser pulidas, procesadas y convertidas en riqueza propia” (M. Navarro).

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Curiosamente, son las diferencias asimiladas del otro lo que acrecienta

los puntos comunes (valores = lo damos valor en el vivir cotidiano) y crean esa solicitud y vinculación simpática que alimentan la afectividad

desde el interior y hacen posibles experiencias de amor.

La tolerancia es una herramienta básica en el desenmascaramiento de

nuestro egoísmo empeñado en sostener que la realidad es como el yo la percibe. El “otro” rompe esos límites de la propia percepción y me revela lo

no percibido, lo no registrado ni oído, lo no pensado, lo no… Es el otro el que nos permite abocarnos a un mundo donde lo extraño no hace sino mul-tiplicar los reflejos y enriquecer hasta el infinito lo que somos. Ya en el siglo

XII el poeta iraní Farid ed-Din aseveraba que “se puede viajar hasta muy lejos y encontrarse en compañía de extranjeros que os conocen como vosotros os co-nocéis, y que no son agresivos ni hostiles”. Todos concordamos afirmando que el afecto, la ternura, la empatía y el amor

asisten a la tolerancia, como uno de los mejores instrumentos para favorecer el crecimiento del otro, que impulsará el crecimiento personal. La tolerancia no es

defecto ni virtud, sino un valor moral y actitud que desarrollamos en el creci-miento personal para integrar en nuestro yo lo que es distinto y diverso. La tole-rancia es todo lo contrario de la pasividad o indiferencia, pues presume la impli-

cación personal en el crecimiento del otro y del mundo en que vivimos.

Para seguir reflexionando

1) En los ámbitos en que te mueves, la tolerancia ¿es virtud o defecto? Y ¿en

tu vida personal? 2) En espacios cerrados, como la cárcel, ¿es posible la tolerancia? ó ¿no

puede ser otra cosa que un signo de debilidad?

3) ¿Qué papel juegan los medios de comunicación? ¿Cómo valoras esa manipulación mediática? ¿Cómo te sitúas tú, personalmente, ante ella?

4) Enumerar formas concretas en que somos tolerantes e intolerantes en nuestro convivir cotidiano.

5) Apuntar modos y posturas favorables para captar, escuchar y asimilar la riqueza de quienes son distintos a nosotros. Nos puede

ayudar el poema y cuento siguientes.

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Un Samurái se dirigió, de manera cortés, a un monje sabio: - Por favor, maestro, enséñeme que son el cielo y el infierno. - No pienso enseñarle nada -contestó el sabio- a un tipo ignorante como tú.

Furioso, ante esta grave ofensa, el samurái desenvainó su espada para atacar al sabio.

- ¡Lo voy a matar! -amenazó vociferante. El monje, con la serenidad que ca-racteriza a los que cultivan la sabiduría, lo detuvo con sus palabras:

-¿Ves?, eso es el infierno. Conmovido por las palabras del maestro; aún más, sintiendo vergüenza de su actitud, el samurái dejó caer su espada y dijo:

- Le agradezco, señor, la lección que me ha dado.

- ¿Lo entendiste hombre tolerante? -Contestó el sabio, obsequiándole una sonrisa- eso es el cielo. Y el samurái bendijo al monje sabio, pues habría sembrado en su espíritu el don de la tolerancia, atributo de los grandes hom-bres.

