Download - Avance editorial de Talbot. Mi segunda vida
AVANCE EDITORIAL
Talbot
Mi segunda vida
Esther G. Recuero
Lado Oscuro, 2017
Http://www.BlogLadoOscuro.com/
Editado por Esther G. Recuero
© Talbot. Mi segunda vida, 2014
© Esther Galán Recuero, todos los derechos reservados.
Primera edición: Agosto, 2017
Impreso por Create Space
ISBN: 978-1548140168
Impreso en América – Printed in United State
Corrección ortográfica de las obras, Eva Tello
Maquetación y diseño de portada, Alicia Vivancos
No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema
informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste
electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y
por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede
ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
(Arts. 270 y siguientes del Código Penal).
Prefacio
Esperé escondido entre los matorrales del
parque hasta que ella subió al autobús
que la llevaría a su casa. Antes de eso y
para mi mala suerte él se acercó con sus
delicados gestos y le plantó un beso en
los labios. Un maldito beso.
Las manos me temblaban tanto que no
sabía si iba a controlarme lo suficiente
como para no abalanzarme contra ellos y
destrozar todo lo que se pusiera por
medio, pero eso no ocurrió. La besó y
ella subió los dos escalones del autobús
para, tras picar el billete, sentarse con
rapidez junto a la ventana, llevando una
preciosa aunque estúpida sonrisa pintada
en su cara. Esto era el colmo. Esperé
hasta que el autobús se había alejado lo
suficiente como para que Nicole no
pudiera ver la escena desde dentro del
vehículo y entonces salté los arbustos
intentando parecer fiero. En cambio mi
pie se enredó en una de las ramas del
matorral y caí de morros en un gran
charco de barro. Wallace me miró
alzando una ceja, con cara de suficiencia,
después comenzó a andar hacia casa.
—No es justo —grité notando como
mis brazos temblaban con violencia.
—James, la vida no es justa —
murmuró con aquella asquerosa voz que
siempre había tenido. Agarré un pegote
de barro y se lo lancé con todas mis
fuerzas. Este pasó por su lado sin
mancharle la chaqueta si quiera. Se giró
para mirar la distancia desde la que le
había arrojado la bola y puso los ojos en
blanco—. Cuándo dejarás de ser un…
La segunda bola de barro atinó en su
cara, llegando a metérsele dentro de la
boca. Wallace escupió con repugnancia,
era demasiado fino como para morder el
polvo, o en este caso el barro. Pero
después de eso negó con la cabeza,
mientras se pasaba una mano por la cara
para quitar los restos del barro y siguió
andando.
—Nicole era mía —farfullé mientras
me levantaba y corría tras él.
—Ella no es un objeto que se pueda
poseer.
Miré al cielo sin querer aguantar un
segundo más y entonces la luna se
descubrió entre las oscuras nubes que la
cubrían. Aquella perla del cielo lucía
anaranjada, casi rojiza. Roja, como
sangre en la tierra. Me quedé petrificado
unos segundo mirándola mientras notaba
las palpitaciones aumentar, mis pupilas
dilatarse y como mi cuerpo se
contorsionaba ante ella. La ropa estallaba
en girones y el pelo comenzaba a plagar
todo mi ser. Gruñí bien alto, molesto por
la tardanza de la transformación, pero
cuando terminé de hacerlo un júbilo
inmenso me invadió.
Wallace se giró en la lejanía para echar
un vistazo, no pareció sorprendido. Aullé
a la luna y después corrí hacia él. El
ladrón de chicas, aquel horrible ser que
se escondía en la biblioteca del instituto,
al que todos bailaban los vientos, aquella
mala bestia que se reía de mí con su gran
intelecto.
Mis fuertes patas traseras soportaban
todo el peso de mi nuevo ser, y a cada
paso que avanzaba el suelo temblaba a
mis pies. Acabaría con él. Acabaría con
Wallace. Acabaría con mi hermano.
1. Comienzos
Septiembre vino con fuerza, la calidez de
los días veraniegos no tardó en
esfumarse y dejar paso a la temporada de
frío y viento. A mí, que las temperaturas
no me molestan, el que todo se volviera
más gris, oscuro y algo deprimente me
alegraba; me hacía sentir como en casa.
No nuestra nueva casa de dos plantas con
sótano y jardín trasero, sino al hogar en
el que nos criamos los primeros años de
vida; la casa de mi abuelo materno. Si
bien no pasamos mucho tiempo allí, cada
vez que se daban ciertas condiciones
climáticas ―la oscuridad, el frío, la
lluvia― yo volvía a trasportarme a
cuando era un crío y correteaba por los
largos pasillos de piedra bajo las luces
titilantes de las velas que sujetaban los
candelabros.
Amaneció con niebla, no demasiado
densa pero sí lo suficiente como para
crear la sensación de ir navegando por un
pueblo fantasmal en un viejo autobús
escolar.
―Anoche echaron un maratón de pelis
de terror ―comentó Joe a mi lado.
―¿Lo viste?
―Por supuesto.
Sus ojeras, más marcadas que de
costumbre, eran prueba de ello.
―No me parece bien que emitan las
cosas chulas entre semana. Nadie puede
quedarse a ver nada porque al día
siguiente trabajan. Es de idiotas.
―Sí ―añadió con un suspiro―, algún
día trabajaremos eligiendo la
programación de la tele, y entonces el
terror tendrá el lugar que se merece.
Me reí ante su dramatismo. Joe era un
gran amante del terror, el gore y las cosas
consideradas freaks por los demás
compañeros de instituto, en parte por eso
fue la única persona con la que trabé
amistad cuando empezaron las clases.
Mudarse de casa es un proceso complejo,
embalar todas las cosas y asegurarte de
que llegan de una pieza hasta el nuevo
hogar. Mudarse de ciudad es un tragedia
griega, hay demasiadas cosas que dejas
atrás y aunque haya promesas de seguir
siendo amigos, tarde o temprano se
rompen, como los jarrones mal
embalados. Pero mudarse de continente
es una locura, abandonar una forma de
vida para adaptarse a una nueva. Eso era
lo que habíamos hecho.
―Tío, estás muy serio ―dijo Joe.
―Estaba pensando en ―contesté con
lentitud mientras mi miraba se perdía en
los recuerdos.
Mi amigo miró alrededor para
cerciorarse de que ningún otro estudiante
en el autobús le escuchaba decir en voz
baja:
―El circo.
