VIDA Y PASION DEL LIBRO. Por Belisario Betancur.
Lectura en la Academia Colombiana de la Lengua en su 127º. aniversario, el 4 de agosto del año 2000.
Los muchos libros a unos hicieron sabios y a otros locos. PETRARCA. Todo gran lector va construyendo con muchos textos tomados de uno y otro lado, su biblioteca personal o, si se quiere, su propio libro. Al fin y al cabo toda lectura es también una escritura. ITALO CALVINO.
I.- INTRODUCCION.- La cultura del libro.
Habla don Andrés Bello en el Código Civil de Chile, que lo es también
de Colombia, del temor reverencial que se debe sentir ante los padres y los
mayores. Así me ocurre ahora al hablar del libro ante esta alta instancia
académica, en la cual quiero destacar al eminente educador colombo-
español, el Profesor Ricardo Díez Hochleitner, presidente mundial del Club de
Roma y de la Feria de Hannover, y asesor que fuera de la Universidad
Nacional de Colombia y del ministerio de educación; y a su esposa Choncha,
ligados a Colombia por muchos vínculos afectivos y académicos.
* * * *
Permítanme una confidencia, a manera de aproximación al tema.
Por una paradoja, mi padre, -campesino antioqueño semianalfabeto-,
sembró en mí la cultura del libro, puente entre el mundo interior y el mundo
exterior. He aquí, suscitamente, esa historia familiar.
En la sección de libros de viejo de la librería Sota de Bastos, al norte
de Bogotá, que tiene mi hija Beatriz con una amiga y conmigo, encontré
algunas ediciones con las cuales, setenta años atrás, las editoriales Tor,
Ercilla y Zig-Zag, de Buenos Aires y Santiago de Chile, y Sopena de España,
inundaron la América Latina hasta llegar a la gente de arriería, entre la cual
estaba mi padre. Eran unos libros grandotes, en papel periódico, dos
columnas en ocho puntos, a muy bajo precio, con todo Emilio Salgari y Emilio
Zolá, todo Víctor Hugo, todo Dumas, los imperios, el Lejano Oriente, Bizancio.
(Por cierto, llegó el primogénito a casa y mi papá lo bautizó como el
invencible general del emperador Justiniano, Belisario). Aquella fue mi
primera biblioteca personal, niño todavía; y fue, también, el nacimiento de la
editorial y librería Tercer Mundo que más tarde habría de fundar con dos
amigos. Esos libros no solo se hacían leer, sino que al pasar de mano en
mano ejercían la tarea pedagógica de alfabetizar a los arrieros y de inducir a
ser leídos en el hogar. Eran libros placenteros aunque no siempre fueran
plácidas las situaciones que narraban; libros que se hacían querer y se
hacían leer, casi eróticamente, por la voluptuosidad de las láminas de
ilustración y de descanso. Quizá esté allí y en la pequeña colección Araluce de
los clásicos griegos y latinos que en los años treinta enviaría a las más
remotas aldeas el ministro de educación Luis López de Mesa, la explicación
de que el niño lector de aquellos volúmenes y de las ediciones prohibidas que
me alquilaban (a centavo el día) los líderes ateos de mi pueblo, esté
hablando ahora de libros, como autor, como lector y como editor, ante la
docta Academia Colombiana de la Lengua.
II.- Las preguntas. Los editores tenemos fama de que nos reunimos sólo a hablar del
dinero que debe producir el oficio. El español Juan Cruz, quien promiscua
entre autor y editor, lo recordaba en su columna de El País de Madrid: decía
que es cierto que hablamos de dinero, pero en la intimidad y con un miedo
enorme, porque nos pasamos la vida contando lo que se ha pagado, lo que
sobra, la promoción, el autor misterioso, los restos en el almacén. Agregaba
que sabemos ser silenciosos sobre nuestros éxitos y nuestros fracasos,
porque entendemos que los éxitos son de los autores y sólo los fracasos nos
pertenecen.
