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M I G U E L A N T O N I O C A R O Y LA M O R A L U T I L I T A R I S T A

Lisímaco Parra

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SOCIEDAD "TRADICIONAL" Y SOCIEDAD "MODERNA"

En el presente trabajo me propongo examinar la crítica que hace Miguel Antonio Caro a la moral del utilitarismo, tal como aparece desarrollada en su Estudio sobre el utilitarismo (1869)\ Me ha parecido pertinente orien­tarme en este examen recurriendo a una serie de conceptos tomados de la reflexión sociológica. Me refiero específicamente a las nociones de comu­nidad y sociedad, en el sentido acuñado por Ferdinand Tonnies, y a las de solidaridad mecánica y solidaridad orgánica de Emile Durkheim. Estos dos autores, que se cuentan dentro de los fundadores de la ciencia socio­lógica, intentaron comprender el tránsito, para el momento de su reflexión ya consolidado, de la sociedad europea a la modernidad. Su investigación apuntaba a detectar tanto los puntos frágiles como las nuevas modalida­des que adquiría la cohesión en la sociedad moderna.

Ferdinand Tonnies afirma que las voluntades humanas se encuen­tran entrelazadas mediante múltiples relaciones, configurando así un gru­po o unión, que "actúa unitariamente hacia adentro y hacia fuera, como un ser o una cosa". Ahora bien, tal unión

es concebida o como vida real y orgánica —y ésta es la esencia de la comu­

nidad (Gemeinschaft)—, o como formación ideal y mecánica —y éste es

el concepto de sociedad (Gesellschaft)— (...) Toda vida en común íntima,

1. Miguel Antonio Caro, Principios de la moral. Refutación delsistema egoísta (1868), en Obras, tomo 1, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1962. Quedan por examinar y expli-citar las referencias de Caro al utilitarista bogotano Ezequiel Rojas. En lo sucesivo las obras de Caro se citarán dentro del texto de acuerdo con la edición del Caro y Cuervo.

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interior, excluyente, será comprendida —así lo entendemos— como vida

en comunidad. Sociedad es la vida pública (Offentlichkeit), es el mundo.

En la comunidad con los suyos uno se encuentra, desde el nacimiento,

con todos los bienes y males a ellos vinculados. Se entra en la sociedad

como en lo extraño (...) Comunidad de lengua, de costumbres, de fe; pero

sociedad de ganancias, de viajes, de ciencias (...) En un sentido general,

bien podrá hablarse de una comunidad abarcadora de toda la humanidad,

tal como desea serlo la Iglesia. Pero la sociedad humana se entenderá como

una mera yuxtaposición de personas independientes entre sí (...) Comu­

nidad es lo antiguo, sociedad lo nuevo (...) Todos los elogios de la vida del

campo se han referido siempre a que allí la comunidad entre los hombres

es más fuerte y viviente: la comunidad es la vida en común duradera y

genuina, la sociedad tan sólo una pasajera y aparente. Y a esto correspon­

de que la comunidad misma tenga que ser entendida como un organismo

viviente, y la sociedad como un agregado y artefacto mecánico2.

La simpatía de Tonnies por el tipo de asociación que él llama "comu­nidad" puede verse en el hecho de que acentúa ciertos rasgos negativos del otro tipo de asociación llamado "sociedad". En su caracterización de la comunidad, Tonnies emplea metáforas biológicas que contrastan con las tomadas de la ciencia física; estas últimas le resultan adecuadas para la descripción de las relaciones mecánicas imperantes en la sociedad3.

Sin negar su agudeza lógica ni su pertinencia epistemológica, es evi­dente que la categoría de sociedad, en su contraste con la de comunidad, tiende a resaltar lo que tienen de innaturalidad las relaciones sociales vi-

2. Ferdinand Tonnies, Gemeinschaft und Gesellschaft (i887),Wissenschaftliche Bu-chgesellschaft, Darmstadt, 1991, p. 3 ss.

3. Así, la comunidad es equiparada a un organismo vivo, en el que la unidad atravie­sa a la multiplicidad: es "un todo que no se compone de partes, sino que las tiene como dependientes de sí, y como por él condicionadas" (Tonnies, p. 6). Por el contrario, y en íntima relación con el desarrollo y expansión del mercado, la sociedad resultó ser un tipo de asociación que disolvió esa unión esencial y orgánica, para dar lugar a grupos de hombres que permanecen "separados a pesar de todos los vínculos" (Tonnies p. 34). En la comunidad hay una unidad que preexiste a los individuos y los envuelve desde su nacimiento hasta su muerte.

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gentes en la modernidad europea. Contrastada con la tipología de Tonnies, la de Durkheim sorprende por la inversión de sus calificaciones. En efec­to, solidaridad "mecánica" equivaldría para el francés a lo que el alemán califica como organismo viviente, como comunidad; y lo que el primero llama solidaridad "orgánica" se refiere a aquel objeto calificado por el se­gundo como unión mecánica propia del artefacto, la sociedad. Sin duda se trata de afinidades electivas contrapuestas acerca de un mismo objeto, si bien moderadas en uno y otro caso por la clara conciencia de estar fren­te a una tozuda realidad histórica, cuyas posibilidades de transformación dependen de su conocimiento y reconocimiento más que de su pueril negación.

Hay en cada una de nuestras conciencias, según hemos dicho, dos con­ciencias: una que es común en nosotros a la de todo el grupo a que perte­necemos, que, por consiguiente, no es nosotros mismos, sino la sociedad viviendo y actuando en nosotros; otra que, por el contrario, sólo nos re­presenta a nosotros en lo que tenemos de personal y de distinto, en lo que hace de nosotros un individuo. La solidaridad que deriva de las semejan­zas alcanza su máximum cuando la conciencia colectiva recubre exacta­mente nuestra conciencia total y coincide en todos sus puntos con ella; pero, en ese momento, nuestra individualidad es nula4.

En las sociedades en las que prevalece esta solidaridad, llamada por Durkheim mecánica por analogía con los cuerpos inorgánicos, cuyas mo­léculas carecen de movimientos propios, los individuos no se pertene­cen, y son "literalmente una cosa de que dispone la sociedad". De manera inversa a lo que ocurría en Tonnies, es posible que aquí la simplificación recaiga sobre las sociedades mecánicamente solidarias, en las que la pre­eminencia de la conciencia común parecería implicar una semejanza amorfa de los individuos, que no da cuenta cabal de su vivacidad y dife­renciación internas. Sea como sea, la solidaridad mecánica se disuelve en la medida en que progresa la división social del trabajo. Y aunque en mo-

4. Emile Durkheim, La división del trabajo social (1893), traducción de Carlos G. Posada, Akal, Madrid, 1995, p. 152.

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mentos de transición son asumidas formas propias de la solidaridad me­cánica por las sociedades en proceso de diferenciación, es un hecho que éstas requieren de un nuevo tipo de solidaridad, llamada por Durkheim orgánica:

Es preciso, pues, que la conciencia colectiva deje descubierta una parte de

la conciencia individual para que en ella se establezcan esas funciones

especiales que no puede reglamentar; y cuanto más extensa es esta re­

gión, más fuerte es la cohesión que resulta de esta solidaridad. En efecto,

de una parte, depende cada uno tanto más estrechamente de la sociedad

cuanto más dividido está el trabajo, y, por otra parte, la actividad de cada

uno es tanto más personal cuanto está más especializada (...) La sociedad

hácese más capaz para moverse con unidad, a la vez que cada uno de sus

elementos tiene más movimientos propios. Esta solidaridad se parece a la

que se observa en los animales superiores. Cada órgano, en efecto, tiene

en ellos su fisonomía especial, su autonomía, y, sin embargo, la unidad

del organismo es tanto mayor cuanto que esta individuación de las partes

es más señalada. En razón de esta analogía, proponemos llamar orgánica

la solidaridad debida a la división del trabajo (Durkheim, p.154).

Quiero resaltar algunos puntos de la doctrina de Durkheim. En pri­

mer lugar, que la necesidad o no de una forma de solidaridad alternativa

a la mecánica se deriva del grado de desarrollo de la división social del

trabajo. En segundo lugar, que del debilitamiento de las formas de soli­

daridad mecánica (por ejemplo, peso de la religión, peso del derecho

penal — a menudo ínt imamente ligado con la religión5—, en compara-

5. "Así, pues, la originalidad no sólo es rara: no hay para ella lugar, por así decirlo. Todo el mundo admite y practica, sin discutir, la misma religión; las sectas y disidencias son desconocidas; no serían toleradas. Ahora bien, en ese momento, la religión lo com­prende todo, se extiende a todo. Encierra en un confuso estado de mezcla, además de las creencias propiamente religiosas, la moral, el derecho, los principios de organiza­ción política y hasta la ciencia o, al menos, a lo que por tal se entiende. Reglamenta incluso los detalles de la vida privada. Por consiguiente, decir que las conciencias eran entonces idénticas —y esa identidad es absoluta—, es decir implícitamente que, salvo las sensaciones que se refieren al organismo y a los estados del organismo, todas las conciencias individuales estaban, sobre poco más o menos, compuestas de los mismos

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ción con el derecho cooperativo) no se deriva la anomia generalizada: la división social del trabajo conlleva procesos de intensa individualiza­ción, pero al mismo tiempo genera nuevas formas de solidaridad entre los individuos, que se fundan en sus relaciones profesionales. Lo que la conciencia colectiva deja sin cubrir, sin reglamentar, es el campo de lo individual que, en la sociedad moderna, se acrecienta a costa de lo colec­tivo, de lo comunitario. Pero, pese a lo que Tonnies parece creer, esto no significa necesariamente la falta de solidaridad entre los individuos, sino el nacimiento de un nuevo tipo de solidaridad. La independencia con respecto a los vínculos tradicionales se traduce en la dependencia con res­pecto a nuevos vínculos: el individuo tiene que entrar en nuevas y com­plejas redes sociales, principalmente las que se derivan de las exigencias de la vida profesional, que aunque de manera distinta a como lo hacían la religión y las costumbres, también regulan la libertad individual. Aho­ra bien, el funcionamiento adecuado de las instituciones que encarnan el nuevo tipo de solidaridad presupone una nueva configuración de la per­sonalidad de los individuos que en ellas participan. Y es aquí en donde, a mi juicio, reside la importancia del utilitarismo en tanto que doctrina moral que delega al propio individuo buena parte de los controles re­queridos para el funcionamiento de la nueva solidaridad .

elementos. Incluso las impresiones sensibles mismas no deben ofrecer gran diversidad, a causa de las semejanzas físicas que presentan los individuos" (Durkheim, p. 159 y ss).

