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DOS ENIGMAS ORIENTALES: El cisma y las cruzadas Extracto de la Historia de la Iglesia: De Carlomagno al epílogo de la Edad Media (s. IX-XIV) Barcelona - Enero 2014 Jerusalén Constantinopla

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© autoedición del Museo Diocesano de BarcelonaTextos de J.M. Martí Bonet

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DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE Y LA DE ORIENTE.

CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO

• Focio contra Ignacio • Una nueva Iglesia, la de los búlgaros, causó el cisma de Focio • Focio y el concilio ecuménico de Constantinopla IV • El segundo patriarcado de Focio • Los sucesores de Focio • Ruptura definitiva

‘El cisma de Oriente dura demasiado’, escribíamos en la primera edición de nuestra historia de la Iglesia, y por desgracia todavía dura en el año (2014) en que escribimos estas páginas. A pesar del paréntesis del concilio de Florencia, que tuvo lugar en el siglo XVI, ambas iglesias continúan separadas. Pero existen algunas esperanzas. Atenágoras I, Pablo VI, Juan Pablo II, Dimitros I y ahora (2014) Benedicto XVI y el mismo papa Frnacisco, han sido los grandes protagonistas de estas esperanzas. Después de casi mil años de cisma —la bula de excomunión es del 16 de julio de 1054— se han producido cinco abrazos simbólicos de reconciliación entre el Papa y el patriarca de Constantinopla, pero a pesar de todo las dos iglesias continuan lamentablemente separadas.

El 5 de enero de 1964, en Jerusalén, Pablo VI y el patriarca Atenágoras I se dieron el primer abrazo. Después se levantaría el excomunicación (1965), y casi dos años después, el 25 de julio de 1967, Pablo VI visitó Turquía y se dio el segundo abrazo con Atenágoras en el Fanar. Atenágoras devolvió

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la visita a Pablo VI en el Vaticano el día 26 de octubre del mismo año 1967, y ambos se dieron un abrazo en la basílica de San Pedro. Entre la multitudinaria asamblea que abarrotaba aquella basílica, me encontraba yo, y el recuerdo que me dejó fue imborrable. El papa Juan Pablo II visitó Estambul los días 28 y 30 de noviembre de 1979 y se reunió con el nuevo Patriarca de Constantinopla Dimitros I, dándose el abrazo en el Fanar el día 30. Algunos pensaban que Dimitros I no devolvería la visita por la presión de ciertos sectores ortodoxos muy críticos, pero se equivocaron: Dimitros I visitó la sede de Pedro y ambos jerarcas se dieron el abrazo de la esperanza sobre la tumba del príncipe de los apóstoles. Era el 7 de diciembre de 1987. Desde esta fecha, no han faltado reuniones, encuentros y signos de concordia. En 1994 el papa Juan Pablo II, en el vía-crucis del Coliseum del viernes santo, leyó un texto de esta devoción popular confeccionado por el mismo patriarca oriental, y en esta ocasión el Papa anunció un nuevo encuentro entre las dos iglesias. La situación, aun así, ha empeorado tras la negativa del patriarca de Moscú, Basilios I, a recibir el Papa en un hipotético viaje a Rusia (2004). A su vez, el patriarca estaba muy molesto por el proselitismo a favor del catolicismo conseguido por algunas órdenes religiosas en aquel gran país. Sin embargo en 2010 el papa Benedicto XVI ha tenido gestos de concordia y de continuar con el diálogo. Cabe destacar la devolución de relíquias de san Andrés en el año 2010. Lo mismo podemos decir del papa Francisco.

Para estudiar el drama de la multisecular ruptura, habrá que estudiar los hechos históricos y las causas que la motivaron con objetividad histórica.

Focio contra IgnacioLa Iglesia latina —como ya hemos visto— prácticamente fue separada de la Oriental por el emperador León III Isáurico en el año 733 (capítulo 45). La herejía iconoclasta acentuó esta división a pesar de los dos periodos de teórica reconciliación debido a las dos emperatrices, Irene y Teodora. La primera emperatriz fue la gran propulsora del concilio de Nicea II, y la segunda la que instituyó la fiesta de la ortodoxia en el año 842, en la cual se acababa con la cuestión de la mencionada herejía iconoclasta. Aun así, las heridas entre las dos iglesias todavía seguían sangrando. Al patriarca san Metodio de Constantinopla —gran paladino de la auténtica fe— le sucedió san Ignacio (846), hijo del emperador Miguel I Rangabé. Ignacio era un pío y rígido asceta, constante en sus propósitos y representante del partido rigorista o intransigente de los llamados ‘estudistas’. Con la

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emperatriz Teodora, intentó reformar las costumbres de la corte e impuso la ortodoxia.

La confrontación entre Oriente y Occidente de nuevo se inició una conjuración entre los cortesanos: el metropolita de Siracusa Gregorio Asbestas —que había huido de Sicilia perseguido por los invasores árabes— era caudillo de la facción contraria a Ignacio, al cual se unió el hermano de la emperatriz, Bardas. En un golpe de Estado de 856, la emperatriz regente perdió todo poder, se nombró al joven hijo de Teodora, Miquel III, mayor de edad, emperador efectivo. Pero Bardas era quien gobernaba en la práctica. Ignacio, como es lógico, perdió toda influencia en los asuntos imperiales. A continuación corrió un rumor según el cual Bardas vivía incestuosamente con su nuera. Ignacio, precipitadamente y sin más averiguaciones, le negó un día la comunión. Así empezó una enemistad a muerte entre Bardas e Ignacio. Destrás de cualquier revuelta siempre se quería ver la alargada sombra de Ignacio y de la emperatriz Teodora. Al final, Bardas consiguió que Teodora ingresara a un monasterio y le pidió a Ignacio que él le diera el velo de monja, pero éste se negó.

Ignacio se vería involucrado en otra conspiración; o al menos sí que habría ocultado a algunos conspiradores. Por todo ello, al enterarse Bardas lo deportó a la isla de Terebinto (858). Muy probablemente para no crear nuevas dificultades, Ignacio dimitió y así el nuevo patriarca podría ser bien acogido por los partidarios del grupo de los monjes.

La búsqueda de un sucesor de Ignacio no fue fácil; Recayó sobre Focio. Éste era un gran personaje. Sus padres fueron perseguidos por el culto de las imágenes. En el momento de su elección como patriarca de Constantinopla, era dirigente de la cancillería imperial. Según las fuentes documentales, era el laico más erudito de Oriente, y, por otro lado, no formaba parte de ningún partido. Pero, como hemos dicho, era un simple laico. Y así fue ordenado ‘per saltum’ directamente por el arzobispo Gregorio Asbestas. Este fue el error inicial. Los ignacianos —muchos obispos y sacerdotes— consideraron la ordenación una traición, y más cuando Gregorio Asbestas tenía un juicio pendiente en la curia romana.

En febrero de 859 los partidarios de Ignacio declararon que el único patriarca legítimo de Constantinopla era el mencionado Ignacio. Esta

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declaración fue pronunciada en un sínodo celebrado en Hagia Cirene, condenando también al “intruso Focio”. Su reacción no se hizo esperar. En marzo de 859 un sínodo de ciento setenta obispos congregados en la iglesia de los Apóstoles de Constantinopla, condenó a Ignacio por considerarlo falso patriarca; puesto que, según afirmaron, la elección no fue canónica, porque sólo fue nombrado por la emperatriz y no por el sínodo episcopal. A pesar de ello, se comunicó a Roma que Focio había sido elegido, y también se comunicó dicha noticia a todos los obispos, y se les decía que él había sido elegido y entronizado (enthrónistika), y a la vez se notificaba la dimisión de Ignacio. La embajada que trajo a Roma este escrito, también le presentó al papa Nicolás I (858-867) otra carta del mismo emperador Miguel III en la que se solicitaba que el obispo de Roma enviara legados para celebrar un concilio general en Constantinopla, con objeto de eliminar los restos de la herejía iconoclasta. El Papa reconoció la ortodoxia de la profesión de fe contenida en la carta ‘synodika’ de Focio. A pesar de todo, encontró muy oscuro el caso de Ignacio, puesto que otros muchos patriarcas fueron antes reconocidos en su categoría sin un “sínodo electoral”, por la simple designación imperial. Nicolás I accedió a enviar dos legados: Rodoaldo de Porto y Zacarías de Agnani. Estos debían presidir el concilio convocado, además de averiguar la situación real de Ignacio y su deposición. Pero quedó claro que ellos sólo debían recibir informaciones y que una vez trasladadas al papa Nicolás I, éste decidiría personalmente la legitimidad patriarcal de Ignacio o de Focio. Por otro lado, el Papa, dirigiéndose a Focio, le dio a entender que no habría ninguna dificultad por parte de Roma aceptar la ordenación ‘per saltum’, o sea sin tener presentes los intersticios canónicos tal y como sucedió con Focio.

