désiré charnay- ciudades y ruinas americanas

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ff Ciudades y ruinas americanas Désiré Charnay

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Es indudable que Désiró Charnay (1828-1915) tiene un lugar destacado entre los viajeros que pisaron México en el siglo XIX.Hijo de una familia acomodada, realizó estudios de letras e idiomas en Francia, Alemania e Inglaterra; a los. veintidós años viajó a Estados Unidos, donde permaneció entre 1851 y 1852.En 1857, Charnay planeó una serie de viajes a Estados Unidos, México, Sudamérica y Asia, motivado no sólo por un mero afán de visitar lugares, sino también para observar, conocer y plasmar sus impresiones respecto a costumbres y países, con el propósito de contribuir a la investigación científica.Entre 1857 y 1886 Charnay realizó cinco viajes a tierras mexicanas; de todos tenemos constancia, aunque algunos de sus textos no se han traducido al español. La presente obra es el testimonio de lo ocurrido a Charnay durante su primer viaje a nuestro país, de 1857 a 1860, cuando visitó el centro, sur y oriente del mismo. Salió a la luz por vez primera en 1863, en Francia, edición que se utiliza para esta publicación.En Ciudades y ruinas americanas hay detalles de humorismo no exentos de fantasía, pero tampoco de crudeza. Asimismo, se perciben contrastes muy marcados entre el desencanto por la pobreza, la impresión de una arquitectura no imaginada, y la magia de un pueblo de composición heterogénea. En este libro la historia, la política, la geografía, las anécdotas y mil detalles más, se dan la mano y nos permiten disfrutar una realidad distinta. No hay duda, al igual que otros viajeros, y junto con ellos, Charnay contribuyó a recrear un México de realidades casi mágicas.El prólogo corre a cargo de Lorenzo Ochoa, arqueólogo que ha enfocado su interés en la zona de Veracruz y el área maya. Actualmente labora en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la unam.

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Ciudades y ruinas americanas

Désiré Charnay

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M I R A D A • V I A J E R A

Ciudades y ruinas am ericanas

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Désiré C harnay

Ciudades y m in as am ericanas

PrólogoLorenzo Ochoa

Traducción Rocío Alonzo

CoamJo Nacional pan laCultura y la* Arta*

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Título original en francés: Cités et ruines américaines

Primera edición en Mirada Viajera: 1994

Traducción: Rocío Alonzo

Producción: Dirección General de Publicaciones delCONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

Portada: Francisco Fernández, Taca, El viento, 1990 Colección Francisco y Maru Cordero

D.R. © 1994, Dirección Genera! de Publicaciones Calz. México Coyoacán 371 Xoco, CP 03330 México, D.K

ISBN 968-29-6577-2

Impreso y hecho en México

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INDICE

P ró lo g o ............... 11

Prefacio ........................................................................................ 29

I. VERACRUZ. Partida de París»—Veracruz.— San Juan de Ulúa.— Aspecto general de la ciudad.— El puerto.—El mue­lle.—Excursión en los alrededores.— El norte de Veracruz.—La partida.— Medellín.— La carretera de M éxico............... 33

II. MÉXICO. El valle de México.— La ciudad.— El mexica­no.—Aspecto general.— El santo Sacramento.— El temblor de tierra.—La vida en México.— Las costumbres.— El pa­seo.— La Alameda.— Los toros.—El teatro........................... 49

III. COSTUMBRES. El pueblo de México.— Los indios.—Las pulquerías.— Los entierros de niños.— El clero.—Los asal­tantes de caminos.— La utilidad de los alzacuellos.— Los monumentos de la ciudad de México.— Los suburbios.—Las ruinas de Tlalm anaico....................................................... 59

IV. ANÉCDOTAS Y REFLEXIONES................................. 75

V. TEHUACÁN. Salida a Mitia.—Estado de los caminos.—Tehuacán.—Aventuras de Pedro.— La Venta Salada.— Mo­lesto encuentro.—Teotitián del Valle.— La fonda.— Una noche en el bosque.— Tecomabaca.— El jaguar y el torren­te.— Quiotepec.— El Güero López y su grupo.—Cuica- tlán.— Don Dominguillo.— El caballo robado.—El valle de O axaca.......................................................................................... 91

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8 Ciudades y juinas americanas

VI. OAXACA. La ciudad.--Las costumbres.—El baile.—El clero.— La historia de don Rafael.— Las pasiones polí­t ic a s ............................................................................................... 103

VII. MITLA. Larga permanencia.—Fenómenos fotográfi­cos.— Los tres valles.—Monte Albán.— El viejo conven­to.— Santa Lucía.— Santa María del Tule.— El sabino.— Mitla.—Las ruinas.— El pueblo.—Las pitayas.— Clichés perdidos.—Toma de la ciudad.— Salida a V erac ru z ......... 115

VIII. LA MONTAÑA. El rancho en el bosque.— Hua-jimoloya.—La escolta.— La sierra.— Ixtlán.— Los indios y sus pueblos.— El alcalde.—El topil y el viejo.— Ozoc y el fabricante de órganos.— La bajada de Cuasimulco.—Ye- tla.—Tuxtepec.— Tlacotalpan.—Alvarado.— Veracruz.— El s it io ............................................................................................... 129

IX. YUCATÁN. Salida de Veracruz.— El vapor México.—Sisal.— Los indios prisioneros.— Mérida.—La Semana San­ta en Mérida.-—Tipos y costumbres.— Primera expedición aIzamal.—La antigua vía in d ia ................................................. 147

X. CHICHÉN ITZÁ. Segunda expedición.— Dzitás.— Pis­té.—El Cristo de Pisté.— Chichén Itzá.—Las ruinas.— El músico indígena.— El regreso.—El médico a p a lo s ........... [61

XI. UXMAL. Regreso a Mérida.—Partida a Uxmal.— Uayal-ké.— Sakalum.— La familia B.—Ticul.— La hacienda de San José.—Uxmal.—Las ruinas.—El regreso.— La tormenta.—Las indias de San lo sé ...................................................................... 177

XII. EL USUMACINTA. Campeche.— La ciudad.— Elhotel.—La canoa.—La travesía.—El Carmen.— Don Fran­cisco Anizán.— El Usumacinta hasta Palizada.— El cayu­co.—Cuatro días en el río.— El rancho.— San Pedro y la cacería de cocodrilos.— Los pantanos.— La iguana.— Las P la y as .......................................................................................... 195

XIII. PALENQUE. De Las Playas a Palenque.—El pueblo de Santo Domingo.— Don Agustín González.— Los dos

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indicu 9

bajorrelieves.— Las ruinas.—-El palacio y los templos.-— Trabajos fotográficos.— Fracasos.—Las noches, aparicio­nes.— Las luciérnagas.—Los tigres.— Retomo a Santo Do­m ingo............................................................................................ 211

XIV. TUMBALÁ. Partida a San Cristóbal.— De Palenque al rancho.— Ausencia de los indios.— Salida al rancho de Ño­pa.— Caminos terribles.— Carlos, mi mozo, desesperado.— Hambre.— Los simios.— Ñopa.— San Pedro. -Tres días deespera.... El cabildo.— Actitud hostil de los habitantes.—Llegada de los indios.— Su abandono por la noche.— De San Pedro a Túmbala.—Tres noches en la selva virgen.—Los jaguares.—Llegada a Túm bala........................................ 229

XV. SAN CRISTÓBAL. Tumbalá.— El cura.— La cacería depavos.— Jajalun.— Chilón.— Citalá.— FJ dominico y su ami­go.— Costumbres indias.— Huicatepec.—Cancuc.—Los car­gadores indios.—Tenejapa.— San Cristóbal.-—Hospitalidad del señor Bordwin.— Las costumbres.—Las iglesias.— El salterio.— El gobierno.— Ruinas en los alrededores de C om itán........................................................................................ 243

XVI. TEHUANTEPEC. La ciudad y el valle de Chiapas.—Los rebaños en el monte.— El río.— Tuxtla.—Don Julio Líckens.—La fiesta de Corpus.—Nueva organización.— De Tuxtla a Tehuantepec.— La compañía americana.— Los patricios.— La persecución.— Los órganos.—Totalapa.— Oaxaca.— Historia de ladrones.— M éx ico ............................. 257

XVII. EL POPOCATÉPETL. Ascenso al Popocatépetl.— El pueblo de Amecameca.— La familia Pérez.— Tomacoco.—El rancho de Tlamacas.— Excursiones por los alrededo­res.—El cementerio indio.—El volcán.— Regreso a Ameca­meca.—Partida para Veracruz.— Encuentro de dos partidos.—Más ladrones.— Dolores Molina.— Su secuestro.— Vera- cruz.— Retorno a E uropa......................................................... 271

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12 Ciudades y ruinas americanas

gracias a las cuidadosas investigaciones de Edward Thompson, A.P, Maudslay y otros.’”

En la primera ocasión, Maudslay arrebató al impetuoso via­jero francés la gloria de ser el descubridor de una de las más espléndidas ciudades del periodo de apogeo de la cultura maya: Yaxchilán.

Era la cuarta incursión de Chamay por territorio mexicano.4 Al atardecer del 22 de marzo de 1882, después de reponerse de fuerte ataque de tercianas, el explorador llegó a la antigua ciudad enclavada sobre las márgenes del Usumacinta, en plena selva Lacandona. De pronto, aunque lo esperaba, sintió que repentina­mente se encontraba frente a frente con Maudslay, el súbdito inglés a quien apenas el día anterior había enviado algunos víve­res. El viajero relató así el episodio: “Penetré en el bosque y guiado por un indio [...] fui en busca de don Alfredo [...]. Sigo adelante y unos 300 metros más allá vi venir a mi encuentro a un hombre rubio, en quien desde luego eché de ver a un gentleman inglés.”5

Sólo por azares del destino, debe reconocerse, Maudslay se había anticipado a Chamay en su arribo a la antigua ciudad maya, escondida durante tantos siglos en la espesura de la selva/’ El entonces todavía joven arqueólogo Alfred Maudslay, sin embar­

5 Brian Fagan, Precursores de la arqueología en América, México, FCE (Obras de . Antropología), 1984, p. 355. Sin embargo, no todo lia sido igual. Robert L. Brimhouse en Pursuit o f the Ancient Maya. fióme Arcluieologists ü/Teítodriyl Albuquerquc, University of New México Press, 1975), puso especial interés en lograr un justo reconocimiento a la obra de Maudslay. en lanto que a Chamay no concede mayor importancia ni en éso, ni en otro sendo volumen dedicado a los primeros arqueólogos: In Search o fth e Maya. The First Archaeoiogixts (Albuqucrque, University of New México Press, 1973), donde debió ocupar un merecido lugar, como lo había hecho Wauchope en They Found the Raried Ciñes. Explorañon and Excavation in the American Tropics (Chicago, University of Chicago Press, 1965).

4 Para la mayor parte de los autores se trataría de su tercer viaje, pero no encuentro razones suficientes para tal consideración; su larga estancia en Europa, entre febrero y octubre de 1881, corresponde a otro viaje. Véase más adelante la sección “Los viajes de llésiré C'harnay”.

* Véase Ciprián Aurelio Cabrera Bemat. Viajeros en Tobasen. Textos, Villahcrmosa, Gobierno del Estado de Tabasco/lnstituto de Cultura de Tabasco (Biblioteca Básica Tabasqucña. 15). 1987, p. 624. Cabrera Bemat tradujo ei párrafo referido de la obra de Chamay ¿es anciennex villes du Nouveau Monde. Voyages d 'expiorations au MexUpte el dans FAmérique céntrale, París, llachette, 1885.

4 No deja de llamar la atención que ambos, aunque por distintos intereses, hubieran llegado al corazón mismo de la selva Lacandona guiados por la lectura de quien diera a

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Prólogo 13 -

go, desprovisto de toda vanidad, al ver el evidente desencanto que se había dibujado en el rostro del viajero francés, llevó su caba­llerosidad y cortesía más allá de lo imaginable al decirle:

No os sobresalte mi presencia aquí; un contratiempo ha hecho que llegara a estas ruinas antes que vos, como un percance os hubiera también hecho llegar antes que yo, no veáis en mí un rival ni tengáis el menor recelo. Soy lisa y llanamente un aficionado que viaja por recreo;7 vos sois un sabio, y la ciudad os pertenece; por consiguiente bautizadla, exploradla, fotografiadla, moldead cuanto gustéis; aquí estáis en vuestra casa. No me propongo escribir ni publicar nada, si así lo queréis, no digáis nada de mí y guardad vuestra conquista para vos. Ahora permitid que os sirva de guía, he mandado que os arreglen un palacio, y vuestra morada os espera.8

Y aunque al final del encuentro con aparente caballerosidad acor­daron compartir las glorias de aquel descubrimiento, Chamay en su correspondencia privada, según anota Bernal, dejaría entrever injusto resentimiento en contra de M audslay/ Quizá los cinco via­jes efectuados por territorio mexicano hicieron "abrigar a Charnay la esperanza de obtener tan distinguida designación del gobierno mexicano, la cual finalmente recayó en el arqueólogo inglés.

El origen de tal nombramiento pudo tener dos vertientes. Por un lado, a don Porfirio no le era desconocida la participación

conocer en el extranjero la grandeza alcanzada en la antigüedad por la cultura maya: John Lloyd Stephcns (1805-1852). De origen norteamericano, por prescripción medica se dedicó a viajar y narrar las peripecias de sus viajes, primero por el Viejo Mundo y nrás (urde en el sur de México y Centroamérica. De estos últimos publicó en Nueva York Incidente ofTravel in Central America, Chiapas, and Yucatán (1841) e Incidente ofTravci in Yucatán (1843).

7 La figura de Alfrcd Perciva! Maudslay se engrandece al asumir tal humildad, pues «a hnbla graduado en la Universidad de Cambridge y sus investigaciones, junto con las de otros, sentaron los bases del estudio de la epigrafía maya. Su voluminoso trabajo científico, resultado de esta etapa, se publicó en Londres bajo el titulo de Biología Cenlrali Americana (1889-1902).

* CipriAn Aurelio Cabrera Bemat, op. c i i por su parte. Robcrt Wauchope puntualizó sita anécdota narrando la forma como Alfrcd Maudslay había alcanzado Yaxchilán, concediéndoles importancia por igual en la historia de las exploraciones, op. cit.

* Ignacio Berna!, op. cit., p. 138. De todas maneras, justo es decirlo, a! parecer ni imt ni otro descubrieron los restos de aquella ciudad, sino un profesor guatemalteco de lumbre Rockstrok, según anota Rohcrl L. Hrunhouse (Pursuit o f the Ancient Maya. . . op. Il„ p. 2lft, n. 17), sin agregar mayor información.

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14 Ciudades y ruinas americanas

de Chamay en )a invasión francesa a nuestro país. Como militar-, al viejo dictador le había locado vivir victorias y derrotas y, más aún, rechazar la invitación que le hiciera Maximiliano de traicio­nar a su patria, al ofrecerle parte del mando de los ejércitos cuan­do prácticamente México estaba derrotado. La segunda vertiente se suma a la primera, y tiene mucho que ver con el acendrado nacionalismo de Díaz. No es difícil pensar que don Porfirio hubiera querido borrar el vergonzoso papel que, en defensa de Chamay, protagonizaron algunos miembros de la Cámara de Diputados du­rante el gobierno del general Manuel González.

Era el mes de octubre de 1880 cuando un grupo de legisla­dores intentó aprobar un proyecto de ley que autorizaría al viajero francés a trasladar, a los museos de su país, sus hallazgos arqueológicos. Un proyecto bastante debatido, argumentado y contrargumentado en la Cámara de Diputados que, finalmente, fue desechado por la razón.

Clementina Díaz y de Ovando relata con bastante tino aquel debate derivado de la particular solicitud de uno de los invasores llegados a nuestro país con Maximiliano."’ Esa faceta del apasio­nado y apasionante viajero cuyas huellas en los antecedentes de nuestra arqueología nunca ha dejado de reconocerse, pasa tan inadvertida que prácticamente permanece en la oscuridad. De su concurso en la invasión francesa sólo se conocen ambigüe­dades.

A propósito de ello, en uno de los alegatos del debate de 1880, Gumesindo Enríquez, al plantear sus argumentos en contra de aquel proyecto de ley, recordó: “Mr. Chamay, según informes que tengo, vino con el cuerpo expedicionario francés, agregado á una comisión científica que fué á hacer excavaciones á Yucatán; iba entonces Mr. Chamay en su calidad de fotógrafo.”" Apreciación que cerca de un siglo más tarde continuaba repitiéndose: “Den­tro de la Commission Scicntifíque du Mexique [...] el arqueó­logo más conocido fue Désirc Chamay.”12

111 Clementina Díaz y de Ovando. Memoria de un debate (1X80). I.a postura de México frente al patrimonio arqueológico nacional, México. 1JNAM, Instituto de Invcs- liliciones Estéticas (Divulgación, 3), 1990.

11 ¡bid., p. 6?.17 Ignacio Bernal. op. cit.. p. 113.

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Prólogo

Pero tal aseveración no tiene mayores fundamentos. En la información contenida en dos de los tres volúmenes que confor­man ios Archives de la Commission Scientifique du Mexique,n relativa a los trabajos del Comité de Historia, de Lingüística y de Arqueología encabezado por el abate Brasscur de Bourbourg (1814- 1873),11 * * 14 no aparece el nombre de nuestro hombre. Esto no resulta extraño, pues todo tiende a sugerir que la misión desempeñada por Désiré Chamay estuvo ligada a cuestiones menos científicas, pero bastante más importantes para los invasores. Al parecer, su colaboración en la Commission Scientifique... fue ex officin. De la época en que participó en aquellos acontecimientos, Pascal Mongne, quien en 1987 se ocupó de prologar la edición francesa de Le Mexique..., escribió:

A partir de 1864, y durante más de diez años es bastante difícil seguir los pasos de Désiré Chamay. A causa de la falta casi total de infor­mación en los archivos este lapso de su vida es bastante mal conocida. Corresponde también a un vacio total de producción científica. De esa época ningún escrito, fotografía o investigación nos son cono­cidas. Solamente sabemos que vivía en el número 22 de la calle Grammont, en París.15 *

Sin embargo, agrega Mongne, algo se sabe de su concurso en la Commission Scientifique du Mexique, organizada por Napo­león III. De acuerdo con él, y esto se antoja por demás curioso, ciertos documentos parecen probar que participó “como un fotó­grafo auxiliar en la zona norte del país”."5 El mismo Mongne se sorprende, y no deja de llamarle la atención que un explorador y fotógrafo reconocido, como lo era Charnay, hubiera sido comi­sionado a un puesto menor en el norte de México; precisamente

11 Archives de la Commission Scientifique du Mexique, París, Tmprimerie lmpérialc,IRM-1R67, 3 vols.

14 El abate escribió una desordenada historia que publicó a mediados del XIX bld» c) titulo tic Histoire des natitms civilisées du Mexique et de de l'Amerique centróle, sus mayores contribuciones radican en el rescate de manuscritos y la edición quo trizo en español y francés de la Relación de las casas de Yucatán, de fray Diego de Lnndn,

1J Pascal Mongne, “Comentarios a la vida y obra de Chamay", en Le Mexique 1,858-IHM. Sauvciiirs el impressions de itryage, París, Éditions du Griot, 1987, p. 25.

Mein.

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L6 Ciudades y ruinas americanas

allá, en una zona donde casi no existen restos de monumentos prehispánicos, que eran de su especial interés.17

Por el mismo Charnay sabemos que se encargó de proporcio­nar asesoría práctica a la Commission Scientifique du Mexique, en cuanto a los pertrechos, estrategias y condiciones del viaje. Pero de las verdaderas funciones que llevó a cabo y el tiempo que permaneció en ellas, poco se sabe. No obstante, en una nota al margen, Mongne desliza algunos datos que llevan a suponer algo relativo al trabajo desempeñado. En efecto, de acuerdo con ciertas fuentes, Maximiliano había encargado al experimentado viajero una misión como fotógrafo, para la cual, no deja de sorprender, le hizo acompañar de una escolta armada. “Es entonces perfec­tamente posible que los conocimientos de Charnay sobre México, hubieran sido utilizados por el Estado Mayor Francés”,18 * camuflados bajo su ropaje de fotógrafo.

Hasta aquí la ambigüedad llama a la imaginación. No hay documentos ni registros fieles que nos den la pista precisa acerca de sus actividades, a todas luces sospechosas. Hasta ahora, tal vez Mongne sea el único que ha tocado este punto con mayor apego a la posible verdad.

El m aravilloso m undo de los viajeros

Los viajeros, como los soldados y frailes cronistas de la Conquis­ta, siempre ocuparán la atención de quienes de una u otra forma intentan penetrar en la historia antigua de México. Tal vez por ello no sea raro encontrar en las antologías dedicadas a los viajeros en México, que los textos de ambos aparezcan cual si su contenido fuera resultado de un propósito semejante.Iv

Quizá sea oportuno preguntarse si es posible y si vale la pena el intento de diferenciar los intereses que guiaban a unos y otros. Me parece que sí. El cronista-conquistador de México, carente de información escrita que le indicara a dónde iba a llegar, viaja hacia

17 Idem.IK Ibid. p 30.

Véase Cipriáti Aurelio Cabrera Bertiat, op. ait.\ y José (turriaga de la Fuente, Anecdotario de viajeros extranjeros en México. Siglos xw-xx, México, fCb, 1990, vol. III.

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Prólogo 17

mundos casi siempre desconocidos. Sus travesías fueron explo­raciones que llevaron al cabo con la cruz y la espada para colonizar territorios y rescatar almas. Con la espada, el soldado buscaba for­tuna primero y gloria después; con la cruz, el fraile realizaba la conquista espiritual de los indios, y aun otras encomiendas cuando le era posible. Sus escritos, salvo contados casos,2,1 no se basaron en un diario donde llevaran el registro pormenorizado de lo que veían con la intención de escribir un relato de viaje. Las crónicas, probanzas y demás, por lo regular se escribieron con la finalidad de obtener encomiendas y otras canonjías de la Corona.

Por el contrario, los viajeros se documentan, estudian y trazan rutas con objetivos precisos. Se trata de otro tipo de conquis­tadores, desprovistos de cruz y de espada, cuyo propósito primor­dial consistía en dejar constancia de sus impresiones y aventuras; en fin, describir con cierto orden su experiencia cotidiana. Lo hacían para obtener gloria y fama, más que fortuna, sin que falten aquellos que detrás del disfraz de viajero escondían intereses dudosos.

En verdad, a esos personajes no debemos imaginarlos como cualquier arrojado aventurero, interesado tan sólo en descubrir fabulosos reinos perdidos y olvidados, ni tampoco deben juzgar­se como simples coleccionistas de antiguallas de subjetivo valor artístico. No, de ninguna manera. En sus relatos, además de en­contrar fuertes tintes científicos, puede adivinarse una suerte de alquimia. El viajero, a fuerza de mezclar leyenda e historia, fan­tasía e imaginación, parecía buscar la forma de capturar el tiempo con una realidad distinta. Crearon sus propios mundos; universos plenos de vida que ahora recorren los lectores guiados por ¡a mano del autor. En sus escritos, de gran amenidad, siempre tuvieron cabida la exagerada nota o la anécdota oportuna. Grandes conver- 20

20 Véase fray Tomás de la Torre, Desde. Salamanca. España, hasta Ciudad fíen!. Chiapas: diario de viaje 1544-1545, pról. de F. Dlom. México, F.ditora Central, 1944- 194S; fray Alonso de la Mota y llscobar, Memoriales del obispo de Tlaxcala. Un recorrido

por el centro de México a principios del siglo XVI!, ¡ntroci. y notas de Alba González Jácome. México, SL'P (Quinto Centenario), 1987, y Amonio de Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nuera España. Relación breve y verdadera de algunas cosas de las muchas que sucedieron al. padre fray Alonso Ponce en las provincias de Nueva España siendo comisario genera! de aquellas partes, edición, estudio preliminar, apéndices, glosarios, mapas c indices de Josefina C arda Quintana y Víctor M. Castillo Farreras, México. UNAM. Instituto de Investigaciones Históricas, 2 vols., 1976.

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20 Ciudades y ruinas americanas

Para Charnay, sin embargo, no fue Humboldt el punto de referencia. Serian la lectura de los libros de Stephens y su afición a la fotografía, los estímulos que lo condujeron a imaginar una serie de viajes. Cargado de entereza, lleno de confianza y roman­ticismo, planea visitar Estados Unidos, México, Sudamérica y Asia. Pero no sólo le interesaba visitar y conocer otros países y cos­tumbres, sino realizar observaciones y hacer una serie de fotogra­fías de los lugares visitados, con el propósito de contribuir a la ciencia. El futuro viajero estructuró un ambicioso proyecto que presentó al Ministerio de instrucción Pública de Francia, mismo que sería aprobado en 1857. Charnay había logrado su entrada al mundo que había soñado, el de los grandes viajes.

Entre 1857 y 1860 viajó por el centro y sur de México, con un par de estadías en Estados Unidos. La primera, de abril a no­viembre de 1857, antes de hacer su entrada en tierras mexicanas. En esa ocasión visitó, entre otros lugares, Boston, Nueva York, las Cataratas del Niágara, los Grandes Lagos, las llanuras del oeste y el Misisipí. La segunda visita la realizaría de diciembre de 1859 a marzo de 1860. A finales de ese año emprendió el regreso a Francia.

En Europa permanecería poco más de dos años, pues en 1863 reinicia sus andanzas. En esa ocasión zarpó nimbo a Madagas- car, de donde retorna ci mismo año. Después de 1864 y “duran­te más de diez años, es bastante difícil seguir los pasos de Désiré Charnay [...] Corresponde también este periodo a un vacío total de producción científica [...] Sólo sabemos que vivía en el número 22 de la calle Grammont, en París'’,P Lo poco que resta decir de esa época se relaciona con su participación en la invasión francesa en­tre 1864 y 1867 ('?); la última fecha supone Mongne que corres­ponde a la salida de Charnay por la frontera norte.

En 1875 reaparece viajando por Sudamérica; tres años más tarde, de 1878 a 1879, visita el suroeste asiático y Australia. Tras corta estancia en su país regresaría a México en 1880. Aprovecha ese viaje para volver al Popocatépetl y llega a Teotihuacan y a Tula. Más tarde parte hacia Comalcalco y a principios de 1881 arribaría a Palenque, no sin antes pasar por San Juan Bautista, hoy Villahermosa, Jonuta, Playas (de Catazajá) y el pueblo de Santo Domingo (Palenque).

•*' hmcHl Mimnnc, «/). cil., p. 29.

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Prólogo 21

Cautivado por la antigua capital de los chontalcs, Palenque, permaneció ahí más de un mes. La recorre, fotografía y obtiene moldes de los relieves. Pero la noche del 26 de enero gran parte de su trabajo, obtenido tras dos semanas de intensa labor, es destruido por el fuego. A pesar de las vicisitudes, el clima, el mal estado del equipo, reinicia sus tarcas y hacia fines de febrero alcanza sus objetivos. Dada la gravedad de la situación, causada por lo que no cree un accidente, su quebrantada salud y otros problemas, se reembarca en Veracruz rumbo a Europa.26 Allá pro­longaría su estancia hasta octubre. Lleva consigo las fotografías de Palenque que había malogrado en el viaje anterior. Tales son las del Palacio o la de dos bajorrelieves que habían sido arranca­dos del Templo de la Cruz y encontró empotrados en la pared de una casa del pueblo. Ya eran conocidos y habían sido descritos por Stephens. Le habían impactado especialmente; a tal grado ejer­cieron fuerte atracción sobre él que, incluso, intentó comprarlos con la casa misma durante su estadía en Santo Domingo. Casa bastante amplia, limpia y de buen acabado, propiedad de dos her­manas solteras bien parecidas según cuenta en ¡ndetenta ofTravel in Central America, Chiapas. and Yucatán. Acerca de las figuras dice Charnay:

representan: uno, a un personaje de pie cubierto con ornamentos de gran riqueza, con las piernas calzadas de altos coturnos; por detrás, un niño colgado de su cintura parece dar gritos de desesperación [se trata de un dios]; el otro, a un viejo que parece soplar un extraño instrumento —cuerno de guerra o pipa india- instrumento que en­cuentra también en los bajorrelieves de la cámara derruida del Pala­cio del Circo en Chichón Ftzá; este tiene sobre la cabeza, arriba del tocado simbólico, una corona de laureles y, a la altura de los riñones, está cubierto por una pie! de tigre [p. 212],

Estos relieves, de los cuales Charnay hizo vaciados, representan a Chan Bahlún y al dios L respectivamente. A ese viaje de Charnay corresponde el debate de la Cámara de Diputados que, en parte, quizá repercutió negativamente en el esperado nombramiento que nunca recibió.

En octubre de aquel mismo año de nueva cuenta llega a

26 Pascal Mongnc, op. til., pp. 36-37,

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22 Ciudades y ruinas americanas

Veracruz y viaja a la ciudad de México. Visita Tula, Teotihuacan, y a fines de noviembre se traslada a Yucatán, donde permanece hasta febrero del siguiente ano. Sale rumbo a Frontera vía Campeche y El Carmen. De allá navega hasta Montecristo, hoy Emiliano Zapata, desde donde alcanza Tenosique. Chamay remonta el Usumaeinta y arriba a Yaxchilán el 22 de marzo de 1882; ciudad que él bautizó con el nombre de Lorillard, en honor de su mecenas Pierre Lorillard, quien había costeado los gastos del viaje iniciado en marzo de 1880.

Abandona aquel lugar después de unos diez días y emprende el regreso a Tenosique, con el fin de trasladarse a Palenque. En el tornaviaje a México sigue la dificultosa cuesta de Tumbalá, para continuar hacia San Cristóbal, Tuxtla, Tehuantepee y Oaxaca, regis­trando los diversos puntos intermedios que toca. En julio de aquel año regresa a Europa vía Yucatán. Finalmente, por quinta ocasión viaja de Europa a México. Este viaje lo relata en Ma derniére expédition au Yucatán. Para esas fechas había aparecido su obra mayor: Les anciennes villes du Nouveau Monde. Voyages d ’explo- rations au Mexique et dans l ’Amérique céntrale, en donde recogió las impresiones más sobresalientes de sus viajes por México.

El viaje de 1886, que circunscribió a Yucatán, es, quizás, el más corto en tiempo y espacio de todos los realizados por tierras mexicanas. Entre enero y abril visita solamente lugares de Yucatán y Campeche. Habían pasado cerca de treinta años desde su primera incursión por nuestro territorio. Todo parecía indicar que Chamay se retiraría de esas largas e incómodas tra­vesías. Después de todo ya contaba con cincuenta y ocho años. Pero no. Su inquietud por viajar no tennina con aquel viaje. En 1893, a los sesenta y cinco años se embarca nimbo a Estados Unidos; al año siguiente se propone explorar Arabia y, en 1896, a los sesenta y ocho años de edad hace su última incursión. Va al Oriente pero no concluye su viaje. Por problemas de seguridad tuvo que regresar a Europa. Chamay era ya famoso; sólo la gloria lo esperaba. Después, la desilusión de no recibir el nombramiento de representante de los pioneros de la arqueología mexicana. Anciano, con problemas de salud, cansado y casi olvidado, pasaría NIIM últimos años en París, hasta que una fría mañana del 24 de OStubro de 1915, tres meses después del fallecimiento del viejo «d ictador mexicano, moría el eterno viajero. Louis Capitán le

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dedicó breve nota en el Journal de la Société des Americanistas de París.21

La producción bibliográfica de D ésiré C ham ay

De todos sus viajes Charnay dejaría puntual constancia por medio de publicaciones que empezó a dar a conocer desde los sesenta del pasado siglo.27 28 Aunque sus narraciones están escritas en una prosa amena y cautivante, distan del encanto que alcanza la de quien inspirara sus viajes: John Lloyd Stephens.

Aquí no me referiré a las ediciones que ha merecido su pro­ducción en diferentes lugares e idiomas. Daré cuenta, sin embar­go, de lo más sobresaliente que en México se ha editado de nuestro viajero, sin incluir las referencias aparecidas en las enciclopedias. No se trata, por tanto, de un recuento exhaustivo, sino de un acercamiento bibliográfico.

En 1868 José Guzmán tradujo y dio a conocer Ciudades y ruinas americanas: Miña, Palenque, lzamal, Chichón ítzá, Ux- mal..., que incluye el texto de Viollet-le-Duc.

El Fondo Editorial de Yucatán, en su serie Cuadernos de Yucatán (Mérida, 1978), reimprimió Viaje ce Yucatán a fines de 1886, traducción de Ma derniére expédition au Yucatán hecha por Francisco Cantón Rosado (Imprenta de la Revista de Mérida, 1888), reeditada en 1933 por los Talleres Gráficos Guerra.

Casi veinte años más tarde de haberse reeditado Viaje a Yucatán..., en una traducción que Andrés Fábregas Roca hizo de Le Mexique..., la revista El Ateneo (Tuxtla Gutiérrez, Chispas),

27 Louis Capitán, “Claude-Joscph-Désiró Chamay”, en Journal de la Société des Americanistas de París, vol. XI. París, pp. 629-631 Para mayores detalles acerca de la vida y la obra de Chamay, véase también Jean Paul Duvoils. Les voyageitrs frangais en Amengüe, París. Bordas, 1978; y Jean-Georges Kirchheimcr, Charles Minguet y Alfred Fierro. Voyageurs francophones en Ameríque Hispanique au course dtt XtéS" siécle, Parts, Bibliothéque Natiunale, 1986. En México, Renée Lorelei Zapata Peraza escribió un interesante trabajo acerca del papel de Chamay en la antropología mexicana: “Désiré Chamay”, en/,n antropología en México. Panorama histórico, vol. 9, México, inah, 1988, pp. 567-587.

28 El lector interesado puede encontrar una buena bibliografía de los trabajos de Chamay en el volumen de Keith F Davis, en la presentación de Pascal Mongnc, en la nota necrológica de Capitán y en el trabajo de Renée Lorelei Zapata Peraza.

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24 Ciudades y rumas americanas

en sus húmeros 4 (1952), 5 (1954) y 6 (1956), dio a conocer los capítulos relativos a las andanzas de Charnay por territorio cliiapaneco: Palenque, Túmbala y San Cristóbal. Afortunadamen­te, el Instituto Chiapaneco de Cultura ha hecho una reedición facsimilar de El Ateneo (1992).

En 1974, de Les anciennes villes clu Nouveau Monde. Voyages d ’explorations au Mexique et dans l'Amérique céntrale Rene Ocaña y Chantal Schoneller tradujeron el capítulo IV, el cual se incluyó en el volumen Proyecto Tula (Primera parte), coordinado por E. Matos Moctezuma (México, INAII, 1974).

De ese mismo volumen dedicado a Les anciennes villes du Nouveau Monde..., Teresa Medina tradujo el capítulo XXII, bajo el título “La ciudad Lorillard”, incluido en el volumen Yaxchilán: antología de su descubrimiento y estudios, editado por R. García Molí y D. Juárez Cossío (México, 1NAH, 1986).

José Luis Romero también tradujo un fragmento de Les anciennes villes du Nouveau Monde..., el cual tituló “Charnay en Comalcalco”, que fue incluido como apéndice del libro Los la­drillos de Comalcalco, de Fernando Alvarez Aguilar, María Guadalupe Landa Landa y José Luis Romero; volumen publicado por el Instituto de Cultura de Tabasco (Villahermosa, 1990).

La misma institución dio a conocer una compilación de Ciprián Aurelio Cabrera Bernat: Viajeros en Tabasco. Textos, antología en la cual su autor incluyó largos fragmentos de distintas obras de Charnay, relativos a sus estancias en aquella entidad durante los años 1880-1881 y 1882.

Bajo el título de Comalcalco, Elizabeth Mejía reunió una serie de trabajos relativos a la arqueología de dicho sitio, que publicó en 1992 el Instituto Nacional de Antropología e Historia. En este volumen incluyó la descripción que dejara Charnay de aquella ciudad chontal, misma que Mejía tomó de la obra de Cabrera Bernat.

Hace unos cuantos años se reeditó el Álbum fotográfico mexi­cano (1860), una rarísima publicación que contiene las primeras impresiones logradas por Charnay. Apareció con el título Apuntes y fotografías de México a mediados del siglo XIX (México, Celanese Mexicana, 1981), con introducción y notas de Guillermo Tovar y de Teresa. En este caso, a los originales textos explicatorios de Manuel Orozco y Berra, se añadieron ios de Manuel Ramírez y Julio Lavarriérre.

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Prólogo 25

E) viaje que tiene el lector en sus m anos 29

En este volumen, el lector podrá seguir las huellas de Charnay desde su arribo y estancia en Veracruz hasta su salida a la capital del país. Lo acompañará por la trillada rata que siguieron hacia el centro de México otros grandes viajeros. Recreará su imagi­nación con las descripciones de los distintos paisajes; la gente, los poblados y su entrada triunfal a “ la ciudad de México, cuyas murallas brillan al sol y cuyas cúpulas centellean” (p. 50). De ahí en adelante conocerá los altibajos entre el desencanto de la triste realidad de la pobreza, la impresión de una arquitectura no ima­ginada, la magia de un pueblo de heterogénea composición, cuyo carácter no era fácil de entender para el todavía aprendiz de viajero.

A la puntual descripción que, entre terremotos y luchas in­ternas, deja el viajero de su estadía y vivencias en la ciudad capi­tal y sus alrededores, sigue, al año siguiente, su salida rumbo a Oaxaca. Charnay narra, paso a paso, su recorrido por Tehuacán. Teotitlán, Oaxaca, la capital del estado, Mida y numerosos lugares más. Deja constancia de las incomodidades sufridas a causa del mal estado de los caminos y el desconocimiento de éstos; de es­tancias obligadas por diversas razones, como le ocurrió en la ciu­dad de Oaxaca, donde visita los alrededores durante la espera de su equipaje que, finalmente, no llegó: “Esperaba mi equipaje des­de hacía dos meses y aún no llegaba. Temía que el estado de los caminos no hubiera permitido al remitente enviármelo” (p. 115). Larga demora y la desesperación ante las adversidades de no con­tar con los productos necesarios para imprimir sus clichés y las improvisaciones que debió hacer para suplirlos: “así es que tuve que poner manos a la obra con los recursos que me ofrecía la ciu­dad”, apunta Charnay. “Empecé a fabricar nitrato y algodón-pól­vora, tenía algunos cristales y uno de mis instrumentos; encontré éter y alcohol. Para revelar la imagen tuve que emplear sulfato de hierro” (p. 115).

29 Considero necesaria una aclaración para el lector. El volumen que se publica corresponde a la primera parte de Cilés et ruines américaines... {París, 1862-1863), que Charnay tituló: Le Mexique, 1858-1861. Souvenirs et impressions de voy age. Este original Ibn precedido del ensayo “Antiquités américaines”, de Viollet-le-Duc, y lo complementaba un folio con 49 ilustraciones.

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26 Ciudades y ruinas americanas

De Oaxaca el lector lo seguirá rumbo a Tuxtepcc y más tarde a Tlacotalpan para alcanzar el puerto de Alvarado, en las costas veracruzanas. El último día de abril de 1859, vía Sisal, lo acom­pañará en su traslado a la Península de Yucatán, donde Charnay visitó diversos sitios.

El lector, de nueva cuenta, se enterará cómo volvió Charnay a Mérida procedente de Estados Unidos, a donde había viajado en diciembre de 1859. De ahí en adelante será conducido por el viajero a diversos lugares de la Península. Conocerá la pasión con que relata la forma en que descubrió el sacbé que .unía lzama) con Mérida. En seguida, Charnay lo llevará de visita a las ha­ciendas y ruinas arqueológicas a las que presta especial atención: Chichón Itzá y Uxmal, entre otras. Días más tarde continuará sus andanzas hasta Campeche, para salir de aquel puerto rumbo a Pa­lenque remontando el Usumacinta. El lector acompañará al viajero a la antigua urbe prehispánica para, posteriormente, seguir sus pasos en el recorrido por San Cristóbal, Chiapa (de Corzo) y Tux- tla, en emocionante travesía que se inicia en la cuesta de Tumbalá. Y en ese tramo de difícil tránsito, al llegar a Chiapa (de Corzo), el lector tal vez se pregunte ¿cómo pudo pasar inadvertida a los ojos del viajero la incomparable fuente colonial de aquel lugar? Ni una línea acerca de su original arquitectura, ni descripción al­guna del pueblo, pues “Chiapa sólo ofrece al viajero su hernioso río” , dice Charnay. Finalmente, de Tuxtla el francés conducirá una vez más al lector a Oaxaca y después a México, por todos aquellos puntos intermedios que tocó.

En septiembre llegaría a la ciudad de México, no sin antes pasar por Tehuantepec, Mitla y Oaxaca. Desde México visitaría el pueblo de Amecameca y después el Popocatépetl. Tras esa larga estancia en nuestro país, Désiré Charnay zarpó hacia Europa, a donde llegó el 2 de febrero de 1861.

A ese lapso corresponde el texto que se entrega al lector; una narración recreada con pasajes de diferentes momentos que vivió su autor, salpicada con historias de hechos y sucedidos que es­cuchó y pulió, para entregar un relato hilado de sus comerías por nuestro país. A través de estas páginas el lector será transportado al México decimonono que Charnay observó y capturó con su cámara. Un México descrito con pinceladas de humorismo no exentas de fantasía y, a veces, de crudeza y aun de cierto despre­cio. La arquitectura colonial y prehispánica, la gente y sus eos-

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Prólogo

tumbres, los distintos paisajes y climas, las enfermedades y las condiciones de vida son, entre otros, los hilos de la trama que el viajero entretejió para llenar las páginas de este volumen.

Lorenzo Ochoa Instituto de Investigaciones Antropológicas

Ciudad Universitaria, diciembre de 1993

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PREFACIO

T TJLJ_ace cinco años, cuando partí en busca de estas ruinas maravillo­sas, mi intención era hacer un estudio profundo de ellas y tratar yo mismo el tema. Sorprendido por la manera incompleta con la cual ciertos viajeros lo habían abordado, me pareció que en una obra tan vasta texto y grabado, todo, había que reescribirlo. Al atribuir la indiferencia del público por una civilización tan original a las imprecisiones que la velaban a medias, me empeñe en que no se pusiera en duda la exactitud de mi trabajo y presenté a la fotografía como testigo pero, cuando estuve en presencia del material, me sentí agobiado por la enormidad de la empresa y no

' encontraba fuerzas para terminarla.La trascendencia filosófica de un estudio de este género

conmocionará a todo el mundo. Semejante obra atañe a las cues­tiones vitales de la humanidad; la historia de las religiones se encuentra aquí enjuicio tanto como la antropología. ¿Acaso estos monumentos no están llamados a decimos si sus fundadores fueron nuestros contemporáneos y hermanos, o si esta tierra nueva tuvo una génesis aparte?

La obra, hay que decirlo, puede proporcionar material a todas las hipótesis y sostener todos los sistemas.

En Izamal, por ejemplo, encontrarán en la base de las pi­rámides artificiales sobre las cuales se construían los templos, figuras gigantescas que recuerdan la esfinges de Egipto; en Chichón Itzá, la India podría reivindicar las enormes figuras de ídolos que

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30 Ciudades y ruinas americanas

adornan el friso del Palacio de las Monjas; el Palacio del Gober­nador, en Uxmal, les ofrecerá grecas admirablemente diseñadas; Palenque, en algunos bajorrelieves, tiene intenciones asirias, y los palacios funerarios de Mida reproducen en ciertos casos la prag­mática de las costumbres chinas. ¿Una mezcla de razas seria suficiente para explicar estas semejanzas? ¿Debe concluirse que se trata de la acción exclusiva de viejas civilizaciones y renunciar a la hipótesis de una raza original americana?

La historia y el origen de estos pueblos ofrecen un vasto campo de hipótesis. Los primeros historiadores de este mundo nuevo no eran eruditos. La religión, además, prohibía en esa época las investigaciones demasiado serias; sus descripciones, hasta las de los conquistadores mismos, se limitaban a comparaciones tri­viales con las ciudades de España, donde aquí y allá traslucen algunas semejanzas romanas.

Las tradiciones recogidas hasta esos días (no hablamos de los aztecas) poseen un sello apócrifo para el ojo del observador; al parecer los episodios bíblicos, mezclados en los primeros tiempos con las antiguas leyendas americanas, nos llegan en las nuevas traducciones mezcladas con las figuras poéticas de los pueblos, pero impresas todavía con su perfume sagrado. Es así como la creación genésica, las luchas de los gigantes, el diluvio, se encuen­tran en el Popol Vuh, que recientemente nos ha ofrecido el señor Brasseur de Bourbourg.

Los españoles, en los días de la Conquista, tenían gran interés en hacer desaparecer los documentos históricos de los vencidos; debieron modificarlos a su antojo —-rehaciéndolos de buena fe quizás— pues consideraban las religiones de sus nuevos sujetos como abominaciones que había que barrer y remplazar por la creencia católica.

Como primer balbuceo de la historia, la tradición es también el primer paso de un pueblo para escapar de la ignorancia; por ello, es siempre respetable. Pero la tradición no consiste, en este caso, más que en un poco de ayuda para el trabajo del historiador; éste debe usarla con prudencia y tener cuidado de no afirmar nada por ella.

Yo me había dicho que en el comienzo de las cosas, los hombres, en cualquier lugar de la tierra que habiten, al no contar más que con ideas simples y en pequeño número, al formularlas, debían hacerlo de modo semejante a veces.

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Prefacio .11

Las poesías primitivas, ricas o pobres según el genio de los pueblos, me ofrecieron en sus imágenes aproximaciones de este género y di a la arquitectura el mismo lenguaje. ¿Estoy equivo­cado? Me detengo.

Sé que la ignorancia está llena de afirmaciones y de certeza; ia duda razonada, la gran discusión, pertenecen a la ciencia. Pongo entonces sin comentarios mi obra entre sus manos; a ella corres­ponde crear una historia y llenar esta laguna en la filiación de las razas.

El álbum de las Ciudades y ruinas americanas completa, rectificándolos a veces, los vastos trabajos emprendidos en esta materia por ilustres viajeros.

La primera exploración data de 1787 y fue dirigida por Antonio del Río, pero la publicación de los documentos, retardada por la oposición sistemática del clero mexicano, no salió a la luz sino hasta 1822.

Dupaix viene en segundo lugar, entre 1805 y 1808. Sus re­laciones y los dibujos de Castañeda, puestos en manos del señor Baradere, fueron publicados en 1836 bajo los auspicios de los señores Thíers y Guizot.

Más tarde, los trabajos de los señores Waldeck, Stephens, Catherwood y la inmensa obra de lord Kingsborough, acabaron por llamar la atención de las sociedades estudiosas de estos imperios olvidados. Desde entonces, otros autores han dedicado su vida a dar a conocer estas ruinas extrañas. En primer término, hay que citar al abad Brasseur de Bourbourg, quien sabe unir el audaz ardor de un pionero de la civilización y las perseverantes búsque­das de un benedictino.

Por lo que me concierne, mi tarea es fácil: narro lo que he visto y lo que me ha sido dado observar. Se trata, por lo tanto, de una simple relación que ofrezco al público, cuyo único valor será la verdad.

El emperador, a quien nada escapa de lo que es útil, noble o grande, quien sabe honrar el mérito tanto como alentar el más modesto trabajo, se ha dignado tomar bajo su patrocinio el álbum de las Ciudades y ruinas americanas. Compenetrados de tan alto favor, dirigimos humildemente a su majestad nuestras gracias y la expresión de nuestro reconocimiento.

Désiré Charnay

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I

A

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I. V E R A C R U Z*

Partida de París.—Veracruz.—San Juan de Ulúa.—Aspecto general de la ciu­dad—El puerto.—El muelle.—Excursión en los alrededores.—El norte de Ve­racruz.—La partida.—Medellín.—La carretera de México.

Encargado de una misión por el ministro de Estado con objeto de explorar las ruinas americanas, abandonaba París el 7 de abril de 1857 para dirigirme a Liverpool por New Ha ven y Londres. Dos amigos me acompañaban. Al día siguiente, estábamos a bordo del América, paquebote trasatlántico de la compañía Cunard, que sa­lía hacia Boston.

Confieso humildemente que, aunque he viajado mucho, nunca me embarco sin cierta aprehensión; nunca me ha gustado el océano, le temo. Soy quizá menos poeta que hombre de mar y, desde el instante de la salida, no sueño más que con el día de la llegada. ¿Se dan cuenta hasta dónde puede llevamos una cuestión de arte? En altamar, tengo el estómago sensible, otros no; éstos admiran todo, para mí nada es bello; yo estoy enfermo, ellos están muy bien.

No diré nada de mi estancia de ocho meses en Estados Unidos. Sin embargo, es un hernioso viaje que muestra Nueva York y

♦ Hemos corregido o actualizado la ortografía de los topónimos y de ciertas palabras Cipafíolas — que Charaay emplea con ortografía francesa— con el fin de hacer más comprensible el texto. [N. del t.]

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34 Ciudades y ruinas americanas

Boston, el Saint Laurent, sus caídas y sus rápidos, los Grandes Lagos, el Niágara, las planicies del oeste y los recorridos prodi­giosos del Mississippi. Reservo a estas bellas cosas un libro aparte y llego a Veracruz a fines de noviembre.

Se otorga generalmente a Veracruz una fisonomía oriental: algunas cúpulas bastante bajas podrían recordar por sí mismas el estilo de las mezquitas, pero haría falta una enorme y singular voluntad para prestar a estos pesados campanarios la elegancia de los minaretes. En cuanto a los ramilletes de vegetación que dis­tinguen y alegran las ciudades de Oriente, en la puerta de México no se encuentran más que cinco o seis palmeras de aspecto de­caído, únicas muestras de su especie y que, además, ya no existen.

Visto desde el mar, el aspecto de Veracruz no es muy atrac­tivo: es una línea monótona de casas bajas ennegrecidas por las lluvias y por los vientos del norte. Los edificios de la adua­na —de estilo moderno— y la puerta monumental que los decora son, desde el punto de vista arquitectónico, lo más notable que la ciudad ofrece.

Las iglesias son pobres comparativamente a las riquezas que despliegan en toda Ja república; se hallan mal conservadas y la población de Veracruz no brilla por su fervor. En esencia comer­ciante, depósito de todas las mercancías que llegan al interior, Veracruz está poblado de gran número de extranjeros y los ne­gocios obligan a la gente a olvidar la iglesia. Como en todo el mundo, el amor al lucro aleja de Dios.

Sentado sobre las arenas del mar, rodeado de dunas áridas y lagunas estancadas, Veracruz es para el extranjero el lugar más malsano de la república. La fiebre amarilla reina permanente­mente y cuando un centro de emigración la provee de nuevos alimentos, se vuelve entonces epidémica y de extrema violencia.

Como puerto, Veracruz no es más que un mal fondeadero donde los barcos de comercio no se encuentran seguros; el abri­go del fuerte constituye la única defensa de estos contra los vientos del norte y, a menudo, durante las tempestades son arrastrados y empujados hacia la costa. Los grandes barcos y los navios de guerra fondean en Sacrificios, a cuatro kilómetros al sur, o bien en Isla Verde, a más de dos leguas de distancia. Cuando viene el norte, nada puede dar una idea de su violencia; sopla en terribles ráfagas levantando torbellinos de arena que penetra en las habi­taciones mejor protegidas, así que todo se cierra a los primeros

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Veracruz 35

síntomas. Los barcos regresan y son encadenados, los navios mul­tiplican sus anclas, el puerto se vacia, todo movimiento se suspen­de y la ciudad parece desierta e inhabitada. Un frío súbito invade la atmósfera: el cargador se envuelve tiritando en su cobertor y el saco de lana remplaza la chaqueta de algodón. El muelle des­aparece bajo las olas que levanta la tempestad, los barcos chocan en el puerto, afortunados cuando la tormenta no los arroja a la costa. Sin embargo, el viento del norte representa un beneficio para la ciudad. Su primera venida es el signo de una época más sana que atrae al extranjero, el vómito disminuye su violencia, algunas veces desaparece y sólo raramente ofrece casos mortales.

Veracruz es, para el hombre de negocios, la ciudad más desea­ble como residencia. La vida aquí resulta más fácil y, si no es más confortable a causa del excesivo calor, es al menos más grande, más rica, más abundante. Los vinos son tan comunes como en Francia, deliciosos pescados y mariscos abundan en el Golfo; todas estas cosas son consideradas como un lujo que la gente del interior no puede ofrecerse. El mercado abunda en frutas tropi­cales y el indio trae para vender toda la familia de los pájaros del sol, desde el burlón y el perico hasta el gran ara rojo de Tabasco. El carácter de los habitantes es muy afable y uno se siente entre ellos como en su casa.

Además, este ir y venir de barcos europeos, este intercambio de noticias que nos mantienen sin cesar al corriente de la política del Viejo Mundo y de las fluctuaciones de la literatura en la madre patria, aproximan a Veracruz con Francia. Parece que se pudiera regresar a cualquier hora. Sumen a todo esto el Golfo y sus aguas azules, los baños de mar, ese muelle por modesto que sea don­de se sueña bajo un magnífico manto de estrellas y donde, de día, se espía la marcha incierta de una vela en el horizonte. Imaginen ese cielo maravilloso cuyo azul a veces cansa; anímenlo de ban­dadas vocingleras de pájaros de mar y de aquellos pequeños buitres negros que lo manchan a alturas prodigiosas; vean a sus pies esos dos pelicanos venerables, viejos amigos del puerto, que se hunden silenciosamente, se elevan y vuelven a sumirse para venir a descansar llenos de burlona majestad sobre el asta de la bandera de la aduana, y sabrán lo que es la playa de Veracruz.

Lo que da a la ciudad una fisonomía tan particular, es una multitud de innumerables buitrecillos negros que obstaculizan las calles y cubren las casas y los edificios. Apenas se molestan

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36 Ciudades v minas americanas

cuando uno pasa entre ellos y, cuando las señoras depositan de­lante de sus puertas las inmundicias de las casas, se precipitan encarnizadamente para devorarlas; ocurre un desorden general, una disputa, un conflicto, un verdadero combate, donde los perros se mezclan también y de donde no salen siembre bien librados. Los zopilotes están encargados de la limpieza de la ciudad y son respetados; una multa bastante fuerte se inflige a quien los mate.

En la puerta de México se encuentra un pequeño paseo de­sierto durante la semana y que ofrece cierta animación los domin­gos. En el arrabal cercano, los grumetes y la gente del puerto vienen a bailar por las noches y al mismo tiempo a ofrecer a alguna señorita sus respetos vivamente disputados. El cuchillo juega a menudo un papel activo en estas reuniones. B1 baile, llevado por la guitarra y el canto monótono del instrumentista, no es más que un pisoteo cadencioso acompañado de movimientos lascivos propios para excitar las pasiones de los concurrentes, pero el triunfo de la bailarina no está completo si no se consagra con alguna disputa sangrienta.

Al salir de Veracruz, la costa norte no ofrece más que una vasta planicie de arena. Al sur, tenemos el cementerio, más allá, los mataderos; un poco más lejos, se entra a las dunas y se cae entre pantanos cubiertos de garzas y de patos salvajes. Las islas están pobladas de iguanas y de serpientes. La perspectiva se continúa cubierta de horrible maleza y nada anima estas soledades mortales más que los gritos de algunas fieras, el paso de un águila o las vueltas del buitre en busca de una presa fácil.

Algunos novelistas de moda han escogido estos desiertos arenosos como escenario de aventuras imposibles. Pueblan a su antojo los fangosos pantanos con habitaciones deliciosas, con palacios mágicos donde se mueven, entre lujos escogidos de la naturaleza y del arte, embriagadoras criaturas y héroes dignos del Ariosto. ¡Oh capitán Maine-Read, qué absurdas tonterías cuentas a tus indulgentes lectores!

Para encontrar la vegetación tropical, hay que atravesar por lo menos cuatro o cinco leguas de estas malezas pantanosas; o bien, remontando el Boca del Río, se llega, por una serie de encantadores paisajes, hasta Medellín, pueblo delicioso en medio de bosques y cuya fiesta patronal atrae a toda la población de Veracruz y sus alrededores.

Dos diligencias van desde Veracruz a México: una pasa por

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Veracruz 37

Jalapa, la otra por Orizaba. Esta última es la más corta, pero la más aburrida. Para los turistas, resultan más interesantes las ca­rretas; éstas parten de costumbre en convoyes de doce, veinticua­tro o treinta y seis, siendo lo más pintoresco del camino el espec­táculo que ofrece esta inmensa fila de coches. Tales convoyes tienen una organización perfecta: una docena posee de costumbre un mayordomo, un sargeiito y un caporal; cada coche tiene en la marcha un lugar especial y un número que debe conservar hasta el día de su llegada. El conductor, siempre sobre el caballo de tronco de la izquierda, posee catorce muías y nada iguala su instinto extraordinario que le permite distinguir y reconocer en la oscuridad, en medio de una manada de doscientas muías que parecen casi del mismo color, las de su carreta. Recuerdo una anécdota que prueba hasta qué punto un arriero posee esta facultad casi adivinatoria.

Un amigo mío francés, que iba de Tehuantepec a Sau Cris­tóbal con su familia, viajaba con muías que le pertenecían - una docena por lo menos— bajo la conducción de un arriero sirviente suyo. El camino es largo, un viaje de quince di as de marcha con mujer y niños. Nada de caminos reales, sino estrechos senderos que cortan el llano o bordean los precipicios de la cordillera. El viajero, con frecuencia, sólo tiene por posada el abrigo de una choza y, para sus muías, no hay más recursos que la maleza del bosque. Cada noche debe darse a las bestias la libertad de errar por donde les parezca y cada mañana hay que volver a atraparlas con el lazo, lo que no es siempre fácil. Se comprende que esta manera de viajar no sea de las más expeditivas y que, para una familia, un desplazamiento lejano sea considerable.

Un día, una de las muías se apartó, desapareció en algún abismo o fue robada. En todo caso, los esfuerzos para encontrarla resultaron vanos y se tuvo que partir sin ella.

El señor L. vivía desde hacía dos años en Tuxtla cuando, encontrándose en la plaza con su sirviente, oyeron a lo lejos el relincho de una muía,

— Ahí está su muía, señor.— ¿Qué muía? —respondió el amo, ya que desde hacía largo

tiempo había olvidado la aventura de la bestia perdida.—La muía que perdimos hace dos años, cuando usted vino

aquí.— ¿Bromeas?

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38 Ciudades y ruinas americanas

— ¡Oh no, amo! —di jo el indio— . Reconozco su voz. Es ella, va usted a ver.

El sím ente desapareció en seguida en dirección de los relinchos y regresó, media hora después, arrastrando a una muía.

— ¡Caramba! — dijo el señor L.— . Es cierto, es ella.En efecto, además de la fisonomía y color de la muía en

cuestión, ésta tenía todavía las dos letras J.L., marca e iniciales de mi amigo.

Como nuestro viaje no tenía otro motivo que ver bien todo y desde la diligencia no se veia nada y además estábamos escasos de dinero y nos tomó cerca de tres meses recibir de Europa los fondos que nos hacían falta, seguimos, con el rifle al hombro, las carretas que transportaban nuestros l 800 kilos de equipaje. La primera etapa es la de Tejería, pero el ferrocarril se hace car­go de ella. Más allá, empieza la planicie cortada por bosquecillos y arbustos espinosos.

Estábamos a fines de noviembre y las praderas aún tenían un vellón verde. Los bosques estaban frondosos. También el campo mostraba esc aspecto delicioso y amarillo que no se conserva largo tiempo en esta región de lluvias periódicas, donde durante nueve meses la tierra se halla privada de agua. El calor era fuerte y la marcha penosa. A veces nos acostábamos en las hierbas altas para esperar que las muías nos alcanzaran. Así pues, estábannos sua­vemente estirados, con los párpados medio cerrados, en el dulce ocio del hombre que descansa, cuando el galope de un caballo se hizo oír. No sabiendo cómo explicamos semejante carrera, crei­mos en la persecución de algún desgraciado por asaltantes y nos levantamos en seguida para socorrerlo. El jinete se encontraba a diez pasos de nosotros: estaba solo, nadie lo perseguía. Ante el aspecto de tres hombres armados surgiendo de entre las hierbas altas, con un esfuerzo desesperado se detuvo en seco con la cara llena de espanto, dio media vuelta y desapareció dejándonos estupefactos. Seguramente se convenció de que había caído sobre tres audaces bandidos de quienes había escapado por milagro. Hasta las mejores intenciones resultan a veces mal comprendidas: así pues, desde nuestros primeros pasos por tierra mexicana nos tomaron por ladrones. ¡Qué formidable revancha tomó esa gente después y cuántas veces nos hizo voltear los bolsillos sobre el polvo de los grandes caminos!

El convoy llegó a Zopilote a las cinco de la tarde: era un

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Verucnj/

simple rancho, con un corral para las muías y una tienda. Pasamos la noche en un cobertizo expuestos a la voracidad de los mosquitos que, en tierra caliente, son los más terribles atormentadores. A media noche, las carretas se pusieron en marcha. La etapa de Zopilote a Paso de Ovejas es larga; la oscuridad volvía difícil la marcha en los caminos desmantelados, llenos de profundos ba­ches. Pero la mañana hace olvidar todo con sus espléndidas salidas de sol. Como de costumbre, tomamos la delantera. Los bosques se volvían más espesos, los árboles más altos y montones de pericos, de gritos estridentes, se levantaban de todas partes; co­rríamos como niños detrás de ellos sin poder alcanzarlos. A menudo abandonábamos el camino y nos internábamos en el bosque en persecución de una gallina de Moctezuma, con riesgo de salir devorados por los pinolillos o cubiertos de garrapatas. Pero la caza era pobre y sólo teníamos pericos verdes de cabeza amarilla, tucanes de gran pico y esas lindas tortolitas, gordas como monjes y que hormiguean en los caminos.

A medio día estábamos en San Juan, donde la tierra caliente se despliega en todo su esplendor y, hacia las cuatro de la tarde, llegamos a Paso de Ovejas molidos de cansancio, cubiertos de polvo y con el cuerpo hinchado de piquetes de insectos. Por lo tanto, nos apresuramos a tomar un baño en el río que atraviesa el pueblo. Un compatriota nos ofreció hospitalidad, es decir, una tabla y un banco para echamos. Era un carpintero a quien la fortuna no parecía sonreírle y que desde hacía varios años llevaba en este pobre pueblo una vida de miseria. En todos los caminos del globo se encuentran esos pobres lisiados de la civilización a quienes esperanzas engañosas llevan a lejanos países y cuyo único deseo, a veces estéril, es el de volver a ver Francia.

Éste se informaba con febril curiosidad de las noticias de su tierra, de nuestras grandes victorias en Oriente; todo parecía nuevo para él y los acontecimientos olvidados en Europa poseían a sus Ojos la frescura de algo reciente. Sin embargo, teníamos que dfescansar, pero horribles comezones lo hacían imposible. Uno de BOSOtros experimentaba algunos piquetes inquietantes en los pies. “Quizá tengan niguas”, nos dijo nuestro anfitrión.

¡Niguas! No sabíamos lo que quería decir eso, pero lo supi­nos al instante. ¡Y las teníamos! La nigua es uno de los más te­rribles insectos entre los parásitos de tierra caliente: es un ser

'perceptible que se aloja bajo las uñas de los dedos del pie, sobre

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todo en el pulgar, hace su nido y deposita sus huevecillos bajo la forma de una bola blanca. Cuando brotan, éstos fundan alre­dedor colonias semejantes, de tal manera que el día menos pen­sado se le cae a uno una falange.

Este insecto resulta mucho más peligroso porque no traiciona su presencia más que por un picoteo insignificante al que no se da importancia. Su tenebroso trabajo se efectúa sin dolor, y hasta los niños son a menudo sus víctimas. Para evitar el peligro, al primer síntoma, hay que abrir el pulgar en el lugar del picoteo: se descubre entonces una bolita del tamaño de un guisante que debe quitarse llenando el espacio con cenizas de tabaco. Éste es por lo menos el método empleado en el lugar. Yo hice mejor en rellenar las cavidades, porque tenía varias en el pie derecho, de amoniaco, a fin de aminorar toda la generación. La terebenthina los mata igualmente; en este caso, es bueno empapar el interior del zapato.

De Paso de Ovejas se pasa por Rinconada para llegar a Puente Nacional. Este pueblo se encuentra al pie de un desfiladero muy pintoresco y del otro lado de un torrente que es atravesado por un puente magnífico reconstruido por Santa Anna. Punto fortifi­cado de la ruta de Veracruz a México, constituye un pasaje muy fácil de defender. Mil hombres determinados detendrían a todo un ejército. Pero el mexicano, que combate bien al abrigo de las murallas, no sabe resistir a campo abierto: el ardor le falta y los jefes no dan el ejemplo. ¿Cómo forzaron los norteamericanos Puente Nacional defendido por un ejército tan numeroso como el suyo? No se puede comprender. Fuera de la dificultad de los lugares, el desfiladero se encuentra “barrido” por las baterías de un pequeño fuerte colocado a la izquierda sobre una roca vertical que, por todos lados, domina el camino. Otra batería, a la derecha, apoyaba el luego de la primera; el sitio es de un salvajismo gran­dioso. Santa Anna se hizo construir aquí una magnífica habita­ción, hoy abandonada. Bajo su administración, el pueblo era rico y, aunque haya algo que reprocharle en relación con la tiranía de su gobierno y con el impudor de sus conclusiones, al menos los caminos eran seguros y el comercio florecía. Cada pueblo respon-

; día por los robos o por los atentados cometidos en su territorio, *; de tal manera que los asaltantes habían desaparecido y de Veracruz ( a México se podía viajar sin temor. Ya no es así.

El pueblo lleva la huella de la miseria: la guerra civil que

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desola a la república ha hecho de este lugar naturalmente forti­ficado, un campo de guerrillas. Por lo tanto, los indios huyen y hoy no se encuentran más que casas vacías y cabañas desiertas. Aquí está Plan del Rio, situado como Puente Nacional, menos alegre, más salvaje todavía. El camino gira bruscamente, atraviesa espesos bosques y sube sin cesar antes de llegar a Cerro Gordo, primer pueblo de la tierra templada, otro testigo de la victoria de los norteamericanos en el 47 y de la derrota de Santa Anna. Más allá, se encuentra la barranca de Cerro Gordo.

Las barrancas son hondonadas debidas a la acción de las aguas y que, en ciertas partes de México, toman proporciones gigantes­cas. La de Cerro Gordo, sin ser una de las más considerables, es sin embargo muy importante.

Desviándose a la derecha del camino e internándose en el monte, el viajero ve de repente la meseta desarrollarse bajo sus pasos para dar lugar a un enorme barranco casi vertical, del cual distingue apenas el fondo y cuyo borde opuesto se encuentra a más de un kilómetro. El ruido de un torrente sube hasta él, pero apenas lo percibe en la profundidad. Sí quiere bajar, tiene que abrirse paso entre los arbustos y las malezas espinosas; el suelo se desploma y pedazos de rocas, rebotando, arrastran con ellos toda una avalancha de piedras. Hay barrancas de varios miles de metros de profundidad. Estamos en la zona templada, el fondo del precipicio es tierra caliente; desde lo alto de una meseta donde crecen todos los productos de tierra fría, se ve a nuestros pies el verdor de los platanales, de los naranjales cargados de frutas y de toda la vegetación tropical. A partir de Corral Falso, la ruta, de meseta en meseta y por pendientes siempre más verticales, se eleva hasta Jalapa, la reina de las tierras templadas.

Suavemente extendida sobre uno de los contrafuertes de la cordillera, Jalapa se expande al sol en un clima delicioso. Pocas ciudades en el mundo reúnen como ella los productos de las tres zonas. La vecindad de las montañas le trae, cualquiera que sea la estación, ondas bienhechoras que templan los ardores de la atmósfera y que le dan este vestido de eterno verdor. El café, sin embargo, no llega a su completa madurez y la humedad perma­nente trae con ella enfermedades peligrosas. El extranjero debe preservarse del fresco de las noches.

Después de haber subido la última pendiente que oculta la ciudad a sus ojos, el viajero la percibe de pronto a sus pies, medio

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escondida bajo los montones de vegetación. La vista es encanta­dora y grandiosa, un nido de palomas en las ramas de un laurel rosa. A lo lejos, el horizonte se halla cerrado por las líneas severas de la sierra que dominan sobre la izquierda el pico nevado del Orizaba y las cimas más próximas del Cofre de Perote. Las pen­dientes lejanas, azuladas por la distancia pasan, al aproximarse, al verde oscuro bajo los pinos que las cubren para llegar al verde claro de las encinas de Europa. En el fondo de los valles, algunas granjas de paredes blancas animan el paisaje semidesierto. En cuanto al camino que conduce a la ciudad, resulta una mezcla de rosas trepadoras, de cafetos de bayas rojas y de dalias arborescen­tes; enormes estramonios agitan con la brisa sus grandes flores blancas de perfume penetrante y bosquecillos de plátanos abrigan a la sombra de sus hojas gigantescos racimos de sus ñutos su­culentos. Las casas, colocadas en anfiteatro, son blancas y limpias, adornadas con aquellos balcones españoles de hierro o de madera que le otorgan un aire de celosa desconfianza. Los patios interio­res están rodeados de pórticos adornados de costumbre con una fuente y plantados de naranjos y granados floridos. Por todos la­dos se oye el zumbido del pájaro-mosca; jaulas llenas de burlones y de zenzontles cuelgan de las bóvedas mientras que un loro, viejo favorito de la casa, arrastra al azar su marcha patizamba, echando algunos estallidos de su charla ventrílocua.

Las mujeres de Jalapa tienen una reputación de belleza bien merecida y se distinguen por su gracia criolla. Los bosques que rodean la ciudad están poblados de pájaros raros, la caza es abundante y el aficionado puede reunir magníficas colecciones. El viajero se aleja con pesar de esta ciudad encantadora para hundirse en los desfiladeros de la cordillera. El paisaje cambia gradualmente y se ensombrece: los valles se estrechan, pendientes abruptas se levantan por todos lados y parecen abarrotar el cami­no; se está entonces en plena sierra. Así, se llega al pueblo de Pajarito. Pero, lo más sorprendente, es el cambio que se opera en las poblaciones.' A partir de Jalapa, hay que renunciar a la graciosa y ligera cabaña de caña por el jacal deteriorado de aspecto sombrío; hay que decir adiós a aquellas hermosas indias y mestizas que hemos admirado tan a menudo; dejamos tras de nosotros los tintes claros, la soberbia belleza de las carnes y no veremos más que a esas mujeres de camisillas bordadas que dejan ver sus brazos y per­

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miten adivinar su seno robusto, dejando caer sobre sus redondos hombros ias largas trenzas de cabellos negros. No más gracias, no más risas, no más hermosos niños desnudos envolviéndose alrededor de sus madres sonrientes. Sólo tenemos ante nuestros ojos hembras horribles, de crines erizadas, de senos colgantes cubiertos de andrajos de color oscuro. Hombres, machos de pecho desnudo, caminando en silencio, jorobados bajo el peso de un fardo. Todo esto, negro, miserable y sucio a más no poder. Es el indio de la montaña, viejo esclavo liberto, sin saberlo, de las tiranías de España. Del resto, los diversos tipos se cruzan, se modifican, cambian de un pueblo a otro y, en ningún lugar del mundo, sería posible encontrar en un diámetro tan estrecho tal diversidad de razas.

Pero la ruta prosigue contorneando las laderas escarpadas de la montaña y llegamos a San Miguel del Soldado. Aquí se apagan los últimos rastros de la vegetación de tierra templada. Un paso más y estaremos en tierra fría. Antes de llegar a La Joya, echamos una mirada atrás: la vista es admirable. Desde esta altura, 3 000 metros casi, se ve desarrollarse todo el panorama de la vertiente del Golfo. En primer plano, las casas de San Miguel; a nuestro alrededor, sobre las mesetas, algunos pueblos encaramados como nidos de águilas, con sus campanarios brillantes al sol; más lejos, las diversas mesetas escalonadas se funden por la distancia en una vasta planicie de donde surgen, aquí y allá, las cimas de los últi­mos contrafuertes o donde surcan en lincas oscuras las profundi­dades de las barrancas; algunos claros de campos cultivados varían los colores y, en todo el horizonte que se extiende en el cielo, reflejos lejanos dejan adivinar el mar.

Después de haber atravesado La Joya, pueblo pobre y frío, colocado como etapa para los convoyes que van y vienen de México, el viajero se interna en desfiladeros pintorescos y salvajes que resultaría difícil arrebatar a un grupo de hombres resueltos. La ruta se abre entonces sobre campos de lava fría, se hunde bajo los pinos y desemboca, por una rápida bajada, sobre la vertiente del Anáhuac pasando por Las Vigas y Cruz Blanca. En este lugar el camino se bifurca: a la izquierda, lleva a la ciudad de Perote; la derecha conduce a Cereteum.

En tiempos de guerra, los partidos que querían evitar el fuerte de Perote cuyo fuego defendía la entrada de la ciudad, tomaban esta última dirección. La fortaleza, edificada por ingenieros ñor-

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teamericanos, es una de las más importantes y la mejor construida de México. Durante la guerra de 1847, los norteamericanos se apoderaron de ella, pero con mucha dificultad. La ciudad de Perote es triste y desierta; sus noches son frías y glaciales, sobre todo cuando se acaba de llegar de Jalapa. L1 contraste resulta brusco, violento, inesperado; se pasa de la poderosa vegetación de la zona templada y de Jos grandes bosques llenos de ruido y de cantos, a ¡a más desoladora aridez. Parece una transportación a las estepas áridas de Rusia.

Ya era tarde cuando, después de haber atravesado la ciudad, llegamos al mesón de San Antonio, vasto corral para las muías y primer abrigo de las caravanas que se internan en el desierto.

Estábamos muertos de cansancio y, enrollados en nuestros cobertores, nos tendimos alrededor del fuego de vivaque encen­dido en el interior del corral. Reinaba una animación extraordi­naria; en la semioscuridad de la noche, a la luz vacilante de la fogata agonizante, se veía cantidad de hombres agitarse y correr, mientras que las muías huían en todos sentidos para esquivar los lazos. El día comenzaba a despuntar y el pico nevado del Orizaba se teñía rápidamente de un matiz púrpura que desde la cima se extendía poco a poco hasta la base. Estos amaneceres son esplén­didos.

