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NOTAS VIEJAS SOBRE �<TIEMPO DE SILENCIO»*
Emilio Alarcos Llorach
Luis Martín Santos
e uando en 1962 se publicó Tiempo de silencio, única novela completa de Luis Martín Santos, fue recibida por la crítica con elogios y obtuvo gran éxito,
aun sin venir respaldada por ningún premio literario. Sorprendió sobre todo porque a una extraordinaria densidad de contenido (que la novelística española inmediatamente precedente y coetánea no solía ofrecer) unía una forma de expresión compleja, rica, muy elaborada, casi insólita hasta entonces. La muerte del autor, en accidente de tráfico, dos años más tarde, hizo lamentar entre
* Exhumé, para dar una conferencia la primavera pasada,· apuntaciones añejas de un curso explicado hacia 1970 sobre narrativa española. No he tenido tiempo ni paciencia para. cotejar mis impresiones con estudios sobre Martín Santos pu-· blicados en la última década. Junto a Mainer y Morán, que ya cito en el texto, conviene recordar los trabajos de A. Rey y de Romera Castillo, que analizan con más detalle la obra de Martín Santos. Las citas de la novela hacen referencia a la edición de 1962, Seix Barral, Barcelona.
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los críticos el truncamiento de una brillante promesa en el panorama de la novela española. Se han escrito ya muchos artículos y algunos libros sobre Martín Santos, que, en su mayoría, se refieren no a la obra literaria en sí, sino más bien a sus relaciones con la sociedad en que se produjo y a la función del novelista y de la novela en la sociedad. Para juzgar el valor literario del autor habría que tener en cuenta también el texto de una segunda novela, Tiempo de destrucción, sólo conocida a través de borradores incompletos y más o menos definitivos, concienzudamente prologados y editados por José-Carlos Mainer en 1975. Aquí, sólo aludiremos a ella de pasada, aunque reconocemos su enorme importancia.
Nacido en 1924, cuando su padre, médico militar, residía en Larache, e instalado en San Sebastián con su familia desde los cinco años, allí se formó el escritor hasta que pasó a Salamanca a estudiar Medicina y luego (entre 1946 y 1949) a Madrid, donde alcanzó el doctorado, practicó cirugía en el Hospital y se inició en la psiquiatría. Tras bre_ve etapa como director del manicomio de Ciudad Real, amplió estudios en Alemania, y, a su regreso en 1951, consiguió la plaza de director del Psiquiátrico de San Sebastián, donde siguió su praxis y sus investigaciones hasta su fallecimiento en_.19_6A,_EL contraste de_las _vivencias_no.rteñas -concretamente vascas- de la mayor parte de suvida, y las experiencias castellanas, primero de suinfancia (junto a su abuela paterna) en un pueblode la Armuña, luego de sus estudios salmanticenses y madrileños, aparece constantemente en suobra y configura hasta cierto punto su ideología,influida además por su estancia en Alemania y suslecturas filosóficas. Se aprecia esto especialmenteen lo que concierne a su visión de España, que,mutatis mutanda, se asemeja a la de los periféricos escritores noventayochistas ( como Baroja yUnamuno), pues identifica alegóricamente la historia española con el espíritu castellano y opone elsecarral de la meseta a los verdes de la Hispaniahúmeda. Para completar esta escueta ficha podríamos añadir que durante los años madrileñosmantuvo contactos estrechos con otros escritorescomo Ignacio Aldecoa, Juan Benet, Alfonso Sastre y Rafael Sánchez Ferlosio, y que su relativapolitización le condujo a ser detenido varias vecesentre 1957 y 1962.
Podría uno preguntarse por qué un psiquiatra, iniciado antes en la cirugía, ocupado en estudios sobre Dilthey, Jaspers o el psicoanálisis existencial, tuvo de pronto la ocurrencia de escribir una novela. Está claro que la razón fundamental de esta decisión estriba en que llevaba dentro un auténtico narrador, que supo aprovechar para los fines literarios sus condiciones de observador intenso y penetrante, de analista riguroso de las psicologías ajenas, de reflexivo lucubrador de las circunstancias históricas, sociales y políticas del país en que vivió. Lector asiduo y sensible desde la adolescencia (como Agustín, su doble parcial de
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Tiempo de destrucción), era lógico que desembocase en escritor. Sin embargo, desconocemos totalmente cuáles fueron sus primeros pasos por esa senda, la prehistoria anterior a Tiempo de silencio.