6. Durkheim detecta flancos débiles y amenazantes en la nueva solidaridad: a su juicio, las regulaciones propias de la vida profesional no llegan a extenderse hasta la esfera de la vida económica. Las relaciones entre patrono y empleado, obrero y jefe de empresa, la competencia entre industriales, o entre industriales y consumidores, son todos ellos fenómenos derivados del "desenvolvimiento, desconocido hasta el presente, que han tomado, desde hace aproximadamente dos siglos, las funciones económicas" (Durkheim, p. 4). La moral profesional deja in tocada la desigualdad económica, apo­yada, por ejemplo, en la institución de la herencia. Y "la ausencia de toda disciplina económica no puede dejar de extender sus efectos más allá del mundo económico mis­mo y de llevar tras de sí un descenso de la moralidad pública" (ibid., p. 5). Desde la perspectiva de Tonnies, la regulación estatal central, si es efectiva, implica una modifi­cación de la esencia de la sociedad, de la que sin embargo ésta no puede prescindir, so pena de caer en el agotamiento (cf. Tonnies, p. xxxvn). Más tímido acaso, pero refi­riéndose al mismo problema, Durkheim opta por proponer la conveniencia de trans­formar y fortalecer la antigua institución de la corporación, en virtud no de su idonei-

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Frente a Durkheim, Tonnies nos proporciona una descripción más compleja de las sociedades tradicionales: ellas no son tan simples, tan mecánicas, tan uniformes, tan muertas, y en su interior están más dife­renciadas que lo que da a entender una categoría como la de solidaridad mecánica. Frente a Tonnies, Durkheim nos ofrece una descripción más compleja de las sociedades modernas: ellas no son ese conglomerado caótico de individuos cobijado bajo la categoría de sociedad, sino que, por el contrario, están cohesionadas por otro tipo de vínculos que, pese a su insuficiencia, no dejan de ser vitales para el nuevo tipo de coexistencia social.

Me ha parecido fructífero servirme de las anteriores tipologías, de manera heurística, a la hora de abordar la posición de Caro con respecto al utilitarismo. Aunque no exenta de aciertos, su incomprensión de tal doctrina podría explicarse si la interpretamos como la reacción antimo­derna de un fervoroso partidario de la comunidad. Así mismo, tal vez la cabal significación de la moral utilitarista se comprenda mejor si la lee­mos como estrategia requerida para la construcción de la solidaridad moderna.

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LA MORAL UTILITARISTA

La moral utilitarista es un intento moderno que, ante la disolución de los vínculos propios de una sociedad tradicional {comunidad o solidaridad mecánica), busca construir otras reglas para el control de la conducta, no derivadas ya de costumbres y creencias comunes sino de una reflexión

dad económica, sino de la influencia moral que podría tener: "Lo que ante todo vemos en el grupo profesional es un poder moral capaz de contener los egoísmos individuales, de mantener en el corazón de los trabajadores un sentimiento más vivo de su solidari­dad común, de impedir aplicarse tan brutalmente la ley del más fuerte a las relaciones industriales y comerciales" (Durkheim, p. 12). Ahora bien, resulta evidente que las "li­mitaciones morales" de las formas de solidaridad orgánica pueden atribuirse también a la doctrina moral utilitaria que, en cuanto formadora del carácter individual, les subyace. Pero de lo que se trata aquí es de comprender la función social del utilitarismo en el contexto moderno.

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individual. Hobbes, quien pasa por ser uno de los primeros utilitaristas, ha caracterizado este nuevo punto de partida como un estado natural de guerra: si desde la perspectiva de una comunidad vigente los vínculos tradicionales son vividos como naturales, en la sociedad naciente, y dado que tales vínculos ya no son reconocidos, lo natural aparece entonces precisamente como una carencia de vínculos y una incontinencia de los apetitos individuales. Naturaleza es, pues, ahora, que todos tienen dere­cho a todo. En contraposición a los vínculos tradicionales, comunitarios, y que eran estimados como naturales, Hobbes afirma,, que los vínculos son artificiales, es decir, inventados y aceptados por el individuo, y no preexistentes a él7.

Pero esta desmembración que da paso a la modernidad no sólo se presenta en la interacción entre individuos, sino que se traslada al inte­rior mismo del individuo: despojado de los marcos de referencia exte­riores que le cohesionaban como unidad, éste deja de percibirse como una substancia simple, en la que inhieren una serie de atributos y acci­dentes, para experimentarse como un conjunto abigarrado y caótico de deseos. Como afirma Ricardo n: "Así, yo, en una sola persona, represento el papel de muchos actores, de los cuales ninguno hay contento" .

Cuando el utilitarismo propone como principio fundamental de su moral el obtener la mayor felicidad posible, no pretende para él "prueba" distinta a la de que todos los hombres, o al menos la mayor parte, buscan su felicidad. La comunidad, junto con su religión y sus tradiciones, proporcionaba unas nociones de hombre y de jerarquización social acep­tadas e incuestionadas, conforme a las cuales los individuos configura­ban sus identidades y ajustaban sus conductas particulares. Disuelta la comunidad, el utilitarismo concibe la búsqueda de la felicidad como aquel fin que razonablemente puede suponerse al menos en la mayoría de los hombres. "Todo cuanto pueda probarse que es bueno, debe probarse que lo es, demostrando que constituye un medio para algo cuya bondad se

7. Cf. Thomas Hobbes, El ciudadano (1646), edición de Joaquín Rodríguez Feo, Debate/CSIC, Madrid, 1993,1, 2.

8. Shakespeare, La tragedia del rey Ricardo 11, Acto v, Escena v, "Thus play I in one person many people, and none contented".

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ha admitido sin prueba"9. Que la bondad de la felicidad "se admita sin prueba" alude, pues, al hecho de que el utilitarismo no pretende un ca­rácter ontológico para el fundamento de la moral, y se conforma con intentar construirla a partir de la generalización empírica de aquello que parece interesar a cada individuo.

Ante todo, este principio se refiere a la felicidad general, es decir so­cial, aunque necesariamente implica también a la felicidad individual. Prima facie, las dos felicidades son distintas y uno de los aspectos más interesantes, y quizás también más problemáticos, de la reflexión utilita­rista es precisamente el que se refiere a sus relaciones.

Siendo ahora el punto de partida aquel que Tonnies caracteriza como sociedad—individuos que coexisten separados a pesar de todos los víncu­los—, el utilitarismo afirma, en consecuencia, la necesidad de que, ante todo y en pro de su propia felicidad, el individuo construya su propio sistema de necesidades. Para recordar a Shakespeare, si el individuo per­sigue razonablemente su felicidad, entonces ha de fungir como el direc­tor de su propio teatro, que impone orden y concierto entre los múltiples actores —ninguno de los cuales está contento— que lo constituyen. Así pues, frente a la difamación —como veremos, también suscrita por Caro— que afirma que el utilitarismo es una doctrina que también con­vendría a la felicidad de los cerdos, Mili se pregunta si es que acaso los placeres humanos no difieren de los de los cerdos. La experiencia huma­na conduce paulatinamente tanto a la diferenciación de placeres, como a su jerarquización. De esta manera, si felicidad es placer y ausencia de dolor, el utilitarismo dirá que es bueno lo que produce placer y malo lo que produce dolor; pero al mismo tiempo, y dado que no por fuerza hemos de comportarnos como cerdos irreflexivos, o como infantes ca­prichosos, el utilitarismo también proclama la necesidad de recoger los frutos de la experiencia, según los cuales hay placeres preferibles —por ejemplo, aquellos que involucran las facultades superiores y que garanti­zan "mayor permanencia, seguridad y facilidad de adquisición" (Mili, p.

9. John Stuart Mili, El utilitarismo (1863), traducción y prólogo de Ramón Castilla, Orbis, Madrid, s.f., p. 136.

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140)— a los placeres animales. De esta manera, la felicidad no se confun­de con la satisfacción de cualquier tipo de deseos o tendencias, y la reflexión enseña al individuo que bien vale la pena sacrificar algunos placeres, incluso a costa de dolores, cuando ello es necesario para la con­secución de otros placeres, estimados como más valiosos.