Asentí notando que la niebla, el paisaje
gris y el frío no eran suficientes para
mantener la sensación cándida del hogar.
La nostalgia fue abriéndose paso como
un abusón en el pasillo, hasta que el
bajón sobrevino y me empecé a sentir
triste. Una vibración sonó a mi lado y Joe
se llevó la mano al pantalón para sacar el
móvil. Todo el mundo en este pueblucho
tenía móviles, todos menos nosotros.
―¿Algo interesante? ―pregunté al ver
la cara de interés que ponía al leer el
mensaje.
―No demasiado ―apagó la pantalla
del dispositivo y lo volvió a guardar―.
Han abierto el plazo de inscripción para
las actividades extraescolares. ¿Vas a
apuntarte a algo?
Yo negué con la cabeza. ¿Club de
ajedrez?, ¿de ciencias?, ¿teatro?, ¿la
banda del instituto?, ¿el coro?,
¿colaborar con el blog escolar? No era
muy bueno en las actividades que
requirieran pensar, no me gustaba el
teatro ni cantar; tampoco se me daba bien
trabajar en equipo y eso afectaba a los
deportes. Sí, se me daba de miedo el
correr, mi fuerza bruta era fuera de lo
normal y mi resistencia envidiable, pero
no podía usarlas cerca de nadie.
―Yo tampoco. Son un tostón
―sentenció.
Nos fuimos acercando al recinto donde
la enorme silueta del instituto Mount
View se desdibujaba entre la sutil
neblina. Tras aparcar el autobús abrió sus
puertas y los alumnos, como condenados
a la horca, fuimos saliendo con un ritmo
pausado. A nadie le apetecía dar clase.
Vivir en un pequeño pueblo tenía sus
cosas buenas y sus malas. Entre las
malas se contaban el tener que compartir
medio de transporte ―el autobús en
nuestro caso―, que todo el mundo se
conociera entre sí o el que los forasteros
no acabaran de estar bien vistos. Y entre
las buenas estaba el que vivía poca gente
en él ―menos de novecientos
habitantes―, así que el control mental
masivo era más sencillo de llevar a cabo;
pero como yo nunca he poseído ese don,
pues no había demasiados pros en
mudarnos a un pueblo. Puede que me
esté pasando, sí había algo que me
gustaba; el setenta por ciento de
Thorndike eran praderas verdes, bosque
y campo, una maravilla para las personas
que poseyeran mi variación genética.
Mientras esperaba en el estrecho
pasillo del vehículo a que los demás
compañeros de delante bajaran los tres
escalones del bus, percibí la oscura
presencia de Wallace, mi hermano
mellizo. Noté el vello de mis bazos
ponerse de punta, algo que solía pasarme
al estar cerca de él. Esperé a que me
dijera algo pero no lo hizo, Joe descendió
la escalerilla y justo cuando yo lo hacía
la monótona voz de Wallace llegó a mis
oídos.
―Llevas la mochila abierta.
Me giré y al hacerlo los libros y
cuadernos se desparramaron por los
escalones y en la húmeda acera.
―Mierda.
Joe se agachó a recoger los que habían
caído fuera. Los pocos alumnos que
quedaban haciendo cola empezaron a
quejarse por mi tardanza. Alcancé los
dos libros que había en los últimos
peldaños y salí al aire fresco.
Wallace se apeó del vehículo mucho
más rápido que el resto de alumnos,
aunque no era por su esencia, sino
porque estaba más motivado que el resto
de nosotros. Al contrario de mí, a mi
hermano le encantaba nuestra nueva
vida. No tenía problema en cambiar su
horario natural, sobrellevaba genial el
que el resto de personas huyeran de él
como si fuera la peste o que su estética
chirriara frente a la de los demás. Le
observé pasar por mi lado, sin abrir su
paraguas negro que siempre le
acompañaba, hasta llegar a donde le
esperaba mi prima Lavinia para perderse
juntos entre la multitud de alumnos. Joe
me tendió los cuadernos y libros y yo los
guardé en la mochila sin cuidado alguno.
Lavinia era la mayor de mis tres primos
hermanos, nos sacaba un año y era la
chica más introvertida que había
conocido. Su carácter chocaba con el de
su hermana Ágata, dos años menor que
Wallace y yo, quien había sabido
integrarse en la sociedad estadounidense
de maravilla. Ambas tenían un hermano
más pequeño, Maddox, que estudiaba en
el colegio.
―Tu prima tan simpática como
siempre ―comentó Joe, al que tampoco
se le había escapado el detalle.
―Lavinia siempre ha sido rarita
―contesté.
―Se me olvidaba que vosotros sois
muy normales ―preguntó mi amigo, que
no sabía el secretito que intentábamos
ocultar mi familia y yo al resto de la
sociedad de Thorndike.
―Bueno, tal vez os parecemos raros a
los que os habéis criado aquí; pero entre
los nuestros también es rarita.
Joe entrecerró los ojos, pensativo.
―Pues en carácter se me parece a tu
hermano.
―A Wallace ―le corregí―. No digas
que es mi «eso» en voz alta.
―Perdona, Jim.
Cruzamos bajo la magnífica cristalera
que recubría el techo, siguiendo el
camino que acababa de recorrer la
marabunta humana de estudiantes, hasta
las taquillas. La de mi amigo estaba
bastante cerca de la mía, cosa que me
encantaba porque así no teníamos que
dejar conversaciones a medias o hacer
turnos para intercambiar los libros.
Cuando cerré la puertecilla metálica
Wallace apareció ante mí con su habitual
sigilo. Di un brinco al verle allí plantado,
él no se sorprendió al verme.
―He hablado con Lavinia ―dijo.
―¿En serio? ―pregunté intentando
que sonara a «no me importa lo que
vayas a decirme».
―Esta noche cenamos en casa de los
tíos ―Wallace ignoró mi pregunta―.
Nos esperan sobre las seis en su casa.
―¿Y por qué me cuentas esto? Tía
Quimera seguro que ha llamado a madre
y ya saben que cenamos allí ―comenté
molesto.
―No quiero que le pongas de excusa a
nadie el que no has podido hacer los
trabajos y deberes porque han surgido
planes de última hora. Planifica tu día.
Observé a Wallace marcharse y entrar
en el aula y no pude evitar sentir rabia.
