de la marginalidad al “blockbuster”. cuando · censura en la era mtv. y los mayores no tardaron...
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Comunicación y música: mensajes, manifestaciones y negocios Universidad de La Laguna, diciembre de 2018 (2ª edición)
ISBN-13: 978-84-17314-13-2/ D.L.: TF 44-2019/ DOI del libro: 10.4185/cac155 Página | 1434
Libro colectivo enlínea: http://www.revistalatinacs.org/18SLCS/libro-colectivo-2018-2.html
De la marginalidad al “blockbuster”. Cuando
el cine contemporáneo aceptó algunos
himnos del “hard rock”
Dr. David Fuentefría Rodríguez (Universidad de La Laguna). [email protected]
Resumen: Después de varias décadas de tránsito sociológico y vital, las
vertientes de la música rock reconocidas como “duras” en los años 80 y 90
parecen haber completado su integración definitiva en la cultura
contemporánea. Fenómenos como la globalización, el “revival” y la revolución
de internet, han llegado a situar a algunas de aquellas bandas, otrora
relegadas a circuitos mediáticos marginales, al nivel de iconos de culto tras
años de polémicas históricas, ejercicios de censura en regímenes de todo
signo político, y acusaciones de influencia perniciosa en la juventud finisecular.
Este artículo estudia los principales hitos del “hard rock” que, habiendo sido
objeto de rechazo en su tiempo, han pasado a formar parte indisoluble de las
bandas sonoras de algunos de los productos cinematográficos
estadounidenses más exitosos y conocidos de nuestra era, tanto desde una
perspectiva panorámica como a partir de su relación con determinados
géneros, e incluso como apoyo para la caracterización de sus complejos
personajes.
Palabras clave: Cine; música; “hard rock”; “blockbuster”.
1. Los años 80 y el gueto colorista del “hard rock” y el “heavy metal”.
Si en los años 80, y parte de los primeros 90, un joven dejaba crecer su pelo y
vestía con cazadora de cuero, zapatillas deportivas o botas, pantalón ajustado
y camisetas con la efigie de determinados solistas o grupos, inmediatamente
podía reconocérsele como seguidor del “hard rock” o el “heavy metal”,
tendencias musicales complementarias y, al tiempo, sospechosas de afectarle
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negativamente. Era, por entonces, el último capítulo de una eterna batalla
generacional, que comenzó con el surgimiento de la música rock, en Estados
Unidos, a partir de la segunda mitad del Siglo XX. Bianciotto (1997:16) indica, a
propósito de esta fase originaria, que
“(…) la relativa tranquilidad ambiental que respiraban las
ciudades americanas, producto directo de la bonanza
económica (…) y de la posición hegemónica internacional de la
que gozaba el país tras el final de la Segunda Guerra Mundial,
dio lugar a la irrupción de conceptos nuevos por parte del
irrespetuoso colectivo juvenil: tiempo libre y ocio, cultura
popular, subversión”.
Un cóctel en el que el rock canalizó el rechazo, por parte de la juventud, al
dogmatismo de las viejas estructuras, quienes no tardarían en alzar, por su
parte, las primeras voces discrepantes contra el ansia de ruptura. El mismo
autor recuerda (1997:18) que los baluartes de la “vieja guardia”
“demonizaron rotundamente el nuevo ritmo como vehículo de
connotaciones `satánicas´ que empobrecía a la juventud al
desproveerla de intelectualidad. Al mismo tiempo, el
desprestigio se acentuó cuando se calificó al rock de `race
music´ -música racial- por considerarla de los ritmos negros y,
por tanto, primitiva y sexual”.
El paso de los años, y la progresiva ramificación de esta nueva contracultura
en manifestaciones artísticas paralelas a la música, no impidieron que el rock
evolucionase, singularmente, en las décadas de los 60, 70 y 80, en otras tantas
vertientes distintas. Las que nos interesan, el “hard rock” y el “heavy metal”,
encuentran ya una base férrea, según los analistas, en los compases iniciales
del estilo rockero, por ejemplo en los discos de Chuck Berry, Bill Haley o The
Animals, mas es Muniesa (1993:14) quien concreta que, tras la evidente
influencia del “blues rock” británico del período 1966-1969, de la mano de Jeff
Beck, Eric Clapton, Robert Plant o Jimi Hendrix, entre muchos otros, “el
llamado rock ácido de California debe tenerse muy en cuenta a la hora de
reconstruir la genealogía del rock duro”. Decididamente, por la implicación
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política o el embate social y filosófico presentes en la actitud y contenidos de
artistas como Janis Joplin o Frank Zappa, o en los de grupos como The Doors,
Steppenwolf o Blue Cheer, quienes sirvieron, mediante sus particulares
cócteles de oposición e intensidad sobre los escenarios, los principales
elementos para el rastreo, pese a que otras zonas del país (sin duda con
Detroit a la cabeza) constituyeran también un foco importante de emergencia
en este sentido.