En el año 861 se reunió el concilio en la iglesia de los Apóstoles de Constantinopla con la presencia de dos legados pontificios. Las actas se han perdido, pero poseemos un extracto latino en la colección de Deusdedit. No conocemos el texto de lo que se decretó sobre la herejía iconoclasta. En cambio, sí encontramos todos los detalles de la cuestión sobre la “ilegitimidad” de Ignacio: los presentes en el concilio afirmaban que no se podía considerar auténtico patriarca de Constantinopla (Ignacio), porque fue obispo sin la previa elección sinodal. Los legados coinciden con todo el concilio al afirmar que el procedimiento de elección de Ignacio fue contrario al derecho canónico, y dicen que habría que deponer inmediatamente al intruso (Ignacio). Por lo tanto, los legados pontificios

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pronunciaron la fórmula de deposición contra Ignacio, contraviniendo en esto las claras instrucciones papales, según las cuales —como hemos dicho— Nicolás I quería reservarse personalmente el juicio último de tan espinoso asunto. Posiblemente todo se hubiera acabado en un abrir y cerrar los ojos, dejando que Focio fuera considerado patriarca, si no hubieran habido dos asuntos todavía más peligrosos según el Papa. Era la cuestión de las misiones romanas en Bulgaria y la situación del Ilírico (la ex-Yugoslavia) que todavía permanecía bajo la jurisdicción eclesiástica griega, a pesar de las reivindicaciones papales que con tanta insistencia, año tras año —desde León III Isáurico—, todos los papas habían reivindicado. Aquella zona era conflictiva, y por lo tanto Bulgaria —que dependía del Ilírico— también lo sería. En esto Focio no quiso ceder ni un ápice, ni tampoco Nicolás I. Y esta fue la verdadera causa del cisma (en su primera fase).

Focio, en verano de 861, escribió al Papa aduciendo algunos cánones de la iglesia local, en los cuales se permitía la ordenación de un laico obispo, saltándose los intersticios (per saltum). Focio continuó abordando en esta carta el tema del Ilírico afirmando que de buen grado él querría que aquella zona pasara de nuevo a la jurisdicción romana, pero que el emperador lo impedía insistentemente. Finalmente Focio pide al Papa que no acepte en Roma a los peregrinos de Constantinopla que no traigan una carta de recomendación de él. El Papa, enfadado por la injerencia no quiso contestar, y se planteó de nuevo el problema de Ignacio. Pero ciertamente esta era la tapadera del gran problema de la jurisdicción eclesiástica romana sobre el Ilírico y sobre la zona vecina de Bulgaria. Poco a poco llegó la versión de los hechos según los partidarios de Ignacio, o sea del abad Teognosto. No sabemos si éste fue el detonante de la famosa excomunión de Focio y de Gregorio Asbestas en el concilio del Laterano de 863. En este concilio Nicolás I también castigó a los legados por haber depuesto a Ignacio y por haber ultrapasado las atribuciones que les había concedido para el concilio del año 861 en Constantinopla.

El mismo emperador Miguel III, intervino enviándole una arrogante carta a Roma. En ella el Papa es considerado un simple súbdito del Imperio, y por lo tanto debe someterse a las deliberaciones imperiales. Paradójicamente Nicolás I admite que en Roma se tratarían los temas pendientes con plenipotenciarios de ambos partidos bizantinos, así como con los delegados imperiales. Aun así, el mismo Papa se precipitó

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enviando las famosas respuestas ‘ad bulgaros’ al rey de Bulgaria, en las cuales cierra la cuestión sobre el tema principal, o sea sobre la jurisdicción de la nueva zona evangelizada por Bulgaria e impone un dominio absoluto sobre la nueva Iglesia. De estas ‘responsa ad bulgaros’ hablaremos a continuación. Aun así, ya podemos decir que es muy penoso constatar que la lacerante separación de las dos iglesias se basaba que en un asunto tan discutible. Los historiadores actuales se oponen unánimemente a la actitud tanto del Papa como de Focio e Ignacio de Constantinopla. No estuvieron a la altura requerida.

Focio contestó al Papa con una encarnizada defensa de los ritos griegos y con un violentísimo ataque contra los misioneros romanos de Bulgaria. Más todavía, afirma que la fe predicada por Roma y sus misioneros no es la ortodoxa, puesto que en ella se admite que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (filioque), cuando la formulación correcta es “del Padre por el Hijo”. Todos estos términos ofensivos y defensivos son un auténtico ataque contra Roma vienen reflejados en una carta (encíclica) dirigida por Focio a todos los patriarcas de Oriente (verano de 867).

Una nueva Iglesia, la de los búlgaros, causó el cisma de FocioAnalicemos la verdadera causa del cisma, que no es otra que la ya mencionada respuesta de los búlgaros. Tres fueron los intentos de evangelización de la zona búlgara: primero los bizantinos enviaron sus misioneros. El segundo intento proviene del emperador occidental Luis el Germánico, que envió a Ermarico de Passau con una “multitud de clérigos occidentales” a evangelizar. Y el tercero procede del mismo Papa. Fruto de una primera evangelización, fue el bautismo de Boris, príncipe de los búlgaros: se hizo bautizar en el año 864 y se cambió el nombre por el de su protector Miguel III de Constantinopla. Pero el príncipe Miguel (Boris) procuró expulsarse la “protección” de los bizantinos, dirigiéndose al Papa y pidiéndole nuevos misioneros latinos. Era muy diplomático, o si queréis, tenía doble intención, escondiendo la codicia de poder sobre nuevas iglesias. Aun así, Boris le preguntó al Papa cómo debía organizar su nueva Iglesia. Nos preguntamos: ¿cuáles eran los motivos que impulsaron al rey de los búlgaros, Miguel, a pedir el auxilio de Roma? Ciertamente, no fueron desinteresados: quería conseguir de Roma “la autocefalia” de su naciente Iglesia, demandada anteriormente y no aceptada por la Iglesia de Constantinopla. Las relaciones del patriarca Focio con Roma, en este tiempo (año 863-866) —como ya hemos dicho— se deben considerar

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rotas. Y Boris jugaba a su favor buscando unos privilegios totalmente desproporcionados en una Iglesia en estado de misión. ¡No se podía ir a ninguna parte con aquellas pretensiones!

En este intrincado tejido de causas, intentos, intereses, cismas... hay que colocar el interés de este documento en el que los búlgaros le preguntan al Papa —posiblemente en los primeros meses del año 866— sobre cómo deben organizar la nueva Iglesia. Nicolás I les responde con la mencionada carta del 13 de noviembre del año 866, que es comúnmente denominada “Responsa ad consulta Bulganorum”. En ella habla principalmente de temas relativos al culto, a la pastoral, y a la organización de la Iglesia. Se han alabado estas ‘responsa’ desde el punto de vista pastoral y misional, pero con mucha frecuencia se olvida el grave hecho de que el Papa, sin mirar las obligaciones de su cargo, ataca a los ritos de la Iglesia griega y de ellos hace befa. Hacemos mención de este hecho en nuestra tesis doctoral sobre el palio defendida en la Gregoriana de Roma en 1972. Tesis publicada en su tercera edición por la Biblioteca de Autores Cristianos (Mardid, 2004).

Una de las preguntas que hicieron los búlgaros al Papa fue: ¿quién debía ordenar al patriarca? Esta pregunta supone las pretensiones de la naciente Iglesia, que quería tener como líder a un patriarca; es decir, quería ser autónoma. El Papa respondió a esta pregunta muy diplomáticamente; prescinde del término ‘patriarca’ y responde sólo con el de ‘arzobispo’, señal de que sólo estaba dispuesto a concederles un arzobispo, figura, como hemos visto, muy ligada a Roma por el hecho de que los arzobispos recibían el palio de manos del Papa y le juraban fidelidad.

El Papa afirma, contestando a la pregunta de quién debe ordenar el patriarca: “En los lugares en los que nunca hubo un patriarca o un arzobispo, éste debe ser ‘instituido’ por uno de mayor dignidad (o autoridad)”, puesto que, según el apóstol, “minus a maiore benedicetur”. Así se establece el principio jurídico: el mayor en el caso anteriormente mencionado, ordenará al menor. Una vez ordenado éste, habiendo recibido el uso del palio, podrá ordenar obispos, los cuales podrán, a su tiempo, ordenar el sucesor (del arzobispo). Con estas palabras se quiere aplicar en los búlgaros el plan de Gregorio I expuesto en el privilegio (“cum certum sii”) a san Agustín. Los obispos búlgaros pidieron al Papa que se ordenara un patriarca o arzobispo u obispo, pero el Papa creía que nadie como

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él “a quo et episcopatus et apostolatus sumpsit initium” podía ordenar más congruamente, puesto que conviene seguir este orden: el Papa debe ordenar este primer obispo como cabeza de la naciente Iglesia; si crece el pueblo de Cristo con su colaboración, “recibirá los privilegios del arzobispado y así podrá constituir obispos que elegirán a su sucesor”. Pero debido al largo viaje que el elegido debía hacer para ser ordenado en Roma, los mismos obispos (búlgaros misioneros) podrán ordenarlo después de su elección. Sin embargo, “el metropolita no se puede sentar en el trono ni consagrar, excepto el cuerpo de Cristo, antes de recibir el palio de la sede romana según hacen todos los arzobispos de las Galias, de Germania y de las otras regiones”. Quizás la expresión ‘todos’ podría ser aquí un poco enfática.

