dos izquierdas

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Colección dirigida por Leonardo Milla 1ª edición: mayo de 2005 1ª reimpresión: junio de 2005 © Alfadil Ediciones, 2005 Alfa Grupo Editorial Apartado 50.304. Caracas 1050, Venezuela Telf.: [+58-212] 762.30.36 / Fax: [+58-212] 762.02.10 e-mail: [email protected] www.alfagrupo.com ISBN: 980-354-170-6 Depósito legal título: If 50420053201470 Diseño de colección y de cubierta: Ulises Milla Diagramación: Miguel Baustillo Impreso en Venezuela por Editorial Melvin Printed in Venezuela

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Colección dirigida por Leonardo Milla

1ª edición: mayo de 2005 1ª reimpresión: junio de 2005

© Alfadil Ediciones, 2005

Alfa Grupo Editorial Apartado 50.304. Caracas 1050, Venezuela Telf.: [+58-212] 762.30.36 / Fax: [+58-212] 762.02.10 e-mail: [email protected] www.alfagrupo.com

ISBN: 980-354-170-6 Depósito legal título: If 50420053201470

Diseño de colección y de cubierta: Ulises Milla Diagramación: Miguel Baustillo

Impreso en Venezuela por Editorial Melvin Printed in Venezuela

Prólogo

La simple observación del mapa político de nuestro continente arroja, en este primer lustro del siglo XXI, un hecho indiscutible: América Latina ha girado políticamente a la izquierda.

Para decirlo con palabras de Joaquín Villalobos: “en todo el continente, las izquierdas, o bien están en el gobierno, o son la mitad del poder, o están luchando contra su propia ortodoxia e inmadurez, pero en ningún lugar son débiles.”1

Ello no entraña, ni mucho menos, que Cuba, Chile, Brasil, Uruguay, Argentina, República Dominicana, Venezuela, Ecuador o México conformen ya un inconmovible bloque de naciones “socialistas” latinoamericanas. Significa, entre otras consecuencias, que al debate de ideas en la región, debate que hace poco más de una década parecía reducido a la corta familia de temas que proponía el hoy ya bastante desarbolado “consenso de Washington”, vienen a añadirse los problemas que plantea la “viabilidad” democrática de la izquierda latinoamericana en un continente que ya no es el de los autoritarismos tutelados por el                                                                                                                1Joaquín Villalobos, “Bush y las izquierdas latinoamericanas”, El Diario de Hoy, San Salvador,13/4/2005.

Departamento de Estado americano, pero cuya pobreza extrema ha hecho de la suya una población políticamente más impaciente que la de los años 50 y 60.

Es ostensible que el PRD mexicano, los socialistas chilenos agrupados en torno al presidente Lagos, la coalición de partidos de izquierda que en Venezuela acompaña a Hugo Chávez, el salvadoreño Fmln de Schafick Handal, el Frente Amplio del también presidente uruguayo Tabaré Vázquez, el MAS del boliviano Evo Morales, el llamado Polo Democrático colombiano, el PLD de Juan Bosch y Leonel Fernández, en la Republica Dominicana, el PRO de Martín Torrijos, en Panamá –llamativa, ¿no es cierto?, la cada día más frecuente inclusión del cognomento “democrático” en sus enseñas–, el PT de Lula Da Silva y, desde luego, ese partido único que es en sí mismo Fidel Castro, no encarnan una misma y compartida visión acerca de las políticas públicas que mejor pueden afrontar la tarea de sacar a sus países de la pobreza, ni una misma valoración del Estado, la separación de poderes, la sociedad civil, la alternabilidad electoral, la libertad de expresión y los derechos de las minorías, por citar tan sólo unos cuantos temas del pensamiento políticamente liberal que, en los proverbiales años sesenta, no habría desvelado a ningún izquierdista de la región.

Sin duda, no se trata de un debate nuevo o inédito: ¿qué otra cosa fue la versión trágica del dilema entre el dogmatismo y el sentido de la realidad lo que opuso la Revolución Cubana al “experimento” allendista que, al menos, en el ánimo del tolerante presidente civil derrocado por Augusto Pinochet, quiso apoyarse en una tradición pluralista y ceñirse a las provisiones de una constitución democrática?

Lo inédito son las condiciones en que se libra hoy ese debate que entonces pareció teóricamente ganado por “los duros”: a menos de quince años de la caída del muro de Berlín y casi otros tantos del derrumbe de la antigua Unión Soviética, y en un tiempo en que Estados Unidos ya no puede desplegar en nuestro continente –aun si lo deseara ninguna intrusión militar de consecuencias para esa nación impredecibles –aun si triunfara

momentáneamente–, en el campo de la izquierda latinoamericana se dibujan dos perfiles contrapuestos.

Uno es el de esa izquierda que bien puede llamarse, como Petkoff lo ha hecho con feliz expresión, “borbónica”, para poner de bulto lo que tiene de ciegamente conservadora de valores ya sin contenido y sin futuro. Buena parte de la izquierda que Chávez ha congregado en torno suyo pertenece a ese campo, del mismo modo que lo hace el Fmln de Handal o el MAS de Evo Morales, y cuya figura tutelar es Fidel Castro, y es, en este sentido, borbónica; vale decir reaccionaria.

El otro bando, el de Tabaré Vázquez, Ricardo Lagos o Lula Da Silva, no tiene imprescindibles figuras tutelares ni dogmas inconmovibles a los que ceñirse religiosa e hipócritamente. Tiene, en cambio, ante sí el formidable y urgente reto de avanzar exitosamente en la lucha contra la pobreza y la exclusión, sin matar la democracia.

Teodoro Petkoff es pionero del bando democrático en este debate, desde los tiempos en que abrió fuego, hace casi ya cuarenta años con lo que ya es un clásico insoslayable del pensamiento político latinoamericano: Checoslovaquia: el socialismo como problema.

Al frente del vespertino Tal Cual, que dirige desde hace ya cinco años, y desde su semanal programa de televisión, Teodoro ha mostrado, día a día, a la polarizada Venezuela de hoy, todo el alcance que su dilatada experiencia política, su incontestada probidad intelectual, sus dotes para la polémica esclarecedora y su compromiso con la justicia social y la idea democrática dan a sus penetrantes análisis. Sus editoriales se han convertido en faro piloto, cuando no en santo y seña, de la oposición genuinamente democrática al gobierno de Chávez.

LAS DOS IZQUIERDAS recoge un conjunto significativo de ensayos que, bien en el vespertino Tal Cual, bien en otras publicaciones latinoamericanas, escritos por Teodoro en los últimos tiempos. Colaboraciones suyas, aparecidas en las revistas Cambio o Diner's, de Colombia, o en la prestigiosa Nueva Sociedad, o ensayos escritos para prologar libros como América y Fidel

Castro, de Américo Martín (Panapo, Caracas, 2001) o para Hugo Chávez sin uniforme (Debate, Caracas, 2005), la biografía política que Cristina Marcano y Alberto Barrera Tyszka acaban de publicar en Caracas.

Algunos de ellos abordan y elaboran con profundidad una caracterización, hoy muy necesaria, de esas dos izquierdas latinoamericanas. La “fisiología” del fidelismo y la naturaleza del chavismo, como expresiones cabales de la izquierda “borbónica, son contrastada con los matices y singularidades de esa otra izquierda descalificada por algunos como “pragmática” y que abraza, como en los casos de Lula, Lagos o Tabaré Vázquez, la tarea de lo que Teodoro en algún momento describe como la de un “reformismo de avanzada”.

Al respecto, yen un editorial suyo que saludaba la toma de posesión de Tabaré Vázquez en el Uruguay, escribía Petkoff, hace poco: “Aunque el sex-appeal romántico y los chorros de adrenalina que provoca la versión castro-chavista de la izquierda encuentra eco en algunos países donde la izquierda parece lista para acceder al poder (Nicaragua, El Salvador, Bolivia), sus experiencias concretas no son nada estimulantes: de un lado, el país arruinado y totalitario que es Cuba, y del otro, la confusa “revolución bolivariana. [...] En todo caso –concluía–, Latinoamérica está alumbrando un nuevo capítulo de su historia, ya no determinado por las contingencias de la Guerra Fría sino a partir de sus propias circunstancias y de su largo y torturado devenir.”

Estos trabajos sobre La izquierda latinoamericana engastan coherentemente en la visión que Petkoff tiene de la situación global que, querrámoslo o no, se ha visto afectada por la política imperial luego del traumático ataque terrorista de que fue objeto Nueva York el11/9 de 2001. Se complementan con las impresiones de un reciente viaje suyo a China y una reflexión en torno a Chávez y el Islam.

¿Qué dice el catire Petkoff?, ¿cómo ve la vaina Teodoro?, suele ser la locución favorita de muchos venezolanos –

”chavistas” o “escuálidos” por igual para encender una

conversación sobre nuestra crisis política, menudo tan inasible como angustiante. Este volumen incluye dos ensayos inéditos, concebidos deliberadamente para integrarlos a esta antología de lo ya publicado.

Uno hace un minucioso y despiadado análisis del rol cumplido por los medios de comunicación en la crisis política venezolana. El otro, es un lúcido balance de las perspectivas de la oposición venezolana ante la situación surgida del referéndum del 15 de agosto de 2004.

Encarecer la brillante escritura de Petkoff podría resultar redundante a estas alturas, pero, como lector, yo no querría terminar sin llamar la atención hacia el brillante prefacio que, a un mismo tiempo, hace la crónica personal de la amistad que lealmente une a Teodoro Petkoff con Gabriel García Marquez –el controvertido icono viviente de la izquierda borbónica–, y de su propio decurso como uno de los políticos e intelectuales más influyentes en la vida pública del último medio siglo venezolano.

Isben Martínez Caracas, abril de 2005

Gabo (a modo de introducción)

Gabo ha contado una y mil veces el episodio de la caída de Pérez Jiménez, que Jo agarró en Caracas, trabajando como reportero para la revista Momento. Pero no fue entonces cuando nos conocimos. Corría el año 58 del siglo pasado y Gabo estaba entre nosotros, feliz e indocumentado, pero más o menos anónimo, y yo era un estudiante comunista, más anónimo todavía, que venía de la lucha clandestina contra la dictadura y apenas iniciaba la que habría de ser una larga vida pública. Fue varios años después cuando por primera vez oí hablar de Gabo. Estaba yo preso en el Cuartel San Carlos, vieja fortaleza colonial convertida en prisión militar, y por allá por 1966 una pequeña nota de prensa –que leí porque en la cárcel uno lee en los periódicos hasta los clasificados–, daba cuenta de que Gabriel García Márquez, escritor colombiano, –de quien yo no habla leído nada, por lo demás había terminado de parir, en México. una novela que llevaría por título Cien años de soledad. Me llamó la atención porque para la época cultivaba yo unos afanes literarios –que afortunadamente para la historia de la literatura venezolana quedaron apenas en siete cuentos y una novela, tan mala esta que

desaparecí su manuscrito entre las llamas de una hoguera autocrítica–, y todo cuanto tuviera que ver con el asunto picaba mi curiosidad.

Pocos meses después, el año 67, ocurrieron dos acontecimientos memorables para mí: me fugué por segunda vez del San Carlos y leí Cien años de soledad, en ese orden. Como a todo el mundo, esto último me dejó deslumbrado, dicho sea de pasada. Probablemente pensé que me gustaría conocer al autor pero, también probablemente, me dije que no existía razón alguna para que tal cosa sucediera puesto que, imaginaba yo, girábamos en órbitas muy diferentes, aparte de qué el ya era García Márquez, y yo, pues nadie. Estaba equivocado. Muy poco tiempo después supe que habitábamos el mismo planeta: el de la muy tormentosa y atormentada, contradictoria y variopinta izquierda latinoamericana, pero, además, que vivíamos en la para entonces reducida comarca de quienes, en la izquierda, comenzábamos a preguntarnos si lo que queríamos para nuestros países era parecido a lo que existía en la Unión Soviética y su bloque, porque el “socialismo real” ya generaba demasiadas dudas. Por absurdo y estrambótico que pueda parecer, fue Gabo quien procuró contacto conmigo y no al revés, como habría sido lo lógico –por razones de la ley de gravedad. Fue a raíz de asuntos políticos venezolanos, que Gabo, por Jo visto, no dejaba de seguir, así fuera con alguna distante atención. Hacia finales de 1969 o tal vez en el primer semestre del año siguiente, yo había puesto a circular un ensayo, Checoeslovaquia: EL socialismo como problema. El mero titulo ya era todo un manifiesto. Para decirlo brevemente y porque ello ilustra, sin mayores disquisiciones, el espinoso tema que fue abordado por un militante comunista venezolano el año siguiente a la invasión de Checoeslovaquia por las tropas de la Unión Soviética, baste con decir que Leonid Brezhnev, para entonces Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética y Primer Ministro de su todopoderoso país, en su informe al XXIV Congreso de ese partido, en 1970, incluyó mi nombre en un breve elenco de “enemigos del comunismo”, a los cuales anatematizó. Puedo imaginar la sorpresa de los europeos, preguntándose quién diablos

podía ser aquel lejanísimo latinoamericano que merecía el “honor” de que su nombre figurase al lado de los de los dos famosos filósofos marxistas, el francés Roger Garaudy y el austriaco Ernest Fischer, así como junto a los italianos del grupo Il Manifesto, todos connotados “herejes” del movimiento comunista, ya mundialmente conocidos. Pero no era para menos. En ese ensayo, no sólo condené la invasión a Checoeslovaquia, considerándola una acción simétrica de la invasión a Santo Domingo por los Estados Unidos tres años antes, sino que me permití rechazar el “modelo” soviético como válido. Fin de mundo, pues.

Pues bien, poco después de la aparición del libro, recibí, de la mano de Soledad Mendoza, hermana de Plinio Apuleyo, una tarjeta firmada simplemente “Gabo”. En diez líneas escritas en tinta negra. Gabo daba cuenta de cuánto lo había impresionado mi libro y me anunciaba que pronto habríamos de conocernos. Es necesario tomar nota del siguiente detalle. En 1970 la Revolución Cubana tenía un poco más de diez años y Gabo era ya amigo íntimo de Fidel Castro, quien en una de esas proverbiales acrobacias que dicta la razón de Estado” había respaldado la invasión soviética a la pequeña Checoeslovaquia. Sin duda que, para el momento en que Gabo me escribe, muchas horas debía haber conversado el tema con Fidel y entre ambos tuvo que darse una discrepancia –a menos que, como en tantas otras cosas, Fidel, en privado, hubiera estado de acuerdo con su amigo y se hubiera dedicado, más bien, a convencerlo de las razones políticas que lo habían llevado a dar un apoyo a la URSS, que pocos en Cuba estimaban posible, como el propio Gabo me lo contara en alguna ocasión. Yanos lo dirá él, en sus memorias. Pero lo que si es evidente es que para aquellos años Gabo ya no se hacia ninguna ilusión con el mundo comunista.

Pero la cosa no quedó en aquel gesto de cortesía intelectual. En 1971, ya fundado el MAS, verdadera bête noire para el movimiento comunista mundial, considerado por el fidelismo como una suerte de guarida de traidores, Gabo entró en contacto con nosotros. Fue en el carnaval o la Semana Santa de 1971 o 72. Me encontraba pasando esos días con mi familia, en una casa que

nos habían prestado en Naiguatá, pequeño pueblo en el litoral central, cuando inopinadamente se presentaron allí (nunca supe como dieron con el sitio), Miguel Otero Silva y Gabo. Miguel continuaba creyendo que en la URSS realmente se estaban construyendo “los mañanas que cantan” y por tanto me detestaba cordialmente, pero, caballeroso como era, había accedido a ponernos en contacto. Fue entonces que Gabo dijo, allí. alrededor de un sancocho de pescado y unas cervezas, que se consideraba militante “internacional” del MAS, al cual habíamos fundado en enero de 1971, después de abandonar el Partido Comunista en diciembre del año anterior.

No tardaría en demostrarlo. En agosto de 1972 ganó el premio literario “Rómulo Gallegos” y donó al MAS el monto integro del lauro: 22.500 dólares, que era mucha plata para la época. Tanta que con eso fundamos un diario, Punto. Para Gabo era un compromiso público. Era una toma de posición ante el movimiento comunista mundial, ante la URSS, pero, sobre todo, ante los cubanos. Colocado a la izquierda en el espectro político, estaba diciendo bien claro, sin embargo, que su idea del socialismo nada tenía que ver con la sociedad que en nombre de éste se había erigido en la URSS. Indirectamente, hablaba también para Fidel. Creo intuir por qué, a pesar de lo que Gabo pensaba –y Fidel sabía lo que Gabo pensaba–, nunca se resintió la amistad entre ambos. Muchos años después, en la Navidad de 1997, en su casa en La Habana, Gabo me contó una anécdota sobrecogedora. Conversaba un grupo de altos funcionarios con Fidel y Gabo. Éste hizo algunas observaciones críticas sobre el régimen y uno de los presentes inquirió qué era lo que quería decir. Quien respondió fue Fidel: u Lo que Gabo quiere decir es que ni a él ni a mí nos gusta la revolución que hemos hecho”. Puede imaginarse el silencio de leones que siguió a esta amarga confesión.

Con los años nos fuimos viendo por el mundo. Creo que he conocido todas sus casas. La de Barcelona, la de Londres, la de México, las de Bogotá y Cartagena, la de La Habana, En todas reinaba la serena presencia y el buen gusto de Mercedes. No recuerdo en cuál de ellas me dio a leer el manuscrito de El otoño

del patriarca. Uno de esos días, caímos, entre otros, en el tema de Franco, y de pronto me dijo, pensativamente, “¿Qué será el poder? Es como si fuera una pelotica que algunos tienen en la mano y a la cual acarician constantemente”. Creo que el tema constituye su gran obsesión y de ahí la fascinación que lo acerca a los hombres que tienen la “pelotica”, en particular ese espécimen latinoamericano que es el coronel Aureliano Buendía. Es como si fueran su permanente objeto de estudio. Lo que en sus memorias deje dicho Gabo sobre su relación de cuatro décadas con Fidel Castro tal vez constituya uno de los más apasionantes testimonios políticos del siglo.

En 1978 o comienzos de 1979 me avisó por teléfono que venía a Caracas, que lo haría más o menos de incógnito, que no queda ver a nadie y que aqui me explicaría. Una vez llegado me reveló que era portador de un mensaje de Fidel para Carlos Andrés Pérez y me pidió que lo conectara con el presidente. No fue difícil hacerlo porque en aquellos tiempos, no tan lejanos, todavía era civilizado el trato entre oposición y gobierno en nuestro país. Se trataba de que los sandinistas preparaban la primera “ofensiva final” –la que fracasó, antes de la segunda y exitosa y pensaban instalar una suerte de gobierno provisional en territorio nica, para el cual era necesario el reconocimiento internacional. Esperaban eso de Pérez. También se habló de ayuda material y creo que allí comenzaron los vínculos de CAP con Nicaragua, que años más tarde, ya no con los sandinistas sino con la oposición a ellos, terminarían por desgraciarlo y enviarlo a la cárcel. Esa vez, Gabo, pocas horas antes de marcharse, hizo otra de sus “travesuras”: puesto que su estadía entre nosotros tal como ello había querido, no trascendió, se las arregló para organizar una entrevista con mi presencia, para El Nacional, que fue un “tubazo” literario, pero también político: Gabo había venido a Caracas solamente a hablar con “su partido”.

En 1983 yo fui candidato presidencial del MAS Fue la primera de las dos candidaturas simbólicas que asumí en esos tiempos en que el bipartidismo adeco-copeyano parecía eterno y blindado, y quienes combatíamos las carencias y perversiones que terminarían por llevarlo a la derrota éramos vistos poco menos

que como dementes. Gabo tuvo la ocurrencia de ayudarnos desde Colombia. Vinculado a la editorial “La Oveja Negra”, hizo los trámites para la edición colombiana de mi libro Proceso a la Izquierda. Luego me abrumó con un acto de presentación del libro en un auditórium bogotano. No puedo decir que estaba “toda Colombia” porque el propio Gabo ya me había enseñado lo limitado de esas hipérboles. En cierta ocasión en que se le rindiera un homenaje y ante la exclamación de algún entusiasta admirador de que allí estaba “toda Colombia”, Gabo, después de pasear la mirada por los asistentes, preguntó: “¿Si? ¿Dónde está Kid Pambelé?” En efecto, aquel día del libro tampoco estaba Pambelé, pero, como dice la canción de Agustín Lara, estaba “la crema de la intectualidad”... y de la política. ¿Quién iba a desatender en Colombia una convocatoria de su premio Nobel?

Aquella fabulosa fiesta patronal terminó al día siguiente con un almuerzo en un restaurant bogotano. Éramos poquísimos los asistentes. No más de ocho o diez. Pero uno de ellos fue nada menos que Belisario Betancurt, a la sazón presidente de su país. Tiempo más tarde me contó Gabo que el dueño del restaurant no cobró el cheque con el cual le pagó. Lo montó en un cuadrito y lo tiene colgado en una de las paredes del sitio. Fue para entonces que Gabo, como otra contribución a “SU partido”, escribió un texto sobre mí, que tituló sencillamente “Teodoro”, y que fue publicado en muchos periódicos del continente. Curiosa, pero explicablemente, en ninguno de los de mi país apareció.

Si cuento todo esto no es para ganar indulgencias con escapulario ajeno ni porque la parte que me atañe personalmente tenga mayor importancia, sino porque a través de esos gestos, Gabo, que no es muy dado a hacer discursos explícitamente políticos, marca, empero, una posición, dice “pienso como actúo y actúo como pienso”. Testigo de excepción, desde la atalaya habanera, de los entresijos de la política de la izquierda latinoamericana, siempre vio como emblemático de un proceso político de reconciliación nacional el venezolano de finales de los años 60, cuando los comunistas comprendimos el grueso error que había sido la lucha armada y desarrollamos una línea de repliegue progresivo, que abrió camino a la pacificación y a la

normalización de la vida política nacional. ¡Cuantas veces no le escuché poner nuestro caso como ejemplo de lo que habría deseado para su propio país, donde en tantas oportunidades se prestó generosamente para todo esfuerzo pacificador!

Desde la navidad del 97, en La Habana, como ya relaté, no hemos vuelto a vernos personalmente. Yo ya no pertenezco al MAS, del cual me retiré a mediados de 1998, y Gabo desde antes se había desligado calladamente de nosotros. Puedo comprenderlo: desencanto es el nombre del juego. En algunas ocasiones hablamos por teléfono, sobre todo porque ahora también compartimos el mismo oficio, el periodismo. Sigue siendo el mismo Gabo de siempre: ahora famoso, pero todavía feliz e indocumentado.

Teodoro Petkoff Caracas, 22 de setiembre de 2002

PARTE I

LAS DOS IZQUIERDAS

Con la reciente asunción del mando por parte de Tabaré Vásquez, en Uruguay, se marca un nuevo hito en el copernicano viraje hacia la izquierda que se viene dando en el continente latinoamericano y caribeño. Desde el decano de todos los gobiernos, el cubano de Fidel, hasta el uruguayo de Tabaré, con el Brasil de Lula, la Guyana de Jagdeo, la Argentina de Kirchner, el Chile de Lagos, la Venezuela de Chávez, el Panamá de Torrijas, la Dominicana de Leonel Fernández, son ya nueve los regímenes considerados de izquierda en la región. Si a esto añadimos, como fenómeno emparentado, que en Nicaragua el Sandinismo parece encaminado hacia el retorno al poder, en El Salvador el FMLN controla el parlamento y la mayoría de las municipalidades y en Bolivia, el MAS ha devenido la primera fuerza política del país, se puede decir que estamos en presencia de una tendencia histórica, de un cambio profundo en el humor político del continente y no de episodios aislados, casi casualidades dispersas en el tiempo, como lo han sido Cuba (1959), Chile con Allende (1970) y Nicaragua con el Sandinismo (1979). Los pueblos del continente, masas urbanas y rurales que más allá de los partidos tradicionales y de las prédicas de SUS dirigentes, están colocando sus esperanzas y expectativas en la casilla izquierda del espectro

político. Después de décadas de dictaduras militares desarrollistas y de democracias populistas y/o neoliberales, cuyo balance, ofrecido en conjunto –rehuyendo todo maniqueísmo y sin equiparar unas y otras ni detenernos en los matices específicos de cada una–, ha sido un legado de degradación institucional, corrupción y crecimiento económico precario y contradictorio, que condujo a las sociedades mas injustas y desiguales del planeta –en permanente crisis social e inestabilidad política.

Por supuesto que utilizamos la denominación “izquierda” de un modo genérico, deliberadamente simplificador y esquemático, puesto que en el elenco de gobiernos de izquierda que hemos mencionado los matices y las diferencias entre ellos son bastante marcadas. Más adelante nos ocuparemos de este aspecto de la cuestión. Por paradójico que luzca a primera vista, este fenómeno es inseparable del colapso del imperio soviético. Desaparecido éste, y con ella lógica de la Guerra Fría, los movimientos y partidos progresistas, del mundo –y en particular los de America Latina y el Caribe, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos–, ya no tropiezan con ese techo que colocaba a sus aspiraciones el implacable determinismo de las “esferas de influencia”, que derivaba del “equilibrio del terror” entre la URSS y Estados Unidos. Ambas superpotencias se cuidaban mucho de permitir en sus respectivas ámbitos geopolíticos la emergencia de gobiernos de los cuales sospecharan siquiera una mínima posibilidad de que pudieran, de un modo u otro, servir a la estrategia global del archirrival. Más aun, una regla no escrita de la confrontación era la de reducir la protesta ante los abusos de cada parte en “su” esfera ameras formalidades diplomáticas.

