devon cuentos de mentes
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Antología de cuentos ilustrados por Lorenzo Rubio (texto) y Pablo Balboa (dibujos).TRANSCRIPT
Diario de un ventrílocuo
1 de noviembre de 1981
Llevaba tiempo queriendo empezar a escribir en un diario. El profesor de Lengua nos ha
insistido varias veces en que es una buena forma de hablar contigo mismo sin parecer loco y ha
perseverado en que así practicaríamos la expresión escrita. La verdad es que lo hubiese hecho ya
antes, pero mi padre no me daba más dinero. “Mucho nos hemos gastado ya con los libros de
texto”, siempre me dice. Pero en esta ocasión era algo también del cole y para mi futuro ¿no? Pues
entonces... Bueno que al final se ha decidido y aquí estoy escribiendo.
Diario solo a ti, y a mí mismo, voy a contarte mis experiencias. Yo haré como que tú me
escuchas o me lees y así te seguiré contándote estas nuestras aventuras que viviremos juntos.
Comencemos, nuevo amigo.
El viernes pasado en clase de Teatro nos hablaron de algo que solo he visto alguna vez por la
televisión. La profesora dijo que lo llaman ventriloquia. A mí me parece casi más raro el sustantivo
que lo que hacen los ventrílocuos. Nos explicó que esta palabra tan larga y extraña proviene del
latín, una lengua que hablaban los romanos y que significa el que habla con el vientre. También
comentó la maestra que estos actores son capaces de mudar su propia voz en otras muy diferentes y
que incluso son capaces de hablar casi sin mover los labios. Lo primero que pensé es que vaya
suerte tienen. Me gustaría a mí poder hablar sin mover los labios, así nunca me pillarían en clase
cuchicheando.
Lo mejor de todo es que la profesora nos ha anunciado que la próxima semana nos visitará el
Doctor Voz. Nos ha dicho que es todo un profesional de la magia y del circo, sobre todo, en la
ventriloquia y, por ello, nos hará una actuación a todos los de octavo curso.
Estoy impaciente por ver actuar al Doctor Voz. Me pregunto cómo vendrá vestido, cómo
serán esas voces que sabe imitar y cómo lo hará sin mover los labios.
6 de noviembre de 1981
Querido diario, no podía dejarte sin contar cómo nos ha ido la actuación del Doctor Voz. Ha
sido para mí toda una sorpresa. Me pasé la semana entera pensando en cómo sería ese señor. Me
imaginé que vendría vestido de médico e imitaría las voces de sus pacientes. Pero no ha sido así. No
hubiera dado con la respuesta por mucho que le hubiese dado vueltas a la cabeza.
Cuando hemos entrado al salón de actos, que es donde ha actuado el Doctor Voz, estaba todo
oscuro. Las luces apagadas y las ventanas tapadas con telas negras para que no entrase la luz.
Habían adaptado el espacio a base de luz negra, como lo han llamado, para que solo viésemos
colores blancos muy brillantes. Por medio de unas indicaciones, que destacaban entre tanta tiniebla,
hemos sabido dónde sentarnos y hacia dónde debíamos mirar para presenciar el espectáculo. Desde
el principio, nos han mantenido intrigados. Alguno ha pasado miedo desde el inicio. La verdad,
diario, es que ha habido momentos en que yo también lo he pasado, pero no se lo digas a nadie.
Una vez que ya todos estábamos en silencio y organizados, ha comenzado la actuación. Ha
salido primero en escena el Doctor Voz y se ha presentado. Su aspecto era terrorífico. Su vestimenta
elegante y, a la vez, siniestra. Los efectos de la luz nos dejaban entrever que iba de traje negro y
camisa de cuello blanca. Su silueta la podíamos intuir gracias a una línea blanca y ancha que le
bordeaba por todo su cuerpo. Iba con un bombín negro, también provisto de una ancha franja
blanca, que bordeaba todo el sombrero. Pero lo más impresionante era su rostro. No se le veían los
ojos, pero una oscura fosa negra nos decía que las cuencas de ellos existían, dejando en todo un
misterio si yacían en ellas pupilas o la nada. Toda su faz era como una pequeña nube luminiscente;
parecía un sol irradiando su luz en el fondo del océano. Daba la impresión, al mismo tiempo, de que
poseía cara y de que no la tenía. Su boca y sus labios se dejaban notar en ese semblante tan siniestro
y extraño. Supongo que era así, porque un ventrílocuo tiene que tener visible su instrumento de
trabajo.
El Doctor Voz ha comenzado a hablar después de una carcajada infernal, que nos ha dado el
primer susto a todos. Se ha presentado como un demiurgo que iba a dar vida a unos pequeños
personajes y, en especial, a Devon, el protagonista de la historia. Nos ha contado que Devon es un
niño que nació sin alma y, así, se lo dijeron a sus padres muchos médicos, que no entendían el
porqué de su carácter tan introvertido y el porqué de no haber sonreído en toda su vida. Cuando ha
salido en escena Devon, casi me muero del miedo. El ventrílocuo ha empezado a narrar su historia,
a hacerle pronunciar palabras a ese títere con aspecto demoníaco llamado Devon. Pero antes, ha
cogido al muñeco, que destacaba por su cabezón brillante en esa triste oscuridad, y nos lo ha puesto
delante de nuestra cara a los que estábamos sentados en primera fila.
No te lo vas a creer diario, pero a mí me ha dado la impresión de que ese ente tenía vida
propia, de que no era inerte, de que ese muñeco no era inanimado. Su mirada acechante me ha
producido un escalofrío, como el que uno sentiría cuando alguien le amenaza de muerte. Tonterías,
he pensado después, ¿verdad, amigo de papel?
El Doctor Voz ha continuado con la historia de Devon conforme avanzaba el espectáculo.
Nos ha narrado que ese muñeco de siniestra catadura, debido a su enfermedad anímica, ha destinado
toda su vida a raptar las almas de los demás y que lo continuará haciendo hasta que diese con la
suya. Y así nos ha desarrollado toda su oscura biografía. Nos ha revelado que, a través de su
penetrante mirada, Devon es capaz de absorber las almas de todos los humanos.
¡Pobres, los títeres que han aparecido en escena! Tendrías que haberlos visto. Salían alegres,
felices por vivir, por sentir como sienten los humanos, saltando y bailando, llenos de luminiscencia,
hasta que Devon les ha echado esa maldición con su mortuoria mirada y les ha dejado en la inmensa
oscuridad, tristes, apagados, deprimidos y sin sentimientos como las mismas piedras inertes y
pasivas. Lo más intrigante, que ha llevado a que la mayoría de los niños gritásemos de nuevo, ha
sido el final, pues, cuando todos creíamos que Devon cambiaría, encontraría su alma y devolvería
las robadas a sus dueños, el Doctor Voz ha concluido la actuación advirtiéndonos con esa voz tan
terrorífica:
—¡Niños, estad alerta, pues Devon sigue caminando solo por las tinieblas en busca de más
almas que sacien su sed de vida y le alimenten de sensaciones humanas! Los próximos podéis ser
vosotros, esta misma noche o quién sabe si cuando menos lo esperéis en vuestra vida.
Y qué quieres que te diga, diario mío, una de las razones por las que aún te estoy escribiendo
es por el miedo que tengo de que esta noche entre Devon por mi ventana lleno de luminiscencia y se
beba mi alma.
18 de noviembre de 1981
Lo siento, diario, por este periodo de tiempo que no te he escrito. He tenido muchas cosas
que hacer en unos días y, en otros, me venció la pereza. Me gustaría decirte, en primer lugar, que
creo que he superado mi insomnio provocado por Devon. Ahora duermo de un tirón, pero las
primeras noches, después de aquella actuación en el salón de actos, me desvelaba una y otra vez, al
parecerme escuchar sus siniestras carcajadas y sentir como si sus ojos se sobrepusiesen en los míos.
Me despertaba con la piel de gallina, sí de gallina, miedoso como un gallina.
Quedé tan impactado que durante estos días he intentado imitar al Doctor Voz. Incluso, ¡no
te lo vas a creer!, he ido a la biblioteca a buscar información sobre ventriloquia. Me he informado
de los primeros pasos y de los primeros trucos para ponerla en práctica. ¿Sabías que los sonidos más
difíciles para los ventrílocuos son el de la f y el de la p? Estoy practicando con la respiración
abdominal e, incluso, ya hago mis primeras palabras con los labios pegados, o casi pegados. Ensayo
con todo lo que me encuentro por la casa. Hasta el otro día cogí con una mano a mi madre por el
pescuezo y con la otra le agarré el brazo e intenté imitar su voz como si hablase ella. ¡Qué risa nos
entró! Desde ese día mis padres saben que me encanta este arte, porque, a mi parecer, es todo un
arte esto de la ventriloquia.
Bueno voy a dejar de escribirte, porque quiero que me escuches en uno de mis ensayos. Voy
a coger un peluche y le voy a hacer hablar. No te voy a cerrar de par en par con el fin de que no te
pierdas nada de mi actuación.
23 de noviembre de 1981
¿Sabes una cosa? Mi padre, como ve que me encanta lo de hacer voces, me está ayudando a
crear un muñeco para que empiece a hacer mis propias actuaciones. No ha entendido muy bien el
porqué de querer que mi pelele vista de negro y tenga un aspecto nada gracioso. Es normal, él no
conoce a Devon. Yo ahora empiezo a conocerlo mejor, gracias a que el Doctor Voz me lo presentó
aquel viernes en el salón de actos.
¡Ah! Tengo otra novedad. Nos vamos a mudar a una casa a las afueras de la ciudad.
“Viviremos más tranquilos en la montaña”, dice mi padre para convencer a mi madre y creo que a él
mismo. La verdad es que a mí me da igual porque me voy a llevar a mis mejores amigos. A ti diario,
por supuesto, y, cuando esté acabado, a mi Devon. Lo único que es un rollo eso de hacer la
mudanza y rellenar de pertenencias cajas y más cajas de cartón.
11 de marzo de 1984
Por fin te he encontrado. Y no me vas a creer. Pensarás que me he olvidado de ti. Han
pasado casi dos años y medio desde la última vez que nos hablamos. De nuevo, te pido perdón.
Todo fue por la mudanza. Metimos las cosas en las cajas y desapareciste. Hoy, por la mañana,
mientras mi madre hacía la limpieza general de mi nuevo hogar, te ha encontrado entre cartones,
que aún estaban precintados desde que nos fuimos de la ciudad. En compensación, te voy a contar
muchas cosas que han pasado desde entonces. Creo que he madurado, ya no soy el niño que
conociste.
Desde que llegamos aquí han pasado cosas muy extrañas, aunque yo prefiero llamarlas
interesantes. Cuando nos instalamos en este hogar, mi padre acabó de elaborar mi nuevo
compañero. Él decía que con un amigo estaría más relajado, durmiendo junto al muñeco, al que
bauticé como Devon. Aunque mi padre hubiese preferido engendrarme otro pelele con una imagen
más simpática, al final, me hizo caso e hizo a Devon a mi medida, como yo se lo pedí: con el pelo
moreno y corto; con el rostro pálido y, un tanto, enfermizo; con unos ojos saltones y verdes con
algunas venas rojas marcadas en la esclerótica; con cejas expresivas; con labios carnosos de color
rojo pasión; y vestido de traje y zapatos negros, acompañados de camisa de cuello blanco y una
pajarita de color azul mar.
Devon, el muñeco perfecto para, junto a él, seguir experimentando con la ventriloquia.
Nunca imaginé que nuestra relación llegaría a ser tan íntima. Así, empecé a hacer las prácticas con
él. Cada día mejoraba en articular sonidos sin mover la boca. He llegado a practicar tanto que creo
que por las noches hablo solo o me habla la casa. Mientras duermo, escucho voces, las cuales me
llevan a pensar que practico dormido o que la propia casa ha aprendido ventriloquia y usa cualquier
peluche de mi habitación para mandarme mensajes.
Me notaba tan preparado en este arte que concerté mi primera actuación. Invité a mis amigos
del instituto a que me vieran en faena. Era nuestra presentación, la mía y la de Devon. Para no
plagiar el nombre del Doctor Voz, me puse como nombre Doctor Eco. El señor Voz había sido mi
inspiración y no encontré un honor más grande que bautizarme así. De esta guisa, aparecimos el día
de nuestra actuación. La función me salió como si fuera todo un experto. Llegué a dudar si el
Doctor Voz lo hubiese hecho mejor. Mis compañeros de clase quedaron admirados y atemorizados,
pues mis intervenciones siempre las iba a realizar tal y como nos enseñó el maestro y, de este modo,
obré.
Te voy a revelar un secreto. Sé que no soy tan bueno. Algo pasó durante la actuación. Nada
más meter la mano por el agujero del cuello de Devon, el que me permitía mover su boca para
emular como que hablaba solo el muñeco, sentí un cambio en mi mano. Se transmutó. Mi
extremidad se aunó con el muñeco y se convirtió en una extensión de ella. Al mismo tiempo, noté
que algo pasaba en el interior de mi organismo. Al principio no supe de qué se trataba. No me dolió,
pero sentí un gusanillo en mi interior. Nada más comenzar la actuación, se despejaron todas mis
dudas. Una fuerza misteriosa me había unido a Devon y, en el momento que iba a hacer las voces de
ventrílocuo, todo salió perfecto, pues las voces del muñeco las controlaba alguien o algo; ese
alguien hacía uso de mi aparato fonador para comunicarse. Era yo el que hablaba y, a la vez, no lo
era. Entre Devon y yo se había formado una simbiosis durante la función.
Cuando el espectáculo acabó, todos mis compañeros me aplaudieron. Algunos terminaron un
tanto contrariados, porque, según me comentaron, a una actuación de tanto miedo había que venir
preparados y ya avisados con antelación.
Nunca me pasó lo mismo en los ensayos, mas en las actuaciones que, pronto comenzaron a
concertarse varias, siempre ocurrió esa simbiosis. Mis padres, amigos, familiares e, incluso, los
profesores del instituto se asombraban en cómo era posible que pusiese en práctica de modo tan real
la ventriloquia. Tan bien que incluso me ha llegado a preocupar esa sensación extraña que noto en
plena actuación. Creo que lo voy teniendo más claro. Cada día toma cuerpo esa impresión que tuve
en el salón de actos respecto a Devon.
15 de abril de 1984
He realizado muchos espectáculos durante este último mes. Consigo de todos nuestro
público, niños o adultos, lo que busco. Cuando veo sus caras pálidas, con esos ojos pidiendo un
rescate que los libere del pavor que sufren mientras la función se desarrolla, cuando oigo esos
alaridos de pánico, al mirar a los prominentes ojos verdes marcados por la sangre de mis venas, y
cuando contemplo las muecas de horror en sus caras, es cuando más disfruto.
