discurso de su santidad el papa juan pablo ii

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DISCURSO DE SU SANTIDAD EL PAPA JUAN PABLO II A LA QUINCUAGÉSIMA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS Nueva York, 5 de octubre de 1995 Señor Presidente, Ilustres Señoras y Señores: 1. Es un honor para mí tomar la palabra en esta Asamblea de los pueblos, para celebrar con los hombres y mujeres de todos los países, razas, lenguas y culturas, los cincuenta años de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas. Soy plenamente consciente de que, hablando a esta respetable Asamblea, tengo la oportunidad de dirigirme, en cierto sentido, a toda la familia de los pueblos de la tierra. Mi palabra, que quiere ser signo de la estima y del interés de la Sede Apostólica y de la Iglesia Católica por esta Institución, se une de buen grado a la voz de quienes ven en la ONU la esperanza de un futuro mejor para la sociedad de los hombres. Expreso un profundo agradecimiento, en primer lugar, al Secretario General, Doctor Boutros Boutros-Ghali, por haber alentado vivamente mi visita. Estoy también agradecido a Usted, Señor Presidente, por la cordial bienvenida con la que me ha acogido en esta eminente Reunión. Saludo asimismo a todos Ustedes y les expreso mi reconocimiento por su presencia y por su amable atención. He venido hoy entre Ustedes con el deseo de ofrecer mi contribución a la significativa profundización sobre la historia y el papel de esta Organización, que acompaña y enriquece la celebración de este aniversario. La Santa Sede, en virtud de la misión específicamente espiritual que la hace mirar solícitamente al bien integral de cada ser humano, ha sostenido decididamente, desde el principio, los ideales y objetivos de la Organización de las Naciones Unidas. La finalidad y modo de actuación, obviamente, son diversos, pero la común preocupación por la familia humana, abre constantemente a la Iglesia y a la ONU vastas áreas de colaboración. Es este convencimiento el que orienta y anima mi reflexión de hoy. Ésta no se detendrá en cuestiones específicas sociales, políticas o económicas, sino más bien en las consecuencias que los cambios extraordinarios acaecidos en los años recientes tienen para el presente y el futuro de toda la humanidad. Un patrimonio común de la humanidad 2. Señoras y Señores: En el umbral de un nuevo milenio somos testigos de cómo aumenta de manera extraordinaria y global la búsqueda de libertad, que es una de las grandes dinámicas de la historia del hombre. Este fenómeno no se limita a una sola parte del mundo, ni es expresión de una única cultura. Al contrario, en cada rincón de la tierra hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo de la libertad, pidiendo que les fuera reconocido el espacio en la vida social, política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres. Esta búsqueda universal de libertad es verdaderamente una de las características que distinguen nuestro tiempo. En mi anterior visita a las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979, tuve ocasión de poner de relieve cómo la búsqueda de libertad en nuestro tiempo tiene su fundamento en aquellos derechos universales de los que el hombre goza por el simple hecho de serlo. Fue precisamente la barbarie cometida contra la dignidad humana lo que llevó a la Organización de las Naciones Unidas a formular, apenas tres años después de su constitución, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que continúa siendo en nuestro tiempo una de las más altas expresiones de la conciencia humana. En Asia y en Africa, en América, en Oceanía y en Europa, hombres y mujeres decididos y valientes han apelado a esta Declaración para dar fuerza a las reivindicaciones de una mayor participación en la vida de la sociedad.

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Discurso de Juan Pablo II sobre el sentido de la culturaDiscurso en la ONULa cultura en la evangelizacion

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Page 1: Discurso de Su Santidad El Papa Juan Pablo II

DISCURSO DE SU SANTIDAD EL PAPA JUAN PABLO IIA LA QUINCUAGÉSIMA ASAMBLEA GENERAL

DE LAS NACIONES UNIDAS

Nueva York, 5 de octubre de 1995

Señor Presidente, Ilustres Señoras y Señores:

1. Es un honor para mí tomar la palabra en esta Asamblea de los pueblos, para celebrar con los hombres y mujeres de todos los países, razas, lenguas y culturas, los cincuenta años de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas. Soy plenamente consciente de que, hablando a esta respetable Asamblea, tengo la oportunidad de dirigirme, en cierto sentido, a toda la familia de los pueblos de la tierra. Mi palabra, que quiere ser signo de la estima y del interés de la Sede Apostólica y de la Iglesia Católica por esta Institución, se une de buen grado a la voz de quienes ven en la ONU la esperanza de un futuro mejor para la sociedad de los hombres. Expreso un profundo agradecimiento, en primer lugar, al Secretario General, Doctor Boutros Boutros-Ghali, por haber alentado vivamente mi visita. Estoy también agradecido a Usted, Señor Presidente, por la cordial bienvenida con la que me ha acogido en esta eminente Reunión. Saludo asimismo a todos Ustedes y les expreso mi reconocimiento por su presencia y por su amable atención. He venido hoy entre Ustedes con el deseo de ofrecer mi contribución a la significativa profundización sobre la historia y el papel de esta Organización, que acompaña y enriquece la celebración de este aniversario. La Santa Sede, en virtud de la misión específicamente espiritual que la hace mirar solícitamente al bien integral de cada ser humano, ha sostenido decididamente, desde el principio, los ideales y objetivos de la Organización de las Naciones Unidas. La finalidad y modo de actuación, obviamente, son diversos, pero la común preocupación por la familia humana, abre constantemente a la Iglesia y a la ONU vastas áreas de colaboración. Es este convencimiento el que orienta y anima mi reflexión de hoy. Ésta no se detendrá en cuestiones específicas sociales, políticas o económicas, sino más bien en las consecuencias que los cambios extraordinarios acaecidos en los años recientes tienen para el presente y el futuro de toda la humanidad.

Un patrimonio común de la humanidad

2. Señoras y Señores: En el umbral de un nuevo milenio somos testigos de cómo aumenta de manera extraordinaria y global la búsqueda de libertad, que es una de las grandes dinámicas de la historia del hombre. Este fenómeno no se limita a una sola parte del mundo, ni es expresión de una única cultura. Al contrario, en cada rincón de la tierra hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo de la libertad, pidiendo que les fuera reconocido el espacio en la vida social, política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres. Esta búsqueda universal de libertad es verdaderamente una de las características que distinguen nuestro tiempo. En mi anterior visita a las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979, tuve ocasión de poner de relieve cómo la búsqueda de libertad en nuestro tiempo tiene su fundamento en aquellos derechos universales de los que el hombre goza por el simple hecho de serlo. Fue precisamente la barbarie cometida contra la dignidad humana lo que llevó a la Organización de las Naciones Unidas a formular, apenas tres años después de su constitución, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que continúa siendo en nuestro tiempo una de las más altas expresiones de la conciencia humana. En Asia y en Africa, en América, en Oceanía y en Europa, hombres y mujeres decididos y valientes han apelado a esta Declaración para dar fuerza a las reivindicaciones de una mayor participación en la vida de la sociedad.

3. Es importante para nosotros comprender lo que podríamos llamar la estructura interior de este movimiento mundial. Una primera y fundamental "clave" de la misma nos la ofrece precisamente su carácter planetario, confirmando que existen realmente unos derechos humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona, en los cuales se reflejan las exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal. Lejos de ser afirmaciones abstractas, estos derechos nos dicen más bien algo importante sobre la vida concreta de cada hombre y de cada grupo social. Nos recuerdan también que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que, por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos. Si queremos que un siglo de constricción deje paso a un siglo de persuasión, debemos encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensible y común, acerca del futuro del hombre. La ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, es una especie de "gramática" que sirve al mundo para afrontar esta discusión sobre su mismo futuro. En este sentido, es motivo de seria preocupación el hecho de que hoy algunos nieguen la universalidad de los derechos humanos, así como niegan que haya una naturaleza humana común a todos. Ciertamente, no hay un único modelo de organización política y económica de la libertad humana, ya que culturas diferentes y experiencias históricas diversas dan origen, en una sociedad

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libre y responsable, a diferentes formas institucionales. Pero una cosa es afirmar un legítimo pluralismo de "formas de libertad", y otra cosa es negar el carácter universal o inteligible de la naturaleza del hombre o de la experiencia humana. Esta segunda perspectiva hace muy difícil, o incluso imposible, una política internacional de persuasión.

Asumir el riesgo de la libertad

4. Las dinámicas morales de la búsqueda universal de la libertad han aparecido claramente en Europa central y oriental con las revoluciones no violentas de 1989. Aquellos históricos acontecimientos, acaecidos en tiempos y lugares determinados, han ofrecido, no obstante, una lección que va más allá de los confines de un área geográfica específica. Las revoluciones no violentas de 1989 han demostrado que la búsqueda de la libertad es una exigencia ineludible que brota del reconocimiento de la inestimable dignidad y valor de la persona humana, y acompaña siempre el compromiso en su favor. El totalitarismo moderno ha sido, antes que nada, una agresión a la dignidad de la persona, una agresión que ha llegado incluso a la negación del valor inviolable de su vida. Las revoluciones de 1989 han sido posibles por el esfuerzo de hombres y mujeres valientes, que se inspiraban en una visión diversa y, en última instancia, más profunda y vigorosa: la visión del hombre como persona inteligente y libre, depositaria de un misterio que la transciende, dotada de la capacidad de reflexionar y de elegir y, por tanto, capaz de sabiduría y de virtud. Decisiva, para el éxito de aquellas revoluciones no violentas, fue la experiencia de la solidaridad social: Ante regímenes sostenidos por la fuerza de la propaganda y del terror, aquella solidaridad constituyó el núcleo moral del "poder de los no poderosos", fue una primicia de esperanza y es un aviso sobre la posibilidad que el hombre tiene de seguir, en su camino a lo largo de la historia, la vía de las más nobles aspiraciones del espíritu humano. Mirando hoy aquellos acontecimientos desde este privilegiado observatorio mundial, es imposible no ver la coincidencia entre los valores que han inspirado aquellos movimientos populares de liberación y muchas de los obligaciones morales escritas en la Carta de las Naciones Unidas. Pienso, por ejemplo, en la obligación de "reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana"; como también en el deber de "promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad" (Preámbulo). Los cincuenta y un Estados que fundaron esta Organización en 1945 encendieron verdaderamente una antorcha, cuya luz puede dispersar las tinieblas causadas por la tiranía, luz que puede indicar la vía de la libertad, de la paz y de la solidaridad.

Los derechos de las Naciones

5. La búsqueda de la libertad en la segunda mitad del Siglo XX ha comprometido no sólo a los individuos, sino también a las naciones. A cincuenta años del final de la Segunda Guerra mundial es importante recordar que aquel conflicto tuvo su origen en violaciones de los derechos de las naciones. Muchas de ellas sufrieron tremendamente por la única razón de ser consideradas "otras". Crímenes terribles fueron cometidos en nombre de doctrinas nefastas, que predicaban la "inferioridad" de algunas naciones y culturas. En un cierto sentido se puede decir que la Organización de las Naciones Unidas nació de la convicción de que semejantes doctrinas eran incompatibles con la paz; y el esfuerzo de la Carta por "preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra" (Preámbulo) implicaba seguramente el compromiso moral de defender a cada nación y cultura de agresiones injustas y violentas. Por desgracia, incluso después del final de la Segunda Guerra mundial los derechos de las naciones han continuado siendo violados. Por poner sólo algunos ejemplos, los Estados Bálticos y amplios territorios de Ucrania y Bielorrusia fueron absorbidos por la Unión Soviética, como había sucedido ya con Armenia, Azerbaiyán y Georgia en el Caúcaso. Contemporáneamente, las llamadas "democracias populares" de Europa central y oriental perdieron de hecho su soberanía y se les exigió someterse a la voluntad que dominaba el bloque entero. El resultado de esta división artificial de Europa fue la "guerra fría", es decir, una situación de tensión internacional en la que la amenaza del holocausto nuclear estaba suspendida sobre la cabeza de la humanidad. Sólo cuando se restableció la libertad para las naciones de Europa central y oriental, la promesa de paz, que debería haber llegado con el final de la guerra, comenzó a concretarse para muchas de las víctimas de aquel conflicto.

6. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre, adoptada en 1948, ha tratado de manera elocuente de los derechos de las personas, pero todavía no hay un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones. Se trata de una situación que debe ser considerada atentamente, por las urgentes cuestiones que conlleva acerca de la justicia y la libertad en el mundo contemporáneo. En realidad el problema del pleno reconocimiento de los derechos de los pueblos y de las naciones se ha presentado repetidamente a la conciencia de la humanidad, suscitando también una notable reflexión ético-jurídica. Pienso en el debate desarrollado durante el Concilio de Constanza en el siglo XV, cuando los representantes de la Academia de Cracovia, encabezados por Pawel Wlodkowic, defendieron con tesón el derecho a la existencia y a la autonomía de ciertas poblaciones europeas. Muy conocida es también la reflexión

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llevada a cabo, en aquella misma época, por la Universidad de Salamanca en relación con los pueblos del Nuevo Mundo. En nuestro siglo, además, ¿cómo no recordar la palabra profética de mi predecesor Benedicto XV, que en el trascurso de la Primera Guerra mundial recordaba a todos que "las naciones no mueren", e invitaba a "ponderar con conciencia serena los derechos y las justas aspiraciones de los pueblos"? (A los pueblos beligerantes y a sus jefes, 28 de julio de 1915)

7. El problema de las nacionalidades se sitúa hoy en un nuevo horizonte mundial, caracterizado por una fuerte "movilidad", que hace los mismos confines étnico-culturales de los diversos pueblos cada vez menos definidos, debido al impulso de múltiples dinamismos como las migraciones, los medios de comunicación social y la mundialización de la economía. Sin embargo, en este horizonte de universalidad vemos precisamente surgir con fuerza la acción de los particularismos étnico-culturales, casi como una necesidad impetuosa de identidad y de supervivencia, una especie de contrapeso a las tendencias homologadoras. Es un dato que no se debe infravalorar, como si fuera un simple residuo del pasado, éste requiere más bien ser analizado, para una reflexión profunda a nivel antropológico y ético-jurídico. Esta tensión entre particular y universal se puede considerar inmanente al ser humano. La naturaleza común mueve a los hombres a sentirse, tal como son, miembros de una única gran familia. Pero por la concreta historicidad de esta misma naturaleza, están necesariamente ligados de un modo más intenso a grupos humanos concretos; ante todo la familia, después los varios grupos de pertenencia, hasta el conjunto del respectivo grupo étnico-cultural, que, no por casualidad, indicado con el término "nación" evoca el "nacer", mientras que indicado con el término "patria" ("fatherland"), evoca la realidad de la misma familia. La condición humana se sitúa así entre estos dos polos - la universalidad y la particularidad - en tensión vital entre ellos; tensión inevitable, pero especialmente fecunda si se vive con sereno equilibrio.

8. Sobre este fundamento antropológico se apoyan también los "derechos de las naciones", que no son sino los "derechos humanos" considerados a este específico nivel de la vida comunitaria. Una reflexión sobre estos derechos ciertamente no es fácil, teniendo en cuenta la dificultad de definir el concepto mismo de "nación", que no se identifica a priori y necesariamente con el de Estado. Es, sin embargo, una reflexión improrrogable, si se quieren evitar los errores del pasado y tender a un orden mundial justo. Presupuesto de los demás derechos de una nación es ciertamente su derecho a la existencia: nadie, pues, - un Estado, otra nación, o una organización internacional - puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir. Este derecho fundamental a la existencia no exige necesariamente una soberanía estatal, siendo posibles diversas formas de agregación jurídica entre diferentes naciones, como sucede por ejemplo en los Estados federales, en las Confederaciones, o en Estados caracterizados por amplias autonomías regionales. Puede haber circunstancias históricas en las que agregaciones distintas de una soberanía estatal sean incluso aconsejables, pero con la condición de que eso suceda en un clima de verdadera libertad, garantizada por el ejercicio de la autodeterminación de los pueblos. El derecho a la existencia implica naturalmente para cada nación, también el derecho a la propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve lo que llamaría su originaria "soberanía" espiritual. La historia demuestra que en circunstancias extremas (como aquellas que se han visto en la tierra donde he nacido), es precisamente su misma cultura lo que permite a una nación sobrevivir a la pérdida de la propia independencia política y económica. Toda nación tiene también consiguientemente derecho a modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías. Cada nación tiene el derecho de construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada.

Pero si los "derechos de la nación" expresan las exigencias vitales de la "particularidad", no es menos importante subrayar las exigencias de la universalidad, expresadas a través de una fuerte conciencia de los deberes que unas naciones tienen con otras y con la humanidad entera. El primero de todos es, ciertamente, el deber de vivir con una actitud de paz, de respeto y de solidaridad con las otras naciones. De este modo el ejercicio de los derechos de las naciones, equilibrado por la afirmación y la práctica de los deberes, promueve un fecundo "intercambio de dones", que refuerza la unidad entre todos los hombres.

El respeto por las diferencias

9. En los diecisiete años pasados, durante mis peregrinaciones pastorales entre las comunidades de la Iglesia católica, he podido entrar en diálogo con la rica diversidad de naciones y culturas de todas las partes del mundo. Desgraciadamente, el mundo debe aprender todavía a convivir con la diversidad, como nos han recordado dolorosamente los recientes acontecimientos en los Balcanes y en Africa central. La realidad de la "diferencia" y la peculiaridad del "otro" pueden sentirse a veces como un peso, o incluso como una amenaza. El miedo a la "diferencia", alimentado por resentimientos de carácter histórico y exacerbado por las manipulaciones de personajes sin escrúpulos, puede llevar a la negación de la humanidad misma del "otro", con el resultado de que

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las personas entran en una espiral de violencia de la que nadie - ni siquiera los niños - se libra. Tales situaciones nos son hoy bien conocidas, y en mi corazón y en mis oraciones están presentes en este instante de modo especial los sufrimientos de las martirizadas poblaciones de Bosnia Herzegovina. Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la "diferencia", especialmente cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier derecho al "otro", puede conducir a una verdadera pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, si nos esforzamos en valorar las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas no son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente aquí podemos identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y a cada nación: toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios.

10. Por tanto, nuestro respeto por la cultura de los otros está basado en nuestro respeto por el esfuerzo que cada comunidad realiza para dar respuesta al problema de la vida humana. En este contexto nos es posible constatar lo importante que es preservar el derecho fundamental a la libertad de religión y a la libertad de conciencia, como pilares esenciales de la estructura de los derechos humanos y fundamento de toda sociedad realmente libre. A nadie le está permitido conculcar estos derechos usando el poder coactivo para imponer una respuesta al misterio del hombre. Querer ignorar la realidad de la diversidad - o, peor aún, tratar de anularla - significa excluir la posibilidad de sondear las profundidades del misterio de la vida humana. La verdad sobre el hombre es el criterio inmutable con el que todas las culturas son juzgadas, pero cada cultura tiene algo que enseñar acerca de una u otra dimensión de aquella compleja verdad. Por tanto la "diferencia", que algunos consideran tan amenazadora, puede llegar a ser, mediante un diálogo respetuoso, la fuente de una comprensión más profunda del misterio de la existencia humana.

11. En este contexto es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo. Es un compromiso que vale, obviamente, incluso cuando se asume, como fundamento del nacionalismo, el mismo principio religioso, como por desgracia sucede en ciertas manifestaciones del llamado "fundamentalismo".

Libertad y verdad moral

12. Señoras y Señores: La libertad es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre. Vivir la libertad que los individuos y los pueblos buscan es un gran desafío para el crecimiento espiritual del hombre y para la vitalidad moral de las naciones. La cuestión fundamental, que hoy todos debemos afrontar, es la del uso responsable de la libertad, tanto en su dimensión personal, como social. Es necesario, por tanto, que nuestra reflexión se centre sobre la cuestión de la estructura moral de la libertad, que es la arquitectura interior de la cultura de la libertad. La libertad no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia para hacer todo lo que se quiera. La libertad posee una "lógica" interna que la cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana, la libertad decae en la vida individual en libertinaje y en la vida política, en la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. Por eso, lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad, la referencia a la verdad sobre el hombre, - verdad que puede ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno - es, en realidad, la garantía del futuro de la libertad.

13. Bajo esta perspectiva se entiende que el utilitarismo, doctrina que define la moralidad no en base a lo que es bueno sino en base a lo que aporta una ventaja, sea una amenaza a la libertad de los individuos y de las naciones, e impida la construcción de una verdadera cultura de la libertad. El utilitarismo tiene consecuencias políticas a menudo negativas, porque inspira un nacionalismo agresivo, en base al cual el someter una nación más pequeña o más débil es considerado como un bien simplemente porque responde a los intereses nacionales. No menos graves son las consecuencias del utilitarismo económico, que lleva a los países más fuertes a condicionar y aprovecharse de los más débiles. Frecuentemente estas dos formas de utilitarismo van juntas, y es un fenómeno que ha caracterizado notoriamente las relaciones entre el "Norte" y

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el "Sur" del mundo. Para las naciones en vías de desarrollo el alcanzar la independencia política a menudo ha comportado de hecho una dependencia económica de otros Países. Se debe subrayar que, en algunos casos, las áreas en vías de desarrollo han sufrido incluso tal retroceso que algunos Estados carecen de medios para hacer frente a las necesidades esenciales de sus pueblos. Semejantes situaciones ofenden la conciencia de la humanidad y plantean un formidable desafío moral a la familia humana. Afrontar este desafío requiere obviamente cambios tanto en las naciones en vías de desarrollo como en las económicamente más avanzadas. Si las primeras saben ofrecer garantías seguras de gestión correcta de los recursos y ayudas, así como de respeto de los derechos humanos, pasando, donde sea necesario, de formas de gobierno injustas, corruptas o autoritarias a otras de tipo participativo y democrático, ¿no es acaso verdad que de este modo se dará vía libre a los mejores recursos civiles y económicos de la propia gente? Y los países ya desarrollados, ¿no deben acaso madurar, por su parte, en esta perspectiva, actitudes no sujetas a lógicas puramente utilitaristas sino caracterizadas por sentimientos de mayor justicia y solidaridad? Ciertamente, ilustres Señoras y Señores: Es necesario que en el panorama económico internacional se imponga una ética de la solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico, y una justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad. La cooperación internacional, auspiciada por la Carta de las Naciones Unidas "para la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario" (art. 1,3), no puede ser concebida exclusivamente como ayuda o asistencia, o incluso mirando a las ventajas de contrapartida por los recursos puestos a disposición. Cuando millones de personas sufren la pobreza - que significa hambre, desnutrición, enfermedad, analfabetismo y miseria - debemos no sólo recordar que nadie tiene derecho a explotar al otro en beneficio propio, sino también y sobre todo reafirmar nuestro compromiso con la solidaridad que permite a los otros vivir en las concretas circunstancias económicas y políticas; nuestro compromiso con la creatividad, que es una característica de la persona humana y que hace posible la riqueza de las naciones.