Tenía que estar siempre encima de todo,
presionándome. Poco a poco todos
fueron metiéndose en las clases, nosotros
íbamos de camino cuando alguien golpeó
el hombro de Joe tirándole la mochila
que llevaba colgada de un solo tirante.
―Pringado ―dijo uno de los tres
chicos que nos sobrepasaron.
Eran los matones del instituto,
encabezados por el imbécil integral más
grande que había conocido este pueblo;
Charlie Akerman. Sus risas resonaron
por el pasillo, como lo hicieron dentro de
mi amigo las miradas que le dedicaron
varias chicas al verle recoger su mochila
del suelo.
―Cada año odio más a ese capullo
―gruñó Joe, al que la lástima femenina
le hacía sentirse humillado.
Una de las primeras cosas que me
chocaron al conocer a Joe fue el cómo
aceptaba convertirse en el juguete del
grupo de Akerman. La primera vez que
los vi metiéndose con él saqué la cara
por mi amigo, sabiendo que si intentaba
pelearse conmigo yo tendría ventaja
sobre su altura y sus músculos; al parecer
fue una mala idea. Acabamos en el
despacho del director, quien nos echó un
sermón y nos avisó de que la próxima
vez recibiríamos un castigo. Después me
sermoneó Wallace, el señor de lo
correcto y al llegar a casa mis padres, a
quienes el director había telefoneado
para avisarles de mi conducta
«provocadora». Aunque intenté
explicarles lo que ocurría mis padres me
lo dejaron bien claro, no podía meterme
en líos porque teníamos que pasar
desapercibidos, nadie debía enterarse de
lo que éramos. Joe me dijo que así era
como debía ser, que nadie daba la cara
por los débiles mientras que los gallitos
hacían de las suyas. Pero eso no
solucionaba el problema de Charlie
Akerman y su troup de catetos nivel «soy
popular y la gente ama oler mis sobacos
sudados». Un verdadero asco. Lo peor de
este instituto, sin duda, era tener que
compartir los pasillos con gente ajena a
la «fauna» local. Y es que la población
joven en Thorndike era tan escasa que el
instituto se quedaba muy grande para un
solo pueblo, así que el Mount View se
convirtió en el centro de estudios para
estudiantes de otros pueblos del condado
de Waldo.
Al llegar al aula en el que había
entrado Wallace, me despedí de mi
amigo hasta la siguiente hora, no sin el
temor de que tuviera que sacarle de la
taquilla, como la semana anterior.
Sin contar a mi familia, Joe era la
primera persona en mi vida con la que
trababa amistad. No es que fuera un
chico serio e introvertido ―como
Wallace―, más bien se debía a que el
resto de personas que me rodeaban solían
sentirse conmigo como yo con mi
hermano. Todos percibían algo extraño
en mí; y es que ser un hombre lobo
adolescente no es tarea fácil.
2. Mi familia, lo más normal del
mundo
Al salir de las clases los alumnos estaban
mucho más entusiasmados que al
comienzo del día. Su energía, al
contrario de lo que la gente pudiera
pensar, había ido aumentando durante las
clases. La idea de salir por la tarde con
los amigos o de ir a algún sitio distinto
les motivaba lo suficiente como para
animarles. Para mí era al contrario.
Odiaba el pueblo, el no tener un grupo de
amigos con los que hacer planes, el no
poseer un coche con el que desplazarme
a sitios más interesantes y, sobre todo,
odiaba como el mudarnos a este lugar
había cambiado a mi familia.
Antes de convertirnos en inmigrantes
europeos los Talbot poseíamos un circo,
lo anunciábamos como «Circo Talbot.
Adentrarte en un mundo de pesadillas y
horrores», y su carpa de lona negra daba
cobijo a una pequeña parte del clan
familiar. Fue fundado por Joseph
Fitzwilliams Talbot, un apasionado de lo
misterioso y adivinador en sus ratos
libres. Durante muchos años, y hasta su
muerte, se dedicó a encontrar gente
insólita, especial, monstruosa o con
habilidades únicas y fascinantes. Tras dar
con ellos y ver de lo que eran capaces les
proponía unirse al Circo Talbot,
adoptándolos y velando por ellos. No
tardó en juntar una curiosa troup de
gente extraña que trabajara para él.
Desde personas que sufrían atroces
deformidades hasta monstruosos híbridos
de criaturas de leyenda; todos tenían un
hueco en su peculiar familia. Le
resultaba sencillo convencerles ya que,
en aquella época, cualquier persona
diferente era repudiada y marginada. Al
estar en constante movimiento requerían
tener la documentación en regla para que
no les exportaran de los países europeos
que visitaban, razón por la que los
trabajadores que no poseían un apellido
―porque sus padres les habían
abandonado al nacer en un orfanato,
porque nunca conocieron a nadie y se
criaron en montañas sin siquiera un
nombre, o porque huían de algo y habían
decidido dejar su antigua identidad
atrás― pasaron a apellidarse Talbot.
Cuando muchos años después el señor
Joseph F. Talbot murió un el espantoso
incendio, provocado por uno de los
propios fenómenos de la compañía, el
circo y sus integrantes desaparecieron
intentando olvidar lo ocurrido y
decidieron volver al anonimato, buscar
un hogar escondido en algún pueblo
pequeño del continente o errar por los
distintos países sufriendo de nuevo el
rechazo.
Fue Vittorio, uno de los hijos de la
«Poderosa Valentina Acraccia», la
telequinética del circo y Douglas el
«Hombre pez», quien invirtió su parte de
la herencia tras el fallecimiento de sus
padres y recuperó el circo Talbot de sus
cenizas. Y era él quien bebía vino de
forma animada en la cabeza de la larga
mesa en la que cenábamos.
―¿Recuerdas la cara que puso Gladis
cuando vio que Svetlava se quedaba boca
abajo con el camisón de noche a la vista
de todos? ―le preguntaba a padre entre
carcajadas. El vino ayudaba a que las
batallitas vividas en el circo durante los
años que fueron jóvenes.
―Estaba en ropa interior ―respondió
tía Gladis abriendo mucho su ojo
bueno―. Eso no era parte del número.
―Pero el público no lo sabía ―las
carcajadas de tío Vittorio y padre
sobresalían por encima del resto de
conversaciones.