Igualmente puede arrojar luz un breve apunte sobre el minimalismo musical,
que desde los años 60 impregnó la música rock, contribuyendo a su
caracterización rebelde, por cuanto las vanguardias adscritas al género (sobre
todo, insistimos, las de la Costa Oeste) habían prestado atención a tal viraje en
los compositores más apegados al clasicismo. Citando a Robert Fink, Ross
(2012:629) defiende que los minimalistas expresan (también a través del
sonido) “una suerte de crítica silenciosa del mundo tal como es”. Dice Fink, en
concreto:
“La música repetitiva brinda con más frecuencia un reconocimiento,
una advertencia, una defensa –o incluso simplemente una emoción
estética- a la vista de los miles de relaciones repetitivas a las que,
en la sociedad de consumo postcapitalista, hemos de enfrentarnos
todos una y otra vez (…). En su día nos repetimos nosotros mismos
para entrar en esta cultura. Es posible que tengamos que repetirnos
también para salir”.
A partir de aquí, y en aras de no extendernos demasiado en la mera
nominación taxonómica o divulgativa de todos los grupos que aportaron su
granito de arena en la construcción del “hard rock”, a uno y otro lado del
Atlántico, conviene reducir el espectro a las tres bandas responsables (todas
ellas británicas) de su consolidación, conforme a un amplio consenso histórico:
Black Sabbath, Deep Purple y Led Zeppelin. Las que siguieron su estela a la
hora de moldear los estilos siguientes, el “heavy metal” (con la New Wave Of
British Heavy Metal –NWOBHM- al frente), y sus vivas ramificaciones –“glam
metal”, “speed metal”, “thrash metal”, etc.- incluyeron desde el principio el
germen medular de una relación multicultural con otras expresiones artísticas
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juveniles, que perduran hasta la fecha. Lo expresa Bonet (1997:22) cuando
dice:
“El heavy metal hizo acopio de elementos y a la pertinaz rudeza
y agilidad de su música le sumó otros vehículos culturales tales
como el cine y el cómic. La imaginería épica vino al dedillo para
acabar de conformar una estética que fue capaz de transmitir,
con los anagramas de los grupos o las portadas de los discos, la
contundencia musical que se iba desarrollando.
La ciencia ficción, y todas las ciencias del futuro también fueron
armas que utilizó el heavy metal de los años 80, tal vez con la
secreta intención de proyectarse más allá de la árida realidad de
su tiempo”.
En el caso de la NWOBHM, además, esta reacción contracultural, que
paradójicamente tomaba elementos reconocibles de la cultura, surgió frente al
dominio en Inglaterra de la fatalista escena “Punk”. Fabián (1994:4) recuerda
que “A los máximos exponentes de esta nueva ola se les valoró como
`resistentes´”, definiendo sus parámetros como sigue:
“El Heavy Metal nació con el ideal de ser una música
realmente auténtica, sin contemplaciones, que era realmente
lo que el público buscaba, tomó varias cosas de sus
antecesores, el Hard y la era Acidopsicodélica, dotándola con
más electricidad y por supuesto un cambio de estética, que
definía a simple vista a sus seguidores”.
Durante los años 80, pues, el “hard rock”, y su evolución al “Metal”, se
convirtieron, gracias a este proceso, en un gueto marginal, pero colorista y
acrisolado con diferentes tendencias culturales, que atrajeron e identificaron a
un amplio sector de la juventud, en su eterna lucha generacional frente a las
férreas imposiciones de sus mayores.
