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no.15 Otoño 2011 - Invierno 2012
editaDiputación de Salamanca
presidente Francisco Javier Iglesias García
diputado de turismo y patrimonio Antonio Gómez Bueno
C/ Felipe Espino, 137002 SalamancaTlf.: 923 293 [email protected]
coordinaciónJosé L. Crego
colaboradoresJosé Ignacio Díez Elcuaz, Luis Miguel Mata, Antonio Sánchez Zamarreño, Raúl de Tapia, Emilio Vidal Matías, José Luis Yuste.
fotografíasBlanco y Negro Fotografía, Agustín Fernández Albalá, Roberto García, Óscar J. González, Manuel Jiménez, Francisco Martín, José Agustín Sánchez, Santiago Santos, José Vicente.
diseño y maquetaciónAlter Bi
imprimeGráficas Varona
portadaMartín pescador en el río Tormes (Fotografía: Francisco Martín).
La Diputación de Salamanca no se hace responsable de la opinión de los colaboradores. Queda prohibido reproducir total o parcialmente el contenido de la publicación sin autorización
expresa del editor.
Ejemplar gratuito. Prohibida su venta.Depósito Legal: S. 51-2004
www.lasalina.es/turismo
Estepas cerealistas. Espacio y tiempo (pg.08)
El nordeste salmantino acoge trigos y cebadas, garbanzos y lentejas, paisajes con sensibilidad donde parar el tiempo.
El castro de Las Merchanas Los habitantes silenciosos (pg.16)
Hubo un tiempo nada lejano en el que el castro de Las Merchanas estaba escondido y atreverse a conocerlo era una aventura y un riesgo.
La Alberca Escenario de ritos y sentimientos (pg.24)
Primer pueblo declarado Conjunto Histórico artístico en 1940, sus calles y plazas son el marco donde se recrean singulares ritos y tradiciones.
Ciudad Rodrigo una ciudad hecha para atrapar ángeles (pg.04)
Ciudad Rodrigo de piedra y de aire y de tiempo. Una ciudad incandescente que arde en el pasado con llamarada bien actual.
Las Águedas en Miranda del Castañar La mujer baila la bandera (pg.12)
Una celebración exclusivamente femenina, en la que el hombre se convierte en paciente sufridor de las burlas femeninas.
La Matanza Típica de Guijuelo El cerdo, señor de la tradición (pg.20)
Cada año, con las nieves aún blanqueando las cumbres de la cercana Sierra de Béjar, en Guijuelo reverdece el viejo ritual de la matanza.
Aves del Tormes, viajeras de ida y vuelta (pg.30)
La provincia salmantina encierra excelentes oportunidades para el turismo ornitológico, en este caso, con un recorrido por las riberas del río Tormes y sus emplumadas.
18_Octubre_210x270_emociones_Maquetación 1 27/10/11 10:19 Página 1
Revista turística de Salamanca
P rocedente de Villar de la Yegua,
crucé la muralla de Ciudad Ro-
drigo, para quedarme allí entraña-
do, el día 1 de octubre de 1963. Llevaba el
liviano equipaje de un niño, al que querían
hacer hombre. Ocho años después, amasado
el mozo por la vida, salí definitivamente para
ocupar mi sitio en el mundo. ¿Mi sitio? Per-
mítanme la paradoja: nadie está donde está
físicamente. Nuestro lugar verdadero es aquel
que va dentro de nosotros, el que nos solea de
verdad, el que se superpone a todos los luga-
res. Por eso, porque nos ilumina una patria
interior, no podemos nunca ser extranjeros.
Esta patria mía es triangular. Se conoce en
el callejero como “Plaza de Herrasti” y la
delinean dos prodigios de piedra y
uno de piedra y sombra. Me refiero,
claro, a la muralla -una muralla desgarrada
en ese punto por la munición francesa ahora
hace dos siglos exactos-, a la catedral y al se-
minario de San Cayetano. Le asigno a éste la
condición de piedra y sombra no en un senti-
do peyorativo, sino en un sentido existencial.
Fue mi casa durante ese tiempo que talla al
ser humano y lo pone en la encrucijada
de sus destinos. Por eso, porque uno
sólo se encuentra en lo abisal, lo
rememoro ahora como ám-
bito de búsqueda, como
nudo de sombras que
me condujeron
al atrio del
que soy.
EN P
RIM
ERA
PERS
ONA
Ciudad Rodrigo
* Por Antonio Sánchez Zamarreño. Fotografía: José Vicente
una ciudad hecha para atrapar ángeles
La plaza de Herrasti, ese prodigio triangular.
Ciudad Rodrigo
de Castilla: plaza que, como todas, busca
el sol invernizo, la conversación con el
otro, la última noticia que ha conturba-
do -quizá no haga todavía diez minutos-
a la vecindad. Y esa otra de Béjar -con
geometrías delicadísimas- a la que sube la
huerta toda del río para exhibir sus trinos
y sus frutos, el preciso nombrar de los la-
briegos y la juventud de una tierra que se
ha vaciado, dulcemente, en las banastas.
Ciudad Rodrigo de piedra y de aire y
de tiempo. Me parece mentira que haya
tantos pies que pasen de largo o con de-
masiada presura por una ciudad que está
hecha para atrapar ángeles. Una ciudad
incandescente que arde en el pasado con
llamarada bien actual. Porque estas ca-
lles, estos palacios, estas plazas suenan a
pecho vivo: habitantes que reclaman el
mañana sin renunciar al ayer. Que custo-
dian la historia desde el dinamismo de un
presente que les pertenece como a todos,
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Patio del palacio de los Águila; a la izquierda, torre de la Catedral.
Perfil del castillo sobre el río Águeda; abajo, puerta del Sol.
Aquel milagro de piedra, transfigurada por aquellos crepúsculos igual de milagrosos...
dad y la historia del arte caben en un re-
dondel que tiene poco más de 2000 me-
tros de perímetro. Aquí, las creaciones
de una mano poderosa que dominó la
piedra para hacerla defensa de su cuer-
po y de su alma en tiempos severísimos:
ese mismo contorno amurallado, ese cas-
tillo de don Enrique II de Trastámara,
esa catedral de Santa María son sólo tres
indicios de un pasado vigilante, cuyos
inquilinos -fueran menestrales o reyes o
clérigos- tenían que protegerse contra
tantas asechanzas del más acá o del más
allá. Muy cerca, otra mano -enguantada
de aristocracia- señaló espacios donde
irían alzándose bellísimas residencias
para vivir y para morir con dignidad y
con sosiego. Admire el recién llegado
una de las ciudades más hermosas del
mundo. Hecha de piedra y de aire, en
ella cabe una síntesis de lo mejor que ha
logrado artísticamente la mano del hom-
bre. Por eso, podemos ver en la tracería
de este ámbito un microcosmos irrepro-
chable: ahí está representado lo más in-
tenso de la inquietud creadora casi desde
que el ser humano tuvo conciencia de sí
mismo. Entre el viajero por cualquiera
de las puertas disponibles en la muralla.
