culto secreto y otros relatos -...

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Pese a que ALGERNONBLACKWOOD (1869-1951) nunca sesintiera propiamente integrado dentrodel género, lo cierto es que ocupa porderecho propio un lugar destacadodentro del panorama de la literaturafantástica y de terror del siglo XX. Elpresente volumen recoge cinco relatossumamente representativos de laatmósfera y los motivos presentes en laobra de este autor, a quien Lovecraftdefiniera como "maestro absoluto eincuestionable de la atmósferaespectral". Si "El hombre al que amabanlos árboles" y "Descenso a Egipto" son

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narraciones en que la creación de unaatmósfera numinosa e inquietanteprevalece sobre la peripecia,"Complicidad previa al hecho" yCULTO SECRETO muestran laescalofriante vecindad entre lanormalidad y lo inimaginable, mientrasque "El ocupante de la habitación" juegacon nuestros terrores más profundos.

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CULTOSECRETO YOTROSRELATOS

Pese a queALGERNONBLACKWOOD (1869-1951)nunca se sintierapropiamente integradodentro del género, lo ciertoes que ocupa por derecho

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propio un lugar destacadodentro del panorama de laliteratura fantástica y deterror del siglo XX. Elpresente volumen recogecinco relatos sumamenterepresentativos de laatmósfera y los motivospresentes en la obra de esteautor, a quien Lovecraftdefiniera como "maestroabsoluto e incuestionable dela atmósfera espectral". Si"El hombre al que amabanlos árboles" y "Descenso aEgipto" son narraciones enque la creación de una

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atmósfera numinosa einquietante prevalece sobrela peripecia, "Complicidadprevia al hecho" y CULTOSECRETO muestran laescalofriante vecindad entrela normalidad y loinimaginable, mientras que"El ocupante de lahabitación" juega connuestros terrores másprofundos.

Traductor: García Bercero, BorjaAutor: Algernon Blackwood

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©2000, Alianza Editorial, S.A.Colección: El libro de bolsillo.

Biblioteca de fantasía y terror,8158ISBN: 9788420637181Generado con: QualityEPUB v0.30

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CULTOSECRETO YOTROSRELATOS

ALGERNON BLACKWOOD

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EL HOMBRE ALQUE AMABANLOS ÁRBOLES

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1

Pintaba árboles guiado por una

intuición extraordinaria que le permitíaadivinar sus cualidades esenciales. Loscomprendía. Sabía, por ejemplo, porqué en un robledal cada individuo eracompletamente distinto de los demás, opor qué no había en el mundo entero doshayas que fueran idénticas. La gente leinvitaba a sus casas de campo para queles pintara su tilo o su abedul favorito,pues al igual que hay artistas capaces decaptar la personalidad de un caballo, élsabía captar la personalidad de un árbol.Cómo se las arreglaba para conseguirlo

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era un verdadero misterio; carecía deformación pictórica, su dibujo era enextremo impreciso y, aunque supercepción de una Personalidad arbóreaera vívida y certera, la representaciónque hacía de ella podía en ocasionesrayar en lo ridículo. Con todo, elcarácter de un determinado árbolbrotaba de sus pinceles lleno de vida:deslumbrante, adusto o soñador, segúnfuera el caso; cordial u hostil,bondadoso o perverso, lo cierto es quesurgía.

No había ninguna otra cosa en elmundo que supiera pintar; las flores ylospaisajes los despachaba con unoscuantos borrones; era una auténticanulidad cuando se trataba de pintar la

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figura humana y otro tanto le ocurría conlos animales. A veces conseguíadefenderse mejor con los cielos, o conel efecto del viento sobre el follaje;pero, por lo general, se abstenía porcompleto de incluir estos motivos en suscuadros. Se limitaba a pintar árboles,obedeciendo sabiamente una intuiciónque venía guiada por el amor. Eraverdaderamente fascinante aquellacapacidad que tenía de hacer que unárbol pareciera casi un ser sensible. Eraalgo casi sobrenatural.

«Desde luego, este Sanderson sabelo que se trae entre manos cuando pintaárboles», pensó el viejo David Bittacy,un antiguo funcionario del DepartamentoForestal y miembro de la Honorable

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Orden del Baño. «¡Si es que casi se oyesu murmullo! ¡Se le puede oler! ¡Sepuede escuchar cómo gotea la lluviaentre las hojas! ¡Casi puede verse cómose mueven las ramas; sentir cómocrece!» Era así como daba rienda sueltaa su satisfacción, en parte paraconvencerse a sí mismo de que lasveinte guineas que había pagado estabanbien empleadas (pues su mujer era de laopinión contraria), y en parte paraexplicarse la misteriosa sensación devida que desprendía la imagen del viejoy espléndido cedro que colgabaenmarcada sobre la mesa de su estudio.

Lo cierto es que, por lo general, setenía al señor Bittacy por un hombre deespíritu adusto, por no decir taciturno.

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Pocos eran los que habían descubiertoen él aquella pasión secreta y tenaz porla naturaleza que se había ido forjandodurante los años que había pasado en losbosques y junglas del Oriente. No eraalgo normal en un inglés, y puede quealgo tuviera que ver en ello la presenciade un antepasado eurasiático en lafamilia. A escondidas, como si lecausara cierta vergüenza, habíamantenido viva una sensibilidad ante labelleza que no se correspondía con eltipo de persona que era y que sorprendíapor su vigor. Eran los árboles, sobretodo, los que alimentaban esasensibilidad. También él los comprendíay sentía, además, una sutil comunión conellos, nacida quizá a lo largo de los

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años en que había vivido ocupándose desu cuidado —guardándolos,protegiéndolos, atendiéndolos—, añosde soledad pasados bajo la sombra deaquellos seres descomunales. Como esnatural, trataba de mantener aquellapasión en secreto, pues no ignoraba enqué clase de mundo vivía. Tambiénprocuraba, en la medida de lo posible,ocultársela a su mujer. Sabía que eraalgo que se interponía entre los dos,algo que a ella le asustaba y a lo que seoponía. Pero lo que desconocía —o almenos no se daba plena cuenta de ello—era hasta qué punto su mujer captaba elpoder que los árboles ejercían sobre suvida. Su temor, pensaba, venía motivadosimplemente por el recuerdo de los años

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que habían pasado en la India, cuandodebido a su profesión, tenía que pasarvarias semanas seguidas en la junglalejos de su esposa, mientras ella sequedaba en casa imaginándose que a élle ocurrían todo tipo de desgracias. Ahíse encontraba, sin duda, la explicaciónde ese rechazo instintivo que le producíaaquella pasión por los bosques; unapasión que desde entonces nunca lehabía abandonado y que seguíaejerciendo una gran influencia sobre él.Tal actitud era una secuela lógica deaquellos días de soledad en que habíaesperado angustiada el regreso de sumarido sano y salvo.

Porque la señora Bittacy —hija deun pastor de la Iglesia Evangélica— era

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una mujer abnegada y, en la mayor partede los casos, asumía con gusto el deberde hacer suyas las penas y las alegríasde su marido, hasta llegar incluso aanularse a sí misma. Tan sólo en aquelasunto de los árboles no había tenidotanto éxito como en los demás. Seguíasiendo un tema en el que era dificil quese pusieran de acuerdo.

Él sabía, por ejemplo, que no eraen realidad el precio que había pagadopor el retrato del cedro lo que le habíaparecido mal a su mujer, sino lacircunstancia de que dicha transacciónpusiera de manifiesto de forma tanenojosa aquella brecha que existía entresus intereses comunes; era la única quehabía entre ellos, pero era profunda.