Madre y su hermana, tía Quimera,
charlaban sobre algo sucedido con una
de las amigas del club de lectura de esta
primera. A ojos de cualquiera no había ni
una diferencia entre ellas. Se peinaban
igual su larga melena negra, lisa durante
la mayor parte del tiempo hasta que se
enfadaban y se les rizaba sola; se vestían
igual, con vestidos largos, negros y
ceñidos; hablaban igual y los gestos que
hacían eran idénticos. Pero para alguien
que ha sufrido las regañinas constantes
de madre, era evidente que era quien se
sentaba junto a mi hermano.
Wallace, sentado a mi lado, hablaba de
forma tranquila y pausada ―exasperante
para mí― con nuestra prima Lavinia.
Discutían sobre las actividades
extraescolares y sobre su importancia a
la hora de parecer más «normales» a los
ojos humanos. Sus labios se movían sin
apenas emitir sonido, pero los Talbot
poseemos un gran oído y no
necesitábamos alzar la voz para lograr
hacernos escuchar. A mi otro lado padre
reía recordando tiempos mejores en los
que no necesitaba esconderse tras una
tienda de esoterismo y remedios
naturales. Tía Gladis, frente a él, tapaba
su medio desfigurada boca con la
servilleta mientras sonreía como lo
hacían las mujeres recatadas de su época.
Puede que los felices años 20 quedaran
atrás hace décadas, pero ella seguía
manteniéndolos vivos con su estilo
pasado de moda y un corte de pelo que
realzaba su rizada cabellera naranja.
Frente a mí Ágata pulsaba con rapidez la
gran pantalla de su última adquisición,
un teléfono móvil. Era casi idéntico al de
Joe y el resto de compañeros de instituto
pero, al parecer, no era el mismo. Ella
era la persona con la que mejor
conectaba pero desde que nos habíamos
instalado en Thorndike su atención había
cambiado hacia otras cosas, y el tiempo
que pasábamos juntos era mínimo
comparado con el que antes
compartíamos. En parte entendía que no
quisiera prestar atención a las charlas que
había a su alrededor, y que estar sentado
junto a alguien tan aburrida como
Lavinia era mortal, pero su forma de
evadirse chocaba con la forma en que
había planeado pasar la cena en familia.
Y ni que decir que mi primo pequeño,
Maddox, también se moría de
aburrimiento entre su hermana mayor y
su madre. Contemplaba con su único ojo
la comida que revolvía con el tenedor.
―¿Y qué tal por el otro pabellón? ―le
pregunté a Ágata, que se mordía el labio
intentando controlar una sonrisa
bobalicona―. ¿Mucho niñato?
―Bastante ―contestó sin mirarme
siquiera―, pero no pasa nada. En clase
son muy agradables conmigo y los
mayores son un amor.
Las palabras «mayores» y «amor»
chocaron en mi mente. Mi prima
mediana acababa de cumplir hacía poco
tiempo catorce años, estudiaba el octavo
grado y los chicos a los que se refería en
ese tono tan pasteloso eran los que
estudiaban en nuestro curso, en el de
Lavinia, o peor aún, en el último año de
instituto. Puede que hubiera trabado
amistad con chicos más o menos
normales; pero en nuestro curso había
demasiados idiotas, sólo tenía que mirar
al grupito de Charlie Akerman.
―¿Y los mayores no son un poco...
mayores para ti? ―la pregunta captó su
atención. Desvió sus expresivos ojos
oscuros hacia mí y toda alegría
desapareció de su rostro.
―Sólo me sacan un par de años, mi
madre le saca más de cincuenta a mi
padre.
Era cierto, nuestras madres tenían
ciento diecisiete años mientras que su
padre no llegaba a los cuarenta y cinco.
Pero, a pesar de ello, era una situación
muy diferente.
―Sigo pensando que alguien como
nosotros nunca llegará a adaptarse al
mundo humano ―respondió con
sequedad Lavinia―, por mucho que
participe en el equipo de animadoras.
En cuanto entendí a lo que se refería mi
boca se abrió de la sorpresa. El tono de
su comentario no dejaba vislumbrar
nada, su voz era monocorde y aburrida
pero su expresión corporal ―aunque
mínima― fue reveladora. El pelo largo y
rubio caía por su cara tapándole parte de
ella, el ojo que quedaba al descubierto
lanzó una furtiva mirada a Ágata que
ignoró el comentario de su hermana.
―¿Vas a presentarte a las pruebas de
animadoras? ―la sorpresa atenazaba mi
voz y en ese momento mi pregunta
resonó con más fuerza de la deseada,
captando la atención del resto de
familiares.
Ágata puso cara de circunstancia. Sabía
que algunos de nosotros no acabábamos
de ver la integración como un modo de
vida, por eso me sorprendió que por toda
respuesta dijera un claro:
―Sí.
―Es absurdo ―murmuró Lavinia.
―A mi no me lo parece ―comentó
Wallace.
―Yo creo que si a ella le apetece
probar cosas nuevas... ―empezó
diciendo Tía Gladis antes de ser cortada
por nuestra tía Quimera.
―Le he dicho que haga lo que quiera,
pero a mí no me parece necesario
adentrarse tanto en su cultura.
―Querida ―dijo Vittorio dejando
claro que ya habían hablado del tema.
―Ya lo sé, pero ¿no es suficiente que
vaya al instituto, repleto de humanos,
todos los días?
―¡Mamá! ―protestó Ágata.
―A mí también me parece una tontería
―dijo Maddox, su hermano pequeño―.
¿Por qué tendríamos que rebajarnos a
compartir actividades con seres
inferiores a nosotros?
―¿Y tú qué sabes si son inferiores o
no, enano tuerto?
―¡Ágata! ―la voz de Vittorio se alzó
sobre las demás―. Discúlpate ahora
mismo con tu hermano.
―Pero papá...
―Discúlpate ―repitió el tío Vittorio
con tono serio.
Entonces ocurrió algo que se salía de lo
común en nuestra familia. Ágata se
levantó de la silla y golpeó la mesa con
las manos. Estaba enfadada.
―No pienso disculparme. No paráis de
quejaros de lo crueles que son las
personas por marginarnos; pero en
cuanto uno de nosotros pasa más tiempo
del debido con ellos os parece mal.
Estáis haciendo lo mismo que hacen
ellos, y yo no pienso entrar en ese juego.
―Te estás pasando ―le advirtió su
padre.
