del Ágora a la inmaterialidad político

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1 Del Ágora a la Inmaterialidad Político-Corpórea. A 50 Años de La Condición Humana de Hannah Arendt. Javier Tapia La tarde del 4 de Octubre de 1957, en punto de las 19:12 hrs., el mundo tornó su mirada al cielo para la invisible contemplación del artificio humano. Se había efectuado el primer intento, no fallido, de poner en órbita un artefacto inventado por el ser humano: el satélite espacial Sputnik 1, por la Unión Soviética. La hora de iniciar la conquista del espacio había llegado. Las crisis continentales de la primera mitad del siglo XX (las Guerras Mundiales, la Revolución Rusa y la Guerra Civil China) habían supuesto para las grandes potencias políticas y económicas del mundo moderno la conquista del plantea, del espacio terrestre. Y a pocos años del final, y aún con muchas deudas por cobrarse, del segundo conflicto bélico más importante del siglo pasado, estas mismas potencias se afanaban en la conquista del entorno cósmico, el espacio celeste, tan frío como la guerra de la que sería partícipe. ¿Cómo debía sentirse el hombre ante un fenómeno tan incomprensible, imposible y posible, etéreo y poderoso, metálico y esférico?, ¿es posible pensarse fuera del mundo, de la tierra, del espacio humano?, ¿cuáles son las implicaciones políticas para una cultura atormentada por los avatares de la guerra y el armamentismo? El mismo día en que el Sputnik 1 se desmoronaba (4 de Enero de 1958), el Explorer I avanzaba a su conquista del espacio: movimiento técnico-circular, de uso y desuso, ascenso y descenso, sin necesariamente tener una razón humana, social o histórica. 1958 es el mismo año que asiste a la aparición de La Condición Humana, una de las obras más importantes del pensamiento en el siglo XX. Hannah Arendt, que para

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Ensayo sobre "La condición humana" de Hannah Arendt. Revista Metapolítica.

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Page 1: Del Ágora a La Inmaterialidad Político

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Del Ágora a la Inmaterialidad Político-Corpórea. A 50 Años de La

Condición Humana de Hannah Arendt.

Javier Tapia

La tarde del 4 de Octubre de 1957, en punto de las 19:12 hrs., el mundo tornó su

mirada al cielo para la invisible contemplación del artificio humano. Se había efectuado

el primer intento, no fallido, de poner en órbita un artefacto inventado por el ser

humano: el satélite espacial Sputnik 1, por la Unión Soviética. La hora de iniciar la

conquista del espacio había llegado.

Las crisis continentales de la primera mitad del siglo XX (las Guerras Mundiales, la

Revolución Rusa y la Guerra Civil China) habían supuesto para las grandes potencias

políticas y económicas del mundo moderno la conquista del plantea, del espacio

terrestre. Y a pocos años del final, y aún con muchas deudas por cobrarse, del segundo

conflicto bélico más importante del siglo pasado, estas mismas potencias se afanaban en

la conquista del entorno cósmico, el espacio celeste, tan frío como la guerra de la que

sería partícipe.

¿Cómo debía sentirse el hombre ante un fenómeno tan incomprensible, imposible y

posible, etéreo y poderoso, metálico y esférico?, ¿es posible pensarse fuera del mundo,

de la tierra, del espacio humano?, ¿cuáles son las implicaciones políticas para una

cultura atormentada por los avatares de la guerra y el armamentismo? El mismo día en

que el Sputnik 1 se desmoronaba (4 de Enero de 1958), el Explorer I avanzaba a su

conquista del espacio: movimiento técnico-circular, de uso y desuso, ascenso y

descenso, sin necesariamente tener una razón humana, social o histórica.

1958 es el mismo año que asiste a la aparición de La Condición Humana, una de las

obras más importantes del pensamiento en el siglo XX. Hannah Arendt, que para

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entonces tenia 61 años y había dejado el exilio al obtener la nacionalidad

norteamericana en 1951, había ideado la forma de explicarse las consecuencias fatales

del empleo de la tecnología en el exterminio humano. Sus conjeturas sobre el trabajo

humano y la producción de útiles embonaba perfectamente con los acontecimientos que

inauguraban la carrera espacial: “En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el

hombre, y durante varias semanas circundó la tierra según las mismas leyes de la

gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento los cuerpos celestes: Sol, Luna,

Estrellas.” 1 El suceso, para Arendt, no se traduce en furor de alegría o terror, sino de

esperanza. Una esperanza cansada en un mundo cansado, fue una bocanada de aire

fresco “ante el primer paso de la victoria del hombre sobre la prisión terrena”. Quienes

habían deseado conquistar el mundo ahora deseaban conquistar el espacio.