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Sanderson, el artista, no sacabamucho dinero de su extraño talento.Cheques como aquél rara vez llegaban asus manos y, si lo hacían, era muy detarde en tarde. Los propietarios deárboles magníficos o interesantes que setomaban la molestia de encargar que lospintaran individualmente eran muyescasos; y los «estudios» que realizabapor el puro placer de disfrutarpintándolos, los conservaba para sudisfrute personal. Aunque le salierancompradores, no los vendía. Tan sólolos más íntimos de entre sus amigosllegaban en alguna ocasión a verlos,pues le disgustaba oír las críticascarentes de criterio de las personas queno entendían del tema. No es que le

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importara que se burlaran de su técnica—lo aceptaba con desdén— pero lasobservaciones sobre la personalidad deun árbol podían fácilmente herirle oenfurecerle. Cualquier comentariodespectivo sobre ellos le ofendía, comosi se tratara de un insulto dirigido a unamigo suyo que no pudiera defendersepor sí mismo. De forma inmediata seaprestaba para el combate.

— E s verdaderamente asombrosaesa capacidad que tiene usted de hacerque un ciprés parezca un ser dotado depersonalidad, cuando en realidad todoslos cipreses son absolutamenteidénticos —dijo una mujer que se lasdaba de entendida.

Y aunque aquel halago

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intencionado había estado a punto deexpresar la auténtica verdad, Sandersonenrojeció de ira, como si hubieran hechoun desaire a un amigo delante de suspropias narices. Bruscamente se cruzódelante de ella y puso el cuadro de caraa la pared.

—¡Es casi tan extraño como queusted, señora, suponga que su maridotiene una personalidad cuando lo ciertoes que todos los hombres sonabsolutamente iguales! —respondió conmalos modos, imitando el ridículo tonoenfático que ella había empleado.

Dado que lo único que diferenciabaa su marido de la plebe era su dinero —razón por la cual ella había contraídoaquel matrimonio— las relaciones de

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Sanderson con esa familia se acabaronen aquel preciso instante, y con ellas,cualquier expectativa de futurosencargos. Es posible que sususceptibilidad fuera un tanto morbosa.En cualquier caso, estaba claro que laforma de acceder a su corazón era pormedio de los árboles. Incluso podríadecirse que los amaba. Desde luegosacaba de ellos una inspiraciónespléndida; y criticar la fuente deinspiración de un hombre, sea ésta lamúsica, la religión o una mujer, conllevasiempre ciertos riesgos.

—No sé querido, la verdad es queme parece un lujo excesivo, sobre todocuando nos hace tanta falta un cortadorde césped —dijo la señora Bittacy, en

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referencia al cheque del cedro—. Perosi te hacía tanta ilusión...

—Sabes, Sofía, me recuerda acierto día hace ya mucho tiempo —replicó el viejo caballero, mirandoorgulloso a su mujer y dirigiendo luegouna mirada cariñosa al cuadro—. Merecuerda a otro árbol; a un prado deKent en primavera, donde los pájaroscantaban entre las lilas, y a una personacon un vestido de muselina que esperabapacientemente a la sombra de ciertocedro; no el del cuadro, ya lo sé, pero...

—No estaba esperando —replicóindignada—, estaba recogiendo piñaspara encender la estufa del aula.

—Cariño, los cedros no dan piñas,y en mis años mozos al menos, no solían

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encenderse las estufas de las aulas enjunio.

—Bueno, de todos modos, no es elmismo cedro.

—Pero ha hecho que le tengacariño a todos los cedros y, además, merecuerda que sigues siendo la mismachiquilla de entonces —respondió.

Ella cruzó la habitación y se puso asu lado; juntos contemplaron a través dela ventana el jardín de su casa deHampshire, donde se alzaba solitario elrecortado perfil de un cedro del Líbano.

—Sigues siendo el mismo soñadorde siempre —le dijo ella con dulzura—,y no me arrepiento en absoluto de lo delcheque, de verdad. Es sólo que habríaresultado más auténtico si hubiera sido

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el mismo cedro.—Hace mucho que lo derribó el

viento. Pasé por ahí hará un año y ya noquedaba ni rastro de él —le respondiócon ternura.

En ese momento, ella se soltó de sumarido, se acercó a la pared y, conmucho tiento, se puso a quitar el polvo aaquel cuadro en el que Sanderson habíaretratado al cedro que ahora tenían en sujardín. Pasó su diminuto pañueloalrededor de todo el marco, poniéndosede puntillas para alcanzar el bordesuperior.

«Lo que más me gusta es cómoconsigue que parezca vivo», se dijo parasí el señor Bittacy, una vez que su mujerhubo abandonado la habitación. «Por

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supuesto que todos los árboles lo están,pero fue un cedro el que me enseñó porprimera vez que los árbolesposeen»“algo” que les permite advertirmi presencia cuando estoy entre ellos ylos observo. Supongo que si entonces losentí fue porque estaba enamorado, y elamor descubre vida en todas las cosas».Echó un vistazo al cedro del Líbano,cuya figura se destacaba lóbrega yadusta entre las sombras del anochecer.Una expresión nostálgica pasófugazmente por sus ojos. «Sí, Sandersonha sabido verlo tal como es —musitó—;entregado con solemnidad al sueño de suexistencia secreta y oscura frente allindero del Bosque, y tan distinto decualquier otro árbol de Kent como lo

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pueda ser yo... del vicario, por ejemplo.Además este árbol es un perfectodesconocido. En realidad no sé nada deél. Al otro cedro lo amé, pero a esteviejo compañero lo respeto. Sinembargo, es un amigo; sí, en su conjuntoexpresa amistad. Ha sabido captarperfectamente esa sensación de amistad.Ha sabido verla. Me gustaría conocermejor a ese hombre, añadió, me gustaríapreguntarle cómo ha podido darsecuenta con tanta claridad de que eseárbol, aunque parezca sentir más apegopor nosotros que por la densa espesuraque tiene detrás, se alza entre la casa yel Bosque como si fuera una especie demediador. De eso no me había dadocuenta antes. Pero ahora, a través de su

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mirada... lo veo. Ahí está, erguido comoun centinela, protegiéndonos».

Con un movimiento brusco se diola vuelta para mirar por la ventana. Viola masa de oscuridad circundante delBosque que bordeaba su pequeño jardín.Envuelto en tinieblas su cerco parecíaaún más estrecho. La presencia en aquellugar de aquel jardín tan cuidado, consus arriates de flores dispuestosregularmente, resultaba casi unaimpertinencia: era como un pequeñoinsecto de vivos colores que pretendierainstalarse sobre un monstruo dormido, ouna abigarrada mosca que bailoteara condescaro a la orilla de un gran río al quele bastaría lanzar la más mínima de susondas para engullirla. Sí, aquel Bosque,

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cuyo profundo ser se había idoesparciendo tras miles de años decrecimiento, era como una especie demonstruo durmiente. Su casa y su jardínse hallaban demasiado cerca de laextensión continua de sus labios. Ycuando los vientos soplaban con fuerza ylevantaban sus sombrías faldas de colornegro y púrpura... le encantaba sentirque el Bosque tenía una personalidad;siempre le había encantado.

«¡Es extraño —reflexionó—, esverdaderamente extraño que los árbolesme transmitan la sensación de queposeen una vitalidad inmensa y oscura!Recuerdo haberla sentido sobre todo enla India, y también en los bosques deCanadá; pero nunca en los pequeños

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bosques ingleses, hasta que vine aquí. YSanderson es la única persona queconozco que también lo siente. Aunquenunca me lo haya dicho, ahí está laprueba». Se volvió de nuevo hacia elcuadro que amaba. Al contemplarlo,sintió en su interior una inusitadadescarga de vitalidad. «¡Dios mío, mepregunto si, si... un árbol, en el sentidoestricto del término, está... vivo! —pensó— ¡Recuerdo que, hace mucho, untipo que escribía libros me contó quehubo una época en que los árbolesfueron seres capaces de desplazarse,como una especie de animales que, alpermanecer durante mucho tiempoalimentándose, durmiendo, soñando o loque fuera en un mismo lugar, habrían

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terminado por perder su facultad demovimiento...!»