―Eres un bicho venenoso, ¿crees que
van a ser tus amigos cuando se enteren?
―dijo Maddox con la mayor frialdad
con la que es capaz de decirlo un crío de
diez años.
―¡Maddox! ―protestó Quimera ante
su réplica.
―Prefiero estar con ellos que con
vosotros ―se dio media vuelta y corrió
hacia la escalera.
―Vete a tu cuarto ―ordenó el tío
Vittorio algo tarde.
Escuchamos las fuertes pisadas en cada
uno de los escalones a medida que
ascendía y después el portazo. Un
incómodo silencio se adueñó de la mesa.
A pesar de las muchas discusiones que
hemos podido tener a lo largo de los
años, los Talbot nunca habíamos
discutido por otras personas que no
fueran familia. Una pizca de miedo
apareció en mi interior y fue germinando
hasta convertirse en pánico. ¿Qué nos
había ocurrido?
Tía Gladis comenzó a hablar sobre una
llamada que había recibido de un
familiar lejano ―de la época del primer
circo Talbot―, su cháchara no me hacía
olvidar a mi prima mediana. La
visualizaba en mi mente tumbada boca
abajo en la cama, desecha en un mar de
lágrimas corrosivas. Sentí el impulso de
subir a verla y sin querer reprimirlo me
levanté. En ese momento observé que
Wallace también estaba pensando en lo
mismo que yo, al verme dar el primer
paso se quedó quieto en la silla,
fingiendo que no había hecho el amago
de ir junto a Ágata. Al verme de pie los
ojos de los presentes se posaron en mí
planteándome una silenciosa pregunta.
―Voy al baño.
Caminé con tranquilidad hacia la
escalera y con sigilo la subí. Era evidente
que lo que había dicho no era más que
una excusa para poder ir a consolar a mi
prima. Me planté frente a la puerta
cerrada en la que se balanceaba un cartel
plastificado en el que se veía la cara de
un gato junto a su nombre. Sin llamar
abrí la puerta y me colé en su habitación,
cerrando tras de mí.
―Soy yo ―dije al verla sentada en el
suelo, con los brazos rodeando sus
rodillas y la cara hundida en ellos.
―Lo sé ―dijo con voz entrecortada.
Al mirarme pude ver cómo las lágrimas
resbalaban por sus mejillas, bañándolas
por completo―. Eres el único que no
llama antes de entrar.
Rió su comentario y después se quedó
callada. Quería subir a consolarla pero
una vez dentro no supe muy bien cómo
hacerlo. Recorrí la distancia que nos
separaba y me senté en el suelo, junto a
ella.
―Sé que a ti tampoco te parece bien
que haga esas estúpidas pruebas de
animadora.
Abrí la boca para negarlo pero la cerré
al momento sabiendo que era cierto.
Pensaba que era una soberana tontería,
tanto el equipo de animadoras como el
club de ajedrez o el de teatro; pero era
algo que ella deseaba hacer y para mí ese
siempre ha sido el mayor motivante.
―No os gusta que tenga amigos
humanos, ni que me lleve bien con la
gente. Mis padres ni siquiera se alegran
cuando esos «seres inferiores» me dan
propina en la tienda.
Sopesé lo que acababa de decir y me
sentí un poco hipócrita. Yo tenía un sólo
amigo en Thorndike y él lo era.
―A mí no me caen muy bien los
humanos en general, pero he de
reconocer que no todos son malos y
crueles.
―Lo había olvidado ―dijo
asintiendo―, tú tienes un amigo
humano. ¿Cómo se llamaba?, ¿Arthur?
―Joe ―le corregí.
―Joe ―susurró para sí misma.
Se quedó pensativa unos instantes. Sus
mejillas brillaban por la humedad pero
ya no se la veía sofocada, se había
relajado un poco. De forma impulsiva
alargué la mano para secar sus lágrimas
pero me paré en seco al recordar cuando
de pequeño me salió una especie de
eccema en las manos por hacer eso
mismo; así que sujeté la manga de mi
camiseta con los dedos y limpié su cara
con el talón de la mano. Ella sonrió ante
el detalle.
―Lo que he dicho antes ―comenzó―
es cierto. Exceptuándote a ti, nunca antes
me había sentido aceptada a querida.
―Ágata, todos te queremos.
―Lo sé, pero ―hizo una pausa y se
humedeció los labios― con esos
humanos me siento bien, feliz. Es como
cuando estoy contigo. No me censuran,
aunque opinen distinto a mí. Me siento a
gusto.
―En ese caso no deberías de dejar que
lo que opinaran los demás te afecte. Si de
verdad te hacen sentir así, no pueden ser
tan malos como los perciben ellos.
―Como los percibís ―puntualizó.
Sonreí ante su comentario.
―Tan terribles como los percibimos.
Ella asintió, confortada por nuestra
pequeña charla. Le pasé el brazo por los
hombros y ella apoyó su cabeza en mí.
―Todos echan de menos el circo
―dijo― y yo también, pero tenemos que
adaptarnos a esto.
―Si ―murmuré sintiendo que no
había punto de comparación entre lo feliz
que éramos antes y en cómo nos
sentíamos ahora.
Ella se apartó de mí y me clavó sus
oscuros ojos antes de decir:
―Nunca he pensado que fuera tu culpa
lo que ocurrió.
Fijé mi vista primero en uno de sus iris
y luego en el otro, leyendo la verdad de
sus palabras. No toda la familia pensaba
como ella, no todos eran tan indulgentes
como Ágata.
―Hay cosas que tienen que pasar,
llámalo destino.
Asentí y ella volvió a dejarse abrazar
por mí. Me reconfortaba el peso de su
cabeza en mi hombro, notar la calidez de
su cabello en mi mejilla. No era
consciente de cuánto la añoraba hasta
que la volvía a tener cerca. Por mi cabeza
desfilaron las imágenes de Ágata con
uno o dos años, apenas sosteniéndose en
pie, y de mí intentando hacerla reír con
tontas muecas. Y ella sonreía, siempre
sonreía.
―Quiero teñirme el pelo ―dijo de
pronto cambiando el rumbo de mis
pensamientos.
La miré sin apartarme de su lado y ella
alzó la vista sin descomponer nuestra
postura.
―No todo el pelo, sólo un mechón
―aclaró―. De azul claro. Creo que
combinará bien con el castaño.
Quise decir algo pero ese tema me
había pillado con la guardia baja.