El interior del mesón ofrece entonces un curioso cuadro: miles de muías, ordenadas en grupos o atajos, esperaban, temblorosas y con los ojos vendados, que los fardos de mercancías, simétri­camente alineados delante de las enormes albardas que los sos­tienen, fueran puestos sobre sus lomos. Era una lucha entre hom­bres y bestias, una mezcla, una multitud increíble donde los llamados de uno a otro, los gritos, las injurias y los relinchos componían un concierto de clamores imposibles.

Una vez cargadas las muías, la burra conductora, con la campanilla al cuello, tomaba la delantera y todas la seguían quejándole bajo la carga, gimiendo y lanzando coces. El desfile duró dos horas.

El desierto de Perote se extiende sobre un diámetro de 25 leguas por lo menos. No hay más vegetación que unos nopales chaparros. Numerosas trombas de polvo se desatan; el suelo está sembrado de escorias volcánicas y de piedras pómez, cortado por charcos cubiertos de patos y de nubes de agachadizas; se ven frecuentemente efectos de espejismos. Para los viajeros, como

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para los convoyes, dos pobres pueblos se encuentran escalo­nados en la llanura, viviendas a menudo asaltadas por los ladrones: Tepehualco y Ojo de Agua. Algunos kilómetros más adelante, la región sube y pierde este aspecto pantanoso. Las eflorescencias salinas, enemigas de toda vegetación, desaparecen y las arenas se fertilizan hasta ofrecer a la mirada campos de órganos chaparros, de maizales enanos y de gigantescos agaves. El cultivo de esta última planta representa una de las principales industrias de la región. La pequeña ciudad de Nopaluca sólo ofrece, en cuestión de plantación y cultivo, vastos campos de aloes.

Al salir de Nopaluca, los convoyes avanzan con desconfianza. Hombres a caballo sondean en la delantera los pliegues del terre­no: la frente del mayordomo se ensombrece; nos aproximamos a El Piñal y a la barranca del Águila. Veinte años de robos, pillajes y asesinatos han hecho de los alrededores de El Piñal uno de los lugares más temidos de la república. El terreno, brusco, erizado de montículos y cortado por barrancas, es sobre todo propicio para los ataques a mano armada. El camino se pierde en este laberinto y el ladrón, aún sorprendido con la mano dentro de la bolsa o con el puñal sobre la garganta de la víctima, tiene diez oportunidades a una de escapar.

El paisaje posee toda la fisonomía de su triste reputación: a la derecha, las cimas desnudas de La Malinche amontonan sobre sus flancos áridos algunas granjas; a la izquierda y delante de nosotros, la planicie desierta se extiende hasta perderse de vista, sin otra vegetación que los grandes magueyes cuyos perfiles severos rompen la monotonía desesperante. La ruta, siempre arenosa, parece retener en su suelo el pie del viajero, con prisa por huir de estos lugares sombríos. De distancia en distancia, los montí­culos de piedras rematados por una cruz entristecen el alma por las reminiscencias de la muerte y parecen pedir al viajero un recuerdo de conmiseración para la víctima, o bien, una plegaria de perdón para el asesino.

El encuentro con una tropa nos permite franquear al desfila­dero sin temor y llegamos a Amozoc sin incidentes.

Cuatro leguas más adelante, atravesamos Puebla de los An­geles, la segunda ciudad de la república, la más limpia y la mejor construida. Su nombre de ciudad de los ángeles indica bastan­te la tendencia de sus costumbres y de su espíritu. Centro de acción del partido clerical, las corporaciones religiosas y el clero poseen

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— o poseían— las tres cuartas partes de las propiedades {nobi­liarias.

Desde lo alto de la colina de Guadalupe que la domina, la ciudad enseña, orgullosa, el panorama de sus ochenta iglesias y de sus monumentales campanarios. La Catedral, inmenso edifi­cio de un estilo noble y severo, se disputa en magnificencia con la de la ciudad de México. La plaza es más bella, está mejor ador­nada y, en medio de los árboles que le proporcionan sombra, la vista puede perderse sobre los picos lejanos del Popocatépctl y del Iztaccíhuatl. Magníficas casas de enormes cornisas, cubiertas de mosaicos de mil colores reproduciendo dibujos geométricos o figuras humanas, atestiguan la riqueza de sus habitantes. Los dos fuertes de Loreto y de Guadalupe defienden y dominan Puebla.

Dirigiéndose hacia México, los contornos de la ciudad se hallan poblados de fábricas de rebozos, producto esencialmente mexicano. El rebozo es una especie de bufanda angosta y larga, en la cual las mujeres se envuelven con cierta elegancia. Puebla provee de este artículo a la república y lo exporta hasta América del Sur.

Pero pasamos por Río Prieto, Puente Quebrado — de siniestra memoria— y, dejando a la izquierda la pirámide de Cholula, llegamos a San Martín. Al aproximarse a las montañas, la llanura toma un aspecto muy agradable: numerosos pueblos dispersos aquí y allá dan la impresión de una gran población.

Artificialmente regada por los cursos de agua de la cordillera, cultivada como un jardín, la tierra ofrece por todas partes una admirable fecundidad. El maíz, el trigo, el frijol y el haba se suceden el uno al otro. Las graciosas ondulaciones del trigo y el ruido de la brisa en los altos maizales, recuerdan los cultivos de Francia. Si estuviera más arbolada, la llanura de Puebla ofrecería el más delicioso aspecto.

Antes de llegar a la ciudad de México, nos falta trepar toda la cadena de Río Frío.

De costumbre, el camino está guardado por numerosas tropas que pasan la noche al raso en los bosques, pues una vez que el viajero se ha internado en los desfiladeros, los altos pinos se llenan de terribles misterios y, con frecuencia, al quejido del viento en el follaje oscuro se mezclan los gemidos de víctimas desconoci­das. En la parte más elevada de la sierra, algunos indios se agru­paron para formar un pueblo. Ocupados casi todos en el bosque

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en la tala de árboles, sólo cultivan campos de avena y centeno que maduran penosamente en estas latitudes.

Un cocinero francés tiene mesa abierta para todos los viajeros a quienes la fatiga y el hambre vuelven sus tributarios. El des­dichado no hace aquí ninguna fortuna y el más pequeño de sus beneficios se va en imposiciones forzadas, en dádivas involunta­rias solicitadas por las sonrisas amenazadoras de los jefes de las bandas.

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II. MÉXICO

El valle de M éxico.— La ciudad.— El m exicano.— Aspecto general.— El santo Sacram ento.— El tem blor de tierra.— La vida en M éxico.— Las costum bres.- El paseo.— La A lam eda Los toros.— El teatro.

Al abandonar Río Frío, pasaje culminante de la cadena que separa Puebla de México, el viajero no ve sin aprehensión la diligencia lanzarse a triple galope por la terrible pendiente que la lleva a la gran meseta del Anáhuac. En medio de terribles sacudidas, lan­zados de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás, los des­dichados pasajeros atraviesan este peligroso desfiladero —lugar amado de los asaltantes— gracias a prodigios de equilibrio, a Ja protección muy especial de la Providencia y terminan deshechos, molidos, listos para entregar el alma.

Pero el primer claro entre los negros pinos indemniza am­pliamente al turista de los sufrimientos pasados. La diligencia, al abandonar el bosque, se encuentra en medio de tierras áridas, sal­picadas de manzanos silvestres y de algunos campos cultivados.

Desde allí, los ojos dominan todo el valle y éste es, les aseguro, un magnífico espectáculo.

A la izquierda en segundo plano, por encima de los pinos de la montaña, el Iztaccíhuatl deslumbra con el resplandor de su re­verberación; el pico se halla por lo menos a cuatro leguas y sin embargo, parece, gracias a la pureza de la atmósfera, que podría tocarse con la mano.

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50 Ciudades y minas americanas

Más lejos, en el mismo plano, el Popoeatépetl, la cima más alta de México y el volcán más elevado del globo, levanta a cer­ca de 18 000 pies su cabeza orgullosa. A los pies de estos dos reyes de la cordillera se extiende la magnífica planicie de Ameeameca, sembrada de cosechas siempre verdes. Aquí y allá surgen, rom­piendo la monotonía de las líneas, picos extraordinarios, produc­tos volcánicos con la cabeza coronada de pinos, aislados en la planicie de México y sin relacióq con la cordillera.

Ahí se hallan el Sacro Monte de Ameca, los montículos de Tlalmanalco, pueblo abandonado pero rico en ruinas.

Más abajo se ve Chalco, contemplándose bajo el sol. en las aguas de su laguna; a nuestros pies, Córdoba, Buena Vista y Ayotla, que la política ha vuelto célebre. A lo lejos, El Peñón, la gran calzada que separa la laguna de Ayotla del lago de Texcoco. En fin, después, la reina de las coionias españolas: la ciudad de México, cuyas murallas brillan al sol y cuyas cúpulas centellean.

Arriba, la mirada se pierde en los ribazos donde se extienden San Agustín, San Ángel y Tacubaya; un poco a la izquierda, el velo de Nuestra Señora de Guadalupe se desprende del fondo negro de la montaña y, atravesando el lago, la sombra de la gran Texcoco nos arranca la última mirada.

Por todos lados hay pueblos, villas, lagunas; un panorama espléndido, un reflejo increíble, una riqueza de líneas inaudita. Sobre todo, un sol brillante desparrama profusos tintes que harían desesperar a un pintor. En una palabra, se trata de una avalancha de colores que deslumbra los ojos y alegra el alma; agreguen a esto que estamos por llegar.

¡Pero, caramba! Bajamos y la ilusión se desvanece; al aproxi­mamos, los colores se borran y el espejismo desaparece.

En lugar de la planicie fértil, de las palmeras verdes que se esperan, de los lagos deliciosos cargados de chinampas floridas, el cansado viajero sólo atraviesa planicies quemadas y estériles. El paisaje se vuelve monótono y triste; a cada paso hacia adelante la magia desaparece. La ciudad está en ruinas, la palmera no es más que una enana subdesarrollada, el lago un charco fangoso de exhalaciones fétidas cubierto de nubes de moscas envenenadas.

La entrada a México no es más que un tugurio y nada hace todavía presagiar la gran ciudad. Las calles están sucias, el pueblo andrajoso; pero pronto la diligencia desemboca a la Plaza de Armas, bordeada de un lado por el Palacio, del otro por la Ca-

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íedral. Se adivina entonces una capital. Pasamos rápidamente y el antiguo palacio del emperador Iturbide nos otorga, bajo sus artesonados antaño dorados, la hospitalidad trivial de un hotel.

Que se me perdone aquí una digresión.Los geógrafos atribuyen a la ciudad de México doscientos mil

habitantes. Es demasiado. Creemos estar más cerca de la verdad atribuyéndole no más de ciento cincuenta mil. Tenemos, además, en cuestión de geografía, graves errores que reprocharnos y ca­recemos totalmente de geografía comercial.

Admitiendo los doscientos mil habitantes de México, ¿no sería útil decir cómo se compone esta población? ¿No sería nece­sario advertir al emigrante o al hombre de negocios que, sobre esta cifra de doscientos mil, que constituye en Europa una gran ciu­dad por lo que concierne al consumo, que no se tienen en México más de veinticinco o treinta mil individuos que consumen? El resto,se compone de léperos, mendigos, cargadores, ladrones y otros sin profesión alguna, sin medios de existencia y que viven al día. Esta clase, lejos de aportar algo a la circulación, tiende a detenerla cada día y no vive más que a expensas de la comunidad.

¡Cuánta gente, en Europa, cree que en México no existen más que salvajes al estado natural y se imagina todavía a un pueblo viviendo bajo las palmeras, con la cabeza y la cintura adomadas de plumas! Los malos grabados hacen más daño de lo que se piensa. Se cita, en México, la historia de un desdichado que vino a Veracruz con un cargamento de pacotillas de vidrio, de espejitos y de cuchillos; naturalmente, se arruinó.

Pero continuemos con el relato.El mexicano es una figura compleja, difícil de describir; alta­

nero, orgulloso, insolente en la buena fortuna; es llano y servicial en la mala. Sin embargo, es de relaciones fáciles, sobre todo si le le imponen. Su amabilidad exagerada se parece mucho a la ama­bilidad obsequiosa de la gente falsa. Es bueno y de una cortesía rafa en nuestros tiempos; pero, hombre de instinto antes que nada, i t compromete de buen grado con promesas metafóricas que el Viento se lleva y de las cuales él nunca se acuerda.

Conservó del español una ingenua locución que recita sin Cesar al prójimo: “Es también de usted, señor”, o bien “Está a su disposición.” “ ¡Bonito reloj!”, dice uno admirando una joya flotable. “Es suyo”, responde él inmediatamente. “ ¡Hermoso ca­bello!” “A disposición de usted.”

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52 Ciudades v ruinas americanas

Los mexicanos aplican a todo esta fórmula; pero maldito sea el que la tome al pie de la letra.

Encontrándome en un baile, en la ciudad de Oaxaca, admiraba a una joven deliciosamente bella.

— Ah, ¡qué linda niña! - exclamé—; ¿quién es esta encan­tadora damita?

— Es mi hermana—respondió mi vecino— ; muy a la disposi­ción de usted.

Me sonrojé y no volví a hablar.Sin preocuparse por el mañana, el mexicano gasta el dinero

que gana en el juego con la misma facilidad que el que ha ganado trabajando; al parecer, a sus ojos, uno y otro tienen el mismo valor, prueba evidente de desmoralización. Acostumbrado a los cambios en materia de gobierno, el hecho consumado se vuelve ley; testi­go celoso de fortunas escandalosas de algunos tratantes, falsifica­dor desvergonzado de la moneda pública, la política lo pierde, la pereza lo corrompe y el juego lo deprava. Habiendo recibido una educación muy superficial (no hablo de los jóvenes educados en Francia), conservando del español un desdichado orgullo, despre­cia generalmente el comercio para morir de miseria en alguna administración. Con gusto se hace soldado y el asunto marcha bien cuando se le paga, lo que es muy raro en los tiempos que corren. He visto a varios infelices coroneles pedir prestados 2.50 pesos para comer.

Pero en cualquier extremo, tanto al empleado como al solda­do, le queda un recurso: el pronunciamiento.

Tenemos todos una idea de lo que es el pronunciamiento.Pierdo mi puesto y, naturalmente, el gobierno ya no me con­

viene: me pronuncio.Estoy a medio sueldo: me pronuncio.Corone] descontento, general pensionado, ministro despedi­

do, presidente en expectativa: me pronuncio, me pronuncio, me pronuncio.

Entonces emito un plan, agrupo a mi alrededor a algunos empleados descontentos, reúno algunos andrajosos, fotmo un núcleo; detengo una diligencia, me impongo a un desdichado pueblo, asalto una hacienda: estoy pronunciado.

Actúo por el bien más grande de la república. ¿Qué tienen ustedes que decir?

Formo una banda, la pereza engorda mis filas, pero leo bien,

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la fortuna llega y me encuentro, un poco sorprendido, lo confieso, en la silla de la Presidencia.

Ayer yo era mayordomo en un consulado, hoy soy general; hace cinco años, era el maestro de ceremonias de la carpa de un circo, ahora soy comandante de la plaza de México; hace dos años, era un simple teniente, heme aquí convertido en sustituto del presidente; no tengo nada, los recursos faltan, mis tropas desertan: derribo las cajas del consulado de Inglaterra. ¿Hay algo mejor?

Es lo que se ve todos los días.Pero el retrato del mexicano ha sido trazado por nuestro

honorable amigo el doctor Jourdanet, en su notable obra Les altitudes de / ’Amérique trópica le, comparées au niveau des mers. * Permítasenos citarlo:

El mexicano es de estatura media; su fisonomía lleva la huella de la dulzura y la timidez; tiene el pie y la mano perfectos. Sus ojos son negros, de forma dura y, sin embargo, bajo las largas pestañas que los velan y por la costumbre de la afabilidad, su expresión es de una dulzura extrema. La boca es un poco grande y su trazo está mal de­finido; pero, bajo los labios siempre dispuestos a sonreír, los dientes son muy blancos y bien alineados. La nariz es casi siempre recta, algunas veces algo chata, raramente aguileña. El cabello es negro, a menudo lacio y cubre ampliamente una frente que se deplora ver tan deprimida. Este no es un modelo académico y sin embargo, cuando la suave expresión femenina presenta esta forma americana que la escuela trataría quizá de incorrecta, se impone silencio a las exigencias del diseño y las simpatías aprueban el nuevo modelo.

El mexicano de las alturas tiene el aspecto calmado de un hom­bre dueño de sí; tiene la manera de caminar erguida, los modales finos, intenta siempre ser agradable. Puede odiar a alguien, pero no sabría demostrarlo con la mirada al hablarle. Cualquier cosa que se hubiera hecho en su contra, aunque él maquine alguna venganza, su costumbre de la urbanidad asegura siempre una cortesía exquisita fuera del círculo de sus resentimientos.

Mucha gente llama a esto falsedad de carácter; yo los dejo decir (o que quieran y no por eso me gusta menos vivir entre hombres que, por la dulzura de su sonrisa, la afabilidad de sus maneras y su obstinación en caerme bien, me colman de todas las apariencias de amistad y de la más cordial benevolencia.

Las altitudes de la América tropical, comparadas al nivel del mar. (N. del t.]

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54 Ciudades y ruinas americanas

Al mexicano le gusta gozar la vida, pero la goza sin calcular. Prepara su ¡mina sin inquietarse y se somete con calma a la desgracia. Este deseo de bienestar y esta indiferencia en el sufrimiento, son dos matices del carácter mexicano muy dignos de notabilidad; estos hom­bres le temen a la muerte, pero se resignan fácilmente cuando ésta se acerca: mezcla extraña de estoicismo y timidez.

En la clase baja, el desprecio de la muerte es de buen gusto y, como los gladiadores romanos, les gusta exhibirse al morir. Es por esto que hacen intercambios de puñaladas, de la misma manera que los niños intercambian aimohadazos. Y después en el hospital, dicen con calma, en medio de sus mortales sufrimientos: “¡Buen golpe!”, rindiendo homenaje a sus adversarios antes de expirar.

En el fondo, este elegante retrato no resulta tan dulce como parece.Como quiera que sea, no se puede, al ver el estado de las cosas

en México, impedir echar un vistazo a su vecina república ame­ricana cuyo gobierno, según un escritor célebre (M. de Tocquevillc), no es más que una feliz anarquía que, sin embargo, marcha a pasos gigantescos en las vías más avanzadas del progreso material, sostenido por la sola fuerza moralizadora del trabajo.

México está mejor dotado: tiene todos los climas, todas las producciones, todas las riquezas, pero languidece; le tiene horror al trabajo.

Lo más sorprendente en todas las ciudades mexicanas es el prodigioso número de iglesias, signo que no deja dudas del po­derío del clero. Por todos lados hay monjes grises, negros, blancos y azules, conventos de mujeres, establecimientos religiosos, ca­pillas milagrosas, etcétera. A toda hora del día, se ven abrirse las puertas del sagrario. Un sacerdote sale de ahí sosteniendo entre las manos el santo Viático mientras un coche dorado con dos muías lo espera afuera; una especie de lépero le precede llevando sobre su cabeza una mesita y en la mano una campana que agita a cada instante. En seguida la guardia del palacio corre las armas, los tambores suenan, la circulación se detiene, las almas piadosas se arrodillan, los hombres se descubren la cabeza; el recién llegado interroga, titubea, hasta que una voz del pueblo viene a recordarle el respeto a la tradición. No sería sin poner en peligro su persona que éste se atreviera a desafiar la costumbre.

Algunas veces no es únicamente un coche simplemente do­rado, el coche de todos los días que lleva a los proletarios los últimos recursos de la religión. El rico, como en todas partes.

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México 55

exige a la Iglesia e! lujo de sus pompas; vivo o muerto, reclama igualmente el homenaje, o al menos el asombro de la multitud.

Entonces el sacerdote, en traje sacerdotal, flanqueado por dos diáconos, sube a una soberbia carroza de gala que recuerda los equipajes de Luis XIV; una abigarrada muchedumbre lo acom­paña, dividida en dos largas filas. Cada individuo, llevando un cirio prendido, canta con voz aguardentosa plegarias, salmos o el oficio de los agonizantes.

El precio de semejantes ceremonias llega a veces a sumas enormes donde todo el mundo pierde, salvo la Iglesia.

El mexicano conserva todavía una costumbre encantadora, impregnada del perfume de viejas épocas. A las seis tocan la ora­ción, el ángelus; todos los habitantes se detienen, se descubren y se desean mutuamente las buenas noches. En el interior de cada casa, la misma escena se repite y, en el campo, los numerosos servidores de la hacienda vienen humildemente a besar la mano de su amo.

En la ciudad de México, las casas están admirablemente construidas. Las paredes son gruesas y generalmente coronadas por una larga comisa. Las esquinas se hallan adornadas con nichos engalanados de arabescos, donde reina una estatua de la Virgen o de algún santo. El techo, cargado de una espesa y pesada capa de tierra de arcilla, da a la construcción un apoyo contra los tem­blores de tierra tan frecuentes en las alturas. Ocurren dos temblo­res al año en promedio.

Durante mi estancia, fui testigo de uno de esos horribles acontecimientos. El temblor de tierra del 12 o 15 de julio de 1858 fue uno de los más terribles que jamás se hayan sentido. Los mexicanos siempre lo recordarán.

Un ruido subterráneo lo anuncia: mido sordo, resonante, indescriptible; la oscilación empieza, lenta primero, muy pronto larga, precipitada, terrible; el miedo nos llega a la garganta y asis­timos, sin analizarlo bien, a un cataclismo espantoso. Parece que un vértigo horrible hiciera bailar ante nuestros ojos a los edificios, que hiciera romperse los árboles y derrumbarse las casas. En la calle, el pueblo, de rodillas, se retuerce en las convulsiones del miedo, el aire se llena de clamores lúgubres, de gritos desespe­rados, de plegarias y de fórmulas piadosas arrancadas por el espanto. Un minuto (¡un siglo!) pasa, y uno se asombra de vivir, de ver los palacios en pie y los templos resistir al horrible desen­freno de estos huracanes subterráneos.

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56 Ciudades V i unías anicucanas

F.sc año sin embargo, ios daños fueron grandes y los desastres de! día se estimaban en diez millones.

Hemos dicho que en la ciudad de México, el centro era europeo, casi francés. En las calles de Plateros, San Francisco, del Espíritu Santo, etcétera, se oye hablar tan frecuentemente el fran­cés como ei español. Casi toda ¡a gente bien educada habla nuestra lengua.

En estos lugares, el paleto y la levita dominan; el sombrero negro se lleva bien, los jóvenes están a la última moda; cada mes el packet inglés los ilustra sobre este tema y los sastres hacen fortunas.

El mexicano, de un acceso tan fácil en la calle, es amigable, pero sólo hasta la puerta de su casa. Difícilmente permite al extraño penetrar al interior de su familia. La mesa, que para nosotros es el instrumento sociable por excelencia, el comedor, el lugar donde se declaran las más vivas simpatías, donde, con los codos apoyados se prolongan las largas conversaciones, no existe para el mexicano. La mesa parece algo vergonzoso que se esconde y donde se sienta solitario.

La mujer, medio desnuda hasta una hora avanzada, deja flotar sobre sus hombros una cabellera generalmente abundante pero tosca, que lava todos los días. En muchas casas, la mexicana, aun rica, prefiere agacharse sobre su petate delante de algún guiso picante, un plato de frijoles y la tortilla en la mano, que sentarse a una mesa elegantemente servida. Por la mañana, la mexicana es una crisálida, por la noche, una mariposa. Tiene la gracia, las alas ligeras y los ricos colores de ésta. Entonces, la criatura que se ha mirado sin vería en el desorden de su interior, es en la noche una mujer elegante de la cual se admiran los frescos vestidos y el lujo deslumbrante.

La hora del paseo se aproxima y, ¿cómo vivir sin paseo? Que Hueve, que truene o que haga viento, la mujer mexicana sale, su carroza la espera; exhibe sus gracias, sonríe a su amante, saluda a una amiga, derrota a una rival.

El mexicano tampoco es el mismo hombre en la noche que en la mañana. Lo encontramos en la calle como un dandy del boulevard de Gand y lo volvemos a encontrar a caballo. Jinete notable, monta una bestia pura sangre cubierta con una silla de lujo. Sus piernas están prisioneras en unas calzoneras donde cada botón de plata es una pequeña obra de arte y, cuando el tiempo

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no es muy seguro, chaparreras de piel de tigre le caen desde la rodilla hasta el tobillo. Un saco bien cortado hace resaltar su talle gracioso que ciñe una cinta de seda roja. El amplio sombrero de alas galonadas y toquilla de oro, ha remplazado el innoble som­brero negro. Cuando llueve, el sarape de mil colores es negli­gentemente echado sobre los hombros y, cuando hace buen tiem­po, se fija en la parte trasera de la silla.

Haciendo caracolear su caballo y alternando el paso con el galope, distribuye puñetazos a la derecha, saludos a la izquierda y dirige, como el tambor mayor de la fábula, una mirada satisfecha a alguna ventana privilegiada.

Va y viene durante dos horas aproximadamente, pasa y vuelve a pasar, se detiene y ve desfilar ante él los carros de la ciudad. Pero cuando dan las siete, la noche cae y los pascantes se vuelven escasos; entonces, abandonando a su pesar su ejercicio favorito, regresa a su casa y el día de mañana será el mismo que la víspera.

En invierno, el teatro, al cual todo mexicano de recursos está abonado, le da tres funciones por semana. En cuanto a la mujer mexicana, asiste siempre elegante y aparejada como las ladies de Hay-Market o de Dniry-Lanc. Cada representación exige un traje nuevo y, naturalmente, ella se somete a las exigencias con placer.

En verano, es el circo, las corridas de toros, corridas inofen­sivas donde la victima, siempre la misma, viene regularmente a clavarse en la hoja de la espada.

Las corridas de toros no tienen verdaderamente atractivo más que cuando se asiste por primera vez. La vista se complace con este escenario brillante, con las costumbres elegantes y ligeras de las banderillas multicolores, con el atuendo sobrecargado de los picadores y del espada.

La entrada del toro emociona; parece que nada resistiría al aliento de la bestia furiosa y el picador imprudente que osara afrontar al animal, sería revolcado sin piedad. Pero el toro, ator­mentado por las banderillas, cegado por las capas engañosas, agota en vano su rabia contra los invencibles enemigos. El picador hace su aparición cuando el loro, echando espuma por la boca, sin aliento y medio vencido, se precipita en embistes a menudo impotentes. A veces el director del circo lanza a la arena toros de baja edad a quienes el pueblo abuchea, ¡fuera la vaca!, y que se remplazan en ocasiones para satisfacerlo.

La Alameda es un lindo parque situado en el centro de la

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Ciudades y ruinas americanas

ciudad. Hermosos árboles, numerosas flores a pesar de la incuria de los guardianes, una fuente, etcétera, hacen un lugar de pasco bastante agradable, pero casi únicamente de uso para los niños y la gente apacible. Aquí, el hombre estudioso llega con su libro, la china da sus citas, algunas damas también. Los franceses do­minan. Esto me recuerda que no debo olvidar a mis compatriotas.

La sociedad francesa en México se halla compuesta de gente enérgica que, empezando desde abajo, llegó a la fortuna gracias a un trabajo obstinado y a sus facultades. Casi todos liberales, infunden en México principios que no son del todo del gusto de los conservadores. Asi pues, gozan de la simpatía de unos y del odio de otros. La colonia francesa sufrió mucho bajo la presiden­cia de Mi ramón, cuando los préstamos forzados se renovaban cada día. Como en todos lados en el extranjero, los franceses de México se denigran entre ellos, las mujeres se envidian con furor.

El paseo de los robles que se extiende al pie de la Catedral, sólo se frecuenta de noche; la gente se dirige ahí al claro de luna, tan brillante en estos climas. Los trajes de las mujeres son bellos; el chal llevado sobre la cabeza abriga a las señoras contra el fresco de la noche. Las “arranca corazones” hacen algunos cautivos y el caballero algunas conquistas.

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III. COSTUMBRES

■El pueblo de M éxieo.— Los indios.— Las pulquerías.— Los entierros de niños. — El clero.— L os asaltantes de cam inos.— La utilidad de los alzacuellos. Los m o­num entos de la ciudad de M éxico.— Los suburbios.— Las ruinas de Tlalm anaico.

El pueblo de la ciudad de México está compuesto por mestizos de todos tintes y por algunos indios que trabajan como sirvientes, cargadores y aguadores. Los arrabales son un hormiguero de mujeres y niños harapientos e innobles tugurios de donde escapan olores mefíticos. Todos estos seres, roídos por la miseria y con los cabellos esparcidos, presentan el aspecto de una población de­bilitada por el aire infecto, la mala alimentación y la corrupción. A menudo, en la puerta de alguna casucha, una mujet agachada sostiene entre sus piernas la cabeza de un niño; parece esforzarse, en vano, por detener la fecundidad de la población parásita que lo devora. A veces es un feliz soldado quien goza de este dulce privilegio. En verdad, esto recuerda a los simios del Jardin des Plantes.

Los barrios son lugares que un extranjero, una vez caída la noche, no puede recorrer sin peligro. Los habitantes nos tienen un odio feroz, en gran parte inspirado, hay que decirlo, por lasprédicas del clero. / ,

A sus ojos, somos herejes sin fe ni léyí Nuestra presencia es para la república motivo de p rob lem as,-d iscord ias y desdichas. Modificamos sus costumbres, nos reímos de sus ceremonias re-

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( imiades y ruinas americanasW)

ligiosas, escarnecemos a sus ministros. Esto es suficiente, a pesar de Ja falsedad de una acusación tan absurda y tan general, para atraer sus cuchillos sobre nosotros.

Durante el día. los expendios de pulque — licor que se obtiene del maguey, especie de bebida espesa, blanquecina y muy fuerte- — no cesan de proporcionar, tanto al mestizo como al indio, una ebriedad embrutecedora. Se les ve entonces arrastrarse con la mi­rada perdida y la boca babeante, murmurando palabras incom­prensibles. Unos se precipitan bajo el impulso de una locura furiosa y otros, revolcados en el fango, ofrecen el más deplorable

v espectáculo.Esta población de los barrios constituye al mismo tiempo la

reserva donde cada partido encuentra valientes soldados. Es la car­ne de cañón del ejército y tal es la sumisión o el embrutecimien­to de estos infelices, que dos reclutadores pueden cercar una pul­quería o penetrar en uno de estos rumbos populosos y llevarse con la mayor facilidad toda una tropa de estas pobres criatu- tas. Se Ies conduce al palacio y ahí, poniendo entre las manos de cada uno un sable mellado y alguna carabina deteriorada, el des­dichado es convertido en soldado por la gracia de! comandante o por la desgracia de la república. Cada nuevo compromiso del gobierno demanda contingentes nuevos, y la leva vuelve a co­menzar.

La mujer sigue al hombre y lo alimenta en campaña. Nada tan original como un ejército mexicano: las mujeres, los niños y los petTos, lo hacen parecer una emigración; es el ejército de Xerxes en harapos. Resulta fácil de comprender que a la primera vuelta del camino, el soldado improvisado toma el camino de su barrio o de su jacal. Le ocurre también que de un momento a otro, se ve obligado a servir a los dos partidos contrarios.

En ocasiones, vende su equipo, fusil sable y cartuchera, todo, por un peso; el gobierno lo vuelve a comprar en diez o quince! Es un comercio muy felizmente practicado y cuyo beneficio para la república es muy claro.

A pesar de la belleza del clima, la inalterable serenidad del cielo y el estado dé holgazanería en el que parece hundirse con delicia, el lépero de México considera la vida como una prueba terrible, puesto que se alegra de la muerte de los suyos. Recuerdo entonces a las tribus dejlos tracios que gritaban de desesperación duiante el nacimiento de sus hijos y cantaban en su muerte ac-

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clones de gracias. Ln México, la clase baja parece haber heredado algo de esta barbarie.

Un niño muere, se le acuesta en un ataúd abierto, después, se le cubre con flores: su pobre carita lívida es lo único visible en medio de heliotropos, jazmines y rosas. Un pariente, a veces el mismo padre, carga el cuerpo sobre su cabeza y parte seguido de los suyos que charlan alegremente prometiéndose una agrada­ble jomada. Se llega a alguna casa donde la fiesta fúnebre tiene lugar. Las libaciones comienzan, los juegos se organizan, la partida se calienta, los bailes embriagan. La orgía es tan dulce, que se olvida a veces al pequeño muerto sobre una mesa, o se encuentia en la mañana el cadáver profanado lejos de su mortaja, en medio de deterioros de todas clases. ¡Pobres madres! ¡Cuánto deben ge­mir de desesperación, aplastadas por la tiranía de las costnmbics!

Gabriel Ferry, en sus estudios sobre México, nos ha narrado estos entierros escandalosos, ai mismo tiempo que nos dejó magníficas imágenes de monjes que con el tiempo desaparecen. No podría hacerse nada mejor ni más exacto.

Los monjes y los pudres forman con los léperos una alianza indisoluble. Se tratan de padre a hijo, y estos últimos viven casi todos en casas llamadas de vecindad que pertenecen a corporacio­nes religiosas o al clero Hl uno es siempre el deudor del otro, pero el que recibe más no es siempre el que se piensa: de esta mane­ra el padre puede impunemente atravesar los caminos infestados de ladrones. Raramente se le desvalija y sólo algunos espíritus fuertes se arriesgan a pedirle la bolsa o la vida. Se llama oidina- riamente a los ladrones por el nombre familiar de compadres.

Al regreso de Tehuacán de las Granadas, fuimos detenidos contra toda verosimilitud a las puertas de la ciudad misma por un señor muy bien vestido, acompañado de su sirviente. F.ra, cieo, un coronel de la brigada Cobos que, al saber que había dos extranjeros en la diligencia, creyó en su buena suerte. Este amable oficial nos pidió 50 pesos con una voz terrible. Yo hice la colecta y no pudimos, a pesar de toda nuestra buena voluntad, reunir más de diez o doce. Se los ofrecí lo más amablemente posible, muy desolado de no poder darle más; rehusó tomarlos alegando que queríamos engañarlo, así que los volví a guardar tranquilamente en mi bolsillo. Revisó la diligencia y viendo que, en efecto, pudiera ser que no tuviéramos más, se decidió, entre una sarta de

t juramentos, a aceptarlos.

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Ciudades y ruinas americanas

Este robo insólito era en verdad una sorpresa. Nunca se había detenido a una diligencia en este lugar, pues los compadres habían marcado el camino por etapas como algo arreglado de antemano.

De Tehuacán a Puebla, hubo que resignarse tres veces a la amable invitación de voltear los bolsillos.

Teníamos entre nuestros compañeros de viaje a un hombre alto y seco, portador de un rostro enteramente rasurado, a quien sólo hacía falta la tonsura para notar a un cura de pueblo. El lector debe ser advertido de que los sacerdotes en México, sobre todo en el campo, usan raramente esta costumbre eclesiástica. Un sim­ple alzacuellos, adornado de perlas o simplemente bordado con un ribete blanco, es suficiente para distinguir a un miembro del clero.

Apenas repuestos de nuestra aventura, mi vecino, que era el hombre en cuestión, se volvió hacia mí y, sacando de su bolsa un alzacuellos bastante sucio, me dijo mostrándomelo: “Amigo, he aquí mi arma, y verá usted que vale tanto como cualquier otra.” Me explicó su estratagema, se puso el alzacuellos y esperó.

Yo, por mi cuenta, me inquietaba poco por los ladrones. Al salir de Tecamachalco, dos o tres millas más adelante, vimos a un pastorcito en un campo que, de lejos, nos hacía una señal apuntando el lecho seco de un río. En efecto, dos compadres a caballo, con la cara cubierta con un pañuelo a cuadros, invitaron al postillón a detenerse y a los viajeros a descender. El respeto de la autoridad me parece, en principio, una virtud; así que nos apresuramos a obedecer. Pero al ver nuestros bolsillos vacíos, estos amables hombres de los grandes caminos se enfurecieron; nunca la virtuosa indignación de un hombre, detenido en la más loable empresa, igualó la de estos simpáticos asaltantes.

— ¡Ya nos robaron!Era indigno, eso nunca se había hecho; no querían creemos

y el conductor mismo fue obligado a dar su palabra de honor de que el hecho, aunque extraordinario, era cierto. Tuvieron que echarse sobre el equipaje, cosa seguramente muy desagradable: el volumen es grande, el valor problemático, la venta difícil, ¡en fin!

En ese momento, uno de los dos percibió el alzacuellos de nuestro amigo: su cara áspera se endulzó en seguida con una sonrisa. Todavía me imagino la escena. El ladrón estaba metido bajo el toldo del coche, abriendo con toda seguridad los cofres.

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Costumbres 63

— ¡Ah, padrecito! — exclamó el de abajo— . ¿Usted también tiene equipaje?

Y como su compañero preguntaba, mostrando una maleta:— ¿De quién es esto?— Es mía —respondió el hombre del alzacuellos.— ¿La suya padrecito? — pregunta el ladrón— . ¡Hey, arriba!

Deja ese baúl, amigo, es el del padrecito.Después, volviéndose hacia el padre de circunstancia:— ¡Ah, padrecito! — le dice—. No somos ladrones; no lo cree,

¿verdad? ¡Pero los tiempos son tan duros! Tenemos hijos que alimentar. Querido padre, deme su bendición, somos gente hones­ta, se lo juro.

El hombre del alzacuellos se apresuró a otorgarle este favor tan humildemente solicitado y que le costaba tan poco. La dili­gencia se puso en marcha.

—Gané la partida — me dijo mi compañero de viaje. Yo no pude hacer más que soltar una carcajada.

Este respeto del pueblo y de la clase media por los curas es tan tenaz que, aunque muchos de éstos hagan lo posible por alejarlos con su conducta y la publicidad de una vida escandalosa,- no pueden lograrlo. Todos saben tan bien como yo, que el clero mexicano no es ningún modelo de virtud.

A pesar de todo, nada puede quitar la venda de los ojos a un pueblo tan ciego. De esta manera, cuando, como consecuencia de una revolución cualquiera, los monjes son expulsados en masa de una ciudad, la ruta del exilio está sembrada de mujeres arro­dilladas que vienen a acompañar con sus lágrimas ía partida de sus queridos confesores. Se apresuran a besar la túnica del mártir y le llenan las manos de monedas, o en su defecto, de joyas de gran valor.

Cuando regresan, es un triunfo.Pero dejemos el estudio de los hombres y consagremos unas

líneas a los monumentos de México y sus alrededores. El primero, el más importante, es la Catedral.

La Catedral se halla en el lado norte de la Plaza de Armas, el Palacio al este, la Diputación al sur y el Portal de las Damas al oeste. Empezada bajo el reinado de Felipe II, en 1573, no fue verdaderamente terminada sino hasta 1791, al precio de 2 446 000 pesos.

Vista desde la plaza, la Catedral se presenta bajo el aspecto

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majestuoso de las iglesias de la segunda mitad del siglo XV). La fachada resulta notable por el contraste de la simplicidad que la distingue de otros edificios religiosos construidos en la ciudad. Tiene tres puertas colocadas entre columnas dóricas que comu­nican con la nave principal y las dos naves laterales.

Encima de la puerta principal, dos pisos sobrepuestos y ador­nados con columnas dóricas y corintias soportan un pequeño campanario de forma elegante, coronado con tres estatuas que representan las virtudes teologales. De cada lado, se levantan las torres, de estilo severo, terminadas en cúpula y cuya altura alcanza 78 metros.

El interior es todo en oro. Un coro inmenso llena toda la gran nave y se liga, por una galería de preciosa composición, al altar principal imitado, según dicen, del de San Pedro en Roma.

Las dos naves laterales están destinadas a los fieles y no se ven ni sillas ni bancas de ninguna clase. Las mujeres mexicanas que asisten al oficio divino se arrodillan o se sientan sobre las losas húmedas, porque el fervor les prohíbe quizás una posición me­nos humillante que, sin embargo, su delicada salud exigiría. Los hombres tienen el gusto de mantenerse de pie, aunque son escasos en el interior de la iglesia. Se detienen regularmente en la puerta, donde esperan charlando la llegada de las damas al final dei servicio, y se ven recompensados por su paciencia con una mirada discreta o con un gracioso saludo.

Entre los objetos de arte que encierra la Catedral, hay que con­tar una pequeña tela de Muriilo —conocida bajo el nombre de Vir­gen de Belén— y que no es una de las mejores del gran pintor. La iglesia la considera como su joya más preciosa. La tela se encuen­tra en muy mal estado y la pintura exige un reentelado inmediato.

Hay que citar todavía una Asunción de la Virgen en oro macizo, que pesa 1 116 onzas.

La lámpara de plata pura suspendida sobre el santuario, cosió 350 000 francos.

El tabernáculo, igualmente de plata maciza, está estimado en 800 000 francos.

Citemos todavía montones de diamantes, de esmeraldas, de rubíes, de amatistas, de perlas y de zafiros, una cantidad prodi­giosa de vasos sagrados de oro y plata, por una suma inimaginable.

La Catedral encierra la tumba de (túrbido, el más terrible enemigo de la Independencia, su sostén más tarde.

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Contra el muro de la torre izquierda y viendo hacia el oeste, se encuentra el famoso Calendario Azteca, descubierto el 17 de diciembre de 1790 mientras se trabajaba en la nueva explanada del Empedradillo. Fue empotrado en los muros de la Catedral por orden del virrey, quien ordenó cuidarlo como el monumento más preciado de la antigüedad india. Podríamos ofrecer aquí un resu­men de la obra de Gama en lo que concierne al Calendario, pero, a falta de lugar, estamos forzados a abstenernos, reservándonos el derecho de publicar más tarde documentos tan interesantes, En todo caso he aquí el título de la obra, donde el lector podrá obtener amplia información: Descripción histórica y cronológica de las dos piedras encontradas en México en ¡790, por don Antonio de León y Gama, México, 1832.

El Sagrario es una inmensa capilla independiente de la Ca­tedral. Alú se realizan las bodas y bautizos, y el santo Sacramento permanece sin cesar a la veneración de los fíeles.

Es imposible no detenerse delante de esta puerta del Sagrario y, aunque el conjunto sea de bastante mal gusto, no se puede impedir la admiración del hijo de sus esculturas y de su orna­mentación.

Hemos hablado de la costumbre religiosa que impone hasta hoy a cada peatón el arrodillarse en la calle, o al menos detenerse y descubrirse mientras pasa el santo Sacramento. Encontramos en ciertas crónicas de la época, que antaño había que unirse a la procesión y acompañar al santo Viático hasta la morada del enfermo, aunque la multitud, agrandándose a cada paso, terminaba por constituir una gran masa. El virrey mismo no estaba exento de ello y varias veces se vio obligado a encabezar la columna.

Al salir de México por la puerta de Belén y siguiendo el acueducto que se dirige hacia el lado de Tacubaya, se llega al Castillo de Chapultepec.

Como verdadero oasis en el valle, Chapultepec se levanta sobre un montículo volcánico de aproximadamente 200 pies; está

> rodeado de riachuelos y cubierto de una espléndida vegetación. El viajero puede admirar aquí a su gusto una vista panorámica de las más deliciosas. Son notables los magníficos sabinos que al­canzan hasta 75 y 80 píes de circunferencia y cuya vejez vigorosa reta los estragos de los siglos.

Chapultepec es uno de los más antiguos recuerdos de la ciudad de México. En el siglo VIH, según las viejas crónicas, la colina

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Ciudades y ruinas americanasÍM>

era ya el sitio de una colonia de habitantes industriosos y notables por su civilización.

Durante un largo periodo, los pueblos nómadas provenientes del norte se presionaron, se sucedieron, se mezclaron en este terreno tan frecuentemente disputado, hasta que la vanguardia de las hordas mexicanas, acogidas por Xólotl, rey de los chichimecas, obtuvo el permiso de establecerse en Chapultepec.

Después de la fundación definitiva de México, Chapultepec se convirtió en lugar de peregrinación. Más tarde, la devoción popular se enfrió, los reyes aztecas hicieron ahí un museo histórico y sus rocas fueron destinadas a transmitir a la posteridad la fiso­nomía de los grandes soberanos de México.

Ayácat), después de Tezozómoc, hizo colocar su estatua sobre una roca de la colina. El padre Acosta pretende haber visto her­mosos retratos en bajorrelieve de Moctezuma II y de su hijo.

En tiempos de Moctezuma II, Chapultepec se transformó en residencia imperial.

El castillo moderno, levantado bajo los cuidados del virrey Matías de Gálvez, se transformó en 1841 en escuela militar y, últimamente, Miramón, después de haberlo restaurado, hizo de él su residencia.

Pero regresemos a la ciudad de México.En la Plaza de la Aduana, siempre llena de tiros de muías y

de carretas vacías, se encuentra el convento de Santo Domingo, desprovisto de su antiguo esplendor. En tiempos de guerra civil, sirve de fortaleza a los pronunciados que, desde lo alto de los campanarios, fusilan a sus anchas a los enemigos alojados sobre las azoteas de las casas o sobre las torres de los conventos vecinos. A falta de enemigos, escogen como blanco al peatón casual a quien la necesidad obliga a abandonar su morada, o al extranjero, sobre todo si de lejos se le reconoce como tal.

De esta manera, el claustro de Santo Domingo no presenta más que el aspecto de la desolación. Las pinturas que adornaban las galerías están medio acribilladas y los muros ennegrecidos por el humo de las fogatas. Los bellos días de Santo Domingo datan de la Inquisición, de la cual fue sitio. Los anales remontan a los años de 1646 las fiestas que celebraron el primer auto de fe de México. Cuarenta y ocho personas sucumbieron a la inauguración del terrible tribunal, cuyos decretos se ejecutaron hasta principios de siglo.

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Costumbre^ 67

El convento de San Francisco es diferente. Situado en la calle del mismo nombre y la de San Juan de Lclrán y Zuleta, cubría una superficie de 60 000 metros cuadrados. Poseía claustros magníficos, patios y jardines y era, en nuestra opinión, el más considerable y rico de México.

Dos iglesias, cuyos interiores se hallan cubiertos de gigantes­cos altares de madera tallada y dorada, tres capillas encantadoras y claustros cubiertos de pinturas, constituían un monumento de los más notables; pero la política ha derribado el convento, cons­truido calles a través de los claustros y vendido los jardines. Las guarniciones que ocuparon el edificio en los días de lucha, han dejado, como en Santo Domingo, las tristes marcas de su paso; el convento se encuentra en un estado deplorable.

La fachada que mira hacia la calle de San Francisco presenta un retrato magnífico. Esta puerta es una composición extraña de pilastras del Renacimiento cubiertas de figuras en bajorrelieve y sobremontadas por capiteles compuestos y separados por nichos adornados con estatuas. £1 conjunto es de una riqueza de orna­mentación extraordinaria, de un gusto quizá dudoso, pero de un notable acabado en detalles; lo más admirable de estas esculturas reside en que, según las crónicas, no están hechas por el cincel de) artista, sino por el pico grosero del tallador de piedra.

Hoy, según dicen, la puerta de San Francisco ya no existe; el convento fue demolido, los materiales dispersos, el terreno vendido.

Lamentamos que el gobierno liberal, en su prisa por destruir los conventos, no haya conservado esa magnífica muestra del arte mexicano.

El convento de La Merced no es más que una inmensa construc­ción donde nada, ni la iglesia, ni la fachada, atraen la atención de) transeúnte, pero su claustro es el más admirable de México.

Blancas columnas de arcos dintelados forman inmensas ga­lerías que circundan un patio enlosado, donde una modesta fuentecilla adorna el centro. Estas columnas ligeras y los dinteles finamente cortados recuerdan el estilo granadino que vemos desenvolverse con tanto esplendor en el patio de la Alhambra.

Situado en el centro de un suburbio muy populoso, el claustro, por su soledad y su silencio, forma un contraste impresionante con el tumulto y la agitación del exterior. Nada puede compararse a la tristeza que reina dentro de sus muros. De cuando en cuando,

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68 ( ¡ikhttcí, y ruinas americanas

un aguador viene a llenar en la fuente sus cántaros y sus chucho- coles (urnas y vasijas que sirven para transportar agua). A veces la túnica blanca de un religioso anima por unos segundos el desierto de las galerías, para desaparecer en seguida en la oscu­ridad de los vastos corredores poblados de celdas en su mayoría desiertas.

En las murallas de las galerías aparecen suspendidos nume­rosos cuadros con personajes de tamaño natural, que representan escenas religiosas, los mártires de la orden y los santos que la volvieron célebre. Todas estas fisonomías mudas, en el éxtasis de la plegaria o del dolor, no ofrecen a la vista más que poses violentas y cuadros de horror. Sólo hay dislocaciones, hogueras y suplicios de todo género.

Entre estos personajes, unos levantan al cielo su cabeza cor­tada e inundada de sangre, otros tienden sus muñones sangrientos o sus miembros calcinados. Una repugnancia invencible invade al espectador, que se transporta a los tiempos del santo furor donde se beatificaba el sufrimiento y se tenia sed de suplicio, y bendi­ce al cielo por haberlo hecho nacer en un siglo menos bárbaro, donde Dios se contenta con homenajes más sencillos y sacrificios menos horribles.

La Merced posee todavía una bella biblioteca donde el afi­cionado podría descubrir tesoros; el coro de la iglesia, compuesto de un centenar de asientos de roble tallado, es uno de los más bellos que se conocen.

El Salto del Agua es la única fuente monumental que posee la ciudad de México, situada fuera de las grandes vías de circu­lación y en el centro de un suburbio. Ahí termina el acueducto que, partiendo de Chapultepec, trae a México las aguas de sus fuentes. Es una construcción oblonga, ornada con una fachada muy mediocre. En el centro, un águila, con las alas desplegadas, sostiene un escudo con las armas de la ciudad. De cada lado, columnas de capiteles corintios soportan dos figuras simbólicas de América y Europa, que acompañan ocho vasijas medio rotas. De acuerdo con los historiadores de la Conquista y con los an­tiguos autores mexicanos, el Salto del Agua y el acueducto que éste termina, remplazaron el viejo acueducto de Moctezuma construido por Netzahualcóyotl, es decir, entre 1427 y 1440. Clavijero nos dice también que dos acueductos traían el agua de Chapultepec a la capital. Se construyó con una mezcla de piedra

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Costumbres 69

y mortero, su altura era de cinco pies y su ancho de dos pasos. Estos acueductos ocupaban una calzada que les estaba exclusiva­mente reservada, traían el agua hasta la ciudad y, de ahí, hasta los palacios imperiales.

Aunque el acueducto fuera doble, el agua se transportaba por uno a la vez, facilitando así la reparación del otro con el fin de que el agua llegara siempre pura. Debe confesarse que los mexi­canos de antaño tenían más prudencia y más cuidado con sus monumentos que los de nuestros días, quienes dejan caer los suyos en ruinas.

Al recorrer los alrededores de México, encontramos en Po- potlán, a dos leguas aproximadamente de la ciudad, el recuerdo más poético de la Conquista. Fue a la sombra de un viejo ahuehuete que Cortés vino a descansar sus miembros adoloridos y llorar su terrible derrota del 18 de julio de 1520. El árbol fue llamado desde entonces: Árbol de la Noche Triste.

Recordemos rápidamente las causas de este deplorable acon­tecimiento.

Siendo Moctezuma prisionero de los españoles y queriendo la nobleza mexicana festejar todavía a su rey en cautiverio, ofreció al desdichado monarca un baile en el mismo palacio que le servía de prisión. Alvarado tenía el mando en ausencia de Cortés, pero no quiso permitir la reunión más que bajo la condición de que los mexicanos asistieran sin armas. El palacio se llenó, a la hora fijada, de nobles mexicanos vestidos con sus más ricos atuendos y cubiertos de joyas preciosas. Era un océano de plumas de vivos colores, una riqueza increíble de placas de oro, un amontonamiento prodigioso de perlas, de diamantes y piedras preciosas. Ante el aspecto de tanta riqueza, los españoles se deslumbraron, su terrible codicia se despertó, sus miradas se iluminaron, la sed de oro los embriagó y la seguridad de la impunidad los hizo cometer la más infame traición. De común acuerdo, se precipitaron como tigres sobre la nobleza indefensa y se colmaron hasta el hastío de ma­tanza y de oro.

La nación tembló ante la noticia de este atentado sin nombre, pero el respeto inspirado por el rey prisionero la contuvo todavía. Cortés, además, estaba ausente y se contaba con su justicia y el castigo de los culpables.

Sin embargo, llegaba vencedor de Narváez y su entrada fue triunfal. Cegado por el suceso, Cortés se conformó con algunas

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reprimendas, esperando que el tiempo apaciguaría la indignación popular.

Pero la desesperación y la cólera de los mexicanos llegaron a su paroxismo y la muerte de Moctezuma ya no permitió la esperanza de ningún arreglo. Los arcabuces y ias culebrinas fue­ron impotentes contra la flota siempre renovada de sitiantes de­sesperados. Los españoles, indecisos, debieron pensar en la reti­rada. Cortés mismo perdía en esta circunstancia la presencia de espíritu que jamás lo había abandonado. Ante la enormidad del peligro, su ánimo se bambolea: huye, creyendo disfrazar su re­tirada con el favor de una noche lluviosa.

La tropa española, seguida de los tlaxcaltecas, sus aliados, abandonó entonces la ciudad, testigo de grandes triunfos. Cada soldado, cargado de oro, seguía penosamente el camino oscuro; ningún peligro aparente detenía su marcha, la ciudad estaba si­lenciosa. Algunas horas más y estarían salvados. Pero en el momento de franquear los puentes de la calle de Tlacopan, miles de guerreros surgieron de todos lados. Fue una batalla horrible, una mezcla espantosa de gritos de dolor y de alaridos de rabia' un combate sin nombre donde la élite de la tropa española pereció sin gloria en tas aguas lodosas de los canales y bajo el hacha despiadada de los mexicanos. Cortés, Ordaz, Alvarado, Olid y Sandoval escapan con trabajo, seguidos por un puñado de los suyos. Huyen y se alejan desesperados, sin atreverse a recordar esta noche sangrienta.

Así llegaron hasta Popotlán donde Cortés, llorando, dicen, vino a tenderse bajo los viejos ahuehuetes.

Oh, Cortés —exclama uno de nuestros compatriotas—, Alvarado y todos ustedes, valerosos como Theseo, pero insaciables como Cacus, no merecen estatuas de mármol, sino de arcilla. Lejos de ser los' apóstoles de la civilización, vuestro valor no ha servido más que para el embrutecimiento del pueblo del cual debieron mejorar la suerte iniciándolo en los misterios de un destino superior.

¿Qué queda de vuestras acciones heroicas? Un pueblo despro­visto de su antiguo esplendor, con un cristianismo dudoso, sumién­dose cada día en una abyecta barbarie; algunas páginas gloriosas, pero impuras; una calle con el nombre de Alvarado, un viejo árbol decrépito y solitario que pronto mezclará sus cenizas a las de los desdichados de sus fúnebres recuerdos.

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Es a nuestro sabio amigo, Jules Laverriére, a quien el viajero del valle de México debe el descubrimiento de las ruinas de Tlalma- nalco y algunos informes sobre su origen. Además, nadie cono­ce mejor que él la meseta y nadie es capaz de describirla mejor. A legua y media de Chalco, en dirección a los volcanes, el turista sube una pequeña ladera, pasa delante de la magnifica hilande­ría de Miraflores y se encuentra, algunas millas más lejos, de­lante del pueblo medio ruinoso de Tlalmanalco. En medio de su cementerio, se levantan las soberbias arcadas cuya creación re­monta a los primeros tiempos de la Conquista. Estas ruinas, según Laverriére, son los restos de un convento de franciscanos, cuyos trabajos quedaron inconclusos.*

La arquitectura de estas arcadas resulta en verdad extraor­dinaria y la forma de las columnas, los capiteles y las esculturas, tiene algo de morisco, de gótico y de renacentista. La creación es toda española y transporta a la imaginación desde la catedral de Burgos hasta la Alhambra. La ornamentación lleva un sello mexicano, rico, caprichoso, fantástico y medio simbólico.

Pero si el diseño es español, la ejecución es por completo mexicana y el conjunto de ia obra posee la huella de las dos civilizaciones. Las ruinas de Tlalmanalco son únicas en su género en México y no se encuentra, en ninguna parte, nada que se les pueda comparar.

Sólo le falta al viajero, para conocer mejor el valle, hacer una excursión a San Agustín, a Tacubaya y a Nuestra Señora de Guadalupe. San Agustín es un pueblo bastante bonito a cuatro leguas al sur de la ciudad de México. Toda su celebridad le viene del juego que, en la fiesta patronal, atrae a los mexicanos y extranjeros que vienen a probar fortuna. Hay que haber asistido, al menos una vez en la vida, a esta reunión extraordinaria donde la dignidad más exquisita preside la sentencia de la ciega diosa.

En una sala inmensa, se extiende un vasto tapete verde que desaparece sobre los montones de oro. Se juega al monte. El banquero sólo tiene la oportunidad razonable y las probabilidades están bien distribuidas, al contrario de los juegos de Hamburgo, que son una verdadera estafa.

* La construcción del convento de Tlalmanalco se ñja entre 1585 y 1591, fecha que aparece en las dos puertas del templo. Su gran capilla abierta nunca fue concluida. [N. del t.l

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Las sumas en juego son considerables, la apuesta sin limite.Se puede, en principio, si se tienen los medios, apostar el total

de la banca sobre la mesa, es decir, de 400 a 500 000 francos. Esto se i lama tapar el monte.

Entremos, la sala está llena; sólo el oro es admitido. Las cartas van y vienen. Perdedores o ganadores cobran o reapuestan sin que un gesto o una palabra fuera de lugar venga a interrumpir la partida. En medio de esta asamblea donde se desarrollan a cada instante las peripecias de la más terrible de las pasiones humanas, se oiría volar una mosca; el silencio es absoluto. ¡Cuántos, sin embargo, se alejan desesperados!

Se habla de un sacerdote rico que algunas veces llega acom­pañado por un sirviente portador de una talega de oro (85 000 francos). Se detiene, mira un instante las jugadas, combina, ob­serva, calcula y, decidiéndose por una carta que le gusta, deposita como apuesta la suma entera.

El croupier llama, el sacerdote escucha sin emoción aparente, gana o pierde con la misma calma, enciende tranquilamente un cigarrillo y se retira.

Las fiestas de Tacubaya no cuentan con la misma celebridad; ahí se juega como en todos lados en México, pero su maravilla es la propiedad de don Manuel Escandón: residencia deliciosa, rodeada de agua, salpicada de lagos y de cascadas y que contiene todas las flores del globo. Un horticultor emérito dirige el man­tenimiento y rendimos homenaje a la urbanidad encantadora de) propietario de la villa y de su sobrino, don Pepe Amor, que hacen los honores con tanta gracia.

Guadalupe es un pueblo a dos leguas al norte de la ciudad de México. Un ferrocarril nos lleva en algunos minutos. Cons­tituye el gran peregrinaje de México y la iglesia se encuentra sobre el Tepeyac, lugar donde Tonantzin, la madre de los dioses mexi­canos, respiraba los vapores del copal y donde corría la sangre de las víctimas humanas. La Virgen posee aquí una capilla privi­legiada donde los milagros se suceden sin cesar. Colocada en la cima de una punta de roca ligada a la cadena principal que hace un promontorio en la planicie, la capilla domina la ciudad de México y permite al viajero recorrer con la vista todo el panorama del valle.

Al pie de la roca, una fuente maravillosa, cubierta por una cúpula magnífica, prodiga por medio de una modesta suma las

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Costumbres

virtudes curativas de sus aguas sagradas a todos los enfermos del globo.

Cada día, el indio crédulo viene a renovar su provisión ago­tada, a recitar humildes plegarias a los pies de !a Virgen y regresa satisfecho de haber podido contemplar un instante la imagen divina Los días de fiesta, acude una masa enorme de población venida de todos los puntos de México; todos los trajes se reúnen, todos los tipos se confunden, por todas partes se oyen gritos de alegría y tañidos de campanas. Los comerciantes de todas clases extienden a los ojos del paseante fratás de todos los climas y la india fabrica tortillas y grandes galletas con manteca rancia, bl pulque corre a chorros. Nos retiramos cansados de este ruido, con la cabeza atiborrada de estos perfumes y regresamos con una vaga reminiscencia de la fiesta de los jamones de París.

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I

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IV. ANÉCDOTAS Y REFLEXIONES

Puede parecer curioso, en los tiempos que corren, trazar algunos bosquejos mexicanos y contar algunas anécdotas que ponen al lector al corriente de costumbres que desconoce.

Mi dibujo, al escribir estas líneas, no tiene como meta des­cribir la política actual o retrospectiva porque, a pesar de mi deseo de ser justo en mis apreciaciones, podría suceder que mis simpa­tías se inclinaran de un lado u otro, cosa que al lector le daría igual, seguramente.

No, hablaré de uno y otro tejiendo algunas veces los nombres y, tan independientemente hacia el partido de la Iglesia — al que respeto— como hacia el partido liberal, al que hoy se censura. De ambos lados, los hombres valen; son mexicanos. En cuanto a los principios, es cuestión de apreciación.

No diré más que lo que he visto y esto es suficiente, supongo; porque, en México, lo posible no siempre es verídico y los “dicen” podrían acarrearme contradicciones.

Dejo dormir al pasado. Me es duro, sin embargo, no poder hacer prueba de erudición sobre la Conquista, los virreyes, la Independencia... sobre el emperador Iturbide —quien fue fusilado como un perro— y Santa Anna —quien goza tranquilamente de sus rentas.

Llego a Comonfort que, como todos saben, se retiró tranquila­mente a Veracruz hace cinco años, perseguido por su amigo Zuloa- ga; Osollo — un encantador muchacho— y el joven Miramón, quien

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h°y Viaja por placer. En esta cpoca, yo llegaba precisamente a la ciudad de México y tuve apenas tiempo de procurarme un albergue, cuando vi a algunos léperos amontonando piedras en la calle.

Había en esto una intención de barricada que me intrigó e, informándome enseguida, supe con asombro que estábamos en revolución. No lo sospechaba en absoluto.

En efecto, la Ciudadela se había pronunciado; ésta ocupaba el convento de Santo Domingo y el de San Agustín; algunas guerrillas, además, llegaban a todo vapor.

Comonfort ocupaba el Palacio, la Catedral y San Francisco.He dicho, en el capítulo precedente, lo que es un pronuncia­

miento; es una broma de mal gusto que, desgraciadamente, en México se renueva demasiado a menudo. Estos señores se divier­ten, es asunto suyo; pero los extranjeros sufren y sus intereses resultan cruelmente comprometidos.

En fin, cada uno hizo sus barricadas, frente a frente, a corta distancia unos de otros, sin molestarse más que si se hubiera tratado de la presa de un rio o de la pavimentación de una calle- deteniéndose, tomando aliento, levantando un adoquín o lanzán­dose una injuria — algo enorme que yo no podría repetir— porque sus insultos son muy obscenos. En cuanto a los rifles, durante dos días no se vieron y las balas no se oyeron silbar hasta que, ter­minadas las barricadas, todos se encontraban al abrigo.

Como se ve, esto podría llamarse guerra de aficionados._, De los nuevos principios proclamados por Zuloaga y compa­ñía, me dispensaré de hablar; nunca he podido comprender nada de los planes (porque a esto se llama un plan) de tales señores.

Los he visto subir al poder, bajar y volver a subir, menos rá­pidos en ía bajada que en la subida, en la cual e! único y verdade­ro plan consiste en enriquecerse; y es bueno, seguramente, porque no volverían a empezar tan seguido.

En suma, y de buena gana, me di cuenta de una cosa: que el clero y el ejército querían conservar el privilegio de ser juzgados por sus pares (esto se llama fueros), y que una parte inteligente de la nación no escuchaba con esta oreja.

Es quizá mala voluntad de su parte, obstinación o desacuerdo con sus intereses. Recuerdo sin embargo que en Francia, antes se reclamaba contra esta manera de actuar. Además, el clero desea conservar sus bienes; posee cerca de las dos terceras partes de México. Se las dieron, ¿no es justo que las conserve?

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Anécdotas y rcilfN'ioíícs

He ahí otra guerra; y desde hace casi cuarenta años, uno dice ¡so!, y el otro dice ¡arre! “Yo las conservaré... tú no las conser­varás.” .

Había entonces barricada; una, entre otras, al pie de mi casa.yo estaba en el primer palco. San Agustín tiraba sobre nosotros y cuando digo nosotros, es en sentido figurado, porque hablo de la barricada. Cada uno cumplía con su deber y tiraba, volviendo la cabeza, sobre enemigos ausentes, ya que no se podía distinguir a nadie y yo no veía ni el más pequeño plumaje en el horizonte.

Sin embargo, fui obligado a retirarme de mi palco; una bala, después dos, golpearon la ménsula de la ventana, otra entró al apartamiento. Comprendí que era a mí a quien se dirigían estas bromas. Me retiré. Éste es el lado amable de semejante guerra, se matan raramente entre ellos, pero el transeúnte o el extranjero corren el riesgo de atrapar una bala perdida.

Fue así como, por primera vez, vi al presidente Comonfort; inspeccionaba las barricadas pagando con su persona y animando a ios suyos. A pesar de todo, el entusiasmo decaía visiblemente, porque la paga se volvía cada vez más rara y la victoria viene conel último escudo. , . , ,

Comonfort es un hombre gordo tirando a la obesidad, pero lleno de corazón y muy clemente, según dicen. Quienes lo expul­saron, todos, le debían algún favor.

Los partidos estaban presentes desde hacía ocho días; esto se volvía molesto y amenazaba prolongarse todavía. De todas for­mas, nos tomábamos nuestro tiempo y descansábamos de tantas fatigas. Todos los días, de ocho a once de la mañana, había tregua. Entonces se hacían visitas de uno y otro lado, un apretón de manos por aquí, una injuria por allá y, mientras tanto, los cocineros hacían sus provisiones, de manera que nadie sufría por el hambre, lo que demuestra mucha caridad por ambas partes.

Además, cada partido se dirigía carteles y desafios. Uno de ellos, no sé cual, propuso al otro una batalla a campo abierto. ¿No les parece ver a dos campeones prudentes medirse con turor exclamando; “Salgamos, señor, salgamos”, y que no se atreven a salir? Ésa fue mi impresión, porque ni el uno ni el otro quiso salir, encontrándose muy bien donde estaban hasta que, ya lo he mencionado, los partisanos de Comonfort, como no tenían un centavo, se pasaron al partido enemigo que sí tenía dinero.

Entonces Comonfort se retiró sin inquietud. Estos señores

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ocuparon el Palacio; había una multitud. Las campanas repicaban a todo vuelo y esc fue en verdad un hernioso día para nosotros que, desde hacía tres semanas, no podíamos salir de nuestro alojamiento. La gente se abrazaba en la plaza del Palacio; había gutos de triunfo y hurtas, ¡Viva Miranión! ¡Viva Zuloaga! Des­pués, las reverencias de esos días, los juramentos y las protestas toda la comedia del acontecimiento. Como había muchos monjes en la plaza y los grandes sombreros basiiios se agitaban con entusiasmo, comprendí que el clero había ganado algo y me alegré muchísimo.

Por todos lados había proclamas sobre proclamas. Ya había yo leído las otras y leí éstas; siempre la misma historia: anarquis­tas, ladrones, incendiarios, etcétera; son las dulzuras que cada par­tido dirige al anterior y, francamente, el corazón se inclina hacia ambos, porque los dos roban con impunidad.

Las calles de México, durante esos dias de fiesta, ofrecían un espectáculo en verdad singular. La muchedumbre se componía sobre todo de léperos, todos más o menos cargados de piezas de algodón o de indiana ganadas en su celo por el restablecimiento de la circulación. Hay que agregar que algunas barricadas habían sido hechas con líos de telas y que éstos eran ajenos y no costaban nada a la nación.

Entre la muchedumbre, había gran número de monjes y pa- dres-Cada uu0 de eIIos gozaba de una fisonomía muy particular.

El padre de La Merced es sombrío de costumbre; lleva en sí atgo de la desolación de su convenio y se ocupa de las ciencias Raramente se le ve dirigir la mirada a los transeúntes.

El agustino tiene algo de desgano en su forma de caminar y algo de guerrero en su actitud. Esto no es sorprendente1 ha visto tantos pronunciamientos, sus claustros han servido con tanta fre­cuencia de trincheras y sus campanarios de fortalezas, que e! soldado ha dejado algo en él.

El dominico echa de menos la Inquisición, pero comparado con el franciscano, es la perla de los monjes, es todo amor. Muchas veces lo he visto perseguir a las muchachas en las calles; indi­ferente a la edad, al tipo, a la cuna, tiene para todas ellas tantas sonrisas como bendiciones.

Algunas damas, sin embargo, no aceptan como pan bendito las proposiciones de los monjes y puedo hablar de una encanta­dora francesa que escapó con trabajo a la obsesión de uno de ellos.

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Anécdotas y reflexiones -<■>

El loco, porque hay que estar verdaderamente loco, no se intimi­daba ante la indignación de nuestra compatriota; seguía sonrién­dole a pesar de sus gestos de horror y, creyendo mejorar las co­sas o recordando quizás el “usted me dirá lo mismo de una mujer célebre, sacó de su bolsa un puñado de monedas; nueva galantería que forzó a la dama en cuestión a refugiarse en mi casa.El inquebrantable en su perseverancia y sabiendo del cielo que tocando a la puerta ésta se abre, se plantó frente a mi casa y espero.

__Ahí está — me decía esta pobre mujer mostrándome a superseguidor— . ¡Ahí está el monstruo! — exclamaba con indig­nación. . . . . . . . . . .

Él, basándose en los principios de la candad cristiana, devol­vía beso por injuria. , , , . ,

“Pero no es suficiente cantar victoria, nada esta hecho si queda algo por hacer.” Se conoce el dicho y se usa mucho y Miramón, que se esforzaba en imitar al inmortal general del ejército de Italia (Bonaparte), lo repetía más tarde en sus declaraciones. Es asicomo se abusa de las cosas más bellas.

Una vez organizado el poder, es decir, Zuloaga nombrado presidente, los facciosos de la víspera persiguieron a los rebeldes del día siguiente. Estos cambios son de todos los siglos, de todos los países y no dañan a nadie. Osollo fue entonces nombiado «eneral en jefe de la expedición y partió. Era un encantador muchacho que daba a todos grandes esperanzas; una victoria lo volvió célebre, pero luego fue olvidado. ¡Qué extraña es la fama. Tenía alma generosa, educación francesa, ideas liberales. Algunas palabras imprudentes lo traicionaron y una enfermedad se lo lle­vó en pocos días. Miramón lo sucedió. Quizá ya hayan oído pro­nunciar este nombre; diremos algo sobre él más tarde, que tengo prisa por llegar a Zuloaga.

No puedo hablar más que con respeto de un personaje tan alto, no siendo el presidente un hombre ordinario y éste mucho menos que otro. Zuloaga fue croupier de juego en un establecimiento de monte, después, general; aquí tengo algunas dudas: no se si fue primero general y después croupier, el caso es incierto. Llegado a la Presidencia, alcanzó poco éxito y su paso sólo tuvo de so­bresaliente dos aventuras que se creerán difícilmente y, sin em­bargo, son perfectamente ciertas.

Se celebraba la fiesta de Independencia y Zuloaga presidia una asamblea de diputados y de funcionarios públicos en la Ala-

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Ciudades y ruinas americanas80

meda; se hablaba de los dias inmortales, de héroes de la Indepen­dencia como Hidalgo, Morelos, Iturbide... Hermosos discursos y vanas palabras. De pronto, un desconocido se aproximó sostenien­do en las manos un juego de naipes sucios que lanzó al rostro del presidente. La ceremonia, es comprensible, fue interrumpida. To­dos se precipitaron alrededor del primer funcionario del Estado, pero éste, como hombre que sabe vivir y que conoce las cartas y sabe todo lo que se puede esperar de sus extraños caprichos, se limpió la cara con la calma de un alma grande y la sesión con­tinuó.

Tiempo después, cuando Miramón fue su presidente sustituto adjunto, Zuloaga lo siguió en campaña y estuvo “escamoteado" durante seis meses. ¿Escamoteado?, dirán, un presidente escamo­teado, ¡eso no se ha visto nunca! Pero es verdad, en México esto se ha visto, esto se ha hecho y, lo más extraordinario, nadie prestó atención en lo absoluto al asunto. Quince días después de la desaparición de la víctima, dos oficiales entregaron, a su esposa enlutada, uno su espada, el otro sus pistolas; igual que en JVlalbrough, pero hasta aquí la comparación. Se le creía muerto. Seis meses más tarde, Zuloaga reapareció, pero el país fue lo suficientemente ingrato como para no celebrar este gran día. ¡Ser presidente por tan poco! Miramón, quien lo sucedió, es un mu­chacho de treinta y dos a treinta y cuatro años, valiente, no hay duda, pero, dicen, de escasos recursos. Empujado por una mujer ambiciosa — con mucho ingenio y pretenciosa, además— hizo su camino rápidamente, pues en dieciocho meses llegó, de capitán, a presidente.

No conozco a la señora más que indirectamente, pero puedo relatar respecto a ella una anécdota que podrá ilustrar mejor que nada las extrañas costumbres de este país. Obtuve ¡os datos de primera mano, de la señora X.

La señora X. tiene, en la entrada de México, un encantador cabaret, con juegos de bolas. Se cena perfectamente ahí; además, ella es educada y amable. Tuvo por comadre a la señora Miramón, quien en ese entonces no era más que la señorita Concha de Lombardo, sin pensar ni remotamente que un día se vería sentada en la silla presidencial de México. Miramón ya no es presidente, ni ella la primera dama.

Mi historia se remonta a la época de su paso por el poder: como buena princesa que era, como encantadora mujer que siem­

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pre fue, la señora Miramón acababa de visitar a su buena amiga, la señora X.