El suceso vislumbraba, en otras palabras, la posibilidad latente del abandono de la

condición humana, estado de “condicionamiento”, de sujeción y limitación por su

propia naturaleza de hombre que le mantenía atado a la tierra y al mundo. Anhelo

sembrado desde los albores de la modernidad cuando el hombre de ciencia se sintió una

criatura perfectible por la inventiva humana: él mismo era una máquina; “Supongo que

el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra a la que Dios forma con el

propósito de hacerla tan semejante a nosotros como sea posible…”2 El hombre empieza

a fundirse con los objetos de su propia inventiva y deseos… Inicia lo que para Arendt es

la crisis de los tiempos modernos: una fisura en la historia donde el hombre confunde el

papel de dos de las características más fundamentales de su condición, la “labor” y el

“trabajo”.

La Condición Humana se inicia con un análisis de la ambivalencia de la actividad

humana. Por un lado la vida contemplativa (vita contemplativa), lugar de dominio del

1 Arendt, Hannah, La Condición Humana, Barcelona, España, Surcos 15, Paidós, 2005, Pág. 29. Son las

primeras líneas en el prólogo de la obra. 2 Descartes, René, Tratado del hombre, Barcelona, España, RBA/Alianza, 2002, Pág. 20.

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pensamiento, la voluntad y el juicio, que parte del ideal griego de “contemplación” que,

como en Aristóteles, no era posible sin el abandono del esfuerzo físico, de la penosa

laboriosidad de la corporalidad humana. La vita contemplativa es el esfuerzo del aristoi

por colocarse un paso adelante del resto de la especie. Pero ella tendrá que salir de las

garras que la han mantenido abyecta y sujetarse al mundo de la alteridad, el espacio

democrático en que el hombre se encuentra en el diálogo con el hombre. Pero esta

cuestión no es abordada por Arendt con detenimiento (puesto que La Condición

Humana fue escrita basada en una serie de conferencias que Arendt dictó sobre la vita

activa. La vita contemplativa sería trabajada en La Vida del Espíritu texto que la autora

no culminó pues le sorprendió la muerte en sus primeros capítulos).

El otro eje de la actividad humana pertenece a la vida activa (vita activa): “Labor”,

“Trabajo” y “Acción” que construyen la materialidad del espacio humano (mundo). Es

“inquietud”, “actividad”, “esfuerzo”, “inventiva”, “producción”, “cosificación”,

“reificación”, que permiten la construcción de un ambiente propio, artificial, cultural, en

el que el hombre se mueve con facilidad dada su cotidianeidad, y es esto de lo que nos

ocuparemos aquí.

La condición humana: labor, trabajo, acción

La condición humana no es, en modo alguno, homologable a la esencia humana, del

mismo modo que no es lo mismo preguntarse por el “ser”, a la manera de Heidegger,

que por el “hacer” humano, a la manera de Arendt. Si bien la esencia humana ha sido

objeto de una búsqueda incesante, ello no implica que tal cosa pueda ser develada, pues

para ello el hombre requeriría situarse más allá de sí mismo, salir de sí para

comprenderse. Ello es tarea de Dios. Y así, el primer dato para el hombre de su ser

“condicionado” es la imposibilidad de dar respuesta a dicha pregunta.

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Mas estas consideraciones no dejan el planteamiento arendtniano caminando sobre

terreno flojo, pues ¿cómo pretendería hablar de “la condición humana” sin referir a lo

humano? Arendt no se pregunta ¿qué es el hombre?, sino ¿quién es el hombre?, se

interroga sobre su condición de mundanidad, y dicha condición no es otra que la propia

“condición humana” con su vita activa y su vita contemplativa.

La “labor”, la vida misma, y su actor el homo laborans, es el elemento fundante de

la vita activa. Implica el hacer humano en su dimensión más específica, natural.