Como fase superior de este complejo sistema de cálculos que el indi­viduo debe asumir como propio para la consecución de su felicidad, se impone también la consideración de los otros como fuentes de posibles obstáculos o apoyos a las propias pretensiones. Prescindir de ellos, aun­que frecuente, es síntoma de puerilidad. Pero aun en este nivel, la lógica utilitarista es sofisticada: la consideración de los intereses de los otros puede darse a la manera de simple astucia, entendida como "la habilidad de un hombre para tener influjo sobre otros, a fin de utilizarlos para sus propios propósitos"10. Esta destreza, que los colombianos calificaríamos de "viveza", aunque rentable en el inmediato plazo, se mostrará no obs­tante como fatal imprudencia en el mediano o en el largo plazo. Así pues, una consideración siempre egoísta pero más inteligente de los intereses de los otros buscará conciliar el sistema de los propios intereses con los propósitos ajenos, a fin de obtener el propio provecho de manera estable y duradera. En palabras de Mili, la educación debe usar su poder "para establecer en la mente de cada individuo una asociación indisoluble en­tre su propia felicidad y el bien de todos"; meta de la educación utilitaris­ta es lograr que el individuo "sea incapaz de concebir su felicidad en opo­sición con el bien general" (Mili, p. 148)11.

10. Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), edi­ción bilingüe y traducción de José Mardomingo, Ariel, Barcelona, 1966, p. 416.

11. Esta dimensión de la renuncia a la satisfacción de deseos o intereses inmediatos como medio necesario para la consecución de metas preferibles y más estables es conside­rada por Hobbes como precepto de la recta razón individual, ya en el estado natural, an­terior a la fundación del Estado. Aunque coincidentes con los mandatos religiosos, el fundamento de estos preceptos no es, al menos en primera instancia, ni religioso ni al­truista, sino, simplemente, racional-utilitarista. De ahí que me parezca inexacta la afir­mación de Parsons: "Según Hobbes, la consecuencia de generalizar la búsqueda racional [cursiva mía] del propio interés en un sistema social era la intensificación progresiva de los elementos de conflicto interindividual inherentes a los presupuestos utilitaristas.

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La fuente de la anomia social y, por ende, de la guerra, no reside entonces en la disolución de la comunidad, sino en esa falta de educa­ción del individuo que consiste en su atadura al presente inmediato, sin consideración del futuro12. Ahora bien, en oposición a Platón, el utilita­rismo es consciente de que el conocimiento del bien no basta para obrar bien13. El apetito por los bienes presentes e inmediatos es calificado como irracional cuando, sin importar las secuelas que de él puedan derivarse, se impone por sobre el deseo de bienes acaso más estables, duraderos y gratificantes, pero futuros: es el "¡qué tan largo me lo fiáis!" del Don Juan de Tirso de Molina. Y si bien es cierto que ante la inminencia de su muer­te éste pide, aunque demasiado tarde, confesor que le absuelva, y que el de Zorrilla lo pide y lo encuentra para edificación devota del lector, tam­bién está el Don Juan de Lorenzo Da Ponte, inmortalizado por Mozart, que permanece obstinado hasta lo último en su negativa ante las exhor­taciones al arrepentimiento que le hace el espectro del comendador.

Los donjuanes castellanos son testimonio del papel coercitivo o moral de la religión católica, y acaso irónicamente revelan una cierta vulnera­bilidad frente a los cálculos utilitaristas a que los induce una religión que, bajo la promesa de un más allá eterno de bienaventuranza o infelici­dad, promueve u obstaculiza la realización de determinados actos. Pero quien sí representa una espinosa dificultad para el utilitarismo es el Don

Aunque Hobbes tuvo sin duda en cuenta el factor de la escasez económica, consideraba que la fuente principal de conflicto era el hecho de que la prosecución por parte de un individuo de sus intereses particulares sólo puede acabar en detrimento de los intereses de los demás" (Talcott Parsons, "Utilitarismo", en Enciclopedia internacional de las ciencias sociales, vol. 10, Aguilar, 1977, p. 592). Una cosa es la prosecución, a secas, de los propios intereses, y otra la búsqueda "racional" de los mismos. La fuente del conflicto no es, pues, la segunda.

12. "Lo presente se percibe por los sentidos, pero lo futuro solamente por la razón, y percibiendo por la razón que la paz es buena, se concluye, por la misma razón, que son buenos todos los medios necesarios para la paz y, en consecuencia, que la modestia, la equidad, la/e, la humanidad, la misericordia, todo lo cual hemos demostrado ser nece­sario para la paz, son buenas costumbres o hábitos, esto es, virtudes" (Hobbes, 111, 31).

13. "La mayor parte de los hombres, por ese nefasto apetito de las ventajas del mo­mento, no están dispuestos a cumplir las anteriores leyes, aun conociéndolas" (Hobbes, 111,27).

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Juan mozartiano: sólo él lleva hasta sus últimas consecuencias la divisa del carpe diem, tan inconsecuentemente profesada por sus cofrades cas­tellanos. Y es que si bien es cierto que el complejo sistema de cálculos, que culmina en la consideración de la felicidad de todos como constitu­tiva de la propia felicidad individual, aparece como un principio razona­ble, también es igualmente razonable considerar que, frente a la incerti­dumbre de los resultados previstos en el largo plazo, resulta preferible optar por el beneficio inmediato, así sea a costa de la felicidad general.

Anticipándome al tema central de esta contribución, es de justicia reconocer que la anterior dificultad ha sido sagazmente reconocida por Miguel Antonio Caro en su crítica a la moral utilitarista:

Utilitariamente hablando, nadie está obligado a evitar una acción porque pueda traerle malos resultados en cierta época lejana; ¿cómo iba a estarlo en consideración de resultados ajenos, complicados, remotos y proble­máticos? En otros términos, el hombre no tiene deberes consigo mismo; ¿cómo o por qué ha de tenerlos con los demás, cuánto menos con entida­des desconocidas y acaso abstractas? Todo esto es absurdo (Caro, p. 119).

La constatación de Caro es certera. El principio utilitarista, junto con sus dos exigencias, obliga no mediante mandatos positivos que estable­cen la bondad o maldad intrínseca de determinadas acciones, sino en virtud de consideraciones acerca de las consecuencias futuras que se de­rivarían de las acciones. Pero en esas circunstancias, aun a sabiendas de que probablemente tengan consecuencias mediatas nefastas, alguien pue­de preferir aquellas acciones que garanticen beneficios y satisfacciones inmediatas. Como reza el dicho popular, al fin y al cabo "más vale pájaro en mano que ciento volando". Por su parte, Caro continúa:

Yo puedo cometer una felonía, un robo, un crimen cualquiera impune­mente. No tengo que temer de nadie. Las circunstancias me garantizan el secreto. Los resultados son todos favorables para mí y quizá para otros. Tengo bastante sangre fría, bastante necedad, como utilitarista que soy, para hacer mi cálculo. Helo aquí (Caro, p. 120).

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Caro opone entonces al cálculo utilitarista lo que él llama "leyes natu­rales", que dictaminan lo que es bueno o malo, sin necesidad de cálculo: "Si la ley natural es cierta, no hay que calcular si el asesinato es malo" (Caro, p. 123). Si bien es cierto que del obrar contra la ley natural se derivan con­secuencias funestas, no son éstas, al menos en primera instancia, las que hacen censurable la acción. Con su concepción de determinadas leyes como naturales, Caro propugna un tipo de adhesión a las mismas no mediada por la reflexión individual calculadora, sino inmediatamente vinculante.

A su turno, la comprensibilidad de la ley natural parece exigir que se la derive de la voluntad divina: que un sumo agente, distinto y externo al individuo falible, la haya establecido como ley. Naturalmente que es de suponer que en su legislación, ese sumo agente vela por el bienestar y felicidad de sus subditos. Pero es él, y no aquéllos, quien define tanto la meta como los medios. La creencia religiosa encarna en Dios a esa enti­dad supraindividual y colectiva que garantiza la cohesión de los creyen­tes al atravesar sus voluntades. No obstante, y como ya lo he anotado a propósito de los donjuanes castellanos, tal vez en la aceptación de la ley divina juegue de nuevo un papel decisivo el cálculo utilitarista tan repu­diado por Caro. So capa de emplear la argumentación del adversario pa­ra reducirlo a la impotencia, Caro parece caer en las trampas propias de aquel a quien quiere refutar:

Para hacer este cálculo [el del utilitarista] convendría tener en cuenta to­

dos los resultados posibles. ¿Y sabe el utilitarista todas las relaciones del

hombre no sólo con el orden natural, sino con el sobrenatural? ¿Está él

cierto de que una acción buena o mala no produce resultados sino en este

mundo y no en el mundo invisible de las inteligencias? ¿No pondrá en

cuenta como resultado apreciable, la aprobación o improbación de Dios?

Si este resultado ha de ponerse en cuenta, él es tan importante que ipso

fado inutiliza los cálculos anteriores, y el cómputo universal se transfor­

ma en la sola buena intención de acomodar nuestra conducta a la volun­

tad de Dios (Caro, p. 122)14.