Tiene bien dónde elegir: de la Puerta del
Sol a la Puerta de Santiago; de la Puer-
ta del Conde a la Puerta de Amayuelas.
Todas tienen como una aureola mágica
de entrada al misterio. Parecieran heri-
das por donde se accede a una ciudad
carnal, palpitante y caliente. Por eso, el
forastero nunca se considera aquí un ex-
traño: inmediatamente se hace sustancia
de este cuerpo, entraña en otra entraña
que lo mece con su ritmo, lo incorpora
a su vida, lo hace música propia. Nadie
se pierde en una ciudad que es todo el
mundo, pero hecho a la medida del pie,
del ojo, del abrazo de cualquier hombre.
Y, una vez dentro, comprobará el lector
lo que le digo: la historia de la humani-
He aquí, pues, mi rincón. A él me he re-tirado siempre, aunque estuviera viendo y pisando Roma o Bogotá o Washington. Aquel milagro de piedra, transfigurada por aquellos crepúsculos igual de mila-grosos, ha custodiado, durante cada mi-nuto de mi vida, toda mi verdad. Como si, simbólicamente, esa muralla me impi-diera disiparme y extraviarme por labe-rintos estériles y, junto a ella, la catedral me marcara con su aguja el camino de un Antonio en plenitud.
Que todo Ciudad Rodrigo es ética y esté-tica. La historia ha preferido rotular con mayúsculas esa primera vertiente alusiva a cualidades morales de una población que, a través de los siglos, ha sabido conducirse ejemplarmente: la muy antigua, la muy no-ble, la muy leal. Son las tres columnas don-de se apoya el orgullo de una ciudad que, en efecto, ha escrito páginas imperecederas de coraje y de fidelidad a sus principios.
Pero, si los antiguos preferían esta ver-tiente ética, la sensibilidad de nuestro tiempo, sin menoscabo de la misma, le-vantaría otra columna que sobreabunda-ra, con toda justicia, en el título de “la muy
bella”. Porque así es: Ciudad Rodrigo es
acaso más que a todos, porque quien ha
sabido administrar lo viejo será digno ad-
ministrador también de lo nuevo. Acér-
cate, pues, viajero, a esta antigua, noble,
leal, hermosa, tolerante y magnética
“ciudad mujer”, como la ha llamado, con
fortuna, uno de sus hijos: el poeta Santia-
go Corchete Gonzalo. Tienes a tu dispo-
sición siete puertas para entrar. Para salir,
ay, no encontrarás después ninguna.
la maravilla de monumentos como el
Palacio de los Montarco, la Casa de los
Vázquez, el Palacio de los Águila, la Casa
de la Marquesa de Cartago, el Palacio de
Cerralbo, la Casa de los Silva, entre tan-
tos y tantos palacetes que deslumbran los
ojos de quien merodea por estas calles.
Y las iglesias: a veces, como en el caso de
la capilla de Cerralbo, de formidable ro-
bustez herreriana; otras veces, como en
el caso de la iglesia de san Isidoro y de
San Pedro, del más puro románico; pero
todas con ese contenido resplandor que
mide milimétricamente -siempre es así
en esta ciudad- cada uno de sus destellos
para que nada parezca excesivo ni desafi-
ne en la austeridad del conjunto.
Por último, viajero, remánsate en dos
plazas. Esa Mayor (con su grácil y gó-
tico y lírico Ayuntamiento, orientado a
poniente), donde ha cuajado la levadura
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es poeta y profesor de Literatura Española en la Universidad de Salamanca, donde se doctoró con una tesis sobre Luis Ro-sales. Fragmentos del romano, Cele-bración del abis-mo y El paladar a
la intemperie son tres de sus libros poéticos. Fue Pregonero del Carnaval el año 1982.
Antonio Sánchez Zamarreño
U n camino disecciona el pai-
saje como un libro abierto
hacia el horizonte. Sobre los
campos desamueblados se conjugan nu-
tritivos barbechos y arcillas encarnadas,
escabrosos rastrojos y cereales tardíos. La
concentración parcelaria ordenó los culti-
vos cuadriculando el escenario, retirando
los muros vivos y setos de las lindes. Lo que
perdió en diversidad lo ganó en amplitud.
Así, la mano del hombre dinamiza mes
a mes esta postal con la ayuda del agua,
los calores y los fríos. No hay paisaje más
tornadizo. Lo que ayer estaba desnudo
hoy se engalana de tallos, lo que espigaba
en verdes madura en áureos…todo fluye,
nada permanece. Mudamos esta cita de
Heráclito de Éfeso desde los ríos al terru-
ño, pues el devenir también se manifiesta
en La Armuña, en los Campos de Peña-
randa, en Las Villas. El nordeste salman-
tino acoge trigos y cebadas, garbanzos y
lentejas, aportando cada uno sus matices
de color, sus texturas diferenciadas.
No hay distancia más cercana que la es-
tepa cerealista; apenas movamos un poco
el automóvil o la arrinconada bicicleta
estaremos allí, en cualquiera de sus mo-
mentos estacionales. El otoño se abre con
la sementera, en un campo perlado de
terrones que pronto será alcanzado por
la lluvia de semillas. El tono bermejo de
las tierras plagia a los alcornoques des-
vestidos del corcho; a veces unos matices
blanquecidos revelan otras identidades
del suelo. Las parcelas se integran como
teselas en un mosaico y los colores refle-
jan los ritmos desacompasados del traba-
jo agrícola: el tiempo mide el espacio.
Después el invierno acoge nieblas y he-
ladas, velos aéreos y superficiales que es-
carchan cada loma y cada llano. Caminar
esas mañanas tiene una magia que sólo
conocen quienes la han experimentado.
El viajero amante de la esencia de los lu-
gares ha de recoger estos momentos en el
disco duro de sus experiencias.
* por Raúl de Tapia, Fundación Tormes E-B. Fotografía: Francisco Martín
PAIS
AJE
S
Estepas cerealistasEspacio y tiempo
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ha recogido a sus artesanos en el museo
del mismo nombre. Ver a los mimbreros
trabajar es un regalo para la vista.
Desde el Teso Terrubio se ofrece una
buena panorámica del valle del Tormes,
teniendo que acercarse hasta Aldearrubia
para localizarlo. Allí nos llamará la aten-
ción el coro de la iglesia de San Miguel
Arcángel, bien de interés cultural de fábri-
ca renacentista donde encontrar un curio-
so reloj de sol. Para compensar la austeri-
dad de árboles del recorrido invitaremos a
transitar por las alquerías de Cantalpino,
uno de los pueblos de mayor extensión en
la provincia, donde el arte sacro se entre-
vera con una agradable naturaleza.
Para ser justo, hay que excusarse ante
otros muchos pueblos no citados, pero de
semejante provecho en cuanto a las virtu-
des de la estepa se refiere. No queda más
que un último desafío: todos los caminos
contados adquieren otra dimensión las
noches de luna llena o de bóveda estrella-
da. Será toda una experiencia para quien
no haya invertido dos horas de su tiempo
en observar un firmamento, como el que
acontece en cada uno de estos lugares.
