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119FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
DE FOTOGRAFÍAS Y MUSEOS: AUSENCIAS, COFRES Y HUELLASMaría González, Juanjo López de la Cruz
La utilidad de la vasija no está en la arcilla sino en el hueco.
La forma del agua es la de la vasija.
Lao-Tse
Ausencias
«Recuerdo que había un cuadro allí, pero no podría describir lo que representaba.
Recuerdo que tenía un marco de oro, muy ancho, trabajado, decorativo». El cela-
dor del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston rememora así El concierto, un
óleo sobre lienzo de 72.5 cm de altura por 64.7 de anchura pintado en 1664 por
Johannes Vermeer. El cuadro había sido robado días antes. En la madrugada del
18 de marzo de 1990, dos hombres accedieron al museo simulando ser policías
que atendían una llamada de emergencia y tras reducir a los guardias de segu-
ridad, se llevaron el botín. Junto al Vermeer fueron sustraídos cinco dibujos de
Degas, una copa, un águila napoleónica y cinco cuadros más, esta vez de Flinck,
Manet y Rembrandt. En la evocación de aquel vigilante subyace la esencia de la
relación de un museo con las piezas que en él se exponen, sin ellas no queda sino
un marco fantasmagórico, un límite espacial que no abarca nada, una envolvente
que necesita ser ocupada como pocas para que comprendamos su razón de ser.
Los distintos testimonios de aquellos que tuvieron relación con las piezas desva-
lijadas difieren: «pensaba que era un objeto magnífico, pero que aquí no estaba
bien colocado» asegura uno de los trabajadores del museo sobre la copa usurpada,
«nunca me había intrigado» dirá otro. Cada uno de aquellos objetos raptados dejó
una mella en la secuencia expositiva del museo, sólo la suma de los recuerdos de La ausencia, Sophie Calle, 1991.
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los que conocieron las diferentes obras en el lugar que ocupaban podía restañar
aquella ausencia. Así debió entenderlo la artista Sophie Calle cuando en 1991
decidió recopilar todos esos testimonios; conservadores, guardias, personal de
administración, limpiadoras, todo aquel que mantenía una relación diaria, casi
doméstica, con aquel espacio y aquellas piezas, participaría, a través del relato
de su memoria, en una suerte de restitución fingida. Las series que conforman la
obra de la artista francesa La Ausencia, están compuestas cada una de ellas por una
fotografía del espacio vacante, desahuciado por la pérdida de la obra expuesta, y
un texto impreso sobre un fondo el que se recorta la silueta de los objetos desapa-
recidos, en él podemos leer, como en un atestado policial, cómo recordaban cada
uno de los trabajadores del museo las obras perdidas.
El museo Isabella Stewart Gardner fue construido en 1903 por Willard T. Sears,
el arquitecto asumió cada una de las directrices que la señora Stewart le indicó
según las cuales aquel edificio debía inspirarse en los edificios renacentistas
italianos; el museo, en su esfuerzo por asemejarse a un palacio toscano, es como
aquel marco de oro, muy ancho, trabajado y decorativo que evocaba el celador
rememorando la pieza perdida. Sin embargo, existe en él una arquitectura coti-
diana, aquella que hace del día a día una percepción muda y calmada, donde las
obras robadas se habían hecho un hueco. La arquitectura y las piezas acabaron
entendiéndose, así lo prueba la memoria de aquellos que presenciaron las obras
situadas en aquel lugar. Casi todos los testimonios hablan de los cuadros, águilas
y copas en relación con el edificio, a veces dudando de la coexistencia entre el
objeto y el espacio: «yo habría pasado por delante. Seguramente no lo habría vis-
to si la mujer de mi vida no me hubiera hecho fijarme en él», otras advirtiendo
el sosiego que adquieren los objetos cuando conviven sin fricción con la arqui-
tectura: «No era una cosa que yo mirara mucho. Quizá porque estaba a un lado…
pequeño y modesto… con un marco de madera». El acierto de la artista Sophie
Calle al afrontar su obra es retratar la ausencia a través del vacío dejado en la
arquitectura y la ocupación de este lugar vacante a través del recuerdo, como
si la memoria acabase adquiriendo la forma del hueco. Sus parejas de fotos y
testimonios muestran la imagen del lugar mermado y el registro de la memoria,
que por momentos toma la silueta de la pérdida y completa la arquitectura. El
museo, así contemplado, no es sino el lugar donde los recuerdos se convierten
en espacio. Las piezas robadas no han sido encontradas a día de hoy, imagina-
mos que ahora forman parte de otras tantas evocaciones proscritas.
