CALVINO Y LA INSTITUCIÓN:
POLÉMICA EN TORNO A LAS IMPLICACIONES JURÍDICAS Y
POLÍTICAS DE LA OBRA DEL REFORMADOR
Antonio Rivera García
(Universidad de Murcia)
El reformador de la ciudad de Ginebra siempre ha sido objeto de polémica: el republicano
Rousseau, en su Contrato Social, confiesa la deuda contraída con el jurista Calvino, mientras que
el historiador Trevor Roper admite la influencia de las ciudades calvinistas, pero no de Calvino,
sobre los filósofos del siglo XVIII. El publicista alemán Georg Jellinek, en discusión con Émile
Boutmy, halla en la libertad de conciencia defendida por el reformador el origen último de las
americanas Declaraciones de Derechos, en tanto que Eric Vögelin arremete contra la Institución
Cristiana de Calvino, la Encyclopédie y las Declaraciones de Derechos por ser todas estas obras
una especie de koran gnóstico o un manual infalible destinado a resolver los problemas
planteados en cualquier esfera de la vida. Podemos multiplicar hasta el infinito las opiniones a
favor y en contra de Calvino. Mi libro Republicanismo calvinista1 también puede insertarse
dentro de ese debate: presta mayor credibilidad a Rousseau y rechaza las tesis de Vögelin, quien
parece confundir al reformador con algunos de sus discípulos más sectarios. En este ensayo he
intentado construir sobre todo un tipo-ideal que nos permita demostrar la siguiente hipótesis: las
bases jurídico-políticas del republicanismo moderno, muy distinto al maquiaveliano o a la
tradición del humanismo cívico, y cuya primera gran expresión encontramos en Rousseau y Kant,
ya se encuentran esbozadas por las dos obras principales de Calvino y Althusius.
En España, la antipatía hacia el reformador ginebrino siempre ha sido profunda. No podemos
olvidar que la vanguardia de la Contrarreforma, los teólogos-juristas de la Compañía de Jesús,
procede de nuestro país. Además, el pensamiento contrarrevolucionario o tradicionalista español
1 A. Rivera, Republicanismo calvinista, Res publica, Murcia, 1999. Esta obra será citada a partir de
ahora con las abreviaturas RC.
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remontó el origen de las revoluciones seculares del XVIII hasta la Reforma. En nuestro siglo, el
mito Servet, popularizado por Stefan Zweig, y la deficiente lectura de una obra capital de Max
Weber, La ética protestante, nos devuelven a un Calvino sectario y capitalista.
En las siguientes páginas intentaré defender el pensamiento institucional o jurídico de Calvino
contra estos seculares prejuicios. Aprovecharé la ocasión para contestar la crítica que sobre mi
libro ha escrito Marta García Alonso.2 Pues esta crítica, aparte de demostrar un sorprendente
desconocimiento de la metodología weberiana de los tipos ideales y de apostar por viejas y
apolilladas formas de abordar la lectura de las fuentes clásicas, aparece como un perfecto ejemplo
de las erróneas opiniones vertidas en España contra Calvino.
1. Metodología: los tipos ideales y la lectura de las fuentes políticas. He pretendido en mi
libro construir el tipo ideal republicanismo calvinista a partir de las dos obras cumbres, las más
representativas y leídas, del calvinismo menos sectario o alejado de la Reforma radical: la
Institución de la Religión Cristiana3 de Calvino y la Política de Althusius. Sin embargo, García
Alonso no tiene ningún empacho en aseverar que el núcleo de mi tipo ideal se encuentra en
Calvino, y no como he afirmado reiteradamente en aquellas dos obras. Por eso no duda en
prescindir de la tercera parte de mi libro, la dedicada a la Política de Althusius, y probablemente
la más importante porque trata de la esfera política. Y todo ello a pesar de advertir, desde el
comienzo, que el propósito de este libro es “diseñar un cuadro teórico sin contradicciones, en el
cual todos los conceptos se interrelacionan”. La arbitraria lectura de mi libro continúa y señala, lo
cual es completamente falso, que pretendo realizar “un tipo ideal sobre la obra de Calvino”. De
nuevo lo repito: mi tipo ideal se construye a partir de la IC y de la Política de Althusius, y de
ninguna manera puede ser un tipo ideal de la obra de Calvino. Tampoco aspiro en este breve
ensayo a realizar una genealogía del republicanismo moderno, aunque suministre materiales, un
tipo ideal, para contribuir a esta tarea. Pero la autora de la crítica llega al punto de manifestar que
en este libro intento trazar la Historia Intelectual del teólogo ginebrino. De este modo, en lugar
de objetar la metodología empleada, la de los tipos ideales weberianos, parece identificar la
metodología weberiana con la Historia intelectual.
2 M. García Alonso, “¿Calvino republicano?”, Revista Internacional de Filosofía Política (Madrid), n.º 17 (julio 2001), pp. 225-230.
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Pues bien, ya tenemos a García Alonso en su campo, en el de la Historia Intelectual. Y
entonces se siente tan cómoda que puede terminar recriminándome, en la última parte de su nota,
por no haber reconstruido “la doctrina del reformador ginebrino atendiendo más a la continuidad
con sus inmediatos antecesores católicos”. Parece ser de este modo que dicha metodología
pretende establecer nexos: “si de Historia intelectual se trata –escribe García Alonso, la cuestión
sería establecer los nexos o, si no los hubo, explicar la pertinencia de la comparación”. Sin duda a
mí me ha tocado un pésimo lector de mi libro. No es difícil darse cuenta de que el republicanismo
calvinista se encuentra muy lejos del catolicismo: mi tipo ideal no es esa peculiar Historia
intelectual porque pretende demostrar ante todo la ruptura del pensamiento de Calvino con el
catolicismo. Esto no es una invención mía: no ahorro las citas de la Institución de la Religión
Cristiana en las cuales se marca la radical distancia del teólogo de Ginebra con la Iglesia de
Roma. Cualquier lector habrá podido advertir que uno de los principales objetivos de mi libro es
demostrar la ruptura de Calvino con el pensamiento jurídico católico, el iusnaturalismo material
basado en la obligación moral de los mandatos jurídicos, y con el pensamiento de la Reforma
radical, la cual, tras una interpretación exagerada del dogma de la libertad cristiana, combate
todas las instituciones y niega, en contra del iusnaturalismo formal del reformador, la utilidad de
las leyes para conseguir los fines, buenos moralmente, de la paz y la concordia. Todo ello no
impide reconocer la deuda de Calvino con Agustín de Hipona, como expresamos –a pesar de lo
que dice nuestra lectora– en innumerables fragmentos de Republicanismo calvinista.4
García Alonso prosigue su ataque y censura mi ensayo porque “el análisis se basa
exclusivamente en una lectura de su obra magna, la Institución de la religión cristiana”. Cabe
preguntarse, ¿acaso no es este libro un perfecto resumen de todo el pensamiento del reformador?