Ni la Unión Soviética ni Estados Unidos se mostraron dispuestos a apretar los botones nucleares por la “defensa” de Hungría, Checoslovaquia, Polonia o Afganistán, en un caso; ni por la de Guatemala, Santo Domingo, Nicaragua o Chile, en el otro. Estaba sobreentendido que cada superpotencia tenía “derecho” a impedir e incluso a destruir si no lograba lo primero, la instalación de formulas políticas en países de “su” área de influencia que no se ajustaran a sus respectivos paradigmas geopolíticos y geoestratégicos. Si bien este escenario fue

perturbado por la Cuba que se declaro socialista en 1961 y se colgó de la percha soviética, –como consecuencia de un proceso inesperado, que tomó por sorpresa a Estados Unidos, colocándolo ante un fait accompli–, la crisis de los cohetes,– en octubre de 1962 llevó a un acuerdo que si bien toleraba, ciertamente, la permanencia del gobierno revolucionario, cerró toda posibilidad de que el territorio cubano pudiera ser utilizado por la URSS Con propósitos militares. La crisis de los cohetes evidenció, hasta un punto cuyas consecuencias asumieron tanto americano como soviéticos, que las esferas de influencia de cada parte era: intocables. Desde luego, también estaba implícito el “derecho” de cada superpotencia a respaldar y hasta promover movimientos políticos afines en el “otro lado” –sin desmedro de que pudieran desentenderse de su suerte si esta comprometía el equilibrio. El mundo era dinámico y ambas superpotencias lo sabían. De lo que se trataba era de que ese dinamismo no excediera los limites que cada imperio consideraba inviolables para su seguridad. Estados Unidos invadió a Santo Domingo, propicio el pinochetázo en Chile y armo a la contra en Nicaragua. En parangón, la Unión Soviética invadió a Hungría, a Checoslovaquia y a Afganistán y auspicio el golpe de Jaruzelski en Polonia, África y el Sureste asiático constituían una suerte de “tierra de nadie”, donde los dos grandes bloques se confrontaban, vicariamente, sin que ello afectara especialmente el balance de las esferas de influencia, cualquiera fuera el desenlace del enfrentamiento. Así, las guerras de Korea, Vietnam, Zaire, Angola Etiopia, no alteraron el statu quo del planeta.

Todo esto cambió al desaparecer la URSS. Los policy makers norteamericanos dejaron de percibir en gobiernos de izquierda en América Latina y el Caribe una amenaza a sus intereses estratégicos. Ya no había un gran rival del cual se temiera que pudiera instrumentalizarlos. Mucho menos paranoia y menos síndrome del Dr. Strangelove predominan ahora entre quienes toman las decisiones en Estados Unidos. Sin embargo, después que se esfumaron las ilusiones sobre un Nuevo Orden mundial –denominación que se dio a la Pax Americana–, y sobre el hegelofukuyámico “fin de la historia”, el mundo se complicó de

nuevo. USA acentuó a escala latinoamericana la guerra al narcotráfico. Al terrorismo se le declaró una guerra mundial. Estos enemigos globales, sin embargo, no están encarnados en ninguna gran potencia con colmillos nucleares, de modo que en el continente americano el espacio para políticas y gobiernos no necesariamente complacientes con Washington no ha sido clausurado a la manera como lo estuvo durante el largo medio siglo de la Guerra Fría. No existe, al menos hasta ahora, una nueva dialéctica entre bloques planetarios de poder. En tiempos de la URSS, Estados Unidos jamás habría invadido a Irak, que está en el bajo vientre de lo que fue la gran potencia comunista. Ahora, en cambio, mueve sus tropas por todo el mapamundi. La “esfera de influencia” norteamericana es mundial, pero, al no estar amenazada por una hecatombe atómica, hay un mucho mayor margen de maniobra para gobiernos no alineados con Washington.

Eso explica por qué gobiernos de izquierda en Latino América y el Caribe, que tal vez hace todavía pocos años ni siquiera habrían podido constituirse, hoy coexisten con el de Estados Unidos sin mayores fricciones –salvo en el caso concreto de Hugo Chávez, por razones que analizaremos más adelante.

Al mismo tiempo, los partidos de izquierda hoy gobernantes en América Latina y el Caribe tampoco responden al estereotipo maniqueo acuñado por los gringos: “izquierda igual comunismo”. No sólo desapareció la Unión Soviética sino que el movimiento comunista mundial está reducido a la condición de pieza arqueológica. Nunca hubo grandes partidos comunistas en América Latina y el Caribe pero, en tanto que brazos políticos del Vaticano soviético, poseían una innegable influencia –que podía llegar hasta el chantaje sobre el conjunto de la izquierda, llevando a esta, por ejemplo, a silenciar cualquier observación crítica a la URSS y al “socialismo real”. Para aquélla, la asociación con el comunismo y con la URSS, así estuviera llena de fricciones y plagada de contradicciones y desencuentros, constituía una pesada hipoteca, de la cual resultaba difícil librarse porque los adversarios de la izquierda, los políticos y los voceros de los poderes fácticos de la derecha, hacían del anticomunismo y de la

denuncia del régimen soviético y en nuestro caso continental, del cubano– uno de los fundamentos esenciales de su política. El enemigo de mi enemigo, si no es mi amigo, tampoco es mi enemigo. Más aun, en América Latina una larga historia de imperialismo norteamericano, con no pocas intervenciones militares, incluyendo roces entre Estados Unidos incluso con gobiernos no izquierdistas, conducía a la izquierda a una postura acrítica ante la URSS. Esto, desde luego, facilitaba tanto a los contendores nacionales de la izquierda como a los gringos, meter en un mismo saco, marcado con la etiqueta de “comunismo”, a todos los movimientos de izquierda, muchos de los cuales, para colmo, respondían al anticomunismo elemental y estereotipado de sus adversarios, con un antiamericanismo –que no anti-imperialismo– igualmente elemental y primitivo, lo cual no hacía sino cerrar un círculo vicioso.

La desaparición de la URSS parecería haber creado las condiciones para que la izquierda restablezca plenamente su autonomía ideológica y política. No carga ya con el peso muerto de lo que significó el modelo totalitario, dictatorial y económicamente fracasado de la URSS, que, según la propaganda de sus adversarios, sería el “espejo” de las proposiciones progresistas, y que, por lo mismo, producía un potente efecto disuasivo en nuestros países. Tampoco puede ser jaqueada o chantajeada por el movimiento comunista. La relación con Cuba, no por una afinidad políltico-ideológica, que, salvo en el caso de Chávez, el MAS de Bolivia y el Sandinismo, no existe en casi ningún otro de nuestros movimientos de izquierda, aunque produce también un efecto-demostración inhibitorio semejante al que producía la siniestra imagen de la URSS, posee, sin embargo, algunas características especiales. Frente a Cuba no sólo en la izquierda, sino más allá de ella, por latinoamericanísmo y por rechazo a la estólida política gringa frente a la isla, existe una suerte de indulgencia que mucho debe a la simpatía que siempre despierta el pequeño David ante el gigante Goliat, sobre todo si se siente que al gigante no se puede dejar de pasarle algunas facturas por las fechorías que ha cometido en lo que peyorativamente considera su backyard, su “patio trasero”– o su mare nostrum.

Ahora bien, el concepto “izquierda” puede ser mistificador. Encubre mucho más de lo que revela y aplicado indiscriminadamente puede conducir a gruesos errores de apreciación.

La izquierda, como la derecha, posee muchos matices. Así como entre los polos de Hitler y Churchill, por ejemplo, cabe cualquier cantidad de expresiones del pensamiento conservador, entre los polos de Stalin y Tony Blair, también por ejemplo, existen muchas gradaciones desde el centro hacia la izquierda. Pero, a los efectos del análisis cabe señalar, grosso modo, la existencia de dos izquierdas en la América Latina actual, dos grandes corrientes en ella, en modo alguno homogéneas sino, cada una, con variados matices específicos. Una de las dos grandes tonalidades de la izquierda es la que tiene hoy como exponentes más significativos a los gobiernos de Lula, Lagos, Kirchner y ahora Vásquez y, con un perfil más bajo, a los gobiernos de Leonel Fernández en República Dominicana, Martín Torrijos en Panamá y Bharret Jagdeo en Guyana. La otra gran corriente cuenta con Fidel Castro y Hugo Chávez como sus figuras más prominentes. Entre estos dos personajes y los movimientos políticos que los sustentan existen importantes diferencias y sería un error equipararlos, pero tan estrechamente relacionados como están hoy, configuran el polo latinoamericano de la izquierda arcaica, asociable, todavía, por la gracia de Fidel, a lo que fue el movimiento comunista mundial, y desvaído reflejo de la luz, ya apagada, de la estrella soviética.

Estas dos corrientes de la izquierda coexisten en el continente y aunque superficialmente pueden ser tomadas como una misma “familia”, son visibles las contradicciones que las oponen entre sí. El PT brasileño, el socialismo chileno, el Frente Amplio uruguayo Y el peronismo, vienen de una larga lucha contra feroces dictaduras militares y en el último medio siglo han pasado por las más variadas experiencias, que van desde la clandestinidad, episodios de lucha armada que involucran a algunos de sus actuales componentes (sobre todo en Brasil, Uruguay y Argentina), la vida parlamentaria, el ejercicio de gobiernos regionales y locales y hasta, en el caso chileno, del nacional.

Hundidas sus raíces en la historia continental, ya más que secular de las luchas sociales, la reflexión sobre su propia e intensa práctica política y sobre la del “socialismo real” ha llevado a estos partidos a dejar atrás los infantilismos de izquierda y a internalizar los valores democráticos como componentes sine qua non de los proyectos de cambio social. El voluntarismo –tan propio del leninismo, del maoímo y del fidelismo–, ya se conoce que termina en desatinos como la “zafra de los 10 millones de toneladas” en Cuba o el “gran salto adelante” y la “revolución cultural” maoístas, sin hablar del tour de force que fue la revolución bolchevique. En el campo de la economía, donde a fuerza de cometer y sufrir las consecuencias de los errores propios y, sobre todo, de los ajenos –los del modelo Soviético–, se sabe bien que la macroeconomía puede tomarse terribles venganzas sociales cuando se la maneja con desaprensión e irresponsabilidad.

Sin la estridencia falsamente radical de la izquierda borbónica (esa de la cual, como de la casa real, se puede decir que ni olvida ni aprende), la otra corriente marcha por un camino de reformismo avanzado, que compatibiliza la sensibilidad social con la comprensión de que las transformaciones en la sociedad pasan por el desarrollo económico con equidad y por el fortalecimiento y profundización de la democracia. Sin lo segundo, la preocupación social naufraga en las turbulentas aguas de la inflación y el estancamiento económico o, como en el caso cubano, en la dictadura totalitaria como mecanismo de control social y de sobrevivencia en el poder, cada vez más acentuado el autocratísmo dictatorial mientras más desfallece a economía. No obstante, esta izquierda no escapa, sin embargo, a la tensión permanente entre el compromiso con las ideas y el sentido pragmático y práctico a que la obliga la percepción realista del entorno en el cual acta. Tal tensión alimenta un debate incesante, que se remonta, si de buscar antecedentes se trata, a los de la Primera y la Segunda Internacional, y que no pocas veces produce escisiones y desprendimientos en los partidos que la encarnan. En Brasil, el PT vive frecuentes debates internos, seguidos de pequeñas escisiones, entre el mainstream ideológico del

partido y sus tendencias ultraístas. Es evidente que los conductores del PT comprendieron temprano que, para evitar el vía crucis que padeció Allende con los últras, era precisa la mayor intransigencia frente a éstos. La ultraizquierda petista ha preferido sentar tienda aparte yeso ha sido lo mejor para el proceso

político brasileño, marcado por el avanzado reformismo del PT y Lula. En Uruguay, los primeros pasos de Tabaré Vásquez apuntan en el sentido de Lula y Lagos y no en el de Chávez. No sería extraño que el Frente Amplio pase por discusiones semejantes a las que vive el PT de su vecino del Norte. Argentina constituye un caso especial porque el peronismo, globalmente considerado, no posee una filiación izquierdista, pero proviniendo los actuales gobernantes, comenzando por Kirchner, de la izquierda “montonera”, puede considerársele hoy como parte de ese variopinto clan de gobiernos de avanzada social en el continente. Pero del peronismo es poco probable que se pueda esperar nada parecido a las contradicciones propias de la izquierda “clásica”. En Chile, el pinochetazo y la dictadura hicieron pagar a la nación el costo de los excesos “revolucionarios” de la ultraizquierda, y ha sido la memoria de aquello la vacuna que protege de ésta última al gobierno de Lagos, quien no ha tenido que lidiar, como Allende, con las estériles provocaciones de ultraradicalismo, que tanto contribuyó a tender la cama al gorilismo revanchista.

Finalmente, dentro de esta gran corriente, como gradaciones más moderadas, más hacia el centro y bastante menos sometidas a las disyuntivas ideologizadas que caracterizan a los casos ya citados, se debe ubicar a los gobiernos del PLD dominicano, del PRD panameño y del PPP guyanés. Fruto, el primero, de la turbulencia política y social que siguió a la desaparición del trujillato (victoria electoral del PRD, golpe militar, invasión gringa, Caamaño, gobiernos de Balaguer, escisión en e PRD y nacimiento del PLD), ha encontrado en el sobrio y centrado liderazgo de Lionel Fernández una conducción sin sobre saltos, que lo ha llevado ya dos veces al gobierno. El PRD panameño es heredero del torrijísmo y conducido ahora por el hijo del finado coronel Ornar Torrijas, ensaya vincular el nacionalismo que hizo

posible “la entrada al canal” (Ornar Torrijas decía que el no quería entrar a la historia sino al canal), con una opción social –que no estuvo, por cierto, entre las prioridades del primer Torrijas, pero que es visible, aunque muy matizada por la ortodoxia económica, en el discurso de su hijo Martín. El PPP de Guyana, hoy gobernante, es el partido que fundaran Cheddi y Janet Jagan, y que en 1953 dio origen al primer gobierno de filiación relativamente marxista en el continente –defenestrado tres meses después por Inglaterra, de la cual Guyana, todavía Guayana Inglesa para entonces, era colonia. Posteriormente ha ocupado varias veces el gobierno, pero la barrera idiomática y cultural ha hecho que la izquierda latinoparlante mire poco o nada hacia Guyana y, en general, hacia el Caribe anglo francófono.

Dadas las circunstancias históricas del continente, es en esta izquierda moderna, con los pies en la tierra, donde descansa la perspectiva de cambios sociales de avanzada, sustentables y perdurables, cuyo ritmo de implementación seguramente no será el mismo en todas partes pero que probablemente irá ensanchando, con cada logro, el espacio para nuevos y más fecundos progresos en materia de equidad social y profundización de la democracia, que, en definitiva son dos modos de nombrar la misma cosa: una sociedad de justicia y libertad. La otra gran vertiente de la izquierda latinoamericana y caribeña es la que tiene como figuras descollantes a Fidel Castro y a Hugo Chávez. El appeal romántico de esta izquierda –con los consiguientes disparos de adrenalina que provoca el castro-chavismo–, encuentra eco en algunos países donde la izquierda parece lista para acceder al poder (Nicaragua, Bolivia y El Salvador) así como en los grupúsculos de la ultra continental y en los restos fosilizados del viejo comunismo, al igual que en algunos movimientos sociales por el tipo de los piqueteros argentinos o los semterra brasileños, pero no obstante que despierta una simpatía difusa más allá de estos sectores, no engrana con las corrientes de masas de la izquierda suramericana.

De la paleorevolución fidelista ya es poco lo que se puede agregar pero el confuso “bolivarianísmo” de Venezuela sí llama mucho la atención y parece poseer la capacidad expansiva que

hace rato perdió la Revolución Cubana. Sin embargo, conviene hacer algunas precisiones respecto de los tres países donde el castro-chavismo cuenta con epígonos. En El Salvador, el FMLN es el mayor grupo político en el parlamento y ganó la mayoría de los concejos municipales, pero se cerró a sí mismo la victoria en las elecciones presidenciales porque al optar por una candidatura tan sectaria como la de Schafik Handal, el secretario general del Partido Comunista salvadoreño, no podía abrir brechas en el centro político y limitó su alcance. Handal, sin duda, fue un regalo de los dioses para la declinante derecha de ese país. Es esta corriente interna en el FMLN la que se identifica con Chávez. El futuro dirá si ese partido logra superar el control de los apparatchiki comunistas o, por el contrario, permanece prisionero de éstos.

Del desenlace de esta contradicción depende el porvenir del FMLN. Si la izquierda conservadora –o “religiosa”, como la ha denominado certeramente Joaquín Villalobos–, logra mantener su control sobre el aparato del partido, la decadencia de éste será inexorable. De lo contrario, probablemente su arribo al poder será también inexorable.

En Nicaragua, el FSLN, el sandinismo, aunque luce individualmente como la principal fuerza política del país, ha vivido un acentuado proceso de descomposición ética y política que permite abrigar dudas acerca de lo que cabe esperar de un gobierno suyo, si es que ganara las elecciones. También en el FSLN se produce la disyuntiva entre las dos izquierdas. En el sandinismo –aunque filas exacto sería hablar ahora de “danielísmo”– la impronta fidelista es muy profunda y por ello no puede extrañar su alineamiento con el castro-chavismo, pero es evidente que en su seno tiene lugar una lucha no resuelta entre las dos izquierdas, de la cual el último episodio ha sido la expulsión de Herty Lewites, ex-alcalde de Managua, y el antecedente más lejano, aunque entonces sin mayores consecuencias sobre el partido, la de Sergio Ramírez. Hoy, sin embargo, la contradicción parece mucho más profunda que cuando Sergio Ramírez desafió el liderazgo de Daniel Ortega.

En Bolivia, el MAS de Evo Morales se consolida como la fuerza política más importante del país y sus vínculos con el

chavismo venezolano son públicos y notorios. El MAS posee la interesante característica de constituir la primera expresión política autónoma de la población indígena, que es mayoritaria en Bolivia, pero que siempre desempeñó un rol ancilar respecto de las fuerzas políticas bolivianas. Con la emergencia del MAS, que marca un punto de flexión en la política de ese país, se produce el más hondo proceso de inclusión social y política que haya conocido Bolivia. En la revolución de 1952, los indígenas, que fueron, ciertamente, objeto de las reformas que el MNR propició, ahora emergen como sujetos de su propia historia. Como es comprensible, hay en su conducta política una mezcla de modernidad y atraso y, además, muchos siglos de opresión, sometimiento y humillación explican el “sarampión” radical de algunas de sus posturas y la identificación con las del paradigma revolucionario castro-chavista. Los tiempos próximos dirán si el MAS logra trascender el etnicismo y realizarse como una fuerza que asume de modo integrador la diversidad étnica de la sociedad, a la manera como lo hizo el Congreso Nacional Africano, bajo la conducción de Nelson Mandela, o si quedará atrapado en el indigenismo, cristalizándose así una peligrosa fractura racial en la sociedad boliviana, con consecuencias impredecibles en un país tan complejo y complicado como Bolivia, presa, por añadidura, de tendencias centrífugas que amenazan su propia integridad territorial. Por cierto que siendo Bolivia un vecino con el cual Brasil comparte vastos intereses, a Lula le convendría desarrollar una relación estrecha con el MAS y Morales, contribuyendo a que éste se aleje del falso radicalismo y se acerque a las posturas de la izquierda moderna.

Habría que añadir unas pocas palabras acerca de la significación que dentro de este cuadro podría adquirir una eventual victoria electoral, en México, de Andrés Manuel López Obrador, casi seguro candidato del PRD. No es fácil que gane, pero no sería tampoco una sorpresa; de hecho hoy puntea las encuestas, presidenciales. A pesar de las tendenciosas comparaciones que hace la derecha mexicana entre AMLO y Chávez, las circunstancias de ambos países son tan distintas que esa tentativa de asemejar un gobierno del mexicano al del venezolano no pasa de ser una tontería para engañar incautos,

pero poca duda puede caber que una presidencia de izquierda en el otro gran país latinoamericano marcaría un salto cualitativo en la política hemisférica.

Resta por decir algunas palabras sobre el fenómeno chavista. Surgido de la confluencia del militarismo nacionalista con distintas corrientes del naufragio marxista-leninista y de la izquierda grupuscular, conforma un movimiento y un gobierno esencialmente personalista, con fuertes rasgos de militarismo, mesianismo, caudillismo y autoritarismo, plasmado en un discurso con claras resonancias del fidelismo “sesentoso”, que encuentra eco en vastas capas de la empobrecida masa popular venezolana. Ideológicamente, se apoya en una utilización instrumental del potente mito bolivariano, suerte de religión laica venezolana, de difícil comprensión en otros países del continente, donde la huella del procerato libertador no posee, ni de lejos, la profundidad que tiene en el alma venezolana. El recuerdo de Bolívar, paradójicamente, ha sido cultivado desde hace bastante más de un siglo sobre todo por nuestros hombres fuertes, como un modo de legitimar sus desmanes con el aval de ultratumba de Simón Bolívar, pero, por los retorcidos senderos de las frustraciones colectivas, entró hondamente en la psicología popular venezolana. Otros también lo han utilizado como herramienta política, pero ninguno con la fuerza y la eficacia de Chávez.

El discurso “bolivariano” ha estado unido, hasta ahora, a un planteamiento, vago y más bien emocional, de redención social pero, más recientemente trata de dársele mayor profundidad conceptual, asociándolo caprichosa, y hasta grotescamente, a la búsqueda de un contenido específico para el inefable (“socialismo del siglo XXI”, que acaba de poner en órbita Hugo Chávez. El discurso de éste ha ido derivando, a lo largo de seis años, desde el planteamiento “humanista”, recurriendo mucho a la imaginería cristiana, al antineoliberalismo, luego al anticapitalismo, para arribar, hace poco, a la proposición de “inventar el socialismo del siglo XXI”. Todo esto sobre el telón de fondo de un nacionalismo que ahora muestra un altisonante acento anti-imperialista, muy a la Fidel Castro, dentro del marco de una creciente confrontación verbal con el gobierno de Bush. Pero, y hay que tenerlo muy

claro, el principal activo del chavismo lo constituye el vigoroso y carismático liderazgo de Hugo Chávez, quien, por añadidura, generosamente lubricado por un petróleo de precios siderales, ha podido construir un enlace afectivo y emocional con millones de venezolanos en un plano que en ocasiones se acerca a lo mágico-religioso.

El ejercicio de gobierno es ambivalente. Chávez nada en dos aguas. Una, la de la democracia, a lo cual lo constriñe la fuerte cultura y tradición democrática del país, así como la influencia del entorno interamericano y que mantiene los rasgos formales de la vida democrática (partidos políticos, pluralidad sindical y gremial, libertad de expresión, etc.). Otra, la del autoritarismo, donde la “fisiología” formal de la democracia está minada por una práctica cada vez más dura y autocrática del poder (instituciones del Estado bajo control absoluto del presidente, tendencia a la obliteración de los espacios democráticos, presiones constantes sobre los medios de comunicación, tendencia a la “judicialización” de la política, etc.). No es el de Chávez un gobierno dictatorial y mucho menos totalitario a la cubana, ero tampoco es una democracia. Autoritario, militarista, con fuerte propensión autocrática, la afirmación de su poder personal es el alfa y omega del comportamiento de Hugo Chávez, quien ha hecho de la lealtad al jefe la piedra de toque de su política. La concentración de poder en manos de Hugo Chávez sólo es comparable a la que protagonizó el general Juan Vicente Gómez, nuestro dictador durante 27 años –lo cual, por cierto, no implica asemejarlos en otros aspectos. La formación militar –que por su propia naturaleza no es democrática sino afincada en las ideas, fuerza de disciplina vertical, subordinación escalonada de unos mandos a otros, procedimientos no deliberativos–, converge con la tradición dictatorialista, autoritaria y no-democrática de la izquierda borbónica, para producir este peculiar régimen chavista, donde el presidente no es el primero entre sus iguales sino un tótem reverenciado, cuya palabra es la primera y la última en todas las decisiones de gobierno. Típicamente alrededor del caudillo se va espesando una atmósfera de adulación y miedo, cada vez más repugnante. De modo que si de “inventar el socialismo” se trata, lo actuado hasta ahora quizás permite

concluir que lo que va surgiendo de ese propósito se orienta más hacia los modelos fracasados que hacia una versión democrática del socialismo –aunque no necesariamente se transforme en un clon de aquéllos y logre conservar, aunque en menor grado, la ambigüedad que lo caracteriza hoy.

Aunque Chávez ha embestido con éxito, hasta ahora, contra el antiguo establishment político-social del país, la destrucción de los privilegios de éste, que no se produce dentro del contexto de un proyecto societal alternativo, ha dado lugar, y no podía ser de otra manera, a la aparición de nuevos privilegiados políticos e incluso a los embriones de una nueva burguesía, la llamada bolivariana o “boliburgueísa”, surgida al calor de la corrupción y de los negocios con el gobierno. Sin embargo, un gobierno que ha enfrentado y derrotado a los Poderosos, gestor de un populismo distributivo munificente (la cornucopia petrolera da para todo), con un discurso política y socialmente entre redentor y revanchista, ha logrado entrar profundamente en el imaginario popular venezolano. Es innegable que Chávez ha colocado en el centro de la escena nacional el tema de la pobreza y de la lucha contra ella. Además, en la práctica, la implementación de un set de programas sociales –las famosas “misiones”, algunos de ellos de indiscutible validez conceptual, aunque sea opaca y sospechosa de corrupción y favoritismo su aplicación, ha reforzado, sin duda, el vínculo con los sectores populares. En éstos es un hecho la percepción de que el de Chávez es un gobierno de los pobres, por los pobres y para los pobres. Puesto que no sólo de pan vive el hombre, la emoción chavista nutre a buena parte de la masa popular, frustrada y desencantada por años de abandono y de injusticia. El punto es que más allá de los programas sociales no hay, hasta ahora, ninguna política que apunte a modificar las causas estructurales de la pobreza y aquí reside un talón de Aquiles del proyecto chavista.