Hubo una vez en la que alguien imaginó una historia inversa a la obra de Sophie
Calle. Hace 70 años, el arquitecto alemán Mies van der Rohe proyectó un mu-
seo donde la arquitectura desaparecería y serían las obras expuestas las que se
convertirían en espacio, objetos suspendidos en el aire, constituyendo fondos y
paramentos sin arquitectura que los enmarcara. En 1942, Mies ideó su Museo
para una pequeña ciudad por encargo de la publicación americana Architectural
Record, en los dibujos que conocemos de aquel proyecto nunca construido, la
arquitectura no está y sólo queda su silueta, como si hubiera sido robada. Todo
comenzó con el collage que Mies elaboraría en 1938 para uno de sus célebres
proyectos de Casas con patio, en él la arquitectura se traza desmaterializada pero
precisa, cada línea define el contorno de un elemento constructivo; acotando
el espacio como un paréntesis aparecen una estatua de Maillol y un lienzo de
Kandinsky que con su fidelidad fotográfica completan la recreación de aquel lu-
gar doméstico. Un año más tarde, Mies representa el interior de la Casa Stanley
Resor con una técnica parecida pero suelo y techo ya no están dibujados. La
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superposición de la imagen de una suerte de cómoda de madera a la fotografía
de Bunte Mahlzeit, la obra de Paul Klee de 1928, es la que genera la ilusión de
la perspectiva sin necesidad de las líneas fugadas del pavimento, de fondo, el
paisaje de Wyoming evidencia el límite de la arquitectura. Pero es en el proyecto
del Museo para una pequeña ciudad donde el arquitecto alemán convierte una
técnica de representación en el soporte conceptual del proyecto. En él, la arqui-
tectura ha sido sustraída y ya sólo quedan las piezas expuestas que configuran el
espacio al superponerse al paisaje que da fondo al dibujo, apenas queda la huella
de los pilares impresa como un recorte en el telón de reflejos y agua que cierra
la escena. El marco ha desaparecido, sólo queda la obra, en este caso, las dos es-
culturas de Maillol y el Guernica de Picasso ya no son parte de la representación
del espacio sino su propia construcción. Las piezas expuestas desprovistas de su
envoltura constructiva definen por sí mismas la escala y las relaciones espacia-
les, Mies parece querer decir que la arquitectura podría llegar a desaparecer y
que serían las obras las que atestigüen el valor del espacio. Como si este proyec-
to fuera el negativo de la obra de Sophie Calle, en esta ocasión los términos se
invierten y es la arquitectura la que se configura a través de su ausencia, dando
a entender que para que exista un museo quizá ésta no sea del todo necesaria.