2. El contraataque de los “elders”. Censura en la era MTV.
Y los mayores no tardaron en reaccionar. Tras el triunfo conservador en
Estados Unidos, precisamente con un actor de cine, Ronald Reagan,
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presidiendo la nación entre 1981 y 1989, se produjo un vuelco organizado
contra el rock, que desde la periferia de los altos cargos señaló las actitudes
violentas, a favor de las drogas y el suicidio, sexualmente explícitas o
antirreligiosoas, de la “attitude”, y sobre todo de las letras, de muchas de las
bandas de moda. Nancy Reagan, esposa del presidente, trató de cambiar la
legislación para que los discos “hirientes” o de temática “peligrosa” se editasen
envueltos en cartones que ocultasen las portadas. Pero sin duda fue Tipper
Gore, esposa del futuro vicepresidente demócrata Al Gore, quien emprendió la
ofensiva más recordada, al impulsar en 1985, junto a las esposas de otros
diputados, el PMRC (Parents Music Resource Center), comité que abogaba por
la censura directa y por la educación parental sobre el tipo de música que
escuchaban los jóvenes, siendo además responsable de la famosa pegatina
“Parental Advisory/Explicit Lyrics”, con la que comenzaron a etiquetarse ciertos
discos. El PMRC hizo además pública, el mismo año, una lista de las quince
canciones que consideraba más susceptibles de objeción moral. Dicha lista se
bautizó con el nombre de “The filthy fifteen” (Las quince asquerosas), y de ellas
nueve, como se comprueba en la Figura 1, eran canciones de “hard rock” o
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“heavy metal”:
Fig.1: “The filthy fifteen”, la lista negra del PMRC.
El efecto, como suele suceder, fue en muchos casos precisamente el contrario
al deseado. No sólo algunas de las bandas estigmatizadas por el PMRC
redoblaron su influencia y publicidad, sino que otras optaron por el
contraataque directo con canciones como “Hook in mouth” (Megadeth), EPs
como “The PMRC can suck on this”, de NOFX, o “performances” como las de
Rage Against The Machine, quienes comparecieron desnudos, durante varios
minutos, en el festival Lollapalooza de 1993, con las siglas del comité pintadas
en el pecho.
La ofensiva contra el rock no fue sólo una cruzada del bloque capitalista
durante la Guerra Fría. Los dirigentes de la URRS prohibieron tajantemente,
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también, toda influencia de la música del otro lado del Telón de Acero desde
sus inicios, en los años 50 y 60, hasta el punto de que, quienes quisieran
escuchar “música clandestina”, tenían que hacerlo grabando surcos sobre
radiografías viejas, en las que duplicaban las melodías de un modo artesanal y
perecedero. Indica Cuevas:
“La culpa la tenía un Estado que en aquella época decidió
protegerse de la perniciosa cultura occidental (…),
prohibiendo la cultura foránea y contemplando por la mirilla
a todas las artes extranjeras que abandonaba en el
rellano”.
Sobre el curioso mercado negro que se estableció en torno a estos discos
“piratas”, y totalmente artesanales, el crítico Diego Manrique recordaba,
además, hace unos años, lo siguiente en su blog del diario El País:
“Las placas musicales circularon hasta finales de los
sesenta, cuando se popularizaron las casetes y las cintas
de bobina, origen de los llamados magnitizdat. Hoy,
inevitablemente, las costillas musicales han ascendido a
piezas deseadas por coleccionistas. Y, como manda
la retromanía, todavia funcionan piratas que elaboran
discos sobre rayos X, para satisfacer al nuevo mercado,
como si fueran artefactos vintage”.
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Fig.2: Lista de canciones no recomendadas en la URSS, y razones para vetar su contenido.
Por lo que estrictamente respecta a los géneros objeto de este artículo,
resulta revelador comprobar cómo, en el listado publicado en 1985 por el
profesor de Antropología de Berkley Alexei Yurchak, en su libro “Everything
was forever, until it was no more”, la mayoría de las bandas prohibidas por
la KGB en los medios, y a los trabajadores soviéticos, también se dedicaban
al rock, al “hard rock” y al “heavy metal” (Figura 2).
Otro de los frentes que las bandas del estilo desafiaron en la época (acaso,
esta vez, de forma algo incongruente con sus principios) fue la escasa atención
prestada por parte de las radiofórmulas y las principales cadenas de
entretenimiento musical. Ello a pesar de postulados como el de Núñez
(2016:153), cuando indica que:
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“Mi teoría es que el rock nació como un símbolo de rebeldía, y
que cada vez que pasa por una etapa de reconocimiento
masivo, que le coloca en la peligrosa frontera que separa lo
transgresivo de lo acomodado, aparecen bandas de chavales
que necesitan traerlo de vuelta al inconformismo”.