Las Naciones Unidas y el futuro de la libertad

14. Ante estos enormes desafíos, ¿cómo no reconocer el papel que corresponde a la Organización de las Naciones Unidas? A cincuenta años de su institución, se ve aún más su necesidad, pero se ve aún mejor, conforme a la experiencia realizada, que la eficacia de este máximo instrumento de síntesis y coordinación de la vida internacional depende de la cultura y de la ética internacional en la que se basa y que expresa. Es necesario que la Organización de las Naciones Unidas se eleve cada vez más de la fría condición de institución de tipo administrativo a la de centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una "familia de naciones". El concepto de "familia" evoca inmediatamente algo que va más allá de las simples relaciones funcionales o de la mera convergencia de intereses. La familia es, por su naturaleza, una comunidad fundada en la confianza recíproca, en el apoyo mutuo y en el respeto sincero. En una auténtica familia no existe el dominio de los fuertes; al contrario, los miembros más débiles son, precisamente por su debilidad, doblemente acogidos y ayudados. Son éstos, trasladados al nivel de la "familia de las naciones", los sentimientos que deben construir, antes aún del mero derecho, las relaciones entre los pueblos. La ONU tiene el cometido histórico, quizás epocal, de favorecer este salto de cualidad de la vida internacional, no sólo actuando como centro de mediación eficaz para la solución de los conflictos, sino también promoviendo aquellas actitudes, valores e iniciativas concretas de solidaridad que sean capaces de elevar las relaciones entre las naciones desde el nivel "organizativo" al, por así decir, "orgánico"; desde la simple "existencia con" a la "existencia para" los otros, en un fecundo intercambio de dones, ventajoso sobre todo para las naciones más débiles, pero en definitiva favorecedor de bienestar para todos.

15. Sólo con esta condición se superarán no únicamente las "guerras combatidas", sino también las "guerras frías"; no sólo la igualdad de derecho entre todos los pueblos, sino también su activa participación en la construcción de un futuro mejor; no sólo el respeto de cada una de las identidades culturales, sino su plena valorización, como riqueza común del patrimonio cultural de la humanidad. ¿No es quizás éste el ideal propuesto por la Carta de las Naciones Unidas, cuando pone como fundamento de la Organización "el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros" (art. 2,1), o cuando la compromete a "fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos" (art. 1,2)? Es ésta la vía maestra que debe ser recorrida hasta el fondo, incluso con oportunas modificaciones si fuera necesario, del modelo operativo de las Naciones Unidas, para tener en cuenta todo lo que ha sucedido en este medio siglo, con el asomarse de tantos nuevos pueblos a la experiencia de la libertad en la legítima aspiración a "ser" y a "contar" más. Que todo esto no parezca una utopía irrealizable. Es la hora de una nueva esperanza, que nos exige quitar del futuro de la política y de la vida de los hombres la hipoteca paralizante del cinismo. Nos invita a esto precisamente el aniversario que estamos celebrando, proponiéndonos de nuevo, con la idea de las "naciones unidas", una idea que habla

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elocuentemente de mutua confianza, de seguridad y solidaridad. Inspirados por el ejemplo de cuantos han asumido el riesgo de la libertad, ¿podríamos nosotros no acoger también el riesgo de la solidaridad, y por tanto el riesgo de la paz?

Más allá del miedo: la civilización del amor

16. Una de las mayores paradojas de nuestro tiempo es que el hombre, que ha iniciado el período que llamamos la "modernidad" con una segura afirmación de la propia "madurez" y "autonomía", se aproxima al final del siglo veinte con miedo de sí mismo, asustado por lo que él mismo es capaz de hacer, asustado ante el futuro. En realidad, la segunda mitad del siglo XX ha visto el fenómeno sin precedentes de una humanidad incierta respecto a la posibilidad misma de que haya un futuro, debido a la amenaza de una guerra nuclear. Aquel peligro, gracias a Dios, parece haberse alejado - y es necesario alejar con firmeza, a nivel universal, todo lo que lo pueda volver a acercar, si no reactivar -, pero permanece sin embargo el miedo por el futuro y del futuro. Para que el milenio que está ya a las puertas pueda ser testigo de un nuevo auge del espíritu humano, favorecido por una auténtica cultura de la libertad, la humanidad debe aprender a vencer el miedo. Debemos aprender a no tener miedo, recuperando un espíritu de esperanza y confianza. La esperanza no es un vano optimismo, dictado por la confianza ingenua de que el futuro es necesariamente mejor que el pasado. Esperanza y confianza son la premisa de una actuación responsable y tienen su apoyo en el íntimo santuario de la conciencia, donde "el hombre está solo con Dios" (Cons. past. Gaudium et spes, 16), y por eso mismo intuye que ¡no está solo entre los enigmas de la existencia, porque está acompañado por el amor del Creador! Esperanza y confianza podrían parecer argumentos que van más allá de los fines de las Naciones Unidas. En realidad no es así, porque las acciones políticas de las naciones, argumento principal de las preocupaciones de vuestra Organización, siempre tienen que ver también con la dimensión trascendente y espiritual de la experiencia humana, y no podrían ignorarla sin perjudicar a la causa del hombre y de la libertad humana. Todo lo que empequeñece al hombre daña la causa de la libertad. Para recuperar nuestra esperanza y confianza al final de este siglo de sufrimientos, debemos recuperar la visión del horizonte trascendente de posibilidades al cual tiende el espíritu humano.

17. Como cristiano, además, no puedo no testimoniar que mi esperanza y mi confianza se fundan en Jesucristo, de cuyo nacimiento se celebrarán los dos mil años al alba del nuevo milenio. Nosotros, los cristianos, creemos que en su Muerte y Resurrección han sido plenamente revelados el amor de Dios y su solicitud por toda la creación. Jesucristo es para nosotros Dios hecho hombre, que ha entrado en la historia de la humanidad. Precisamente por esto la esperanza cristiana respecto al mundo y su futuro se extiende a cada persona humana. No hay nada auténticamente humano que no tenga eco en el corazón de los cristianos. La fe en Cristo no nos empuja a la intolerancia, al contrario, nos obliga a mantener con los demás hombres un diálogo respetuoso. El amor por Cristo no nos aparta del interés por los demás, sino más bien nos invita a preocuparnos por ellos, sin excluir a nadie y privilegiando si acaso a los más débiles y los que sufren. Por tanto, mientras nos acercamos al bimilenario del nacimiento de Cristo, la Iglesia no pide mas que poder proponer respetuosamente este mensaje de la salvación, y promover con espíritu de caridad y servicio, la solidaridad de toda la familia humana. Señoras y Señores: Estoy ante Ustedes, al igual que mi predecesor el Papa Pablo VI hace exactamente treinta años, no como uno que tiene poder temporal - son palabras suyas - ni como un líder religioso que invoca especiales privilegios para su comunidad. Estoy aquí ante Ustedes como un testigo: testigo de la dignidad del hombre, testigo de esperanza, testigo de la convicción de que el destino de cada nación está en las manos de la Providencia misericordiosa.

18. Debemos vencer nuestro miedo del futuro. Pero no podremos vencerlo del todo si no es juntos. La "respuesta" a aquel miedo no es la coacción, ni la represión o la imposición de un único "modelo" social al mundo entero. La respuesta al miedo que ofusca la existencia humana al final del siglo es el esfuerzo común por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad. Y el "alma" de la civilización del amor es la cultura de la libertad: la libertad de los individuos y de las naciones, vivida en una solidaridad y responsabilidad oblativas. No debemos tener miedo del futuro. No debemos tener miedo del hombre. No es casualidad que nos encontremos aquí. Cada persona ha sido creada a "imagen y semejanza" de Aquél que es el origen de todo lo que existe. Tenemos en nosotros la capacidad de sabiduría y de virtud. Con estos dones, y con la ayuda de la gracia de Dios, podemos construir en el siglo que está por llegar y para el próximo milenio una civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos hacerlo! Y, haciéndolo, podremos darnos cuenta de que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano.

27 de Febrero de 2008

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S.S. Juan Pablo II, Discurso de S.S. Juan Pablo II a los Miembros del Consejo Pontificio de la Cultura,

año 1983

Eminentísimos señores, excelentísimos señores, señoras, señores: 1. Me da especial alegría recibir por primera vez y oficialmente al Consejo Pontificio para la

Cultura. Quiero ante todo dar las gracias a los miembros del Consejo Internacional nombrados hace poco por mí, que han respondido con suma prontitud a la invitación de reunirse en Roma para deliberar sobre la orientación y futuras actividades del Consejo Pontificio para la Cultura. Su presencia en este Consejo constituye un honor y una esperanza para la Iglesia. Su fama, reconocida en distintos sectores de la cultura, ciencias, letras, medios de información, universidades y disciplinas sagradas, permite esperar un trabajo fecundo de este nuevo Consejo que he decidido crear movido por las directrices del Concilio Vaticano II.

2. Este Concilio imprimió un nuevo dinamismo a dicho sector, sobre todo con la Constitución Gaudium et Spes. Ciertamente hoy es tarea ardua comprender la extrema variedad de culturas, costumbres, tradiciones y civilizaciones. A primera vista el desafío parece sobrepasar nuestras fuerzas, sin embargo, ¿no está en la misma medida de nuestra fe y nuestra esperanza? En el Concilio la Iglesia reconoció una ruptura dramática entre Iglesia y cultura. El mundo moderno está deslumbrado por sus conquistas y sus logros científicos y técnicos. Pero con demasiada frecuencia cede ante ideologías y criterios de ética práctica y comportamientos que están en contradicción con el Evangelio o, al menos, hacen caso omiso de los valores cristianos.

3. En nombre de la fe cristiana el Concilio comprometió a la Iglesia entera a ponerse a la escucha del hombre moderno para comprenderlo e inventar un nuevo tipo de diálogo que le permita introducir la originalidad del mensaje evangélico en el corazón de la mentalidad actual. Hemos de encontrar de nuevo la creatividad apostólica y la potencia profética de los primeros discípulos para afrontar las nuevas culturas. Es necesario presentar la palabra de Cristo en toda su lozanía a las generaciones jóvenes, cuyas actitudes a veces son difíciles de comprender para los espíritus tradicionales, si bien están lejos de cerrarse a los valores espirituales.

4. En varias ocasiones he querido afirmar que el diálogo de la Iglesia con las culturas reviste hoy importancia vital para el porvenir de la Iglesia y del mundo. Permitidme volver a insistir en dos aspectos principales y complementarios que corresponden a los dos niveles en los cuales la Iglesia ejerce su acción: el de la evangelización de las culturas y el de la defensa del hombre y de su promoción cultural. Ambas tareas exigen definir nuevas caminos de diálogo entre la Iglesia y las culturas de nuestra época.

Para la Iglesia este diálogo es absolutamente indispensable, pues de lo contrario la evangelización se reduciría a letra muerta. San Pablo no vacilaba en afirmarlo: "¡Ay de mí, si no evangelizara!". En este final del siglo XX, como en los tiempos del Apóstol, la Iglesia debe hacerse toda para todos y acercarse con simpatía a las culturas de hoy. Aún existen ambientes y mentalidades, países y regiones enteras por evangelizar; y esto requiere un proceso largo y valiente de inculturación para que el Evangelio impregne el alma de las culturas vivas, responda a sus expectativas más altas y las haga crecer incluso hasta la dimensión de la fe, la esperanza y la caridad cristianas. La Iglesia, en sus misioneros ha realizado una obra incomparable en todos los continentes, pero el trabajo misionero no se termina nunca, porque a veces las culturas se han tocado sólo superficialmente y, de todas maneras, por encontrarse éstas en trasformación incesante exigen un nuevo acercamiento. Añadamos asimismo que este término noble de misión se aplica hoy a las antiguas civilizaciones marcadas por el cristianismo, pero ahora están amenazadas por la indiferencia, el agnosticismo y la misma irreligión. Además, surgen sectores nuevos en la cultura con objetivos, métodos y lenguajes diferentes. El diálogo intercultural se impone a los cristianos en todos los países.

5. Para evangelizar eficazmente hay que adoptar resueltamente una actitud de reciprocidad y comprensión para simpatizar con la identidad cultural de los pueblos, de los grupos étnicos y de los varios sectores de la sociedad moderna. Por otra parte, hay que trabajar por el acercamiento de las culturas de modo que los valores universales del hombre sean acogidos por doquier con un espíritu de fraternidad y solidaridad. Evangelizar supone penetrar en las identidades culturales específicas y, al mismo tiempo, favorecer el intercambio de culturas abriéndolas a los valores de la universalidad e incluso, yo diría, de la catolicidad.