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La igualdad es una de esas realidades que siempre ha deseado vivir el ser

humano pero parece imposible de alcanzar. La historia está jalonada de gue-rras, altercados y contiendas mediante las cuales un grupo ha intentado im-poner su superioridad. La esclavitud y la servidumbre, disfrazadas de inmen-

sas modalidades, han acompañado el devenir histórico del ser humano. Es cu-rioso, por no decir patético, cómo las diversas religiones han primado falsas

primacías, autoridades y grupos engendrando sumisión y culpabilidades. Aunque la realidad nos desmenuce una historia cargada de desigualdades, el

sentido común nos dice que la igualdad es un valor irrenunciable si queremos organizar la convivencia entre los seres humanos de un modo justo. ¿Será posi-

ble la igualdad entre los humanos o es inútil utopía? Quizá, donde se fragua el desacuerdo es a la hora de discernir la forma de la igualdad. Dicho de otro mo-do, ¿en dónde basamos la igualdad: el lugar geográfico, la tradición, la economía,

los valores, el trabajo, la razón, la trascendencia,…? ¿Es posible compaginar lo objetivo y subjetivo para alcanzar parámetros comunes que posibiliten la igual-dad?

De inmediato, nos surgen interrogantes que amenazan nuestros entresijos: ¿có-

mo puede ser igual el recién llegado que el que está siempre en su lugar de ori-gen? ¿Cómo puede tener los mismos derechos el que se ha implicado siempre en la realidad que vive que el que vive apático o acaba de incorporarse? Alguien re-

cién llegado ¿puede tener las mismas oportunidades que yo? ¿Es posible compa-tibilizar igualdad y libertad? ¿Somos capaces de articular unos códigos éticos y

una justicia que apoyen y garanticen la igualdad? Damos por supuesto que igualdad no es sinónimo de uniformidad: hay diferen-

cias de género, de raza, de ideas, de lenguas, de trabajo, de familia, de educa-ción, de cultura, de opciones políticas, de creencias religiosas, de facultades mentales y físicas, de papeles, de posibilidades, de… Igual que al tratar la tole-

rancia, volvemos a afirmar que las diferencias no son malas, pero el gran reto sigue siendo cómo establecer espacios y climas de convivencia donde no haya

superiores e inferiores. Cómo derribar esas barreras arquitectónicas, esos muros mentales, esos abismos sociales con los que denigramos la dignidad de unas personas para colocar en el Olimpo mediático a otras.

El derecho a la igualdad es algo inherente que tienen todos los seres hu-manos ante la ley, permitiendo el disfrute del resto de derechos y su-

perando todo tipo de discriminación. Este, que es uno de los principales derechos naturales, según la Declaración Universal de los Derechos

Humanos, es el más violado y alterado, desde las más variopintas ins-

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tancias e intereses particularistas. Si nos preguntásemos por la causa

de semejante violación, llegaríamos a la conclusión de que la igualdad, en principio, todos la queremos y demandamos, pero el centro equidis-

tante, que permite dicha igualdad, difiere drásticamente. En lo que teóricamente sí coincidimos es que el ideal de la igualdad es el

principio de justicia que organiza la convivencia humana, en orden a que todos los seres humanos sean felices desarrollando sus facultades en li-

bertad. Ahora bien, cada persona es un cúmulo de deseos a satisfacer y, desde su libertad, elabora su propio itinerario para alcanzar la felicidad.

Los deseos se entrelazan con las necesidades y acertar con el camino correc-to en orden a una satisfacción adecuada no suele ser fácil. Por otra parte, el deseo del ser humano es infinito y, más tarde o más pronto, ha de descubrir

su incapacidad para dar respuesta a ese deseo al que le es imposible renun-ciar. Sólo quedan dos posibilidades: encerrarse en el vacío de su incapacidad y

entrar en el vértigo del placer vacío en sus mil y una expresiones o aceptar su limitación-debilidad y transcenderse.

Lo más grande y profundo del hombre no puede ni describirse ni razonarse; y, sin embargo, gran número de nuestras leyes de convivencia ciudadana se ela-

boran desde la razón, articulando una lista de derechos y deberes que, con el paso del tiempo, engendran desigualdad, injusticia y distancias sociales abis-males: mientras unos pocos lo tienen todo, la mayoría muere de inanición.