―Si a ti te gusta ―fue lo único que se
me ocurrió decir.
Ella me miró de nuevo y rompió en
carcajadas. No supe a qué venía su risa,
pero la voz cantarina me hizo sonreír y al
segundo los dos reíamos como tontos.
La cena terminó mejor de lo esperado.
Ágata y yo bajamos y ella se disculpó
con todos por su comportamiento. No se
volvió a hablar de humanos ni de
actividades escolares y pudimos poner
fin a la velada con la alegría habitual de
los Talbot ―a excepción de Lavinia, que
nunca parecía dar muestras de
felicidad―. Nos despedimos para volver
a casa mientras madre y su hermana
planificaban hacer la próxima cena
familiar en nuestra casa. Ágata se acercó
a mí sosteniendo una sonrisa cómplice y
me abrazó.
―Gracias, Jim ―me dijo al oído.
―No hay de qué, enana.
Me di cuenta de que mi prima ya no era
la pequeña Ágata, que siempre
necesitaba de su primo mayor y que se
cuidaba de decir cosas que pudieran
hacer daño a alguien. No, Thorndike nos
había cambiado, estaba sacando lo peor
de nosotros y tenía la sensación de ir
cuesta abajo y sin frenos. Temía lo que
podía pasarnos si seguíamos por ese
camino pero no habían muchas más
opciones. Los mayores tomaron una
decisión y debíamos aceptarla con todas
las consecuencias.
3. El secreto al descubierto
Amanecía otro día otoñal en Thorndike.
El cielo estaba encapotado pero no
terminaba de romper y soltar su carga
sobre nosotros. El instituto atestado,
lleno de personas con prisas, chicas
coquetas que se apartaban de nuestro
lado y malotes que iban buscando
camorra. Estábamos devorando el
almuerzo cuando ellos, vinieron a
buscarnos las cosquillas.
―Eh, pringado ―se escuchó decir
entre el griterío habitual de la cafetería.
Antes de que pudiéramos reaccionar
una pelota de rugby golpeó nuestras
bandejas, esparciendo el almuerzo de Joe
y el mío por todas partes. Busqué con la
mirada a esa panda de idiotas y los
encontré no muy lejos, sentados a tres
mesas de la nuestra. Sus risotadas
resonaban con fuerza, alrededor el resto
de gente también se reía. Sentí como la
sangre subía a mi cabeza, me estaba
encendiendo. Mi primer impulso fue
levantarme, ir allí y patearles el culo uno
a uno; pero la mano de Joe me retuvo.
―No vale la pena. Sólo conseguirás
que te expulsen.
Asentí, escuchando en mi cabeza las
voces de madre y Wallace. «Estás
tentando a la suerte con tu
comportamiento estúpido e
irresponsable. Conseguirás que nos
echen del instituto», «No puedes meterte
en líos. Tenemos que pasar
desapercibidos entre los humanos. ¿Es
que no lo entiendes, hijo? Nadie debe
saber lo que somos» . Volví a tomar
asiento, presintiendo que tarde o
temprano explotaría, que esos chicos me
harían llegar hasta un límite que no debía
rebasar.
―¿Te apetece que salgamos fuera?
―propuso Joe―. Podemos terminar lo
que nos queda allí.
No tuve que pensarlo demasiado. Si
seguía ahí escuchando cómo se
carcajeaban de nosotros acabaría
cabreándome y todo terminaría en
tragedia; como ocurrió en Viena.
Fuera no hacía el mejor tiempo, el
viento soplaba con fuerza emitiendo aquí
y allá silbidos que helaban la sangre. Las
nubes, cada vez más negras, recorrían el
cielo con prisa, como un niño que
necesita llegar al retrete para no orinarse
encima. Mientras comíamos lo que
quedaba de nuestro maltrecho almuerzo,
observábamos las pistas de baloncesto
que había frente a nosotros. En ellas un
grupo de chicos algo mayores jugaban un
partido mientras varias alumnas
babeaban por ellos sentadas en los
bancos. Muchos de los que estaban
reunidos en esa estampa deseaban en un
futuro poder salir de Thorndike, hacerse
ricos, famosos y tener una vida cómoda
lejos del pueblucho en el que habían
crecido. Los envidié, ellos siempre iban a
ser libres de poder hacer lo que
quisieran, de ir a donde quisieran y vivir
la vida que añoraban; yo en cambio tenía
que esperar décadas a que la gente
olvidara, para poder retomar nuestro tipo
de vida dónde la dejamos. Y mientras
tanto tenía que soportar toda la mierda
que me echaran encima, como a la
pandilla de Charlie Akerman.
Pensar en nuestra vida de antes me
hacía sentir aún peor. Cuando salía a la
pista y me convertía en bestia ante los
ojos atónitos de la gente me sentía más
vivo que nunca, cuando aullaba y corría
hacia el público enseñando dientes y
garras sus caras pasaban del asombro al
miedo. Éramos estrellas y la gente venía
a vernos, muchos incluso repetían y tras
las actuaciones querían hablar con
nosotros. Nunca había oportunidad.
Plantábamos la carpa, estábamos un fin
de semana y nos íbamos a otra parte sin
documentos gráficos que revelaran al
mundo lo que ocurría dentro. Ese era el
Circo de los Talbot.
Se hizo un largo silencio en el que
terminé con el almuerzo. Demi, el amor
platónico de Joe, pasó frente a nosotros
con su monopatín. Mi amigo la miraba
embobado. Ella no era una chica guapa,
tampoco fea, digamos que era distinta;
como nosotros. Llevaba el pelo teñido de
un moreno desgastado; los ojos muy
maquillados, de negro; los labios
variaban entre el morado, el marrón y el
negro. Las ropas eran más de lo mismo,
pantalones ajustados y oscuros, con
cadenitas que colgaban de los bolsillos,
deportivas anchas y sudaderas o jerséis
que variaban desde el azul oscuro, hasta
una amplia variedad de grises. Nunca
supe si era eso, o el hecho de que estaba
siempre sola, leyendo y dibujando, lo
que provocaba que Joe se desconectara
del mundo real siempre que la veía; pero
aun teniendo un par de admiradores
como él, Demi nunca mostró interés por
nadie. Los demás alumnos la
consideraban una lunática y una paria,
como a nosotros y por ese motivo,
cuando Joe me dijo que le gustaba esa
chica desde que iban juntos al colegio,
yo me limité a darle mi visto bueno.