Antes que nada, en tanto que editor debo formular varias preguntas:
¿Qué clase de libros queremos vender en qué clase de sociedad; a quiénes
queremos venderlos y para qué queremos vender los libros que editamos? En
otras palabras, la actividad de editor está destinada solamente a hacer
libros y venderlos para ganar un beneficio en dinero? O está destinada,
además, a contribuir para que esa sociedad salga del subdesarrollo, aprenda
a leer y se convierta en una sociedad moderna, con educación, tecnología,
riqueza y justicia, empleo y paz, es decir con capacidad para comprar libros y
leerlos? Y para que en ella no vuelva a ocurrir lo que dice la madre del
déspota en El Otoño del Patriarca de García Márquez: Si hubiera sabido que
mi hijo sería presidente, lo habría mandado a la escuela.
III.- Las respuestas.
El fomento de la lectura y del libro tiene que comenzar en la familia,
en la escuela, en el colegio, en los maestros y las maestras. Es decir, en
donde se cumplen los actos más determinantes en aquellos mínimos
candidatos, los niños, para crear allí la cultura del libro, la habitualidad de la
lectura: familia, escuela, docentes y los propios libros, son multiplicadores de
esa habitualidad. Y ese estímulo debe apuntar hacia la preparación para vivir
en la sociedad del conocimiento, que es la del tercer milenio.
Hace medio siglo cuando la Universidad Nacional de Colombia en
Bogotá, editó las conferencias de su obra El defensor, decía don Pedro
Salinas: No hay tratamiento más serio y radical, que la restauración del
aprendizaje del bien leer en la escuela. El cual se logra poniendo al escolar
en contacto con los mejores profesores de lectura: los buenos libros. La
solución del gran drama de la lectura, agregaba, está para mí en la
enseñanza de la lectura. En la formación del lector. ¿Por qué y desde
cuándo? Por la escuela y desde que se entra en contacto con las letras....
Hoy, ya en el siglo XXI, y a propósito de los mitos de esta época, por
ejemplo, el de que los niños y los adolescentes no leen pues son prisioneros
de las historietas gráficas y de la televisión, hay que referirse al fenómeno
que conmociona gratamente al mundo: una escocesa, hasta hace poco pobre
y anónima madre soltera, después de pasar muchos trabajos, logró que le
dieran un contrato para un libro. Ese pequeño logro se convirtió en apoteosis
de la lectura que tiene asombrado al mundo editorial. Se trata de la serie de
libros sobre el niño-mago Harry Potter. Los libros son de solo texto, no
tienen monos, es decir hay que leerlos con atención. Y hasta hace un mes, se
habían editado y vendido, en el breve transcurso de tres años, 35 millones de
ejemplares, algo en verdad memorable, porque sus lectores son muchachos
de siete a veinte años.
IV.- Elogio de la locura.
Es grato traer estas noticias sobre amigo tan entrañable, a un auditorio
cuya relación con el libro tiene la cadencia desinteresada de la fidelidad. El
Maestro Rafael Maya en un inolvidable discurso de hace algo más de medio
siglo en la feria del libro en Bogotá, se preguntaba: Puede haber acaso otra
actitud ante este amigo fiel, que no traiciona, que permanece, que no se
enfría ni congela, cuya capacidad amistosa en vez de decrecer aumenta con
los años? Recordemos aquel libro que nos produjo una suave emoción
poética en nuestra juventud, y que, leído años después, parece desabrido y
opaco. No hay tal. Es que el desabrimiento está ya en nuestras almas, y la
opacidad en nuestras pupilas; pero el libro sigue guardando intacto su tesoro
de ingenuidad poética. Por tanto, ¡ay de aquel que no ha tenido libros
íntimos!