Cofres
Toda una vida de fotografías encerrada en un cobertizo de madera, un cofre decía
él. Como si fueran obras robadas, en aquel lugar se escondían buena parte de las
mejores imágenes de la arquitectura del siglo XX. Julius Shulman retrató durante
la segunda mitad del siglo pasado lo mejor de la arquitectura moderna de la costa
oeste americana, desde que el arquitecto austríaco emigrado a California, Richard
Neutra, le iniciase en la contemplación de la arquitectura, Shulman no paró de
fotografiar obras de Wright, Mies, Ellwood, los Eames o Koenig; la claridad y
optimismo con los que retrató cada una de las casas de Hollywood construyen
icónicamente la imagen que poseemos de la arquitectura residencial de la dulce
posguerra americana. Aquel año pudimos hablar con él y compartir un té helado, a
nuestra espalda, en un recodo del jardín de su casa angelina diseñada por Raphael
Soriano, se encontraba el cobertizo repleto de clichés, películas y placas fotográ-
ficas, un resumen de la modernidad de la arquitectura americana recluida entre
tablones, la propia cabaña, hermética y de madera ajada por la intemperie, parecía
en sí misma una obra de arte puesta en el jardín. En el interior de aquel tinglado
se almacenaban miles de fotografías ordenadas en cajas de plástico etiquetadas o
acumuladas en montones indescifrables. Sólo la danza acompasada que Shulman
comenzó a interpretar cuando entramos en él, localizando aquí y allá cada una de
las imágenes que nos quería mostrar, nos convenció de que aquel era el mejor de
los museos imaginables para aquel acopio de estampas. Al fin y al cabo, qué edi-
ficio podría albergar medio siglo de la mejor arquitectura americana del siglo XX
sin salir mal parado en la comparación. Aprovechando algo de luz en la oscuridad,
el fotógrafo desvelaba hábilmente la imagen deseada, cuando alguna de aquellas
placas era atravesada por el haz luminoso el espacio parecía inflamarse, el habi-
táculo se convertía entonces en el único lugar posible para aquella colección, una
cámara oscura encendida por la exposición a la luz de las imágenes. Shulman nos
confesó su temor a un incendio, aunque sin perder la sonrisa, sabía que su obra
hacía tiempo que había escapado de aquel museo doméstico.
Tres meses después de la muerte de Shulman, el 18 de octubre de 2009, ardió
un barracón con la obra de toda una vida. No fue en Los Angeles, sucedió en la Bôite en Valise (cerrada), Marcel Duchamp, 1936-1941 /1968.
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zona sur de Rio de Janeiro y en este cobertizo se encontraban dos mil obras de
Helio Oiticica, entre pinturas, material audiovisual, instalaciones, libros, proyec-
tos y anotaciones del artista, todo ello valorado en unos 200 millones de dólares,
según estimaciones de la familia. Como una premonición, entre las obras calci-
nadas se encontraban algunas de sus Bolas de Fuego o Bólides, un conjunto de
objetos que Oiticica denominaba «Trans-objetos» en los que el color de aquellos
estaba aparentemente «inflamado» por la luz, al decir del artista. Estos Bólides
incluían una serie de cajones o paneles que al retirarse revelaban su contenido
(tierra cruda, pigmento en polvo, cáscaras…) o los diferentes colores con los que
estaban pintados. No es difícil imaginar en los Bólides de Oiticica la arquitectura
de un museo: un cofre hermético que al desplegarse y descubrir sus compar-
timentos nos permite observar texturas y colores que se inflaman bajo la luz.
Como si la escala no existiera, no hay diferencia esencial entre un Bólide, el co-
bertizo de imágenes encendidas de Shulman y algunos de los mejores cofres de
la modernidad como el Museo Whitney del arquitecto Marcel Breuer en Nueva
York, los tres esconden materia teñida del aliento de la emoción que espera ser
descubierta. Acumulamos cosas en cofres porque tenemos esperanza de futuro,
porque aspiramos a contemplarlas en adelante bajo una nueva luz, el museo,
entendido como arca que encierra un repertorio preciado, al contrario de lo que
cabría pensar, no rememora un pasado ni recrea un presente sino que se con-
vierte en un artefacto para transportarnos al futuro, para enviar un mensaje a
aquellos que nos aguardan en adelante. Al fin y al cabo, qué pretendía Duchamp
al idear la Bôite en Valise más que empaquetar el presente para que pudiera
ser transportado hacia un futuro, o qué son las Cajas de Joseph Cornell sino un
modo de dotar de un mañana a los recuerdos encontrados del pasado, una suerte
de sonda Voyager que retornara a nosotros mismos en tiempos venideros para
contarnos quiénes fuimos.