Ésta, honrada, con gran condescendencia, abandonó a toda prisa cacerolas y sartenes pata entablar con la presidenta largas charlas, donde la política siempre tenía lugar.

--D eberías —decía la señora X. (noten la intimidad)- deberías decirle a tu marido que haga tal o cual cosa, esto nos convendría, y si aquello continúa, perderá nuestras simpatías. Las imposiciones forzadas nos ahogan, trata entonces de arreglar eso.

Y agregaba la señora X.:— Y dime, ¿qué harás cuando tu marido ya no sea presidente?

Porque algún día tendrá que dejar el lugar a algún otro.— ¡Ah! — respondía ingenuamente la presidenta— . Iré a París

y a Londres a ver a la emperatriz y a la reina.Y la interesante conversación rodaba de la cocina a la política,

para regresar a los trapos.El señor Gavarni podría introducir la anécdota en su Histoire

de politiquer.La biografía de Miramón no carece de trazos igualmente

cómicos. Mientras era presidente sustituto y, de hecho, jefe de la república, libraba luchas a patadas o boxeaba con obreros fran­ceses que cantaban la Marsellcsa en un cabaret a la entrada de la ciudad de México. ¡Imaginen al presidente regresando al Palacio con un ojo morado! Tiempo después — no se ha olvidado— un poco antes de su caída, Miramón forzó en pleno día la caja fuerte del consulado de Inglaterra para llevarse tres millones; yo esta­ba presente, había una multitud, murmullos de indignación, pero eso fue todo; Inglaterra no hizo más que protestar y, sin duda, Miramón se pasea en nuestras avenidas. ¡Eso es lo más triste!

Esto que acabo de contar sobre los mexicanos y las anécdotas que van a seguir, no tienen por objeto despreciar a un pueblo de! cual he recibido vivas muestras de simpatía: está lejos de mí cubrir de ridículo naturalezas buenas en el fondo, pero deplorablemen­te pervertidas.

El mexicano tiene, para todas sus debilidades, para todos sus crímenes, una excusa: la falta de educación y la falta absoluta de organización social. Pero, remontándonos a la Edad Media, a los tiempos de nuestras güeñas religiosas y hasta el reinado de Luis XV, encontraríamos en nuestro país más miseria y violencia de toda clase. Es la historia de los dos peños de Licurgo.

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(, iudíuks y ruinas americanas

En México, uno no puede asombrarse más que de una cosa y esto es que, en ei estado en que se encuentra la república, no haya más robos y más asesinatos. Quiten a París su guardia de policía, a Francia su gendarmería y entonces verán lo que pasa.

- A pesar de lo que se diga, nuestra naturaleza es más violenta que la de los pueblos que habitan los países calientes. En México, no existe el suicidio por amor, jamás se me citó algún ejemplo; el hombre de negocios resiste estoicamente a la desesperación que puede traer una quiebra y ci suicidio de éste resulta todavía más raro que el de un enamorado. El duelo, que presenta a la muerte como un inglés presenta a un amigo, es decir, con la fría ama­bilidad de un hombre bien educado, tampoco existe. La riña, he aquí su elemento: el puñal entra en acción y uno de los comba­tientes sucumbe, muere, sin siquiera darse cuenta de ello.

¿Será que el sentimiento del honor se halla menos desarro­llado en ellos? Si están más apegados a la vida, es quizá porque la suya es más dulce que la nuestra; quizá todavía representa una forma de educación. Los romanos se injuriaban como carretilleros y nunca llegaban a darse de golpes.

Lo que se cuenta de las guerras incesantes de los mexicanos, de su sangre fría en la venganza, de su crueldad en las ejecuciones sumarias, sólo puede traer el error sobre el juicio que merece la nación.

Las pasiones y los odios que nacen de las discordias civiles cubren instintos mejores. El castigo más legítimo llega raramente a ser ejecutado si no es prontamente aplicado. Esto se atestigua todos los días entre los virajes repentinos de la política local.

Si, a través de los gritos de “muerte al traidor”, el hombre envuelto en la tormenta escapa un momento a los arrebatos del triunfo, su vida está asegurada.

Esto prueba, en suma, que al mexicano le falta energía. Ama demasiado la paz y es poT esto que siempre está en guerra. Una veintena de hombres turbulentos trastornan el imperio: la ley de Lynch y alguna ejecuciones rápidas reducirían a todos estos vagabundos y los lobos feroces se volvería apacibles corderos.

Esta extraña apatía para dejar hacer y sufrir, les atrajo de un periodista francés el apostrofe siguiente, sin falta de elocuencia y que los mexicanos jamás le perdonaron.

No era atole — les decía— lo que corría por las venas de la Constitución.”

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Anécdotas y reflexiones S.t

Cualquiera que sea la ferocidad que hayamos visto reinar en los tres últimos años de lucha, no hagamos recaer sobre los ins­tintos nacionales las escenas desoladoras de las cuales México ha sido escenario. Esto sería más injusto todavía que inscribir en la cuenta de la moralidad de la gente de bien los monstruosos horrores de nuestras malas épocas y darlos por tipo de carácter social en Francia.

El ladrón, en México, no puede ser considerado desde el mismo punto de vista que en nuestro país: no es un desalmado, es un hombre como los demas... en México. Cierto me decía un amigo— no me ocasiona ningún placer el apropiarme del bien ajeno, pero a menudo envidio la suerte del ladrón: es el rey de la situación; por poco empeño y habilidad que ponga en la explota­ción de su arte, aparece por todos lados vanagloriado, colmado de elogios y, tanto los salones como las callejuelas de mala fama, aplauden sus hechos ingeniosos.”

Al mexicano le gusta contar las aventuras donde ha figurado como víctima, pero no se queja de esto; los grandes acontecimien­tos le interesan, los pequeños accidentes le divierten. Yo vi en las calles de la ciudad de México a gente bien e d u c a d a -señalar con el dedo, muriéndose de risa, a un aprendiz de carterista que es­camoteaba, a veinte pasos de su círculo, el pañuelo de un paseante a quien iban enseguida a preguntarle, burlándose, sobre su bolsillo desierto.

Los ladrones de mérito son bien conocidos. Se les encuentra a veces en la calle, se les saluda afectuosamente y algunos se apresuran a estrecharle la mano. En las circunstancias graves, los jueces encuentran difícilmente testimonios para condenai a un culpable. Nadie ve nunca nada; se teme una querella con el acu­sado al verse libre, o con sus amigos. Se le deja robar ante el miedo de hacerse de un enemigo.

En México, el juego, como el robo, forma parte de las cos­tumbres. Las casas de monte las poseen gente muy honorable que habla con gusto de sus ocupaciones incesantes y que vociferan contra el ocio, madre de todos los vicios. En las grandes fiestas de garitos, en San Ángel por ejemplo, se encuentran familias completas, desde los abuelos hasta los nietos, que se animan mutuamente para tentar los azares de la suerte y que se encon­trarán siempre con una bolsa abierta para ayudarles a conjurar las desdichas de la fortuna.

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En 1854, un sacristán de San Francisco, bien conocido por su devoción, tuvo la idea siguiente: hizo creer que había ganado el lote de 20 000 pesos en la lotería de La Habana. El ruido se extendió y todos felicitaban al feliz sacristán. Él, mientras tanto, quiso dar gracias al cielo por un servicio tan grande y organizó entonces una ceremonia religiosa de una pompa excepcional. El alto clero estaría presente y el obispo (por medio de un salario) debía dar un sermón sobre la bondad del Señor, que se extendería sobre toda la gente piadosa.

La alta sociedad de la ciudad estaba invitada. Pero para una fiesta de tal circunstancia, el mobiliario de la iglesia no era su­ficiente y el sacristán solicitó, en todas las casas ricas, objetos lujosos de culto particular. Todos se aprestaron a proveerlo de candelabros de oro y de plata maciza, atuendos para la Virgen y el niño Jesús, bordados preciosos, perlas y diamantes: era una suma considerable.

lo d o resultó bien: el sermón de monseñor fue de lo más elocuente y la ceremonia espléndida.

En la noche, para coronar la fiesta, el taimado sacristán des­apareció con todas las riquezas prestadas que jamás pudieron encontrarse. El asunto se tomó como un buen engaño y no se hizo más que reír. A eso se llama tolerancia.

Un sacerdote me contaba que existe en San Hipólito (el hospital de locos de México), una imagen de la Virgen de un carácter muy particular: es bastante fea y casi negra, aproximándose al tipo indio. Las mujeres públicas de la ciudad le tienen gran veneración y vienen todos los días a suplicarle obtener durante la noche una amplia cosecha de amantes. Cuando la casualidad favorece el comercio de estas infelices y se encuentran satisfechas del pro­ducto de sus encantos, acuden a la Virgen para agradecerle sus favores, le ofrecen una parte de sus ganancias y le ruegan que continúe con su todopoderosa protección. He aquí, hacia la In­maculada Concepción, un singular género de devoción.

Durante mi estancia en la ciudad de México, un mexicano o un español se querellaba con un francés. La escena se desarrollaba en un café delante de numerosos testigos. Decidieron batirse en duelo y se citaron al día siguiente a las cinco en la Alameda. Nuestro compatriota esperaba a su adversario que estaba retrasado y desesperaba por verlo llegar. Al momento de partir, éste apa­reció a caballo, seguido por su sirviente y echó pie a tierra y se

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Anécdotas y rdlsMMics <S5

aproximó. Un amplio abrigo lo cubría enteramente, de manera que escondía sus movimientos. Abordó al francés sonriendo y, cuando estuvo a dos pasos del desdichado, que esperaba sus excusas, le disparó con un revólver que tenia bajo el abrigo. El miserable ni siquiera osó mostrar su arma. Una vez el hombre en tierra, el asesino montó tranquilamente en su caballo y desapareció. A esto se llama tener valor.

En tiempo de nuestras revueltas en México, durante la ocu­pación de Veracruz por el almirante Bouditi y la toma de San Juan de Ulúa por el príncipe de Joinville, México se encontraba en una agitación extraordinaria.

Había arrebatos de patriotismo y bravatas insolentes dirigidas hacia nuestros pobres compatriotas. Un día, en el café La Gian Sociedad, tres oficiales, mientras hablaban del ejército trances de ocupación, se acaloraron y las mociones más raras empezaron a sucederse sin cesar:

— A mí —decía uno— , que Santa Anna me dé un regimiento y me encargo de meter a todos esos gabachos en cintura.

__Yo — decía el otro— , iría a dejarlos hasta sus naves.— ¡Caramba! — exclamó el tercero-—. Ustedes no son más que

dos bravucones; yo quisiera tenerlos aquí mismo, hundirles mi espada en el corazón y pasármela humeando sobre los labios.

__Tú — le dijo un francés bien conocido por sus aventurasextraordinarias, muerto hace poco— , ¿tú pasarías con delicia sobre tus labios una espada teñida de sangre francesa? Toma, esto es lo que te pasarás.

Y, uniendo el gesto a la palabra, encerró dos veces su nariz entre los dedos. El mexicano, estupefacto, se quedó con el insulto.A esto se llama fanfarronería.

A propósito de oficiales, está comprobado que en México, por un ejército de treinta o cuarenta mil soldados, el número de generales seria suficiente parados millones de hombres. En cuanto al estado mayor, coroneles, tenientes coroneles, etcétera, la cifra parecería improbable. La fortuna de todos estos advenedizos es además singular; por algunos jefes salidos de la Escuela Militar de Chapultepec, la estadística, si tuviera lugar, proveería una cantidad prodigiosa de oficiales superiores salidos de las clases más bajas, de los cuales algunos no saben escribir y la mayoría debe sus méritos a acciones poco caballerosas ocurridas en las grandes carreteras de la república. Entre éstos, hay que citar a C.,

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S6 Ciudades y ruinas americanas

antiguo abarrotero de Orizaba, cuyo nombre en México es muy impopular y cuyas exacciones han llegado a ser proverbiales Este hombre pagó, según dicen, 500 000 francos a M. por el derecho de la expedición contra la ciudad liberal de Oaxaca, la cual aban­dono tres meses después dejándola completamente en ruinas También podríamos incluir a Márquez, de quien se ponderan los talentos militares y cuya crueldad, por encima de todo elogio, recibió una deslumbrante consagración en las masacres de Tacubaya.*

Uno cochero, otro sombrerero y otro, antiguo lacayo en la embajada de Guatemala, conquistó en un año su título de general y gobernaba cí valle de México. El más notable de todos, payaso eméríto en un circo de provincia, se encontró, cinco años más tarde, convertido en gobernador de la capital bajo la presidencia de M. Nunca la inconstante fortuna distribuyó tan al azar distin­ción tan inmerecida.

Todos estos hombres a medio sueldo, o sin otra paga que raras gratificaciones, retroceden delante de una violencia para asegurar una existencia precaria (en campaña al menos). Desprovistos de principios, sin otra educación que la recibida en los enfrentamientos de las ciudades, privados de sentido moral, sus expediciones a las provincias recuerdan las razzias de los beduinos o los saqueos de los bucaneros de La Tortuga. Generosos como ladrones, diría Beaumarchais, satisfacen ampliamente ios caprichos de los suyos* con los cofres vacíos, piden a crédito las satisfacciones de una prodigalidad sin pudor, niegan sus deudas con una seguridad impasible muy a menudo justificada por un juez amigo o por testigos sin vergüenza. La audacia, sin embargo, logra"algunas veces confundirlos y la intimidación sabe arrancar de sus manos lo que la sentencia de un juicio no sabría obtener.

Para apoyarme, puedo narrar la anécdota siguiente.El señor M. tenía, desde hacía tiempo, una factura del general

Leonardo Márquez (1820-1913), militar que empieza su carrera como cadete en !? C°rIÍP‘lnl“ Permanc“ tó de caballei ia dc Lampazos, en la frontera norte. Al atacar Santos Degollado la capual de la república, mientras el general Miramón asediaba la plaza de Veracmz ocupada por don Benito Juárez. Márquez se desprende de Guadalajara con su ejercito (era gobernador y comandante mil,lar del estado de Jalisco) y gana la batalla ríe Tacubaya el 11 de abnl de 1859. Entre los numerosos prisioneros liberales que fueron íusdados por el destoa el poeta Juan Díaz Covarrobias. También se le imputaron a Márquez, llamado desde entonces el Tigre de Tacubaya, las muertes de don Melchor Ocampo y de don Leandro Valle. [N. del (.]

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Anécdotas y reflexiones

Valencia. Gestiones, visitas, citatorios, todo era en vano. Su excelencia invisible se rehusaba a pagar. Su palacio, sin embargo, resonaba de alegres ruidos de fiesta: bailes y cenas se sucedían sin cesar, pero su excelencia no pagaba. El señor M., en el límite de su paciencia, penetró una noche ert la sala de baile sin invi­tación, armado con su terrible factura. Había un gran gentío, jugaban, bailaban, y el general hacía con grandeza los honores de su casa. Al ver al señor M., su rostro perdió la serenidad pero, bien dispuesto a no permitir que se notara la sorpresa que le causaba la repentina aparición de su acreedor, o por temor a un escándalo, se apresuró a recibir a su nuevo invitado.

— ¡Ah, hijo mío! ¡Qué honor! ¡No esperaba semejante fortuna!Después, llamando a su sirviente:

— ¡Hey, Pablo! — exclamó— . ¡Trae champaña!—General —responde el señor M.— , no estoy aquí para

bailar, sino para exigir el monto de mi factura. Veinte veces en Palacio y en su casa me han cerrado la puerta en las narices; ha sido usted hasta hoy insolvente e imposible de encontrar a la vez. Necesito mi dinero.

El general palideció horriblemente y lo amenazo en voz baja con echarlo por la ventana. Pero como el acreedor levantaba la voz, le pidió cortcsmente que pasara a su despacho y, cerrando la puerta con llave, exclamó:

-—Ahora estamos solos — le dijo con una voz terrible. Mez­clando a sus amenazas horribles insultos, tomó un bastón. Se hubiera creído que el último día del señor M. había llegado, pero éste, sin el menor desconcierto, se aproximó con un aire resucito y, tomando a su excelencia por el cuello, le dijo:

— Baje ese bastón y, sobre todo, pague o lo estrangulo comoa un pollo. , ,

El general bajó el bastón y en el tono mas natural y masamigable, contestó: ,

— ¡Vamos, cabezadura! Nada de escándalo, aquí esta tu dinero.Y, buscando en un cajón, pagó el total en oro al acreedor casi

asombrado de su éxito.Desde entonces, fueron siempre amigos y el general, o pagaba

de contado, o hacía sus fechorías en otro lado.La composición de las cortes de justicia es tan notable como

la del ejército y no sé si el epíteto de venal sea suficiente para caracterizar las maniobras de ciertos jueces.

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s<s Ciudades y ruinas americanas

La anécdota siguiente puede dar una idea. Yo mismo fui testigo de los hechos y puedo hablar de visu. Uno de mis amigos se encontraba en proceso con un abogado de la más deplorable reputación. Se trataba de una suma reclamada por este último, que mi amigo pretendía no deber. Sus antecedentes hablaban en su favor; era la primera vez que se encontraba en discusión por un asunto semejante y el abogado era bien conocido, tanto por sus chantajes comprobados, como por una conducta de las más comprometedoras. Una simple información debería aclarar el veredicto del tribunal.

F.l día del juicio, y en presencia del juez, X. declaró bajo jura­mento no deber nada, explicó el origen del debate y propuso citar a tres testigos en apoyo a su declaración. El adversario afirma­ba y juraba igualmente, pero no podía ofrecer más que su afir­mación personal. El asunto se pospuso parada semana siguiente.X. se fue tranquilo; sus testigos eran conocidos, honorables y la causa parecía ganada. Durante e! intervalo, recibió la visita del juez en persona quien, con todo arte, comercio y teatro, supo dies­tramente llegar al objeto del proceso.

--A m igo le decía— , conocemos a su adversario; no es la primera vez, así que sus testigos son inútiles.

El juez se extendió entonces en epítetos vigorosos sobre la conducta del abogado y partió, cubriendo a X. de alabanzas metafóricas.

—Adiós — dijo retirándose envíe simplemente a su abo- gado para oír el pronunciamiento del juicio.

Ocho días después, mi confiado amigo estaba condenado a pagar la suma en cuestión, más los gastos. Toda reflexión aquí seria superflua; los dos bribones se habían repartido la ganancia.

Viviendo en medio de esta población mexicana, tan apasio­nada por las fiestas y el juego, tan atada a sus viejas supersticiones y a sus viejas costumbres, tan fatalmente ignorante y pretenciosa, tan voluptuosamente enemiga de un trabajo o de un yugo cual­quiera, sin administración, sin policía, sin leyes, le pasan a tino extrañas ideas por la cabeza sobre la suerte reservada a esta inmensa república.

Cuarenta años de luchas, de guerras civiles y de devastaciones espantosas, no han podido agotar la fuente de sus riquezas. Al­gunos meses de suspensión Ic dan un nuevo vigor y todo parece revivir en el momento en que todo debe sucumbir.

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Anécdotas y reflexiones XV

Hs una bella presa para quien sepa tomarla. Pero ya no es­tamos en los siglos de las conquistas, en vano se dirige al Viejo

-Mundo una mirada interrogadora. El mismo mexicano no sabría a qué potencia dirigirse para fundar, en su patria devastada, un orden regular y las instituciones que le faltan. Aborrece al español cuya tiranía está siempre presente; ama al francés y respeta al inelés. En cuanto al norteamericano, le tiene un terror indefinible: parece que adivina en él al futuro invasor de su patria, al dominadorde su raza. ,

Todo hacía presagiar este resultado y, aunque el numero de norteamericanos sea muy reducido en sus provincias, México, sin embargo, encerrado en los vastos brazos de la Unión, sufría el irresistible ascendente.

Al norte, California, en su increíble prosperidad, amenazaba ya sus fronteras y codiciaba Sonora. Al noreste y al este. Nuevo México y Texas, cedidos por Santa Anna, habían dejado hasta en el centro la influencia de la civilización yanqui y, Mmatitlán al sur, no era más que una colonia norteamericana.

’ a Francia le estaba reservado sacudir a México de su embo­tamiento. Pero, para arrancarlo de la pendiente fatal que lo anas- traba hacia Norteamérica, hicieron falta circunstancias extraordi­narias: el cataclismo de un gran pueblo y el genio de un gianprincipe. .

La escisión de Estados Unidos lanza por un tiempo a México bajo la influencia europea, y la expedición actual asegura a Francia una preponderancia sin disputa sobre la región más rica del globo.

En su origen, la expedición aliada, dirigida con la simple meta de reclamar una deuda, se comprometió en una empresa imprac­ticable que no podía más que chocar contra la impotencia de un deudor insolvente. México, en el estado a que lo ha reducido la guerra civil, privado de recursos y a pesar de la mejor voluntad del mundo, no hubiera podido reembolsar el menor pagaré y el embargo de sus aduanas sólo podia precipitarlo a nuevos desór­denes. Pero parece que la Providencia abre a este país una nuevaperspectiva. ,

Hoy, México sólo puede aplaudir el éxito y el desarrollo aela expedición francesa. Liberal, Francia sólo puede imponerle un régimen liberal y los clamores de los partidos no se opondrán ala clarividencia del emperador.

Sólo Norteamérica protestará. Pero, abatida ya por la espan­

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tosa guerra que la devora, reducida a la impotencia por el reco­nocimiento probable del sur, sólo podrá asistir, celosa, al rena­cimiento del magnífico imperio que se le escapa.

Dueña de las grandes ciudades de la república, Veracruz, Puebla, México, Querétaro, etcétera, Francia verá a M éxico— re­construido por sus cuidados y su influencia, enriquecido de vías férreas y quintuplicadas en algunos meses sus inmensas rique­zas— asegurar a nuestras manufacturas el mercado de sus pro­ductos, verter entre nuestras manos los tesoros metálicos de los cuales rebosa y lanzarse al porvenir hacia una prosperidad que jamás ha soñado. Como compensación, ¿no está permitido pensar que el Istmo de Tehuantcpec debe pertenecemos algún día? ¿No sería una admirable posesión que pondría entre nuestras manos la gran via de tránsito del Golfo al Pacífico? Magnífica pareja de la vasta empresa del Istmo de Suez.

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V. TEHUACÁN

Salida a Mitla.—Estado de los caminos. —Tehuacán.—Aventuras de Pedro. La Venta Salada. -Molesto encuentro. -TeotitLón del Valle.—La fonda.—Una no­che en el bosque.—Tecomabaca.—El jaguar y el torrente. Quiotepec.—El Güero López y su grupo.—Cuicatlán.--Don Dominguillo.—El caballo robado.— El valle de Oaxaca.

Algunos meses de estancia en la ciudad de México me habían dado de la lengua española una costumbre suficiente para peí mi- tirme afrontar sin temor los problemas de una expedición lejana. La estación de lluvias llegaba a su fin; partí en los últimos días de septiembre. Llevaba conmigo todo mi equipaje artístico y las escoltas que vigilaban la carretera hasta Puebla me garantizaron un viaje tranquilo. Por lo que concierne al entronque de Tehuacán, no es lo mismo: la región, poblada de ladrones, no está vigila­da; los atentados cotidianos detienen toda circulación. Seguí en­tonces los consejos de amigos prudentes y dejé en manos de los arrieros que hacen el viaje por las montañas lo goi do de mi equi­paje, es decir, tres cajas, reservándome lo indispensable para mis necesidades de algunas semanas. Mis cosas, me aseguraron, debían llegar a Oaxaca veinte días después de mi arribo. Tenía además, en esa ciudad, instrumentos y diversos productos que, en caso ne­cesario, debían permitirme llevar a buen fin los trabajos que me proponía realizar.

Llevaba conmigo mis cajas de cristales y diversos objetos, en total, la carga de una muía. Un amigo mexicano me acompañaba.

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Tenía en Tehuacán dos caballos que me esperaban; estaba enton­ces’ seguro de llegar sin dificultades. Es lo que vamos a ver.

Por una casualidad singular, la diligencia de Puebla a Tehuacán no lúe detenida. Se explicaba este fenómeno por el fin trágico de dos ladrones imprudentes que, la víspera, habían cometido la torpeza de atacar a un fuerte grupo de arrieros. Éstos se habían defendido de los compadres, quienes se llevaron una profunda sorpresa y quedaron tendidos en el lugar.

Al llegar a Tehuacán, mi primera visita fue para nuestras monturas. Dos meses de reposo debían haberles procurado un engordamiento respetable y dado nuevas fuerzas para un viaje de larga duración. Pero al encontrarlas, experimenté una amarga desilusión. Hubieran sido necesarios nada menos que cuarenta días de ayuno para encontrarse las pobres bestias en el estado de escualidez y de desecación a los que habían sido reducidas. Temí por un instante que no pudieran llevarnos.

Hice al bandido que las tenía bajo su cuidado los más vio­lentos reproches sobre su indigna conducta, pero él me tendió, asegurando que las había cuidado bien, una nota de boticario que tuve que pagar.

Después, como la ciudad no contaba con nada interesante que ofrecerme, alquilé una muía, contraté a un sirviente para acom­pañamos y dispuse todo para nuestra partida.

Se volvería trivial hablar de guerra civil; era el estado normal de la república. Así pues, el general que comandaba la plaza de Tehuacán, concibiendo alguna duda sobre la moralidad de mi compañero de viaje y tomándolo por un faccioso que iba a reunir­se con los sublevados de Oaxaca, se metió en la cabeza que debía detenemos. Además, el pobre Pedrito (era el nombre de mi amigo) fue detenido e incomunicado. El asunto se produjo en mi ausencia y me apresuré a ver al general. Pedrito no era de ninguna manera un hombre peligroso, lo conocía desde hacía tiempo. Era un par­lanchín como se encuentran tantos, hablaba al azar, mezclaba la política a las ligerezas del lenguaje de un muchacho y a las bufo­nerías de un payaso. Expliqué al comandante de plaza el carácter de mi compañero, le aseguré que estaba equivocado y que con­fundía al Pedrito que tenía entre sus manos con algún otro Pedrito comprometido en ciertas intrigas en México. Su excelencia no creyó en mis alegatos y, ante la persistencia y la vivacidad de mis observaciones, amenazó con detenerme.

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1ehuacáü 9 '

El asunto de Pedro se enconaba, denuncias y enemista­des particulares indisponían a) general. Se hablaba de enviarlo a México.

Pedro, como toda la gente de su nivel, se sentía muy impor­tante por haber tenido relaciones con algunos hombres del gobier­no. No obstante, dirigía a) carcelero las súplicas más tiernas y bajas, por no decir ridiculas. Después, tomándome aparte, me decia de manera trágica y con los ojos llenos de lágrimas:

__Amigo, llevarás a mi padre la noticia de mi muerte, porqueestos bandidos planean asesinarme... dos de ellos serán apostados en el camino y seré fusilado en la sombra, como mártir de mis santas convicciones.

En cuestión de convicciones, Pedro no tenia ninguna, pero, ¡a quién no le gusta hacerse el mártir cuando llega la ocasión! Cuando vi que la detención se prolongaba y que Pedrito adelgaza­ba, escribí a Puebla con orden de telegrafiar a la ciudad de México, a ñn de tener una palabra de recomendación del comandante de plaza para su colega de Tehuacán. Tuve que esperar tres dias por la respuesta. Ya era tiempo, el alma temerosa de Pedro empezaba a perturbarse. Partimos al fin, con ocho dias de retraso.

Tehuacán se encuentra en tierra templada y el camino de Oaxaca sigue una dulce pendiente hasta tierra caliente. La primera jornada se pasa sin dificultades. Los caballos, aunque se patecían a la célebre montura del héroe de la Mancha, se sostenían todavía gracias a su juventud y a los ocho días de abundancia que gozaron durante la detención de Pedro. Esa noche dormimos en San Sebastián, a ocho leguas de Tehuacán.

Estábamos en tierra caliente: campos de caña se encontra­ban aquí y allá sobre el paso de los arroyos. L a s habitaciones también cambiaban de aspecto; al lado de las casas siempre maci­zas de los españoles, se encontraba el jacal del indio que rempla­zaba la choza de tierra de las altas mesetas. Parece extraño en­contrar en tierra caliente las razas indias de tinte amanllo claro, comparadas con el tinte oscuro de los indios del norte; por lo demás, es la misma actitud sumisa, la misma aplicación al traba­jo de los campos. El nivel de la opresión ha pasado ya sobre to­das estas razas dándoles un carácter común. No es sino en las rudas alturas de la sierra, que el hombre posee un aspecto más noble, ya que parece haber respirado en el aire de sus montañas inaccesibles un soplo tonificante de libertad.

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vl4 Ciudades y ruinas americanas

En Venta Salada, dimos a las muías algunos instantes de reposo. La planicie cortada por barrancos que se extendía delante de nosotros, gozaba de una reputación bastante mala: algunos desertores se refugiaban aquí. No estando armados, no debíamos temer un encuentro con ellos. No obstante, caminamos revisan­do cada pliegue del terreno y nada sospechoso hasta entonces había venido a confirmar nuestros temores, cuando a la vuelta de un sendero nos encontramos cara a cara con un desdichado en camisa que montaba a pelo sobre un víe|o caballo huesudo.

Lloraba a lágrima suelta y sus dos muñecas llevaban la marca sangrienta de una cuerda.

¡Eh, amigo! — le dije— . ¿De dónde viene y quién lo ha dejado en ese horrible estado?

— ¡Ay, señor! — respondió sollozando— No vaya más lejos. Mire, desde aquí se ve el lecho seco de este río, había allí tres bandidos. Yo regresaba de San Antonio; me robaron todo: mi sarape, mi caballo, mi dinero, mis hermosas calzoneras de botones de acero, todo, f vean mis brazos. Me colgaron por las muñecas y, a cambio de mi alazán dorado, me dieron esta vieja yegua que ven. ¡Jesús! Señor, regrese.

Pedrito se rascaba la cabeza y mi sirviente me miraba con gesto suplicante. Yo tampoco me sentía muy tranquilo, lo con­fieso. Nos consultamos unos a otros. La mayoría se pronunciaba por retirada inmediata, pero el día siguiente ofrecía los mismos inconvenientes, con menos suerte quizás. Aunque hubiera tenido veinte bandas de ladrones persiguiéndome, yo quería pasar. En caso necesario, hubiéramos podido huir pero, fuera de lo desagra­dable del asunto, la muía cargada hubiera sido capturada. Así pues, pensando con razón que estos señores debían haberse re­tirado para repartirse el botín del infeliz despojado, di la señal de avanzar y nos pusimos en marcha.

¡Vaya con Dios! — me gritó el hombre en camisa y desa­pareció.

La barranca estaba desierta. No había el menor ladrón en el horizonte. Llegamos a Teotitlán sin otra dificultad que algunas falsas alarmas que nuestras mentes, impresionadas por el incidente de la mañana, estaban dispuestas a aceptar.

Teotitlán es una pequeña ciudad empinada en lo alto de una escarpada montaña, de fácil defensa y que los partidos se dispu­taban sin cesar. Había aquí una guarnición, y el fortín, situado al

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sur de la plaza, sobre la eminencia que la domina, mostraba orgullosamente dos piezas de artillería de bajo calibre.

Las casas, escondidas bajo el follaje de grandes zapotes, paca­nas y granados cubiertos de frutos, respiran el bienestar y el misterio.

Toqué a la puerta de una tienda de bonita apariencia donde pedí víveres para nuestros caballos y para nosotros. El sirviente se apresuró a descargar nuestras bestias y a echarles una abundante provisión. Nosotros, acostados en la sombra y reconfortándonos con una copa de mezcal, esperábamos con dulce impaciencia que la comida fuera servida.

Debíamos partir a las tres de la madrugada para llegar antes del calor a Tecomabaca, fin de la etapa, pasando por San Martin y Los Guises.

La llegada de dos extranjeros a un pueblo ofrece un nuevo alimento a la ingenua curiosidad de los habitantes, así que la puerta de la tienda estaba llena de curiosos. Noté que un individuo malencarado parecía acercarse al sirviente con una inquietante persistencia; con seguridad éramos nosotros el objeto de la con­versación y yo temía alguna confidencia indiscreta. Tuve razón. Lo llamé y le pregunté de qué hablaba con el hombre en cuestión y me respondió ingenuamente que lo había interrogado sobre nuestro viaje, quiénes éramos, de dónde veníamos, a dónde íba­mos y que había respondido franca y llanamente a todas las inquisiciones. Comprendi que debíamos cambiar nuestro itineia- rio y la hora de salida.

Le pregunté si conocía bien la región y, ante su respuesta afirmativa, partimos a media noche con luna llena, tomando por el monte.

Pancho conocía tan bien su oficio, que media hora después estábamos perdidos. Errábamos desde hacía dos horas en medio de zarzas, de plantas con puntas de acero y gruesos tallos, sin poder encontrar un sendero conveniente. Tuvimos que desmontar para que nuestras bestias descansaran un poco. En ocasiones, el ladrido de un perro nos guiaba a la derecha, a veces el canto de un gallo nos atraía hacia la izquierda; sin embargo, terminamos por percibir, a la luz incierta de la luna, las paredes blancas de una casa.

Después de un cuarto de hora de llamados que incitaban los ladridos de los perros, en medio de un escándalo suficiente para despertar a un muerto, un indio malhumorado vino a preguntamos

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la causa de tal ruido. Le expliqué el caso, pero debimos parlamen­tar dur ante mucho tiempo antes de que se decidiera, refunfuñando, a abrimos. Sin embargo, a la vista de una moneda blanca de cuatro reales, aceptó, iluminándose con una antorcha, a conducimos por e! buen camino.

Al alba, ya estábamos lejos, fuera de todo alcance. Nuestros caballos se habían lastimado en el monte y los dos cojeaban espantosamente. Tuve que hacer la mitad del camino a pie, que es duro en cualquier región, pero deplorable bajo el sol, con un calor de más de 50 grados.

Pedro, como buen mexicano, se quedó más tiempo montado, pero como la bestia amenazaba con caer a cada paso, también tuvo que descender. Tenía, en verdad, una cara triste. Llegamos en lastimero estado al pueblo de Tecomabaca.

Los caballos exigían un reposo forzoso. Un indio del pueblo, experto en el arte de curar, vino a examinar a los enfermos. Al día siguiente, los caballos habian mejorado y ante la gran deses­peración de Pedro, nos pusimos en marcha.

Sólo cuatro leguas nos separaban de Quiotepec, pero, más adelante, faltaban cinco jomadas para llegar a Oaxaca.

La perspectiva resultaba desoladora. ¡Seis días de marcha! Ni un pedacito de sombra en el sendero, el paisaje era de una seque­dad extrema, el monte no ofrecía más vegetación que algunos pobres mezquites de escaso follaje y los caballos cojeaban cada vez más. Pedro exhalaba suspiros desgarradores, ambos estába­mos rojos como langostas y bañados en sudor. Fue así como, cojeando, desembocamos sobre el río Quiotepec, tómente impe­tuoso y profundo que se atraviesa en piraguas, de las cuales un indio tiene el monopolio. Era tarde, las seis por lo menos, y ya oíamos el mido sordo del río, cuando un jaguar enorme brincó atrás de nosotros. La muía, aunque cargada, dio un salto prodi­gioso y los caballos, olvidando sus heridas, se lanzaron hacia adelante. El jaguar nos dirigió la sonrisa felina que imita tan bien el gato al dirigirla, arqueando el lomo al perro que lo molesta; después, pasó tranquilamente, franqueó el talud y desapareció. Experimenté ante su aspecto una gran emoción: era mi primer encuentro de este género y hecho en circunstancias desagradables; vi y oí otros jaguares después y terminé por acostumbrarme con el tiempo. Mis dos seguidores, no más tranquilos que yo, pren­dieron una fogata a la orilla del río, puesto que empezaba a

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oscurecer y el jaguar acostumbra velar. El indio del barco no se hallaba en su puesto y, como el pueblo se encuentra a cierta dis­tancia, nos cansamos en vano de llamarlo a gritos durante un cuarto de hora. Una noche bajo las estrellas, sin cenar, nos ofrecía perspectivas muy poco atractivas. Me desvestí entonces, amarre mi ropa sobre mi cabeza y montando mi infeliz caballo, me arriesgué a pasar perfectamente seguro, gracias a mi talento de buen nadador, de alcanzar la otra orilla si mi montura se dejaba llevar.

No pasó nada, afortunadamente. Llegué al pueblo y el indio del barco fue de inmediato a buscar a mis compañeros de infor­tunio.

Una sorpresa me esperaba en Quiotepec. Yo avanzaba al azar en medio de una profunda oscuridad, cuando un enérgico “¿Quién vive?” me detuvo en seco. “Amigo”, respondí y avancé. Dos hombres armados custodiaban el sendero. Me preguntaron de dónde venía, a dónde iba, y uno de ellos me condujo al cuartel general, es decir, a una choza donde el jefe de una tropa hara­pienta presidía en medio de su estado mayor. Yo ignoraba quién podría ser.

El jefe en cuestión me preguntó de nuevo quién era, a dónde iba y mis papeles. Le tendí una carta del ministro de Francia que constataba mi calidad de enviado del gobierno en misión artística. Mi interlocutor tomó la carta de cabeza, hizo ademán de echar un autoritario vistazo y después pasó la misiva a alguien menos ignorante que él. Agregué que tenía un compañero y un sirviente y que el indio del barco había ido a buscarlos.

—Está bien — dijo— , siéntese, veremos a sus compañeros.Había, tanto adentro como afuera, una tropa de ciento cin­

cuenta hombres de caras poco amables. Mientras tanto, llegó Pedro, seguido del equipaje.

— ¡Eh, Pedrito! ¿Cómo estás? — gritó uno de los asistentes y, a partir de ese momento, empezaron los saludos. Hubo abrazos y apretones de mano. Fui presentado, lo que me permitió saber que me encontraba en presencia del Güero López. Era un hombre de treinta y seis a cuarenta años, joven todavía y cuya fisonomía no tenía nada de feroz; tenía, sin embargo, en un radio bastante extenso, una terrible reputación. El Güero López era un jefe de ladrones emérito, alrededor del cual cinco o seis años de fechorías impunes habían agrupado la crema y nata de los pillos de la región.

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La tropa variaba entre cien y doscientos hombres y, como ésta empezaba a volverse considerable, su jefe, desde hacía poco en gracia con el gobierno liberal, había hecho la paz con el mundo. No era servidor del poder; lejos de eso, el gobierno constitucional le había otorgado el grado de comandante. La carrera de los honores le había sido abierta, sólo tenía que seguirla.

El Güero López había dirigido su primera expedición contra Teotitlán — la ciudad que nosotros habíamos abandonado la vís­pera— y de la cual se había amparado con un pertinaz asalto.

De esta manera, se pasa la noche contando los ataques hechos por sus oficiales, la muerte del general tal, de quien tenemos aquí al vencedor, me decía, mostrándome a uno de sus seguidores. Había obtenido tanto botín, fusilado tantos reaccionarios, uno había muerto valientemente, el otro había perdido una oreja... detalles muy interesantes y que dan náuseas.

Sin embargo, se preocupaba por nuestro viaje, se asombraba de que hubiésemos llegado hasta él sin incidentes. Después, con una galantería maravillosa, nos preguntó si teníamos hambre y, ante la afirmativa respuesta de nuestros estómagos que chillaban, ordenó dos tazas de chocolate que trajeron caliente y espumoso, prometiéndonos para el día siguiente algo más sustancial.

Al ver a mi anfitrión de tan buen humor, aproveché para contarle la desventura de nuestras bestias, rogándole cambiar mis dos caballos inválidos por otros dos en mejor estado, proponién­dole pagar la diferencia. Aceptó de corazón y pospuso para el día siguiente la negociación del trato. No hay, en verdad, hombre más virtuoso que un pillo advenedizo.

A pesar del encuentro de una recepción tan halagadora, creí prudente evitar a sus hombres tentaciones inhospitalarias respecto a mi equipaje. Por lo tanto, todo fue apilado en la cabaña donde dormía el jefe. Por nuestro lado, debíamos pensar en encontrar albergue.

El cielo estaba cubierto, la noche tempestuosa, el calor asfi­xiante. Imposible pensar en dormir al abrigo; extendí mi cobertor en el patio, sobre la tierra desnuda, tomé mi silla como cojín y me dormí.

Toda la noche, sin embargo, fui agitado, atormentado por horribles comezones. A mi derecha, Pancho mi sirviente, y a mi izquierda, mi amigo Pedro, se agitaban como yo. ¡Qué manera de despertar! Los tres teníamos el rostro lleno de manchas rojas y

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Tehuacán 99

sangrientas de dos centímetros de ancho; los brazos y las piernas estaban igualmente cubiertos. Era un furor de picoteos insopor­table.

El talaje —tal es el nombre del encantador desconocido que nos había martirizado— es una especie de pequeño gusano que, en la noche, ataca a todo ser tendido sobre la tierra. Por tal razón, los habitantes de Quiotepec se acuestan sobre planchas elevadas a unas cuantas pulgadas del suelo.

Al alba, una trompeta tocó la diana y cada soldado, con el aplomo de las tropas regulares, se formó para pasar una inspec­ción. Cuando ésta hubo terminado, recordé al comandante su promesa de la víspera y se ocuparon de escogerme dos caba­llos; los míos eran jóvenes y vigorosos, se repondrían con unos días de reposo, así que no era un mal negocio el que yo les pro­ponía.

Guiado por el teniente del Güero, elegí un alazán chaparro y rechoncho, de ocho a diez años de edad, y un tordo más joven, grande y bonito, gracioso bajo el arnés y de una prestancia notable. Monté los dos e hice con cada uno un pequeño galope. Me parecieron dulces, dóciles, y me deshice en agradecimientos. No queriendo, por mi parte, ser menos generoso que mis anfitriones, le di cinco pesos al muchacho que me los ensilló. A las diez, después de un copioso desayuno, fui a despedirme del futuro general y partí.

¡Ah, qué bueno es tener un buen caballo para recorrer los senderos de un país desconocido! Avanzábamos, alegres y orgu­llosos, librándonos en las planicies a fantasías desenfrenadas.

¡Ah, qué bueno es tener un buen caballo! ¡Ah, qué poético, cuando en una rápida carrera el soplo del céfiro golpea el rostro como un viento de tempestad; cuando el dulce ser de un corredor sumiso, esclavo de su freno, se calma a la voz de su amo o se precipita como el aquilón!

Así cantábamos Pedro y yo, celebrando las virtudes de nues­tros nuevos compañeros y bendiciendo las manos que nos los dieron.

Fue una hermosa jomada y la pobre muía fue la única que la encontró larga. A medio día, estábamos en Cuicatlán, delicioso Pueblito escondido bajo el follaje, al pie de escarpadas montañas. Por la tarde, a las seis, entrábamos a galope por las calles de Don Dominguillo, pero ¡oh, terror!, espantosos murmullos nos persi-

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guen. Algunos instantes después los gritos aumentan. El pueblo entero, con el alcalde a la cabeza, viene detrás de nosotros.

— ¡Al ladrón! ¡Detengan al ladrón!Yo miraba a Pedro, Pedro me miraba, buscábamos en vano

a quién podían dirigirse esos gritos y esos clamores.

Estábamos solos en la carrera,Cegando con raudales de polvo A nuestros encarnizados perseguidores.

La ilusión ya no estaba permitida, teníamos que detenemos.— Ese caballo me pertenece —dijo un indio señalando el ala­

zán— ; me fue robado la semana pasada y lo reclamo; todo el pue­blo es testigo.

Pedro se encontró desmontado. Yo protesté con todas mis fuerzas, alegando el cambio que había hecho esa misma mañana. Llegamos, pero caminando, hasta la fonda, donde dos españoles y sus esposas habían llegado antes que nosotros; los tomé para juzgar el asunto. El Güero López era una autoridad reconocida, yo creía haber hecho un intercambio honesto y protestaba cada vez más de la pureza de mis intenciones.

—Este caballo es mío —repetía el indio— y quiero mi caballo.Esta razón valía más que todas las mías; al final de cuentas,

tuve que parlamentar.— Venga conmigo — le dije al feroz propietario— , no es justo

que yo termine mi jornada forzando a este pobre hombre a recorrer 25 leguas a pie.

Pedro me apoyaba, claro.— Venga conmigo hasta la ciudad, usted traerá su caballo de

regreso y yo le pagaré por la molestia.El alcalde encontró la proposición aceptable y el trato fue

concluido. Entonces comprendí la generosidad del buen López; el comandante había trocado dos caballos robados, que se le podían reclamar a cada instante, por dos caballos legalmente adquiridos y que nadie podría reclamar como suyos. ¡Debió haberse reído mucho de mi ingenuidad! Sin embargo, la jugarreta había sido buena y yo no podía hacer más que reírme; Pedro gritaba:

—Virtud, no eres más que una palabra.De Don Dominguillo, dos caminos conducen al valle de Oaxa-

ca: el primero, ancho y bonito, terminado bajo la administración de

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lehuacán 10)

Juárez cuando era gobernador del estado, rodea las altas cimas de la cordillera para llegar al nacimiento del primero de los tres valles que componen el Marquesado; el otro es un simple sendero que sigue el río de Las Vueltas y corre hundido entre las montañas. Impractieable durante la estación de lluvias, este sendero sólo se puede seguir durante la sequía; cuando el río es vadeable en todo su recorrido, el viajero gana un di a de marcha. Nosotros elegimos este último.

Nuestra pequeña tropa formaba una caravana de diez perso­nas que comprendían al sirviente y al dueño del caballo. Es con alegría que uno se interna en estos profundos desfiladeros donde las aguas del torrente mantienen una frescura deliciosa y un eterno verdor. El sendero se pierde a cada instante bajo ía sombra de los árboles, atraviesa el rio, se pierde de nuevo y vuelve a atravesar­lo: setenta veces, en un recorrido de dos leguas, atravesamos el torrente. El sendero se eleva entonces, el valle se agranda, algu­nas haciendas de caña aquí y pobres poblados allá... después, la montaña escarpada, donde con frecuencia el jinete se ve forzado a desmontar para que su caballo pueda trepar. Por la mañana, está­bamos en tierra caliente y por la tarde recorríamos los bosques de encinas y pinos de altos picos. A las siete, llegábamos a Etla, en la planicie y, al día siguiente, estábamos en Oaxaca.

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VI. OAXACA

La ciudad.—Las costumbres.—El baile.—El clero.—La historia de don Ra­fael.—Las pasiones políticas.

Oaxaca, como todas las ciudades de la Nueva España, se halla dividida en cuadros perfectos, casi siempre orientados de manera que cada fachada mira hacia alguno de los puntos cardinales. Aunque sufrió menos la guerra civil que las ciudades del norte, como consecuencia de su lejanía de los centros revolucionarios y la dificultad de los caminos que la ligaban a las provincias veci­nas, Oaxaca no está menos desprovista de su antigua prosperidad.

Me estaba reservado ver acabar su ruina.Admirablemente situada en el punto de intersección de tres

valles fértiles que prodigaban a voluntad los productos de los dos mundos, ofrece, en materia de monumentos, una encantadora iglesia con portal renacentista mezclado con morisco de una ri­queza extrema, pero al que deslucen dos campanarios bastardos; la Catedral, construcción maciza que no tiene nada que atraiga la mirada, y el convento de Santo Domingo, colosal edificio con claustros magníficos y escaleras de una majestuosidad que nada tienen que desear de nuestras escaleras reales.

La plaza, colindante con un umbroso paseo, alcanza dimen­siones bastante grandes, flanqueada por un lado por el Palacio, edificio de construcción moderna; por los otros tres lados, está bordeada de portales. El mercado, donde se amontonan indios de

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todos los matices, es de una increíble riqueza en frutas y legum­bres de todas clases: las peras, los duraznos y las uvas se apilan al lado de enormes chirimoyas, pinas y plátanos. Así, siendo la vida fácil, no se encuentran más mendigos que algunos lisiados y ciegos. La enorme sequedad de la atmósfera y la luz deslum­brante de la meseta, causan aquí numerosas afecciones oftálmicas. Yo mismo me vi obligado a renunciar a toda lectura ante los accidentes inquietantes a los cuales mi vista empezaba a some­terse.

Casi todas las casas de Oaxaca son de un solo piso; la arqui­tectura prácticamente no existe, las calles sólo ofrecen a la vista del extranjero simples paredes perforadas por ventanas con rejas, sin escultura ni ornamentación alguna. La edilidad de la ciudad exige que todas las casas sean pintadas en colores oscuros o poco fotogénicos; fuera del blanco, se encuentran todos los colores de la paleta. Si el exterior de las habitaciones es ingrato y desnu­do, el interior aparece casi siempre encantador: un vasto zaguán conduce a un patio cuadrado, rodeado de ordinario de un pórtico muy gracioso, plantado de granados, de naranjos y de una especie de cítrico de frutas redondas llamado toronjo, cuyo tallo alcanza enormes proporciones. Macizos de flores se abren a la sombra de los arbustos y rosas trepadoras se alojan alrededor de las co­lumnas.

Todo esto se encuentra limpio, bien cuidado, lleno de frescura, de revoloteo de pájaros y de senderos embriagantes.

La vida, se comprende, se vive siempre afuera, en esta región de sol. La galería sirve a la vez de comedor y sala.

Estos jardincillos, que constituyen la alegría de la vida inte­rior, son de mantenimiento difícil y costoso; cada flor exige, como primera condición de existencia, una maceta aislada por medio de una bacineta de tierra llena de agua, a manera de formar una isla. Los arbustos están igualmente rodeados de un anillo cóncavo de cemento, que los aísla.

Esta precaución se toma contra las arrieras, especie de hor­miga de tórax espinoso que alcanza un tamaño notable y cuya rabia de destrucción no tiene igual. Tales hormigas son una plaga para las casas. Como los ladrones y otras clases de malhechores, trabajan únicamente por las noches, lo que asegura su impunidad. Su establecimiento principal se halla siempre a una distancia considerable del teatro de sus estragos; de esta manera, es casi

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imposible destruirlas y la longitud de sus galerías las pone fuera del alcance de todo castigo. Su número es tan extraordinario y su organización tan maravillosa, que pueden despojar en una noche, de sus retoños, flores y hojas, a un naranjo de gran dimensión; unas suben y cortan las hojas del tamaño requerido, mientras que las otras esperan al pie del árbol el producto de las cortadoras. Es tal el instinto de estos animalitos, que saben esperar a que el árbol esté razonablemente cargado de hojas para que la cosecha valga la pena. Yo las vi vigilar un rosal y despojarlo hasta el momento en que los botones iban a abrirse.

Los temblores de tierra son anuales en Oaxaca; por lo tanto, las paredes de estas casas tan bajas tienen, la mayoría, dos metros de espesor. Tales temblores, sobre un terreno rocalloso, no actúan por oscilación como en la planicie móvil de México, sino por trepidación —movimiento más peligroso si esto fuera posible— y que, por sacudidas sucesivas, destruyen en un abrir y cerrar de ojos los más sólidos edificios. En Oaxaca, como en la ciudad de México, atestigüé estos terribles fenómenos: fue violento, pe­ro de corta duración; lo bastante largo, sin embargo, para espantar el alma más resuelta y darme el tiempo suficiente para salir al patio. El instinto de conservación suprimió toda conveniencia y todo pudor: encontré al personal de la casa, hombres y mujeres, algunos envueltos en una sábana y otros completamente desnu­dos, todos estallando en plegarias fervientes y en súplicas apa­sionadas.

Dios no necesita más que proporcionar una pequeña sacudida para constatar el numeró de sus fieles.

Pasado el peligro, una vieja sirvienta de la familia explicaba tranquilamente a su hijo una fórmula mediante la cual se podía prevenir todo desastre.

El Palacio y la Catedral se vieron afectados por una cornisa cuya caída no hirió a nadie y por algunas grietas que se repararon de inmediato.

Al suroeste de la ciudad, se encuentra el monte Albán, que se une a la cadena de la Mixteca; al noroeste, la Sien-a Madre envía hasta las casas de los suburbios la prolongación de sus últimos contrafuertes. El San Felipe, punto culminante de la sierra, limita el horizonte de la ciudad ai norte y le prodiga, en todo tiempo, aguas frescas y limpias. Situada de esta manera, Oaxaca no tiene nada que envidiar a las más bellas ciudades de la república.

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Por muy federal que sea México, el lazo que une a cada una de sus partes resulta de lo más débil, pudiéndose decir que no existe más nacionalidad que la de la provincia. El habitante de Puebla es un poblano, el de Chiapas es un chiapaneco, nadie dirá que es mexicano. Este espíritu de patria chica se encuentra en todas partes, pero en ningún lado estalla con tanta violencia como en la linda ciudad de Oaxaca.

Nada es bueno, ni bello, ni noble, ni admirable fuera de este pequeño estado y, aunque traigan todo de afuera, por lo que res­pecta a la moda, la industria y las artes, parece que es un atributo que el universo les paga y por el cual no tienen ningún recono­cimiento.

Algunos habitantes llevan tal debilidad hasta el ridículo más insensato: hasta a sus mujeres dotan de las ventajas más singulares y de las virtudes más extraordinarias. Mi estancia aquí no me enseñó nada en este sentido y dejo a otros más afortunados que yo el cuidado de descubrirlas.

Hay que atribuir el excesivo amor propio a la concentración de una existencia completamente local, que relaciones más fre­cuentes con el mundo vendrán sin duda a modificar algún día.

La necesidad de compañía y el espíritu de reunión están sólidamente desarrollados en Oaxaca. Se llega con rápidez a la intimidad con gente que se entrega con abandono. Yo no afirmaría por esto que se puede contar con ellos en una circunstancia difícil: la abnegación es una flor rara en toda la tierra, pero los oaxaqueños obrarán con diligencia, colmarán a sus amigos de atenciones, de cartas de recomendación y los protegerán con su influencia des­plegando una afabilidad constante y una benevolencia infatigable.

La charla es viva y animada, el espíritu agresivo y mordaz de las pequeñas ciudades desarrolla aquí, con placer, las mil y una naderías de una crónica posiblemente escandalosa que entretiene a una moral relajada. La política, en la cual las mujeres juegan un papel considerable, trae a la conversación de los pequeños círculos un alimento siempre nuevo.

Esta tendencia es natural en una región donde la burocracia absorbe todas las ambiciones: ser o no ser burócrata, resulta para ellos una cuestión de vida o muerte. Debido a esto, los partidos se hallan siempre en la brecha para atacar o para defender: ¿qué hay más simple que la guerra civil en tales condiciones?

No es raro encontrar entre estos jóvenes ambiciosos, de no­

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table talento, una instrucción sólida, fruto de un trabajo obsti­nado y el don de tres o cuatro idiomas que hablan con fluidez.

¿Cómo explicar que una vez en el poder esas brillantes cuali­dades desaparezcan para dar lugar a una nulidad desesperante? Es que encuentran a su vez, en los demás, esta oposición sistemáti­ca que practican ellos mismos con tan deplorable obstinación; es que todo está paralizado en ellos y que sus facultades son apenas suficientes para defender, contra sus agresores, las posiciones que acaban penosamente de adquirir. Los hermosos proyectos de re­forma se olvidan, el servicio público se abandona, la desorga­nización se precipita, la gangrena llega a su último periodo, el Estado se muere: ése es México. Reaccionarios y liberales se reprochan mutuamente sus faltas recíprocas; los dos son igual­mente culpables y trabajan con una emulación impía por el com­pleto exterminio de su hermoso país.

El presidente Juárez es uno de los hombres ilustres del estado de Oaxaca: de sangre india pura, es hijo de sus obras y debe todo a sí mismo. Se le ve pasar de la abogacía de una ciudad de provincia al gobierno del estado, llegar a la presidencia de la Suprema Corte y sentarse, como hombre honesto, en el sillón presidencial. Su administración como gobernador del estado de Oaxaca ha dejado tras él un perfume de probidad que se respira raramente en México, y las mejoras que trató de propagar en el servicio público, dan una prueba de su devoción por el bienes­tar de sus conciudadanos. La organización de las ciudades indias de la sierra que forman parte del estado y de donde Juárez es originario, le hacen honor. Hay ahí escuelas obligatorias de don­de salen indios sabiendo leer, escribir y contar; cuando se es­cucha el sonido del órgano de los templos o las fanfarrias de instrumentos de cobre, que nos recuerdan a nuestra lejana patria en medio del aspecto salvaje de la montaña, resulta casi imposible de creer.

No sé si México colocará a Juárez entre sus grandes hombres, pero es seguro que se trata de una personalidad notable. En medio de la penuria de talentos que lo rodea, él posee esta probidad tan meritoria en su país, una constancia gloriosa para alcanzar su causa, una obstinación suave, pero infatigable, para doblegar a la fortuna, una dulzura de carácter que tergiversan quienes lo han conocido muy poco. Mucha gente lo estima; en cada ocasión que lo vi, fue muy servicial.

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Entre las personalidades notables de Oaxaca, hay que recordar a una pobre anciana, última descendiente de Moctezuma. El go­bierno, me dijeron, le daba una pensión suficiente para asegurar­le una existencia honorable a esta princesa caída, y los indios, una vez al año, venían a rendirle homenaje a la bisnieta del gran rey.

La señora Silva, sobre un trono, rodeada del prestigio inofen­sivo de su alta cuna, recibía a los indios postrados con la muda expresión de un religioso respeto. Pero la pensión se redujo insen­siblemente siguiendo las fluctuaciones de las finanzas. Hoy, el úl­timo retoño de una raza imperial se extingue en la soledad y la miseria.

Ya he dicho que las costumbres estaban relajadas. La intimi­dad de las familias entre ellas, presta a la familiaridad de los jóvenes proporciones peligrosas.

Los enamorados nacen como flores bajo este cielo maravillo­so. Aunque las ventanas tengan rejas, las casas son bajas y el diablo ágil. El amor, en México, ha conservado su porte español: lanza madrigales, ofrece serenatas, improvisa en la guitarra y no teme emplear la gaceta para enviar un soneto amoroso a su amada y sube todavía, aunque raramente, por la escala de seda.

El matrimonio consagra casi siempre estas uniones anticipa­das. Pero cuando un inconstante lleva a otros ídolos el incienso de un corazón veleidoso y la abandonada no puede ocultar el fru­to de su falta, el mundo sólo impone a la pecadora una reprobación indulgente. “Hubo una desgracia”, dicen. Algunos meses de ausen­cia arreglan las cosas. Sin embargo, a veces la comedia se toma drama, atroz drama, venganza de caníbal. Tal es la historia del señor Eusebio. Conocí a los personajes, asistí al desenlace y tra­taré de describirla.

Don Eusebio puede tener de cuarenta y cinco a cincuenta años; parece joven todavía y sus anchos hombros, su caminar fácil y ligero a pesar de la gordura que empieza a invadirlo, le dan ia apariencia de una fuerza poco común. Su cabeza es grande sobre un cuello carnoso, los labios gruesos, la boca grande; la parte baja de la cara denota instintos donde la violencia se disputa con la sensualidad, sus ojos son amarillos tirando a verde y llenos de una expresión celosa y malvada.

Goza de una dudosa reputación y su pasado encierra algunos misterios.

Su casa, situada al norte de la Catedral, no tiene nada que la

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Oaxaca HW

distinga de las moradas vecinas; se encuentra paralela a un con­vento que hace esquina en la siguiente cuadra y se abre de este lado por dos ventanas de enrejado de madera.

Don Eusebio no tiene amigos y su casa estuvo, por así decirlo, desierta hasta e) día en que sus hijas crecieron. Tiene tres: Elena, la primera, se parece a don Eusebio y parece tener todos sus instintos. Es una alta y soberbia muchacha desbordante de vida; posee todas las bellezas provocativas: caderas salientes, brazos robustos y redondos, hombros llenos, un cuello audaz, labios rojos y ese tinte pálido y mate de las naturalezas apasionadas; sus ojos negros miran con una fijeza inquietante. En la época a la que nos referimos, la crónica ya se había ocupado de ella varias ve­ces, pero no había habido “desgracias” .

Una numerosa corte se disputaba sus sonrisas. El padre bus­caba un yerno. Oaxaca respiraba en un entreacto de guerra civil y las reuniones se sucedían sin preocupaciones. Mientras tanto, un joven de la ciudad de México vino a pasar algún tiempo al Marquesado, a casa de su padre, vecino de don Eusebio.

La familia de don Rafael se componía de doña Margarita, su esposa, de Luisito, el hijo menor, y del recién llegado.

Enrique traía de la capital un porte desenvuelto y airoso, ese aire de suficiencia que gusta a las mujeres y pretensiones de hastío que los tontos ostentan de buen grado; un bigote largo y puntia­gudo le daba un pequeño estilo valentón que no le sentaba mal; tenía los ojos de un tierno azul y su cabellera rubia, rizada na­turalmente, era hermosa.

En resumen, un apuesto caballero y nadie estaba más conven­cido de eso que él. Pero, a mi parecer, perdía la mitad de sus ven­tajas por una risa idiota que lanzaba eternamente en toda circuns­tancia, risa que le dio la fama de tener buen carácter en casa de mucha gente.

Se le adjudicaban mil aventuras; era, para Elena, el reto de una conquista. La familia de Enrique poseía algunos bienes; era pues, para don Eusebio, el yerno deseado.

Por lo demás, las cosas marchaban por sí solas. Enrique reanudó sin dificultad sus relaciones de infancia y, a pesar de las advertencias de su padre quien no estimó nunca a don Eusebio, en pocos días formó parte del grupo de pretendientes.

A primera vista, quedó deslumbrado. No se podía soñar con una amante más bella. Elena, por su parte, joven y coqueta, ex­

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perimentó gran satisfacción por el efecto producido en el joven y se propuso conquistarlo.

Muy pronto fue evidente que Enrique era el preferido. De esta manera, el círculo de admiradores empezó a disminuir día a día. Sólo algunos quisieron disputar al mexicano conquista tan bella; pero debieron retirarse ante el éxito del adversario. Otros pusieron a los pies de la hermana los homenajes que la mayor ya no aceptaba.

No había nada menos platónico que esta pasión fácil. Pero la juventud vierte sobre todas las cosas tal torrente de flores, que uno se engaña con lazos que se creen eternos y que no son más que de un día.

Enrique me contó a menudo las primeras dichas de su amor naciente. Me hablaba de sus paseos solitarios por el valle, de sus encuentros fortuitos en San Felipe, de sus veladas encantadoras en Santa María del Tule bajo la sombra del viejo sabino. Pero su mismo amor propio lo alejaba del amor y sus ojos brillaban aún más al contarme sus triunfos, el despecho de sus rivales recha­zados y la magnífica satisfacción que le producía la preferencia de tan bella persona.

Don Rafael cerraba los ojos y lo veía todo.Sin embargo, el tete á tete es difícil en una casa abierta a

todo el mundo, donde se cruzan y retozan una multitud de sir­vientes y de niños; se necesitaba una solución, pero Enrique no pensaba en el matrimonio. Hubo entonces humildes peticiones, súplicas y resistencias: toda esa hábil e ingenua comedia del amor en la que creemos tan fácilmente y de la cual, en suma, las muje­res son casi siempre las víctimas. Enrique, desesperado, habla­ba de partir. En esa época, estaba en verdad apasionado; Elena cedió.

Una oscura noche, Enrique escaló el enrejado de madera de una ventana, se colgó de la comisa y llegó a la azotea. Elena, temblorosa, lo esperaba bajo un bosquecíllo de jazmines. Don Eusebio había visto todo.

Un mes de serenatas, de entrevistas misteriosas, de citas peligrosas llenas de emoción, prolongaron el delirio de esta pri­mera noche de amor.

Las observaciones de don Rafael no detuvieron de ninguna manera al feliz Enrique.

Se murmuraba, y los rivales rechazados supieron decirle, con

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palabras veladas, que él no era el único afortunado, o que, en todo caso, no había sido el primero.

Enrique se rehusó a creerlo y, su posición comprometida, quizá su valentía, no le permitió imponer silencio a esas murmu­raciones insultantes; pero su amor decreció. Ya no se mostró con tanta frecuencia en casa de don Eusebio. Las noches lo sorpren­dieron más raramente bajo aquel bosquecillo perfumado, testigo de sus primeros suspiros. La escalada a la azotea empezó a pa- recerle de una prodigiosa dificultad.

La orgullosa joven le pidió cuentas de su insultante frialdad. Enrique se defendió débilmente, protestó, balbuceó y quiso reti­rarse. Hubo entonces una violenta escena que lo aterrorizó, pero Elena, al ver que perdería a su amante, se volvió inmediatamente tierna y suplicante; lo tomó entre sus brazos como a un niño y lo cubrió de besos y de caricias apasionadas.

— ¿Qué pasaría conmigo sin ti? — le decía—. Te amo y no adoro a nadie más que a ti, estoy sola en el mundo; lo has visto, ya no tengo amigos, todos se han alejado. Tu amor, mi Enrique, es mi única alegría sobre la tierra, es mi futuro, es mi vida, mi única felicidad. ¡No me abandones! Y además —agregó, viéndolo derretirse ante estas declaraciones tan apasionadas— no me atre­vía a decírtelo, Enrique, pero pronto seré madre. ¿Qué va a ser de mí si te vas? Mi padre, ¡oh, mi padre me mataría!

Esta confesión horrorizó al pobre amante. Regresó, sin em­bargo, pero sombrío, temeroso, desilusionado, sin saber cómo romper los lazos de hierro.

Don Eusebio juzgó prudente intervenir. Sorprendió a Enrique con Elena, obtuvo una confesión completa y no permitió al des­dichado alejarse más que bajo el juramento de desposar a su hija.

Hubo que decirle todo a don Rafael. Ante tales hechos, toda observación era inútil y la conferencia terminó con una negativa enérgica de consentir esta unión.

Enrique ya no la amaba. Al caer la noche, a la hora en que con tanta frecuencia se arrodillaba cerca de ella, ensilló su ca­ballo y partió.

Al día siguiente, don Eusebio se sorprendió de no verlo. Se informó, se enteró de la partida del joven y regresó. Estaba calmado, cualquiera que lo hubiera visto no hubiera adivina­do lo que pasaba dentro de él. Camino a su casa encontró a va­rias personas a las que respondió, sonriendo, los cumplidos tri­

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viales e insultos disfrazados que cada quien 1c dirigía, porque ya todo se sabía.

Una vez en su casa, se desencadenó la tonnenta. Rompía, al tocarlos, todos los muebles que caían bajo su mano, sus ojos estaban inyectados en sangre, aterrorizó a los suyos, nadie se atrevía a decirle nada. Elena lloraba en silencio.

Sin embargo, volvió a tomar algo de control sobre sí mismo, ensilló su caballo y, velando su furia, salió con el cigarrillo en la boca como en un dia de paseo.

Enrique sólo podía tomar dos caminos; el de la sierra por Veracmz, es decir, una desviación de más de 100 leguas, y el camino de Tehuacán, el más rápido y el más fácil. No había duda; una vez fuer a de la ciudad, don Eusebio hizo al galope casi ocho leguas sin parar; supo que Enrique había llegado esa mañana y que había descansado tres horas. Le llevaba medio día de ventaja.

— Hijo de perra, te alcanzaré —murmuraba. Refrescó las narices de su caballo y tomó por el río de Las Vueltas.

Enrique, creyendo el sendero cortado por el torrente, había tomado el camino carretero por la montaña. Ignoraba la persecu­ción y se tomaba su tiempo mientras que el caballo de don Eusebio, fuerte y vigoroso, devoraba el espacio.

Enrique llegó, hacia las cuatro de la tarde, a Don Dominguillo, se alojó a la entrada del pueblo en casa de un indio que conocía, hizo encerrar su caballo y salió hasta el anochecer, procurando no alejarse y fumando un cigarro.

De pronto, le pareció oír el galope precipitado de un caballo. Un escalofrío terrible lo sobrecogió, recibiendo, me contaba, como un espadazo en pleno pecho y, escondiéndose detrás de un co­rral, vio desembocar del sendero de Las Vueltas a don Eusebio mismo, cubierto de polvo, con el caballo jadeante y rendido. Pasó cerca de él y echó pie en tierra, a 200 metros aproximadamente, en la única fonda del pueblo.

Enrique regresó a la cabaña del indio a quien contó parte de la historia, le dio diez pesos para que se callara y fue a enterrarse en medio de las espigas de maíz, en una especie de granero suspendido por cuatro postes. El freno de su caballo, su silla y su sarape, le fueron lanzados desde abajo. Esperó.

Don Eusebio supo, blasfemando, que Enrique no se encon­traba allí. Quiso sin embargo asegurarse, visitar la fonda de arriba abajo y erró largo tiempo como un chacal en el pueblo. Ningún

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O U M U -'i] í I

rastro, nada que pudiera guiarlo. Se dirigió hacia la cabaña en cuestión. Al asomar por el camino, Enrique lo vio venir y se creyó perdido. Don Eusebio entró, dio las señas del caballo y del in­dividuo, depositó un peso en las manos del indio y lo hizo deta­llar a todas las personas que debieron haber pasado delante de él.

— Es un amigo a quien deseo ver —decía— y debíamos encontramos en este pueblo; estoy en verdad muy extrañado de que no esté aquí.

Don Eusebio examinaba con cuidado el interior de la cabaña, tomó violentamente un freno colgado en la oscuridad, lo examinó, pero no lo reconoció.

—¿Tienes caballo, amigo? -—preguntó todavía.— Sí señor, una vieja yegua que está acostada allá atrás en el

patio; si lo desea, iremos a examinarla.— Es inútil —respondió don Eusebio, a quien despistó el aplo­

mo del indio. Se aproximó, sin embargo, echó un vistazo al corral y, como el animal estaba acostado y la noche oscura, tampoco lo reconoció. Enrique, con el alma sobrecogida, seguía desde lo alto de su observatorio todos los movimientos de su enemigo.

__¡Maldito! — gritó don Eusebio, partiendo. Debió haberseguido hasta Cuicatlán, que no estaba a más de dos leguas. Enrique se salvó, aunque no durmió en toda la noche.

Hacia las tres de la madrugada, escuchó el trote de un caballo que se alejaba en dirección de Tehuacán: era don Eusebio que continuaba la persecución. Enrique esperó una hora y siguió el mismo camino pero, a dos kilómetros del pueblo, dejó a su de­recha el río que acababa de atravesar don Eusebio, tomó por la izquierda, y se intemó en la Mixteca. Dos días después, don Eusebio regresó a Oaxaca y continuó con sus ocupaciones. El niño jamás vino al mundo.

Don Rafael, sin embargo, sentía la venganza planear sobre su cabeza. Diversas emboscadas de las cuales salió con suerte, de­jaban ver la mano de su enemigo. El tiempo, pensaba, liaría olvidar el asunto.

Dos años después de los acontecimientos que acabamos de narrar, C. tomó la ciudad. Sus tropas ocupaban el Palacio, la Catedral y el convento que se encontraba cerca de las dos casas enemigas. De vez en cuando, los partidos disparaban entre ellos. Don Rafael, con puertas y ventanas cerradas, no permitía a nin­guno de los suyos el menor vistazo hacia afuera; su ternura pater-

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Ciudades y ruinas americanasI 16

El colodión llegó a perder toda sensibilidad. Con una exposición de cinco minutos al sol y un instrumento doble, no podía obtener más que una mancha en el lugar del objetivo.

Desesperado, mezclé todos los colodiones y esperé.Días después me propuse hacer una nueva tentativa, hice un

cliché a las siete, era bueno; a las siete y media, no resultó. Al día siguiente, hice dos, sin poder lograr un tercero; al otro día tres y, progresivamente, uno más cada día, pero nunca más de uno. De repente, el colodión no me daba más que positivos sobre vidrio, otro día negativos, y eso, sin que me fuera posible hacer uno u otro a mi elección. He buscado en vano la clave de este fenómeno tan curioso y dejo a los fotógrafos eruditos el trabajo de encontrar las causas. Mi posición era de lo más embarazosa, temí por un momento no poder lograr nada. He viajado entonces — me decía a mí mismo— 3 000 leguas con el objeto de llevar a Europa la imagen de estas maravillosas ruinas, tan poco cono­cidas, tan interesantes, para encontrarme, delante de ellas, impo­tente para reproducirlas.

Estaba desalentado, desanimado. No tenía noticias de mi equipaje y el estado de la provincia empeoraba día con día. Estuve a punto de flaquear y de abandonar la partida. Llegué, sin em­bargo, a sobreponerme y, costara lo que costara, quise terminar mi obra. ¡Esperar! ¡ La paciencia es algo muy bello para quien sabe practicarla!

Los valles me ofrecían una larga serie de paseos; tenía mi caballo y, cada día, solo, frecuentemente, recorría uno u otro, indiferente a las aventuras peligrosas de esas solitarias excur­siones.

El valle del oeste, el primero viniendo de México, sólo ofrece al viajero tierras cultivadas, pueblos, haciendas y algunas eleva­ciones dudosas donde la ciencia no tiene nada que tomar y el turista nada que copiar. Es el menos rico de los valles y el menos interesante. En el segundo, se encuentra un vasto convento, empezado por Cortés, inconcluso hoy y fundado sobre el empla­zamiento de un templo indio del cual algunas paredes de adobe subsisten todavía. Parece que los constructores del edificio mo­derno utilizaron estas murallas para remplazar los andamiajes en su construcción. Estas murallas de adobe se hallan, en efecto, en medio de la nave y aún sostienen partes de un campanario mo­derno. El adobe ha tomado la consistencia de la piedra, los muros

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Mi tía 117

parecen resistir a la acción del tiempo tan bien como al edificio español y, cuando pasen los siglos y formen una sola y misma ruina, el viajero asombrado de esta creación extraña confundirá la obra de mármol de los vencedores con el humilde monumento de los vencidos.

Estas ruinas mezcladas, ¿no ofrecen al espíritu del observador una imagen sorprendente de esa civilización española del Nuevo Mundo, que no ha dejado tras de ella más que recuerdos perdidos, soledad y desolación? Ese muro de tierra, humilde pero sólido todavía, que sostiene este edificio incompleto, ¿no es acaso la imagen viva de esta raza india, humilde también, sumisa y opri­mida, que gime desde hace siglos bajo el peso agobiante de una civilización mentirosa, ruina hoy de un monumento inconcluso?