Sin embargo, no siempre ha sido placentero su itinerario como
compañero del homo sapiens por el mundo. Tiempo hubo en que las mujeres
no amaban los libros de quienes las amaban a ellas, porque veían en esos
libros émulos de su gracia conquistadora: por eso hemos de repetir, con
Petrarca, que los muchos libros a unos hicieron sabios y a otros locos. Una
historia de la lectura publicada en 1996 por el canadiense Alberto Manguel,
oriundo de Buenos Aires y quien le leía a Borges cuando éste ya no podía
hacerlo, trae noticias de esta índole:
Año 593 a.C.: El Profeta Ezequiel tiene una visión en la cual se le ordena
abrir la boca para leer un libro, comiéndoselo, y, por tanto, ingiriendo su
significado. (Un amigo mío confiesa que, siguiendo el ejemplo de su perro
Suso, cuando no entiende un libro se lo come, con lo cual se le mejoran la
digestión y el entendimiento).
Año 200 a.C.: Aristófanes inventa la puntuación: hasta entonces las
palabras se juntaban en una línea continua.
Año 100 de la era cristiana: Para evitar separarse de sus libros, el intenso
lector y gran visir de Persia, Abdul Kassem Ismael, los hacía llevar por una
caravana de 400 camellos, amaestrados para moverse en el riguroso
orden alfabético de los libros.
Año 1100 d.C.: El teólogo islámico Mohamed al-Ghazali establece una
serie de normas destinadas a enseñar a leer el Corán. La norma número
6 reglamenta el sollozo, puesto que ciertas secciones del Libro Santo de
los musulmanes deben ser leídas con tristeza en el corazón.
En Siempre estuvimos en Alejandría, fascinante libro de la Asociación de
Amigos de la Biblioteca de Alejandría y de la Generalitat Valenciana, el
analista José María González elogia, a la manera de Erasmo de Rotterdam, un
cierto tipo de locura: aquella que ante la quema de libros, opta por aprender
de memoria su contenido. Recuérdese, dice, el final de Fahrenheit 451, la
película de Truffaut basada en la novela de Bradbury, donde los últimos
supervivientes de una cultura de los libros que ha sido condenada a
desaparecer en la hoguera, se reunen en el bosque para aprender cada uno
de memoria el contenido de uno de los libros que componen la sabiduría
acumulada de la humanidad. Agrega: quiero hacer el elogio de este tipo de
locura que preserva esa sabiduría, convirtiendo a los hombres en libros
vivientes, al aprender cada uno de memoria un único libro para poder
transmitirlo a la siguiente generación, antes de que las aguas del río Leteo
nos hagan olvidarlo todo. Si esta locura hubiera de darse, yo elegiría
aprender y recitar de memoria el Quijote, rizando el rizo de perder la cordura
memorizando aquellas palabras de Cervantes que narran las aventuras del
Caballero de la Triste Figura; a quien, de tanto leer y de pasarse leyendo las
noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, se le secó el cerebro y
dio en la mayor locura de todas, la de creerse caballero andante. Al fin de
cuentas, concluye, una nueva orden de caballería sería necesaria para
restablecer la justicia en una sociedad sin libros: frente a la locura de este
tipo de sociedad, el único cuerdo sería Don Quijote.
V.- Las innovaciones.
Tengo en la mente dos escenas de innovación del libro: una de ellas,
las tribulaciones de la librera estadinense Sylvia Beach para lograr que un
impresor de Dijon, Francia, le editara y entregara en una estación ferroviaria
de Paris, a las siete de la mañana del 2 de febrero de 1922, día del
cumpleaños del autor, apenas 48 horas después de haberle devuelto las
últimas pruebas mal corregidas; y para que las levantaran tipógrafos que no
sabían ni una palabra de inglés, los dos primeros ejemplares de un libro
prohibido desde antes de su aparición, y que todavía hoy conmueve al
mundo de los lectores, entre ellos a quien les habla, uno de los más devotos:
me refiero al Ulises de James Joyce. Este último proceso había durado once
meses.