Cuando escribió esta novela, tenía sin duda propósitos largamente meditados, p'i.ies no es producto de espontánea y simple improvisación. En la misma contracubierta de la obra se nos dice ya: «Lo más significativo del libro / ... / es su decidido y revolucionario empeño por alcanz;;tr una renovación estilística a partir -ya que no en contradel monocorde realismo de la novela española actual». Palabras que consuenan con las propias declaraciones de Martín Santos (en 21-VI-1962): «En España hay una escuela realista, un tanto pedestre y comprometida, que es la que da el tono. Tendrá que alcanzar un mayor contenido y complejidad si quiere escapar a una repetición monótona y sin interés.» Resulta patente, pues, que Martín Santos no pretende salir de la larga tradición realista, sino renovarla (partir de ella, pero no en contra), mediante el aporte de más recientes ensayos estilísticos y de contenidos más complejos. En las mentadas manifestaciones a la hispanista Janet Winecoff Díaz (publicadas en Hispania, 1968, 5·1, pp. 232-238), señala sus preferencias por Stendhal,Cervantes, Tomás Mann, el Ulysses de Joyce,Proust, Dickens y otros an�losajones, así como elcarácter «estéril y preciosista» del nouveau romanfrancés. Su obra es precisamente la resultante deestos ingredientes. No debe pensarse en una vio-
, lenta ruptura con la tradición, siempre presente, Cervantes-Galdós-Baroja, sino de un «aggiornamento» ,crítico, consciente y muy trabajadQ de ella, aprovechando las enseñanzas de otros rumbos narrativos más modernos. De igual modo, los contenidos sobre los que elabora Martín Santos su obra, si bien organizados y considerados, desde la fría pupila de un científico, son las circunstancias al parecer eternas del h.omo hispanicus, de su inquieto y revoltoso solar y, como ya han señalado ciertos críticos, coinciden con las sustancias (traspuestas a otros tiempos) de )os autores noventayochistas, en primer término Baroja.
Al margen de desarrollar un argumento sobre los avatares del protagonista, la intención de Martín Santos apunta, por los complejos contenidos que maneja, a la crítica de una sociedad y un país organizados -o desorganizados- de manera absurda, concretamente la España de hacia 1949, en la que persisten instituciones, creencias, costumbres irracionales, trasnochadas y contrarias a la dignidad del hombre, y de cuya historia sólo se salvan aislados ejemplares humanos que en circunstancias adversas, con esfuerzo denodado, se elevaron a alturas excelsas. Recuérdense en este sentido los pasajes sobre Ramón y Cajal o sobre Cervantes en Tiempo de silencio.
V ale la pena citar algo de lo referente al autor del Quijote, donde se oh-servará la dolorida crítica en el cotejo del escritor con sus mediocres condiciones ambientales: «¿Puede realmente haber
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existido en semejante pueblo, en tal ciudad como ésta, en tales calles insignificantes y vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la libertad, esa melancolía desengañada tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de todo fanatismo como de toda certeza? / ... / ¿Por qué hubo de hacer reír el hombre que más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros vencidos? ¿ Qué es lo que realmente él quería hacer? ¿Renovar la forma de la novela, penetrar el alma mezquina de sus semejantes, burlarse del monstruoso país, ganar dinero, mucho dinero, más dinero para dejar de estar amargado como la recaudación de alcabalas puede amargar a un hombre? No es un hombre que pueda comprenderse a partir de la existencia con la que fue hecho / ... / El quería ganar dinero, cobrar impuestos, casar la hija, conseguir mercedes, amansar y volverse benignos a· los grandes. La historia del loco y todas las otras historias admirables no fueron nada esencial para él, sino fatiga divertida, muñequitos pintarrajeados, hijos espurios que tuvo que ir echando al mundo para precisamente"(y ésta es la última verdad) al no ganar dinero, al no cobrar sus débitos, al malcasar la hija, al no lograr mercedes, al ser despreciado y olvidado hasta en las ansias de la muerte, poder no enloquecer» (págs. 60-62).