Elija usted el viaje y sus paradas: un pai-
saje para viajeros con sensibilidad.
Madres Carmelitas Reposar la pitanza
en Macotera ofrecerá la oportunidad
de reconocer a los autores pretéritos de
estos paisajes y sus ingenios. El museo
de las Llanuras y Campiñas de Sala-
manca amalgama saberes y herencias
culturales en forma de carros y man-
ceras, liaras y carlancas.. No abandone
esta villa sin contemplar su iglesia y el
excepcional retablo.
Y ahora cambiemos de tercio para lle-
garnos hasta las villas del buen puchero.
Ruta de las Legumbres que dibuja un cír-
culo entre los pueblos de San Cristóbal,
Monterrubio, La Velles, Pedrosillo, Al-
deanueva de Figueroa, Topas y Calzada
de Valdunciel. Mirar desde lo alto es un
lujo escaso en esta planicie, así
que la ermita de la
Pero hora es de ponerle nombres y ca-
minos a lo contado. Arrancar por esa
invisible Ruta de las Avutardas llevará, al
que gusta de viajes por carreteras de len-
to ir, desde los escarpes de Tarazona de
Guareña a las cigüeñas de Alaraz. Bue-
na atalaya de contemplación el primero,
lugar para las coreografías ornitológicas
la segunda. En el recorrido descubrire-
mos el curioso hecho de que la finca de
La Carolina, en Cantalapiedra, donó la
sequoia del claustro de la Universidad.
O repararemos en las altivas iglesias de
Palaciosrrubios y Zorita; de Rágama no
hay que perderse su arquitectura tradi-
cional, austera y estética.
Una parada obligada en el camino vie-
ne señalada por el perfil de los silos de
Peñaranda; allí nos recibirán los tosto-
nes para volver a la carga; también es
recomendable visitar el convento de las
Y “entra mayo con sus flores, sale abril con sus amores, y los dulces amadores...comienzan a bien servir.”
Estos versos, que cantaba una pieza anó-
nima del Cancionero de Medinacelli, re-
flejan la fecundidad de la primavera. Un
arrebato de luz que se mece sobre las es-
pigas, cuando estos escenarios olvidados
del turista conquistan adeptos. Mares de
Castilla que visibilizan el viento, es el mo-
mento en el que la clorofila se trueca en
poesía. Pero ese verano precoz, que nos
sobreviene cada año, reseca cada planta
mediado junio. En breve, las cosechas se
empaquetan en geometrías de alpacas y
bolos. Un nuevo instante para contem-
plar arte efímero, esculturas de paja, en
fin, arte de naturaleza que los agriculto-
res improvisan sin saberlo.
Virgen del Viso nos elevará sobre la me-
seta como si de la visión de una maqueta
se tratara. Las casas solariegas de Mon-
terrubio y la Vellés bien merecen un pa-
seo, para detenerse después en Pedrosillo
y adquirir la variedad de garbanzos a la
que bautiza.
El Cordel de las Negras, vía pecuaria
que se inicia en la villa ledesmina, une
Aldeanueva con Topas. A estos caminos
de pastores hay que agradecer camina-
tas con calidad, donde el patrimonio na-
tural se hermana con el tradicional en
forma de cultura. Y si citamos caminos,
la Vía de la Plata hará presencia en Cal-
zada con su Centro de Interpretación
de los Caminos Históricos. La Armuña
bien provee a los platos de cuchara, res-
ponsabilizándose de la bondadosa cocina
y las gratas sobremesas.
Y cerremos este deambular en Las Vi-
llas, donde el regadío verdea los veranos
gracias a los canales de Villoria y Babila-
fuente. Esta última localidad nos sirve de
inicio, allí donde la planta de bioetanol
se convierte en figura modernista de di-
mensiones desproporcionadas. Su agua
y balneario han de ser probadas para la
salud corporal y la mental. Cerca tene-
mos Villoruela, pueblo del mimbre que
Un paisaje para viajeros con sensibilidad
... es el momento en el que la clorofila se trueca en poesía
Labores de siembra, Arapiles. Abajo, avutarda entre amapolas. Página anterior: atardecer en campos de cereales, Cantalpino.
De arriba abajo, contraste de secano y regadío, Arabayona de Mógica; cereal en primavera, Tamames; pacas cilíndricas, Aldeatejada.
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Las Águedas en Miranda del Castañar
* por José Ignacio Díez Elcuaz. Fotografía: José Agustín Sánchez
laderos pétreos. Si el forastero se decide a
cruzar la puerta de la muralla, que se abre
en uno de los lados del castillo, se apresta
a conocer uno de los más bellos conjuntos
de arquitectura entramada serrana y de
casas blasonadas. Esta antigua nobleza
ha dejado también su impronta en algu-
nas celebraciones religiosas y profanas,
como sucede con la festividad de Santa
Águeda. Las “águedas” son una de las
fiestas más populares de Castilla y León.
Pero en pocos lugares alcanza una be-
lleza plástica tan sobresaliente como en
Miranda del Castañar.
mientras la luz solar acrecienta su reco-
rrido en los vetustos relojes de piedra in-
crustados en las paredes de algunas casas
nobles mirandeñas.
Miranda del Castañar recibe al visitante
con el castillo de los condes como anfi-
trión. Y lo acoge en una plaza cerrada
en dos de sus flancos por antiguos bur-
C ualquier pretexto es bueno
para acercarse a Miranda
del Castañar; pero si la fecha
coincide con los primeros días de febrero
encontramos una razón fundada: con-
templar y participar en la singular cele-
bración de la festividad de las águedas.
En febrero los rigores invernales aún
acechan; pero ya las noches menguan,
La mujer baila la bandera
Miranda del Castañar
Puñeta femenina y bastón de mando. Página anterior: Las mayordomas bailan la bandera ante la imagen de santa Águeda.
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Ella, acompañada de las mayordomas
y de sus deudos, con el bastón de mando y
la bandera, se dirige a la iglesia. Duran-
te la ceremonia, ocupan los lugares prin-
cipales del templo. A la salida de misa
y tras la procesión, se baila de nuevo la
bandera en la plaza de la Iglesia. Luego,
la alcaldesa invita a perrunillas y flores a
sus amigos y familiares. A media tarde,
en el Postigo, se vuelve a bailar la bandera.
Antiguamente, las celebraciones se pro-
longaban hasta el día 6 por la mañana,
cuando las mayordomas comían el típico
plato serrano llamado “el limón”, dando
por finalizada la festividad. Pero, actual-
mente, esta comida de confraternidad se
realiza el día 5.
“charradas” y “picaos” que se bailan en
la plaza. Hay además un canto especial
vinculado con la festividad: la alborada.
La festividad brilla además por la belleza
de la indumentaria serrana. Las mayor-
domas cubren su pecho con jubones o
chambras, ocultos a veces con mantones
de Manila o pañuelos estampados. Vis-
ten sayas de vivos colores, con diferentes
tipos de mandiles. La alcaldesa se toca con
sombrero masculino, de copa redonda y
ala corta.