Gracias al Doctor Eco sé cuál es mi destino y a qué dedicaré mi futuro. Se lo he comunicado
a mis padres. Ya estoy cobrando por mis funciones y voy a empezar una nueva vida independiente,
en cuanto haya reunido el suficiente dinero. Se empieza a conocerme. El Doctor Voz ha muerto y ha
nacido su réplica.
Devon me ha cambiado la vida. Me ha dirigido hacia un mundo que no conocía. Tengo
nuevos objetivos. Nos iremos juntos adónde el destino nos lleve. Necesitamos inocentes para
sobrevivir. Lo vamos a conseguir. Queremos ser eternos. Nunca ha existido un ventrílocuo tan
magnífico. Voy a ser el eco de Devon. No existe mi anterior yo. Ahora somos el Doctor Eco y
Devon.
14 de abril de 1988
Queridas víctimas, me llamo el Doctor Eco, y aquí os presento a mi amigo inseparable
Devon. Os hemos reunido aquí porque os necesitamos para sobrevivir. Nos alimentamos de vuestras
almas. Para ello, necesito que miréis fijamente a los ojos de Devon, a esas pupilas sorbedoras de
vida. Él no tiene alma como todos vosotros. Ha nacido así. Sin alegría, sin amor, sin saber lo que es
el cariño de una madre, ni de un padre; no sabe lo que es la fraternidad, ni la amistad. Solo ha
venido a este mundo a que los demás seamos como él. Solo así podrá seguir con vida. Vuestro
temor le hace fuerte. En cuanto salgáis de aquí, vais a conocer de primera mano cómo es él en
realidad, su sufrimiento; cómo es estar muerto en vida; solo así nos daréis la eternidad. Vuestras
ánimas son nuestra respiración. Ya no hay escapatoria. Nuestro arte no deja indiferente a nadie. Hay
un antes y un después de conocer al Doctor Eco. Su voz os resonará para siempre en vuestra mente.
La palabra muerte la tendréis grabada y tatuada eternamente en vuestros cerebros.
Devon seguirá buscando el alma que se le negó. La suya, la que le pertenecía y alguien le
arrebató. Hasta que no la encuentre no va a saciar su sed. Solo hay una vía de escape, pero solo para
Devon. Los humanos que lo habéis conocido estáis condenados. Su única salida es encontrar al
humano que le ha secuestrado su espíritu.
10 de febrero de 1991
Voy a apoderarme de mi alma. Tras años y años de búsqueda sé dónde se encuentra. Por fin
voy a poder vivir. Voy a vengarme de la humanidad que me ha condenado a subsistir sin sentido
solo para que otros puedan disfrutar. Nunca lo he querido permitir. Esa ha sido la razón de mi
existencia. Aterrorizar la raza que me ha amargado desde que me engendraron. Pero el fin está
cerca.
21 de febrero de 1991
Estoy preocupado. Me cuesta concentrarme. Tengo reminiscencias de lo que yo era. De mis
adorables padres, esos que lo dieron todo por mi futuro. Creo que esa palabra ya no existe en mí
consciencia; el presente tampoco. No me pertenece. Necesito una salida. ¿Me estoy volviendo loco?
Hay algo que no llego a entender, que se evade de mi mente, que no me deja escribir...
22 de febrero de 1991
Te escribo porque nos conocemos desde hace ya casi diez años. Me preocupas. Me angustia
que perdamos nuestra relación ¿podríamos llamar epistolar? Sé todo de ti. Soy ahora mismo tu
personalidad. Tú me das vida. Él las quita.
Yo soy el que más lo entiende. Al igual que él, te necesito para vivir. Si no me escribes, no
vivo, no siento. Yo soy tu verdadero otro yo. Los dos te queremos para nosotros, te necesitamos.
Uno es el ángel, el otro el demonio. Escoge bien. O, al menos, sé libre. No te inmoles en esa oscura
caverna.
A estas alturas de nuestra vida, pienso en el día que me creaste. Lo que creímos ver en
nuestro futuro no lo somos, pero tienes tiempo. Revierte esta situación. Que no te domine. Recuerda
en cómo te veías a la edad que tienes ahora. Llevaríamos años hablando del amor en todos sus
sentidos. Conversaríamos de esas personas que sé que en el fondo recuerdas y que nunca te han
dejado de lado. Ha sido él quien os ha separado. Añoramos a los que te dieron vida; echamos de
menos no habernos incendiado por la llama del amor, como sí se han quemado los pocos amigos
que se han librado del hielo de la soledad y el quebranto eterno que inoculas. Tú eres inocente.
Confío en ello. Es lo único que nos queda para no arder en el infierno. Sigue escribiéndome, como
hoy. Solo así sabré que aún tienes momentos lúcidos, en los que aún piensas por ti mismo.
7 de marzo de 1992
Querido amigo del Doctor Eco, no podía dejar de comunicarte que he hecho un nuevo
muñeco. Es como un espejo. Tiene tú misma cara; tus mismos labios, esperando a que los uses para
sonreír; un rostro entristecido por años de contención, de retención de sentimientos en un corazón a
punto de explotar. Yo te domino. Te aflijo. Tú también tienes que padecer. No tienes escapatoria. Yo
elijo ahora mismo lo que tu mente habla en silencio.
1 de noviembre de 1993
Querido diario, soy Devon. Te escribo para despedirme de su parte, de tu amado amigo, el
Doctor Eco. Habéis crecido juntos, pero no lo has protegido lo suficiente. Durante todos estos años,
he buscado el alma que me robó. El destino nos unió. Desde aquel día que lo vi en el salón de actos
del instituto, sentí que la poseía él. Solo me faltaba acercarme y asegurarme.
Nacimos el mismo día. Él nació del vientre de su madre, el mismo día que el Doctor Voz
terminó de darme el último retoque. Las almas se cruzaron. La mía se dirigía a este cuerpo. Me
pertenece es mía. La suya debió de ser la del títere del Doctor Voz. Tuve que mudar el éter de
nuestras vidas para conseguir deshacerme del ventrílocuo luminiscente, al mismo tiempo que su
padre volvió a engendrarme. Todo tenía que estar calculado o me quedaría en el limbo para siempre.
Salió bien. Vi mi luz. Al final yo fui su ventrílocuo.
Pero hoy recuperaré mi alma para siempre. Su muerte me liberará.
El 1 de noviembre de 1993 se oyeron gritos de pánico en la oscura morada del Doctor Voz y
de Devon. Uno defendiéndose, aferrándose a la vida; otro, luchando por la vida secuestrada que
pensó que siempre fue suya.
Una puñalada en ese corazón que no disfrutó los placeres de una vida humana libre de
cadenas. Un hombre yerto en la pasión del suelo. El ángel y el caído. Un alma y una obsesión
esquizofrénica demente fenecidas al unísono.
El juego del ahorcado
El inspector Devon era un hombre comprometido con su trabajo. Había llevado una
trayectoria impecable y no se le resistía ningún criminal. Por muy duradero o extremo que hubiese
sido el caso, al final siempre, liderando un excelente equipo humano de agentes, había conseguido
atrapar a los malhechores. Ahora se acercaba la hora de su jubilación, algo a lo que él quería
resistirse. De hecho, debido a su gran carrera profesional, le habían facilitado su trabajo en el
cuerpo en estos últimos meses y sus funciones habían sido anecdóticas y, meramente, presenciales.
No era lo que él hubiese deseado. Su voluntad siempre había sido retirarse resolviendo un caso
inaudito, que acentuase su fama. No quería irse de este mundo, habiendo sido uno más,
simplemente un buen inspector más. Desde su primer día como policía, él quiso ser recordado como
el maestro de todos sus sucesores. Para ello, trabajó desde siempre incansable y, por ende, su último
día no podía ser uno cualquiera dentro de los miles dedicados al servicio de la seguridad ciudadana.
Por desgracia para él, según opino yo, y por fortuna para el inspector, su retirada no iba a ser
un camino de rosas. Un caso excepcional, del que él sería el verdadero protagonista, le iba a venir
de modo abrupto; un proceso que pasaría a la historia.
Todo comenzó una mañana de lunes, cuando sonó el despertador del inspector Devon
puntual a las cinco y media de la mañana. Él siguió la rutina matinal a la que le encaminaban esos
funestos ruidos que acaban con tu descanso diario. Tras intentar alcanzar el botón de desconexión
de la alarma a base de manotazos a ciegas, consiguiéndolo al sexto intento, dio paso ahora a buscar
la llave de la luz, situada más a su alcance. En esta ocasión, acertó a la primera e iluminó
plácidamente su habitación. Sus ya vetustos ojos parpadearon, intentando despegarse de esa pereza
convertida en auténticos adhesivos que pegaban sus pestañas. Al abrirlos y echar la primera mirada
con sus pupilas libres de obstáculos somnolientos, buscó el cajón de los pañuelos de papel que la
mucosidad alérgica de su nariz le reclamaba. Pero algo llamó su atención en la mesita de noche: una
carta. Allí reposaba un sobre.
“Para el inspector Devon. Su último caso”, rezaba la misiva.
Él no la había dejado allí. Y nadie más vivía en esa casa. El agente, debido a la exclusividad
que le reclamaba su trabajo, había decidido llevar una vida en solitario tras divorciarse, hacía ya
más de trece años, de un matrimonio sin hijos.
Pero volvamos al momento, en el que el inspector Devon con síntomas de somnolencia y
alergia, descubre una carta en su mesita de noche. El sexagenario se fijó en la misiva y, a causa de
su larga experiencia, ya intuía que se trataba de algo truculento. Por ello, decidió levantarse rápido e
ir directo al baño, olvidando por unos minutos ese misterioso caso que le absorbería el final de su
carrera, a asearse y poder así tomar contacto con ese intrigante mensaje del todo despejado.
Desnudo, pero ya con todos los sentidos activos, tomó la carta y la abrió:
Señor inspector Devon,
Iré directo al grano. Voy a explicarle cuál será su último caso a resolver, ahora que solo le
restan unos días para jubilarse, sí ha leído bien 'su último caso', no pida ayuda a los suyos. Como
sabe, sus últimos meses han sido soporíferos en el cuartel; eso se va a acabar. Ha llegado el
momento de que se divierta. Jugaremos a un juego para distraernos. ¿Conoce el ahorcado? Seguro
que sí, no harán falta muchos detalles.
Tiene cinco oportunidades para desvelar las seis letras que me descubrirán. Si no consigue
revelar quién soy, descansará en paz. Si consigue desvelarme, me enjuiciaré yo mismo y arderé en
los fuegos del infierno condenado por una eternidad. Quédese con la primera letra de cada
incógnita.
Hay seis seres en peligro de muerte. Protéjalos durante 48 horas a cada uno después de mis
avisos. Le iré facilitando las pistas y las pruebas a resolver que le llevarán a ellos. Pero, recuerde,
si va superando los enigmas, salvará a las víctimas, si no, apiádese de los inocentes.
Primera incógnita a resolver:
El mejor amigo del hombre, a veces, ¿no, querido inspector Devon?
___ ___ ___ ___ ___ ___ ___
Tendrá noticias mías más pronto que tarde.
¿Será una broma? No creo. Mis años de experiencia me dicen que esto va en serio. Es una
auténtica amenaza múltiple de muerte. Es evidente que me voy a enfrentar a un asesino en serie.
Debería hacer caso omiso a todo lo que me demande este criminal, pero es mi última acción, mi
oportunidad de retirarme a lo grande o de pasar a la historia como un mártir que dedicó toda su vida
a luchar contra la alta delincuencia.
Tengo que concentrarme e intentar entender paso a paso el mensaje. “Un juego... el
ahorcado... seis oportunidades... seis seres en peligro de muerte... y una pista... el mejor amigo del
hombre, a veces”. Este último aviso demuestra que es alguien que me conoce muy bien, alguien de
mi entorno, pero yo soy muy reservado. Además, intuyo que el mejor amigo del hombre se tiene
que referir a un perro y ese “a veces ¿no, querido inspector Devon?” es fácilmente identificable que
hace mención a un canino latoso. ¿Qué perros me han molestado alguna vez? La respuesta: muchos.
Es cierto que me agradan los caninos, sobre todo, cuando son cachorros, pero solo en los momentos
de asueto y para acariciarlos dos veces y jugar un par de minutos con ellos. Cuidarlos diariamente
no iría conmigo, por eso, nunca he tenido un sabueso como compañero de fatigas. Mi hermana
antes de fallecer sí tuvo un perro. Era muy maleducado y con el que me las vi una vez que fui a
hacer una reparación a casa de ella en su ausencia. Pero hace ya varios años de eso. Mi hermana
donó el perro tras este incidente. No sé nada de ese canino ahora, pero lo más probable es que esté
muerto. Lo que sí está claro es que ha sido el perro que más he odiado en mi vida, pero en el caso
de que se refiera a él ¿protegerlo, cómo? No puedo descartar esta opción, pero hay una posibilidad
más cercana. El dálmata del vecino. Siempre ladra cuando llega la hora de dormir, las pocas que la
vida me ha asignado de descanso. En esos momentos de ira, lo mataría. Cuadra con los espacios en
blanco. Dálmata cabe en esas casillas de la incógnita. Se me presentan dos opciones: vigilarlo
durante dos días o esperar la acción del asesino. ¿Y si lo mata él y me ahorro esos ladridos durante
mi jubilación? No desvaríes de nuevo. Estaré alerta, no me queda otra salida.
El inspector Devon bajó a la calle a vigilar el jardín del vecino ante la posible aparición del
criminal. Puso su cronómetro en hora para calcular 48 horas. Eran ya las siete y media de la mañana
cuando él bajó a comenzar a hacer las veces de vigía. Hacía ya media hora que habría comenzado
sus tareas en la comisaría, pero la relajada supervisión de la oficina, que era su único trabajo en los
últimos meses, le permitía sin problemas delegar su oficio en uno de sus ayudantes. Tras estar
durante dos horas dando paseos a corta distancia de la finca, decidió ir a almorzar a una cafetería,
desde cuyas terrazas podría seguir vigilando a ese canino, aunque no siempre lo mantenía
controlado, pues la libertad que su vecino permitía a su perro le daba la opción de entrar a casa y
salir al jardín siempre que quisiese.
El día transcurría con tranquilidad, con tanta parsimonia que Devon decidió acudir a su casa
a comer. Estuvo echando ojeadas desde su ventana, desde la cual solo podía percibir una reducida
porción del jardín, por la que el perro del vecino merodeaba en pocas ocasiones. Por la tarde, volvió
a acentuar la vigilancia. Él pensaba que el criminal estaría cerca, grabando sus movimientos uno a
uno, al igual que ellos hacían con los delincuentes en muchas ocasiones. A no ser que se hubiese
equivocado de sabueso o, incluso, existía la posibilidad de haber interpretado mal la incógnita. No
podía creerse cómo se había convertido durante dos de sus últimos días de trabajo en guardián de
perros. Por la noche, decidió sacar su coche y aparcarlo frente a la finca y pasar la madrugada
dentro del vehículo para continuar con la vigilancia. Así, pasó las primeras horas de la madrugada.