Aquellos pensamientos fantásticosrevoloteaban en desorden por su mentey, tras encender un puro, se dejó caer enun sillón junto a la ventana abierta y seabandonó a ellos.

Al otro extremo del jardín cantabanlos mirlos entre los macizos de arbustos.Le llegaba el olor de la tierra, de losárboles, de las flores; el perfume delcésped cortado y de los pequeños clarosde matorral que crecían en el corazóndel bosque. Entre las hojas soplaba unaleve brisa veraniega. Pero el granBosque Nuevo apenas levantaba susamplios faldones de sombras negras ypurpúreas.

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El señor Bittacy tenía unconocimiento detallado y profundo decómo era aquella espesura por dentro.Conocía cada una de sus rojizascañadas: salpicadas de ondulantes matasde tojo, impregnadas del dulce aromadel enebro y del mirto, y reluciendo concristalinas charcas que miraban al cielocon ojos oscuros. Sobre ellas se cerníanlos halcones, volando en círculosdurante horas, y revoloteaba el avefría,cuyo trinar, petulante y melancólico,ahondaba la sensación de quietud.Conocía los pinos solitarios —achaparrados, empenachados, vigorosos— que al más mínimo viento respondíancon un canto; nómadas como los gitanosque levantaban bajo ellos sus tiendas

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semejantes a arbustos. Conocía losponis lanudos, cuyos potros parecíancrías de centauro; y los parlanchinesarrendajos, y el meloso reclamo delcuco en primavera, y la algarabía de losavetoros que llegaba desde la soledadde los pantanos. También conocía alacebo que vigila entre la maleza,extraño y misterioso, lleno de unaoscura y sugerente belleza, y el centelleoamarillento de sus pálidas hojas caídas.

Aquí todo el Bosque podía vivir yrespirar seguro, a salvo de cualquiermutilación. La amenaza del hacha noperturba la paz de su vasta vidasubconsciente ni el terror a lasdevastaciones de los seres humanos leafligía con el espanto de una muerte

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prematura. Se sabía soberano y sedesplegaba orgulloso, sin ningún recato.Sus copas no remataban en penachos quepudieran lanzar una señal de alarma,pues los vientos no avisaban de ningúnpeligro a aquel Bosque que se elevabamajestuoso hacia el sol y las estrellas.

Pero una vez que se dejaban atrássus frondosos pórticos, los árboles de lacampiña tenían que hacer frente a unasituación muy diferente. Las casas losamenazaban; se sabían en peligro. Loscaminos ya no eran veredas desilencioso césped, sino ruidosas ycrueles vías que traían a hombresdispuestos a atacarles. Estabancivilizados, se les cuidaba; pero tan sólopara un día darles muerte. Incluso en los

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pueblos, donde el solemne e inmemorialreposo de los castaños gigantesremedaba una apariencia de seguridad,las sacudidas de un abedul, que ante lamás mínima ráfaga de viento segolpeaba inquieto contra una de aquellasmoles, traían un mensaje de advertencia.Las hojas del gigante estaban cubiertasde polvo. El hormigueo interno de sureposada existencia se había vueltoinaudible en medio del estridente ychirriante fragor del tráfico. Los árbolesde la campiña anhelaban y suplicabanque se les dejara entrar en la gran Pazdel Bosque, pero no podían moverse.Sabían, además, que el Bosque, desde suaugusta y profunda majestad, no sentíapor ellos sino conmiseración y

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desprecio. No eran más que una de esascosas que se plantan en los jardinesartificiales, pertenecían a la mismacategoría que los arriates de flores,todos ellos forzados a crecer en unamisma dirección...

«Me gustaría conocer mejor alartista ese. ¿Le importará a Sofia quevenga a pasar algún tiempo connosotros?»Aquella idea hizo que,finalmente, volviera a ocuparse de lascuestiones de la vida práctica. Al sonarel gong, se levantó, y tras quitarse laceniza que le había caído encima, seestiró su chaleco moteado. Era unhombre de figura esbelta y enjuta, cuyosmovimientos denotaban una granenergía. En aquella penumbra, de no ser

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por su bigote plateado, bien podríahaber pasado por un hombre de unoscuarenta años.

«Al menos se lo voy a proponer»,decidió mientras subía al piso de arribapara vestirse. En realidad, lo que estabapensando era que, probablemente,Sanderson podría explicarle todo esemundo de sensaciones que siempre leproducían los árboles. Un hombre capazde pintar así el alma de un cedro teníaque saberlo todo al respecto.

—¿Por qué no? —fue el veredictoque dio la señora Bittacy mientrastomaban un budín de pan—. Pero, ¿nocrees que le aburrirá estar aquí sin máscompañía que la nuestra?

—Se pasará el día pintando en el

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Bosque, querida. Además, me gustaríasonsacarle algunas cosas, si es quepuedo manejarle.

—Tú puedes manejar a quien tepropongas, David —fue su respuesta;pues aquel matrimonio sin hijos, y yaentrado en años, se trataba con unacortesía afectuosa que hacía muchotiempo que había caído en desuso. Sinembargo, lo cierto es que aquelcomentario la molestó e hizo que sesintiera tan inquieta que no prestóatención cuando su marido, sonriendo deplacer y satisfacción, replicó: «Exceptoa ti y a nuestra cuenta corriente».

Hacía mucho que aquella pasiónpor los árboles constituía su particularmanzana de la discordia, aunque fuera

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una discordia muy leve. A ella leasustaba. Ésa era la verdad. En laBiblia, su guía para todo lo divino y lohumano, no se hacía mención alguna alrespecto. Su marido, aunque le seguía lacorriente, nunca lograba modificar esetemor instintivo. Podía llegar atranquilizarla, pero nunca conseguía quecambiaran sus sentimientos. Para ellalos bosques no eran más que unoslugares agradables para estar a lasombra o ir de merienda, pero, adiferencia de él, no los amaba.

Después de la cena, sentados entorno a una lámpara junto a la ventanaabierta, él leía en voz alta el Times, quehabía venido con el correo de la tarde,seleccionando aquellos extractos que

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creía que a ella podrían resultarle deinterés. Era una costumbre que serepetía todos los días excepto losdomingos, cuando, para complacer a suesposa, leía soñolientamente algo deTennyson o de Farrar, según fuera elestado de ánimo en que se encontraran.Mientras él leía, la señora Bittacy seocupaba de su labor, le hacía algunaspreguntas con mucha discreción, ledecía que «leía con una voz muy bonita»y disfrutaba de los pequeños debatesque a veces se suscitaban, porque élsiempre la daba por vencedora con un:«¡Ah, Sofia!; nunca antes lo habíacontemplado desde ese ángulo, peroahora que lo dices, tengo que reconocerque tienes bastante razón...».

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Y es que David Bittacy era unhombre sensato. Fue mucho tiempodespués de casarse, durante los mesesde soledad que pasaba entre los árbolesy los bosques de la India mientras ella leesperaba en el bungalow, cuando esaotra vertiente más profunda de supersonalidad desarrolló aquella extrañapasión que su esposa no alcanzaba acomprender. Y tras dos intentos seriosde compartirla con ella, se dio porvencido y aprendió a ocultársela. Estoes, aprendió a hablar del tema sólo depasada; pues dado que ella sabía de suexistencia, guardar un silencio absolutoal respecto no habría hecho sinoaumentar su dolor. Por eso, de vez encuando, trataba el asunto muy por

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encima con la única intención de dejarlaque le mostrara en dónde radicaba suerror y que llegase a creer que se habíasalido con la suya. Seguía siendo unterreno en el cual era muy problemáticollegar a un acuerdo. Escuchabapacientemente sus críticas, susdigresiones ysus temores, consciente deque, de esa manera, su esposa se dabapor satisfecha sin que por ello él tuvieraque cambiar en lo más mínimo. Setrataba de algo demasiado profundoyverdadero para que pudiera cambiar.Pero, para preservar la paz, eradeseable que existiera algún punto deencuentro entre los dos, y era así comolo había conseguido.