El camino que conduce al viejo templo domina el valle; cu­bierto de tumulis vírgenes hasta el día de la completa profanación, ofrece al anticuario preciosos testimonios de la civilización india.

Estas eminencias, según toda probabilidad, son tumbas de donde se podrían exhumar ricos tesoros científicos. Me esforcé por realizar unas búsquedas, pero en vano; los indios no permiten tocar los viejos recuerdos de sus ancestros. Hubiera necesitado el apoyo del gobierno, el cual la agitación y la amenaza de un sitio me impidieron obtener.

Al oeste de Oaxaca, tocando la ciudad, se encuentra el monte Albán, montaña de pendientes bruscas como todas las de la cordillera, coronada por una meseta de media legua cuadrada, por lo menos.

Esta meseta, que parece trabajada por la mano del hombre, no muestra hoy más que una arena confusa, masas imponentes de morteros de piedras con subterráneos angostos, fuertes, explana­das, contrafuertes y gigantescas piedras talladas. Los subterráneos están formados por grandes losas paralelas y cuya cúpula es remplazada por dos inmensas piedras que se apoyan una sobre la otra. Tales piedras se hallan revestidas de esculturas que muestran cabezas de perfil que recuerdan un tipo extranjero. El pasaje mismo es tan estrecho, que no permite a más de una persona avanzar a la vez.

Las masas más grandes se encuentran al sur de la meseta. Presentan, en general, una forma cuadrada y se componen de una pirámide truncada de pendientes muy inclinadas que alcanzan una altura de 25 pies aproximadamente, de un recinto que puede

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distinguirse todavía y de grandes amontonamientos de mani­postería en ruinas que eran antaño palacios, moradas, templos o fortalezas de esas naciones desaparecidas.

El todo está sembrado de pedacería de vasijas de extrema delicadeza, con un barniz rojo y brillante. Un italiano de México mandó, hace algunos años, practicar aberturas en estos montones de piedras; sacó collares de ágatas, obsidianas trabajadas y diver­sas joyas de oro maravillosamente elaboradas.

¡Qué museo no se enriquecería con cuidadosas exploraciones!Monte Albán es, en nuestra opinión, uno de los restos más

preciosos y ciertamente la más antigua de las civilizaciones ame­ricanas. En ningún lado hemos encontrado esos perfiles extraños de tan asombrosa originalidad, de los cuales se busca en vano alguna analogía con los recuerdos del Viejo Mundo.

Tales ruinas no tienen nada en común con las ruinas del vaílc, tampoco con las de Mitla; los materiales no son de ninguna ma­nera los mismos y la arquitectura es diferente. En el valle, sólo hay adobe; en Mitla, se encuentra una mezcla de tierra amasada y grandes piedras recubiertas con piedrecillas de diferentes tama­ños y, en los fuertes que defendían el palacio, más adobe; en Monte Albán, sólo hay construcciones de piedra unidas con ce­mento y mortero de cal. En el valle, los muros de los templos eran perpendiculares a los techos, cortándose en ángulo recto; Mitla presenta la misma arquitectura.

En Monte Albán, por el contrario, se encuentra la construc­ción llamada de bóveda, es decir, dos muros perpendiculares hasta la altura de apoyo, que se inclinan uno hacia otro hasta formar únicamente una separación de 25 centímetros, cerrada por una losa. Parece, en verdad, que los fundadores de estas ruinas, des­plazados por las emigraciones del norte, continuaron su retirada hacia el sur atravesando la sierra de Chiapas y, dividiéndose en dos ramas, una que siguió hasta Guatemala y la otra que llegó hasta las planicies del Golfo, fundaron los palacios de Palenque y más tarde los monumentos de Y ucatán, que tienen con las ruinas de Monte Albán más de un punto de semejanza.

Al margen de esta suposición, creemos poder afirmar que el Marquesado ofrece a los viajeros el más vasto y rico objeto de estudio.

Por todas partes hay tumulis, templos, palacios, ruinas, un amontonamiento extraño de tierras reunidas, de masas de mam-

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Milla 11 i)

postería; en una palabra, señales irrefutables de invasiones suce­sivas y de horrendas luchas.

El Marquesado, con sus valles fértiles, debía ofrecer a las emigraciones de los pueblos una estancia fácil en su marcha ha­cia el sur; parece haber sido, en este universo, el gran camino del hombre, donde cada raza dejó caer a su vez alguno de sus recuerdos.’1'

Debo suspender mi paseo por el campo: el ejército liberal enviado contra Cobos, entonces en Teotitlán, se había dispersado sin combate; Oaxaca podía defenderse todavía con mil doscientos hombres que formaban la guarnición de la ciudad. El gobierno tenía dinero y municiones y juzgó más prudente poner “pies en polvorosa” durante la noche, dejando la ciudad sin autoridad, sin policía y sin protección contra los malhechores.

Se temía un pillaje y todos los interesados, es decir, los comerciantes y la gente rica, organizaron un comité de vigilancia. Todos y cada uno tomaron sus armas para velar por la seguridad pública. Se expidió a campo traviesa, a) jefe del ejército reaccio­nario, un expreso para acelerar la llegada de las tropas y, mientras tanto, cada quien montó su guardia e hizo su patrulla.

Ofrecí mis brazos como todos, y por lo demás, todo marchó bien, o casi; solo la primera noche fue tormentosa: hubo un poco de fusilería, dos o tres arrestos y un asesinato.

El desdichado era un prefecto de los alrededores que venía cargado con los impuestos de su pueblo y que no sabía nada de los acontecimientos de la ciudad. Fue la primera víctima. A la entrada de un arrabal, recibió un balazo que lo tiró del caballo; dándolo por muerto, lo despojaron de los I 5Ú0 francos que lle­vaba, de su sarape, su caballo y su sombrero.

Reanimado por el fresco de la noche, tuvo el valor de caminar más de un kilómetro. Yo lo encontré dando traspiés como un bo­rracho; sus gemidos atrajeron mi atención y llegué para verlo desplomarse. Llamé, la gente vino y lo transportamos a una tienda de abarrotes donde lo acostamos agonizando sobre algunos sacos vacíos. La bala debió atravesar el pulmón; el médico al que llamamos ni siquiera lo miró; 1c quedaba poco tiempo de vida.

* El padre Antonio de Remesa! cuenta que se encontraron en el valle rastros de diez lenguas diferentes.

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Una mujer llegó, su amante, según dijeron. Un sacerdote que se encontraba allí le dio rápidamente una absolución de circuns­tancia; después, se desarrolló una comedia que podría llamarse “la comedia de la muerte” o “el testamento”.

La mujer se inclinaba al oído del herido, que ya no la oía: —¿A quien le dejas la casa?

Después, colocando su oreja sobre la boca del moribundo, tomaba como testigos al sacerdote y a las personas presentes, que tal casa le había sido otorgada. El sacerdote aprobaba, uno de los presentes redactaba.

— ¿A quién el dinero? Al clero —dijo ella bajo una señal del confesor.

— ¿A quién tal propiedad?Y el testamento, terminado de esta manera, se hizo circular

para que todos firmaran. Algunos se abstuvieron, entre ellos, yo. ¿Habrá sido reconocido como válido ese testamento? Lo ignoro. Al día siguiente, las tropas reaccionarias hicieron triunfantes su entrada a la ciudad, al son de las campanas y de las fanfarrias. Así pues, ya podía continuar con mis excursiones.

A la entrada del tercer valle, en la salida de Oaxaca, se encuentra el pueblo de Santa Lucía, célebre por sus peleas de gallos. Dos leguas más lejos, se esconde el bonito pueblo de Sania María del Tule, bajo bosquecillos de guayabos, chirimoyas y granados. El viejo árbol llamado sabino, que cubre con su sombra el patio de una pequeña capilla, es bien conocido en toda la república; de lejos, la cúpula de verdor que corona su enorme tronco hace creer en la existencia de un pequeño bosque. De cerca, causa estupor y admiración su prodigioso desarrollo.

El tronco, en su mayor diámetro, mide 40 pies; sobre otra cara, podría tener 30. A 20 pies del suelo, conserva las mismas dimen­siones; a esta misma altura, se bifurca y sus vigorosas ramas, semejantes a robles centenarios, llevan a 100 pies de ahí la sombra de su enramado protector. No es tan alto como lo haría suponer la enormidad de su diámetro y supongo que no mide más de 150 pies de altura.

Fuera de lo gigantesco de su tamaño, lo que sorprende al visitante es el admirable vigor que lo distingue. Está lleno de incisiones hechas en la corteza que no resisten ahí más de un año. ¡Cuántas letras entrelazadas, cuántos juramentos tomaron ai vie­jo árbol como testigo de eternos amores! Pero, como imagen del

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Mirla i 21

tiempo que personifica, su corteza los boira para siempre de su superficie, como el tiempo los borra del corazón que los dictó.

Los indios vigilan sin embargo que ninguna mano profana ataque al viejo monumento. Como a todo lo que concierne a su pasado, lo rodean de una supersticiosa veneración. Nadie lo visita más que bajo su vigilancia, barren y limpian todos los días el pie def árbol y no soportarían que se rompiera la menor de sus ramas. El indio tiene la religión del recuerdo y, quizás, en las noches de tormenta, oye gemir a sus ancestros entre las ramas centenarias del viejo sabino.

Algunos viajeros explican este fenómeno de vegetación como la unión de tres troncos diversos. Nosotros lo examinamos con cuidado y no pudimos descubrir más que uno solo, al cual su vigor promete todavía siglos de existencia. Horticultores y sabios afir­man que el árbol de Santa María del Tule debe tener por lo menos de dos mil quinientos a tres mil años. Así pues, esto sería una prueba más de la antigüedad de la civilización del valle, pues el sabino es un árbol cultivado que siempre se encuentra cerca de las ruinas, como en los lugares de recreo de los reyes aztecas, en Chapultepec, Coyoacán, Texcoco, etcétera. ¡Tres mil años! Nos remontamos entonces al periodo egipcio; había entonces en el valle hombres, una civilización, palacios. ¡Qué horizontes para los espíritus investigadores, qué consecuencias puede sacar de aquí la filosofía!

Rumbo al este, el valle se estrecha. Se atraviesa Tlacolwia, se siguen a lo largo las colinas, a los pies de las cuales canteras a cielo abierto aún presentan bloques medio tallados por los anti­guos constructores de Mitla.

En línea oblicua hacia la derecha, se llega a San Dionisio, último pueblo de la planicie que se detiene bruscamente para desembocar sobre Totalapa.

El valle de Tlaeolula, como el que se dirige hacia el sur, es el centro de un rico cultivo: nos referimos a la cochinilla. Desde hace tres siglos, el indio saca de este producto sumas inmensas; además, cultiva maíz, caña de azúcar y trigo; explota minas de oro y plata que sólo él conoce; nada le falta para asegurarse una vida feliz, abundante y fácil. Gran número de ellos podrían per­mitirse ciertos lujos, pero no.

Como todo pueblo ignorante, el indio está imbuido de supers­ticiones, pero no he encontrado más que en el Marquesado la

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avaricia elevada al estado de vicio nacional. En todas partes del mundo, el hombre esconde el numerario, pero sabe gozar de él y utilizarlo de acuerdo a sus necesidades. El mdio nunca lo goza; produce y no consume. Cualquiera que sea su fortuna o la suma de sus productos, vive de la misma manera. Su cabaña no se distingue de ningún modo de la cabaña del pobre, tiene por eterno vestido el amplio pantalón de algodón burdo y el grueso sarape de lana y, por alimento, la tortilla con frijoles y chile.

El indio viaja con sus víveres y la bolsa llena con algunos reales para la copita de mezcal, porque adora el alcohol, pero eso es todo; siempre hay que pagarle con monedas, porque nunca podría dar cambio de un peso.

Vi a un indio pedir cuatro reales a un comerciante a quien la víspera había vendido 1 500 francos de cochinilla.

— Pero, ¿qué diablos has hecho con tu dinero? — le pregun­taba el comprador.

■•—¡Ah, señor! Lo tengo colocado —respondió. Eso quería decir que estaba enterrado; pero, ¿dónde? Nadie lo sabía, ni su mujer ni sus hijos. Cuando el indio muere, su secreto se extingue con él. Rico, no lega a los suyos más que la miseria y la misma inútil pasión de adquirir. Si por casualidad descubre algún tesoro desconocido, respeta el secreto del propietario quienquiera que éste sea y, lejos de tocarlo, lo vuelve a cubrir religiosamente.

Conocí a un obrero, casi sin trabajo, que me afirmaba haber descubierto dos escondites que encerraban sumas importantes. “Indícame el lugar — le dije— , y te pagaré bien.” Sin darle importancia a la ingenuidad de mi oferta, me respondió que no podía; como yo insistí en conocer el origen de una superstición tan extraña, me dijo: “Eso no se debe hacer.”

Se ha calculado que los valles deben encerrar, en numerario escondido, algo así como ¡1 500 millones!

Tal suma fuera de circulación... ¡Qué espantosa pérdida para la sociedad!

Sólo conocí una excepción a esta regla. Fue en Mitla, cerca de las minas: una vieja india de una fortuna inmensa, pero sos­pechosa (porque se le atribuía el descubrimiento de varios teso­ros), se había mandado construir una magnífica casa, con un pa­tio plantado de árboles cítricos y flores raras. Tenía todo un jardín con pájaros exóticos, pavos reales, guacos, gansos de Barbaria, cisnes, etcétera; sus habitaciones estaban llenas de muebles

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Mitla ¡23

modernos de caoba, pero pude percatarme de que nada tenía que hacer con este lujo y que su yerno, un mestizo ambicioso, llevaría, ante los dioses indios, la pena de haber derogado una costumbre tan arraigada: Para ella, su pequeño palacio no consistía en nada más que una especie de museo, en medio del cual era una perfecta extraña; nunca una cama de caoba había abrigado su sueño; se acostaba en el piso, sobre un petate. Su vestimenta era como la de los suyos, una tela de lana amarrada alrededor de la cintura y toda su vida la pasaba en una pequeña tienda que ocupaba la esquina de su casa, donde pedía a crédito maíz, mezcal y algodón.

- Mitla, a donde una carreta de bueyes había transportado mi material, se encuentra en la parte más inculta e ingrata del valle, adosada a las montañas. Aquí reina un viento violento y continuo que reseca todo. La vegetación es casi nula y presenta únicamente grandes plantas llamadas pitayales, que sirven para hacer cercas y cuyo fruto es delicioso. Éste alcanza el tamaño de un huevo de cisne, la pulpa es amarilla rojiza salpicada de puntos negros y de un sabor comparable al de la fresa; resulta extremadamente refrescante en época de calor y los habitantes obtienen de él buenas ganancias en los mercados de Oaxaca.

El sitio de Mitla, que en tiempos de la Conquista ocupaba un inmenso emplazamiento, no presenta hoy más que un conjunto de seis palacios y tres pirámides en ruinas.

El lugar que ocupaba el pueblo contiene una construcción rectangular cuyos revestimientos de piedra no ofrecen ninguna escultura. De una longitud de 30 metros por un ancho de cuatro aproximadamente, sólo tiene una abertura en uno de los lados pequeños; el destino funerario de los palacios de Mitla podría también serle aplicado, admitiendo, por su simplicidad, que esta sepultura estuviera reservada a personajes de segundo orden.

La Casa del Cura es el primer edificio al norte, sobre el decli­ve de la colina. Consiste en una confusión de patios y construccio­nes, con paramentos adornados de mosaicos en relieve de diseño muy puro. Bajo los salientes de los encuadramientos, se encuen­tran rastros de pinturas completamente primitivas donde ni siquie­ra la línea recta es respetada: son toscas figuras de ídolos y líneas que forman meandros cuyo significado nos escapa.

Tales pinturas se reproducen con la misma imperfección en todo palacio donde un abrigo cualquiera supo preservarlas del deterioro del tiempo.

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La incorrección de estos dibujos unidos a palacios de arqui­tectura tan correcta, adornados de paneles de mosaicos de mara­villoso trabajo, hunde al espíritu en extraños pensamientos: ¿no podría encontrarse la explicación de este fenómeno en la ocupa­ción de los palacios por una raza menos avanzada que la de los primeros fundadores? Se trata de una simple hipótesis que emito.

He dado a esta primera ruina la apelación de Cana del Cura, porque el venerable sacerdote que la ocupa desde hace medio siglo, supo aprovechar los inquebrantables muros del edificio antiguo para acomodarse un retiro vasto y confortable, recubierto hoy por un techo moderno.

La iglesia del pueblo, colindante con esta construcción, se halla por completo construida con materiales del viejo palacio.

Arriba, a la izquierda, se encuentra la pirámide truncada de origen indio, coronada por una capilla moderna. Dicha pirámide es de adobe, con escalera de piedra. Los españoles tuvieron mucho cuidado en hacer desaparecer hasta el menor vestigio del templo que la coronaba. El gran palacio, cuyo conjunto se conserva aún entero y del cual sólo falta la techumbre, se compone de una construcción en forma de tau, cuya fachada principal, que mira hacia el sur, es la más bella, la más considerable y la mejor con­servada de los diversos monumentos de Mida. Tiene 40 metros de frente y envuelve una pieza de la misma extensión, cuyas seis columnas monolíticas, de aproximadamente catorce pies, sostie­nen la cubierta. Tres puertas anchas y bajas dan acceso a la pieza cuyo piso está cubierto por una espesa capa de cemento.- A la derecha, un corredor oscuro comunica con un patio interior igualmente cimentado cuyos muros, como la fachada principal, están cubiertos de paneles de mosaico y de dibujos con encuadramientos de piedra. El patio es cuadrado y proporciona luz a cuatro piezas angostas y largas, cubiertas de arriba a abajo de mosaicos en relieve cuyos dibujos en bandas se sobreponen en variantes hasta el techo. Los dinteles de las puertas son enor­mes bloques que alcanzan cinco o seis metros.

El segundo palacio es uno de los más maltratados de Mitla, entre los que aún existen. Sólo la puerta queda en pie, con su dintel esculpido; dos columnas en el interior dan testimonio del mismo orden observado en la pieza grande ya descrita.

El cuarto palacio se distingue en su fachada orienta) por paneles mucho más alargados. Cuatro palacios, quizá los más

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importantes, se encuentran al suroeste de los que reproducen nuestras fotografías. Se hallan casi rasos y enterrados, ya que los muros no se levantan a más de tres o cuatro pies del suelo. Las enormes hileras de ladrillos y los bloques inmensos que las dis­tinguen, les dan una importancia mayor que la de los palacios hoy todavía en pie. Los indios se apropiaron de estas ruinas, fijaron sus moradas en medio de los patios y los muros les sirven de cercas.

El material empleado, ya lo hemos dicho, es la tierra batida mezclada con guijarros y revestida de piedras. Algunos subterrá­neos se extienden bajo las ruinas. Éstos ya han sido abiertos una vez, pero la actitud hostil de los indios los hizo cerrar antes de que se hubieran podido recorrer y extraer los tesoros que encie­rran. Yo quise en vano proseguir con la misma empresa, pero hubiera necesitado el apoyo de cincuenta hombres para proteger mis trabajos, apoyo que tampoco pude obtener de un gobierno desorganizado que no podía sostenerse a sí mismo.

Nunca se llegará al conocimiento completo de tales monumen­tos mientras perduren en México los continuos desórdenes. La vida de los viajeros está sin cesar a merced del primer bandido que llegue, así como a la discreción de las poblaciones indias. Todos los dias les ocurre —como a mi me ha sucedido— verse despojados del fruto de seis meses de trabajo, de un gasto enorme y de innumerables fatigas; a mí me rompieron varios clichés y me quitaron todas mis notas.

Además, las ruinas van deteriorándose cada día. Los indios aceleran este deterioro ya de por sí bastante rápido y, empujados por una extraña superstición, acuden en bandas desde los pue­blos más lejanos y se apoderan de estas pequeñas piedras talladas que componen los mosaicos, persuadidos de que, entre sus manos, se convertirán en oro. La administración local debería poner térmi­no a este vandalismo estúpido; sería suficiente una orden al al­calde del pueblo y un guardia que se relevara a diario.

Los caprichos del colodión tuvieron a bien permitirme lograr todas las reproducciones de las ruinas. Contaba con cerca de veinte que hice transportar a Oaxaca, donde, a mi vez, me apresuré a regresar. Como no tenía barniz, fabriqué uno con una mezcla de ámbar y cloro formo, que tampoco tuvo éxito. Decidí entonces protegerlas provisionalmente con una capa de albúmina, receta dada por Van Monckhoven, en su Tratado de fotografía.

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126 Ciudades y ruinas amencLinus

Una vez barnizados los clichés, los puse a secar ai sol y ya me ocupaba en los preparativos de mi partida, pero las cosas cambiarían. Fui a la ciudad a visitar a algunas personas, propo­niéndome, a mi regreso, depositar religiosamente mis clichés en sus cajas de ranuras.

¡Ah, señor Monckhoven, qué ha hecho! Al regresar, cuál no sería mi estupefacción al ver que todo había desaparecido: la contracción de la albúmina lo había borrado todo.

Cierto, fue una gran desgracia; mis productos y mis recursos agotados me hacían desesperar. Agreguen a todo esto que las tropas liberales, expulsadas tres meses antes, venían a su vez a sitiar a los reaccionarios. La ciudad iba a cerrarse; hacia más de cinco meses que esperaba y ¡no había noticias de mi equipaje!

La situación era desastrosa. Hice acopio de todo mi valor y regresé a Mitla.

Únicamente pude encontrar a mi viejo carretero para acom­pañarme. Los caminos estaban cortados por grupos armados y todo el mundo se quedaba en casa.

Estaba solo, completamente solo; pero puse tal persistencia y tal energía, que, en cinco dias, sin dormir y pasando las noches en la preparación de mis productos y mis lentes, realicé de nuevo mi obra. Ya era tiempo; mis fuerzas estaban agotadas y me costó gran trabajo regresar a la ciudad. Las tropas enemigas coronaban ya las alturas; las calles estaban cortadas por barricadas, ei fuego empezaba. El peligro no existía realmente para nadie y el enemigo ofrecia más bien el espectáculo de un juego de fuegos artificiales que el de un bombardeo. Día y noche, una batería de dos piezas de doce y dos morteros, colocados sobre la colina, lanzaba bolas y bombas sobre el convento de Santo Domingo, donde se habían atrincherado las tropas de Cobos. Pero las bombas estallaban siempre a cientos de pies arriba del edificio, de manera que los habitantes, desde lo alto de las azoteas de sus casas, podían juz­gar con toda seguridad ei valor de los golpes y seguir con la mira­da los estallidos de las bombas.

Cuando, de uno u otro campo, una bola alcanzaba aproximada­mente su blanco, entonces la gente echaba burras y aullidos salvajes; el hábil tirador era el héroe de aquel día. Sin embargo, la vista de esta guerra inofensiva ofrecía poco atractivo a mis ojos y yo esperaba con paciencia a que terminara. Pero ocho días pasaron, después quince, y la discusión no había dado un paso. Cada par-

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Milla

m ifalSfrWÉMíSirrlTI

tido consejaba prudentemente su posición, uno sin salir, el olro sin intentar un asalto. Había que terminar. Hice mis visitas de despedida a las personas que me demostraron alguna amistad durante mi estancia en la ciudad. Debo, en agradecimiento, recoi- dar con que gracia fui recibido en casa del señor Lancon, einpie- sariu francés; con qué amabilidad la señora Lancon me hizo el honor de su deliciosa compañía y puso a mi disposición los recursos de una biblioteca selecta que me permitió escapar del aburrimiento numerosos días. Es tan raro reunir, como la señota Lancon, tantas virtudes privadas y tan sólida instrucción, que el recuerdo de su benévola hospitalidad es, en mí, inseparable de la admiración que experimento por sus méritos. Ojalá estas pocas lineas puedan llevarle el testimonio de mi sinceia gratitud.

Cuando mis preparativos estuvieron terminados, me costó gran trabajo encontrar muías y un sirviente dispuesto a seguirme. Necesitaba además, otro que conociera la sierra y el oficio de arriero, lo que no resulta fácil. Una muía mal cargada se despelleja y muere después de algunos días de marcha, sobre todo en las montañas, donde las subidas y bajadas imprimen a los bultos un vaivén muy doloroso para el pobre animal. Compie dos muías y un mulo con sus aparejos en 150 pesos, y eso que eran bastante malos los pobres animales.

En cuanto a José, tuve que prometerle el doble de la paga ordinaria, 20 francos diarios. Para mí, llevaba como montura el caballo gris, objeto de mi intercambio con el Güero López y que, afortunadamente, nadie me había reclamado.

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VIH. LA MONTAÑA

El rancho en el bosque.-—Huajimoloya.—La escolta.—La sierra.—Ixtlán.—Los indios y sus pueblos.—El alcalde.- -El topil y el viejo.—Ozoc y el fabricante de órganos.—La bajada de Cuasímulco.—Yetla.—-Tuxtepec.—-Tlacotalpan. Alvarado.—Veracniz.—El sitio.

Aunque portador de salvoconductos de los dos partidos, yo tenía aprehensiones, desde mi punto de vista. El equipaje y el dinero que me quedaban me importaban poco, pero me preocupaban algunos ladrones bien educados, de los que se encuentran mu­chos, los cuales, con maneras detestables, agarran todos los ob­jetos que pueden tener algún valor, por bajo que sea, y rompen todo lo que juzgan inútil de cargar. Estaba bien resuelto a defender mi tesoro al precio de mi propia vida. Pero me hallaba solo y el resultado de una lucha contra varios ladrones era dudoso. José se habría eclipsado sin el menor remordimiento, lo sabia bien; así que no contaba con él.

Había tomado el camino de la montaña e iba a dar un rodeo de más de 100 leguas para evitar a los compadres que ocupaban la carretera de México.

La primera parte de la jomada la pasamos bien, o casi. La soledad completa, los lejanos y débiles ecos del cañón de la ciu­dad, la alegría de un suceso relativo a las dificultades de la ejecución, mi partida considerada como una liberación, me llena­ban el espíritu de ideas graciosas.

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LÍO ('Hijueles y minas americanas

Además de José, tenía como compañero de viaje a un amigo cuya gentileza hacia amable mi aislamiento. El amigo en cuestión era una magnifica guacamaya roja amaestrada admirablemente. La habia traído de Chiapas en mi primer viaje y, desde entonces, no me habia abandonado. Hecha para las expediciones lejanas, estaba tan acostumbrada a los viajes, que se hallaba libre y a gus­to sobre la carga de una muía, paseando y parloteando todo el día, colgándose del pico en los momentos difíciles. Algunas veces, podía venir cerca de mí; yo la ponía entonces sobre el pomo de mi silla, pero ella prefería mi hombro y me contaba entonces un montón de lindas cosas mordisqueándome la oreja. Tenía las alas sin cortar; podía volar c irse, sólo la retenía cerca de mí una larga costumbre ayudada por un gran y verdadero afecto.

En cuanto a José, pronto advertí que era el más grande ha­blador que jamás haya habido. No conocía la región y mucho me­nos sabía cargar una ínula, así que tuve que hacer con él el apren­dizaje de arriero.

A cada instante había que echar pie a tierra, apretar tal carga, levantar otra y, a veces, hacer todo el trabajo de nuevo. Las recri­minaciones hubieran sido vanas en semejante caso; lo soporté sin quejarme, pero casi no avanzábamos.

Además de todo esto, José tampoco era valiente. Temblaba a cada encuentro y siempre lo veía a punto de huir. Como yo me extasiaba ante esta atroz timidez, José se plantó derecho como un capitán y pretendió probarme que era el hombre más valiente del mundo; me explicó que, si a veces temblaba, era por temor a ser tomado por desertor y reincorporado; que, en efecto, había aban­donado a su ejército, pero con el propósito de venir en ayuda de su madre viuda y de la cual el era el único sostén. Yo debía se­guramente aprobarlo, decía; y agregaba que, en prueba de su valor, iba a mostrarme sus cicatrices. Diciendo y haciendo, José empezó a abrirse la camisa y a quitarse el pantalón. Le pedí que no lo hi­ciera y le ordené que se abstuviera de demostraciones para apo­yar su palabra, asegurándole que yo le creía.

— ¡Un cobarde, yo! — agregó— . Tengo dos heridas de lanza en la espalda.

Solté una carcajada, lo que produjo un malísimo humor en mi fiel seguidor, nial humor que no se extinguió delante de un vaso de mezcal.

Mientras tanto, habíamos llegado al pie de la sierra y las muías

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avanzaban con gran esfuerzo por un sendero. Además, nunca hay que forzar a una muía en su primer día de marcha; debe acostum­brarse poco a poco a soportar la fatiga.

En virtud de este principio, nos detuvimos hacia medio día en un pequeño rancho escondido en un barranco de la sierra. El propietario era un montañés de rostro agradable que me aconsejó no proseguir, el bosque estaba lleno de desertores, de quienes me sería difícil escapar.

—Descansen en mi cabaña —me dijo-—. Mientras tanto, voy a buscar dos hombres a los que me uniré para servirle de escolta; partiremos a media noche y llegarán temprano a Huaji- moloya.

Este arreglo me proporcionaba una seguridad preciosa. Una vez en la sierra, ya no había nada que temer.

El hombre partió entonces y nosotros descargamos las muías. El jacal era tan pequeño que no pudimos alojarnos. Se trataba, según su mujer, de una habitación provisional a donde ambos ve­nían para vigilar la cosecha de un magnifico vergel de duraznos.

La india nos preparó algunos pedazos de tasajo y un plato de frijoles; yo tenía pan. En cuanto al reposo, me fue imposible probarlo; una vez al abrigo de esta horrible cabaña, fui invadido por una nube de insectos de todas clases, pinolillos, pulgas, ala­cranes, etcétera, así que me fui a acostar afuera.

Hacia la media noche, el indio, de regreso con sus dos amigos, me despertó. Cargamos las muías y nos pusimos en marcha. No había luna, la oscuridad era tan profunda y la pendiente tan in­clinada, que me encontraba casi acostado sobre mi caballo. De vez en cuando, había que detenerse y dar a las muías unos instantes de reposo; su respiración era ruidosa, irregular, ansiosa. Temía a cada instante verlas rodar por los precipicios que se adivinaban a derecha e izquierda. Por mi parte, preferí bajar del caballo y de­jarlo seguir, libremente y sin carga, a las muías que nos prece­dían. El frío aumentaba a medida que ascendíamos hasta volver­se incómodo. Los bosques resonaban de silbidos misteriosos y, de lejos, a veces se veía brillar el fuego de un campamento de carboneros.

El día empezaba a despuntar cuando un ¡quién vive!, nos detuvo. Era el puesto liberal desde el cual dos de mis guías habían bajado a buscarme. Nos reconocieron y pocos minutos después, nos calentábamos voluptuosamente al fuego del vivaque.

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Ciudades y as días atnei ¡canas

Había ahi como cincuenta hombres que vigilaban el desfila­dero y no permitían a nadie entrar en la sierra. Cinco de ellos me condujeron a Huajimoloya para ponerme en manos del coman­dante de diversos puestos escalonados en esa zona. El sol se levantaba en el horizonte y el frío había desaparecido. Recorrimos magníficos bosques de pinos, encontrándonos a veces en medio de inmesos caos de rocas desprendidas que recordaban las caña­das de Apremont. El lugar era hermoso, salvaje y, en los claros de la vegetación, a miles de pies abajo, la mirada se perdía en las profundidades del valle.

El rancho de Huajimoloya, a donde llegamos a las diez, es un establecimiento de indios carboneros, compuesto de una gran­ja y de tres o cuatro chozas. El cultivo de la papa —que alcanza apenas el tamaño de un huevo— y la cría de un rebaño de vacas, son las únicas ocupaciones de los habitantes.

El comandante, joven oficial de veinticinco años máximo, parecía no gustar de los encantos de su soledad; pedía un cambio a gritos. Después, habiéndose informado de las noticias del si­tio y constatado mi calidad de extranjero, me dio el pase necesario V yo le deseé mejor suerte.

La bajada es a pico y no fue sino después de mil rodeos y casi siempre a pie, que llegué al primer pueblo de la sierra, ya muy tarde. Estaba muerto de cansancio y me acosté con delicia sobre las bancas del cabildo (casa destinada a los viajeros), de­jando a José el cuidado de procurar a nuestras desdichadas bestias el heno y el maíz que tanto necesitaban. Me dormí sin comer; el sueño había matado el hambre. Ya era tarde cuando nos dirigimos hacia Ixtlán, la capital de la montaña.

La guacamaya, feliz de haber abandonado las alturas hela­das del rancho para entrar a un clima más suave, chirriaba co­mo una urraca; pero las muías me daban lástima. Como lo habia previsto, las tres estaban en mal estado, sobre todo el macho. Las cosas no podían más que empeorar hasta el día de nuestra llegada.

De mis tres animales, este mulo me había parecido el más inteligente, así que lo había cargado con los bultos más valiosos: mis cajas de clichés. Sus compañeras, más jóvenes, iban un poco a la ligera, resbalando a menudo y no debiendo más que a una raía casualidad el no haber rodado al fondo de los precipicios en repetidas ocasiones, Pero el mulo tenía un gran defecto y era que

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la prudencia, que no lo hacía avanzar hasta estar perfectamente seguro de su punto de apoyo, me mantenía detrás de él para excitar su amor propio por medio de algunas patadas bien aplicadas; desde hacia tiempo había renunciado al látigo, pues éste le im­portaba un soberano pepino.

En realidad, el mérito tiene siempre alguna debilidad que le hace contrapeso; se tienen los defectos de sus cualidades.

' Fuera de su pereza, mi animal observaba la mala costumbre de quejarse sin cesar, lo que le dio el nombre de Pujador, por parte de José. En efecto, daba en todo momento pujidos horri­bles, pujidos que podían conmover hasta a las rocas del camino. ¡Ah, qué pujidos! Y su carga no pesaba ni 60 kilos: era flo­jera pura.

Queriéndome asegurar de si su carga estaba mal puesta y lo molestaba, a pesar de su relativa ligereza, lo descargamos, lo cual pareció causarle un enorme placer y mientras José le volvía a poner la albarda, él gemía de lo lindo a pesar de que no había ninguna carga. Decididamente, era una manía. ¿Quién no tenía las suyas? Lo volvimos a cargar y nos pusimos en marcha. Pero el Pujador tenía un vicio, ¡un vicio, caramba!, del cual tuve una dolorosa experiencia: era taimado y rencoroso.

Como yo iba a caballo, los “estímulos” que le prodigaba tocaban un lugar muy sensible y tuve la ingenuidad de creer en mi impunidad. Él me observaba de vez en cuando, estudiando la situación y planeando la venganza. Terminó sin duda por encon­trar el instante favorable y, cuando me preparaba a administrarle un nuevo golpe, dio bruscamente un salto de lado y me lanzó con destreza una coz que me alcanzó el muslo.

Este animal obra malignamente.Cuando se le ataca, bien que se defiende.

No tenía nada que decir y dejé a José el cuidado de conducir a un animal tan susceptible.

El camino que conduce a Ixtlán rodea establecimientos mi­neros de oro y de plata donde grandes piedras, puestas en mo­vimiento por las muías, trituraban el mineral. Las habitaciones de los propietarios son magníficas y las cabañas de ios indios, di­seminadas por los alrededores, respiran un bienestar raro en la república. Y es que la sierra goza, al abrigo de sus rocas imprac-

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ticables, de una tranquilidad que no se encuentra en ningún lado. Estábamos todavía en la hondonada, y la vista, muy ¡imitada, no nos permitía admirar el espléndido panorama que se despliega ante el habitante de las alturas; fue hasta aproximamos a Ixtlán que pude juzgar la grandeza del paisaje y la profundidad de los horizontes.

Encontré reunidos, en la cabeza de distrito de la sierra, a los miembros del antiguo gobierno de Oaxaca. Había afluencia de tropas; convoyes de indios y de muías, portadores de víveres y municiones, corrían en dirección del valle. No se dudaba de la toma de la ciudad en algunos días, pero supe más tarde que el sitio había durado cuatro meses, demasiado tiempo para una plaza sin murallas y sin defensa. Hay que admitir, es verdad, que los si­tiados eran más numerosos que los sitiadores, lo que ocurre con frecuencia en México.

En ixtlán tomé una guía para conducimos a Macuiltanguis porque, decididamente, José me hubiera perdido en el laberinto de los senderos que cruzan la montaña en todos sentidos.

Mientras más avanzábamos, más la naturaleza desplegaba sus bellezas. A cada paso había sitios encantadores y variados; un rico cultivo exponía bajo nuestros pasos un tapete de vegetación donde los tonos más diversos se sucedían uno a otro. Había cebada, maíz, trigo, praderas artificiales, ramilletes de bosques y, aquí y allá, las cabañas indias estaban rodeadas de naranjos, de limoneros y de granados en flor. Esta naturaleza es alegre y festiva; la sierra posee todas las bellezas: la grandeza en las lincas, el salvajismo en sus rocas escarpadas, la ingenuidad en sus pueblos, la virgi­nidad en sus alturas y, sobre todo, su cielo de un azul tan puro y esa atmósfera transparente que envuelve todas las cosas con el velo mágico de su colorido.

A veces, el sonido de una campana de iglesia subia hasta no­sotros desde las profundidades como humo de incienso y exten­día un rocío de plegaria en medio de estos esplendores.

Un torrente corría a nuestros pies, perdido en lo invisible, y ci pueblo que nos miraba desde el frente parecía hallarse al alcance de la mano: se necesitaban tres horas para llegar a él.

¡Qué jornada tan llena y rápida pasé y cuán cortas me pare­cieron doce horas de marcha!

Eran las seis de la tarde cuando llegamos a Macuiltanguis, encumbrado como un nido de águilas sobre una meseta escarpada.

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Me dirigí al cabildo, casa común destinada a los viajeros. Cada pueblo debe tener uno. El alcalde había sido prevenido de mi llegada y me envió a uno de sus topiles.

El alcalde, en los pueblos indígenas, esta siempre asistido por dos topiles que tienen órdenes de ponerse a disposición de los viajeros para abastecerlos, mediante un precio fijo, de maiz y de forraje para los caballos y del alimento que puede ofrecer el pueblo.

El topil en cuestión me abasteció inmediatamente de todo lo que mis bestias necesitaban y por lo que a mi concernía, una mes­tiza, vecina de la casa real, me sirvió en unos minutos la comida más deliciosa que hubiera podido desear un estómago hambriento. Tuve pan blanco como la nieve, un mole de guajolote admirable­mente preparado, un plato de frijoles, queso y frutas. Como bebida, pulque espumoso y media botella de aguardiente.

Cené, a fe mía, deliciosamente y no temía beber una copa de más. El topil me hacía los honores de su casa con un servilismo que igualaba mí generosidad al ofrecerle copa tras copa, asi que se levantó ligeramente emocionado, feliz de haberme conocido. Me hablaba de su pueblo con gran entusiasmo y quiso darme prue­bas de su alta instrucción. Leía perfectamente y poseía algunas ideas geográficas, pero “cojeaba” horriblemente en historia y “se cayó” de plano al abordar la política. Durante ese tiempo, algunos curiosos de ambos sexos se habían reunido en el patio del cabildo. Un mendigo ciego vino a unirse a ellos llevando una guitarra rota. Era el músico del pueblo, cuyo rostro arrugado, donde se dibu­jaban todavía algunas sonrisas, me recordaba al ciego de Bagnolet. Repetía, como éste, los refranes de su juventud; ponía en su canto toda la poesía de la nostalgia y sabía arrancar a su vieja guitarra sonidos conmovedores. Quizás era yo juguete de mis ilusiones, quizá también el recuerdo de las maravillas que había recorrido, disponían mi alma hacia la admiración fácil y sin duda hubiera encontrado formidables los gritos más discordantes. Sin embargo, todo se agitaba a mi alrededor, el viejo había abandonado los me­lancólicos cantos del pasado para entonar canciones modernas y el arrebato del baile había invadido a todo el mundo. Muchachos y muchachas daban palmadas al compás del zapateo, mi topil hacía mil extravagancias y se retorcía como un demonio.

Me asombró muchísimo que un hombre tan grave, una lumi­naria de la ciencia, se comprometiera hasta ese punto y me dis-

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ponía a recordarle el respeto a su dignidad, cuando advertí que poco faltó para que yo hubiera sido arrastrado hacia el mismo abismo. Me conformé con aplaudir y hacer circular en profusión las bebidas propias para mantener el entusiasmo. Debimos reti­rarnos sin embargo y el viejo músico nos abandonó satisfecho, como todo el mundo.

Al día siguiente, el espectáculo se desplegaba ante mis ojos grandioso como el de la víspera, sin nunca cansar mi admiración. En la tarde, llegamos al pie de una montaña cuyas mesetas, dis­puestas en anfiteatro y separadas por pendientes a pico, parecían una escalera de titanes. Tres pueblos se encontraban en esas alturas. Nos detuvimos en el último, el pueblo de Ozoc. Las muías se hallaban en un estado deplorable y rendidas de cansancio; un día de reposo les era muy necesario.

Me albergué en la casita de un carpintero instrumentista, cuyo nombre como fabricante de órganos era “universal” en la sierra.

Yo iba a adentrarme en senderos más difíciles todavía, porque una vez sobre la vertiente del Golfo, las pendientes, más inclina­das que las que había recorrido, eran resbaladizas y peligrosas. Quería que uno o dos indios me acompañaran para confiarles mis clichés, no atreviéndome ya a confiar en el Pujador. Pasé entonces el día en el pueblo'; Era domingo y, temprano, escuché el sonido de las campanas. Habia gran afluencia a la iglesia situada 20 metros arriba de mi alojamiento, así que asistí a la ceremonia religiosa. Quedé sorprendido, cuando entré al templo, de no ver al sacerdote: sin duda no había llegado. Por lo demás, la compos­tura de los indios resultaba edificante y nada hacía prever el desarrollo burlesco de la ceremonia. El sacerdote aún no llegaba cuando, con sorpresa, vi a un indio, vestido con un sobrepelliz, entonar cerca del altar cantos religiosos mientras que otros se libraban a diversos ejercicios cuyo significado no pude compren­der. Debe ser eí sacristán —pensé— y sus acólitos.

Como todas las iglesias, la de este pueblo poseía varios santos, colocados en nichos y tarimas. Los oficiantes tomaron dos de estas estatuas, las pusieron sobre unas parihuelas y empezaron adentro, luego afuera, una serie de procesiones acompañadas de cantos, todo con actitud muy seria y un recogimiento perfecto; yo no ha­bía visto al padre. Ai no verlo llegar, dejé la procesión y regresé a la cabaña. Mi primera pregunta fue para informarme sobre la ausencia del cura y sobre esta extraña manera de celebrar el

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servicio divino. Mi anfitrión me respondió que el padre se había retirado ante las demostraciones malévolas y que en muchas poblaciones de la sierra los curas habían abandonado sus iglesias por los mismos motivos. El asunto me pareció mal y le expresé la desaprobación que me inspiraba una impiedad tan grande.

— ¡Basta! — me dijo-—. La pasamos muy bien sin padre, a veces el alcalde, a veces algún otro, se encarga de decir la misa — ¡el impío llamaba a eso decir misa!— . Y usted ha visto que todo está perfecto. Además — agregó—, el padre nos costaba, bien o mal, como 4 000 pesos. Su ausencia es, entonces, una gran eco­nomía.

El decreto de Juárez que establecía el matrimonio civil había, creo yo, traído este desorden a la montaña.

— Yo soy el único que pierde en este asunto —me dijo mí anfitrión— . Mi comercio ya no marcha tan bien y los pueblos sin cura no quieren gastar en un órgano; pero como les gusta mucho la música, es probable que empiecen a hacer pedidos de nuevo.

Sin embargo, yo notaba que el exilio del padre no quitaba nada a los sentimientos religiosos de los indios: o b s e r v a b a n sin infrac­ción el reposo dominical, nadie trabajaba en los campos y pasaban el día entero en ceremonias en la iglesia. El indio es esencial­mente el ser más teocrático de la creación, nadie se inclina con más respeto ante el nombre del Señor; desde el brujo de los pieles rojas hasta el gran lama, desde el bonzo hasta el papa, cualquiera que le hable en nombre de la divinidad, le impondrá sus leyes.

¿Cómo explicar en estos montañeses de ia sierra la necesidad de ideas y de ceremonias religiosas unidas a tal indiferencia ha­cia el sacerdote?

Ciertamente no me encontraba en un pueblo de filósofos. ¡Quién entonces les enseñó que la religión es independiente de las culpas de sus ministros, que la idea de dios es eternamente bella, joven y pura, quienquiera que sea el que la predique!

Me parece haber hecho notar que siempre donde el cultivador es rico o el campesino poseedor, el fiel tiene menos fervor. El propietario trabaja los domingos, el obrero se rehúsa a hacerlo y va a la iglesia; el primero lucha por aumentar su haber, el otro pierde la esperanza de adquirirlo. En esto se explica perfectamen­te la indiferencia del indio de estas montañas por el sacerdote: cada uno es propietario de un pedazo de suelo, no les gusta dar, les parece conveniente poder casarse sin gastos ante el alcalde,

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en lugar de pagarlo a un padre 25 pesos por una bendición nupcial. El indio del Anáhuac, siervo casi siempre, que no posee más que sus dos brazos, se refugia eternamente en la idea religiosa y personifica a su dios en el sacerdote que lo dirige; le dará todo lo que requiera, ¡tiene tan poca cosa!, y la limosna que otorga el viejo mártir no es uno de los menores ingresos del clero en esta parte de la república. Pero todo eso no resuelve la cuestión y yo no puedo darme cuenta de esta extraña anomalía.

Lo más notable reside en que los indios de la sierra parecen formar una masa homogénea presentando los mismos tipos, las mismas aptitudes, c integrando una nación, al contrario de la diversidad de razas que lo rodean.

Altos y bien formados, de un tinte amarillo claro, dotados de una inteligencia notable y de una instrucción poco común, se encuentran sin lugar a dudas en primera línea entre las naciones aborígenes de México, y el historiador que investigue los orígenes de la civilización extinta que representan los palacios de Mitla, podría encontrar entre ellos alguna tradición perdida o algún precioso documento. Por mí parte, yo no abandoné sin pesar esas montañas encantadas. Los ocho días que pasé en medio de las hospitalarias poblaciones, quedarán en mi memoria como uno de mis más deliciosos recuerdos.

Las cimas de la montaña de Cuasi muí co están casi siempre heladas. Una capa de nieve cubría la tierra cuando llegamos mi grupo y yo. Formábamos una caravana. Varios indios, cargados con bultos diversos, se dirigían a la planicie. A partir de este punto elevado, la vista cambia bruscamente, es el desierto en las puertas de la civilización, los campos cultivados han desaparecido y la selva virgen extiende, hasta perderse la vista, el manto de su es­pesa vegetación.

A los pinos de las alturas se mezclan ya robles subdesarro­llados; a unos 100 metros más abajo, se encuentran árboles de tierra caliente,.se pasan horas en la semioscuridad de una umbría que no perfora jamás un rayo de sol, la humedad es penetrante, las orquídeas se mezclan con las lianas y los matorrales se vuel­ven impenetrables.

La bajada que conduce a las planicies del Golfo es tan brusca y tan resbalosa que, de trecho en trecho, hubo que apuntalar la tierra del sendero por medio de tablas transversales, a manera de inmensa escalera. La misma inclinación se continúa por espacio

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de ocho leguas, con algunas alternativas de subidas y bajadas an­tes de llegar a la planicie. No hay una sola vivienda en todo el trayecto. Torrentes que deben atravesarse con prudencia y de vez en cuando, claros donde el sol y la sombra juegan en medio de una espléndida vegetación, producen los más formidables deco­rados.

Cuasimulco es un miserable rancho poblado de zambos, es decir, hijos de negros e indios.

Resulta imposible encontrar un contraste más asombroso que el existente entre los industriosos habitantes de la siena y la raza degenerada entre la cual me encontraba. Situados en condiciones maravillosas para producir de todo, poseedores de una tierra fértil más allá de toda expresión y sin más dificultades para el cultivo que las inclinaciones del terreno, viven en una espantosa miseria, fruto de una pereza inexcusable.

Estos desdichados no producen más que el maíz necesario para su consumo y cuando la cosecha falta, deben ir a mendigar a otro lado. Pero tienen el cuidado de mantener un gran campo de caña de donde producen aguardiente, lo que les permite embriagarse todo el tiempo. Me costó gran trabajo encontrar un poco de maíz para el caballo y i as muías; tuve que amenazar al alcalde con quejarme a las autoridades de Tuxtepec, dada su indiferencia hacia los forasteros. Éste terminó por enviarme al­gunas medidas de granos y, como forraje, dos paquetes de caña de azúcar tienta que las bestias apenas tocaron.

El cabildo consistía en un techo de paja abierto a los cuatro vientos donde me instale de mal humor ya que habia hecho el camino a pie y esta jornada de doce leguas, de las cuales más de ocho habían sido por una pendiente de 40 grados, me había dejado las piernas en lamentable estado. Pero el día siguiente resultó más terrible todavía; era una serie de pequeñas subidas donde se avanzaba un tanto y se retrocedía otro; había que caminar literal­mente a cuatro patas. ¡Cuánta razón tuve al contratar a un indio para ayudarme a transportar mis clichés! Las muías tropezaban y se caían a cada instante. Hasta el Pujador vio volverse inútiles todos los esfuerzos de su prudencia; en fin, una de las muías pisó en falso con las dos patas derechas y desapareció. Lancé un grito de espanto; se escuchaba en el fondo del barranco el mido de las aguas de un torrente y la creí perdida. Los indios que me acom­pañaban depositaron enseguida sus bultos y, con ayuda del ma­

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chote, abrieron un pasaje entre Ja maleza por donde la muía ha­bía desaparecido. Los seguí y a cincuenta pasos del sendero en­contramos al animal acostado de lado; un arbusto muy fuerte lo sostenía por el vientre y había impedido que se desbarran­cara.

La pobre bestia sufría más de miedo que de daños, fuera de algunos raspones sin gravedad en la cabeza y en una de las patas traseras. Nos costó mucho trabajo ponerla en pie, aunque previa­mente la habíamos descargado. Perdimos más de dos horas en el incidente, pero por fortuna no lo pagamos más caro.

Se comprenderá que yo iba a píe, dejando a mi caballo el cuidado de su conservación personal. Fue con gran alegría que vimos desaparecer la última colína, pudiendo pisar con toda seguridad sobre el suelo de la planicie.

En Yetla existe la misma incuria, la misma miseria que en Cuasimulco... ¡y la naturaleza es un jardín! Como a partir de este último punto la ruta se continuaba fácilmente hasta Tuxtepec, le pagué al indio que me acompañaba: éste me dio las gracias, volvió a la montaña y yo continué mi viaje solo con José.

Todo iba bien al principio; entrábamos a la región de los rios. Algunos eran anchos y profundos y había que conocer los vados. Durante el invierno, cuando las lluvias hacen crecer los torrentes, los indios establecen de una orilla a otra un puente de lianas que cuelga de los árboles de ambas riberas. Estas pasarelas vacilantes son verdaderas obras maestras; al verías es difícil comprender cómo el solo peso del entablado y de los accesorios no precipita su caída. Elevadas a cinco o seis metros del río, de un desarrollo considerable, soportan sin embargo pesadas cargas y durante tres meses no hay otro modo de pasar. De todas formas, yo no quise hacer la prueba. El vado que me habían indicado no tenía nada que lo distinguiera claramente y eso me molestaba. Creía recor­dar que dicho vado debía hallarse algunos metros arriba del puente y, después de mucho vacilar, consultando a José cuya memoria no era mucho más fiel que la mía, dirigí las muías por encima de la pasarela. Con gran desesperación las vi hundirse tanto o más de lo que se hundirían en un vado; lancé mi caballo a galope para hacerlas retroceder, pero no pude impedirles continuar. Creí per­didos mis clichés, ya que las cajas desaparecían casi por com­pleto debajo del agua. La guacamaya, al verse en medio de las aguas, gritaba desgarradoramente. Desolado, no quitaba la vista

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de mis clichés, indiferente a todo salvo al peligro que éstos corrían delante de mí sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.

Fue una verdadera agonia; cada sobresalto de la muía al perder el equilibrio, nadando o caminando, me hundía en nuevas angus­tias. Fue tan largo como un siglo, el ancho río me parecía infinito. Respiré de nuevo hasta que vi a las bestias en la otra orilla, a donde llegué al mismo tiempo que ellas.

Me apresuré a descargar todo y abrir las cajas. Estas se en­contraban llenas de agua, que vertí suavemente por miedo a que la capa de colodión húmedo se levantara de la vidriera. Por for­tuna, los daños fueron pocos: únicamente los bordes se habían despegado. La estancia en el agua, tan larga para mí, había sido relativamente corta y sólo tres de mis clichés sufrieron daño. Los saqué todos de sus cajas mojadas y los puse a secar al sol; volvi­mos a emprender la marcha cuando se secaron. De aquí en ade­lante, ya no existían los mismos riesgos; los ríos, mucho más considerables, exigían una barcaza para los viajeros y las mercan­cías. Además, nos aproximábamos a lugares más civilizados donde podría procurarme asistencia si fuera necesario. Las dos jomadas que me quedaban por hacer resultaron un verdadero paseo; lindos Pueblitos, escondidos bajo el follaje, se escalonaban en el camino. Algunos españoles y franceses habían colocado sus tiendas de campaña en estos lugares encantadores y tuve el extremo placer de poder conversar en mi idioma, lo que desde hacía mucho tiem­po no me ocurría.

Las mestizas llevan el gracioso traje de las mujeres de la costa, atuendo transparente que no vela más que a medias su busto es­belto de piel bronceada. Los bosques estaban salpicados de gigan­tescos zapote-mameyes, cuyos enormes frutos se balanceaban so­bre mi cabeza. Hacía mucho calor, pero el sendero alojó durante mucho tiempo las orillas de un río cuyas límpidas aguas permitían seguir en sus retozos a peces de todas las especies. A veces, ban­dadas de cotorras y pericos de cabeza amarilla levantaban el vuelo al aproximamos, y parejas de grandes guacamayos verdes hacían retumbar el bosque con sus gritos estridentes. Mi vieja amiga levantaba la cabeza al oír este lenguaje conocido, a veces respon­día con un llamado y la inquietud que la agitaba me hizo temer que me abandonara. La tomé en mis brazos y sus caricias me pro­baron victoriosamente que no tenia la menor idea de hacerlo.

Tuxtcpec es un gran pueblo situado sobre la ribera derecha

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Ciudades y rumas americanas'i 42

del Papaloapan. Los indios de la montaña vienen aquí a abaste­cerse de todo y vender algunos productos del valle de Oaxaca.

En Tuxtepec encontré a dos compatriotas a quienes las vici­situdes de la suerte habían conducido a este apartado rincón del globo. El primero, un viejo vasco de cara enérgica y vejez vigo­rosa, cultivaba tabaco y algodón; me ofreció su hospitalidad. Muy considerado en el pueblo, había amasado con el sudor de su frente una fortuna independiente y como no tuvo hijos de su compañe­ra, había adoptado a una linda niña a quienes los jóvenes empeza­ban a cortejar. El otro, hombre de mundo, antiguo y rico especula­dor de algodón, había comprometido su fortuna en compras sin éxito, tenía como amante a una muchacha de color y, contraria­mente al viejo vasco, le daba un hijo cada año. Aunque profun­damente desilusionado de las cosas de este mundo, conocía por experiencia la pobreza y no perdía la esperanza de restablecer su fortuna con los resultados esperados de sus plantaciones; se de­dicaba sobre todo al cultivo del tabaco. Juntos cantábamos algunas cancioncillas disfrutando de vinos franceses, placer que yo no había experimentado en seis meses; hay que haber estado privado durante mucho tiempo de toda comunicación con la divina botella para apreciar en todo su valor la alegría que produce el choque de un vaso amigo.

Como debía detenerme en Tuxtepec para embarcarme sobre el Papaloapan, vendí caballo y muías y le pagué a José. El po­bre muchacho me abandonó con lágrimas en los ojos pidiéndome seguirme hasta el fin del mundo. Olvidaba a su madre, de quien eia el único sostén; se lo recordé, me dio el abrazo mexicano y partió.

Durante mi permanencia en el pueblo, el señor B. me ense­ñaba las diversas plantaciones, me explicaba el cultivo de los productos, el rendimiento de cada uno de ellos, pasando revista a la caña de azúcar, el tabaco, el algodón, la vainilla, etcétera.

La mayor parte de la tierra no estaba cultivada; la carrera se halla abierta para todos. Para volverse propietario, es suficiente na­turalizarse como ciudadano de la comunidad y se tiene entonces el derecho de escoger en el territorio del pueblo la tierra que mejor le convenga, con la única obligación de abatir los árboles y cercar el campo. Me explicaba con qué facilidad el emigrante podría crearse el bienestar que alcanza con tantos sufrimientos en Estados Unidos. El algodón es de primera calidad, el tabaco está clasifi­

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La üV'rstüña 143

cado entre los mejores crudos, en los bosques abunda la vainilla. Pero la gran agricultura está prohibida, hacen falta brazos y, por así decirlo, debe cultivar uno mismo, porque la gente que se emplea abandona el trabajo después de algunos días hasta que, agotado su salario, el hambre la trac de nuevo. ^

Tres días habían pasado, la canoa me esperaba. Esta consistía en un enorme tronco de caoba hueco que medía 40 pies de latgo por seis de ancho; la tripulación se componía de cuatro hombres. Dos barcas igualmente tripuladas nos acompañaban.

_ Desde Tuxtepec se necesitaban habitualmente cuatro días para llegar a Alvarado, en la desembocadura del río. Cuatro días de navegación en semejante embarcación, con un sol infernal, pue­den ser muy penosos. Agreguen a esto mosquitos famélicos y nubes de moscas imperceptibles más terribles todavía y tendrán ustedes una idea del encanto de! viaje. Las orillas del río son pla­nas y casi desiertas; al aproximamos a la costa, se atraviesa Cosama- loapan, Tlacotalpan, un poco más abajo dos colonias americanas y se llega a Alvarado.

Un movimiento extraño animaba el pequeño puerto: dos vapores cargaban madera, armas, cañones y hombres. Pregunté sobre la causa de esta mudanza y me respondieron que Miramón, quien había sitiado Veracruz, vendría probablemente a ampararse en Alvarado. Se quería entonces que no encontrara nada en cues­tión de provisiones de guerra e instrumentos útiles en caso de sitio. Tres goletas ya cargadas esperaban que los vapores las remolcaran. Me enbarqué en una de ellas y por la tarde estábamos en V eracruz.

Hacía siete meses que no tenía noticias de México y me alegraba saber algo. Pero tuve mala suelte, la ciudad se encontraba rodeada, el sitio había empezado y las baterías a 800 metros de la plaza mostraban ya la boca de sus cañones. Era la segunda vez que me encontraba en semejante fiesta.

Apenas desembarqué, encontré a un amigo que me tomó por un fantasma. Me daban por muerto desde hacía tres meses. Se decía que me habían asesinado en los alrededores de Mitla y el relato del combate que yo había sostenido y los detalles horribles del homicidio habían llegado no sé cómo a México. Un artista del lugar había hecho un dibujo exacto de la historia y se preparaba para enviarlo ai Illustration. De inmediato le escribí para que sus­pendiera el envío, o por lo menos, para que modificara el cuadro.

Así pues, me hallaba prisionero de nuevo por un tiempo inde­

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144 Ciudades y ruinas americanas

finido, pues no se sabía cuánto podría durar el sitio y Miramón había jurado tomar o aniquilar la ciudad. Los medios de destruc­ción del general no estaban, por fortuna, a la altura de su cólera; hizo lo que pudo, es decir, mucho mal inútilmente, pero no cumplió ni el uno ni el otro de sus juramentos.

Recibí a mi llegada la más bondadosa hospitalidad en casa de un hombre de negocios cuyo nombre, conocido en toda la re­pública, es sinónimo de grandeza del alma, de devoción y de ge­nerosidad; quiero hablar del señor Joseph Lelon, hombre de es­píritu, rico de instrucción, joven de ideas. Le dirijo desde lejos, al mismo tiempo que este tributo de merecidos elogios, mi gratitud por las bondades que me prodigó. Su establecimiento es el más afable de Veracruz; toda una pléyade de jóvenes valiosos emplea­dos lo llenan con el mido de su alegría gala. Ruego a mis buenos camaradas Alfred y Leoncc Labaldi considerarme como su deudor por los momentos agradables que pasaba con ellos.

Pero los acontecimientos se precipitaban, los habitantes ha­bían mandado a sus mujeres e hijos a los barcos mercantes an­clados en la bahía; las familias pobres habían emigrado al fuerte de San Juan de Ulúa, de manera que la ciudad estaba semidesierta. Los que quedaban fabricaban a todo prisa las covachas, especie de refugios cubiertos de vigas enormes y forrados con una ca­pa de pieles de cabra, de manera que formaban abrigos a prueba de bombas.

La ciudad, admirablemente fortificada, no tenía nada que temer al enemigo. Ciento cincuenta cañones de grueso calibre respondían a las escasas piezas de Miramón y aunque su tiro no fue ni justo ni nutrido, los artilleros de Veracruz desbarataron en algunos días las baterías de los sitiadores. Sin embargo, una pareja de morteros de catorce hacían una devastación tremenda; dispa­raban día y noche y lanzaron más de quinientas bombas. Dos de éstas cayeron sobre la casa que yo habitaba y vino una tercera que rompió mi cama en dos. Inútil decir que yo no estaba acostado, pero lo que puede parecer increíble, es que un fragmento de la misma bomba, que pesaba 50 libras, le quitó la cola a mi guacamaya que se hallaba parada sobre la escalera en el patio. El pájaro se vio mal, pero salió del paso sin más daño que un desmayo y algunas gotas de sangre que probaron cuán cerca le había pasado el proyectil.

En medio de este alboroto, quise tomar algunas fotografías

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£ - La montaña 145

« e iba a colocarme para este efecto sobre uno de los miradores de

Éla ciudad. Pero no me permitieron continuar con mis operacio­nes: las autoridades, excitadas por mi aparato dirigido en dirección

«del enemigo, me tomaron por un conspirador haciendo señales.' M i s instrumentos fueron confiscados y transportados al cuartel

& general; me costó muchísimo trabajo recuperarlos. Tuve que agra- 1 decer el incidente a la policía, ya que el pabellón fue devastado

É poco después por una bomba, incluyendo mi alojamiento. Es evidente que habría yo tomado mi última fotografía. El bombar­

ía deo duró tres semanas y las municiones del enemigo se habían agotado. Pero éste esperaba dos barcos españoles cargados de su­ministros de guerra y no se hubiera podido saber hasta dónde habrían llegado las cosas si un vapor norteamericano no se hubiera apoderado de esas dos naves. Miramón, decepcionado en su es­peranza de destruir la ciudad, se retiró con la rabia por dentro para sucumbir seis meses después. Se conoce su historia.

Tuve, durante mi estadía en Veracruz, el honor de ver por primera vez al presidente Juárez, quien me acogió con benevo­lencia apresurándose a darme las cartas de recomendación para el gobierno actual de Yucatán, a donde yo contaba con dirigirme a fin de mes.

Estábamos a 20 de abril y el vapor español que hace el servi­cio llegaba el 28 para partir el 30. Estos ocho días no eran dema­siado tiempo para preparar mi expedición. Debía encontrar produc­tos químicos, cristales y, sobre todo, dinero, que no podía hacer venir a tiempo de México. Por una providencial casualidad, mi amigo Alfred Labaldi había recibido recientemente de Francia una caja que contenía cristales rectificados, éter de 62 grados y ioduros, cosas que yo no hubiera podido encontrar en el lugar. Tuve que renunciar a los cristales y contentarme con simples vidrios bastan­te malos, de los que algunos se rompieron casi enseguida, cau­sándome una pérdida irreparable. En cuanto ai dinero, el señor Lelon me abrió generosamente su caja. Cuando tuve todo fisto, partí.

f

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IX. YUCATÁN

Salida de Veracruz.—El vapor México.—Sisal. —Los indios prisioneros.— Mérida.—La Semana Santa en Mérida.—Tipos y costumbres.—Primera expe­dición a Izamal.—La antigua vía india.

El 30 de abril me embarqué cu el México, barco sucio, lento y pesado cuyo servicio es detestable. B1 l de mayo estábamos a la vista de las tierras yucatecas y de Sisal, nuestro puerto de des­embarco. Yucatán es la región más ricas en ruinas, se halla cubierto de ellas de norte a sur. Aquí se encuentran las más vastas, las más importantes y las más maravillosas obras de estas civilizaciones originales. Situado en el extremo sur de la confederación mexi­cana, Yucatán* forma parte nominalmente de ésta, aunque nunca he llegado a comprender qué especie de lazo lo ata a la república. Independiente de hecho, hoy pertenece a la opinión avanzada, llamada liberal, representada en México por el presidente Juárez, el primer indio que logró llegar al poder. Mañana, en el momento en que yo escriba, ¡quizá se haya aliado al partido reaccionario!

* La región de Yucatán, abordada por primera vez por Córdoba en 1517, explorada después por Grijalva, no tardó en ser conquistada por don Francisco de Montejo, quien reunió un pequeño ejército de 1 500 hombres en 1527 para someter este vasto territorio, La civilización maya que reinaba en Yucatán era muy diferente de la de los aztecas vencidos por Cortés. Ls sin duda a esta civilización, pero en una cpoca en que la ciencia no sabría indicar, que se deben varios de los magníficos monumentos que hoy excitan tan vivamente nuestra curiosidad.

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í.'kuiaiies y ruinas americanas¡ 4 S

Las revoluciones son permanentes en este curioso país y los cambios de un día para otro no sorprenden a nadie.

Yucatán no posee más que una vía de comunicación con el mundo exterior. El vapor México llega al pequeño puerto de Sí- sal, yendo y viniendo de La Habana a Veracraz. Este trayecto tie­ne lugar una vez al mes, cuando el vapor no tiene que reparar sus averías o limpiar su casco, lo que ocurre de vez en cuando. El co­mercio. casi nulo además, no emplea más que algunas goletas de pequeño tonelaje y embarcaciones costeras bastante ligeras. Sisal y Campeche, Campeche sobre todo, son el centro del comercio yu- cateco. Situado al suroeste de Cuba, entre los 22 y 17 grados de latitud norte y los 88 y 94 grados de longitud oeste, Yucatán no es más que un inmenso banco calcáreo, con apenas algunos pies sobre el nivel del mar y cuyas costas no ofrecen ni puerto ni abrigo. Así pues, los barcos de gran tonelaje se ven forzados a anclar más lejos, aproximadamente a tres millas, lo que vuelve el desembarco muy duro en cualquier estación, bastante peligro­so por la brisa y prácticamente imposible cuando el viento del norte sopla en estos parajes.

Situado bajo la zona tórrida, dotado de una temperatura en extremo caliente, Yucatán, salvo las partes vecinas a Tabasco y Belice, goza de un clima relativamente sano y, esto, gracias a la sequedad de la atmósfera. Sus costas son, como todas las del Golfo, tributarias del vómito', éste reina en verano, pero benigno y raramente mortal: la epidemia reserva sus furores para los centros de emigración. Yucatán, que no ofrece ni una corriente de agua, podría decirse ni una gota de agua, no cuenta más que con un in­menso monte sobre su planicie monótona. Por lo tanto, el paisaje no existe y se tiene siempre esta misma vista del horizonte, recta, continua, desoladora. Pero, tierra de predilección para los viajeros, Yucatán es rico en recuerdos: monumentos prodigiosos, mujeres encantadoras, costumbres pintorescas, tiene todo para impresio­nar; le habla al alma, al corazón, a la imaginación, al espíritu, y cualquiera que lo hubiera podido abandonar con indiferencia no sería nunca ni un artista ni un sabio.

Yo vigilaba el desembarco de mi equipaje con una solicitud completamente paternal; además, los marinos lo manipulaban con una brutalidad llena de peligros para mis instrumentos y mis frascos de productos químicos, así que abandonamos el vapor con inmenso placer. Ahora había que llegar a tierra; tres horas de

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Y ucatnn 149

bordadas nos permitieron alcanzar el pequeño muelle de madera que hacia de Sisal un puerto de mar. No fue sin cierta alegría, ya que toda permanencia en el mar, cualquiera que fuera su du­ración, me resultaba particularmente desagradable.

La llegada del vapor había originado un poco de animación en la playa y dos o tres damas esperaban al abrigo de un hangar e! paso de los viajeros. Estuvimos sometidos a la inspección de esas señoras que no tenían probablemente durante todo el mes otra distracción que aquélla. Pregunté dónde se encontraba la fonda. Después de asegurarme del buen estado de mis cosas, pude librar­me sin remordimientos a una refacción de las más copiosas, pues no había podido tomar nada en aquel deplorable vapor durante los tres días de travesía.

Sisal es un pueblo de doscientas almas aproximadamente, defendido por un fortín en ruinas donde velan algunos viejos cañones oxidados y silenciosos. La ensenada se hallaba salpicada de cascos rotos o semienterrados en la arena, tristes vestigios de las violencias de los nortes. Las casas, abrigadas por cocoteros, amuebladas con hamacas, ofrecen la comodidad de los climas calientes: sombra y corrientes de aire.

(^Agrupados en el patio de la fonda, algunos indios atraen mi atención. La mayoría se encontraban casi desnudos; las mujeres llevaban un simple faldón, los pequeños no llevaban nada. Todos estaban flacos, pero bien formados; tenían un aire de orgullo salvaje que no había notado entre los individuos de la misma raza que había visto en el pueblo. Me dijeron que eran indios bravos hechos prisioneros en la última expedición y que serían enviados a La Habana. Ahí son vendidos en las plantaciones a 2 500 o 3 000 francos y durante diez años, deben prestar sus servicios ya sea en la ciudad o en el campo— como los chinos o los coolies— después de lo cual son libres. Pero se tiene siempre cuidado de prolongar esta especie de esclavitud, de tal manera que se quedan en Cuba O mueren trabajando. De todas maneras, Yucatán se deshace de ellos; jamás regresan.^]- A las cuatro de la tarde, la diligencia nos conducía a Mérida al galope de sus cinco muías. Una planicie cubierta de eflorescencias salinas se extendía alrededor de nosotros, la capa espesa y con­tinua era blanca como la nieve y, sin el calor tórrido que nos acribillaba, nos hubiéramos sentido en alguna tierra antartica. El mes de mayo es un mal mes para visitar Yucatán; la tierra está

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150 Ciudades y rumas americanas

sin verdor, ios montes sin follaje; todo aparece seco y feo; las lluvias de julio le dan una apariencia de fiesta que no he visto en ninguna parte y que no puedo describir. Por el momento, el monte se extiende a lo lejos, monótono, color de ceniza; algunos árboles de verde follaje semejan una mancha sobre este triste cuadro; las zarzas y las lianas cuelgan secas de un árbol a otro y se ve la roca calcárea perforar el suelo a cada paso, como el esqueleto de un cadáver momificado.

A través del monte pasan bestias extenuadas buscando en vano un poco de verdura en las zarzas. Más lejos, el cadáver de una de ellas, rodeada de zopilotes, atestigua la inflexible esteri­lidad del suelo hasta la estación de lluvias. Asi, bajo un ciclo de fuego, en medio de una naturaleza desolada, cegado por el polvo, se llega al primer relevo de molas.

Pero el sol baja, la sombra se extiende, el crepúsculo empie­za, algunos soplos del mar llegan hasta nosotros, el cuerpo fati­gado se despierta, el paisaje adquiere un tinte misterioso y el alma se abandona a raras ensoñaciones que se completan con la apa­rición de blancos fantasmas. Es la india yucateca con su fustán, adornado de bordados azules, amarillos o rojos, cubierta del hui- pil que deja los brazos y los hombros desnudos y cae sin cintura hasta medía pierna, y del rebozo, blanco también, velando la ca­beza, enrollándose alrededor de los brazos o flotando al viento.; Mientras más avanza la noche, más se anima el camino; pesados coches hacen oír a lo lejos el rechinar de sus ejes chillones, las muías se saludan con relinchos prolongados. Grupos de indios aparecen; una correa de corteza envuelve sus fardos apoyados sobre el hombro, pero llevados por la cabeza; van tristes, rá­pidos y sin mido; tres siglos de opresión pesan sobre su alma apagada. Cuando nos aproximamos, estos silenciosos transeún­tes se inclinan o se alinean respetuosamente en el borde del ca­mino.

Estuve naturalmente llevado a establecer un paralelo entre este hombre sombrío y el negro. Había vivido con los indios de varias comarcas y los esclavos de América. Dos palabras podrán pintar a estos dos mártires de la Conquista.

El indio, de cualquier parte de México que se le tome, libre u oprimido, es triste, silencioso, fatal. Parece llevar el luto de una raza destruida y de su grandeza caída; es un pueblo que muere.

El negro, en medio de las cadenas de la esclavitud, ríe y baila

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Yucatán 151

todavía; tiene la despreocupación de un niño, la ingenuidad de un pueblo que nace.

La danza del indio tiene todo el sello de su carácter: se desliza con mesura, mueve los pies apenas, su rostro permanece impasible y el canto de amor que lo acompaña no parece más que un largo lamento.

El negro, por el contrario, se lanza en brincos desordenados, en posturas lascivas, su cadencia es una tempestad y su canto una violenta' carcajada.