EL CICLO FESTIVO. La celebra-
ción comienza las vísperas, el día 4 de fe-
brero, a media mañana, con el repique de
campanas. Después, en el ayuntamiento,
el alcalde entrega el bastón de mando a
una de las mayordomas, convertida de
este modo en alcaldesa. Los actos matu-
tinos concluyen con un pasacalle por las
vías principales del pueblo. A media tarde
se baila por primera vez la bandera. Tras
este acto, comienzan los bailes tradiciona-
les, que duran hasta el anochecer. Solo en
este día del año las mujeres sacan a bailar
a los hombres, mientras las mayordomas
lanzan pullas o hacen
escarnio de los hombres,
sobre todo si bailan mal.
Después de cenar se can-
ta la alborada, ante la
imagen de Santa Águe-
da, situada en la puerta
de la iglesia.
El día 5, el tamborilero
va a buscar a la alcalde-
sa a su casa, mientras
deja oír su melodía por
las calles del pueblo.
día de vísperas, se han ido perdiendo.
Sin embargo, en Miranda la tradición
pervive con toda su pureza, sin cambios
sustanciales que hayan adulterado su se-
cular celebración.
EL BAILE DE LA BANDERA. Si el
viajero llega a Miranda desde Salamanca,
es probable que en su camino se crucen
otras aguederas, como las de Aldeatejada
o Linares, que con buen humor le pedirán
una aportación económica y a cambio le
ofrecerán perrunillas y otros dulces.
Llegados a nuestra villa serrana, convie-
ne detenerse ante la imagen de la san-
ta que allí se venera. Es una escultura
barroca, de pliegues abultados, tallada
probablemente en el siglo XVII, lo cual
puede darnos una idea aproximada de
la antigüedad de su celebración. Sus
la Sierra que se remontan a 1707. No era
por aquel entonces una fiesta que desa-
gradara a los hombres, tal como se de-
duce del enfado del escribano de aquella
villa, a quien reclamaron a su despacho
por cuestiones de trabajo, “privándole de
su diversión”, que era la de asistir a “la
función de Santa Águeda”. Como ade-
más al criado que lo llamó se le quemó la
perdiz que le estaba guisando, el notario
cogió tal enojo que le arrojó un plato a la
cabeza. El asunto adquirió tal cariz que
tuvo que intervenir el juez eclesiástico.
Actualmente, en las ciudades y en los
pueblos salmantinos la fiesta está vincu-
lada a misas, procesiones, trajes y bailes
tradicionales, petición de donativos a los
hombres, comidas de confraternidad,
etc. Algunos actos tradicionales, como
las corridas de gallos o las hogueras del
UNA ANTIGUA Y PECULIAR FESTIVIDAD. La festividad de las
águedas debe su singularidad a ser una
celebración exclusivamente femenina, en
la que el hombre queda relegado a un
segundo lugar en los actos sociales y se
convierte en paciente sufridor de las bur-
las femeninas. Su popularidad en Castilla
y León no debe hacernos olvidar que es
una fiesta limitada a esta región y a algu-
nas provincias próximas.
Se trata de una celebración de gran an-
tigüedad. Tenemos noticias de ella referi-
das al cercano pueblo de San Esteban de
mayordomas la adornan con collares y
pendientes de filigrana charra. Se la re-
presenta como una joven que sostiene en
su mano izquierda una bandeja, sobre
la que se hallan los pechos cortados que
aluden a su martirio. Pero los elementos
festivos más destacables de su conmemo-
ración son la música, la indumentaria y,
sobre todo, el baile de la bandera.
La bandera se hace con un pañuelo de
seda, atado a un palo. La alcaldesa, con
el brazo izquierdo en jarras, sujeta siem-
pre la bandera con su mano derecha, al-
zada a suficiente altura para pasar sobre
la cabeza de los asistentes, que se dispo-
nen en círculo. El tamborilero marca el
ritmo con el tamboril. Cuando la gaita
introduce la melodía, ella da una vuel-
ta en torno a los presentes, con un paso
procesional y majestuoso. Posteriormen-
te, situada en el centro y en posición hie-
rática, agita la enseña tres veces a su iz-
quierda y otras tantas a su derecha, para
terminar envolviéndose en ella.
El baile de la bandera vuelve a realizarse
por segunda ocasión; pero esta vez con
un varón (antiguamente era el marido de
la alcaldesa) tumbado en el medio. Pos-
trado sobre capas o paños, ve cómo ella
pone un pie sobre él, como símbolo del
dominio femenino. La danza se repite
por tercera vez y termina con el aplauso
de los asistentes y la entrega de la bande-
ra a las mayordomas.
La música es también un elemento
esencial de la celebración. El sonido del
tamborilero crea el ambiente festivo. Él
marca los momentos de inicio y fin en to-
dos los actos e interpreta las melodías de
Sólo en este día las mujeres sacan a bailar a los hombres
Entre los elementos festivos destacan la música, la
indumentaria y, sobre todo, el simbólico baile de la bandera
Joyería tradicional sobre el pecho de la mayordoma. Los niños también participan de la fiesta.
El sombrero distingue a la alcaldesa.
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MerchanasEl castro de
* Por Emilio Vidal Matías. Fotografía: Agustín Fernández Albalá
Los habitantes silenciosos
atreverse a conocerlo era una aventura y
un riesgo. Acercarse a sus murallas impli-
caba adentrarse en fincas desconocidas,
salvar paredes e importunar a las vacas
que celosamente protegían a sus becerros.
Este estado de cosas cambió en el año
dos mil cuatro, cuando los treinta
y cinco miembros de la estirpe
García Comerón,
originaria del pueblo de Lumbrales, do-
naron la titularidad de los terrenos del
castro por la “nada despreciable” canti-
dad de un euro. Eso sí, con condiciones.
La principal tenía que ver con garanti-
zar a los visitantes el disfrute de un po-
blado amurallado, que los arqueólogos
estiman debió erigirse hará unos dos mil
quinientos años.
Acceder ahora al poblado de Las Mer-
chanas resulta fácil. Hay que llegar has-
ta Lumbrales y allí tomar la carretera de
Bermellar. A unos tres kilómetros apare-
ce el desvío señalizado de un camino que
finaliza en un aparcamiento musealiza-
do, donde da comienzo a la visita a pie.
El estacionamiento está presidido por
una escultura que homenajea a los do-
nantes del castro. A sus pies una enig-
mática dedicatoria reza “Somos lo que
damos”, que deja al viajero cavilando
sobre el efecto de aquellos actos genero-
sos que inspiran el bien común.
Desde este punto el recorrido se salpica
de propuestas interpretativas, que ayudan
a entender, disfrutar y reflexionar sobre
las claves de la visita. Para comenzar un
hito espera al visitante, la réplica de una
estela funeraria romana que esconde
H ubo un tiempo
nada lejano en
el que el castro
de Las Merchanas estaba
escondido en un bos-
que adehesado y
Las
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Siguiendo la senda encontramos con
una bifurcación que nos presenta la
posibilidad de bordear la muralla y así
contemplar uno de los más enigmáticos
relieves que los habitantes del castro gra-
baron en ella. Su significado nos resulta
desconocido, pero quienes lo localizaron
lo llamaron “Ferrari” por su semejanza
con dicho vehículo de competición visto
desde abajo.