Pensando precisamente en esta seria responsabilidad he querido crear el Consejo Pontificio para la Cultura, con el fin de dar a toda la Iglesia un impulso vigoroso y despertar en los responsables y en todos los fieles conscientes, el deber que nos concierne a todos de estar a la escucha del hombre moderno, no para aprobar todos sus comportamientos, sino ante todo para descubrir, en primer lugar, sus esperanzas y aspiraciones latentes. Por esta razón he invitado a los obispos, a quienes están encargados de diversos servicios de la Santa Sede, a las Organizaciones católicas internacionales, a las universidades y a todos los hombres de fe y de cultura, a comprometerse con convicción en el diálogo de las culturas y llevar la palabra salvífica del Evangelio.

6. Además, no hemos de olvidar que en ésta relación dinámica de la Iglesia con el mundo contemporáneo, los cristianos tienen mucho que recibir. El Concilio Vaticano II insistió en este punto, y es oportuno recordarlo. La Iglesia se ha enriquecido grandemente con las adquisiciones de numerosas civilizaciones. La experiencia secular de gran número de pueblos, el progreso de la ciencia, los tesoros ocultos de las diversas culturas por cuyo medio se descubre más plenamente la naturaleza del hombre y se entreabren caminos nuevos hacia la verdad, todo esto redunda en

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provecho cierto para la Iglesia, como lo reconoció el Concilio (cf. Gaudium et Spes, 44). Y este enriquecimiento continúa. En efecto, pensemos en los resultados de las investigaciones científicas para un mejor conocimiento del universo, para una profundización del misterio del hombre; recapacitemos en los beneficios que pueden proporcionar a la sociedad y a la Iglesia los nuevos medios de comunicación y del encuentro entre los hombres, la capacidad de producir innumerables bienes económicos y culturales, sobre todo, de promover la educación de masas, de curar enfermedades consideradas incurables en otro tiempo. ¡Qué estupendos logros! Todo para honor del hombre. Y todo ha beneficiado grandemente a la misma Iglesia, en su vida, en su organización, en su trabajo y en su obra propia. Es, pues, normal que el Pueblo de Dios, solidario del mundo en el cual vive, reconozca los descubrimientos y las realizaciones de nuestros contemporáneos y participe en la medida de sus posibilidades, para que el mismo hombre crezca y se desarrolle en plenitud. Esto supone profunda capacidad de acogida y admiración y, a la vez, un lúcido sentido de discernimiento. Quisiera insistir en este último punto.

7. Al impulsarnos a evangelizar, nuestra fe nos incita a amar al hombre en sí mismo. Ahora bien, hoy más que nunca el hombre necesita que se le defienda contra las amenazas que se ciernen sobre su desarrollo. El amor que brota de las fuentes del Evangelio, en la estela del misterio de la Encarnación del Verbo nos impulsa a proclamar que el hombre merece honor y amor para sí mismo y debe ser respetado en su dignidad. Así los hermanos deben volver a aprender a hablarse como hermanos, respetarse y comprenderse para que el hombre mismo pueda sobrevivir y crecer en la dignidad, la libertad, y el honor. En la medida en que sofoca el diálogo con las culturas, el mundo moderno se precipita hacia conflictos que corren el riesgo de ser mortales para el porvenir de la civilización humana. Más allá de los prejuicios y de las barreras culturales y de las diferencias raciales, lingüísticas, religiosas e ideológicas, los humanos deben reconocerse como hermanos y hermanas y aceptarse en su diversidad.

8. La falta de comprensión entre los hombres los hace correr hacia un peligro fatal. Sin embargo, el hombre está igualmente amenazado en su ser biológico por el deterioro irreversible del ambiente, por el riesgo de manipulaciones genéticas, por los atentados contra la vida naciente, por la tortura que reina todavía gravemente en nuestros días. Nuestro amor al hombre nos debe infundir el valor de denunciar las concepciones que reducen al ser humano a una cosa que se puede manipular, humillar o eliminar arbitrariamente.

Asímismo el hombre sufre amenazas insidiosas en su ser moral, porque está sometido a corrientes hedonistas que le exasperan sus instintos y lo deslumbran con ilusiones de consumo indiscriminado. La opinión pública es manipulada por las sugerencias engañosas de la poderosa publicidad, cuyos valores unidimensionales debieran hacernos críticos y vigilantes.

Además, el hombre es humillado en nuestros días por sistemas económicos que explotan enteras colectividades. Por otra parte, el hombre es la víctima de ciertos regímenes políticos o ideológicos que aprisionan el alma de los pueblos. Como cristianos no podemos callar y debemos denunciar esta opresión cultural que impide a las personas y grupos étnicos ser ellos mismos en consonancia con su profunda vocación. Gracias a estos valores culturales, el hombre individual o colectivamente vive una vida verdaderamente humana y no se puede tolerar que se destruyan sus razones de vivir. La historia será severa con nuestra época en la medida en que ésta sofoque, corrompa y avasalle brutalmente las culturas en muchas regiones del mundo.

9. Es en este sentido que quise proclamar en la UNESCO, ante la Asamblea de todas las naciones, lo que me permito repetir hoy ante vosotros: "Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡Únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que revindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee. El conjunto de las afirmaciones que atañen al hombre pertenecen a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia, a pesar de todo lo que los espíritus críticos hayan podido declarar sobre este punto y a pesar de todo lo que hayan podido hacer las diversas corrientes opuestas a la religión en general, y al cristianismo en particular (Discurso en la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 10; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 15 de junio de 1980, pág. 12). Este mensaje es fundamental para hacer posible el trabajo de la Iglesia en el mundo actual. Por esto, al final de la Encíclica Redemptor Hominis escribí que "el hombre es y se hace siempre la vía de la vida cotidiana de la Iglesia" (n. 21). Sí, el hombre es el "camino de la Iglesia", pues sin este respeto al hombre y a su dignidad, ¿cómo podríamos anunciarle las palabras de la vida y verdad?

10. Por tanto, recordándonos estos dos principios de orientación -evangelización de las culturas y defensa del hombre-, el Consejo Pontificio para la Cultura realizará su propio trabajo. De una parte, se requiere que el evangelizador se familiarice con los ambientes socio-culturales en que debe anunciar la Palabra de Dios; cuanto más sea el mismo Evangelio fermento de cultura en la medida en la cual regocija al hombre en sus modos de pensar, de comportarse, de trabajar, de divertirse, es decir, en su especificidad cultural. De otra parte, nuestra fe nos da una confianza en el hombre -el hombre creado a imagen de Dios y rescatado por Cristo- que deseamos defenderlo y amarlo por él mismo, conscientes de que él no es hombre sino por su cultura, es decir, por su libertad de crecer integralmente y con todas sus capacidades específicas. Es difícil la tarea de ustedes, pero espléndida. Juntos deben contribuir a señalar los nuevos caminos del diálogo de la Iglesia con el mundo de nuestro tiempo. ¿Cómo hablar al corazón y a la inteligencia del hombre moderno para anunciarle la palabra salvífica? ¿Cómo lograr que nuestros contemporáneos sean más sensibles al valor peculiar de la persona humana, a la dignidad de cada individuo, a la riqueza escondida en cada cultura? La tarea de ustedes es grande, pues han de ayudar a la Iglesia a ser creadora de cultura en su relación con el mundo moderno. Seríamos infieles a nuestra misión de evangelizar, a las generaciones presentes si dejáramos a los cristianos en la incomprensión de las

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nuevas culturas. Seríamos igualmente infieles a la caridad que nos debe animar, si no viéramos dónde hoy el hombre está amenazado en su humanidad, y si no proclamáramos con nuestras palabras y nuestros gestos la necesidad de defender al hombre individual y colectivo, y librarlo de las opresiones que lo esclavizan y humillan.

11. En vuestro trabajo estáis invitados a colaborar con todos los hombres de buena voluntad. Descubriréis que el Espíritu del bien está misteriosamente en la acción de muchos contemporáneos nuestros, incluso en algunos que se confiesan sin religión alguna, pero buscan cumplir honestamente su vocación humana con valentía. Pensemos en tantos padres y madres de familia, en tantos educadores, estudiantes y obreros entregados a su tarea, en tantos hombres y mujeres dedicados a la causa de la paz, del bien común, de la justicia y de la cooperación internacionales. Pensemos también en todos los investigadores que se consagran con constancia y rigor moral a sus trabajos útiles a la sociedad y en todos los artistas sedientos y creadores de belleza. No vaciléis en dialogar con todas estas personas de buena voluntad, de las cuales muchas esperan quizás secretamente el testimonio y el apoyo de la Iglesia para defender mejor e impulsar el progreso auténtico del hombre.

12. Os agradezco ardientemente que hayáis venido a trabajar con nosotros. En nombre de la Iglesia, el Papa cuenta mucho con nosotros, pues como lo dije en la carta con la cual cree vuestro Consejo "traerá regularmente a la Santa Sede la resonancia de las grandes aspiraciones culturales alrededor del mundo, profundazando las expectativas de las civilizaciones contemporáneas y explorando los caminos nuevos de diálogo cultural". Vuestro Consejo antes que todo, tendrá valor de testimonio. Debéis manifestar ante los cristianos y el mundo el profundo interés que la Iglesia tiene por el progreso de la cultura y por el diálogo fecundo de las culturas, como por su encuentro benéfico con el Evangelio. Vuestro papel no puede definirse de una vez por todas y "a priori"; la experiencia os enseñará los modos de acción más eficaces y más aptos para las circunstancias. Permaneced en relación periódica con la dirección ejecutiva del Consejo -que felicito y animo- compartiendo su actividad y sus investigaciones, proponed vuestras iniciativas e informad de vuestras experiencias. Evidentemente, lo que se pide al Consejo para la Cultura es ejercer su acción a modo de diálogo, de iniciación, de testimonio, de búsqueda. Es ésta una manera particularmente fecunda para la Iglesia, de estar presente en el mundo para revelar el mensaje nuevo de Cristo Redentor.

En las proximidades del Jubileo de la Redención, pido a Cristo os inspire y os asista para que vuestro trabajo sirva a su plan, a su obra de salvación. De todo corazón os agradezco de antemano vuestra cooperación, os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS

PARA LA EDUCACIÓN, LA CIENCIA Y LA CULTURA - UNESCO

París, lunes 2 de junio de 1980

1. Antes de nada deseo agradecer muy cordialmente al Señor Amadou Mahtar M'Bow, Director General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, la invitación que me ha dirigido en varias ocasiones, ya desde la primera vez que me honró con su visita. Muchas son las razones por las que me llena de alegría el poder responder hoy a esta invitación, que tanto he apreciado. Agradezco al Señor Napoleón Lebranc, Presidente de la Conferencia General, al Señor Chams Eldine El-Wakil, Presidente del Consejo Ejecutivo, y al Señor Amadou Mahtar M'Bow, Director General de la Organización, las amables palabras de bienvenida que acaban de pronunciar. Deseo saludar también a cuantos se han reunido aquí para la CIX sesión del Consejo Ejecutivo de la UNESCO. No puedo ocultar mi alegría de ver reunidos en esta ocasión a tantos delegados de las naciones del mundo entero, a tantas personalidades eminentes, a tantos expertos, a tantos ilustres representantes del mundo de la cultura y de la ciencia. Intentaré con mi intervención aportar mi pequeño grano de arena al edificio que ustedes, señoras y señores, están asidua y perseverantemente construyendo, con su reflexión y sus resoluciones en todos los campos que caen bajo la competencia de la UNESCO.