En el segundo relevo nos detuvimos. Eran las ocho y el yucateco no puede vivir sin tomar su chocolate por lo menos tres veces al día. Cada uno tomó entonces su taza, seguida del clásico vaso de agua. Enseguida, me apresuré a salir a la calle del pueblo donde, a pesar de la noche, esperaba ver algún trozo original de la fisonomía de la región. No encontré nada de particular, más que este aire de melancólica tristeza extendida sobre las casas dete­rioradas, sobre los animales y sobre la gente. La calle, casi de­sierta, se hallaba silenciosa. No se oía ni un ruido y hasta los niños parecían portar el yugo de esta profunda melancolía. Ningún síntoma de curiosidad los atraía hacia mí; me veían pasar, teme­rosos o indiferentes, tanto sin interés como sin pasión. Sólo una persona se me aproximó, verdadero fantasma bajo sus vestiduras blancas: era una pobre mendiga afectada por una horrible lepra; su cuerpo descamado y su rostro repugnante me dieron una peno­sa impresión. Me apresuré a darle un real y regresé a la diligencia. Partimos. Llegamos a Mérida* hacia las diez de la noche. En nuestro primer viaje,** Mérida tenía un hotel, cosa rara en estos parajes. En mi segunda expedición, el hotel ya no existía y el viajero no tenia más recurso que pagar su hospedaje en una casa particular. En mi primera estadía en casa de doña Rafaela, había hecho amistad con un excelente doctor, don Macario Morandini,

* Mérida fue fundada sobre las ruinas de la antigua ciudad india que se designaba bajo el nombre de Tihoo; se construyó en 1542, bajo las órdenes de don Francisco de Montejo. hijo. Reclamó privilegios como capital de Yucatán desde el año de 1543 (López de Cogolludo, Historia de Yucatán)-

** Sin duda el lector encontrará algunas discrepancias cronológicas en algunos capítulos. Esto se debe a que este primer viaje a México (abril del 857-dicicmbrc de 1859) se interrumpe por una corta visita a Estados Unidos y Désiré Chamay se ve obligado, en 1860, a recomenzar sus trabajos visitando por segunda vez algunos lugares y narTa sus experiencias e impresiones de una u otra visita, o ambas al mismo tiempo. [N. del i.)

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! 52 Ciudades y ruinas americanas

italiano, políglota y gran viajero que dio varias veces la vuelta al mundo y, como consecuencia, era uno de los más interesantes conversadores que he encontrado. Al bajar del coche, supe que el doctor Morandini ejercía todavía en Mérida y que como el hotel ya no existía, vivía en casa del señor don Joaquín Trujillo. Me hice conducir a casa de este hombre excelente que también había conocido el año anterior. Don Joaquín me acogió con placer y puso a mi disposición un hermosísimo cuarto equipado con su hamaca. Es, como mobiliario, todo lo necesario que hay que tener.

En cuanto a don Macario, estuvo muy asombrado de volverme a ver. ¡Este buen doctor! ¡No podía dar crédito a sus ojos! Nos habíamos separado el año anterior; yo iba entonces a Palenque, Mitla, México; de ahí, debía regresar a Francia y cierto, yo mismo no pensaba regresar a Yucatán. Además, estos lazos lejos del país están llenos de un encanto muy particular, cualquiera que sea su fecha y su duración. Es como amigo que uno se aleja y es con dicha que se vuelve a encontrar. Así, cuando el doctor, después de haberse puesto los anteojos (era muy miope) me hubo reco­nocido, empezaron una serie de exclamaciones y un diluvio de preguntas a las cuales no pude responder. Le expliqué simplemen­te la causa forzada de mi regreso, cómo los ladrones me habían desvalijado y roto mis clichés y cómo me veía forzado a reco­menzar mis trabajos. Muchos acontecimientos habían ocurrido desde mi viaje: el gobernador del estado, Irigoyen, cambió el sillón de la presidencia por la paja de la choza; don Agustín de Acereto lo había remplazado. Guerra civil sobre guerra civil; los indios habían diezmado una fuerte expedición organizada contra ellos y todo hacía temer un ataque de su parte. Éste fue el suma­rio de noticias que me dio el doctor. Me retiré vivamente contra­riado. Esa historia de indios bravos volvía muy peligrosas mis expediciones, principalmente la que debía llevarme a Chichén Itzá, enclavada en su territorio. Sin embargo, me dormí ense­guida, gracias al balanceo de mi hamaca y me desperté hasta muy tarde, con tortícolis. Éste es el efecto ordinario de la hamaca so­bre cualquiera que no se haya familiarizado todavía con su uso. Como desde hacía tiempo yo había roto esta costumbre, me hacía falta un nuevo aprendizaje. Me apresuré a salir para aprovechar por algunos instantes el fresco de la mañana. Iba a visitar esta ciudad encantadora, su mercado tan animado, admirar a las mesti-

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Yucatán 153

I

J 2as de gracia de virgen, de formas acusadas, de piel de bronce en su atractivo traje.

Hay que verlas llevando, graciosas, con el cuerpo arqueado, sus canastas de flores y frutas con la mano levantada sobre el liom-

i bro. Sonrientes y dóciles, cederán con la misma gracia las flores t- de su canasta que las rosas de su sonrisa.,1 Mérida, antaño capital de todo Yucatán, comparte hoy la i supremacía con Campeche que, desde 1847 o 1848, forma un es- % tado separado. Fue en 1847 que estalló esta terrible revuelta de * indios que ha arruinado a Yucatán y que amenaza cada día con , borrarlo de entre los estados civilizados.

,i He aquí en qué circunstancias.Cuando los disturbios de Campeche y Mérida, esta última

resolvió someter a la ciudad rebelde y, como las tropas faltaban, tuvieron la maravillosa idea de armar a los indios y de llevarlos como auxiliares en la expedición proyectada.

Campeche, defendida por un buen cinturón y por una guarni­ción valerosa, no pudo ser tomado. Se quemaron algunos subur­bios y el ejército tuvo que rendirse. Pero los indios, empujados por algunos mestizos, ardiendo además en deseos de deshacerse de su terrible yugo, se negaron a devolver las amias y empezaron esta guerra de devastación que se ha continuado sin interrupción hasta hoy. Después de haber quemado sus pueblos, huyeron en ma­sa al fondo de la selva donde se construyeron una capital, Chati Santa Cruz. De ahí, parten incesantemente expediciones mortí­feras. Así destruyeron o arruinaron parcialmente Izamal, Valla- dolid, Sakalún, Ticul, Tekax, una gran cantidad de pueblos y ha­ciendas. Para ellos, se trata de una guerra de exterminio donde no se da ningún cuartel: mujeres, niños, viejos, su odio se dirige a todos los blancos, su furia vengativa no conoce la menor piedad.

Se cuenta que en Tekax mataron a puro machete a dos mil quinientas personas en tres días. Los suplicios más bárbaros acom­pañaban sus ejecuciones; las mujeres, desnudadas y violadas, ser­vían de juguete a los jóvenes que seguían a estas expediciones; las mutilaciones más espantosas acababan su suplicio. Ciertos prisioneros son además reservados para las fiestas nacionales de Chan Santa Cruz. Ahí, con un anillo pasado por la nariz, se les obli­ga a hacer el papel de toro en un circo; perseguidos por las fle­chas, las lanzas y las piedras, dan el último suspiro en medio de un suplicio sin nombre; no se les abandona hasta que el cuerpo,

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C fuci-Kiüs y ruinas amen canas15 4

“ l T S° la,Uaga’ ^ de d0Í° r y de a80tamicnto. A pesar de tod° el horror de esta venganza, no se puede impedir ver enestas ejecuciones algo providencial; se lamenta sin embargo que

n pueblo inocente pague la deuda de sangre que le dejó España

“ S b,e aMe DK,S * t a w a s ™En cuanto a los yucatecos, sus represalias están marcadas por

la dulzura y por la humanidad. Se limitan a detener en lo pos,, ble la marcha mvasora de los indios y a transportar a sus prisio- ncros a La Habana donde, como ya lo hemos dicho, hacen efpapel de coohes chinos. Cualquier cosa que haga, el gobierno es im­potente para contener las revueltas. Los indios, llenos de una sed inextinguible de venganza, fanatizados por sus bonzos porque re-

r — la " ,emirosa ^ losbie los blancos, como bestias feroces, sin temor, indiferentes a a muerte; cada asesinato Ies abre en el ciclo de sus abuelos una

p lstencia dlv,na> 0 sobre la tierra una transformación brillante Poseen hoy las mejores tia ras de la península y esta desdichada región arrastra una existencia triste y descolorida. Yucatán se en-

eaag0m a y e] C C1E ° Político parece hallarse dispuesto a dar el ultimo suspiro. Roído por tres heridas sangrientas, tres guerras civiles a la vez — la guerra entre Mérida y Campeche la gueira de partidos en el interior del Estado mismo y la guerra india , es asombroso cjuc aún respire.

i Y bien! Cualquier cosa que resulte de esa indiferencia impía de esa rabia parricida de los blancos, se tiene una extraña simpatía

notable d í S Buen° ’ hermoso> inteligente, es el másnotable de la República mexicana, el que más ha provisto hom­bres capaces como políticos, poetas e historiadores. Servicíales al grado máximo, hospitalarios como ya no se es hoy, conservaré siempre una gran admiración por sus virtudes privadas al mismo tempo que un afecto sincero y un agradecimiento profundo

Entre las iglesias de Mérida, la Catedral es la más notableS m u v IO T m t G d C estíl° jesuíta; el portales muy simple, flanqueado por dos estatuas, obra de un artista decrudo, consideradas como muy bellas por los habitantes * Las casas son de una sola planta, los techos planos, los patios de co-

* La Catedral de Mérida fue terminada ciudad episcopal desde 1561 en 1598. La ciudad había sido erigida en

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Yucatán 155

' lumnas plantados de palmeras, son muy agradables y los espacio­sos corredores están llenos de hamacas para la siesta

La gran plaza que da frente a la Catedral se halla plantada de ceibas, adornada de flores y rodeada de casas de portteos^ Ls encantadora pero la gente sólo viene aquí por la tarde. Durante 7Z el calor resulta demasiado intenso y la gente permanece en sus casas. El teatro se abre de vez en cuando a algún gmp^ español. La principal distracción consiste en paseos en calesa donde las jo v e n e te despliegan su frescura y distribuyen lasllamaradas de sus ojos negros. . ~

El mercado es abundante en frutas tropicales: ciruelas, pina, v plátanos de varias especies; la chirimoya, la reina de las frutas del trópico; la guanábana, variedad de la precedente pero de un desarrollo enorme y que se utiliza para hacer dulce, el aguaca , los dátiles y el coco; la naranja, la sandía, el melón el rnang , la papaya; toda la familia del zapote, chico, prieto, blanco, ma­mey, de Santo Domingo; las patatas, el camote etcetera.

/ L a exportación es poca cosa. El principa ingreso de as haciendas consiste en la venta del henequén, hilo sacado de una especie de agave, planta textil de la c u a l se hacen excelentes cuerdas y con el cual los naturales confeccionan,sus hamacas. Y u c a tá n produce caña en los lugares húmedos, tabaco maíz y frijol. Este último compone, como en toda la república, el alimento exclusivo ds los indios.

Mérida tiene cerca de veinticinco mil habitantes y, según dicen hay más de veinte mil mujeres y aproximadamente cua ro mil varones. Los nacimientos son en promedio de cinco a uno y las guerras civiles, los indios y el exilio establecen esta diferencia enorme entre los dos sexos. Por consiguiente, aquí los mandos son escasos y las señoritas se enorgullecen.de encontrar uno. Los solteros corren peligro, según dicen. Lectores, yo regrese sano y

SalVLlegaba a Mérida el miércoles de la Semana Santa de 1860 v quise* antes de emprender mi viaje hacia el interior, ver las ceremonias religrosas de las cuales me hablan hablado m ichm S c trabajaba con tesón en la iglesia para dispone! todo para estas augustas fiestas; por todos lados se edificaban capillas ardientes.

Coche tirado por caballos.

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156 Ciudades y ruinas americanas

de f W F? T d° S ÍOS COl° reS’ Un dcrroche ¡nualadosábado T‘^ eVeS ^ Pr° cr ,0nes CümienzaiF para terminar el sabado. Las colonias españolas, como la metrópoli, se equipan demagenes y de estatuas de santos. Cada igícsii se m u e s la T g u -

llosa de tal o cual estatua que representa a san José, a la Virgeno a san Antonio México, por este lado, podría revenderlas a todoslos ancones del mundo^ El culto a las imágenes ha sido siempre

e,n Casa de los ,ndl0s <*uc necesitan, en la simplicidad de su naturaleza, materializar el objeto de su adoración P o r T anto, no se ve una iglesia india en los distritos más alejados que

no se encuentre provista de un pequeño museo de santos No estuve tan sorprendido como pensé a la vista de todas estas ce­remonias religiosas que ya había admirado en México y si no hubiera sido por el lujo desplegado por las señoras que se proveen en estos días de duelo de sus más brillantes atuendos y Z de- liciosas costumbres de los mestizos que se unen en masa a estas ceremonias no hubiera tomado ningún interés en el asunto

La muchedumbre paseaba al Cristo entre cuatro soldados romanos, seguido por la Virgen de los Siete Dolores y, un poco mas lejos, Por santa Isabel, provista de un pañuelo empapado en

v f n T u n , r Una Cena copiada de Leonardo daV inci una Crucifixión de Rubens, o la santa Trinidad con todossus atributos. Cada sujeto se hallaba vestido de trajes preciososy a Vugen exhibía tocados de perlas y diamantes de gran valorUna música bastante primitiva precedía cada procesión v en [asiglesias, órganos de Berbería desplegaban, a falta de orquesta, ellujo de su repertorio. Recuerdo haber oído el Viernes santo enuna capilla frente a la Catedral, uno de estos instrumentos verda-deramente bárbaro entonar “Monaco” para deplorar la muertedel Salvador. Por la noche, la ciudad, de nuevo surcada por lasprocesiones, ofrecía a la vista una espléndida iluminación Cadacasa, tendida de tapices de ricos colores y de cortinas de muselinablanca, arrojaba la luz de miles de cirios sobre el paso de las santasreliquias y el gentío inmenso, en el que cada individuo llevabauna luminaria; la masa abigarrada, ¡as señoras de ricos trajes yas graciosas vestimentas de los mestizos, formaban un cuadro ex

traordinano que presentaba un aspecto verdaderamente mágicoUna vez terminadas las fiestas, había que pensar en mi ex-

pedición; había llegado provisto de cartas de) presidente Juárezn ellas recomendaba al gobernador de Yucatán una diligente

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Y ucarán

¡Benevolencia; me permito dirigirle desde lejos mi mas sincero P ad ec im ien to . Igualmente debo dar las gracias al señor Manuel yond¿ quien me dio cartas para el juez de Dzitas y recomenda­ciones en Ticul para el hombre de confianza de don Felipe Peón y de don Simón Peón, propietario de Uxmal y quien, mas tarde «uso generosamente a mi disposición una cuadrilla de mdios. to d a s partes he encontrado la acogida de manos tendidas para

; apretar las mías y sonrisas de bienvenida. . . .El lunes de Pascua, trataba con un contratista de coches que

debía proveerme de una calesa de viaje de tres muías. La calesa « s una especie de volunta con trasera para el equipaje. Estaba convenido que partiríamos el martes en la mañana — de dos a tres de la madrugada— porque, en la medida en que sea Pasible, se tiene cuidado de viajar de noche para evitar a las muías el terrible calor del día. Yo dormía profundamente cuando el mozo vino a tocar a mi puerta; se adueñó enseguida de mi equipaje que fue amarrado a la trasera, así como la cámara oscura y los productos químicos. Yo llevaba cerca de mí, y con frecuencia sobre mis rodillas, las dos cajas de cristales a fin de qtie no se rompieran por las violentas sacudidas del camino. Me dirigía a Izamal, lo que es una simple excursión de 16 leguas en camino carretero, lo tenía intención de alejarme de ios lugares habitados^

Habiendo partido en la manara, llegamos por la tarde hacia las tres y me apresuré a visitar al gobernador, don Agustín Acere o, a quien entregué la carta de Juárez. Don Agustín puso a mi dis­posición todo lo que necesitaba prometiéndome, para mi próxima expedición a Chichón Itzá, una escolta suficiente para evitar algún

^ I z a m a l , a juzgar por la importancia de sus ruinas, debió ser antaño un gran centro de población.* Los alrededores se encuen­tran salpicados de pirámides y dos, entre otras, son las mas con rabies de la península. Situadas frente a frente en el centro.de la pequeña ciudad moderna, a un kilómetro una de la otra estaban compuestas por una primera pirámide de 250 metros de lado por 15 de alto que servía como base a una segunda mucho mas pe­queña y adosada al lado norte de la primera. Sobre esta segunda

* Según un historiador moderno, las ruinas de Izamal pertenecen al n ^m o periodo que las dcM ayapan y Palenque, es decir, que remontan a la mas alta antigüedad. La tradición hace de ellas el lugar de sepultura del profeta Zamna.

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158 Ciutliidcs y minas americanas

pirámide, se encontraba el templo donde el sacerdote o el jefe podían fácilmente arengar al pueblo reunido a sus pies sobre el vasto plano de la primera pirámide. Los españoles destruyeron el cono truncado de una y construyeron sobre el plano un inmenso claustro así como la iglesia parroquial de Izamal. La base de otra elevación artificial, enclavada en los patios de una casa particular, contenía todavía restos de figuras gigantescas, de las cuales una fue mostrada por Stcphens y Cathenvood en su álbum biográfico. Este es el momento de recordar de qué manera se entiende la historia. Tales señores colocaron las figuras mencionadas en un desierto; al pie de la pirámide, se encuentra un tigre enfurecido mientras que ios indios salvajes le apuntan con sus flechas. A fuerza de querer conseguir color local, se falsea la historia y se desvía la ciencia. Estas figuras se hallan en el centro mismo de la pequeña ciudad de Izamal. Cuántos errores se descubren cada día en los viajes, en las relaciones de los literatos (ver los más ilustres, empezando por Chateaubriand). Cuántas ¡deas falsas extendidas en el pueblo por los entusiastas que se extasían ante una hoja de hierba aclarada por otro so! y que no es muy diferente de la que pisamos bajo nuestros pies. Cuántas tontas declamacio­nes sobre las selvas vírgenes, el suelo africano, el cielo mexicano, sobre la majestad de la naturaleza enclenque. ¿Qué manía es esa de querer cambiarlo todo?

Se me hizo observar una figura del mismo estilo, pero mucho más grande, recientemente descubierta. Fue al quitar unas piedras que se habían desplomado desde hacía siglos y que estorbaban la base de la pirámide, que se percibió de repente una cabeza de doce pies de alto rodeada de ornamentos bizarros de género ciclópeo. Son vastos cortes, especies de modelados en cemento, de los cuales resulta difícil dar una idea. La cabeza misma está modelada de la misma manera. Así, por ejemplo, dos piedras forman las pupilas de los ojos y, con cemento, modelan el párpado; obtenían las aletas de la nariz y los labios con el mismo procedimiento. Encontramos más tarde algo semejante en los bajorrelieves de Palenque (hablo de los que adornan los pilares del palacio) que son, como en Izamal, simples modelajes en cemento. Izamal, además, nos parece la primera etapa de la civilización en Yucatán y bien podría ser contemporánea de Palenque, cuyas ruinas llevan un gran sello de antigüedad. Una de las cosas que más excitó mi admiración fue un camino del cual no se hace, que yo sepa,

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Y u c a i u n

mención en ningún lado y que dos 'k c Í r e te r a moderna,sigue a lo largo, durante una capa de restos y deSiguiéndolo por el mon e > brC UT)a via magnífica de siete humus que lo esconden asjentos son de piedras enormesa ocho metros de ancho . , fectamente conservado, el c o ro n a d a s por un mortero de^ptedr p de dos pulgadascual se halla cubierto Por C ^ tr¡ or todos lados a un metro de espesor. Estc ca™ T uclo de manera que, durante las grandesy medio por encima del su : > de inundaciones. Lalluvias, el viajero ^ * ^ Í J ^ c r . N o h a y q « a s m n - capa de cemento parece haber de ruedas no debíanbrarse, cuando se piensa que los de üro; todo se car-existir en esos pueblos que sólidamente construido, difícil-gaba en la espalda,Un cammo «an sobdarn^ ^ ^ ^ capa dmente podía deteriorarse. L q JJ5 ón tan árida, dondehumus que cubre esta cuántos siglosla vegetación es tan raqu 4¿ ’ tímetros de detritus aproxima- hicieron falta para pioduc Izamal tres clichés, la-

= 5 = S = r - —

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X. CHICHÉN ITZÁ

Segunda expedición.—Dzitás.—Pisté.—El Cristo de Pisté.—Chichén Itzá.— Las ruina-x.—El músico indígena.—El regreso.—El médico a palos.

Izamai no había sido más que una excursión. Fue una salida experimental y probaba a cuántas vicisitudes estarían sujetos des­pués los colodiones. El calor en Yucatán es siempre muy elevado; el termómetro varía en la estación (estamos en mayo) de 36 a 40 grados; 42 fue el máximo, que se mantuvo durante dos días. Diremos por qué. El cultivo en Yucatán, como en Tabasco y las montañas de Chiapas, se practica de la manera siguiente. Trabajar la milpa quiere decir preparar la tierra para recibir el grano; se ha hecho así el verbo milpear, es decir, recoger de la milpa la cosecha. Cada propietario designa en sus tierras las partes boscosas que deben derribarse para dar lugar a la siembra del maíz. La casi totalidad de la península se halla cubierta de maleza. Los indios se dirigen entonces a) lugar indicado, cortan y derriban los árboles y arbustos y los dejan secar en el lugar mismo. Esto ocurre generalmente en el mes de septiembre u octubre; seis meses de sol calcinan los troncos y ramas. En el mes de abril, que precede a las lluvias, se dispone la madera de manera que, una vez pren­dido el fuego, el incendio se propaga fácilmente a toda la masa derribada. En el mismo mes, hacia medio día, se levanta regular­mente un viento impetuoso que empuja las llamas en torbellinos y facilita el incendio, la quema. Si todo arde bien, es una opor-

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< ¡uduiiTh \ ruiniis americanas

(unidad para una buena cosecha, pues las cenizas ahúman la tierra: si no, se pierde una parte del terreno preparado que, al quedar embarazado por los cadáveres de los árboles, sólo ofrece una pobre cosecha. (.Jna vez hecho esto y cuando ya han caído las primeras lluvias, se siembra el maíz y se espera el resultado.

Cada cosa en el mundo, cada costumbre, es producto de los diversos medios donde el hombre se mueve. Esta manera de cul­tivar es muy indígena. De este modo, fuera de la dificultad de la­borar una tierra cuyo asiento calcáreo destruye en todas partes a capa vegetal, la falta de animales domésticos e instrumentos de 11 erro, forzaron a los indios a buscar un método más expeditivo con el cual preparar el suelo para la agricultura. Ese viento regular que se levanta todos los días a la misma hora, les dio probable­mente ¡a idea de ia quema a fin de enriquecer la tierra. Al no tener bestias, y como consecuencia, tampoco abono, la ceniza nudo remplazado. i

Volviendo al tema de la temperatura, todo mundo sabe que. según un principio físico, el calor se concentra y se acumula sin cesar en un invernadero y que, por la superposición de varios vidrios, se puede llegar a la temperatura de la ebullición. Así pues, en y ucatan, la quema opera el mismo fenómeno. Cuando en toda la península a la vez se quema la milpa, la atmósfera se cubre de espesas nubes de humo: el sol no se ve más que a través de una bruma parecida al vidrio oscurecido que se utiliza para observar os eclipses. Si el viento no sopla, el humo permanece suspendido

haciendo el mismo efecto que el vidrio del invernadero; el calor se concentra y el termómetro sube algunas veces más allá de 42 giados. La temperatura se vuelve entonces insoportable.

Lo primero que hice al regresar a Mérida fue preparar mi expedición a Chichón itzá. Limpié entonces mis cristales a fin de que estuvieran preparados al llegar, evitándome así un trabajo difícil y desagradable en las ruinas. Llené un litro de colodión normal listo para ser sensibilizado y, como había notado en mi piimera experiencia que sobre placas de 36 centímetros por 45 el colodión se había secado en lo alto antes de llegar a la parte baja del vidrio, lo compuse de 110 partes de alcohol por 90 de éter y 1 por ciento de ioduro. Todavía así me veía obligado a verterlo a toda prisa y precipitar de inmediato el cristal en el baño

El colodión así compuesto es muy ligero, sumamente delicado y hoy me doy cuenta cuán poco se adhiere al cristal. Pero era la

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Chichón Itzd lh.1

•tínica manera de tener éxito en dimensiones tan grandes, asi que me vi obligado a emplear la misma receta en mis expediciones gucesivas Cuanto tuve todo listo, fijé el día de la salida.

Esta vez, lo confieso, no partía sin emoción. Las ruinas se . encontraban lejos, iba solo, las historias de los indios barbaros, tes actos de violencia y ferocidad cometidos por ellos, su ultima Victoria que volvía más grande el terror de su nombre, todo eso me preocupaba y me impresionaba vivamente. De acuerdo con la costumbre, la calesa pasó por mi a las dos y, con todo empacado

¿ m e j o r posible, las muías me llevaron con rapidez por la carre­tera de Izamal. La mañana estaba fresca y deliciosa, la noche iombría y la selva llena de misterio. Algunas luciérnagas echaban t i viento sus últimos destellos; de vez en cuando, pesadas carretas «e detenían con el ruido de la calesa lanzada al galope y a los gritos de mi mozo, apartándose del camino a fin de evitar un accidente. Más tarde, una banda anaranjada dejaba adivinar el día y como •t primer ravo de sol doraba las copas de los arboles la selva m o n o con los gritos penetrantes de las chachalacas, del parloteo Infernal de los pericos y de los silbidos agudos del arrendajo azul, •launos conejos huían bajo los arbustos espinosos y bandadas de

• codornices atravesaban el camino. Todo aquel gracioso y pequeño mundo saludaba al día y le daba la bienvenida. La chachalaca, Cuyo nombre científico ignoro y cuyo nombre indio se reduce a tn a feliz onomatopeya, es una especie de gallinácea de carne dura w coriácea. Maté dos, pero resultaron incomibles; quiza no eran

4 u y jóvenes. Tuve sin embargo la ocasión de comer otras después •'i#on los mismos resultados.

A algunas leguas de Mérida vi pasar un jaguar; tu v e apenas Tgl tiempo de pensar en coirer cuando ya habia desaparecido; m el

mozo ni las muías parecían asustados. Pero el ruido cesa como ha empezado... este alegre alboroto se va al mismo tiempo que •1 fresco; el sol se muestra y todo se calla. A las diez un silencio absoluto rema en el monte. Después de un reposo de algunas horas tildó a las muías, volvemos a tomar el camino de izamal. Eran tes cinco de la tarde cuando llegamos.

El encargado del correo fue muy amable al ofrecerme su hospitalidad y, por la mañana temprano, me dirigí a casa de don Agustín Acereto con el fin de pedirle las cartas que me había prometido. Me las dio, recomendándome ir de prisa y permanecer «n Chichén Itzá el menor tiempo posible. Me despedí de el y partí.

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H>4 Ciudades y ruinas americanas

Pero en el momento de subir a la calesa, percibí con espanto que el trente de mi cámara oscura estaba completamente hundido; desamarré apresurado el equipaje para constatar mejor el desastre! Me pareció irreparable y me abandoné a un decaimiento muy natural al pensar que debía regresar a Mérida para mandar reparar la caja. El encargado del correo, por fortuna, vino a endulzar mi pesar asegurándome que uno de sus amigos, carpintero en Izamal, podría reparar el preciado objeto. El cristal, felizmente, no se había roto y jamás he llegado a comprender cómo pudo resistir durante todos mis viajes.

Maridé llevar inmediatamente la cámara oscura a casa del individuo en cuestión, quien prometió entregármela esa misma tarde. Cumplió su palabra. La caja se hallaba más o menos rc- parada, peto podía servir. Contaba con dejarla como nueva a mi regreso a Mérida.

Después de todo, no fue más que un día perdido. Lo pasé visitando la pequeña ciudad y las pirámides que encierra, char­lando con los habitantes, buscando leyendas y tradiciones. La gente era de una ignorancia crasa y, a pesar de toda mi buena voluntad, no pude sacarles nada; absortos en su admiración, todos me preguntaban con un gesto de profunda satisfacción cuál era la región que, en mis largas peregrinaciones, me había seducido más y cuál era la ciudad más hermosa. Me veía obligado a con­venir que izamal resultaba ciertamente el lugar más privilegiado que hubiera visitado bajo el sol; y estas buenas gentes, de sonrisa dulce, estaban seguras de mi respuesta. Este sentimiento de ad­miración, este amor por la patria, se encuentra en todos lados pero es más violento a medida que se desciende por la cadena civiliza­da. Algunos me preguntaron si sabían comer pan en mi país, si se bebía anisado y algunas otras ingenuidades del mismo género.

Izamal fue la ultima ciudad incendiada por los indios sobre el camino de Valladolid del lado de Mérida. Pero los habitantes han reparado, después de catorce años, sus casas en ruinas y han disimulado sus pérdidas. Más allá de Izamal, todo fue devastado. De este modo, la campiña toma, a medida que uno se aleja, tintes mas melancólicos y aires de triste soledad. Los encuentros en los caminos se vuelven raros y a lo lejos no se percibe más que las copas de algunas palmeras que denuncian la existencia de un rancho aislado o de una pobre hacienda. En cuanto a los pueblos, se ven negros, quemados, en ruinas; se diría que la vida se ha

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retirado de estos lugares desolados. Las calles se hallan desiertas, ningún ser viviente las anima, el gruñido de algunos puerquitos es el único ruido que se escucha y los buitres, posados en silencio «obre la paja de los. techos, parecen vigilar algún cadáver.

La noche fue deplorable. Me dormí lleno de ideas sombrías gin llegar a tener sueños color de rosa. Pensaba en mi patria lejana, tan triste cuando me despedí de ella, en toda esa familia que yo había dejado unida y dichosa para correr solo por los senderos del gran universo; algunos sentimientos me hacían pensar en el re­tomo y me costó mucho trabajo sacudirme este primer acceso dedebilidad. _ , , , .

Al día siguiente, llegamos a Dzitas, pequeña aldea dondedebían detenerse las muías. Las ruinas se encontraban a seis leguas de allí, en el monte, y a donde se llega a caballo por estrechos lenderos indios.

Había dejado, en el pueblo precedente, una orden del gober­nador a fin de que se enviaran algunos soldados para acompañar­me. Entregué al juez de Dzitás una carta semejante donde se le recomendaba entregarme tantos hombres como fuera necesario. Este honorable magistrado se puso a mi disposición e hizo con­ducirme a una pequeña cabaña — la casa real— que sirve de Kbrigo a todos los viajeros. Colgaron mi hamaca donde me tendí con placer, molido como estaba por tres días de sacudidas en un Ctmino pedregoso.

La cabaña era vecina del cuerpo de guardia y pude darme una -tdea de la extraña vida que llevan estas poblaciones desheredadas. Todos los hombres válidos, comprendiendo únicamente los mes­tizos, son llamados a las armas y a la defensa de la comunidad amenazada. Los indios, esclavos por así decirlo, se encuentran ex­cluidos de esta medida. Estos infelices, que permanecieron bajo el yugo, no sacaron más provecho de su fidelidad que una miseria M s profunda y una amenaza de muerte suspendida sobre sus cabezas. Sus hermanos sublevados les han consagrado un odio más implacable que a los mismos blancos; se les llama indioshidalgos. , . ,

La mitad de la población vela entonces con el arma bajo et brazo, mientras que la otra mitad trabaja o duerme, centinelas, «levados cada hora, hacen una guardia permanente y, al menor indicio sospechoso, lina bomba, colocada sobre la bóveda de la iglesia, estalla advirtiendo al pueblo vecino de] peligro que corre

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Ciudades y rumas aniericaaas166

tal o cual localidad. Aparte de esto, se expiden correos de todas partes a fin de acelerar el socorro.

Dzitás tenía un aspecto más sombrío todavía que todo lo que yo había visto. Las casas se hallaban quemadas y los antiguos habitantes, expulsados por los indios, habían regresado para construir un miserable refugio en el interior mismo de las ruinas, prefiriendo este inminente peligro de muerte al abandono de sus hogares devastados. Por la tarde, tuve la visita del juez, el cura y el comandante. Rogue a estos señores me procuraran los caba­llos necesarios y algunos indígenas para transportar mí equipaje, fueron muy amables. Mandaron traer al alcalde, el juez repitió mi petición, le di el dinero necesario — se paga siempre por adelantado— y me prometió que al día siguiente los indios es­tarían en mi puerta.

F.I capitán quiso acompañarme a Chichón: me recomendó un sargento que hablaba muy bien el español y que podría servir de intérprete para las órdenes que yo diera a los indios, pues éstos sólo hablaban maya. Contraté entonces al sargento.

El cura De la Cruz Monforte también quiso venir con noso­tros; su avanzada edad hacía de esta excursión un viaje muy cansado, pero su curiosidad hacia las ruinas —que jamás había visto estaba demasiado despierta para que renunciara a ello. Tenía un caballo muy manso — decía— y doce leguas no eran Erran cosa. Mi llegada lo intrigaba en alto grado. Este buen hombre no podía comprender que un simple motivo artístico o científico me hubieran empujado a abandonar mi patria, a atravesar el océano (tal idea le hacía temblar) para venir simplemente a dibujar estas ruinas que los habitantes de la región ni siquiera conocían.

— Hay algo bajo todo esto —me decía el cura— . Es probable que su nación habitara antaño estos palacios y lo envía a usted para visitados, estudiar los lugares y ver si seria posible repararlos a fin de que algún día pudiera regresar a ocuparlos.

El cura había llegado al extremo de su lógica. Los españoles han mantenido lo más posible esa abyecta ignorancia no llamando la atención de estas pobres colonias más que sobre la metrópoli y haciéndoles creer que no existía más que España en el mundo.

Hacia las ocho de la noche, estos señores tuvieron la amabi­lidad de mandarme servir la cena: algunas tortillas, un poco de frijoles y pollo componían el menú, coronado con una taza de cho­colate que mis anfitriones aceptaron compartir conmigo. Después

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de una charla de algunas horas y de las más extrañas, les aseguro, nos separarnos.

__No sabemos nunca al acostamos si volveremos a ver la luzdel día —me dijo el juez al irse. Tan amable despedida estaba hecha para tranquilizarme.

Sin embargo, dormí con un sueño profundo y desperté a la hora de partir lleno de ánimo y bajo la impresión de una emoción desconocida. Iba a entrar en territorio enemigo; vería al fin esas magníficas ruinas de las cuales había leido tan maravillosos re­latos; ya no había ningún peligro a mis ojos, o mejor dicho, éste no hacía más que agregar un nuevo encanto a esta expedición medio artística y medio militar. Mi tropa se componía por el momento de veinticinco soldados c indios y debía agrandarse en Pistó. Era una débil escolta. No obstante, yo 1c echaba una mirada satisfecha a esta abigarrada tropa, me veia a la cabeza de una expedición original y pensaba —con cierto orgullo, lo confieso- - que raramente se habían tomado fotografías en estas condiciones.

A partir de Izamal, dirigiéndose sobre Dzitás y Valladolid,* la región, de completamente plana, empieza a ondularse ligera­mente. Tales ondulaciones se dirigen de norte a sur recordando las olas del mar y van creciendo en altura al aproximarse a Valladolid, hasta alcanzar 15 o 20 pies de alto aproximadamente. A partir cíe Dzitás, dirigiéndose a Pisté, es decir, al suroeste, el suelo se vuelve quebrado, erizado de pequeños montículos. Así pues, cuando partimos en la madrugada, encaramados en las deterioradas sillas con el caballo retenido por una simple brida, temí en todo momento ver mi montura estrellarse sobre las rocas del sendero.

Con las piernas colgando, las ramas golpeando el rostro y algunas veces enlazándolo, había que tener un cuidado continuo para conservar el equilibrio. Las hermosas cabalgatas del Paseo de México se hallaban muy lejos de todo aquello. _

El caballo, sin embargo, acostumbrado a las dificultades de la ruta, tropezaba sin caer y llegamos sin problemas a un rancho — distante de tres leguas de Dzitás— a donde entramos a descan­sar. El sol estaba alto, el camino era monótono y la tristeza que

♦ Vencedor de los cupidos, el sobrino del adelantado Montejo fundó Valladolid en 1543. en el lerrilorio de los chauaehaá.

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Ciudades y ruinas americanas

cargaba la atmósfera parecía acrecentarse a medida que nos ale­jábamos de los lugares habitados.

. Este rancho era el único resto de un pueblo floreciente, hoy desierto. A nuestro alrededor, sólo se veían ruinas ennegrecidas por el fuego y la antigua iglesia no dejaba ver más que su cam­panario destrozado y sus murallas cubiertas por una vegetación parásita.

El habitante de esta cabaña trituraba, mediante un trapiche movido por una muía, la caña de azúcar cuyo jugo convertido en enormes panes hacía toda su fortuna; tres o cuatro mujeres mes­tizas componían el personal de la habitación. El propietario nos ofreció inmediatamente una jicara de pozole. La jicara es una taza hecha con la cáscara de un fruto, y el pozole una pasta de maíz crudo disuelto en agua. Es una bebida bastante insípida pero refrescante.

Después de un alto de media hora, el venerable cura se sentía mejor y volvimos a tomar el sendero; dos horas después llegá­bamos a Pisté, pueblo fronterizo a una legua de las ruinas que ya se distinguían a lo lejos. Sufríamos una sed ardiente y un ham­bre canina y, a pesar de que mandamos a un indio a poner al pueblo sobre aviso, no encontramos nada dispuesto para recibir­nos. Esto no me asombró, sobre todo al ver la miseria del pobre jugar, compuesto por algunas chozas indias y que llevaba, como los de los alrededores, la huella indeleble del paso de los indios sublevados.

Mientras el sargento — instituido mayordomo de la expedi- d o n se apresuraba a reparar la negligencia de nuestro emisario, subí a la bóveda de la iglesia para echar un vistazo sobre los alrededores y observar las ruinas que se distinguían a lo lejos. Desde ahí, se veía perfectamente el Palacio de jas Monjas; a la izquierda, el Caracol y la Cárcel. Examinaba la iglesia, entera­mente construida con piedras provenientes de los templos y pa­lacios cuyas ruinas iba a estudiar. Había aquí muy lindas cosas- pequeños bajorrelieves que representaban guerreros en todas posiciones, con las cabezas adornadas de plumas y tocados ex­traños y la nariz perforada con una piedra o con un pedazo de ma- dera. Se notaban .también muchos fragmentos de esta ornamenta­ción formados de piedras dentadas distribuidas en cuadro con una rosacea en medio, género que gustaba a los artistas indios y que se encuentra en todo Yucatán.

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C'hichéu !i/á I ú<)

Cuando entré a la iglesia, un sentimiento piadoso me llevó hacia el pobre santuario: tenía necesidad de rogar al Señor para que me diera fuerza y para que me permitiera sacudirme la ho­rrible tristeza que me había invadido ante el aspecto de estos desolados lugares. Tenia también que agradecer a la Providencia por la protección tan especial que, durante dos años de viaje, me había otorgado contra las enfermedades peligrosas y contra los accidentes tan frecuentes en estas regiones medio salvajes.

Al entrar, mi venerable compañero me había precedido. Esta iglesia se hallaba bajo su jurisdicción y era la primera vez que venía a Pisté; quiso sin embargo hacerme los honores. La iglesia estaba desnuda, el yeso de las paredes caía en grandes placas y algunas bancas apolilladas atestiguaban el abandono del santo lugar. El coro, como en todas las iglesias de México, estaba compuesto de columnas en tomillo, rectas y acanaladas, super­puestas y con capiteles compuestos que se elevaban hasta la bóveda; pero los dorados habían perdido su brillo con el tiempo y se encontraban ennegrecidos por el humo. El altar se levantaba Bin mantel en una desoladora desnudez y la puerta del tabernáculo yacía en el polvo a lo lejos. Dos candelabros de madera despro­vistos de cirios y, al pie de los primeros peldaños del altar un Cristo encorvado sobre su cruz, completaban este cuadro desolador. La luz del día entraba por la puerta de la izquierda y la iglesia aparecía plena de sombría tristeza que acentuaba el efecto. Jamas emoción tan desgarradora se había apoderado de mí hasta que vi la imagen de este Dios miserable. Me arrodillé y las lágrimas inundaron mis ojos.(Úna innoble túnica, antaño azul, incolora y en jirones, cubría apenas sus miembros descamados; sus cabe­llos mancillados de lodo escapaban en pegadas mechas de su co­rona de espinas; la sangre chorreaba en gotas negruzcas sobre su divino rostro y todos los esputos de la humanidad parecían haberse secado sobre su faz adolorida. Era el Dios de los indios, de esos pobres oprimidos; su expresión de sufrimiento y de miseria re­sultaba atroz. ¡Ah, era éste el crucificado de la agonía, la perso­nificación de todos los dolores, y aquel que esculpió el Cristo de Pisté, era un gran artista!.

¿Habian respetado los indios a su antiguo Dios o habían huidoespantados ante este inmenso infortunio?

Cuando salíamos, vinieron a avisamos que la cena nos espe­raba; estaba servida en la sacristía y se componía de tortillas,

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,J C •üilaifc'N y raíu:is ¡mas

fnjolcs y huevos. Yo tenía unas botellas de Xtabentun licor exclusivamente yucaicco - m ie l destilada con a n í s - q u e n o sirvió de postre. Algunos chiquillos nos trajeron enormes cirueha

A! terminar, puse de inmediato manos a ia oh ,, T ‘ productos para e! día siguiente, examiné la cámara oscuraTós icveíadores y los fijadores. La noche cayó enseguida- fue inara

13 P“™ * " a- — * £ £ • £

A las cinco de la mañana, yo estaba de pie Los indios2 " 7 eraton ,a 7 “ * P » ¡ r . C'na docena dó c ío sarmados de hachas, nos seguían también para abrimos naso ñor ei monte; algunos soldados se unieron a nuestra pequeña tron, formando un ,„W de cuarcnla y cu co personas. P '

Ll guia nos condujo directamente al Palacio de las Monjas el mas importante de los monumentos de Chichón Itzá. Hubo ¡Lennr H paS°,Con ra,achete- Llegamos, no sin esfuerzo, desgarrados po las lonchas y el cuerpo cubierto de garrapatas especie de nidio del monre que se hondo en la carne L m o sus congéneres Me instale en una de las piezas perfectamente conservadasfocl pá lido

« “ o T m l ' f * '° tejOS el fi" ^ prev 11 ir cualquier soipresa y los indios se pusieron a trabajar. Una vez organizadom. cuarto oscuro, hice un cliché de prueba; todas L ías bTenasgentes se encontraban maravilladas por la naturaleza del instrumentó y por el fenómeno de la cámara oscura. Una vez obtenido

objetivo, todos querían admirar sobre el cristal la reproduccióntoifn I d ^ 3 mia§en y parecían Conm°cionados de estupor- sobre

Gu.aVdo n o ""]’ q“ n° P° día Crecr lü veían sus o jSfui n v sdar e í n ™ r8°" '<; y a“ mpañado * « t e * » soldados, ísitar el Circo, que ios naturales llaman Iglesia- los h,hitantes habían tomado por un templo inacabado toque ño era más

p T e T r u e r d o d e V 11 ^ a su n t0 ** ™ es permisible,c e r i a Los emhf )S ViajCros,sobrc Punto ha hecho una ceitcza. Los emblemas que aquí se encuentran a cadamuestran bastante que los jóvenes de ia nación desaparecida venían aquí a luchar y mostrar su vigor, su destreza y agdidad se ven f Jguila’ a serPiente, el tigre, el zon-o, el búho; es decir ei valor a uerza, a prudencia, la sabiduría, etcétera. Sólo quedan de esta

época los bajorrelieves de tigres de dos en dos separados ñor im ornamento de forma redonda con pequeños d r c S t su inte­rior. H monumento se componía en su tiempo de dos pirámides

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( "üielién ltzá

perpendiculares y paralelas de 110 metros de ' X e f En sus ex-mpnte con plataforma dispuesta para los especiad • ' ,iremos dos pequeños edificios semejantes, sobre una expianad r s metms 1 altura, debía servir para los jueces o de tab - tación para los guardianes del gimnasio. Sobre la pirámide de derecha {viendo hacia el norte), se encontraban dos cuartos de los cuales el primero se halla destruido; éste debía tener un porUco sostenido por dos enormes columnas cuyos pedestales aun c, ten Fl segundo, entero actualmente, está cubierto de pinturas de herreros y sacerdotes, algunos con barba negra, envueltos en an­chas túnicas y la cabeza adornada con diferentes tocados. Los co lores empleados son el negro, el amarillo, el rojo y el blanco, bs a doTsaSs foíman el interior del edificio del bajorrelieve de lo rieres En la base y fuera del monumento, se encuentra una sa < en ruinas cuyos bajorrelieves son seguramente lo mas curioso que üene Cbichén ltzá. Todas las figuras de este género esculpida sobre los muros de la sala, han conservado el tipo de la raza ind a c á te n te El cráneo es ancho, aplastado en la parte superior sm que por esto la frente aparezca abombada; forma con la nal iz aguí b r r /u n a línea casi recta; el indio yucateco es un hermoso upo. La f o X ósea de su cráneo se aleja del todo de la de los funda­dores de Palenque, cuya frente fugaz y la cabeza termina < c nunta se encuentra todavía en los indios de la montana. Hay que agregadqueTa mezcla del indio o ele) blanco produce en ’Yueaian una raza mestiza admirable que no se parece en nada a la mez- _la de otras razas indias; además, los caracteres indios se conser­van de tal manera, por alejada que esté la filiación y por blanco nue sea el producto, que el observador puede reconocer a P»«ncra vista un mestizo yucateco de otro mestizo. Este hecho no es ex­traño, y diferencia esencialmente la raza yucateca de i s

raZaN " o W i d t ^ q u e la pirámide de la derecha posee en su

de Chichón ltzá. Considerable en su conjunto, su fachada no tiene mediocre extensión pero, trabajada como un cofrect-

I chmo es la joya de Cinchen por la riqueza de sus esculturas, U puerta, coronada por la rnscripción del palacio, posee ademas

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Ciudades y ruinas americanas

una ornamentación de torree illas que recuerdan, como las de los rincones de vanos edificios, el estilo chino o japonés. Arriba se encuentra un magnífico medallón que representa a un jefe con la cabeza ceñida por una diadema de plumas. En cuanto al vasto tuso que rodea el palacio, se halla compuesto de gran cantidad de cabezas enormes que representan ídolos cuya nariz misma esta enriquecida con un rostro perfectamente dibujado Tales cabezas aparecen separadas por paneles de mosaico en cruz bastan­te comunes en Yucatán. '

El interior del edificio se compone de cinco piezas de tamaño igual cuya forma, común en Palenque, no varía nunca; se dice de boveda, palabra que no expresa de ninguna manera esta arquitec­tura tan particular. Son dos muros paralelos hasta una altura de tres metros que se dirigen entonces oblicuamente el uno hacia el otro, y terminan rematados por una losa de 30 centímetros

Los dinteles de las puertas son de piedra. Chichón sólo expone algunas muestras de dinteles de madera, como se encuentran en todos lados en Uxmal. El cuerpo principal del Palacio de las Mon­jas, ilanqueado por dos alas colocadas a distancias desiguales, se apoya en una pirámide perpendicular sobre cuya plataforma se encuentra un edificio muy bien cuidado, perforado por peque- nas Piezas con dos nichos que hacen frente a la puerta y atravesado poi un corredor que, abriéndose hacia el oriente, da sobre el extremo occidental del palacio. Este segundo edificio se halla a su vez coronado por otro más pequeño, formando en total una construcción de tres pisos. Se llega a la primera plataforma por una escalera gigantesca muy inclinada, compuesta de cuarenta a cuarenta y cinco peldaños. Había allí, cuando subí, una multitud de pájaros, serpientes, iguanas, codornices (de las cuales atrapé una con la mano) y hermosos pájaros verdes y azules de grito lastimero que armonizaba perfectamente con la soledad de las rumas. Las iguanas corrían saltando de rama en rama y no pude atrapar ninguna. v

El largo del palacio y de la pirámide es de aproximadamente ; 5 metT0S- La pirámide fue explorada por Stephens, supongo, pero el no encontró más que una masa de mortero de piedra que renuncio a seguir perforando y dejó abierta una enorme excavación que muestra ampliamente la excelencia de los materiales y la so idez de la obra. El edificio llamado la Cárcel por los indígenas

nunca se ha sabido por qué— es una construcción perfectamen-

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i te conservada. Colocado sobre una pirámide poco elevada (dos metros aproximadamente), se halla compuesto por un solo cuerpo con tres puertas al occidente que aclaran una galena del largo palacio. Esta galería aparece perforada por tres salas donde solo penetra la luz por puertas interiores que corresponden a las puer­tos exteriores. No existe, en las ruinas de Yucatán como tampoco en las de Mitla y Palenque, ningún edificio con ventanas. Otras ruinas se muestran por todos lados a la vista del viajero. Son el Caracol, construido a manera de paredes de tomillo; el Castillo,

: que corona una pirámide de 100 pies por lo menos, y una enorme Construcción cerca de las Monjas que está totalmente desprovis­ta de esculturas. Amontonamientos de piedras talladas indican el W r de otros edificios; el suelo se encuentra cubierto de ellos. En cuanto a la hacienda de Chichón ltzá, sus construcciones y sus

pillas, perdidas en el monte, esperan a que los indios sean some­ros y que sus amos regresen a darles el movimiento y la vida

que las han abandonado. ,' propietario actual vive en Mérida; me propuso la cesiónde su propiedad y de las ruinas por la suma de 2 000 pesos. Era TOCO pero ¡caramba!, yo era demasiado pobre para comprarla; titán demasiado lejos para sacar partido de tantas cosas preciosas. Abandonadas a la inclemencia del tiempo, expuestas a la barbarie

,«4e ciertos viajeros, estas ruinas van degradándose cada día. Pa­garán algunos siglos todavía antes de que una piedra vuelva a ser frvantada para recordar a la humanidad la existencia de estas

ivilizaciones extintas.El cenote de Chichón ltzá no es más que una gran cisterna

íural a cielo abierto. No tiene nada notable.Formados por el hundimiento de la capa calcárea, los cenotes

Que salpican Yucatán y lo abastecen de agua en cada estación, ífectan todas las formas, desde la inmensa rotonda a donde se penetra por el agujero de la bóveda, hasta la cisterna a cielo

. pbierto. Algunos, adornados de cristalizaciones, ofrecen una vista frandiosa: el de Bolonchén, mostrado por Stephens, es uno de los más notables. Después, encontramos otros en dirección a Uxma , hablaremos de ellos a su debido tiempo. r

En cuanto al grado de civilización de Chichen, creemos Considerarlo como más avanzado que el de lzamal, donde las pirámides y las figuras enormes denotan más antigüedad con menos perfección en detalles. En Chichón, la masa de las rumas

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174 Ciudades y ruinas americanas

forma una ciudad; los edificios, los templos y los monumentos que, por su simplicidad recordarían las habitaciones particulares las plazas publicas mismas, hacen pensar en un estado civil másm ilite ^ 0’ pUdlénd0Se pasar de la A cracia pura a una teocracia

Ocho días han pasado y cada mañana se me pedía que me apresurara; mi gente, para quienes las ruinas eran mudas, se halla­ba impaciente por volver a ver sus penates. Desde hacía tiempo el viejo cura había regresado a Dzitás, muy cansado de su excur­sión, jamas lo volví a ver y supe más tarde que había muerto po­co tiempo después de su visita a Chtchén. ¡Pobre cura! Para mí el tiempo pasaba rápido; estaba sin embargo cansado, con la cara y los brazos quemados por el sol. Cada noche, me tendía con placer en mi hamaca colgada en los árboles de las ruinas; pren­díamos una fogata para alejar a los tigres y cenábamos. Algunas veces, los indios entonaban un canto monótono y lastimero que precipitaba el sueño. Me dejaba llevar por la vida, sin mirar al

'pasado y sin preocuparme por el porvenir.Entre los trabajadores indios, había notado a un hombre jo­

ven de cara fina e inteligente; era el artista del grupo. Una noche me dio una muestra de su talento; cortó una rama délgada y flexi­ble a la cual quitó la corteza, fue al monte a buscar una raíz de una especie particular, muy larga y muy fina y la utilizó como una cuerda de tripa para tender la rama en forma de arco. Con el pulgar de la mano izquierda, mantenía con el hilo un pedazo de madera seca que figuraba el puenlecillo y en su mano derecha sostenía otro pedazo de madera que le servía como arco. Después, aproxi­mando la boca al extremo de este violín primitivo, abriéndola o cerrándola según el caso, sacó de este ingenuo instrumento so­nidos de una dulzura infinita.* Pasaba de algunas tonadas espa­ñolas que había aprendido, a las melodías indias llenas de tristeza y melancolía, recordando e improvisando en cada ocasión. Yo experimentaba al seguirlo un encanto extraño y el placer que me causaba escucharlo redoblaba el aliento de su inspiración poéti­ca. Toco largo tiempo.„ A1 día babía terminado mi trabajo y me preparaba parapartir. Al llegar a Dzitas debí mostrar a las autoridades las fotos

Se trata del h t t l l , antiguo instrumento maya. (N. del t.]

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de las cuales el cura les había contado maravillas. Pero para ellos resultó una gran desilusión y lo tomaron como una broma pesada; los clichés negativos no mostraban absolutamente nada a sus ignorantes ojos sobre los misterios de la fotografía. Me lo agra­decieron sin embargo, pero bien convencidos de la nulidad artísti­ca de los tesoros que llevaba conmigo.

Una de las ideas obsesivas de la mayoría de los mestizos, consiste en tomar a todo extranjero por un medico Yo llevaba Siempre conmigo una cajita de drogas y un Manual Raspad, bn Chichón Ttzá. tuve la ocasión de aliviar al viejo cura de una torcedura con fricciones de pomada alcanforada. Fue suficiente para establecer a sus ojos mi reputación de doctor, bn D atas, debí escuchar las dolencias de algunos individuos, pero sin prever hasta dónde podía conducirme tal ministerio improvisado. Al caer la noche tuve otra visita. Era un hombre joven, casado desde hacia apenas tres años y su esposa, joven y bonita decía, no le había dado hijos, be confesé sinceramente mi desolación por la este­rilidad de su compañera, asegurándole que no podía hacer nada y que debía dirigirse a algún médico de Menda. La confesión de íni ignorancia no fue a sus ojos más que una modestia extrema y, a pesar de todos mis esfuerzos por detenerlo, entro en detalles íntimos que no dejaron de conmover mi imaginación. Termino por comprometerme a visitar a su esposa, deseando que la examinara con cuidado, ba situación tomaba un giro bastante picante; e marido me había dicho que la enferma era muy ' ^ ^ “ Circuns­tancia atenuante— y yo no me defendía mas que débilmente. , insistencia se redobló. Pensé, a pesar mío, en Le medecin malgte lui no pudiendo dejar de sonreír en la semejanza de la situación, deseando sin embargo que dicha semejanza se detuviera ahí, sinllegar a los bastonazos.* ,

Hubiera sido descortés no ir con él, asi que lo seguí.La casa era pequeña, pero limpia. Hizo salir a una vieja

sirvienta, cerró la puerta y me rogó empezar el ejercicio de mis funciones. La enferma parecía una jovencita todavía, era en ver­dad linda y la palidez extendida de su joven fisonomía y la espe­cie de temor respetuoso que yo le inspiraba, le daban un aire de

. lo más interesante.

* Charnay hace referencia a la obra de Moliere, El médico a palos. |N. del t.]

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' 6 Ciudades y ruinas americanas

la J Ü X Í T ¿ í n ¿ ^ : r as del m a n d 0 me M ía n M e a d o potente p L S t e " " >8" ™ " » ™ volvía lm.

de la joven ^ J * ? * " »metiendo dentro de m í J ¿ , | ada de Abraham, pro-

f «•*-. - i ^ t e r i r s r ,arca c-lentes o inofensivos. recetado remedios exce-Tres días después, estaba en Mérida.

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XI. UXMAL

Regreso a Mérida.—Partida a Uxmal.—Uayalké.—Sakalum.—La familia B.— Ticul.—La hacienda de San José.—Uxmal.—Las ruinas.—El regreso.—La tor­menta.—Las indias de San José.

Se necesita haber experimentado la fatiga de quince dias de expedición y de rudos trabajos en estos climas tan calientes, para comprender los encantos del reposo. Me di algunos días de asueto que pasaron como un sueño.

La casa de don Joaquín era una palacio cortado por galerías de columnas y patios plantados de palmeras. Un vasto depósito de agua renovada todos los días me ofrecía cada mañana el placer de un baño fortificante; como en un rio, ahí me libraba con delicia al ejercicio de la natación. Después, venía el almuerzo, que tomá­bamos en compañía de mi amigo J. Lacios, a quien una feliz ca­sualidad había traído a Mérida el día de mi llegada. Se iniciaban entonces las charlas sobre la patria lejana, donde se mezclaban los historiadores de nuestros días y los nombres queridos de nuestros literatos modernos. Teníamos largas discusiones sobre las minas que había visitado y que volvería a ver; después, venían las excur­siones al pasado, los sueños del porvenir, confidencias mutuas, recuerdos evocados. Cuando el calor se acentuaba, nos dedicába­mos al suave balanceo de la hamaca, con el ánimo tranquilo, el cuerpo medio húmedo, el alma adormecida; una hora de siesta, hija de los climas calientes, acababa esta mañana tan bien ocupada.

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i 78 Ciudades v rumas americanas

Había, además, hecho amistad con rai respetable vecina, la señora C. Una simpatía súbita nos había acercado. Parecía que nos hubiéramos encontrado en una de esas vagas existencias que se cree haber vivido. Sus rasgos me traían muy gratos recuerdos.

Enferma desde mucho tiempo atrás, había llegado al último periodo de una enfermedad del pecho. Abandonada por los doc­tores, esperaba, con la caima de una conciencia pura, que Dios fijara el dia de su llamado. Tenía de treinta a treinta y cinco años y estaba adornada de una instrucción poco común y dotada de un alma tierna y mistica; por lo tanto, su conversación aparecía llena de encanto. Una religión bien entendida ofrecía a esta naturaleza, agobiada por tanto sufrimiento, el tesoro del más dulce consuelo. Me sentía dichoso y orgulloso de la amistad que me había con­sagrado esta pobre mujer.

¡Cuántas horas pasadas en confidencias íntimas, en conversa­ciones serias, donde yo me esforzaba en reanimar en su corazón el amor por las cosas de este mundo y la esperanza de un resta­blecimiento próximo! Sus ojos veían claro en el porvenir; se sentía partir, triste, pero resignada. Cuando la abandoné, nuestra amistad de quince dias era vieja de largos años y mis ojos se llenaron de lágrimas cuando le dije adiós.

No debía olvidar que la estación avanzaba. Asi pues, Antonio vino una mañana a arrancarme de las delicias de mi pereza. Había perdido la costumbre de levantarme temprano y me costó mucho trabajo dejar la hamaca. El coche esperaba; debía partir. Hacía una noche bastante oscura; mi pequeño conductor tomó hacia la derecha. Después, una vez fuera de la ciudad, a pesar de la oscuridad y de las espantosas sacudidas que producía el camino rocoso, echó las muías al galope. En vano le gritaba que disminuyera la ve­locidad, que iba a romper todo; se hacía el sordo. De repente, el resorte de cuero de la izquierda se rompió. Di una espantosa pi­rueta y apenas tuve tiempo de asirme, lo que amortiguó mi caída. Antonio se encontraba tranquilamente sentado en la vara y parecía no percatarse de nada; se detuvo, sin embargo, con el ruido de mis imprecaciones que fueron apoyadas de inmediato por dos sonoras bofetadas.

El día apenas nacía; nos encontrábamos entonces a cuatro leguas de Mérida. ¿Qué hacer? Imposible pensar en el regreso, la calesa no podía ir más lejos.

— A dos pasos de aquí hay una casa; cuide las muías y el

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L A ü u . i >í

coche, mientras voy a buscar cuerda yÉste desapareció. Prendí un puro y empece a pasearme míen

'* * ¿ ° „ T m in u to s apenrrs hablan pasado desde que se fue el “ ¿ “ i en el monte un tumulto espantoso y v, desem-

K ’ a triple galope, sers indios de traje extraño. Teman un ¡resto

C a h o m h S S g a T o Pp 3 d ^ £ que me enfrentaba a ,a vanguardia de una tropa de indios bravos. - ,^ Z q u e dectdtdo a vender ^ m, vrda, - d o

^ ^ “cTlesa^con el dedo sobre el gatillo, me encontraba ■* la febril espera de lo que iba a suceder. Los indios no teman

arma nue ur, machete, lo que me dio alguna esperanza, peí ganan delante de mí como un torbellino sin inquietarse por m,

ente aue eran vaqueros indios contratados para cuidar y u.' •< « n a d o en el monte. Llevan trajes de piel que los envuelven

" -la cabeza a los pies; las manos están escondidas en ia prolonga ¿ d í t e mangas y los pies en inmensos estribos de madera cubiertos “ cuero; las piernas se hallan, además, aseguradas

' la silla misma, hecha ésta de un cuero de res que, replegando forma una especie de caja. El « a - . que " O ^

w r más aue la mitad de un rostro bronceado, da a los vaqueros 3 aspecto tan salvaje, que les permite recorrer sin temor los mon-

" A con la ayuda de los dos indios Antonio m- naraba los destrozos con bastante diligencia. Remplazo >a coi tea Bmmma°citórda doblada s.ete u ocho veces, garantizándome la ' K m ¿ c h e hasta nuestra llegada a Ticui. D . - u « Soseguim os el viaje y, hacia las drez, llef E n c o n tré a don Felipe Peón, para qmen te m a ra r t* j . . : ' pqtp me dio a su vez otra para su casa d y PSutayordom o de la hacienda de San José, que también le per-

‘• " t a familia Peón, la más rica de Yucatán, posee la mayoría de 1«8 haciendas entre Mérida y Uxmai, es decir, un espacio -

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]«<) C iudades y ruinas americanas

leguas; esta ultima, donde se encuentran las minas del mismo tiornbie, es propiedad de don Simón.

n r k h e m w t ? ’ T J 0 deda COn orgu!,° Su administrador, ¡a ni n ^ Í finca de Yucatán. Se llega por una puerta monumen-‘ q . sc abrc sobre un amplio patio plantado de árboles A la

derecha se encuentra un jardín sombreado de palmeras y man- g s donde la mirada descansa sobre los racimos verdes de los platanales y de los guayabos cargados de frutas.

es nhnrHnhtCi eVf dH eXplanada de <J“ inoe pies al menos,es abordable de todos lados por medio de una escalera continuaque rodea la terraza; una plantación de zapote de Santo Domingo con frutos encimes de pulpa amarilla, alternada de rosales en flor presta su sombra a la galería.

Adelante se encuentra un malacate para desfibrar el henequén y, en patios interiores, retozan algunos venados domesticados.

Atras se extienden dos amplios corrales destinados al ganado

¡L"Z T i? P° Slt0S SÍ6mpre 1161105 de agua los ac ie rran a todo o largo. Dos pozos proveen la alimentación de los depósitos v el riego del jardín día y noche. y

El ganado abandonado en el monte, donde seis meses al año no encuentra mas que un escaso alimento, viene a abrevarse todos los días a los deposites de la hacienda. Como en ninguna otra parte se encuentra una gota de agua, la sed responde al propietario del regreso de sus rebatios. Puede ocurrir que alguna cabeza se aparte y llegue a algún poblado próximo, pero como cada animal lleva la marca de su propietario, jamás se pierden.™ ^ ° í ocientas cabezas de ganado dan a Uayalké un ingresodd l o í « y ,maS d° S.CientOS indios * * * * * en los campos

i , U mente' 61 numero de elios se ha reducido: el cóleradichadosSC ° 611 P°C0S dÍ3S 3 máS d£ setecientos de ^ to s des-

Dos horas de descanso habían dado a las muías un nuevo vigor Temamos que llegar a Sakalum antes del anochecer.

I aproximamos a este último punto, volví a encontrar como en la dirección a Valladolid, huellas de la revuelta india. Algunos muros ennegrecidos y chozas abandonadas formaban una línea fronteriza de sus ultimas incursiones. Sakalum fue saqueado dos veces, lo que le da un aspecto de profunda tristeza. 4

Nos detuvimos en la plaza. Antonio no sabía a quién dirigirse para pedir una noche de hospitalidad. Toqué de puerta en puerta

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pero nadie podía recibirme. Alguien me indico, del otro lado de la iglesia la casa de una pobre viuda que, de costumbre, albergaba a tos forasteros. Me dirigí hacia allá; la viuda me rogo pasar a su casita, asegurándome que haría lo posible para procurarme le necesario. Se disculpó en forma encantadora por no poder ac - gemie de mejor manera y la mirada de reproche que parecía dirign l \ cielo me hizo comprender que la fortuna debió haber trastor­nado una existencia que, por sus maneras distinguidas, unidas a un noble rostro, anunciaba haber sido bril ante. Antonio fue a monte a cortar ramón (follaje para las muías); por mi lado, fu a visitar el cenote, uno de tos más bellos de Yucatán. ^

Éste se halla en medio de la plaza; su abertura es casi circular, de aproximadamente quince pies de diámetro. Una escalera1 tesca de troncos de madera unidos por lianas permite llegar manto de agua que adoma la superficie del fondo.

Me encuentro entonces en una amplia rotonda de una eleva­ción de casi 80 metros, de donde cuelgan estalactitas; masas de estalagmitas corresponden a las cristalizaciones superiores y al­gunas veces las dos reunidas parecen formar inmensas columnas que soportan la bóveda. El aspecto es grandioso y el conjunto da

la fila de Indias vesfidas deblanco van al cenote, con el cántaro sobre la cade, a a buscaragua. Al verlas desaparecer súbitamente, parecen una hilera de fan a. mas míe se hunden en las entrañas de la tierra.' La cena me esperaba servida en casa de la viuda. La mesita cubierta por un mantel blanco, algunos platos de limpieza exqui­sita, me hubieran vuelto indulgente para la mas detestable comida, pero todo estaba bueno, bien sazonado, delicioso.

Dos jovencitas, hijas de la viuda, me servían en la mesa Be­llas las dos, pero la más joven atraía la mirada por sus maravillosas perfecciones. Tenía trece años y era blanca como el alabastro, su busto que se dibujaba bajo la transparenaa del huípil indio, pie- sentaba las líneas admirables de la estatuaria antigua; sus glandes ojos^velados por largas pestañas, tenían la dulce expresión de una resignación conmovedora; la nariz, recta, de a ía sm o y ito s tra ii naba la facilidad de sus impresiones y su boca de ^ r a l s e a b a sobre una hilera de perlas. Su cabello, un no de azabache, levan tado a la manera china, formaba sobre su blanca nuca dos mecho­nes brillantes unidos por un lazo amarillo y atravesados poi una

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Cs uibuc.N ' i ¿cu líi.s jnvriasrui.'i

aguja de plata. Kste peinado raro y elegante se armonizaba con el traje indio de la muchacha. El gesto de inocencia y c á n 2 c ue despedía toda su persona hacían de ella un ideal que el sueño más divino no podría igualar as

le ™ l ^ Ce n ° rigf ” « ■ "* * • me reiató » Mb * bastan- corta. Me hablo sobre la hacienda, pillada e incendiada su

mando asesinado, su desesperación, su huida, su exilio des-

sombría T T 3 CSt° S deS° iad0S luSares' Me narró esta vidallanto corrió Kna ‘ T POrVemr pareCÍa aLm más sombrío. El

™ re U Iaf / ,ITU8ada; sus b¡jas mezclaban su do­lo. a suyo y grandes lagrimas resbalaban sobre las jóvenes mejtllas conto gotas de llovía sobre los peíalos de una flTr

Jamás olvidaré esta desolación. ¡Ah! ¿No era yo rico libre poderoso. ¿Que me importaban las ruinas, el mundo el porvenir’?'

Donde esta entonces la felicidad? ¡Dichoso el que la encuende > sepa reconocerla! No pude callar la parte que yo tomaba de losoern í niOS 1 ° 3 13 alegría qlje tuve al aliviarlos, el deseo 'pero digo demasiado quizás... un silencio de aquiescencia una sonrisa de ángel agradecido, esa viva necesidad de esperanza que tienen los desdichados, me advirtieron que no debía agre-

l t r ? S de ■'ma des¡lus'ó,> » tas tlolorosas tristezas del pasarlo, no hable mas.Era hora de separarse. Fui a tendenne a la hamaca que me

esperaba para pensar. La noche trae consejos. Resolví apresurar

ía'víspera ^ eSC3pai 3 ^ fascinación W c había envuelto

Sin embargo, volví a ver a la chica... más bella, más seduc­tora todavía; dos largas trenzas extendían hasta abajo los teso- ? S de su cabeí e[a de ébano y su túnica de ligera gata, bordada d amarillo, velaba apenas la belleza maravillosa de su cuerpo- sus ojos, llenos de tímidas promesas, se adueñaban de mi cora- ¿°n. mi alma flotaba como la de un hombre ebrio. Tenía queüuS í a T 6 f 6S0S encaníos’ Llamé a Antonio; media hora des­pués las muías me esperaban en la puerta. Le dije adiós.

-¿Cuando regresará? -—preguntó.

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1

I

Jamás la volví a ver. ¿Acaso la mayor de las sabidurías noconsiste en evitar el peligro? ,

Al regreso, tomaría en Muña la ruta de Campeche.En Ticul tuvimos que detenemos de nuevo para reparar la

calesa que nos amenazaba con un segundo accidente. D t am llegamos esa misma noche a San José, donde pernoctamos. Las muías y la calesa debían esperar mi regreso, pues no había ningún camino a Uxmal más que un sendero que atravesaba. el montc^ Uxmal se halla a cinco leguas; el encargado me alquilo caballos v algunos indios para transportar el equipaje, t i sendero sube las colinas que, de noreste a suroeste, atraviesan Yucatán para desembocar en Campeche y recaer en la planicie donde se encuentra Uxmal. Siempre hundido en la espesura del monte, el viajero no percibe la hacienda sino hasta llegar a la plauta qu la precede. Raramente habitada por el amo, Uxmal no ™ un centro agrícola donde se agrupan algunos servidores de la hacienda Las ruinas se encuentran dos kilómetros al sur.

De inmediato ordené llevar mis instrumentos Y mi equipaje a las minas y, al día siguiente, me instalaba en una sala de la paite sur del Palacio de las Monjas. Valiéndome de aígunos pa os y cobertores, hice un cuarto perfectamente oscuro y, sobre una mesa que me prestaron en la hacienda, instale mis baños y mis pioduc- K o s P ,nd¡oS tenia» por M e a ocupan,ó„ la t a r ó t e ,= c agua Otros cuatro debían ayudarme en mis operaciones, sostener ün dosel de sábana blanca encima del instrumento, para que el interior del cuarto no se calentara demasiado; teman que abrirme la puerta del cuarto oscuro y cerrarla herméticamente cuando > entraba Otros cuarenta indios fueron ocupados tres días en eortai el monte con el fin de limpiar los monumentos cubiertos de maleza y plantas trepadoras]Antonio formaba mi reserva y no me aban­donaba; él sostenía la luz mientras que, sobre im cabeza, durante el trabajo de revelado, los cuatro primeros indios sostenían igual­mente una sábana para impedir que la gravilla de la bóveda cayeiasobre la capa de colodión. ., , . - . „

He aquí la disposición y la orientación de las rumas.Sólo hablaré de las principales puesto que, sobre un diam

de una legua, el suelo se halla cubierto de restos, algunos de loscuales cubren interiores muy bien conservados.

La primera al norte es el Palacio de las Monjas. Al sureste, a 100 metros de distancia, se encuentra la pirámide coronada por

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¡84 Ciudades y ruinas americanas

el edificio conocido bajo el nombre de Casa del Enano. Sobre la misma linea, pero al oeste, a 5Ü0 metros aproximadamente está la Cárcel.

Al sur, el Palacio del Gobernador con la Casa de las Tortucas su dependencia. ’

Al oeste, sobre la misma línea, la Casa de las Palomas.Al sur de estos edificios y muy próximas la una de la otra,

dos inmensas pirámides antaño coronadas por templos, de los cuales casi no queda nada actualmente.

Todo el espacio que separa los palacios que acabamos de enumerar está cubierto de ruinas de menor importancia y de restos de todas clases.

El Palacio de las Monjas se compone de cuatro cuerpos de alojamientos dispuestos en cuadro formando un patio de 80 metros de lado.

La lachada norte, que domina el edificio que parece haber sido a morada principal def amo del palacio, se eleva sobre una pla­

taforma de doce a quince pies, en la cual se encontraban dispuestas habitaciones bajas y de pequeñas dimensiones, probablemente para el uso de los servidores. Se llega a la plataforma por una escalera de frente que corresponde a la entrada del palacio, abierta en la parte sur. Una pequeña vía cimentada, bordeada de losas, llevaba de una a otra entrada. Esta fachada, bastante deteriorada en la actualidad, presenta un largo de 700 metros y desborda los edificios por las dos alas; está perforada por catorce tejados que corresponden al mismo número de salas dobles de iguales di­mensiones, que sólo reciben la luz del día por la puerta común.

Los dinteles de las puertas son de madera, como en todas partes en Uxmal y sostienen el encuadramiento saliente de unvasto friso, donde el arte indio parece haber agotado todos sus recursos.

Cada puerta, de dos en dos, está coronada por un nicho maravillosamente trabajado que debían ocupar estatuas diversas, bn cuanto al friso mismo, es un conjunto extraordinario de pa­bellones donde curiosas figuras de ídolos superpuestos resaltan como por casualidad deí arreglo de las piedras, recordando las cabezas enormes esculpidas sobre los palacios de Chichón Itzá Meandros de piedras finamente trabajadas les sirven de marco y dan una vaga idea de caracteres jeroglíficos; después, viene una sucesión de grecas de gran dimensión alternando, en los ángulos,

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con cuadrados y pequeñas rosáceas de un acabado admirable. El capricho del arquitecto había puesto aquí y allá, como para con­trariar la perfecta regularidad del diseño, estatuas en las posicio­nes más diversas, pero la mayoría han desaparecido y, de las que todavía subsisten, las cabe7as han sido suprimidas.

Los interiores, de dimensiones variadas, de acuerdo al tamaño de los edificios, son iguales que en Chichón: dos murallas para­lelas que terminan oblicuamente para unirse con una losa. Esta definición puede aplicarse a todas las ruinas.