Finalmente, y rodeando la muralla, lle-
gamos a la entrada principal del castro
que se la conoce como Puerta Vetona.
Allí advertimos que no resulta fácil en-
contrar un poblado como este, que dis-
ponga de un repertorio tan amplio de
elementos característicos de la cultura
vetona. La visión que aparece ante nues-
tros ojos está presidida por un campo de
piedras hincadas, que además de regu-
lar la aproximación al castro pudo te-
ner funciones religiosas o rituales; un
verraco, que apareció entre sus
piedras y que dispone de un
valor representativo y toté-
mico evidente; unas mu-
rallas en talud de doble
paramento con aparejos
formidables y con una
abertura en uno de sus
lados que nos permite vi-
sualizar la manera en que fue-
ron construidas y, para terminar,
Vadeamos el río por la pesquera del mo-
lino del Tío Justo que rompe su silencio
de cuando en cuando con el funciona-
miento de su maquinaria y el rumor del
molinero y sus ayudantes.
Llegados al poblado, buscamos la som-
bra de unas murallas construidas por los
herederos de aquellos hombres nóma-
das, que no sentían excesivo apego por el
cultivo de la tierra y que iban de un lado
a otro subsistiendo en medio del paisaje
silvestre. Pero años después, en la Edad
del Hierro, sus belicosos herederos se
dedican con mayor ahínco a domesticar
la tierra al tiempo que nuevos procesos
mentales y culturales los atan a territo-
rios concretos. Hasta el punto de que se
convierten en constructores de pétreas
defensas monumentales con las que ma-
nifestar de forma evidente el poder y el
prestigio de unas comunidades sedenta-
rias que comienzan a vivir y perpetuarse
en un territorio propio.
Mirador del castro. Una gran roca hora-
dada y vacía ha sido convertida en atalaya
desde la que obtener la mejor visión del
poblado fortificado y sus elementos ar-
quitectónicos principales. En esta tribuna
nos acompañan artefactos interactivos y
audiovisuales que conforman la Estación
interpretativa de la cultura castreña que,
alimentada con energía solar, espera a los
visitantes para que la hagan funcionar.
Desde lo alto de esta ladera arribeña cin-
celada por el río Camaces contemplamos
la rotunda visibilidad de la arquitectura
del poblado. Llama la atención su cuida-
do emplazamiento, elegido para dominar
un área significativa de terreno, y dan-
do preferencia al control de los accesos.
Así, las barreras naturales, la disposición
circular de sus murallas, las puertas, los
bastiones que las flanquean y el muro ro-
mano son elementos que conformaron un
asentamiento permanente y fortificado.
Abandonamos la contemplación y bus-
camos el río que ha esculpido un mean-
dro que abraza el poblado y que ha talla-
do pendientes que resultan inaccesibles
y que no fue preciso amurallar por estar
fuertemente adaptadas a la orografía.
en su interior un iconoscopio, donde se
presentan los entresijos del recorrido.
Caminamos unos diez minutos por una ca-
lleja de piedra, que corteja viejas cortinas.
Se trata de un paisaje parcelado, salpicado
de chozos primitivos, que aparentan estar
habitados por los espíritus de los moradores
del castro. Ante nosotros surge un paisaje
simbólico conformado por límites, parcelas,
caminos y murallas, construcciones imagi-
narias arraigadas en la cultura de apropia-
ción de la naturaleza por el hombre.
Si no abandonamos el camino, éste nos
gratifica de tanto en tanto con propuestas
que amenizan el recorrido; así, apenas
sin divisarlo, nos damos de bruces con el
una puerta en embudo que exhibe las
estrategias defensivas de sus pobladores.
Finalmente, podemos imaginar cómo
serían las empalizadas o almenas que
previsiblemente coronaban este recinto
militar único.
Todos estos elementos son una exhibi-
ción de la cohesión de una comunidad
o del prestigio de la élite que lo gober-
naba. En su paseo, el visitante puede
preguntarse y encontrar respuestas
en los testimonios vivos de la civiliza-
ción a la que perteneció el poblado de
Las Merchanas.
Frente al viajero
se abre la monu-
mental Puerta Romana. Si la observamos
con interés descubriremos la estructura
primitiva de los grandes torreones que
la protegían. Sin embargo, no les debió
servir de mucho ante la fuerza militar y
técnica de los curtidos ejércitos romanos
que al comienzo de nuestra era debieron
apropiarse del castro. Así lo ponen de ma-
nifiesto las sucesivas transformaciones que
sufrió la puerta antes de su destrucción de-
finitiva; de esta forma, se sustituyó el uso
de aparejo por sillares, y el trazado se re-
modeló con paramentos complejos, adap-
tándose con urgencia a las necesidades
bélicas, hasta el punto de llegar a utilizar
en su construcción estelas del cementerio.
Traspasadas las murallas nos damos de
bruces con un sendero moderno de za-
horra que enlaza los elementos esencia-
les de la fortificación. La primera etapa
nos lleva hasta un muro romano que
debió formar parte de un edificio públi-
co, en cuyos cimientos se descubrieron
fragmentos de esculturas romanas de
mármol italiano. Estos y otros datos han
hecho pensar a los expertos que el Im-
perio convirtió el poblado en un bastión
militar para la defensa de unos territo-
rios preñados de minerales, necesarios
para su expansión militar por el mundo
conocido hasta entonces.
El camino nos gratifica con propuestas
interpretativas, que amenizan el recorrido
Frente al viajero se abre la monumental
Puerta Romana, recientemente descubierta
De izquierda a derecha: Puerta romana recuperada recientemente (foto Manuel Jiménez); paso sobre el río Camaces; mirador del castro con elementos interpretativos.
Monumento a los donantes del castro.
Lumbrales
21
Cada año, con las nieves aún blanquean-
do las laderas y cumbres de la cercana
Sierra de Béjar y orlando el perfil del
más lejano macizo de Gredos, en Gui-
juelo reverdece el viejo ritual de la ma-
tanza. Ahora, no por San Martín, cuan-
do proclama el refranero que el cerdo
deja de gruñir; ni por San Andrés, también
novembrino y con reclamo para el mata-
chín; ni tan siquiera por Santo Tomé, con
el calendario enfilando ya el final del año,
fecha a la que el adagio adjudica el man-
dato de tomar el cochino por el pie.
Es más adelante –coincidiendo con la
salida de la montanera del marrano de
mayor calidad-, enero a punto de des-
pedida y durante ese febrerillo tan loco
como mocho, el momento elegido en la
villa salmantina para rememorar la an-
cestral tradición de dar muerte al gorri-
no y, así, asegurar el sustento. Tener un
cebón, antaño, era imprescindible para
evitar desasosiego a la alacena y apretu-
ras a sus dueños. El rito de la matanza,
además, llamaba a la participación y se
convertía en fiesta familiar, si no vecinal,
llegando incluso a servir, en aquellos
remotos tiempos en los que había que
demostrar la limpieza de sangre a cada
nada, en involuntario salvoconducto de
cristiano viejo: Libre de sospecha quien
se arrimaba al tocino.