Pese a esta circunstancia crucial, comúnmente aceptada en el mundillo, las
bandas españolas hicieron desde siempre de Los 40 Principales, por ejemplo,
un enemigo a abatir en sus declaraciones y letras, así como de las
discográficas que inicialmente no confiaron en su potencial. MTV, el canal
estadounidense de televisión por cable, no estrenó, por su parte, hasta 1987,
una sección específica centrada en el estilo, “Headbangers Ball”. Y hasta ese
mismo año, grupos como Manowar cosechaban éxitos en los escenarios de
todo el mundo, con letras como la siguiente, extraída de su disco “Fighting the
World”: “I wrote a letter to the MTV/What´s going on?/Don´t you care about
me?/Send the same letter to the radio, Ha!/But my party went dead/Like a shot
in the head”. Para bien o para mal, los rescoldos de aquella época dorada, y
las grandes bandas de la misma que aún se mantienen en la carretera,
permanecen incólumes en la conciencia colectiva gracias al seguimiento
insobornable de unos aficionados que, además, durante todos estos años, han
visto cómo algunos de aquellos himnos, que constituyeron en buena medida su
pegamento generacional contra la adversidad, pasaron paulatinamente, de
formar parte de listas de prohibición como las aludidas, a integrarse
plenamente en la cultura aceptada y aceptable, en buena medida gracias al
cine. Detengámonos ahora en este proceso.
3. Relación entre rock y cine.
Pese a que, durante los compases iniciales del cambio cultural a lo largo de los
años 50, los cineastas canalizaron las inquietudes de aquella nueva rebeldía
juvenil con cintas que abarcan desde “El rock de la cárcel” (“Jailhouse Rock”,
Richard Thorpe, 1957) hasta “West side Story” (Robert Wise, Jerome Robbins,
1961), pasando por “Rebelde sin causa” (“Rebel whithout a cause”, Nicholas
Ray, 1955), lo cierto es que, en su relación con la música, y en concreto con la
evolución posterior de los sonidos rockeros en los años que nos ocupan, el
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hermanamiento entre música y cine decayó, conforme a la gradual percepción
de esta música como un fenómeno ligado a la psicodelia, el ocultismo o la
marginalidad. Al margen de aportaciones previas, concretas y puntuales, como
“The Rocky Horror Picture Show” (Jim Sharman, 1975), musical
eminentemente rockero, o de las interpretaciones cinematográficas realizadas
a partir de ciertos discos míticos de rock (“The Wall” o “Quadrophenia”), lo
cierto es que, con todas sus contradicciones, con toda su brutal honestidad y
su desprecio por las reglas, la hibridación entre el cine y los fenómenos
concretos del “hard rock” y el “heavy metal” solo puede analizarse desde un
prisma acumulativo, y abiertamente multiperspectivista, a partir de los años 80.
Tanto es así que, en la cantidad de combinaciones rastreables de esta larga
relación a lo largo de la historia, casi parece subyacer un cartesianismo
implícito sobre el que puede afirmarse que, pese a las limitaciones impuestas,
cualquier idea concebible tuvo su oportunidad estadística de puesta en
práctica: en 1981, la cinta “Heavy Metal” (Gerald Potterton) llevó a la pantalla
algunas de las historias fantásticas que podían leerse en la revista juvenil del
mismo nombre, y en ella quedaba constancia, no sólo de la presencia de
grupos como Black Sabbath, Sammy Hagar o Journey en su recordada banda
sonora, sino de que nos encontrábamos ante una cultura generacional nueva y
emulsionante, que se manifestaba en diferentes soportes. El emblemático
grupo Kiss, por su parte, protagonizó su propia TV Movie tres años antes, la
burda “Kiss meets the phantom of the park” (Gordon Hessler, 1978), como
también sería el mcguffin de “Cero en conducta” (“Detroit Rock City”, Adam
Rifkin, 1999), que relataba las peripecias de cuatro adolescentes componentes
de una banda inspirada en la mítica de Paul Stanley y Gene Simmons,
dispuestos a cualquier cosa por verlos en directo al tiempo que la madre de
uno de ellos piensa -como pensaron en la vida real algunos moralistas del
PMRC- que se trataba de un grupo “satánico”. Por su parte, Simmons, quien,
con su maquillaje “Demon”, siempre fue la figura más reconocible del grupo,
participó igualmente como actor, de forma esporádica pero continuada, en
otras producciones cinematográficas fantásticas, de acción o de ciencia-ficción
de los 80, entre ellas las recordadas “Runaway, brigada especial” (Michael
Crichton, 1984), “Se busca vivo o muerto” (Gary Sherman, 1987), o “Muerte a
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33 rpm” (Charles Martin Smith, 1986), en la que compartió minutos en pantalla
con Ozzy Osbourne, el mítico frontman de Black Sabbath.