Responde a la actividad cíclica de toda forma de vida, su hogar es la contingencia, su

imperio la necesidad, se encuentra ligada indisociablemente a la corporalidad humana, a

su especialidad y temporalidad que le abren las puertas de la mortandad, aunque para

Arendt, a diferencia de Heidegger, la muerte no es fin, sino comienzo: un ciclo, un fluir

constante de la vitalidad de la tierra.

La vida es un proceso que en todas partes consume lo durable, lo desgasta, lo hace

desaparecer, hasta que finalmente la materia muerta, resultado de pequeños, singulares y

cíclicos procesos de la vida, retorna al total y gigantesco círculo de la propia naturaleza,

en el que no existe comienzo ni fin…3

Esta repetición del ciclo de la vida implica una atadura del cuerpo humano al reino

de la necesidad. El homo laborans es natalidad, hambre, respiración, procreación,

procuración.

Mientras que el homo laborans se mueve en el ámbito de la necesidad y la

contingencia, el homo faber se desarrolla en la dimensión del trabajo, es producción e

inventiva a partir de la reificación, u objetivación, de una idea. Los productos del homo

faber no están sujetos a la contingencia, se recrean constantemente en la acción humana,

son durables, útiles, objetivos, estables y confiables, son hechos para alcanzar aquéllo

que está vedado para la labor: la continuidad.

3 Pág. 118

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Desde este punto de vista, las cosas del mundo tienen la función de estabilizar la vida

humana, y su objetividad radica en el hecho de que los hombres, a pesar de su siempre

cambiante naturaleza, pueden recuperar su unicidad, es decir, su identidad, al

relacionarla con la misma silla y con la misma mesa.4

En el trabajo el hombre comienza a ser realmente hombre, productor de un espacio

artificial y propio, sujeto a su control como no sucede en el dominio de la naturaza. Es

el estado de “mundanidad”, el mundo es un artificio humano, compuesto de la

multiplicidad de objetos útiles con fines específicos, situado en la no artificialidad del

estado de la tierra sin finalidad. Hablamos, pues, del carácter duradero del mundo.

Mas no por ello la labor y el trabajo se anteponen. Ambas dimensiones de la vita

activa convergen, pues el homo faber busca aliviar los esfuerzos terrestres del homo

laborans, hacer más cómoda la estancia del hombre en el fértil terreno del entorno y al

mismo tiempo le garantiza su perdurabilidad en el mundo “donde todo es mortal a

excepción de ellos mismos”.

Por otro lado, la palabra es el artificio humano por excelencia, a través de ella el

mundo se torna objetivo. La palabra, el logos, el lenguaje, es el carácter fundamental de

la vita activa. Y dicha palabra, al ser objetivadora, es puesta en movimiento, es

disposición a la “acción”, y ésta es la condición necesaria de la vida política.

En ella el hombre es uno y múltiple sin contradicción. Garantiza su ser en sí, su

subjetividad, como agente activo en la pluralidad de la polis. Es decir, que la

disposición a la acción es un elemento común al género humano al mismo tiempo que

hace manifiesta la individualidad del agente, como actor en sí en el mundo. Se comparte

un interés común al manifestar en el diálogo la objetividad del mundo de las cosas

generadas por su propia acción, más dicha acción, al pertenecer al dominio de la

continuidad de los objetos mundanos, carece de un telos especifico, claro, vislumbrable

4 Pág. 166

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en el horizonte de lo humano, pues al ser continuidad se encuentra ilimitado, sin límite,

y sin éste no hay posibilidad para la predicción. El resultado, en suma, de los múltiples

movimientos generadores de la acción se develará sólo en el fin de la historia, y ésta no

es otra cosa que la memoria de la continuidad de la objetividad del mundo.