El sueño, la apacibilidad de la velada y el aburrimiento que le entró hicieron que sus ojos se
cerraran y Devon se quedase dormido dentro de su automóvil.
Error garrafal. ¿Cómo me he podido quedar dormido? ¿y si le ha pasado algo al perro
durante estas dos horas que habré dormido?
No le dio tiempo a contestarse. Eran las cinco y media, hora en la que normalmente sonaba
su despertador. Justo en ese momento miró por el retrovisor y dio un alarido que le salió de lo más
profundo de su alma. Nunca se había llevado un susto tan tremendo. Colgada de la parte inferior del
techo del coche, se encontró mirándole fijamente a sus ojos la desafiante cabeza decapitada del
perro, con su boca abierta y sus colmillos afilados, acariciándole la nariz. En uno de esos colmillos
había una nota enganchada.
¡Oh, inspector Devon! No ha sido capaz de superar la primera prueba. Me esperaba más
resistencia por su parte. Por esta vez, no ha sido usted quien ha pagado las consecuencias. No
siempre será así, se lo advierto. Estamos jugando al ahorcado y ya tiene la cabeza de su colgado.
La segunda incógnita que debe resolver es:
Palabra con doble sentido: Uno, su mayor fracaso; el otro, su mejor éxito.
___ ___ ___ ___ ___ ___
Tengo que poner en práctica todos mis sentidos. No me puedo permitir ni un error ante este
criminal. Está claro que sabe mucho más de mí de lo que yo intuía. Y que ha accedido a mi
vivienda. ¿Cómo ha sido posible que en solo dos horas matase al dálmata y lo colgase en mi coche
sin dejar huellas, ni pruebas, ni forzar la cerradura? ¿Estaré luchando contra lo que siempre temí: un
crimen perfecto? ¿Quién podrá ser? Me dijo que tomase la primera letra de cada incógnita. La d de
dálmata. Es cierto que no ha dicho que las letras fueran por orden. Pero ya sabemos que en su
nombre debe de existir esta letra. Habrá que seguir jugando para averiguarlo.
Por lo que parece este criminal ataca mi entorno. Tengo la sensación de que, poco a poco, se
va a ir acercando más a mí, a lo que me importa en este mundo, y de que me conoce bien, porque
¿qué significa mi mayor fracaso y mis mejores éxitos? ¿qué palabra puede significar las dos cosas a
la vez? ¿En qué considero que he fracasado? Siendo sincero conmigo mismo, me arrepiento de no
haber tenido una relación seria, de no haber podido experimentar los placeres de ser padre, de haber
sacrificado a mi hijo por destacar como inspector. Ese es mi mayor error vital. Pero la palabra es de
seis letras y, por lo tanto, no cabe ni hijo, ni padre, ni familia. A no ser que sea algo relacionado con
mi exmujer, pero, en este caso, serían siete letras. Y debe ser una palabra con dos significados que
hagan mención a mi trayectoria, pues considero que ese ha sido mi mayor éxito. Ya está, lo tengo.
Debo proteger a mi esposa. Poniéndolas he sido el mejor y poniéndolos también. Es evidente tiene
que ser ella.
El inspector Devon, sin perder tiempo, se dirigió a la casa de su exesposa. Ella vivía a dos
poblados del hogar del inspector. No obstante, la relación entre ellos era totalmente inexistente: la
ruptura había sido traumática. Él anteponía el bienestar de la pareja gracias al buen sueldo que
aportaba con sus tareas de policía; ella le recriminaba su egoísmo al no querer tener hijos, incluso,
le comparaba con un asesino por no querer dar vida a un vástago y, por consiguiente, matar el alma
de su futuro hijo. Hacía años que no sabían nada el uno del otro. Cuando Devon llegó a casa de su
exmujer, se encontró con que allí ya no vivía ella. Los inquilinos no supieron darle ninguna pista
sobre el paradero de la anterior arrendataria. No le quedó otra opción que acudir a la comisaría a
consultar la base de datos. Después de investigar, descubrió que su exesposa se había vuelto a casar.
Eso complicaría las tareas que debía completar por el bien y la seguridad de ella, de su nueva pareja
y de él mismo.
El tiempo ya estaba corriendo. Devon pensaba que, a lo mejor, era demasiado tarde. Que ese
misterioso criminal ya podría haber actuado, pues, por lo que parecía, tenía muy bien atados todos
los cabos y le llevaba mucha ventaja. Se marchó de la comisaria sin denunciar la agónica situación
que estaba viviendo en estos sus últimos días de servicio. Pensó que, en este caso, lo mejor sería
dialogar con su exesposa y explicarle su situación. Y hacia su nuevo hogar acudió.
—¿A qué se debe tu presencia aquí? —con esta pregunta tan directa e hiriente recibió al
inspector su exmujer, demostrando que no le apetecía desvelar su nuevo estado civil
—Necesito hablar contigo.
—Lo nuestro acabó. Sabía que volverías, arrepentido, algún día, cuando tu soledad te
marchitase —le volvió a reprender.
—No se trata de eso. Es por nuestra seguridad. ¿Puedo pasar y hablamos más tranquilos?
—No. Habla aquí. ¿A qué te refieres y qué tengo yo que ver con tus sucios asuntos?
—Por precaución, no te puedo dar muchos detalles. Solo te puedo decir que en los dos
próximos días corres peligro. Debo protegerte —le expresó Devon.
—Lo siento. Yo ya tengo quien me proteja. Y será mejor para ti que no te vea o seré yo
quien te tenga que proteger a ti —y diciéndole estas palabras dio un portazo y lo dejó en la calle sin
posibilidad de seguir convenciéndola.
Me lo temía. Su odio hacia mí puede con todo. Allá ella. Ni hablándole de su propia
seguridad me acepta. Tendré que ingeniármelas para vigilar desde fuera su casa.
El inspector Devon, de nuevo, se propuso circundar toda la finca de su exesposa y estar
alerta ante cualquier novedad que se produjese. Pasadas las primeras 24 horas, Devon tuvo que
seguirla hasta un comercio, al que su exmujer se dirigió, donde, por lo que descubrió, trabaja de
encargada. Pero ella, al final, lo vio. Se percató de que la perseguía. Y en cuanto llegó a su casa y
vio que aún le andaba detrás, salió a buscarlo. Fue a por él.
—Te he dicho que me dejes. Vete de aquí o te denunciaré por acoso.
—Permíteme solo un día más que merodee por aquí.
—Eso se lo tendrás que rogar a tus propios colegas cuando vengan a por ti —le dijo antes de
darse media vuelta y volver a entrar a su hogar.
Devon decidió marcharse. No podía dejar que sus compañeros recibieran una denuncia de
acoso y se enterasen de que algo grave estaba ocurriendo y de que no les había informado de la
situación. El caso era suyo y no lo podía compartir con nadie. Eso era lo más seguro para todos.
Pero justo minutos después de que Devon se marchase de aquel lugar, alguien intentaba
entrar por una de las ventanas de la casa de la exesposa del inspector.
—¿Quién es usted? —le gritó temblando el nuevo marido de su exmujer.
—Soy aquel con quien nunca debió toparse. Debería haberse ido de aquí y dejarnos el
camino libre. Tenemos ganas de jugar y los aburridos como tú no van a fastidiar nuestros planes —
le amenazó el intruso.
—Usted es un psicópata. Márchese ahora mismo o llamo a la policía.
—A la policía la acaba de echar tu mujer —le respondió mientras se reía cruelmente.
Sin tiempo para más, cogió una pequeña hacha que llevaba sujeta con una cuerda en su
dorso y lo mató dándole un hachazo en todo su pecho. Un golpe letal. El alarido de muerte alertó a
su esposa, que situada en la planta de abajo, aún desconocía la presencia del intruso en su hogar.
Escondido tras la puerta, nada más asomar por la puerta la exesposa del inspector, le lanzó el hacha
a la cabeza, dejándola inconsciente en el suelo. Como un carnicero, a base de hachazos, el intruso se
llevó de esa casa la extremidad que necesitaba para seguir jugando.
El inspector Devon llegó a su casa ajeno a lo que había sucedido. En el fondo, tampoco le
importaba tanto lo que pudiese ocurrir a ella. La verdad es que le motivaba más resolver el caso y
mandar a prisión al criminal y superar, así, su último gran reto.
Faltan pocas horas para que se cumpla el segundo plazo. No tengo noticias de él. ¿Qué hará?
¿Qué estará tramando? ¿Qué es eso abultado bajo las sábanas de mi cama? ¡Noooo! ¡Uggg, aaahhh!
No puede ser. ¡Cómo alguien es posible de dañar así la vida de las personas! Es, sin duda, el asesino
más despiadado con el que me he enfrentado en mi carrera.
Así pensaba Devon cuando, tras llegar a su casa, se encontró bajo sus propias sábanas el
brazo de su exmujer. Era el de ella, no había duda. Con el anillo de bodas aún en el anular, la
muñeca seguía adornada con ese reloj de oro, único resto del cariño que durante años compartieron.
Allí, en esa mano, puesta como si fuera un anillo, en el mismo dedo que el anillo de bodas, se
hallaba otra nota, otro mensaje para el inspector procedente del sanguinario asesino.
Inspector Devon. Parece que no se toma en serio nuestro juego. Está siendo muy débil y
muy cruel con sus protegidos. Ya tiene dos piezas de su colgado: la cabeza y un brazo. Ha
descubierto dos de las seis letras del enigma que le llevará hacia mí. Defienda mejor a los suyos,
antes de que nos enfrentemos cara a cara. Sigo diciéndole que esperaba un mejor trabajo por su
parte. Un inspector con su experiencia a estas alturas debería tenerme entre rejas. ¿O es que sin
sus colegas no es nadie?
Le dejo la tercera incógnita a resolver:
El que cuenta la historia entrará en histeria.
___ ___ ___ ___ ___ ___ ___ ___
Me desconcierta. Estoy consternado. No se merecía este brutal castigo. Está claro que estoy
enfrentándome al peor asesino en serie que he conocido jamás. Pero ¿qué culpa tenían ellos? Y lo
más horrendo de este caso es que yo soy la víctima principal. ¿Me asesinará? Tengo que impedirlo.
Vamos a concentrarnos. Debo resolver este absurdo juego en el que me he metido. Dos letras de
seis: la d y la e. Y otra pista. El que cuenta la historia. ¿A qué se refiere? Los que cuentan las
historias son los narradores. Se referirá a mi propia historia. A estos crímenes. A quien la cuenta o
contará. ¿Existirá un narrador de tan histórico suceso?
Coinciden las letras, pues, narrador, ocúltate. Contigo no van a poder. Déjame el peso de
esta tercera prueba. No tengas miedo. No acabará contigo.
De acuerdo. Hazlo por mí. Estoy temblando. Nunca creí que esta profesión tan bonita me iba
a crear esta pena de muerte. Sálvame, por favor, inspector Devon. Ahora sé lo que sienten mis
personajes. No me gusta este protagonismo. No sé dónde esconderme. Tengo erizados los cabellos y
un nudo en la garganta. Las lágrimas de pánico inundan mis pupilas y mi rostro. Devon, en ti
encomiendo mi voz.
Debo pasar estas 48 horas próximas estando bien alerta. Hay que salvar al narrador. Si lo
asesina o le amputa cualquiera de sus extremidades, acabará conmigo y habrá triunfado el crimen.
No te preocupes. Aquí estoy antepondré tu vida, a la mía.
Autores por qué me mandáis esta agonía. ¡Sufrid, vosotros!
Calla. Tu silencio será tu protección.
Por fin pasaron esas angustiosas 48 horas. Nunca lo he pasado tan mal. El silencio es
muerte. Ahora entiendo lo atroz que puede llegar a ser un autor. Lo he sufrido en mis carnes. He
conocido que en esta vida no todo el monte es orégano. A cualquiera le puede llegar su hora, en
cuanto menos te lo esperas. Me ha servido para apreciar aún más el valor y la astucia del inspector
Devon. Se quedó en estado de alerta, protegiéndome de la nada durante dos días. Además, por fin
pudo superar una prueba. Es cierto que he padecido muchísimo por mis brazos como por mis
piernas, pero aquí estoy con mi voz a salvo. Ya son tres letras, de las que dispone el inspector
Devon. La d, la e y la n. Mi protector se encontró con una cuarta nota en su casa. En una de las
librerías halló un brazo de maniquí y, a modo de punto de libro, en un libro titulado Cuentos de
mentes la cuarta nota.
Ha salvado a una de mis víctimas. No sé si darle la enhorabuena, porque solo ha
solucionado una prueba de tres. No obstante, admiro el trabajo que ha hecho en esta ocasión. Ya
dudaba de si me había equivocado eligiéndolo a usted para jugar al ahorcado.
Como ha demostrado su habilidad, voy a complicarle la cuarta prueba. Deberá trabajar ahora en
donde usted piensa enviarme. Allí yace mi próxima víctima.
El que vive por y para la sangre.
___ ___ ___ ___ ___ ___ ___
Den___ ___ ___. ¿Qué criminal responderá a estas letras? ¿y la cuarta nota? Está claro que
se trata de un vampiro. Y puesto que los vampiros no existen, se debe referir al recluso El Vampiro.
Pero él continúa preso. ¿Cómo es posible que semejante máquina de matar pueda siquiera penetrar
en la prisión y asesinar, nada más y nada menos que al Vampiro? Entonces si es él ¿quién tiene un
nombre de seis letras que empiece por Denv? De los criminales que he encerrado ninguno responde
a esas señas. Creo recordar que solo he conocido a unos pocos que respondan al nombre de Denver.
El único con confianza es un antiguo excompañero de la universidad que se dejó los estudios,
porque se dio cuenta de que odiaba el mundo de los agentes de policía. Pero ¿qué le habré hecho yo
a este hombre?
Gracias a que por una vez en esta tremenda historia el inspector Devon protegió
correctamente a su víctima, aquí estoy pudiendo contar el desarrollo de esta misteriosa historia. En
esos pensamientos, el inspector estaba inmerso, intentando resolver por anticipado el nombre del
asesino, que le permitiría salvar su vida y acabar con honor su carrera como azote del crimen
organizado. No disponía de mucho tiempo. Debía acercarse a la prisión. El Vampiro, ese criminal
que tantas preocupaciones le causó en su día, se iba a convertir en un inocente a proteger, nada más
lejos de merecer ese puro adjetivo. Por su profesión y solera, no le costó para nada tener una cita a
solas con El Vampiro. Eso es lo que él creía. Una vez en el habitáculo cara a cara con el preso, las
luces se apagaron y el inspector notó cómo alguien se abalanzaba sobre él, gritando y sucumbiendo
lleno de quejidos. Devon recibió unos fuertes golpes en la cabeza. Los agentes volvieron, alarmados
por los ruidos, a dar la luz en ese siniestro espacio de encuentro. Alguien había apagado las luces,
pero ¿quién dejó entrar al intruso a esa celda?