Segunda escena: el exeditor de Random House y buen escritor
estadinense, Jason Epstein, en un ensayo sobre el pasado y el porvenir de la
actividad editorial, dice algo no por presentido menos dramático: prenuncia
que más pronto que tarde, en los supermercados y en las papelerías habrá
máquinas a las que cualquiera podrá llegar en busca del libro que le plazca,
en una de las bibliotecas de la red mundial de Internet, por ejemplo la del
Congreso en Washington, traerlo al computador, imprimirlo e irse a leerlo a
casa. Algo más, consecuencia de lo que dijo Einstein hace muchos años,
reproducido por la librería Amazon, de Internet, en un extraño vaso
obsequiado a sus clientes habituales: Si desde el principio una idea no es
absurda, entonces no tiene esperanza.
En ese nuevo mundo que se entra a todos los rincones físicos y
mentales, hay otra innovación: un programa llamado glassbook, algo así
como libro de vidrio, permite al usuario, cuando está en el proceso de
impresión, agrandar las letras, destacar palabras, subrayar pasajes y añadir
sus propias notas o las de otras obras relacionadas con el tema. Mejor dicho,
cada uno puede hacer su propio libro.
He aquí algunos de los problemas que repasa Epstein, a partir del
beso de la muerte que han sido los best-sellers y los departamentos de
mercadeo de las casas editoriales. La que era una industria casera, entró a
tratar los libros como si fueran leche, jabón o cuchillas de afeitar. Todo por la
transformación estructural que determinó la aparición de los mall o grandes
centros comerciales, de inmenso costo por metro cuadrado, en los que la
vida del libro en el estante debe contarse casi por horas. Lo cual solo lo
resisten los Tom Clancy, los Stephen King, no un Platón, no un Kant, no un
Proust, ni siquiera la Biblia. Y el beso de la muerte está trayendo su
devastación: los escritores de éxito ya están montando sus propias
impresoras del mundo informático, para eliminar al incómodo intermediario
que son las editoriales ajenas.
Es la popularización que quizá buscaron los primitivos creadores del
alfabeto. En efecto, al oeste del Nilo, hace poco una pareja de egiptólogos
estadinenses encontró tablas de barro con inscripciones de escritura
alfabética de los años entre 1900 y 1800 antes de Cristo, lo que aumenta en
200 años la fecha conocida y el lugar, Sumeria, al sur de Irak. Y cambia la
creencia de que la escritura primera pertenecía en exclusividad a los altos
funcionarios, pues este hallazgo demuestra que aquella escritura primitiva
fue creada por negociantes, quizá los primeros colegas editores, para facilitar
sus intercambios.
VI.- La parálisis del escritor.
La revolución definitiva ya llegó: en su edición del 29 de junio de 2000,
The New York Review of Books publicó el primero de una serie de avisos,
cuyo texto es histórico y en cierta medida es un destello que se produce, casi
600 años después de la invención por Gutemberg de la edición en serie.
Como se trata de algo especial, quiero no sólo leer la precaria
traducción que he hecho del inglés, sino que para satisfacer la posible y
explicable curiosidad de algunos de Ustedes, he traído fotocopias del original.
El aviso no sólo es maravilloso desde el punto de vista literario, sino
que está cargado de noticias, para el futuro de los escritores frustrados y no
frustrados de todo el mundo. Dice así:
Sólo hay dos curas para el bloqueo del escritor: hambre y miedo.
Sólo hay una cosa peor que la sensación de la mente en blanco en el
escritor, y esa es la que Usted experimenta cuando termina su libro y nadie
se lo publica. Que es lo que ocurrió con los más de 500.000 libros escritos en
los Estados Unidos de América el año pasado. Pero eso no ocurrirá este año.
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VII.- Como nuez en la mano.