14. Pese a su agudeza y acierto en su crítica a la moral utilitarista, en su refutación propositiva Caro parece, pues, incurrir en las dificultades por él criticadas: en su conduc-

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Pero dejando de lado esta inconsistencia, y desde una perspectiva meramente formal, es evidente que con la "buena intención de acomo­dar nuestra conducta a la voluntad de Dios" Caro quiere proponer un tipo de adhesión no utilitarista a los principios morales, dada la fragili­dad autodestructiva de una argumentación puramente utilitarista. En términos estrictamente utilitaristas, para lograr que el individuo esta­blezca en su mente "una asociación indisoluble entre su propia felicidad y el bien de todos" no resulta suficiente la justificación de que ello debe ser así en virtud de las consecuencias benéficas que tal asociación acarrea para el individuo.

Pero la máxima carista, más allá de plantear una dificultad objetiva del utilitarismo, declara—si bien no siempre de manera consistente, como lo hemos visto— la superfluidad de todo cálculo utilitarista para el cre­yente: la definición del bien y del mal no es tarea de la reflexión indivi­dual. La comunidad que antecede y envuelve al individuo ha definido los marcos morales. Y si tal comunidad es religiosa, pues entonces, para sus miembros, es Dios mismo quien en último término ha dictaminado tal reglamentación. Nada habría de objetable en tal razonamiento, si no fuera porque al confundir la comunidad de los creyentes con el cuerpo social, el no creyente, y máxime si éste es el gobernante, no sólo aparece como impío sino como antisocial15.

La reflexión utilitarista ha sido consciente de la debilidad de su prin­cipio y, a mi juicio, no ha sido muy afortunada en sus propuestas de

ta, el individuo debería calcular las consecuencias de una aprobación o improbación divinas, pues ellas le afectarían por toda la eternidad. Parece pues acertada la observa­ción de Mili cuando afirma: "Podría ir más lejos y decir que para todos los moralistas aprioristas que consideran absolutamente necesario argumentar, los argumentos uti­litaristas son indispensables" (Mili, p. 135).

15. "¿Conviene la uniformidad religiosa en un Estado? ¿Éste debe elegir y proteger la religión verdadera como nacional? Así lo manda la justicia y lo aconseja la prudencia. La justicia, porque el Estado por ser Estado no está exento del deber de la religión, y si no está exento de él, debe profesarla. La prudencia, porque la conformidad de princi­pios entre los ciudadanos, como la concordia entre los miembros de una familia, es condición indispensable para que se cumplan los fines así sociales como domésticos. Pero, sobre todo, ya hemos demostrado que todo poder viene de Dios; el magistrado es un ministro de su reino. Gobernar es educar; toda buena educación, toda educación pro-

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solución. Así, por ejemplo, Hobbes insinúa la necesidad de acatar el prin­cipio utilitarista —es decir, los preceptos de la recta razón individual—, sin que en tal acatamiento intervengan consideraciones utilitaristas, como serían las que se refieren a las consecuencias negativas que se derivarían de la realización de determinadas acciones: "Hay que llamar justo al hom­bre que hace las cosas justas en virtud del mandato de la ley y sólo por debilidad las injustas; e injusto al que hace las obras justas por temor al castigo que señala la ley, y las injustas por la maldad de su espíritu" (Hobbes, m, 5; cursivas mías)1 . Ahora bien, aunque lo que convierte a un mero precepto de la recta razón en ley es su fundamentación en tanto que mandato divino, no hay que olvidar que la teología hobbesiana es estatal y no eclesiástica. Sin lugar a dudas ésta es una de las razones que explican la repugnancia que suscita en Caro la filosofía política del inglés.

Por su parte, Mili aborda el problema de manera más explícitamen­te pragmática: según él, las preguntas acerca de la fundamentación última de cualquier principio moral —y no sólo del utilitarista— son propias de épocas colectivas, o de situaciones individuales para las que el principio en cuestión resulta todavía extraño, y no ha sido suficientemente asimilado. Así pues, lo que en realidad importa no es una fundamentación metafísica del principio en cuestión —el intento no llegaría demasiado lejos—, sino garantizar su aceptación e interiorización incondicional. La exhortación hobbesiana a "hacer las cosas en virtud del mandato de la ley" requería como paso previo la fundamentación del precepto utilitarista como man­dato divino. Ésa es una posibilidad. Pero para Mili, más que la legitima-

piamente tal supone como fundamento la verdad moral, la verdad religiosa. Un gober­nante ateo es un funcionario que no tiene idea de su misión, es un usurpador. Gobierno ateo es un contrasentido" (Caro, p. 169 y ss; cursiva mía).

16. Consciente de la debilidad coercitiva de los preceptos de la recta razón natural, Hobbes los califica como meras "conclusiones obtenidas racionalmente acerca de lo que se ha de hacer u omitir". Para que estos preceptos se conviertan en leyes, en el sentido riguroso del término, es preciso que puedan ser concebidas como "la palabra de aquel que con derecho ordena a otros hacer u omitir algo". Por esta razón, Hobbes se empeña en demostrar que tales preceptos coinciden con los mandatos de Dios establecidos en las Sagradas Escrituras. De esta manera, aspira a convertir lo que es mero precepto utilitarista en deber moral, que debe ser atendido con independencia de su pertinencia utilitaria (cf. Hobbes ni, 33).

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ción, lo importante consiste en interiorizar a tal punto el principio utili­tarista, que el obrar en consonancia con él resulte no sólo de consideraciones utilitaristas (sanciones o motivos externos) —que en cualquier caso po­drían realizarse—, sino principalmente de sanciones internas:

La sanción interna del deber, cualquiera que sea el criterio del deber, es

una y la misma: un sentimiento de nuestra propia conciencia, un dolor

más o menos intenso anejo a la violación del deber, que surge en las natu­

ralezas con educación moral apropiada y, en los casos más serios, les hace

retroceder como ante una imposibilidad (Mili, p. 157; cursivas mías).

Así pues, aunque de lo que se trata es de garantizar la realización de acciones útiles para la felicidad social e individual, para ello es preciso encontrar una fuente de motivación que no recurra a la utilidad, es decir, a la consideración de las consecuencias de la acción (y la recompensa o el castigo son consecuencias). Y ello se logra mediante una educación del sentimiento interno del deber con respecto al principio, sea el del utilita­rismo o el de cualquier otro sistema moral.

Pero independientemente de las limitaciones de estos intentos de justificación, e incluso de la plausibilidad del utilitarismo como sistema moral, su proclamación del placer y de la ausencia de dolor, es decir, de la felicidad como fin humano, está lejos de ser el hedonismo pueril bajo el que lo presentan sus detractores. Incluso puede afirmarse que la moral utilitarista se aviene bien con elementos de clara procedencia estoica. Naturalmente que nunca considerará al dolor por sí mismo como un bien, y "un sacrificio que no aumenta ni tiende a aumentar la suma total de la felicidad, lo considera desperdiciado" (Mili, p. 147). Pero también forma parte de la moralidad utilitarista el aprender a obrar sin buscar de manera inmediata la felicidad, lo cual, por paradójico que suene, es una inteligente estrategia para ser feliz: el utilitarista cultivado se eleva así por sobre las contingencias de la vida:

Cuando sabe esto, una persona se libera del exceso de ansiedad que pro­ducen los males de la vida y, al igual que muchos estoicos en los peores tiempos del imperio romano, es capaz de cultivar con serenidad las fuen-

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tes de satisfacción accesibles a ella, sin que su inseguridad o duración le importen más que su inevitable fin (Mili p. 147).

Esta somera presentación, insuficiente con respecto a la compleji­dad de su objeto, podrá parecer sin embargo excesivamente dilatada para el tema de este escrito. Sírvame de excusa el que he procurado mencio­nar tan sólo aquellos tópicos sobre los que recaerá la detracción de Caro. Por este motivo, se impone todavía una breve mención a las relaciones del utilitarismo con la religión. En principio, esta doctrina no se funda en ningún postulado religioso, si bien no ha de repugnar con todos ellos. Así pues, si el Dios del que habla la religión busca la felicidad de las cria­turas, y además es sabio y bondadoso, "entonces cumple en sumo grado con las exigencias del utilitarismo" (Mili, p. 151). El conflicto sólo surge cuando determinada institución religiosa, como por fuerza ha de suce­der en la solidaridad mecánica propia de la comunidad, pretende definir lo que es justo. En una sociedad diferenciada, que ha sustituido la solida­ridad mecánica por la orgánica, tal pretensión resulta arbitraria. Sólo en sus determinaciones más generales, el Estado, desligado de la religión institucional, podrá definir qué es la justicia. Las determinaciones más concretas son tarea de los individuos, y con ello concuerda la versión utilitarista del cristianismo17.

ni

CARO Y su DETRACCIÓN DE LA MORAL UTILITARISTA

Según Hobbes, Bentham y demás maestros utilitaristas, la naturaleza hu­

mana es una máquina que no tiene más que un motor: el placer, el bienes­

tar. En nuestra conducta, la inteligencia no desempeña otro papel que el de

excogitar medios de gozar; la voluntad sigue sus pasos. Reduce el utilitaris-

17. "Pero, además de los utilitaristas, otros han tenido la opinión de que la revela­ción cristiana se dirigió, y se encamina, a informar a los corazones y las mentes de los hombres con un espíritu capaz de hacerles buscar por sí mismos lo que es justo y de inclinarlos a hacerlo cuando lo encuentran, más bien que a decirles, a no ser de un modo muy general, lo que es" (Mili, p. 151).