Nunca me había sentido atraído por una
chica y menos estar muchos años
prendado de una, así que ¿qué más podía
decirle?
—Me encanta como se ha peinado hoy
—murmuró Joe mientras ella, a lo lejos,
se tomaba su batido.
—Parece un erizo que ha olvidado
igualarse los mechones de las puntas—
comenté intentando dar una
aproximación grafica de su estilo.
—Sí, pero la queda tan bien ese look.
¿Crees que debería cambiar mi forma de
vestir? No sé, algo más moderno o
menos friki ―me preguntó el chico que
más camisetas de series y películas tenía
de todo Thorndike.
—Joe, creo que cambiar tu estilo
personal no te va a ayudar a captar la
atención de Demi —suspiró con pesadez
mientras terminaba de comerse el
almuerzo.
—Qué mal —se quedó en silencio un
buen rato mientras mirábamos el
panorama estudiantil que teníamos en
frente—. ¿Y si me vistiera como un
rapero? Ya sabes, pantalones más
anchos, camisetas dos tallas más grandes.
—Aparte de que los gallitos del
baloncesto te machacarían el doble y que
irías siempre enseñando los calzoncillos,
no. No creo que eso funcione.
—Lo suponía.
La campana sonó, dando por terminado
el pequeño intervalo de tiempo para
preparar nuestras almas para el infierno
que estaba por venir.
Hicimos una parada en la taquilla para
coger los libros y apuntes de Geometría.
Era la única clase en la que coincidíamos
Joe, Wallace y yo; y también era la que
menos me gustaba. Justo cuando
recorríamos la mitad del pasillo, vimos a
dos de los chicos del grupo de Akerman,
Henry y Paul, entrar en el aula. No sólo
odiaba Geometría porque no se me daba
bien ni me gustaba esa asignatura, sino
que las clases eran infernales. Esos dos
idiotas se entretenían tirando bolitas de
papel a los compañeros, riéndose de ellos
o insultándolos sin que el profesor que
daba la clase, el señor Darringham,
hiciera nada por evitarlo.
―¿Preparado para aguantar a ese par
de idiotas? ―me preguntó Joe, quien
parecía intentar darme lecciones de cómo
ser un buen sirviente y recibir las mofas
y faltas con orgullo.
―Después de lo del almuerzo no tengo
el cuerpo para muchas bromas
―respondí apretando el tirante de mi
mochila.
Al llegar al aula, mi hermano ya estaba
sentado en su sitio, al final del todo,
dónde el sol, aunque abrieran las
persianas hasta arriba no lograba
alcanzarle. Me saludó con un leve
movimiento de cabeza y después volvió
a clavar la mirada en su mesa, en sus
cosas. Joe y yo nos sentamos juntos, yo
delante y él detrás, eso facilitaba la
comunicación por notas que solíamos
tener desde que empezó el curso.
La clase se hizo larga y pesada, más
que una mañana sin comida. Como de
costumbre los ejercicios estaban mal
pero al menos los habíamos llevado
hechos, para no variar Wallace resolvió
todos los problemas de forma correcta y
dejó claro que el genio no estaba en los
genes de toda la familia, si no solo en los
de algunos. En esas nos encontrábamos
cuando escuché el inconfundible sonido
del papel al caer al suelo. «Bolitas de
papel», pensé y no me equivocaba. Al
girarme para mirar a Joe me di cuenta de
que Paul estaba riéndose como un
bobalicón mientras que Henry afinaba
puntería con la cabeza de mi amigo.
―Señor Talbot ―dijo el profesor
alzando la voz―, ¿querría usted
honrarnos con su atención y dejar de
distraer al resto de compañeros?
Se escucharon algunas risas ahogadas
entre nuestros compañeros.
―Me están tirando bolas de papel,
señor Darringham ―repliqué, esperando
que expulsara a esos dos matones de su
clase o, al menos, les diera un toque de
atención.
Pero el profesor me miró por encima de
sus gafas y frunció el labio superior
como muestra de desprecio.
―Ese es su problema. Cuando atienda
me encargaré de que nadie le haga perder
la concentración, pero mientras sea un
vago ocioso no tengo gana que hacer al
respecto.
Notaba como la ira crecía dentro de mí,
cada vez más y más. La impotencia, la
injusticia, la sensación de que éramos los
muñecos a los que golpear y de los que
reírse; todo ello se iba compactando,
convirtiéndose en una enorme bola. Algo
imposible de digerir ni de sobrellevar
con dignidad.
Apreté los dientes y mi mandíbula se
tensó bajo mis pobladas patillas rubias.
El profesor continuó con la clase
mientras Henry y Paul se regocijaban del
respaldo que les proporcionaba. Sentía
tanta rabia, que el lápiz que sostenía
entre mis dedos se partió por la fuerza
con que lo agarraba.
Podía sentir la mirada de Wallace
clavada en mi nuca, si en ese momento
hubiera podido mandarme un mensaje
mental lo hubiera hecho. Un
«Tranquilízate, no te dejes llevar por tus
impulsos» o «No seas estúpido, ¿quieres
que todo el mundo vea lo que eres?».
Aguanté, movido por esos pensamientos
que sólo conseguían cargarme de
presión. No podía hacer nada.
En cuanto sonó el timbre que daba fin a
las clases, cogí mi mochila y sin esperar
a Joe salí lo más rápido que pude. Antes
de cruzar la puerta el señor Darringham
me lanzó una última ofensa:
―No lloriqueé como una nena,
¿quiere? Ya es hora de que se vaya
convirtiendo en un hombre.
«Convirtiendo en un hombre», pensé,
«¿Y qué es lo que haría un hombre ante
esta situación?»
Joe me alcanzó justo cuando pisaba el
pasillo en dirección a los baños. Debía
tranquilizarme, estaba a punto de rebasar
mi límite de control y si eso ocurría no
podía haber nadie delante.
―Tío, ¿estás bien? ―me preguntó
mientras intentaba seguirme el paso.
―No, Joe ―dije cortante―. Necesito
estar solo.
Las voces de madre y Wallace se
hicieron más fuertes dentro de mi cabeza.
««No puedes meterte en líos», «Estás
tentando a la suerte con tu
comportamiento estúpido e
irresponsable», «Tenemos que pasar
desapercibidos entre los humanos»,
«Conseguirás que nos echen del
instituto», «¿Es que no lo entiendes,
hijo? Nadie debe saber lo que somos».