Si trasponemos estas agudas palabras sobre Cervantes a las personales circunstancias de su autor, se puede afirmar que el propósito de Martín Santos, también desengañado,' también lejos de heroísmos y exageraciones, de fanatismo y de certezas, en semejante pueblo como el nuestro, trata de penetrar en su alma mezquina con la cabeza serena, de burlarse de su situación y además de renovar la novela, para consolarse con la divertida fatiga de dar a 'luz muñequitos pintarrajeados. Es muy explícito cuando a la pregunta sobre los fines que persigu� al escribir, cóntesta simpl�mente: «Modificar la realidad española (también divertirme yo)».
En consecuencia, aplicó su crítica observación a describir ese mundo nuestro tan conocido, mediocre, que abarca desde las altas esferas intelectuales o aristocráticas hasta los ínfimos redu�tos suburbanos de delincuentes y maleantes. Así volvemos a encontrarnos con los ambientes, tan barojianos, de las pensiones baratas, de los oficios inverosímiles, de las tertulias más o menos literarias, de las tascas y los prostíbulos, de las peripatéticas y sabáticas orgías en madrugadas etílicas, despabiladas al punzante aire del Guadarrama, y con esos personajes que pululan, por ejemplo, en La lucha por la vida. Todos estos materiales, lógicamente adaptados a otra cronología, quedan conformados en Tiempo de silencio (y después en lo que habría de ser Tiempo de destrucción) con un sentido muy claro de acerba e irónica censura, emparentado con los módulos típicos del 98. El personaje central (Pedro en una, Agustín en la otra novela), situados_ por encima del ambiente
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que los rodea, con deseos de triunfar, de emerger del adocenamiento y de destruir las rutinas seculares, terminan por sucumbir ante las fuerzas míticas y eternas de la realidad, bien pactando con ella (por acomodación resignada a lo establecido, a lo ordenado, a lo que siempre ha sido así: caso de Pedro), bien muriendo en su enfrentamiento (caso, al parecer, del Agustín de Tiempo de destrucción, si en efecto Martín Santos pensaba hacerle morir a manos de los alucinados disciplinantes de San Vicente de Sonsierra, como personificación éstos de la trágica España del inmovilismo). Es evidente el parecido de esta concepción amarga y decepcionada, en que los ideales de mejora se esfuman impotentes, con la que se desprende de algunas obras de Baroja, como la �itada o El árbol de la ciencia o Camino de perfección,según indicó Fernando Morán: el protagonista fracasa y se hunde derrotado en el magma oscuro yeterno. Por otra parte, tales parábolas escépticaspermiten al autor sublimar su desengaño con elenfoque, cáustico a veces y siempre irónico, sobrelas circunstancias adversas e inconmovibles, actitud que, adoptada de Cervantes, admiraba.
Independientemente, pues, del hilo del relato, y de acuerdo con la intención explícita que le movía a escribir («modificar la realidad española»), la novela de Martín Santos consiste en una hábil descripción de la sociedad de aquellos años con un punto de vista móvil desde la caricatura a la ironía, en que la ternura y la compasión se diluyen en melancolía, desaliento y resignación. Por consiguiente se comprende que Martín Santos concibiera la función del novelista como «desacralizadora-sacrogenética», esto es, como «crítica aguda de lo injusto» aunque consagrado por el uso tradicional, y, de otro lado, como «la edificación de los nuevos mitos que pasan a formar las sagradas escrituras del mañana». He aquí cómo Martín Santos se daba cuenta de que destrucción y crea-
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ción se enlazan en alternancia a lo largo del tiempo histórico en la existencia humana, y que la labor del novelista, testigo de sus modificaciones, venía a ser el exponente subrepticio de la opinión pública, en aquellos años necesariamente clandestina bajo el unánime conformismo impuesto desde las esferas gubernamentales. En este sentido, su obra venía a coincidir con las que se agrupan con el marbete de realismo social, pero, más allá de un simple objetivismo, Martín Santos adopta estilísticamente muy variados recursos solapados para realzar ante el lector inteligente sus propósitos de crítica.