2. Permítaseme comenzar refiriéndome a los orígenes de vuestra Organización. Los acontecimientos que marcaron la fundación de la UNESCO me inspiran sentimientos de gozo y gratitud a la Providencia: la firma de su constitución el 16 de noviembre de 1945; la entrada en vigor de la misma y el establecimiento de la Organización el 4 de noviembre de 1946; el acuerdo entre la UNESCO y la Organización de las Naciones Unidas aprobada por la Asamblea General de la ONU en el mismo año. Esta Organización es, en efecto, obra de las naciones que, al terminar la terrible segunda guerra mundial, fueron impulsadas por lo que se podría llamar un deseo espontáneo de paz, de unión y de reconciliación. Estas naciones buscaron los medios y las formas de una colaboración capaz de establecer, profundizar y asegurar de modo duradero este nuevo acuerdo. Así, pues, la UNESCO nació, igual que la Organización de las Naciones Unidas, porque los pueblos sabían que el fundamento de las grandes empresas al servicio de la paz y del progreso de

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la humanidad en todo el mundo, era la necesidad de la unión de las naciones, el respeto mutuo y la cooperación internacional.

3. Continuando la acción, el pensamiento y el mensaje de mi gran predecesor el Papa Pablo VI, he tenido el honor de tomar la palabra ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el pasado mes de octubre, invitado por el Señor Kurt Waldheim, Secretario General de la ONU. Poco después, el 12 de noviembre de 1979, fui invitado en Roma por el Señor Edouard Saouma, Director General de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. En aquella ocasión se me concedió la oportunidad de tratar asuntos profundamente ligados al conjunto de problemas que se refieren al futuro pacífico del hombre sobre la tierra. Efectivamente, todos estos problemas están íntimamente relacionados. Nos encontramos, por así decir, ante un vasto sistema de vasos comunicantes: los problemas de la cultura, de la ciencia y de la educación no se presentan, en la vida de las naciones y en las relaciones internacionales, desligados de los otros problemas de la existencia humana, como son los de la paz o el hambre. Los problemas de la cultura están condicionados por las otras dimensiones de la existencia humana, de la misma manera que ellos, a su vez, las condicionan.

4. Hay, sin embargo, una dimensión fundamental —y así lo subrayé en mi discurso a la ONU al referirme a la Declaración universal de los Derechos del Hombre—, que es capaz de remover desde sus cimientos los sistemas que estructuran el conjunto de la humanidad y de liberar a la existencia humana, individual y colectiva, de las amenazas que pesan sobre ella. Esta dimensión fundamental es el hombre, el hombre integralmente considerado, el hombre que vive al mismo tiempo en la esfera de los valores materiales y en la de los espirituales. El respeto de los derechos inalienables de la persona humana es el fundamento de todo (cf. Discurso a la ONU, núms. 7 y 13). Toda amenaza contra los derechos del hombre, sea en el marco de sus bienes espirituales o en el de sus bienes materiales, va contra esta dimensión fundamental. Por eso subrayé en mi discurso a la FAO que ningún hombre, ningún país ni ningún sistema del mundo puede permanecer indiferente ante la "geografía del hambre" y las amenazas gigantescas que se desencadenarán si no cambian esencial y radicalmente toda la orientación de la política económica, y en particular la jerarquía de las inversiones. Por eso insisto también, al referirme a los orígenes de vuestra Organización, en la necesidad de movilizar todas las fuerzas que encauzan la dimensión espiritual de la existencia humana, que testimonien la primacía de lo espiritual en el hombre —de lo que corresponde a la dignidad de su inteligencia, de su voluntad y de su corazón— para no sucumbir de nuevo ante la monstruosa alienación del mal colectivo, que siempre está dispuesto a utilizar los poderes materiales en la lucha exterminadora de los hombres contra los hombres, de las naciones contra las naciones.

5. En el origen de la UNESCO, igual que en la base de la Declaración universal de los Derechos del Hombre, se encuentran, pues, estos primeros nobles impulsos de la conciencia humana, de la inteligencia y de la voluntad. Me apelo a ese origen, a ese comienzo, a esas premisas y a esos primeros principios. En su nombre vengo hoy a París, a la sede de vuestra Organización, con una súplica: que después de una etapa de más de treinta años de actividades, se unan ustedes aún más en torno a estos ideales y a los principios que inspiraron los comienzos. En su nombre me permitiré también proponerles a ustedes algunas consideraciones verdaderamente fundamentales, pues sólo a su luz resplandece plenamente el significado de esta institución que se llama UNESCO, Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

6. Genus humanum arte et ratione vivit (cf. Santo Tomás, comentando a Aristóteles, en Post. Analyt., núm. 1). Estas palabras de uno de los más grandes genios del cristianismo, que fue al mismo tiempo un fecundo continuador del pensamiento antiguo, nos hacen ir más allá del círculo y de la significación contemporánea de la cultura occidental, sea mediterránea o atlántica. Tienen una significación aplicable al conjunto de la humanidad en la que se encuentran las diversas tradiciones que constituyen su herencia espiritual y las diversas épocas de su cultura. La significación esencial de la cultura consiste, según estas palabras de Santo Tomás de Aquino, en el hecho de ser una característica de la vida humana como tal. El hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura. La vida humana es cultura también en el sentido de que el hombre, a través de ella, se distingue y se diferencia de todo lo demás que existe en el mundo visible: el hombre no puede prescindir de la cultura. La cultura es un modo específico del "existir" y del "ser" del hombre. El hombre vive siempre según una cultura que le es propia, y que, a su vez crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana. En la unidad de la cultura como modo propio de la existencia humana, hunde sus raíces al mismo tiempo la pluralidad de culturas en cuyo seno vive el hombre. El hombre se desarrolla en esta pluralidad, sin perder, sin embargo, el contacto esencial con la unidad de la cultura, en tanto que es dimensión fundamental y esencial de su existencia y de su ser.

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7. El hombre, que en el mundo visible, es el único sujeto óntico de la cultura, es también su único objeto y su término. La cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, "es" más, accede más al "ser". En esto encuentra también su fundamento la distinción capital entre lo que el hombre es y lo que tiene, entre el ser y el tener. La cultura se sitúa siempre en relación esencial y necesaria a lo que el hombre es, mientras que la relación a lo que el hombre tiene, a su "tener", no sólo es secundaria, sino totalmente relativa. Todo el "tener" del hombre no es importante para la cultura, ni es factor creador de cultura, sino en la medida en que el hombre, por medio de su "tener", puede al mismo tiempo "ser" más plenamente como hombre, llegar a ser más plenamente hombre en todas las dimensiones de su existencia, en todo lo que caracteriza su humanidad. La experiencia de las diversas épocas, sin excluir la presente, demuestra que se piensa en la cultura y se habla de ella principalmente en relación con la naturaleza del hombre, y luego solamente de manera secundaria e indirecta en relación con el mundo de sus productos. Todo esto no impide, por otra parte, que juzguemos el fenómeno de la cultura a partir de lo que el hombre produce, o que de esto saquemos conclusiones acerca del hombre. Un procedimiento semejante —modo típico del proceso de conocimiento "a posteriori"— contiene en sí mismo la posibilidad de remontar, en sentido inverso, hacia las dependencias ónticocausales. El hombre, y sólo el hombre, es "autor", o "artífice" de la cultura; el hombre, y sólo el hombre, se expresa en ella y en ella encuentra su propio equilibrio.

8. Todos los aquí presentes nos encontramos en el terreno de la cultura, realidad fundamental que nos une y que está en la base del establecimiento y de las finalidades de la UNESCO. Por este mismo hecho nos encontramos en torno al hombre y, en un cierto sentido, en él, en el hombre. Este hombre, que se expresa en y por la cultura y es objeto de ella, es único, completo e indivisible. Es a la vez sujeto y artífice de la cultura. Según esto no se le puede considerar únicamente como resultante de todas las condiciones concretas de su existencia, como resultante —por no citar más que un ejemplo— de las relaciones de producción que prevalecen en una época determinada. ¿No sería entonces, de alguna manera, este criterio de las relaciones de producción una clave para la comprensión de la historicidad del hombre, para la comprensión de su cultura y de las múltiples formas de su desarrollo? Ciertamente, este criterio constituye una clave, e incluso una clave preciosa, pero no la clave fundamental constitutiva. Las culturas humanas reflejan, sin duda, los diversos sistemas de relaciones de producción; sin embargo, no es tal o tal sistema lo que está en el origen de la cultura, sino el hombre, el hombre que vive en el sistema, que lo acepta o que intenta cambiarlo. No se puede pensar una cultura sin subjetividad humana y sin causalidad humana; sino que, en el campo de la cultura, el hombre es siempre el hecho primero: el hombre es el hecho primordial y fundamental de la cultura. Y esto lo es el hombre siempre en su totalidad: en el conjunto integral de su subjetividad espiritual y material. Si, en función del carácter y del contenido de los productos en los que se manifiesta la cultura, es pertinente la distinción entre cultura espiritual y cultura material, es necesario constatar al mismo tiempo que, por una parte, las obras de la cultura material hacen aparecer siempre una "espiritualización" de la materia, una sumisión del elemento material a las fuerzas espirituales del hombre, es decir, a su inteligencia y a su voluntad, y que, por otra parte, las obras de la cultura espiritual manifiestan, de forma específica, una "materialización" del espíritu, una encarnación de lo que es espiritual. Parece que, en las obras culturales, esta doble característica es igualmente primordial y permanente. Así, pues, a modo de conclusión teórica, ésta es una base suficiente para comprender la cultura a través del hombre integral, a través de toda la realidad de su subjetividad. Esta es también, en el campo del obrar, la base suficiente para buscar siempre en la cultura al hombre integral, al hombre todo entero, en toda la verdad de su subjetividad espiritual y corporal; la base suficiente para no superponer a la cultura —sistema auténticamente humano, síntesis espléndida del espíritu y del cuerpo— divisiones y oposiciones preconcebidas. En efecto, ni una absolutización de la materia en la estructura del sujeto humano o, inversamente, una absolutización del espíritu en esta misma estructura, expresan la verdad del hombre ni prestan servicio alguno a su cultura.

9. Querría detenerme aquí en otra consideración esencial, en una realidad de orden muy distinto. Podemos abordarla haciendo notar que la Santa Sede está representada en la UNESCO por su Observador permanente, cuya presencia se sitúa en la perspectiva de la naturaleza misma de la Sede Apostólica. Esta presencia está en consonancia, en un sentido aún más amplio, con la naturaleza y misión de la Iglesia católica e, indirectamente, con la de todo el cristianismo. Aprovecho la oportunidad que se me ofrece hoy para expresar una convicción personal profunda. La presencia de la Sede Apostólica ante vuestra Organización —aunque motivada también por la soberanía específica de la Santa Sede— encuentra su razón de ser, por encima de todo, en la relación orgánica y constitutiva que existe entre la religión en general y el cristianismo en particular, por una parte, y la cultura, por otra. Esta relación se extiende a las múltiples realidades que es preciso definir como expresiones concretas de la cultura en las diversas épocas de la historia y en todos los puntos del globo. Ciertamente no será exagerado afirmar en particular que, a través de una multitud de hechos, Europa toda entera —del Atlántico a los Urales— atestigua, en la historia de cada nación y en la de la comunidad entera, la relación entre la cultura y el

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cristianismo. Al recordar esto, no quiero disminuir de ninguna manera la herencia de los otros continentes, ni la especificidad y el valor de esta misma herencia que deriva de otras fuentes de inspiración religiosa, humanista y ética. Al contrario deseo rendir el más profundo y sincero homenaje a todas las culturas del conjunto de la familia humana, desde las más antiguas a las que nos son contemporáneas. Teniendo presentes todas las culturas, quiero decir en voz alta aquí, en París, en la sede de la UNESCO, con respeto y admiración: "¡He aquí al hombre!". Quiero proclamar mi admiración ante la riqueza creadora del espíritu humano, ante sus esfuerzos incesantes por conocer y afirmar la identidad del hombre: de este hombre que está siempre presente en todas las formas particulares de la cultura.