Aquella manía religiosa heredada

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de su educación era el único defecto quea sus ojos tenía su mujer y, en realidad,tampoco era algo excesivamente grave.En ocasiones, una emoción profundapodía conseguir quitársela de la cabeza.Si se aferraba a ella era porque setrataba de algo que le había enseñado supadre, y no porque fuera fruto de suspropias reflexiones. De hecho, comosuele ocurrirle a muchas mujeres, no sepuede decir que «pensara» en el sentidoestricto del término, sino que, más bien,se limitaba a reflejar un pensamientoajeno al que se había acostumbrado. Asípues, como buen conocedor de lanaturaleza humana, el viejo DavidBittacy asumía el dolor de verseobligado a mantener una parte de su vida

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interior separada de la mujer a la queamaba profundamente. A su modo dever, las pequeñas frases bíblicas queella solía citar no eran más que rarezasque seguían adheridas a un alma, por lodemás grande y espléndida. Vendrían aser como esos cuernos y demásadminículos inútiles que algunosanimales no han perdido todavía en elcurso de la evolución, aunque ya hayandejado de cumplir cualquier función.

—¿Qué te ocurre, querido? ¡Me hasasustado! —preguntó de pronto ella,irguiéndose en su asiento con talbrusquedad que su gorra le cayó a unlado hasta casi cubrirle una oreja. Elcrujir del periódico que ocultaba aDavid Bittacy había quedado

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interrumpido por una aguda exclamaciónde sorpresa. Había doblado la hoja y lamiraba fijamente por encima de suslentes dorados.

—Escucha esto, por favor —dijocon un tono de voz que denotabaentusiasmo—. Escucha esto, queridaSofía. Es parte de una disertación deFrancis Darwin en la Royal Society. Yasabes que es su presidente y, además, elhijo del gran Darwin. Escuchaatentamente, te lo ruego. Es muysignificativo.

—Ya te estoy escuchando, David—dijo con cierta perplejidad mientrasalzaba la vista.

Interrumpió su labor y echó unarápida ojeada a su espalda. De pronto la

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habitación le parecía cambiada. Aquellasensación la despabiló del todo, pueshasta hacía un instante había estadoadormilada. Eran la voz y la actitud desu marido las que habían introducidoaquel cambio. Sus instintos se pusieronalerta.

—Venga, léelo de una vez, querido.El señor Bittacy respiró

profundamente y, antes de empezar,volvió a mirar por encima del borde desus gafas para cerciorarse de que leprestaba atención. Era evidente que sehabía topado con algo de verdaderointerés; aunque a ella, particularmente,los pasajes de esas «disertaciones»solían resultarle bastante pesados.

Comenzó a leer con voz profunda y

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enfática.—«Es imposible saber si las

plantas poseen o no conciencia; peroestá en concordancia con la doctrina dela continuidad que en todos los seresvivos haya un componente psíquico, y siaceptamos este punto de vista...»

—Si... —le interrumpió ella,olfateando el peligro.

Estaba tan acostumbrado a esasinterrupciones, que la pasó por alto sindarle la más mínima importancia.

—«Si aceptamos este punto devista —prosiguió—, hemos de creer queen las plantas existe, cuando menos, unligero reflejo de lo que entendemos porconsciencia».

Dejó el periódico y la miró

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fijamente. Sus miradas se encontraron.Había subrayado la última frase.

Durante uno o dos minutos ella nireplicó ni hizo comentario alguno. Sequedaron mirándose el uno al otro ensilencio. El señor Bittacy esperó a quesu esposa asimilara el enorme alcancede aquellas palabras. Después, bajó lavista, y leyó de nuevo una parte de lasmismas, mientras ella, viéndose libre deaquella mirada penetrante y extraña,volvía a echar instintivamente un vistazoa su espalda. Tenía casi la sensación deque alguien había entrado en lahabitación sin que ellos se dierancuenta.

—«Hemos de creer que en lasplantas existe, cuando menos, un ligero

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reflejo de lo que entendemos porconsciencia».

—Si... —repitió ella sin muchaconvicción, pues sentía que tenía quedecir algo ante la mirada insistente deaquellos ojos escrutadores, aunquetodavía no hubiera conseguido ordenardel todo sus ideas.

—Conciencia —repuso. Y despuésañadió con seriedad—: Esto, querida, eslo que afirma un científico del siglo XX.

La señora Bittacy se inclinó haciadelante, de tal modo que los volantes deseda de su vestido produjeron un crujidomás sonoro aún que el del periódico.Hizo un ruido característico —mitadresoplido, mitad resuello— juntó lospies, y puso las manos sobre las

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rodillas.—David, a mí me parece que lo

que le pasa a esos científicos es que hanperdido la cabeza —dijo en voz baja—.Que yo sepa la Biblia no diceabsolutamente nada de eso.

—No, Sofía, tampoco yo recuerdoque diga nada —respondió conpaciencia. Después, tras una pausa,añadió como si hablara consigo mismo yno con ella—: Ahora que lo pienso,Sanderson me dijo en cierta ocasiónalgo muy similar.

—En tal caso, el señor Sandersones un hombre sensato y juicioso; y sidijo eso, también una persona de fiar —se apresuró a decir su mujer.

Creía que su marido se refería al

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comentario que ella había hecho sobrela Biblia y no a su valoración de loscientíficos. No la sacó de su error.

—Además, querido, una planta noes lo mismo que un árbol —le dijotratando de arrimar el ascua a su sardina—. No tienen nada que ver, no señor.

—Es cierto, pero ambos pertenecenal gran reino vegetal —dijo David contranquilidad.

Se produjo una breve pausa antesde que ella respondiera.

—¡Bah, valiente cosa es eso delgran reino vegetal! —exclamó mientrassacudía su bonita cabeza. En suspalabras había tal grado de desprecioque, de haberlas escuchado el propioreino vegetal, bien podría haberse

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sentido avergonzado de cubrir un terciodel mundo con su prodigiosa maraña deraíces y ramas, con sus delicadas ytemblorosas hojas, y sus millones decopas que atrapan el sol, el viento y lalluvia. Su propio derecho a existir habíasido puesto en entredicho.

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2

Según lo convenido, se invitó a

Sanderson y, en conjunto, su breveestancia fue un éxito. Que aceptaraaquella invitación constituyó unauténtico misterio para todos lo que seenteraron de ello, pues nunca hacíavisitas y, sin duda, no pertenecía a esetipo de personas que tratan de halagar alos clientes. Tenía que haber visto algoen el señor Bittacy que le habíaagradado.

La verdad es que la señora Bittacyse alegró de verle marchar. En primerlugar, no había traído traje de etiqueta,

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ni tan siquiera una chaqueta deesmoquin; usaba unos cuellosexcesivamente bajos y unas corbatasgrandes y sueltas, al estilo francés; y,además, llevaba el pelo demasiadolargo para su gusto. No es que aquellascosas tuvieran mucha importancia, peroconsideraba que eran indicios de que enaquel hombre había algo un tantoanómalo. ¡Qué necesidad había de llevarlas corbatas tan sueltas!

De todos modos era un hombre muyinteresante y, a pesar de susexcentricidades en el vestir y de algunasotras cosas, todo un caballero. «Quizá—meditaba la señora Bittacy en sucorazón auténticamente generoso—, lasveinte guineas son para una buena causa,

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¡atender a una hermana inválida o a suanciana madre!» No tenía ni idea de loque costaban los pinceles, losbastidores, las pinturas y los lienzos.Los hermosos ojos azules del artista y sucontagioso entusiasmo también hacíanmás fácil pasar por alto otros detalles.¡Había tantos hombres de treinta añosque ya estaban desencantados de todo!