De un año para acá, Hugo Chávez ha introducido una variable en su discurso, casi inexistente hasta entonces: el choque verbal con el gobierno de Bush y con el “imperialismo yanqui”. De hecho, Chávez, inclusive, omitió durante dos años toda denuncia pública sobre la participación del gobierno de Bush en el golpe de

abril de 2002. Manejó el tema con suma prudencia, evitando señalamientos directos en ese sentido.

Hoy, sus acusaciones a ese respecto, junto a las que hace, casi paranoicamente, sobre un supuesto plan gringo para matarlo, así como la utilización de un lenguaje durísimo contra el presidente de EEUU, que llega hasta la grosería, se han transformado, en un leit motiv de su prédica mundial, respondiendo a los nada velados ataques del Departamento de Estado. ¿Qué ha motivado este cambio en la tónica, hasta ahora cautelosa, del gobierno venezolano ante su homólogo del Norte? ¿La aspiración al liderazgo continental del anti-imperialismo, subrayando las diferencias de estilo con otros gobiernos de la familia izquierdista, ensayando desbordarlos por su flanco izquierdo para incidir sobre sus contradicciones internas? ¿La idea de que los gringos están demasiado empantanados en Irak y el supuesto, delirante, de que estarían en su mayor momento de aislamiento internacional y que sus opciones, frente a retos latinoamericanos a su poder, no son muchas, descartada como parecería estarlo una acción armada en el subcontinente? O, más domésticamente, ¿la procura de un reforzamiento de su liderazgo nacional mediante la apelación a la “unión sagrada” frente al “enemigo” externo –que, por cierto, para los venezolanos no posee la concreción que tiene para los cubanos y por tanto da un sonido hueco y no poco ridículo alas peroratas sobre la “guerra asimétrica” que supuestamente libraremos los venezolanos en nuestro inmediato porvenir. Pero, simultánea mente con la belicosidad verbal contra el gobierno de Bush, el venezolano adelanta una política exterior realmente audaz, aunque exageradamente vocinglera y hasta provocadora, en comparación con la serena pero mucho más efectiva de Lula, por ejemplo. Tocando la melodía del “mundo pluripolar”, Chávez, con una activa diplomacia personal, cuyo combustible es el petróleo, ha estrechado lazos con Rusia, China, India e Irán. Aunque a veces actúa como un elefante en la cristalería suramericana, ha fortalecido, más allá de la retórica integradora, vínculos políticos y económicos con Brasil y Argentina, manejando sin complejos el petróleo como herramienta política y adelantando, en ocasiones, gestos tan extravagantes como el de comprar deuda argentina.

Sin embargo, la instrumentalización del resentimiento Social, la atemorización innecesaria de la clase media, la Ineficiencia administrativa, el conflictivismo permanente, la segregación política y social de sus opositores y la corrupción rampante, cuestionan la viabilidad del chavismo como proyecto de transformación social profunda y han estancado su expansión interna. Éste no ha logrado abrir brecha en esa mitad del país que lo adversa, manteniéndose, aunque con menor crispación después del referéndum revocatorio (15 de agosto de 2004), la dolarización social y política que ha caracterizado el periodo que arrancó en 1999. El chavismo es una fuerza popular, ciertamente, pero no una fuerza integradora de la nación. Hay, además, signos inquietantes en el cielo, que parecieran anticipar un curso poco democrático y excesivamente estatizante en el desenvolvimiento del proceso chavista, y, por tanto, condenado al fracaso, pero, repitamos con Marx: hay que dejar al futuro hablar por sí mismo.

Entre las dos grandes alas de la izquierda latinoamericana y caribeña hoy gobernantes, a pesar de sus discrepancias, existen, sin embargo, múltiples vasos comunicantes y luce apresurado pensar que sus evidentes contradicciones conceptuales y de estilo puedan producir una fractura entre ellas.

Para la izquierda moderna y democrática, que metabolizó la experiencia de la lucha armada y la crisis del modelo soviético así como las desventuras del allendismo y el sandinismo, que no se asoma al espejo cubano, las relaciones con la izquierda borbónica, conservadora y no-democrática, forman parte” sin embargo, del manejo de sus tensiones internas. Recibir con honores a Fidel y a Chávez, darles un trato cordial y

abrirles las puertas de sus masas populares, pagar tributo a sus leyendas, considerarlos parte de la “familia”, aunque sean una suerte de enfants –o, más bien–, péres terribles y no existan mayores coincidencias con ellos, es, por una parte, una cierta forma de lealtad con su propia historia (todos fuimos prosoviéticos y/ o fidelistas, no somos ajenos al entrañable mito guevarista y, quien más quien menos, pasó por el marxismo-leninismo), y, por lo mismo, también un gesto hacia la ultraizquierda propia, que muchas veces es un verdadero incordio,

para suavizar su reclamo y su beligerancia hacia gobiernos a los que reprochan su supuesta moderación, cuando no su “entrega al imperialismo”.

Pero, además existe un factor cohesivo para las dos izquierdas: la política exterior norteamericana en general y en particular hacia América Latina y el Caribe, sobre todo ahora con Bush al frente de ella. Los gobiernos de izquierda, cada quien con su estilo y metas propias, poseen un propósito claro de colocar sobre nuevas bases las relaciones de sus países con Estados Unidos. Pero, desde luego, existen también considerables diferencias de estilo –así como de sustancia– entre las dos izquierdas. Chávez se regodea en un estilo chocarrero y bravucón en sus respuestas a las frecuentes alusiones del Departamento de Estado a su política, reproduciendo, en un contexto y condiciones históricas completamente diferentes, el discurso, comprensiblemente conflictivo, de Fidel Castro –quien tiene casi medio siglo enfrentando el anatema terrible de los gringos– pero añadiendo de su cosecha algunas impropiedades, realmente provocadoras, impensables en el lenguaje del anciano líder cubano, quien en estos asuntos sabe «darse su puesto». Chávez parte de un concepto falso, propio de la vieja izquierda: con Estados Unidos no existe posibilidad de convivencia, es el enemigo por antonomasia. Ese concepto corresponde a la ideología de la Guerra fría, cuando todos los partidos comunistas del mundo, y con ellos una parte de la izquierda no comunista, asumían como propia la estrategia soviética frente al coloso rival y eran incapaces de pensar su política frente a Estados Unidos a partir de los intereses nacionales de sus respectivos países. Para la nueva izquierda, sobre todo después del desplome de la Unión Soviética, el asunto se plantea en términos mucho más complejos, que se pueden resumir en la, ecuación «tensiones probables pero convivencia inevitable». Existen muchos problemas entre el Norte y el Sur del continente y son visibles las diferencias de enfoque sobre ellos (narcotráfico, migraciones, terrorismo, ALCA, etc.), pero existe también, en los gobiernos de izquierda, la compresión de que con un vecino que estará allí hasta la consumación de los tiempos, gobiérnelo quien lo gobierne, esos temas controversiales

no se pueden abordar desde el ángulo catastrofista sino desde el de la búsqueda de soluciones pactadas. El caso del ALCA es un buen ejemplo. Mientras, Chávez anda por ahí con un discurso vocinglero sobre el ALCA, blandiendo una romántica cuanto inviable y ridícula «alternativa bolivariana», que llama ALBA, Lula encabeza, con éxito una discusión constructiva, que no busca suprimir el ALCA sino adecuarlo a los intereses de las dos partes, para un juego ganar-ganar. y no por casualidad, Brasil asume en la OMC el liderazgo del mundo emergente ante el egoísmo y la miopía de los países más poderosos del planeta. En un caso habla el charlatán de barricada; en el otro, actúa el estadista. Lagos, por su parte, no ha vacilado en asociar la vibrante economía chilena a la norteamericana en un Tratado de Libre Comercio, que en otra época habría atraído sobre su cabeza todos los rayos del Júpiter soviético.

Pero, la política de Bush no ayuda al desarrollo no traumático de esa nueva relación. Desde la arrogancia que les da su infinito poderío” los neoconservadores gringos no logran superar los reflejos condicionados por la Guerra Fría. La fidelofobia, amén de la atención electoral a la colonia cubana en EEUU ,oscurece su visión y no alcanzan a evaluar nuestro acontecer político sino a la luz de la “subversión fidelista”, que ahora, por supuesto, estaría potenciada por la alianza de Cuba con Chávez. Con pertinacia digna de mejor causa, distintos personeros del State Department se permiten lucubraciones públicas sobre la “fuerza negativa” que sería Chávez en el continente. Como es lógico, esto suena a música celestial en los oídos de nuestro caudillo, quien sabe bien que si algo rinde por estos arrabales del mundo es el nacionalismo y la dignidad frente a los gringos –sobre todo ahora, cuando Bush es la encarnación perfecta del ugly american. Adicionalmente, Chávez les agradece la oportunidad que le dan de descalificar a sus adversarios con el estigma de “lacayos del imperialismo”. Pero, por su parte, para los gobiernos de izquierda la visión sobre Chávez es mucho más compleja y no está sesgada por la paranoia norteamericana. De manera que no acompañan una línea de aislar al presidente venezolano, sino, al contrario, tratan de contribuir a mantenerlo dentro del contexto democrático.

Los americanos no han digerido aún la victoria electoral del primer Perón con la dilemática consigna de Braden o Perón”, que ponía a los argentinos a escoger entre el embajador yanqui y el caudillo justicialista. Tampoco parecen entender cómo fue que su embajador en Bolivia casi hizo presidente a Evo Morales en las elecciones que ganó por una nariz Sánchez de Losada, con sus estúpidas declaraciones contra aquél. No captaron nunca que fue su embajador en Bogotá, atacando casi diariamente a Ernesto Samper, quien hizo posible no sólo que éste finalizara ,su mandato sino que lo hiciera con una popularidad superior al 60%. Finalmente, después de medio siglo, no han logrado hacerse a la idea de que Fidel Castro les debe buena parte de su prolongada permanencia en el poder.

En estas condiciones, en un continente donde, más allá de las apariencias, no sanan las heridas abiertas por un siglo de incursiones de los marines en nuestras costas, ningún gobierno de izquierda en el continente permanecerá indiferente ante las presiones e iniciativas norteamericanas contra Chávez y Fidel Castro. De algún modo, quiérase o no, con contradicciones y desencuentros, ambos son parte, para la familia izquierdista, de una América Latina que busca construirse un destino común frente a la hegemonía norteamericana

Latino América y el Caribe están alumbrando un nuevo capítulo de su historia, que no parece coyuntural y efímero, que atiende a las profundas corrientes de redención social que fluyen por los sombríos socavones de sus injustas e inicuas sociedades y por tanto posee una vocación democrática de perdurabilidad. Pase lo que pase con los gobiernos de la izquierda latinocaribeña, este continente ya no será el mismo. La hora de las grandes reformas sociales ha llegado y esta vez lo que está en pleno desarrollo ya no está determinado ni afectado por las contingencias de una confrontación bipolar a escala planetaria, que ya es historia, sino por las circunstancias específicas que ha ido macerando su largo y torturado devenir.

Caracas, febrero-marzo de 2005

CHÁVEZ: LA IZQUIERDA BORBÓNICA

Cuando Gabriel García Márquez finalizó el texto de su entrevista con Hugo Chávez, dejó en el aire la duda. ¿Se trataba realmente de un revolucionario o terminaría siendo uno más de esos déspotas en los que este continente ha sido tan pródigo? Seis años más tarde, Alberto Barrera Tyszka y Cristina Marcano, después de un recorrido por la vida de Chávez y por sus peripecias cierran este libro –Chávez sin uniform– haciéndose la misma pregunta. u ¿Quién es, en definitiva, Hugo Chávez?”. y se responden con más interrogantes: “¿Por dónde va la historia de aquel niño, criado por su abuela en una casa de palma con suelo de tierra? ¿Es un verdadero revolucionario o un neopopulista pragmático? ¿Hasta dónde llega su sensibilidad social y hasta dónde alcanza su propia vanidad? ¿Es un demócrata que intenta construir un país sin exclusiones o un caudillo autoritario que ha secuestrado el Estado y las instituciones? ¿Acaso puede ser esas dos cosas al mismo tiempo? ¿Quién es este hombre que agita un crucifijo mientras cita al Ché Guevara y a Mao Tse Tung? ¿Cuándo es él, realmente? ¿Cuál de tantos? ¿Cuál de todos los Chávez que existen es el más auténtico?”. “No es fácil saberlo”, dicen los autores, que ya en alguna parte, a lo largo del texto, sin embargo, nos han dado, eso sí, una pista que, no por pintoresca

debe ser desdeñada: Chávez es Zelig, aquel personaje de Woody Allen, que se mimetiza según el interlocutor que tenga por delante. En efecto, este encantador de serpientes, que busca seducir a todo aquel que cruza palabras con él, es Zelig. Puede ser católico, musulman, maoísta, peronista, conservador y hasta un si es no es imprudentemente bolchevique, según sean el Papa, Jatami, Jiang Zemin, Kirchner, Chirac o Putin quienes estén frente a él. Los venezolanos, en estos años de Chávez, nos hemos venido dedicado empeñosamente a la psicología pop, tratando de calibrar su política escudriñando en la intimidad del personaje –práctica generalizada que en algo gratifica desde luego, pero que no pocas veces desvía la atención de las motivaciones profundas del horno politicus que en definitiva es Chávez. Pues ante todo y por encima de todo, el militar, el pelotero, el showman, Hugo Chávez es un político; cada una de cuyas performances actorales está consciente, deliberada y estrechamente colocada al servicio de un indisimulado objetivo político.

Barrera y Marcano así lo comprenden. “Lo que sí parece evidente es que hay algo común a todos [los Hugo Chávez]. Un deseo. Un ansia que lo mueve, que no lo deja dormir. Es una obsesión, que, como toda obsesión, se delata sola. No se puede esconder. Sea el Chávez que sea, obsesivamente, siempre desea el poder. Más poder”. Como todo político que se precie de serlo, por lo demás. En este sentido, nada diferencia a Chávez de Betancourt o de Caldera, para mencionar los dos políticos más emblemáticos de la segunda mitad del siglo veinte venezolano.

“Para ser presidente de Venezuela la primera condición es querer serlo”: la frase se atribuye a Betancourt é se non e vera é ben trovatta. Sin inconveniente alguno podría suscribirla Hugo Chávez, quien aparentemente, según se desprende tanto de testimonios de amigos y relacionados entrevistados por los biógrafos, como de los suyos propios –confiados a la reserva de un “diario personal” –, desde muy temprano en la vida “quería serlo”.

¿Para qué el poder? El poder por el poder mismo, aun en los caudillos más personalistas que sea dable imaginar, nunca es un objetivo en sí mismo. Siempre algo más trascendente enciende

esa pasión y la hace arder, por mucho que a veces la concupiscencia de su ejercicio y los oropeles y privilegios que le son propios puedan difuminar y hasta hacer irreconocibles aquellas razones profundas –sean de derecha o de izquierda, progresistas o reaccionarias– que empujan a algunas personas a molerse a sí mismas y a otros en el diabólico trapiche de la política. Y justamente ayudarnos a discernir cuáles son las razones que mueven a Hugo Chávez es lo que intentan Alberto Barrera y Cristina Marcano en este libro. Esta preocupación es motivo suficiente para que nosotros, en estas palabras previas, tratemos de examinar sumariamente algunos de aquellos momentos del político Chávez en la lucha por el poder y en la fiera brega por mantenerlo, que son narrados minuciosa y lo más objetivamente posible por los autores.

A lo largo de su fulgurante carrera Chávez ha tenido a su favor la subestimación de que ha sido objeto por parte de sus adversarios o enemigos. Apenas ahora es que buena parte de ellos comienza a darse cuenta de que está ante un formidable competidor. Aquella subestimación ha formado parte de su buena suerte. Porque Chávez es un hombre de buena suerte. La calificación no es peyorativa. Todo lo contrario. La suerte existe. Unos la tienen, otros no. Esa cualidad inefable que acompaña a algunos seres humanos no pocas veces ha sido la diferencia entre el éxito y el fracaso. En una vieja película americana, Los cañones ele Navarone, un jefe militar al designar al comandante de un equipo que se va a infiltrar tras las líneas alemanas, entre otras razones más concretas, arguye una decisiva para su escogencia: el hombre tiene suerte. Chávez, como el personaje que hacía Gregory Peck en aquel film, tiene suerte. ¿Qué otra cosa puede explicar, por ejemplo, la increíble cadena de chambonadas que le abrió las puertas de la fama y del camino hacia el poder el4 de febrero de 1992, cuando sus captores –despeinados, macilentos y con los uniformes desaliñados, en visible contraste con el joven oficial–, lo presentaron ante las cámaras de televisión impecablemente uniformado y rasurado, con la simbólica boina perfectamente terciada, para que pronunciara las breves palabras que sirvieron de contexto al

mítico “por ahora”, alrededor del cual cuajó, entonces, la expectativa y la esperanza de millones de venezolanos? Es el detalle aquel de la nariz de Cleopatra. Suerte, pues; la que sonríe a los audaces, según decían los antiguos romanos.

Suerte ha sido, pues, la subestimación. Chávez se ha rendido dos veces desde que se metió en política. En ambas ocasionales quienes lo adversan vieron en ello cualquier cosa (incluyendo la especie estúpida de su supuesta cobardía) menos el sentido político, profundamente realista y certero, de sus actos. Se equivocaron al apreciarlo yesos errores alimentaron otros –aquellos que, explotados a fondo por Chávez, seis años después lo hacen lucir solidamente atornillado en el poder.

La primera vez que se entregó sin pelear fue el propio 4 de Febrero de 1992. A la hora que lo hizo todavía Maracaibo, Valencia y Maracay, las principales ciudades y plazas fuertes militares del país, estaban en manos de sus compañeros de armas. Otro, menos realista o más aventurero, quizás habría dejado fluir las cosas y en ningún caso habría pedido al resto de los complotados que depusieran las armas. Éstos, así como otras personas, han opinado que Chávez debió haberse batido. Algunos lo sostienen para dar fundamento a la acusación de cobardía, otros por puro machismo. Chávez, sin embargo, ese “loco”, ese “impulsivo”, había leído bien el cuadro que tenía delante. Fríamente estimó que habiendo fracasado la acción militar en Caracas, capital de la república, sede de los poderes y guarnición castrense decisiva, y fallida la tentativa de captura del presidente Carlos Andrés Pérez, quien por su parte logró entonces movilizar a las Fuerzas Armadas para hacer frente al golpe; con todo el mundo político nacional e internacional pronunciándose contra la sedición (irónicamente, uno de los primeros mensajes de solidaridad con Pérez y de repudio al golpe fue enviado por Fidel Castro), lo único políticamente sensato era rendirse. Claramente comprendió que las tres plazas militares en manos de los suyos sólo podrían librar un combate sin destino, condenado a la derrota, y que un baño de sangre podía ser muy contraproducente para su proyecto político. Hemos mencionado el concepto clave:

proyecto político. Chávez el 4F es un hombre con un proyecto político en mente.

Preservar la posibilidad de mantenerlo vivo era lo prioritario para él y la vida del proyecto estaba asociada a su propia vida biológica. Chávez no es de la estirpe del Ché Guevara o de Allende. No es hombre de inmolarse en nombre de la historia. Bien seguro que como buen llanero se diría entonces –y también años después, el 11 de abril de 2002–, que mientras hay vida hay esperanza. El 4F, al rendirse tuvo razón, pero amigos y enemigos lo tacharon de cobarde e inclusive lo culparon de la derrota. Como relatan Barrera y Marcano, el comandante Jesús Urdaneta Hernández[1] no ahorra conceptos despectivos sobre la hombría del presidente y el comandante Francisco Arias Cárdenas[2] no en balde hizo de una gallina el emblema negativo de su rival electoral en 2000. Pero Hugo Chávez, hoy, es el presidente.

La segunda vez que Chávez se rindió fue el 11 de abril de 2002. La noche de ese día, ante las tres opciones que le planteó su vicepresidente, José Vicente Rangel (ir a Maracay para juntarse con Baduel[3] e intentar luchar; inmolarse en Miraflores; rendirse honorablemente) Chávez no vaciló y escogió la tercera. Chávez no peleó ni fue capturado; sencillamente se entregó y por sus propios pies se trasladó a Fuerte Tiuna.[4] Cuando discutió con Rangel el punto, después de una conversación telefónica con Fidel, quien también le aconsejó rendirse si no podía pelear, concluyó en que lo único lógico era entregarse. Llamó a su entonces ministro de Infraestructura, general Hurtado Sucre, y entregándole la pistola, lacónicamente le pidió que llamara al general Rosendo[5] para marchar a Fuerte Tiuna. Nuevamente, no fue el Ché en las selvas bolivianas ni Allende en La Moneda. Nada con qué construir una leyenda. No hubo aquí ni gloria ni romanticismo. Pero, también nuevamente, fue él quien tuvo razón y no el vicepresidente y, mucho menos, el alcalde de Caracas, Freddy Bernal, partidario suyo y quien públicamente narró los acontecimientos de aquel día echando una luz nada favorecedora sobre su jefe de quien, sin eufemismos, dijo que en esa ocasión se había derrumbado anímicamente y que por ello no había peleado.

Desde luego que Chávez no podía saber que pocas horas después sería restablecido en el cargo, pero cuando esa noche evaluó el cuadro militar, frente a su gabinete (“Señores, la situación militar es desventajosa”) su diagnóstico fue realista. Trasladarse por tierra a Maracay, para juntarse a Baduel, con Caracas en manos de la Fuerza Armada Nacional (FAN), que le exigía la rendición, habría sido una aventura incierta y peligrosa, de muy brumosas perspectivas, dado el panorama castrense en ese momento; inmolarse podía ser una alternativa para Rangel pero no para un Chávez que no llegaba todavía a la cincuentena y que bien podía tener de la historia y del futuro una visión muy distinta a la de su septuagenario vicepresidente. Rendirse, significaba mantener vivo el proyecto político. Derrocado por un golpe (no firmar la renuncia fue un rasgo no sólo de coraje sino de habilidad política: lejos miraba el comandante en esa para él hora aciaga), internacionalmente repudiado el golpe y legitimado su gobierno por la Carta Democrática de la OEA, con un país donde su prestigio todavía alcanzaba cotas muy elevadas, Chávez no tenía porque verse como Perón, esperando 18 años para volver al poder. Y a este respecto podría pensarse, otra vez, que fue su buena suerte la que le ahorró los años interminables que Perón debió aguardar y aceleró su regreso triunfal. La descocada insistencia de los golpistas en negarle la salida al exterior, amenazándolo con una jaula a lo Abimael Guzmán y el consiguiente juicio, hizo posibles los rocambolescos episodios que llevaron finalmente a que la misma Fuerza Armada que le había pedido la renuncia (“la cual aceptó”), ante el incidente real-maravilloso de la inexistencia de una renuncia firmada (¿los derrocados presidentes venezolanos Medina, Gallegos o Pérez Jiménez acaso firmaron renuncias?) hallará la coartada ideal para reponerlo en el cargo. Como decimos los venezolanos, pura leche. Esto, sin desconocer la movilización de sus partidarios, que sin haber tenido la dimensión épica que luego el propio Chávez ha querido darle, también fue un factor en juego. Pero, sin duda, que lo decisivo para el retorno de Chávez a la presidencia fue la actitud de la FAN.

En aquellos dos momentos cuando pareció tocar fondo, su agudo sentido político y el glacial realismo con el cual calibró las circunstancias, le permitieron sacar partido de las derrotas y transformarlas en victorias políticas. Del llA en adelante, al acierto de sus jugadas se sumaron los desaciertos de la oposición para que la ruta hacia el 2006, en sus dos años finales, luzca hoy aparentemente despejada. El Chávez que volvió a Miraflores el 13 de abril tuvo claro que debía conciliar con la fuerza que lo había derrocado. La FAN mostraba que en su seno había demasiado descontento y no era la guardia pretoriana que él imaginaba. La clase media había mostrado una combatividad y capacidad de movilización que no esperaba. En esa oportunidad su gobierno y su movimiento político eran más bien espumosos, sin asideros orgánicos consolidados en la sociedad. De modo que trató de reparar los errores que lo llevaron al abismo del cual casi milagrosamente logró salir. A tal fin dio un paso atrás y lanzó una política conciliatoria –a cuyo encuentro, por cierto, no salió la oposición, dominada entonces por factores golpistas que rechazaron toda posibilidad de dialogo y distensión del clima político. En esa oportunidad Chávez reincorporó a los gerentes de Petróleos de Venezuela S.A. (Pdvsa) que había despedido por televisión, pidió “perdón” por ese acto e incluso de algún modo consultó con ellos la nueva presidencia de la empresa, para la cual fue designado Ají Rodríguez, quien para la época no era mal visto por la que después se llamó “Gente del Petróleo”; hizo un profundo cambio en el gabinete (sacó a Giordani, a Adina Bastidas, a Rodríguez Chacín, a Dávila, figuras emblemáticas de la política hasta entonces seguida, y, concesión a la FAN, removió a José Vicente Rangel del ministerio de la Defensa; designó ministro de Finanzas a Tobías Nóbrega, en una evidente “picada de ojos” hacia los sectores económicos, con los cuales Nóbrega mantenía fluidas relaciones) y creó una “comisión de diálogo”, que no tuvo fortuna sobre todo por su pésimo diseño; adicionalmente prometió no portar más el uniforme militar (obvia concesión a la FAN, donde su presencia uniformada en actos políticos caía muy mal hasta entre sus partidarios), eliminó las “cadenas” de radio y televisión y atenuó significativamente el tono de sus discursos (que como se sabe ha sido y es un tremendo

factor de conflictividad). Como ya ha sido dicho, la oposición, obsesionada todavía por la idea de encontrar una salida a través de la violencia, preparándose para el nuevo round golpista, no quiso engranar con esta política y pocos meses después la atmósfera de guerra civil se había enseñoreado de nuevo del país. Chávez reasumió su estilo batallador y muchas veces brutal, pero en el ínterin llevó a cabo una profunda “limpieza” en la FAN, la cual parece haberle asegurado desde entonces un férreo control sobre ella. Sacó a todos los sospechosos de tibieza y colocó en los mandos, desde generales y almirantes hasta cabos, a gente comprometida, más que con el “proyecto”, con él mismo.