La historia de la Matanza Típica de Gui-
juelo no es tan rancia ni tan enrevesada.
Se alumbra un invierno de hace veinti-
séis años. Todo empezó con un “pon tú
un cerdo que yo hago la fiesta”, o cosa
parecida, que envidó el hostelero Jesús
Merino al industrial Bernardino Rodi-
lla. Hubo gorrino y, por tanto, también
algarabía mondonguera con la finalidad
de rendir homenaje a ese animal del que,
se dice, gustan hasta los andares; motor
de esta localidad salmantina que se
Matanza
* por José Luis Yuste
El cerdo, señor de la tradición
LadeTípica
Guijuelo
Cerdos ibéricos en montanera (Foto Santiago Santos)
2322
que pesase la pieza. Y, a partir de ahí, la
paciente espera a la curación, bien aten-
dida por los lugareños y favorecida por
esos factores claves que son el clima de
Guijuelo, de inviernos largos y secos, y su
situación como municipio oreado por to-
das partes, entre la dehesa y la sierra, con
una altura sobre el nivel del mar de 1.016
metros. Sin embargo el privilegio de ma-
yor altitud corresponde al pueblo de La
Hoya, que se encarama a 1.247 metros,
y en cuyo término se asienta La Covatilla y
su estación de esquí.
Hogaño, el proceso se ha industriali-
zado. Ello permite el sacrificio de una
media de ocho mil cerdos ibéricos dia-
rios en temporada alta en los mataderos
del lugar y otros de su zona de influen-
cia o el asentamiento de 240 empresas
cárnicas en la localidad. Nítida apuesta
por la calidad como lo demuestra que,
desde hace cinco lustros, la Denomina-
ción de Origen Jamón Guijuelo respalde
el producto de casi ochenta firmas del
municipio y de otros aledaños inscritas
en el Consejo Regulador.
La matanza tradicional, que en su próxi-
ma edición se estrenará como Fiesta de
Interés Turístico Regional, recuerda los
El reparador paréntesis ha concedido el
tiempo necesario para proceder a abrir
en canal al ya inerte gorrino, eso sí no sin
antes hacer la tripa cular e impedir que
se rompa. En la villa guijuelense se abre
de adelante hacia atrás, cabeza incluida
y uso del destral cuando es menester; a
continuación, se extraen tripas, mante-
cas y todas esas piezas cárnicas que, tras
precisas labores y convenientemente pre-
paradas, poblarán la despensa cuando
sea menester echarles un tiento. Paletas
y jamones quedan para el final. En las
matanzas del ayer, al día siguiente llega-
ba la conversión en longanizas, chorizos
y salchichones de las partes destinadas a
ser embutidas, tras el proceso previo co-
rrespondiente. Los jamones, desangrados
nada más ser separados, iban a la sal don-
de se mantendrían un día por cada kilo
Se notan los fríos de enero cuando, en
el año 1986, toma cuerpo lo que un mes
atrás era ilusión a concretar. Como sigue
sucediendo ahora, superadas las bodas
de plata del evento, el llano que precede
a La Barbacoa La Amistad, establecimien-
to que capitanea Jesús Merino, acogió el
sacrificio del cochino con fidelidad a lo
establecido: arrastre hasta la mesa -tras
el preceptivo aturdimiento, obligación
legal desde hace unos años a fin de evitar
sufrimiento-; corte de la vena por la que
el animal se desangrará, y chamuscado,
paja de centeno en la parte inferior y
helechos secos en la superior, ya con el
marrano en el suelo. Siguen el raspado
y el lavado. Y con ello llega el momento
de que el aguardiente mañanero espabile
las gargantas y aligere la perrunilla que,
seguro, pretenderá atorarse.
ha convertido en referente de la industria
del ibérico de calidad. Ensalzar al cer-
do y hacerlo escenificando el momento
culmen de su vida, paradójicamente su
muerte; hacerlo recuperando el modo
tradicional, precisa Jesús Merino, guía
inigualable en este periplo matancero.
Que la tarea requería un madrugón, pie
a tierra con la luna aún prendida. Que
había que rescatar viejos enseres y ape-
ros, era el momento de desempolvar-
los. Como era llegada la hora de que se
abriese el cancionero popular y, avanza-
do el día, de degustar guisos propios de
la jornada, platos con el cerdo como pro-
tagonista y el toque preciso del avezado
hostelero que, andando el tiempo, fue in-
troduciendo sugerentes novedades. ¿Qué
tal una sopa de fleje, un hígado a la pala,
unas chichas, una sangre encebollada
o unos chicharrones? Habrá quien se de-
cante por el guiso de la abuela, el rabo en
salsa, los riñones con talentos o solo éstos
pero rebozados; por las carrilleras al vino
tinto o la lengua empiñonada... Nutrido
recetario, sin duda. Y contundente, como
piden estos días invernales.
usos del ayer, embrión de lo que ha fra-
guado con el tiempo y hoy es. Pero tam-
bién ha cambiado en sus veintiséis años
de vigencia: ha ido creciendo en días de
celebración -último fin de semana en
enero y cinco en febrero- y en presencia
de asistentes, aunque ha cedido la ma-
drugada a favor de la mañana. La nómi-
na de pregoneros, matanceros de honor,
galardonados con el Guijuelo de Oro, es
tan nutrida que resulta tarea imposible
desmenuzarla. Eso sí, todos sus integran-
tes proclaman las excelencias del ibérico.
Como lo hicieron los integrantes de la
Cofradía del Cerdo, primero, y de la Cofradía
Gastronómica de Guijuelo, después. No podía
ser de otro modo.
Una vez muerto el gorrino, se procede al chamuscado.
Es el momento de la degustación: que no falten las chichas.
De arriba abajo, tres momentos de la fiesta del cerdo ibérico: aturdimiento y muerte; apertura en canal y despiece (Blanco y Negro Fotografía).
En la próxima edición estrenará el sello de Fiesta de Interés Turístico Regional
Es todo un homenaje al cerdo ibérico, recuperando los usos tradicionales en
su sacrificio
Guijuelo
La Alberca* Por Luis Miguel Mata. Fotografía: Roberto García
Escenario de ritos y sentimientos
26
Cae la noche. El silencio invade las calles y plazuelas como anticipo del descanso al que se entregarán las gentes del pueblo cuando concluye-ron, ya, aquellas horas de sol que alumbraron sus quehaceres.
Es otoño y un halo de quietud se trasmite desde las viviendas apre-tadas que surgen de las calles in-trincadas de la localidad serrana de La Alberca, una de las más bellas localidades de Salamanca.
A lo lejos, primero apenas reco-nocible y luego más nítidamente, se escucha el cadencioso sonar de una esquila. El tintineo se aproxi-ma y percibimos que se acompaña de unas palabras repetidas presu-rosamente, a modo de letanía. Se trata de la Moza de Ánimas que, cada tarde, se torna en peregrina vespertina para recorrer las esqui-nas y rincones, rezando por aque-llas almas que esperan su tránsito en el purgatorio.