A unas manzanas del cofre de Marcel Breuer en Nueva York, en el Bowery, los
arquitectos japoneses del estudio SANAA apilaron varios cajones donde guar-
dan objetos. En el frágil equilibrio fingido del Museo de Arte Contemporáneo
de Nueva York, unas cajas blancas se desplazan respecto a otras permitiendo la
entrada de la luz y el encuentro con la ciudad. Desde las lejanas perspectivas de
la calle Prince, al fondo, se divisa el conjunto de cofres acopiados y herméticos
que contradicen la escala de la ciudad y parecen guardar sus reliquias. En el lu-
gar de trabajo de estos arquitectos se acumulan maquetas de este proyecto que
se confunden con su propio almacén, son montones de cajas de cartón amonto-
nadas que en su materialidad humilde remiten a su fin último: acoger objetos
que guardar para un futuro. El tamaño vuelve a no importar, Shulman, Oiticica,
Cornell y Duchamp, junto a los arquitectos japoneses Sejima y Nishizawa, com-
parten fascinación por aquellos lugares opacos e impredecibles que esconden
un tesoro. El origen de cada uno de los cofres aquí reunidos es dispar, el motivo
que empujó a Duchamp a encerrar su obra, nunca conocido del todo, apenas tie-
ne que ver con el de los Bólides de Oiticica o el apilamiento de cajas de SANAA,
sin embargo, existe una razón arquitectónica común a todas ellas, que también
residía primigenia en el menudo museo de fotografías de Shulman, es el miste-
rio del espacio oculto e impenetrable, el lugar denso que espera ser descubierto
en un mañana para inflamarse bajo la luz.
B11 Box Bólide 09, Helio Oiticica, 1964.
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Huellas
En las fotografías que Candida Höfer llevó a cabo del Museo Nacional de Arte,
Arquitectura y Diseño de Noruega, en Oslo, no aparecen personas. Es sabido que
en el trabajo de la artista alemana ésta no es una situación insólita, su pertenencia
a la Escuela de Düsseldorf la alinea con la fotografía taxonómica de sus maes-
tros Bernd y Hilla Becher, más preocupada por la serie y el tipo que por el libre
albedrío que la vida impone a la arquitectura, al menos eso pudiera parecer. Las
imágenes de Höfer aparecen en el catálogo donde se recogía la muestra con la que
se inauguró dicho museo en 2008, dedicada al arquitecto autor del proyecto, el
noruego Sverre Fehn. En una de sus páginas podemos ver una misteriosa foto de
un recipiente, en ella, una varilla metálica surge de la pared encalada y se cruza
con otra que se introduce a su vez en una tinaja de vidrio verde; el utensilio, de
forma esférica y con poco cuello, está abrigado por una malla de cuerda atada de
modo que configura paralelas y diagonales. Todo descansa sobre una chapa de
acero que suspende la pieza en el espacio. A través del vidrio verde de la tinaja
se filtra la luz que entra por la ventana e inflama la escena. Se trata de uno de los
objetos expuestos en el Museo de Hamar en el condado de Hedmark en Noruega,
que entre 1967 y 1979 proyectó Sverre Fehn en una antigua granja donde hoy se
exponen los enseres cuya vida transcurrió entre esos mismos muros. Como si a
partir de un fragmento pudiéramos explicar la complejidad del todo, podríamos
decir que en la vasija aparecida en el catálogo se encuentra toda la arquitectura del
museo de Hamar. Sverre Fehn proyectó una veintena de museos durante su vida,
sin embargo nadie diría de él que fue un especialista, acaso todos aquellos proyec-
tos sólo tendrían en común la íntima relación que el arquitecto despliega entre el
visitante, los objetos expuestos y el espacio arquitectónico.