Al igual que en la solución griega, el espacio “público” es el espacio de la política y

su lugar en mundo el “ágora”. Es aquí donde el hombre puede aparecer en su

singularidad, revelar su humanidad, ante otras formas de singularidad dispuestas a la

acción. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el ágora, el espacio público para

Arendt, es el lugar por excelencia de la alteridad, y más aún la política es la alteridad

misma:

El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupen por el

discurso y la acción, y por lo tanto precede a toda formal constitución de la esfera

pública y de las varias formas de gobierno, o sea, las varias maneras en las que puede

organizarse la esfera pública.5

La singularidad y pluralidad del agente puede ser más clara si se lee a partir de la

última cita. Pues bien, aunque el agente es disposición a la acción en sí y por sí, su

capacidad de aparecer públicamente hace susceptible la puesta en común de la

disposición a la acción. De tal modo que, como en la polis griega, la aparición en

público es la condición de un actuar conjunto para alcanzar un fin, es decir, de la acción

política, o en otras palabras del ejercicio del poder.

El espacio del poder, del actuar juntos, permite al hombre regenerarse

continuamente en ese flujo inmanente de la acción. Por ello para Arendt la política es

aquéllo que mejor define a la condición humana, pues en la política el hombre se hace

cada vez más humano, a diferencia, por ejemplo, del mercado donde acude el homo

faber para “encontrarse” más no para “mostrarse”, pues la finalidad de su encuentro con

5 Pág. 225. Las cursivas son mías.

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otros homo faber es el objeto-producto de su acción para la efectuación de una

operación de cambio, más no de acción conjunta.

De la utopía de la política como obra de arte a la vita activa en la vida moderna

Si bien es posible, dice Arendt, vislumbrar una finalidad inmediata para los objetos

fabricados por el homo faber, hay cierta clase de objetos cuya finalidad no existe. Son

objetos destinados para la pura, y más sublime, inutilidad. Dicha inutilidad les hace

únicos, a diferencia de esos otros objetos que al ser útiles son reproductibles y sujetos,

por tanto, a la operación de cambio. Este tipo de objeto no es otro que el objeto artístico.

En efecto, la obra de arte está destinada a la inutilidad, no cumple ninguna función

primordial de la vita activa; en el mundo cotidiano y del sentido común, está ahí para la

mera contemplación. Es perdurable, puesto que pertenece al mundo de los objetos, y por

ello también cambiante en la resignificación del agente que le contempla.

Dicha resignificación se encuentra en la propiedad que tiene la obra de arte para

conservar la memoria colectiva del homo faber, es decir, posibilita en cierto modo la

perdurabilidad de la propia historia del mundo:

Si el animal laborans necesita de la ayuda del homo faber para facilitar su labor y

aliviar su esfuerzo, y si los mortales necesitan su ayuda para erigir un hogar en la tierra,

los hombre que actúan y hablan necesitan de la ayuda del homo faber en su más elevada

capacidad, esto es, la ayuda del artista […] ya que sin ellos el único producto de su

actividad, la historia que establecen y cuentan, no sobreviviría.6

La historia, como la obra de arte, se torna en espacios públicos, objetos de la

contemplación y rememoración en sentido estricto, garantizan la memoria de un hombre

“condicionado”, la inmortalidad de lo vitalmente mortal. Si bien Arendt no lo hace

explícito, implícitamente puede inferirse a lo político como una obra de arte, es decir,

6 Pág. 195

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como un espacio común que garantiza la continuidad del diálogo desde la memoria del

mundo con el único fin de su contemplación y rememoración, pero afirmarlo ya es

demasiado arriesgado, sino es que utópico.

Por otro lado el deseo de perdurabilidad, casi de eternidad, marcó el desarrollo de

la ciencia moderna desde Descartes. La ciencia moderna abrió la posibilidad de

entender al hombre bajo los principios que rigen a sus propios instrumentos, en otras

palabras, el hombre se volvió susceptible de ser perdurable en sí mismo y no ya desde

sus objetos. El hombre, a través de su ciencia, se situó fuera del mundo convirtiéndose

él mismo en el punto de Arquímides. La contemplación es sustituida por la

transformación efectiva de los entornos humanos, naturales o no, conllevando ello la

sustitución de acción por la fabricación. El hombre, en suma, hace a un lado su

disposición a la acción para dar prioridad a la disposición a la fabricación, trayendo ello

como consecuencia lógica la disolución del poder como acción común y el surgimiento

de una nueva comprensión de la realidad en términos de “procesos” camino a la

realización de la felicidad.

En este nuevo mundo, el mundo moderno, se impone el valor utilitario y el valor de

cambio, que es otra forma de proclamar la victoria del animal laborans sobre el homo

faber, o mejor dicho, la disolución del sentido de la acción en beneficio de la

fabricación misma.