Los compañeros del inspector se encontraron una escena dantesca. El Vampiro no volvería a
beberse la sangre de nadie más. Su cuerpo estaba totalmente fenecido en el suelo con un puñal
clavado en su boca, la cual derramaba sangre hacia su interior. Con mucha pericia, el intruso había
conseguido separar el tronco de las extremidades seccionándolas, probablemente, con la misma
hacha asesina del anterior crimen. No contento con ello, apaleó al inspector Devon hasta dejarlo
semiinconsciente, pero, por fortuna para él, aún se mantuvo con vida.
El asesino del juego del ahorcado había llevado a término una jugada maestra. No solo había
conseguido burlar a todo un cuerpo de vigilancia en la prisión de El Vampiro, sino que le había
puesto en sus narices al inspector el cuerpo de su colgado. Después de una cabeza de perro, el brazo
de su exmujer y el de un maniquí, ahora se le añadía el cuerpo de otro asesino. Parecía, por
momentos, que el asesino quería jugar a ser Víctor Frankenstein.
La policía no dio crédito a la versión de Devon, quien, a falta de analizar el hacha y un puñal
que se hallaban en el suelo, se convirtió en el principal sospechoso del asesinato de El Vampiro y,
por lo tanto, al mismo tiempo, de las muertes de su exesposa, del marido de ella y del dálmata de su
vecino.
No tuvieron piedad con el inspector Devon. Lo encerraron de modo preventivo hasta que se
demostrase su inocencia. Un triste final para todo un luchador contra el crimen. No tuvo
escapatoria. Era materialmente imposible que otra persona hubiese estado implicada en la reyerta.
Nadie más pudo acceder a ese habitáculo, donde Devon y El Vampiro se encontraron. No obstante,
Devon lo negó todo. Contó su versión de lo sucedido. El inspector señaló que él vino a protegerlo,
porque sabía de antemano que estaba amenazado. Todo lo contrario de lo que le acusaron: de
asesinato.
No acabó ahí esta historia. Devon y yo nos extrañamos de que no hubiese habido una quinta
nota en ese último crimen. El intruso debió suponer el desenlace de tal horrenda acción y se guardó
la nota; pero la incógnita apareció al amanecer. Bajo el lecho de la celda de Devon. Alguien la puso
ahí durante su primera noche como preso.
Lo siento, inspector. Hubo un imprevisto. Subestimamos a El Vampiro. Los dos creímos en
que no se iba a resistir. Pero ya no somos los mismos de antaño. Nuestras fuerzas flaquean un
poco, ¿verdad, asesino? Solo le queda una prueba a superar. Si no me encuentra antes, morirá
como el colgado del juego. ¿No me diga que aún no sabe quién es? Mire bien las letras a falta de
solo dos caracteres: la d, la e, la n y la v. ¿No le recuerda a nada?
Mi profesión la conoce a la perfección.
___ ___ ___ ___ ___ ___ ___ ___ ___
No me lo puedo creer. Me la ha jugado mi relevo. Seguro que ha sido el inspector que
tomará mi puesto. No hay otra opción. La palabra inspector cabe ahí. Lo que no consigo cuadrar es
su nombre. Qué difícil es. No me sale ningún nombre con esas cinco letras que ya he descubierto.
Necesito saber esa sexta letra. Mi vida está en juego, aunque si me declaran culpable de esta
atrocidad ¿de qué me vale esta vida?
Se acercaban las 48 horas y el inspector no veía nada fuera de lo normal durante este tiempo.
Sin embargo, cada vez era más evidente. No lo quería pensar. No quería ver las claras huellas y
pruebas que habían dejado tras de sí los crímenes del juego del ahorcado. Ya conocía cuál era la
letra que faltaba. Él mismo se seccionó una de sus piernas con un cuchillo robado en la sala de
comedor.
Ya no hubo más notas en papel.
El inspector Devon había resuelto su último caso. La solución la dejó grabada en el muro de
su celda con la sangre que emanó de su pierna cercenada.
Trastorno de identidad disociativo
I. D e v o n
Los carceleros solo pudieron descolgar el cuerpo ahorcado del Inspector Devon y llevarse la
pierna del enfermo mental. La pierna que le faltaba al colgado.
Mens sana in corpore morto
—Necesito su ayuda. Estoy desesperado. Algo grave me ocurre desde que tuve el accidente
de moto.
—Tranquilícese, señor, ha conseguido llegar hasta aquí. Está en buenas manos. Al principio
solo vemos tinieblas. Irá adecuándose a su nueva situación. Pero, antes de todo, cuénteme sus
antecedentes. ¿Qué le ha provocado su estado? ¿Cómo me ha encontrado?
—De acuerdo. Lo más apropiado será empezar por el principio de toda esta miseria. Desde
que hace unas dos semanas tuve la desgracia de perder el control de mi moto y darme de bruces
contra uno de los árboles de la Gran Avenida, me ha cambiado la vida, si es que la puedo llamar así.
Mis últimos recuerdos me retrotraen a ese funesto día, en el que circulaba veloz por esa transitada
carretera, feliz por haber acabado un duro día de trabajo y orgulloso por sentir cómo con mi caballo
de acero cortaba el viento. Esta placidez que experimentaba me la arrebató repentinamente un coche
de color negro, que me pareció salir de la nada, el cual frenó bruscamente y me obligó a tener que
esquivarlo sin posibilidades de poder reducir la velocidad. Esta difícil maniobra me llevó a salirme
de la vía y choqué contra uno de esos arces que hay plantados a pocos metros de la carretera. Lo
siguiente que recuerdo es abrir los párpados y encontrarme encamado en uno de los hospitales de la
ciudad. Supe al instante que estaba allí a causa de mi accidente. Recordaba todo lo anterior hasta el
percance. No obstante, del periodo que va desde el siniestro contra el árbol hasta que recobré el
sentido está in albis. Pero lo que me asusta es de lo que me percaté una vez que volví a la realidad...
—Respire profundamente. Le he dicho antes que está en buenas manos. Sea lo que sea lo
que me tiene me contar, estoy seguro de que no se tratará de un caso más raro y extremo que
muchos con los que me he tenido que enfrentar. Venga, cuéntemelo, sáquelo de dentro de su alma y
verá cómo pronto empezará a sentirse mejor y, así, podremos buscar el camino que nos lleve hacia
la solución a sus problemas.
—Cuando recobré el sentido, —continuó el accidentado— vi a mi amada mujer allí, sentada
en una de las butacas de la habitación. Fue lo primero que contemplé nada más despertar. No pude
tener una primera visión más hermosa. Antes bien, su bello rostro lo encontré marchito, su blancura
envidiada por la luna se había evaporado y, en cambio, lo ensombrecía una palidez fantasmal.
Lágrimas de hiel emanaban una tras otra hacia sus manos juntas sobre su faz, como queriendo evitar
la cruel imagen de ver a su marido yaciente inerte en un lecho.
<<Me levanté. No sentía ningún tipo de dolor, ni secuela física. Pocas veces me he
encontrado mejor. Pensé que debía de ser por los fuertes analgésicos que me habría administrado el
personal sanitario. Ella no se percató de mi consciencia, ni me vio. Yo la abracé ansioso con la
intención de darle una grata sorpresa. La de su vida.
—¿Ella reaccionó al fin? —le preguntó su interlocutor intrigado.
—No. No se percató de nada. Seguía llorando sumida en las tinieblas de un latente futuro de
viudez. Le hablé. Le dije: “Ya he despertado”. Pero no fue capaz de verme, ni de escucharme
siquiera. Ante la extrañeza de la situación, salí alarmado de la habitación y busqué a una enfermera
para que me explicase qué ocurría. Había dos en la recepción del pasillo de Neurología. Turbado me
acerqué a ellas. Dio lo mismo. Por mucho que grité tampoco advirtieron mi presencia. Intenté
revolverlo todo para ver si reaccionaban. Era inútil. No existía ni para los papeles. Estaba en ese
triste lugar, pero, al mismo tiempo, no estaba allí, no existía. Afligido, volví a mi habitación y allí
estaba yo. Tumbado en el lecho. En coma todavía, supuse. No encontré otra explicación.
<<Necesito una verdad. No siento dolor, pero sí percibo la angustia, los nervios que me
ahogan, la ansiedad de verme yerto e inconsciente, contemplando día a día a mis seres queridos
deprimidos, con el corazón en un puño, suplicando por mi vida y consumido por no poder hablar
con ellos. Son muchos sentimientos encontrados que no caben en este corazón transparente e
invisible.
—Si no le he entendido mal ¿quiere decir que despertó del coma su alma, pero vio su cuerpo
aún inconsciente en la cama del hospital? —preguntó de nuevo.
—En efecto. Y allí sigue mi cuerpo. En el mismo lecho donde despertó mi consciencia. Y a
ese lugar siguen yendo a visitarme todos los que me quieren, especialmente, mi mujer y mi madre.
Y aquí estoy yo, buscando ayuda, buscando una razón, una explicación de lo que me pasa.
—¿Qué hizo después de conocer que usted... era...
—¿Un fantasma, quiere decir?
—No, algo me dice que no lo es o, al menos, aún no. Me ha asegurado que aún yace su
cuerpo en coma en el hospital, por lo que usted no puede ser un espectro. Yo iba a calificarle de
espíritu. Los espíritus son seres vacíos de cuerpo, pero no de razón. Puede que su alma se haya
liberado de su cuerpo, pero por algún motivo no le ha llegado aún la hora de su defunción. Parece
un caso de mens sana in corpore morto.
—Pues qué iba a hacer. Me quedé allí, acurrucado, junto a mi amada, llorando en su
hombro. Después apareció mi madre. Vestida de luto. Desde que falleció mi padre, no abandona el
negro. Su semblante estaba totalmente demacrado. Muchos golpes en poco tiempo. Abrazó a mi
novia. Las abracé yo a las dos. Las besé como nunca; no sintieron nada. Intenté sobreponerme a mi
cuerpo, entrar dentro de él, por si yo me había convertido en mi propia alma. Pero no conseguí
nada. Era invisible e inerte hasta para mí mismo. Y, aunque lo valoré, como usted dice, no podía
estar muerto, pues allí, bajo el engranaje de máquinas, agujas y goteros, mi organismo seguía
respirando en la mísera nada.
<<Mi mujer se marchó y le dio el relevo a mi madre. Se turnan ambas para estar junto a mí,
para que no me sienta solo en esta oscuridad. Mi progenitora se quedó al lado de mi cuerpo,
esperando que algunas de mis extremidades se moviesen, rezando a lo desconocido por mi
despertar. Anocheció. Decidí acompañar a mi mujer hasta su casa para que no le pasara nada. Me
monté con ella en nuestro coche. Le hablaba inútilmente, pues continuaba sin responder. Ella solo
conseguía repetir: “Y su voz se le apagó... porque no habla no entiendo”, retazos de una canción, de
la que nunca quiso ser protagonista y que ambientaba el trayecto hacia nuestro hogar. Esa noche me
quedé a dormir con ella. Dormí en su pecho. La acaricié, me volví a sentir vivo. Para mí fue como si
hubiésemos estado toda la noche con la luz apagada y, por ese motivo, ella no me veía; eso es lo que
intenté creerme para no desesperarme más de lo que estaba.
<<Cuando amaneció desayunamos juntos, mientras le susurraba al oído lo mucho que la
quiero, que la adoro, que sin ella mi vida no tenía sentido. La dramática situación me hizo darme
cuenta de que la amaba aún más de lo que pensaba. Le rogaba que se relajase, que dejara de sufrir,
que yo estaba allí con ella. Hubo un momento, en el que ese rostro marcado por los quebrantos,
esbozó una pequeña y amarga sonrisa. Ocurrió justo en el momento que le recordé la noche anterior
al accidente. En nuestra cama, con la llama de la pasión en nuestras manos y dispuestos a
abrasarnos el uno al otro, hablamos de traerlo al mundo. Sonrientes, con el esplendor que te da el
apogeo de la juventud, ilusionados con nuestra futura vida en común. No obtuve otra muestra de
reacción.
<<Llegó la hora en la que ella todos los días va a trabajar y, así, puntual se fue al trabajo. No
quise seguirla; era trascendental averiguar cuanto antes qué me ocurría. No aguanto más. Me siento
un ente que solo es capaz de pulular por los lugares, pero sin capacidad de acción, más endeble que
la brisa que amena el litoral.
<<Lo intenté de nuevo. Salí a la calle a ver si alguien era capaz de verme. Pensé que si yo
me encontraba en este estado, probablemente, habría alguno más en el mundo en mi misma
situación. No tuve suerte. Cerca del atardecer, decidí volverme al hospital, derrotado, cansado y
apesadumbrado. En esos momentos, en mi habitación no había nadie más. Mi cuerpo y yo, los dos
solos sin poder aunarnos.
—¿Siguió acompañando a su mujer?
—Todas las noches las he intentado pasar junto a ella. El resto del tiempo lo he dedicado a
buscar la respuesta y la solución a este infierno.
—Y ahora, cuénteme, ¿cómo ha llegado hasta aquí?
—En una de estas heladas noches que nos dirigíamos mi novia y yo a casa, una preciosa
niña sonriente de ojos azul cielo, muy abrigada con un gorro, que dejaba entrever que poseía un
cabello dorado como el oro, y una bufanda de lana, se nos acercó y nos saludó. No le hice caso,
acostumbrado a que me obviaran. Pero me extrañó que María, mi prometida, no le devolviese el
saludo, ni le preguntase “qué haces por aquí a estas horas sola”. La niña insistió en saludarnos, en
esta ocasión, empujándome para que le hiciese caso. Mientras mi chica seguía hacia adelante, yo,
sorprendido y esperanzado, me quedé con esa misteriosa niña. No la había visto nunca, pero su
rostro me era familiar, sin saber el porqué.
—Buenas noches. ¿Me puedes ver y oír? —le pregunté a la pequeña.
—Sí. Ya te he visto varias noches pasar por esta calle y me ha sido fácil saber que eres uno
de los nuestros —me dijo la niña.
—¿De los nuestros? ¿qué significa eso, explícate le dije, lleno de nerviosismo y miedo?
—¿Aún no lo sabes? Somos almas caminantes.
—¿Cómo sabes eso? ¿y qué significa exactamente almas caminantes?
—Yo no lo sé. Es lo que me han dicho. Según me han contado, las almas son atemporales,
igual pueden pertenecer al pasado como al presente o al futuro. Somos ánimas que merodeamos por
este mundo, porque tenemos una misión que no conocemos y tenemos que realizar antes de dar el
gran paso —me explicó la niña de ojos azul cielo.