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mo al horizonte más estrecho del estado egoísta, donde, como hemos visto,

ni la razón funciona con independencia, sino como simple servidora de la

sensibilidad, ni la voluntad se determina libremente, sino como simple es­

clava de la noción del placer (...) Al tenor de esta doctrina, los hombres son

convidados a un banquete, donde, eligiendo cada cual diferente vianda,

buscan todos una sola cosa: satisfacer su apetito; los mismos que se abstie­

nen buscan en ello el placer de la abstinencia. Hay diferencias, pero no

libertad de elección: el dios del gusto los domina y sujeta a todos; cada uno

cumple el mandato especial que recibe; todos le obedecen a él sólo. Quorum

Deus venter est [De los cuales el vientre es Dios] (Caro, p. 107).

1. Simplificación: el utilitarismo es sensualista y desconoce el criterio racional

Palabras más, palabras menos, según Caro el utilitarismo es una doctrina que no establece diferencias entre los hombres y los cerdos. Del princi­pio de buscar el placer y evitar el dolor, Caro infiere que el utilitarismo es una doctrina que sólo reconoce lo que él denomina el "criterio sensual" como guía de las acciones, lo que haría del hombre maduro una bestia o, a lo sumo, un niño. Como el utilitarismo negaría todo influjo a la capaci­dad racional, en estricto rigor no estaría en capacidad de explicar juicios tales como "el placer es bueno, el dolor es malo". Pero, en segundo lugar, el desconocimiento utilitarista de la capacidad racional no le permite entender una verdad lógica elemental: que si el placer es bueno, no todo lo bueno se agota en el placer. Siendo lo bueno un concepto lógicamente más extenso que el del placer que incluye, existirán entonces "bienes" que no son placenteros. Y tampoco podrá el utilitarista distinguir entre la sensación del placer o del dolor como efecto subjetivo y las causas obje­tivas que lo producen: "Si tuviéramos una misma idea de bien y sensa­ción agradable, mal pudiéramos tener idea de bien exterior, objetivo, absoluto, como es constante que la tenemos" (Caro, p. 21) . La sensación

18. Nótese que el lógico Caro va más allá de donde le permite la lógica: que el placer sea el efecto subjetivo de una causa exterior no significa que ella sea objetiva, si por ello entendemos que su efecto en todo sujeto haya de ser el placer, y mucho menos que sea absoluta.

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—de placer o dolor—, en tanto que efecto subjetivo, es pues "el fenóme­no adjetivo (...) de algo que no es la sensación misma" (ibid., p. 21), y la razón nos obliga a un examen de ese correlato al que nos remite el juicio que reconoce la sensación. Ése, y no la sensación, es el terreno del bien, y

ese bien consiste en la subsistencia de ciertas relaciones o leyes naturales;

en el orden; ese mal consiste en la violación de esas leyes y relaciones: en

el desorden. Generalmente hablando, lo que favorece y perfecciona nues­

tra organización se nos manifiesta en forma de placer; y en forma de do­

lor lo que trastorna y mutila las ruedas y funciones que conspiran a cons­

tituir la persona humana (ibid., p. 24).

Suele suceder, no obstante, que la causa permanezca sin el efecto, o que se manifieste bajo un efecto contrario. Pero en virtud de su dogmá­tico hedonismo, el utilitarista sería incapaz de estas inferencias, de modo que sólo por inconsecuencia, o por casualidad milagrosa, ingeriría la me­dicina, que aunque amarga y displacentera, le traería el bien de la salud. El utilitarista es incapaz de la ciencia del bien, porque reconociendo tan sólo el criterio sensual, niega el criterio racional y se ve condenado al solipsismo teórico y a un egoísmo pueril práctico. Sólo el criterio racio­nal permite no sólo "probar" la existencia del mundo exterior, sino inda­gar acerca del bien o del mal en sí que se expresan en las sensaciones, es decir, de descubrir lo que tienen de bueno y de malo el placer y el dolor: sólo el criterio racional, del que precisamente prescinde el utilitarista, "llama, pues, bueno al placer en cuanto que cumple su destino natural, a saber anunciar el bien marcando su magnitud; llama bien al dolor en igual sentido" {ibid., p. 29).

Así pues, el placer será bueno si nos atrae y regulariza nuestra con­ducta hacia el bien, reconocido por la razón; pero será malo cuando se anexa a actos nocivos —también reconocidos por la razón— como la embriaguez, la pereza o "aquellos hábitos solitarios que prohibe la higie­ne como funestísimos" (ibid., p. 31); también es malo el placer cuando es débil en relación con el bien que anuncia (indiferencia ante las bellezas de la creación), cuando aparece o se prolonga estando viciada o desapa­recida la relación benéfica que anuncia (el vicio). Su ausencia es mal,

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cuando su correlato es un bien (ausencia de buen olor o sabor en las medicinas). Por su parte, el dolor es un bien cuando mediante la repul­sión regulariza nuestra conducta apartándonos del mal, y será un mal cuando se anexa a actos benéficos (mal sabor de las medicinas), cuando es débil en relación con el mal que anuncia (enfermedades que apenas si se sienten), cuando es demasiado intenso o prolongado, cuando está au­sente en actos nocivos.

Ante todo, Caro concibe su detracción del utilitarismo en términos políticos: entiende su juvenil intención como "deber de concurrir al pa­triótico intento de combatir, y si era posible de extirpar esta hidra rena­ciente" (p. 12). Si "nada hay tampoco ni más aciago para la sociedad ni más nocivo a la juventud" que la doctrina en cuestión, ningún medio —in­cluido el de la simplificación tergiversadora— puede excluirse en tan noble empresa. Ningún utilitarista ha negado o ignorado la facultad racio­nal en el hombre19, y quien lo hubiera hecho, utilitarista o no, no merece­ría ser tomado en consideración, simplemente por su tontería. Forzar al utilitarismo a consecuencias que no ha afirmado, ni tiene por qué afirmar, es más bien una táctica de desprestigio político, con visos de crítica ra­cional, dirigida a un público incauto. Al fin y al cabo, se dice, el fin justifica los medios.

Pero existe otro aspecto más interesante en esta confrontación. La estrategia anunciada por Caro en su Prefacio es la de "refutar el utilitaris­mo en el terreno de la filosofía natural" (p. 12), para ensayar, "sólo des­pués", "la elevada entonación de la filosofía católica". Sea por inadverten­cia, sea de nuevo por táctica política, o acaso por una mezcla de ambas, el hecho es que aquí está en juego una confusión entre categorías en apa­riencia equivalentes, pero en realidad inconmensurables. Así pues, con su distinción entre "filosofía natural" y "filosofía católica", Caro pretende para la primera un imperio sobre la capacidad racional de cualquier hom­bre, con prescindencia de sus creencias religiosas. Así planteado el asun­to, el lector se ve inclinado a establecer una identidad entre lo que Caro

19. De hecho, la primera afirmación de El ciudadano de Hobbes reza así: "Las fa­cultades de la naturaleza humana pueden reducirse a cuatro géneros: la fuerza corpo­ral, la experiencia, la razón y la pasión" (Hobbes 1,1).

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llama "filosofía natural" y lo que la modernidad entendería por un ejer­cicio sin supuestos de la facultad racional. La refutación del utilitarismo hecha desde la "filosofía natural" se limitaría entonces a "rebatir el error sin oponerle la verdad" (ibid.). La fase positiva, propositiva y no mera­mente crítica, la de la (o)posición de la verdad, sería tarea de la "filosofía católica". No obstante, y tal como a continuación me propongo mostrar, Caro, como cualquier "comunitarista", no puede concebir una naturale­za humana laica, es decir, no inscrita en un contexto comunitario; por ello su "filosofía natural" está ya necesariamente inficionada por conte­nidos religiosos, y por lo mismo, la derivación de la "filosofía católica" aparece como inferencia lógico-racional.

No pretendo negar todo mérito racional a la refutación carista del utilitarismo. Anteriormente expuse con cierto detalle su crítica a las defi­ciencias de fundamentación del principio moral de esta doctrina. Tal crítica me parece inmanente y filosóficamente interesante. Sin embargo, para quien no asuma como evidente punto de partida de su análisis una concepción de la naturaleza humana como comunitaria —¡que no so­cial!—, la afirmación de la "filosofía católica" como exigencia lógica de la "filosofía natural" no puede ser sino falaz y fraudulenta.

2. Caro contrabandista (introducción fraudulenta de ideas)

Tomando como punto de partida afirmaciones públicamente plausibles, nuestro autor recurre a procedimientos dudosos mediante los cuales, de las primeras y con la apariencia de inferencias irrefutables, se derivarían, o bien sus creencias privadas, o bien las de una comunidad incapaz de al­bergar la diversidad. En otras palabras, Caro cree poder recurrir a la ar­gumentación racional, tan estimada por la modernidad, para inferir un corpus doctrinario propio de la comunidad.