En cualquier caso, cuando terminósu estancia se sintió aliviada. Ella nomencionó para nada la posibilidad deuna segunda visita, y advirtió consatisfacción que tampoco su maridoparecía haber hecho ninguna sugerenciaal respecto. Porque, a decir verdad, laforma que tenía aquel joven de acapararla atención del hombre de más edad —

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haciéndole pasar horas y horas en elBosque, reteniéndole en el jardín parahablar a pleno sol o cuando la humedaddel crepúsculo se filtraba desde losbosques, sin tener para nada en cuenta suedad o sus hábitos— no le hacía ni lamás mínima gracia. Naturalmente, elseñor Sanderson no podía imaginar lafacilidad con que se reproducían losaccesos de las fiebres indias, aunque —ahora que lo pensaba— era bastanteprobable que David se lo hubieramencionado.

Se pasaban hablando de árboles dela mañana a la noche; y aquello hizo quela señora Bittacy volviera a descubrirdentro de sí esa antigua senda de terrorsubconsciente que, invariablemente,

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conducía a la oscuridad de los grandesbosques. Tales sentimientos, como lehabía enseñado su temprana formaciónevangélica, constituían una tentación.Contemplarlos desde cualquier otroángulo era jugar con fuego.

Mientras miraba a aquellos doshombres, sintió cómo su mente sepoblaba de extraños temores que, alresultarle incomprensibles, la asustabantodavía más. Le parecía una insensateztomarse tanto interés por aquel cedroviejo y roñoso. Hacerlo suponía ignorarel sentido de la medida que la divinidadhabía instaurado en el mundo para guiaral hombre por el buen camino.

Incluso después de cenar tenían quesalir a fumarse los puros sentados en

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aquellas ramas bajas que se inclinabanhasta tocar el césped. Finalmente, sedecidió a apremiarles para que entrarandentro. Había oído decir que los cedrosno eran seguros después de la puesta desol; que no era bueno estar demasiadocerca de ellos; y que dormir a su sombrahasta podía resultar peligroso, aunqueno recordaba muy bien en qué consistíael peligro. Confundía el cedro con laupa.

En cualquier caso llamó a Davidpara que entrara, y poco después, vinotambién Sanderson.

Antes de tomar tan drástica medida,había estado un buen rato observando ensecreto a su marido y al huésped desdela ventana del salón. El crepúsculo les

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envolvía con su húmedo velo de gasa.Distinguía el resplandor de la punta delos puros y oía el sonsonete de susvoces. Los murciélagos revoloteabanpor encima de ellos y las mariposasnocturnas, grandes y silenciosas,zumbaban suavemente entre las flores delos rododendros. Mientras lesobservaba, se le ocurrió de pronto queen los últimos días encontraba cambiadoa su marido; en concreto desde lallegada del señor Sanderson. Se lenotaba distinto, aunque no sabía precisaren qué consistía aquella diferencia. Locierto es que no estaba muy segura dequerer averiguarlo. Aquel miedoinstintivo volvía a actuar sobre ella.Siempre y cuando se tratase de un

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cambio pasajero prefería no saber nada.Claro que había algunos detalles en losque sí que se había fijado; algunospequeños signos externos. Por ejemplo,había dejado de leer el Times y ya no seponía sus chalecos moteados. A vecesparecía como despistado y mostrabacierta desidia en las cuestionesprácticas, cuando antes se habíamostrado siempre lleno de iniciativa. Yademás... había vuelto a hablar ensueños.

Ésta —y una docena más depequeñas rarezas— le vinieronrepentinamente a la cabeza con todo elímpetu de un ataque combinado. Alpensar en ellas sentía una vaga angustiaque hacía que se estremeciera. Mientras

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sus ojos trataban de distinguir a la luzdel crepúsculo a aquellas dos oscurasfiguras, cubiertas por el cedro y con elBosque justo a sus espaldas, su menteiba pasando del sobresalto a laconfusión. Había sido entonces, cuandosin darle tiempo a pensar ni a buscar eseconsejo interior al que siempre solíaacudir, pasó por su cerebro como unacentella un susurro sofocado yapremiante: «Esto es cosa del señorSanderson. ¡Llama a David y dile quevenga inmediatamente!»

Y eso era precisamente lo quehabía hecho. Su voz aguda cruzó eljardín y se perdió en el Bosque querápidamente la silenció. No le devolvióningún eco. Su sonido se estrelló contra

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aquella muralla formada por miles deárboles vigilantes.

—Esta humedad se le mete a uno enlos huesos, incluso en verano —murmuró cuando, obedeciéndola,llegaron los dos. Estaba un tantosorprendida de su propia audacia, ytambién algo arrepentida. Habíanacudido dócilmente a su llamada—.Verá, mi marido es muy sensible a lasfiebres del Oriente. No, por favor, noapaguen los puros. Podemos sentarnosjunto a la ventana abierta y disfrutar delatardecer mientras ustedes siguenfumando.

Durante un rato ese nerviosismosubconsciente hizo que se mostrara muylocuaz.

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—Se respira tanta tranquilidad; unatranquilidad tan maravillosa... —prosiguió, en vista de que nadie hablaba—. Hay tanta paz, y el aire es tandulce... y Dios siempre está cerca deaquellos que necesitan su ayuda —aquellas palabras se le habían escapadosin que se diera plena cuenta de lo queestaba diciendo, aunque,afortunadamente, pudo bajar la voz atiempo y nadie las oyó. Puede que fueranuna expresión instintiva de alivio. Elmero hecho de haberse atrevido adecirlas le ponía nerviosa.

Sanderson le trajo el chal y laayudó a colocar las sillas; y ella, trasdarle las gracias con aquellos modalescorteses y anticuados, declinó su

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ofrecimiento de encender las luces.—¡Creo que atraen a las mariposas

y a los insectos!Los tres se sentaron a la luz del

ocaso. El bigote blanco del señorBittacy y el chal amarillo de su esposarelucían en cada uno de los extremos dela herradura que formaba el grupo;Sanderson, con su cabello negro todorevuelto y sus ojos brillantes, se sentabaentre ambos. El pintor siguió hablandoen voz baja, evidentemente continuaba laconversación que había iniciado con suanfitrión bajo el cedro. La señoraBittacy, en estado de alerta, leescuchaba... llena de inquietud.

—Verá, los árboles tienden aocultarse durante el día. Tan sólo se

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revelan plenamente una vez que el sol seha puesto. Nunca sé cómo es un árbol —y en aquel momento se inclinóligeramente hacia la señora de la casacomo disculpándose por decir algo quequizá pudiera molestarla o resultarledifícil de comprender— hasta que lo hevisto de noche. Pongamos por caso sucedro —dijo, dirigiéndose de nuevo a sumarido, de modo que la señora Bittacypudo captar el destello de sus ojos alvolverse—. Al principio fracasé con él,porque lo pinté de día. Ya verá mañanalo que quiero decir; aún conservo elprimer bosquejo arriba en mi carpeta; esun árbol completamente distinto del queusted compró. Esa imagen la capté denoche, a eso de las dos de la madrugada,

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bajo la tenue luz de la luna y la estrellas—inclinándose hacia delante y bajandoel tono de voz, añadió—: Entonces vi suser desnudo...

—¡Señor Sanderson, no me digaque salió usted a esas horas! —exclamóla vieja señora con un tono en el que secombinaban la estupefacción y un ligeromatiz de reproche. El adjetivo que habíaempleado el pintor no había sidoprecisamente de su agrado.

—Me temo que a lo mejor me toméuna libertad excesiva, considerando queestoy en casa ajena —respondiócortésmente—. Pero me desperté a esahora por casualidad, vi el árbol por laventana, y bajé.