10. Sin embargo, al hablar del puesto de la Iglesia y de la Sede Apostólica ante vuestra Organización, no pienso solamente en todas las obras de la cultura en las que, a lo largo de los dos últimos milenios, se expresaba el hombre que había aceptado a Cristo y al Evangelio, ni en las instituciones de diversa índole que nacieron de la misma inspiración en el campo de la educación, de la instrucción, de la beneficencia, de la asistencia social, y en tantos otros. Pienso sobre todo, señoras y señores, en la vinculación fundamental del Evangelio, es decir, del mensaje de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad misma. Este vínculo es efectivamente creador de cultura en su fundamento mismo. Para crear la cultura hay que considerar íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, como sujeto portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que reivindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee. El conjunto de las afirmaciones que se refieren al hombre pertenece a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia, a pesar de todo lo que los espíritus críticos hayan podido declarar sobre este punto, y a pesar de todo lo que hayan podido hacer las diversas corrientes opuestas a la religión en general, y al cristianismo en particular. A lo largo de la historia, hemos sido ya mas de una vez, y lo somos aún, testigos de un proceso, de un fenómeno muy significativo. Allí donde han sido suprimidas las instituciones religiosas, allí donde se ha privado de su derecho de ciudadanía a las ideas y a las obras nacidas de la inspiración religiosa, y en particular de la inspiración cristiana, los hombres encuentran de nuevo esto mismo fuera de los caminos institucionales, a través de la confrontación que tiene lugar, en la verdad y en el esfuerzo interior, entre lo que constituye su humanidad y el contenido del mensaje cristiano. Señoras y señores, perdónenme esta afirmación. Al proponerla, no he querido ofender a nadie en absoluto. Les ruego que comprendan que, en nombre de lo que yo soy, no podía abstenerme de dar este testimonio. En él se encierra también esta verdad — que no puede silenciarse — sobre la cultura, si se busca en ella todo lo que es humano, aquello en lo cual se expresa el hombre o a través de lo cual quiere ser el sujeto de su existencia. Al hablar de ello, quería manifestar también mi gratitud por los lazos que unen la UNESCO con la Sede Apostólica, estos lazos de los que mi presencia hoy aquí quiere ser una expresión particular.

11. De todo esto se desprende un cierto número de conclusiones capitales. Las consideraciones que acabo de hacer, en efecto, ponen de manifiesto que la primera y esencial tarea de la cultura en general, y también de toda cultura, es la educación. La educación consiste, en efecto, en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda "ser" más y no sólo que pueda "tener" más, y que, en consecuencia, a través de todo lo que "tiene", todo lo que "posee", sepa "ser" más plenamente hombre. Para ello es necesario que el hombre sepa "ser más" no sólo "con los otros", sino también "para los otros". La educación tiene una importancia fundamental para la formación de las relaciones interhumanas y sociales. También aquí abordo un conjunto de axiomas, en los que las tradiciones del cristianismo, nacidas del Evangelio, coinciden con la experiencia educativa de tantos hombres bien dispuestos y profundamente sabios, tan numerosos en todos los siglos de la historia. Tampoco faltan en nuestra época éstos hombres que aparecen como grandes, sencillamente por su humanidad, que saben compartir con los otros, especialmente con los jóvenes. Al mismo tiempo, los síntomas de las crisis de todo género, ante las cuales sucumben los ambientes y las sociedades por otra parte mejor provistos —crisis que afectan principalmente a las jóvenes generaciones— testimonian, a cual mejor, que la obra de la educación del hombre no se realiza sólo con la ayuda de las instituciones, con la ayuda de medios organizados y materiales, por excelentes que sean. Ponen de manifiesto también que lo más importante es siempre el hombre, el hombre y su autoridad moral que proviene de la verdad de sus principios y de la conformidad de sus actos con sus principios.

12. Como la más competente Organización mundial, en todos los problemas de la cultura, la UNESCO no puede descuidar este otro punto absolutamente primordial: ¿Qué hacer para que la educación del hombre se realice sobre todo en la familia?

¿Cuál será el grado de moralidad pública que asegure a la familia, y sobre todo a los padres, la autoridad moral necesaria para este fin? ¿Qué tipo de instrucción? ¿Qué formas de legislación sostienen esta autoridad o, al contrario, la debilitan o destruyen? Las causas del éxito o del

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fracaso en la formación del hombre por su familia se sitúan siempre a la vez en el interior mismo del núcleo fundamentalmente creador de la cultura, que es la familia, y también a un nivel superior, el de la competencia del Estado y de los órganos, de quienes las familias dependen. Estos problemas no pueden dejar de provocar la reflexión y la preocupación en el foro donde se reúnen los representantes cualificados de los Estados. No hay duda de que el hecho cultural primero y fundamental es el hombre espiritualmente maduro, es decir, el hombre plenamente educado, el hombre capaz de educarse por sí mismo y de educar a los otros. No hay duda tampoco de que la dimensión primera y fundamental de la cultura es la sana moralidad: la cultura moral.

13. En este campo se plantean, ciertamente, numerosas cuestiones particulares, pero la experiencia demuestra que todo va unido, y que estas cuestiones están encuadradas en sistemas de clara dependencia recíproca. Por ejemplo, en el conjunto del proceso educativo, de la educación escolar particularmente, ¿no ha tenido lugar un desplazamiento unilateral hacia la instrucción en el sentido estricto del término? Si se consideran las proporciones que ha tomado este fenómeno, así como el crecimiento sistemático de la instrucción que se refiere únicamente a lo que posee el hombre, ¿no es el hombre quien se encuentra cada vez más oscurecido? Esto lleva consigo una verdadera alienación de la educación: en lugar de obrar en favor de lo que el hombre debe "ser", la educación actúa únicamente en favor de lo que el hombre puede crecer en el aspecto del "tener", de la "posesión". La siguiente etapa de esta alienación es habituar al hombre, privándole de su propia subjetividad, a ser objeto de múltiples manipulaciones: las manipulaciones ideológicas o políticas que se hacen a través de la opinión pública; las que tienen lugar a través del monopolio o del control, por parte de las fuerzas económicas o de los poderes políticos, de los medios de comunicación social; la manipulación, finalmente, que consiste en enseñar la vida como manipulación específica de sí mismo. Parece que estos peligros en materia de educación amenazan sobre todo a las sociedades con una civilización técnica más desarrollada. Estas sociedades se encuentran ante la crisis específica del hombre que consiste en una creciente falta de confianza en su propia humanidad, en la significación del hecho de ser hombre, y de la afirmación y de la alegría que de ello se siguen y que son fuente de creatividad. La civilización contemporánea intenta imponer al hombre una serie de imperativos aparentes, que sus portavoces justifican recurriendo al principio del desarrollo y del progreso. Así, por ejemplo, en lugar del respeto a la vida, "el imperativo" de desembarazarse de la vida y destruirla; en lugar del amor, que es comunión responsable de las personas, "el imperativo" del máximo de placer sexual al margen de todo sentido de responsabilidad; en lugar de la primacía de la verdad en las acciones, la "primacía" del comportamiento de moda, de lo subjetivo y del éxito inmediato. En todo esto se expresa indirectamente una gran renuncia sistemática a la sana ambición, que es la ambición de ser hombre. No nos hagamos ilusiones: el sistema formado sobre la base de estos falsos imperativos, de estas renuncias fundamentales, puede determinar el futuro del hombre y el futuro de la cultura.

14. Si, en nombre del futuro de la cultura, se debe proclamar que el hombre tiene derecho a "ser" más, y si por la misma razón se debe exigir una sana primacía de la familia en el conjunto de la acción educativa del hombre para una verdadera humanidad, debe situarse también en la misma línea el derecho de la nación; se le debe situar también en la base de la cultura y de la educación. La nación es, en efecto, la gran comunidad de los hombres qué están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura. La nación existe "por" y "para" la cultura, y así es ella la gran educadora de los hombres para que puedan "ser más" en la comunidad. La nación es esta comunidad que posee una historia que supera la historia del individuo y de la familia. En esta comunidad, en función de la cual educa toda familia, la familia comienza su obra de educación por lo más simple, la lengua, haciendo posible de este modo que el hombre aprenda a hablar y llegue a ser miembro de la comunidad, que es su familia y su nación. En todo esto que ahora estoy proclamando y que desarrollaré aún más, mis palabras traducen una experiencia particular, un testimonio particular en su género. Soy hijo de una nación que ha vivido las mayores experiencias de la historia, que ha sido condenada a muerte por sus vecinos en varias ocasiones, pero que ha sobrevivido y que ha seguido siendo ella misma. Ha conservado su identidad y, a pesar de haber sido dividida y ocupada por extranjeros, ha conservado su soberanía nacional, no porque se apoyara en los recursos de la fuerza física, sino apoyándose exclusivamente en su cultura. Esta cultura resultó tener un poder mayor que todas las otras fuerzas. Lo que digo aquí respecto al derecho de la nación a fundamentar su cultura y su porvenir, no es el eco de ningún "nacionalismo", sino que se trata de un elemento estable de la experiencia humana y de las perspectivas humanistas del desarrollo del hombre. Existe una soberanía fundamental de la sociedad que se manifiesta en la cultura de la nación. Se trata de la soberanía por la que, al mismo tiempo, el hombre es supremamente soberano. Al expresarme así, pienso también, con una profunda emoción interior, en las culturas de tantos pueblos antiguos que no han cedido cuando han tenido que enfrentarse a las civilizaciones de los invasores: y continúan siendo para el hombre la fuente de su "ser" de hombre en la verdad interior de su humanidad. Pienso con admiración también en las culturas de las nuevas sociedades, de las que se despiertan

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a la vida en la comunidad de la propia nación —igual que mi nación se despertó a la vida hace diez siglos— y que luchan por mantener su propia identidad y sus propios valores contra las influencias y las presiones de modelos propuestos desde el exterior.

15. Al dirigirme a ustedes, señoras y señores, que se reúnen en este lugar desde hace más de treinta años en nombre de la primacía de las realidades culturales del hombre, de las comunidades humanas, de los pueblos y de las naciones, les digo: velen, con todos los medios a su alcance, por esta soberanía fundamental que posee cada nación en virtud de su propia cultura. Protéjanla como a la niña de sus ojos para el futuro de la gran familia humana. ¡Protéjanla! No permitan que esta soberanía fundamental se convierta en presa de cualquier interés político o económico. No permitan que sea víctima de los totalitarismos, imperialismos o hegemonías, para los que el hombre no cuenta sino como objeto de dominación y no como sujeto de su propia existencia humana. Incluso la nación —su propia nación o las demás— no cuenta para ellos más que como objeto de dominación y cebo de intereses diversos, y no como sujeto: el sujeto de la soberanía proveniente de la auténtica cultura que le pertenece en propiedad. ¿No hay, en el mapa de Europa y del mundo, naciones que tienen una maravillosa soberanía histórica proveniente de su cultura, y que sin embargo se ven privadas de su plena soberanía? ¿No es éste un punto importante para el futuro de la cultura humana, importante sobre todo en nuestra época cuando tan urgente es eliminar los restos del colonialismo?