La simple traducción de este documento nos indica la trascendencia del mismo. He aquí las aserciones más importantes:

a) Claramente se establece el principio: el primer obispo que dirige una nueva Iglesia ‘congruentius’ debe ser ordenado por el Papa, puesto que “minus a maiore benedicetur”.

b) Una vez iniciada la Iglesia con la consagración del obispo como cabeza de la nueva Iglesia, habiendo recibido el uso del palio, éste podrá ordenar obispos (sufragáneos).

c) El Papa dará los privilegios del arzobispado. Esta frase significa que el Papa, “a quo et episcopatus et apostolatus sumpsit initium”, constituye el arzobispo, dándole el palio y el título de arzobispo.

d) El obispo, cabeza de la Iglesia de los búlgaros, que será elegido y consagrado, recibirá el palio de Roma (con los privilegios del arzobispado), y podrá (una vez haya recibido el palio) sentarse en el trono (la sede episcopal o cátedra).

e) Todos los arzobispos de las Galias, de Germania y de las otras regiones no consagran (excepto el cuerpo de Cristo en la Santa Misa) ni se sientan en el trono antes de recibir el palio de la sede de Roma. Esta noticia es de gran importancia, puesto que, al menos, indica cuál es la mentalidad romana (o postulado) durante el pontificado del papa Nicolás I.

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f) Todas las expresiones comentadas en esta carta y los principios jurídicos que en ella se establecen, nos evocan el plan organizativo gregoriano de la Iglesia inglesa de san Agustín de Canterbury.

A los ojos de Oriente y de los historiadores actuales, el Papa iba demasiado lejos. Por otra parte la reacción de Focio fue intemperante, cerrando toda posibilidad de entendimiento. ¡Fue una lástima!

Focio y el concilio ecuménico de Constantinopla IVFocio, al conocer la respuesta papal, prácticamente se separó de la Iglesia romana. En la mencionada carta encíclica que Focio envió a todos los patriarcas, a primeros de verano de 867, atacaba al Papa. Pero no satisfecho con esto, en agosto del mismo año Focio reunió un concilio del cual tenemos muy pocas noticias; sin embargo todas ellas señalan que en el mencionado concilio se atrevió a deponer y anatemizar a la misma persona del Papa. En una carta enviada al rey Luis II y a su esposa Angilberga, Focio pide que el “pseudopapa Nicolás” sea depuesto de su sede romana. Pero esta carta fue su perdición, puesto que el emperador occidental se escandalizó y le aseguró al emperador bizantino que nunca se atrevería a poner la mano sobre el vicario de Pedro, al cual todo Occidente tenía una gran veneración. Así se encontró solo Focio, y su desdicha aumentó cuando su gran protector Bardas fue asesinado en el año 865, y Miguel III murió en manos del usurpador del Imperio macedonio, Basilio. Éste, para asegurarse el apoyo de Occidente, permitió que Ignacio se sentara de nuevo en la sede de Constantinopla, y Focio fue exiliado sin ningún miramiento.El nuevo emperador Basilio actuó muy diplomáticamente. No sólo quería lograr el apoyo de los ignacianos, puesto que en número eran inferiores a los focianos, sino que, según creía, era conveniente convocar un concilio de reconciliación. Por lo tanto, en primer lugar informó al Papa brevemente sobre los acontecimientos. El Papa que contestó ya no era Nicolás I, sino Adriano II (867-872). Éste enseguida se dirigió al emperador y al patriarca. Manifestó su voluntad de seguir la línea de su antecesor, pero mostraba extrañeza de que Ignacio no le hubiera remitido todavía la carta en la cual se notificara (a Roma) la nueva entronización en la sede de Constantinopla.

En verano de 869 se celebró en Roma un concilio en el cual, sin oírse las voces de los partidarios de Ignacio ni la de los de Focio, este último

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fue condenado y depuesto de nuevo. Se dice que en el supuesto de que Focio se arrepintiera, “lo máximo” que se le concedería sería la comunión entre los laicos. Los ordenados por Focio también debían considerarse depuestos. Los obispos ordenados por Ignacio, que posteriormente se habían adherido a Focio, tenían que firmar un “libellum satisfactionis” que Roma redactó. El concilio acabó con la solemne quema de las actas del concilio de Constantinopla del año 867, a pesar de la lluvia torrencial que caía sobre la hoguera. Aquella gente creyó que fue un milagro.

Pero estos hechos del concilio romano no fueron bien vistos por Constantinopla, puesto que tanto Ignacio como el mismo emperador querían que aquellos asuntos internos de la Iglesia oriental fueran tratados y solucionados en un concilio propio. Este se celebró en el mes de octubre del año 869. Los ciento tres padres del concilio octavo ecuménico creían que era un abuso la insistencia romana en que se firmara el mencionado “libellum satisfactionis”. Los legados papales no transigieron en lo más mínimo. Focio —que se encontraba presente— no abrió boca, ni se permitió que su defensa la hiciera otro obispo. La causa de Focio estaba perdida, puesto que el Papa había dicho la última palabra. A pesar de todo, los legados papales tuvieron que admitir que a partir de ahora los patriarcas disfrutarían de inmunidad, de modo que ni el mismo Papa podría deponerlos. El concilio acabó el 28 de febrero de 870, pero el mismo día una delegación búlgara se presentó en Constantinopla pidiendo que se determinara ¿a qué patriarcado pertenecían? ¿al de Roma —que ya había concedido el palio a un arzobispo designado por los propios búlgaros— o al de Constantinopla? El concilio, en contra de los legados papales, determinó que la Iglesia búlgara era del patriarca de Constantinopla. Un día después del concilio, los legados entregaron una carta del papa Adriano II que habían mantenido guardada por si se trataba este tema. Ignacio hizo caso omiso a las prohibiciones del Papa, afirmando que el concilio ya había tomado posición y que eran más importantes sus actas que una simple carta. Los misioneros romanos tuvieron que retirarse de Bulgaria, y en la práctica continuaba la ruptura entre Bizancio y Roma, a pesar de no constar que ambos (Ignacio y Adriano II) mutuamente se excomulgasen. Pero el gran perdedor fue el propio Ignacio. Y Focio regresaría en breve de nuevo a la sede patriarcal, puesto que el emperador oriental intentó no endurecer la oposición de los focianos.

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El segundo patriarcado de FocioMientras tanto Focio había vuelto de su destierro y había sido elevado a educador de los príncipes imperiales, y quizás también retomó su actividad docente. Era un gran patrólogo. Evidentemente, Ignacio no había dudado nunca de la legitimidad de la ordenación episcopal de Focio, y una vez se hubieron enfriado sus relaciones con Roma, ya no vio motivo para seguir dando importancia a la laicización del ex-patriarca. En este periodo se habían abierto nuevas negociaciones con Roma, con el objeto de arreglar las diferencias entre ignacianos y focianos en el sentido de una revisión del proceso de Focio. El papa Juan VIII (872-882) no se oponía a las negociaciones. En los últimos días de Ignacio, parece ser que Focio e Ignacio se reconciliaron. Sabemos igualmente que el Papa delegó y envió a los obispos Pablo y Eugenio a Constantinopla con cartas para el emperador e Ignacio con la orden de establecer la paz. Los enviados ya no encontraron a Ignacio, sino a Focio. Ignacio murió el 23 de noviembre de 877, y Focio pudo ocupar de nuevo la sede patriarcal de Constantinopla sin ninguna dificultad. Los legados papales decidieron no negociar, y obligaron al emperador a dirigir una nueva carta al Papa. El emperador solicitó el reconocimiento de Focio y que se convocara un nuevo concilio.