—Tuvo suerte de que Boxer no le

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mordiera; duerme suelto en el salón —dijo ella.

—Nada de eso. El perro salióconmigo. Confío en que el ruido no lesmolestara —añadió—. Aunque me temoque ya es un poco tarde para pedirdisculpas. De todos modos, no sabecuánto lo siento. —El destello de susblancos dientes en medio de laoscuridad indicaba que sonreía. Un olora tierra y a flores entró por la ventanaimpulsado por una corriente de aire.

La Señora Bittacy no dijo nada demomento.

—Los dos dormimos como troncos—apuntó su marido con una carcajada—. Pero, la verdad, señor Sanderson, esusted un hombre valiente; y válgame

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Dios, ese cuadro lo justifica todo. Pocosartistas se hubieran tomado tantasmolestias, aunque creo haber leído encierta ocasión que Holman Hunt,Rossetti, o algún otro de aquel grupo, sepasó toda una noche pintando en sujardín para conseguir un efecto de clarode luna.

El señor Bittacy siguió hablando. Asu mujer le reconfortaba oír su voz;hacía que se sintiera más tranquila.Pero, al cabo de un rato, el artistavolvió a tomar la palabra, y a la señoraBittacy le invadieron de nuevo lospensamientos sombríos y los recelos.Sentía un temor instintivo al efecto queaquellas palabras pudieran tener en sumarido. Los misterios y las maravillas

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que esconden los bosques, las espesurasy todas las grandes concentraciones deárboles se volvían patentes y realesmientras hablaba.

—De una u otra forma la noche lotransfigura todo —dijo el artista—, peronada de manera tan profunda como losárboles. Emergen desde detrás del veloque les cubre durante el día y semuestran tal como son. Es algo que, encierto modo, les ocurre incluso a losedificios, pero con los árboles es másevidente. De día duermen y de nochedespiertan, se manifiestan, se vuelvenactivos... ¡viven! ¿Recuerda usted lobien que lo entendió Henley? —dijo,volviéndose de nuevo hacia suanfitriona.

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—¿No se referirá usted alsocialista ese? —inquirió la señora. Laentonación que había dado a aquelsustantivo hacía que sonara a algodelictivo. Lo había pronunciado con unaespecie de siseo.

—Pues sí, al poeta, al amigo deStevenson; ya sabe, Stevenson, el queescribió esos encantadores poemasinfantiles —respondió el artista conmucho tacto.

Recitó en voz baja los versos a losque había hecho referencia. Por una vez,se trataba del momento, el lugar y elescenario adecuados, todo a una. Laspalabras flotaban a través del jardínhacia aquel muro de oscuridad azul quese levantaba donde la curva

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interminable del gran Bosque rozaba alpequeño jardín como si se tratara de unlitoral. Desde la distancia un rumorsimilar al del oleaje acompañaba a suvoz, era como si el viento también seregocijara al oírle:

No será a la mirada del Día,por más que con obstinada insistencialo demande su violenta y poderosa voz,a quien esas dulces criaturas, inmensas

y multitudinarias-los árboles, los centinelas de Dios

revelensu colosal e inefable identidad.

.................................

Mas al oír el mandato de la Noche

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-la Noche, antigua y sacerdotal;la Noche de múltiples secretos, cuyo

efectotransfigurador, iniciático y pavoroso

sólo ellos perciben en sutotalidadtiemblany se transforman.

Huraña y amenazadora,ignota y esencial, brota en cada uno de

ellossu alma individual;

y sus presencias corpóreas,imbuidas de desaforada

transcendencia,vistiendo la oscuridad cual librea

de una misteriosa y formidablehermandad,

se ciernen amenazantes, terroríficas.

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Fue finalmente la voz de la señora

Bittacy la que rompió el silencio quesiguió a la declamación del poema.

—Me ha gustado la parte que hablade los centinelas de Dios —susurró.

En su voz no se apreciaba asperezaalguna; sonaba apagada y tranquila. Laverdad que aquellos versos expresabancon tanta musicalidad había hechoenmudecer la estridencia de sus reparos,aunque no por eso hubiera disminuido suinquietud. Su marido no hizo ningúncomentario; la señora Bittacy se fijó enque tenía el puro apagado.

—Concretamente los árbolesviejos —prosiguió el artista, como sihablara para sí— suelen tener una

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personalidad muy marcada. Se les puedeofender, herir o agradar; desde elmomento en que uno se encuentra bajosu sombra se siente si se acercan o seretraen —se volvió bruscamente haciasu anfitrión—. Sin duda usted conoce elsingular ensayo de Prentice Mulford,«Dios en los árboles». Puede que sea untanto extravagante, pero es de unabelleza formidable. ¿No lo ha leídousted?

Pero fue la señora Bittacy quienrespondió; curiosamente, su maridoseguía sumido en un profundo silencio.

—¡Yo nunca! —Aquellaexclamación brotó como un chorro deagua fría desde aquel rostro embozadoen el chal amarillo. Hasta un niño habría

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sabido completar el resto delpensamiento que había quedado sinexpresar.

—Pero Dios está en los árboles —dijo suavemente Sanderson—. Al menosun aspecto de Dios muy sutil, y a veces—sé por propia experiencia que losárboles también pueden expresar eso—algo que no es Dios; algo oscuro yterrible. ¿No se ha fijado alguna vez conqué claridad los árboles expresan susdeseos o, por lo menos, eligen a suscompañeros? ¿Cómo las hayas, porejemplo, no dejan que la vida sedesarrolle en sus proximidades, cómoalejan de sus ramas a los pájaros y a lasardillas y no permiten que nada crezcabajo ellas? ¡El silencio de un bosque de

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hayas puede llegar a ser aterrador! ¿Nose ha dado cuenta de que a los pinos lesagrada tener matas de arándanos a suspies, incluso pequeños robles? ¿Cómocada árbol escoge a sus compañeros consumo cuidado y claridad, ateniéndosesiempre a unas mismas pautas? Y porsupuesto, también hay árboles —es algoverdaderamente extraño y notable— queprefieren la compañía humana.

La vieja señora se enderezóruidosamente en la silla; aquello era másde lo que estaba dispuesta a tolerar. Sutieso vestido de seda parecía emitirpequeñas detonaciones.

—Sabemos, pues así se nos hadicho —respondió—, que Él paseó porel jardín a la brisa de la tarde —el

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nerviosismo con que tragó salivadenotaba el esfuerzo que le estabacostando hablar—. Pero en ningún sitiose habla de que se escondiera en losárboles ni nada que se le parezca. Al finy al cabo, no debemos olvidar que losárboles no son más que plantas grandes.

—Es cierto, pero todo lo que crecetiene vida; es decir, posee un misterioque desafía todo intento dedesentrañarlo —respondió con suavidad—. Me atrevo a asegurar que el prodigioque se oculta en nuestras propias almastambién puede esconderse tras laestupidez y el mutismo de una vulgarpatata.

Aquella observación no pretendíaser graciosa. De hecho no hizo ninguna

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gracia. Nadie se rió. Al contrario,aquellas palabras transmitían, casidemasiado literalmente, el sentimientoque se cernía sobre la conversación.Aunque cada uno experimentara unasensación distinta —de belleza, defascinación o de alarma—, todos lospresentes se daban cuenta de que, dealgún modo, la conversación habíahecho que el reino vegetal en suconjunto se encontrara más próximo alde los seres humanos. Se habíaestablecido una especie de nexo entreambos. No era muy sensato hablar deforma tan directa cuando el Gran Bosqueles escuchaba a las mismas puertas de lacasa. Mientras lo hacían, el Bosqueparecía aproximarse.