16. Esta soberanía que existe y que tiene su origen en la cultura propia de la nación y de la sociedad, en la primacía de la familia en la acción educativa y, por fin, en la dignidad personal de todo hombre, debe permanecer como el criterio fundamental en la manera de tratar este problema importante para la humanidad de hoy, que es el problema de los medios de comunicación social (de la información vinculada a ellos y también de lo que se llama la "cultura de masas"). Dado que estos medios son los medios "sociales" de la comunicación, no pueden ser medios de dominación sobre los otros, tanto por parte de los agentes del poder político, como de las potencias financieras que imponen su programa y su modelo. Deben llegar a ser el medio —¡y de qué importancia!— de expresión de esta sociedad que se sirve de ellos, y que les asegura también su existencia. Deben tener en cuenta las verdaderas necesidades de esta sociedad. Deben tener en cuenta la cultura de la nación y su historia. Deben respetar la responsabilidad de la familia en el campo de la educación. Deben tener en cuenta el bien del hombre, su dignidad. No pueden estar sometidos al criterio del interés, de lo sensacional o del éxito inmediato, sino que, teniendo en cuenta las exigencias de la ética, deben servir a la construcción de una vida "más humana".

17. Genus humanum arte et ratione vivit. En realidad, se afirma que el hombre es él mismo mediante la verdad, y llega a ser más él mismo mediante el conocimiento cada vez más perfecto de la verdad. Querría rendir homenaje aquí, señoras y señores, a todos los méritos de esta Organización vuestra, y al mismo tiempo al compromiso y a todos los esfuerzos de los Estados y de las Instituciones que ustedes representan, en la línea de la popularización de la instrucción en todos los grados y a todos los niveles, en la línea de la eliminación del analfabetismo, que significa la ausencia de toda instrucción —incluso de la más elemental—, ausencia dolorosa no sólo desde el punto de vista de la cultura elemental de los individuos y de los ambientes, sino también desde el punto de vista del progreso socioeconómico. Hay índices inquietantes de retraso en este campo, ligado muchas veces a una distribución de los bienes radicalmente desigual e injusta: pensemos en las situaciones en las que, al lado de una oligarquía plutocrática, poco numerosa, existen multitudes de ciudadanos hambrientos viviendo en la miseria. Esto retraso puede ser eliminado no mediante sanguinarias luchas por el poder, sino sobre todo mediante la alfabetización sistemática lograda por la difusión y la popularización de la instrucción. Es necesario un esfuerzo en este sentido si se desean lograr enseguida los cambios que se imponen en el terreno de lo socioeconómico. El hombre, que "es más" gracias también a lo que "tiene", y a lo que "posee", debe saber poseer, es decir, disponer y administrar los medios que posee, para su bien propio y para el bien común. La instrucción es indispensable para ello.

18. El problema de la instrucción siempre estuvo estrechamente ligado a la misión de la Iglesia. La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha fundado escuelas a todos los niveles; hizo nacer las universidades medievales en Europa: en París y en Bolonia, en Salamanca y en Heidelberg, en Cracovia y en Lovaina. También en nuestra época ofrece la misma contribución en todos los lugares donde su actividad en este campo es solicitada y respetada. Permítaseme reivindicar en este lugar para las familias católicas el derecho que toda familia tiene de educar a sus hijos en escuelas que correspondan a su propia visión del mundo, y en particular el estricto derecho de los padres creyentes a no ver a sus hijos, en las escuelas, sometidos a programas inspirados por el ateísmo. Ese es en efecto uno de los derechos fundamentales del hombre y de la familia.

19. El sistema de enseñanza está orgánicamente ligado al sistema de las diversas formas de orientar la práctica y la popularización de la ciencia, que es para lo que sirven los

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establecimientos de enseñanza de nivel superior, las universidades y también, dado el desarrollo actual de la especialización y de los métodos científicos, los institutos especializados. Se trata de instituciones de las que sería difícil hablar sin una profunda emoción. Son los bancos de trabajo, en los que tanto la vocación del hombre al conocimiento como el vínculo constitutivo de la humanidad con la verdad como objetivo del conocimiento, se hacen realidad de cada día, se hacen, en cierto sentido, el pan cotidiano de tantos maestros, venerados corifeos de la ciencia, y en torno a ellos, de los jóvenes investigadores dedicados a la ciencia y a sus aplicaciones, y también de multitud de estudiantes que frecuentan estos centros de la ciencia y del conocimiento. Nos encontramos aquí como en los más elevados grados de la escala por la que el hombre, desde el principio, trepa hacia el conocimiento de la realidad del mundo que le rodea, y hacia el conocimiento de los misterios de su humanidad. Este proceso histórico ha alcanzado en nuestra época posibilidades hasta ahora desconocidas; ha abierto a la inteligencia humana horizontes insospechados hasta entonces. Sería difícil entrar aquí en el detalle pues, en el camino del conocimiento, las orientaciones de la especialización son tan numerosas como rico es el desarrollo de la ciencia.

20. Vuestra Organización es un lugar de encuentro, de un encuentro que engloba en su más amplio sentido, todo el campo tan esencial de la cultura humana. Este auditorio es, pues, el lugar más indicado para saludar a todos los hombres de ciencia, y rendir particularmente homenaje a los que están aquí presentes y han obtenido por sus trabajos el más alto reconocimiento y las más eminentes distinciones mundiales. Permítaseme, por tanto, expresar también algunos deseos que, estoy seguro, coinciden con el pensar y el sentir de los miembros de esta augusta asamblea. Si mucho nos edifica en el trabajo científico —nos edifica y también nos alegra profundamente—, este avance del conocimiento desinteresado de la verdad, a cuyo servicio se entrega el sabio con la mayor dedicación y a veces con riesgo de su salud e incluso de su vida, mucho más debe preocuparnos todo lo que está en contradicción con los principios del desinterés y de la objetividad, todo lo que haría de la ciencia un instrumento para conseguir objetivos que nada tienen que ver con ella. Sí, debemos preocuparnos de todo lo que proponen y presuponen esos fines no científicos y que exige de los hombres de ciencia que se pongan a su servicio sin permitirles juzgar ni decidir, con independencia de espíritu, acerca de la honestidad humana y ética de tales fines o les amenaza de sufrir las consecuencias si se niegan a colaborar. ¿Acaso tienen necesidad de pruebas o de comentarios esos fines no científicos de los que estoy hablando y ese problema que planteo? Ustedes saben a qué me refiero; baste aludir al hecho de que, entre los que, al final de la última guerra mundial fueron citados ante los tribunales internacionales, había también hombres de ciencia. Señoras y señores les pido que me perdonen estas palabras, pero no sería fiel a los deberes de mi tarea si no las pronunciara, no por volver sobre el pasado, sino por defender el futuro de la ciencia y de la cultura humana, más aún, ¡por defender el futuro del hombre y del mundo! Pienso que Sócrates, quien con su rectitud poco común, pudo sostener que la ciencia era al mismo tiempo una virtud moral, tendría que rebajar su certeza si hubiera podido considerar las experiencias de nuestro tiempo.

21. Nos damos cuenta de ello, señoras y señores, el futuro del hombre y del mundo está amenazado, radicalmente amenazado, a pesar de las intenciones ciertamente nobles de los hombres del saber, de los hombres de ciencia. Y está amenazado porque los maravillosos resultados de sus investigaciones y de sus descubrimientos, sobre todo en el campo de las ciencias de la naturaleza, han sido y continúan siendo explotados —en perjuicio del imperativo ético— para fines que nada tienen que ver con las exigencias de la ciencia, e incluso para fines de destrucción y de muerte, y esto en un grado jamás conocido hasta ahora, causando daños verdaderamente inimaginables. Mientras que la ciencia está llamada a estar al servicio de la vida del hombre, se constata demasiadas veces, sin embargo, que está sometida a fines que son destructivos de la verdadera dignidad del hombre y de la vida humana. Eso es lo que ocurre cuando la investigación científica está orientada hacia esos fines o cuando sus resultados se aplican a fines contrarios al bien de la humanidad. Esto se verifica tanto en el terreno de las manipulaciones genéticas y de las experimentaciones biológicas, como en el de las armas químicas, bacteriológicas o nucleares. Dos consideraciones me llevan a someter a vuestra reflexión sobre todo la amenaza nuclear que pesa sobre el mundo de hoy y que, si no es conjurada, podría conducir a la destrucción de los frutos de la cultura, los productos de la civilización elaborada a través de siglos por sucesivas generaciones de hombres que han creído en la primacía del espíritu, y que no han ahorrado ni sus esfuerzos ni sus fatigas. La primera consideración es ésta. Razones geopolíticas, problemas económicos de dimensión mundial, incomprensiones terribles, orgullos nacionales heridos, el materialismo de nuestra época y la decadencia de los valores morales han llevado a nuestro mundo a una situación de inestabilidad, a un equilibrio frágil que puede ser destruido de un momento a otro, como consecuencia de errores de juicio, de información o de interpretación. Otra consideración se añade todavía a esta inquietante perspectiva, ¿Se puede estar seguro hoy de que la ruptura del equilibrio no llevaría a una guerra, y a una guerra en la que no se dudaría de recurrir a las armas nucleares? Hasta ahora se ha dicho que las armas nucleares han venido constituyendo una fuerza de disuasión que ha

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impedido que estalle una guerra mayor, y eso probablemente es cierto. Pero también es posible preguntarse si siempre será así. Las armas nucleares, sean del calibre o del tipo que sean, se perfeccionan más cada año y se van añadiendo al arsenal de un número creciente de países. ¿Cómo estar seguros de que el uso de armas nucleares, incluso con fines de defensa nacional o en el caso de conflictos limitados, no llevará consigo una escalada inevitable, que conduciría a una destrucción que la humanidad no puede ni imaginar ni aceptar jamás? Pero no es a ustedes, hombres de ciencia y de cultura, a quienes debo yo pedir que no cierren los ojos ante lo que una guerra nuclear puede representar para la humanidad entera (cf. Homilía en la Jornada mundial de la Paz, 1 de enero de 1980).

22. Señoras y señores: El mundo no podrá seguir mucho tiempo por este camino. Al hombre que ha tomado conciencia de la situación y de lo que está en juego, al hombre que tiene presente, aunque sólo sea de forma elemental, las responsabilidades que incumben a cada uno, se le impone una convicción, que es al mismo tiempo un imperativo moral: ¡Hay que movilizar las conciencias! Hay que aumentar los esfuerzos de las conciencias humanas en la medida de la tensión entre el bien y el mal a la que están sometidos los hombres al final del siglo veinte. Es necesario convencerse de la prioridad de la ética sobre la técnica, de la primacía de la persona sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia (cf. Redemptor hominis, 16). La causa del hombre será servida si la ciencia se alía con la conciencia. El hombre de ciencia ayudará verdaderamente a la humanidad si conserva "el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre" (Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979, núm. 4). Así, aprovechando la ocasión de mi presencia hoy en la sede de la UNESCO, yo, hijo de la humanidad y Obispo de Roma, me dirijo directamente a ustedes, hombres de ciencia, a ustedes que están reunidos aquí, a ustedes, las más altas autoridades en todos los campos de la ciencia moderna. Y me dirijo, a través de ustedes, a sus colegas y amigos de todos los países y de todos los continentes. Me dirijo a ustedes en nombre de esta terrible amenaza que pesa sobre la humanidad y, al mismo tiempo, en nombre del futuro y del bien de esta humanidad en el mundo entero. Y les suplico: despleguemos todos nuestros esfuerzos para instaurar y respetar, en todos los campos de la ciencia, la primacía de la ética. Despleguemos sobre todo nuestros esfuerzas para preservar la familia humana de la horrible perspectiva de la guerra nuclear. Ya traté este tema ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, en Nueva York, el 2 de octubre del año pasado. Hoy les hablo a ustedes. Me dirijo a su inteligencia y a su corazón, por encima de las pasiones, las ideologías y las fronteras. Me dirijo a todos aquellos que, por su poder político o económico, podrían verse inducidos, y muchas veces lo son, a imponer a los hombres de ciencia las condiciones de su trabajo y su orientación. Me dirijo sobre todo a cada hombre de ciencia individualmente y a toda la comunidad científica internacional. Todos ustedes unidos representan una potencia enorme: la potencia de las inteligencias y de las conciencias. ¡Muéstrense más poderosos que los más poderosos de nuestro mundo contemporáneo! Decídanse a demostrar la más noble solidaridad con la humanidad: la que se funda en la dignidad de la persona humana. Construyan la paz, empezando por su fundamento: el respeto de todos los derechos del hombre, los que están ligados a su dimensión material y económica, y los que están ligados a la dimensión espiritual e interior de su existencia en este mundo. ¡Que la sabiduría les inspire! ¡Que el amor les guíe, este amor que ahogará la amenaza creciente del odio y de la destrucción! Hombres de ciencia, comprometan toda su autoridad moral para salvar a la humanidad de la destrucción nuclear.