Las salas aparecen recubiertas por una capa de yeso que todavía existe. En cada extremo están perforadas por cuatro u ocho agujeros situados de dos en dos, destinados a sostener rondanas de madera de zapote rojo, en las cuales los habitantes de estospalacios colgaban sus hamacas.

La hamaca es, entonces, invención americana. ¿No sena con­veniente investigar si tal costumbre se hallaba en uso entre los primeros pueblos del Viejo Mundo? No hay que descuidar nada en un estudio de este género; la afirmación de un hecho de aparentemente tan poca importancia, podría aclarar muchas dudas. A pequeñas causas, grandes efectos. En todo caso, se trata de la única herencia que legó la raza desaparecida a la conquistadora. La hamaca es de uso general en toda la península yucateca.

Las aberturas no dejan percibir ningún indicio que pueda hacer suponer el empleo de puertas; las bañas de piedra, perfec­tamente intactas, no presentan ninguna señal de muescas o de agujeros que hubieran ocupado goznes de cobre o de madera. Pero si se observa el interior, se nota de cada lado de la abertura, a igua distancia del suelo y del dintel de la puerta, plantados en el muro de cada lado de los soportes, cuatro ganchos de piedra.

Resulta entonces muy fácil imaginarse la fonna empleada por los antiguos habitantes para cerrar sus moradas. Se trataba sim­plemente de una plancha de madera en el interior contra la aber­tura, sostenida por dos barras transversales y paralelas que enca­jaban en los ganchos de piedra.

El ala derecha de la fachada sólo tiene 74 metros de largo y cinco aberturas, pero las salas son mucho más amplias y más elevadas que en la fachada que acabamos de describir.

La decoración se compone de una especie de trofeo en forma de abanico, que parte de la base del friso y se hace mas ancha hacia la cima de la construcción. Este trofeo es un conjunto de

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barras paralelas terminadas por cabezas de monstruos. En medio de la parte superior, tocando la comisa, se encuentra una enorme cabeza humana, enmarcada a la egipcia, con un cuerno de cada lado. Tales trofeos se hallan separados por celosías de piedra que dan al edificio un riquísimo efecto. Las esquinas tienen siempre esta ornamentación rara, compuesta de grandes figuras de ídolos superpuestos, con una nariz desproporcionada, torcida y levanta­da, que hace pensar en el estilo chino. El ala derecha (Casa de la Culebra), casi enteramente arruinada, debió ser más bella. Su nombre proviene de una inmensa serpiente de cascabel que corre por toda la fachada y cuyo cuerpo, enrollándose en almozárabe, sirve de marco a diversos paneles.

Ya no existe más que uno de esos paneles: una greca que sobremonta seis rombos con una rosácca en el interior; la estatua de un indio avanza en relieve sobre la fachada, sosteniendo en la mano un cetro; se nota encima de su cabeza un ornamento figu­rando una corona. La cabeza y la cola de la serpiente se unen en el otro extremo, reconociéndose perfectamente el apéndice caudal que distingue a la seipiente de cascabel.

La parte derrumbada permite ver el interior de las dos salas, donde se distinguen todavía los agujeros destinados a las hamacas de los cuales hablé anteriormente.

Los pequeños nichos en forma de colmena que adornan la parte superior de la puerta de la cuarta fachada, le han dado a ésta el nombre de Fachada de las Abejas. Se trata de un conjunto de columnitas anudadas en medio de tres en tres, separadas por partes de piedras planas y las celosías que se encuentran tan frecuentemen­te. Esta construcción es de una simplicidad relativa, comparada con la riqueza de las otras tres; como el patio, la gran entrada del palacio la divide en dos.

El patio contiene dos cisternas cimentadas que se destinaban a recoger las aguas pluviales.

No se puede impedir admirar la riqueza de la imaginación que supo agrupar en el mismo palacio tal profusión de ornamentos y distribuirlos en fachadas tan diferentes, a pesar de algunos puntos de semejanza.

La Casa del Enano, de la cual Stephens cuenta la leyenda, es un templo situado sobre una pirámide artificial de 75 a 80 pies de altura. Colocada a 100 metros aproximadamente del Palacio de las Monjas, se compone de un cuerpo de habitación con dos salas

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l i i i i i s i i ial lector:

Leyenda de la C asa del Enano

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1SS Ciudades y ruinas americanas

muy dura, con la cual el rey golpearía ai enano sobre la cabeza, tocándole después su tumo al pequeño enemigo.

Este como de nuevo con su madre, llorando desconsolado Pero a v,eja le levanto los ánimos y, poniéndole sobre la cabeza una tor­

tilla de trigo, lo volvió a enviar al rey.La prueba fue hecha en presencia de los más considerables

personajes del Estado, el rey rompió su haz entero sobre la cabeza del enano sin hacerle el menor daño. Al ver esto, quiso salvar su cabeza de la prueba que lo esperaba pero, como habia dado su palabra delante de toda la corte, debió someterse. Entonces el enano golpeó el cocoyol y, desde el segundo golpe, hizo volar en pedazos el cráneo del rey. Enseguida todos los espectadores cantaron victoria y acia- maion al veheedor como nuevo soberano.

La vieja mujer desapareció entonces pero, en el pueblo de Maní a 17 leguas de Uxmal, se encuentra un profundo pozo que comunica con inmensos subterráneos que «e extienden hasta Mérida. En este subterráneo, al borde dc\un río y bajo la sombra de un árbol, una vieja se encuentra sentada con una serpiente a su lado. Esta mujer vende agua en pequeñas cantidades, pero no acepta dinero por su trabajo' pide criaturas humanas, inocentes bebés que la serpiente devora.’ Esta vieja es la madre del enano.

La Cárcel, al oeste en el monte, parece una copia del mismo edificio en Cinchen Itza; la misma disposición interior, la misma arquitectura en el exterior, con mayor simplicidad.

La Casa de las Palomas no presenta en la actualidad más que un muro dentado de piñones muy altos, perforados por un gran numero de pequeñas aberturas que dan a cada uno el aspecto de un palomar. Este muro, de rara ornamentación, se levanta domi­nando un monumento de cuatro cuerpos más considerables toda­vía, en su extensión, que el Palacio de las Monjas. Por desgracia las cuatro fachadas están enteramente arruinadas y no presentanreddc)116 reSt° S donde toda huefJa de ornamentación ha desapa-

El Palacio del Gobernador es la pieza capital de las ruinas de Uxmal. De proporciones armoniosas, más sobrio en ornamentos de mayor amplitud, desde lo alto de sus tres pisos de pirámides

orandeza'1 C° m° ^ ^ ^ C* aislamiento Heno de majestuosa

El cuerpo del palacio mide más de 100 metros; se levanta sobre tres pirámides sucesivas; la primera de éstas tiene 220 metros y sirve, por así decirlo, de escalón a la segunda; ésta, de

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Uxmal 1X9

a p ro x im a d a m e n te 2 0 0 metros por 15 pies de alto forma u n a inmensa explanada — antaño pavimentada— con dos cisternascomo en el patio de las Monjas.

Un altar en el centro, sostenía un tigre de dos cabezas cuyos cuerpos unidos en el vientre figuran una doble quimera. Un poco m á s adelante se levantaba una especie de columna llamada piedra de castigo, donde los culpables debían pagar sus faltas

La tercera pirámide, que sirve de plataforma al palacio no tiene más que diez pies de altura; una amplia escalera desemboca en la entrada principal del monumento. ^

En cuanto al edificio, la ornamentación se compone de una guirnalda en forma de trapecios regulares y de las enormes cabe­zas ya descritas que comen de arriba a abajo de la tachada y su ven de línea envolvente a grecas de un relieve muy saltado, unidas entre sí por una hilera de piedrecitas en cuadro esculpidas de ma­nera diversa; todo sobre un fondo plano de celosía de piedra. La parte superior de las aberturas estaba enriquecida de piezas im­portantes, que numerosos viajeros tuvieron el cuidado de sus­traer. Cuatro nichos, colocados regularmente, contenían estatuas, ausentes en la actualidad.

El friso se termina por un cordón que penetra sobre la saliente del encuadramiento y semeja, por una linea curva que se enrolla sobre una recta, una obra de pasamantería moderna.

Dos pasajes en ángulo entrante se abrían antano de cada lado del palacio- los constructores mismos debieron condenarlos para remplazados por dos cuartos de menores dimensiones que los demás. El palacio contiene veintiún salas que solo reciben luz por las aberturas de las puertas; pero las piezas de en medio se dis­tinguen por sus dimensiones colosales: miden 20 metros de largocon una altura aproximada de 25 pies. . ., . ,

Encima de la puerta principal, se encuentra la inscripción del palacio; los caracteres son perfectamente visibles y dan, si se poseyera la clave, el nombre del principe o del dios en honor de quien fue erigido el monumento. Bajo la inscripción, un busto, cuya cabeza falta y cuyos brazos están rotos, parece un cuerpo deJmujer. El pedestal aparece ornado con tres cabezas al reves, bien cinceladas y de un tipo casi griego. En suma, las ruinas de Uxmal nos parecen la última expresión de la civilización ameri­cana; en ninguna parte existe tal conjunto de rumas, casas par­ticulares, templos y palacios. La masa aglomerada de restos permite

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Ciudades y ruinas americanas

suponer una sociedad donde el hombre, eximido de los obstáculos de una teocracia bárbara y quizá también del lazo vergonzoso de las castas, se encontraba llamado al ejercicio de ciertos derechos. Yucatán, en la época de la Conquista, era industrioso y comer­ciante, y es propio de la industria extender hasta los humildes los beneficios de una igualdad relativa.

En Uxmal experimento en mis operaciones dificultades sin número: un calor terrible, la descomposición de los productos químicos, así como accidentes de todas clases, estuvieron a punto de comprometer el éxito de mi expedición. Agreguen a todo esto noches sin sueño y tendrán una idea de mi posición.

He dicho que me había instalado en el Palacio de las Monjas y que había hecho mi recámara en uno de los interiores del ala sur. Mi primera noche fue deliciosa; había quitado el traperío que cu­bría la puerta y el balanceo de la hamaca volvía soportable el calor.

Dormía solo en el palacio; los indios se rehusaban constan­temente a pasar las noches dentro de las ruinas; la sola idea les causaba un terror mortal. Antonio me había suplicado cada no­che ir a dormir a Ja hacienda. Hubiera sido perder demasiado tiempo y como yo veía bien hacia dónde tendía esa maniobra, lo dejaba ir libremente a donde quisiera, siempre que se encon­traran al amanecer, él y los indios, a mi disposición.

Faltaban raramente y el mayordomo tuvo la bondad de vigilar que fueran puntuales. Uno de ellos, que llegó a las ocho, recibió, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, un bastonazo bien aplicado. Desde ese día, siempre llegaba a Ja hora exacta.

Me encontraba entonces solo y, gracias a mis trabajos, apenas me tendía en la hamaca me dormía como un bendito.

El tercer día perdí para siempre ese dulce reposo. Había habido, hacia las cuatro de la tarde, una tormenta terrible acom­pañada de una lluvia torrencial; por lo tanto, el pasco nocturno me estaba prohibido, así que me limité a tomar algunas notas sen­tado en mi morada. Al llegar la noche, me acosté. Pero ¡caramba! Aún no me había dormido cuando me sentí presa de atroces dolores. Un ruido de alas llenaba mi cuarto y, moviendo las manos al azar, sentí una multitud de insectos fríos y planos del tamaño de un gran escarabajo. ¡Horror! Una enorme cantidad de ellos se paseaban sobre mi cara; me precipité para encender una vela y quedé estupefacto ante el espectáculo que se mostraba ante mis ojos.

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I’.'l

En mi hamaca, más de doscientos de esos horribles animales quedaron atrapados como en una red; treinta, al menos, que me apresuraba a sacudir, se hallaban todavía sobre mí. Tenia en la cara, en las manos y en el cuerpo, hinchazones que me causaban un dolor insoportable.

Una gran cantidad de los de la hamaca estaban gordos c inflados de la sangre que me habían sacado. Los muros se encon­traban cubiertos de compañeros de la misma especie, que parecían esperar que sus amigos, saciados, les cedieran el lugar. ¿Cómodeshacerme de tantos enemigos?

Me armé de una tablita y empecé la masacre. Era una tarea atroz y asquerosa, como para revolver el estómago. El combate duró dos horas, sin piedad; aplasté todo. Cuando vi el lugar limpio, cuando ya no hubo más cadáveres, cerré herméticamente la puerta y traté de volver a dormirme; dos horas después había que em­pezar de nuevo. Estos insectos eran piques, una especie de chinche voladora. Al día siguiente cambié de domicilio, mis enemigos me perseguían todavía y mi vida se volvió un infierno.

Durante ocho días soporte este suplicio, uno de los más atro­ces de mi vida durante mis viajes. Quince días después aún se me veían las marcas de los piquetes de mis adversarios.

Encontraba menos vigor para mi trabajo, trabajo donde mis fuerzas se debilitaban por una espantosa transpiración. El lector se dará cuenta de ello cuando diga que eonsumia algo así como doce litros de liquido al día, vino y agua mezclada con alcohol y que todo se evaporaba, lo que constituía un peso de más de 25 libras.

Cada reproducción me costaba hasta dos o tres pruebas, otras, perfectamente logradas, se perdían en accidentes inesperados y a menudo por la indiscreta curiosidad de los indios que, a pesar de mis prohibiciones expresas, no podían retirar sus dedos de los clichés terminados que yo ponía a secar afuera. Sobre este asun­to, me ocurrió la aventura siguiente que estuvo a punto de com­prometer mi éxito en la reproducción del más bello de los pala­cios, la Casa del Gobernador. Lo había reservado para el final, a fm de proporcionarle todos mis cuidados. Como el palacio se levanta sobre una pirámide, debí construir sobre la explanada que le precede un cubo de piedra de doce pies de altura, a fin de establecer mi instrumento al nivel del edificio. Mi cuarto oscuio, instalado en la gran sala de en medio, es decir, a 80 metros del

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I<>2 Ciudades y ruinas americanas

lugar de exposición, me había obligado a agregar una sábana mojada a todos mis aparatos; en ella envolvía el chasis a fin de que, durante el tiempo prolongado de la exposición y las idas y venidas, la capa de colodión no se secara.

Coma para abreviar lo más posible. Como el palacio es muy grande, resolví hacer la reproducción en dos partes, a fin de dar más detalles y de alcanzar un efecto de conjunto más impactante. Había apartado para este proceso un frasco de colodión en reposo y dos cristales, los únicos que había encontrado. Ya no poseía otros productos, ni otros cristales, tenía entonces que lograrlo, y lograrlo sin interrupción, so pena de ver la luz cambiar y que la claridad no fuera la misma en las dos partes del monumento.

Empecé entonces y el primer cliché fue un éxito perfecto: ni una mancha, cada detalle en su valor; en una palabra, irrepro­chable.

En el segundo, un rayo de sol se había colado en el chasis, el cristal se encontraba cortado por una línea negra que volvía el cliché imposible. Me apresuré a limpiar el cristal, el colodión se agotaba y ya no tenía más, así que lo eché con el mayor cuidado posible y, conociendo el accidente que me hizo fallar el anterior, me resultaba fácil evitarlo en éste. Todo marchó bien, el cliché resultó. Era del mismo tinte, de ¡a misma fuerza y ya me glori­ficaba de mi triunfo en un asunto tan delicado.

Deposité el que acababa de terminar para examinar el prime­ro y juzgar mejor la perfección de mi obra. Lo tenía en la mano y, mirándolo en transparencia, quise borrar con el dedo algunos velos de productos que percibía detrás del cristal. ¡Oh, qué de­sesperación! Alguien había cambiado la posición del vidrio y mi mano entera se grabó sobre la capa impresa. Comprendí que todo había cambiado y lanzando una mirada terrible a mi alrededor, en medio de terribles imprecaciones, pedí el nombre del culpa­ble; éste tuvo cuidado de no nombrarse. Salté como un tigre bajo la excitación de mi cólera y los indios parecían petrificados. ¿Qué hacer? Había dejado en el Palacio de las Monjas varios frascos que contenían residuos de colodión sensibilizado; prometí un peso al primero que me los trajera.

Las pobres gentes se precipitaron entonces como flechas, librándose en medio del bosque a un steeplechase de lo más desenfrenado, el cual mi ira de fotógrafo no pudo contener. Me apresuré entonces a limpiar mi cristal de nuevo; todavía no ter­

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Uxinal 193

minaba cuando llegaron. Pero, de cuatro corredores, había tres ganadores que me presentaron un frasco cada uno. Cálculo o casualidad, les pagué de buena gana. Aún no era demasiado tarde y si el último cliché medianamente logrado no valía lo que los otros, había que conformarse.

Uxmal posee también uno de esos vastos estanques artificiales excavados para almacenar el agua de las lluvias y que compensan la falta de agua en la península. Estos cenote.y* son inmensas obras de albañileria y de cemento que se encuentran siempre cerca de las ruinas y de los antiguos centros de población.

Ya era tiempo de abandonar estos lugares de condenación, mi cuerpo no era más que una llaga, estaba flaco hasta lo imposible y curtido como un viejo indio. Algunos accesos de fiebre se agre­gaban a mis malestares, así que me fui esa noche a descansar deliciosamente a la hacienda, donde el encargado había ordenado prepararme una comida de lácteos y frutas.

Esta región siempre ha estado llena para mí de una inefable melancolía? Dejé a un lado la fiesta del pueblo donde algunos indios se divertían pobremente bajo la incitación del anisado y pasé mi día acostado a la sombra de las palmeras que abrigaban la noche, fumando los cigarrillos perfumados de La Habana, su­mido y perdido en ese bienestar del reposo que sigue a toda febril agitación.

por ]a tarde, la venida de las muchachitas a la fuente desen­volvía a mis ojos escenas de costumbres completamente primi­tivas y Menas de una poesía antigua, de acuerdo a su manera de llevar el cántaro sobre la cabeza, sobre el hombro o sobre la cade­ra, como también según sus ropajes, su manera de caminar y su gracia. A veces era Rebeca en el desierto, a veces mujeres griegas en la fuente o la hija de Alcinos en su isla de los feacios. Ellas, tímidas como jóvenes y salvajes, incómodas por mi presencia, es­condían sonriendo el rostro con un movimiento de pudor. Este movimiento, que no he visto más que en ^ ucatán y en las mon­tañas, consiste en velarse la boca utilizando una parte del huípil.

Rabiamos entrado a la estación de lluvias. Todos los días caia un aguacero con la tormenta que siempre lo precedía. Hice en­tonces partir mi equipaje muy temprano, para encontrarlo seco en

* f-rn Yucatán estas reservas de agua se Ñaman chultunes: los cenotes son naturales. [N. del t.]

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(.¡iidaüss y ruinas americanasi s>4

San José y poder cambiarme de ropa si me veia sorprendido por |a ilmna. Esto siempre ocurre. Apenas una hora después de mi salida de Uxmal, fui inundado por masas de agua que entorpecían la marcha de mi caballo, me cegaban y me cortaban la respiración Aunque mojado como una rata, no me inquietaba mucho, pues sabia mis baúles al abrigo y me proponía cambiarme a mi llegada Pe™ ” 0' Alcancé mi equipaje a media legua de la hacienda; éste se hallaba, era de suponerse, en deplorable estado. Los conduc­tores habían encontrado más simple echarse una copa con los danzantes de Uxmal y no se pusieron en camino sino hasla de­masiado tarde, cuando yo pensaba que ya habían llegado Los pasé entonces, apresurándome hasta San José.

El encargado, a quien expuse mi penosa situación, no tenía nada que ofrecer para remplazar mi ropa mojada, más que una camisa con la cual debí conformarme.

Este encargado era el hombre más microscópico del mundo y su cam 'sa- ¡oh Pudor!, resultaba demasiado chica para mí. No me atreví, en ese estado, a exponerme a la admiración de los habitantes y me paseaba refunfuñando en el interior de la hacien­da. Un muchacho alto, sorprendido como yo por el aguacero y como yo vestido con el uniforme raído del pobre encargado, no nzo tantas maneras y se paseaba con el puro en la boca por las

galenas de la casa. Era un español de tinte bronceado pero de una blancura notable y bien hecho de cuerpo. Las indias, muy aficio­nadas a la piel blanca, se extasiaban ante este nuevo Adonis. El español hizo poco caso al principio, aspirando con una indiferen- cia de hastío el incienso de su ingenua admiración. Pero su triun­fo íue tan arrollador que le incomodaba y el espectáculo se vol­vió de lo más cómico cuando cambió de actitud, haciéndome reír a carcajadas.

--¿V e usted estas p.„? — me decía— . ¿No seria bueno darles a cada una un hijo?

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XII. EL USUMACJNTA

ru m e c h e —La ciudad—El hotel.—La canoa—La travesía—El Carmen.Don Francisco Anizán.—El Usumacinta hasta Palizada. -E l cayuco -Cuatro dias en el río. - E l rancho.—San Pedro y la cacería de cocodrilos.—Los panta­nos.—La iguana.—Las Playas.

El fiel Antonio fue todavía mi guía hasta Campeche, a donde las muías me condujeron en tres largas jomadas. La fisonomía de Campeche difiere en todo de la de Mérida. La entrada tortuosa de los suburbios, los fosos con puentes levadizos y las murallas, le dan un aspecto de ciudad guerrera gloriosa, y sus combates con Mérida, sus victorias y el sitio que sostuvo en esta época, se mez­clan con frecuencia en la conversación de los habitantes. Las ca­lles no son rectas como todas las de la república; sus casas, des­iguales y más altas que las de las otras ciudades mexicanas, le dan Un carácter menos oriental. Sus monumentos son escasos y suCatedral es bastante modesta.

Los comerciantes ricos poseen casas donde la flora de lo trópicos prodiga todas sus magnificencias y cuyo conjunto formaen la ciudad un cinturón de verdor. .

Vista desde el mar, sentada sobre la ribera en dulce pendiente, apoyada sobre los promontorios de dos colinas, con sus palmeras a la izquierda como las plumas en movimiento sobre el sombrero de una mujer, Campeche presenta una vista de coquetería encan­tadora. El puerto es malo, o mejor dicho, no hay puerto. Lo mismo que en Sisal, los navios deben atracar a lo lejos por temor a los

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bajos fondos o a ios vientos del norte. Aunque en decadencia su grandeza comercial, Campeche constituye todavía la ciudad más rica de la península; la mayoría de las casas de comercio de la- Isla del Carmen no son más que los mostradores de sus habitantes.

Todo el mundo sabe que la madera de Campeche viene del estado de Tabasco y de la parte pantanosa de Yucatán; Isla del Car­men, actualmente distrito libre, tiene, por así decirlo, el monopo­lio. Por esta razón la ciudad de Campeche declina cada día.

Yo tenía una carta de Juárez para el gobernador, don Pabio García. Encontré, en el jefe del pequeño estado, un hombre bien educado que hablaba varios idiomas, el francés entre otros, con gran facilidad y que me recibió con mucha cortesía. Se puso inmediatamente a mi disposición e informándose de la finalidad de mi viaje, me dio para uno de nuestros compatriotas en El Car­men, don Francisco Anizán, una cálida carta de recomendación.

Don Pablo es un mulato oscuro de color, de fisonomía sim­pática, muy joven todavía y que sólo debe a su talento el elevado puesto que ocupa. Para llegar tan alto, tuvo que vencer la repro­bación que se liga en todos partes a la gente de su raza, lo que necesariamente le otorga un mérito más.

Campeche expone el lujo de dos hoteles que comparten, muriéndose de hambre, la clientela de sus escasos viajeros. El que me albergó se hallaba muy bien administrado; su mesa, abundan­temente servida, daba una alta idea de la fortuna de su propietario. Me preguntaba cómo el modesto presupuesto de tres o cuatro viajeros podía ser suficiente para su mantenimiento. Una noche, al regresar del muelle a donde había ido para tomar aire fresco del mar, escuché el tintineo del oro en el cuarto vecino; la puerta estaba entreabierta y entré. Un grupo de entre doce y quince personas se encontraba sentado alrededor de un tapete verde y el administrador del hotel manejaba la banca. Éste me hizo enseguida un gesto muy galante indicándome una silla vacía y preguntán­dome si no apostaría algunos pesos. Confieso mi debilidad por esta ironía de la suerte que prodiga en tan pocos instantes las emociones más diversas. Se jugaba al monte.

¡Cuántas faltas se podrían achacar al respeto humano! Creí mi dignidad comprometida a apostar. Me pareció que las personas presentes tendrían una pobre idea de mí si le daba importancia a la pérdida de unos centavos y me senté. Aposté entonces y gané al principio, lo que es bastante acostumbrado; después, como

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El Usumacinta 197

siempre, al haber perdido, me picaba de tal manera, que, cuando se levantó la sesión, yo ya tenía un déficit de 400 francos y me pareció que el hotel era un poco caro para mis recursos.

Nuestro administrador era melómano hasta la médula; pe­ro, como no había recibido del cielo ningún talento de eje­cución, había hecho traer de La Habana un organillo de gran ta­maño, con el cual creía deleitar a sus huéspedes. Las mismas melodías se sucedían sin descanso y nuestro hombre tenía cuida­do de darle cuerda a su máquina mucho antes de que el último pedazo de la canción hubiera terminado. Jamás hubo instrumento más ocupado, pero jamás hubo tampoco música más irritante, era como para hacer las maletas y desalojar. Le había dicho varias veces que cuando se tiene siempre el mismo placer, éste deja de ser un placer; se hacía el sordo y no escuchaba más que su música.

Me deshice de esta pesadilla confinándome en mi cuarto al cual, además, me ataba una seria indisposición. Creí tener fiebre amarilla; yo la deseaba desde hacía largo tiempo y la vi venir con placer. Sabía que una vez que hubiera pasado, sería un salvocon­ducto para el futuro en un país lleno de epidemias periódicas yyo lo necesitaba en mis viajes.

Pero experimenté una completa desilusión, porque dos días después me hallaba completamente restablecido y a punto de partir hacia El Carmen a bordo de una canoa lista para abandonar el muelle.

Las canoas son pequeñas embarcaciones de manufactura muy primitiva y de una solidez más que dudosa, que hacen el servicio de Campeche a El Carmen en dos, tres o cinco días, de acuerdo con la marea y la brisa. Siempre con la ribera a la vista, se echa el ancla la noche y el dia, al menor viento. Se comprende que una corta travesía sea larga con tales precauciones. Pero el mexicano no tiene nada del ímpetu del yanqui; se toma su tiempo, va piano y se siente bien.

Éramos una multitud en la canoa que estaba cargada de yeso como para hacemos zozobrar. Nos habían amontonado en un espacio vacío en el centro del barco y algunas personas acampa­ban sobre la carga. No habia borda para detenerse y mucho menos puente para protegerse del mar. Empezó a llover; nos tiraron simplemente una tela enchapopotada sobre la cabeza, lo que nos exponía a una asfixia general, a la cual no escapamos más que

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por milagro. El precio del transporte no es muy elevado, por lo tanto, la alimentación resulta menos que abundante y muy maia; por fortuna, yo tenía provisiones. Fue en esta embarcación que, después de haber pasado Champotón y la Aguada, llegamos a El Carmen después de cuatro días de accidentada travesía. No su­bimos un naufragio, pero pasamos hambre, así que saludé al puerto con una mirada de agradecimiento.

Carmen es una isla boscosa, húmeda, plana, elevada a algunos pies apenas sobre el nivel del mar. El comercio de las maderas dan al puerto cierta animación; éste encierra por lo tanto gran número de canoas y barcos de tres mástiles de carga para Europa. Desembarcamos con mucho trabajo después de tres horas de torpes maniobras.

Me dirigí inmediatamente a la casa de don Francisco para quien tenía una carta de recomendación. El señor Anizán es, al mismo tiempo que hombre de empresa, cónsul de Francia en El Carmen y la persona más hospitalaria que conozco. No sólo quiso que me alojara en su casa, sino que se ocupó de mi expedición, contiató el transporte para mis efectos, me procuró amigos y protectores sobre el litoral del Usumacinta, de tal manera que sin ningún trabajo, sin ningún esfuerzo, me encontraba listo para remontar el río. Este hombre excelente me había, además, atibo­rrado de provisiones.

El viajero, en tales circunstancias, incapaz de devolver el bien que ha recibido, sólo puede formular deseos de prosperidad para la gente que le ha tendido la mano.

La nueva embarcación, en la cual me dirigí hacia Palizada, remontaba vacía para descender cargada de madera.

Era una canoa del tipo de las de Campeche, pero mucho más grande y de un arqueo de 50 toneladas. Tenía velas para atravesar la bahía pero, una vez hundida en los laberintos de ias islas en la desembocadura y en las sinuosidades del río, debía remontar la corriente la pura palanca”. Se puede imaginar ampliamente cuán­to tiempo necesitan cuatro hombres de la tripulación para remolcar, durante un trayecto de 25 a 30 leguas con tan pocos medios, una embarcación de tal envergadura. Estos recorridos largos y peno­sos, donde la impaciencia que nos atormenta borra las más bellas cosas, es una de las partes más desagradables de los viajes.

Este fue uno de los peores para mí. Fuera del mal tiempo (llueve desde hace dos días), los mosquitos, que se encuentran por

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nubes en estos parajes, nos martirizan sin piedad. Bajé al puente de la canoa, pero el olor atroz y el calor sofocante me obligaron a subir de nuevo, prefiriendo la lluvia a las exhalaciones mefíticas del interior.

En cuanto a los mosquitos, tenía un mosquitero para las noches, pero los bandidos encontraban siempre un lugar por donde colarse de manera que, a pesar de mis precauciones, me acribilla­ban de lo lindo todas las noches.

Sin embargo, el paisaje no está exento de ciertas bellezas. Las riberas del río se elevaban a medida que avanzábamos y la ve­getación más vigorosa desbordaba en verdes arcos. De vez en cuando, un soplo de aire, inflando la vela desplegada, nos hacía franquear una ligera distancia con gran alegría de la tripulación. Aquí y allá algunos pájaros levantaban el vuelo a nuestro paso para detenerse y volver a volar y, desde las orillas, pesados cai­manes que hacían la siesta se deslizaban sigilosamente por el río.

Las mañanas eran frescas y recuerdo haber visto pasar, tlo- tando medio hundidos, tres jóvenes cocodrilos que iban a la de­riva, Resolví apoderarme de uno de ellos, cosa que resultó fácil. Pasé uno de los remos bajo su vientre y se quedó como un objeto inerte. Lo puse sobre el puente donde no tardó en reanimarse, tenía de doce a quince pulgadas de largo y se movía como un demonio cuando se le agarraba con la mano. Había que tener precaución porque, a pesar de su tierna edad, abría su pequeño hocico pei- fectamente armado y se mostraba tan feroz como un adulto. Quise hacer de él un compañero de camino, un amigo si era posible, y lo conservé durante dos días, pero no respondió a mis gentilezas más que con “bostezos" amenazadores y mis bondades fueron pagadas con la más negra ingratitud. Desesperado por no poder hacer nada al respecto, lo volví a echar al río para que se reuniera con sus queridos parientes. Pero he aquí Palizada, con sus mag­níficos bordes de palmas reales de enorme altura.

Palizada no es más que una sucursal de El Carmen. Uno es el lugar de producción, el otro, el depósito.

Cada casa comercial de El Carmen tiene entonces un doble mostrador en Palizada donde se agrupan numerosos indios que cortan la madera. Los jefes de las casas de comercio mantienen, además, relaciones con los pueblos indios del interior cuyos habi­tantes comprometen, mediante un pago por adelantado, su trabajo del año.

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Ciudades y ruinas americanas

. . . Yuca,taV cl cstado de Tabasco son las únicas provincias en México donde cl indio es, por así decirlo, esclavo. En Yucatán este es muy maltratado en las haciendas y muchos propietarios.’n u ° u ° e d]ner° ' Ios vetlden a escondidas a los exportadores de

a Habana. En Tabasco tienen buena apariencia, se hallan bien vestidos y viven en la abundancia; su paga resulta buena además y os comerciantes en madera los retienen a su servicio de la siguiente manera.

Está admitido que el indio de tierra caliente no es amante del trabajo; cuando trabaja, lo hace por necesidad, para recaer después en su inercia natural. Esta apatía es la única razón del estado incul­to de las tierras tan fértiles del nivel del mar. Así pues, el estado de Tabasco, ante la riqueza de la explotación de sus maderas, ha traído el remedio a esta pereza inveterada por un artículo de su egislacion, que declara que todo indio endeudado no puede abando­

nar el servicio de su amo antes de haberse liberado íntegramente.be trataba entonces de endeudar al indio, cosa fácil para todos

los hombres. Fuera de un primer adelanto de dinero que pone primero el servicio bajo la dependencia de su amo, cada propie­tario posee una tienda donde el indio poco previsor encuentra a crédito todo lo que pueda halagar su prodigalidad. Se incrementa

, deuda> se mantiene según la necesidad del momento, y he aquí al servidor convertido en esclavo perpetuo. Si cambia de amo, es poique el segundo rembolsa al primero los adelantos que ha hecho. Existe fuera de esto, una hábil explotación. Aunque ge­nerosamente remunerado — hay que aceptarlo— por un trabajo muy duro, la suma que desembolsa el amo se encuentra muy reducida por la obligación impuesta al servidor de abastecerse de todos los objetos en la tienda de la casa. Sumas considerables se encuentran así comprometidas sobre la cabeza de sus trabajado­res y cuando un hacendado posee a su servicio dos o trescientos

es sorprendente que haya desembolsado como anticipo j OO o 400 000 francos. No cualquiera puede entonces explotar las maderas puesto que, para formar un establecimiento agrícola se necesitan, evidentemente, sumas importantes.

Uno de los habitantes me alquiló dos hombres y un cayuco donde se instaló mi equipo, provisiones y una colchoneta, y se calcularon los días de ida y vuelta y el alquiler del cayuco; el total remontaba la suma de 150 francos. Mi equipaje era escaso y mi cayuco de lo mas pequeño: sentado o parado, no tenía de dónde

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l.i l.íunliiomia 201

escoger. Mi única distracción consistia en disparar a los cocodrilos que nadaban a flor de agua, a los monos que se aventuraban sobre la ribera y a las enormes iguanas de brillantes colores.

El paisaje, siempre el mismo, era de una monotonía desespe­rante; la soledad no era turbada más que por el encuentro de escasas canoas que bajaban por el rio, y el calor sotocante me sumía en una triste melancolía que sacudía con esjuerzo.

En lo alto del río, a medida que uno se aleja de los poblados, esta soledad ya no es la misma: los bosques, en toda la exuberancia de su savia, lanzan hacia el cielo retoños más vigorosos donde toda la gama de los verdores despliega la armonía de sus colores.El silencio está lleno de voces misteriosas; parece que la natura­leza huye de la aproximación del hombre para hablar su divmo

^Mientras tanto, llegamos a la ramificación del río; escalones tallados en la tierra de la ribera indicaban un rancho y subí para comprar frutas, pero todo estaba desierto. Unos pilares de madera soportaban todavía un techo de paja y el lugar me gustó para hacer un alto- decidí que, como las noches eran bellas y habría luna, viajarla durante la noche. Los indios estuvieron de acuerdo y nos instalamos ahí. Todo anunciaba la reciente presencia de los ha­bitantes; un campo desbrozado se extendía a lo lejos, huertos de mangos cargados de frutas prestaban su sombra a la casita y di­versos corrales debieron haber encerrado los animales domésticos. Muy cerca, una plantación de cacao daba testimonio de la indus­tria del antiguo amo. El cacahual, ya viejo, contenía un numero inmenso de pies en plena producción de donde colgaban multitud de frutos de dientes perfumados. La soledad era completa. ¿Que habría sido del antiguo propietario de esta ermita abandonada

Me internaba en la selva con el fusil en una mano y el machete en la otra para abrirme paso en medio de la maleza y las lianas, cuando de pronto me encontré en presencia de un grupo de monos de gran especie, alojados en las alturas de un árbol. Me de uve; por su lado, ellos me examinaban con cuidado: ninguna hostilidad ni por una ni por otra parte. No tenían ninguna intención de huir y yo no tenía tampoco intención de matarlos. Estaba sin embargo muy intrigado, hubiera deseado atrapar a uno de ellos y no sabia cómo hacerlo; pensé que un herido me servirla como prisionero y disparé. Mi escopeta era de postas, ocho en cada tiro. El indi­viduo a quien dirigí el primer disparo se hallaba bien a la vista,

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202 Ciudades >■ minas americanas

Que oc i l í r m° V1°uUn Se8Und° tirü no hizo más efecto r d 7 ' ,e Un lgei'° sobresal,° ' sin facerle abandonar el

ugar. Los demas empezaron a mirarme con terror y se movían

t 1? 0 í 1 m “ie -y « * o I.»abrazado, ah , '" PT dejar caer dos que teniaabuzados. Adivine la causa de su insensibilidad aparente; habíaido protegida por los cuerpos de sus hijos. Uno cayó el otro

aunque muerto, quedó suspendido por el extremo d e ’su cola’

sado v laeSm ¿aPS0, Jr f mbr0S dC 13 comPañía habían eclip- sado y la madre agobiada, agonizante sobre una gran rama, noquitaba la mirada de los cadáveres de sus adorados pequeñoshmari*" Verdadcr? r e m a m ie n to por mi vil acción. E! dolor detos cavó 7 mUy an° Y m° aprCSUt'é a abrev,ar sus s»frintien- os cayo Los simios jovenes se hallaban acribillados, pero la pie!

la d sní, CStaba ^ baStantC bUeR estad0- a ¡ o í rtdios que doreT k emn,Para ^ la hermosa * Srucsa Pieb Los caza-b t a r a ° S P”ra PreSe™ r la ^ del f“SÜ *

auc Ld°uSrantS, íCSdÍCÍ adf eian de la tribu de los sim*os zaraguatos que durante la noche, hacen estremecer las selvas con sus gritos

tm o n T .o M,entraS 7 7 £l día t0Caba a su ‘os irKho.'f des­ataron de los postes de la cabaña la hamaca en la cual habíadescansado, transportaron a la embarcación los diversos objetosque habíamos desembarcado y, una vez cargado el cayuco; nosp irnos en camino. Mis conductores cambiaron entonces de di-nnH» 6n Ug" 7 remontar e! río C0mo antes, se dejaron llevar

r aCOmr braZ° qUG habíamos alanzado; éste se dirigíaen m ,ara ,írCCC'0l ' * Tabas“ - Cua"do la « * •« . a l i a d o en mi sarape, me dormí.j c A ' desPcrtar eran como las once. La luna, entonces en mediodel río n T ’ SC ^ flejaba deIante de la barca en las aguas tranquilas

parec,endo guiamos como un resplandor amigo. Agachadoí u u í s ? 3’ Un° de l0S indÍ° S’SÍlcncioso corao un fantasma dirigía

w era anch° y en la Penumbra donde azuleaban las riberastar 'ngman !as s ,|uetas de las palmeras salvajes. ¡Oh, qué cosa tan poderosa es el silencio! 4

En medio de esta desierta región, rodeado de la selva virgen

1 W o dl3/ a leJ° S’ S° bre laS 3Suas quietas del río y como barco cargado de sombras, el cayuco se deslizaba sin mido

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L:.¡ Lhumacima :íi.) >

El cielo centelleaba y la luz diáfana de la luna envolvía todo con su velo mágico. Ni un soplo en el follaje, ni una onda sobre

d " En medio de todo este silencio, mudo de admiración, yo avanzaba, comprendiendo por primera vez la poesía de estas

^ n Í nadTpodría £, resplandor de estas noches estre­

lladas Todo, en esta silenciosa naturaleza, era aspiración, miste­rio religiosa elocuencia y, en este recogimiento universal, el c razón unía su plegaria a la plegaria de las cosas S, a veces d g estridente de los monos zaraguatos, si el rugido del jaguar canto lúgubre de un pájaro nocturno venía a turbar este himno de sueño parecía que un poder desconocido ahogara esas voces y que la naturaleza entera se inclinara de nuevo en un silencio mas

majestuoso ^ ^ momcnto parecido para devolver al alma que duda la fe que ha perdido...? Ensimismado en la contempla­ción de tales bellezas, oprimido por su grandeza, me embriagaba en las fuentes de esta poesía eternamente joven y divina y me dejaba llevar por el sueño, cuando los primeros albores de la aurora vinieron a dorar las cimas de los montes. Uno de los indiosme llamaba desde hacía rato:

—Señor —decía—, levántese, ya llegamos.— ¡Llegamos! —exclamé poniéndome de pie—. ¿Llegamos

a ^ - A S a n Pedro - r e s p o n d ió - y si quiere usted descansar y desayunar, lo llevaré a casa de don Juan, a quien esta dirigida una de las cartas que usted tiene.

— Está bien —le dije.Vi paseando la mirada a nuestro alrededor, que el paisaje

había cambiado: el cayuco había abandonado el curso del rio paia rem ontaron pequeño afluente. El riachuelo don e e r a m o s ahora no tenía más de 25 a 30 metros de ancho, las riberas se encontraban privadas de árboles, pero cubiertas de P ^ s a^ ' ticas A la derecha pastaban algunas bestias y, en el fondo P Jadas en la selva, se extendían las casas de techos de paja de un pueblo indígena. Mi guía me condujo a la casa mas grande y m presentó al propietario, don Juan, a quien entregue la carta de do Francisco Mi nuevo anfitrión me tendió la mano amigablemente e t a S S o m e una hamaco, me invitó a descansar. Después, me

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¿04 Ciudades y ruinas americanas

rogo excusarlo durante algunos minutos, asegurándome que muy pionto estaría conmigo. ^ '

El interior de Ja casa, claro como en todas las de estos parajes anunciaba cierta fortuna: Ja cabaña, dividida en cuatro compar­timientos, contenía una tienda de aprovisionamiento para los in-

ios, euartos para las mujeres y la pieza común, donde me habían istalado. Eí patio, rodeado por una barda alta, encerraba gran can-’mtdhde b,pedos> donde gallinas, patos y enormes guajolotes

cantaban y piaban hasta saciarse. En cuanto a los perros de ¿a casa paiecian gozar de los mas extensos privilegios: entraban y salían’ atravesaban las piezas, descansaban en ellas cuando querían y venían a olerme con una audaz familiaridad. Sólo la cocina les estaba prohibida y, cuando tímidamente y a hurtadillas llegaban a introducirse en ella, un cutch, cutch, varias veces repetido los poma en fuga al instante.

Don Juan debía ser cazador porque dos escopetas, una pera de pólvora y grandes machetes, colgaban de la pared; me hallaba en este punto de mi inventario cuando reapareció don Juan

- D e b e usted estar muy cansado — me d i j o - porque tres días en cayuco con semejante calor son algo terrible.

—Lo estoy un poco —respondí— , pero si hay algo curioso que ver en el pueblo, estoy listo para seguirle.

‘ períect0 respondió— , pero almorcemos primero y mástarde veremos algo que creo que va a interesarle.

Mientras tanto, el ama de llaves, una mujer rechoncha, había cubierto una mesita baja con un mantel gris de rayas sobre el cual un estofado de pollo, de muy buena cara, con un plato de frijoles negros al lado, nos esperaba humeando. Una pila de tortillas blancas y delgadas remplazaba el pan. E! uso del tenedor es desconocido en los pueblos: el indio toma un pedazo de tortilla que redondea en forma de cuchara para llevarse a la boca los alimentos, cualesquiera que éstos sean; los dedos y el cuchillo vienen en ayuda de este instrumento tan primitivo; se lava uno las manos al terminar de comer. No habiendo tenido víveres frescos desde hacía tres días, yo devoraba la comida, con gran satisfacción de mi anfitrión, a quien mi apetito hacía los honores

— ^Ha comido usted caimán? — me preguntó don Juan.te mía que no respondí— , y me preocupa poco; debe

ser duro y coriáceo. ’—No tanto como se lo imagina, ¿verdad, Jacinto? — dijo al rao-

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l-;i Usumiicinta

zo que nos servía. Éste respondió con un gesto de asentimiento . Debe usted saber — prosiguió don Juan— que los indios de este pueblo sólo viven de la carne de caimán; este alimento es sano, ya lo verá, pues todos mis compatriotas son robustos y, salvo los ac­cesos de fiebre que de vez en cuando nos acompañan hasta la tum­ba son los más saludables del mundo. Además, la carne no cuesta nada ya que, como usted lo habrá notado, los caimanes abundan en nuestros ríos y los pesca el que quiera. Pero venga - a g re g o levantándose— , quiero mostrarle algunas piezas excelentes.

Lo seguí En el primer jacal a donde entré con mi anfitrión, dos cocodrilos vivos, con las patas amarradas, el vientre al aire y la cola cortada, esperaban con triste resignación que llegara suúltimo día de existencia. ...

__Se les corta la cola como medida de precaución — me dijodon Juan— , porque podrían defenderse y romperle a alguien una pierna con el menor golpe.

Me acerqué a los dos monstmos de los cuales uno, con su eo a, debía medir por lo menos quince pies; el otro era muy joven. Los dos abrieron sus enormes fauces pero, impotentes, temblaban con rabia estéril. Los dos ovíparos exhalaban un fuerte olor, parecido al del almizclero, pero infinitamente más desagradable.

Había más en otras cabañas, todos en el mismo estado y destinados al mismo uso.

__Se ies pesca de dos maneras —me explica don Juan . conun fuerte gancho cebado (y me mostraba la marca del fierro que había perforado la mandíbula inferior del animal) o bien con las

“Oh oh” , pensaba yo, “don Juan me toma poi un tonto, pero no me lo voy a tragar” ; y como él me vio sonreír, dijo:

— ;Lo duda usted, señor?—Ño — repuse— , ¡oh, no! Usted me lo asegura. Sin embargo,

me gustaría verlo y he aquí un peso para el héroe que me pro­porcione este curioso espectáculo,

—El peso es inútil, aunque no estaría de mas —repuso miinterlocutor. ....

Y como cruzábamos el pueblo, al aproximamos a su casa, grito.— ¡Hola! ¡Hey, Cirilo, Cirilo!Al tercer llamado de don Juan, un muchacho alto, negro, del­

gado y nervioso como un tigre, lo abordó con su sombrero en lamano.

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— ¿En qué puedo servirle, don Juan?~ --Este señor quisiera verte traer un lagarto, pero parece dudar

de tu habilidad.¡Oh, eso es cosa fácil! —repuso tranquilamente el indio__,

y para darle gusto, don Juan...— Aquí tienes un peso, muchacho, así que trata de distinguirte.Cirilo pidió cinco minutos para prepararse y prometió alcan­

zarnos al borde de un riachuelo angosto y lento, del otro lado del pueblo Nosotros debíamos tomar un cayuco y hacemos conducir hasta alia.

Cuando llegamos, el muchacho nos esperaba en la orilla; es­taba desnudo y tenía en la mano un puñal cuya hoja, de ocho pulgadas de largo, parecía un enorme clavo cuadrado en la base. Echo poi los alrededores una mirada de conocedor. A veinte pa­sos, nos hizo una señal para detenemos y, precediéndonos con precaución, nos indicaba un punto en la ribera lleno de altas hier­bas; no estaba a más de diez pasos cuando dos caimanes de cola corta se hundieron en el río como dos mastodontes.

En menos tiempo de lo que se necesita para describirlo, Cirilo se precipitó con el puñal entre los dientes, se zambulló y no’volvió a salir a la superficie. Nos dirigimos a toda prisa hacia el lugar del combate. La situación me parecía palpitante, buscábamos con la mirada algún movimiento en el río que nos indicara el lugar donde el indio había desaparecido; algunos segundos, largos como un siglo, pasaron. El agua se agitó de nuevo movida como por el poder de una hélice y la cola del monstruo golpeó la superficie con un ruido terrible. Después, el animal reapareció en una rápida evolución. Cirilo, lleno de fango, estaba adherido al vientre del cocodrilo. Desaparecieron una vez más, dejando un largo rastro de sangre.

— ¡Bravo, Cirilo! — gritó don Juan.Por mi parte, yo no respiraba, helado por el terror testi­

go mudo de esta horrible lucha, arrepentido de haberla provo­cado.

Mientras tanto, el río se agitaba bajo los esfuerzos de los dos luchadores y el agua subía a la superficie en torbellinos espumo­sos; pasaron algunos segundos todavía y Cirilo reapareció pero solo, cubierto de lodo, medio sofocado.

Un grito de júbilo escapó de mi garganta como un grito de liberación. Cirilo nadaba hacia nosotros y yo le tendí la mano para

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ayudarlo, pero él saltó por si mismo dentro de la barca, dondeestuvo un momento sin hablar.

__Este c... me cortó el dedo — dijo mostrándome que laprimera falange de su indice había sido mutilada.

En el momento en que Cirilo había abrazado al monstruo cuerpo a cuerpo, su dedo se había atorado en las mandíbulas delanima!. , . c - .

—Pero me la pagó — agregó— , al rato vamos a verlo. Si nosube, como es probable que se haya ido al tondo, iré a buscarlo.

Don Juan me hizo una seña con el ojo. Este indio me pareciógrande como César. ...

Cirilo se limpiaba el fango y se preparaba para zambullirsenuevamente; yo trataba de detenerlo.

__■ jrji ahí está! — gritó don Juan apuntando una superíteleblanca que flotaba del otro lado del bajo. Era en efecto el caimán, con el vientre al aire y el pecho abierto de cuatro puñaladas.

Lo remolcamos hasta el pueblo. Media catorce pies y tres pulgadas. Le di a Cirilo dos pesos en lugar de uno y le compre en cuatro su cuchillo, el cual conservo todavía.

__Debe usted notar —me dijo don Juan— que nuestros indiosson los únicos capaces de ejecutar la hazaña que acaba usted de presenciar. Es, por así decirlo, un don particular porque en ningún pueblo de los alrededores se encuentran “pescadores” de lagartos. Lo más singular de este asunto, consiste en que el calman mismo no se deja agarrar; su instinto lo hace huir de los indios de San Pedro, mientras que se echaría sobre cualquier otro para devorarlo.

— Si puede usted quedarse una semana — volvió a decirme don Juan— podría llevarlo a una cacería de jaguar muy interesante

__Eso es muy tentador, amigo don Juan — le respondí— ; perotengo dos hombres que me esperan y un largo camino que reco­rrer. Me contará usted sobre las cacerías, se lo suplico.

— Sea, pero mañana por la mañana iremos a pescar tortugas. Nuestros indios comercian un poco con ellas y las venden en los pueblos hasta el pie de las montañas, en Las Playas y en Palenque.

Pescar la tortuga se dice clavar la tortuga porque, en efecto, se caza por medio de un fiemo puntiagudo con un palo como

Al día siguiente, muy temprano, acompañaba a don Juan en su cayuco; los dos estábamos armados con el aparato mencionado.

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Ciudades y ruinas americanas

1 ®S5 “ 1Í®‘ fijad o Por un joven indio, nos permitía sondear aquí y alia el londo del rio. Para tener éxito, se necesita cierta costum­bre y ya don Juan había arponeado dos tortugas cuando yo aún no había sentido la concha de ninguna. Sin embargo, terminé por pescar una, presa que juzgué de poca importancia debido a su bajo peso. Era, en efecto, una joven tortuga de seis pulgadas de diá­metro, que no hubiera querido la cocinera. Me hastiaba fácilmente de un ejercicio donde no tenía éxito y, cuando el sol subía, re­gresamos al pueblo con cinco magníficos animales, de los cuales el mayor no tenía menos de catorce pulgadas de diámetro. Su car­ne es grasosa, insípida y necesita ser ftiertemente condimentada

Referente a Ja cacería del tigre a la cual yo no podía asistir, don Juan me contó lo que otros me confirmaron más tarde que era la cacería más inocente del mundo y la menos peligrosa, a pesar de la ferocidad de la bestia.

—Éstos son mis perros— me dijo, designándome los animales sentados a nuestro alrededor- que pedían humildemente un hueso para roer.

Pero, ¡éstos no son perros de caza!—No tiene importancia —repuso don Juan— ; tienen bastante

talento para encontrar una pista y seguirla. Durante el día, el tigre es tímido, se acurruca bajo alguna roca o se encarama en las ramas de algún áibol grande para dormir. Sólo durante la noche es terrible. Este es mi favorito —dijo tirando media tortilla a uno de los pequeños mendigos, animal medio flaco, de color gris y pelo algo escaso, el cual no tenía nada que anunciara sus raras facul­tades . Cuando salimos de cacería, rara vez regresamos con las manos vacias; pero ya se está haciendo viejo y no sé si algún día podré remplazarlo.

i^ero a hechos, don Juan! — le dije, pues no me gus­taban los rodeos y mi anfitrión, bastante conversador, amenazaba con retardar su relato.

—Bien — continuó, sonriendo— ; tan pronto como se percibe al animal, si se encuentra escondido entre las rocas, se trata de hacerlo salir. Si está en el bosque, el animal huye con los ladridos, sube a un árbol y permanece suspendido sobre mi perro (por así decirlo) mirándolo con ansia y dirigiéndole con expresión feroz sus roncos resoplidos; el tigre no se ocupa de mí y parece no verme. Entonces yo tomo mi tiempo, escojo el lugar y apunto tanto rato como me plazca. En una palabra, lo asesino. Como ve, este

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género de cacería no tiene gran mérito. Hay casos donde la inmovilidad del jaguar es tan grande y su atención se halla tan absorbida por el perro que lo acosa, que mediante una rama v un lazo se le puede estrangular como al más inofensivo de los aló­males. Venga, tengo aquí algunas pieles muy bien consonadas y si usted aceptara una, me daría mucho gusto.

Acepté de buen grado. La que escogí era de mediano tamaño y la bala, que había entrado por el hombro, había salido por cf otro lado. No volvería a ver a don Juan y seguramente él jamas oirá hablar de mí. Sin embargo, le agradezco de todo corazón losdos días que pasé con él. .

Mi mozo y los dos indios que llevaba conmigo, hcivian deimpaciencia. El primero se aburría y los otros dos temían a su regreso, un regaño por parte de sus amos por tantos días perdidos. Regresé entonces a mi prisión flotante. Esperábamos alcanzar Las Playas esa misma noche.

Mientras más avanzábamos, más disminuían en importancia las aguas; los afluentes se multiplicaban hasta formar entrecruces y meandros donde titubearía el explorador más experimentado. Entonces mis conductores se apartaron de la ruta para perderse en un inmenso pantano donde quizá cayuco alguno había pene­trado. . ,

¡Qué deleite para un cazador! El pantano parecía el vastodepósito de un jardín de aclimatación. Había una multitud, una multitud inmensa de patos de todas las especies, de gansos, gai zas, cigüeñas y grandes pájaros de la misma familia - llamados en México perros de agua— y muchos más de los cuales nu ignoran­cia no me permite ofrecer la nomenclatura, formaban un barullo, un ruido, unos chillidos indescriptibles. Estos pájaros eran poco salvajes, nos miraban con asombro, pero sin miedo. Nos dejaban aproximamos a veinte pasos y después se alejaban veinte pasos más para seguir mirándonos todavía. Maté algunos sin asustai demasiado a los demás, para luego terminar abandonándolos no sabiendo qué hacer con ellos.

Prefería a los cocodrilos cuyo número era en verdad prodi­gioso; pero muchos, más taimados de lo que parecen, no mostra­ban casi nunca más que la punta de la nariz y los dos ojos saltones. Se necesitaba gran destreza para alcanzarlos y. a pesar de mis numerosos tiros, sólo llegué a matar uno.

Mis hombres buscaban en vano una salida; terminamos poi

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Ciudades y ruinas americanas

encallar. Tiempo perdido. Regresamos y nos internamos en una especie de canal completamente abrigado bajo la sombra, pero entorpecido por troncos de árboles caídos. El agua, durmiendo sobre un fondo de limo, despedía vapores infectos. Sólo las iguanas animaban estos lugares desolados; las había magníficas y de un largo increíble. Logré herir una de siete pies, de color brillante y perlada como una hermosa lagartija. Tenía, de la cabeza a la cola, el encaje más finamente recortado que jamás se haya visto, y su garganta, hinchada de cólera, alcanzaba un desarrollo con­siderable, esta bolsa era sobre todo el objeto de mi codicia. Quería, lo confieso, hacer con ella una bolsa para tabaco. El anima!,' detenido en su carrera y gravemente herido, se defendía todavía y tuve que darle tres puñaladas en la cabeza para acabarlo. Pero la bolsa en cuestión, perfectamente cortada y frotada con pomada alcanforada, no llegó a conservarse. Primero, perdió su colorido, después, las pequeñas escamas empezaron a caerse y la piel misma terminó por romperse.

Teníamos prisa por salir de este canal infecto. Algunas em­barcaciones amarradas en la ribera nos hicieron suponer que, no lejos de ahí, habría una cabaña donde los gulas podrían obtener algunos informes. Uno de ellos desapareció por unos instantes y i egresó muy pronto con la cara sonriente: nos aproximábamos Media legua más allá estaba el pueblo de Las Playas. En efecto, desembocamos casi de inmediato en un vasto depósito donde la falta de agua nos impedía avanzar. Debimos quitamos las botas, arremangamos los pantalones y empujar. Sin embargo, mi mozo no quiso hacer nada, temiendo comprometer su preciada salud, pero ya otras ocasiones me permitirían conocerlo bien. En cuanto las primeras casas estuvieron a la vista, dejé el cayuco y prometí a los indios enviarles a alguien del pueblo para ayudarlos a des­cargar el equipaje. Media hora más tarde, llegaba a Las Playas a casa de don Ignacio, extenuado, muriéndome de sed y como si es­tuviera en completo estado de ebriedad. Atribuía mi malestar al calor sofocante, a las exhalaciones mefíticas del canal y sobre todo a la media hora de caminata en medio del fango del pantano. Me trajeron una jicara de pozole dulce que bebí de un solo trago, des­pués otra y otra; entré entonces en una abundante transpiración y me dormí en una hamaca. Dos horas después la indisposición ha­bía desaparecido. Raramente, en mis viajes, estuve tan cerca de alguna temible enfermedad.

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XIII. PALENQUE

De Las Playas a Palenque—El pueblo de Santo Domingo. Don Agustín González—Los dos bajorrelieves.—Las ruinas.—El palacio y los templos — Trabajos fotográficos.—Fracasos. -L as noches, apariciones.—Las luciérnagas. —Los tigres.—Retorno a Santo Domingo.

Al salir de Las Playas, el sendero, cerrado primero por una línea boscosa, se abre de repente sobre una perspectiva de praderas rodeada de árboles donde la naturaleza agota todas las hechicerías de su fecundidad virginal. Bosquecillos sombríos, sembrados en medio de planicies reverdecientes, parecen dispuestos sólo para el placer de la vista, mientras que el cinturón de los grandes árboles que bordea el horizonte les dan ese aspecto apretado de los parques ingleses unido a la salvaje grandeza de las obras de la creación.

Algunas veces, el caballo que montamos parece guiar nuestros pasos bajo arcos de triunfo donde las gigantescas lianas cuelgan como espléndidos listones; otras, inclinando la cabeza bajo las estrechas arcadas, nos hacen resbalar como cabritos en los ma­cizos del bosque.

Aquí, la planicie se abre de nuevo y, en su lucha con el bos­que que la encierra, victoriosa o vencida a su vez, se estrecha, se ensancha, se agranda o se cierra, desplegando una variedad de vueltas, una riqueza de líneas donde las suaves ondulaciones de pastos ficticios se mezclan con las asperezas de las soledades.

Allá, se abre la flora de las sabanas pero, más lejos, volviendo

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2 1 2 Ciudades y ruinas americanas

a ejercer sus derechos, el bosque celoso aplasta toda vegetación florida bajo el peso formidable de sus sombras seculares. Liebres espantadas corren en todos los sentidos por las altas hierbas de la pradera mientras que los pécaris feroces, indiferentes en su auda­cia, siguen en largas filas los senderos ya abiertos. Enormes aras mezclan sus gritos ensordecedores a los aullidos de los zaragua- tos colgados en las copas, mientras que el gamo tímido dirige de lejos una mirada de asombro.

El alma se sacude por el sueño bíblico del Edén y los ojos buscan en vano a la Eva y al Adán de este jardín maravilloso. Nin­gún ser humano puso aquí un pie. Durante siete leguas se suceden estas perspectivas deliciosas, siete leguas de estas magníficas soledades que bordean de tres lados el horizonte azul de la cor­dillera.

En medio de estos encantos, el viajero llega a Santo Domingo del Palenque. Extendido en el hundimiento de dos colínas, como una india perezosa en el hueco de su hamaca, el pueblo se marchita en su aislamiento y no ofrece a la mirada más que una calle de pasto verde bordeada de chozas desiertas. Su iglesia, situada en un montículo, no es más que una masa en ruinas sin pastor para los servicios.

Sin embargo, el pueblo es una subprefectura cuyo alcalde, don Agustín González, nos ofreció hospitalidad. Cuatro o cinco fami­lias de raza blanca habitan el lugar: don Agustin, don Dionisio y otros a los que vi apenas. «Entre todos, noté a un joven alemán, gran admirador de las ruinas, naturalista apasionado que, quizá cansa­do del mundo, vino a fijar su residencia en Santo Domingo. Ca­sado desde entonces con una muchacha del lugar, continúa sus exploraciones, las cuales día a día se vuelven más penosas debido a su quebrantada salud.

Durante largo tiempo, el alemán me habló de las ruinas que yo iría a visitar, exaltando su grandeza y su originalidad. Había descubierto, decía, cinco o seis templos nuevos espaciados en la montaña y esperaba descubrir otros. Mí anfitrión, don Agustín, me condujo a la casita que se hallaba frente a la suya cuyo pro­pietario posee, incrustados en una pared, los dos bajorrelieves tan conocidos y reproducidos por todos los viajeros y que representan: uno, a un personaje de pie cubierto de ornamentos de gran riqueza, con las piernas calzadas de altos coturnos; por detrás, un niño colgado de su cintura parece dar gritos de desesperación; el otro,

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por una pie) de tigie. Esas ®s e principal, y llevadas a muy

bastante exactitud. ;ii fi,,.uie c! eobierno de

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214 Ciudades y ruinas americanas

con ellos. Iba acompañado de mi mozo y de un guía que el estado de Chiapas impone a todos los viajeros, mediante un sueldo de cinco francos diarios. Éste debía seguirme con dos fines: guiar mis exploraciones en los monumentos y vigilar mi conducta respecto a los palacios, siendo su consigna impedirme cometer cualquier degradación. Cuatro indios nos seguían cargando mi equipaje, una mesa, diversos utensilios de cocina y provisiones.

Las ruinas se hallan a doce kilómetros por lo menos del pue­blo. El ruido de los machetes que golpeaban los troncos de los árboles me advirtieron que estábamos aproximándonos. Sin cm- bargo, no se percibía el menor rastro de los monumentos; la selva virgen nos envolvía en ia espesura de sus sombras y avanzábamos con dificultad. Pronto llegué a un claro practicado por el hacha de los trabajadores y todavía no se veia el palacio.

— ¡Pero vaya, amigo! — le dije al guía— . ¿Dónde se esconde el palacio?

Ahí está, señor respondió, apuntando hacia una masa negra cubierta de una vegetación tan vigorosa como la del suelo y cuya fachada se encontraba medio escondida bajo unos mato­rrales de lianas.

En verdad, se podía pasar a diez metros del palacio sin llegar a verlo.

Entonces comprendí las dificultades que me esperaban para poder reproducir esos monumentos. Todo estaba negro, vermicula- do, ruinoso, perdido. No podía, además, empezar a trabajar ense­guida, puesto que e! trabajo de los indios no avanzaba tan rápido como lo había pensado; necesitaban dos días más para permitir­me tomar una perspectiva de !a fachada. Tenían, además, que derribar por lo menos los árboles más grandes que cubrían los techos del edificio y limpiar la fachada de plantas trepadoras que obstruían la vista.

Sólo instalarnos mi equipo en una de las galerías. Di órdenes para la limpieza de ciertas partes y me interné de nuevo en ia selva en busca de otros templos en los alrededores.

Un indio nos precedía abriendo un sendero con la ayuda del machete. Cada uno de nosotros tenía uno y yo llevaba además mi escopeta al hombro, en caso de encontrar alguna fiera.

El primer templo, a la derecha del palacio, tiene cerca de 300 metros y está construido sobre una pirámide de gran altura, al otro lado de un riachuelo. El ascenso resulta bastante difícil; las piedras

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Pdlenquu 21.S

que cubrían la pirámide resbalan bajo los pies, las lianas difi­cultan la marcha y los árboles se hallan a veces tan cerrados, que obstruyen el paso. Difícilmente nos damos cuenta de cómo se construían estas obras gigantescas y nos preguntamos si los constructores no aprovecharían las eminencias naturales, tan comunes en América, modificándolas de acuerdo con sus nece­sidades, elevándolas o rebajándolas, después de lo cual forrarían de piedra el exterior del montículo.

El templo en cuestión es una construcción oblonga, con tres aberturas al frente. Éstas, de ángulos rectos y cuyos dinteles de madera han desaparecido, dan luz a una galería interior de ocho o nueve metros de largo que comunica con tres cámaras pequeñas de las cuales una, la del centro, encierra un altar.

El altar, que recuerda en su fbrma el arco de los hebreos, es una especie’de caja abierta adornada con un pequeño friso enmar­cado. En los dos extremos de dicho friso, en lo alto, se despliegan dos alas parecidas al tipo de ornamentación tan frecuentemen­te empleado en los frontones de los monumentos egipcios.

De cada lado de la abertura, ornamentos en estuco y algunos de piedra, representan diversos personajes y, en el fondo del altar, en la semioscuridad, se encuentra un vasto panel compuesto por tres losas inmensas perfectamente unidas y cubiertas de esculturas preciosas.

El templo del cual hablamos contenía una cruz que no repro­dujimos más que en parte en nuestra obra Ciudades y ruinas americanas. No pudimos hacer más. Arrancada de su emplaza­miento primitivo por una mano fanática que veía en ella la tepro- ducción del símbolo cristiano milagrosamente empleado poi los antiguos habitantes de este palacio, había sido destinada a ador­nar !a casa de una viuda rica del pueblo de Palenque. Pero las autoridades se conmovieron ante esta devastación y se opusiei on a la transportación de la piedra. Entonces fue abandonada en la selva donde yo la buscaba sin conocerla y sin verla, hasta que mi guía me hizo fijarme en el precioso resto.

La cruz se hallaba completamente cubierta de musgo y las esculturas habían desaparecido por entero. Cuando quise repro­ducirla más tarde, debimos frotarla con cepillo, lavarla y pararla contra un árbol.

La parte reproducida en nuestra gran obra formaba el centro y representaba una cruz coronada por un pájaro fantástico al cual

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Ciuuihícs y rumas uniuruumus¿ l o

un personaje de pie, de dibujo perfectamente puro, ofrece como presente un nmo extendido en sus brazos. Una inscripción, com- ouesta por cinco caracteres, se encuentra a ia altura del personaje- otros cuatro caracteres del mismo estilo existen en los lados inferiores de la cruz. Una horrible figura de ídolo forma la base Pe este monumento.

-Las otras dos losas, hoy en su lugar en el altar del templo, contienen: Urde a izquierda, un personaje erguido que parece es- ar en espera del sacrificio que se lleva a cabo en su presencia

Detras del bajorrelieve se extiende una larga inscripción; la losa ce !a derecha se encuentra igualmente cubierta de caracteres queceben dar la explicación de la cruz y la historia del templo o de sus fundadores.

huera de la cámara que encierra el altar, el palacio posee otras eos, a la derecha y a la izquierda del santuario. La sala de la cerecha penetra por una escalera a un subterráneo que se extiende prec sámente bajo el mismo altar que hemos descrito. Es probable que el sacerdote, escondido en esta cueva ignorada por los fieles, oicra en voz alta los oráculos que los consultores tomaban como a voz ce sus dioses. Es verdad que, desde la creación, los medios

lian sido siempre los mismos.A cierta distancia de este primer edificio, casi sobre la misma

linea, encontramos otro templo de la misma arquitectura y con la misma distribución, pero más pequeño. Las tres losas del fondodel altar se encuentran en su sitio y merecen una extensa des­cripción.

Una horrorosa y feroz máscara ocupa la parte central del ba­jorrelieve: los ojos inyectados y saliendo de sus órbitas, la lengua colgando, la horrible expresión de su fisonomía, asocian a esta masca! a simbólica la idea de un dios destructor. Dicha máscara es levada por dos cetros en cruz que se apoyan sobre una tari- ma soportada por dos figuras humanas agachadas, agobiadas por el dolor y con una desgarradora expresión. Las figuras recuer­dan el viejo del panel que se encuentra en la casa del pueblo de

alenque, el cual ya hemos mencionado.A derecha e izquierda, dos personajes de pie, igualmente

soportados por dos figuras postradas, parecen ofrecer a la terri­ble divinidad que representa la máscara, dos criaturas humanas de expresión menos dolorosa que cómica; de las dos victimas, id cíe la c.erecha parece ser una mujer.

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Palenque 2 1 7

En cuanto a los grandes bajorrelieves de la ofrenda, el tipo es siempre semejante y ofrece en todos lados en Palenque la misma peculiaridad: la nariz y la frente en línea un poco curva, la cabeza huidiza y el cerebro comprimido alargándose en punta.

Como en las otras tabletas, los caracteres complicados de una inscripción religiosa rellenan los extremos.

Este bajorrelieve prueba, sin lugar a dudas, que los sacrificios humanos eran practicados desde las épocas más remotas. No es algo natural, pero esto demuestra al menos una filiación entre los pueblos alejados unos de otros a siglos de distancia.

Uno se asombra de encontrar los sacrificios humanos estable­cidos como una costumbre general de norte a sur en America y que se perpetúan hasta las épocas más avanzadas de la civilización de estos pueblos. Para nosotros, el fenómeno tiene dos causas la prodigiosa fecundidad de estas razas y Ja falta de animales do­mésticos Los sacrificios humanos tendrían por este lado el mismo origen que la antropofagia, que no existe más que entre las po­blaciones privadas de animales y que se observan como una excepción entre los pueblos pastores.

El sacerdote, al no poder ofrecer a sus dioses una hecatombe de toros, le sacrifica una hecatombe humana; el hecho es natuial, tanto como e! hombre muerto de hambre que devora a su sevne-jante, ., , .

Quisiéramos ver estudiarse la cuestión siguiente.La historia de una raza que contiene una laguna en su maicha

a través de las diversas épocas civilizadas, pasando del estado sal­vaje al estado de caza, franqueando, por falta de recursos, la época nómada de los pueblos pastores para llegar a los establecimientos fijos de una alta civilización... ¿No podrían sacarse de este estudio conclusiones favorables a la idea de una raza autóctona america­na donde se habrían fundido más tarde diversas mezclas de razas extranjeras que no pudieron modificar sus propios instintos.

La visita a estos templos, por corta que sea la distancia, nos había ocupado gran parte del día. Regresé entonces al palacio: debía arreglar nuestra forma de vida y animar a los indios en su

trab Hacia las cuatro de la tarde los hombres abandonaron las ruinas para ir al pueblo y regresar al día siguiente. Fue en vano que les rogara quedarse ofreciéndoles un aumento en sti paga. Igual que los indios de Yucatán, conservan hacia los viejos pa-

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Ciudades y ruinas americanas

lacios ideas supersticiosas invencibles y por nada del mundo hubieran consentido en pasar aquí la noche.

Nuestra instalación se hizo bastante rápido; mi mozo colgó nuestras hamacas en las galerías. Tres piedras en triángulo figu­raban el hogar donde hervían, en ollas de hierro, estofados des­conocidos en Brillat-Savarin. Al atardecer, había que pensar en la provisión de leña para la noche: el guía tenía, por este lado, buenas razones que yo compartía, además, pues no me hubiera gustado dormir bajo las estrellas en una oscuridad peligrosa con la selva como única compañía.

La primera noche fue deplorable y, aunque no fuimos in­quietados de ninguna manera grave, resultó imposible dormir. Bandas de mosquitos que atravesaban las sábanas y cobertores con los cuales me había envuelto a pesar del calor, me impidieron pegar los ojos. Al día siguiente tuve que renunciar a la hamaca y pensar en mi mosquitero. Extendí en el suelo las dos o tres colchonetas que servían para envolver mis instrumentos y mi cama estuvo hecha; la gasa, cubriendo el colchón, cerraba toda entrada y mis enemigos me sitiaron en vano.

Al alba, vi llegar a mis trabajadores, quienes pusieron inme­diatamente manos a la obra. El palacio empezaba a tomar forma; yo esperaba poder empezar mi trabajo al día siguiente.

Mi segunda expedición la dirigí hacia el sur, a 500 metros por lo menos del palacio. El guía me hizo escalar, como siempre, una pirámide sobremontada por un templo, siempre el mismo, donde sólo las dimensiones variaban. Stephens, en su relación que me ha parecido tan exacta en ciertos casos, prodiga a estos oratorios hermosuras exageradas, que quizás han desaparecido desde enton­ces, pues no las he podido encontrar.

Otro edificio, muy cerca del palacio grande, no posee como ornamentación más que unas losas yuxtapuestas cubiertas de caracteres. ¡Dichoso aquel que pueda encontrar la clave de esta escritura, hoy muda, que nos dirá quiénes fueron estos pueblos cuyo origen es el tema de hipótesis tan encontradas! Los pilares de este templo llevan todavía las huellas de los bajorrelieves en estuco que los cubrían de arriba a abajo.

Al norte del palacio grande y a una distancia que no puedo precisar, sobre una pirámide menos elevada que las precedentes, existe otro monumento de extensión más considerable y el cual Stephens no menciona en su relación. Se halla casi enteramente

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Palenque 219

en ruinas y sólo por medio de moldes seria posible recoger los documentos indispensables a la ciencia para poder estudiar con resultados favorables los restos de bajorrelieves y las inscrip­ciones de esta raza desaparecida.

He aquí la descripción dci palacio.Orientado como todas las ruinas que acabamos de visitar, la

fachada mira hacia el este. El estado deplorable de la pirámide oblonga sobre la cual se levantaba el edificio, no permite asignarle una altura exacta. No creo que fuera más alta de quince pies; la mala fotografía de nuestro álbum apoya esta suposición. La base de la pirámide podría tener 100 metros de frente sobre 60 de cada lado. Un muro perpendicular, en el eje de la puerta de comuni­cación de las galerías interiores y exteriores, separaba dos esca­leras que permitían llegar hasta el monumento.