Al exterior la casa se adorna de solanas y
balconadas y, frecuentemente, de singu-
lares y a veces misteriosas inscripciones
en dinteles y jambas recuerdo de pasa-
dos medievales, de tiempos de inquisicio-
nes y cristianos viejos, o cuando no, de
antiguos repobladores francos.
La mejor manera de conocer esta loca-
lidad es perdiéndose por sus rincones y
callejuelas, tras el rumor de sus fuentes,
a la búsqueda de antiguos hostigos, o hu-
yendo de la algarabía de presurosos vi-
sitantes. Cualquiera de los caminos que
tome, irremediablemente, le llevarán
hasta la Plaza Mayor porticada, centro
de la vida y de la fiesta de sus moradores.
Allí, cerca de la cruz que protege perma-
nentemente la fuente, acontece todos los
años, allá por el mes de agosto, el Oferto-
rio, donde la comarca entera acude para
hacer ofrenda de bienes e intenciones a
Nuestra Señora de la Asunción.
Fiesta por excelencia de toda la Sierra de
Francia, enseña a propios y extraños las
mejores galas en indumentarias y joye-
rías que abandonan por unas fechas
bre el terreno urbano como si el espacio
disponible fuera exiguo. Las calles se es-
trechan y los tejados se atraen, hasta casi
tocarse. Las viviendas parecen, enton-
ces, lanzarse hacia el cielo con el afán de
conseguir superficie para desarrollarse.
Y es que la arquitectura tradicional de
La Alberca es una de sus señas de identi-
dad internacionalmente más reconocida.
El entramado serrano proyecta las casas
hacia la verticalidad, como si nacieran
del suelo, con una organización interior
característica, con bodega y empinada
escalera en la planta baja, sala y alcobas
en el primer piso y por encima la cocina,
siempre bajo el sobrao, que alguna vez
esconde o enseña un viejo horno. Todo
bajo la común protección de un tejado
sin chimenea que deja escapar el humo
por entre las tejas, tras servir de tradi-
cional conservante de chacinas y otros
alimentos cotidianos.
ha permitido perpetuar distintos modos
de vida, tradiciones, herencias y queren-
cias aún visibles en la actualidad, como
las que recuerdan tiempos de conviven-
cia cristiana, judía y morisca.
El aspecto de su caserío es ya atractivo
cuando se percibe desde la lejanía. Un
nutrido conjunto de casas se agolpan so-
E ste breve relato pareciera ser
una imagen medieval, pero no
es así: se encuentra viva y pre-
sente hoy día, como otras muchas en este
sugestivo pueblo, que ostenta el privilegio
de ser el primero en ser declarado Con-
junto Histórico en 1940. Se asienta en las
laderas de la Peña de Francia, cima que
acoge al santuario y a la virgen del mismo
nombre, verdadera protectora de perso-
nas y haciendas de estos parajes. En su
entorno predominan extensos robledales,
salpicados de castaños y algunos frutales.
Numerosos vestigios prehistóricos, como
las afamadas pinturas neolíticas dispersas
en abrigos rocosos del valle de Batuecas,
denotan un antiguo poblamiento, en el
que se suceden diferentes culturas. Ello
El entramado serrano permite proyectar las casas
hacia el cielo, como si nacieran del suelo
Página anterior: Luna llena en el barrio del Castillo Alto; la Moza de Ánimas, rezando su letanía.
El agua, significado y esencia de La Alberca; fuente de La Pilita. A la derecha, cruce entre las calles Nueva y La Puente.
La Alberca
Procesión del Corpus, festividad que acaba de ser reconocida de Interés Turístico Regional.
y el lunes posterior, con día del Trago, se
convierte en lugar de romería en recuer-
do de la tradición cuando las mujeres,
allá por el siglo XV, arrebataron el pen-
dón a las tropas lusas que pretendieron
saquear el pueblo.
También recomendamos el camino que
se acerca hasta una de las ermitas más
pintorescas de la Sierra de Francia, la co-
nocida como de Majadas Viejas, con un
entorno inolvidable presidido por el vie-
jo pozo o el púlpito adosado a la ermita,
o el que nos lleva hasta la antigua ermita
de San Marcos.
Este último sendero, bajo el nombre de
Camino de las Raíces, es una de las más
originales iniciativas que se han tomado
en estas tierras para promocionar sus
singularidades y los múltiples recursos
que atesora. Arte y naturaleza se aúnan
en pleno parque natural hasta llegar a la
bella laguna de San Marcos, donde en
sus aguas se reflejan los viejos muros de
piedra del templo, la silueta inconfun-
dible de la Peña de Francia y un audaz
escultura pétrea que, al atardecer, olis-
quean curiosos ciervos y jabalíes, verda-
deros señores del bosque.
Como puede comprobarse sobran las
disculpas para desplazarse hasta La Al-
berca y dejarse envolver de la magia de
su pasado y de la completa oferta de ser-
vicios que ofrece esta localidad al más
exigente de los viajeros del siglo XXI.
Aproveche la cercanía de la iglesia de La
Asunción (del siglo XVIII) para adentrar-
se en el templo y contemplar su púlpito
policromado, su retablo mayor o el famo-
so Cristo del Sudor, atribuido a Juan de
Juni. Al salir se encontrará con la escultu-
ra que recuerda la medieval tradición del
cerdo de San Antón, animal que vaga por
las calles y es alimentado por los vecinos
hasta el 17 de enero, cuando será rifado
para deleite de lugareños y forasteros.
Otros templos menores, en forma de er-
mitas y humilladeros, adornan su caserío
y las inmediaciones. Cualquiera de ellas
merece un sosegado paseo, como el que
discurre hasta la de San Antonio o la de
San Blas. Esta última, el día del Pendón
de la urna de las ánimas del purgatorio
y con las calaveras óseas como perpetuas
espectadoras inertes, tiene lugar la Loa;
se trata de un auto sacramental, donde
ángeles y demonios, en forma humana de
habitantes y vecinos, luchan por el consa-
bido éxito del bien sobre el mal, en una
curiosa batalla donde no falta el humo,
las llamas, el gentío y el más sencillo e
ingenuo elenco de protagonistas.
los más recónditos ajuares escondidos en
las antiguas arcas para adornan y engran-
decer la fiesta. Mozas y mozos se visten,
entonces, de antiguos ropajes conocidos
como el Traje de Vistas, momento idóneo
para conocer y disfrutar con la contem-
plación de unos de los trajes típicos más
ricos y valiosos de toda España.
Un día después, en el Solano Bajero, en
el atrio de la cercana iglesia, muy cerca
Cualquiera de los caminos que tome le llevará hasta la Plaza Mayor porticada
Osario de las ánimas benditas en el muro de la iglesia; imagen pétrea del marrano de San Antón en el solano cimero. Abajo, panorámica del pueblo con la Peña de Francia al fondo a la derecha.
Aves del Tormes, viajeras de ida y vuelta
* Por Raúl Tapia, Fundación Tormes-EB
Bando de estorninos al atardecer; avetorillo.