Todo lo anterior lo saben ya los bibliómanos, definidos por D'Alambert
como seres poseídos por la pasión de los libros, por acumularlos sin leerlos. Y
lo sabemos los bibliófilos, amantes del libro y del libro lujoso, -entre los que
me cuento, para mi desventura-, fanáticos de los libros de cantos dorados y
de las ediciones numeradas, seres delirantes, capaces de convertir aquellas
colecciones en éxtasis morboso, pero también de editarlas. Por ejemplo, el
italiano de hoy Franco María Ricci, quien se jacta de que en su millonaria
familia nadie trabaja desde el siglo XII, director de la hermosa y humilde
revista FMR (son sus iniciales) en la cual publica los castillos y obras de arte
de su parentela. Y, por ejemplo, también, mi amigo César Olmos, el
maravilloso paladín de la editorial Testimonio de Madrid, ganador de todos los
premios de la feria del libro en Frankfurt. Y llegarían los bibliófobos,
odiadores del libro. Y los exquisitos y peligrosos libreros de viejo, como los de
la madrileña Cuesta de Moyano, detrás del Museo del Prado.
Manguel, el que le leía a Borges, cuenta que un día le estaba leyendo
un relato de Kipling en el cual una viuda hindú le envía a su amante una
irresistible declaración de amor con un mensaje críptico consistente en varios
objetos recogidos en un ramillete. En esa época, prosigue, ni Borges ni yo
sabíamos que el mensaje atado de Kipling no era una invención, pues en el
Turquestán Oriental una joven envió a su amante un recado compuesto por
un manojo de té, una hoja de hierba, una fruta roja, un albaricoque seco, un
pedazo de carbón, una flor, un poco de azúcar, una piedra, una pluma de
halcón y una nuez. El mensaje quería expresar: "Ya no puedo tomar té sin tí;
sin tí, estoy pálida como la hierba; me ruborizo al pensarte, pero mi corazón
arde como un carbón. Tú eres bello como una flor y dulce como el azúcar,
pero es tu corazón de piedra ? Volaría hacia ti si tuviera alas; soy tuya como
una nuez en tu mano".
VIII.- Los Copistas. En el reciente seminario internacional Mito o Realidad del Libro, el
mexicano Gabriel Zaid recordaba que Sócrates fue enemigo de la escritura,
porque la creía un monólogo desconsiderado en el que no cabe preguntar.
De manera complementaria el profesor estadinense James Wells, en su
Historia de la estupidez, atribuye a los grandes filósofos, Pitágoras,
Parménides, Platón, Aristóteles, Sócrates, el dramático final del esplendor de
Grecia, en razón de que se abandonó la búsqueda del conocimiento y del
comportamiento mediante el estudio de la naturaleza practicado por los
jonios, para dedicarse a especular dentro de una lógica ajena a la realidad.
Se define así el problema: irónicamente, el punto fuerte de los griegos era
también su punto débil, ya que su genio inventivo para la abstracción
filosófica fue, en la práctica, la otra cara de su incapacidad para responder a
los problemas que los enfrentaban. Y a Sócrates lo define así: su fortaleza
consistió en hacer preguntas; su doble fortaleza estuvo en no contestarlas
nunca.
Otros personajes importantes fueron enemigos de los libros, de
quienes los escriben, de los editores. Pero la apoteosis del conocimiento
cerrado la encarna aquel monje incendiario que, en la novela El nombre de
la rosa de Umberto Eco, se inmola al quemar la biblioteca que custodiaba.
El oficio de editor, siempre emocionante aunque cada día más
complejo, tiene una bella historia que relato llevado de la mano del bibliófilo
Michael Olmert, autor de Book of Books, publicado por la Smithsonian
Institution. Empiezo por los escribanos, calígrafos y encuadernadores,
quienes hacia 1.150 -hace 850 años- recorrían las ciudades para ofrecer sus
servicios de copia de documentos, con lo cual arrebataron la exclusividad a
los monjes de los monasterios. A partir de tal cambio, los libros empezaron a
tener valor comercial, a ser vendidos y comprados. Algunos escribanos,
sabedores del destino de su trabajo, escribían colofones sobre lo que habían
copiado, como éste, al final del famoso Libro de Leinster, en el siglo XII:
Yo, que he copiado esta historia, o, más exactamente, fantasía, no doy
crédito a los detalles de la historia o fantasía. Algunas cosas son diabólicas
mentiras, y otras poéticas invenciones; unas parecen posibles y otras nó;
varias son para que las disfruten los idiotas.