Una carta al Papa del clero de Constantinopla quería asegurar el reconocimiento universal del nuevo patriarca Focio en su ciudad episcopal. El Papa se reunió con sus colaboradores más íntimos, y le escribió una carta al emperador en la que se mostraba dispuesto a reconocer, a pesar de todo, a Focio, con la condición de que él se excusara de sus anteriores actas en un futuro concilio. El Papa perdonaba a Focio y a su episcopado en virtud de “su suprema autoridad apostólica”. Sin embargo, ponía como condición que Focio se abstuviera de toda actividad pastoral en Bulgaria. Los legados del Papa recibieron un “commonitorium” de Roma que les ponía al día de la nueva situación, que fue leído en un concilio y firmado por los asistentes. En estas circunstancias, al fin se pudo abrir un concilio bajo la presidencia del patriarca Focio a inicios de noviembre del año 879. Celebró siete sesiones y tomaron parte casi cuatrocientos obispos. En el fondo, había poca cosa que tratar. Era decisivo para Focio poderse presentar ante los padres del concilio, no como patriarca en virtud de la indulgencia romana, sino como obispo de Constantinopla rehabilitado y nunca depuesto legítimamente. Es posible que, ya antes de las sesiones, los legados romanos supieran que Focio, por la misma razón, difícilmente

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se presentaría ante el concilio como pecador arrepentido. Los legados del Papa mantuvieron la doctrina del primado papal en todo momento e insistieron, a despecho y a pesar de todas las protestas de los obispos focianos, en que el papa Juan VIII instauraba a Focio en el cargo de patriarca, en virtud de suprema autoridad apostólica. Por lo que a la cuestión búlgara correspondía, Focio recalcó en el mismo concilio su buena voluntad, y declaró no haber hecho ninguna acción oficial en Bulgaria. Con esto se satisfacía la condición papal de la absolución.

Los decretos del concilio —que votó una serie de cánones, por ejemplo, contra la promoción de laicos al episcopado y declaró ecuménico el del 787 (Nicea II)— fueron firmados por todos los partícipes en la sesión del 26 de enero de 880. No quedó resuelta la cuestión de Bulgaria, para la cual los padres se declararon incompetentes. Fuera del concilio, parece haberse iniciado un compromiso en el sentido de que Bulgaria se sometería a la jurisdicción romana, pero no se pondrían dificultades a los misioneros griegos de allí.

Juan VIII fue un gran político. Así, al reconocer Focio como patriarca, aseguraba la paz entre las dos iglesias. Sin embargo los ignacianos se demostraron más antiromanos que los propios partidarios de Focio. Pero los clérigos romanos no podían ver en absoluto a Focio: buena prueba de ello fue la elección del sucesor de Juan VIII, del papa Marino (882-884), que encabezaba la oposición en Bizancio. A pesar de todo, ni este Papa ni sus sucesores hicieron nada que afectara a la comunión con Oriente, a pesar de que Focio fue destituido por motivos políticos en el año 886 y murió en 891 retirado en un monasterio.

Es muy difícil juzgar la personalidad de Focio. Hay quien afirma que en algún tiempo recibió culto como si fuera un santo. A pesar de esto, si bien se reconoce su talento extraordinario y su gran aprecio hacia los derechos y costumbres canónicas de Oriente, no se puede entender, bajo ningún concepto, que llegara a excomulgar al Papa. Al menos hay que reconocer que históricamente fue el primero en hacerlo, y que tal actitud iba en contra de los más elementales fundamentos eclesiales aun de la Iglesia oriental.

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Los sucesores de FocioFocio murió en comunión con Roma. Pero en el interior de la Iglesia bizantina no se habían borrado los motivos de disensión que en otros tiempos motivaron la ruptura entre las dos iglesias. En el siglo X el papado pasaba los momentos más difíciles de su historia; por eso era muy difícil que Bizancio reconociera la primacía papal, a pesar de que los ignacianos pedían una y otra vez el arbitrio superior de los papas. Pero estos tenían suficiente trabajo en sus interminables rifirrafes romanos. En tal contexto hay que situar la desafortunada cuestión del conflicto de la tetragamia, o sea la licitud de contraer una cuarta nupcia. El emperador bizantino León VI enviudó por tercera vez, y quería casarse de nuevo a pesar de la oposición del patriarca de Constantinopla Nicolás. Finalmente acudió a Roma y el Papa declaró que el matrimonio (el cuarto) era canónico y que la Iglesia lo reconocía como válido. El patriarca se opuso y esto le valió el exilio decretado por el emperador. El nuevo patriarca fue un monje adicto al emperador: un tal Eutimio (a. 907-912). Este conflicto dividió la Iglesia bizantina en dos bandos irreconciliables entre sí: los ‘nicolaítas’ y los ‘eutimianos’. Esto hizo que se avivaran las brasas de la división, que se estuvo muy presente hasta el patriarcado de Miguel Cerulario.

Ruptura definitivaEn el siglo XII Occidente se encontraba en plena Reforma gregoriana. En Roma había eclesiásticos de muchísima valía, cosa que contrastaba con Oriente, donde había personajes más bien de poca preparación teológica y con grandes dosis de orgullo y codicia eclesiásticas. Pero observemos que en la primera época o en tiempos de Focio, este patriarca era un auténtico talento en disciplinas eclesiásticas (gran patrólogo y no menos buen teólogo), mientras en Roma se iniciaba la decadencia del ‘siglo de hierro’. Estamos a mediados del siglo XI y ya sombreaba por toda la geografía eclesiástica un hombre enigmático: el nuevo patriarca Miguel Cerulario. Era un hombre ambicioso, y sabemos que antes de acceder a la sede constantinopolitana se vio envuelto en una revuelta política bizantina mediante la cual esperaba, en caso de salir victorioso, ascender incluso a emperador. La intentona fue descubierta, y como tantas veces, el único refugio y salvación fue el monasterio. Pero este no fue el fin de Miguel Cerulario. Se hizo clérigo y, bajo el emperador Constantino IX Monómaco (1043-1055), consiguió influir de nuevo sobre la política y como ‘synkellos’ (asesor) del patriarca, llegó a ser su sucesor. Así, en el año 1043 fue consagrado patriarca. La situación eclesiástica entre Oriente

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y Occidente que el nuevo patriarca se encontró, no era de cisma, pero sí se puede decir que se respiraba un ambiente de animadversión latente y constante. Las brasas estaban a punto de avivarse, desgraciadamente.Roma salía del ‘siglo de hierro’ durante el gran pontificado de san León IX (1048-1054). El estado de la Iglesia latina era lamentable, de auténtica postración. La de Bizancio, en cambio, estaba orgullosa de su ortodoxia. Constantinopla, la “nueva Roma”, creía que sólo ella conservaba integra la vida religiosa y la fe universal. Era una reacción normal y lógica ante la bajada del prestigio del papado, y, más todavía, cuando los mismos papas se asociaron en alguna ocasión con los normandos para quitarse de encima la influencia bizantina. A pesar de todo, esta alianza con invasores “bárbaros” normandos no podía durar. De aquí nació otra gran alianza entre ambos Imperios y el mismo papado. El gran organizador de este proyecto fue un tal Argyros, Katapan (o gobernador) de las posesiones italianas del Imperio bizantino. Y esta fue la causa del definitivo cisma de Oriente que perdura todavía hoy (a. 2011).

El emperador Constantino IX quiso iniciar los preparativos de una gran campaña contra los normandos, pero curiosamente el patriarca Miguel Cerulario se opuso a ello. Los motivos de esta animadversión son confusos. Posiblemente la causa de la oposición del patriarca provenía de la actuación del mencionado Argyros, hijo de un tal Meles que en el año 1009 había luchado contra Bizancio y a favor del papado. El mismo Argyros, a pesar de haber sido educado en Constantinopla, seguía los ritos latinos y era considerado un posible traidor por los adversarios de Roma. Argyros levantaba muchas sospechas ante un bizantino convencido. Lo cierto es que Miguel Cerulario le odiaba. Éste seguramente se preguntaba quién obtendría las ventajas más contundentes en el caso de una victoria, ¿el Papa, el emperador alemán o el bizantino?, algunos preveían que el único que conseguiría ventajas sería el mismo Argyros, puesto que él se había hecho proclamar —con gran escándalo de todos— en el año 1041 ‘Dux et Princeps Italiae’. Por todas estas razones, Miguel Cerulario se opuso a la mencionada alianza con todo no actuó frontalmente sino con gran astucia. Así empezó una campaña difamatoria. Se criticaban los ritos de la Iglesia latina, el uso del pan ázimo, el ayuno en sábado, y también que se hubiera introducido la fórmula ‘filioque’ en el Credo. Posteriormente, Miguel Cerulario actuó más duramente contra los latinos residentes en Constantinopla: cerró todas sus iglesias, llegando a darse actos salvajes, no aceptando ni las especies consagradas por los sacerdotes latinos.

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Entretanto, la situación se había agudizado en el sur de Italia. Tal como hemos expresado en capítulos anteriores, el papa san León IX consiguió reunir un contingente de tropas y él mismo se puso al frente de ellas e inició la guerra contra los normandos. Un poco antes, Argyros había sufrido un descalabro a manos de estos mismos normandos en Siponto, y no consiguió reunir sus tropas con las del Papa. San León IX sufrió una grave derrota y cayó prisionero (28 de junio de 1053), y desde su cautiverio trataba de despachar, como podía, los asuntos eclesiásticos. La derrota del Papa era implícitamente derrota de los intereses bizantinos en el sur de Italia. La alianza deseada por Argyros era más urgente que nunca. El emperador Constantino IX escribió a la curia y expresó su deseo de una paz eclesiástica como condición de la unión política. Hasta Cerulario tuvo que rendirse a la presión y, en términos moderados, dio a conocer al Papa su deseo de entendimiento. Así la curia romana decidió pedir una legación para negociar la paz en Constantinopla. La encabezaba el célebre cardenal Humberto de Silva Cándida, gran reformador (pero creemos que era fundamentalista), con el canciller romano Federico de Lorena y Pedro, arzobispo de Amalfi. Antes de partir, Humberto conversó largamente con Argyros.