En el ámbito de la razón (limitado por el tiempo y el espacio) siempre habrá per-sonas habilidosas e inteligentes con más prerrogativas, capacidades y recursos

que podrán dar respuesta a sus deseos, pero habrá una inmensa mayoría (¿tor-pe y débil?) que agigantarán sus carencias y necesidades. Nunca jamás, todos

seremos iguales ante la ley y nunca jamás la ley nos podrá dar la felicidad, pues favorecerá a unos en detrimento de otros, propiciando un tipo de felicidad que

no pasa por el compartir solidario sino por la negación de la felicidad ajena. Si queremos una apuesta seria por la igualdad y la justicia, hemos de acceder

a la dimensión espiritual que trasciende la razón. Esta apuesta es muy difícil en este momento que vivimos intentando confirmar la postura de Hegel: lo es-piritual se identifica y agota en la razón, en lo palpable empíricamente, en el

goce de lo inmediato.

No identifiquemos fácilmente ‘espiritual’ con ‘religión’ pues, si bien la dimen-sión espiritual siempre será campo propicio para el encuentro con el Absolu-to, hasta religarnos personalmente con Él, en demasiadas ocasiones, la reli-

gión se ha convertido en una abstracción externa (creencias y ritos más o menos internalizados) que ha impedido elaborar con madurez la dimensión

espiritual de la persona. La realidad espiritual está presente en todas las facetas de la vida y con-

siste en la escucha de la dimensión mística de las cosas; es esa dimen- sión que sólo se puede palpar con el corazón y de la que todos hemos

tenido alguna experiencia a través del arte (pintura, música, lectura, cine…), la naturaleza o relaciones humanas determinantes. En esos

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momentos vislumbramos, con clara nitidez, que lo que somos y vivi-

mos trasciende la razón y es la única base-fundamento para dar algu-na posibilidad a la igualdad, a la justicia, a la libertad, a la felicidad.

Sin la dimensión espiritual la convivencia humana es imposible y devie-ne en coexistencia cargada de conflictos e incomunicación.

Desde la razón no podemos aunar la justicia con el bien y la felicidad, mientras que desde la experiencia espiritual las identificamos al trascen-

dernos. La justicia humana nunca alcanzará la fraternidad, en tanto desde la experiencia espiritual el bien siempre es difusivo y participativo lo que provocará ámbitos de fraternidad y la igualdad es posible. En la igualdad, el

bien alcanza a todos y la felicidad es posible. La razón por sí sola podrá aspirar a la igualdad como ideal posible, pero nun-

ca podrá acompañar y resolver las inmensas dificultades del ser humano en su itinerario de madurez y libertad. No olvidemos que la igualdad no es algo

dado, sino una posibilidad de la libertad humana. No se trata de anular la razón: todo lo contrario; se trata de alimentarla desde

esta dimensión espiritual para articular adecuadamente la convivencia huma-na. Ha de haber una ajustada reciprocidad entre el mundo de la razón y el

mundo del espíritu, para no volver a caer, como la historia nos muestra, en lo-cos absolutismos e irracionales teocracias.

Es, pues, evidente que desde la dimensión espiritual la calidad de la propia feli-cidad se expresa en la felicidad de los otros. Cuando se valora el deseo del otro se verifica un reconocimiento de su felicidad y se implica comunitariamente en

ella. Es nuestra propia experiencia afectiva (como hijos, hermanos, padres o amigos…) de buscar el bienestar y felicidad de los otros, la que ha llenado de

valor el sacrificio propio y hasta el sufrimiento. Contemplado desde esta perspectiva, la igualdad es el contenido de la justicia,

pues sólo en la igualdad y desde la igualdad es posible la felicidad humana tan-to personal como colectiva. El otro no es mi enemigo sino mi hermano.

Para seguir reflexionando

1) ¿Qué impide la igualdad: las diferencias de los otros o la propia inmadurez

no reconocida? 2) Apuntar casos en que la desigualdad y la injusticia se han aunado.

3) Hacer una lista de mensajes que recibimos en la publicidad y nuestro

entorno para buscar la felicidad sin contar con la realidad de los otros.