De acuerdo con esos contenidos la forma de expresión adoptada por Martín Santos se corresponde, como es lógico, en primer lugar, con los procedimientos irónico-paródicos de raigambre cervantina. Cierto que los críticos hacen hincapié en los rasgos narrativos o descriptivos emparentados, en Tiempo de silencio, con los que Joyce o Proust pusieron en circulación, como si sólo en ésto consistiese la renovación novelística propugnada por Martín Santos. Cierto que el uso del llamado monólogo interno o la puntillosa descripción de cosas y actitudes proceden del irlandés y del francés; cierto que la estructura general del relato recuerda el periplo del protagonista del Ulysses; cierto que el tempo lento, el párrafo fluvial, con meandros, isletas, canalillos adyacentes, y las reflexiones más o menos metafísicas trascendentes se asemejan a esos autores y a las novelas de Tomas Mann; cierto que la dislocación del recurso cronológico de los acontecimientos y la ausencia de excipientes explicativos (dejando a la interpretación del lector el llenar lagunas y restablecer la secuencia normal del tiempo) le vienen de algunos autores anglosajones, y cierto que la eliminación a veces del narrador, sustituido por el registro objetivo e impasible de los hechos, fue técnica aprendida en el nouveau roman. Pero la
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andadura del párrafo largo, retórico y a la vez irónico, la organización compleja y apelmazada de la sintaxis, fuera de los moldes habituales y simples del coloquio, proceden también de Cervantes (y naturalmente de los clásicos). Así, la expresión lingüística de Martín Santos es una creación muy personal del autor, que sabe pasar de unos registros de habla a otros con insuperable maestría y con profunda originalidad. Lo más característico, sin duda, es el juego irónico que se establece entre el plano lingüístico, ennoblecedor, y el plano material de las referencias reales, deleznables, ridículas o miserables. Podríamos citar algunas muestras. Lo agobiante de las dependencias subterráneas de la Dirección de Seguridad se refleja con la descripción en tono objetivo y casi didáctico de los calabozos (pág. 154). La fría actividad rutinaria de los enterradores en el cementerio queda fijada en una demora descripción cual si se tratara de la bien organizada producción de una fábrica racionalizada (págs. 130-133). El paso del protagonista y su acompañante entre la gente de la Glorieta de Atocha, caminando hacia las chabolas en busca de los ratones necesarios para la investigación, se manifiesta en parodia muy cervantina y retórica, análoga a ciertos pasajes del Quijote (pág. 23). La descripción de Madrid, sin citar su nombre, se desarrolla apretadamente en un largo párrafo enumerativo, entre irónico y poético, configurado en una sola oración consecutiva (págs. 11-13). En contraste, los monólogos internos, según la condición y el estado de ánimo del personaje, varían en su contextura lingüística: coloquiales y chulescas las reflexiones de un maleanteceloso (pág. 43), directas y vanagloriosas las ensoñaciones de la dueña de la pensión (págs. 15-16), entre científico y resignado el soliloquio mental del protagonista hacia el fin de la novela (págs.219-220).
En cuanto a muestras del juego irónico entre el plano del lenguaje y la realidad referida, pueden leerse dos largos pasajes. Uno, el de la descripción del criadero de ratones del Muecas, donde con recámaras burlescas se ennoblece al personaje en la apariencia de un granjero yanqui: «Alegres transcurrían los días en aquella casa. Sólo pequeños nubarrones sin importancia obstruían parcialmente un cielo por lo general rosado. Gentlemanfarmer Muecasthone visitaba sus criaderos por la mañana donde sus yeguas de vientre de raza selecta, refinada por sapientísimos cruces endogámicos, daban el codiciado fruto purasangre. Emitía órdenes con gruñidos breves que personal especializado comprendía sin esfuerzo y cumplimentaba en el ipso facto» (pág. 54). Obsérvense las irónicas transformaciones: la chabola en casa, los roedores en yeguas, su estulta mujer y sus dos hijas en personal especializado, etc., etc. Otra muestra sería la descripción del cóctel de la sociedad intelectualoide en casa de Matías, concebida como una pajarera en que aletean y cotorrean,
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como raros y diversos pájaros, gárrulas damas y sesudos varones de la intelectualidad (pág. 123).