—¿El gran paso? ¿qué es? —le pregunté, un poco más airado.
—No lo sé. Yo soy solo el alma de una niña. Conocí a una anciano hace unos meses que me
dijo que él ya había muerto, pero estaba esperando a su mujer para dar el gran paso, que lo quería
dar con ella a su lado por muchos años que tuviese que esperar vagando por aquí. También me
aseguró que iba a cuidar de mí mientras estuviese sola, pero hace dos semanas que desapareció de
nuestro hogar. Se habrá mudado o, a lo mejor, se cansó de esperar y se ha ido al cielo, como
siempre le oigo a mi madre decir a mi hermano pequeño sobre mí: “Marta está en el cielo,
protegiéndonos, cariño”, le expresa cuando él le pregunta por mí entre lloros, cuando se enluta el
día. Pero se equivoca, yo aún no estoy en ese lugar que mi mamá llama cielo. Yo creo que ni he
nacido aún, porque el anciano un día me llevó al cementerio y me enseñó su lápida, pero la mía no
la encontramos.
—Y ¿dónde está tu madre? —le volví a preguntar ya desorientado
—No lo sé. Preguntas demasiado. A veces la veo en mi habitación, con mi cama hecha y
llena de juguetes, y ella, sentada en la de al lado junto a mi hermanito, fingiendo una sonrisa para
tranquilizarlo. Pero, esas imágenes me van y me vienen. No sé ni dónde, ni cuándo suceden.
—¿Y de tu padre? ¿No sabes nada de él?
—No. Intuyo que también está muerto como el anciano del que te hablé.
—¿Conoces a alguien más que te haya podido ver?
—Sí, claro. Pero él dice que es uno de los vivos. Cuando me abandonó el anciano, me vio
sola por la calle y me llevó a su morada. Me dijo que cuando tuviese miedo que me acercase allí.
También hay otra alma que nos acecha y creo que te sigue a ti desde el principio. Está aquí presente
entre nosotros.
<<Y tras explicarme cómo poder llegar hasta usted, la niña de los cabellos dorados como el
oro se evaporizó. Pensé que había sido una de mis alucinaciones. Pero no es así pues usted es real,
me está escuchando.
—Después de oírle detenidamente, me gustaría vaticinarle otro destino, pero mi diagnóstico
es que usted va a morir. Que su fecha ya está señalada por las Parcas. Yo poseo el don de hablar con
los muertos y ayudo a vivos, fallecidos y confinados que se han dejado asuntos pendientes de
resolver. Me gusta llamarme psiquiatra de procesos paranormales o parapsicólogo, pero casi todo el
mundo me conoce como 'el médium de la morada de los muertos' o, las menos veces, por mi
verdadero nombre: Devon. Y por lo que me cuenta es posible que Marta se evaporase porque, por
algún motivo, debía de ayudarle a usted, y le ha ayudado trayéndolo hasta mí. Le dije que no me iba
a sorprender su caso, pero sí reconozco que es muy extraño, sí. Cuando yo hablo con vivos, son
vivos de carne y hueso, no solo de espíritu. Cuando lo hago con muertos, el cuerpo de ellos ya está
descomponiéndose bajo tierra, hecho cenizas o incluso esperando a nacer pero con igual sino. No
obstante, en este caso su alma ya pulula suelta en este mundo, como si hubiese muerto, pero su
cuerpo se resiste a expirar y sigue vivo en el hospital. Hay algo que lo atrapa aquí todavía.
—le comentó, mientras se detenía unos segundos a reflexionar—. Señor, en verdad creo que, hasta
que no conozca a su hijo, usted no morirá —le anunció Devon, tras abrir los ojos de par en par
como si una visión le hubiese resuelto el caso.
—¿Mi hijo? ¿Qué quiere decir? Ya le he dicho que no tengo hijos —le contestó el espíritu.
—Lo va a tener —le predijo Devon.
Estas palabras terminaron de acongojar a esa alma desprovista de cuerpo. Se sintió más
culpable que nunca. Devon le había comunicado que iba a ser padre, pero, al mismo tiempo, le
había dicho que se iba a morir. No podía tener una sensación más amarga. Se sentía culpable; por no
haber respetado los límites de velocidad iba a dejar huérfano a su futuro hijo. Deseó sufrir una
eternidad en el infierno como penitencia por sus pecados de humano.
—Lo daría todo por conocer a mi hijo. Hasta lo único que me queda: el alma —musitó el
desafortunado.
El desdichado salió de la morada de los muertos y se fue a buscar a María. La necesitaba ver
y estar junto a ella. Comprobar si era cierta la predicción del médium. No se separó de su amada. El
psicólogo no se había equivocado. El invisible vivió ella todos los cambios que el cuerpo de su
mujer experimentaba. Su mujer dudó en varias ocasiones en abortar ante el incierto futuro que les
esperaba. Al final, desistió de esa idea. Los susurros de amor, que le regalaba el alma de su novio, le
espantaban los fantasmas del aborto.
Cuando la barriga de María empezaba a crecer, ella cogía la mano al cuerpo yerto en la cama
del hospital y se la pasaba por su vientre diciéndole al padre de su hijo:
—Este es tu hijo. No te rindas. Vive por él.
Él le respondía: “Jamás me rendiré, aunque tenga que estar a vuestro lado solo en alma
durante toda nuestra vida. Ahí estaré siempre”. Y es que la noticia de Devon le hizo sentirse más
fuerte; tenía que vivir por su retoño.
María recibió la noticia de que su hijo en realidad iba a ser una niña. Decidió, esperanzada,
esperar el despertar de su marido antes de elegir el nombre de su primogénita. Ella era optimista,
aunque el médium y los doctores vaticinaban el fatal desenlace. No obstante, María ya tenía un
nombre en mente, que siempre le gustó a su amado, por si daba a luz antes del renacer de su esposo.
María dio a luz a una niña preciosa. La alegría del alumbramiento no pudo ser total, debido
al estado vegetativo de su pareja. Cuando se recuperó del parto, María, acompañada de su suegra
viuda, llevó al bebé a la habitación de su padre para que se conocieran papá e hija.
Nada más entrar en la estancia del maltrecho padre, el bebé, que no había parado de llorar
hasta entonces, se relajó y entró en un estado de placidez.
Y ocurrió.
Los dedos de Lázaro empezaron a moverse. Los brazos, pausada y paulatinamente, se
extendieron hacia adelante como intentando inclinar el torso. Era la viva imagen de un muerto
viviente resucitando, pues aún mantenía cerrados los ojos. Los gritos de asombro de María y de la
madre de Lázaro alarmaron a todos los médicos y enfermeros del hospital. El griterío provocado
contrastaba con la sonrisa de felicidad de la neonata, la que también extendía los brazos como
atraída por una fuerza paranormal.
Los brazos de padre e hija se juntaron y se fundieron en un abrazo. En ese momento,
súbitamente los ojos de Lázaro se iban abriendo lentamente, mientras una pequeña y dulce sonrisa
se esbozaba en el rostro de papá. Fue una imagen preciosa. El semblante marchito y enfermizo de
Lázaro era deslumbrado por los incipientes cabellos dorados como el sol y esa vitalidad que
irradiaban los ojos azul cielo de su hija.
María y su madre no dejaron de abrazarlos. Lázaro, por fin, abrió de par en par los ojos.
Su mujer, orgullosa y feliz, le expresó:
—He aquí tu hija Marta.
El enterrador misántropo
Devon se encontraba de viaje por Londres. Por su introvertido y huraño carácter, se desplazó
a Inglaterra solo. En realidad, nunca hacía turismo por placer, pues prefería pasar las horas de su
jubilación esperando el final de su vida encerrado en su casa. No le gustaba nada lo que estuviera
relacionado con la ficción, ni con las bellas artes. Cuando leía, solo ojeaba los titulares de los
diarios, poniendo únicamente atención en la sección de sucesos. Que la gente lo pasase mal era lo
que le entretenía, como una terapia psicológica de consuelo, la cual le llevaba a entender mejor su
existencia. Criado en un centro de menores tras abandonarle sus padres de niño, jamás dispuso de
un buen trato con el resto de humanos y se había convertido desde su infancia en un misántropo.
Tanto por su parte como por la de los demás, las veces que se comunicaba con alguien se debía más
a la obligación del ritual social que por pasar el tiempo con ellos y hacer amigos. Para él, las
personas con las que más hablaba eran conocidos, nunca amigos, y los consideraba una especie de
decorados que la ciudad iba situando por las calles como parte de su imagen urbana. En su casa
nunca se preocupó por poner una televisión, ni instalar una conexión a internet. El único aparato
que se hallaba en su triste hogar era una vieja radio con sintonizador manual, que solo usaba para
escuchar alguna de esas noticias de desgracias humanas. Pese a todo, nunca hizo mal a nadie. Jamás
fue un criminal, pero su alma humana en soledad era muy compleja. Él quería para los demás el
mismo destino de sufrimiento que él padecía.
Su antiguo trabajo tampoco le ayudó a ser una persona alegre y expresiva. Inhumar cuerpos
humanos a diario le mantenía en ese contexto repleto de amarguras y angustias personales. Su
mayor pasatiempo siempre fue escuchar y leer los sucesos de la vida cotidiana con el fin de tener
algo de morbo a la hora de enterrar a los cadáveres. Se hacía sus propios acertijos y apuestas, en su
mente, sobre si le tocaría soterrar a las víctimas que los diarios o las radio daban a conocer. También
le encantaba fijarse en los decorados urbanos caminantes e imaginárselos fiambres en el ataúd que
él se encargaría de pasear por última vez.
Con esta vida tan particular, decidió, ya jubilado, llevar a cabo unos viajes por el mundo,
que tan escasamente había conocido a lo largo de sus años, con el propósito de conocer los
cementerios lejanos, de los que tanto había oído hablar en sus días como enterrador. Siempre le
habían despertado curiosidad los camposantos de otros lugares, sobre todo los que veía en las
películas; la mayoría tan diferentes a la que había sido su casa durante cerca de 40 años. Para hacer
realidad este anhelo, elaboró un plan de viaje, en el que su primer destino sería Londres, en
concreto, al cementerio de Highgate, un espacio ideal para pasear y para entretenerse con la
cantidad de tumbas y mausoleos neogóticos que allí le esperaban.
Devon tenía pensado un viaje relámpago a Londres, pues su único propósito era visitar la
auténtica necrópolis londinense y volverse, satisfecho, después de haber respirado el perfume de las
almas perpetuas que allí yacen. Y así sucedió. Acabó profundamente embelesado de su paseo por
las avenidas llenas de panteones, catacumbas, mausoleos y mármoles carcomidos por la humedad, a
las que dan sombra todo tipo de vegetación y arboledas que acrecientan el ambiente desalentador de
Highgate. Cuando acabó su particular visita turística, el jubilado se disponía a retirarse pronto al
hotel con la intención de descansar antes de su viaje de vuelta. Nada más lejos de la realidad.
Durante el trayecto hacia el hotel, se le acercó un joven. Normalmente Devon ni se hubiese
detenido a escucharlo, pero había salido tan extasiado de su visita al camposanto que hizo una
excepción con aquel londinense y le atendió. El inglés le informó, por medio de un castellano un
tanto deficiente, de una promoción, de la que podía beneficiarse al ser extranjero, que consistía en
entrar gratis al British Museum. Le cogía de camino. Verle acudir a un museo era tan extraño como
contemplar en primera fila de una misa católica al mismísimo Satán. Pero era uno de sus días más
felices, nunca se había sentido tan agasajado después de su visita a Highgate y, tal vez por ello, se
permitió un desliz.
Una vez delante de tal portento de la humanidad, Devon dudó sobre si vencer su fobia y
penetrar en ese lugar que se le presentaba como falto de interés o irse a descansar. Pero algo lo
empujaba hacia dentro. Su destino estaba hilado y debía de entrar a ese gigantesco cofre lleno de
tesoros culturales e históricos. Desde el primer momento que se adentró en el museo, no se sintió
bien. Lo achacó a la repulsión que le provocaban todas esas obras de arte que lo acosaban por todas
partes. Solo pudo respirar, al contemplar algunos restos de momias y huesos prehistóricos. “Estos
llevan muchos años viviendo en la lobreguez”, pensaba, tranquilizándose, mientras observaba los
restos metamorfoseados en sus ansiolíticos. Pero su malestar iba en aumento conforme avanzaba
por ese vendaval de bellezas artísticas. Divisó una copia del Discóbolo a lo lejos, justo cuando los
síntomas se potenciaron. Comenzó a sentir náuseas, que intentaba disimular para evitar las miradas
de los otros visitantes. Le siguieron sudores fríos y temblores mientras su cuerpo progresaba como
fuera de sí hacia la réplica de Mirón. Las palpitaciones iban en aumento cuanto más se aproximaba
a la escultura derrochadora de belleza.
Sentí que alguna extraña fuerza me guiaba hacia la escultura y me paralizaba. Cuando, de
repente, me vi delante de ella, mi cuerpo estaba totalmente petrificado, a la vez que era observado y
admirado por los visitantes como si fuese una obra de arte más. Empecé a notar como mi cuerpo
cambiaba. Mis marchitos pectorales empezaron a rejuvenecer y adquirir vigorosidad, mis brazos se
alargaron y se muscularon, al igual que mis piernas; sentí cómo se evaporaba mi ropa y me quedaba
en la absoluta desnudez, mientras un disco de unos cinco o seis kilos de peso aparecía en mi mano
de la nada. Por momentos mi piel empezó a cristalizarse y a tomar una textura compacta hasta
convertirse totalmente en piedra caliza. Me transformé en mármol, me había metamorfoseado en el
Discóbolo. Me quedé ciego, inmóvil y casi inerte. Pero no acabó todo ahí. Poco a poco fui
recobrando la movilidad, sintiéndome sano y fuerte como nunca; empecé a escuchar vítores
ensordecedores por todos los alrededores; fui recuperando la vista y perdiendo mis recuerdos como
Devon, que se iban sustituyendo por los de otra persona. Fui otro. Lo sabía todo de él. Estaba en el
momento más importante de mi vida, para lo que había estado entrenando desde los doce años
cuando entré por primera vez a la palestra con la intención de comenzar a muscular mi cuerpo y a
aprender a controlar mi ansiedad. Doce años después allí estaba, en la villa de Olimpia, en una de
las pruebas del pentatlón: el lanzamiento de disco. Era mi turno. Los vítores de los griegos
asistentes me estaban dando unos ánimos y una confianza para conseguir mi mejor marca. Llegó mi
momento. Me impulsé dando tres cuartos de giro a mi cuerpo y lancé el disco. Batí mi mejor
registro, nunca había hecho un lanzamiento de 91 pies. Lo celebré. La plebe me aclamó. Jamás
había experimentado unas sensaciones tan maravillosas ni había conectado con tanta gente como
allí lo hice. Por primera vez, sentí que me abrazaban varias personas a la vez. Conocí el calor
humano en aquella jornada olímpica.