No sé en qué pueda consistir esta diferencia en los planos del palacio reproducidos hasta ahora: Stephens da una pirámide de peldaños continuos, Baradere y Saint-Priest figuran sobre la misma pirámide una simple escalera en medio. ¿Acaso una parte del edificio se ha derrumbado desde entonces? Es la única posibilidad aceptable para explicar esta divergencia en los dibujos y repre­sentación del mismo objeto.

Yo no pude haber inventado el muro perpendicular, ademas,la fotografía lo reproduce. j ,._ . .

El palacio se compone de cuatro galerías rodeadas de edificios al sur y al oeste. Las galerías encierran dos patios, el primero de 20 metros de largo por 17 de ancho; el segundo, de menores dimensiones, no tiene más que quince por ocho.

La galería exterior debía rodear enteramente al palacio, como lo hacen suponer Jos restos de pilares existentes. El plano dado por Stephens en su obra nos ha parecido de gran exactitud, lo que debió haberle costado largos estudios para reconstruirla tanperfecta. , ..

Hoy, la galería exterior del frente sólo conserva ocho pilaresde pie y el espacio libre que aún permanece es de 30 a 35 metros. La galería, hundida en su extremo izquierdo, se encuentra unida con el techo del edificio por un plano inclinado. Cada pilar tiene ocho metros de altura y cada uno posee un bajorrelieve de la misma elevación con un rico enmarcamiento. El tema representa generalmente de uno a tres personajes: uno de pie, guerrero, sacerdote o monarca en actitud de mando con la cabeza cubierta

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por un tocado de plumas, de laureles o de adornos extraños; los otros, postrados, suplicando. Cinco de estos pilares poseen el mismo tipo de bajorrelieves; el sexto, el de la izquierda, sólo lleva jeroglíficos. Es probable entonces que los dos pilares siguientes que contienen también inscripciones, estuvieran colocados en el centro del edificio y que una escalera correspondiente a aquel cuyo emplazamiento está marcado en nuestra fotografía diera acceso a una puerta semejante a la que se abre del lado del prí-mcr patio. La otra estaría abierta al sur, hacia los edificios de habitación.

Todos los bajorrelieves se encuentran en el más lamentable estado. E! uno o el otro no poseen más que una cabeza, una pierna un brazo o cualquier otra parte del cuerpo; se necesita mucha habilidad para reconstruirlos. Sin embargo, se podría lograr con los perfiles marcados en la parte plana del muro} Se reconoce por el desprendimiento de varias porciones, que los temas fueron modelados sobre el cemento ya seco que reviste los pilares.

Tai como lo hicimos observar en los templos, todas las partes superiores de las puertas estaban formadas por un dintel de madera compuesto por dos piezas cuyas huellas existen todavía en la cima de cada pilar. Como los de Yucatán, el edificio mismo no se ha­laba compuesto mas que por un friso que se elevaba desde el pilar

hasta la altura del monumento; pero este friso era más angos­to que los de Uxmal, aproximándose a los de Chichén Itzá sólo que en lugar de ser perpendicular, se dirigía un poco oblicuamen­te sobre si mismo. Hoy es difícil juzgar la ornamentación de este tnso pues queda muy poca cosa; son especies de meandros mo­delados en el cemento y cuyo estilo, así como los materiales empleados, le dan cierta semejanza con el estilo de los monumen­tos de Izamal.

El encuadramiento de las piedras está mucho más desarrollado que en los monumentos de Uxmal y debía formar, y forma todavía una saliente enorme encima de cada pilar.

El interior de la galería lleva, a 1.70 metros de altura aproxi­madamente, seis escudos en medio de los cuales se veían antaño figuras humanas de las que hoy sólo quedan restos. Dichos es­cudos, colocados al abrigo, han conservado un color claro Encima de ellos, aberturas en forma de trébol se hallan excavadas en el mu­ro de sostén de las dos galerías, pero sin perforarlo completa­mente y que no tienen más de 18 pulgadas de profundidad. Las Ues

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hojas del trébol no tienen la forma completamente redonda, pues los extremos están terminados por pequeñas losas. La parte superior de la puerta grande afecta la misma figura.

La fachada y la galería que acabamos de describir, se encuen­tran ennegrecidas y cubiertas de musgo. Traté de limpiarlas y de frotar los pilares con el fin de darles un color mas fotogénico, pero sin resultados; estuve, además, obligado a limpiar todos los ob­jetos que quise fotografiar. Originalmente, el edificio estaba enteramente pintado y todavía se encuentran señales de color.

La segunda galería repite la primera, menos los escudos. Lostréboles aquí son igualmente profundos.

El piso de esta galería debía elevarse a seis o siete pies por encima del nivel del patio, que se encuentra hoy levantado por el detritus de todas clases, árboles, piedras, etcétera. Se descendía a este patio por una escalera hoy perfectamente conservada; de derecha a izquierda, partiendo del piso para alcanzar la altura de la calería sobre la cual se apoyan inclinadas, se encuentran cinco losas esculpidas que representan diversos personajes, algunos con expresiones bastante felices, pero de un carácter por completo diferente a los bajorrelieves de piedra y de estuco ya conocidos.

La tercera galería tiene sus sostenes adornados de la misma manera ya descrita, y no se distingue más que por los basamentos de los pilares hechos de piedras cargadas de ornamentos y deesculturas bien conservadas.

El segundo patio no posee ornamentación. Los edificios que servían como habitaciones, colocados al sur de los patios, se componen de una confusión de galerías y de interiores de diversos tamaños, de corredores y de subterráneos donde sobresalen un altar y piedras de sacrificios. Es muy difícil penetrar a estos interiores; la mayoría se ha hundido y los otros amenazan con

^El mismo tigre de dos cabezas que se observa sobre el altai en medio de las vasta explanada del palacio de Uxmal, se encuen­tra en Palenque en un bajorrelieve oval incrustado en el interior de una cámara del palacio; sostiene a una mujer o a una diosa a la cual un personaje arrodillado parece ofrecer una diadema adornada con un alto penacho de plumas.

Olvidaba hablar del canal subterráneo que corre a los pies del palacio. Ignoro hasta dónde conduce y no penetré en él a mas de diez metros. De un ancho de dos metros y de una altura igual,

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Ciudades y ruinas americanas

esta cubierto de inmensas piedras que le dan una solidez que no quebranta todavía la devastadora selva. El agua que corre en sus profundidades se halla siempre límpida y es de una frescura notable en este clima devastador.

Una torre cuadrada de dos pisos se eleva en un pequeño patio, al sur de la cuarta galería. Perforada por cuatro ventanas en cada piso, domina el conjunto del palacio. La torre ofrece una vista de las más pintorescas: árboles enormes han crecido en el interior del segundo piso y parecen salir de una caja, como los naranjos en nuestros invernaderos. Las raíces han perforado los muros circu­lando la torre como los cercos de una inmensa tinaja y amenazan destruirla por la irresistible presión de su creciente vigor.

Tomé una fotografía de este monumento tan original en su aspecto salvaje y era la mejor de mis reproducciones, pero se perdió como muchas otras y sólo me quedaron cuatro muy malas

Además, lo confieso, mi expedición a Palenque resultó un deplorable fracaso. Necesitaba diez veces más los recursos de los cuales disponía y tuve aquí muchos menos que en otros lugares- necesitaba cristales y colodión y sólo tenía papel iodado cuya exposición es excesivamente larga; el resultado siempre incierto y el revelado exigen agua destilada que yo no poseía y cuidados imposibles en el desierto. Sabía de antemano las dificultades que me espetaban y cada día surgían nuevos problemas.

Así pues, los indios no quisieron de ningún modo limpiar las hierbas que cubrían el friso de la fachada, tampoco cortar los ár­boles que estorbaban y que escondían la mayor parte de los de­talles. Tenían miedo, decían, de ver el edificio derrumbarse bajo sus pies. -

Yo había establecido mi cuarto oscuro en un subterráneo. Por la mañana ahi preparaba mis hojas, pero el agua del canal, por muy límpida y clara que pareciera, dejaba en mis lavados miles de manchas que no se podían prevenir. Exponía durante el día y ¡nueva dificultad! Había tanta humedad, que mi cuarto oscuro! probado en dos años de viaje, se encogía hasta romper las junturas' de manera que me era imposible hacer funcionar el chasis. Más' tarde, hacia medio día, el calor era tan intenso, que la madera se contraía con la misma fuerza y la luz penetraba. Debía entonces envolver el instrumento en ropas que hice jirones para este uso.

Por la noche cenábamos ¡Dios sabe cómo! Mi principal ali­mento era el pozole, pasta de maíz crudo diluido en agua. Reco-

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Palenque

raiendo sin embargo al lector una sopa de caracoles del riachuelo, de sabor muy particular y con la cual frecuentemente me daba unfestín durante mi estancia en Palenque. ,

Al caer la noche, abrumado por e) continuo ir y venir, tema que empezar el revelado de los clichés, operación que duraba hasta la media noche, a veces hasta la una de la mañana.

Mi mozo y mi guía dormían cuando la voz del tigre no venia a turbar su sueño. El guía, un mestizo del pueblo, había querido abandonamos desde hacía tiempo y varias veces el pavor que experimentaba durante la noche le ocasionó terribles accidentes.El desdichado no se atrevía a dar un paso fuera de las fogatas, varias veces le dije que el animal más feroz no osaría atacarlo en semejante situación y que, seguramente, no se atrevería a aproxi­marse. No quería escuchar razones y permanecía en la zona oe fogatas, es decir, demasiado cerca de nosotros.

Algunas veces yo cedía a la pereza y encargaba al hombre vigilar los clichés en sus baños; pero, despertándome con un so­bresalto, lo encontraba sumido en el más profundo sueno, rué asi como una noche, sin soportar más y ante la presencia de dos i aguares revelada por sus rugidos tres veces repetidos, le ordene que montara guardia y que me llamara para remplazaría Pero apenas me había metido bajo mi mosquitero, escuche los rugidos aproximarse y le grité que vigilara; él me respondió que, en efecto, estaba vigilando. Algunos minutos después, cuando el ruido había cesado y a punto de dormirme, oí a diez pasos de mi la marcha prudente de un animal. Las hojas muertas crujían bajo sus patas; un escalofrío me recorrió el cuerpo. Dando un salto fuera del mosquitero, pasé por encima de la primera fogata y arrancando mi escopeta de entre las manos del miserable que dormía, me voltée contra el animal; pero no pude percibir más que una sombraincierta en las profundidades de la galería.

El jaguar, porque era uno, subió al techo del palacio y vino precisamente a agazaparse encima de nuestras cabezas. Trate en vano de darle con mi revólver; no me atreví a aventurarme en una persecución en la oscuridad y creí prudente, después de esto, acostarme entre las dos fogatas que encendíamos cada noche a diez pasos de distancia la una de la otra. Confieso que esa noche ya no pude dormir. El jaguar me inquietaba, aunque nada debía temer de él. Al alba, el animal se marchó por el lado opuesto; lo vi saltar del techo a la inclinación de la pirámide y desaparecer.

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Ciudades y ruinas americanas

Con frecuencia ocurría que la tormenta apagaba mis luces dispersaba las fogatas, ensuciaba mis baños químicos de basuras de todas clases. Había que empezar a! día siguiente todo de nuevo para volver a fracasar.

Como compensación a mis fatigas, tenía, después del agua­cero de cada tarde, el espectáculo de noches radiantes. La luna que se levantaba tarde, resbalaba oblicuamente sus rayos platea­dos en la sombra espesa de la selva; después, penetrando en el espacio de claridad que rodeaba el palacio, lanzaba en mi soledad por el juego de sombras y luces, todo un pueblo de fantasmas' Graciosas o terribles, pesadas, ligeras o diáfanas, con ayuda de mi imaginación, estas fantásticas apariciones tomaban a mis oíos el cuerpo de la realidad.

Una noche, noche maravillosa, asistí a toda una creación de los mas sublimes misterios de nuestra historia religiosa.

Recuerdo todavía una vaporosa Asunción, tal como sabía pin­tarla Munllo: las nubes sosteniendo a la Virgen, la media luna, los largos ropajes flotando y, en las sombras, vagas figuras de' án­geles. Después todo desaparecía, cambiaba de lugar, se transfor­maba... Una creación nueva se elevaba como un sueño en medio de las nubes de la creación desvanecida. Hubo un momento en que, mudo, aterrado, confundido, vi formularse, pero en todo su poder y en toda su aplastante majestad, la más alta expresión de! genio humano en las artes: el Dios de Rafael separando las tinieblas de la luz. ¡Ah! Ahí estaba el creador de los mundos, tal como la ima­ginación humana ha podido concebirlo, con esa cabeza majestuo­sa, esa frente divina, ese gesto todopoderoso y su marcha soberana en los espacios. El dibujo, el color, el lugar, hacían ya no un fan­tasma, ya no una aparición, sino una aterradora realidad. Temblan­do, aniquilado, creí ver a Dios mismo viniendo a despertar de su sueño secular a los habitantes de estas ruinas. Esperaba que la formidable trompeta diera la señal, que la tierra se abriera y que las sombras de esos guerreros, de esos sacerdotes y de esos so­beranos comparecieran ante el Maestro de todas las cosas. ;Era yo juguete de un sueño? Avancé despacio, sin desviar los ojos por miedo a que la visión desapareciera; después, tocando a Carlos para despertarlo, le dije:

— Mira, ¿ves eso?—Ah, ¡qué bella, qué grande!Estaba tan anonadado como yo; en cuanto al guía, no com-

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Paleiujiit

prendió ni vio nada al principio, pero la poderosa aparición se apoderó pronto de él, quien se arrodilló y empezó a rezar.

Cuando la luna desaparecía detrás de la montaña como una flama que se extingue, la selva entera parecía iluminarse por millones de luciérnagas que revoloteaban en todos sentidos. Entonces, atraídas por la luz de una rama encendida que agitába­mos acudían hacia nosotros de todos lados a la vez y yo llenaba con ellas un saco de gasa azul que, colgado de la bóveda de la galería, daba un lustre de mágicos efectos.~ Cada día esperaba la visita del joven ajenian; este me había prometido conducirme a los templos recientemente descubiertos, pero no vino. Mi guía sólo conocía los cinco edificios de los cuales ya hablamos. Asi pues, me aventuré solo en busca de esos mo­numentos. Contaba con una pequeña brújula para guiarme y, además, no tenía la intención de ir muy lejos. Conocía la dirección de las ruinas: éstas se extienden sobre una línea paralela a tas líneas de la sierra. Sólo debía seguirla. Tanto mejor si podía encontrar algo.

Avanzaba con dificultad y pensaba haber recorrido una eoita distancia después de dos horas de marcha. Había matado un mag­nífico guaco de cresta negra y blanca que destinaba para la cena. También maté una enorme serpiente verde de más de dos metí os de largo, cuyo nombre por desgracia desconozco. Pero nada de minas. Empezaba a cansarme. Sin embargo, como era temprano, resolví caminar un poco más, desviándome oblicuamente hacia la montaña. El terreno, cortado por subidas y bajadas, me indicaba que ya estaba al pie de la sierra. Terminé por encontrar un montículo de pendiente más brusca que en los demás y algunas piedras ta­lladas me hicieron pensar que, al fin, había encontrado uno de los templos. Trepé a la pirámide y pronto rae encontré en presencia de un edificio del mismo tipo que las rumas que rodeaban el palacio La galería del frente con dos aberturas, los pequeños in­teriores del fondo, el altar y sus tres piedras, todo era idéntico. Estaba satisfecho. Tenía que volver al campamento, tomándome más tiempo el regreso de lo que me había tomado alejarme de e . Terminé sin embargo por encontrar el riachuelo y, siguiendo su curso, reconocí la pirámide y el templo de la cruz. Cinco minutos más tarde, subía la escalera del palacio y me acoste en mi hamaca, rendido de fatiga y muerto de hambre. El guaco fue preparado con rapidez e igualmente devorado.

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l'iudades y ruinas amcricanu»226

Las ruinas tic Palenque dan la impresión de ser de la más alta antigüedad. Pero nada, en estos monumentos extraordinarios, puede luchar en grandeza, en elegancia, en riqueza y en armonía con los edificios de Uxmal. No es improbable que los fundadores de las ciudades yucatecas descendieran de los habitantes de Palenque o al menos, que su civilización procediera de ésta mucho más antigua’ bn ese caso, Uxmal sería el apogeo.

En cuanto a la ciudad misma, cuya existencia es la apreciación de estudios tan diversos, no creemos que haya existido nunca. Esta multitud de templos, semejantes entre sí y tan alejados unos de otros, sobre una línea de cerca de 80 leguas partiendo de Palenque, y que pasa por Ocosingo hasta Comitán, frontera con Guatemala, hace suponer una sola civilización entre todas las poblaciones de estas montañas, civilización religiosa, organización teocrática por excelencia. El palacio grande, rodeado de sus templos, representa, en nuestra opinión, un centro religioso más considerable que los otros. La razón es la siguiente: cuando se recorre la montaña y se ha vivido entre los indios, no tarda uno en convencerse de que estas poblaciones han conservado su antigua manera de vivir y tienen hacia las ideas cristianas y hacia los sacerdotes que las

ingen, el mismo respeto con el cual envolvían su antigua reli­gión Como antaño, viven separados, perdidos en la soledad de la selva, lejos de la iglesia como antes lejos del templo. Los días de fiesta y de ceremonia pública acuden a! pueblo, cumplen con sus deberes religiosos, escuchan la voz del pastor y regresan a su morada pasajera que han construido en la selva.

Es por esto que un pueblo parece no componerse más que de una iglesia rodeada de algunas chozas y no representa más que una muy modesta población: pero si uno se informa, le res­ponderán que esta aldea cuenta con diez mil habitantes. Además, la ciudad inmensa que se supone debió haber existido en Palenque! no se compone sólo de un palacio y de algunos templos, sino de edificios de todo género y de monumentos públicos de todas dimensiones. Fijémonos en Yucatán: en Chichén Itzá, sobre un arca de 1.5 kilómetros de radio, se cuentan diez edificios y ruinas en cantidad; en Uxmal, en un radio más extenso, pirámides tem­plos y palacios se suceden sin interrupción. Ruinas hasta de poca importancia harían pensar en la existencia de habitaciones parti­culares todavía en pie; aquí había aglomeración y ciudad con toda segundad. En Palenque no existe nada de eso.

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l V . i c i ' A j U e

No por esto puede creerse que Palenque no es importante. Sus ruinas parecen ser, para la ciencia, las más preciosas y, en nuestra opinión, están llamadas a damos algún dia la clave de las civilizaciones americanas. Las numerosas inscripciones que en­cierran Palenque y los templos de la montaña, esperan al Cham- pollion que debe terminar con el mutismo de sus estelas de piedra.El estudio asiduo de las lenguas maya, zapoteen y tolteca debe traer este hermoso resultado. Un hombre nos parece destinado a jugar ese magnífico papel en un porvenir no muy lejano: el abad Brasseur de Bourbourg, quien conoce estas tres lenguas, podra sin duda, en su próxima visita a Palenque, traernos esas palabiasvivientes. , , , , ,

Esto no nos dirá en qué época echó Dios al hombre sobie latierra, ni en qué forma lo creó. La ciencia, por alta que sea, retío- cede impotente ante este problema pero, si descubre --p o r las inscripciones de Palenque - la fecha probable de la fundación de los templos y de la era civilizada de los pueblos, podría llevarnos a una época bastante remota en los siglos para decirnos si estos primeros creadores fueron los descendientes del Viejo Mundo o si tienen el derecho de ser declarados autóctonos.

Nos queda formular sobre estas ruinas un deseo que muchos otros ya han hecho antes. ¿No corresponde a una nación como la nuestra, cabeza y luz del mundo, apoderarse de estos preciosos monumentos, ofrecerles en nuestros museos el lugar que su importancia reclama? La ausencia de todo documento sobre los orígenes americanos forma una vasta laguna en la historia de la humanidad; corresponde al gobierno colmarla y, si retrocede ante los gastos inmensos que representaría el transporte de los origi­nales ;no cuenta con el moldeo, tan fácil hoy merced al procedi­miento del señor Lottin de U val y no tiene hombres para ejecu­tarlo? T- |

Norteamérica ha tomado la delantera sobre nosotros. En laépoca del viaje de Stephens, los norteamericanos habían ya ten­tado esta difícil empresa, pero fracasaron ante la mala voluntad del gobierno de Chiapas. Hoy, cuando nuestras armas victoriosas traen a México las ideas civilizadoras y el reposo, hoy cuando la influencia francesa sustraerá a este hernioso país del engulli- miento de la civilización norteamericana, ¿no seria muy conve­niente mezclar algunas ideas de arte y ciencia con la gloria de nuestras armas? Una nota del gobierno seria suficiente pava allanar

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cualquier dificultad y para dotar a Francia de documentos que Norteamérica e Inglaterra envidiarían.

Una vez terminadas mis operaciones y comprendiendo que, a pesar de mis esfuerzos, no podía hacer nada más, mandé a los indios a recoger mi equipaje y partieron. Había vivido nueve días en las ruinas.

Mi regreso al pueblo fue triste; avanzaba con la cabeza baja, sintiéndome vencido, prometiéndome sin embargo que, si Dios me daba vida, regresaría algún día para arrancar a estas ruinas imá­genes más fieles y los moldes de sus preciosos monumentos.

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XIV. TUMBALÁ

Partida a San Cristóbal.— De Palenque al rancho.— A usencia de los indios.__Salida al rancho de Ñ opa.— C am inos terribles.— C arlos, m i m ozo, desespera-d o — H am bre.— Los sim ios.— Ñ opa.— San Pedro,— Tres días de espera. —El cabildo — A ctitud hostil de ¡os habitantes.— Llegada de los indios.— Su abando­n o por la noche.— D e San Pedro a Túm bala.— Tres noches en la selva v irgen .- - Los jaguares.—-Llegada a Túm bala.

Don Agustín, a nuestra llegada a Santo Domingo, fue a informarse con el alcalde si no tendría a mi disposición indios de la montaña que se dirigieran a San Cristóbal. Seis de ellos, del pueblo de Túmbala, regresaban precisamente “con la espalda libre” a su pueblo de la sierra. Eran suficientes para transportar mi material y los contraté. Hay que decir que, en toda la montaña, los indios hacen el oficio de bestias de carga pues los caballos y las muías son muy escasos y no pueden franquear los senderos a pico, únicas vías de comunicación entre los pueblos. Esto se aplica esencial­mente al recorrido de Palenque a Yajalón pues, de este último punto a San Cristóbal, el camino se vuelve practicable y las dis­tancias pueden recorrerse en muía o a caballo.

Terminados mis preparativos, pagué, porque aquí se paga por adelantado, costumbre deplorable que trae siempre grandes con­secuencias por parte de los indios. Don Agustín me había dado el itinerario a seguir y había escrito en mi libreta los nombres de los indios, con el fin de poder reclamar en caso necesario.

Había además alquilado dos caballos para Carlos y para mí,

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que deberían llevamos hasta la primera estación, al pie de la sierra misma. Era una distancia de siete leguas que evitarían trabajo a nuestras pobres piernas que estarían sometidas más tarde a peno­sos esfuerzos. Un mozo de don Agustín nos seguía para traer las bestias y como yo no veía a los indios, me tranquilizaron, asegu­rándome que estarían pronto en camino y se reunirían con noso­tros en la estación. Le di entonces un apretón de manos a don Agustín, agradeciéndole su amabilidad. Don Pío, con lágrimas en los ojos, me dio un abrazo; yo iba a ver su querida patria de la cual tres meses de exilio lo separaban todavía. No vi a la Pancha,

Llegamos al rancho como a las diez de la mañana y como el guía quería regresar rápidamente a Palenque, le exigí que se que­dara hasta la llegada de los indios. El día entero lo pasamos en espera, búsquedas, llamados, chillidos agudos a la usanza de los extraviados. Contando con la llegada inmediata de los cargadores, partimos sin más víveres que una enorme bola de pozole, alimento insípido y poco fortificante para los estómagos hambrientos. Un río corría a ios pies del rancho y el guía fue en busca de los caracoles que ya conocemos. Hizo de ellos una buena cosecha, que fue lodo el menú de nuestra cena.

Caída la noche y las fogatas encendidas, me envolví en mi sarape, esforzándome por ser paciente, persuadido de que a pri­mera hora llegarían los indios. Nada de esto; tuve cuidado de no dejar partir al guía y sus caballos. Era el único además con el cual podía entenderme pues los indios no hablaban español y sabría, al menos, si algún viajero llegaba a Palenque, lo que quizá había demorado a mis compañeros de camino. Podía, de ser necesario, usar los caballos para dar marcha atrás.

Pasé la mañana en el monte, donde hice un hallazgo extraor­dinario, por lo menos a mis ojos. Se trataba de una tortuga de ocho a diez pulgadas de largo cuya concha inferior estaba provista en sus extremos de dos apéndices carnosos que le permitían ence­rrarse herméticamente en su concha y resistir a toda clase de ene­migos. Intenté forzar varias veces la resistencia de aquellas puertas naturales sin poder llegar a abrirlas. Pensé primero en conservar este curioso animal, pero como los estómagos hambrientos no entienden razones, me lo comí. A medio día, el ruido de cierto número de hombres que atravesaban el río me hizo parar las orejas; significaba que era hora de irnos y me lancé a su encuentro, pero no encontré más que dos indios desconocidos a los cuales

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se dirigió el guía. Venían de Palenque; supe entonces que los cargadores se habían emborrachado, peleado y ocasionado una revuelta en el pueblo. Los habían detenido y encerrado en la cár­cel — donde durmieron la mona — y debían quedar libres ese mismo día.

El guía, cuyos caballos no habían comido en dos días más que follaje y que ansiaba irse, intercambió algunas palabras con los indios en cuestión y me dijo que esos dos hombres, mediante una ligera retribución, consentían en llevar nuestros cobertores y el pa­quete que yo cargaba; que nos servirían de guías en la selva y que debíamos llegar a San Pedro ese mismo día. Ahí, decía, encon­traríamos víveres en abundancia y los cargadores nos alcanzarían ese mismo dia. Como en general a nadie le gusta regresar sobre sus pasos y como el pueblo estaba lejos y San Pedro a media jornada de ahí, según el guía, acepté su proposición. Montó su caballo, tomó el otro por la rienda y desapareció.

Nosotros, equipados con una larga estaca, el rifle en bandolera y el revólver a la cintura, nos pusimos en camino siguiendo a los indios. La cuesta, al principio bastante suave, se volvió pronto ex­traordinariamente escarpada. Ya no caminábamos, escalábamos. Los dos hombres parecían incansables y nos costaba trabajo se­guirlos. Debimos quitamos el chaleco y la chamarra, que también cargaron. Ellos, desnudos como la mano, salvo por una delgada banda de algodón que remplazaba la hoja de parra, continuaron su paso acelerado.

AI principio, mi amor propio no me permitía quedarme atrás, pero pronto tuvimos que parlamentar; estábamos sin aliento y Carlos ya no podía más. De vez en cuando, los indios hacían un alto de unos segundos, daban dos o tres suspiros a modo de chiflidos prolongados y se volvían a poner en macha. Les hice una señal para que fueran menos rápido y consintieron, contra­riados.

Al fin nos detuvimos al borde de un torrente donde nuestra bola de pozole, nuestro único recurso, ya muy disminuido, se desvaneció completamente. En materia de víveres, nuestros guías se encontraban tan pobres como nosotros, así que tuve que com­partir con ellos.

Subíamos sin cesar, eran las cinco de la tarde y San Pedro no aparecía. Estómagos vacíos, piernas débiles: aunque vigoroso, yo no trepaba ya con la misma agilidad las rocas y las asperezas

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del sendero. Carlos se puso a gemir de lo lindo, se acostó y rehusó ir más lejos. No podía abandonarlo de esta manera.

—-Vamos — le dije— . ¿No ves la cima de la montaña? Ya casi llegamos, ¡ánimo! Unos minutos más y podrás descansar.

Carlos se volvía a poner de pie, intentaba de nuevo y se dete­nía. Llegó un momento en que, con las rodillas engarrotadas, la cabeza perdida, verdaderamente loco, se revolcaba desesperado.

— Váyase — decía— , váyase, déjeme, quiero morir; vamos, levánteme la tapa de los sesos. ¡Ah, maldita la hora en que se me ocurrió seguirlo!

Blasfemaba como un condenado, lloraba como un niño y yo no lo podía consolar. Era, en suma, un hombre débil.

* Tuve que amenazar a los indios para que nos esperaran.— Ah — exclamaba Carlos— , si al menos fuéramos de bajada,

podría caminar.Una diversión vino por fortuna a darle tiempo de recobrar el

aliento. Los indios, en su recorrido por la selva, escuchaban todos los ruidos, todos los sonidos y hasta los menores murmullos eran perceptibles para ellos. Tenían un instinto maravilloso para per­cibir cosas de las cuales yo no me daba cuenta y varias veces me habían mostrado guacos y pavos salvajes que se deslizaban sin ruido entre las ramas altas de los árboles. No se hubieran enojado si yo hubiera matado alguno, pues la tarde avanzaba y nuestra cena se volvía problemática; pero seguramente yo les daba una pobre imagen de mi destreza, porque fallé a cuarenta pasos del guaco mejor situado del mundo; hay que agregar que mi rifle contenía una bala y tres perdigones.

Como los cargadores de Palenque llevaban sobre las espaldas mis provisiones alimenticias y guerreras, sólo me quedaba una carga; mi pistola no me serviría a altura y distancia semejantes. Habíamos oído gritos a la izquierda, y los indios, con expresivas pantomimas, me hacían comprender que ahí había alguna hermosa presa. Entonces dejamos a Carlos descansando y nos internamos en la selva encontrándonos, diez minutos más tarde, con una co­lonia de monos zaraguatos. Al parecer, había conciliábulo: sen­tados en círculo en las poses más singulares, acostados, de pie o colgados, los había de todas las edades y de todas las condiciones.

Un silencio general acogió nuestro acercamiento, pero sin la menor intención de huida. Miradas curiosas y algunos murmullos de desaprobación, eso fue todo.

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Tuve todo el tiempo del mundo para escoger a mi víctima. Le apunté a un hermoso anima! que se hallaba sentado a cincuenta pies por encima de mi cabeza y que me ofrecía la superficie entera de sus riñones carnosos. Y que no se me haga ningún reproche por atacar a mi enemigo por la espalda; no estaba muy seguro de mi habilidad, pensaba en la cena y además era el que se encontraba mejor colocado de toda la banda. Apunté largo tiempo, el cartucho húmedo falló. Apunté de nuevo y el animal cayó pesadamente; estaba muerto. La bala habia atravesado el cuerpo cerca del corazón y una de las municiones habia roto la cola.

Se desató entonces una especie de revolución en las alturas. Un mono panzón, de gran tamaño, seguramente el jefe del grupo, lanzó dos gruñidos terribles, se agitó, descendió 20 pies por lo menos y volvió a subir, lanzándome furiosas miradas. Los indios, cargados con los restos mortales del difunto, habian tomado la dirección del sendero; yo corrí detrás de ellos. El grupo de simios nos siguió durante un rato pasando de un árbol a otro, siempre gruñendo. Después fueron desapareciendo y sólo quedaba uno al llegar junto a Carlos; el animal estaba acompañado de dos jóvenes criaturas.

Pensé que se trataba de la desolada viuda de la victima. En efecto, era ella, la desdichada; nos seguía con sus dos hijos. Está­bamos entonces en una pequeña planicie que desembocaba, a un centenar de pasos, al rancho Ñopa, simple techo de paja apoya­do en cuatro postes para el uso de los viajeros retrasados. La noche se aproximaba, debíamos quedamos.

La mona nos habia seguido hasta allá y, tras detenerse en el árbol más cercano, no quitaba la vista del cadáver de su marido. A pesar de esta conmovedora prueba de fidelidad conyugal, sólo tuve, para vergüenza mía, remordimientos de cocodrilo y el pesar de no contar con más municiones para ampararme de la madre y de los jóvenes huérfanos.

— Pero, ¿y San Pedro? — le pregunté a un indio— . ¿Y San Pedro?

Él me comprendió y me hizo a su vez la señal de que San Pedro estaba todavía en casa del diablo. El guia de Palenque me había hecho un cuento chino y no deseaba más que deshacer­se de nosotros. En fin, teníamos víveres e Íbamos a comer. ¡Ah, qué excelente perspectiva la de poder romper el ayuno de vein­ticuatro horas después de un día de caminata!

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Yo me encargaba de los preparativos y dejé a un indio el cuidado de prender la fogata. Mi mono tenía un magnífico pelaje rojo oscuro con ciertas partes amarillo naranja. Era un contraste no demasiado sorprendente, pero pensé por mi parte que, de ha­berme apoderado de sus hijos para hacer de ellos mis compañeros de camino, hubiera tenido que ponerles calzones.

Quitarle el pellejo no resultó tan fácil como lo había pensado al principio; tuvimos que hacerlo entre dos para conseguirlo. La hembra seguía ahí, testigo de este penoso espectáculo. Una vez terminada la operación, me apresuré a cortarle la cabeza al animal, cabeza cuya vista, por demasiado humana en su desnudez san­grienta y a pesar de mi apetito feroz, me hubiera quitado las ganas de probar platillo tan original.

Una vez prendido el fuego, el cuerpo fue lavado, cortado en cuatro, el hígado y el corazón separados como pedazos selectos. Todo, suspendido con ramas verdes por encima de las llamas juguetonas, se rostizaba con ese pequeño rechinido lleno de encanto que produce la grasa al caer gota a gota sobre el carbón ardiente.

Cenamos a la luz de la hoguera pues la noche ya había caído. El rostizado tenía buen sabor aunque, como faltaba sal, estaba un poco insípido. Marinado, hubiera resultado delicioso. Al día si­guiente, nuestro desayuno se compuso de los restos de la víspera. Empezaba la bajada y Carlos, un poco repuesto, caminaba con paso más seguro.

Ese día el sendero se pobló de grupos de indios cargados que se dirigían hacia Las Playas. A cada nuevo transeúnte le pregun­taba por San Pedro. Al fin uno de ellos, que hablaba un poco de español, me respondió que aún faltaban más de seis leguas. Caminábamos desde hacía tres horas, lo que significaba entonces, con el recorrido de la víspera, un total aproximado de por lo me­nos 16 leguas. Un ancho y hermoso rio, que no encuentro en el mapa de Chiapas, nos cerraba el camino; un indio nos atravesó en su piragua y dos horas más tarde divisábamos las casitas del pueblo.

Aqui debía empezar una serie de pruebas que sólo la protec­ción muy especial de la Providencia me permitió franquear sano y salvo.

San Pedro es un pueblo de indios medio bárbaros, donde no se encuentra una figura que indique la más pequeña mezcla de sangre española. Se compone de cierto número de chozas disemina­

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Tumbalh

das sin orden sobre los montículos de una planicie ovejera. Su aspecto es pobre, sin encanto, de un salvajismo degenerado. La iglesia me hizo creer en la presencia de un cura, pero éste no existia.

Me dirigí hacia el centro del pueblo, contando con encontrar albergue (pagando, naturalmente) en la primera casa que viera pero, en el primer jacal donde puse los pies, en lugar de la bienvenida que esperaba, encontré mujeres que lanzaban gritos de terror al verme y huían. Yo tenía, es cierto, mi escopeta al hombro y una gran barba; pero, en realidad, no creía de ninguna manera que mi apariencia fuera tan terrible.

Los gritos de las indias habían atraído fuera de sus casas a toda la población femenina del lugar, que me rodeaba con inquieta curiosidad y huía cuando yo me aproximaba. Como no hablába­mos la misma lengua, resultaba difícil entendemos. Sin embargo, a Ja interrogación varias veces repetida de la palabra gobernador' (porque el alcalde se llama gobernador en esta parte de la mon­taña), una de aquellas mujeres, más valiente que las otras, me indicó hacia la derecha una cabaña de mejor apariencia, a donde me dirigí seguido de Carlos.

Entré. Tres muchachas jóvenes, desnudas hasta la cintura, molían el maíz en metates mientras que una vieja, de senos colgantes, movía, ayudándose con una gran cuchaia de madera, el contenido de una olla cuyas exhalaciones grasosas, aunque no eran muy delicadas, no dejaban de excitar mi olfato. Dos niños, de diez a doce años, completaban el cuadro.

Produje menos efecto en la morada del jefe que en las otras casas. Sin embargo, las muchachas suspendieron su trabajo y la encargada, con su cuchara en la mano, hizo ademán de tapar­me el paso dirigiéndome en su idioma gran cantidad de pregun­tas inútiles. Entré, sin embargo y, utilizando los gestos comunes en todos los pueblos que consisten en mover el dedo índice en vaivén delante de la boca abierta, le di a entender que tenía hambre y que deseaba que me sirviera, lo más pronto posible, un poco del cocido que hervía en su olla, apoyando mis gesticulacio­nes con una moneda, como asegurándole la pureza de mis inten­ciones.

Pero ella me respondió con un gesto negativo muy formal, insinuando que no tenía nada que ofrecerme y que fuera a ver a otra parte.

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— ¡Diablos! — le dije a Carlos— . Parece que estamos aquí entre escoceses.* Carlos no comprendió.

Quise retomar el hilo de la conversación interrumpida; trabajo inútil, la vieja no quiso escuchar nada. Como no podía esperar mejor acogida en ninguna parte, resolví no retirarme ante la mala voluntad de la vieja.

Un gallo blanco se pavoneaba en medio de sus gallinas y, sea premeditación por mi parte o mala suerte por la suya, fue el primero en caer en mis manos; le torcí de inmediato el pescuezo. Toda la familia empezó a lanzar gritos como para alborotar a todo el pueblo, sin que eso me detuviera en la persecución, coronada, como ya se ha visto, de un éxito completo.

Entonces le presenté el gallo a la encargada, rogándole que me lo preparara. Le puse dos reales en la mano como precio del bípedo y fin a acostarme en una banca. Carlos ya estaba roncando.

Algunos instantes después, la india me traía e! gallo perfec­tamente desplumado, pero crudo y sin vaciar. Y que no se vaya a creer que exagero, esto es un hecho. La amable encargada me tomaba por un salvaje, la criatura civilizada era ella; yo represen­taba a sus ojos la barbarie misma. Tomé el pollo de sus manos lo más respetuosamente posible y fui a meterlo yo mismo en el líquido hirviente de su puchero.

El gallo había sido devorado desde hacía ya buen rato y yo dormía sobre mis cobertores, cuando ftii despertado bruscamente. Dos indios se encontraban frente a mí. Eran los primeros que veía desde mi entrada al pueblo, pues van a su milpa durante el día y regresan al atardecer.

Tenían caras hostiles y me hicieron comprender que debia desocupar el lugar al que yo no tenía ningún derecho; otros indios se unieron a los primeros. Como todas estas fisonomías eran amenazadoras, cedí prudentemente. Uno de ellos me condujo al cabildo, lleno de una multitud de indios de todas partes de la sien a que venían de Las Playas o iban a sus pueblos, pero no había noticias de las gentes de Palenque.

Por fortuna, había entre esos hombres un mestizo de Chílón que hablaba muy bien el español, a quien conté mi triste historia. Le rogué entonces que, si conocía a alguien en el pueblo, me

* En Europa los escoceses son considerados muy avaros. [N. del t.}

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Tuinbiiiá

recomendara con él de manera que, si debía quedarme mucho tiempo esperando mí equipaje, yo pudiera al menos procurarme lo necesario sin tener que recurrir a la violencia y sin exponer­me a molestos incidentes. El mestizo arregló el asunto con una amable pareja de viejos quienes, mañana y tarde, me enviaban víveres. Además, me prometió apresurar la llegada de mis carga­dores si los encontraba en el camino. Le di las gracias y partió.

La noche que pasé en este infame cabildo fue una de las peores que yo pueda recordar. Todos aquellos indios, desnudos o en ca­misa, esparcían en la atmósfera un olor sui geneñs que revolvía el estómago. Sucios como ellos solos, habían traído de sus pueblos muestras de todos los parásitos conocidos, de manera que parecía que todas las clases de pulgas del globo se habían dado cita en esta infecta cloaca común. Afuera llovía a cántaros y no podía salir.

Envuelto en mi cobertor, creía literalmente sentir mi cuerpo moverse y cambiar de lugar. No pude pegar los ojos.

Tres noches más soporté este suplicio y la mala voluntad de sus habitantes. Recuerdo que un día me vi obligado a sacar el re­vólver para procurarme al menos un poco de agua que un indio me rehusaba.

Al tercer día tuve una alegría inmensa. Llegaron mis indios, con la cabeza baja como culpables. Uno de ellos me mostraba lastimeramente una larga herida en la pierna, consecuencia de la orgía y de la lucha que le había seguido. No pudiendo comuni­carme con ellos más que por gestos, todo entendimiento se volvía imposible. Pero me encontraba feliz de poder cambiarme de ropa y dormir en una hamaca, colgada por encima de la podredumbre en la que babia nadado durante tres días.

Temía seriamente alguna hostilidad por parte de los habitantes del pueblo. Me sentía más tranquilo ahora que tenía pólvora y plomo en mis manos; además, partíamos a las cinco de la mañana. Nada podía marchar tan bien en el mejor de los mundos.

Dormí pues, como un lirón y, cuando desperté, hacia rato que había amanecido. Mi primera mirada fue para mis cargadores, a los que no vi. Mi equipaje estaba ahí, simétricamente alineado, tal como lo había dejado la víspera, únicamente las correas que servían para fijar los bultos a las espaldas de los cargadores, habían desaparecido.

— Mis hombres están afuera —pensé— . Han querido respetar mi sueño.

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Sin embargo, me asaltó una sospecha. Seguido por Carlos, me precipité hacia afuera; ninguno de los nuestros. Mandó a Carlos a informarse en el pueblo. No podía creer, después de haber sufrido tantas miserias, en la cobardía de tal abandono.

Sin embargo, la mitad de ios indios del cabildo había desapa­recido; unos, que se preparaban para partir, tragaban apresurados algunas tortillas seguidas por un trago de pozole; otros, cargaban y se ponían en camino. Cuando Carlos regresó, yo estaba solo. No había ilusión posible, los indios habían partido durante la noche.

Esto olía a conspiración y resolví lo que debería hacer. Dejé a Carlos lamentándose al cuidado de mi equipaje y, provisto de mi escopeta y de mi revólver, recorrí el pueblo en busca de nuevos cargadores. En todos lados se rehusaban. Con el dinero en la mano, ofrecí hasta diez veces el valor del servicio que pedía; sólo obtuve miradas de odio y sonrisas de desafío. Resuelto a partir contra todo y contra todos, me dirigi a casa del viejo, el único que me había demostrado cierta simpatía y, llevándolo al cabildo, le hice comprender que deseaba que me cuidara tni equipaje, transportándolo al jacal.

Hecho esto, separé lo que creía útil y necesario para una caminata de tres dias, a saber: nuestros cobertores, dos abrigos impermeables para las tormentas que servirían también como tiendas de campana si era necesario, una bola de pozole que la viejita india me trajo, dos libras de jamón crudo que me habían quedado de mis provisiones, balas, pólvora, un hacha y diversos utensilios. El total debía formar dos bultos, uno para Carlos y el otro para mí.

Tomé la carga más pesada (50 libras aproximadamente), pues­to que me había acostumbrado desde hacía tres días a ser el sir­viente de mi mozo y aún debía desempeñar ese papel durante mucho tiempo.

Terminados los preparativos, cargué todo sobre los hombros amarrado con correas y con estos bártulos a la Robinson, que serían de lo más cómico de no haber sido de lo más lamentable, enfilé por el sendero de Tumbalá guiado por el viejo. En los límites de la selva, el indio me mostró el caminito que en ésta se internaba y, con un ademán que parecía deseamos buen viaje, nos dejó solos.

Ignoro si sus compatriotas deseaban atacarme en el camino; en todo caso, yo estaba bien decidido a volarle la tapa de los sesos

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Tujnbak'i 2 »

al primero que se presentara. Tenía ocho tiros, lo que constituía una fuerza respetable.

Teníamos que llegar a Túmbala, lugar que veía como término de mis miserias. Contaba con una carta para el padre del lugar, quien sabía que me hallaba en camino y debía estar esperándome.

Mis primeros pasos en esta nueva carrera fueron vacilantes, lo confieso; las correas me cansaban los hombros y, si tuve al­gunas dificultades para subir sin bultos las primeras pendientes de la sierra, eso no era más que un lecho de rosas comparado con lo que me restaba por hacer. De Carlos, ya no hablo; él tropezaba más que mi muía en las montañas de Oaxaca y sus lamentables suspiros le hubieran merecido ajusto título el nombre de pujador.

A pesar de la sombra y la humedad de la selva, el calor me parecía sofocante y avanzábamos penosamente. Cada cinco mi­nutos hacíamos un alto, descargaba mi saco y tomaba aliento. Sin embargo, el sendero se volvía cada vez más inclinado y el roce de! pantalón sobre la rodilla amenazaba con paralizarme la cir­culación. Entonces lo corté a la altura de los muslos y experimenté un enorme alivio. Toda innovación llama a otra: me quité el saco, el pantalón y la camisa y los colgué de mi cintura, encontrándome muy a gusto. Carlos no quiso imitarme, por temor a pescar un catarro. ¡Ah, qué encantador mozo tenía!

Primero me reí como un loco de mi metamorfosis pensando en que, con esta extraña apariencia, el hacha y la pistola en un costado, el rifle en bandolera, el bastón en la mano y el pecho medio cubierto por una barba de dos años, debería estar he­cho para una pintura. La noche de buen sueño que acababa de tener me había devuelto algo de vigor y de vez en cuando encon­trábamos agua para reponernos.

Como nuestra situación no era tan mala, el almuerzo de jamón crudo y pozole que tomamos al borde del torrente, fue bastante alegre y Carlos, que me había pasado algunas cosillas de su saco, empezaba a participar del paseo. Nos detuvimos hacia las ocho de la noche. Hubiera sido difícil ir más lejos, pues habíamos llegado a las grandes alturas y debíamos encontrar agua y esta­blecer nuestro campamento. Doblé hacia la derecha. A cinco minutos de ahí encontré un manantial, el lugar era bueno y pronto limpié de ramas el terreno bajo los grandes árboles.

La madera seca no faltaba e hice una provisión para poder mantener un alegre fuego durante toda la noche. Ayudándome con

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el hacha, planté unos palos formando una palizada. En instantes hice el armazón de una tiendita que recubrí con un abrigo imper­meable y extendí el otro en el suelo para protegernos de la hu­medad. Había orientado la tienda contra el viento y provisto los lados de hojas y ramas; de esta manera, cuando llegara el aguacero de todos los días, la fogata sería un placer y podríamos desafiar la intemperie.

Caída la noche, Carlos y yo debíamos hacer alternativamente una guardia de dos horas. Se oía a lo lejos la voz de los jaguares, lo que representaba un desagradable vecindario.

La noche pasó sin percances. Dormí poco, pero podía espe­rarse que hubiera sido peor. Al alba oí resonar el canto de un gallo; había entonces casas cerca de nosotros. No me molesté en buscar los jacales, no teniendo nada que pedir; nos quedaba un poco de pozole y podía, en todo caso, matar un mono, un pavo salvaje o cualquier otra presa. Además, debíamos llegar a Túmbala hacia medio día. ¡Deplorable error! Habíamos hecho, con nuestras perpetuas paradas, muy poco camino. Dieron las doce, las dos de la tarde y, agotadas nuestras provisiones y la selva desierta, sólo nos quedaba esperar una noche semejante a la precedente, pero sin la cena que la había vuelto soportable.

A cada paso hacia adelante, nuestros altos se volvían más prolongados. Yo sentía con terror que la energía bajaba y que el ánimo iba a abandonarme. Tuve una deficiencia en el corazón pero, por fortuna, ésta no duró mucho tiempo. ¡Ah, sí mi madre me viera!, pensaba. Y remontándome a la patria lejana, ambicio­naba la suerte de los más pobres. Al menos éstos beben, comen, conversan y la fatiga de su trabajo se desvanece en medio de las compensaciones de toda clase que les prodiga la vida civilizada.

Hay que haber sufrido largo tiempo la privación de estas co­sas, que en el mundo son consideradas como satisfactores grose­ros, para comprender el precio que se le atribuye al gozo de las mismas y que la glotonería se desarrolla en el hombre más dueño de sí. con el simple hecho de pensar en un pedazo de carne o en una simple botella de vino.

Entonces mi ambición no iba más allá. Un pedazo de pan me hubiera parecido un manjar maravilloso y juraba no volver a salir de Francia, si Dios me permitía volver a verla. Vano juramento, que muchos viajeros han hecho antes que yo si han pasado por las mismas pruebas. Sin embargo, la selva era de una maravillosa

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T u n i b a l ú 241

grandeza, entrábamos a la zona de heléchos arborescentes y rae extasiaba ante los tallos esbeltos de estos magníficos arbustos. Nada puede dar una idea de su graciosa elegancia y, dentro de la familia de las palmeras, no hay nada comparable, El cocotero es pesado y feo y la corona do hojitas de la palma datilera no es más que un pobre ornamento al lado del gran helécho, de mag­nífica diadema. El tronco de uno se elevaba lo menos a 40 pies, sus hojas gigantescas medían por lo menos quince y su tallo no inedia más de seis pulgadas de diámetro.

Las plantas parásitas se extendían en espesas capas sobre la corteza de los árboles y la familia de las orquídeas esmaltaba, con sus flores rojas, azules y blancas, el verdor de este parterre aéreo. Inmensas colonias de hormigas arrieras cruzaban eJ sendero cu­briéndolo en una superficie de varios metros de ancho, cargadas de pedazos de hojas que llevaban al aire como una vela, lo que las hacía verse como una banda de verdura animada. A la vista de tantas cosas bellas y nuevas para mí, olvidaba el hambre y el cansancio que reclamaban rápidamente ser atendidos.

Al atardecer encontré a un indio; me había cruzado con otros durante el dia, limitándome a preguntarles sobre Túmbala y todos me habían indicado la misma dirección. Éste llevaba a la espalda una gran bola de masa de maíz, aceptando cederme una parte a cambio de una moneda de plata. Era una reserva para la noche.

Acampé, como la víspera, en la espesura y todo marchaba bien al principio. Pero la tormenta, de extraordinaria violencia, se convirtió en verdadera tempestad. El agua invadió nuestro frágil abrigo y costó mucho trabajo mantener encendido el fuego que nos protegía. Los árboles se abatían a nuestro alrededor con un ruido terrible y los gemidos de las fieras salvajes se mezclaban con la voz de la tormenta. Fue una noche terrible. Hacia las once dejó de llover; pero la madera, mojada, se consumía sin hacer llamas. Estábamos en la más horribie oscuridad; yo tiritaba bajo mi cobertor empapado y para colmo, los roncos suspiros de un jaguar se aproximaban insensiblemente. Le pedí a Carlos que soplara el fuego, pero el pobre hombre había caído en un estado de debilidad completa, respondiéndome sólo con un gemido de desesperación. El tigre habia terminado por aproximarse y se mantenía a diez pasos entre la maleza que nos rodeaba. Sus gritos guturales se repetían por intervalos de cinco minutos impidién­dome pensar en el reposo. Con el rifle en la mano, soplando el

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fuego cuyos resplandores morían, me esforzaba en descubrir el sitio exacto en donde se encontraba mi enemigo, pero en vano. La espesa oscuridad y los impenetrables matorrales disfrazaban su presencia y no podía tirar más que al cálculo los seis tiros de mi revólver, sin por eso hacerlo abandonar su lugar.

Nos tuvo sitiados hasta las cuatro de la mañana; pasé toda ia noche sin cerrar el ojo, soplando el fuego y tiritando de frío. Ya era tiempo de que Tumbalá se presentara: llegamos a las diez de la mañana. Había tardado tres días para hacer catorce leguas y no creo que hubiese podido soportar dos días más de privaciones y de fatigas semejantes.

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XV. SAN CRISTÓBAL

Túmbala.- -El cura.—La cacería ile pavos — .fajalun.- -Cliilón. —Cítala. -El do­minico y su amigo - Costumbres indias.—Huicatcpec — Cancwc.- -Los carga­dores indios.--Tenejapa.—San C ristóbal.— Hospitalidad del señor Bordwin. —Las costumbres.—Las iglesias.- -E! salterio. —El gobierno. —Ruinas en los alrededores de Comitán.

En ausencia del cura, al ver nuestras caras mugrosas y nuestras ropas cubiertas de lodo, el encargado del presbiterio rehusaba recibirnos. Le conté de! abandono de los indios y los aconteci­mientos que de aquello habían resultado, presentándole la carta dirigida a su amo; éste se encontraba de pasco por los alrededores y envió a buscarlo. Desde lo alto de la galería de su casa, lo vi venir. Era un hombre joven, de treinta años máximo, de levita negra, sombrero de fieltro y rostro agradable y simpático. Fui a su encuentro y, dándome ta mano:

— ¡Hombre! — exclam ó-. ¡Ah, amigo, viene usted hecho una desgracia!

Lo puse al corriente de mis infortunios, lo que le hizo soltar algunas exclamaciones de lástima.

— ¡Ah, miserables! —decía, refiriéndose a los indios que ha­bían huido— . ¿Tiene usted sus nombres? - - le di la lista— . Jus­ticia para todos — me dijo —, cada quien tendrá lo suyo, aun­que son muy capaces de no regresar al pueblo antes de dos meses.

Le confié al padre que tenía hambre.

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— Venga, vamos a tomar una taza de caldo mientras está lista la comida, que ya no debe tardar.

Tomé la taza de caldo de un solo trago, formulando bajito el deseo de que la cocinera se apresurara con la comida.

No olvidaba mi equipaje que había dejado al cuidado del viejo de San Pedro. El padre hizo venir al encargado y le pidió seis hom­bres. Éstos llegaron, el cura les pagó y dio las indicaciones nece­sarias sobre mi material con órdenes de regresar de inmediato.

Mi anfitrión se informó entonces sobre mis trabajos, mi viaje y sobre todo lo concerniente al Viejo Mundo. Mientras tanto, la mesa había sido servida y en medio de una charla llena de encan­to, me libré a los placeres de un almuerzo a cuya suntuosidad ya me había desacostumbrado. El padre vivía bien. Entre otras cosas, había un pavo salvaje de carne oscura y de delicioso aroma; una botella de jerez acompañó la comida y-terminamos con unas co­pitas de comitcco (aguardiente de Comitan). Pero yo estaba tan débil, que el licor del padre, el cual hubiera soportado en cual­quier otro caso, me desfalleció como a un niño. Eran como las dos y fui a acostarme sobre una piel de res tendida sobre un catre y no desperté sino hasta el día siguiente a las doce.

Todo rastro de cansancio había desaparecido y me sentí fresco y repuesto, listo para volver a empezar. El querido cura me había prestado uno de sus pantalones, mientras mis baúles llegaban. Pude entonces acompañarlo a dar un paseo por su pueblo.

Todos los pueblos indios se parecen entre sí y Túmbala no posee nada que lo distinga.

Levantado en uno de los puntos culminantes de la Sierra Ma­dre, la vista domina, desde lo alto de sus rocas, una vasta extensión de las selvas. Las doscientas casitas diseminadas en la meseta, no ofrecen ninguna idea de la importancia del lugar cuya pobla­ción se eleva a diez o doce mil habitantes que, viviendo en su gran mayoría en la selva, rara vez vienen al pueblo. ,

—Con frecuencia —me decía el padre— paso tres o cuatro meses sin ver a algunos de mis feligreses.

Tal existencia salvaje mantiene entre estos hombres una vida sin preocupaciones, libre de los lazos que les impone la presencia de los blancos.

Independientes de hecho, no reconocen al gobierno del estado más que por un impuesto mensual de un real por cabeza, lo que da un total de 7.50 francos al año. De esta manera, los ingresos

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de la provincia de Chiapas resultan bastante módicos a pesar de la extensión de su territorio y no pasan de 60 000 pesos, 300 000 francos.

La única autoridad del pueblo es el gobernador, encargado de la recolección de impuestos; es comúnmente un indio de la co­munidad, nombrado por elección y cuyo poder, ficticio, consiste en recibir órdenes del cura. En éste recaen todos los poderes: es sacerdote, rey, amo absoluto. No hay abuso, sólo que su influencia constituye lo único eficaz para equilibrar las inclinaciones intra­tables de sus subordinados. Todos se dirigen a él con profundo respeto; sus palabras son el oráculo y sus arrestos tienen la fuerza de la ley. Él castiga o recompensa y las condenas que aplica son aceptadas sin chistar. La cárcel o los bastonazos son las únicas aplicaciones de la ley penal; ésta es simple y primitiva, pero sufi­ciente para castigar todos los delitos. El número de golpes varía entre doce y ciento cincuenta, lo que bien puede acarrear la muerte de un hombre.

Una cosa notable entre todas, es el sistema de rehabilitación establecido en estas poblaciones. No puede caber en la cabeza de estas naturalezas primitivas que un hombre castigado sea un hom­bre culpable. Todo castigo lava ¡a falta. No hay nada más lógico, en efecto. Una vez aplicada la ley, la sociedad declara al individuo limpio de culpa y lo recibe en su seno en la igualdad más completa. Semejante privilegio se extiende hasta las faltas más graves.

Con frecuencia ocurre que un culpable juzgue su falta por encima del castigo aplicado y reclama, para la satisfacción de su conciencia, un suplemento de la pena, que siempre es acordado. Otras veces, sucede que pide un tanto más por una falta futura. Esto recuerda un poco los tiempos de la venta de las indulgencias y la historia de aquel ladrón emérito que compró a un monje cargado de oro el perdón de sus pecados y de sus crímenes futuros y, una vez acordada la indulgencia, lo mató para apoderarse de su tesoro.

Durante mi estadía en Túmbala, vi a una madre pedir justicia contra su hijo que, según decía, le había faltado al respeto. El hijo, alto y gallardo, como de veinticinco años, la seguía, riendo; los dos estaban borrachos. El cura hizo a la madre algunas amones­taciones, pero ella no quería oír nada, reclamando justicia y doce bastonazos. El muchacho continuaba rie'ndo.

—-Basta —le dijo al cura— . Señor padre, déme de bastona­

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zos, mi falta no los vale, lo sé. pero es mi madre y eso le dará gusto.

Recibió los doce golpes, débilmente aplicados, es cierto. Des­pués, madre c hijo se echaron en los brazos el uno de la otra y sin duda fueron a beber en honor de tan bella reconciliación. Dos hermanos, en otro caso, prefirieron los doce golpes que el disgusto de reconciliarse.

La ebriedad es costumbre en el pueblo; sólo hay indios achis­pados y no se oye más que el ruido del tambor y canciones. Sospechaba que los habitantes no abandonaban sus moradas en la selva más que con la loable intención de venir a refrescarse al pueblo, el cual abandonaban una vez agotadas sus finanzas.

En materia de especies, son pobres y no exportan nada, no venden nada, no poseen más numerario que el dinero ganado en las transportaciones para los blancos de las comunidades más cercanas a San Cristóbal. Hay que agregar también que la mayor parte de este salario lo recoge el padre por medio de las mil y una ventosas de la Iglesia. Una boda, de 100 a 125 francos; un bautizo. 25 francos; un entierro, 25 francos; una confesión, tanto; una misa, tanto, etcétera, etcétera, de manera que el cura de Túmbala recogía algo así como 25 000 francos al año; envia la mitad al obispo de Chiapas y se queda con la otra mitad. Esto no impide las pres­taciones en especie: cada dia es tanto de pollos, tanto de medidas de maíz, tanto de medidas de frijol. Al primer llamado del padre, el indio acude y repara la casa; se les ve entonces agrupados como las abejas en un colmenar, trabajando al ritmo del tambor. Cuidan caballos, van lejos como portadores de una misiva y regresan felices con sus comisiones cumplidas. Si el cura viaja, un nume­roso grupo se lanza a la delantera para reparar el camino, resta­blecerlo, aplanar las dificultades; y si el caballo no puede seguir a su amo, corresponde a quien se escoja el honor de cargar al santo hombre.

En realidad, esto resulta conmovedor y muy bello, sobre todo cuando se halla dirigido a hombres de corazón como los que tuve la fortuna de encontrar en esas montañas. El gobierno de Chiapas podría utilizar, de mejor manera todavía, esta influencia tan nota­ble. En toda circunstancia, el indio consultará al padre, ebriedad aparte, caso en el que éste no puede hacer nada. Ejerce su influen­cia en todos los detalle's de la vida de esie niño grande; algunos parecen creer en su todopoder.

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Smi ( ’rislóbai

La segunda noche que pasé en el presbiterio, hubo una tor­menta muy violenta, un rayo cayó en medio del pueblo y con­sumió a ras del suelo la choza de un habitante. Éste, probable­mente de pachanga en una casa no lejos de ahi, ignoraba su desgracia y cuando regresó, vacilante, buscó en vano su casa, no pudiendo creer a sus ojos. Terminó por encontrar el lugar y se sentó, desolado, en medio de las cenizas. Después, tuvo una idea: ¡el padre! Llegó y arrodillándose:

— ¡Ay, padrecito! Mi casa ha desaparecido, el rayo la quemó, Parecía querer decir: “Haga, oh, padre, que vuelva a aparecer

y así será.”— ¡Ah, pobre amigo! —respondió el cura—. Si tú hubieras

estado menos borracho, quizá la habrías preservado de la ruina. Ve, trabaja y reconstruyela tú mismo. Esos incendios son poca cosa; con la ayuda de algunos amigos, dos o tres días serán sufi­cientes para construir una nueva.

El cura tenía a su servicio a un joven mestizo que se encargaba de proveer la mesa de su amo con sabrosas presas de la montaña. Lo seguí un día y nuestra cacería empezó al sal ir del pueblo. Como las pendientes son siempre y por todos lados muy inclinadas, pasamos en pocos instantes de la fría atmósfera de la meseta a la ardiente temperatura de los valles. Cuando digo valles, se trata de un simple epíteto para designar los fondos de las barrancas. No se puede llamar cadena de montañas a este caos de picos y precipicios, de subidas y bajadas, y los valles no existen más que cerca de las grandes corrientes de agua.

Estábamos en plena selva y a menudo encontrábamos aquellas habitaciones aisladas donde el indio vive como verdadero salvaje, en compañía de su mujer, de sus polios y de sus perros.

Varias veces hablamos encontrado grupos de pavos y ya llevábamos dos sobre los hombros; no vimos guacos, éstos habitan más abajo y más cerca de tierra caliente. Pero había tal cantidad de pavos y tan poco miedosos, que mi escopeta falló seis veces sobre uno de ellos sin que esto le hiciera irse, dándome tiempo suficiente para limpiar mis chimeneas, poner otros cartuchos y matarlo al séptimo tiro. El zaraguato tampoco viene hasta estas latitudes; lo remplaza un congénere del mismo tamaño, de cola prensil, pero mucho más ligero y de un recelo extraordinario; lo llaman rucha. Estos, de costumbre, van en parejas. Ese día encon­tramos un par; hay que, por asi decirlo, tirarles al vuelo. Mate a

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la hembra, pero el macho, lejos de imitar la conmovedora solicitud de aquella que durante tanto tiempo siguió el cuerpo de su esposo, abandonó a su mujer en nuestras manos y desapareció como una flecha. Lo anterior me condujo a extrañas reflexiones sobre la conducta de los hombres. Pero ya estábamos bien cargados, te­níamos cinco pavos; mi compañero había matado tres y yo dos, pero la tucha restablecía la igualdad. Hubiera pasado un día encantador sin el nuevo ascenso que debía recomenzar para lle­gar al pueblo.

Encontré a mi llegada mi equipaje y, como nada me retenia en Túmbala, me despedí al día siguiente del buen cura, bien pro­visto de viveros y de cartas de recomendación para los sacerdotes del camino. Me dirigía a Jajalun. El camino se hacia a pie, pero más adelante con seguridad encontraría caballos.

Un descenso de cuatro leguas nos condujo al borde de un torrente ancho, profundo y rápido. El padre me había advertido que, una vez avanzada la estación de lluvias, no se podía atravesar. Había pues una perspectiva de tres meses de aislamiento en la montaña. Pero nada de esto ocurrió, felizmente; el río empezaba apenas a desbordar.

Un indio, provisto de una pértiga, nos atravesó bulto por bulto, hombre por hombre, sobre tres pedazos de madera bruta que formaban una balsa. Había que agacharse sobre el frágil esquife —bajo pena de verlo zozobrar — y se llegaba al otro lado con una desviación de 100 metros por lo menos.

Jajalun es un pueblo que pertenece a la vertiente del Pacífico; debe ocupar el centro de la cadena de cordilleras. Asi, aunque menos elevado que Túmbala, sus colinas se hallan plenas de pinos y de coniferas. La producción no varia mucho: maíz, frijol y sólo se encuentra caña de azúcar y tabaco al llegar a Huicatepec. Se habla español y varias familias de mestizos poseen casas de paredes de piedra blanqueadas con cal. Las costumbres son diferentes a las de los pueblos que hemos dejado tras de nosotros y recuerdan la vida de las planicies de los altos de México. Los tapires son comunes en los bosques y en las orillas de los torrentes; los indios los llaman anteburros.

El cura nos recibió con la sonrisa en los labios y la copa en la mano, mostrándose, como el de Túmbala, muy amable y ge­neroso. El prefecto quiso ver nuestros papeles, formalidad que necesitaba el estado agitado en algunas poblaciones donde ios

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españoles se habían introducido incitando a la revuelta. Teníamos aún que resignamos a hacer la siguiente etapa a pie, pues resultaba imposible procurarse caballos; pero en Chilón, seguramente en­contraríamos.

Por lo demás, el camino era plano y fácil, comparado con el que acabábamos de recorrer. La caminata fue entonces muy alegre y hasta Carlos cantó una romanza española en señal de regocijo. Le volvía el ánimo, ¡ahora que no hacía falta!

Llegamos de Chilón a Citalá en el lomo de dos buenas bestias que nos depositaron, frescos como lechugas, en el curato de un dominico encargado de la administración de la iglesia.

Mi nuevo anfitrión seducía a primera vista por sus ademanes dulces y su distinción notable; su charla indicaba instrucción y mucha lectura. No era ignorante en cuanto a los asuntos de Europa y, si no estaba muy al corriente de la política actual, conocía por lo menos su historia. Pero el carácter que había estudiado, el hombre que admiraba por encima de todo, era el primer empe­rador. Se extendía hablando con placer de las hazañas del héroe y no conocía nada tan admirable como esta epopeya del siglo X IX .

Llevaba, en la apreciación de las reformas religiosas, un espi- ritu de investigación que quizá le hubiera traído por parte de su obispo una ligera sospecha de herejía. En resumen, se hallaba por encima de los suyos en toda la altura del hombre instruido que domina la ignorancia. Varias veces me interrogó sobre las grandes cualidades de nuestro nuevo soberano, a quien yo elogiaba lo mejor posible. Pasé cerca de este hombre de élite un día delicioso, buscando en vano cómo podía probarle mi agradecimiento.

De naturaleza impresionable, tierno y comunicativo, sufría cruelmente por esta especie de exilio que minaba su salud, donde consumia en su aislamiento ios mejores días de su juventud. Yo pensaba cuánto mérito, abnegación y devoción debían tener estos jóvenes sacerdotes para sacrificar así sus vidas en la tarea tan ingrata que se esforzaban en realizar.

Al lado del cura de Citalá, me introduje más en las costumbres indígenas y pude convencerme de la influencia que tenia la re­ligión sobre estos espíritus bárbaros, apenas civilizados.

Un día, encontrándome en la iglesia y estando el dominico en el confesionario, lo vi con sorpresa confesar a dos personas a la vez. Cada uno de los penitentes hablaba lo suficientemente alto como para que yo los escuchara, sólo que no comprendía

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nada, pero de cualquier forma, no hubieran modificado su voz.— Ocurre a menudo —me decía el sacerdote al salir de su

tribunal— que yo confiese al marido y a la mujer y como mis feligreses son, como todas las personas del mundo, tributarios de la inconstancia humana, mujeres y maridos confiesan sus faltas, donde los amantes juegan un gran papel. Los dos culpables se lanzan algunas miradas furibundas a través de mi reja de madera; pero absolviendo a uno y otro bajo la promesa de portarse mejor, sin evitarles una penitencia que siempre es cumplida, los dos esposos, reconciliados antes de haber visto amenazada la paz de su hogar, regresan juntos a casa. La confesión se ha hecho ante Dios, Dios ha perdonado, todo está bien. Pero, sí el indio sorpren­de a su mujer o sabe de su falta por otros medios, la mataría.

Ésta es una consecuencia más del sistema de rehabilitación.—No se vaya todavía — me decía el dominico— , mañana voy

a proceder al casamiento en masa de más de veinticinco parejas; esto me evita, como a ellos, una pérdida de tiempo y además, en lugar de veinte orgías, sólo tendremos una.

Eso es moralidad.Noté que los indios de Citalá miraban a su pastor con más

respeto que los indios de los pueblos precedentes. Reconocían de alguna manera su valor y era, en todo caso, un testimonio de agra­decimiento por sus cuidados. Cada noche venían en fila a besarle la mano y pedirle su bendición; los extraños presentes deben acordar el mismo favor, lo cual me dispuse a hacer. Las mucha­chas encabezan la fila. De esta manera pasé revista a todo el personal de Citalá y de ninguna manera me vi seducido por las bellezas del lugar. El padre, que me observaba, me dijo entonces;

— Confiese que es fácil resistir a la tentación.Hice una inclinación en señal de asentimiento, pero sin duda

mi anfitrión contaba con alguna excepción.El camino continúa montuoso y difícil hasta Cancuc. Un

amigo del dominico, de visita en el curato, me prestó sus dos ca­ballos, de manera que hicimos el viaje sin fatiga.

En Cancuc no haoía caballos, pero el padre del lugar, siempre amable y bondadoso, puso a mi disposición cuatro indios que. provistos de una silla, debían transportamos a Tenejapa, es decir, hacer una carrera de nueve leguas mediante, creo, seis reales por hombre. El indio libre relevaba a su compañero cansado. Éste es un medio de locomoción muy usado en la montaña y que no posee

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San Cristóbal 251

ningún atractivo. Se experimenta, al montar sobre esta bestia hu­mana, un sentimiento desagradable donde se mezcla un profun­do disgusto por la humillación que se impone a un ser de la misma naturaleza que uno y que lo lleva, por así decirlo, sobre su lomo.

Pero el desdichado tiene tan poca conciencia de su degrada­ción, que uno termina por acostumbrarse y además se ve muy pron­to absorto en el cuidado de la conservación personal, pues el indio va, viene, vuelve a ir y se detiene sin inquietarse en lo más mínimo por su carga, como si se tratara igualmente de un fardo de azúcar o de aguardiente. Varias veces juzgué prudente aliviar mi montura y hacer a pie toda la escabrosa bajada de Tenejapa. Ya era de no­che cuando llegamos.

Sólo seis leguas nos separaban de San Cristóbal.Desde lo alto de las cimas que dominan el valle, el viajero

percibe varias veces la gran ciudad en medio de su planicie cul­tivada, pero desnuda y desprovista de sombra. La antigua capital del estado de Chiapas se extiende sobre una meseta cerrada de una altura de 2 300 metros aproximadamente sobre el nivel del mar. FJ clima es menos agradable que el de la ciudad de México, más frío y mucho más húmedo, porque llueve con más frecuencia. La ciudad, que sólo cuenta hoy con doce mil habitantes, forma un gran cuadrilátero de donde surgen los modestos campanarios de cuatro iglesias que, salvo la de Santo Domingo que tiene un sello tan original, no se asemejan en su lujo a los demás templos de México. El conjunto del valle es bonito, pero no posee la grandeza dei de México, y las casas de la ciudad, casi todas parecidas entre sí, no tienen más que un solo piso bastante bajo; en ellas no se encuentran ni esculturas ni ningún tipo de ornamentación. Se trata de un gran pueblo de apariencia pobre, y es pobre, en efecto. San Cristóbal, desde el advenimiento de la república, sólo ha perdido su importancia y su riqueza.

Me habían hablado de un compatriota nacido de familia nor­teamericana: don Carlos Bordwin. Como el hotel resulta descono­cido en las comarcas donde el viajero extranjero es una excepción, fui a tocar a su puerta. É! me recibió con benevolencia y puso a mi disposición su casa, su mesa y sus conocimientos de la región, la cual habita desde hace más de veinte años. En estos parajes le­janos, no es una de las menores sorpresas para el extranjero esta generosa acogida a la cual no tiene más derecho que por la igno­rancia de ios lugares y la simpatía que el aislamiento inspira. En-

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contic, en el hombre afable que me abrió su casa, más que hospi­talidad. Aquí sentí el encanto de la familia y la dulzura de una in­timidad tan preciada para quien desde hacía mucho tiempo le es­taba privada. Primer médico del estado de C'liiapas, don Carlos debe a su larga experiencia la alta reputación que goza; hombre de saber y de inteligencia, nadie conoce mejor que él los recursos de la región y, sabiendo aprovechar los conocimientos adquiri­dos, de primer doctor de San Cristóbal se convirtió también en el primer comerciante.

Don Carlos había visitado las ruinas de Palenque y no igno­raba nada de los maravillosos monumentos que poblaban los desiertos de Chiapas. Me contaba, comprometiéndome a visitar­los, que cerca de Ocosingo y de Comitán se encontraban varios edificios antiguos y pirámides artificiales de altura prodigiosa.

Según él, las pirámides alcanzaban hasta SOO pies de eleva­ción, que habían sido usadas como sepulturas para los jefes y personajes importantes y que eran inmensos osarios. Cada una de estas pirámides está llena de profundos pozos herméticamente cerrados por losas cimentadas; dentro de cada uno se encuentra un esqueleto que tiene entre las piernas una urna de barro ornada de figuras y dibujos de color negro, como las vasijas etruscas.