2.1. Las sensaciones y el mundo externo

Así, bajo lo que él llama "criterio sensualista" del utilitarismo, nos pre­senta un individuo que sólo sabe de sus sensaciones, que son inmediatas, y que por carecer de lo que él llama "criterio racional" no tiene acceso a

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nada distinto de sí, a nada exterior a él, a nada objetivo. La problemática histórico-social de una comunidad que al disolverse da lugar, al menos en primera instancia, a un conjunto de individuos yuxtapuestos, o en­frentados entre sí, tiene entonces su correlato teórico, como Caro com­prende acertadamente, en el solipsismo a que conduce tomar a las sensa­ciones como punto de partida exclusivo del conocimiento: como tales, éstas dan testimonio tan sólo de meras modificaciones subjetivas, y nada en ellas, estrictamente consideradas, conduce a la afirmación de la exis­tencia del mundo exterior. El problema es ciertamente importante, y me­reció serias consideraciones por parte de filósofos como Berkeley, Hume, Kant y Fichte, entre otros. Pero Caro prefiere ignorar todas estas reflexio­nes, acaso por considerar que el problema mismo sólo surge cuando la hybris de mentes afiebradas les lleva a alejarse de "las enseñanzas de nuestra naturaleza", frente a las que él, junto con "el común de las gentes", perma­necen dóciles20. Así pues, mientras que el sano sentido común se puede preguntar sin problemas "¿Qué es ese algo que se da a conocer y a califi­car mediante una sensación?", el idealismo y el empirismo —allí inclui­do el utilitarismo— "ofrecen a la humanidad como ciencia el más estéril y absurdo egoísmo" (ibid., p. 21).

2.2. La afirmación de la existencia del mundo exterior, y la del mundo exterior como cosmos, son un acto de razón

Caro considera que para interpretar una sensación subjetiva e individual como efecto de una causa externa, se requiere de un acto del "criterio

20. La lógica llama a esta falacia argumentum ad populum, que se comete "al diri­gir un llamado emocional 'a! pueblo' o 'a la galería' con el fin de ganar su asentimiento para una conclusión que no está sustentada en pruebas" (Irving M. Copi, Introducción a la lógica, Eudeba, Buenos Aires, 1974, p. 90). Es frecuente en propagandistas que, fren­te a determinadas medidas que no suscriben, dirán que se trata de "innovaciones arbi­trarias" y elogiarán al "orden existente". Pero si concuerdan con ellas, hablarán del "pro­greso" y criticarán los "prejuicios anticuados". En el caso presente, una filosofía incapaz de dar cuenta de la existencia del mundo exterior es, como Kant lo reconocía, "un escándalo", y no sólo para el sentido común no filosófico. Pero en nada contribuye a solucionar el "escándalo" invocar de manera demagógica al sentido común, para ne­garlo pura y simplemente.

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racional", distinto al "criterio sensual". Pese a que el empirismo y el idea­lismo en su versión carista digan lo contrario, es claro que, incluso aten­diendo a todos sus matices diferenciadores, ambas corrientes suscribi­rían afirmaciones similares. Pero el propósito de Caro es más ambicioso: no se trata tan sólo de afirmar la existencia de un mundo exterior —lo que supuestamente no podría hacer el utilitarista-sensualista, ni tampo­co el idealista—, sino que junto con la existencia de ese mundo va la afirmación del mismo como un todo ordenado, es decir, un cosmos ideo­lógicamente dispuesto, y depositario de orientaciones acerca de lo bue­no y lo malo para el individuo, desde el ámbito fisiológico hasta el moral y social. La función de la razón carista es, pues, triple: afirmar la existen­cia del mundo exterior, reconocer al mundo exterior como orden pre­existente y descifrar tal orden. Sólo así el individuo podrá reconocer su puesto objetivo en el cosmos y adecuarse a él.

A mi juicio, sólo la inferencia del mundo exterior como acto racio­nal puede reclamar validez pública. Las restantes no serían cuestionables si se las afirmara como creencias religiosas sin pretensiones de argumen­tación puramente racional. Si, no obstante, se pretende atribuirles tal carácter, ello constituye un acto de "contrabando ideológico". Ahora bien, prescindiendo de la fraudulencia, importa aquí comprender los propó­sitos de Caro cuando la comete.

El propósito de referir la sensación subjetiva e individual a una cau­sa externa no es otro que el de inscribirla dentro de un orden objetivo y preexistente al individuo. En ese sentido puede afirmarse que la preocu­pación de Caro por demostrar la existencia del mundo exterior, y su suposición de éste como un todo ordenado, es decir, como un cosmos Ideológicamente dispuesto, va en contravía de un supuesto central de la ciencia moderna. Para emplear la expresión de Alexandre Koyré, ésta concibe al universo no como cosmos sino como infinito. Pero lo que para nuestros propósitos es más relevante es que esa concepción cósmica del universo funge como argumento preparatorio para introducir una con­cepción de la vida social como comunidad que antecede y envuelve a la vida individual.

Para Caro, la función de la razón es reconocer ese orden preexisten­te, y permitir la adecuación del individuo a él. El conflicto con el utilitaris-

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mo reside, entonces, no en que éste renuncie al empleo del "criterio racio­nal" —afirmarlo es una calumnia política—, sino en que lo entiende de manera distinta: que el punto de partida de la reflexión utilitarista sea el individuo (con sus sensaciones de placer o dolor) significa precisamente que la preexistencia natural de tal orden, es decir, de la comunidad, no es más reconocida como útil para garantizar la cohesión entre individuos crecientemente individualizados. Pero como hemos visto, ello no significa la renuncia a todo orden, ni a toda razón; por el contrario, surge la necesi­dad de construir un orden. Para el utilitarista, la sociedad es un producto artificial, y su fundamento reside principalmente en los vínculos que in­dividuos conscientes construyen entre sí. Cuando Hobbes afirma que "el hombre se hace apto para la sociedad no por naturaleza sino por educa­ción" (Hobbes i, 2), se refiere entonces a que la vinculatividad social no puede entenderse como dato preexistente a los individuos, sino como producto construido o por construir a partir de ellos. Caro es más osado: la razón no sólo enseña que el mundo físico es la causa de las sensaciones individuales, sino que dicho mundo conlleva un orden objetivo que hay que reconocer y al que es preciso adecuarse para bien del individuo. Así mismo, también la razón enseña que la comunidad preexiste al indivi­duo, y es portadora de las pautas objetivas del buen comportamiento.

2.3. Razón inferior y razón superior

El llamado "criterio racional" desempeña pues un papel de primer orden dentro de la argumentación de Caro. No sólo nos permite reconocer la existencia del mundo exterior, sino indagar acerca de la constitución del mismo. En un juego ambiguo con la epistemología moderna, afirma Caro que

con la sola experiencia acumularíamos datos parciales sin número, pero nunca osaríamos interpretarlos como indicios de leyes generales. Nues­tro entendimiento inquiere insaciablemente lo universal, lo comprehensi­vo, sin duda porque lleva consigo mismo la necesidad de eso que se busca (ibid.,p.4s).

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Pero de allí no se derivaría, como lo sabe cualquier conocedor de Kant, que lo universal, lo comprensivo o las leyes generales existan con independencia del entendimiento que las busca. Caro lo hace, aunque para ello tenga que recurrir a fuentes distintas a las de la razón, y que no pueden tenerse por tales:

Ni podría suponerse que Dios, habiendo creado todos los seres los unos para los otros, con inclinaciones y capacidades armónicas, sólo hubiese dejado a la inteligencia humana desprovista de toda noción predisponente, desorientada, digámoslo así, en medio del orden universal (Caro, p. 45).

Podemos aceptar razonablemente que en el conocimiento convergen elementos de distinta procedencia, como son los contenidos sensibles y las funciones lógicas. Caro procede así y, en consecuencia, distingue un "orden racional inferior" al que corresponden "la percepción sensible, la inducción laboriosa, el asentimiento deliberado" y que "nos instruye". Pero del mero hecho de que las funciones lógicas implícitas en estas ope­raciones no puedan ser derivadas de la experiencia, Caro infiere —otro contrabando— la ilegitimidad de todo control empírico, y se cree auto­rizado para afirmar, como inferencia de la razón, la existencia de un "or­den racional superior", al que "pertenecen la intuición pura, la inteligen­cia comprehensiva y subitánea, el asentimiento inspirado", orden éste que "nos ilustra, e ilustrándonos nos explica el fundamento de ambos. Por eso llamamos al uno superior al otro" (ibid., p. 47 y ss.)21.

Así mismo podríamos aceptar que en virtud de su capacidad racional, el individuo puede trascenderse, reconociendo como existente al mundo, o a otros individuos, sin que ello signifique que la razón esté por fuera de él, y mucho menos que haya de estar encarnada en una entidad específi­ca. Pero para Caro, lo uno implica lo otro: al uso de la razón liberado del control empírico, se añade la concepción de la razón como entidad no sólo independiente del individuo, sino del género humano mismo:

21. En pro de su afirmación de la independencia del orden racional superior, y de la validez de su uso, Caro llega incluso a aducir la existencia de "poderes adivinatorios" que han probado su fertilidad, por ejemplo, en el campo de la medicina (cf. p. 46).

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¿Pero qué es la razón? Puesto que mi razón me manda y me gobierna, es

superior a mí, no está en mí. El hombre no se prosterna ante la ley moral y

ante la razón que la dicta, sino porque no son él mismo; el hombre no se

adora a sí propio ni a lo que de sí propio procede. La razón no es el yo, aun­

que se revela al yo; la razón es profundamente impersonal (Caro, p. 255).