Cuando llegó la legación papal a Constantinopla, fue honrosamente acogida por el emperador, mientras la visita al patriarca fue mucho más fría. La escena acabó con la “muda” entrega de la carta papal. No hubo ningún diálogo, y Humberto —que hoy se podría calificar como un hombre de ultraderechas— se entregó con tanto más fervor a la propaganda política. Mandó traducir su réplica contra los griegos, se precipitó a la polémica y finalmente atacó al viejo monje Nicetas Stethatos, que había osado escribir contra los ázimos. La presión de Humberto sobre el emperador condujo a una lamentable disputa el 24 de junio de 1054 en el monasterio de Nicetas, tras la cual se tuvo que retractar y quemar sus escritos. En esta situación, en una vehemente polémica, el patriarca consiguió crearse un ambiente favorable, y los legados decidieron huir de Constantinopla sin haber hecho nada positivo; eso sí, antes, en un acto solemne, depositaron sobre el altar del Hagia Sophia una bula de excomunión contra el patriarca y sus cómplices (16 de julio de 1054); un texto que iba mucho más allá de la legación encomendada por el Papa, lanzando el anatema contra el “pseudopatriarca” Cerulario, contra León, arzobispo de Ochrid, y contra otros partidarios suyos. Eran acusados de ser simoníacos, arrianos, nicolaístas, pneumatómacos, maniqueos, etc.

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El anatema no se dirigía solamente contra la doctrina griega y la procesión del Espíritu Santo, sino también, por ejemplo, contra el matrimonio de los sacerdotes orientales y otras legítimas costumbres de la Iglesia griega.Estos anatemas fueron muy desafortunados en todos los sentidos. Se ha dicho que no tenían validez, puesto que cuando la bula fue entregada, o mejor dicho depositada en el altar de Hagia Sophia, el papa san León IX ya había muerto. A pesar de todo, es un episodio muy penoso para ambas iglesias, por el cual hay que pedir perdón. Por eso, el papa Pablo VI (1965) retiró la mencionada bula en un acto de verdadera reconciliación, devolviendo a Oriente la reliquia de la cabeza de san Andrés que se conservaba en el Vaticano. Nuestros hermanos ortodoxos agradecieron este acto impregnado de un gran simbolismo pacificador.

Humberto de Silva Cándida y los otros legados pontificios, después de haber dejado la bula, se despidieron cortésmente del emperador y volvieron a Roma. Es posible que, al despedirse, el emperador no tuviera a mano la traducción de la bula de excomunicación o no hubiera reflexionado sobre su alcance. Por eso, Constantino IX se vio obligado a hacer regresar los legados, para discutir en sesión conjunta las cuestiones de la mencionada bula. Pero parece ser que la discusión no era del gusto ni del interés del patriarca, que movilizó al pueblo y propuso una sesión en locales donde los legados papales podían verse personalmente en peligro. Así fracasó el intento de pacificar los ánimos, y ahora el propio emperador les sugirió a los legados que se marcharan de Constantinopla, cuando incluso el pueblo ya había empezado a poner asedio al palacio imperial. El emperador abandonó toda resistencia y se dejó llevar por los dictámenes del patriarca Miguel Cerulario: éste había vencido. Lo que sigue es sólo el epílogo. El domingo 24 de julio de 1054, el patriarca reunió un sínodo en el cual expuso los acontecimientos a su modo. Los legados papales fueron descalificados como emisarios de Argyros, y la bula papal se interpretó como bula de excomunicación contra la Iglesia ortodoxa. La excomunicación fue devuelta a los legados y a todos sus sustentadores o comitentes.

Este fue el origen del lamentablemente famoso cisma del año 1054, y se discute —como hemos dicho— si cuando hubo fallecido el papa León IX, no habiendo todavía sucesor, tenía validez la excomunicación. En todo caso creemos que era una ‘amplificatio’, en gran parte ilegítima, del propio resentimiento de Humberto, aunque, en el núcleo de la cuestión,

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daba en el clavo. En cuanto a la forma, no se dirigía en todo caso contra la Iglesia ortodoxa como tal, ni siquiera contra su cabeza, el emperador, sino únicamente contra Miguel Cerulario y contra sus partidarios.

Pero Cerulario tampoco excomulgó la Iglesia romana, sino sólo a los legados papales y a sus comitentes, que se suponía eran Argyros y sus secuaces. Pero lo que se pensaba por un lado y otro, era una cosa muy diferente. Sobre esto no puede haber ninguna duda. En el derecho formal, no se habían dado actos que permitieran hablar de un cisma “en toda forma”; pero la vehemencia con la que se habló y actuó era nueva e inaudita, y el repertorio de mutuos reproches se había ampliado esencialmente respecto al cisma fociano. Su generalización era grotesca.

La guerra fría entre ambas jerarquías se endurecería. La indignación prosiguió por ambas partes. Sin embargo, sería falso calificar de desesperada la situación de entonces. En principio, el gobierno de la Iglesia de Oriente seguía en manos del emperador, y seguía en pie la cuestión de si otro emperador, que no fuera el débil Constantino IX, no tendría que girar de nuevo el timón. Además, todo el mundo en Bizancio conocía el violento carácter del patriarca y a nadie se le escapaba hasta qué punto los acontecimientos eran fruto de su vehemente política personalísima. Y finalmente, no se podía excluir que, con el tiempo, Roma no emprendiera caminos que no estuvieran ya en la línea subjetiva y demasiado polémica de Humberto.

Lo cierto es que el pueblo fiel por mucho tiempo no tuvo ninguna noticia de este cisma, ni la tuvo la historiografía bizantina contemporánea a los penosos hechos anteriormente descritos.

Como conclusión, hoy en día, después de más de nueve siglos de cisma, la esperanza en la reconciliación parece más fuerte. Así lo desea el actual papa Benedicto XVI (2011), pero ya antes Dimitrios I y el papa Juan Pablo II se habían abrazado en la misma Iglesia romana que custodia la tumba del príncipe de los apóstoles. De este hecho hemos hecho mención al principio. Era el 7 de diciembre de 1987, y en tal efeméride firmaron un significativo documento que contiene expresiones muy significativas: “Nosotros, el papa Juan Pablo II y el patriarca ecuménico Dimitrios I, damos gracias a Dios que nos ha permitido reunirnos para rezar juntos y con los fieles de la Iglesia de Roma, venerable por la memoria de los

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apóstoles Pedro y Pablo, y ocuparnos de la vida de la Iglesia de Cristo y de su misión en el mundo”.

“Nuestro encuentro es señal de fraternidad entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa. Esta fraternidad, que se ha manifestado en numerosas ocasiones y bajo formas diferentes, no para de incrementarse y de producir frutos para la gloria de Dios. Experimentamos de nuevo el gozo de permanecer juntos como hermanos (Salmo, 133)”.

“Al dar de todo corazón gracias ‘al Padre de las luces, del que viene todo don perfecto’, pedimos e invitamos a todos los fieles de la Iglesia católica y de la Iglesia ortodoxa para que intercedan por nosotros ante Dios: que Él acabe la tarea que empezó entre nosotros. Al hacer nuestras las palabras de san Pablo os exhortamos: ‘Colmad mi gozo viviendo plenamente de acuerdo’ (Fil 2, 2). ¡Que el corazón de todos se disponga en todo momento a recibir la unidad como don que el Señor hace a su Iglesia!... Las iglesias de Oriente y Occidente, durante siglos han celebrado juntas los concilios ecuménicos que han proclamado y defendido “la fe transmitida en los santos una vez por todas” (Judas 3). “Llamados a una sola esperanza” (Éfeso 4, 4), esperamos el día por Dios querido en el cual será celebrada la unidad reencontrada en la fe y en el cual será restablecida la plena comunión mediante una concelebración de la eucaristía del Señor...”

“En estos instantes llenos de gozo, y mientras realizamos la experiencia de una profunda comunión espiritual que deseamos compartir con los pastores y fieles tanto de Oriente como de Occidente, elevamos nuestros corazones hacia Aquel que es la cabeza, el Cristo. De Él el cuerpo recibe en su total concordia y cohesión gracias a todas las articulaciones que le sirven según una actividad distribuida a la medida de cada uno. De este modo, el cuerpo realiza su propio crecimiento. De este modo se edifica él mismo en el amor (Éfeso 4, 16)”.

“Que sea dada toda la gloria a Dios por Cristo en el Espíritu Santo. Vaticano, 7 de diciembre de 1987”.