Con estos ejemplos, y los que mencionaremos a continuación, puede
reconocerse una primera etapa de la relación entre “hard rock” y cine en la que
el predominio de las series B, las formas laxas y la contextualización siempre
marginal de los protagonistas de estos relatos, o de la presencia de las
estrellas del rock en los mismos, eran piedra de toque. Ian “Lemmy” Kilmister,
líder del legendario grupo Motörhead, participó también en innumerables
producciones con pequeños papeles, haciendo de sí mismo, o protagonizando
cameos, entre las que destacan “Eat the rich” (Peter Richardson, 1987),
“Hardware, programado para matar” (“Hardware”, Richard Stanley, 1990) o
“Cabezas huecas” (“Airheads”, Michael Lehmann, 1994). Aunque en su
biografía parece no guardar mal recuerdo del rodaje con Richardson, por
ejemplo, el famoso bajista concreta, con su peculiar lenguaje, el problema del
tratamiento cinematográfico del rock duro durante la época, incluso a propósito
del género documental (2015:222):
“Muchos intérpretes de los ochenta no han acabado demasiado bien,
eso es algo que resulta evidente al ver `The Decline of Western
Civilization, Part II: The Metal Years´. ¿Dónde ha terminado toda
aquella basca? Esa película probablemente ayudó a matar sus
carreras: consiguió que todo aquel al que le gustara el heavy metal
pareciera retrasado mental. A mí me grabaron para un segmento,
pero quedé más o menos bien, aunque no gracias a la directora,
Penelope Spheeris”.
Fenómeno distinto es el de la plasmación del recorrido de determinadas
bandas de rock en el cine. Exceptuando la proverbial “This is Spinal Tap” (Rob
Reiner, 1984), documental sobre un grupo ficticio que el éxito del experimento
trasladó al mundo real, de la mano de los propios actores, las películas sobre el
entorno o las temáticas del “hard rock” nunca han trascendido demasiado hasta
una época bien tardía -desde luego no en los 80-, destacando, aún dentro de
su evidente modestia, “Rockstar” (Stephen Herek, 2001), inspirada por la
historia real de Tim “Ripper” Owens, cantante en una banda de tributo a Judas
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Priest que terminó sustituyendo a Rob Halford, el cantante del grupo original, y
“Escuela de rock” (Richard Linklater, 2003), más que nada por dar pie al
celebrado musical del mismo nombre.
Otras combinaciones entre cine y “heavy” obligan a desvíar la mirada hacia
ciertos directores como el ex “Monty Python” Terry Gilliam (cuyo trabajo como
cineasta repercutiría mundialmente a posteriori), quien, en 1988, coqueteó con
el género a la hora de rodar el videoclip “Can I Play with madness”, de sus
compatriotas Iron Maiden. Un grupo que, a la inversa, precisamente, ha basado
muchas de sus canciones en películas míticas, y de todos los géneros, a lo
largo de sus más de cuarenta años de andadura: “Where eagles dare”, sobre
“El desafío de las Águilas” (“Where eagles dare”, Brian G. Hutton, 1968);
“Quest for fire”, a partir de “En busca del fuego” (“La guerre du feu”, Jean-
Jacques Annaud, 1981); “Sign of the cross”, inspirada en “El nombre de la rosa”
(“Il nome della rosa”, Jean-Jacques Annaud, 1986); “The Mercenary”, sobre
“Depredador” (“Predator”, John McTiernan, 1987); “Where the wild wind blows”,
por “Cuando el viento sopla” (“When the wind blows”, Jimmy Murakami, 1986),
y un largo etcétera. La música de esta banda británica pudo escucharse,
además, en algunas producciones de escasa relevancia como “Bad boys” (Rick
Rosenthal, 1983), y, algo descontextualizada, en “Phenomena” (Dario Argento,
1985). En el capítulo del uso puro y duro de canciones de “hard rock” y “heavy”
en la B.S.O. de determinadas películas, el propio Argento también introdujo en
la de otro de sus filmes más recordados, “Demons” (1985), el tema “Restless
and Wilde”, de Accept, mientras que Dokken compuso “Into the fire” para
“Pesadilla en Elm Street 3: Guerreros del sueño” (A nightmare on Elm Street 3:
Dream Warriors, Chuck Russell, 1987); AC/DC hizo lo propio con “Who made
who”, para “La rebelión de las máquinas” (“Maximum Overdrive”, Stephen King,
1986), y W.A.S.P. destacó, con el tema “Scream until you like it”, dentro de la
B.S.O. de “Ghouiles 2” (Albert Band, 1988).