A diferencia de Lutero, Calvino sí escribió una obra en donde se condensa toda su doctrina.
3 J. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, Fundación Editorial de Literatura Reformada,
Rijswijk, 1967. Esta obra será citada a partir de ahora con la abreviatura IC. 4 García Alonso, sin embargo, dice que Agustín de Hipona no se encuentra entre mis fuentes. Juzgue el
lector: “Después de Agustín de Hipona, es el cristianismo de la Reforma quien lleva a su máxima expresión el abismo ético entre la justicia divina y el derecho humano” (RC, p. 13); “Calvino desarrolla la doctrina de Agustín de Hipona sobre los dones que corresponden a los descendientes del primer hombre” (p. 24); “Calvino resume esta idea refiriéndose al Sermón 176 de Agustín de Hipona [...]” (p. 33); “Entre las antiguas definiciones de libre albedrío, Calvino prefiere, sin duda por el papel relevante que juega en ella la gracia, la de Agustín de Hipona” (p. 36); “Calvino resume la distinta justicia empleada para los premios y los castigos con las palabras de Agustín de Hipona [...]” (p. 45); “[...] Agustín de Hipona: la
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Cualquier persona mínimamente informada sabrá que aquí se encuentra lo esencial del
pensamiento relativo a las instituciones humanas de Calvino; de la misma forma que el
pensamiento político de Althusius se halla concentrado en su Política. A pesar de todo no he
podido dejar de comentar brevemente, en el apartado dedicado a la Reforma radical (pp. 68-72),
algunas de las obras del reformador escritas contra estos radicales. Todas ellas ponen de
manifiesto que detrás de la Institución hay una extensa y coherente producción literaria, cuyo
contenido no resulta contradictorio con su principal obra. Además no sólo he seleccionado este
libro de Calvino porque contenga una perfecta síntesis de toda su doctrina, sino también porque
es la única obra del teólogo ginebrino que va a seguir leyéndose hasta nuestros días, la única
citada en la Política de Althusius, la única encontrada en la biblioteca de Spinoza (en la edición
de Cipriano de Valera) o la única mencionada en el Contrato Social de Rousseau, por citar tan
sólo a tres destacados pensadores políticos.
¿Y cómo se realiza esta lectura? Teniendo en todo momento presente el contexto polémico, los
autores contra quienes escribe Calvino. Hasta el más despistado de los lectores sabe que la obra
del reformador no se puede entender si obviamos esta discusión. Desde luego, para mi limitada
empresa –y reitero que nuestra hipótesis nada tiene que ver con la historia intelectual de Calvino–
no era necesario comentar las diferentes ediciones de la Institución, ni hacer repaso de los
capítulos con que esta obra fue incrementándose en sucesivas ediciones, como tampoco era
necesario analizar la infinidad de motivos teológicos que contiene la obra de Calvino. Sin
embargo, García Alonso escribe: “Rivera parte de la clásica traducción española de Cipriano de
Valera (1597), omitiendo cualquier análisis de estos avatares editoriales. Aparece aquí una
dificultad en la interpretación de Rivera que [...] afecta decisivamente a su proyecto: ¿a qué
extremo podemos constituir un tipo ideal sobre la obra de Calvino, desentendiéndonos de las
circunstancias en que fue escrita?”. En primer lugar sería engañar al lector si dijera que utilizo la
traducción de Cipriano de Valera. En realidad, me sirvo para las innumerables citas aportadas de
la magnífica edición española de 1967, revisada concienzudamente a partir de los originales
latino y francés. Ya hemos comentado que no pretendo “constituir [sic] un tipo ideal sobre la obra
de Calvino”, pero dejando esto aparte, García Alonso sostiene que mi proyecto se viene abajo
porque no comento los “avatares editoriales” experimentados por esta obra hasta su edición
autoridad de la Iglesia a la que mira la Reforma con la intención de superar el iusnaturalismo material
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definitiva de 1559 y 1560. Ciertamente no menciono en este libro dichas circunstancias
editoriales, pero sí analizo el contexto polémico, la crítica a la Iglesia de Roma y a la Reforma
radical, dentro del cual debe inscribirse la obra de Calvino. Éstas sí son las circunstancias que
podrían afectar a la construcción de mi tipo ideal, y no el comentario de la larga génesis editorial,
como tampoco necesitaron hacerlo Jellinek, Weber y tantos otros que estudiaron la influencia del
calvinismo sobre la modernidad. García Alonso no menciona, sin embargo, la importancia
otorgada a aquella discusión en sus inexacto y, a mi juicio, deficiente resumen que hace de los
dos primeros capítulos de mi libro.
La autora de la crítica a mi libro no se ha interesado en ningún momento por nuestro tipo ideal,
el republicanismo calvinista. Tan sólo parece obsesionada por encerrar el pensamiento de
Calvino en el pasado de sus “antecesores católicos”. Poco me importan las motivaciones de esa
estrategia, si es debida a su catolicismo, a la lectura de los, a su juicio, “solventes” estudios de
Calvino realizados por el sacerdote Larriba y el jesuita J. Colomer, o a su ateísmo. Lo rechazable
es que su defectuosa lectura del libro Republicanismo calvinista quiera convertirla en un fallo
mío, tal como se deduce de esta frase: “podríamos comenzar preguntándonos qué Calvino es éste
y, por nuestra parte, diríamos que un Calvino en buena parte refractado, esto es, leído desde muy
diversos autores, no todos calvinistas, desde luego, ni siquiera contemporáneos de Calvino”.
Evidentemente García Alonso ignora, a diferencia de los lectores de Koselleck, que las fuentes ni
son transparentes, ni se explican a sí mismas: el lenguaje de las fuentes, en contra de la opinión
de Otto Brunner, no explica el lenguaje de las fuentes. Koselleck, aproximándose a Max Weber y
alejándose de su maestro Brunner, señalaba atinadamente que “una presentación de la historia
constitucional vinculada al lenguaje de las fuentes sería roma, si los conceptos pasados no fueran
descritos o traducidos. De otra manera se trataría de una reedición del texto de las fuentes
antiguas, en una relación de 1:1, lo que no puede ser la meta de una escritura de la historia”.5 Ésta
es la razón por la cual intento comprender la Institución de Calvino a partir de conceptos o
categorías filosóficas contemporáneas, como moralidad, legalidad, convicción, responsabilidad,
costumbre, tradición, libertad de los antiguos y libertad de los modernos, historia de la ética,
historia de la ascética, etc., extraídas de muy diversos autores, desde Kant hasta Weber o
católico” (p. 113), etc.