A estas alturas, el lector incauto está suficientemente ablandado, y Caro puede dar el golpe final de su argumentación supuestamente racio­nal. Luego de haber declarado que el "orden racional superior" es inde­pendiente de la naturaleza humana, éste merece llamarse criterio sobre­natural, y nuestro santafereño concluye coherentemente:

Como se ve, en último resultado el fundamento de la convicción científi­

ca y el de la religiosa son uno mismo: la fe, no ya en el órgano con que

vemos, no ya en la facultad de ver, sino en la veracidad de la causa que nos

dio esa facultad y estableció relaciones entre ella y los objetos exteriores.

Este problema (la objetividad de las ideas), este problema capital es inso-

luble para la ciencia. Es el criterio sobrenatural confirmado por la revela­

ción, quien lo explica todo con esta palabra: "Dios no puede engañarse ni

engañarnos" (Caro, p. 48).

2.4. El criterio sobrenatural, la revelación y la religión

Del reconocimiento de ciertas funciones lógicas que, siguiendo a la epis­temología kantiana, podríamos calificar como apriorísticas, Caro pre­tende como racional la inferencia de su total autonomía con respecto a cualquier contenido empírico. Y de esa autonomía nuevamente infiere como conclusión racional obligada que ella misma es testimonio de la presencia de un "criterio sobrenatural" que todo hombre sensato habría de aceptar. A su turno, el "criterio sobrenatural" que todavía es pensado como característica natural de la razón humana garantiza el vínculo con y obliga a la aceptación de la revelación divina. Frente a las pretensiones racionalistas de esta cadena de inferencias, bien valdría la pena recordar el ajuste de cuentas kierkegaardiano: "Por la fe Abraham dejó la tierra de sus mayores y fue extranjero en tierra prometida. Abandonó una cosa, su

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razón terrestre, y tomó otra, la fe; si no, pensando en lo absurdo de su viaje

no habría partido"2 . Para el danés, la genuina proclamación de la fe siem­

pre fue un "escándalo" precisamente porque la aceptación de la fe no es

una exigencia de la razón, sino que está en contradicción con ésta.

Ahora bien, la afirmación de un "criterio sobrenatural" en la razón

natural humana que nos conduce a la aceptación de la revelación sobrena­

tural sigue siendo para Caro un hecho ambiguo y peligroso, si carece de

una ulterior restricción. En efecto, tanto la Reforma como el romanticismo

podrían suscribir "la intuición pura, la inteligencia comprehensiva y subi­

tánea, el asentimiento inspirado", mediante los cuales Caro caracteriza la

independencia de todo criterio sensualista y empirista. Al fin y al cabo, el

individuo podría aceptar a la razón como entidad objetiva externa, y

también a la revelación sobrenatural, permaneciendo, no obstante, él mis­

m o como su intérprete y en posible colisión con otras interpretaciones.

Pero Caro no es ni estética23 ni filosóficamente romántico: de ahí que

la razón, entendida como "criterio sobrenatural", se incline "naturalmente"

ante la revelación, pero también ante la religión:

Creemos también naturalmente que la verdad que estamos obligados a

profesar es una, y que dos creencias religiosas opuestas no pueden ser a un

tiempo verdaderas ni obligatorias. Por esto nos esforzamos en averiguar

la verdad, para seguirla; es nuestra razón instintiva y naturalmente la que

nos inclina a este examen, la que nos manda preferir lo más conforme a la

verdad, y la que, finalmente, juzgando por sí misma, nos advierte de lo

que es más conforme a la verdad. Tan cierto es esto, que lo verdadero

suele llamarse razonable. Esta tendencia hacia la verdad uniforme explica

todas las intolerancias y todas las conversiones sinceras. Puede ofuscarse la

22. Soren Kierkegaard, Temor y temblor, traducción de Jaime Grinberg, Losada, Buenos Aires, 1947, p. 20

23. "Pero es lo cierto que para poseer el bien natural metafísico y el moral, y sentir­lo mucho o poco, preciso es aprehenderlo racionalmente. Allí han florecido las bellas artes donde se ha cultivado con más empeño el criterio racional (...) Ahora bien, allí han decaído las artes donde no se ha reconocido otro criterio que el sentimiento: a este yerro, hijo del principio utilitario, débese exclusivamente, en nuestro concepto, la pos­tración lamentable de la literatura patria" (ibid., p. 40).

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razón momentáneamente, pero siempre lleva en sí estos principios inalie­

nables: la verdad es una, la verdad es igualmente obligatoria a todos. El

primer principio envuelve una noción confusa de Dios; el segundo, la del

linaje humano como familia de Dios. En suma, existe una revelación natu­

ral, que ilustra al hombre el camino de la vida. Este instinto no es el instinto

sensual que nos es común con el bruto. ¿Qué diferencia habría entonces

entre las sociedades humanas y las tropas de razas inferiores? No, es un

instinto racional, una luz que viene de lo alto. Es la ley natural (ibid., p. 56).

Para la sensibilidad de un lector contemporáneo cultivado, la ante­rior y tácita aplicación de los principios lógicos de no contradicción y del tercero excluido a creencias religiosas resultará, y con razón, repugnante. Pero además, del anterior alegato de Caro difícilmente podría pretenderse que proporciona criterios para la elección racional entre dos creencias religiosas contrapuestas, como bien podrían serlo el protestantismo y el catolicismo. Sin embargo, y pese a su tono apologético, lo que Caro deno­mina aquí "principios inalienables" de la razón no revela otra cosa que las principales características de lo que Durkheim llamaba solidaridad me­cánica: sólo hay una verdad, que en última instancia, y para serlo, ha de te­ner carácter religioso; y si cualquier pluralidad resulta absurda, es decir, disolvente, es porque para el miembro de la comunidad la positividad de una verdad resulta tan evidente, como si se tratase de algo instintivo.

Puede afirmarse que, al menos en principio, la Reforma protestante también habría podido suscribir ambos principios. No obstante, con su reivindicación de la interpretación individual de las Escrituras, repre­sentó, pese a sus intenciones originales, un comienzo efectivo del fin de la comunidad. Y también sin proponérselo, ella resultó ser comienzo de un nuevo tipo de control que el individuo tenía que asumir sobre sus espal­das. Coincidía así con las tendencias hacia un nuevo tipo de solidaridad requerido por aquellas sociedades que, católicas o no, experimentaban intensos procesos de división del trabajo. Así pues, pese a que el protes­tantismo pueda aceptar en teoría que la verdad es una e igualmente obli­gatoria para todos, su práctica no puede impedir que cada uno interpre­te tal verdad a su manera. En eso consiste para Caro la superioridad del catolicismo: se trata de una institución que al mediar entre la revelación

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y el criterio sobrenatural de la razón garantiza la unidad interpretativa de la verdad. Y como "no hay cuña que más apriete que la del propio palo", nuestro santafereño no duda en afirmar:

El catolicismo es verdad y santidad. Salimos de él por el protestantismo que nos lleva al racionalismo, y el racionalismo nos lleva al lamentable estado que acabamos de delinear, es decir, al absurdo en lo intelectual, y a la prostitución en lo moral. El protestantismo es el primer paso en una rápida pendiente que termina en un abismo. Fuera, pues, del catolicismo, no hay salvación (ibid., p. 261).

3. La sociedad como comunidad

La tesis de Caro según la cual la verdad es una e igualmente obligatoria para todos expresa, pues, la quintaesencia de lo que Durkheim calificó como solidaridad mecánica. Pero para evitar la imagen de sociedad un tanto simplificada que podría derivarse de este concepto, creo conve­niente complementarlo con la categoría de comunidad de Tonnies. Se­gún ésta, la unidad fundamental de la vida social comunitaria no consis­te en la uniformidad no diferenciada y repetitiva de sus componentes. Al comienzo de esta exposición se ha señalado que, según la tipología de Tonnies, si la comunidad merece ser comparada con un organismo vi­viente es porque ella realiza la unidad de lo múltiple. Así mismo, si las metáforas por él empleadas para la descripción de la sociedad son mecá­nicas, ello se debe precisamente a que los vínculos unitarios se disuelven, dando paso a un mero conglomerado de individuos.

En lo que a Caro se refiere, me parece que sus análisis pueden ser un buen ejemplo de la tipología de Tonnies:

Para nosotros, la sociedad es una gran familia, y su misión la misma que, en su escala, cumplen los padres de familia: educar por medio de la sensa­ción y de la idea; la autoridad pública debe perfeccionar al hombre como la autoridad doméstica perfecciona al niño. La ley es la razón del padre de familia, dice Montesquieu. La teoría social que, dando a la sociedad carác­ter mercantil, mira en la autoridad sólo un administrador, está en oposi-

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ción con los hechos; ella no satisface a la razón ni a los sentimientos gene­

rosos del corazón humano.

Según la teoría que presentamos, el gobierno debe asumir un carácter

más bien paternal que administrativo; son distintivos de aquel carácter, en

lo visible y material, la antigüedad, la fuerza, la permanencia; pero amor

es su atributo esencial (Caro, p. 136).