Todas estas combinaciones y ejemplos reflejan cómo el “hard rock” y el “heavy
metal” no fueron incluidos, por sus limitaciones estéticas ante el gran público, y
su halo de malditismo y marginalidad, en las grandes producciones europeas ni
americanas de los años 80, sino, más bien, en aquellas que se centraban
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específicamente en la temática rockera, o en cintas de géneros asimilables a
dicha percepción “outsider”, como el terror, la ciencia ficción o la comedia
irreverente. En este sentido, puede decirse que, en esos años, el cine debió
más al rock, de cuyo “feedback” y argumentos se valió para recrear atmósferas
y universos muy concretos, de cuanto el rock debió al cine. Pero la situación
iba a cambiar a partir de los años 90.
4. Culto y capitalismo: la integración.
En su defensa de la cultura de masas, Eco (1968:55) establecía que
“La difusión de bienes culturales, aun los más válidos, al
tornarse intensiva embota la capacidad de recepción. Pero esto
constituye un fenómeno de `consumo´ del valor estético o
cultural que se da en todas las épocas, con la salvedad de que
actualmente tiene lugar en la dimensión macroscópica”.
“Il professore” ignoraba aún el crecimiento exponencial en la construcción
social del conocimiento que tendrían fenómenos como la globalización o la
generalización del uso de internet, y las subsiguientes fases de paulatina
homogeneización cultural a que darían lugar. El papel concreto de ambos,
sobre todo de la tecnología, en la estandarización de los gustos, es capital para
nuestro análisis desde el momento en que se sucede la integración de distintos
tipos de contenidos, inicialmente parte de procesos socioculturales distintos,
generando estructuras y lenguajes totalmente nuevos mediante la
experimentación y creación de híbridos.
La demostrada trayectoria del “hard rock” y el “heavy metal” durante los años
80, como tendencia musical generalmente ausente en los mass media pero
aupada y sostenida aisladamente por sus propios ecos de “autenticidad”,
gracias a un público fiel y comprometido hasta el final con el estilo1, coadyuvó a
que la evolución de su propio proceso de hibridación con el cine comenzase a
revertir la antigua mirada con que las películas habían tratado al estilo en la
1 Léanse, en este sentido, las reflexiones de Eddie Trunk, presentador del célebre espacio “That Metal
Show”, en el canal VH1, sobre la “lealtad” y el culto al género demostrado en estos años por su crowd. En http://culto.latercera.com/2018/06/30/heavy-metal-se-adulto-cumple-50-anos/
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década anterior. En la órbita política, igualmente, el fin de la Guerra Fría, con la
caída del Muro de Berlín en 1989, y de la URSS en 1991, consolidó en
Occidente el actual orden socioeconómico capitalista, facilitando a la postre
todos los fenómenos antedichos, y ampliando por tanto, casi hasta el infinito, la
posibilidad de integrar y reciclar, para el mercado de lo “cool”, casi cualquier
iniciativa social, cultural o artística conocida, por muy “underground” que fuere
en su génesis. Así fue cómo, poco a poco, el “hard rock” y el “heavy metal”, y
sobre todo alguno de sus principales temas, adquirieron status de himos de
culto.
Resulta curioso comprobar cómo Hollywood, mayoritariamente, y con la misma
heterogeneidad a la hora de ensayar y combinar con que actuó durante la
década anterior, amplió el enfoque de la relación entre rock y cine, a partir de
los años 90, trasladando el concepto de la misma, de las series B y los
experimentos periféricos, a las grandes apuestas de los principales estudios,
películas con elevadísimos presupuestos dirigidas al público masivo, y en las
que el componente simbológico del “hard” -atesorado durante años en zona
fronteriza, nunca en primera línea- comenzaría a cobrar, además, una
importancia clave.
Pese a que, igual que en la citada “Cabezas huecas”, directores como la
criticada Penelope Spheeris mantuvieron en esta época su apego al elemento
caricaturesco de antaño (vénase las dos partes de “Wayne´s World”, 1992 y
1993), es un año antes, en 1991, cuando un grupo de “hard rock” en la cumbre
de su éxito, Guns n´Roses, participa en la banda sonora de “Terminator 2: El
juicio final” (“Terminator 2: Judgment Day”, James Cameron), película que
cambió para siempre las reglas de uso de los efectos especiales generados por
ordenador, y en el que su joven protagonista, John Connor (Edward Furlong), a
la postre salvador de la humanidad, se identifica con el estilo de la banda,
cabalgando en su motocicleta con un amigo al tiempo que suena el tema “You
could be mine”. La banda grabó igualmente el videoclip de la canción con el
“Terminator” del filme, Arnold Schwarzenegger, interactuando con ella durante
el mismo, en una clara, y manifiestamente cara, operación de sinergia
comercial.