5
5 Cit. en J. L. Villacañas, “Historia de los conceptos y responsabilidad política”, Res publica, n.º 1 (1998), p. 146.
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Foucault. Resulta como mínimo sorprendente tener que explicar la pertinencia de utilizar
herramientas conceptuales y filosóficas modernas y contemporáneas para comprender los textos
del pasado.
No podemos investigar el pasado como si desde el siglo XVI no se hubiera escrito nada sobre
filosofía política. No es otra la razón por la cual mi libro confronta a Calvino con el
republicanismo moderno que encontraremos más tarde en las páginas de Rousseau y Kant. Pero
comparar lo que dicen uno y otro no significa todavía establecer nexos como pretende García
Alonso: nunca me planteo la cuestión de si Kant pasaba por Calvino o por la tradición calvinista
cuando leía a Aristóteles. Mi objetivo, como el de todo tipo-ideal, ha consistido simplemente en
la tarea previa de elaborar un concepto, republicanismo calvinista, que pueda servir de guía a
futuras investigaciones. Esta función heurística es uno de los principales méritos de tales
conceptos.
Por supuesto, si hemos dado a luz este tipo-ideal es porque aparece cuajado de numerosas
hipótesis, y entre ellas, cómo no, cabría preguntarse si Kant, a través de Rousseau, recibe alguna
influencia del republicanismo calvinista. Pero también puede orientar nuevas sendas de
investigación: ¿el republicanismo moderno bebe de las fuentes calvinistas y se aparta tanto de las
tesis católicas, favorables a la moralización del derecho, como de las radicales favorables a
construir comunidades sectarias? ¿En qué medida el pensamiento puritano elaborado en la
Inglaterra del siglo XVII y en las colonias americanas se aparta del tipo ideal y tiende a moralizar
el derecho? La misma conclusión de mi libro es una de estas hipótesis: el Estado moderno, frente
a lo defendido por autores como Carl Schmitt o el propio Koselleck, no sólo se cimenta sobre el
absolutismo surgido tras el fin de las guerras civiles religiosas, sino también sobre el calvinismo
político que, según Franz Wieacker, incluye a Calvino, Althusius, Grocio, a los pensadores
americanos, Barbeyrac, Burlamaqui, Vattel y hasta al mismo Rousseau.6
2. Antropología calvinista. En el primer capítulo, he intentado explicar los supuestos
antropológicos de la teoría jurídico-política calvinista que estudio en los capítulos segundo y
tercero. Esta antropología subraya el carácter corrompido, deficitario o torcido del hombre. De
forma resumida he señalado tres supuestos fundamentales. En primer lugar, el entendimiento
6 F. Wieacker, Historia del Derecho Privado de la Edad Moderna, Comares, Granada, 2000, p. 245.
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natural o juicio común sólo delibera correctamente sobre los principios generales y, en cambio, se
suele equivocar en el caso concreto (RC, p. 52). Para explicar esto, Calvino acude a la autoridad
de Temistio, el último filósofo peripatético de valor y conocido además por sus comentarios
sobre Aristóteles: “El filósofo Temistio se acercó más a la verdad, diciendo que el entendimiento
se engaña muy pocas veces respecto a los principios generales, pero que con frecuencia cae en el
error cuando juzga de las cosas en particular” (IC, II, ii, 23, p. 192). Asimismo en las páginas 40-
42 comentamos que este juicio general o natural (atribuido por Dios a todos los hombres), y
distinto de la prudencia particular, concuerda con el clásico sentido común que desde Aristóteles
y Cicerón, hasta Althusius y Kant, se encuentra en cualquier pensador republicano, antiguo o
moderno. Todo lo cual no debe extrañar cuando notamos que Calvino ha expresado esta opinión
haciendo referencia a Temistio. Pero esta operación le parece dudosa a García Alonso porque
Aristóteles es apenas citado si lo comparamos con Agustín de Hipona. Razón absurda donde las
haya. Sobre todo si tenemos en cuenta que, a juicio de Calvino, el pueblo puede elegir a sus
ministros o representantes porque cualquier hombre, bueno o malvado, goza de un juicio
universal, común o de caridad capaz de juzgar correctamente la vocación externa de sus
gobernantes (II, ii, 24, p. 192; IV, iii, 13, p. 846; etc.).
En segundo lugar, existe una diferencia antropológica entre el entendimiento (el deliberar) y la
voluntad (el querer), esto es, los motivos de la voluntad pueden ser contrarios a lo deliberado por
el entendimiento. O dicho con las palabras del reformador: el hombre no siempre “escoge lo
verdaderamente bueno para él [...], sino que contra toda razón y consejo sigue, como una bestia la
inclinación natural” (II, ii, 26, p. 195). Y, aunque parezca sorprendente, llega a utilizar las
palabras de Ovidio para explicar este hecho: “Esta convicción inspiró aquella sentencia: Veo lo
mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor (Metamorfosis, VII, 20)” (23, p. 192). Y en tercer lugar,
hay una diferencia antropológica entre el querer (la voluntad) y el obrar (la praxis), es decir, uno
puede ser incapaz de llevar a la práctica sus deseos, de realizar el bien aun queriéndolo, pues sólo
“Dios da el querer y el obrar” (iii, 9, p. 208). La verdad de esta aserción, la inconstancia del
hombre, se encuentra, según Calvino, en Romanos, 7, 22-23 (27, p. 196).