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La señora Bittacy, deseosa deromper aquel horrible hechizo, trató deconjurarlo súbitamente con unasugerencia de carácter práctico. No legustaba el prolongado silencio de sumarido, su quietud. Se le notaba muycambiado y con una actitud muynegativa.

—David, me parece que ya sientesla humedad —dijo alzando la voz—.Empieza a hacer frío. Ya sabes lorápido que te vienen las fiebres, creoque lo más sensato será traer la tintura.Iré a por ella inmediatamente, querido.Será lo mejor. —Y antes de que pudieraobjetar nada, abandonó la habitaciónpara traer una de aquellas dosishomeopáticas en las que ella tenía tanta

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fe, y de las que su marido, con objeto deagradarla, se tomaba un vaso enterocada semana.

Una vez que salió y cerró la puerta,Sanderson empezó a hablar de nuevo,aunque ahora en un tono muy distinto. Elseñor Bittacy se retrepó en su silla. Eraevidente que los dos hombres sedisponían a reanudar la conversación —la verdadera conversación que se habíavisto interrumpida cuando estaban bajoel cedro— dejando a un lado aquellaparodia que no había sido más que unatreta para distraer la atención de la viejadama.

—Los árboles le aman, de eso nocabe duda —dijo con mucha gravedad—. El servicio que les prestó durante

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todos esos años que pasó en elextranjero ha hecho que le conozcan.

—¿Que me conozcan?—Así es —hizo una breve pausa y

añadió—: Ha hecho que seanconscientes de su presencia; conscientesde que existe una fuerza externa a ellosque, de manera explícita, busca subienestar, ¿no se da cuenta?

—¡Dios mío, Sanderson...! Eso quedice expresa en un lenguaje muy claroalgunas sensaciones que nunca antes mehabía atrevido a formular en palabras.Sería un poco como si trataran deponerse en contacto conmigo, ¿no? —seaventuró a decir, riéndose de su propiafrase, aunque su risa no pasó de suslabios.

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—Exactamente —respondió alinstante con rotundidad—. Tratan defundirse con aquello que, de formainstintiva, sienten que es bueno paraellos, que puede serles útil a su seresencial, favorecer su mejor expresión...su vida.

—¡Por Dios, caballero! —se oyódecir Bittacy a sí mismo—. Está ustedexpresando con palabras mispensamientos. Sabe, hace años quesiento algo parecido. Es como si... —miró a su alrededor para asegurarse deque su mujer no estaba presente yconcluyó la frase—: como si los árbolesfueran a por mí.

—«Amalgamamiento» quizá sea eltérmino más adecuado —dijo Sanderson

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lentamente—. Quieren arrastrarle haciaellos. Verá, las fuerzas del Bien siempreaspiran a unir; las del Mal a separar.Por eso, finalmente, el Bien sueleimponerse... siempre. A la larga, laacumulación de fuerzas lo haceinvencible. El Mal tiende a laseparación, a la disolución, a la muerte.El carácter gregario de los árboles, eseinstinto que les lleva a agruparse, es unsímbolo de vida. Los árboles en gruposon benignos; aislados —al menos porlo generalson... digamos que peligrosos.Fíjese en la araucaria, o mejor aún, en elacebo. Fíjese en él, obsérveloatentamente y trate de comprenderlo.¿Ha visto alguna vez una encarnaciónmás evidente de un pensamiento

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maligno? Son perversos. Hermosostambién, ¡desde luego! A menudo el Malposee una extraña y equívoca belleza...

—¿Entonces, el cedro...?—No, no es maligno; más bien

raro. Los cedros suelen formar bosques.Este pobre desgraciado se ha perdido,eso es todo.

Se estaban adentrando en un terrenomuy profundo. Sanderson, que sabía queel tiempo corría en su contra, hablaba atoda velocidad. Todo estaba demasiadocondensado. Bittacy apenas habíapodido seguir el hilo de lo último quehabía dicho. No tenía las ideas tanclaras y tan ordenadas como el artista, ysu mente avanzaba a trompicones; pero,de pronto, una nueva frase de Sanderson

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le sorprendió tanto que captó toda suatención.

—Sin embargo, ese cedro quetienen ahí le protegerá; ustedes dos lohan humanizado al pensar en él con tantocariño. En cierto modo es como si losdemás árboles no pudieransobrepasarlo.

—¡Protegerme! —exclamó—¿Protegerme de su amor?

Sanderson se rió.—Me parece que nos estamos

embarullando un poco —dijo—.Estamos hablando de esto utilizandounos términos que, en realidad, no se lepueden aplicar. Mire, lo que quierodecir es que el amor que sienten porusted, esa «conciencia» que tienen de su

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personalidad y de su presencia, entrañatambién el deseo de ganarle a usted —de hacerle cruzar la frontera— yllevarle con ellos a la esfera en que sedesarrolla su vida. Entraña, por asídecirlo, apoderarse de usted.

Las ideas del artista circulabanvertiginosas por su mente. Era como si,de pronto, un laberinto hubieraadquirido movimiento. Los giros de susintrincadas líneas le confundían. Iban tanrápidas que tan sólo le daban unaexplicación parcial de cuál era sudestino. Seguía primero una, despuésotra, pero siempre que trataba deorientarse surgía a toda velocidad unanueva línea que le interceptaba antes deque pudiera llegar a alguna parte.

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—Pero la India está muy lejos deeste bosquecillo inglés —dijo al cabode un rato en voz más baja—. Y además,los árboles, ¿no son acasocompletamente distintos?

El frufrú de una falda le avisó quela señora Bittacy se acercaba.Afortunadamente aquella era una frase ala que podía dar un significado distintoen caso de que se presentara de golpe ypidiera una explicación.

—Existe una comunión entre losárboles a lo largo y ancho de todo elmundo —fue su extraña y apresuradarespuesta—. Siempre lo saben.

—¡Siempre lo saben! ¿Entonces,cree que...?

—¡Son los vientos... esos

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grandiosos y raudos mensajeros! Tienenantiguos derechos de paso por todo elmundo. Un viento del este, por ejemplo,puede, por así decirlo, transportar unmensaje por etapas; ir uniendo mensajesy significados que ha oído en distintastierras, igual que hacen los pájaros... unviento del este.

La señora Bittacy irrumpió en lahabitación con el vaso.

—Aquí tienes, David, esto teprotegerá contra cualquier principio deataque —dijo—. Basta con unacucharada, cariño. ¡Oh, oh, todo no! —Como de costumbre, se había tomado deun solo trago la mitad del contenido—.Otra dosis antes de acostarte, y el restopor la mañana, nada más despertarte.

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Se volvió hacia el invitado, que lecogió el vaso y lo puso en la mesa quetenía junto a su codo. Les había oídohablar del viento del este, y quiso hacerhincapié en aquel aviso que habíainterpretado erróneamente. La parteprivada de la conversación acabó deinmediato.

—Eso es lo que peor le sienta; unviento del este, y me alegra oír que esusted de la misma opinión, señorSanderson —dijo ella.

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3

Siguió después un profundo

silencio, en medio del cual se oyó elsordo canto de un búho en el bosque.Una gran mariposa chocó contra una delas ventanas con un nervioso aleteo. Laseñora Bittacy se sobresaltóligeramente, pero nadie habló. Sobre losárboles se vislumbraban algunasestrellas. A lo lejos se oía el ladrido deun perro.

Bittacy, tras volver a encender elpuro, rompió aquel breve período desilencio que se había apoderado de lostres.

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—Resulta muy reconfortante pensarque estamos rodeados de vida por todaspartes y que, en realidad, no existe unalínea divisoria entre eso que llamamosmateria orgánica e inorgánica —dijomientras arrojaba la cerilla por laventana.

—Sí, verdaderamente el universoes todo uno —dijo Sanderson—. Nosconfunden los espacios vacíos que nosimpiden ver lo que hay más allá, perocreo que, de hecho, no existen talesespacios vacíos.