Se argumentó, ciertamente, que todo esto fue hecho con el propósito de ganar tiempo y que no era “sincera” la actitud del presidente. Pero aparte de que la “sinceridad” no es propiamente un blue chip en la Bolsa de Valores política, lo lógico, en todo caso, habría sido poner a prueba la actitud de Chávez, respondiendo en el mismo terreno, procurando una evolución menos traumática y de real convivencia de la vida política nacional, tratando de estimular a los factores más moderados en el chavismo, para aprovechar el paso atrás del presidente. Nada de esto ocurrió, pero no es esta la parte de la historia que queremos examinar, sino más bien, al evocar los errores que Chávez dijo querer enmendar, volver sobre otros aspectos de su comportamiento, que tienen mucho que ver con la profundidad de la crisis política que agobió al país entre 1999 y 2004 –y que aún no cesa, aunque está considerablemente atenuada.

Dejemos ahora de lado la “ayuda que le ha brindado la oposición y volvamos a la propia acción del biografiado. Chávez prácticamente estuvo a punto de perder el poder el 11 de abril de 2002 porque él mismo cavó el hoyo donde cayó y de donde casi por pura casualidad, o mejor, por pura buena suerte, pudo salir. Para ser alguien que no ocultaba las finalidades, más que reformadoras, revolucionarias, de su gobierno, el empeño que puso en destruir la amplitud de la base social y de las alianzas sobre las cuales sustentar aquellos propósitos resulta comprensible sólo a la luz de su inmadurez, su infantilismo de izquierda y su impulsividad “táctica”. El gran problema que debe

enfrentar todo reformador social es como no “hacerle la cama” a sus potenciales (y tal vez inevitables) adversarios con conductas y actitudes que hagan nacer temores, aprensiones, sospechas que vayan inclinando el “centro” hacia el extremo que adversa al “reformador”. Chávez se comportó de un modo tal que sin avanzar realmente en ningún gran cambio en el país y sin haber creado todavía una fuerza orgánica para sustentar su accionar político en la sociedad, con su discurso agresivo, con su modo intolerante y sectario de encarar a la oposición y con algunos actos de gobierno de un delirante infantilismo izquierdizante, fue lanzando contra sí sectores que inicialmente le fueron favorables y algunos otros cuya neutralidad le habría sido necesario conservar. Al comenzar 2002 Chávez había perdido la batalla por el “centro”. En un país que en 1998 estaba maduro para aceptar cambios institucionales que devolvieran al pueblo las posibilidades de participación en los procesos políticos que le fueran confiscadas por la partidocracia adeco-copeyana así como para acompañar reformas importantes en el sentido de conciliar el crecimiento económico con la justicia, el discurso de Chávez, de un izquierdismo primitivo y elemental, así como algunos de sus comportamientos políticos, generaron temores, sobre todo en la clase media –que en proporción muy significativa había votado por él–, que le fueron alienando ésta e hicieron posible que los sectores políticos y sociales desplazados del poder en 1998, manipularan esos temores desde la perspectiva del anticomunismo más cerril. Anacrónico, después del colapso soviético, y tan elemental como el discurso del presidente, pero eficaz recurso ante nuestra desprevenida y políticamente ingenua clase media. En pocos meses el país estaba peligrosamente polarizado. Para unos, el gobierno de Chávez era el de la reivindicación social, la justicia y la “venganza” frente a los partidos que rigieron la vida nacional durante medio siglo; para otros, el gobierno de Chávez constituía una peligrosa amenaza comunista y las calificaciones de “dictadura totalitaria” no tardaron en florecer. Potentes chorros de adrenalina comenzaron a ser bombeados, en una atmósfera cada vez más irracional, con Chávez y los medios de comunicación enfrentados en una batalla signada por el tremendismo por ambas partes, plagada de wishful

thinking de lado y lado y de una increíble subestimación y desconocimiento del “otro”, que rápidamente sustituyó el razonamiento político por el juicio de intención.

El “ultraizquierdismo” verbal –esa “enfermedad infantil” que dijera Lenin– de Chávez había lanzado contra el a la clase media y radicalizado a la burguesía, capas que influyen decisivamente en la conformación de conductas políticas en sectores específicos como el de los militares, la iglesia, los gremios empresariales, los medios de comunicación y los partidos. Así fue como desde finales del 2001 hasta el golpe de abril de 2002, Chávez vio surgir un movimiento opositor que en muy pocos meses hizo irrisorio el calificativo de “escuálidos” –que él aplicaba despectivamente a sus contrarios–, y que por poco no lo sacó del poder. Curiosamente, en nuestro país se gestó una atmósfera propia de los años de la Guerra Fría, que encontró cada vez mayor eco en la (proverbial) estolidez del Departamento de Estado, cuya injerencia en nuestros asuntos, a su vez, potenció a la oposición, pero, paradójicamente, también a Chávez, a quien aquella intromisión le permitía pulsar la tecla nacionalista. Pero, vista con la perspectiva del tiempo, se puede concluir que la acción política de Chávez durante ese periodo que culminó el llA fue bastante torpe. No hizo sino echarse enemigos gratuitamente con una conducta de “carrito chocón”.

Otro interesante momento está dado por sus relaciones con el mundo exterior. La innecesariamente desmesurada relación personal que Chávez estableció con Fidel Castro y sus elogios hiperbólicos a la revolución cubana, dado que no sólo despertaron aprensiones en la clase media y alta, sino que estas fueron obscenamente manipuladas, sobre todo por los medios, el resultado fue que la “cubanización” del país pasó a ser el gran issue político, creándose una verdadera paranoia en gruesos sectores de la población, que anticiparon como inminente un futuro de balseros. A esto se unió el modo torpe e imprudente como Chávez manejó durante sus primeros dos años el tema de la guerrilla colombiana, que no hizo sino acentuar los temores y lo transformó en un must mediático durante larguísimos meses. En ambos casos, Chávez, en lo sustantivo, no había hecho nada muy

distinto al comportamiento de gobiernos anteriores al suyo. Con Cuba, desde el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, cuando fueron restablecidas las relaciones diplomáticas, la cordialidad las presidió. Más aun, Cuba recibe petróleo venezolano desde entonces, cuando CAP, con mucho mayor riesgo político que Chávez –por la obvia razón de que todavía existían la URSS y el “equilibrio del terror” –, celebró un acuerdo triangular con ésta y con España para garantizar suministro de crudo a la isla. Con la guerrilla colombiana, tanto en la frontera entre nuestras fuerzas armadas y los guerrilleros, como en algunas ocasiones por parte de nuestros gobiernos, se produjeron contactos con éstos a fin de procurar un modus vivendi. Todo, desde luego, con muy bajo perfil y con anuencia oficiosa de Bogotá. Pero en el caso de los gobiernos que lo precedieron, nadie en Venezuela tenía por qué experimentar temores pues aquellos eran insospechables de simpatías comunistas. Pero Chávez, tanto con Cuba como con la guerrilla, dominado por un recién adquirido e inmaduro ideologismo, y sin percatarse de que a él ya lo rodeaba un aura de sospechoso izquierdismo, en lugar de actuar con prudencia se comportó de un modo que llevó agua al molino de sus adversarios. La bandera de la lucha contra la amenaza comunista fue el toque de zafarrancho que movilizó las gigantescas marchas caraqueñas y pobló de pesadillas las noches de la mitad del país. El tema del supuesto “comunismo” de Chávez tuvo para la época un efecto devastador en la FAN, en la iglesia, en los sectores empresariales, en los medios. En todos esos campos, donde al principio vastas áreas de ellos vieron a Chávez con simpatía o al menos con neutralidad, la popularidad de éste se fue diluyendo con relativa rapidez. No porque hubiera hecho nada concreto en la vida social y económica –que, efectivamente, no lo había hecho–, sino por el rebote de un discurso fuertemente ultraizquierdista e innecesariamente provocador. De hecho, las famosas 49 leyes promulgadas a fines de 2001, que fueron la chispa que incendió la pradera opositora, bien vistas eran más bien inocuas casi todas. La propia Ley de Tierras no iba más allá de la Ley de Reforma Agraria de 1960 y en algunos aspectos era menos radical que ésta. Pero en el contexto de los temores de “cubanización”, que él mismo se esmerara en despertar, fueron gasolina para la candela

opositora. En la ola de miedos que suscitó, convenientemente manipulados, navegaron los políticos desplazados del poder así como los sectores sociales que sintieron en peligro los privilegios tanto económicos como políticos que se forjaron a lo largo de cuarenta años durante los cuales la alianza entre los grandes partidos y la gran burguesía dominó la escena nacional. Como le dijera en alguna ocasión su mano derecha hasta poco antes de abril 2002, Luis Miquelena, había engañado a medio país con una revolución de mentira y asustado a la otra mitad, que la creía inminente.

Pero a los errores que Chávez cometió, desde la óptica que podía ser propia de una intención de cambio social, se suman de nuevo los de la oposición, que no se quedó atrás. Fue como un juego de espejos. La oposición a un gobierno que administrativamente daba flancos suficientes para adversarlo, que realmente no sabía qué hacer con la economía del país, contentándose con gerenciar su desempeño vegetativo con criterios por demás ortodoxos, se deslizó al terreno ideológico –el que más convenía a Chávez, que pudo identificar a TODOS sus opositores, muchos de los cuales contribuyeron, ya por acción ya por omisión, a la confusión, que Chávez inducía, con los sectores que defendían intereses políticos y privilegios económico-sociales contra los que el país había votado en 1998– y ya definido el gobierno por la estridente derecha opositora como “castro-chavista” y como una “dictadura totalitaria”, el juego se hizo suma cero. Contra una “dictadura totalitaria” –”que de prolongarse seis meses más acabaría con el país” según rezaban los argumentos ad usum en aquellos tiempos– por supuesto, “vale todo”. De modo que la oposición, dominada por sus sectores extremistas y más radicalmente conservadores, con los partidos políticos todavía colapsados y con poca o nula capacidad de determinar el rumbo de las cosas, se dejó embarcar en la aventura golpista cuyo único resultado, tras el fracaso de abril 2002, y después el de la injustificable “toma” de la plaza de Altamira y del paro petrolero, no ha sido otro que reforzar el poder de Chávez. Pero los años que van de 1999 a abril de 2002 fueron los del infantilismo de izquierda. Años de errores que redujeron su

base social y política y que por poco le cuestan el poder. Pero de allí en adelante entró en acción “otro” de esos Chávez que Barrera y Marcano nos ayudan a identificar. Un Chávez más consciente de las exigencias que le planteaba ese oximorón de una revolución pacífica, más pragmático. Golpea pero también negocia, como lo demostró durante la prolongada facilitación de la OEA, de cuya mesa Chávez no se levantó ni siquiera durante el paro petrolero.

A Chávez el golpe de abril de 2002 y el posterior pronunciamiento militar del 10 de octubre de ese mismo año, seguido de la “toma” de la plaza de Altamira por aquellos militares (cuyo núcleo inicial fue el mismo del llA) le dieron la oportunidad, ya 10 hemos dicho, de adelantar una “limpieza” total en los mandos de la FAN. Desde generales y almirantes hasta sargentos, los comandos fueron ocupados por hombres del presidente, no sólo los ideológicamente comprometidos con él (que eran minoría) sino aquéllos cuya lealtad compró con ascensos inmerecidos y con una utilización perversa de los tradicionales mecanismos de corrupción. Con la PAN solidamente en un puño, como lo había demostrado el paro petrolero –cuando, contra lo que pensaban los militares golpistas, no se movió ni un pelotón contra el gobierno–, Chávez ha podido avanzar, a lo largo del 2003-2004 en la consolidación del control sobre los poderes públicos, cubriendo sus actos con una hoja de parra “democrática” que lo preserva sobre todo internacionalmente. Hoy los tiene subordinados de una forma tal que puede hablarse, con las debidas reservas pero no sin fundamento, de una autocracia. Poder Legislativo, Poder Judicial, Poder Ciudadano y Poder Electoral conforman un sólido bloque de poder institucional. Desde luego que en una democracia no es extraño que el partido gobernante tenga también mayoría en el parlamento y que, como en Estados Unidos, la Corte Suprema sea designada por el propio presidente del país, pero la “fisiología” del sistema democrático hace funcionales los mecanismos del check and balances, en cambio, la “filosofía” del autoritarismo es precisamente la de anular los contrapesos institucionales. Y este sentido procede Chávez, a veces con precaución, a veces

desembozada y rudamente. Ese enorme poder ha sido completado después de las elecciones regionales, con el control de prácticamente toda la estructura político-territorial del país, logro al cual no es ajeno el último de los grandes errores de la oposición, cual fue el denunciar un “fraude” en el referéndum revocatorio del 15 de agosto de 2004, que no pudo demostrar, pero denuncia que propició una masiva abstención electoral opositora en las subsiguientes elecciones regionales del 31 de octubre de 2004, en las cuales el chavismo ganó 20 de las 22 gobernaciones y 270 de las 335 alcaldías en disputa.

Por otra parte, la derrota del paro petrolero le había permitido a Chávez, ya antes, literalmente “privatizar” a Pdvsa. Ningún empresario privado, en efecto, maneja su empresa con la discrecionalidad con que el presidente lo hace con Pdvsa. Ésta, para todo efecto práctico, le “pertenece”. Puede imaginarse la tremenda fuente de poder económico que significa esto y la inmensa capacidad de acción económica y fiscal que le proporciona al régimen.

La pura fuerza inercial de la fantástica masa de poder que Chávez acumula crea serios peligros, ahora sí, de una deriva aun más autoritaria y de un ejercicio autocrático del poder, para lo cual cuenta, además, con instrumentos represivos como la Ley sobre la Responsabilidad Social en Radio y Televisión y el Código Penal reformado (amén de otros pendientes), que fueron recientemente aprobados –prácticamente sin protesta ciudadana alguna, en clara demostración de la profundidad del reflujo popular. Rasgos propios de los regímenes autoritarios se hacen cada vez más visibles. El miedo y la adulancia se espesan entorno a Yo el Supremo. La virtual inexistencia de todo control institucional sobre el poder permite desde la máxima incompetencia en el ejercicio de los cargos públicos, hasta la corrupción más desenfrenada, pasando por la más rampante discrecionalidad en la gerencia pública. La naturaleza personalista y caudillesca del poder de Hugo Chávez, apoyada en un desaforado revival populista, se hace cada vez más desnuda.

Sin embargo, el “proceso” es muy complejo. Chávez todavía mantiene un fuerte y sólido vínculo emocional y afectivo con la

Venezuela más humilde, basado en el eco de un discurso redentor que en estos sectores no resuena como demagogia. Los programas sociales del gobierno, sus famosas “misiones”, –”desordenadas”, “inauditables”, “improvisadas” y “no sustentables” al decir de los expertos– han reforzado, sin embargo, ese vínculo. (La carga negativa del concepto “populismo” no significa nada para quienes sumidos en la pobreza y en la miseria reciben un estipendio, modesto ciertamente, pero masivo, a cambio de alfabetizarse o de estudiar o de aprender un oficio –lo cual introduce un elemento que merece atención, en el diseño de programas sociales de emergencia). Mecanismos de “empoderamiento” popular (comités de tierras urbanas, mesas de agua, cooperativas, núcleos de desarrollo endógeno), además de las “misiones”, pueden espigarse cada vez en mayor número en barriadas y caseríos rurales, que llegado el caso, por cierto, podrían desbordar al propio chavismo burocrático. En algunos sentidos el país ha cambiado profundamente, sobre todo en cuanto atañe a nuevos niveles de participación política y conciencia de su significación, en sectores populares. La levadura chavista no ha sido ajena a esto pero, al mismo tiempo, ello crea un reto para un chavismo administrativamente muy incompetente y ya severamente corrompido. ¿Cómo manejar las expectativas populares con un aparato administrativamente deficiente y pesado y un estilo improvisado y desordenado, con muchos funcionarios de dudosa integridad? Por otra parte, entre sus partidarios hay todavía no pocos que mantienen vivos valores de integridad ética y moral para los cuales la descomposición moral y la corrupción en algunas de las más sensibles áreas del régimen se torna abominable –como parece evidenciarlo esa punta de iceberg que son las secuelas del atentado que mató al fiscal Danilo Anderson.

El régimen, pues, es un ovillo de contradicciones. Unas ya visibles, otras larvadas. La necesidad de compatibilizar la democracia con lo que el régimen llama revolución, en un país de nuestra peculiar tradición democrática; amén de que forma parte del sistema interamericano, con todas las obligaciones que eso crea, no es la menor de ellas. Otra, potencialmente más prominente es, paradójicamente, la que proviene de su propia

fuerza y de las enormes expectativas que ha generado en el pueblo llano. Por ahora, el vigoroso liderazgo de Chávez puede manejar esta madeja, pero ¿hasta cuándo sin que las contradicciones encuentren expresión política? Ahora tiene por delante dos años de altos precios petroleros y de recuperación económica (que el régimen atribuye oportunistamente a su discutible política económica), que contribuirán, sin duda, a su mayor estabilidad política –salvo imponderables, que, con un personaje en cierta forma impredecible como Chávez, no pueden descartarse nunca. Pero, es obvio que una oposición de nuevo tipo irá surgiendo, sobre las ruinas de la antigua, a la cual no será ajena el desarrollo de los dilemas sociales, políticos, morales que lleva el chavismo por dentro. ¿Cómo enfrentará Hugo Chávez este nada improbable futuro? ¿Cómo un demócrata, por muy revolucionario que se diga, que intenta construir un país sin exclusiones o como un caudillo autoritario para quien el discurso revolucionario no es sino el mascarón de proa de su poder personal?

Quiero terminar estas líneas señalando que estoy consciente de que este es un prólogo algo sui generis en la medida que más que comentar el libro, como suele y debe hacerse, lo que he hecho es sumar mi “cuento” –todos tenemos uno– sobre Chávez a la de sus autores. Pero así fue convenido con éstos que creyeron interesante ensamblar ambas perspectivas. Sin embargo no puedo dejar de decir que en la ya aluvional bibliografía sobre el caudillo este libro aporta elementos ciertamente importantes: su primera biografía orgánica y documentada –desprejuiciada, inteligente y equilibrada–, que esta estupenda exposición de la parábola vital del líder era una pieza necesaria, una carta de navegación imprescindible para la comprensión de este peculiar fenómeno que es el chavismo.

Caracas, 19 de enero de 2005

FISIOGIA DEL FIDELISMO

El libro América y Fidel Castro es un arreglo de cuentas. De hecho, América habla de su escritura como de un acto de liberación interior. Se le puede comprender perfectamente bien. América, como muchos de su generación izquierdista –entre quienes me cuento, más por razones de ideales y luchas compartidas que por las fatales inclemencias de la cronología– ha vivido ese lacerante proceso espiritual de dejar de creer dogmáticamente. Sólo quien ha sido miembro de una iglesia, ya sea religiosa o política, puede comprender lo que cuesta abandonar los dogmas que parecían dar certidumbre y razón a la vida. Se necesita una cierta fuerza interior, en el caso de la “iglesia” marxista-leninista, un compromiso con valores de libertad y justicia, para que el descreimiento no derive hacia el cinismo o, lo que es mucho peor, hacia la resignación frente al mundo tal cual es y a la aceptación de los paradigmas dominantes. Sin embargo, la recuperación de la lucidez respecto de nuestros propios extravíos, que en muchos no tuvo que esperar el desplome del muro de Berlín para tener lugar, se hacía un tanto ostentosamente indulgente a la hora de lidiar con Cuba y su

proceso. Tal vez el trato personal con muchos de sus dirigentes, incluyendo al propio Fidel; tal vez eso que pudiéramos dominar la latinoamericanidad; tal vez la cultura caribeña que nos es común; tal vez la simpatía hacia el indomable guerrero que no se rinde; o, más probablemente, el sedimento nostálgico del fulgor revolucionario que nos deslumbrara durante la década de los sesenta. Si, una fidelidad que se alimenta del recuerdo del estremecimiento que en todos nosotros produjeron aquellos años de los Beatles, de El Cordobés, de los hippies, de los negros americanos y sus Panteras Negras y su Black Power y su Martín Luther King. El resplandor de Vietnam y el tío Ho, del mayo francés, del FLN argelino, de Frantz Fanon, de Sartre rechazando el Nobel, del boom literario latinoamericano, los años del Che Guevara, en fin, –quizás por tantos de nuestros mejores sueños que se quedaron prendidos en el fondo de nuestras almas, siempre tuvimos para Cuba la disculpa oportuna. Aun después que descubrimos, hace ya más de treinta años, que el comunismo no había sido sino una gigantesca tragedia histórica, Cuba, porque es de nosotros, de Latinoamérica, más allá (o más acá) del comunismo, continuó ocupando un nicho en nuestros afectos. Sin duda, más por lo que fue en 1959, que por lo que es hoy.

Pues bien, América Martín con este libro asume, sin complejos, una catarsis desapasionada, llevando adelante una exploración por las raíces históricas y conceptuales de un fenómeno como el de la revolución cubana, que marcó, como ningún otro, la segunda mitad del siglo XX, no sólo latinoamericano, sino también de buena parte del planeta, que ha sido testigo del insólito protagonismo mundial de Fidel Castro, desde una pequeña isla de poco más de diez millones de habitantes.

La empresa que se propone el autor adquiere singular pertinencia hoy en nuestro país, debido a que Hugo Chávez, con más lirismo y delirio que sindéresis, ha planteado un debate fuera de contexto, pero que pone pie, por un lado, en los ten1ores (y también en la ignorancia, hay que decirlo) de una cierta parte de la población venezolana, cuyas noches fueron pobladas de pesadillas por la revolución cubana, y, por el otro, en la estólida

izquierda borbónica (esa que como los Barbones ni olvida ni aprende), que todavía comulga con ruedas de molino.

Para Chávez, la venida de Fidel Castro no fue un acto diplomático banal (de hecho, no ha sido esa la única visita de Fidel a Venezuela), sino oportunidad para una toma de posición ideológica y una confrontación política. Algunos de los hombres de gobierno, entre ellos José Vicente Rangel, conscientes de lo innecesario y perjudicial de ese debate para el régimen del cual forman parte, trataron, en balde, de ponerle sordina. Dijo, por ejemplo, el canciller que en tiempos en que Madeleine Albright visita Corea del Norte y Clinton hace lo propio con Vietnam, aquéllos que adversaron la presencia del viejo barbudo estarían anclados en los años sesenta.

Las cosas son exactamente al revés. Quien luce anclado en los años sesenta es Hugo Chávez, pretendiendo alimentar un debate artificial a favor o en contra de la revolución cubana, cuando ya el brillo de ella se ha tornado luz mortecina y la inspiración que suscitó se ha marchitado.

Cuando Chávez coloca sobre el tapete el tema cubano, azuza a una derecha ultramontana, que cruza gustosa el puente que el presidente le tiende, para insistir en el tema de la identidad entre él y Pide] Castro, pero también irrita la sensibilidad no sólo de quienes temen una “contaminación” cubana de la vida venezolana sino la de quienes sin ser reaccionarios ni paranoicos no ven hoy ningún ejemplo ni en la revolución cubana ni en su modelo de sociedad, ni, tampoco, en el viejo comandante, distante ya de aquel romántico guerrillero de la Sierra Maestra y del irreverente rebelde que en aquella prodigiosa década de los sesenta inflamó mentes y corazones de millones de jóvenes en todo el mundo.

Todo eso fue tragado por la sombría razón de Estado, que marchó a contrapelo de lo que el mundo contestatario esperaba. Atónitos, fuimos testigos del apoyo a la invasión de Checoslovaquia, del silencio ante la matanza de Tlatelolco, y del obsceno enjuiciamiento y posterior fusilamiento del general Arnaldo Ochoa. Signos emblemáticos de lo que era ya el ocaso o, mejor, el aplastamiento de la revolución por la sovietización de la sociedad cubana, por el totalitarismo, por la burocratización asfixiante, por la supresión de las libertades, por el poder personal

infinito e indefinido, por una penuria económica a la cual ya el bloqueo no puede servir de coartada, por las nuevas y vergonzosas desigualdades, por los privilegios de la nomenclatura, así como por las aventureras incursiones del Che en el Congo y en Bolivia, y por las costosas guerras en Angola y Etiopía. El fiero luchador no pudo escapar al infierno de las colosales fuerzas planetarias que se atrevió a desafiar.