En el último apartado del primer capítulo expongo el programa de los dos siguientes: el
republicanismo calvinista pretende corregir el déficit natural del hombre, la doble diferencia
antropológica entre el entendimiento y la voluntad, entre el querer y el obrar, mediante el derecho
(capítulo segundo) y la política (capítulo tercero): “como quiera –escribe Calvino– que hay tanta 7
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diversidad de condiciones entre los hombres, tanta variedad en los corazones, y tanta oposición
en los juicios y opiniones, no puede existir un gobierno lo bastante firme, si no se ordena con
leyes” (IV, x, 27, p. 951). García Alonso no dice la verdad cuando escribe que “la ‘síntesis de
voluntades’ del segundo punto y la democracia aristocrática7 del tercero” están “faltos de
referencia a las obras del Reformador”. Las citas relativas a este problema se encuentran a lo
largo de los capítulos segundo y tercero, y no en el primero. Por lo demás, sostenemos la tesis,
también en contra de García Alonso, de que la doctrina jurídico-política de Calvino no es un
ejemplo de teología política. El reformador se niega a extender, como pronto veremos, las
categorías teológicas de la religión verdadera a la esfera pública: ni el ámbito de la política es el
del enfrentamiento entre el amigo (elegido) y el enemigo (réprobo), ni el magistrado civil es un
gobernante decisionista similar o análogo al omnipotente Dios calvinista. Más bien, su teoría
constituye un ejemplo de antropología política hecha a la medida del hombre corrompido, del
hombre de la Iglesia visible.
3. La inclinación de Calvino por el pueblo. La nota crítica de Marta García Alonso sólo
cuestiona, aparte de mi metodología, dos puntos relativos a mi interpretación de la IC: le parece
discutible la inclinación de Calvino por el pueblo (“es más discutible, creemos, la interpretación
que hace Rivera de su inclinación por el pueblo”), pues los gobernantes “reciben el poder de
Dios, sin mediación alguna”; y cree que para Calvino la norma jurídica ni tiene un origen humano
ni es indiferente, sino que, por el contrario, supone un “imperativo moral-religioso”.
Veamos la primera cuestión. Para Marta García Alonso, Calvino expone una teología política
según la cual el pueblo no se halla en el origen de la institución eclesiástica o civil: “El problema
acerca del origen del poder no ha de confundirse con el de la designación de gobernantes. El
pueblo no elegía, sino que simplemente reconocía en ciertas personas los carismas otorgados por
Dios y, por tanto, no otorgaba el poder a sus representantes, puesto que éstos reciben el poder de
Dios, sin mediación alguna”. Forrester, quien al menos no duda de la inclinación del teólogo
ginebrino por el pueblo, parece decir, no obstante, algo semejante: “En la Iglesia, una elección
debidamente efectuada no puede hacer más que reconocer el llamado previo de Dios a un
8
7 García Alonso emplea indistintamente las expresiones “democracia aristocrática” y “aristocratismo democrático”, cuando tan sólo digo que la elección por el pueblo de los mejores implica introducir el principio aristocrático en el seno de la democracia.
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individuo para un ministerio particular, y en el Estado, asimismo, el proceso electivo es simple
reconocimiento de que Dios ha elegido una persona apropiada para un cargo. El poder y la
autoridad fluyen de Dios y no de los electores, y un magistrado elegido no merece menos
obediencia y respeto que un soberano hereditario”.8 Y en una nota añade que esto lo ha extraído
de IC, IV, iii, 13-15. Pues bien, leamos a Calvino y examinemos qué dice realmente en estos
apartados de su obra.
Adelantemos la conclusión: Forrester se equivoca gravemente en un artículo donde no sólo
confunde “la vocación particular de los apóstoles” (13, p. 845) con la vocación de “los pastores
comunes” o ministros eclesiásticos, induciendo al lector a creer que Calvino defiende una especie
de derecho divino de los gobernantes, sino que también comete el error de analizar sin solución
de continuidad a Lutero y Calvino, como si no existiera prácticamente ninguna diferencia entre
ambos. Ahora bien, Forrester no estima que elección y reconocimiento sean dos conceptos
antitéticos: lo elegido por el pueblo puede significar un reconocimiento de lo querido por Dios.
Recordemos, en cambio, las palabras de García Alonso: “el pueblo no elegía, sino que
simplemente reconocía”. Una mirada a la historia del pensamiento político nos permite advertir la
similitud de esta tesis con la empleada por Robert Filmer, el último gran defensor del derecho
divino de los reyes y el autor que rebate Locke en su Primer Ensayo sobre el Gobierno civil, para
criticar las doctrinas populares de jesuitas y calvinistas.9 Pero Calvino, como resultaría obvio
decir si no debiera enfrentarme contra prejuicios muy asentados, está más cerca de Locke que de
Filmer, y el autor del Ensayo sobre el entendimiento humano está más cerca de los puritanos
ingleses, a quienes ataca Hooker, que de los defensores del derecho divino de los reyes.
Indudablemente, todas las cosas suceden si el Dios calvinista así lo dicta, y todos los dones del
hombre caído, incluidos los necesarios para desenvolverse en el orden político, han sido
implantados por la divinidad. Esta verdad no impide que las instituciones eclesiástica y civil,
necesarias y buenas porque son útiles para el prójimo, para el hombre débil y corrompido, tengan
un origen humano. Tales instituciones son conformes con la voluntad del Hacedor, mas son
8 D. B. Forrester, “Martín Lutero y Juan Calvino”, en L. Strauss y J. Cropsey (comp.), Historia de la
Filosofía política, FCE, México, 1993, p. 324.
9
9 “Está claro –escribe Filmer― en un texto evidente que una cosa es elegir un rey y otro proclamarlo ante el pueblo: los hijos de Israel poseían este último poder, pero no el primero [...] Es decir, que Dios debe eligere y el pueblo no hace otra cosa que constituere. Mr. Hooker [...] expone claramente esta distinción.” (Patriarca o el poder natural de los reyes, IEP, Madrid, 1966, p. 31).
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levantadas por el hombre. Si no fuera de este modo, el origen de los malos gobiernos, incluso del
mal, debería ser atribuido a Dios, como, por otra parte, sostienen erróneamente algunos
intérpretes católicos del reformador.
Calvino se hace cuatro preguntas fundamentales en ese tercer capítulo del libro IV al cual alude
Forrester: “cómo han de ser los ministros que se eligen; cómo deben ser elegidos; quién los debe
elegir; y ceremonias empleadas al conferirles el oficio” (IC, IV, iii, 11, p. 844). La discusión se
centra en dos de estas preguntas: ¿quiénes deben elegir a los ministros de la Iglesia visible, de la
Iglesia pública? y ¿“cómo han de ser aquellos que pueden ser elegidos” (12, p. 845) para esta
función? En cuanto a la primera pregunta, Calvino, en clara oposición a la Iglesia católica, es
tajante: es el pueblo quien debe participar en esta selección: “Vemos, pues, que es legítima la
vocación de los ministros por la Palabra de Dios, cuando las personas idóneas son elegidas con el
consentimiento y aprobación del pueblo. Por lo demás, los pastores deben presidir la elección, a
fin de que el pueblo no proceda a la ligera, por facciones o con tumultos” (15, p. 847). Por el
contrario, en la Iglesia católica “se ha perdido toda la libertad que el pueblo tenía en la elección
de obispos. Ya no existe ni el recuerdo de voces, ni votos, de consentimiento o aprobación, ni
cosas semejantes. Toda la autoridad reside en los canónicos. Ellos dan los obispados a quien les
place. Al elegido lo muestran al pueblo; mas, ¿para qué?; será para que lo adoren, no para
examinarlo” (v, 2, pp. 860-861).10 Tras la lectura de estos fragmentos, ¿todavía puede discutir
alguien la inclinación de Calvino por el pueblo?