Consideremos ahora la estructura y la organización de la novela. La materia argumental se centra en Pedro (o don Pedro, según las circunstancias), joven médico que investiga, sobre ejemplares de una raza de ratones de Illinois, la transmisión hereditaria o virásica de un cáncer inguinal, gracias a una beca que le permite residir en una pensión modesta, donde la dueña (viuda de militar) lo mima con objeto de casarlo con su nieta Dorita. Agotadas las existencias de ratones, Amador -mozo del laboratorio- señala que un amigo, elMuecas, habitante de una chabola del suburbio,cultiva ratones de tal raza a partir de una parejaque él le había regaladb. Así entra Pedro en contacto con el Muecas, que se siente halagado por lavisita del doctor. Un sábado Pedro se reúne consus amigos en el café; tras largo deambular regresa beodo a la pensión, ya de madrugada, y seve atraído a la habitación de Dorita. Cuando sedispone a dormir, aparece el Muecas: su hija, víctima de aborto provocado de su feto incestuoso,se está desangrando, y solicita la ayuda de Pedro.Este no consigue salvar de la muerte a la muchacha. Un maleante, el Cartucho, enamorado deFlorita, termina por creer que el culpable es elmédico. Practicada la autopsia, Pedro es detenido.La madre de la muerta descubre la verdad. Pedroqueda libre, pero pierde su beca. Cuando Pedrocelebra su noviazgo con Dorita, en una verbena,el Cartucho se venga asesinando a la muchacha.Sin beca y sin novia, Pedro termina desengañadomarchando de médico a un pueblo.
El relato se configura en cuatro partes, no separadas explícitamente, pero diferenciadas con claridad: presentación de personajes y ambientes; periplo nocturno de Pedro; persecución, detención y libertad del médico; noviazgo y muerte de Dorita y marcha de Pedro. Tienen extensión desigual y van divididas en capitulillos no numerados que se suceden hábilmente distinguidos por la variación de la técnica expositiva: unas veces habla el impersonal narrador objetivo refiriéndose a los hechos en tercera persona (pero asomándose ocasionalmente con la fórmula colectiva del «nosotros»); otras veces, se utiliza la reproducción directa del diálogo; otras, en fin, se consigna en primera persona ( o en segunda) el curso interno mental de los personajes. De este modo se evita la uniformidad del relato, se obvia la inevitable presencia omnisciente del autor y se suprime el excipiente narrativo tradicional, dejando al lector su reconstrucción. Claro es que con estos procedimientos la lectura resulta menos fácil, pero el esfuerzo de interpretación conlleva mayor intensidad en los valores expresivos. La supresión de las acotaciones rutinarias del relato, de sus elementos exteriores señalizadores, se compensa con la demorada insistencia en los detalles internos, a primera vista prolijos, que sin embargo son los que sugieren los ingredientes esenciales de la novela y
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su intención última: la inutilidad del esfuerzo inteligente contra la mediocridad de una tradición sórdida y poderosa que lo castra y lo reduce a silencio. Intercalados en la secuencia cronológica de la narración, visible aunque no patentemente consignada, aparecen otros fragmentos de lo que pudiéramos llamar «tiempo parado», donde con mayor claridad se explaya la censura y la ironía, o bien «tiempo recordado» o «ensoñado», en que se introducen los antecedentes o se prefiguran los proyectos del futuro.
En la primera parte, a través de once capitulillos, el relato transcurre en dos días consecutivos: uno, en que Pedro descubre la falta de ratones en el laboratorio y Amador le propone la solución de ir a buscarlos a casa del Muecas (cap. 1), y otro, la mañana siguiente en que ambos se desplazan al suburbio (cap. 5, 6, 8, 10). La técnica presentativa es diversa: al principio se ofrece en el pensamiento de Pedro la situación; luego es el narrador qu1en en pasado y tercera persona relata la visita de los dos personajes, pero variando en cada capitulillo su enfoque: a lo largo de la caminata de ambos, desde la pensión del médico hasta la chabola, predom'ina la descripción de lo que ven y de lo que piensan, con la ir.onía retórica de tipo cerv.antino · que ya indicamos; luego, dentro del mismo ángulo, pasa a primer término el diálogo y es Amador el que nos da a éonocer al Mueéas antes de su aparición; el carácter descriptivo se acentúa con la pintura casi científica del panorama de la «urbanización» chabolística y del género de vida de sus habitantes, y, por fin, en el cap. 10, alternando narración irónica y diálogo, aparecer:i en vivo el Muecas y su familia y se llega a un acuerdo para la adquisición de los ratones.