32
Llevados unos kilómetros por el devenir
ribereño nos embalsamos en la presa de
Santa Teresa. Llegado noviembre los
densos bandos de grullas describirán una
línea caprichosa e irregular en los ama-
neceres y atardeceres del pantano. Cir-
cunvalar el mismo en el crepúsculo, nos
ofrecerá la coreografía de sus vuelos. Las
descubriremos por su llamada escanda-
losa y trompetera, aunque habrá que
ser cautos y observarlas en la distancia,
pues son aves desconfiadas e huidizas.
Durante el día degustarán bellotas entre
las encinas, con su andar de zancudas fu-
nambulitas. Será el momento del detalle,
de los grises y el rojo minúsculo, de las
falsas colas y ojos taimados.
El agua no para en su caí-
da hacia el Duero y noso-
tros con ella nos llegamos
hasta Alba de Tormes.
Cantidad y calidad se aú-
nan en el espectáculo de
garzas y cormoranes que
nos aguarda. En otoño e
invierno, racimos de aves
se yerguen sobre los ali-
sos secos, respondiendo
a la despensa permanente de la cercana
piscifactoría. Y en esta villa no podremos
evitar subirnos a una piragua desde la Isla
de Garcilaso y embebernos de los cente-
nares de ejemplares de una y otra especie.
Cien, doscientas hasta trescientas garzas
reales sobrevolarán nuestro remonte, a la
vez que pequeños grupos de fochas y azu-
lones se agitarán por el piélago.
Un encuentro con las aves puede ser ca-
sual o provocado. Si salimos en busca de
ellas, habrá que vestirse de espesura para
ser parte del atrezzo vegetal. La similitud
con los colores del paisaje nos permitirá
pasar aparentemente desapercibidos.
Podemos iniciarnos con un acercamien-
to al cauce aguas arriba, en el Puente
del Congosto. Una aliseda encastrada en
el lecho del río nos recibirá con el perfil
medieval del castillo. Las rocas contor-
neadas y caprichosas contrastarán con
el vuelo rectilíneo del martín pescador; él
cruzará nuestra mirada como luz verde
azulada. Pocos metros más allá, se posa-
rá sobre una percha de sauce, blandien-
do en pocos segundos un pez entre su
pico. Sentarse sobre el granito de la ori-
lla, a la espera de esta escena, nos dejará
tiempo para contemplar cómo el agua
ha tallado piedra a piedra esta sala de
exposiciones al aire libre.
Y ahí están para nosotros, a lo largo del
camino que anda el Tormes. Esta galería
de agua y frondas aloja las mejores sona-
tas del bosque, pues son las aves de ribera
las más canoras. No en vano el ruiseñor,
solista por excelencia de la naturaleza,
tiene junto al río su escenario. Trinos,
gorjeos y silbidos encadenan fusas y semi-
fusas, claves de sol y de agua convirtiendo
las saucedas en pentagramas vivos. Un
concierto cada hora que bus-
ca al viajero como pú-
blico espontáneo.
D e los lagos de Suecia al panta-
no de Santa Teresa, del delta
del Okavango a las riberas
tormesinas. Periplos de miles de kilóme-
tros que salvan grullas y garcetas en sus
migraciones. La estética de sus figuras no
ha de mermar la dimensión de sus sergas,
ni la identidad funcional en los ecosiste-
mas que transitan. Observarlas en vuelo
o descubrirlas en sus posaderos provoca
sensaciones semejantes a las que resultan
de la contemplación de una obra maes-
tra: admiración, gozo y sorpresa.
La selección natural es la mano
artística que ha creado a las
emplumadas, tras mi-
llones de años de
evolución.
... racimos de aves se yerguen sobre los
alisos secos...
Cien, doscientas hasta trescientas garzas reales sobrevolarán nuestro remonte
Observadores de aves; abajo, martín pescador (fotos Francisco Martín).
De arriba abajo, garcillas comunes en vuelo; oropéndola (fotos F. Martín); garza imperial (foto Oscar J. González).
33
3534
Focha común; lavandera boyera (fotos Francisco Martín). Página siguiente: garceta común (foto Oscar J. González).
devaneos entre dehesas y llanos en busca
de la cada vez más escasa carroña.
Los personajes de gran formato en este
ecosistema privilegiado no deben eclip-
sar a las bellezas minimalistas. Los chilli-
dos de golondrinas daúricas, las acroba-
cias de los vencejos reales o el deambular
inquieto del roquero solitario marcarán
el territorio de unas especies que dan va-
lor a la biodiversidad del entorno.
Convido desde este texto a un acercamien-
to diferente a la imagen de Tormes. Una
propuesta abierta donde cada uno encon-
trará su lugar. Encuentre usted el suyo.
Si en este viaje nos deslizára-
mos en globo, veríamos que el
cordón fluvial por el que nos
movemos es una vena verde
en el paisaje salmantino. Las
homenajeadas en estas letras extende-
rían sus alas bajo nuestros pies, con la
imagen extraña y atractiva del ave vista
desde arriba. Esta sensación sólo la ten-
dremos desde la Peña del Castilla, en
Juzbado. Berrocal granítico que se alza
sobre la meseta, convertido en rincón de
versos de Gamoneda, Mestre o Colinas.
Desde este alto milanos y oropéndolas
se convierten en arte del aire, versos ala-
dos que invitan a sentarse y ver pasar las
luces estivales.
Con un gran salto descendemos en Las
Arribes, a las puertas de Villarino, donde
el Tormes se enrisca para ceder su patri-
monio al padre Duero. En este punto lo
mediterráneo se hace olivo y los aires cáli-
dos elevan a buitres y alimoches sobre los
bancales de viñedos. Unos y otros, vecinos
del agua, se amarran a las rocas en paupé-
rrimos nidos de palos y repisas. Porque la
ribera también es su casa, a pesar de sus
Si en Alba el río se abre a nuestra mirada,
en Huerta se cierra en un lienzo impre-
sionista. Saucedas en las islas y chopos
en las orillas enmarcan una escena de
ánades y aguas someras. El paseo se con-
vierte en reto y sosiego: reto al escudriñar
entre las arboledas en busca de garcetas
encriptadas, sosiego en la cadencia del
Tormes, ritmo de la naturaleza.
Y entre Salamanca y Ledesma tendremos
5 puentes que serán nuestros observato-
rios. Atalayas para levantar los prismáticos
en busca de gallinetas y rascones, carrice-
ros y moscones. Quizás un lugar grato
para un descanso serán los humedales de
Almenara. Allí el verano precoz se orna-
menta de los escasos avetorillos y garzas
imperiales; mientras el otoño tempranero
se encuentra con martinetes y garcetas.
Caminar entras las charcas facilitará des-
cubrir el mejor recuerdo tangible, decenas
de plumas cedidas por sus dueñas. Reco-
gerlas y montarlas sobre una cuartilla invi-
tarán a escribir unas líneas que dedicar a
alguien. Será un bello detalle entre tanto
correo electrónico y redes sociales.
La selección natural es la mano artística que ha creado a las emplumadas