IX.- La moda y los libros.
La figura del editor ha sido, además, ridiculizada sin misericordia: lo
hace el francés Daniel Pennac en su novela La petite marchand de prose.
Benjamin Mallausséne, chivo expiatorio de una editorial -el que pone la cara
y el cuerpo para ser maltratado por los escritores furiosos porque se les
rechazan sus libros-, tiene un despacho diseñado para ser destruído de tarde
en tarde por esos autores, que rompen muebles y aparadores, lanzan objetos
y desgarran cortinas. Cuando por fin se calman y su cólera se transmuta en
llanto, Mallausséne los lleva a otro despacho, abre un cajón y extrae varios
manuscritos suyos que han sido rechazados por la propia editorial. Los
autores lo abrazan, sollozando: comprenden que Benjamín es solo el chivo
expiatorio, un empleado al que se le paga por recibir injurias. Porque el
verdadero editor es una mujer delgada, la Reina Zabó, diminuta e implacable,
que ha construído un imperio publicando las obras de J. L.B, inventor del
género el realismo liberal y quien desea permanecer en el anonimato, pero se
convierte en el autor estrella. Hija única de un maleante de los bajos fondos
de París, la Reina Zabó tuvo desde niña aversión por la comida, que
compensaba con su gula por la lectura: antes de caminar ya devoraba con
los ojos revistas de modas, ilustradas; luego aprendió a leer sin ayuda para
vivir una vida de insaciable voracidad literaria, que alternaba con arriesgadas
excursiones nocturnas acompañada por su padre, en busca de objetos
valiosos en los basureros. Los cuales, en ciertos sitios de la ciudad,
rebosaban de telas y trapos usados por los grandes modistos en sus
confecciones. Así concibió la idea que los saca (a ella y a su padre) de la
pobreza : encuadernar libros en esas telas y fabricar papeles de alta calidad.
Y empieza a editar a Maurice Barrés sobre retales de Balenciaga; a Jean
Anouilh en trozos de Chanel; al joven De Gaulle en suntuosos trapos de Dior.
En el caso de la Reina de Zabó, la vocación editorial no le llega por educación
o por herencia, sino por los basureros que le inculcaron la pasión por el libro.
X.- Las carreras de caballos. Al repasar la historia del libro se observa una rara inconsistencia: la
imprenta y la tipografía están entre los oficios más conservadores, pues la
prensa impresora casi no cambió desde Gutemberg a mediados del siglo XV,
hasta el siglo XIX. En el renacimiento se dijo: la imprenta va a fracasar,
porque como la gente no sabe leer... ¡Pensemos en las ediciones millonarias
de las obras de García Márquez!. Y pensemos cuántas revoluciones alentaron
los libros y hojas volantes durante aquellos siglos. Por ejemplo, la de Lutero,
al permitirle imprimir sus reformas por millares y en alemán, es decir en la
que se llamaba lengua vulgar porque la entendían sus compatriotas, como
opuesta al latín de las élites. Esto fue hacia 1517. Pero en 1536 al
humanista William Tyndale no le fue tan bien en su patria, Inglaterra: en
efecto, convencido de que su pueblo debía leer la Biblia en inglés, la tradujo
por primera vez a ese idioma. Por ello fue estrangulado y luego quemado en
la hoguera.
Como se ve, el ambiente de entonces era aterrador. Temeroso de lo
que podría ocurrir, en 1671 Sir William Berkeley, gobernador de la colonia
británica de Virginia en Estados Unidos, escribía:
Agradezco a Dios el que no tengamos ni escuelas gratis, ni imprentas;
y espero que no las tengamos por cientos de años. Porque el aprendizaje ha
traído desobediencia y herejía y sectas al mundo; y la imprenta las ha
divulgado, lo mismo que libelos contra el mejor gobierno. Dios nos salve de
ellos.