Del Ágora a los campos de concentración

Es aquí donde empieza el verdadero drama de lo humano. La sustitución de la acción

por la fabricación trajo como consecuencia, según se mencionó, la disolución del

espacio público en términos de una disposición conjunta a la acción. El hombre

moderno llegó, no al convencimiento sino, al establecimiento de la fabricación como

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forma común de vida. Bajo el cobijo del modelo social del capitalismo, cuyos valores

son, desde luego, la fabricación, la utilidad y la acumulación, el hombre en sí mismo,

como fuerza de trabajo, se convirtió en un artificio de su propios artificios, confundió la

labor con el trabajo y la labor misma se tornó trabajo.

La disolución del ágora trajo consigo la aparición del “hombre masa”, hombre-

objeto, que en nada se distingue de otros hombres-objeto. La unidad y pluralidad en la

aparición pública se disolvieron y el Estado se tornó totalitario.

Esa es la génesis de los totalitarismos del siglo XX, como el nazismo, el fascismo o

el estalinismo que tanto tiempo ocuparon a Arendt. Son efecto inminente de la

revolución industrial al exaltar el valor de cambio y la producción en masa de objetos

para las guerras del hombre masa. En la guerra del hombre masa, éste se transfigura en

un objeto de cambio, sustituible, o sacrificable como bala de cañón, en beneficio del

estado totalitario que en su estructura burocrática encarna la identidad colectiva, antes

específica.

El animal laborans se queda, casi literalmente, sin cuerpo, pues no se asume como

tal, sino únicamente como disposición a la fabricación, como artefacto y no como

artífice. Su unicidad es absorbida por la masa para convertirla en fuerza de trabajo.

El clímax de la descorporeización fue vivida en occidente por el genocidio en los

campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Los campos de exterminio

nazis que surgieron al final de la guerra (como Auschwitz-Bierkenau) tenían no sólo la

finalidad de quitar del camino, hacia la identidad alemana, la vida del judío, al gitano, al

enfermo o al homosexual, sino de erradicar toda posibilidad encaminada a la acción, y

para ello fue necesario la desaparición de sus cuerpos en los hornos, o en las fosas

comunes; si no hay huella del cuerpo tampoco la hay de la acción, de la humanidad. La

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tecnología destinada al exterminio del cuerpo humano surgió más del temor alemán al

poder de acción judía, que a su incapacidad para almacenar sus cuerpos.

Arendt, a lo largo de toda su obra, hace un marcado énfasis en la condición corpórea

de lo humano, el hombre es ante todo cuerpo: el animal laborans, el homo faber o el

hombre de acción, requieren de la “labor de su cuerpo y el trabajo de sus manos”, como

enuncia la repetida cita de Locke, para su condición de vita activa, su condición

humana. El cuerpo es un lugar y un símbolo que al ser arrancado de una cultura ésta

corre el riesgo de desmoronarse. Lo más doloroso del holocausto no fue el número de

víctimas (si tomamos en cuenta el número de hombres asesinados bajo el comando de

Mao Tse-Tung en la Guerra Civil China), sino la “ausencia” del cuerpo mancillado y

ultrajado por la laboriosidad del hombre moderno, y así Auschwitz se torna en símbolo

inequívoco del estado más apolítico de la humanidad.

Sólo han pasado cincuenta años de La Condición Humana, cincuenta años desde que el

Sputnik 1 despegó de la tierra para llevar los deseos humanos de mundanidad más allá

de su propia condición. En cincuenta años hemos pasado del animal laborans al animal

informaticus, el mundo de la información se afana cada vez más en ocupar el lugar

dejado por la acción.

Y ahora toca el turno de colocarnos en el lugar que Arendt ocupó hace cincuenta

años para preguntarnos: ¿cómo debía sentirse el hombre ante un fenómeno tan veloz y

complejo, material e inmaterial, tan cercano y lejano?, ¿es posible pensarse fuera del

mundo, en el espacio virtual?, ¿cuáles son las implicaciones políticas para una cultura

del simulacro, de la imagen y el espectáculo?, en suma, ¿cómo pensamos hoy nuestra

condición?