Comunicación y música: mensajes, manifestaciones y negocios Universidad de La Laguna, diciembre de 2018 (2ª edición)
ISBN-13: 978-84-17314-13-2/ D.L.: TF 44-2019/ DOI del libro: 10.4185/cac155 Página | 1448
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Dos años más tarde, John McTiernan volvió a dirigir a Schwarzenegger en “El
último gran héroe”, un ejercicio de metalenguaje en el que su protagonista,
Danny Madigan (Austin O’Brien), se introducía en una película de acción del
famoso actor de origen austriaco. Cuando el niño toma conciencia de su
situación, y conoce en persona al personaje de ficción que Schwarzenegger
interpreta, Jack Slater, sus palabras son las siguientes: “Un momento. Los
chistes malos. La voz. El rock duro. Está pasando. ¡Está pasando de verdad!”.
La identificación entre personaje y “hard rock” se extendió además a la banda
sonora, compuesta exclusivamente por temas de bandas como AC/DC,
Megadeth, Def Leppard, Aerosmith o Queensryche.
Aerosmith, además, ha prestado sus temas para “blockbusters” cuyo recuerdo
quedó indisolublemente ligado a la épica fantástica de sus argumentos, como
en el caso de “I don’t want to miss a thing”, cabeza visible de “Armageddon”
(Michael Bay, 1998). La cinta, uno de los grandes éxitos de aquel año,
aglutinaba en su B.S.O., también, el trabajo de Bon Jovi, Journey o ZZ Top. Y
con la progresiva integración del estilo en la cultura “mainstream”, hoy en día
es natural escuchar el sonido de esta banda incluso en los trailers de películas
infantiles, como sucedió con “Sweet emotion” para la cinta de Pixar “Del Revés”
(“Inside Out”, Pete Docter, John Rutherford, 2015).
Incluso la figura del rockero quedó en parte restañada gracias a historias de
éxito, como la adaptación de la novela gráfica “El cuervo” por parte de Alex
Proyas, en 1994, y a cuya banda sonora se adscribieron grupos como Nine
Inch Nails o Pantera. Con la notoriedad (y el malditismo histórico implícito en su
paralelismo con muchos rockeros) de que el protagonista, Brandon Lee,
muriese durante el rodaje, la cinta contaba la historia de un músico de este
estilo que, precisamente, regresaba de la muerte para vengar su asesinato y el
de su prometida.
A finales de la década, otra de las cintas que introdujo cambios en el modo de
concebir los efectos especiales, amén de pionera en la denominada narrativa
transmedial, fue “Matrix” (Lily y Lana Wachowski, 1999), revisión moderna del
mito platónico de las cavernas que contó, como fondo de las aventuras de Neo
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(Keanu Reeves), con la música de Marilyn Manson, Rob Zombie o Ministry,
entre otros.
Desde estos años precedentes, pues, y sin duda alguna a partir de la década
de los 2000, puede decirse que el “hard rock” (el más antiguo y todas sus
nuevas variantes), forman parte ya del “stablishment” cultural más puro, de
modo que no hemos dejado de presenciar sus sonidos en las películas más
caras, comerciales y celebradas, del año hollywoodiense. Metalllica compuso “I
disappear” para la segunda parte de “Mission: Impossible” (John Woo, 2000), y
tuvo además documental y película propios: el primero, “Some kind of monster”
(Joe Berlinger, Bruce Sinofsky, 2004), ambientado, no como antaño en los
orígenes o en las atmósferas marginales que alumbraron a este tipo de
bandas, sino en su caída en picado desde el Olimpo de la música. La segunda,
“Metallica: Through the Never” (Nimród Antal, 2013), cinta en la que, con un
hilo conductor basado en las peripecias de Trip (Dean Deehan), un roadie
anónimo del grupo, éste ofrecía un largo concierto a lo largo del metraje Por su
parte, el tema “Immigrant Song”, de Led Zeppelin, ha sido utilizado y
versionado, de forma recalcitrante, para producciones como “Millenium: Los
hombres que no amaban a las mujeres” (“The girl with the dragon tattoo”, David
Fincher, 2011), “Shrek Tercero” (“Shrek the Third, Chris Miller, 2007) o “Thor:
Ragnarok” (Taika Waititi, 2017). Marilyn Manson y Sebastian Bach, de Skid
Row, han aparecido como actores, al igual que hiciera Gene Simmons o
Lemmy en su época, interpretando papeles o haciendo de sí mismos en el
“nuevo cine” inserto en las series de televisión (concretamente, ambos, en la
serie “Californication”, 2007-2014). “Bienvenidos a Zombieland” (“Zombieland”,
Ruben Fleischer, 2009) es recordada por su magistral secuencia inicial a
cámara lenta, en la que el mundo sucumbe a los zombies bajo el palio musical
de Metallica y su exitoso “For whom the bell tolls” (“Por quién doblan las
campanas”, en torno a la novela de Ernest Hemingway, que sugería que toda
la humanidad es una especie de gran ser interconectado). En la estela “revival”
que, desde hace unos años, viene reimpulsando y revisando, precisamente
mediante películas y series, la gran eclosión cultural de los años 80, la
celebrada versión de “It” (Andy Muschietti, 2017) integró, por su parte,
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plenamente, en el contexto de la época en que se narran los hechos,
canciones como “Antisocial”, en versión del grupo Anthrax, contando también,
en la banda sonora de la cinta, con temas de Anvil o The Cult.
