disrupciones
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La primavera de nuestras disrupciones
Fabrizio Mejía Madrid
Cuando una persona entra en shock lo que sucede es que la sangre, de golpe, disminuye su
paso. Sobreviene un desmayo que, en las novelas del siglo XIX, era solventado con “sales”
que se ponían directamente en la nariz. De lo que se trata es de reanimar el cuerpo pero,
sobre todo, de que recobre la conciencia. El shock del año pasado fue una retahíla de
“reformas” cuya velocidad dejó en la ciudadanía una sensación de no poder reaccionar, ni
de resistir. El petróleo ---simbólicamente, uno de los centros subterráneos del nacionalismo
mexicano---, los contratos colectivos de los trabajadores, las dispensas de impuestos a los
más ricos y la persecución fiscal de los más pobres ---la idea de que el comercio informal
expida recibos electrónicos--- y la fingida modernización de las telecomunicaciones,
trajeron consigo una especie de desmayo. La resistencia obvia ya no estaba ahí: el PRD
dentro de un Pacto de inmovilidad con el poder restaurado y el Movimiento de Andrés
Manuel López Obrador metido en convertirse en partido político, es decir, peleando en el
interior por las candidaturas. La izquierda fue parte de la pérdida del conocimiento.
Lo que desató el shock fue una primavera de las asambleas. Un llamado “Congreso
Popular” convocado por personajes públicos y un “Frente por la Comunicación
Democrática”, alentado por la disidencia de algunos senadores. Pareció que habíamos
vuelto a la era de “Los Abajo Firmantes” de mediados de los años ochenta: una indignación
pública de celebridades, una disidencia testimonial, casi epistolar. Pero había un elemento
distinto en estas asambleas: asistieron ciudadanos de todos los estados de la República,
cada uno sacando de su propia bolsa para venir hasta la ciudad de México, convocados por
las “sales”, por la urgencia de resistir. No se le dejó al personaje público la representación
---hablo en sentido teatral--- de las indignaciones. Ahora miles de ciudadanos quieren
subirse al escenario y declamar sus verdades. Así, se reunieron voces y registros tan
diversos como la Señora de Polanco que propuso “ponerle gasolina al coche y no pagarla”
hasta el líder de las Guardias Comunitarias, el Dr. Mireles (mensaje en video, por la
persecución que sufrió), pasando por la chica de Nayarit que provocó más aplausos por los
límites de su falda que por lo que nos distrajimos de escuchar: que desaparezca el término
“presidente” y prive el de “servidor público”. En medio, siempre una sociedad civil
organizada en cientos de no-gubernamentales de abogados, periodistas, católicos de
izquierdas, defensores de derechos humanos, víctimas de la violencia y la represión con la
que se trata de contener y aprovechar, opinadores, y una información que documenta, y
hasta macera, la indignación en las llamadas “redes sociales”.
Esta crisis de representación ---en el Congreso, las gubernaturas caciquiles, las encuestas y
la televisión monopólica--- produjo en esta primavera lo que ya anunciaban los estudiantes
del #YoSoy132 en mayo de 2012: soy un ciudadano. Con nombre y apellido, la
recuperación de la asamblea pública devuelve individuos que se han recobrado del desmayo
inicial. Si el 132 decía “soy estudiante y no un infiltrado, como dice la televisión”, la
primavera de las asambleas dijo: “soy ciudadano y no me siento representado”. ¿Qué es
esta crisis de representación? Es simplemente decir en público: “No soy el que dices que
soy”. Es una declaración que va al centro de la forma en que el poder restaurado tomó las
decisiones pensando que la onda del shock duraría como aletargamiento sexenal. Un poder
que busca presentarse de consenso, eliminando y callando a sus opositores. En una palabra,
el priismo.
La primavera asambleística ha reivindicado, una y otra vez, el artículo 39 de la
Constitución. De hecho, llegué a pensar que podría tomar ese nombre para vincular a tanta
diversidad: “YoSoy139”. Lo que esto significa es que se apela a la no aceptación de las
reglas vigentes vía una garantía constitucional. En México el derecho a la rebelión está
sustentado en la propia ley; la lucha contra la injusticia está amparada jurídicamente. Es el
derecho que tenemos a no acatar una injusticia de los que circunstancialmente están el
poder. Parte de la idea de que todavía existe una relación recíproca con quienes nos
representan. Parte de la idea de que se puede cuestionar y resistir a disposiciones que
violentan las garantías esenciales de los ciudadanos. No es una revolución, sino que, en
última instancia, se trataría de elevar el nivel de aprobación de una democracia. Como
escribió Habermas sobre la desobediencia civil: “es una evaluación sobre si en el orden
jurídico sigue latiendo la aspiración por la justicia”.
“Ahora nosotros somos las noticias”, decía uno de las célebres consignas de los estudiantes
en la otra primavera, la del 2012. Es un recordatorio de que la obediencia al poder nunca es
absoluta y que está condicionada, al menos en una democracia, al nivel de consentimiento
colectivo, a la idea que los ciudadanos tienen del bienestar público. Es una renovación de la
una legitimidad que le recuerda a la política institucional que la soberanía está sólo del lado
de los ciudadanos. Y se ha hablado de los métodos para hacerla valer. La resistencia contra
las reformas del poder restaurado no es un simple desacato. Si no, reivindicaríamos a la
delincuencia que jamás tiene motivos cívicos sino personales. Evadir la ley en secrecía ---
tapándose el rostro--- es lo contrario a ser ciudadanos y discutir públicamente contra el
orden político.
Pero tampoco debería quedarse a un nivel de asamblea catártica o marcha repetitiva. La
desobediencia debe ser una fuga de legitimidad. Que la autoridad recuerde que ella misma
es evanescente. Que hay disensos que se pueden convertir en disrupciones si no acata, no la
ley, sino lo que la ley previene: el descontento contra las reglas.
Por eso es preocupante la reacción del poder restaurado contra esta primavera de las
asambleas: tratar de individualizarlas ---el que convoca es “extranjero” o “tiene
resentimientos personales contra una televisora”--- y hacer de las opiniones que lo objetan,
conspiraciones. Para el poder restaurado la conciencia debe ser una especie de
contemplación no activa de “hombres buenos” y no de mejores ciudadanos. El mexicano
bueno es el que acepta el sometimiento a cualquier regla que a la política institucional se le
ocurra. En cambio, el ciudadano pasa al terreno de la conspiración y las opiniones ---por
ejemplo, en Internet--- atentan contra “la seguridad del Estado”.
Me parece claro que ese es el terreno del combate: ciudadanos, con rostros públicos y
publicitados en las “redes” por millones que defienden la democracia, contra un poder
restaurado al que le estorba el disenso. Una democracia sin derecho a ir en contra de las
leyes injustas es una dictadura. Es como si, en vez de las “sales”, al desmayado le aplicaran
los santos óleos.