Cuando volvió en sí y abrió sus párpados, se encontraba tumbado en el suelo del British
Museum, rodeado de curiosos y sanitarios de la institución. Fueron ellos los que lo reanimaron y lo
devolvieron a su triste realidad. Le dijeron que había sufrido una lipotimia, nada grave. Le pidieron
un taxi y le dijeron que reposase en el hotel hasta que llegara la hora de volver a casa. Una vez allí
en su habitación, solo, añoró más que nunca la sensación de compartir su vida con los demás y de
sentirse querido por la gente como acababa de experimentar cuando por minutos fue el modelo de
Mirón.
El retorno a casa fue tranquilo. No pudo dejar de pensar en la experiencia que le había
ocurrido en el museo. “¿Fue un sueño? ¿una alucinación? ¿hice ese lanzamiento realmente?”, eran
las preguntas que merodeaban por su mente sin poder responderse él mismo.
Recuperado del vahído que sufrió en Londres, Devon se animó a visitar otro cementerio
europeo. No iba a visitar la ciudad más idónea, después de su contacto con el British Museum, pues
su destino era Roma, la auténtica urbe museo. En su ánimo estaba visitar el cementerio no católico
de la capital de Italia, ya que nunca había visitado uno especializado en almas no cristianas. Algo de
masoquismo le hizo elegir ese histórico lugar, pues no había salido del todo insatisfecho de su
extraña experiencia olímpica.
En Roma, Devon tenía la intención de acudir, en primer lugar, a la necrópolis de fallecidos
no católicos y, si disponía de tiempo, en segundo lugar, visitaría alguno de los otros legendarios
cementerios de Italia. Pero no le fue posible ninguna de las dos opciones. En esa ocasión, fue nada
más salir del aeropuerto cuando ya empezó a sentirse mal el enterrador jubilado. Algo le decía que
una segunda experiencia se estaba fraguando en aquel simbólico espacio. Movido por su ansiedad,
que se acentuó nada más pisar suelo romano, se propuso enfrentarse de nuevo al pavor que le
causaban las bellas artes. Decidió ir al Coliseo y, si todo iba normal, seguiría con sus visitas
turísticas a las restantes necrópolis romanas.
No sé cómo me atreví. En cuanto divisé el Anfiteatro, desde el asiento del autobús ya
empecé a notar un fuerte nerviosismo dentro de mi cuerpo. Conforme se acercaba más a la parada el
vehículo, más se aceleraba mi pulso. Una vez delante del Coliseo, la angustia fue insoportable. Pero
mi mente me pedía entrar. Quería comprobar si sufriría de nuevo alguna alucinación. Pasé al
interior de esa construcción levantada por los emperadores flavianos durante el siglo I cuando
nuevamente empecé a sentirme confuso y a ver borroso. Los mareos me llevaron a perder la
consciencia, o a recobrarla. En el momento que pude volver a abrir los ojos, no creía lo que se
presentaba ante mí. Me había convertido en todo un soldado romano luchando a bordo de una de las
numerosas galeras que combatían a muerte con el único fin de hacer gozar al emperador Tito y a
todo el pueblo romano circunstante. Nunca sentí tanto peligro acechándome y, al mismo tiempo, tan
excelsa emoción. Provisto de todo lo necesario para matar, allí aparecí lleno de rabia y ansia por
llevar a los míos hacia la victoria, con los tímpanos retumbándome por los fuertes alaridos de los
caídos y el griterío de la plebe sita en el graderío y del séquito del emperador romano. Lo hice; era
superior a mí. Empuñé mi gladius y ensangrenté la vida de varios soldados de una de las
embarcaciones enemigas. La sangre y la muerte espoleaban aún más a esos vampiros que
enloquecían a escasos metros de nosotros. Ávido de segar vidas humanas, perdí la noción del
tiempo, ya no oía nada, solo apreciaba los gritos de mis compañeros asesinos de galera, cuando una
nave enemiga chocó su espolón contra la nuestra y caí de bruces al agua con el que habían inundado
el Anfiteatro. Iba a perecer en medio de una brutal naumaquia, cuando volví a mi mundo, otra vez
tirado en el suelo y rodeado de ejércitos de turistas despavoridos, como si estuviesen presenciando
un cuerpo poseído por el demonio y resucitando tras una muerte ahogado en un lago carmesí.
Devon descartó seguir visitando cementerios tras esta segunda experiencia. El Discóbolo y
el Coliseo le habían llevado a conocer vidas remotas y a sufrir tremendos ataques de salud al mismo
tiempo. Debía salir de dudas. ¿Por qué le ocurría esto? Le había pasado con la escultura y con esa
magistral obra romana de la arquitectura universal. ¿Sus alucinaciones estaban relacionadas con la
Antigüedad o con las bellas artes?
Canceló su proyecto de viajes y decidió visitar algún museo de la capital. El Thyssen lo
consideró el más propicio. Entró a internet a curiosear qué podía encontrar allí. Buscó imágenes y la
primera que observó relacionada con ese museo fue La Anunciación de Jan Van Eyck. Como un
anuncio divino, creyó que debía probarse con ese cuadro que no pertenecía a la Antigüedad, aunque
estaba asustado por un posible tercer ataque de alucinaciones. No se lo pensó más veces y hacia allí
acudió.
Precavido, para que no sufriera lo que le pasó en Roma, accedió al recinto con gafas de sol
muy oscuras como escudo protector. A base de falsas preguntas, llegó hacia la zona de información
al visitante y preguntó por el cuadro de Van Eyck. Le atendieron espléndidamente y le guiaron sin
problemas. Para él recorrer las plantas y pasillos del museo fue un sendero de peregrinos por un
auténtico páramo. El arsenal de tranquilizantes le mantuvo sedado, pero no por ello dejó de padecer
sudores fríos y síntomas de mareos. Cuando la guía se detuvo delante de la grisalla, Devon empezó
a perder los colores de sus vista. Todo se iba oscureciendo. Pasó a contemplarlo todo en blanco, en
negro y en diversas tonalidades de gris. Esta vez sí sintió un fuerte dolor con epicentro en su
espalda. Notó cómo sus omóplatos crujían, se fisuraban y tomaban otra forma, encorvándose. De
ambos comenzaron a crecer grandes plumas tomando forma de alas. Se estaba transformando en el
ángel Gabriel. Pudo comprobar cuánto era de cierto que los ángeles no tenían sexo. Y la vio, la tuvo
delante de sus grisáceos ojos, pero su belleza era tal que no le dio tiempo ni a decirle que iba a dar a
luz engendrada por el espíritu santo.
Esta vez no despertó al instante. Lo ingresaron inconsciente en el hospital. Hasta esa misma
madrugada no recobró el sentido debido al shock recibido. Una de las enfermeras le informó de que
durante su convalecencia había venido una persona que se había quedado a su lado como si fuese su
ángel de la guarda y que le había dejado un libro encima de la mesita de la habitación.
Devon, aún confundido por todo lo que le había ocurrido, cogió el libro y lo abrió. Estaba
dividido en seis cuentos unidos por un protagonista y una temática común. Nada más tocarlo sintió
como que era parte de él; una especie de extensión de su cuerpo. Las alucinaciones comenzaron a
fluir a cada palabra que avanzaba. Comenzó a leer el primer relato y se sintió ser un muñeco
manipulado por un ventrílocuo le guiase durante su lectura; en el segundo, notó que una soga le
constreñía el cuello, como si estuviese destinado a morir en una especie de horca; en el tercero,
volvió a entrar en coma, pero su alma terminó de leerlo; cuando llegó al cuarto, leyó su biografía
justo hasta este momento; en el quinto se percató de que hasta ahora su vida había estado dormida;
y en el último volvió a revivir sus espeluznantes primeros años de vida. Al acabar la antología, la
fascinación que lo embelesaba era tal que se percató de que había llegado la hora de despertar y de
disfrutar de lo verdaderamente importante en los humanos, que era la antítesis de lo que había sido.
Y de la misma manera que Ebeneze Scrooger descubrió la Navidad, Devon, el enterrador jubilado,
comenzó a disfrutar de la vida y de las bellas artes sin ningún ataque de pánico más hasta que otro
lector se volvió a leer este cuento.
LA VIDA DORMIDA
Lo primero que contemplé fue su rostro. Su mirada avivó mi alma dormida. Me gustaría
describírsela en estas líneas para que me comprenda, pero intento imaginarla y no alcanzo a
reproducir tal perfección a través de mis pinceles oníricos. En este mundo solo podría bosquejar una
ínfima parte de su belleza. No sé si le hago un feo en tildarla de bella. Debería inventar una palabra
para no desestimar a esa deidad que me gratifica con sus visitas. Podría llamarla infineza, pues es
infinita su belleza. Entienda que me es imposible describir exactamente sus encantos, así que hágase
usted mismo una idea leyendo en este escrito. Nunca he contemplado el final de su cabello, tal vez
deslumbrado por los brillos que emanan de esos hilos de ninfa. Podría decirle que es rubia, pero le
engañaría. Ya le he comentado que sus atributos son indescriptibles y lo único que acierto a decir es
que despiertan en mí una atracción inenarrable. Un poeta se dejaría el alma intentando descifrar el
misterio de ese dorado pigmento latente en las entrañas de sus deleitosas hebras. Su caucásica piel
debe haber sido tejida por las Moiras, pues la perfección de su textura y de constitución la querrían
para sí los neonatos. Mi deseo flota en sus pupilas, mientras estas maravillas provocan un maremoto
con epicentro en los ventrículos de mi corazón e inundan mi alma de sed de ella cada vez que me
regala su mirada. La primera vez que la vi no me habló, solo me dedicó un cariñoso ademán. El
gesto que esbozó fue una sonrisa prometedora, una mueca cautivadora. Fui suyo desde el mismo
instante que se me apareció. Sentí como si ella ya me conociese, como si me hubiese elegido para
algo, como si pretendiese cambiar mi rutinaria vida para siempre.
Desde aquel momento no pude concentrarme en otra cosa. No lo hice jamás desde que la
conocí. Como si fuera la maestra de Medusa, me hiptonizó para el resto de mis días. Aún así,
extasiado por esa excelsa visión, tuve que hacer frente a mi cita de cada jornada. Adentrarme en la
cueva a seguir luchando por sobrevivir en este mundo ennegrecido que absorbe las almas humanas
para producir con ellas el néctar de algunos que se autoproclaman sus dioses. No obstante, mi
productividad jamás fue la misma. Siempre me mantuve en mínimos; tuve que demandar una
reducción horaria y malvivir mientras se fraguaba mi odisea. Solo me importaba ella ahora. Y es
que entre todos los mortales, me sentía como un privilegiado aunque con una incontrolable
necesidad de saciar la sed que se había generado en lo más profundo de mi espíritu.
Con solo contemplarla una vez, ya creó en mí una insólita dependencia hacia las delicias de
sus atributos. Solo podía pensar en los destellos de esa celestial faz que se me apareció. ¿Dónde
podría volver a admirarla?
Mi búsqueda tenía que comenzar cuantos antes. Tal vez se trataba de mi alma gemela y
estábamos experimentando las mismas sensaciones en diferentes lugares. ¿Me estaría buscando
ella?
Me encomendé a Morfeo. Tumbado, desnudo en mi lecho, pude abrir los ojos y liberarme de
las cadenas. Humedecí las sábanas con mis lágrimas de agua y sal. Mis ojos se trasmutaron en dos
fuentes que empezaron a emanar fluidos de amor, cuando allí la vi por segunda vez. Hubiese
deseado que ese instante fuera eterno, que ese momento fuera mi último soplo de vida, que se me
permitiese admirarla desde su hermosa cumbre hasta postrarme por el resto de mis días en el valle
de sus pies. Bienaventurado soy cuando la veo. En su segunda aparición me dedicó un gesto
cómplice con su mano izquierda como si me estuviera invitando a acompañarla hasta el fin de una
era. Ipso facto intenté levantarme y seguirla a donde quisiese, al mismísimo infierno si le placiese.
Quise escaparme con ella a mi lado, pero no pude; el tiempo me retuvo. Solo se me permitió
extender uno de mis brazos en los últimos momentos que estuvo allí junto a mí, durante los cuales
noté que se movían mis dedos como si fuesen pequeños sonámbulos.
El desagradable ruido de todas las mañanas me impidió hacer de una quimera algo real. Con
los ojos abiertos, la ansiedad me invadió. No pude ni levantarme. ¿Por qué había desaparecido el
aire que llenaba mis pulmones? ¿Por qué me sentía en el helor de la soledad tras haber paseado por
el cálido paraíso de su mirada? No lo entendí. Sucumbí entre vómitos y taquicardias. No cumplí con
mi requerimiento diario. ¿Mi cita diaria?, me pregunté yo mismo. ¿Cuál era en verdad? ¿Esas dos
apariciones de ella o el foso absorbe ánimas que retenía imantado mi cuerpo? Mientras me
consumía en la angustia diaria de volver a la mísera existencia, no me percaté de la primera huella
real del que deseaba que fuese mi amor eterno. Encontré una nota en la mesita de noche de mi
habitación, en la que solo hallé una palabra escrita manualmente.
Búscame
¿Era posible que ella hubiese dejado esa nota? No. Los trazos y la letra, aunque casi
ilegibles, eran míos. Solo pude haber escrito yo esa palabra. Pero no recordaba haberlo hecho. Los
forzados trazos denotaban que habían sido elaborados derrochando miles de sentimientos al
unísono. Después de mucho cavilar, dominado por los nervios de mi tremenda ansiedad, solo pude
asociar este extraño suceso a esa sensación de independencia en mis dedos que sentí la última vez
que la contemplé, cuando noté que entraba en movimiento mi brazo como en trance de sonámbulo.
¿Era posible que me hubiese hablado a través de mi mismo cuerpo? Es lo que deduje de tan
esperanzador hecho. No podían ser espejismos, no estaba capacitado para crear en mi propio
subconsciente tal grandeza.
Lo primero que hice fue coger un papel y responderla con otra nota.
Cariño mío,
Nací buscándote. No dudes de ello. Llegaré a ti, sea dónde sea que estés o habites. Siento dentro de
mí que nos han creado para estar juntos y así lo estaremos en cuanto pueda alcanzarte. Quisiera
saber más de ti, de tu situación, de tu vida, todo en definitiva. Voy a luchar por cumplir nuestros
deseos y dar forma a mis anhelos. Solo te ruego que sigas comunicándote conmigo, aunque sea
solo por breves instantes. Hallaré las pistas que desvelen tu paradero, pese a que tenga que vagar
por todos los rincones del mundo.