Han sido cuarenta años de continuas huidas hacia delante. Sin embargo, no se trata de formular una condena antes de juzgarlo. ¿Cuántas opciones tenía, prisionero del juego bipolar al que tan imprudentemente se dejó arrastrar? Cual Fausto, para salvar y afirmar su poder vendió su alma al Mefistófeles soviético, así como ahora la vende al capitalismo salvaje de las transnacionales, también para sobrevivir. Ni una cosa ni la otra le gustan, pero como lo dijera a la revista Time, es realista y sabe tragar grueso. A partir de la intervención en Checoslovaquia los espesos velos propagandísticos que mitificaban la realidad soviética fueron brutalmente desgarrados. Quienes no habían querido creerlo, quienes todavía ante lo de Hungría mantuvieron inconmovible su fe, comenzaron a admitirlo: la URSS era una potencia imperial simétrica de los Estados Unidos; no tenía amigos ni aliados, sólo intereses y siervos incondicionales.. El GULAG no era una invención de la propaganda imperialista sino una siniestra realidad –tan bestial que ni siquiera los abismos de miseria en que el capitalismo ha sumido a lo que fue la Unión Soviética han logrado borrar en la mente de los rusos y los demás pueblos en que se fragmentó el imperio soviético, la tragedia de lo que fue el comunismo. El atraso económico quedó al desnudo cuando Estados Unidos dobló la apuesta con lo de la “guerra de las galaxias”, y la Unión Soviética ya no pudo continuar fingiendo: su economía se estaba quedando sin fuelle. Con Cuba ocurre en América Latina algo parecido. No son muchos los que todavía apoyan el ya definitivamente incomprensible e injustificable y anacrónico bloqueo norteamericano a la isla y no pocos, incluyendo enemigos acérrimos del régimen cubano, dejan de experimentar admiración, en el fondo de sus corazones, ante la entereza diamantina con la cual los cubanos han enfrentado la pesada hostilidad de la potencia más grande del mundo. Yen otro

plano, nada insignificante en la sensibilidad de los latinos, millones sienten que la diminuta Cuba los representa cuando se mete entre los diez grandes del deporte olímpico. Pero ya no hay ningún sector social en nuestros países que todavía vea un espejo en la otrora excitante revolución cubana. Esa Cuba cargada de historia, de leyenda, de creatividad, apenas si es hoy casi una curiosidad de arqueología política. Más dependiente del azúcar y del turismo que antes, su precaria economía sustenta una inédita división social: los que se “resuelven” en el área del dólar y los que vegetan en la del peso, produciéndose esta curiosa paradoja: mientras la izquierda denuncia la “dolarización” en Ecuador y El Salvador, en Cuba hace rato que es el dólar la moneda real y no el peso, sin que, al parecer, nadie en la izquierda quiera darse por enterado. El poder personal de Fidel es la negación de toda idea revolucionaria. Marx, a pesar de todo, debe revolverse en su tumba al saber que en su nombre se ha construido un sistema político personalista, policial, ya calcificado, que está en las antípodas de cualquier propuesta humanista de autogobierno popular. Seguramente, viendo esto, repetiría lo que en cierta ocasión le hicieron exclamar algunos de sus epígonos: “¡Yo no soy marxista!” Es que aparte de la grandeza numantina con que Fidel y los cubanos han defendido a su país frente al colosal poderío gringo, no hay nada rescatable en el “modelo” cubano. Un buen sistema educativo o un buen sistema de seguridad social y salud pública o un deporte sobresaliente (que, en fin de cuentas no necesitan de una revolución para ser creados) no tienen por que pagar el tremendo costo que ellos han significado para los cubanos en términos de derechos humanos, de libertades y de condiciones materiales de vida.

De toda esta saga se ocupa América Martín. El lector podrá percibir cuánto de vivencia personal hay en el texto de Américo, cuya condición de dirigente del MIR y de actor, in situ, de nuestra insurrección de los 60, le permitió contactos cercanos con la jefatura cubana. Podrá ver, en particular, cuánto de estudio y reflexión hay en este vastísimo examen que realiza Martín del modo como en el lugar más impensable del mundo –una isla del Caribe, a las inefables 90 millas del imperio, como durante cuarenta años lo ha venido repitiendo el discurso fidelista pudo

producirse un revolcón político, social y económico como el cubano.

América encuentra en el leninismo una de las fuentes nutricias del fidelismo, mientras otras dos raíces las ubica, de un lado en la historia cubana y en la especificidad de la política cubana de la primera mitad del siglo, y del otro, en la naturaleza particular del caudillismo latinoamericano. Estas corrientes, y los fenómenos que las distinguen, confluyeron en la singular personalidad de Fidel Castro. Hijo del tiempo y del espacio cubanos y dotado de esa personalidad avasalladora y carismática que caracterizó a aquellos caudillos que participaron de manera decisiva en la formación de nuestras naciones, Fidel encontró en el leninismo el instrumento ideal para conformar un movimiento político perfectamente adaptado al propósito de afirmar y mantener su poder personal. Así, hipostasiando en él, Secretario General, al pueblo –ya que no a la clase obrera, como postulaba la ortodoxia marxista– al partido, al comité central del partido, al buró político del comité central y finalmente al secretariado del buró político, según la famosa progresión sustitutiva que Trotsky, con notable visión anticipatoria, definió como lógica inmanente al modelo leninista de partido revolucionario.

Lenin se habría burlado de aquello de “los poderes creadores del pueblo”. Tan poco creía en estos “poderes”, que atribuía al partido, es decir a la comunidad de “revolucionarios profesionales”, la condición de “Estado Mayor” [sic] de la clase obrera, con el cometido de pensar por ella lo que ella por sí misma no alcanzaría jamás a pensar. Desde 1903, en “¿Qué Hacer?”, Lenin había dejado establecido su criterio de que la clase obrera, por su propia cuenta, no podía producir más que sindicalismo y reformismo y nunca una visión revolucionaria global de cambio social. De ésta debía encargarse el partido, “vanguardia esclarecida de la clase obrera”. Si es verdad que esta última, de acuerdo a la teleología marxista, estaba destinada a emancipar a toda la sociedad al emanciparse a sí misma, sólo podría saber, sin embargo,. que ésa era su misión histórica cuando la intelectualidad revolucionaria (la mayor parte de la cual –Lenin no dejó de señalar lo provenía de la burguesía) así se lo notificase. El partido sería pues, la encarnación de la “voluntad general”

roussoniana, depositario de ella por sí y ante sí. La mitologización del Partido, del Partido por antonomasia, esto es, el Comunista, fue llevando, tal como Trotsky y Rosa Luxemburgo percibieron con mucha perspicacia, a que la “dictadura del proletariado” fuera racionalizada, de plano, como necesaria dictadura del “partido del proletariado”, en el cual tomaba cuerpo la voluntad general de la clase. Lo que siguió ya lo dijimos antes: la “voluntad general” fue decantándose en sucesivos y cada vez menos numerosos “cuerpos”. Y en todas partes siempre el mismo desenlace: el partido que sustituyó a la clase, fue a su vez sustituido por el Comité Central y éste por su representación, el legendario Politburó, el cual, a su vez, percoló en el Secretariado y este en el todopoderoso Secretario General. Es decir, Stalin. Es decir, Mao. Es decir, Fidel Castro.

América hace una fascinante exploración por este desenvolvimiento en que el partido deviene herramienta de regimentación y en cuadramiento social. Ya no es un medio si no un fin en sí mismo. El partido se confunde con el Estado. Su disciplina militar, la subordinación de los militantes e instancias inferiores a las superiores y éstas al Secretario General, hacen del partido leniniano simétrica contraparte de las fuerzas armadas. Se comprende, entonces, por qué el temperamento autocrático del caudillo puede encontrar, en un partido de esta naturaleza, la respuesta cabal a su principal preocupación: remachar su poder y ejercerlo sin contrapeso alguno. En el caso de Fidel, a su condición de Secretario General (o Primer Secretario, que tal es la denominación cubana del cargo), une la de Presidente de la República y la de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. Fidel, el caudillo, es el broche que cierra todas las instancias del poder político cubano.

Mas, para Fidel el leninismo no ha sido ese traje que vistiera a tantos grises apparatchiki del mundo comunista, quienes sólo gracias a esa indumentaria ejercieron un mando que bien podía prescindir de ellos, sin que la estructura del poder se resintiera en lo más mínimo. Fidel es un caudillo, uno de esos formidables caracteres que difícilmente pueden ser encapsulados en un molde. El leninismo simplemente le proporcionó la racionalización política y organizativa, ideológica y cultural, policial y militar del

poder totalitario, pero el poder, el poder n1ismo, esa inasible e indefinible condición que algunos seres hun1anos ejercen por el puro peso de su personalidad carismática (don de los dioses significa en griego la palabra carisma), eso lo pone Fidel, el caudillo. Fidel Castro es miembro de esa galería de personajes latinoamericanos que en este continente donde, aun todavía, las instituciones difícilmente privan por sobre los hombres, son como puntos de referencia históricos que definen durante largos períodos la vida de sus pueblos, –para lo bueno y para lo malo. En este sentido, Fidel Castro entronca con una tradición que América remonta hasta aquellos hombres de España que desbravaron el nuevo mundo en aquella prodigiosa aventura, full of sound and fury, que fue la conquista de América. Por supuesto, el caudillo no atiende a las razones de la democracia. Le es ajena. Su relación con el pueblo es directa. Entre el caudillo y el pueblo no existen mediaciones partidistas. Si, como Fidel, ha de crear un partido, es para que este sea una herramienta en sus manos, una correa de transmisión de su voluntad y no un cuerpo vivo que alimenta la acción del líder. El caudillo no necesita del partido, simplemente lo usa, porque su relación es directa con el pueblo. El caudillo es plebiscitario.

Lo demás lo puso la historia de Cuba. Las complejas peculiaridades psicológicas y sociológicas de una nación donde el imperio español sobrevivió hasta finales del siglo XIX a las guerras de independencia de Bolívar y San Martín y a las de la propia Cuba, para ser trágicamente sustituido, prácticamente sin solución de continuidad, por el aplastante dominio del joven imperio yanqui. No se podría entender bien el proceso revolucionario cubano si no se toma en cuenta que el fidelismo, más que una forma de anti-imperialismo, ha sido una expresión de nacionalis1no. Fidel Castro, en un cierto sentido, es hijo de la Enmienda Platt –”pecado” este que Fidel ha hecho expiar a los gringos durante más de cuarenta años.

Sobre la Cuba revolucionaria y sobre Fidel Castro se han escrito miles de páginas, centenares de libros. Pero lo de Américo no es ni una biografía ni una obra historiográfica. Lo que él ha adelantado es un examen político de la fisiología del fenómeno fidelista; un análisis del modo como se conformó y desarrolló esta

versión latinoamericana y caribeña del totalitarismo y del peso que en ello ha tenido la figura del último gran caudillo latinoamericano.

Dicho esto, que es mucho menos de lo que habría que decir, adéntrese el lector, ahora, en la obra de América Martín. Vale la pena. Es una valiente lección sobre ese pasado nuestro, en el cual, necesariamente, deberá hacer pie un futuro que aún no vislumbramos.

Caracas, primer semestre de 2001

LULA: LA IZQUIERDA VIABLE

I

“Todo lo que venga de aquí en adelante es ganancia: entrevistado en 1994, con esta frase cerraba Lula el largo relato que de su vida hiciera para el libro de Denise Paraná, Lula-O Filho do Brasil. Y vaya que lo que vino ha sido “ganancia”: nada menos que la presidencia de su inmenso país-continente. A los 58 años culmina así la épica carrera de un “moleque” nordestino, “ascendiente” de un padre estibador de café, analfabeto, enterrado a su muerte como indigente, y de una madre, analfabeta también, que, en palabras de su hoy famoso vástago, “crió cinco hijos, pobres pero honrados, y tres hijas que no tuvieron que prostituirse para vivir.

La historia del PT, partido de los trabajadores, que en buena medida es también la historia de Lula, casi parece surgido de una de aquellas novelas apologéticas que precedieron o siguieron a los primeros años de la revolución soviética. Creeríase estar leyendo La Madre, la paradigmática y ya casi olvidada novela de Máximo Gorki. Surgido, en 1980, de las propias entrañas de la clase obrera paulista, debiendo poco o nada a intelectuales provenientes de la

burguesía o de su hermana pequeña, el PT quiso ser el partido de unos sindicalistas que al visitar el Congreso en Brasilia encontraron que en su seno sólo había dos obreros. “Nadie nos representa. Tenemos que crear un partido de la clase obrera”, fue la conclusión del presidente del poderoso sindicato metalúrgico del ABC paulista. Cuando su hermano Chico Frei –el único político de la familia–, militante del Partido Comunista de Brasil, intentó disuadirlo, con el estereotipado argumento de que la clase obrera brasileña ya tenía su partido (¿cuál otro podía ser sino “el partido” por antonomasia, el “partidâo”, el “partidote”, del legendario Luis Carlos Prestes?), Lula replicó que con ese nombre de “comunista” no llegarían a ninguna parte. Curiosamente, diez años antes, aquí en Venezuela, los fundadores del MAS, habían abandonado el PCV empleando exactamente el mismo argumento, que resumía, en su aparente simplicidad, una densa reflexión sobre la batalla ya perdida por los comunistas en América Latina, debido a su larga asociación y alienación a la Unión Soviética, cuyo fracaso como modelo alternativo al capitalismo y a la democracia era ya claramente visible.

En su larga marcha a través de las instituciones, el PT vivió una triple metamorfosis. Por una parte, fue dejando de ser un partido de clase, para devenir, cada vez más, un partido nacional, nutrido de sectores populares y de la clase media, amén de los obreros organizados, y de una brillante élite intelectual y cultural. Por otra parte, recogió en su seno algunas de las corrientes de la vieja izquierda marxista-leninista, trotskista o fidelista, a las cuales metabolizó, para transformarlas en tendencias internas de un partido cuyo mainstream ideológico, sin embargo, podría ser, tal vez, ahora, al cabo de los años, calificado como socialdemocrata –eso si, en un país suramericano, con horrendos niveles de exclusión social y de pobreza, lo cual le plantea problemas y soluciones muy específicos y en cierta forma diferentes a los de sus correligionarios europeos. Finalmente, el partido, antes de ganar el gobierno central, ha venido ejerciéndolo en varias gobernaciones estadales importantes y en algunas de las alcaldías de las ciudades más grandes del país (por cierto, con notable éxito), además de haber llevado al Congreso un cada vez más

numeroso grupo parlamentario. Esto le fue enseñando en la práctica la diferencia entre encabezar manifestaciones populares pidiendo acueductos para las favelas y el tener que construirlos. Han aprendido a gobernar y conocen bien los límites del voluntarismo. Llega, pues, el PT al gobierno del país, como una gran fuerza nacional y popular, programática, pragmática, moderna, pero sin haber perdido el decisivo ánimo redentor de los pobres, del cuál el propio Lula es la más emblemática encarnación.

II

Un reciente viaje a Brasil, invitado por el nuevo gobierno, me permitió un rápido vistazo a sus primeros esfuerzos. Como es lógico en un partido de su naturaleza, sus pasos iniciales han avivado las contradicciones entre su ala moderada y su ala (ultra)izquierda. En alguna crónica anterior apuntábamos que si el PT logra mantener con la rienda corta a sus sectores radicales, lo cual es muy importante para que la derecha brasileña no se deje dominar por la paranoia, el gobierno de Lula podrá tener éxito. Oyendo a José Genoino, presidente del partido y uno de sus “históricos”, puede pensarse que el ultraísmo difícilmente podrá crearle a Lula los enormes problemas que en Chile generaron para Allende y su gobierno tanto el MIR como el ala “ultrosa” del Partido Socialista. (Por cierto que Genoino, al comentar esto se refirió también, como experiencia negativa del radicalismo, al caso venezolano de Hugo Chávez). En el PT del radicalismo, al caso venezolano de Hugo Chávez). En el PT pesa mucho la formidable mole de la clase obrera organizada así como el realismo que da la experiencia de años de ejercicio de gobiernos locales y regionales, de modo que el ultraísmo tiene poco oxígeno al interior del partido. Pero podría proporcionárselo tanto la realidad de un país escindido, donde la masa de excluidos es asombrosa y las expectativas muy gran des, como el tributo que el PT todavía pagó durante el gobierno de Cardoso a la demagogia. Obligado ahora por las circunstancias a asumir las grandes líneas

de la política económica del gobierno de Fernando Henrique, esas que demagógicamente denunció desde la oposición como “neoliberales”, vive ahora el lógico revire de su ala izquierda, anclada en la mitología (pseudo)revolucionaria e incapaz de comprender que no hay almuerzos gratis y que el cambio social no es sólo asunto de voluntad ni de buenas intenciones. Como era de esperarse, los primeros disparos contra la política económica de Lula han provenido del propio PT.

Hay un episodio aleccionador: el de la ley de seguridad social. Es el primer gran proyecto que el nuevo gobierno introduce ante el Congreso. Conversando con Arthur Virgilio, jefe del grupo de diputados del PSDB (el partido de FHC), me decía que ellos van a votar favorablemente esa ley, pero sin dejar de recordarle al PT que ella habría podido ser aprobada años atrás si el PT no la hubiera bloqueado en el Congreso, tachándola de neoliberal. Es el precio que muchas fuerzas políticas (no sólo de izquierda) pagan por hablar de una manera desde la oposición y de otra diametralmente opuesta si alcanzan el gobierno. En nuestro país cuantas veces no vimos el espectáculo de AD y Copei en esos roles contradictorios consigo mismos.

Por supuesto, para la ultraizquierda es también indigerible la política de alianzas que lleva adelante el gobierno. Ya fue un trago amargo para ella la alianza electoral con el Partido Liberal, que hizo del empresario José Alencar vicepresidente de la República, pero la admitió a regañadientes pensándola como un paso táctico meramente electoral. Pero ahora, ante la apertura el PT hacia el PMDB, partido del ex-presidente José Sarney, quien con los votos del PT fue elegido presidente del Senado, los ultrosos provocó su primera disidencia pública cuando la senadora Heloisa Helena se negó a votar por Sarney. Pero, los pasos del PT son perfectamente lógicos. Lejos del infantilismo izquierdizante que concibe los procesos de cambio social como confrontacionales a troche y moche (“agudizar las contradicciones”, según la vieja jerga leniniana, o sea, “mientras peor mejor”), el PT avanza hacia la construcción de las bases para la gobernabilidad. Hacia su izquierda no tiene nada que buscar porque la tiene completamente copada, pero con eso todavía

queda lejos de la mayoría parlamentaria, así que se abre hacia la centro-derecha. Uno de los más trágicos errores de la experiencia allendista fue la de abroquelarse en su 36% e ignorar la significación de una Democracia Cristiana que había perfeccionado con su voto en el Congreso la elección de Allende y que habría proporcionado el necesario factor de estabilidad. Era imposible, en democracia, en el caso chileno, asegurar la gobernabilidad con sólo un tercio del país detrás y jaqueando a los dos tercios restantes con las prácticas y el discurso ultroso. El ultraizquierdismo polarizó a la sociedad chilena y ambos extremos, a la izquierda ya la derecha, chantajeando a sus respectivos sectores moderados (“traición” era el grito que de ambos extremos satanizaba cualquier apertura hacia el bloque opuesto), e hicieron imposibles los acuerdos necesarios para asegurar la democracia y la viabilidad de las reformas de avanzada.

Desde luego, nada de esto posee el fuego “romántico” de la mitomanía “revolucionaria”, que, sin embargo, a tantos fracasos ha conducido, pero sí la solidez de un proyecto que no se propone “tomar el cielo por asalto” sino simplemente asegurarle tres comidas diarias a decenas de millones de brasileños que hoy no las tienen, mediante un reformismo de avanzada, que arranca con un estrecho margen de maniobra en lo económico (la deuda externa del país consumirá este año 56% del presupuesto) y que por 10 tanto necesita, primero que nada, la seguridad de que podrá ejercer el gobierno sin otros sobresaltos que los propios de cualquier democracia madura.

Brasil, 17de enero de 2003

PARTE I

LOS NEOCONSERVADORES DE BUSH Y EL 11/09

A raíz de los monstruosos atentados terroristas contra Estados Unidos se ha desatado una ola universal, variante del pensamiento único, que considera “políticamente incorrecta” cualquier mención a la política norteamericana que no sea la de la aceptación absolutamente acrítica de toda su política, no sólo presente sino pasada y futura. El dilema de bronce que presentó Bush (“quién no está con nosotros está con ellos”), no deja opciones: si no se acepta acríticamente TODA la política norteamericana en la presente coyuntura se estaría con el terrorismo. Cualquier duda, cualquier reserva, sobre la pertinencia de talo cual aspecto de la conducta de Estados Unidos, inmediatamente transforma al “transgresor” en simpatizante del terrorismo o en un “ambiguo”. Pero, lo que es peor, cualquier comentario crítico sobre la historia de la política internacional de Estados Unidos sería también sospechoso. Todo un operativo de terrorismo intelectual y político está en pleno desarrollo para colocar en un degredo a cualquier imprudente que se atreva a recordar, por ejemplo, el día aquél en que el gobierno de Eisenhower condecoró a Pérez Jiménez.

Puesto que me propongo incursionar en esta nota por la política exterior de Estados Unidos, vaya sacar tres pasaportes para poder hacerlo sin que me lluevan nuevas críticas con aquello de que en “conuco viejo siempre hay batatas” o que “la cabra siempre tira pa'l monte”.

Primero, el pasaporte sobre terrorismo. Este no es sólo moralmente inaceptable y condenable, en términos que no admiten relativización, sino que es igualmente condenable e inaceptable desde un punto de vista estrictamente político. En el primer caso, porque crear terror, incluso si no se mata para ello, es un atentado contra los valores profundos del espíritu humano. En el segundo caso, ya desde las páginas memorables que Lenin escribió sobre el tema, está claro que el terrorismo es políticamente inefectivo y contraproducente. Se vuelve contra sus oficiantes. Por lo que a mi vida política respecta, todos los antiguos dirigentes del PCV y de la lucha armada podrán dar fe de los ásperos debates que protagonicé objetando actos que sin duda tuvieron un tinte terrorista, en particular ese que como karma me ha acompañado duran te más de treinta años: el del tren de El Encanto. Creo, pues, que nadie pueda pensar que si digo que Kissinger patrocinó a Pinochet es porque estoy de acuerdo con Bin Laden.

Segundo, el pasaporte sobre el comunismo. Yo rompí con el comunismo soviético no simplemente retirándome sin ruido del partido comunista sino dejando escritas en libros las razones de esa decisión. Lo hice en una época en que tenía gracia hacerlo, en la década de los sesenta, cuando la URSS se encontraba en la cúspide de su poderío e influencia y cuando la izquierda mundial reverenciaba a Fidel Castro. Nadie, pues, puede pensar que si señalo que la CIA patrocinó a Castillo. Armas en Guatemala, es porque estoy de acuerdo con el Gulag o porque cierro los ojos ante los balseros cubanos.

Tercero, el pasaporte sobre los gringos. Debo decir que soy admirador de los Estados Unidos. Admiro el genio y la fuerza de su pueblo. Su sentido práctico y anti-retórico. Amo desde su gran literatura hasta su béisbol. Si algo influyó en mí para la conformación del pensamiento antitotalitario que me llevó a

romper con el comunismo, fue la poderosa tradición democrática norteamericana –esa que le permitió vencer su propio fascismo, el macarthismo, con la pura fuerza de su jeffersoniano respeto a la ley. Si se me pregunta por el personaje político que más admiro, respondo sin vacilar que Franklin Roosevelt. Pero, si digo que este sentenció aquello de que” Somoza es un hijo de puta pero es NUESTRO hijo de puta” no es porque añoro la Unión Soviética.

Pasaportes en regla, pues, vaya preguntar que fue lo que quiso decir Dick Cheney exactamente cuando afirmó que “en el futuro, y para esta sórdida guerra que se prepara, deberemos entablar trato con gente cuya sola existencia nos repugna, gente depravada y sin ningún principio ético”.

¿Significa esto el retorno a la política de la guerra fría, cuando se podía auspiciar a cualquier asesino o golpista con tal de que fuera anti-comunista? Porque da la casualidad que en aquellos tiempos, the ugly almerican siempre se las arreglaba para apoyar a “gente repugnante”. Nunca, o sólo muy excepcionalmente, apoyó reformadores sociales, demócratas de centro izquierda o cualquiera que se permitiera alguna autonomía frente a sus políticas. Teniendo que escoger entre Lumumba y Mobutu, apoyó durante treinta años a este tiranuelo estrafalario que desangró humana y económicamente al ex-Congo belga. ¿Vamos a volver, pues, a los tiempos en que la CIA podía aliarse con Manuel Contreras, ex-jefe de la policía secreta chilena, para asesinar en las propias calles de Washington a Orlando Letelier, ex-ministro de Allende?

La lista de “gente repugnante”, “depravada”, en América Latina es larga y cada uno de esos nombres rezuma sangre. Pero eran “anti-comunistas” y para esa “sórdida guerra” era válido, entonces, entrar en trato con ellos. Como dijo Kissinger, “Esta dos Unidos no podía permitir un régimen marxista en Chile sólo por la “irresponsabilidad” del pueblo chileno”. De manera que se podía entrar en tratos con alguien tan repugnante como el general felón.