Durante su viaje a Tierra Santa del papa Juan Pablo II, en el mes de marzo del 2000, se dieron pasos decisivos hacia el esperado reencuentro de las dos iglesias: la católica y la ortodoxa.

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A LA CONQUISTA DE TIERRA SANTA

• El enigma de las cruzadas • Las órdenes militares y España • Consecuencias de las cruzadas

La violencia, la coacción y la guerra al servicio de la difusión del reino de Dios y de la reconquista de Tierra Santa —donde Cristo murió por todos los hombres, para que así todos fueramos hermanos con Cristo y entre nostros nos quisiéramos como hermanos— es un monstruoso, o por lo menos inexplicable, ensamblaje. Equivale a identificar la cruz con la espada, la vida con la muerte, el amor con el odio. A pesar de todo, las cruzadas son una realidad que incide en las mismas entrañas de la historia de la Iglesia. Son una cruda realidad y también un hecho histórico de primera magnitud, tanto para la civilización cristiana como para la islámica. Es un hecho tan real como enigmático, el cual muchos querrían destruir, anihilar o al menos olvidar. Hay que reconocerlo: las cruzadas han sido muy estudiadas, pero poco comprendidas. Cuando un Papa (Alejandro II) en el año 1063 concede el perdón de todos los pecados a aquellos que luchen y, si es necesario, matan sarracenos que ocupaban la ciudad aragonesa de Barbastro, quiere decir que en la conciencia colectiva cristiana se ha producido un descalabro o almenos un profundo cambio. Tal mutación no se ha producido espontáneamente, sino que es causada por un intrincado tejido de ideas, de cambios de mentalidad y hechos en constante evolución.

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También en España, y concretamente en Cataluña, se constata uno de los factores que más influirán en el propio concepto de cruzada: nos referimos a la nueva actitud que adopta la Iglesia ante la guerra, sobre todo a la institución llamada ‘tregua de Dios’. Los obispos, en ella, se convierten en auténticos árbitros de la paz. Más todavía, el mismo papa san León IX es quien “para liberar la cristiandad” en el año 1049 predica y promueve una ‘guerra santa’ contra los tusculanos (enemigos de la Reforma), y después él mismo se convierte en guerrero, en una quimérica campaña militar (‘guerra santa’) contra los normandos usurpadores de las tierras del sur de Italia propiedad de san Pedro, los cuales lo encarcelarían, y él (el Papa) tuvo que volver a Roma vencido muy decepcionado y derrotado, de tal modo que este episodio después le provocó la muerte.

Pero no son los hechos, sino las ideas, las auténticas protagonistas de este cambio tan radical en la Iglesia. Nace una moral de los caballeros cristianos que obliga a defender espada en mano a iglesias y cristianos oprimidos, o a conseguir los lugares sagrados que están en posesión de los infieles. El “noble” asunto de esta milicia cristiana es bendecido y magnificado por los más elevados estamentos eclesiásticos, y a la vez está sobradamente justificado por los contemporáneos mientras sea de carácter religioso y justiciero. Por ejemplo, durante el pontificado del antipapa Gregorio VIII (1118-1121), la jerarquía eclesiástica bendijo las guerras entre cristianos mientras sirvieran para imponer la Reforma gregoriana. Entraba en la mentalidad cristiana —así se extendió a todo el orbe cristiano— una campaña militar para imponer definitivamente el reino de Dios, y a esto contribuye san Bernardo, el gran abad de Claraval. Si bien es cierto que el origen de las cruzadas se debe buscar en las últimas décadas del siglo XI, el gran teólogo de las mismas fue san Bernardo. Tuvieron que pasar casi cincuenta años para que se estructurara de una manera definitiva el nuevo concepto —con todas sus implicaciones— de una gran empresa místico-militar de la cristiandad.

Existe multitud de bibliografías sobre las cruzadas. Recordemos, por ejemplo, el exhaustivo estudio del historiador alemán Mayer. Nosotros no pretendemos ofrecer una estricta historia de las cruzadas. Probablemente las cruzadas hayan sido uno de los temas más estudiados por los historiadores medievalistas. A pesar de ello presentaremos, un simple elenco de los hechos más importantes para después estudiar —muy brevemente— el concepto de ‘cruzada’ y su origen.

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Tradicionalmente, las cruzadas propiamente dichas —como expediciones de cristianos contra musulmanes para reconquistar Tierra Santa— se dividen en ocho campañas entre los años 1096 y 1270. Pero hubo una cruzada previa a éstas, y fue la proclamada y predicada por el papa Urbano II en el concilio de Clermont (año 1095). Pedro el Ermitaño consiguió reunir a muchos campesinos de Orleáns, Champaña y Lorena, los cuales en la primavera de 1096 iniciaron la marcha hacia Constantinopla. Después de devastar las regiones del Danubio, llegaron a Anatolia, donde fueron anihilados por los turcos a Civitot; de este modo acabó la llamada cruzada popular siendo un gran fracaso en todos los sentidos.

En la primera cruzada, la oficial, tomaron parte el conde Hugo de Vermandois, Ramón de Tolosa, Godofredo de Bouillon y Bohemond de Tarento. Todos se reunieron en Constantinopla (1096). Una vez superadas las diferencias entre latinos y griegos, los cruzados atravesaron el Bósforo, tomaron Nicea y derrotaron a los turcos en Dorilea. Mientras Balduino, hermano de Godofredo de Bouillon, establecía el condado de Edessa, el resto del ejército asediaba Antioquía, que se rindió en junio de 1098. Finalmente, el 15 de julio de 1099, Jerusalén fue ocupada por los latinos. Godofredo de Bouillon fue nombrado ‘Defensor del Santo Sepulcro’, y el territorio ocupado fue organizado como un reino al estilo de las monarquías feudales de Occidente. Este Estado quedó definitivamente configurado con la ocupación de la franja costera y la constitución del condado de Trípoli.

En 1144 el caudillo islámico Zenyí reconquistó Edessa, y en época de Nûr al-Dîn todo el condado pasó otra vez a manos de los musulmanes. Esta noticia provocó la segunda cruzada predicada —como ya hemos indicado anteriormente— por Bernatdo de Claraval (Vézélay, 1146). Fue organizada por el emperador Conrado III y por el rey de Francia, Luis VII. El primero fue vencido en Dorilea, y bien que ambos asediaron Damasco, la cruzada fracasó debido a las disensiones internas cristianas. La debilidad de la colonización latina del reino de Jerusalén y el fortalecimiento de los musulmanes en tiempos de Saladino provocó la derrota de Hattin (julio de 1187) y la tristemente célebre caída de Jerusalén tres meses después. La respuesta de Occidente fue la tercera cruzada predicada por Gregorio VIII (octubre de 1187) y dirigida por Federico Barbarroja, con Felipe Augusto de Francia y Ricardo ‘Corazón de León’ de Inglaterra. El primero murió poco tiempo después de la victoria de Iconium. Los reyes de Inglaterra y

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de Francia ocuparon San Juan de Acre, pero Ricardo ‘Corazón de León’ pactó con Saladino una tregua de tres años que confirmaba el dominio musulmán sobre Jerusalén, aun así permitía el acceso de peregrinos cristianos a la Ciudad Santa.

Las otras cruzadas, hasta ocho, o bien acabaron lejos de Tierra Santa o bien pervirtieron el objetivo que las tres primeras habían tenido. La discutida cuarta cruzada fue predicada por Inocencio III y organizada en el año 1201. Pero las exigencias comerciales de Venecia pronto desviarían la expedición hacia Constantinopla, que fue ocupada; así se convirtió parte del Oriente y la Grecia bizantina en una serie de principados feudales. Honorio III predicó una nueva cruzada, la quinta, que fue dirigida por Jean de Brienne, Andrés de Hungría y Leopoldo VI de Austria; sólo consiguió un dominio efímero sobre Damiata.

La sexta cruzada, dirigida por Federico II, entonces excomulgado, ocupó Jerusalén gracias a la alianza con Malik Al Kâmil (1229), pero esta ciudad fue recuperada de nuevo por los turcos de Hwarizm (1244).

El alma de las dos últimas cruzadas fue san Luis IX de Francia, que fue encarcelado (1250) tras haber logrado la ocupación de Damiata, y murió en el asedio de Túnez (1270).

La pugna entre Génova y Venecia, entre los templarios y los hospitalarios, y entre los diferentes señores feudales, arruinó las últimas posesiones del Oriente latino. La ocupación de San Juan de Acre, Tiro y Beirut por parte de Qalawum (1291), selló el fracaso de las cruzadas. Pero la idea pervivió durante muchos años, y aunque durante la crisis económica de los siglos XIV y XV se pensó en llevar a cabo alguna, no se pudo materializar de forma concreta en ninguna nueva expedición a Tierra Santa.