Enseguida me tomé todos los somníferos que encontré, teniendo la precaución de no
traspasar la línea roja; y es que necesitaba que me visitase de nuevo Morfeo y me la trajese otra vez
a mi morada, junto a mi lecho. La angustia que me invadía por no verla, no me dejaba otra opción si
quería conciliar de nuevo el sueño y disponer así de otra oportunidad para dar un sorbo a ese néctar
divino. No conseguí dormirme y la muerte de la oscuridad enlutó de nuevo mi alma. Tenía que
cumplir con mi otra cita. Me obligaron a acudir al médico. Mi aspecto era la antítesis de ella. La
depresión que denotaba mi desesperación me permitió reducir mi jornada y, finalmente días más
tarde, conseguir la baja y, de esta manera, mi alta espiritual; por una temporada liberaría a mi ánima
de esos seres que se consideran superiores y solo son trituradores de ilusiones y esperanzas.
No me hizo falta invocar a nadie. Solo con ver el cielo lleno de azabaches se esbozaba una
sonrisa en mi rostro. Una mueca que era producida por ella con sus caricias incoloras e invisibles a
vuestros ojos. La alegría que me invadía con el crepúsculo del día no me dejaba dudas: se estaba
fraguando mi próxima cita. Y es que sé que no la ha visto usted nunca. Pero estoy seguro de que
mientras lee la historia de mi ensueño se la ha imaginado; sé que le gustaría conocer a alguien como
ella, pero no todos tenemos la misma suerte. Ya le dije que soy todo un privilegiado. Pero fantasee,
invoque a Morfeo y tal vez tenga fortuna y, si no ha sido así, no deje nunca de leer estas líneas y la
podrá tener cerca siempre en su mente.
Y abrí los párpados. Y cambié de mundo. Era consciente de ello. No podían ser humanos
esos placeres. Aparecí en un mundo lleno de colores, donde se respira otra atmósfera. La brisa te
susurra al oído y te recuerda que aquí no hay lugar para las preocupaciones; no existen los anhelos,
pues todos se cumplen. Me sentí liberado de nuevo y lleno de salud. Sabía que ese era su mundo.
Allí cobraba sentido la nota que me encontré en la mesita de noche. Debía de empezar a buscar.
Me hice con un caballo de color verde de ocho patas que por allí pasó. ¿Qué me importaba
que nunca hubiese visto uno así? De hecho sabía que no era un caballo, era un verdocho. Le podía
llamar así y nadie me llamaría loco. Sobre su lomo, comencé a cabalgar por unos parajes imitados
por los reales en busca de sus huellas con las visiones de su rostro y de su cuerpo desnudo como
mapa que guiaba mi destino. Su infineza me estaba allanando el camino de ida, borrando el de
vuelta.
Siguiendo el rastro de la ilusión hacia mi rostro amado, me encontré por esos maravillosos
parajes con un anciano, que caminaba, lentamente, apoyado en un bastón. Aturé a mi verdocho y me
acerqué a ese señor de aspecto senil y sabio. Le dije que estaba buscando a mi alma gemela, que se
encontraba en algún recóndito lugar de los lares de su mundo. La intenté describir con mis palabras.
Me sorprendió su respuesta: “No se referirá a esa mujer que derrocha infineza por todo su
cuerpo y que se llama...”.
Cerré los ojos. Sentí desconcierto. Desazón. ¿Por qué había vuelto a dejar mi vida? ¿Por qué
tenía que dormir ahora que acababa de despertar? Quería seguir despierto en mi sueño. Ese anciano
conocía el concepto de infineza. Lo consulté en varios diccionarios y no recogía esa entrada
ninguno. Sí, estaba acercándome a ella. Él la conocía. Pero ¿por qué no pude oír su nombre?
Intrigado y metido de lleno en este handicap sobre cómo se llamaría, no pude deshacerme de la
tremenda somnolencia. El desaire que sentí en todo mi cuerpo estremecido, al darme cuenta de que
aún no conocía de ella ni su nombre, me obligaba a no rendirme. Intenté despertar durante horas.
No lo conseguí.
No me quedaba más remedio que volver a la caverna. Los humanos necesitan sustentos para
dar vida a las historias de sus mentes. Era toda una pesadilla. Encontrarme con mis compañeros
esclavos y volver a ponerme las cadenas bajo la acechante mirada de ese demonio que te escudriña
perdonándote la vida a cada instante. Allí ansioso, sufriendo, exprimiendo de nuevo mi alma y,
encadenado, estuve esperando que llegase la hora de ser libre y de experimentar el placer de
despertar de nuevo.
Y, por fin, subí los telones de la onírica función. Y el escenario seguía allí. Los dos mismos
actores protagonistas. El sabio senil y el principito buscando a su dama, la princesa de sus sueños. Y
continuó hablándome el anciano, esta vez, acompañó sus palabras con gestos serios:
—Tiene que llevar a cabo una misión de ensueño, toda una quimera. Se le va a poner a
prueba. Va a tener que renunciar a lo conocido y adentrarse en lo desconocido, lo que solo se puede
experimentar en estas utópicas tierras —me advirtió el anciano.
Le respondí que estaba dispuesto a todo por estar a su lado, siquiera por poder acariciar sus
mejillas, por sentir esa piel de musa, su musidermis y poder besarla en sus ninfobios.
—Su amada mujer es la señora de este reino, toda una digna soberana y se merece un
monarca a su altura, que le jure amor eterno. Y no valen aquí las promesas, se necesitan gestas para
triunfar en este cosmos. Debe pasar por una tremenda lucha, la que muy pocas personas han sido
capaces de superar y salir airosos. Aquí donde me ve, yo también viví en el mundo de los humanos,
pero la filosofía me encaminó hacia este sueño despierto. No olvide lo que le voy a decir. Tenga en
cuenta que para conquistarla deberá hundirse en el foso de los recuerdos, hallar la puerta de las
ánimas y asegurarse que alguien la cierre por usted una vez que la haya atravesado —me explicó el
sabio anciano para ayudarme a encontrar el camino hacia la infineza.
Como si mi reloj biológico no quisiese desperdiciar tiempo, me dormí con la intención de
intentar entender bien las palabras del sabio anciano. ¿Estaba dispuesto a despertar para siempre?
No existían dudas en mi espíritu. ¿El foso de los recuerdos? ¿qué sería? ¿dónde podría encontrarlo?
Busqué en internet y en varias bibliotecas si existía algún lugar llamado así, pero no lo hallé. Mi
desesperación iba en aumento. Mi atracción hacia esa mujer era insostenible. Mi ansiedad alcanzaba
límites brutales. Por ello, conseguí por fin una baja indefinida, me liberaría de esas cadenas por un
tiempo, mientras me oprimían las de la salud. Dormido tenía semblante de muerto viviente, era lo
opuesto a mi belleza despierto. Tras duras e intensas cavilaciones, marcadas por los vómitos de la
locura, a la que me estaba llevando el pánico de no poder encontrar a mi amada señora del mundo
de las quimeras, caí en la cuenta de que para penetrar en ese foso debía despertar de nuevo.
Cada vez me costaba más que me hicieran efectos los dexpertus y me pasaba horas dormido
esperando a que por fin Hemera me acariciara.
Y volví a abrir las cortinas que me separaban de la utopía.
La volví a contemplar con sus mejores galas. Su infibello dorado por las estrellas le hacía de
vestimenta corporal; sus maricielos me absorbieron las penas, que me invadían mientras tenía esas
miedecillas nocturnas que me acechaban. Tras sentirla tan cerca de mí quedé totalmente cegado, en
tinieblas, hasta que por desgracia se marchó. Solo pude balbucear, tartamudeando a duras penas las
palabras 'foso' y 'recuerdos', intentando conseguir alguna pista más del camino a recorrer. Y es que
ni mi voz podía soportar tanta grandeza ante mi alma. Insisto soy el privilegiado entre los hombres
por poder contemplar la hermosura en su máxima expresión, la infineza. Con la misma sonrisa que
le intenté describir en aquel primer día que se me apareció, movió uno de sus dermosos y me señaló
una senda violada. Y se evaporó ante mi consternación.
Pero yo seguí allí. Raudo, emprendí el camino de mi destino. Me adentré en toda una vereda
adornada de diferentes tonalidades de violeta. A cada paso que daba, el matiz se hacía más sombrío
hasta oscurecerse tanto que mis pupilas no podían distinguir ya ningún color. Solo notaba mi
cuerpo. La atmósfera se hacía cada vez más pesada. Me costaba continuar mi camino por este
fantástico sendero; me sentía como una galleta intentando penetrar en una taza rellena de chocolate
muy espeso. Mis pasos eran más sosegados hasta el punto de tardar minutos en poder articular un
movimiento con mis extremidades. De repente, comenzaron a aparecerme escenas de mis sueños.
Aparecí de niño junto a mi difunta madre; me vi conociendo a los que fueron mis mejores amigos
de la infancia; me contemplaba a mí mismo creciendo; me vi por vez primera enamorado;
estudiando en la universidad; añorando a mis padres ancianos... poco a poco en ese lugar, que no
podía ser otro que el mismísimo foso de los recuerdos, se fundían y se sobreponían imágenes de mi
vida dormida. Se dibujaron lágrimas en mis ojos con la tinta de mis recuerdos; contemplé allí al
anciano recordándome que, si la quería poseer, debía deshacerme de todo lo conocido y adentrarme
en lo desconocido. Ver a mis padres, a mis anteriores amores, las mejores experiencias junto a mis
seres queridos... me hizo dudar ¿de verdad quería despertar? La duda solo me atrapó durante unos
segundos. Ya había caído ¿en su trampa? Le repito en que me atrae hacia ella una fuerza que no
puedo dominar. No piense que solo fui un loco y, si lo fui, lo fui de pasión por un sueño. Por
primera vez sentí ansiedad despierto. Pero recapacité. Mi realidad ahora era ella, la princesa de mis
sueños, de la que aún no conocía ni su verdadero adornus. ¿Y qué me importaba si había decidido
pasar una eternidad a su lado?
Y cerré mis pupilas. Reconocí mi casa, pero no recuerdo casi nada de quién soy dormido.
No le he especificado cuáles eran mis labores profesionales, pues no me acuerdo. En ese momento
solo pensaba en ella y en la misión que tenía que cumplir. Su alteza infineza sabía mover bien los
hilos de su títere. Fui consciente de que solo estaba soñando y así pude tranquilizarme. En Quimera
las miedecillas existen también, existe todo lo que puedas quimerizar. Mi instinto me decía que la
puerta de las ánimas la debía de encontrar mientras soñaba. Y mi propia inconsciencia me dio la
respuesta. Me predijo que la puerta de las ánimas la llevaba encerrada en mi propio cuerpo. Solo
tenía que encontrar la llave que me liberase y a esa persona destinada a cerrar la puerta y me
permitiese, con su ayuda, despertar para siempre y seguir luchando para conseguir vivir
eternamente junto a mi infineza. Me pasé todo el día pensando en cómo traspasar esa misteriosa
puerta. Había que ser muy osado para intentarlo, pero no me quedaba otra opción. Además, solo era
un sueño, el dolor no iba a ser real.
De nuevo tuve la oportunidad de despertar. No quería dormir nunca más. Quería ser como
ese sabio anciano que había conseguido dedicar cada segundo de su vida despierta a lo que le
gustaba de verdad: dar consejos a aprendices como yo. Ese día se me despejaron todas las pocas
dudas que pudiesen residir en mi subconsciente. Ella, más confiada al ver que yo había regalado mis
recuerdos por su amor, vino hacia mí dispuesta a entregarse. Por primera vez la acaricié, pero fue
como tocar las nubes. Hicimos el amor en el aire. ¿Hay algo más maramoroso que infillar encima
de amurobes?
Extasiado, volví. Mi aspecto era tenebroso en mi hora de las miedecillas. Para mí, solo ella
era real. Y me decidí a dar el paso. Escribí esta nota que ahora está leyendo y en la que le ruego que,
una vez haya leído toda nuestra historia, me dé el empujón definitivo que necesito para despertar de
esta horrible miedecilla.
No me duerma, no me quite la posibilidad de que me tilden de demente y pierda la ocasión
de vivir la femisidad junto a mi adorada musa. Como habrá podido comprobar mientras lee esta
súplica, le he facilitado el trabajo cavando mi propia fosa. Me he tomado los dexpertus, todos los
que he podido adquirir y los he ingerido antes de arrojarme a este hoyo, que realicé ayer por la
noche con mis propias dermas. Solo necesito que me ayude a despertar para siempre, que me eche
tierra encima, que me entierre y cierre así la puerta de las ánimas para siempre, enviándome por fin
a cumplir mi quimera.
Hágalo por favor, le estaré eternamente agradecido y su alma se purificará para siempre.
Su eternamente agradecido,
Devon.
—Señor inspector, después de leer esta nota no pude hacer otra cosa que seguir las
instrucciones que el afortunado Devon me rogaba que cumpliese. Ese ha sido el motivo de no
haberlo salvado, de haberle echado tierra encima y enterrarlo vivo, aún a sabiendas de que todavía
su corazón latía. Le he dado ese último empujón que necesitaba para vivir eternamente junto...
—Junto a su Clarimonda —le interrumpió el inspector mientras se secaba unas pequeñas y
sinceras lágrimas violetas que brotaban de sus pupilas, al mismo tiempo que se daba media vuelta y
hacía un gesto expiatorio, despidiéndose del enterrador y alejándose, misteriosamente, con una
espontánea mueca de consternación.
Rigor mortis
Sé que mi muerte es inminente. Por ello, me veo en la obligación de dejar testimonio de
cómo ha sido mi vida. Te mereces conocerme más a fondo. Nuestra existencia, pese a la dulzura que
le proporcionó tu nacimiento, ha recibido duros golpes. No has conocido a tu padre y este diario,
que lego a tu única tía y que algún día entenderás, será el recuerdo más fiel que mantengas de tu
madre. Te acordarás de mí; de estos tus primeros años de vida que hemos pasado juntos, en los que
no has podido ver mi rostro, ni el de tu padre, ni el tuyo. En este escrito te voy a hacer una relación
de los hechos que recuerdo más importantes. Esta es toda la verdad. Lo que he ocultado siempre.
No sé si tu ceguera tiene algo que ver con mi secreto, con lo que ha sido la angustia de mi
vida, aunque intuyo que sí. No he tenido fácil vivir, luchar por subsistir, desde que fui consciente de
que yo era diferente. Mi alma siempre me ha pedido no rendirme y conseguir aparentar ser normal;
nunca ha aceptado la rendición. Este testimonio no es una derrota. Ante la muerte no hay vencidos.
Aún es más, saber que mis respiraciones tienen un final me hacen sentirme más humana.