¿Volverán, pues, los Pinochets, los Videlas, los Stroessners, los Odrías, los Onganías, los generales brasileños, los generales

ecuatorianos, los generales bolivianos, los Somozas, los Ubicas, los Castillo Armas, los Batistas, los “Chapitas”, los Duvaliers, los Gómez y los Pérez Jiménez? ¿Volverán, pues, los sádicos asesinos de todas las policías políticas del continente? ¿Volverán los Suhartos, los Ngo Dinh Diems, los Ferdinand Marcos, en fin todos los depravados”, (sin principios éticos” que llenaron de dolor y muerte la vida de tantas naciones en todo el globo, con el aval y el apoyo, nada encubierto, de distintos gobiernos americanos? ¿Volverán a criar cuervos, apadrinarán de nuevo a los Noriegas, a los Montesinos, a los Hussein,a los Bin Laden?

La gran fuerza de los Estados Unidos tiene que ver con que es de ellos de donde han partido las más severas críticas y condenas a las políticas del ugly american. Nadie más que el propio Congreso americano ha develado los variados crímenes de la CIA. Pero las palabras de Cheney producen un escalofrío. Sobre todo porque percibe uno cuán vivo está ese supremacismo moral que permite entablar tratos con gente despreciable y sin principios éticos pero con la tranquilidad de conciencia que produce el creerse la encarnación del Bien en la tierra. Es increíble que alguien pueda creer que se puede aliar con gente sin principios éticos sin sacrificar o lesionar sus propios principios éticos. Sólo el más obtuso fundamentalismo puede producir tales criterios. Este maniqueísmo moral, que subyace en todas las Inquisiciones religiosas y políticas, en todas las “limpiezas étnicas”, en todas las “soluciones finales”, en todas las guerras, es sumamente peligroso cuando lo asume la potencia más grande en situación de conflicto planetario. Porque los platos rotos los pagan no solamente los enemigos de la gran potencia sino aquellos a quienes sin serlo, la gran potencia calificaría como tales a partir de que prefieran una actitud más compleja que la simplista aceptación de la disyuntiva que postuló George W Bush.

Caracas, octubre de 2001

CHÁVEZ Y EL ISLAM

Los atroces atentados terroristas contra emblemáticos blancos norteamericanos han colocado sobre el tapete la cuestión de las relaciones del gobierno de Chávez con los países islámicos en general y con algunos de ellos, –Irak, Libia e Irán–, en particular. Dentro del país, algunos sectores de oposición han exigido del gobierno una revisión de su política exterior, implicando con ello el distanciamiento o la ruptura con estos países. Esto, sin hablar de algunas individualidades que literalmente piden al gobierno un acto de contrición ante la estatua de la Libertad, por sus liaisons dangereuses con el islamismo y con Carlos “el chacal”. Los militares retirados del Frente Institucional Militar (FIM) han llegado a solicitar de la Fuerza Armada Nacional (FAN)nada menos que un pronunciamiento en el sentido de demandar del presidente un viraje en su política ante algunos estados árabes.

Hagamos, pues, un examen del asunto. En América Latina tal vez ningún otro país posee relaciones tan estrechas con el universo islámico y con los países árabes como Venezuela. La razón es fácil de entender: todos somos productores de petróleo y desde 1960 estamos agrupados en la Organización de Países

Exportadores de Petróleo (OPEP). Este cártel (el único, si dejamos de lado los de la droga, que el Tercer Mundo ha podido sostener exitosamente frente a los del Primer Mundo), fue creado en 1960, gracias a los esfuerzos y la visión de Rómulo Betancourt, cuyo ministro de Minas e Hidrocarburos (como se denominaba entonces al que hoy lleva el nombre de Energía y Petróleo), Juan Pablo Pérez Alfonso, fue el gran artífice in situ del acuerdo petrolero.

Desde entonces Venezuela ha sostenido una relación privilegiada con los países miembros de la OPEP, porque esta organización se ha mantenido, con altibajos, como un jugador fundamental en el tablero del negocio petrolero mundial. La OPEP es un organismo cruzado por múltiples contradicciones y sus miembros se miran entre sÍ con desconfianza. Varios de ellos se han enfrentado, incluso, en los campos de batalla, en guerras sangrientas y terriblemente mortíferas. Ninguno, con excepción de Venezuela es propiamente una democracia. Por el contrario, entre los árabes, el que no fue una dictadura militar brutal e implacable, como Irak, es una monarquía medioeval, como Arabia Saudita y los emiratos del Golfo. Entre los no árabes (pero también musulmanes), Nigeria e Indonesia son dos de los países más corruptos del mundo y apenas si están saliendo de largas dictaduras militares, en tanto que Irán se debate en una lucha agónica entre modernidad y tradicionalismo, dentro de un estado teocrático. Argelia, a pesar de su régimen autoritario, es lo más próximo de los patrones políticos que nos son propios en Venezuela. Pero estos son, sin embargo, datos de la realidad. El mundo es así y la globalización hace contemporáneas sociedades que se debaten en esferas culturales y civilizacionales muy distantes entre sí. En Naciones Unidas conviven los países más avanzados de la Tierra con los más atrasados. Todos somos parte del mismo mundo y en los juegos geopolíticos nadie escoge sus enemigos pero tampoco sus aliados y amigos. Las circunstancias crean los distintos bloques de poder, que, por lo demás, suelen ser volátiles y mutables, como lo son las circunstancias.

La OPEP ha sobrevivido a sus a veces aparentemente insalvables contradicciones, a las diferencias estratégicas entre

sus integrantes, a las alianzas no pocas veces contradictorias que sus miembros han desarrollado o desarrollan con las potencias mundiales (Arabia Saudita es aliado seguro y confiable de Estados Unidos; Irak lo fue de la Unión Soviética, para no mencionar sino dos casos relevantes), a las zancadillas que se han propinado mutuamente. Nada ha podido matar a la OPEP. Ni siquiera Ronald Reagan, quien se jactó de que habría de “poner de rodillas” a la organización petrolera.

El Estado venezolano, a través de sus diferentes gobiernos (adecos o copeyanos, esto es, social demócratas o social cristianos) ha sostenido una invariable política de defensa de la OPEP. Es tal vez la línea de conducta más consistente de la política exterior venezolana. En esta materia, el gobierno de Chávez ha dado continuidad a esa política de Estado. Chávez no ha inventado la rueda. No ha hecho nada distinto a lo que todos los gobiernos venezolanos, desde 1958, han conservado como uno de los ejes de nuestra política exterior, en una admirable demostración de continuidad para un país donde cada nuevo gobierno que llega comienza por dejar de lado lo que el anterior hizo.

Dicho esto habría que señalar que, en 1999, cuando Hugo Chávez asumió la presidencia, la OPEP atravesaba uno de los peores momentos de su historia. Los precios del crudo habían experimentado una baja profunda, hasta 8 dólares el barril venezolano (en 1998, el promedio había sido de 16 dólares), y el cártel parecía condenado a su colapso por las agudísimas desavenencias entre sus integrantes, que se acusaban mutuamente de mentirosos y de engañar con el cumplimiento de las cuotas de cada uno. El gobierno de Chávez, a través de su ministro de Energía y Minas, Alí Rodríguez, llevó adelante un esfuerzo muy exitoso para contribuir a restablecer la confianza entre los socios y para adoptar una conducta común en el manejo de las cuotas. Fue una proposición venezolana la de crear un sistema de bandas de precios, que estableció una regla prácticamente no discrecional para la producción, de acuerdo con el movimiento de los precios por encima o por debajo del techo y el piso de la banda. Esa regla ha funcionado bien a lo largo de este periodo, que se ha

caracterizado por una notable recuperación de los precios, pero ya cayó en desuso, debido a los estratosféricos niveles que han alcanzado los precios del crudo después de la invasión de Estados Unidos a Irak.

Dentro del marco de su política petrolera, el gobierno decidió impulsar la realización de una Cumbre OPEP, en Caracas. Fue la segunda, en 25 años; la primera había tenido lugar en Argel, en 1975. La distancia entre ambas da cuenta de las dificultades que confronta el cartel para armonizar las políticas de sus miembros. La Cumbre fue un éxito y en Venezuela tirios y troyanos así lo reconocieron, tal vez porque para los venezolanos la OPEP es parte de nuestro patrimonio psicológico inconsciente. Para asegurar ese éxito el presidente realizó previamente un viaje a todos los países miembros. Esto creó un cierto escándalo porque Chávez no excluyó a ninguno. Dicho de otro modo, Chávez rompió el tabú impuesto por Estados Unidos y visitó Irak y Libia, dos países cuyos regímenes Estados Unidos tiene en su Index. Pues bien, en mi opinión Chávez procedió correctamente. No habría sido ninguna contribución a la unidad de la OPEP y a la recomposición de su capacidad de acción, que el anfitrión discriminara a algunos miembros, sobre todo si esa discriminación no se producía a partir de razones políticas nacionales sino de criterios establecidos por los gobiernos norteamericanos. Venezuela es, en la práctica, un aliado de Estados Unidos, pero eso no significa que nuestra política exterior deba estar incondicionalmente alineada sobre las de Estados Unidos y que nosotros debamos querer a quienes ellos quieren y odiar a quienes ellos odian. En el caso de la Cumbre OPEP habría sido incomprensible que Chávez visitara algunos países y obviara otros. Sobre todo si se tiene en cuenta que para aquella época ya el bloqueo a Irak hacía aguas visiblemente y Libia, después del juicio a los autores del atentado de Lockerbie, está menos sometida a la presión internacional como estado terrorista.

En lo que no se puede acompañar a Chávez es en las efusiones no sólo innecesarias sino ridículas, y muchas veces absolutamente ignaras, que él se permite con los dirigentes de los países musulmanes. Ir a Bagdad o a Trípoli y Teherán es una cosa y otra

muy distinta tratar de presentar un absurdo parentesco entre las “revoluciones” de esos países y la venezolana –aun en el supuesto de que aquí y en aquéllos estén teniendo lugar revoluciones, hasta ahora absolutamente fantasmagóricas. Pero, sobre todo, porque tanto Saddam Hussein como Muammar Gadaffi son personajes totalmente impresentables, con los cuales, aparte de compartir la pertenencia a la OPEP, no tenemos absolutamente nada en común, políticamente hablando. No pocas veces estos gestos innecesarios contribuyen a distorsionar el objetivo perseguido y a presentar públicamente, sobre todo ante su propio país, una conducta, ya de por sí polémica, que Chávez torna en irritante para la opinión de buena parte de sus conciudadanos.

Ahora bien, atribuir a Chávez, como hace una cierta oposición, vínculos con el terrorismo que algunos de esos países han patrocinado o patrocinan, es totalmente irresponsable. Reprochar a Chávez la relación con estos países mirando por el retrovisor es muestra de mala fe o de ignorancia o las dos cosas juntas. Venezuela mantiene relaciones diplomáticas normales con los tres países desde muchos años antes de Chávez. En Venezuela nunca se han cuestionado esas relaciones y mucho menos con el argumento de que son “estados delincuentes”, como los denomina la retórica del Departamento de Estado yanqui. Más aun, Venezuela no sólo ha condenado ahora, inequívocamente, el artero atentado terrorista contra Estados Unidos, sino que ya, hace pocos meses, en la votación en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, al tiempo que votaba en contra de las sanciones a Cuba y China, se abstenía en el caso de Irak. Nadie en Venezuela pareció notar esto.

Como vemos, pues, hay demasiados simplismos y una extrema superficialidad, mezclada con mala fe, en algunas posturas oposicionistas, para las cuales la regla parece ser que cuando Chávez diga “blanco” invariablemente hay que decir “negro” del otro lado. Existe toda una historia detrás de nuestras relaciones con los países islámicos en general y árabes en particular, como para que ella pueda ser sacrificada en el altar de un interés político circunstancial.

Caracas, julio de 2003

CHINA: NO IMPORTA EL COLOR DEL GATO

Deng Siao Ping es visto como el pragmático por excelencia (“Que importa el color del gato con tal que cace ratones”), sin embargo, si el experimento que puso en marcha continúa mostrándose exitoso, nada extraño sería que en el futuro, cuando se escriba la historia del periodo que entró a vivir China después que los criterios del anciano líder post-Mao se impusieron en el seno del Partido Comunista que rige el país, no sólo se consigne que el hombre fue uno de los más grandes visionarios de la historia universal sino también un muy profundo pensador marxista. Lo suyo, tengo para mí, no fue sólo pragmatismo –lo cual, en fin de cuentas, en sanas dosis no es nada negativo–, sino, ante todo, aplicación de una conceptualización teórica.

En 191 7 fueron los mencheviques, frente al voluntarismo de Lenin, quienes leyeron correctamente el texto de Marx, al postular la necesidad de abrir cauce a un desarrollo capitalista en el imperio recién revolucionado, como condición para un ulterior advenimiento del socialismo. Marx lo había escrito casi de pasada en su memorable prólogo a la Crítica de la Economía Política. Ningún régimen social cede su lugar en la historia a otro antes de agotar completamente el desarrollo de sus fuerzas productivas. Es

imposible, se desprende del concepto marxiano, construir nuevas relaciones de producción, nuevas formas de propiedad, nuevos mecanismos de “fisiología” económica sin una base productiva previa necesaria y suficiente. En otras palabras, es imposible desarrollar una sociedad socialista, relaciones de producción y propiedad de esa naturaleza, con base en un aparato productivo atrasado, precapitalista o en todo caso de precario desarrollo capitalista. Lenin, pocos años después, con el paso atrás que fue la NEP (Nueva Política Econólmica), se reencontró con la orientación fundamental de su maestro, en el sentido de comprender la necesidad de conjugar el gobierno revolucionario con la iniciativa privada en sectores muy amplios de la economía. Tuvo éxito, por cierto, en la que seguramente podría considerarse como la primera experiencia socialdemócrata de la historia (económicamente hablando), lamentablemente anulada por Stalin pocos años después, al reestatizar toda la economía, en un sangriento ejercicio de voluntarismo.

Mao Ze Dong, por su parte, también creyó posible pasar del horrendo atraso de la China feudal y campesina al socialismo a punta de voluntad. Eso fue el llamado “Gran Salto Adelante”, que terminó en un fracaso tan colosal como el que años después lo sería el de la “Revolución Cultural”,último empeño de Mao por superar las perversiones económicas, sociales y políticas generadas en una sociedad totalitaria y ultraestatizada. De ese caos que fue la Revolución Cultural, de toda esa inútil muerte y destrucción, surgió Deng Tsiao Ping, con esa su mirada de tan largo alcance.

El postulado fue simple pero profundo y cargado e consecuencias. China sólo podría superar su atraso, la pobreza abismal de su enorme población, aprovechando el formidable potencial expansivo que económicamente posee el capitalismo. Había, pues, que conciliar el gobierno del Partido Comunista, la dictadura y el centralismo político, con una fantástica operación económica que, en definitiva, no ha sido otra cosa que el restablecimiento del capitalismo en los sectores comerciales y de servicios, así como en determinadas áreas industriales, y abriendo las fronteras económicas del país a la inversión extranjera en

todos los sectores, en unos casos mediante empresas mixtas entre el Estado y las más importantes trans-nacionales del mundo, en otros casos aceptando la inversión extranjera a secas. En el campo desaparecieron las comunas y centenares de millones de campesinos trabajan sus parcelas, cuyo usufructo les pertenece. Los comunistas chinos denominan esto “socialismo de mercado”, un eufemismo para cubrir el colosal experimento de soltar las fuerzas productivas del capitalismo en la atrasada China, pero bajo el control estricto del partido comunista. Deng probablemente hizo una relectura de las brillantes primeras páginas del Manifiesto Comunista, en las cuales Marx y Engels describen con palabras épicas toda la potente, y al mismo tiempo contradictoria, carga transformadora del capitalismo temprano, que desde su primera globalización, con la llegada de Colón a América, dio un salto gigantesco en el proceso de desarrollo humano, al precio, desde luego, de la destrucción de civilizaciones y culturas enteras, de matanzas genocidas y de la brutal polarización social que marcó a los países capitalistas desarrollados. Pero Marx y Engels no dejaron de registrar el significado del poderoso envión para el desarrollo de las fuerzas productivas de aquellas sociedades que implicó el establecimiento de relaciones de producción

capitalistas. “En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana –reza el Manifiestola burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sojuz-gamiento de las fuerzas naturales por la mano el hombre, en la maquinaria,

en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo. ¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada por el trabajo del hOlmbreyaciesen soterradas tantas y tales energías y elenentos de producción?” Filosóficamente debe haberse preguntado el viejo Deng, sobreviviente de la malha-dada

“revolución cultural” si no habría llegado la hora de utilizar para su país toda esa potencia transformadora que Marx y Engels describían en un capitalismo a años-luz de las maravillas tecnoeconómicas que ahora le son propias y alIado de las cuales los “prodigios” que enumeran los autores del Manifiesto lucen casi Ingenuos.

Tal vez también recordó Deng las breves líneas del primer prólogo que Marx escribió para el tomo 1 de El Capital. Decía de los pueblos atrasados que su destino estaba escrito en lo que acontecía en los países capitalistas ya desarrollados para su época. Era el espejo donde debían mirarse. “Las países industrialmente desarrollados ponen delante de los países menos progresivos el espejo de su propio porvenir”, escribió Marx en 1867. El voluntarismo leninista descartó esta apreciación de Marx y seguramente Mao también. El viejo Deng, en cambio, pensó que el barbudo patriarca del comunismo parecía tener lmás razón que sus revolucionarios epígonos posteriores y actuó en cosecuencia. No importa el color del gato con tal que cace ratones: China debe desarrollarse para poder alimentar a sus millones de habitantes. Si el gato capitalista puede cazar el ratón del atraso, pues adelante.

El resultado, en China, de la visión de Deng, ha sido sencillamente portentoso, desde el punto de vista material. Beijing y Shangai, so bre todo estaúltima, son ciudades llenas de brillo. Nada que ver con lo que conocí hace un cuarto de siglo. Como en toda gran ciudad, calles y avenidas están bordeadas por toda clase de tiendas y negocios y tachonadas por centros comerciales (malls) de lujo. (Las grandes marcas occidentales están allí presentes). Todo eso esprivado. La privatización en

China alcanza proporciones cósmicas y al calor de ella ha surgido una extensa clase media, una pequeña burguesía, y también una burguesía, cuyos millonarios ahora pueden ser miembros del partido, que ya no se define sólo como de la clase

obrera y campesina sino también de los capitalistas chinos. Pregunto a mis cicerones si están conscientes de las nuevas contradicciones sociales en camino. Ahora hay una clase media que buscará su lugar bajo el sol político. Ahora hay capitalistas y

obreros productores de plusvalía que va a manos privadas. Por supuesto que lo tienen presente. Hablamos largo y das. Por supuesto que lo tienen presente. Hablamos largo y tendido sobre lo que el reciente Congreso del Partido decidió a ese respecto. Cómo manejar los nuevos desniveles sociales, también los desniveles regionales –ahora acentuados por las diferencias entre las rutilantes ciudades de la costa y el interior: el PIB per capita de Shangai es de 5 mil dólares, el del campo es de 300–, está entre las preocupaciones centrales del partido. Pregunto por los cambios políticos, por la democratización del riguroso control político del partido comunista. La respuesta es alegórica. “Occidente no ha comprendido bien el enorme alcance del tránsito no traumático de jiang Ze Ming a Hu fintao en la dirección del partido. Aquí se acabaron los liderazgos vitalicios, ahora tienen término fijo”. “Estamos liberalizando pero no podemos repetir los errores de la Unión Soviética, con una apertura política precipitada”. La democratización es, pues, lenta y a largo plazo. El tema es recurrente. “La Historia (intuyo la mayúscula, cuando a ella se refiere gente con más de cinco mil años de civilización por detrás), comprenderá también lo de la plaza de Tienanmen”. En este lenguaje no hay nada de aquel acartonado, estereotipado y dogmático de otros tiempos. El joven funcionario que me acompaña desde Beijing discrepa de su compañero de Shangai. Un tanto introvertido, discute timidamente con él, pero conmigo se explaya. “ Los camaradas de Shangai viven en una torre de marfil”, me dice y veo, en vivo y en directo, una muestra del juego de contradicciones chinas, porque, pareciera aseverar que en Shangai viven a 78 revoluciones en tanto que en el resto de China a 33.

Leyendo el China Daily, periódico en inglés, una especie de Herald Tribune, que trae hasta los resultados de las Grandes Ligas, –obviamente para los miles de extranjeros (gringos en proporción enorme) que andan por la febril China de las grandes ciudades– encuentro un editorial fuertemente crítico de la inversión en el autodromo y en la Fórmula l. Pregunto si la prensa en chino se permite también esas audacias. Si. “¿Se puede criticar a los jefes del gobierno o a sus políticas? No, eso sí que

no”. Pero de inmediato viene una matización. “En esto también vamos a ir liberalizando”. ¿Será la torre de marfil en la cual dicen los de Beijing que viven los de Shangai? En todo caso, el “vamos a liberalizar” implica el ritmo chino, desde luego. Su idea del tiempo es muy distinta de la nuestra, como corresponde a un país milenario. De allí que cuando hablan del futuro el interlocutor occidental debe entender que este puede demorar decenas y hasta centenas de años. Ningún medio de comunicación es privado. En esto no hay concesiones. Pero la televisión tiene un enorme número de canales y está lejos de aquel canal único de los antiguos países socialistas. Mao debe revolverse en su mausoleo (cuya visita, antes obligada, ahora ni siquiera es sugerida al visitante), cuando en un programa de televisión una especialista en belleza femenina explica como realzar el busto.

Porque China es otra. Pero el cambio es desigual, hay que estar claros, y su ritmo así como su localización geográfica y social, están severamente controlados y dirigidos por el Estado del PCCh. Hay un plan y macro económicamente nada ha sido librado a las fuerzas ciegas del mercado. El Estado interviene, aunque con una rara flexibilidad. Decide todo, pero, y es lo importante, no lo hace sin atender las señales del mercado. Han comprendido que ninguna burocracia, por eficiente que sea –y raras veces lo es– puede sustituir al mercado en la atribución de los recursos económicos en la sociedad. Además, en China la variable “tiempo” no es la nuestra. Entre nosotros el “tiempo” es para andar siempre apurados. En China es para tomárselo con calma y paciencia. Visitando en Shangai un bello parque existente desde hace cuatrocientos años, pregunté con sorpresa, dado el buen estado de mantenimiento, si realmente era tan “viejo”. Mi acompañante rió de buena gana: “Cuatrocientos años no es nada”. Recordé la anécdota de Mao, que contaba un dirigente del PCV, quien le preguntó al líder chino cuanto tiempo duraría el pleito con la URSS. Mao respondió, con toda seriedad: “Ocho mil años”. Las raíces de esta cultura milenaria subyacen en el sustrato de esta antinomia que es el “socialismo de mercado”. Conversando con este mismo dirigente del PCCh en Shangai, de quien no se si representa una nueva mentalidad política, mucho

más abierta y tolerante, pero cuya erudición sobre Confucio, Lao Tse y el budismo –y la naturalidad con la cual la exponía– hacen pensar que podría tratarse de algo más que de un caso individual. “Tú eres 'marxista-Leninista-budista”, le decía yo, en son de mamadera de gallo. No creo que una broma como esta habría podido jugarla hace veinticinco años, la primera y única vez que estuve en China. Como tampoco otra, que me dio una medida inesperada de por donde van los cambios. Fue en la visita a la Volkswagen, joint venture mitad y mitad entre el Estado chino y la empresa alemana. La planta, impecable y muy robotizada, tiene 15 mil trabajadores. En el portón hubimos de esperar unos cinco o siete minutos mientras un vigilante verificaba por teléfono nuestra identidad. En otros tiempos, la llegada de un dirigente del partido, acompañado de un visitante –le dije a mí cicerone–, no habría pasado por este trámite. Estuvo de acuerdo conmigo. “Antes habría sido ‘Yo soy el jefe, abre la puerta’”. Eppur si muove.

Las diferencias entre las regiones más desarrolladas y las atrasadas es abismal. A Shangai llegamos desde Tíbet, donde pedí ser llevado, más por razones antropológicas, culturales, que de otro tipo. En el fantástico Palacio de Potala, que parece flotar entre las nubes y está poblado por enormes estatuas de todos los Budas y de todos los Dalai Lamas habidos, la cultura budista está viva y en cada uno de sus rincones es posible ver uno o más lamas murmurando sus rezos o leyendo obviamente textos sagrados, de los cuales existe una gigantesca biblioteca de incunables, distribuida en su vasta cadena de salas. Pero Lhasa, la mítica capital, en cierta forma resulta decepcionante para quien quiera ver en ella una suerte de Shangri-La. Una ciudad recubierta siempre por el polvo del desértico valle en cuyo centro se encuentra, y donde también crece la nueva China, pero a una escala infinitamente más modesta. Con sus rectas calles y avenidas y sus bajas edificaciones, constituye un vibrante centro comercial del siglo XX pero por donde deambulan también campesinos y campesinas que parecen venir, con sus ropas y sus matracas rituales, directamente del siglo XVI. Tíbet es una región autónoma, sin embargo, casi todas las autoridades del partido que m1erecibieron eran étnicamente

“han” (es decir, lo que conocen los como chinos) y no Tibetanas. Los soldados que veo en algunos pocos sitios tampoco son Tibetanos. Cuando hago la observación ni acompañante de Beijing, parcamente pero con franqueza, m11reecuerda que el Oalai Lama en el exilio es un factor de perturbación política y que no falta quien lo siga en su tierra natal. Existe, pues, una tensión subyacente, cuyos detalles, desde luego, se me escapan, pero que se puede intuir. En todo caso, desde la arquitectura de casas y edificaciones hasta los ensayos de una compañía de danzas autóctonas en los jardines del Palacio de Verano del Dalai Lama –hoy abierto a la curiosidad turística– todo parece indicar una voluntad de respeto por la cultura tibetana que probablemente suaviza las aristas del choque entre modernidad y tradición, entre hans y tibetanos.