Es difícil concretar el concepto de cruzada. En él interviene una declaración oficial de la Iglesia. En primer lugar, hay que decir que la cruzada es una ‘guerra santa’, pero no siempre al revés. Es cierto que el resorte de una ‘guerra santa’ es la religión; pero será necesario que la Iglesia le otorgue el caràcter oficial de ‘cruzada’ y que le aplique una indulgencia para todos los cristianos, o sea los que siendo de esta religión participan en ella. Además, los cruzados emite un voto que es aceptado por la Iglesia que tiene unos peculiares efectos en el foro interno eclesial.

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También hay que subrayar una nota esencial de la cruzada: la vinculación con una indulgencia plenaria, o sea, la absolución de todos los pecados. Por lo tanto, se puede afirmar que las dos características específicas de cruzada son: la declaración por parte de la Iglesia (papas y concilios) de que aquella ‘guerra santa’ es cruzada, y el otorgamiento de una indulgencia a todos aquellos que en ella participen.

El origen de las cruzadas ha sido objeto de muchas discusiones en el marco de la historiografía moderna. Algunos afirman que la cruzada es un fenómeno absolutamente nuevo en la civilización cristiana; una “creación genial de Urbano II”. Para otros autores, la cruzada es el final de una evolución de guerras santas que los cristianos venían realizando contra los musulmanes desde el siglo IX. Otros afirman que la cruzada es la evolución o transformación de las peregrinaciones a Tierra Santa. Primero eran pacíficas, y después, por motivos de defensa, se volvieron armadas. Obviamente hay muchas teorías.

A pesar de todo, la verdadera cruzada radica en la espiritualidad de los ‘milites Christi’. Es precisamente san Bernardo quien magistralmente, y con gran vehemencia, sabe exponer —según el historiador Chenu— que la mística del amor, en la cruzada, se compagina con la exaltación de la caballería del siglo XII, así la evolución de la peregrinación en forma de ‘milicia’ es esencial para entender el origen de este fenómeno que denominamos cruzada. Urbano II, en una bula dirigida al obispo Bertrán de Barcelona y a los prohombres de Cataluña en el año 1089, vincula la “peregrinación penitencial” a Jerusalén con la campaña para restituir el cristianismo en Tarragona; y lo mismo vemos en un decreto del concilio de Clermont del año 1095, aunque esta “peregrinación” es armada, es decir, supone la ‘guerra santa’. La aceptación por parte de la Iglesia de hacer o apoyar la guerra por motivos religiosos, tiene una intrincada evolución que se quiere ver desde san Agustín hasta las campañas bélicas contra los normandos de san León IX, y los principios de san Gregorio VII anteriormente expuestas. Esta evolución —afirman los partidarios de esta teoría— culmina en la proclamación de la primera cruzada por el papa Urbano II y en los enardecidos sermones de san Bernardo.

No entraremos en el controvertido tema de si se puede considerar cruzada la “reconquista” de los reinos cristianos de la antigua Hispania. Algunos investigadores —entre ellos el historiador Erdman— afirman

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que hasta el siglo XII no se puede hablar de otra cosa que de guerra “profana”, y no santa. Pero otros autores —entre ellos, Menéndez Pidal y Sánchez Albornoz— afirman que la “reconquista” desde su inicio fue una auténtica ‘guerra santa’ para liberar a los cristianos del yugo musulmán, defender la Iglesia y extender el Reino de Dios. Estudiando los textos papales y conciliares de la época, bien se puede afirmar que la “reconquista hispánica” fue una ‘guerra santa’ e indulgenciada con las mismas condiciones y privilegios espirituales y temporales que las tradicionales cruzadas.

Las órdenes militares y EspañaA raíz de las cruzadas se crearon las famosas órdenes militares, las cuales representaron la encarnación de los ideales que motivaron estas descomunales campañas místico-militares. San Bernardo aquí también tuvo un papel fundamental. Según el abad de Claraval, la máxima expresión del “miles Christi” es el monje que muere luchando por la defensa de la fe: “Es un mártir y un atleta de Cristo”, afirma.

Precisamente por requerimiento del fundador de los templarios —que nacieron en 1118 y que gracias a san Bernardo fueron aprobados en el concilio de Troyes del año 1128— hacia en el año 1135 Bernardo compuso el tratado De laude novae militiae. Desde este momento, las nuevas órdenes militares bebieron de las fuentes de la espiritualidad cisterciense. Entre las órdenes militares hay que destacar a los mencionados templarios, los hospitalarios (o de San Juan Bautista, o caballeros de Rodas o Malta), y los de la orden teutónica; y entre las españolas: las de Santiago, Alcántara (o Sanjulianistas), Calatrava (o de san Bernardo), Montesa, San Jorge de Alfama, Santa María de España, ultra la versión española de las tradicionales órdenes militares (Santo Sepulcro, templarios, teutónicos y San Juan de Jerusalén). Expondremos brevemente las órdenes militares españolas.

Santiago “mata-moros” fue el patrono de la orden militar española más importante. Fue fundada por Fernando II de León el 1 de agosto de 1170 en Cáceres, para defender esta ciudad contra los almohades y para ayudarla en sus campañas por tierras de Extremadura. El libro de la Regla y establecimientos de esta orden, nos describe detalles interesantes de la organización, e incluso de la orden. El prólogo del mencionado libro, probablemente escrito en el año 1175, nos dice que

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los primeros “freiles” —denominación de los miembros de la orden— fueron nobles y pecadores tocados por la gracia del Espíritu Santo, y que gracias a ella se convirtieron. Así fue como decidieron no luchar nunca más contra los cristianos, abandonando el mundo y viviendo según el evangelio, luchando por Dios y por el evangelio. Según la mencionada regla, recibieron la aprobación de los arzobispos de Toledo y de Praga, y de los obispos de León, Astorga y Zamora, así como la bendición del cardenal y legado papal Jacinto. La aprobación del Papa la recibieron el 5 de julio de 1175 (Alejandro III). Aun así, las instituciones de los ‘santiaguistas’ se van concretando en sendos capítulos generales. La cabeza única era lo “freile maestre”, y éste sólo dependía del Papa, pero siempre sujeto a las reglas y a los derechos de los freiles. El ‘maestre’ era elegido por el consejo de la orden, constituido por trece freiles nombrados por el maestre. Cuando éste moría, también debía dimitir el prior mayor de la orden, previa convocatoria de los electores de un nuevo ‘freile maestre’. Éste disfrutaba de gran autoridad: se ocupaba de la disciplina de los “freiles”, los cuales debían pedirle permiso para asuntos extraordinarios. Por ejemplo, el maestre autorizaba la admisión o expulsión de los novicios; daba permiso para que los “freiles” se casaran o se trasladaran a otra orden; nombraba confesores para las comunidades y para los hijos de los casados; decidía quién tenía que vivir en conventos y quienes en “encomiendas”. El maestre también era el caudillo de las campañas militares y el único representante válido de sus “freiles” en los juzgados. Todos los “freiles” estaban obligados a rezar un padrenuestro por las intenciones del maestre. Externamente, el maestre se distinguía de los otros “freiles” por el hábito, en cualquier parte del cual podía colocar el signo de Santiago. Alrededor del maestre se formó, ya en el siglo XIII, una auténtica corte constituida por curas, escuderos, escribanos, mayordomos y siervos palaciegos. Inmediatamente bajo la jurisdicción del maestre, se encontraban las “encomiendas” mayores, que correspondían a diferentes reinos de la península. Estas encomiendas eran gobernadas por los comendadores mayores, los cuales estaban asistidos en su gobierno por asambleas de comendadores subalternos que constituían el capítulo del Reino. Ya desde los primeros años del siglo XIII, la península estaba dividida en cinco encomiendas mayores (Portugal, León, Castilla, Aragón y Gascuña).

La orden de Alcántara —al principio llamados ‘sanjulianistas’— empezó como una cofradía de caballeros que tenía como centro neurálgico el

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convento de San Julián de Pereiro (cerca de Cinco Villas en la Beira Alta). Se encuentra documentada en un privilegio real de Fernando II de León, en el cual Pereiro otorgó el mencionado convento a su fundador, un tal Gómez. El privilegio tiene fecha de enero de 1176. Aun así, la orden ya existía alrededor de los años 60 del siglo XII. Alejandro III la aprobó el 29 de noviembre de 1176, y otros papas confirmaron sendos privilegios reales y episcopales. Se afilió a la orden del Císter, adaptándose su regla (1190). Durante algunos años (1188-1196) se denominó “orden de Trujillo”, y en este periodo se extendió por Castilla. Tuvieron conflictos con los caballeros de Calatrava, hasta que se llegó a un convenio por el cual los ‘sanjulianistas’ le prometían obediencia al maestre de Calatrava, comprometiéndose recibirlo como inspector en sus conventos. A cambio de esto los ‘sanjulianistas’ recibieron todas las posesiones de Calatrava del reino de León, entre ellas la famosa fortaleza de Alcántara. De aquí el nombre de la orden. Como contrapartida, el maestre de Alcántara (de los ‘sanjulianistas’) también tendría voto en la elección del maestre de Calatrava. El fin principal de la orden era la lucha contra los sarracenos. Así dieron su apoyo a las campañas extremeñas de Fernando II y de Alfonso IX, obteniendo los señoríos más allá del de Alcántara, Magacela, Moron, Cote, Galicia y Murcia. Posteriormente su fin se amplió: se les encomendó la protección de Extremadura contra los portugueses, campañas contra Granada y la defensa en Extremadura de los intereses de la corona castellana. Esta unión de absoluta lealtad a la corona hizo que quien elegía al maestre fuera el mismo rey, y que los frailes-militares de Alcántara se convirtieran –signo de adulación al rey– en recaudadores reales de impuestos. La última actuación militar fue durante la conquista de Granada (1492).