Simultáneamente con este 'hilo narrativo, que presenta la actividad profesional del protagonista (su cara externa), se inserta otro, iniciado con el monólogo de la vieja dueña de la pensión (cap. 4) y completado con la narración impersonal de la vida en el hospedaje (cap. 7), que configura el aspecto interno de Pedro y expóne los propósitos casamenteros de la huéspeda. Entre uno y otro hilo narrativo se sitúan los capítulos en que el narrador, retrepado en el modesto «nosotros» profesora!, analiza el ambiente de Madrid como ciudad caótica y escenario del cáncer social blanco de su crítica (cap. 2 y 3). Cerrando esta parte presentativa, se demora el autor en la descripción de los criaderos ratoniles del Muecas y de la vida de este personaje.
Todos los elementos que intervendrán en la aventura de Pedro quedan así dispuestos ante el lector. Y es notable que la situación y los proyectos, de las fuerzas que van a actuar en el relato estén manifestados en tres capítulos, convenientemente separados y configurados todos como monólogos, o si se quiere como reflexiones internas de tres personajes. El primero, el soliloquio inicial de Pedro, donde conocemos su- labor científica, sus ideales ensueños de alcanzar la fama de
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un Nobel, la desigualdad de su empeño con la penuria del medio en que trabaja, la picaresca como única solución para seguir adelante. El segundo, las rememoraciones de la viuda, con su vida de quiero y no puedo, con su materialista concepto de la existencia, con sus proyectos de cazar a Pedro como marido de su nieta. El tercero, entre Ja descripción de las chabolas y la pintura de la familia del Muecas (cap. 9), la plática celosa y violenta en el caletre del Cartucho, que expone sus relaciones con Florita, la hija del Muecas, y anuncia la amenaza que representa para el desarrollo de la vida del protagonista. Tenemos así el ámbito en que va a romperse el equilibrio de las fuerzas del relato: una ciudad anormal como anormales son los ratones cancerosos del criadero del Muecas; un investigador, Pedro, que par� proseguir su trabajo ha de bajarse de su peana ideal para penetrar en los terrenos turbios de lá picaresca; dos factores ajenos, la vieja casamentera de un lado, el celoso delincuente del otro, que, con diferentes propósitos, se ciernen amenazantes sobre la pura actividad del investigador: una, con la intención de hacerle digno y rutinario y aburguesado esposo de su nieta; otro, todavía sin saberlo, para que no «tosa» nadie a su hombredad de varón ocioso y con navaja.
La segunda parte de la novela abarca un denso número de horas desde la noche de un sábado hasta la tarde del domingo inmediato, entre los capítulos 12 a 26. La narración, más bien lenta y con incisos descriptivos y reflexivos, y jugando con las perspectivas del presente y del pasado, se ve sólo interrumpida por dos soliloquios de la abuela (cap. 17 y 19) y otro del Cartucho (cap. 22). En ella se produ�en los dos hechos en contraste que rompen el equilibrio de las fuerzas reseñado: el conocimiento sexual de Dorita, tan deseado por Pedro (cap. 18; por tanto, el inicio del cumplimiento de los proyectos de su abuela) y la muerte por aborto de Florita, la hija del Muecas (cap. 23-24), en que interviene vanamente Pedro. Estosdos acontecimientos, cumplidos casi en sueños,son los determinan,tes de la futura vida de Pedro ydel desarrollo del relato. Su cohabitación con Dorita deja el destino de Pedro en manos de la argucia de la dueña de la pensión. Su presencia en elaborto de Floríta le hace responsable ante la sociedad, ante !a justicia y, sobre todo, ante los ojosde Cartucho. Queda Pedro así sometido al poderfemenino y amenazado sin saberlo por una venganza. Entrevera el autor la narración objetivacon la descripción irónica y con las reflexiones delos tres personajes esenciales: las de Pedro antesus actos semiconscientes y absurdos, las de lavieja ante el éxito de sus añagazas casamenteras,las del Cartucho ante sus sospechas rondando lachabola del Muecas y preparándose ,para la venganza.