Hace muchos años, en la década de los 20 del siglo pasado, un conocido liberal norteamericano, Lincoln Steffens volvió de la Unión Soviética afirmando que había visto el futuro, “Y funciona”, concluía emocionado. Como sabemos, se equivocaba grandemente. No funcionó y se desplomó, como en algún momento pensó Marx que lo haría el capitalismo, víctima de sus propias contradicciones.

No se si China es el futuro y tampoco se si funcionará, pero en todo caso ha abierto una alternativa a la trágica y frustrante experiencia que fue la Unión Soviética. En su porvenir palpita una incógnita aún no despejada: ¿cómo se resolverá la contradicción entre su prodigioso desarrollo económico, con la impetuosa movilidad social que lo acompaña, y la dictadura política? ¿Cómo se producirá la apertura política que haga florecer la democracia en el gigantesco país? Garantizando, además, con ello, que la libertad sea el camino hacia la justicia –que hoy, en medio de un crecimiento capitalista salvaje, no es propiamente un rasgo definitorio de la actual sociedad china.

Caracas, noviembre de 2004

PARTE III

VENEZUELA: LOS MEDIOS Y LA CRISIS POLÍTICA

La relación entre los medios de comunicación y los gobiernos conoce, aun en países donde son relativamente armoniosas, momentos de serias fricciones e inclusive de choques tempestuosos. No necesito advertir, desde luego, que me refiero a gobiernos democráticos, porque en el caso de dictaduras los problemas son completamente diferentes, y también lo es la especial “flexibilidad” con la cual buena parte de dueños de medios se acomoda a las reglas de juego impuestas por la “autoridad”, censura incluida. Pero, en democracia no siempre es cómoda la convivencia entre el poder político y el poder comunicacional, sobre todo en países como los nuestros cuya fragilidad institucional es proverbial. A la democracia es consustancial el dilema entre la libertad de expresión, sustentada en la propiedad privada de los medios de comunicación, y los derechos ciudadanos, expresados a través de mecanismos de representatividad electoral. Para el manejo de esta contradicción quizás no tengamos hoy respuestas rotundas y simples, pero no se puede ignorar la pertinencia de esta problemática que, por lo demás, no es sólo nuestra, latinoamericana, sino que atañe también a las viejas y estables democracias occidentales. Las

contradicciones entre poder mediático y poder político expresan un problema real, por demás universal: la necesidad de mantener un grado suficiente de autonomía del poder político frente al creciente dominio generalizado de los grandes Inedias de comunicación, en especial los radioeléctricos, y los intereses parciales que estos representan.

Aquí tenemos un punto de partida para avanzar en nuestra reflexión. Los grandes medios de comunicación impresos y los radioeléctricos pertenecen por lo general a grupos económicos privados de mucho poder y/o a grupos familiares, e incluso a tycoons individuales, de poder no menos formidable. Aunque sería una simplificación abusiva concluir que la línea de estos medios es dictada siempre por sus propietarios, en la misma medida en todos los casos y en cada uno de los ámbitos informativos u otros, a periodistas que no serían sino simples marionetas, poca duda puede caber que en todo cuanto atiende a los intereses económico-sociales “existenciales” –vale decir, políticos de aquellos sectores privados sus medios los expresan y defienden, cualquiera sea la opinión de los periodistas que trabajan para ellos y cualquiera sea el choque con los intereses generales y el bien común. La mayoría de las veces, empresarios mediáticos han colocado sus intereses particulares por encima de los del país o los de la comunidad. En los medios de comunicación privados, como, por lo demás, en ninguna empresa privada, grande o pequeña, existe democracia. Su “fisiología” es autocrática. La voluntad de los propietarios no se discute ni se cuestiona. Más aun, cuando los gobiernos recurren a formas de censura, ya sea las abiertas de las dictaduras, ya sea las sutiles y sofisticadas –sobre todo vía presión económica a que recurren algunas democracias, el hecho es notorio y, por lo general de interés público, tanto en el propio país como en las instituciones mediáticas internacionales. Pero cuando los propietarios de medios censuran, vetan o prohíben temas, noticias o personalidades, el asunto apenas si trasciende las paredes de las redacciones o de los estudios de radio y televisión. A la SIP le preocupan mucho las amenazas a la libertad de expresión que provienen de gobiernos, pero jamás ha expresado la más mínima

inquietud por el ejercicio casi diario de la censura interna en los medios impresos. Mal podría hacerlo, por lo demás, puesto que sería nombrar la soga en la casa del ahorcado.

Ahora bien, el poder mediático y los intereses que están detrás de él alcanzan en los tiempos que corren una influencia y una capacidad de intervención pública, nunca antes vista, con la irrupción y posterior transformación de la televisión en la reina de la comunicación. Hasta el punto que se ha hecho corriente entre comunicólogos y teóricos afines hablar de “mediocracia” o “telecracia” en sustitución de la milenaria palabra “democracia”. Esto nos coloca ante problemas novedosos, para los cuales no hay soluciones fáciles pero que no pueden eludirse con el pretexto de la defensa de la libertad de expresión, cuando es visible que en no pocos casos ésta es apenas la coartada para la protección de intereses no siempre generales. Un medio tan invasivo como la televisión, tan omnipresente como éste, cuyo target es la conciencia individual y colectiva, podría ser una poderosa herramienta para el desarrollo humano, a condición de que el negocio que es pudiera escapar a la tiranía del rating y a la avidez incontrolada, que impone una dinámica perversa y singular al mercado. La televisión privada es el único negocio donde la competencia no incluye, entre otras palancas para ganarla, la mejoría de la calidad del producto sino, por el contrario, se basa en la extraña paradoja de que mientras peor es el producto mayor es su venta y por tanto mayor es la ganancia. Al menos ésta es la comprobación empírica que se puede hacer de la historia de la televisión mundial, un ejemplo de lo cual podría ser el manifiesto deterioro de la calidad de la televisión en algunos países europeos cuando se abrieron los monopolios estatales y se instalaron las plantas privadas.

Los canales de televisión privada suelen competir entre sí para ver cual llena la pantalla con más vulgaridad, chabacanería, violencia y pornografía; según los “filósofos” del medio, eso es lo que la gente quiere yeso es lo que “da rating”. Sofisma que ignora el simple hecho de que es la misma acción mediática la que constituye o refuerza el gusto y las peticiones de los receptores. Hacer una basura peor que “Laura en América”, por

ejemplo, está entre los sueños más oscuros de los canales que no la tienen en su programación.

Que la sociedad tiene derecho a protegerse de los efectos de este modelo de televisión me parece indiscutible. Cómo hacerlo no es nada fácil porque traslada el debate al siempre vidrioso terreno de la libertad de expresión. Hasta ahora en Venezuela han fracasado tentativas de las propias televisoras por promulgar “códigos éticos” y fuera de los viejos y anacrónicos reglamentos para la radiodifusión, el Estado no se ha adentrado en este terreno. Pero no vamos a entrar hoy en el tema general que sugieren los anteriores comentarios sino en una de sus facetas neurálgicas: la relación entre medios y gobernabilidad, lo cual stricto sensu no es otra cosa que la relación entre medios, en particular la televisión, y la democracia. Como señala atinadamente un estudioso venezolano de la televisión, Fernando Rodríguez, “hasta ese santón del pensamiento liberal que es Popper, ha reconocido que sin una debida regulación de la televisión el funcionamiento de la democracia es mórbido”. Y añade Rodríguez: “Lo que no necesita más argumentación que señalar que si algunos pocos monopolizan el control de la palabra colectiva, el diálogo en el ágora se hace inviable”. Porque es precisamente en democracia donde el asunto adquiere particular relevancia. En este sentido Venezuela, tanto antes de Chávez como durante su gobierno, posee realmente un valor emblemático como caso de estudio.

Antes del acceso de Chávez al poder, en el período en que los gobiernos democráticos post-perezjimenistas rigieron al país, sólo durante el segundo gobierno de CAP (1989-1993, año, este último, cuando fue destituido) se puede decir que las relaciones entre medios y gobierno adquirieron un carácter traumático. Durante el gobierno socialcristiano de Luis Herrera Campins se produjeron fuertes fricciones entre los medios, sobre todo la TV, y el gobierno, pero sin alcanzar el nivel de confrontación que tuvo lugar durante el gobierno de Pérez, entre éste y el diario El Nacional. En general rigió una suerte de “normalidad”, determinada básicamente por un modus vivendi entre los partidos políticos mayoritarios (AD y Copei) y los medios, sustentado en una suerte de pacto no escrito según el cual éstos permitían a

aquéllos hacer mucho dinero con una televisión de escaso y pobre alcance cultural, sin ninguna regulación operante, y los medios –hablo en especial de la televisión blindaron al bipartidismo reproduciendo en su seno los equilibrios políticos nacionales, obstaculizando la expresión de cualquier nueva opción y manteniendo una “neutral” abstinencia política –sólo rota verdaderamente, repetimos, durante el segundo gobierno de CAP. Se llegó a la situación aberrante de que los principales medios impresos del país contaron con sus propios grupos parlamentarios, integrados por empleados de los medios, periodistas o no, que a través de las planchas parlamentarias de distintos partidos accedían al Congreso.

En una oportunidad, en 1988, siendo yo candidato presidencial de mi partido de entonces, el MAS, es decir un excluido del pacto señalado, recibí la llamada de uno de los más poderosos mediócratas del país quien me dijo que teniendo ya uno de sus alabarderos como candidato al parlamento en AD y otro en Copei, quería meter uno en nuestras planchas. Mi rotunda y hasta airada negativa fue seguida por una amenaza (“atente a las consecuencias”) y las “consecuencias” fueron las de una campaña brutal durante los dos meses finales de la electoral, durante los cuales fui presentado diariamente como el autor de todas las muertes habidas durante los años de la lucha armada en Venezuela (década de los 60), con profusión de fotografías macabras y reportajes sobre las distintas incidencias de aquella confrontación, que ya el país había superado democráticamente, en un paradigmático proceso de reconciliación. Sin embargo, el efecto de esa campaña fue, sin duda, muy dañino para el MAS y su candidato. Pero ese tipo de imposición de la impunidad y de los aberrantes “derechos adquiridos” de los grandes grupos mediáticos nunca fue rechazado y ni siquiera cuestionado por ninguna de las grandes fuerzas políticas venezolanas tradicionales; al contrario, pagaban su precio a cambio del acceso a la pantalla y al papel, contando con preservar una relación privilegiada con vistas a las campañas electorales. Esta perversión antidemocrática fue tolerada, en una insólita abdicación del rol de los partidos y, lo que es peor, el del Estado y los gobiernos. Tal

como lo evidencia la historia, esa conducta ha sido suicida para los partidos y para los políticos venezolanos.

Sin embargo, en el caso de la televisión hubo una excepción a esta distorsión. Ésta fue, como mencionamos anteriormente, la del presidente Luis Herrera Campins (1979-1984), quien ante ataques inusuales de algunas de las televisaras polemizó con ellas, reivindicando los fueros de la política frente al universo mediático. Además, el gobierno de Herrera Campins prohibió la publicidad de licores en TV, limitó a sesenta los capítulos de las telenovelas, propuso la obligatoriedad (jamás respetada, por lo demás) de cierta programación cultural en “prime time”, así como la protección de los horarios infantiles. Una normativa más bien platónica, a la cual la TV se opuso con éxito de modo que nunca fue implementada (excepto en lo de la publicidad de licores), pero que, sin embargo, terrible venganza, sacó al presidente de la pantalla de algunas de las plantas televisaras hasta el sol de hoy, en una suerte de veto perpetuo.

Un segundo episodio importante tuvo lugar poco después del golpe del 4 de Febrero de 1992, dirigido por Hugo Chávez. En un acto de contrición, los partidos mayoritarios designaron una comisión de Reforma Constitucional, presidida por el entonces Senador Rafael Caldera. Esta comisión produjo un proyecto de reforma de la Carta Magna cuya discusión comenzó en el parlamento. Cuando se alcanzó el artículo sobre la libertad de expresión, la presencia en éste de los conceptos” información veraz” y “derecho de réplica” desató la furia mediática y después de una campaña salvaje “en defensa de la libertad de expresión”, que satanizó el mencionado artículo, que manipuló groseramente a la opinión pública a través de comerciales de TV burdamente mendaces, el parlamento, controlado por los partidos tradicionales, no sólo engavetó el artículo de marras sino todo el proyecto. No se produjo la reforma constitucional que estaba madura en el ánimo nacional. Incidentalmente, cabe mencionar que, pocos años después, fue la de la reforma constitucional, vía Constituyente, el gran gancho de Hugo Chávez en la campaña electoral de 1998. Irónicamente, los medios contribuyeron a pavimentar la ancha autopista electoral por la cual Chávez llegó al

poder. En ese momento, que coincide con la amplificación en el país del pensamiento neoliberal, sobre todo en su aspecto político, con la denuncia del Estado como alfa y omega de todos los males que padecen nuestros pueblos, la televisión abandona su “apoliticismo” anterior y pretende asumir el rol protagónico en la ducción del futuro nacional. Como se ha visto, la jugada fue un perfecto boomerang, que terminó con el arribo al poder de una inesperada expresión de la “anti-política”, el comandante Chávez, en quien los medios encontraron después un contendor que no aparecía en sus peores pesadillas.

Chávez cosechó el resultado de quince años de campaña mediática dirigida a la demolición de los partidos políticos, a la demonización de la política y de los políticos. No es que los partidos tradicionales no cargaran con pesadas responsabilidades en la larga crisis que llevó al histórico revolcón que significó la victoria de Chávez. Mucho hicieron para suicidarse, pero también es verdad que durante varios lustros fueron víctimas de una campaña sostenida y sistemática que, desde una perspectiva neoliberal de minimización del Estado, barrió el piso con lo político, con la política, con los políticos y con los partidos, –todas esas categorías satanizadas como ineficaces y corruptas por definición–, en nombre de una supuesta eficiencia y asepsia moral de la libre empresa. Se decía que el tiempo de los “políticos” había pasado y había llegado el de los “gerentes”. Como apunta el ya citado Fernando Rodríguez: “La política pasó a ser cosa demasiado seria para dejársela a los políticos. Y allí estaban los medios para cumplir la misión de demoler la legitimidad del Estado omnipotente y de sus clérigos, congregados en partidos muy golpeados desde aquel “viernes negro” en que dejamos de ser sauditas.”Unida a las propias culpas y responsabilidades de los políticos –que no fueron escasas-la persistente ideologización del país en los criterios de la anti-política, abrió el ancho portón por donde entró, triunfalmente, la que la mayoría de la población –para posterior consternación de quienes lo prohijaron–, vio como la encarnación del rechazo a la partidocracia; a sus vicios, corruptelas y abusos de poder –reales unos, inventados y magnificados otros–: la figura del comandante, envuelta en el

halo de bravura que parece aureolar a los hombres de acción en este continente, el vengador de todos los males y agravios causados por los políticos, el anti-político por excelencia, el outsider perfecto, sin compromisos con el vergonzoso pasado partidocrático, Hugo Rafael Chávez Frías.

Desde luego que sería una exageración considerar a los medios como responsables del vuelco político que significó la emergencia y el triunfo del chavismo. En verdad ellos fueron actores, importantes pero no los únicos, de un proceso cuyas componentes económicas, sociales y políticas se fueron entrelazando inextricablemente a lo largo de las casi dos décadas durante las cuales se extendió la decadencia de la república adeco-copeyana. Sin embargo, el rol de los medios en la desconstrucción de ésta, desde una perspectiva no democrática y muy derechista, no puede ser subestimado, porque, en fin de cuentas, no eran meros “espejos” de la crisis, como con tanta indulgencia se describen a sí mismos, sino verdaderos protagonistas, políticamente beligerantes, que, como dijera algún otro mediócrata poderoso, “podían poner y quitar gobiernos”.

Aunque sólo durante la crisis que culminó con la salida de CAP se puede hablar con propiedad de una crisis de gobernabilidad –que, por cierto, bastante debió a los medios–, no se debe desconocer que durante años la conducta de muchos de éstos, que fueron más allá de la crítica puntual a los gobiernos para entrar en el terreno de una ofensiva vitriólica contra el propio sistema político democrático y la democracia tout court, contribuyó en no poca medida al acceso de Chávez al poder. De hecho, algunos de ellos consideraron esto como una victoria propia. Lo que nunca imaginaron es que, como señalara hace unos meses el ex-presidente Caldera, no podrían sobornarlo ni cooptarlo.

Durante el gobierno de Chávez las siempre tensas relaciones medios-poder político han llegado al clímax. No se trata ya de meras “tensiones” sino de una abierta y durísima confrontación, que casi seis años después parece estarse acercando a un desenlace, con una clara victoria de Chávez. De éste, si, pero, desafortunadamente, no de la sociedad democrática sino de una

versión autoritaria, personalista, marcadamente autocrática del poder, que ahora, irónicamente, también sataniza a los medios, como éstos antes lo hicieron con la política y hasta con la democracia. Chávez ha visto en el doblegamiento de los medios la creación de un nuevo marco de relaciones entre éstos y el poder, pero sobre un piso no democrático, amenazando la libertad de expresión, para el reforzamiento del autoritarismo y del autocratismo. Con lo cual el remedio podría resultarnos peor que la enfermedad, si es que al final todo termina, como se puede prever, en textos legales que reduzcan sensiblemente el espacio de la libertad de expresión –tal como podría ocurrir con la Ley de Responsabilidad Social en Radio y TV, que está a punto de ser aprobada por la Asamblea Nacional y con reformas al Código Penal que podrían criminalizar conductas políticas y periodísticas.

Tal vez convenga recordar cómo comenzó todo esto en Venezuela. Durante la campaña electoral de 1998 Chávez recibió un tratamiento generoso por parte de los medios escritos y audiovisuales. En cuanto se hizo visible que su candidatura marchaba viento en popa, los medios se le abrieron y su performance fue ampliamente cubierta. De hecho, puede hablarse de una suerte de “alianza” entre Chávez con el principal diario de Caracas y con el principal canal de televisión nacional. El primer ministro de la Secretaria que designó Chávez, ya presidente, fue el ex-director de El Nacional, Alfredo Peña, y su primera ministra de Información fue la propia esposa del propietario de este diario. Esto da una medida del cordial talante de las relaciones entre los medios y el nuevo presidente. Éstas fueron correctas al menos durante todo el primer año de su mandato.

Pero los problemas fueron apareciendo, y de manera ininterrumpida, cuando Chávez, cada vez más molesto con informaciones que consideraba inexactas o con críticas a su gestión, pasó del desmentido y el reclamo lógico, al ataque, muchas veces brutal e intolerante, a dueños de medios y a periodistas específicos. No paso mucho tiempo sin que la respuesta de los medios adquiriera las mismas tonalidades y, peor aun, sin que varios poderosos mediocratas se colocaran en posturas que sin duda alguna alentaron un clima antidemocrático,

conspirativo, que tuvo expresiones golpistas concretas en abril 2002, octubre 2002 y diciembre 2002-enero 2003 –fechas, respectivamente. del golpe que derrocó al Presidente por pocas horas. del pronunciamiento de un centenar de oficiales, posteriormente “atrincherados” durante un año en una céntrica plaza caraqueña y del prolongado e insensato paro “cívico” de dos meses. Sobre esta responsabilidad los propietarios de los medios no gustan discutir y no existe indicios significativos, hasta ahora, de una reflexión autocrítica por su parte (como, por lo demás, tampoco en el gobierno).

¿Podían haber sido diferentes las cosas? Éste es un ejercicio siempre inútil, pero vale la pena hacer unas consideraciones sobre el modo como se llegó a la irracional conflictividad que nos ha agobiado casi desde el comienzo del gobierno. De un lado, la vocación autoritaria y autocrática del gobernante, que unida a su inmadurez e inexperiencia, lo hizo manejar de modo torpe su relación con los medios, atacándolos con desmesura absolutamente impolítica y haciendo generalizaciones brutales sobre ellos y sus propietarios. De otro lado, la arrogancia de los poderes fácticos, tanto mediáticos como económicos, acostumbrados a la sumisión de los políticos, que creyeron poder aplicar contra Chávez las recetas, exitosas para ellos, de sus anteriores fricciones o choques con el poder político.

El presidente Chávez, con un reduccionismo absurdo y sin matices, enfrentó a los medios, denunciándolos globalmente como encarnación de “la oligarquía” y promoviendo un clima de agresión física a medios y periodistas. Los poderes fácticos, por su parte, a partir de un diagnóstico equivocado acerca de la naturaleza del gobierno chavista, definiéndolo, también con un absurdo esencialismo, como “dictatorial” y “totalitario” Calo cuál, también debe ser dicho, contribuyó la conducta innecesariamente provocadora y la retórica incendiaria del presidente), se embarcaron en una política golpista, que tuvo su traducción en el modo como fue siendo manejada la información, la opinión y la programación de televisión en función de la “solución” llamada de fast track, a la crisis política.

Podría decirse que se produjo un choque entre dos fundamentalismos. Por una parte, el de la derecha, que suele verse a sí misma como encarnación de la Libertad y califica como ataque o amenaza a ésta cualquier conducta gubernamental que no corresponda a su particular concepción del mundo, confundiendo siempre sus intereses económicos y privilegios sociales y políticos con los del país en su conjunto. Por otra parte, el clásico fundamentalismo de la izquierda, la cual imbuida del teleologismo que le es propio, sobre el devenir de la humanidad, se ve a sí misma como encarnación de la Verdad, la Justicia y la Historia y considera toda discrepancia política con ella como una amenaza o un atentado contra aquellas grandes categorías metapolíticas. En sus peores expresiones ambos fundamentalismos han servido de soporte ideológico a horribles dictaduras y a los espantosos totalitarismos del siglo xx. En el caso de la izquierda, desde los lejanos tiempos de la revolución francesa, cuando Saint Just acuñó aquel apotegma terrible: “La revolución se defiende en bloque, quien la discute en el detalle la traiciona”, que puede ser la divisa de todos los stalinismos habidos y por haber, la mentalidad revolucionaria es de una intransigencia absoluta: dentro de la revolución todo, fuera de ella nada, como alguna vez nos lo dejara sentado Fidel Castro. Si no se está con la revolución se está contra ella. En otras palabras, cualquier oposición es “contrarrevolucionaria” por definición y no se la tolera. Ya se sabe que en las dictaduras revolucionarias a los “contras” por lo general se los fusila o se los condena a penas de presidio prolongadísimas, que raras veces son amnistiadas. Chávez se ha conformado con “fusilar” verbalmente a esa paradójica contrarrevolución que ha hecho nacer él mismo, sobre todo con su verbo intimidante, en un país donde no existe ninguna revolución –cualquiera sea la acepción que demos a esta palabra. Como dijera su principal colaborador durante los tres primeros años, hoy en la oposición, Chávez ha engañado a la mitad del país con una revolución inexistente, y asustado a la otra mitad, con la amenaza de ella.

Ciertamente, Chávez llegó al gobierno contando con el rechazo político –y también social del 40% del país, aprensivo

más que ante su supuesto talante “revolucionario” –que durante la campaña electoral no fue nada explícito– ante su durísimo lenguaje contra el viejo establishment político. Sin embargo,

antes que tratar de neutralizar adversarios, su óptica delirante, plena de ese ultraizquierdismo infantil que tan duramente criticara Lenin, lo llevó a una logorrea interminable, abundosa en los tópicos habituales de la izquierda borbónica, que fue transformando lo que había sido mero voto “en contra” en desconfianza primero y luego en temor. Su discurso amenazante, sus desorbitados elogios al régimen cubano, que posteriormente se transformaron en una suerte de “relación carnal”, su equívoca actitud durante el primer año y medio de su gobierno ante la guerrilla colombiana (que posteriormente corrigió, pero ya el agua estaba derramada), la brutalidad retórica de sus ataques a los adversarios, el modo absolutamente antidemocrático e impositivo como presentó los famosos decretos-leyes a finales de 2001, terminaron por llenar de miedo a la clase media y alta, que vio ante sí un futuro de balseros, y dio pie al nacimiento de una conciencia, en vastos sectores sociales, que aceptó una estrategia no democrática de lucha contra el fenómeno que tenía frente a sí. Parte de la oposición, sobre todo en la base social, tan ideologizada como el presidente, asumió la condición de contrarrevolución. Pero, muy kafkianamente, contra una revolución de fantasía. No sólo no ha habido hechos revolucionarios sino que ni siquiera de reformas de avanzada se puede hablar, más allá de los programas sociales que Chávez bautizó “misiones” –que, en fin de cuentas ni son reformas ni son revolucionarios. Mucha palabrería sedicentemente “revolucionaria”, puro “ruido y furia” que, empero, ha tenido efectos devastadores sobre el tejido anímico venezolano, escindiéndolo en dos mitades (tal como lo muestran incluso los recientes resultados electorales). Puro ultraizquierdismo, de ése que tanto daño causara en otros procesos de cambio social en el continente.