Los orígenes de Calatrava son muy curiosos. Las crónicas del rey Sancho III afirman que no pudiendo defender los templarios el Castillo de “Calatrava la vieja” (Ciudad real), el rey lo ofreció a quien consiguiera rehusar los embates de los almohades. San Raimon, abad del monasterio cisterciense de Fitero, influenciado por un monje, Diego Velázquez, asumió la propuesta real (1158), y con la ayuda de muchos caballeros toledanos y mercenarios, fortificó el castillo. Más allá de los estímulos materiales de posesión del castillo, había indulgencias idénticas a las que se daban a los cruzados. Este colectivo repleto de caballeros, monjes cistercienses y mercenarios, derivó en una orden militar denominada ‘de Calatrava’, que aceptó el hábito del Císter y la regla benedictina adaptada

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a la vida militar. Al morir san Raimon (1160) los frailes-militares rehusaron al nuevo abad, un tal Rodolfo, y frailes laicos eligieron a un tal García que no era clérigo. Los monjes-militares no admitieron tal elección y se retiraron a Ciruelos y a Fitero, pero García obtuvo la protección y la confirmación del papa Alejandro III (25 de septiembre de 1164). El capítulo general del Císter también apoyó a García dándole una nueva regla. La finalidad era la misma que el fin de las otras órdenes militares: luchar contra los sarracenos, y especialmente contra los almohades situados entre Andalucía y Toledo. Alfonso VIII les dio numerosos castillos; entre ellos el de Alarcos. Destacaron en la batalla de las Navas de Tolosa.

Montesa es una orden posterior a las expuestas. Fue fundada por Jaime II de Aragón-Cataluña en el año 1319, en la villa valenciana de Montesa, bajo la advocación de Santa María. Al extinguirse los templarios, el 22 de marzo de 1312 el concilio de Vienne dispuso que los bienes de esta orden pasaran a los caballeros de San Juan de Malta. Pero Fernando IV de Castilla, Dionisio de Portugal y Jaime II de Aragón y Cataluña se opusieron a que los bienes de los templarios salieran de España. El papa Clemente V accedió a la petición de los monarcas. Tras muchas gestiones, con el apoyo de la orden de Calatrava, se consiguió la erección de esta nueva orden militar: Montesa. Entre otros cometidos, se ocupó de defender las puertas de Valencia. Posteriormente se fusionó con la orden de San Jorge de Alfama.

La orden de San Jorge de Alfama fue fundada por el rey Pedro II de Aragón y I de Cataluña en el año 1201, concediendo la tierra desértica de Alfama (junto a Tolosa) a los caballeros Juan de Alemania y Martín Vidal. Allí se construyó una fortaleza para defenderse de los ataques de los moros. La regla adaptada fue la de san Agustín. El papa Gregorio XlII concedió la aprobación canónica el 15 de mayo de 1373.

La orden de Santa María de España también es posterior a las primitivas órdenes militares. Fue fundada por Alfonso X el Sabio en el año 1272 “a servicio de Dios e a loor de la Virgen Sancta Maria, su Madre” para luchar por la defensa y la propagación de la fe contra los sarracenos y contra las naciones que todavía estaban en la “barbarie”. Fue instituida al estilo de la orden de Calatrava y agregada al Císter. La historia de esta orden militar fue muy efímera. Sólo tuvo un maestre, Pedro Núñez. En el año 1280, tras la derrota de Moelín (Granada) en la cual murieron la

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práctica totalidad de los frailes-militares de Santa María de España, fue incorporada a la orden de Santiago.

Consecuencias de las cruzadasCreemos que es difícil —por no decir imposible— emitir un juicio exhaustivo sobre las cruzadas y las órdenes militares que nacieron gracias a ellas. Pero sí podemos aportar algunas reflexiones. En primer lugar, debemos afirmar que el objetivo principal militar y político de las cruzadas no se obtuvo, puesto que el reino de Jerusalén, exceptuando un paréntesis de unos cien años, continuó en manos de los árabes y después de los turcos, y en la última década del siglo XIII los cristianos ya no tenían ninguna plaza fuerte en Palestina. A pesar de todo, gracias a ellas se produjeron otros efectos: las cruzadas frenaron el arrollador impulso de los turcos que avanzaban contundentemente hacia Occidente; también las cruzadas y las órdenes militares ofrecieron un apoyo eficiente en la reconquista española.

Comercialmente, las cruzadas fueron muy beneficiosas para Europa. Aseguraron durante varios siglos posibilidades de comerciar con Oriente. En las circunstancias anteriores, hubiera sido impensable que Génova, Pisa, y especialmente Venecia, desarrollaran un comercio tan activo como lo hicieron gracias a las cruzadas.

Los pueblos germánicos y escandinavos también se abrieron a nuevos horizontes. Socialmente, con el progreso de la industria y del comercio y con la ausencia de los nobles caballeros, se transformaron las condiciones económicas y la organización de la sociedad; el feudalismo recibió un golpe fatal, mientras la burguesía es desarrollaba y exigía derechos que antes —bajo el régimen feudal— eran exclusivos de los nobles y de la clerecía.

Culturalmente, gracias a las cruzadas, se ensancharon los horizontes tanto espirituales como materiales; fue una empresa típicamente europea. Resurgió la curiosidad, y se empezaron a despertar las ciencias; la geografía logró un gran auge. Así también se desarrolló la náutica, la medicina, las matemáticas, la astronomía, la literatura y la filosofía, gracias al beneficioso contacto con la cultura griega de Bizancio y con los sabios musulmanes y judíos; también las artes se enriquecieron con nuevas formas e ideas “sublimes”.

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Espiritualmente, gracias a las cruzadas se hicieron infinitos actos heroicos de penitencia, de abnegación, de piedad y de fe, hasta morir dichosamente por Cristo —algunos de los cruzados—; se fomentó la vida piadosa popular con las indulgencias, con las reliquias de los santos, con la devoción a la cruz y al calvario, que con el tiempo cristalizaría más adelante en la práctica del vía crucis, etc... Gracias a las cruzadas se hicieron grandes limosnas y se crearon admirables obras de beneficencia, como hospicios, hospitales y otras instituciones de caridad; con la fundación de las órdenes militares que llevaron el heroísmo al límite de lo sobrehumano, se desarrolló el espíritu caballeresco y el idealismo cristiano, que perduraría en muchos caballeros hasta el siglo XVI.

Añadimos, por encima de todo esto, que con las cruzadas se establecieron vínculos de fraternidad cristiana entre los pueblos europeos y sobre todo creció la figura del Papa como verdadero guía y líder de la cristiandad, a la voz del cual se ponían en marcha inmensas multitudes y poderosos ejércitos, y a veces los mismos reyes...; la Iglesia también se extendió por todo Oriente, creándose nuevas diócesis, que después darán nombre a los denominados obispos (u obispados) “in partibus infidelium”; gracias a las cruzadas volvieron al seno de la Iglesia romana algunos pueblos orientales separados por el cisma y la herejía, especialmente los maronitas y los armenios; y aumentó el celo por la conversión de los infieles, empezando la tarea evangélica por los propios musulmanes de África y Oriente, y pasando después a los tártaros.

En contraposición al anterior lado luminoso de las cruzadas, no se debe olvidar la notable ignorancia religiosa y las supersticiones que a menudo movían los peregrinos a tomar la cruz y dirigirse a la Tierra Santa de Jesús; la ambición de muchos, los feroces actos de crueldad y salvajismo cometidos en el camino o en la misma guerra, la inmoralidad reinante en los ejércitos, etc...; y hay que confesar igualmente que en Europa, al contactar con Oriente, se produjo una relajación de las costumbres principalmente entre los señores feudales y en las ricas ciudades comerciales; se infiltraron ciertos gérmenes de maniqueísmo, que pulularían entre los cátaros o albigenses, y se empezaría a ver el mundo y las cosas de un modo más humano, es decir, menos sobrenatural, más terrenal, lo cual, desarrollándose en un nuevo clima histórico, pudo influir en los orígenes del Renacimiento y de la edad nueva.

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