A la segunda pregunta se ha de responder que, según la Institución de la Religión Cristiana,
deben elegirse a quienes tienen vocación externa. Para contestar a esta pregunta no resulta
pertinente distinguir entre vocación y predestinación, sino entre vocación interna y externa.
Lamentablemente, García Alonso también ignora el complejo significado que posee vocación
para Calvino. Expliquémoslo brevemente: tienen vocación interna los que no entran “en este
estado por ambición ni avaricia, sino por un verdadero temor de Dios y por el celo de edificar la
Iglesia” (iii, 11, p. 844); todo lo cual explica su inclusión entre los electi o predestinados por
Dios. En cambio, poseen vocación externa aquellos que, aun teniendo mala conciencia o
ejerciendo su cargo por ambición o avaricia, realizan bien sus deberes profesionales (10, p. 844).
A juicio de Calvino, el pueblo debe limitarse a elegir a los buenos profesionales, a quienes no son
10
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“ineptos e incapaces de llevar la carga que se pone sobre sus hombros” y “no están manchados
por ningún vicio notable que los haga despreciables y sea causa de afrenta para su ministerio”
(12, p. 845).
En el ámbito de la Iglesia visible, el relativo a las vocaciones externas, no interviene Dios, sino
su criatura: “los pastores deben ser elegidos por hombres” o, para ser aún más exactos, “por el
juicio de los hombres” (13, p. 846). Por esta razón es factible el peor de los supuestos: una
organización eclesiástica, y ya no digamos estatal, dirigida por individuos que no cumplen con su
deber profesional. A veces, admite Calvino, entre los sacerdotes encontramos individuos
“inferiores en dignidad” al resto de los fieles (1, p. 837). Como la vocación externa no es igual a
la interna, nunca tendremos la seguridad de que en el futuro los elegidos por el hombre cumplan
con su misión. Pues la institución eclesiástica “está compuesta de buenos y malos” y se parece a
“una red que arrastra consigo toda clase de peces” (i, 13, p. 815). En mi libro he explicado hasta
la saciedad que la clave para entender a Calvino se halla en la distinción, nunca reconocida por la
Iglesia católica,11 entre la Iglesia visible, la construida por la criatura y llena de defectos, y la
invisible, la Iglesia compuesta por los santos, la querida por la divinidad. Según Calvino, en la
visible “están mezclados los buenos y los hipócritas, que no tienen de Cristo otra cosa sino el
nombre y la apariencia [...]. Así pues, de la misma manera que estamos obligados a creer la
Iglesia, invisible para nosotros y conocida sólo de Dios, así también se nos manda que honremos
esta Iglesia visible y que nos mantengamos en su comunión” (7, p. 811). Con mayor
contundencia se expresa en este fragmento: “si es el Señor quien dice que la Iglesia [visible]
estará sujeta a estas miserias hasta el día del juicio, siempre llevará a cuestas muchos impíos y
hombres malvados, y por tanto, inútil es que quieran hallar una Iglesia pura, limpia, y sin ninguna
falta” (13, p. 815). Los hipócritas, aun no formando parte de la Iglesia invisible, del grupo de los
electi, son reconocidos como miembros de la Iglesia visible, pues también los malos “por la
confesión de fe, por el ejemplo de vida y por la participación en los sacramentos, reconocen al
mismo Dios y al mismo Cristo” (8, p. 811). En cualquier caso, ni se reconoce ni se elige
10 Calvino ni siquiera aprueba el patronato real o la selección de los obispos por el príncipe. Cf. IC, IV,
V, 2, p. 862.
11
11 El capítulo VIII del primer libro de la Defensio Fidei del jesuita Francisco Suárez, titulado Respuesta a las objeciones de los adversarios, y en qué sentido es visible la Iglesia, es un típico ejemplo de la opinión contraria a escindir la Iglesia en visible e invisible. Cf. Defensa de la Fe, IEP, Madrid, 1970-1971 I, VIII, 3, pp. 40-41.
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únicamente a los buenos, a los queridos por Dios. ¿No es entonces una temeridad escribir –como
hace García Alonso– que los gobernantes, eclesiásticos y civiles, “reciben el poder de Dios, sin
mediación alguna”?
A pesar de estar compuesta la Iglesia visible por hombres llenos de defectos, Calvino insiste en
que Dios ha dotado a su criatura humana del entendimiento suficiente, del sentido común o del
juicio de caridad, para discriminar (reconocer) entre buenos y malos profesionales (vocación
externa). Pero la auténtica vocación, la interna, siempre permanece invisible. Por esta razón ni los
hombres pueden reconocer la vocación interior de sus semejantes, ni los elegidos por el pueblo
han de coincidir necesariamente, como he señalado al finalizar el primer capítulo, con los electi
por Dios: “Hablo solamente de la vocación externa, que se refiere al orden público de la Iglesia.
No menciono la vocación secreta e interna, de la que todo ministro debe tener el testimonio de su
conciencia delante de Dios, y de la cual no pueden los hombres ser testigos” (iii, 11, p. 844). La
vocación interior, por ser un asunto ajeno al orden institucional o público, tan sólo concierne a
Dios y a su criatura: “Esta vocación interior es una buena seguridad, que debemos tener en el
corazón [...], esto es absolutamente necesario si queremos que Dios apruebe nuestro ministerio.
No obstante, si alguno entra en el ministerio con mala conciencia, no deja por eso de ser llamado
legítimamente en cuanto a la Iglesia, si su maldad no es descubierta” (11, p. 844). Luego en la
Iglesia temporal, y por supuesto en el Estado, no es Dios quien debe aprobar directamente el
ministerio particular de cada ministro o gobernante, sino los hombres, pues, en otro caso, se
exigiría la vocación interna.