4) ¿Por qué goza de tan poco aprecio en nuestro entorno el mundo de la

interioridad, lo espiritual y religioso?

5) ¿Cuál es la calidad de tu dimensión espiritual? ¿Cómo la alimentas? ¿Consideras que es suficiente el tiempo que la dedicas?

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Podríamos decir que esta frase de Confucio (551-479 a. C) resume y reconcen-tra toda ética y toda moral a lo largo de la historia en lo que se refiere a la rela-

ción y convivencia humanas. Es tal su fuerza, que en la mayoría de culturas y religiones de las que tenemos vestigio encontramos invitaciones semejantes: "todo lo que una persona no desea que le hagan, debe abstenerse de hacerlo a los demás" (Mahabharata, XII - primer milenio a. C); "esfuérzate en tratar a los demás como querrías ser tratado, y verás que es el camino más corto a la benevo-lencia" (Mencio. 370-289 a. C); "lo que a ti mismo te desagrada, no lo hagas a tu prójimo" (Talmud. Sabbat, 31); "todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos" (Mt 7,12); "ninguno de vosotros es creyente mientras no prefiera para su hermano lo que prefiere para sí mismo" (Mahoma. Di-

chos del Profeta (S VII). En la asimilación de esta máxima se concentra todo ejercicio de tolerancia y se

manifiesta la igualdad en un ejercicio prolongado de bondad y felicidad colectivas. Hacer primar las necesidades del otro sobre las propias es la piedra angular sobre

la que habrá que construir todo sistema social; paradójicamente, cuánto más nos preocupemos todos por la realidad del otro, más crecerán los derechos de las per-sonas y el protagonismo de cada individuo.

Toda convivencia y felicidad, basadas en la tolerancia y la igualdad, dependen de la mirada y de la escucha, del acierto a la hora de saber mirar y escuchar la reali-

dad del otro, que discierne, purifica y acrisola la felicidad personal. El otro lleva más allá del yo, de las normas y formas sociales, políticas y hasta religiosas. El

otro, contemplado y escuchado desde el Amor, nos revela la primacía inexcusable de la persona. Espacio sagrado es aquel en que la persona humana es puesta en el centro y es contemplada con el corazón y el alma (Mc 3, 1-6).

Jesús nos invita a ver la realidad del otro con la mayor objetividad posible y no

desde las subjetividades personales, sociales, religiosas que generan enferme-dades, marginación y exclusión, absolutizando lo relativo, divinizando lo finito con intereses partidistas. Jesús sólo admite un culto a Dios: el que pone a la

persona en el centro; y, sobre todo y ante todo, a la persona deteriorada y rota. Nosotros creamos muros, barrios, templos, palacios, culturas, economías y

religiones que engendran separación, desigualdad, marginación y condena-ción: ese hombre que Jesús se empeña en poner en medio es un maldito de

Dios según la religión que convoca en la sinagoga y quizá también en nues-tras Iglesias… ¿Qué hay detrás de ese Dios que sigue premiando a buenos y castigando a malos? ¿Qué espacio ocupa en nuestros cultos la vida y reali-

dad de esas personas que día a día son denigradas y vapuleadas? ¡Cómo hemos domesticado aquello de ‘misericordia quiero y no sacrificios’!

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Al lado de ese hombre con el brazo atrofiado, dejemos que Jesús colo-

que en el centro de nuestras vidas, celebraciones y reuniones a esa per-sona extranjera, presa, drogadicta, vagabunda, enferma, de otra ideología

o religión…, y nos siga preguntando: ¿qué está permitido: hacer el bien o hacer el mal… salvar una vida o matar? Si la pregunta alcanza el corazón, toda nuestra vida se acalla al ser puesta en entredicho. Pero, ¿será que sólo Dios puede poner al otro en el centro de

nuestro existir? ¿Será que sólo Dios puede revelarnos que el otro es nuestro hermano y somos libres en el ejercicio de compartir diferencias en ese ámbito de la igualdad que deviene en fraternidad? ¿Son, de verdad, nuestras Eucaris-

tías espacios de igualdad donde el Padre se rompe en el Hijo hasta hacerse pan partido y comido que engendra y alimenta la fraternidad?