El actual cine de superhéroes, sobre todo el producido por Marvel, ha bebido
indisimuladamente del “hard rock” y el “heavy metal”, acaso para reforzar el
mismo carácter de “outsiders” que, en el fondo, afecta a las biografías de
muchos de los personajes creados por Stan Lee. El mundo de los trailers, del
que apuntábamos algo anteriormente, ha sido especialmente prolífico a la hora
de desarrollar esta idea, por cuanto en el de “Iron Man” (John Favreau, 2008),
se utilizó la canción homónima de Black Sabbath (cuya camiseta viste el
protagonista) para presentar al personaje (aunque él, para intimidar, anuncia su
llegada en las películas con la oportuna “Shoot to thrill”, de AC/DC, que
significa “Disparo de advertencia”). “Los vengadores” (“Avengers”, Joss
Whedon, 2012) también contó en su primer avance con otro gran tema de Nine
Inch Nails, “We’re in this toghether” (“Estamos juntos en esto”), para anunciar la
primera reunión grupal de estos justicieros.
5. Conclusiones.
Pese a que, como se ha dicho, en las últimas décadas las películas sobre rock,
como las citadas “Rock Star” y “Escuela de Rock”, no trascendieron demasiado
por sus valores cinematográficos, algunos de los himnos rockeros que las
inspiraron sí han completado definitivamente su tránsito hacia la inserción total
en la cultura “mainstream”, merced a su poderosa capacidad simbólica y a la
aceptación de su hibridación con otros símbolos (actorales, literarios,
animados, procedentes del cómic, etc.), en los que el cine depositó su
estrategia industrial y comercial a partir de los años 90. En este sentido, la
introducción de los otrora marginales temas del “hard rock” y el “heavy metal”
como banda sonora de algunas de las películas más celebradas por el público,
a partir de entonces, parece haber devuelto con creces el estimulante favor que
el rock le habría hecho al cine en la década anterior, como decíamos, pese a
que la naturaleza, estética y propuestas del estilo nunca hayan terminado de
apearlo de los géneros cinematográficos en los que inició su andadura, hace
casi cuarenta años.
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6. Bibliografía y enlaces de interés.
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D. Cuevas (2018): “El rock clandestino de la URSS que se grababa en radiografías”, en Yorokobu, Madrid, junio: https://www.yorokobu.es/musica-de-huesos/ (Última fecha de consulta: 10 de noviembre de 2018).
U. Eco (1984): Apocalípticos e integrados. Madrid: Editorial Lumen.
J.A. Fabián (1994): Iron Maiden. Valencia: Editorial La Máscara.
I. Kilmister/J. Garza (2016): Lemmy. La autobiografía. Madrid: Es Pop Ediciones.
D. Manrique (2012): “La batalla perdida de la URSS contra el rock and roll”, en El País, Madrid, julio: https://blogs.elpais.com/planeta-manrique/2012/07/la-batalla-perdida-de-la-urss-contra-el-rock-roll.html (Última fecha de consulta: 18 de noviembre de 2018).
M. Muniesa (1993): Historia del Heavy Metal. Madrid: Ediciones VOSA.
M.B. Núñez (2016): Heavy 1986. Barcelona: Roca Editorial de Libros, S.L.
A. Ross (2012): El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música. Barcelona: Editorial Seix Barral.
C. Vergara (2018): “El heavy metal se hace adulto y cumple 50 años”, en Culto, Chile, junio: http://culto.latercera.com/2018/06/30/heavy-metal-se-adulto-cumple-50-anos/ (Última fecha de consulta: 23 de noviembre de 2018).
A. Yurchak (2013): Everything was forever, until it was no more. The last soviet generation. New Jersey: Princeton University Press.