Forrester comete un error gravísimo: confunde la vocación particular y extraordinaria de los
Apóstoles, de aquellos suscitados por el “Señor con su gracia al principio, cuando el Evangelio
comenzó a ser predicado” (4, p. 839), con la de los pastores ordinarios y gobernantes civiles. Sin
ninguna duda los apóstoles recibieron su poder directamente de Dios o sin mediación humana:
“Los apóstoles no fueron elegidos de la misma forma y manera que los demás. Siendo su
ministerio extraordinario, para que tuviesen una cierta preeminencia y se distinguieran de los
demás, fue preciso que fueran elegidos por la boca misma del señor” (13, p. 845); “Y por eso
afirma que no fue elegido por el juicio de los hombres, como lo son los pastores comunes, sino
por decreto y disposición de Dios” (13, p. 846).
La confusión surge probablemente porque Forrester, en primer lugar, no ha comprendido que el
ginebrino se refiere en el siguiente fragmento a la vocación interna, a la de los buenos ministros, 12
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a la vocación invisible, innecesaria para construir la Iglesia temporal e irreconocible por los
hombres: “el no haber sido elegido [el apóstol] de hombres lo tuvo en común con todos los
buenos ministros; porque ninguno debe ejercer el santo ministerio de la Palabra si no es llamado
por Dios” (13, p. 845). Pero estas palabras se dirigen a la conciencia del ministro, la cual no
puede ser regulada por ningún código jurídico. ¿Hemos de repetir una vez más que “si alguno
entra en el ministerio con mala conciencia, no deja por eso de ser llamado legítimamente en
cuanto a la Iglesia, si su maldad no es descubierta”? Esta llamada universal es otra de las claves
para comprender la institución de Calvino y distinguirla de las concepciones sectarias o radicales
(RC, p. 120): en su seno, hasta los malos, pero sin tener intención (moralidad), realizan el bien
(legalidad).
En segundo lugar, la confusión puede surgir porque algunos de estos apóstoles, además de ser
elegidos directamente por Dios, lo fueron también por la institución eclesiástica o Iglesia visible:
“Y así Dios no pudo aprobar este orden [eclesiástico] con un ejemplo más notable y evidente que
querer, después de haber elegido a san Pablo por apóstol de los gentiles, que no obstante fuera
nombrado por la Iglesia. Lo mismo se puede ver en la elección de Matías” (14, p. 846). Ahora
bien, como demostraremos en el punto siguiente, la aprobación divina del orden eclesiástico y
civil no significa que los preceptos jurídicos de ambos órdenes sean imperativos morales u
obligaciones en conciencia. Pero esto es algo conocido por Forrester, pese a sus errores, e
ignorado por García Alonso.
4. Iusnaturalismo formal calvinista. Desde el punto de vista de la historia de las ideas
jurídico-políticas, lo mejor de Calvino, como afirma muy bien Rousseau en su Contrato Social,
es su defensa de las instituciones eclesiástica y civil, muchísimo más compleja que la de sus
contemporáneos católicos. Pero García Alonso, quien siempre olvida la importancia prestada en
mi libro a la polémica del reformador con el catolicismo, no concede –al menos en la crítica–
mayor relevancia a esta temática.
La radical separación entre jurisdicción interna o foro de la conciencia (moral y religión) y
jurisdicción externa (derecho o leyes humanas), así como la prohibición de extender las
conclusiones obtenidas en una esfera o jurisdicción a otra, es el punto de partida para entender la
doctrina jurídica de Calvino. Una cosa es la ordenación moral de la vida y la libertad del
cristiano, y otra muy distinta el ordenamiento jurídico de las instituciones eclesiástica o civil: 13
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“Hemos de considerar cada una de estas cosas en sí mismas [...]: con independencia cada una de
la otra. Porque en el hombre hay, por así decirlo, dos mundos, en los cuales puede haber diversos
reyes y leyes distintas” (III, xix, 15, p. 661; 16, p. 663, etc.).
Asimismo resulta preciso distinguir en la Institución Cristiana dos discursos: el relativo a la
libertad cristiana, y que se dirige a los elegidos, a quienes, sin necesidad de reglas morales y
normas jurídicas, obedecen la Ley divina (natural) “no como forzados por la necesidad de la
misma, sino que, libres del yugo de la Ley, espontáneamente y de buena gana obedecen y se
sujetan a la voluntad de Dios” (4, p. 653); y, por otro lado, el discurso de Calvino destinado al
hombre en general o considerado antes de discriminar su destino escatológico, es decir, dirigido a
un hombre histórico que sí precisa de las instituciones o de las leyes para vivir honestamente y en
paz. Cuando se refiere a este hombre, al de la Iglesia visible y del Estado, el teólogo reformado
no exige la integridad del corazón o de la conciencia (justicia moral diríamos con la terminología
kantiana): le basta con las apariencias, con el mero cumplimiento de la norma jurídica (justicia
legal), sin importar sus motivaciones.
Las normas jurídicas, eclesiásticas y estatales, tienen para Calvino un carácter humano y no son
necesarias en cuanto a su materia, es decir, en cuanto al contenido del precepto o a “las cosas que
se han mandado” (IC, IV, x, p. 934). Pero la teoría institucional del reformador no es un mero
positivismo jurídico, como podría pensarse después de leer la errónea síntesis que realiza García
Alonso de esta parte de mi libro, sino una especie de iusnaturalismo formal. Lo cual significa que
“lo moral, lo bueno en todos los casos, no se halla en el contenido de las leyes humanas, en la
norma específica, sino en el fin final o general de todo ordenamiento jurídico: la comunidad o
armonía de voluntades. Este ideal eclesiástico se corresponde con la forma jurídica, externa u
objetiva, de vincular a los hombres. La moralidad de un orden jurídico se produce cuando la
norma, cualquiera que sea su contenido, vincula a voluntades o arbitrios distintos, estableciendo
así una identidad entre múltiples individuos” (RC, p. 105).