Jesús nos lo ha dicho de mil maneras: acercarse a Dios exige acercarse al her-mano en toda su radicalidad (Mt 5, 23-24); lo que desentraña quiénes somos es

la aceptación incondicional del otro, con el que se identifica el mismo Jesús (Mt 25, 31-46). Si la miseria del otro no es puesta en el centro de la celebración de la vida, el Dios de la misericordia se evapora y nos quedamos con un diosecillo

mequetrefe, hecho a nuestra medida.

Es la presencia del otro, en su debilidad, quien me revela mi ceguera y el dolor de Dios. Situado en el centro, la atrofia del otro es doble interpelación prolongada: interpelación divina que en Jesús apunta su abandono y dice: “ecce homo”; inter-

pelación humana que susurra: ‘si oras llamando a Dios Padre, ¿por qué no me tra-tas como hermano?’. Y, curiosamente, es la atrofia del otro colocado en el centro

por Jesús y ante la que la religión oficial nada puede aportar, donde se nos revela la fuerza de la misericordia. Dios está de parte del débil, del pobre, de toda per-

sona extranjera, presa, vituperada y postergada por los poderes establecidos. To-da persona es puesta por el Dios de la Vida en el centro para ser amada y agasa-jada (Mc 3, 5); toda persona, en manos de Dios, rebosa vida y es normal en y

desde el amor recibido. Todo es gracia derrochada, amor desbordado.

La primera experiencia seria del creyente es sentirse acogido, perdonado y sana-do sin ningún mérito por Dios y por la comunidad. En ese agasajo inmerecido, se percibe al Dios “Amor”: comunión en la diversidad; al Dios “Abba”: tolerante

con el impío, con el que no le acepta o actúa en contra; al Dios providente: “ha-ce salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt

5, 45); al Dios de la Vida: “no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez33, 11); al Dios de la fiesta y la felicidad (Lc 15). Es el encuentro con

una Persona cuya relación ya lo encauza, cataliza y condensa todo lo que se vive. Es el poder sanador que quiebra nuestras atrofias y nos sitúa en el país de la Vida para realizar una única misión: provocar Vida, la que se nos ha

regalado. Accedemos a la esfera de la gratuidad y la gratitud.

Quienes se empeñan, como los escribas y fariseos, en optar por el dios de la religión oficial (creencias y normas), sentirán el miedo a perder su insegura felicidad y harán de la religión una tabla de salvación donde justificar sus

obscenas reacciones: riqueza, poder, prestigio. Necesitarán crear diferen-cias y desigualdades para considerarse los buenos y justos de la película. Jesús lo deja claro: quien no contagia Vida, provoca muerte.

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Sólo en el campo de la gratuidad, el otro es experiencia de gracia y la

igualdad y la relación fraterna son posibles. Si en nuestras celebracio-nes, en nuestras vidas, no acrecentamos esa experiencia vital que conlle-

va sanaciones particulares, nuestro vivir, nuestra fe estarán atrofiados. Jesús insiste: sólo la felicidad de los demás posibilita la particular, purifi-cada en el sufrimiento que comporta renunciar a la primacía del ego.

La tolerancia, la igualdad y la fraternidad necesitan del ejercicio de una li-

bertad convertida desde la contemplación y escucha del Otro y los otros. El objetivo, paulatinamente no es ya mi felicidad sino la felicidad del otro que me es regalada y reclamada desde la gratuidad. La realidad espiritual alcanza su

cenit en la mística, donde todo nos es regalado y revelado. La mística no es inmovilismo sino la pasión divina que no descansa hasta que toda creatura entre en esa felicidad que emboca hacia la plenitud.