En Venezuela, donde el sistema de partidos había colapsado a raíz de la victoria electoral de Chávez en 1998, el sentimiento opositor –difuso e inorgánico, al comienzo, pero luego

crecientemente masivo y combativo– fue refugiándose, a falta de partidos, en los medios de comunicación. Éstos, a su vez, vinculados como están a intereses económicos, sociales y políticos de gran calado, no sólo acogieron aquel sentimiento, con el cual, obviamente, poseían abierta empatía, sino que lo potenciaron y terminaron formando parte de aquél y proporcionándole, además, conducción. Algunos medios, a todo lo largo del año 2002, con los partidos políticos en grado de extrema debilidad, asumieron, conjuntamente con otros poderes fácticos (económicos y militares), la dirección de la oposición y fueron protagonistas de excepción en los acontecimientos del 11 de abril de ese año, así como en el pronunciamiento de un grupo de militares ellO de octubre, quienes luego se apoderaron durante un año de la plaza de Altamira –donde montaron un show golpista permanente, generosamente difundido por los medios, en particular por la televisión–, y, finalmente, en el paro de dos meses, de diciembre 2002-enero 2003.

La implacable dialéctica de la confrontación ha arrastrado tanto al gobierno como a los medios. Chávez manipula, los medios también; Chávez ha mentido, los medios también; Chávez tergiversa los hechos, los medios también. Y lo cierto del caso es que tanto gobierno como medios han actuado como factores de ingobernabilidad. Pero para cerrar estas líneas con una nota de precario optimismo diría que en ese fantástico laboratorio político-mediático en que se convirtió Venezuela en los últimos años y en esa batalla que tiene pocos parangones, en ese asfixiante clima, la mayoría de los venezolanos podría compartir el criterio de que en un mañana más sensato debemos inventar esquemas comunicacionales que ya no podrán ser ni los autoritarios y primitivos de Chávez ni los de la arrogancia de la anticultura privada. Se podría mirar hacia esos sabios esquemas mixtos de algunos países de Europa, donde un fuerte sistema del Estado, no de los gobiernos, financieramente sólido, capaz de utilizar el mejor talento nacional, coexistiendo con el sector privado debidamente sometido a una regulación indicativa y ética, que nos permita alcanzar un sutil equilibrio informativo y opinático, y coloque esos inmensos aparatos de poder en función

de la educación y la cultura, sin menoscabo del entretenimiento ni del deporte pero sin alienarnos a la tentacular industria televisiva norteamericana. En fin, que sea una verdadera fábrica de ciudadanos lúcidos y sensibles, abiertos al diálogo y al juego institucional como los únicos caminos para hacer y rehacer la vida colectiva, para garantizar ese curioso concepto que llamamos gobernabilidad que, para mí no es sino un neologismo para nombrar la paz y la creativa comunicación entre los hombres. Democracia, auténtica democracia, pues. Ojalá un día sea.

Caracas, octubre de 2004

PONER LOS PIES EN LA TIERRA

¿Pudo haber ganado Chávez el RR (Referendum Revocatorio) del I5A? He aquí una pregunta inquietante pero absolutamente pertinente, pues buena parte de la conducta opositora post RR está basada en una tajante respuesta negativa: No, es imposible que haya ganado. Su victoria, se dice en ámbitos opositores, sólo se puede explicar como fruto de un fraude masivo, que volteó un resultado idéntico, 60-40, pero a favor del “Sí”, Más aún, la relativa desaprensión de la oposición frente al ventajismo obsceno que caracterizó la campaña de Chávez y frente a las descaradas maniobras dilatorias y las artimañas de la mayoría oficialista del CNE (Consejo Nacional Electoral), parecía responder al mismo esquema mental triunfalista: “No importa, la avalancha de votos “Sí” anulará el efecto de las trampas”. Por tanto, la lucha contra estas se hizo en tono menor. Todo se fiaba en la imposibilidad de perder. Peor aun –si pensamos en las graves consecuencias que esto podría acarrear– la seguridad en el desenlace triunfal era tal, que la dirección de la oposición no contempló ninguna estrategia con la cual pudiera responder en caso de que resultara vencedor Chávez, quien si decía tener un Plan B” en caso de derrota (“Si pierdo le entrego a José Vicente Rangel y me vaya la siguiente campaña”).

Tal estado de cosas explica, entonces, porque el madrugonazo de Carrasquero la tomó totalmente desprevenida y políticamente desarmada.

La confianza en la victoria; el exagerado optimismo que habían fomentado en la oposición los exit polls que llevaron a cabo y difundieron organizaciones como “Súmate”, por un lado; y, por el otro, la forma intempestiva y absolutamente desacostumbrada como se anunció la victoria del “No”, condujeron a la CD (Coordinadora Democrática) a reaccionar, de manera apresurada, a mi juicio, denunciado un fraude. Un fraude que se habría cometido en el proceso mismo de votación, pero del cual se carecía, en ese momento, de la más mínima evidencia material.

Ahora bien, ¿era realmente imposible que Chávez ganara? Enfrentemos ahora esta pregunta con la calma y la frialdad que quizás no se podía tener en aquella madrugada del I6A. Antes del acto refrendario existían suficientes indicios de que su victoria no era improbable. Veamos lo más significativo.

1) TODAS las encuestas daban como ganador al “No”. Tan sólo la de la UCV (Universidad Central de Venezuela) registraba un resultado diferente pero las deficiencias y defectos de esta encuesta eran tan protuberantes que hasta un lego podía detectarlas. Dos semanas antes del RR, Edmond Saade, de “Datos”, nos confió a un pequeño grupo que su empresa registraba 13 puntos de ventaja para el “No”. Una semana antes del RR, “Ivad”, de Felix Seijas, informaba de 11 puntos de ventaja. “Datanalisis” también registraba como ganador al “No”, al igual que “Consultores 21”. Vale la pena consignar el dato acerca del último tracking polI de esta empresa, realizado el 13 de agosto, en 9 ciudades. (No: 52.9%; Sí: 47.0%) Y contrastarlo con el resultado de la votación en esas mismas 9 ciudades: No: 53.0; Sí: 46.9.

Si eran conocidos estos datos por la CD (y no hay razón para dudarlo puesto que eran de dominio casi público, amén de que “Consultores 21” trabajaba de hecho para la CD), ¿por qué no se les prestó atención? No tengo cabal respuesta para esto. Quisiera

sólo evocar un detalle, trivial seguramente, sin intención alguna de extrapolarlo, pero si como signo de aquel clima político triunfalista del cual hemos hablado. Me refiero al hecho de que luego que Saade terminó su exposición, un dirigente de la CD que se encontraba en el pequeño grupo me dijo al oído: “No le pares. Ya “Datos” no es lo que era y nosotros tenemos una encuesta de la UCV con mucha ventaja para el Si”. Debo decir que esto me produjo verdadera estupefacción por el absoluto irrealismo que revelaba.

2) La campaña electoral de Chávez, realizada desde el poder y con las ventajas que disfruta de su condición de Presidente y en violación sistemática de los más elementales principios republicanos y democráticos, conformó, sin duda, una situación de descarado e impune ventajismo. Pero este hecho escandaloso no podía ocultar otro igualmente claro y manifiesto: el contraste entre la campaña por el “No” y la mediocre campaña de la oposición. La diferencia era tan visible que no podía dejar de llamar 'la atención. El detalle nada insignificante de que el “Sí” no hubiera hecho campaña en el Oeste de Caracas ni en las barriadas populares de otras zonas de la capital (fenómeno que se repitió en otras grandes ciudades del país), habla elocuentemente de la falla de aliento y efectividad de la campaña por el “Sí”, Chávez, quien mostró tener un “Plan B” en el caso de los reparos, lo puso en ejecución la misma noche en que los reconoció. En lugar de perder tiempo en impugnaciones y otras diversiones, montó el showen que lanzó la “Batalla de Santa Inés”, mandó a las duchas al Comando Ayacucho y tres días después tenía montado el “Maisanta”. Mientras la CD discutía durante dos semanas la designación de su comando de campaña, Chávez ya había desplegado en el mismo lapso su campaña, generosamente financiada, además, con dineros públicos y lanzando “todo el peso del Estado” contra sus adversarios, tal como impúdicamente había anunciado José Vicente Rangel que lo harían.

3) Frente al liderazgo de Chávez, la CD no logró oponer (no porque no quisiera o pudiera sino porque tal es su realidad), más que su difuso, disperso, contradictorio e inevitable y pesadamente “cuartorrepublicano” elenco dirigente. La incertidumbre y la

desconfianza que se despertaba en muchos adversarios de Chávez respecto de la dirigencia opositora se extendía también a la visión que aquellos podían tener sobre las características del gobierno que desplazaría al de Chávez. Se despertaron, así nos cueste decirlo, los temores de que tal gobierno se revelaría débil y que, adicionalmente, sería rápidamente socavado por las divergencias entre los integrantes de la CD. Mayúscula, resultaba la incertidumbre en otro plano: ¿quién podría ser el eventual presidente post Chávez? Temores e incertidumbres todos que se acentuaban ante la expectativa de una conflictividad, aun mayor de la que conocemos, entre un gobierno frágil y una oposición dirigida por Chávez, dueño aún de la Asamblea Nacional y de otras palancas de poder. ¿No permitía este escenario concreto donde se desplegaba el proceso electoral intuir que una parte 110 desdeñable del electorado opositor podría preferir ajustar sus cuentas con Chávez el 2006, absteniéndose ahora o, incluso, como hay evidencias de que ocurrió, votando “No”?

4) Finalmente, tenemos el efecto de las “misiones”. No es este el lugar para discutir la naturaleza conceptual de éstas y su mayor o menor validez. Lo que importa señalar es el efecto que podía imaginarse habría de producir en una parte de la población más desamparada, (educada, como todos los venezolanos, en la cultura del rentismo populista de nuestro petroestado), la masiva distribución de dineros públicos a través de las distintas “misiones”, acompañada, además, de un discurso de resonancias socialmente redentoras en el ánimo popular (“Ahora el dinero de petróleo sí llega al pueblo”). Además, las encuestas registraban ese dato, que no debía haber pasado desapercibido para los dirigentes de la CD. Las “misiones” han tenido el efecto de reforzar vínculos emocionales y afectivos entre Chávez y su base y recuperar la parte de ésta que ya se venía desencantando. Las “misiones” generan en mucha gente la opinión de que existe un gobierno que piensa en los pobres, que los tiene en lugar prioritario de su agenda. En medio del abandono y la pobreza, la percepción de que se cuenta con la atención del mandatario puede resultar una poderosa razón para mantenerlo en el poder. Es irrelevante discutir esto desde el ángulo de la intención de

Chávez. Sea cual sea ésta –sincera o demagógica y manipuladora, y lo más probable es que sea una combinación de ambas cosas– lo que importa es la visión que de ella tienen los destinatarios de las “misiones”. y ésta es que si Chávez se va, los pobres van a desaparecer de la agenda del gobierno que lo suceda así como de la chequera de este. El discurso de Chávez, acompañado ahora de las “misiones”, da un sentido de identidad y pertenencia a los excluidos sociales.

“Con Chávez no es que mandamos sino que, al menos, contamos”. Era pues, previsible el impacto electoral de las “misiones”, que, como ya señalamos más arriba, las encuestas no habían dejado de registrar previamente.

Todos estos indicios eran suficientes para concluir que una victoria de Chávez no estaba fuera de las probabilidades. Antes de lanzarse a una tan temprana denuncia de “fraude” hubiera sido conveniente una actitud más prudente; esperando el pronunciamiento de los observadores internacionales, cuyo aval había sido planteado como condición para acatar los resultados. Sin embargo, la actitud de la dirigencia de la CD en la madrugada del lunes 16 cabalgó sobre –y reforzó– la reacción inicial de buena parte de la base social opositora, que fue la de sentirse víctima de un robo.

Ahora bien, la reacción de los votantes del “Sí” es. En cierta forma, comprensible. El 15A, para aquéllos, la certidumbre de haber ganado fue potenciada por dos factores. Uno, las televisoras privadas, al transmitir sobre todo imágenes de las colas electorales en sectores de clase media contribuyeron a crear la impresión de que sólo en estos sitios existía masividad y entusiasmo en la votación. Mucha gente ni por asomo se paseaba por la posibilidad de que en el otro lado de la ciudad hubiera colas, aun mayores, de gente esperando también muchas horas pero para votar “No”. El desconocimiento del “otro”,tan propia de los dos bandos, en esta polarización que nos desgarra, se expresa en la dificultad, aún hoy, de admitir que la ciudad y el país son más grandes que la calle o la urbanización donde se vive. El “otro” sencillamente no existe. El segundo factor fue la difusión de los famosos exit polls de Súmate. Todavía 1hoyse habla de

ellos como si fueran las Tablas de la Ley de Moisés y además se les menciona como si hubieran sido lo únicos que se realizaron ese día. Pero la verdad es que exit polls hubo varias y yo tuve ocasión de ver los que, lógicamente, también llevaba a cabo el gobierno, así como otras fuentes independientes; –y cuyos resultados eran, por supuesto, opuestos a los de Súmate. Mucha gente jura y perjura que las encuestas a boca de urna de Súmate son irrefutables y contra ellas no hay argumentación política que valga. De allí que al conocer las cifras oficiales haya reaccionado con absoluta incredulidad. Sin embargo, como pudo conocerse posteriormente, los exit polls de Súmate adolecieron de serias fallas técnicas y ya no es posible continuar esgrimiéndolos como supuesta demostración de la victoria del “Sí”.

Pero, en cambio lo que no es igualmente comprensible es la reacción idéntica de la dirigencia de la CD. Porque ésta poseía elementos –ya apuntados– que le habrían permitido asumir una conducta más prudente y no continuar derramando agua que luego no pudieran recoger.

Cuando, en la madrugada del 16A, la CD se lanzó a denunciar “fraude”, todavía sin ningún elemento probatorio en las manos, se tendió ella misma una trampa, tratando la misión imposible de cuadrar el círculo: denunciar un fraude y llamar a votar en las elecciones regionales. Pero, por otra parte, la CD limitó severamente sus posibilidades de acción política al no poder responder de inmediato a la invitación al diálogo que astutamente formulara Chávez, puesto que al impugnar tajantemente y sin matices la legitimidad de su triunfo se cerraba a sí misma la posibilidad de pisar el terreno al cual la citaba Chávez, de búsqueda de un mejor clima político en el país –y de un mejor clima electoral inclusive–, sometiendo a prueba, de paso, el real carácter de tal invitación al diálogo. Sólo ante una incontrovertible prueba de fraude es posible renunciar al diálogo político. No era esa la situación. Chávez, desde la cómoda perspectiva que le daba el triunfo y la certeza de que continuaría en el poder, pudo leer acertadamente el resultado electoral. Comprendió que debía tender algunos puentes hacia esa mitad del país (en números redondos) que lo adversa, donde se concentra

parte importante de la opinión política más organizada, donde están mayoritariamente los sectores técnicos, científicos, culturales, intelectuales así como los empresariales de todo tamaño, la clase media y parte de la clase obrera organizada. Cuando la CD soslayó inmediatamente el llamado al “diálogo”, proponiendo luego “condiciones” (irreales, por lo demás) para aquél, dejó que Chávez pudiera mostrarse como el portavoz de la amplitud y la CD, por el contrario, lució estrecha y sectaria. Desde luego, esto dio pie a Chávez para reasumir muy prontamente su habitual estilo camorrero. Pero, aun más grave que esto, tal resistencia al diálogo político inmediato lesionó gravemente sus posibilidades de acción en el cortísimo plazo. Teniendo unas elecciones regionales inminentes, mantener como política la denuncia no comprobada del fraude puede conducir, inevitablemente, a la abstención masiva de los votantes opositores. En este caso vale el refrán del niño que es llorón y la mamá que lo pellizca. Pedir a los electores que coloquen entre paréntesis los alegatos de fraude y asistan a votar (que, hasta ahora, es lo que dicen los políticos opositores), podría ser visto por esos ciudadanos incluso como un acto de cinismo. Es difícil denunciar un fraude y simultáneamente pedir el voto. Con el agravante de que mientras la denuncia no sea comprobada, se hace muy difícil un diálogo con el CNE con vistas a corregir las manifiestas irregularidades que se produjeron durante el RR y a lo largo del proceso que llevó a éste. Por ahora, pues, la CD, está perdiendo en los dos tableros: en el de sus partidarios y en el de la búsqueda de condiciones equitativas para el próximo proceso electoral. El resultado es previsible: la oposición podría perder las posiciones que hoy tiene en gobernaciones y alcaldías, sin ganar ninguna adicional –cosa esta última que también hubiera sido posible. Ahora se corre el riesgo de entregar al chavismo lo que sin duda constituye un poder muy significativo: toda la estructura administrativa político-territorial podría quedar en sus manos, con lo cual, la tentación autoritaria y autocrática se verá considerablemente reforzada.

Empantanarse en el tema del fraude podría implicar, además, una dinámica extremadamente peligrosa. En sana lógica, si esa

continuara siendo la prédica de la CD, debería terminar llamando a la abstención, si es que quiere mantener un mínimo de coherencia. Pero esto, a su vez, es meterse por un camino que, también en sana lógica, sólo puede engordar el caldo de los extremismos y de las posturas aventureras –que, por lo demás, son tan imprácticas e impracticables que no conducirían sino a nuevos y peores reveses. Por añadidura, esa vía es la del aislamiento internacional, la de la pérdida del good will que había alcanzado la CD en el mundo, y que ya, por lo demás, luce severamente averiado, después de la postura asumida ante los observadores internacionales. Las posiciones de la CD han suscitado mucha perplejidad en el exterior porque lucen inconsistentes. No es fácil convencer al mundo de que el verdadero resultado del RR fue el de un triunfo 60-40 de la oposición.

La verdad es que para poder comenzar a tener política hay que tragar grueso y asumir los hechos, poniendo los pies en tierra. El RR tuvo lugar; la oposición participó en éste, aceptando mal que bien las inocultables irregularidades que caracterizaron el proceso desde el 19 de agosto del año pasado hasta el 15 de agosto de este año así como el obsceno ventajismo de la campaña chavista (con el argumento de que la avalancha de votos t(Sí” anularía el efecto de las triquiñuelas); el resultado fue avalado por la OEA y el Centro Carter (de quienes la CD había dicho que sólo ese aval le haría reconocerlo a su vez) y posteriormente numerosos gobiernos reconocieron también el triunfo de Chávez. Además, hay un dato aun más importante: la mitad del país está segura de que Chávez ganó. Ignorar esto (sobre todo con esas especiosas lucubraciones sobre la ausencia de t(celebración” por parte de los vencedores) puede ser otra manifestación de esa tendencia existente en cierta parte de la base social opositora a desconocer al “otro” hasta como núcleo social, con la consecuencia de hacer aun mayor la fosa que separa a las dos mitades del país. En estas condiciones, más allá de estas discusiones entre matemáticos, expertos en estadística y genios en teoría de la relatividad, el hecho político, para la mitad del país y para la comunidad internacional, es que Chávez no perdió el RR. Los resultados de éste son políticamente

válidos. Tan válidos como la gran cantidad de votos “Sí” y como los numerosos sitios donde ganó o quedo prácticamente empatado con el “No” y donde, en principio, habría sido perfectamente posible derrotar al chavismo en una confrontación donde los factores locales pesan significativamente.

Sólo a partir de este choque con la realidad es como se puede comenzar a formular una política viable, democrática, que apunte al largo plazo. Porque ese hecho político significa que Chávez tiene dos años y pico más de mandato y es frente a ese dato inescapable de la realidad como hay que trazar los próximos pasos. Que comportan, ante todo, una definición permanente ante la gestión del gobierno y no, como ha sido hasta ahora, tan sólo ante la figura del presidente. Ejercer la oposición es algo más que exclamar “Chávez vete ya”. Implica una actitud crítica ante lo que el gobierno hace o deja de hacer en el plano de la administración. Habría que recordar, a este respecto, que la oposición comenzó a ganar cuerpo a partir del momento en que enfrentó el proyecto de Ley de Educación. El país tiene que ver a los dirigentes opositores hablando de algo más que de Chávez. Toda la gestión del gobierno debe estar sometida al permanente escrutinio crítico de sus adversarios. Enfrentar el personalismo, el caudillismo y el autoritarismo de Chávez no significa obviar el análisis de su administración concreta. Desmontar su “agarre” popular tiene que ver también con evidenciar las debilidades de su administración de las cosas materiales. Desde la política económica hasta la de seguridad social, pasando por todo lo demás, existe un amplio campo para una crítica opositora, que reducida, como hasta ahora, sólo a chocar con “el dictador” Chávez no llega muy lejos en el ánimo de las mayorías empobrecidas. Esto implica, por cierto, utilizar la trinchera parlamentaria (mucha gente piensa que la oposición no tiene más de 40 diputados frente los 86 oficialistas puesto que no hay debate que no concluya con esos números en la votación, cuando en verdad los opositores son 77) así como los escenarios de la lucha popular en barrios, fabricas y calles. Tal vez hay que preguntarse también si la CD no cumplió ya una etapa y si ello no hace necesario pensar en alguna formula más práctica y flexible de articulación de las fuerzas políticas

opositoras, admitiendo la posibilidad de distintos centros de opinión y acción, contribuyendo con ello a que los partidos políticos, con mayor autonomía de acción, puedan avanzar en su reconstrucción, así como para abrir espacio al surgimiento de otras opciones.

Pero lo esencial es definir la política en nombre de la cual se va a actuar y cuyo punto de partida no puede ser otro que la aceptación de ese fact of life: Chávez tiene por lo menos dos años más al frente del país. Eso obliga a restablecer una dialéctica propia de toda sociedad democrática: confrontación y convivencia –lo cual, por cierto, es lo que Chávez hace todo lo posible por impedir, como lo deja ver su insistencia en mantener un clima de extrema pugnacidad. La oposición tiene que estar orientada claramente no a “tumbar” a Chávez sino a ganarle las elecciones del 2006, pasando por las parlamentarias del 2005 –época para la cual es dable esperar que los efectos depresivos del RR ya habrán sido superados y se puedan asumir esas elecciones con un criterio más positivo que el que parece privar hasta ahora en relación con las regionales. La oposición tiene que saber que está librando una lucha de retaguardia. Chávez está hoy y por ahora, cómodo. Legitimado nacionalmente (por lo menos ante la mitad del país) y también en el plano internacional, se permite ramalazos de apertura y amplitud (aunque fiel a sí mismo, los acompaña de la sempiterna ración de insultos a sus adversarios y de ese “discurso ramplón” –López Maya dixit– que considera “fascista” y “oligarca” a todo aquél que se le opone), cuyo efecto es devastador frente a una CD errática (sin hablar de una Fedecámaras y una Confederación de Trabajadores de Venezuela presas de una visible desorientación), que, atrapada en la trampa de la denuncia del fraude, responde a Chávez con declaraciones altisonantes pero huecas y desenfocadas, que la aíslan políticamente. Lucha de retaguardia es hoy la que obliga a defender todo espacio democrático, por precario que sea, frente a una propensión autoritaria que podría recibir un impulso formidable con los resultados de las elecciones regionales y locales.

Una política exige, ante todo, una definición correcta de la naturaleza del régimen. Buena parte de los errores cometidos por la oposición, en sus diversos momentos, ya sea dirigida por los poderes fácticos (mediáticos, económicos y militares), ya sea por los partidos y las organizaciones civiles, tiene que ver con un diagnóstico equivocado sobre el carácter del chavismo.

Definido como una “dictadura totalitaria”, la política que derivó de ello fue golpista e inmediatista y, encima, condujo a costosas derrotas. La fuerte propensión autoritaria del chavismo, acentuada por el temperamento autocrático de su líder, no significa que podamos definir lo que existe como una dictadura y mucho menos como un régimen totalitario. El margen de democracia y legalidad en el país no ha desaparecido y los rasgos formales de la vida democrática, por lesionados que estén, han sobrevivido –lo que no significa que no se esté en permanente peligro de que el chavismo los reduzca cada vez más. Eso da un significativo margen para la acción política. Las fuerzas que adversan al régimen están hoy bastante mejor que en 1999 desde el punto de vista de su capacidad de convocatoria y de acción. La masa opositora es inmensa y de demostrada combatividad. Hasta el 2000 se sabía de su magnitud electoral. Ahora se sabe que no sólo es grande sino que puede expresarse en la movilización ciudadana. En las tres ciudades más importantes del país el chavismo es minoría y donde quiera que ganó, en la Venezuela urbana, lo hizo en una proporción de 60-40 o, en el peor de los casos 70-30, lo que revela que hay ya mucha gente que se ha zafado del embrujo carismático del líder. (Donde perdió, por el contrario, la correlación, por lo general, fue de 90-10 u 80-20). Esa enorme porción de población, más aquella que, por incertidumbre ante el futuro inmediato, aun adversando a Chávez, votó por él, no puede ser abandonada al pesimismo y al desánimo y mucho menos a la resignación. A partir de ese formidable punto de apoyo se puede construir una fuerza victoriosa, que concilie en un mismo haz tanto la aspiración a una vida mejor y el profundo sentimiento de justicia e igualdad que anida en los pobres y excluidos –que, en fin de cuentas, todavía se reconocen e identifican con el chavismo–, como la inmarchitable pasión por la

libertad y la democracia que es propia de toda la nación y que es lo único que puede dar piso firme a la existencia de una sociedad justa, precisamente porque sólo siendo democrática puede ser justa.

(Escribo poco antes de las elecciones regionales, cuyo resultado, podría ser catastrófico para la oposición de persistir la fuerte tendencia a la abstención y en cuyo caso los factores negativos se acentuarían coyunturalmente. Pero esto lo único que significa es que habrá que ser aun más pacientes y tenaces y que el trabajo de base es imperativo).

Caracas, septiembre de 2004

Este libro se terminó de imprimir en el mes de abril de 2006

en los Talleres de Editorial Melvin, Caracas, Venezuela