Forrester aquí no se equivoca: la ley estatal y eclesiástica no se deduce de la Ley moral, de las
Tablas, pues éstas sólo sirven para fijar los límites dentro de los cuales se puede crear libremente
las leyes positivas humanas.12 La Ley divina, o natural porque “todo cuanto hay que saber de las
14
12 “La ley del Estado [...] está relacionada con la ley natural divina pero no es directamente deducible de ella. La ley natural-divina fija, por decirlo así, los límites dentro de los cuales el estadista tiene libre juego
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dos Tablas [...] nos lo dicta y enseña esa ley interior, que antes hemos dicho está escrita y como
impresa en los corazones de todos los hombres” (II, viii, 1, p. 261), ordena simplemente que los
fines del derecho sean la honestidad pública (uso y deber común) y el orden (paz y concordia)
(IV, x, 28, p. 951).13 En cambio, el iusnaturalismo católico sí afirma la continuidad entre la ley
natural y la positiva, así como la obligación en conciencia de esta última: “la ley humana –escribe
el teólogo y jurista católico Domingo de Soto, tanto civil como canónica, si es justa, goza de
autoridad y tiene virtud para obligar la conciencia de los súbditos. Prueba. Toda ley humana [...]
se deriva de la eterna, mediante la ley natural.”14
Calvino, en innumerables pasajes de su principal obra, señala que no se puede moralizar el
derecho o exigir la obligación en conciencia de las normas jurídicas. Si las conciencias estuvieran
“obligadas a guardar incluso las leyes políticas”, toda su doctrina sobre la jurisdicción espiritual
caería por tierra (3, p. 932). La razón es sencilla: nuestra salvación está relacionada con la justicia
moral, con la justicia relativa a las relaciones interiores entre el hombre y Dios, y jamás con la
justicia legal y con las normas jurídicas de la Iglesia visible o de la sociedad política: “la
conciencia de los fieles, cuando trata de buscar confianza de su justificación delante de Dios, se
levanta por encima de la Ley y se olvida de toda justicia legal” (III, xix, 2, p. 651). “Delante de
Dios –añade el reformador– no nos preocupemos por las cosas externas, que en sí mismas son
indiferentes; por lo que podemos realizar u omitirlas indiferentemente” (7, p. 654). Son, por
tanto, indiferentes las cosas cuya observancia o inobservancia carece de valor para la salvación.
En cambio, los teólogos-juristas católicos suelen distinguir entre mandatos imperativos (leyes
preceptivas o prohibitivas) y facultativos (leyes permisivas), según regulen un acto bueno, malo o
indiferente. Un católico, como indica claramente Francisco Suárez, el más grande de estos
juristas, nunca puede decir que las leyes civiles prohibitivas y preceptivas sean indiferentes para
la salvación.15
En este asunto los errores de García Alonso resultan muy graves. Sólo una lectura como
mínimo descuidada de Calvino puede explicar estas palabras: “tras el calvinismo el concepto de
para ordenar las leyes que le parezcan apropiadas a la luz de las circunstancias y las necesidades políticas” (D. B. Forrester, o. c., p. 333).
13 Cf. RC, p. 67. 14 De la Justicia y del Derecho, IEP, Madrid, 1968, I,VI, 4, p. 50. Sobre la obligación moral de
obedecer el derecho, sobre todo en Francisco Suárez, cf. A. Rivera, La política del cielo. Clericalismo jesuita y Estado moderno, Georg Olms Verlag, Hildesheim, 1999, pp. 51-58.
15
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materia indiferente cambia y pasa a significar ‘no regulado por el derecho’”. ¡Lean el capítulo
XIX del libro III o el capítulo X del libro IV! Y entonces sabrán que el derecho regula siempre, a
juicio del reformador, cosas indiferentes (para la salvación), pues la ley humana nunca obliga en
conciencia: “dado, pues, que las conciencias de los fieles, por el privilegio de la libertad que
tienen de Jesucristo están libres de los lazos y observancias de las cosas que el Señor ha querido
que fuesen indiferentes, concluimos de aquí que están libres de toda autoridad y poder de los
hombres” (14, pp. 660-661); “en estas observancias [leyes] se ha de evitar siempre que se crean
necesarias para la salvación, y de esta manera se obligue a las conciencias a guardarlas; que se
haga consistir en ellas el culto divino, como si fueran la verdadera religión” (IV, x, 27, p. 951),
etc.16 La verdadera religión se refiere, por el contrario, a la libertad cristiana y a la indiferencia
de las cosas externas, esto es, al hombre que realiza el bien espontáneamente, sin necesidad de
esperar un salario a cambio.
El otro gran enemigo de Calvino es, como lo ha llamado G. H. Williams, la Reforma radical, la
Reforma sin institución y siempre a la búsqueda de un cristianismo puro, sin normas jurídicas ni
coacción. Vuelvo a repetir que mi ensayo, mi tipo-ideal, no se entiende si prescindimos –como
hace Marta García Alonso en la parte donde resume mis dos primeros capítulos– de los ataques
dirigidos por Calvino contra católicos y reformadores radicales. A diferencia de estos últimos,
caracterizados por despreciar toda reglamentación externa de la comunidad eclesiástica, el
teólogo ginebrino subraya la bondad moral de las instituciones, cuyas normas, aun sin obligar en
conciencia, resultan imprescindibles para alcanzar fines morales como la concordia o la paz entre
los hombres. Es este fin general, y no las cosas mandadas por la ley, el que convierte a la
institución en necesaria, buena y conforme con la voluntad divina: “las leyes humanas, o las que
han hecho el magistrado o la Iglesia, aunque sea necesario guardarlas –me refiero a las leyes
justas y buenas–, sin embargo no obligan de por sí a la conciencia, puesto que la necesidad se
refiere al fin general, y no consiste en las cosas que se han mandado” (5, p. 934).
Los anteriores fragmentos citados son concluyentes: Calvino no moraliza como los católicos
los preceptos jurídicos. Las leyes solamente son “ayudas extremas de la debilidad humana”; están
hechas para los débiles, para el hombre corrompido, para que, a través del orden jurídico, se
alcance “la paz común y la concordia de todos” (27, p. 951): “Yo afirmo que la conciencia no
15 Cf. Las leyes, IEP, Madrid, 1967, III, xii, 1, p. 240.
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de Pensamiento Político Hispánico Antonio Rivera García,Calvino y la Institución.
dejará de ser libre cuando se comprenda que [el derecho] no se trata de ordenanzas perpetuas a
las cuales se está obligado; sino que se trata de ayudas extremas de la debilidad humana, de las
cuales, si bien no todos tenemos necesidad, sin embargo sí debemos servirnos; tanto más cuanto
que todos estamos obligados mutuamente a conservar la caridad” (31, p. 953).