La apuesta por la igualdad y la fraternidad exige estar al lado de los más desfa-

vorecidos, de las víctimas del desorden e injusticia sociales. Jesús nos ha reve-lado con su vida que estando con los últimos es posible la apuesta tanto por las víctimas como por los verdugos: “Padre, perdónales porque no saben lo que ha-cen” (Lc 23, 34). Sólo las víctimas nos muestran un mundo roto y sin reconciliar, obligándonos a mirar al Crucificado, centro del universo, desde donde brota el

perdón y se posibilita la reconciliación. Cuando el corazón no contempla al Crucificado, el ser humano queda encerrado

en un egocentrismo que genera relaciones interesadas, odio y venganza (amo si me aman y para que me amen…). Sólo el perdón quiebra el círculo de la violencia

y desde la contemplación del mal (ofensa, agresión, lesión…) abre puertas distin-tas, evitando recaer en la misma dinámica violenta. En la contemplación del Cru-cificado aprendemos y hacemos nuestra la dinámica del abajamiento (kénosis): la

renuncia de los propios derechos en beneficio del otro, echando por tierra la pre-potencia que provoca discriminación e intolerancia. (Flp 2, 6-7).

1) ¿Por qué sigue pesando más en nosotros la ley del Talión (“ojo por ojo y diente por diente”) que esta máxima universal: “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan”?

2) ¿Dónde colocas el observatorio del mundo y de tu vida particular: en tus propios intereses, en los que te van marcando los medios de comunicación, o en el promontorio del Calvario?

3) ¿Eres capaz de contemplar al Crucificado en los desfavorecidos y vícti-

mas actuales para que en ellos se te muestre el camino de la vida en un

ejercicio de perdón, acogida y reconciliación?

4) Nuestras reuniones y celebraciones cristianas ¿son espacio donde se apuesta por la dignidad de la persona desde el perdón y la misericor-dia?

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Queda clara una primera conclusión, tan conocida como mancillada: la

dignidad inalienable e inviolable de la persona humana. Más allá de papeles y documentaciones hay una persona, más allá de fallos y equi-

vocaciones hay una persona que merece segundas oportunidades. La persona en sí misma tiene siempre derecho a ser querida, respetada y aceptada, por encima de actuaciones y comportamientos. El ser hu-

mano es fin en sí mismo, nunca mero objeto especulativo de la economía, la política, los medios de comunicación, la investigación, la industria…

Todo ser humano espera afecto, consideración, relación de respeto y amistad que den profundidad a su comunicación; éstos son elementos imprescindi-

bles para modelar la propia vida. Tolerar al otro no es aguantarle, sino pro-porcionarle los acervos necesarios para ser él mismo, respetando y valorando sus diferencias geográficas, culturales, ideológicas o religiosas.

Estamos en momentos de fuerte crisis, pues nunca tuvimos tanto y fuimos menos (Ivo Andric). Son momentos propicios para la tolerancia, para, unidos, promover la economía del ser y posponer la economía del tener. El tener desa-

rrolla la competencia, las apariencias, los comportamientos discriminatorios; el ser apuesta por el nosotros (la comunidad) dando primacía al otro.

Reconocer las diferencias del otro es apostar por el enriquecimiento personal y comunitario, favoreciendo la unidad integradora desde la contemplación y la

escucha que desembocan en la confianza y destierran la sospecha. Unos y otros somos educadores y educandos en el aula multicultural de la vida coti-diana: suprimamos prejuicios y resentimientos para abordar y acoger la ética

y los valores que transmiten las diversas culturas, pueblos, etnias y religio-nes. Es así como la tolerancia será el nuevo nombre de la paz.