Desde el punto de vista de la vida social como comunidad, la diferen­cia entre gobernante y gobernado se confunde entonces con las dife­rencias estamentales que a su turno aparecen como naturales. De ahí la equiparación de las diferencias sociales con las diferencias familiares: "Pa­ra el niño, tipo del hombre educando, la madre representa a la naturale­za, el padre a Dios" (p.135). En la vida social, más que en ciudadanos ha­bríamos de pensar en educandos, para quienes la educación cumple con el papel materno de hacer sentir el bien y el mal, que se complementa con el ejercicio paterno de la autoridad y la ley. En este preciso contexto, no deja de resultar irónico que Caro se atreva a denominar al utilitaris­mo como "lógica infantil extendida a todo fenómeno" (ibid., p. 135).

Pero es entonces explicable que, pensando en clave de comunidad, definir la autoridad como mera "administración" no sea otra cosa que despojar a los miembros de sus atributos específicos naturales, hacién­dolos intercambiables. Algo tan absurdo como si, de repente, en una fa­milia los roles pudiesen ser intercambiados, y los niños pudiesen asumir las funciones de sus padres.

Ahora bien, lo que el utilitarismo supone es que la ecuación familia-sociedad no es más vigente. De ahí que el gobernante, aun si amoroso, no pueda ser tenido más como padre. Y de ahí también la importancia que el utilitarismo —naturalmente que no en la versión simplificada que de él ofrece Caro— atribuye a la educación de los individuos.

IV

CONCLUSIÓN

El escrito de Caro que he comentado en este ensayo bien puede calificar­se como obra de juventud. Cuando fue publicado, su autor tenía 26 años.

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Adicionalmente, en los Estados Unidos de Colombia la polémica en tor­no al utilitarismo decaería pronto, para ser sustituida por otras. Podría pensarse en consecuencia que todo este asunto no es digno de mayor atención. No obstante lo anterior, creo que el triunfo del proyecto de la Regeneración es directamente proporcional al fracaso de una aclimata­ción del utilitarismo en nuestro medio. Las consecuencias culturales de tal fracaso podrían extenderse hasta nuestros días.

En efecto, la doctrina utilitarista —insuficiente o no, con flancos dé­biles o sin ellos, y personalmente me inclino por lo primero— está lejos de ser un hedonismo ramplón. Por el contrario, al exigir un complejo y refinado razonamiento del individuo acerca de sus propios deseos, le in­duce a una jerarquización y sistematización de los mismos, e implica un intenso autocontrol. Y si la consideración de los intereses ajenos se im­pone en un primer momento de manera negativa —en el sentido de que es preciso tenerlos en cuenta como factores que fomentan u obstaculi­zan los propios intereses—, el utilitarismo interiorizado lleva a la razo­nable conclusión de que el propio bienestar no será duradero si se opone al de los demás. Por deficiente que sea, la modernidad no es viable sin su aporte. Tal vez algo de esta conciencia esté presente en la importancia otorgada a la educación por el radicalismo.

Rafael Núñez, en su momento radical agente de la desamortización de los bienes eclesiásticos, hacía gala de una comprensión más matizada de los esfuerzos reflexivos modernos, si bien su posición acerca de los mis­mos es más o menos oscilante. Así, por ejemplo, y con motivo de la dis­tribución de premios en la Universidad Nacional el 19 de diciembre de 1880, dice en su discurso:

Imprescindible me parece, además, el cambio de algunos textos, para po­

ner las enseñanzas al nivel de los adelantos tan considerables que han

hecho las ciencias en los últimos años. Si se adopta, por ejemplo, la lógica

de John Stuart Mili, los alumnos advertirán, desde los primeros días, que

se encuentran a la vista de horizontes y panoramas mucho más vastos y

hermosos, y en aptitud, por lo mismo, de dar a su razón incomparable

vuelo. Del principio de la utilidad no puede prescindirse; pero es necesa­

rio que su exposición se haga de manera de no estimular el nacimiento y

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desarrollo de torpes pasiones egoístas. Hay tanta diferencia entre lo que

comúnmente se llama principio de utilidad, y el legítimo principio del

mismo nombre, como entre Epicuro y Catón. Si utilidad es bien, o causa

de bien; y si ese bien y esa causa de bien se refieren a la sociedad entera,

ella es incuestionablemente sinónima de justicia. Los placeres físicos pue­

den ser muy perniciosos; pero en ese caso no son útiles. Lo son solamente

aquellos que no producen males. Hay, además, placeres tan puros que

pueden provenir de un acto de abnegación suprema. (...) La doctrina uti­

litarista no es, por tanto, a mi juicio, adversa del principio ascético, que

significa sacrificio, como Bentham lo pretende y sostiene. Tampoco me

parece fundada la repudiación del derecho natural que este intrépido ex­

positor hace en su tratado de legislación24.

En el mismo discurso Núñez hace un elogio de la sociología, porque

"justifica y admite todas las opiniones, comprende y aplaude todas las

tendencias, aun las más contradictorias" (ibid., p. 420). No obstante, rápi­

damente evolucionaba hacia las posiciones doctrinarias propias de la

Regeneración. Así, en un artículo escrito en Cartagena el 5 de agosto de

1883, que lleva por título "La sanción moral", comienza a expresar sus

dudas acerca de la posibilidad de una moral no fundada en presupuestos

religiosos: "No negamos —dice allí— la posibilidad de altísimos senti­

mientos morales sin definidas creencias religiosas; pero sobre esto han

ocurrido también equivocaciones, porque no es fácil penetrar en el recón­

dito recinto de la conciencia humana" (Núñez, 1,2, p. 85). Así pues, frente

a tanta incertidumbre, era mejor cortar por lo sano, y acudir a lo inequí­

voco:

El desarrollo moral incesante que trae consigo la civilización verdadera,

es obra inseparable del sentimiento religioso, porque de otro modo des­

pierta apetitos funestos, incontenibles y destructores; ese desarrollo es el

que ha venido retinando la sociedad, facilitando las relaciones, embotan­

do las espadas, alejándonos, en una palabra, de la situación lastimosa en

24. Rafael Núñez, La reforma política en Colombia, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1945. Se citan los tomos 1 (2), y 11, p. 417 ss.

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que vegetan las tribus antropófagas, y otras que, sin serlo, son, no obstan­

te, bárbaras (ibid., p. 85; cursivas mías).

Para 1888, don Rafael ya ha abandonado toda veleidad modernizante. En su artículo "Lección de estética" escrito en Bogotá el 29 de junio de di­cho año, comienza con el siguiente epígrafe tomado de su propia Crítica social de 1864: "Todavía no se ha demostrado que la religión y la moral puedan andar separadas". Allí ya no hay reconocimiento alguno para el utilitarismo, e incluso se pasan por alto los esfuerzos laicizantes de la reflexión inglesa sobre los llamados sentimientos morales al imputar su valor y efectividad a su trasfondo religioso. El regenerador liberal se mos­traba para entonces en perfecto acuerdo con su colega conservador:

como nos hizo notar nuestro ilustre amigo el señor Caro, no hay otra

solución sólida allí que la que puede proporcionar la luz evangélica en su

genuina irradiación práctica: caridad en la cúspide y resignación cristia­

na en la base de la pirámide. La ciencia y las bayonetas serán impotentes

(Núñez, tomo 11, p. 399).

Los acontecimientos de los últimos años se habrán encargado de mos­trarnos cuan ilusos hemos sido al pensar que el problema de la unidad nacional había empezado a resolverse a partir de la Regeneración. Es cla­ro que la religión verdadera no puede ser cemento efectivo del orden social, si la sociedad en cuestión exhibe toda la complejidad propia de lo moderno. Al oponerse al utilitarismo, Caro obstaculizaba ese complejo y refinado proceso de formación del individuo, en el que la reflexión acer­ca de los propios deseos se traduce en un intenso autocontrol. Pero en cualquier caso, y aunque el señor Núñez acierte en la deficiencia cohe-sionadora de las bayonetas, bastantes motivos tenemos para creer en su desfase en lo que a la "caridad en la cúspide y resignación cristiana en la base" se refiere.

La historiografía más reciente nos muestra a las élites colombianas de la época suficientemente informadas acerca del contexto internacio­nal en el que debían inscribir sus actividades agroexportadoras. Pero mientras que dicho contexto se afirmaba como sociedad, nuestras élites

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optaron por un proyecto interno de convivencia que bien podríamos calificar como comunidad. Sólo así, y haciendo caso omiso de su induda­ble provincianismo clerical, puede comprenderse el sentido de la afirma­ción del joven Caro:

La escuela de Satanás se llama aquí, como en otras partes, el utilitarismo.

Y la escuela de Cristo se llama aquí, como en todas partes, el catolicismo.

Tales son los términos, la verdadera fórmula de la gran cuestión moral

que se debate en el mundo (Caro, p. 270).

Pues bien, cuando algunos procesos de modernización irrumpieron, y cuando la Regeneración, el Frente Nacional y la centenaria Carta Cons­titucional se agotaron, todavía no habíamos visitado las aulas de Satán. Si una caída de los precios internacionales de nuestras exportaciones pre­cipitó la Guerra de los Mil Días, tal vez sólo otra caída —ahora de nuevos productos naturales, más o menos refinados— pondría fin a la presente. Tan precaria es nuestra situación. Muy alto precio el que deben pagar quienes se negaron a ser discípulos de Satanás.

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