El iusnaturalismo formal de Calvino santifica la institución, el ordenamiento jurídico, no porque
las leyes sean buenas en sí mismas, sino porque es bueno su fin general o final: ayudar a los más
débiles. La esencia del derecho se halla en el deber común que permite la paz y la concordia de
todos: “cuando se comprende que la ley tiene en cuenta el uso común, cae por tierra aquella falsa
opinión de la obligación y la necesidad que tanto aterra a las conciencias, pensando que las
tradiciones eran necesarias para la salvación. Porque lo único que aquí se pretende es que con un
deber común se conserve la caridad entre nosotros” (28, p. 951). No se entenderá nada si no
apreciamos la diferencia entre el uso común, el origen subjetivo del derecho, y el deber común, la
obligación objetiva que conlleva toda norma jurídica.17 Se trata de un deber jurídico, común a
todos e incondicional, que obliga a respetar los derechos subjetivos del otro (uso común), sin que
ello signifique cumplir la norma jurídica como si fuera moralmente necesaria o inmutable. Por
este camino –he escrito en mi libro– se introduce el principio ético de la caridad, de la conducta
realizada no en interés propio sino en interés del conciudadano. El ordenamiento jurídico, la
institución, manda al individuo que mire hacia fuera, hacia Alter, y se convierta en tutor del más
débil: el prójimo. De este modo, el deber jurídico permite unir en una misma institución a
réprobos, a quienes obedecen por motivos egoístas las leyes (justicia legal), y a elegidos, a
quienes lo hacen de una manera desinteresada (justicia moral). ¿He de volver a repetir que la
Iglesia visible, y aún más el Estado, es una red que arrastra a toda clase de individuos, buenos e
hipócritas?
Aquí, en el carácter indiferente, subjetivo o contingente de la materia mandada, se halla la
diferencia sustancial entre Calvino y la doctrina católica. Esto lo sabían muy bien nuestros
clásicos teólogos-juristas y los pensadores tradicionalistas posteriores como Balmes o Menéndez
Pelayo. Estos últimos siempre han subrayado la superioridad de la definición tomista de ley sobre
la definición de la Declaración de Derechos de 1789, y, por lo tanto, la superioridad de la razón
moral sobre la voluntad del príncipe o del pueblo. La teoría política moderna nos permite apreciar
16 Cf. IC, IV, x, 5, p. 933; 6, p. 935.
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que dicha doctrina católica constituye una magnífica coartada para la intromisión de los clercs, de
una aristocracia seleccionada al margen de criterios democráticos y públicos, en la esfera política.
Mas, desde Calvino, la voluntad contingente de los hombres corrompidos, de los débiles, también
ha jugado un papel decisivo –al menos dentro de la historia de los conceptos– en la ordenación
del derecho.
Por otra parte es muy conocido que Georg Jellinek remonta el origen de las revolucionarias y
modernas Declaraciones de derechos hasta la libertad de conciencia (31, p. 953) o libertad
cristiana defendida por Calvino. Sin libertad de conciencia no podríamos hablar de
republicanismo calvinista. La importancia decisiva de Calvino para la teoría republicana
moderna se debe a que suprime la obligación en conciencia de las leyes y convierte en
indiferentes “las cosas que se han mandado”. Pues no se puede confiar en el sensus communis del
pueblo, no se puede tener en cuenta el uso común, si la norma jurídica ha de expresar una verdad
moral y necesaria para la salvación.18 El pueblo participa en la esfera pública, elige a sus
representantes, en virtud de la libertad de conciencia. Sólo si se tratara de una comunidad
sectaria, integrada exclusivamente por elegidos, sería posible concebir un régimen republicano
cuyos preceptos jurídicos fueran obligaciones morales inexcusables. Pero este republicanismo
introduciría en el derecho la idea de una heterogeneidad esencial, la división entre buenos y
malos hombres, y sería, por tanto, ajeno a la idea de simbiosis y confederación, tan presentes en
el calvinista Althusius. Ahora bien, la institución de Calvino se diferencia radicalmente de la
secta y de las tesis espiritualistas: el ginebrino siempre se negó a hacer visibles los decretos
divinos y a acortar la distancia infinita entre la comunidad temporal y la Iglesia invisible.
En infinidad de fragmentos de su extensa obra encontramos la misma tesis: las leyes civiles o
las constituciones eclesiásticas son buenas y se fundan en la autoridad de Dios en general, mas
son humanas en particular. Acudamos nuevamente a su palabra: “como no quiso prescribir en
particular lo que debemos seguir en la disciplina y en las ceremonias –porque sabía muy bien que
esto depende de la condición de los tiempos, y que una sola forma no les conviene a todos–, es
preciso acogernos aquí a las reglas generales que Él dio [...]. Finalmente, como no dejó expresa
ninguna cosa, por no tratarse de algo necesario para nuestra salvación, y porque deben adaptarse
17 RC, p. 67 y 106.
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18 En Republicanismo calvinista he explicado esta idea en ese tercer capítulo considerado accesorio por García Alonso, cf. p. 118.
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diversamente para edificación de la Iglesia conforme a las costumbres de cada nación, conviene,
según lo exigiere la utilidad de la Iglesia, cambiar y abolir las ya pasadas y ordenar otras nuevas”
(32, p. 953). Después de leer este fragmento, ¿todavía puede dudar alguien que, en opinión de
Calvino, las normas jurídicas son simples medios contingentes para alcanzar los fines, generales y
necesarios, asumidos por las instituciones eclesiástica o civil?
Y aun añade lo siguiente: ni siquiera las ordenanzas de la Iglesia tienen un carácter divino
porque la intención de los apóstoles “ha sido enseñar el reino espiritual de Cristo, y no ordenar
los Estados temporales” (xx, 12, p. 1178). También Hobbes, el enemigo de los puritanos, subraya
este hecho (“nuestro Salvador y sus apóstoles no nos dejaron nuevas leyes con carácter
obligatorio en este mundo, sino una nueva doctrina para prepararnos para el mundo venidero”),19
aunque, a diferencia de Calvino, nunca tiene en cuenta el uso común y reduce la norma a mera
decisión procedente del soberano.
En resumen, Calvino afirma el origen humano de las cosas mandadas por las ordenanzas y por
el poder civil o eclesiástico; si bien nunca admite la tesis de los reformadores radicales o la de
quienes, basándose en la idea de la libertad cristiana, consideran al derecho innecesario o ajeno a
la voluntad divina. Digámoslo una vez más: el derecho, las instituciones jurídicas, están de
acuerdo con la voluntad divina en virtud de su fin general, pero no suponen imperativos morales.
Calvino siempre se sitúa más allá del iusnaturalismo material católico y de la indiferencia
absoluta de los radicales hacia las instituciones humanas. ¿No es ésta también la posición jurídica
de la que partirá el liberalismo y las versiones modernas del republicanismo?
Marzo de 2002
19 Leviatán, Alianza, Madrid, 1989, III, 42, p. 408.
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