Sin solución de continuidad, la tercera parte representa la pasión de Pedro, que repuesto de los
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efectos alcohólicos y apenas seguro de sus actos nocturnos, y después de pasar por las altas esferas domésticas de su amigo Matías y las intelectuales de la conferencia del Maestro, se da cuenta de su insensata intervención quirúrgica y, temeroso, se esconde en un prostíbulo, donde es encontrado y detenido por la policía. Este hilo narrativo, suspendido por los monólogos de Pedro, las descripciones demoradas e irónicas, las reflexiones impersonales del narrador, se va intercalando con las idas y venidas de la mujer del Muecas, con el entierro, exhumación judicial y autopsia de Florita y la sañuda persecución del supuesto culpable por el Cartucho. Esta tercera parte concluye con la libertad de Pedro, gracias a las declaraciones de la mujer del Muecas, con el reencuentro amoroso con Dorita, con el despido del instituto de investigación y el consejo de Amador para que Pedro se vaya advirtiéndole de la amenaza que pesaba sobre él. Está construida toda esta parte con evidente preferencia por los contrastes de elementos, cuyo choque ilumina pujante la crítica, la caricatura, la censura. Por ejemplo, inmediatamente después de la presentación de la sordidez, miseria y vileza del ambiente en que malvive el Cartucho (cap. 27), pasamos a la lujosa, silenciosa y bienalhajada mansión de Matías (cap. 28). Después de la contemplación del grabado de Goya, el Macho cabrío, que atrae con sus artes a la humanidad femenina (cap. 29), se presenta la conferencia del Maestro, del que pende hipnóticamente la intelectual beatería de las mujeres. La lúgubre y fría escena de los preparativos del entierro de Florita (cap. 31) se sigue de la recepción vacua y pajarera en casa de Matías. Y las páginas asépticas dedicadas al cementerio y al enterramiento y exhumación (cap. 33) chocan con las circunspectas referentes a la acogida de Pedro en el prostíbulo de doña Luisa.
La cuarta parte, más rápida como es lógico, concluye y reúne todos los cabos. Son sólo cinco capitulillos. Los tres primeros más narrativos re-
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cogen la celebración, con una merienda en la pensión, del noviazgo de Pedro y Dorita, su asistencia a una revista y a una verbena, donde precisamente el Cartucho consuma su amenaza dando muerte a Dorita. Los dos últimos adoptan la técnica del monólogo. En el 57, en tercera persona, no se sabe si es el narrador el que funde su punto de vista con el del protagonista, estupefacto con el desenlace de su noviazgo. «No, no, no es así. La vida no es así, en la vida no ocurre así. El que la hace no la paga. / ... /Pero no parece comprensible que las cosas hayan tenido que ocurrir de esa manera, esta misma noche ya, sin esperar un poco». Viene a ser una especie de reflexión expiatoria. En el 58, y final, ya desligado de la secuencia narrativa, y en primera persona, se desarrolla el soliloquio desengañado del protagonista, camino de su destino oscuro en un pueblo. Resuenan por contraste estas resignadas reflexiones, esta aceptación de la gris mediocridad sin ilusiones, con las esperanzas que animaban a Pedro en el monólogo inicial de la novela, cuando pensaba en Cajal, en el Premio Nobel, en la ciencia ... Ahora, desembarazado obligadamente de tales sueños, consciente de ser minúscula partícula sin importancia en el mundo, se abandona a la impasibilidad de la naturaleza: «El sol sigue tan tranquilo entrando en el departamento y allí se dibuja el Monasterio ... No se mueve ... Está ahí aplastadito, achaparradete, imitando a la parrilla que dicen, donde se hizo la vivisección a ese sanlorenzo de nuestros pecados, a ese que soy yo, a ese lorenzo, lorenzo que me des la vuelta que ya estoy tostado por este lado, como las sardinas, lorenzo, como sardinitas pobres, humildes, ya me he tostado, el sol tuesta, va tostando, va amojamando, sanlorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio mientras lo tostaban torquemadas paganos, estaba en silencio y sólo dijo -la historia sólo recuerda que dijo- dame la vuelta que por este lado ya estoy tos- � tado ... y el verdugo le dio la vuelta por ._., una simple cuestión de simetría».