¡Cuántos descubrimientos por hacer y qué preciosos documen­tos aparecerán algún día! Un viaje a esas ruinas era muy atractivo, pero los recursos empezaban a faltar, me resultaba imposible usar una letra de cambio pagadera en México, única ciudad donde podría procurarme dinero. Las cartas no llegaban o tardaban hasta dos o tres meses en llegar a su destino; hasta me vi obligado a vender diversos objetos, cuyo precio debía permitirme, eso espe­raba al menos, llegar a Oaxaca sin dificultades. Tuve que renun­ciar a la expedición de Comitán; mi ausencia de la ciudad de México ya duraba nueve meses y tenía prisa por regresar.

El mercado de San Cristóbal es el único en todo México que ofrece todavía la particularidad de hacer circular los granos de cacao como moneda de cambio; esto se debe a la falta de monedas de cobre en el estado. Me preguntaba a menudo qué pasaría con esos granos de cacao después de haber pasado por miles de manos indias, casi siempre de una suciedad repulsiva. ¿Y quiénes son los infelices condenados a esta espantosa bebida? ¿No sería original pensar que los consumimos nosotros mismos y que habiendo su­ficientemente circulado nos los exportan en masa? Este mercado

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S;m Oislnbí»!

no es muy animado y las frutas, entre las cuales se distinguen al­gunas muestras de nuestros productos europeos, son pequeñas y sin sabor.

La Catedral, que se presenta de perfil, es pobre y de mal gusto.El clero de Chispas, tan rico en otros tiempos, se ha visto

despojado de sus casas y propiedades rurales, es decir, el gobierno es liberal. Los conventos han sufrido las mismas medidas y ape­nas pueden alimentar a algunos monjes, únicos habitantes do sus claustros desiertos, Sólo uno conserva todavía la apariencia de cierta grandeza; el de Santo Domingo. El portal de su iglesia ese halla cargado de ornamentos; e! interior es rico y parece imitar en su disposición el de la Catedral de México.

Cuando entré a visitarlo era la hora de las plegarias. Un sa­cerdote oficiaba en el altar, algunas personas seguían la misa v en la galería del órgano que antaño acompañaba los cantos, había algunos jóvenes y monjes. Me limité a recorrer la nave izquierda de la iglesia, deteniéndome en las capillas y caminando con la pre­caución de un hombre que no desea molestar a nadie. Los fíeles, sin embargo, me seguían de reojo con inquietud. En el momento de la consagración, me aproximé a una columna donde me ins­talé con religioso recogimiento, sin por esto arrodillarme. Hubo entonces cierta agitación en la iglesia, miradas escandalizadas y murmullos que no pensé que estuvieran dirigidos a mi persona. Al mismo tiempo, dos diáconos se desprendieron del altar prin­cipal y vinieron hacia mí; yo continuaba mí visita y estaba de­tenido en una capilla de la Virgen cuando me dieron alcance los dos acólitos. Se arrodillaron cerca de mí, recitaron ferviente­mente una oración y, levantándose de repente, uno de ellos me dijo de manera furiosa;

— ¿No es usted católico? ¿Cómo insulta de esta manera la majestad del templo y a sus ministros?

Le respondí que no tenia la intención de insultar a nadie, que en todos los países del mundo existía la costumbre de visitar las iglesias hasta durante los oficios y que había creído que en San Cristóbal podía hacer uso del mismo privilegio; que, puesto que había escandalizado involuntariamente a los fieles, les daba mis más humildes excusas.

La dulzura y la moderación de mi respuesta no hicieron más que acrecentar la insolencia y la rabia de mis dos seminaristas.

— ¡Salga, señor, salga! ¡Usted no es católico!

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— Saldré cuando me plazca —le dije al energúmeno— y, en euanto a no ser católico, tiene usted razón; soy protestante.

— ¡Protestante! ¡Oh, Jesús! ¡Ave María Purísima! — respon­dió el otro—. ¡Protestante!

No podían dar crédito a sus oídos y sin duda jamás habían encontrado a ningún hereje. Los dejé con su asombro y salí de la iglesia.

Esta anécdota me recuerda que durante mi infancia, al salir de! seminario a la edad de doce años, deseaba quemar a todos los protestantes y a todos los herejes de Francia que, según me en­señaban lodos los días, no adoraban a la santa Virgen.

Estos dos jóvenes, salidos recientemente del seminario, actua­ban con celo; un viejo hubiera sido mucho más indulgente.

La sociedad de San Cristóbal no es de las más brillantes y las distracciones son escasas. En la noche, la gente se reúne alrededor de un estrado, las mujeres sentadas sobre tapetes con las piernas cruzadas a la turca, otras en sillas y, con las cartas en la mano, la noche se pasa en medio de las peripecias de un juego muy inocente y de los chismes sin fin. Se exceptúa la familia de mi anfitrión, donde charlas serias se mezclan al parloteo de la peque­ña ciudad. Una de las hijas de don Carlos, bastante buena para la música, tenía un salterio del cual sacaba toda la armonía que éste podía dar.

Es un instrumento de cuerdas de cobre, de forma triangular que se sostiene sobre las rodillas y cuyas cuerdas, de tres en tres, producen un sonido chillón que no se soporta más que a distancia; de cerca, termina por exaltar los nervios en grado supremo. De creación antigua, el salterio remonta a las primeras épocas mu­sicales, y San Cristóbal es quizás una de las últimas ciudades don­de el uso se conserva todavía. Esto responde al aislamiento de la ciudad, a la dificultad de las comunicaciones que no permiten a los píanos, ni siquiera a los más pequeños, llegar hasta aquí.

Una de las curiosidades del estado de Chiapas es un pueblo indio con una población de veinte mil almas, dispersas sobre un extenso territorio cerca de San Cristóbal. Es el pueblo Chamula, en el cual todos los habitantes ejercen el oficio de carpinteros que proveen a la provincia de mesas, bancas, sillas y canapés de forma simple, pero embellecidos con esculturas ingenuas que recuerdan las obras suizas. Todos estos objetos son entregados al comercio a precios muy bajos; recuerdo sillas a 60 centavos y amplios

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San Cristóbal 255

canapés a 2.50 francos, todo esto entregado a veces desde con­siderables distancias.

El gobierno, como todos los de la república, se encontraba en desorden. Grupos reaccionarios ocupaban los alrededores deComi- tán y la frontera de Guatemala. Por eso. cuando quise partir y me dirigí al palacio, no pude encontrar ni prefecto, ni subprefecto, ni siquiera un simple empleado. Por lo demás, el trámite era una sim­ple precaución y nadie en lo futuro se informó del motivo de mi viaje. Me esperaba un mes de marcha, sin contar los altos necesa­rios en tan largo camino, antes de llegar a México.

Fue con esta amable perspectiva que me dirigí a Tuxtla.

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XVI. TEHUANTEPEC

La ciudad y ei valle de Chiapas.—Los rebaños en el monte.—H! río.—Tuxtla. —Don Julio Liekens.—La fiesta de Corpus. —Nueva organización.- -De Tuxtla a Tehuantepec.—La compañía americana.—Los patricios.—La persecución. —Los órganos.—Totalapa.—Oaxaca. Historia de ladrones.—México.

De San Cristóbal a la ciudad de Chiapas, el sendero se desenvuel­ve en un largo descenso en medio de una región erizada, torcida, quebrada por torrentes, barrancas y precipicios; salvaje y desier­to, cubierto de pinos, se asemeja a las soledades septentrionales. Después de haber atravesado el pueblo salino de Ixtapa donde ei cura me preguntó si Francia era un puerto de mar como Veracruz, subimos todavía un poco más. para venir a desembocar al gran valle de Chiapas.

Una inmensa corriente de agua ocupa el centro y se distin­gue como un listón plateado sobre el verde oscuro de los bos­ques. La vista, limitada al frente por las colinas de Tuxtla, se pier­de a derecha e izquierda en las profundidades del horizonte. La ciudad se distingue apenas en la lejanía, extendida a las orillas del río.

Una vez en bajada y perdidos en la sombra de los enormes árboles, oímos mugidos y gruñidos terribles mezclados con el ruido de una avalancha. Parecía que el bosque se rompía bajo los esfuerzos de una terrible tempestad. De repente, nos encontramos rodeados por un millar de reses salvajes que eran, con ayuda de fuetes, gritos y blasfemias, conducidas por una docena de jinetes

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de aspecto feroz y vestidos con los extraños trajes de cuero de los que ya hemos hablado.

Temí por un instante verme amollado por este torbellino sin poder llegar a comprender cómo podían pasar aquellos animales entre las asperezas del terreno. El sendero, el bosque, todo esta­ba lleno de ellos; saltaban, caian, se levantaban y franqueaban to­dos los obstáculos. En cuanto a los temibles conductores, era en verdad hermoso verlos precipitarse a la persecución de la indócil manada y no se sabía a quién admirar más, si al jinete o a) caballo.

El guía me puso al corriente de esta emigración. Como los pastizales del estado de Chiapas no se encuentras más que en las praderas de tierra caliente, casi todas las haciendas se ocupan del cultivo del ganado. Hay algunas que poseen hasta treinta mil cabezas. Los comerciantes de las montañas y Tabasco vienen aquí a comprar para conducirlas a distancias muy considerables, en medio de peligros de todas clases. Atraviesan la cordillera a todo lo ancho, pero hay que decir también que a menudo sólo llegan con la cuarta parte de los animales, la mayoría perecen en el camino por el hambre o el cansancio.

Al aproximarse a la ciudad de Chiapas, el aire retintinea con el ruido de las campanas y los cohetes lanzan a la faz del sol sus chispas invisibles. Nunca encontré un pueblo donde no se cele­brara, ese mismo día, una fiesta cualquiera. Intrigado por estos perpetuos regocijos, le pregunté a un habitante el nombre del santoque se festejaba de tal manera.

—Es la fiesta del Padre eterno — me respondió ingenuamente. Busqué en mi almanaque, pensando primero que se trataba de la fiesta de Corpus a la que el hombre se refería; pero no, ésta era diez días después. “¡Eso es! —pense— . No sabiendo a quien festejar, festejan al Dios Padre.”

Como encontramos muías a nuestra llegada, no nos quedamos en la ciudad de Chiapas. Además, lo único que puede admirarse aquí es el río. de curso rápido y que, dos kilómetros abajo, ha­biendo roto el obstáculo que le ofrecía la montaña, se precipita como un torrente entre los ribazos perpendiculares de más de mil pies para volver a tomar su curso apacible sobre la vertiente delGolfo. . , ,

Tuxtla, que se encuentra a siete leguas de G uapas, es hoy la capital del’estado. Al llegar, tuve que modificar mi itinerario y mi forma de viajar. Me fue imposible encontrar muías y mozos

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Tehuantepee 259

que me acompañaran hasta Tehuacán y ya estaba fastidiado del infeliz que arrastraba conmigo.

Debía entonces contar con una esladía bastante larga y, para este efecto, alquilé un pequeño departamento donde, apenas ins­talado, recibí la visita de un hombre gordo de cara sonriente quien, interrogándome con una brusca cordialidad, me preguntó en el francés más puro por qué yo no había ido a tocar a su puerta.

— Ignoraba que tuviera un compatriota en Tuxtla — le res­pondí Además, se tiene cierto pudor para imponerse como huésped a personas que no se conocen.

Pero don Julio, mi visitante, no quiso escuchar razones y tuve que seguirlo.

Don Julio era parisino purasangre, joven todavía, gran con­versador y de un corazón y bondad sin igual. Vivía en el país desde hacía diez años: primero Tehuantepee, después Tuxtla. Arruinado poi un asunto de contrabando, abrazó la carrera de la medicina, la cual practicaba admirablemente. Debo agregar que tenia gran pasión por ella y estudiaba todos los días. Nada le asombraba además, había cortado muslos con una rara felicidad y las ope- i aciones quirúrgicas más delicadas no 1c hacían retroceded Fue asi como practicó una operación de estrabismo y en un caso excepcional. Un doctor extranjero recorría el país, dándose, como especialidad, el tratamiento de los ojos y ¡a rectificación de la vista. Pero, por charlatanismo o por mala suerte, le reventó los ojos al primer paciente que cayó en sus manos; el desdichado quedó ciego por el resto de sus días. Don Julio, picado por una noble emulación, se apoderó de una segunda víctima: operó el primer ojo, pero reventó el otro; era de todas maneras un progreso y cabe agregar que, en el reino de los ciegos, el tuerto es rey.

Este éxito a medias le había dado ánimos. Hizo clientela y en más de 20 leguas a la redonda, don Julio era el único doctor posible. Esto me recuerda a un médico de Palizada a quien una india había confiado su dentadura.

Se trataba de extirpar un molar muy tenaz; el doctor utilizaba todavía una antigua y enorme tenaza que introdujo con bastante dificultad en la boca de la enferma. Yo estaba presente. Con el diente sujeto, el médico se esforzaba en vano por sacarlo: tiraba, jalaba, volteaba; la muela se mantenía firme y la india se retorcía como un gusano.

— ¡Al fin! — dijo—, ¡Aquí está!

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— No la veo — !e dije- ¿Se soltó quizás?-•-Espere - -repuso— , ya sólo se sostiene por la encía.Y armándose de un inmenso par de tijeras, se puso a tallar den­

tro de la boca de la india que estaba a punto de desfallecer y, pre­sentándole su muela rodeada de media libra de carne sangrienta, le dijo:

— Aquí está. Se hallaba endiabladamente sujeta. Son 2.50 francos.

Esto en nada se dirige a mi amigo don Julio.Mientras tanto, había encontrado a un arriero que se dirigía

a Oaxaca. Sus muías estaban listas, decía, pero cada día se le presentaba algún impedimento para partir. Resolví entonces de­jarle mi equipaje y tomar la delantera. Tenía que comprar dos caballos para mi mozo y para mí, dos sillas y diversos accesorios. Los fondos bajaban, así que me deshice, en favor de mi anfitrión quien aceptó por hacerme un favor, de mis rifles, mi revólver y dos libras de nitrato que aún me quedaban. El mismo don Julio me procuró dos bestias jóvenes y sanas. Ya no tenía más que decirle adiós, pero el excelente hombre me detuvo todavía un poco.

Fue durante mi estancia en Tuxtla que pasaron las fiestas de Corpus. Es para los indios la fiesta preferida, un pretexto de orgía sin rival donde las ceremonias religiosas se mezclan a los Saturnales de los días sin vigilia.

Para ésta se preparan de antemano y buscan desde días antes viejas vestimentas europeas, sombreros negros y gorras modernas y, vistiéndose con estos deshechos a los que juntan despojos de bestias salvajes y de pájaros (colas de coyotes, plumas de guaca­mayas, etcétera), rodean o preceden al santo Sacramento dando gritos salvajes y librándose a la danza. Y que nadie asista como profano a este asombroso espectáculo; una sonrisa podría herir su susceptibilidad y costar cara a su autor. Recuerdo todavía que un español, meciéndose en la hamaca en el interior de su casa cuya puerta daba a la plaza, estuvo a punto de ser masacrado. Tuvo que encerrarse en una habitación, so pena de exponerse al resentimien­to de aquellos energúmenos.

El día de la separación había llegado. Mi nuevo amigo, por­que don Julio fue un verdadero amigo, nos acompañó tres le­guas de camino hacia Tehuantepec. Ahí, con el corazón hen­chido. nos separamos. Su recuerdo siempre lo tendré presente.

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Tühuautcpcc ¿O i

Yo emprendía un recorrido de más de 300 leguas, sin guía. Llegué por la tarde al pueblo de Ocosocuautla, mi primera etapa, con el alma llena de ía melancolía que trae la soledad.

Una vez franqueado el campo de lava que rodea este último pueblo, volvemos a caer en las grandes planicies cortadas por los ríos, donde bosques y praderas se suceden unos a otros. Ahí te- nemos Santa Lucía, la más bella hacienda de la región. La casa, rodeada de chozas indias como un amo y sus vasallos, es grande y se halla bien construida; una inmensa galería bordea el contorno; numerosos empleados trabajan en la granja; cerca, se encuentran el molino para la caña, el área para el trigo y la tienda de maíz. Los alrededores revientan de presas de cacería: pájaros, venados y fieras que se pueden cazar con galgos, tan admirablemente está dispuesta la planicie. Los bosques son altos y magníficos, pobla­dos de guacamayas rojas y azules, y el río, en sus numerosas desviaciones, vierte sobre esta tierra privilegiada un manto de eterno verdor.

Por la noche, después de la oración y cuando los sirvientes han venido a desear las buenas noches y tomar del amo las órdenes para el día siguiente, los indios, reunidos en el extenso patio, descansan de sus trabajos con cantos extraños cuyo compás golpeado, apresurado y jadeante, recuerda el galope del corcel persiguiendo al ganado en los bosques, los estallidos de las voces y los mugidos. El cantante se acompaña con la marimba, especie de piano compuesto de teclas de madera sonora de diferentes tamaños; tubos de la misma madera responden a las teclas para dar a los sonido más fuerza; algunas marimbas tienen hasta cuatro octavas. Dos indios, provistos de pequeñas baquetas con bolas de hule, arrancan a este instrumento armonías primitivas. Sus melo­días, poco numerosas, se parecen a los cantos de los pájaros que son siempre los mismos y que no por eso resultan menos encan­tadores. Como ellos, los sonidos de la marimba, débiles cuando se escuchan de cerca, se oyen a grandes distancias, más armonio­sos, más dulces y más poéticos.

Pero pasamos sucesivamente, y por día, Llano Grande, Casa Blanca, San Pedro y La Jineta.

La Jineta es una de las montañas más elevadas de la siena y que parece haber sido echada en la planicie de Tehuantepec como un inmenso promontorio hasta el borde del Pacífico. Cu­bierta de bosques del lado del Golfo, del lado del Pacífico no po­

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see más vegetación que un inmenso tapete de pasto verde. El ascenso es largo y difícil, pero una vez en la cima, si se abandona el sendero para subir a cierto promontorio a la derecha, se tiene entonces uno de los espectáculos más imponentes que se pueda imaginar. Hacia el norte, la cordillera, que baja gradualmen­te desde las altas mesetas de Chiapas, deja planear la mirada sobre el ancho de su cadena boscosa y de sus valles sombreados. Más allá, la vista alcanza todavía las vagas ondulaciones de la planicie para perderse, más lejos, en los reflejos de las aguas del Golfo. Al sur, La Jineta despliega bajo los pies todo el esplendor de su tapete esmeralda; más abajo, la planicie de Tehuantepec extiende la perspectiva de sus risueñas praderas; como horizonte, se tiene el inmenso manto del Océano Pacífico.

En invierno el paso por La Jineta resulta muy peligroso; reinan vientos tremendos a los cuales muías y hombres no podrían re­sistir. Graves accidentes han ocurrido en esta época y los preci­picios nunca rinden cuentas sobre el número de víctimas que les ha tirado la tormenta.

La planicie de Tehuantepec sólo ofrece a la vista un vasto monte en medio del cual retoza una multitud de enormes liebres de vientre blanco. Se cazan poco, así que son de un descaro sin­gular; las matan a palos o con pistola.

Mientras más se avanza, las costumbres cambian, el pueblo ha remplazado a la hacienda y se vuelve a encontrar, o casi, la organización del altiplano mexicano. Todas estas poblaciones viven indolentes o quizá dichosas en su apático reposo. El mismo campo y la misma extensión se cultivan cada año de la mis­ma manera; viene la sequía o las inundaciones, el indio tendrá el maíz necesario para vivir o preferirá perecer antes que trabajar, pero la lección que acaba de recibir no lo hará sembrar un metro más de los que acostumbra. Nace con este instinto y muere con la misma falta de previsión.

Cada pueblo está comúnmente situado cerca de un río donde el agua nunca falta y las mujeres indias o blancas vienen a él a toda hora del día para hacer sus largas abluciones. A menudo las encontraba a la orilla del río, dentro de sus más simples trajes. Pero ver a un extraño no las asustaba, se ponían sencillamente de espaldas y me miraban, menos sorprendidas y quizá menos ape­nadas que yo.

Es así como, después de haber atravesado Zanatepec, Niltepec,

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Vchuamepei: 20i

Iztaltcpec, se llega a Tehuantepec. Partiendo de Iztallepcc. me perdí en el monte. Era la segunda vez que esto me ocurría y por poco pago caro mi imprudencia. Sabía que al norte debería en­contrar la nueva carretera americana, pero me costaba trabajo orientarme. La maleza me obstruía el paso y me obligaba a hacer desviaciones donde, de nuevo perdido, no encontraba claros más que para perderme de nuevo. Mis caballos se hallaban rendidos y eran devorados por millares de enormes tábanos. Por mi lado, estaba preocupado y temía una desagradable noche a cielo abier­to; los tigres aquí son muy numerosos, tanto, que cada hacienda posee dos tigreros que pasan sus vidas cazando este animal cuyos estragos en los rebaños se vuelven verdaderas calamidades. Yo no llevaba conmigo ni hacha para establecer una tienda ni esco­peta para defenderme. La situación no tenía nada de satisfactorio. Dejé descansar a mis pobres bestias y, quitándoles los frenos, las dejé pastar aproximadamente una hora. Volví a emprender el camino, errando todavía durante largo tiempo hasta que tuve la suerte de encontrar un río. Reconocí algunas huellas de hombres sobre la arena de las orillas y me apresuré a seguirlas. Media hora después, encontraba la carretera americana. Ésta se hallaba en deplorable estado, los caballos se hundían en la tierra lodosa, avanzábamos con lentitud desesperante. Ya era de noche cuando llegamos a Tehuantepec.

Aquí había un montón de hoteles cuya fundación remontaba a la creación de la compañía americana. Me alojé en casa de un compatriota, la cual ofrecía todas las comodidades deseables. Mis caballos necesitaban algunos días de reposo y contaba con vender uno para desembarazarme de Carlos quien, pasando por Minatitlán, podría llegar a La Laguna, su pueblo. No tenía ninguna necesidad de él y ya estaba cansado de servirle.

Tehuantepec es una ciudad de quince mil almas, incluidos los inmensos suburbios indios que, en materia de mujeres, poseen una de las más bellas razas de la república. Es hermoso verlas, plan­tadas como marimachos, con la cabeza alta, el pecho adelante, caminar orgullosas desafiando las miradas. Muy seductoras a pe­sar de su porte viril, gozan de rostros llenos de carácter, firmeza de carnes y contornos admirables. Su traje, gracioso y provoca­tivo a la vez, se presta para el encanto de tales criaturas. Éste se compone de faldas de color bordadas de encajes, que no llegan hasta el tobillo y dejan ver una pierna fina de hernioso modelado.

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Un saquito, ancho como !a mano, permite entrever las carnes bronceadas de un talle muy tino, deja los brazos desnudos y esconde apenas los contornos de un cuello siempre dichoso; sólo hablo de las mujeres jóvenes. Para las viejas, este traje resulta de lo más deplorable, pues sucede a menudo que sus senos estropea­dos, que descienden más abajo que el saco, exhiben a las miradas el desagradable espectáculo de sus carnes marchitas. La cabeza está cubierta por un ligero huípil bordado de oro y plata; el pie se arquea dentro de un escarpín ampliamente descubierto, lo cual lo hace verse siempre más pequeño. Algunos de estos trajes al­canzan precios fabulosos; vi uno de 500 pesos (entre 2 000 y 2 500 francos).

Antes del establecimiento de la compañía americana, Te- huantepec dormía el mismo sueño que todas las ciudades alejadas y el pobre comercio de los alrededores, maíz, índigo, etcétera, era apenas suficiente para ocupar a dos hombres inteligentes, france­ses los dos, de los cuales el señor Alexandre de Gives es el más rico e influyente. En cuanto empezaron los trabajos, la ciudad pareció despertar un momento al contacto de ¡a agitación yanqui; pero la desastrosa salida de esta compañía, que sólo pasó y des­apareció, dejó a Tehuantepec arruinado, así como a los habitantes del campo, quienes esperan todavía el salario por sus trabajos y el pago del alquiler de sus bestias y de las herramientas que proporcionaron.

Los trabajos avanzaron con la rapidez que distingue al yan­qui, pero todo había sido sacrificado al amor propio de trazar la carretera y la precipitación de los ingenieros les había impe­dido prever las causas de destrucción que amenazaban a su vía. No habían pensado ni en la vegetación que la invadiría, ni en los inconvenientes de una tierra húmeda, ni en las inundaciones que la cubrirían, ni en los ríos que la derribarían. No pensaron ni siquiera en construir aquí y allá algunos puentes para que corrieran las aguas; así que la carretera se arruinó inmediata­mente y, a la primera escasez de fondos, hubo un sálvese quien pueda general. La región se vació como por encanto, de Tehuan­tepec a Xuchil. Sólo quedaron aquéllos a quienes la falta de especies había clavado en su lugar y la miseria retenía en Te­huantepec. La ciudad estaba llena de estos desdichados que, pálidos y famélicos, paseaban por las calles sus raquíticas personas, sin deber más que a la caridad el sostén de una vida miserable.

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Tehuantepec 265

Existen en la planicie de Tehuantepec algunas muestras de esta raza tan particular llamada pinto, que pertenece principal­mente al estado de Guerrero. El pinto es un indio cuyo cuerpo, “atigrado” de manchas blancas sobre fondo amarillo, presenta un triste espectáculo. Tales manchas, de todos tamaños, invaden algunas veces la mitad de la cara, dejando el rostro de su color natura] de un lado y cubriendo el otro de un tinte mate, blanco sucio y de aspecto enfermo. Otras veces, se extienden en menudos puntos parecidos a nuestras pecas, pero con un contraste mucho más marcado. El cuerpo es generalmente afectado por las mismas manchas y el sujeto enfermo, a primera vista, inspira la misma repulsión que un leproso. Creemos poder atribuir este fenómeno a la mezcla de sangres entre los habitantes de las tierras calientes que bordean el Pacífico. Los individuos de raza pura, indios o blancos, raramente son pintos.*

Sabía que al salir de Tehuantepec podía ser detenido en la montaña y que, sin lugar a dudas, seria desvalijado.

Los defensores del partido reaccionario, vencidos en Tchuan- tepec, se habían refugiado en la sierra. Eran cerca de doscien­tos y tenían como centro de operaciones el pueblo de Tequisis- tlán, quince leguas más adelante. Los llaman patricios.

Me había resignado a ser robado, así que vendí uno de mis caballos y, con el menor equipaje posible, contando apenas con la suma suficiente para llegar a Oaxaca, me puse en camino.

La Providencia quiso que a dos leguas encontrara en el monte un cuerpo de cincuenta hombres que, bajo las órdenes del gober­nador de Tehuantepec, Rodríguez, marchaban persiguiendo a unos bandidos cuyos hechos se habían vuelto intolerables. Toda comu­nicación estaba interrumpida, los convoyes de ínulas sólo podían pasar mediante un fuerte tributo y, en cuanto a los viajeros so­litarios, desapariciones frecuentes indicaban suficientemente cuál debía haber sido su suerte.

Seguí entonces con inmenso placer a la expedición; ie pedí al jefe que me proporcionara un rifle a fin de poder disparar con la tropa en caso de necesidad. Esta perspectiva daba un color

* Gracias a la ciencia moderna, en ia actualidad se sabe que et mal del pinta es una dermatosis producida por un microbio que se desarrolla en los climas húmedos y calientes y cuya incubación tarda a veces muchos años en producirse. Por lo tanto, dicha enfermedad no tiene relación alguna con la sangre o raza det individuo afectado. [N. del t.j

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pintoresco a mi viaje y no me hubiera molestado vengarme un poco de los compadres por las mil y una vejaciones que me habían hecho sufrir.

Una parte de la tropa ocupaba el sendero, mientras que algu­nos pelotones corrían de derecha a izquierda en los flancos del cuerpo del ejército. La marcha no era fácil en medio del bosque, se necesitaba de toda la inteligencia de los caballos y su costumbre de la montaña para explicar la posibilidad de una carrera en estas condiciones. Yo formaba parte del piquete de la derecha. La primera parte del día pasó sin novedad; al aproximamos aTequisis- tlán, un silbido resonó delante de nosotros, seguido de inmediato por gritos de angustia y llamadas de auxilio.

Nos precipitamos al galope en esa dirección y pronto se desa­tó el tiroteo entre una media docena de ladrones y los soldados que yo acompañaba. El combate fue corto, o mejor dicho, no hu­bo combate pues, con sus armas descargadas, los compadres emprendieron la huida dejándonos a uno de los suyos herido en un muslo.

Los gritos de auxilio los había dado un desdichado a quien acababan de desvalijar y cuyos baúles rotos yacían esparcidos en el monte. Los malhechores no habían soltado a su presa y en su precipitada huida, cada uno se llevó su parte. El salvemos el botín se encuentra en todos lados. Algunos hombres se lanzaron en persecución de los fugitivos. El prisionero fue atado sobre un caballo a fin de que el jefe decidiera su suerte y nos ocupamos de la víctima. Ésta se arrancaba el pelo de desesperación; le habían robado, decía, tanto en especie como en joyas y objetos de valor, una suma de 20 000 francos. No le quedaba más que su caballo y sus dos millas, las cuales debían regocijarse por no tener ya más bultos que cargar.

Nuestros hombres regresaron enseguida sin haber podido capturar a los bandidos y nos apresuramos a reunirnos con el comandante, a quien el tiroteo debía haber inquietado. En efecto nos esperaba, y cuando lo pusieron al corriente de los hechos, ordenó tranquilamente que se fusilara al herido cuyo cuerpo, colgado cerca del sendero, debía servir como ejemplo.

Después, como los compadres podrían llevar la noticia al pueblo de la llegada de las tropas, apresuramos la marcha. Tequisistlán fue abordada por tres lados a la vez para cortar toda retirada; pero los pájaros habían volado y sólo se pudo pescar a

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tres individuos sospechosos, cuya culpabilidad no fue lo suficien­temente establecida como para provocar un arresto.

Gran número de bandidos, según me convencí más tarde, fueron escondidos por los habitantes, pues en la casa donde me alojé oí durante la noche murmullos e idas y venidas misteriosas que le daban toda la apariencia de una guardia.

Al día siguiente, continué mi camino en compañía de la víctima de la víspera. El pobre tipo era un general, antaño el brazo derecho de Santa Anna. Supe que su celo por cumplir las crueles órdenes de su jefe le habían dado el sobrenombre de Verdugo del Dictador. Mi nuevo compañero de viaje, al contarme su historia, se guardó bien de darme estos detalles. Pero por una casualidad singular, descubrimos que el mundo es tan grande como un pañuelo: P.C., español y partidario de don Carlos, se habia refugiado en Francia y se había casado en el mismo departamento en el que yo vivo; eonocia también a sus dos hijos en México. Me rogó ir a verlos si yo llegaba antes que él. Ausente desde hacía cuatro años, regresaba de Nicaragua a donde había ido a guerrear al servicio de no sé qué causa y no había tenido, desde entonces, ninguna noticia de su familia. Yo sabía que su pobre esposa había muerto en la miseria, pero no tuve el valor para hacerle saber esta triste noticia. Además, jamás llegaría a la ciudad de México y supe más tarde que, detenido en Oaxaca, lo habían enviado a pudrirse a Veracruz en el fondo de una mazmorra. Ésas son las peripecias de la suerte.

Como se quejaba de su triste destino, 1c pregunté por qué servía a un país que recompensaba tan mal sus servicios.

— ¡Ah -—me respondió— , seis meses como comandante en una provincia y la fortuna está hecha! -—Eso es México.

Abandoné al señoT P.C. en Las Vacas y continué solo mi camino.

Al día siguiente llegué a San Bartolo, al otro día a San Juan, después a Totalapa. A partir de San Juan, la vegetación ya no era la misma; la montaña desnuda no produce más que cactus gigan­tescos de todas las formas. Los hay triangulares y otros que cuentan hasta veinticinco lados. Estos últimos se levantan de un solo tiro, como los mástiles de un navio, hasta una altura de 40 pies; los octagonales, menos altos pero más fuertes, se bifurcan a tres metros del suelo en multitud de retoños — doscientos o trescientos— de más de 20 pies de elevación; el total tiene forma

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redonda y abraza un diámetro de 30 pies por lo menos. Medí el tronco de uno de estos magníficos vegetales... alcanzaba más de seis metros de diámetro. Toda esta familia de cactus se designa en México bajo ei nombre genérico de órganos.

El suelo, además, se hallaba cubierto de espinos enormes, algunos en flor, y de “viejitos”, especie de cactus que crece aislado y que está cubierto en la punta por una “cabellera” blanca. La caminata aparece llena de peligros en medio de esta vegetación espinosa cuyas puntas poseen la dureza del acero. Con frecuencia, el sendero sólo tenía espacio justo para pasar entre estas columnatas de un nuevo género que bordean casi siempre las pendientes a pico y los espantosos precipicios.

Dos días nos separaban todavía de Oaxaca; dejé San Dionisio a la izquierda y fui a ver por última vez las ruinas de Mida.

Ocho días más tarde llegaba a Tehuacán, con apariencia difícil de describir y donde debían terminar mis fatigas. Seis meses de camino continuo me habían bronceado como a un indio, mi traje caía en jirones y recuerdo que, dos días antes, me había visto obligado a amarrar las suelas de mis botas con unos hilos; ya era entonces hora de llegar.

Vendí mi caballo, renové parte de mi guardarropa y, al día siguiente, abordé lleno de alegría la diligencia de México. Repre­sentaba una pobre presa para los ladrones, excepto por un reloj de repetición que escondí de manera que los compadres no pu­dieran encontrarlo. Dicho reloj colgaba sobre mi espalda y el cordón que lo sostenía pasaba por detrás del cuello, sobre los hombros y bajo las axilas, de tal manera que, aun con la camisa abierta, no se veía la menor señal. Ya dos veces habíamos sido detenidos y había perdido los pocos pesos que me quedaban. En Puebla, ni siquiera me tomé el trabajo de encontrar fondos.

Al aproximamos a Amozoc, caímos en una tercera embosca­da. No me asusté más que de costumbre; sin embargo, a cada nueva alerta, mis movimientos eran cautelosos, temía que un cambio brusco o una violenta sacudida rompiera el cordón del reloj, el cual además, me lastimaba severamente. Los dos ladrones fueron más perseverantes en sus búsquedas que los anteriores, cosa muy natural, pues ya no quedaba más para robar que las ro­pas de segunda mano. Así pues, nos palparon larga y minucio­samente; tuve la dicha de que no sintieran el reloj y ya me re­gocijaba de mi suerte. Éramos ocho; uno de los ladrones, con el

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rifle en la mano, vigilaba nuestros movimientos mientras que su amigo registraba a los demás. Ya lo he dicho, mi turno había pa­sado cuando, al meter, no sé por qué, mis dos manos en los bol­sillos, se operó en el cordón una tracción violenta, sentí el reloj sobre mis riñones y, de repente, ante el estupor de todos y mi confusión, la infeliz alhaja se puso a dar las tres y cuarto.

Al primer tintineo, me atacó un fuerte acceso de tos; esperaba asi cambiar la situación, pero no podía cubrir enteramente el ruido argentino de las campanillas; yo miraba detrás de mí haciéndome el desentendido como un escolar atrapado en una falta. La situa­ción era bastante chistosa; los ladrones me miraban, medio riendo, medio en serio.

— Vaya, vaya —dijo el ladrón con tono socarrón— . ¿Así que tenemos un reloj?

Y como yo continuaba haciéndome el disimulado, continuó:— A ver el reloj.No podía resistirme, me hubiera dejado tan desnudo como a

un gusano, y el otro tipo me tenía en la mira.— Déle "gracias a Dios —rae dijo descaradamente— , déle

gracias a Dios por haber caído en manos de caballeros como nosotros porque, de otra manera, hubiera sido peor.

Y, cuando le entregué el reloj;— Váyase — dijo—, y no peque más.Una mestiza había tenido más suerte; tenía sobre sus piernas

una encantadora niña de cuatro años. A cada vez, había escondido sus aretes dentro de la boca de su hija, recomendándole bien no hablar bajo ninguna circunstancia y la querida niña había hecho muy bien su papel.

La carretera de Puebla a México estaba vigilada, asi que llegué sin nuevos contratiempos.

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XVII. EL POPOCATÉPETL

Ascenso al Popocatépetl.—El pueblo de Amecameca.—La familia Pérez.—To- macoco.—El rancho de Tlamacas.—Excursiones por los alrededores.—El ce­menterio indio.—El volcán.—Regreso a Amecameca.—Partida para Veracruz. - Encuentro de dos partidos.—Más ladrones.—Dolores Molina.—Su secues­tro. -Veracruz.—Retomo a Europa.

No podía abandonar México sin intentar ei ascenso del Popoca­tépetl, el volcán más alto de América del Norte. Había ahí bellí­simas vistas que tomar y, corno recuerdo al menos, deseaba re­producir el interior del cráter, el pico y sus alrededores. Fuera de esto, parecía halagador para mi amor propio de viajero el poder tomar fotografías a 17 852 pies sobre el nivel del mar. Así pues, preparé mi pequeño equipaje artístico compuesto de una cáma­ra estereoscópica y de diversos productos. Llevaba conmigo a un joven llamado Luis, quien en México me había ayudado en mis trabajos fotográficos. Nuestra partida se fijó para fines de sep­tiembre.

Existe un servicio de diligencias que transporta a los viajeros hasta el pie del volcán.

La diligencia atraviesa Ayotla, deja a la derecha la carretera de Veracruz y se introduce en la meseta, pasa delante de la hilandería de Miraflores, se detiene un instante en Tlalmanalco y luego desemboca en Amecameca.

Amecameca es un pueblo grande al pie del volcán y su posición en la meseta es una de las más bellas del valle. Había hecho

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amistad, en este último pueblo, con don Cirilo Pérez, comerciante, y con su hermano Pablo, juez de paz en Ameea.

Este último se interesaba apasionadamente por la fotografía y nos acompañó en diversas excursiones; de esta manera, ambos caballeros hicieron lo posible para facilitamos el ascenso al pico. Tuvimos sin embargo que retardar la partida; diez días de lluvia nos detuvieron en el pueblo y el volcán sólo se mostraba en raros intervalos. En tales condiciones el viaje hubiera sido un fracaso. Por fin, el tiempo cambió y partimos. Primero pernoctamos en la hacienda de Tomacoco, perteneciente a la familia Pérez y situada en medio de un maravilloso paisaje. Nuestros guías y mozos debían alcanzamos allí.

Al día siguiente, muy temprano, estábamos en camino. Mí grupo se componía de dos guías, cuatro indios, don Luis y yo. El sendero se hunde en los bosques de pinos para volverse pronto abrupto y resbaloso. Cada paso hacia adelante da al panorama del valle una extensión más grande y, en los claros del bosque, la mirada descansa gozosa en los sitios más encantadores. El bosque se desarrolla grande y majestuoso, a cada instante pasamos árboles de enorme diámetro y altura gigantesca. Pero el frío nos congela y tenemos que desmontar para aliviar a nuestras bestias cuyos resoplidos ruidosos anuncian la fatiga y la opresión.

Alcanzamos entonces una primera meseta que cruza el sen­dero de Puebla. Esta ruta es la misma que siguió Cortés en su marcha de Cholula a México y pensamos que el lector estaría interesado en conocer la hermosa página que el historiador Prescott consagró a este episodio de la vida del conquistador:

Los españoles desfilaron entre dos de las más altas montañas de la América septentrional, el Popocatépetl ,“la montaña que humea”, y el Iztaccíhuall, “la mujer blanca”, nombre sugerido sin duda por el resplandeciente manto de nieve que se extiende sobre su amplia superficie accidentada. Una superstición pueril de los indios había deificado estas montañas célebres y el lztaccíhuatl era, a sus ojos, la esposa del formidable vecino. Una tradición de orden más elevado representaba al volcán del norte como la morada de los crueles jefes quienes, por las torturas a las que eran sometidos en su prisión de fuego, ocasionaban esos horribles estruendos y esas convulsiones terribles que acompañaban cada erupción. Era la fábula clásica de la antigüedad. Estas leyendas supersticiosas habían rodeado a esta montaña de un misterioso horror que impedía a los naturales intentar

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el ascenso; había, es cierto, que considerar ios obstáculos naturales, una empresa que representa enormes dificultades.

El gran volcán, como llamaban al Popocatépetl, se eleva a una altura de 17 852 pies sobre el nivel del mar, es decir, a más de 2 000 pies por encima dei “monarca de las montañas”, la más alta cima de Europa.* El Popo ha dado raramente, durante el siglo actual, señales de su origen volcánico, y la “montaña que humea” casi ha perdido su título para esta apelación. Pero en la época de la Conquista, con frecuencia estaba en actividad y desplegó sus furores sobre todo cuando los españoles estaban en Tlaxcala, lo que fue considerado como un siniestro presagio para los pueblos del Anáhuac. Su cima, formada en cono regular por los depósitos de erupciones sucesivas, afectaba la forma ordinaria de las montañas volcánicas desde el momento en que no se halla alterada por el hundimiento interior del cráter. Elevándose a la región de las nubes, con su envoltura de nieves eternas, se percibía a lo lejos desde todos los puntos de las vastas planicies de México y de Puebla, Era el primer objeto que el sol saludaba por la mañana, el último sobre el cual se detenían ios rayos del ocaso. Esta cinta se coronaba de una gloriosa aureola cuyo res­plandor contrastaba de manera asombrosa con el horrible caos de lavas y de las escorias inmediatas a su base y la espesa y sombreada cortina de pinos funerarios que lo rodean.

El misterio mismo y los terrores que envolvían al Popocatépetl inspiraron a algunos caballeros españoles, dignos rivales del héroe de la novela de su país, el deseo de intentar el ascenso a esta montaña, tentativa en la cual la muerte debía ser, según decían los naturales, el resultado inevitable. Cortés los animó en su deseo queriendo mostrar a los indios que nada estaba por encima de la audacia in­domable de sus compañeros. En consecuencia, Diego de Ordaz, uno de sus capitanes, acompañado de nueve españoles y de varios tlax­caltecas enardecidos con su ejemplo, emprendieron el ascenso que presentó más dificultades de las que habían supuesto.

La región inferior de la montaña estaba cubierta por un espeso bosque que con frecuencia parecía impenetrable. Este oquedal se aclaraba sin embargo a medida que se avanzaba, degenerando poco a poco en una vegetación raquítica y cada vez más escasa, que desapareció eternamente cuando llegaron a una altura de un poco más de 13 000 pies. Los indios, que habían aguantado hasta allí, asustados por los ruidos subterráneos del volcán entonces en actividad, abando­naron a sus compañeros. El camino escarpado que éstos tenían ahora que subir no ofrecía más que una negra superficie de arena volcánica

* Mont Blanc, 15 700 pies sobre el nivel del mar [N. del t.]

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cristalizada y de lava, cuyos fragmentos rotos tomaban mil formas fantásticas oponiendo continuos obstáculos al progreso de los espa­ñoles. Una enorme roca, el pico d e lfra ile , que tenía 150 pies de altura perpendicular y que se distinguía perfectamente desde la base de la montaña, los obligó a hacer una gran desviación. Pronto llegaron a los límites de las nieves perpetuas; apenas se podia poner el pie sobre el pérfido hielo, donde un paso en falso podía precipitar a nuestros audaces viajeros a los abismos abiertos a su alrededor. Para acrecentar las molestias, la respiración se volvió tan penosa en estas regiones aéreas, que cada esfuerzo iba acompañado de agudos dolores de cabeza y de los miembros. Continuaron, sin embargo, avanzando hasta las aproximaciones del cráter donde espesos torbellinos de humo y una lluvia de cenizas calientes y de chispas vomitadas por el seno inflamado del volcán, estuvo a punto de sofocarlos al mismo tiempo que los cegaba. Era inás de lo que sus cueipos, endurecidos como estaban, podían soportar y se vieron, contra sus deseos, for­zados a abandonar su peligrosa empresa en el momento en que llegaban a su meta. Trajeron, como trofeos de su expedición, algunos pedazos de hielo, producto bastante curioso en estas regiones tropi­cales, y su éxito, sin haber sido completo, fue suficiente para llenar a los naturales de estupor haciéndoles ver que los más formidables obstáculos, los peligros más misteriosos, no eran más que un juego para los españoles. Estos trazos, además, describen bien el espíritu aventurero de los caballeros de esta época, quienes, no contentos con los peligros que naturalmente se ofrecían a ellos, parecían buscarlos por el solo placer de afrontarlos. Una relación del ascenso al Popo- catépetl fue transmitida al emperador Carlos V, y la familia de Ordaz fue autorizada a llevar, en memoria de esta hazaña, una montaña inflamada en su escudo de armas.

En la vuelta de un ángulo de la sierra, los españoles descubrieron una perspectiva que pronto los hizo olvidar las fatigas de la víspera. Se trataba del valle de México o de Tenochtitlan, como lo llaman comúnmente los naturales. Era una mezcla pintoresca de aguas, bos­ques, planicies cultivadas, ciudades resplandecientes, colinas cubier­tas de sombras, que se desplegaba ante sus ojos como un rico y brillante panorama. Los objetos alejados tienen, en la atmósfera extraña de estas altas regiones, una frescura de tintes y una nitidez de contornos que parecen disminuir la distancia. A sus pies se ex­tendían, hasta perderse, los nobles bosques de robles, de sicómoros y de cedros; más allá, campos dorados de maíz y de altos aloes, entremezclados de vergeles y de jardines en flor; porque las flores, de las cuales hay un gran consumo durante las fiestas religiosas, eran todavía más abundantes en el poblado valle que en otras partes del

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Anáhuac. En el centro de este inmenso estanque, se veían lagos que ocupaban en tal época una porción más grande en superficie: sus orillas se hallaban salpicadas de numerosos pueblos y aldeas. En fin, en medio del panorama, la bella ciudad de México, la “Venecia de los aztecas” reposando, como su rival, en el seno de las aguas. Enci­ma de estos monumentos, se levantaba el monte real de Chapultepec —residencia de los monarcas mexicanos— coronado por estos mis­mos macizos de gigantescos cipreses que proyectan todavía en la ac­tualidad sus anchas sombras sobre la planicie. En la lejanía, más allá de las azules aguas del lago, se distinguía, como un punto brillante, Texcoco, la segunda capital del imperio; más lejos todavía, el oscuro cinturón de pórfido que servía de marco al rico cuadro del valle.

Tal era la magnífica vista que asombró los ojos de los conquis­tadores. Y hasta hoy, que estos lugares han sufrido tan tristes cam­bios, hoy, que estos majestuosos bosques han sido abatidos y que la tierra, sin abrigo contra los ardores de un sol tropical, está, en muchos lugares, completamente estéril; hoy, que las aguas se han retirado dejando a su alrededor una ancha playa árida y blanqueada por las incrustaciones salinas, mientras que las ciudades y las aldeas que animaban antaño sus orillas han caido en ruinas; hoy, que la deso­lación a puesto su sello sobre este risueño paisaje, el viajero no puede contemplarlo sin un sentimiento de admiración y de regocijo.*

Los tiempos han cambiado, como podrá juzgar el lector después de este capítulo; y el ascenso, calificado de hazaña por el con­quistador y que valió al autor un nuevo símbolo en su blasón, no nos parece actualmente, fuera de ciertas fatigas, más que un simple paseo. Pero continuemos.

Dejamos el sendero a la izquierda para internamos, a la derecha, entre los montes Hieloxóchitl y Penacho. Los árboles han perdido su vigor y el bosque se vuelve claro. La pendiente, bastante suave, permite a los caballos avanzar con paso rápido y 20 minutos después alcanzamos la cima de Tlamacas, al pie de la cual se encuentra el rancho del mismo nombre. Éste no posee más que tres miserables cabañas, de las cuales una sirve de abrigo a los indios empleados para la extracción de azufre del volcán, otra es la habitación del dueño del rancho y la más grande alberga la fábrica donde se elabora el azufre bruto, de donde sale en masas cuadradas o redondas de 50 kilogramos aproximadamente.

* W. Prescott, liisloire de la ennquéte du Mexique, cap. VH, t, III.

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El rancho de Tlamacas se encuentra a cerca de 4 000 metros sobre el nivel del mar; por esto, durante la noche, el frío resultó terrible, mi termómetro marcaba diez grados bajo cero. Tuvimos que retiramos a la choza de los hornos entonces en plena activi­dad, pero los vapores sofocantes pronto nos hicieron salir con accesos de tos que duraron mucho tiempo. Yo no podía compren­der la insensibilidad de los desdichados indios encargados de la fabricación. Esa primera noche fue horrible y desperté helado, entumecido, casi insensible.

La jomada no se anunciaba brillante. Desde la primera hora la cima del volcán se había cubierto de espesas nubes y debimos retardar el ascenso.

Nuestro tiempo fue empleado en excursiones por los alrededo­res, principalmente sobre la cima de una montaña que se halla frente al rancho de Tlamacas y desde donde la vista se extiende sobre los valles de Puebla y de México. Desde este elevado punto, el turista se encuentra bastante cerca del Iztaccíhuatl, del cual pude tomar una foto bastante bien lograda.

Lo que más me asombró en estas alturas, fue ver pasar a mis pies, en el bosque de pinos que cubre la montaña, tres o cuatro parejas de guacamayos verdes. No podía creer lo que veían mis ojos. ¡Guacamayos al pie de las nieves! Me parecía imposible, pero su plumaje esmeralda y sus gritos familiares al oído, no me dejaron ninguna duda. Seguramente llegaban de tierra caliente en busca de piñas de pino, pues las vi perderse en el bosque para salir mucho tiempo después y dirigirse en dirección del estado de Guerrero.

El mismo día, el guía nos condujo a la base misma del volcán, cerca del Pico del Fraile que domina la barranca de Mispayantla.

La subida, en esta arena mezclada con cenizas, resulta penosa y la respiración nos faltaba a cada instante. Al llegar a la altura, hice colocar la tienda, pero un viento terrible estuvo a punto de llevársela. En medio de tales dificultades, tomé varias fotos del Pico del Fraile, del caos de rocas volcánicas que lo rodean y de las profundidades de la barranca.

— Bajo sus pies —me dice el guía-—, se hallaba antes un cementerio y últimamente se descubrió en este mismo lugar toda una serie de vasijas aztecas.

Esta comunicación incitó nuestra curiosidad. Don Luis y yo, armados con un simple palo, nos pusimos a registrar la tierra,

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bastante suelta, del lugar y encontramos, en efecto, restos de huesos humanos y pedazos de vasijas antiguas. Este pequeño éxito no hizo más que inflamar nuestro ardor. Don Luis excavaba con su palo y, provisto de un puñal, yo limpiaba con precaución las vasijas porque, medio podridas por su larga permanencia en la tierra, eran de una fragilidad extraordinaria y sólo se volvían a endurecer secándolas al sol. Exhumamos de esta manera una docena de vasijas de formas diversas, de tierra roja, pero todas parecidas en su decoración. Ésta consistía en una burda imita­ción de la figura humana obtenida por medio de pequeñas ban­das de arcilla pegadas a la superficie de la vasija. Una de ellas, sin embargo, ofrecía cierta elegancia de forma. La pieza más notable era una lámpara de estilo etrusco, con diversas pinturas negras sobre el fondo rojo del barro cocido.

Es muy probable que esta sepultura date de los primeros tiempos de la Conquista, cuando los indios, acosados como bestias salvajes, se refugiaban en los bosques y en las alturas inaccesibles de la sierra. Su religión se conoce por las tumbas; podían esperar que, en estas tierras vírgenes de pasos humanos, los despojos mortales de los suyos quedarían al abrigo de las profanaciones españolas.

El día siguiente se pasó en la febril espera del gran momento. El pico se velaba sin cesar a nuestros ojos para prohibir nuestra cercanía; mientras tanto, abajo gozaban de un tiempo magní­fico y de un sol espléndido. Distinguíamos los menores acciden­tes de la planicie y por la noche veíamos alumbrarse ios faroles de Puebla. Nuestros guías mexicanos, hablándonos de la dificultad del ascenso, juzgaban mal nuestras fuerzas y nuestro ardor, nos tenían conmiseración y expresaban en voz alta sus dudas bastante dolorosas para nuestro amor propio de viajeros. Impuse silencio a esta habladuría tan mexicana, bien resuelto a desmentir de la manera más formal la injuriosa profecía.

La noche del tercer día anunciaba una mañana favorable y nos pusimos a trabajar en nuestros preparativos. Fuera de los dos guías y los cuatro indios que nos acompañaban, había alquilado al dueño del rancho otros tres indios para dividir ios bultos con los nuestros.

Mandé llenar doce botellas de agua porque no debíamos encontrar en el volcán, me aprovisioné de dos botellas de mezcal para damos fuerzas y con los pies envueltos en una tela de lana muy gruesa, esperamos el día siguiente con impaciencia.

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A las tres de la madrugada, Luis y yo montamos a caballo; nuestros hombres nos precedían a pie y guiaban nuestras montu­ras por el sendero del bosque. Poco después, llegamos al lími­te de la vegetación y nuestros caballos avanzaban con dificultad en la arena. Despuntaba el alba cuando atravesamos la barranca de Huiloac, precipicio profundo, formado en tiempo de lluvias por el recorrido de las aguas en la montaña y que estaba seco entonces. La Cruz y sus rocas se dibujaban delahte de nosotros en el límite de las nieves, parecían hallarse a corta distancia, pero llegamos después de una hora de marcha con repetidas paradas. Eran las cinco y media.

En este lugar bajamos del caballo; un indio debía regresarlos a Hamacas. Quedaba por hacer lo más difícil. Entumecidos por el frío, las piernas casi no nos soportaban y tuvimos que hacer ejercicios preparatorios. El disco del sol salía como un nimbo de las profundidades del horizonte, distribuyendo apenas un débil resplandor rosa pálido sobre el manto nevado del volcán. El sitio era salvaje, grandioso, terrible; nada podría dar una idea.

La caravana se puso en marcha. Estábamos provistos de lentes azules para prevenir los accidentes oftálmicos tan frecuentes en estos casos, en medio de la cegadora luz que multiplica la rever­beración de los hielos. Los indios del rancho se hallaban equipa­dos de la misma manera. El guía estaba, además, provisto de una cantidad de ocoxóchitl, yerba de virtudes singulares que consisten en aliviar la respiración en estas altitudes. Se llena con ella la copa del sombrero y, cuando la opresión se vuelve demasiado fuerte, se aspira el aroma que expande, el cual es más violento a medida que la yerba está más seca.

Le agradecí al guía el ofrecimiento de su yerba milagrosa y le aseguré que estaría bien sin ella. Él sonrió con un gesto de duda y tomó la delantera. Yo lo seguía, después venían don Luis y el resto del grupo. Todos me habían hecho un drama sobre lo difí­cil del ascenso y esperaba dificultades inauditas. Confieso que al principio no me sentía a mis anchas. Me habian predicho una es­pantosa sofocación; yo no experimentaba, en suma, más que una aprehensión, la cual se disipó rápidamente al ver que avanzába­mos sin incidentes de ninguna clase. El trabajo de mis pulmones era admirable y no experimentaba más fenómenos que una rese­quedad en la garganta acompañada de una sed inextinguible. El remedio se encontraba al lado del mal; a cada instante, me aga-

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chaba para recoger puñados de nieve y tomarla. Sin embargo, nos deteníamos de vez en cuando. El guia se volvía a menudo con la sonrisa en los labios creyendo habernos dejado lejos de él, pero Luis y yo no perdíamos el paso y, si no hubiera sido por ignorar la ruta a seguir, hubiéramos podido dejarlo alrás. Sólo un indio nos seguía, los otros se hallaban a centenares de pasos más abajo.

Eran las ocho y cuarto cuando llegamos al orificio del crá­ter. El guía se detuvo en la entrada que llevaba al interior del volcán; tenía que esperar a los hombres para preparar la tienda, de manera que yo pudiera empezar inmediatamente mis opera­ciones. Luis y yo continuamos por la derecha para alcanzar la cima más alta de la montaña.

Nuestras piernas temblaban como las de un borracho, una ligera opresión se había apoderado de nosotros, pero desapareció después de algunos instantes de reposo. Teníamos la nieve para quitamos la sed y la mezclábamos en una copa con una cantidad igual de mezcal. Nos sentamos. La pendiente a pico y eJ oceanesco panorama que se extendía sobre los cuatro puntos cardinales, nos hablan hundido en una absorbente admiración. ¿Cómo atreverme a describir lo que he visto?

Sin embargo, voy a intentarlo, hablando tal como el infini- \ tamcnte pequeño puede hablar de cosas infinitamente grandes.

¿No es acaso el infinito este horizonte de 80 leguas, que triplica la extensión del horizonte marino con la misma grandeza de lí­neas, pero más rico, con sus desiertos, sus campos cultivados, sus bosques y sus mil planos escalonados, donde el prisma resplan­deciente de luz vierte pródigamente sus más brillantes colores?

Al llegar al punto culminante del labio superior del cráter, el viajero se encuentra entre dos abismos y el vértigo que al principio se adueña de él, parece más un deslumbramiento por los esplen­dores que su mirada abraza, que el efecto de los precipicios abiertos que osa desafiar. Tiene detrás de él el cráter inmenso, sus chorros de vapor sulfuroso y sus estruendos subterráneos; a sus pies, un caos de rocas mutiladas, escorias gigantescas se le­vantan de su cama de nieve y de cenizas, semejantes, en lo con­vulsivo y atormentado de sus actitudes, a los condenados de Dante buscando desprenderse de su círculo de hielo. A la derecha, el Pico del Fraile levanta su altiva cabeza, mientras que al fondo la mirada se pierde en los precipicios vertiginosos de la barranca de Mis- payantla.

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Ciudades y ruinas americanas2 SO

En las primeras horas del día, la aurora se levanta apenas en las profundidades del valle. Sólo un largo cinturón de bos­ques se muestra en su verdor sobre las gradas de la sierra, bañan­do sus pies en los blancos vapores que levantan los primeros rayos del sol.

Las planicies entonces, semejantes a inmensos lagos, ofrecen a la mirada el aspecto de enormes olas de nubes de donde surgen, en medio de este mar aéreo, las negras cimas de tos picos del valle. Pero el sol sube y se asiste con maravilla a las mágicas transfor­maciones de esta naturaleza encantada. Los vapores se agrupan y se elevan, se forman claros y, semejantes a un cielo nublado donde por momentos se perciben las estrellas entre las nubes que se agitan, vislumbramos alguna casita blanca, una parte del pue­blo, la ribera de un lago, un conjunto de flores o el centelleo de los campanarios lejanos.

Desde las alturas, un prodigioso reino se ofrece a nosotros: gracias a la transparencia de esta atmósfera luminosa, todo se aproxima y se dibuja, la distancia se acorta y la vista distingue, a 20 leguas, los más ligeros detalles de este cuadro. Ahí está Ameca, el Sacro Monte que la protege y la planicie florida que la rodea; a la izquierda, el valle de Ozumba; a la derecha, los montes de Tlalmanalco, Miraflores y sus campanarios moriscos; más lejos, Chaíco se refleja al sol en las aguas de su laguna; aquí está El Peñón, el lago de Texcoco a las orillas del cual se arrastra lánguida, a la sombra de los sabinos centenarios, la heredera de la gran ciudad azteca; después, las murallas resplandecientes de la ciudad de México, los mil campanarios que la dominan y las encantadoras villas que la acompañan. Todas, a pesar de las 20 leguas que nos separan de ellas, se distinguen en la lejanía: ahí está San Agustín la juguetona, Tacubaya la rubia, Chapulte- pec de imperial memoria y Guadalupe la santa. Se trata de un conjunto extraordinario de desiertos, de planicies verdes, de mon­tes volcánicos y de cimas boscosas. Como cinturón de este mag­nífico cuadro, la cordillera extiende a lo lejos las líneas oscuras de sus montes de pórfido.

Pero la planicie de Puebla nos llama ofreciendo las mismas perspectivas, con el horizonte más lejano todavía. A doce leguas, la ciudad parece estar a nuestros pies y la mirada, siguiendo el valle de Tehuacán, penetra hasta tierra caliente para percibir la silueta de los cactus gigantescos y de las palmeras salvajes.

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Cinco volcanes, cinco picos nevados: el Nevado de Toluca, el Iztaccíhuatl, la Malinche, el Orizaba, el Popocatépetl — rey de los gigantes— , se elevan por encima de las mesetas del Anáhuac. Cada tarde, el sol los dora con su fuego cuando ya ha abandonado desde hace rato las planicies. Se dirían cinco luces inmensas que la mano del Todopoderoso esparció en estas alturas para iluminar el más maravilloso panorama del globo.

Al bajar, encontramos la tienda establecida en el primer plie­gue del cráter, en la explanada del Malacate (éste es un cilindro de madera alrededor del cual se enrolla el cable que permite bajar al fondo del cráter y subir las materias sulfurosas que se explotan en Tlamacas). Una hora fue suficiente para tomar las vistas del lado derecho del cráter, del fondo mismo del volcán y del Espi­nazo del Diablo, al lado izquierdo. Los baños de plata se velaban con una ligera capa de sulfuro, sin embargo, las vistas resultaron un éxito, sobre todo dos, muy bellas.

Quisimos bajar al cráter. Amarrados al extremo del cable, el cilindro se desenrolló lentamente, aislándonos en el abismo. Teníamos en la mano un bastón para alejamos de las irregularida­des de las rocas. Algunas piedras caían de vez en cuando ame­nazando con lapidamos. La bajada parece larga, me pareció de más de 300 pies. Se llega entonces al cono truncado formado por la caída continua de la arena y las piedras de la cima. Este cono se lanza desde el fondo del cráter para alcanzar una altura de por lo menos 200 pies con una pendiente de 45 grados. Toda la superficie del fondo del cráter está cubierta de nieve, salvo los bordes de los respiraderos (hay dos, el más importante se encuen­tra a la izquierda). No es posible aproximarse a más de diez metros debido a la intensidad del calor y a las emanaciones sofocantes. Estos dos chorros de vapor que, desde lo alto del cráter parecen delgados hilos blancos y de los cuales el mido es apenas percep­tible, son, de cerca, dos enormes aberturas que lanzan con mido atronador una especie de columna de vapor sulfuroso. Una fuente vierte sus aguas en un pequeño mar verdoso en medio del cráter. Este mismo manantial, me decía después don Cirilo Pérez, alimen­ta dos fuentes termales a doce y catorce leguas, una en Puebla y la otra en Cuemavaca, respectivamente. Una multitud de fumarolas se escapa silbando de las murallas del cráter y el azufre que se explota se encuentra, mezclado con la tierra, dispuesto en flores en las cercanías de los respiraderos, o bien, en pedazos de color

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amarillo claro; traje algunas muestras de ellos. Pero, a pesar de las grandes cantidades que yacen en el volcán, el azufre de Europa se vende todavía en México más barato que el del Popocatépetl, lo cual puede dar una idea de la explotación de este producto en la pobre fábrica de Tlamacas.

Eran las tres de la tarde cuando regresamos a la superficie del volcán.

El declive del pico es tan pronunciado, que los indios con­tratados para la extracción del azufre se conforman con imprimir un ligero empujón a las cargas de tierra azufrada que sacan del volcán, de manera que llegan solas al límite de las nieves. Esto se llama corrida. Cuando la nieve no se encuentra demasiado dura por las heladas, los hombres se montan sobre los bultos y bajan con ellos. Pero cuando la superficie está helada, la corrida resulta demasiado rápida y tienen que bajar a pie para evitar algún ac­cidente. Esto me dio la idea de operar mi descenso de la misma manera.

Me senté entonces sencillamente sobre mi sombrero de fieltro doblado en cuatro y, sobre este simple trineo, me dejé resbalar por la pendiente con gran asombro de mis guias, quienes no se atrevieron a intentarlo. Don. Luis me seguía. En poco tiempo alcanzamos una velocidad prodigiosa. íbamos como un torbellino por los flancos de la montaña; el bastón que debía guiar nuestra marcha no detenía en nada la rapidez de la caída y pasábamos como aerolitos. Fue un delirio.

Ninguna montaña rusa podrá dar la idea de semejante carrera; imposible detenemos. Cegados por un polvillo de nieve, ebrios de sensaciones extrañas, inconscientes del peligro, llegamos a las cenizas que bordean las nieves y, rodando más de veinte veces sobre nosotros mismos, nos levantamos emocionados e ilesos. Habíamos recorrido cerca de dos kilómetros en siete minutos. Sólo por eso valía la pena el ascenso. No pretendo decir que si alguien hace lo mismo saldría ileso, pero eso es lo de menos a cambio de un regocijo tan grande y, seguramente, yo volvería a hacer lo mismo con gusto, al mismo precio.

Al día siguiente, llegamos a Amecameca, donde don Pablo Pérez, sorprendido de nuestro éxito, admiraba con exclamaciones la belleza de nuestras fotos.

Quince días después tomaba la diligencia para Veracruz; regresaba a Europa. Al salir de Ayotla, nos encontramos entre el

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fuego de dos partidos que tiraban a 100 metros el uno del otro. Tuvimos que detenemos al escuchar el silbido de las balas, lo que me dio oportunidad de juzgar la puntería mexicana. Durante una hora al menos, que fue lo que duró la escaramuza, no vi caer ni un solo hombre.

Cuando todo terminó, pedí informes: no había habido ni un solo herido. Pasamos y, al topar con la retaguardia de la otra tropa, me informé igualmente sobre el resultado de la batalla.

— ¡Son unos torpes! No tocaron a ninguno de mis hombres.Encantador, ¿no es cierto?Lo que resultó menos encantador fue que media hora después

de haber dejado el pequeño cuerpo del ejército, en el bosque de Rio Frío fuimos detenidos por dos bandidos, tan descarados como jamás se haya visto. Como de costumbre, debimos echar pie a tierra. Estos bribones eran endebles criaturas que bien hubieran podido ser sometidos de un puñetazo, pero tal es la resignación de los viajeros o el temor de que tuvieran camaradas escondidos en el bosque, que nadie manifestó la menor resistencia. Esta vez fui bien y debidamente despojado; tenía dos cajas, un baúl bien lleno y un poco de dinero. Me quitaron todo. Uno de ellos abrió primero mi baúl, haciendo como si escogiera algo de entre mis efectos.

—Para terminar pronto — dijo— , me lo llevo todo.Y diciendo y haciendo, le pasó el baúl a su compañero.

Mis papeles, mis notas, algunas curiosidades, todo, se perdió. Mis protestas fueron en vano. Traía sobre los hombros un gabán que esperaba poder conservar.

— ¡Vaya! —dijo uno de ellos en el momento de irse— . Pá­same ese gabán, me gusta.

Se lo di, lo que me hizo llegar a Puebla en mangas de camisa.Ésta no fue de ninguna manera mi última aventura. Al salir

de Puebla, teníamos una nueva compañera de viaje: era una jo ­ven de dieciséis años llamada Dolores Molina. Era muy bella, de una belleza peligrosa para afrontar en estos tiempos de desorden las aventuras de los grandes caminos. Iba a Córdoba a reunirse con su madre, a la que había dejado hacía tiempo.

La diligencia tuvo la suerte de llegar a Tehuacán sin contra­tiempos. Los viajeros que envolvían con sus miradas a la bella niña, no tenían nada mejor que hacer que espantarla con alarmas continuas. Si la diligencia disminuía un poco su velocidad, ella

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palidecía y temblaba, ante la alegría de estos señores. Uno de ellos, al fin, más galante que los otros y creyendo dar una prueba de ingenio, le dijo:

— Señorita, es muy imprudente de su parte viajar en los tiem­pos que vivimos y si yo fuera un bandolero, no es en los bolsillos de estos señores que yo me interesaría; ambicionaría más dulces tesoros y la llevaría a usted tan lejos, que nadie volvería a ver- la nunca.

Esta delicada broma hizo enrojecer a la muchacha y las lágri­mas inundaron sus ojos. Impusimos silencio al torpe galán, pero, a partir de ese momento, Dolores, bajo el golpe de dolorosos pre­sentimientos, era presa de temblores convulsivos y de un espanto que nada podía calmar. Yo era silencioso testigo de este prólogo y podía sentir en el aire un vago olor a drama. Mientras tanto, llegamos a Tehuacán sin que nada justificara los temores de Dolores. Debíamos partir al día siguiente para Córdoba. Esta parte del camino no presentaba ningún peligro.

Pero la fatalidad quiso que la diligencia de Orizaba no llegara. Debimos permanecer en Tehuacán durante tres días esperándola. Aconsejé a la muchacha que se mostrara lo menos posible con el fin de no llamar la atención, así que no salió del interior de la fonda, viviendo en intimidad con las mujeres de la casa.

La diligencia llegó y al cuarto día, a las dos de la madrugada, partíamos hacia Orizaba. Éramos cinco viajeros: una vieja y sus dos hijos, Dolores y yo. Nuestros compañeros de Puebla ha­bían tomado otros caminos. Viajábamos desde hacía dos horas y había una luna espléndida; las palmeras enanas y los grandes órganos que bordeaban el camino, las plantas espinosas donde desaparecían los coyotes, prestaban al paisaje la poética fisono­mía del gran desierto. De repente, un ruido de cascos se oyó ade­lante y Dolores, temblorosa, se refugió en mis brazos. Un grupo de jinetes llegó hasta nosotros al galope, levantando una nube de polvo. La diligencia se detuvo.

— ¡Bajen! —gritó uno de los jinetes. Y como sólo yo bajé:— ¿Sólo hay un hombre en tu coche? — le preguntó al cochero.— Uno solo — respondió éste.El cuadro parecía una escena de Fra Diávolo o de Marco

Spada. Me encontraba en presencia de siete jinetes que montaban caballos admirables. Llevaban trajes caros, bonitas armas, chapa­rreras de piel de tigre y sus grandes sombreros mexicanos de

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toquillas enormes estaban gal onados de oro. Jamás había visto ladrones tan bien vestidos.

— Pase adelante, no le haremos daño —me dijo uno de ellos con gran cortesía.

Fogueado por una vida llena de aventuras, asistía indiferente a la escena que se desarrollaba. Hasta experimenté cierto regocijo, pues era el complemento de mi viaje. Sin embargo, cuando oí los gritos desgairadores de la pobre muchacha, no pude impedirme volar en su ayuda. Ella se echó sobre mí, rodeando mi cuello con sus hermosos brazos, llorando, suplicando, invocando a su madre.

— ¡Sálveme, sálveme! — decía.¡Pobre niña! ¡Salvarla! De todo corazón, pero... ¿Qué hacer?

Siete hombres armados, solo y sin cuchillo... Estos señores, sin embargo, no emplearon ni amenazas ni brutalidad.

—Vamos, querida niña— decía el jefe— . Seque sus lágrimas, somos caballeros y no sufrirá ningún maltrato. Venga, el tiempo apremia, partamos.

Y como la pobre muchacha se debatía desesperada, dos de los hombres la tomaron por la fuerza y la montaron en uno de sus caballos. Desaparecieron en el monte, donde pronto los gritos de Dolores se perdieron en la lejanía. En el primer pueblo a donde llegamos, había una posta.

— ¿No pondrá usted una demanda? —le pregunté al cochero.— ¿Para qué? — contestó— . De todas formas, la devolverán

a su madre.Pasamos. Poco después bajábamos por las cumbres de Acul-

tzingo y alrededor de las tres llegamos al hotel Las Diligencias, en Orizaba. La madre de Dolores estaba ahí esperando a su hija. Tuvimos que decirle que había sido raptada. No diré nada sobre su dolor. Ignoro si su hija le fue devuelta algún día.

Un día más y llegaría a Veracruz, volvería a ver el mar y me embarcaría hacia Europa. No me atrevía a creer en tanta dicha, y este océano al que siempre había temido tanto, ahora me sonreía. El 28 de diciembre de 1859 decía adiós a las playas mexicanas; iba a atravesar de nuevo Estados Unidos, entonces en vías de insurrección. Después de cuatro años de ausencia, el 2 de febrero de 1861, pisaba tierra europea.

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Ciudades y ruinas americanas —con un tiraje de 3 000 ejemplares—

lo terminó de imprimir la Dirección General de Publicaciones

del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en los talleres de Lito gráfica Electrónica, S. A. de C.V, Vicente Guerrero núm. 20-A, C.P. 09630, México, D.F.

en septiembre de 1994

Diseño de portada: Carlos Bemal González

Cuidado de la edición:Dirección General de Publicaciones

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Es indudable que Désiró Charnay (1828-1915) tiene un lu­gar destacado en tre los viajeros que pisaron México en el siglo XIX.

Hijo de una familia acom odada, realizó estudios de le­tras e idiom as en Francia, Alemania e Inglaterra; a los. veintidós años viajó a Estados Unidos, donde perm ane­ció en tre 1851 y 1852.

En 1857, Charnay planeó una serie de viajes a Estados Unidos, México, Sudam érica y Asia, m otivado no sólo por u n m ero afán de visitar lugares, sino tam bién para obser­var, conocer y p lasm ar sus im presiones respecto a cos­tum bres y países, con el propósito de contribuir a la inves­tigación científica.

Entre 1857 y 1886 Charnay realizó cinco viajes a tierras mexicanas; de todos tenem os constancia, aunque algu­nos de sus textos no se han traducido al español. La presen­te obra es el testim onio de lo ocurrido a Charnay duran te su p rim er viaje a nuestro país, de 1857 a 1860, cuando vi­sitó el centro, sur y oriente del mismo. Salió a la luz por vez prim era en 1863, en Francia, edición que se utiliza para esta publicación.

En Ciudades y ruinas americanas hay detalles de h u ­m orism o no exentos de fantasía, pero tam poco de crude­za. Asimismo, se perciben contrastes m uy m arcados entre el desencanto por la pobreza, la im presión de u n a arqui­tectura no im aginada, y la m agia de u n pueblo de com ­posición heterogénea. En este libro la historia, la política, la geografía, las anécdotas y mil detalles más, se dan la m ano y nos perm iten d isfru tar u na realidad distinta. No hay duda, al igual que otros viajeros, y jun to con ellos, Charnay contribuyó a recrear u n México de realidades casi mágicas.

El prólogo corre a cargo de Lorenzo Ochoa, arqueólo­go que ha enfocado su interés en la zona de Veracruz y el área maya. Actualm ente labora en el Instituto de Investi­gaciones Antropológicas de la u n a m .