Pero gracias a la imprenta se habló de la revolución en las
comunicaciones desde el siglo XVIII, que alimentó el papel heroico de
nuestros libertadores en las guerras de independencia, tanto en los Estados
Unidos como en Iberoamérica: los periódicos y los libros encendieron el
fuego. Recuérdese a don Antonio Nariño, quien padeció prisiones en
Cartagena de Indias por la publicación de la Declaración de los Derechos del
Hombre. Sin embargo, dichos medios, al menos en Inglaterra, habían
aparecido por una razón trivial: la gente quería conocer pronto los resultados
de las carreras de caballos, para saber si había ganado o perdido sus
apuestas.
XI.- La bibliocleptomanía.
En los estrechos estantes de las bibliotecas -como atrás dije-, los libros
fueron adquiriendo una silenciosa plusvalía. Desde finales del siglo XII tenían
un valor pecuniario tal, que eran admitidos por los prestamistas como
garantía de operaciones financieras y como prenda hipotecaria.
Dando un gran salto adelante, los revolucionarios franceses de 1789
confiscaron las bibliotecas de la burguesía y llevaron sus libros a bibliotecas
públicas. Los libreros, por su parte, asumieron la custodia de las
confiscaciones, para vender en el mercado negro del libro, ejemplares
valiosos, a reducidores extranjeros. El negocio no era nuevo: se sabe que las
bibliotecas romanas estaban llenas de textos en griego provenientes de los
saqueos perpetrados por el imperio romano en sus colonias, desde la Magna
Grecia al sur de Italia hasta las propias islas del mar Egeo y hasta
Constantinopla. Se cuenta que la biblioteca de Cicerón estaba compuesta
en su mayor parte por ejemplares en griego, en los cuales el gran orador
latino aprendió de memoria los discursos de Demóstenes, algunos de los
cuales tomó como base en sus formidables oraciones, Las Catilinarias, a raiz
de la conjuración de Catilina. Y así era en toda Europa: los vikingos
saquearon las bibliotecas de los anglosanes en suelo de Inglaterra. El Codex
Aureus, en pergamino y caracteres góticos miniados, fue robado en el siglo
XI pero regresó a los monjes porque los ladrones no encontraron quien se
atreviera a comprarlo. Con razón en la biblioteca del Convento de San Pedro,
en Barcelona, estaba visible este aviso:
Para aquel que robe o pida prestado un libro y a su dueño no lo
devuelva, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Que quede
paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor,
suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que
perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el
remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al
castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.
Llegamos a 1990: un ladrón llamado Stephen Blumberg sacudió el
mundo del libro, cuando las autoridades encontraron en su casa de Ottmwa,
(Iowa), 11.000 libros raros robados de 327 bibliotecas de diversas regiones
de los Estados Unidos. Se supo que no los robó para ganar dinero con su
reventa, pues sólo quería tenerlos cerca de él. Era un ladrón, sí; un ladrón
que amaba los libros.
Y en una ciudad latinoamericana, el viejo librero alemán situaba un
empleado al pie del biblocleptómano. Y como advirtiera en los huecos de los
estantes los libros robados, enviaba la factura a la casa del cleptómano y
este la pagaba.
XII.- Amor y compañía.
Contra el libro, según hemos visto, conspiraron situaciones impensadas
en todos los tiempos y en todos los lugares, por ejemplo, el reciente
proyecto de ley sobre IVA para el libro y para sus componentes; y contra los
estímulos a la industria editorial que convirtiera a Colombia en potencia
exportadora de libros, proyecto por fortuna archivado por el presidente
Pastrana. ¡Como alegra que haya archivado el inverosímil engendro de cerrar
la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, para lo cual sin duda recordó que las
bibliotecas y las librerías son universidades; recordó que en algunos países
africanos la muerte de un anciano se tiene como la muerte de una biblioteca;
y recordó, en fin, que la muerte de una biblioteca es como la muerte de una
ciudad.