Tenía la puerta del baño a sólo cinco
pasos de mí cuando recibí un brusco
golpe en el hombro. Al percatarme de
quién había sido empecé a notar un
hormigueo punzante en las yemas de los
dedos. Esto no podía estar pasando.
―Ten más cuidado, subnormal
―gruñó Charlie Akerman. Su mirada era
desafiante. «Soy el rey de este instituto y
tú no puedes disputarme la corona,
pringado»―. Casi me arrugas el jersey y
es nuevo.
―Vámonos, James ―dijo Joe
empujándome hasta el lavabo.
Notaba el sudor empapando mi cara, el
temblor de mis brazos, esa presión en las
pantorrillas. Estaba a punto de suceder.
―¿Pero a quién tenemos aquí?
―preguntó en tono de mofa―, si es el
pringado oficial del insti. ¿Qué se siente
al no ser más que mierda en la zapatilla
de los demás?
―Déjanos en paz, Charlie ―contestó
Joe.
El rostro de Charlie cambió de humor.
Le habían retado y lo peor de todo,
muchos ojos lo habían visto.
―Tú no aprendes, ¿verdad, McKinley?
Las palpitaciones martilleaban mis
venas, escuchaba los latidos de mi
corazón tras las orejas. En cualquier
momento ocurriría, en cualquier instante.
―¿Qué está pasando aquí?
La voz de la señorita Palmer, la
profesora de Literatura, irrumpió en
aquel momento. Apenas pude mirarla
pero no me pasó por alto la sombra alta,
delgada y oscura que estaba junto a ella.
Wallace.
―Nada, señorita Palmer.
―Pues ya estáis despejando el pasillo.
No pude aguantar más, corrí hacia el
baño y tiré la mochila al suelo. No me
dio tiempo a nada más, la piel de mis
manos se hizo jirones y unas garras
peludas aparecieron en su lugar. Noté el
resto de mi cuerpo contorsionarse,
recolocando mi nueva estructura ósea. La
ropa estalló en pedazos y mi piel desnuda
fue sustituida por una densa mata de pelo
oscuro. Me contemplé en el alargado
espejo que cubría la pared en la zona de
los lavamanos y el corazón se me
encogió al instante.
―Tío... ―murmuró Joe con los ojos
como platos y la cara desencajada.
Me giré y ambos nos miramos durante
unos segundos en silencio. Él
sorprendido y aterrado a partes iguales,
yo preocupado porque saliera corriendo y
desvelara mi gran secreto. La puerta
volvió a abrirse y a cerrarse con tal
rapidez que el ojo humano no hubiera
podido percibirlo. Joe notó la corriente
generada por el batir de la puerta y se
giró, aún con la boca abierta de par en
par.
Wallace estaba allí, obstaculizando la
entrada ―y salida― de cualquiera.
―Menudo momento has elegido para
cambiar ―dijo mi hermano llevándose la
mano a la cara.
―Tío... ―repitió Joe mirándome.
―Voy a tener que borrarle la mente
―dijo Wallace.
Cómo movido por un resorte, Joe se
giró hacia él y comenzó a negar con la
cabeza de forma exagerada.
―No, no, Wallace, por favor.
―Espera ―dije con mi voz gutural.
Joe al escucharme hablar de ese modo
volvió a mirarme de nuevo, sus ojos
estaban abiertos al máximo y tenía una
expresión de alucine en su cara.
―Tío... ―dijo por tercera vez―. Eres
una especie de hombre lobo ―dijo al fin
alargando su mano a mi hocico.
―James, hay que borrarle la mente
―insistió Wallace.
―¿Y esto es normal? ―preguntó mi
amigo palpando el pelo de mis
hombros―. Me refiero a que si te ha
pasado más veces.
―Constantemente ―contestó mi
hermano.
―Calla ―le dije.
―Es un rey del drama ―siguió
Wallace.
―Es un flipe ―murmuró Joe
levantándome el labio y observando mis
dientes―. Los colmillos los tienes igual
de enormes que en tu forma normal.
¿Porque la otra es tu forma normal, no?
―Sólo necesito un momento para
volver en mí ―les aseguré.
―¡Qué fuerte! ―gritó Joe―, mi mejor
amigo es un hombre lobo.
―Shhh ―Wallace le tapó la boca con
sus largos, pálidos y fríos dedos―, te va
a oír todo el mundo.
―La leche ―la sonrisa de mi amigo se
ensanchó―. ¿Has matado a alguien
alguna vez?
―No ―contesté.
―Joe, mírame fijamente a los ojos ―le
dijo mi hermano a Joe, obligándole a
apartar la vista de mí y a fijarla en él.
―Wallace, espera ―le pedí.
―Es un alucine esa voz tuya ―Joe
seguía en su pompa―. Da un miedo que
te cagas.
―Hay que borrarle la mente ―insistió
de nuevo mi hermano.
―No ―pedimos al unísono mi amigo
y yo.
Wallace se llevó la mano a los ojos y se
los tapó con expresión cansada. Entendía
que quisiera borrar las huellas del
crimen, asegurarse de que nadie
descubría nuestro secretito; pero era la
primera vez que alguien humano veía mi
transformación sin estar en escena
―sabiendo que era real al cien por
cien―, y a pesar de ello no había salido
corriendo aterrado.
―Por favor, Wallace ―le pedí.
Él me miró poniendo los ojos en blanco
y chascó la lengua contra el paladar.
―Está bien, no le borraré la mente
―dijo Wallace―. Pero tenemos que
decírselo a madre y padre ―puntualizó
Wallace.
Asentí, percibiendo una especie de
emoción. La adrenalina seguía
recorriendo mi cuerpo y el que a Joe le
pareciera tan alucinante sólo me
hinchaba el orgullo. Volvería a mi ser y
planearíamos llevar a mi amigo a casa
para que nuestros padres determinaran lo
que era mejor hacer. Entonces, pensando
en convertirme en humano de nuevo caí
en la cuenta de algo importante.
―Por cierto, chicos... ―dije aún
convertido en bestia―. Necesito que me
busquéis algo de ropa.
Wallace suspiró de forma pesada
mientras que Joe tardó un rato en captar
lo que ocurría; al hacerlo rompió a reír a
carcajadas.