Sin la trascendencia la tolerancia es imposible y el diálogo, la comunicación e igualdad inviables. Y es que lo central de la experiencia cristiana es que

Dios se ha encarnado en nuestro barro para revelarnos la centralidad de la persona, su valor infinito por ser hijo de Dios. El ser humano ha sido crea-do a imagen y semejanza de Dios y posee una dignidad inquebrantable, sea

como sea y haga lo que haga, hasta actuar erróneamente. Ese espejo transcendente, en el que continuamente ha de mirarse el ser

humano, le revela que es comunicación, que es apertura al otro, que es uno en la diversidad, que es igual en las diferencias, que es valor en

continuo regalo para recibirse en el otro. El espejo del Evangelio nos sigue reflejando que el encuentro con el Dios de Jesús es una apuesta total por la persona humana que nos es revelada como hermana; na-

nada que comporte agresión, desprecio u opresión de la persona humana tiene relación con el “Abba” de Jesús. Todo culto y cele-

bración de la vida conlleva la apuesta total por la persona en sí misma, sea de la condición que sea y la situación en que esté.

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Trascenderse es saltar del cálculo a la confianza; la razón se basa en

el cálculo, la relación persona en la confianza. Nuestra limitación-finitud de creaturas nos impide la confianza plena y total y es que el

amor no se aprende: se recibe y experimenta. Nunca alcanzamos la con-vicción plena de ser amados. Cuanto más intensa sea la experiencia per-sonal del amor, más tolerantes seremos, al percibir al otro como fuente de

riqueza y nunca como amenaza. A la par, al sentirnos aceptados y amados se nos proporciona un mayor y más positivo conocimiento realista de nues-

tra propia personalidad; una autoestima correcta y bien situada es el punto de apoyo más idóneo para una amplia tolerancia.

La aceptación de uno mismo conlleva la petición del sabio: “dame, Señor, va-lor para cambiar lo que puede ser cambiado, valor para aceptar lo que no se puede cambiar, y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro”. De modo seme-jante, aceptar a los demás no es una apuesta decidida por cambiarlos hasta que den la talla calculada, sino procurar que se sientan, a nuestro lado, a

gusto consigo mismos.

En ese diálogo de aceptaciones mutuas en las diferencias se alcanza un enri-quecimiento mutuo y comunitario creando comunión y comunicación, lo que alienta experiencias mucho más amplias del bien, la verdad y la belleza, valo-

res que enfocan todo el proceso; es la experiencia del amor que nos saca de nosotros mismos y permite el abrazo del Otro en los otros.

La realidad cotidiana, vista desde el evangelio, nos sigue conminando a salir fuera de la ciudad, a los márgenes de la sociedad, donde hemos situado a los

distintos, a los que no tienen ni voz ni voto, a los excluidos…, para generar dinámicas inclusivas, siendo conscientes de que ellos son los agentes de esos procesos de multiculturalidad que están reconfigurando nuestra reali-

dad social, política y hasta religiosa.

Nuestra presencia cercana y prolongada junto a nuestros hermanos pri-vados de libertad y a cuantos sienten el zarpazo de la marginación y la exclusión es la expresión de esa necesidad evangélica de compadecer,

descender, permanecer, resistir, acompañar y estar junto a los nuevos Crucificados y narrar, con ellos y desde ellos, la misericordia del Padre que, desde el perdón, sigue tendiendo nuevos puentes de tolerancia y

reconciliación hasta horadar la realidad y convertirla en convivencia fraterna e historia de salvación.

Ojala la contemplación de los últimos, de los distintos y diferen-tes, impregne del perfume de la misericordia divina nuestras

comunidades y celebraciones, para que, superado cierto tufi-llo cultico, seamos la Iglesia de Jesús que apuesta por la

dignidad de toda persona, donde Dios sigue imponiendo la verdad en virtud de la misma verdad, aunque se es-cojan caminos erróneos (Dignitatis humanae1.3).

Jamás olvidemos que la gloria de Dios consiste en que el hombre VIVA. Que el bienestar y felicidad

del otro sea siempre epifanía de esa gloria que nos nutre, enriquece y compromete.

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