La hermana de tu padre me ha prometido que se hará cargo de ti, de todo lo que necesites y
me ha jurado que mantendrá oculta esta revelación, que tanto la intriga, hasta que te vea tan maduro
como para leértela. Le he confiado a ella este testimonio bajo la condición de que, si algún día
recobrases la vista, lo leyeras tú solo en cuanto aprendieras a leer. No pierdas la fe. Ella no te va a
dejar abandonado en esta oscura vida. Además, ten por seguro que, sea dónde sea que vaya a
reposar mi alma, no descansará intentando ayudarte en lo que te haga falta, al igual que tu
progenitor nos ha ayudado desde el cielo a salvar los obstáculos a los que nos hemos tenido que
enfrentar durante su ausencia.
Voy a empezar desde mis primeros días de vida; los primeros de los que soy consciente. Mi
peculiaridad la conozco desde niña. Pero no supe que era algo que me hacía especial, por no decir
rara o única, hasta que tuve conocimiento de conciencia. Hasta ese momento, creía que la existencia
de todos los humanos era así, igual que la mía. Ahora, saber que hay dones como el mío, me
asegura que el alma no muere en la Tierra. Por eso mantengo esperanzas. Me hace pensar que en
este mundo hay otras personas como yo, o en su defecto con otras facultades especiales. Y lo mejor
que me llevo de aquí es la esperanza de que nos veremos algún día en otro mundo.
No sufras por mí. He intentado disfrutar al máximo mis 44 años de vida pese a todo. El
sufrimiento me lo llevo a la tumba. Lo que más me inquieta es la aflicción que me acompaña: tu
incierto futuro.
Llegó el momento de revelarte mi secreto. No me he conocido en mi infancia. Mis ojos, mis
percepciones de mí misma llevan años de adelanto. Nadie con vida lo sabe. Solo yo. Y ahora, si aún
no se ha encontrado un remedio a tu ceguera, tú y la tía. Como si fuese un espíritu invisible, como si
fuera un fantasma, solo yo me veo de esta manera. El resto de los humanos de este mundo sí han
percibido mi cuerpo de modo natural. Yo no. El primer recuerdo que tengo de mi apariencia es en la
adolescencia. Una adolescencia con cinco años. Sé que aún no me has entendido. Quisiera
explicártelo de modo científico, pero no puedo. Te lo diré con palabras más claras. Como ya te he
comentado, las percepciones de mí misma en todos los sentidos, ya sea mirándome con mis propios
ojos, observándome a través de un espejo, grabándome con una videocámara, viendo mi reflejo en
el mar, riéndome de mi propia sombra, admirándome en un retrato pintado por un artista o en la más
bella de las fotos, y así en todos los medios que se te ocurran en los que uno mismo se puede
reconocer, me veo mayor, con más años. He calculado, según la química biológica de mi cuerpo,
que son dos lustros los que me envejece el desfase de mi vista, de mi propia percepción visual.
Este es el motivo por el que sé que voy a morir prontamente. He tenido tiempo para estudiar
qué enfermedad va a ser mi asesina. Como sabrás cuando hayas leído este escrito, un infarto de
miocardio o algún ataque vital similar acabará con mi latir. La post mortem me lo atestigua. Solo
pido que mi existir dure lo suficiente para poder dejarte este testimonio de mi vida acabado. Debes
saber quién fue tu madre en realidad.
De cuando yo tenía unos cuatro años, procede el primer recuerdo que guardo de mi cuerpo.
Esta es una de las pistas más evidentes de que el desfase de mi percepción es cercano a los diez
años. A esa edad me veía un vello púbico incipiente, el cual no podía depilar porque solo era una
visión mía, tenerlo, en verdad, no lo tenía. Ya te he dicho que estas percepciones son solo mías. Para
el resto de la gente yo soy normal. En esos años creía que la anatomía humana era así. La inocencia
no me dejaba conocer la realidad. No tardaría mucho en darme cuenta de que no era como los
demás. Me sentía más alta que mis compañeros de clase. Las peculiaridades de mi organismo
también me habían hecho más madura que los amigos de mi edad.
Cuando empecé a ser consciente de que el cuerpo que percibía no era el de mi presente, me
asusté mucho. He vivido reprimida y deprimida casi toda mi vida. Hasta que con el paso del tiempo,
iba reconociendo mi propia anatomía con mis recuerdos. La cicatriz de mi rodilla era una prueba
definitiva, al igual que otras dolencias que padecí. Cumplidos los diez años, me vi, en la piel que
envuelve la rótula, una herida abierta; nunca he podido contemplar, ni sentir, los efectos de la lesión
hasta que no ha llegado el momento en el que se han producido, esto es, no vi mi propia sangre
emanar, pero sí observé que me surgió una brecha seca de la nada, de improviso. Estigmas recibidos
con antelación. Diez años más tarde, con veinte de edad, fue cuando paseando con la bicicleta
choqué con aquel individuo que venía muy veloz por mi carril y, tras el golpe, me clavé una señal
de tráfico en la pierna, que me produjo la dolorosa lesión suturada con siete puntos posteriormente.
Esta brecha fue el camino para conocerme mejor.
Así ha sido mi vida. Mi organismo me ha predicho el futuro. Las huellas que el transcurrir
del tiempo va dejando en nuestra piel me han permitido avanzarme al presente. Mis padres nunca
supieron nada. Nadie. En el colegio escuché muchas historias, que aunque sabía que eran ficticias,
por ellas no quise arriesgarme, ya que mi don convertiría en reales la mayoría. El miedo a que me
hicieran pruebas, a que mi existir fuese aún más raro y complicado, me llevó a guardar el secreto
hasta que finase. Un secreto que espero que solo compartamos tú y yo como hemos compartido
cuerpo durante nueves meses y sangre para siempre. Una información que nos mantendrá más
unidos por mucha distancia que establezca entre nosotros mi muerte.
Sé lo que es crecer sin un padre. Del mío solo tengo recuerdos difusos procedentes de
cuando era pequeña. Nos abandonó pronto. Por todas estas experiencias vividas en mi pasado, me
reafirmaba en mis convicciones de que no querría ser nunca madre. Muchos eran los problemas a
los que me tendría que enfrentar. No obstante, con el tiempo, un cambio en la estructura molecular
de mi organismo me sorprendió. A los 23 años empecé a engordar de un modo desequilibrado. De
nuevo, me asusté. No podía ser un embarazo, mis ideales me lo impedían. El tiempo y mis
conocimientos del cuerpo humano me darían la respuesta.
Tu abuela murió cuando yo tenía 28 años. Dudé mucho si hablarle de mi problema durante
toda mi madurez. No quise preocuparla. El cáncer que ella padecía ya estaba bastante avanzado y
solo le haría más difícil el ocaso de su existencia.
Para aquel entonces, tu madre ya había acabado los estudios de Medicina. Elegí esa carrera,
más que por vocación, por la necesidad de averiguar si mi disfunción visual era provocada por
alguna enfermedad, virus o bacteria. Nunca encontré información semejante a mis síntomas. La
verdad es que, desde que me sentí adulta, siempre he pensado que sí era una enfermedad, pero del
alma. Y la medicina al pertenecer a la rama de las Ciencias, y en especial al ser de la Salud, solo
trabaja con hechos empíricos, por lo que no encontré en ella un remedio a mi don. Al menos, me
sirvió para hacerle más llevaderos los últimos años de vida a tu abuela.
Desde que me quedé, o me sentí huérfana, surgió en mí la necesidad de amar. Siempre me
han gustado los hombres como a las otras mujeres. Tu madre tuvo sus relaciones antes de conocer a
tu malogrado padre. Fueron esporádicas y nada serias. Mis visiones eran más fuertes que la pasión.
Pero, una vez que me había quedado sola en la vida, necesitaba probar el amor verdadero. Un
excompañero de la universidad se convertiría en tu padre. Nos reencontramos en el centro de
atención primaria donde por una temporada trabajamos ambos. Yo como doctora; él en prácticas.
Nos enseñamos mutuamente. Le instruí en algunos entresijos de la profesión. Él me enseñó a vivir
de otra manera. Tu padre conseguía, por momentos, que me olvidase de mis carencias perceptivas.
Esta relación dio un vuelco total a mi vida, a mis ideales. Mi don visionario no se equivocaría
jamás, creí.
Nos casamos cuando yo tenía 33 años reales. Lo teníamos decidido. Queríamos ser padres.
Formar una familia. Engendrarte era lo que más deseaba. Mis íntimas percepciones no me asustaban
en aquellos momentos, pues mi futuro a diez años vista se presentaba prometedor. Y ocurrió. A los
nueve meses naciste cumpliendo los plazos previstos. Te llamamos Devon, como el protagonista de
nuestra antología preferida de cuentos ilustrados.
Tu discapacidad fue un varapalo, sobre todo, para tu padre. Para mí, con el miedo que tenía a
que heredases mi terrible don, fue un mal menor. No te iba a querer menos porque vivieses toda tu
vida en la oscuridad. Éramos doctores y ya teníamos un nuevo batallón contra el que combatir con
el fin de enarbolar la bandera de la percepción. Nunca he dejado esta guerra y siento irme y dejarte
en las tinieblas.
Y es que algo pasó. La felicidad se fue de un soplido. Mis percepciones empezaron a
atacarme. Soy doctora, por lo que las pistas las reconocí al instante. Fallecí en vida.
Cumplidos los 34 años, un repentino día empecé a notar cambios en mi piel. Pese a que mi
don solo me afectaba en lo perceptivo y no en lo táctil, ni en lo sensitivo, noté que mi epidermis
dejaba de poseer ese aspecto tan saludable como de costumbre. Había dado comienzo el rigor
mortis. El espejo era mi fosa. Me descompuse a base de vómitos y mareos, al verme de esta manera
tan terrorífica. No podía creer la crueldad de mi futuro.
Tu padre quiso tranquilizarme. Administrarme medicamentos. No sabía qué ocurría en
realidad. Eran los efectos de la depresión más severa que un humano puede conocer. Dudé incluso
de si yo en verdad era humana. Aún me iré de este planeta y quedará latente esa duda.
Cuando me repuse, fui valiente y de nuevo me enfrenté a mi reflejo. Caí derrotada. Era la
descomposición real. Las manchas verdes habían inundado mi cara y mi abdomen. Era toda una
zombi o una especie de mujer momificada. La obra de la muerte en vida. No obstante, para tu padre
seguía siendo la más bella mujer que existía en el mundo. Él, ni tú, ni nadie seríais capaces de ver
mi ocaso.
Esperé unos días más en cama para comprobar si era una pesadilla. Lo era, pero real. Las
manchas moradas y verdes ya habían conquistado todo mi cuerpo y se me notaban marcas jaspeadas
por mi piel, llena de ampollas mortuorias. Estaba hinchada, el último síntoma que me faltaba para
certificar mi defunción. Solo podía hacer una cosa. Confesar por vez primera mi secreto.
Tu padre no me creyó. Creer esta historia es como creer en lo sobrenatural, en fenómenos
paranormales, en fantasmas, en espíritus y hasta en zombis y todo tipo de criaturas del demonio que
puedan existir. Me sentí como una de ellas. Que mi marido me tomase por loca fue incluso peor.
Agravó mi estado. No tenía ninguna prueba que desmintiera mi locura. Solo el tiempo me quitaría o
me daría la razón, pero no disponía de él.
Mientras día a día discutía con tu padre, mi cuerpo iba entrando en estado de putrefacción.
Me compré una máscara y una peluca porque no resistía verme decolorada, con la piel descamada y
padeciendo la sensación de tener todos mis órganos reventados.
Eran tan reales los síntomas que describía a tu padre que, entiendo, acabó por creerme. No
pudo soportar el dolor, el tormento de la desgracia. Tu ceguera nunca la llevó bien. De tanto que te
quería, jamás pudo comprender cómo la vida podía otorgar estos infortunios a una familia honrada
y decente y con unas profesiones tan filantrópicas. Su final llegó antes que el mío. Él también supo
cuando moriría, pero, a diferencia del mío, papá escogió su momento. El suicidio fue su vía de
escape.
Nunca podremos entender esta vida. El mundo se nos vino encima. Los síntomas de mi
putrefacción me traían imágenes aún más desagradables, pues me recordaban el estado de
descomposición en el que estaría el cadáver de tu padre. Muchas veces me arrepentí de haber hecho
caso a la que siempre fue su voluntad: no incinerarlo cuando falleciese.
Tuve que replantearme mi destino. Adecué la casa a mi nuevo entorno. Quité todos los
espejos e instrumentos que pudieran hacerme verme reflejada. Ni tú, ni yo los necesitábamos ya.
Dejé mi trabajo. Desde que comenzó mi ocaso, nunca volví a la clínica como doctora. Me hice con
ropas que ocultaban a mis ojos mi destino. Las rentas que nos legó tu padre nos permitieron vivir de
esta manera tan oscura sin necesidad de ingresos extras, ni de relaciones sociales cotidianas salvo
las estrictamente necesarias para subsistir. Desde entonces, solo he dedicado mi vida a cuidarte, a
enseñarte cómo es el mundo real y a seguir estudiando cuál es tu verdadera discapacidad,
investigando una posible cura. Y en cuando llegue mi inminente hora, mi cuñada, tu tía, la hermana
de tu padre tiene firmado un contrato por el cual se compromete a vender esta casa y destinar lo
recaudado a tu cuidado, a tu crecimiento.
Ya te lo he contado todo. Ahora entenderás por qué nuestra vida ha sido tan diferente, por
qué hemos vivido como auténticos fantasmas. Tu ceguera te ha posibilitado no discernir las
diferencias con el modus vivendi del resto de humanos. La mía me ha ofrecido una imagen de mí
cadavérica; soy un esqueleto putrefacto, una momia con vida. Me quedan días, horas tal vez antes
de mi muerte. Por ello, te dejo por escrito estos siniestros hechos que hemos compartido, porque no
quiero martirizarte contándotelo en persona antes de tu décimo cumpleaños. Tu tía decidirá cuándo
es el momento más idóneo para que descubráis mi secreto.
Siempre te he dicho lo mucho que te quiero. Ahora me gustaría acabar el testimonio de mi
vida diciéndote que no solo te quiero, sino te amo; que ser madre ha sido lo más grande que me ha
pasado en esta vida; que me ha hecho luchar hasta contra la muerte; que aquí estaré hasta que llegue
ese momento que llevo esperando una década; que siento en el alma que tu padre no haya sido
capaz de soportar el dolor de este cruel existir que nos ha deparado el destino, pero aquí estoy para
dar fe del amor que él te profesaba; que cuando estés mal, no entiendas tu oscuridad, te surja un
problema, enfermes o padezcas cualquier infortunio, pienses en mí, en tus padres, y nos pidas
remedio, aunque no serán necesarias tus plegarias, pues ya habremos hecho todo lo posible de
nuestra parte por protegerte desde ese lugar desconocido al que me encamino.
Hasta siempre mi vida,
te amo.
Tu madre.
Cuando Devon cumplió los diez años, súbitamente, recobró la vista y contempló por vez
primera su cuerpo neonato.