23. Se me ha concedido realizar hoy uno de los deseos más vivos de mi corazón. Se me ha concedido penetrar, aquí mismo, en el interior del Areópago, que es el del mundo entero. Se me ha concedido decirles a todos ustedes, miembros de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, a ustedes que trabajan por el bien y la reconciliación de los hombres y de los pueblos a través de todos los campos de la cultura, la educación, la ciencia y la información, decirles y gritarles desde el fondo del alma: ¡Sí! ¡El futuro del hombre depende de la cultura! ¡Si! ¡La paz del mundo depende de la primacía del Espíritu! ¡Si! ¡El porvenir pacífico de la humanidad depende del amor! Su contribución personal, señoras y señores, es importante, es vital. Se sitúa en el planteamiento correcto de los problemas a cuya solución consagran su servicio. Mi palabra final es ésta: No se detengan. Continúen. Continúen siempre.

Juan Pablo II Aula Magna de la Universidad de La Habana, encuentro con el "mundo de la cultura"23 de enero de 1998

1. Es para mí un gozo encontrarme con Ustedes en este venerable recinto de la Universidad de La Habana. A todos dirijo mi afectuoso saludo y, en primer lugar, quiero agradecer las palabras que el Señor Cardenal Jaime Ortega y Alamino ha tenido a bien dirigirme, en nombre de todos, para darme la bienvenida, así como el amable saludo del Señor Rector de esta Universidad, que me ha acogido en esta Aula Magna. En ella se conservan los restos del gran sacerdote y patriota, el Siervo de Dios Padre Félix Varela, ante los cuales he rezado. Gracias, Señor Rector, por

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presentarme a esta distinguida asamblea de mujeres y hombres que dedican sus esfuerzos a la promoción de la cultura genuina en esta noble nación cubana.

2. La cultura es aquella forma peculiar con la que los hombres expresan y desarrollan sus relaciones con la creación, entre ellos mismos y con Dios, formando el conjunto de valores que caracterizan a un pueblo y los rasgos que lo definen. Así entendida, la cultura tiene una importancia fundamental para la vida de las naciones y para el cultivo de los valores humanos más auténticos. La Iglesia, que acompaña al hombre en su camino, que se abre a la vida social, que busca los espacios para su acción evangelizadora, se acerca, con su palabra y su acción, a la cultura. La Iglesia católica no se identifica con ninguna cultura particular, sino que se acerca a todas ellas con espíritu abierto. Ella, al proponer con respeto su propia visión del hombre y de los valores, contribuye a la creciente humanización de la sociedad. En la evangelización de la cultura es Cristo mismo el que actúa a través de su Iglesia, ya que con su Encarnación «entra en la cultura» y «trae para cada cultura histórica el don de la purificación y de la plenitud» (Conclusiones de Santo Domingo, 228). «Toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana» (Discurso en la ONU, 5 octubre 1995, 9). Respetando y promoviendo la cultura, la Iglesia respeta y promueve al hombre: al hombre que se esfuerza por hacer más humana su vida y por acercarla, aunque sea a tientas, al misterio escondido de Dios. Toda cultura tiene un núcleo íntimo de convicciones religiosas y de valores morales, que constituye como su «alma»; es ahí donde Cristo quiere llegar con la fuerza sanadora de su gracia. La evangelización de la cultura es como una elevación de su «alma religiosa», infundiéndole un dinamismo nuevo y potente, el dinamismo del Espíritu Santo, que la lleva a la máxima actualización de sus potencialidades humanas. En Cristo, toda cultura se siente profundamente respetada, valorada y amada; porque toda cultura está siempre abierta, en lo más auténtico de sí misma, a los tesoros de la Redención.

3. Cuba, por su historia y situación geográfica, tiene una cultura propia en cuya formación ha habido influencias diversas: la hispánica, que trajo el catolicismo; la africana, cuya religiosidad fue permeada por el cristianismo; la de los diferentes grupos de inmigrantes; y la propiamente americana. Es de justicia recordar la influencia que el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, de La Habana, ha tenido en el desarrollo de la cultura nacional bajo el influjo de figuras como José Agustín Caballero, llamado por Martí «padre de los pobres y de nuestra filosofía», y el sacerdote Félix Varela, verdadero padre de la cultura cubana. La superficialidad o el anticlericalismo de algunos sectores en aquella época no son genuinamente representativos de lo que ha sido la verdadera idiosincrasia de este pueblo, que en su historia ha visto la fe católica como fuente de los ricos valores de la cubanía que, junto a las expresiones típicas, canciones populares, controversias campesinas y refranero popular, tiene una honda matriz cristiana, lo cual es hoy una riqueza y una realidad constitutiva de la Nación.

4. Hijo preclaro de esta tierra es el Padre Félix Varela y Morales, considerado por muchos como piedra fundacional de la nacionalidad cubana. Él mismo es, en su persona, la mejor síntesis que podemos encontrar entre fe cristiana y cultura cubana. Sacerdote habanero ejemplar y patriota indiscutible, fue un pensador insigne que renovó en la Cuba del siglo XIX los métodos pedagógicos y los contenidos de la enseñanza filosófica, jurídica, científica y teológica. Maestro de generaciones de cubanos, enseñó que para asumir responsablemente la existencia lo primero que se debe aprender es el difícil arte de pensar correctamente y con cabeza propia. Él fue el primero que habló de independencia en estas tierras. Habló también de democracia, considerándola como el proyecto político más armónico con la naturaleza humana, resaltando a la vez las exigencias que de ella se derivan. Entre estas exigencias destacaba dos: que haya personas educadas para la libertad y la responsabilidad, con un proyecto ético forjado en su interior, que asuman lo mejor de la herencia de la civilización y los perennes valores trascendentes, para ser así capaces de emprender tareas decisivas al servicio de la comunidad; y, en segundo lugar, que las relaciones humanas, así como el estilo de convivencia social, favorezcan los debidos espacios donde cada persona pueda, con el necesario respeto y solidaridad, desempeñar el papel histórico que le corresponde para dinamizar el Estado de Derecho, garantía esencial de toda convivencia humana que quiera considerarse democrática El Padre Varela era consciente de que, en su tiempo, la independencia era un ideal todavía inalcanzable; por ello se dedicó a formar personas, hombres de conciencia, que no fueran soberbios con los débiles, ni débiles con los poderosos. Desde su exilio de Nueva York, hizo uso de los medios que tenía a su alcance: la correspondencia personal, la prensa y la que podríamos considerar su obra cimera, las Cartas a Elpidio sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con la sociedad, verdadero monumento de enseñanza moral, que constituye su precioso legado a la juventud cubana. Durante los últimos treinta años de su vida, apartado de su cátedra habanera, continuó enseñando desde lejos, generando de ese modo una escuela de pensamiento, un estilo de convivencia social y una actitud hacia la patria que deben iluminar, también hoy, a todos los cubanos. Toda la vida del Padre Varela estuvo inspirada en una profunda espiritualidad cristiana. Ésta es su motivación más fuerte, la fuente de sus virtudes, la raíz de su compromiso con la Iglesia y con Cuba: buscar la

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gloria de Dios en todo. Eso lo llevó a creer en la fuerza de lo pequeño, en la eficacia de las semillas de la verdad, en la conveniencia de que los cambios se dieran con la debida gradualidad hacia las grandes y auténticas reformas. Cuando se encontraba al final de su camino, momentos antes de cerrar los ojos a la luz de este mundo y de abrirlos a la Luz inextinguible, cumplió aquella promesa que siempre había hecho: «Guiado por la antorcha de la fe, camino al sepulcro en cuyo borde espero, con la gracia divina, hacer, con el último suspiro, una protestación de mi firme creencia y un voto fervoroso por la prosperidad de mi patria» (Cartas a Elpidio, tomo I, carta 6, p. 182).

5. Ésta es la herencia que el Padre Varela dejó. El bien de su patria sigue necesitando de la luz sin ocaso, que es Cristo. Cristo es la vía que guía al hombre a la plenitud de sus dimensiones, el camino que conduce hacia una sociedad más justa, más libre, más humana y más solidaria. El amor a Cristo y a Cuba, que iluminó la vida del Padre Varela, está en la raíz más honda de la cultura cubana. Recuerden la antorcha que aparece en el escudo de esta Casa de estudios: no es sólo memoria, sino también proyecto. Los propósitos y los orígenes de esta Universidad, su trayectoria y su herencia, marcan su vocación de ser madre de sabiduría y de libertad, inspiradora de fe y de justicia, crisol donde se funden ciencia y conciencia, maestra de universalidad y de cubanía. La antorcha que, encendida por el Padre Varela, había de iluminar la historia del pueblo cubano, fue recogida, poco después de su muerte, por esa personalidad relevante de la nación que es José Martí: escritor y maestro en el sentido más pleno de la palabra, profundamente democrático e independentista, patriota, amigo leal aun de aquellos que no compartían su programa político. Él fue, sobre todo, un hombre de luz, coherente con sus valores éticos y animado por una espiritualidad de raíz eminentemente cristiana. Es considerado como un continuador del pensamiento del Padre Varela, a quien llamó «el santo cubano».

6. En esta Universidad se conservan los restos del Padre Varela como uno de sus tesoros más preciosos. Por doquier, en Cuba, se ven también los monumentos que la veneración de los cubanos ha levantado a José Martí. Y estoy convencido de que este pueblo ha heredado las virtudes humanas, de matriz cristiana, de ambos hombres, pues todos los cubanos participan solidariamente de su impronta cultural. En Cuba se puede hablar de un diálogo cultural fecundo, que es garantía de un crecimiento más armónico y de un incremento de iniciativas y de creatividad de la sociedad civil. En este país, la mayor parte de los artífices de la cultura —católicos y no católicos, creyentes y no creyentes— son hombres de diálogo, capaces de proponer y de escuchar. Los animo a proseguir en sus esfuerzos por encontrar una síntesis con la que todos los cubanos puedan identificarse; a buscar el modo de consolidar una identidad cubana armónica que pueda integrar en su seno sus múltiples tradiciones nacionales. La cultura cubana, si está abierta a la Verdad, afianzará su identidad nacional y la hará crecer en humanidad. La Iglesia y las instituciones culturales de la Nación deben encontrarse en el diálogo, y cooperar así al desarrollo de la cultura cubana. Ambas tienen un camino y una finalidad común: servir al hombre, cultivar todas las dimensiones de su espíritu y fecundar desde dentro todas sus relaciones comunitarias y sociales. Las iniciativas que ya existen en este sentido deben encontrar apoyo y continuidad en una pastoral para la cultura, en diálogo permanente con personas e instituciones del ámbito intelectual. Peregrino en una Nación como la suya, con la riqueza de una herencia mestiza y cristiana, confío que en el porvenir los cubanos alcancen una civilización de la justicia y de la solidaridad, de la libertad y de la verdad, una civilización del amor y de la paz que, como decía el Padre Varela, «sea la base del gran edificio de nuestra felicidad». Para ello me permito poner de nuevo en las manos de la juventud cubana aquel legado, siempre necesario y siempre actual, del Padre de la cultura cubana; aquella misión que el Padre Varela encomendó a sus discípulos: «Diles que ellos son la dulce esperanza de la patria y que no hay patria sin virtud, ni virtud con impiedad».