En el museo de Hamar, los restos de la antigua granja son la envolvente ar-
quitectónica pero también el testimonio del tiempo, existe una narración de
la historia de aquel lugar que no proviene de los objetos expuestos, sino de la
propia ocupación del espacio que no pretende curar las heridas que los siglos
han dejado en la construcción sino mostrarlos como una huella. Tampoco se
trata de una intervención que intente congelar el estado en el que se encontraba
aquel complejo sin alterarlo; al rastro de la erosión que atestigua el tiempo, el
arquitecto superpone otro más, aquel producido por el movimiento del hombre
en el espacio. Irrumpiendo en el cobijo que ofrecen los viejos muros medievales,
Sverre Fehn introduce un paseo por el vacío, elevado y zigzagueante, que surge
desde el exterior y te lanza al interior de las naves de piedra. Se trata de una ex-
ploración del espacio que como un garabato de hormigón solidifica la huella de
la trayectoria descrita por el visitante, como si el movimiento hubiera sucedido
previo a la construcción. La densidad del tiempo y el espacio de aquel lugar se
materializa a través del rastro de la degradación y el movimiento. En la tinaja
verde allí expuesta, tiempo y espacio se reconocen del mismo modo; ésta se ex-
pone según se encontraba cuando era un objeto útil, sin envoltorios ni vitrinas,
su posición sin embargo supone una alteración anómala del espacio al quedar
flotando en medio del profundo muro que la acoge. Por fin, todo el conjunto
de objetos expuestos, también la garrafa, acaban por plasmar la última marca,
aquella que da muestras de la vida de este lugar. Sostenía Walter Benjamin que
vivir es dejar huella, así, en el Museo de Hamar, Sverre Fehn rescata los objetos
como rastros de la vida. Al colocarlos en el espacio de un modo sorprendente pa-
recen recobrar su vitalidad, cada instrumento, trineos, carrillos, hoces y azadas,
danzan por el vacío del museo recreando la algarabía que debió suceder en aquel
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lugar. Al tiempo, su extraña posición los vacía de significado, asemejándolos por
momentos a vastas moles de piedra, retales de acero o burbujas de vidrio que
olvidan su origen utilitario adquiriendo nuevos valores formales.
No ha de extrañar entonces que para ilustrar el catálogo de la inauguración del
Museo de Oslo y la retrospectiva dedicada al arquitecto noruego se recurriese
al trabajo de Höfer. Al igual que en el Museo de Hamar, en las fotografías de la
artista alemana existe una presencia invisible sólo reconocible por las marcas
que provoca en la arquitectura: es la vida de las personas que en cada gesto y
exploración del espacio dejan una huella reconocible de su paso. Si Sophie Calle
registraba la desaparición de las obras de arte en Ausencia y Mies van der Rohe
borraba la arquitectura en su propuesta de Museo para una pequeña ciudad,
Candida Höfer rapta el tercer vértice de un espacio expositivo: la gente ha desa-
parecido de sus imágenes. A diferencia de sus maestros Bernd y Hilla Becher, a
Höfer no le interesa el diálogo que la arquitectura tiene consigo misma, son los
objetos que ocupan el lugar, como en la obra de Fehn, los que anuncian la pre-
sencia de las personas en el espacio y es el rastro del desgaste en la arquitectura
lo que nos permite seguir la traza del tiempo. El trabajo de la fotógrafa y el del
arquitecto en Hamar se construye a través de las huellas del tiempo, el espacio y
la vida. Imaginada así, la arquitectura se convierte en un recipiente cuyo mayor
valor es el cobijo que ofrece, según muestra el maestro noruego en uno de sus
más célebres dibujos, es como aquella vasija de Lao-Tse que contiene y da forma
a la vida, donde el hombre deja su huella al transitar por el tiempo y el espacio.
Publicado originalmente en el nº 6 de la revista de arte contemporáneo La raya verde, Sevilla,
abril de 2013.
Hombre explorando el espacio de una tinaja, Sverre Fehn, 1967-1979.