Carlos Fuentes dijo que todos venimos de un lugar de la Mancha, es
decir, de Don Quijote; y porque todos venimos también de la ciudad de
Cavafis, la Unesco de Federico Mayor se propuso crear de nuevo la Biblioteca
de Alejandría, destruída por el califa Omar porque sobraba, lo mismo si lo
que había en ella chocaba contra el Corán, que si lo que allí había estaba en
el Corán: primero, por blasfemia y después por superfluo. Todos venimos de
aquel lugar de la Mancha... todos venimos de Alejandría.
El libro y la lectura, en fin, nos llenan de amor y de compañía. Son el
antídoto contra la soledad. Y es fuerza enamorada el cuidarlos con el celo y el
rigor de la biblioteca de la Universidad de Salamanca (donde enseñaran Fray
Luis de León y don Miguel de Unamuno) y en la cual se lee esta advertencia,
que preside mi propia biblioteca:
Hai excomunión reservada a Su Santidad contra qualesquiera
personas, que quitaren, distraxeren, o de otro qualquier modo enajenaren
algún libro, pergamino o papel de esta bibliotheca, sin que puedan ser
absueltos hasta que esté perfectamente reintegrada.
Hay, finalmente, un libro más importante que todos los demás, escribía
el maestro Maya en el discurso antes recordado: el libro de nuestra vida.
Cada minuto es una línea que escribimos en aquel libro, de modo que su
caligrafía es labor incesante. Es cuento, madrigal, fábula, drama, poema
heroico, historia novelesca o crónica insignificante. Puede tener una unidad
absoluta, o estar concebido en frases discordantes. Lo escribimos con todo
nuestro ser y es nuestra ambición no dejar márgenes blancos para que en él
quepa toda la historia de nuestro paso por la tierra, pues hay inevitablemente
un momento en el que la mano de la muerte se interpone y dibuja el punto
aparte. El capítulo que sigue no lo escribimos en la tierra.
Hace pocas semanas, el vicepresidente de Colombia, el académico
Gustavo Bell, concluía así su hermoso discurso inaugural de la Feria
Internacional del Libro en Bogotá:
Entre todas las necesidades que tenemos los hombres, poco se
habla de una de las más esenciales y que la lectura nos aporta
fructíferamente: leemos en silencio. Y es este silencio el que nos abre las
puertas de la percepción a otros mundos. El silencio, salvador por sí mismo,
nunca está más lleno de contenidos que cuando va acompañado de un libro...
Decía Pascal que el hombre tendrá salvación cuando pueda estar solo en un
cuarto sin ruido. Me tomo la libertad -concluía Bell-, de interpretar a Pascal
para decir que de seguro el filósofo francés dibujaba tal escena suponiendo
que aquel hombre imaginario tendría un libro en la mano.
Aquel momento -recordaba Rodríguez Marín en una Feria del Libro en
Madrid-, le llegó a Petrarca agonizante, en Avignon, con solo un libro por
compañía. Al morir se le encontró "con la cabeza caída sobre un códice,
como si hubiera escogido deliberadamente esa almohada para dormir en la
eternidad”.
Aquella frente reclinada sobre los pensamientos, es el símbolo de la
edad moderna gobernada por el libro, así sea por el fantasma del libro
electrónico; el cual ya está aquí, como lo ví hace poco en el 26º. Congreso de
la Unión Internacional de Editores de Buenos Aires, que tuve el honor de
clausurar. Pero el libro sigue campeando, sigue gobernando con su estructura
tradicional, el universo de la cultura.
Señores Académicos:
La comezón infantil del libro me llevó a la presidencia de una
pequeña editorial independiente y a la presidencia de Colombia, para
convertirme después -como en un tango- en venerable mueble viejo. Aquel
camino sigue abierto. ¡Alístense, apreciados colegas académicos!.