La señora Bittacy comenzó amoverse con una inquietud que noauguraba nada bueno, aunque demomento conservó la calma. Leasustaban las palabras largas que no

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entendía. Detrás de las palabras condemasiadas letras acechaba el nombrede Belcebú.

—En las plantas y en los árboles,concretamente, alienta una vidamagnífica que, por el momento, nadie haconseguido demostrar que seainconsciente.

—Ni tampoco consciente, señorSanderson —terció con rotundidad laseñora Bittacy—. Sólo el hombre fuehecho a su imagen y semejanza, no losarbustos y las cosas...

Su marido intervino de formainmediata.

—No se trata de que estén vivas dela misma manera en que lo podemosestar nosotros —le explicó con voz

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suave—. Y además —dijo, con el ojopuesto en su esposa—, no creo que hayanada de malo, querida, en afirmar quetodos los seres creados contienen unacierta proporción de la vida de suCreador. Me parece muy hermosopensar que Él no creó nada muerto. ¡Esono nos convierte en panteístas! —añadióen tono tranquilizador.

—¡Dios mío, no! ¡Confío en queno! —aquel término la había alarmado.Era peor incluso que la palabra «Papa».Por su mente confusa cruzó sigilosa unaimagen temible y peligrosa... como unapantera.

—Me gustaría creer que incluso enla descomposición existe vida —murmuró el pintor—. La desintegración

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de la madera podrida genera un ciertotipo de sensibilidad orgánica; en lacaída de una hoja seca hay fuerza ymovimiento, de hecho, la hay en todoaquello que se disgrega o se rompe. Nohay nada más inerte que una piedra y, sinembargo, rebosa calor, peso y toda clasede potencialidades. ¿Qué hace que suspartículas se mantengan unidas? Locomprendemos tan poco como la fuerzade la gravedad o la razón por la que lasagujas magnéticas señalan siempre al«Norte». En ambos fenómenos puedehaber un tipo de vida...

—¿Cree usted que una brújula tienealma, señor Sanderson? —exclamó laseñora, acompañando sus palabras conun crujir de volantes de seda que

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expresaba su indignación de forma aúnmás patente que su tono de voz. Elartista sonrió para sí en la oscuridad,pero fue Bittacy quien se apresuró aresponder.

—Lo que nuestro amigo trata desugerir es, simplemente, la posibilidadde que estos misteriosos procesos sedeban a algún tipo de vida que no somoscapaces de comprender —dijo contranquilidad—. ¿Por qué el agua sólocorre cuesta abajo? ¿Por qué los árbolescrecen hacia el sol y siempre en ángulorecto con respecto a la superficie de latierra? ¿Por qué los planetas giransiempre sobre sus ejes? ¿Por qué elfuego cambia la forma de todo lo quetoca sin llegar verdaderamente a

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destruirlo? Decir que todos loselementos obedecen las leyes que rigensu propia naturaleza es no decir nada. Elseñor Sanderson se limita a sugerir —deun modo poético, querida, por supuesto— que todo ello puede responder a unamanifestación de vida, aunque de unavida en un estadio distinto al nuestro.

—«Les insufló el hálito de lavida», eso es lo que se nos ha dicho. Yesas cosas no respiran —dijo con untono triunfal.

Entonces intervino Sanderson. Suspalabras, más que intentar ser unaréplica seria a la alterada dama,parecían dirigidas a sí mismo o a suanfitrión.

—Pero, verá, es que las plantas

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también respiran —dijo—. Respiran, sealimentan, digieren, se desplazan y seadaptan a su entorno igual que hacen loshombres y los animales. También tienenun sistema nervioso... o al menos, uncomplejo sistema de núcleos celularesque posee algunas de las cualidadespropias de las células nerviosas. Puedeque incluso tengan memoria. Encualquier caso, no cabe ninguna duda deque responden activamente a losestímulos. Y aunque puede tratarse dealgo fisiológico, nadie ha demostradotodavía que sea sólo eso y no algopsicológico.

Aparentemente, no se percató delgrito ahogado que se oyó detrás del chalamarillo. Bittacy se aclaró la garganta,

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tiró su puro apagado al jardín, y cruzó ydescruzó las piernas.

—Y en los árboles —prosiguió elartista—, detrás de un gran bosque, porejemplo —y señaló hacia la espesura—,quizá se halle un Ente poderoso que semanifiesta por medio de millares deárboles; una inmensa vida colectiva,organizada con la misma minuciosidad ydelicadeza que la nuestra. Bajo ciertascondiciones puede llegar a mezclarse yfundirse con nosotros, de modo que, alformar parte de ella, aunque sólo seapor algún tiempo, lleguemos acomprenderla. Es posible incluso quepueda absorber la vitalidad humana enel inmenso torbellino del vasto sueño desu existencia. La atracción que ejerce un

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gran bosque sobre un hombre puede sertremenda, absolutamente irresistible.

Se oyó a la señora Bittacy cerrar laboca con un chasquido. Su chal, y sobretodo su ruidoso vestido, manifestaronsonoramente la protesta que le abrasabapor dentro. Estaba demasiado disgustadapara sentirse sobrecogida, pero tambiéndemasiado confundida ante aquelcúmulo de palabras y significados quesólo comprendía a medias, como paraque le vinieran a la mente de formainmediata palabras con las queexpresarse. Cualquiera que fuese elverdadero sentido del lenguaje queutilizaba el artista, y cualesquiera quefueran los sutiles peligros queencerraba, no cabía duda de que, por el

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momento, había conseguido tejer unaespecie de encantamiento que, unido a laluz trémula que les envolvía, los tenía alos tres atrapados junto a aquellaventana abierta. Los aromas del céspedcubierto de rocío, de las flores, de losárboles y de la tierra también formabanparte de aquel embrujo.

—Los estados de ánimo que laspersonas suscitan en nosotros se deben aque su vida oculta afecta a la nuestra —prosiguió—. Lo profundo llama a loprofundo. Imaginemos que estamos solosen una habitación y de repente unapersona se une a nosotros; amboscambiamos de manera inmediata. Elrecién llegado, aunque no haya abiertola boca, ha provocado un cambio en

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nuestro estado de ánimo. ¿Por qué nohabrían de afectarnos y conmovernos losestados de ánimo de la Naturaleza envirtud de una prerrogativa similar? Elmar, las montañas, el desierto,despiertan en nosotros sentimientos depasión, de gozo o de terror, según elcaso; e incluso en algunas personas unasemociones de un esplendor arrebatado yextraño que no me siento capaz dedescribir —al decir aquello habíaechado una mirada muy significativa asu anfitrión, de modo que la señoraBittacy pudo constatar de nuevo cómocambiaba la expresión de sus ojos—.Pues bien... ¿de dónde proceden estospoderes? ¡Desde luego, de nada queesté... muerto! El influjo de un bosque,

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el dominio y el extraño ascendiente quepuede ejercer sobre algunas mentes, ¿norevela acaso una manifestación directade vida? Si no es así, esa misteriosaemanación de los grandes bosquescarece de toda explicación. Claro quetambién hay naturalezas que parecenprovocarlo de forma deliberada. Elpoder de una hueste de árboles —su vozadquirió un tono solemne al deciraquellas palabras— es algo innegable.Y creo que aquí se siente de maneraespecial.

Cuando dejó de hablar se podíapalpar la tensión en el ambiente. Nohabía sido la intención del señor Bittacyque la conversación llegara hasta esosextremos. Se habían dejado llevar. No

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quería ver a su mujer triste o asustada;se daba perfecta cuenta de que lossentimientos de su esposa se hallaban enun estado de agitación preocupante.Algo en ella —como él mismo se dijo—«estaba a punto de explotar».

Trató de llevar la conversaciónhacia temas más generales para diluir latensión acumulada.

—Suyo es el mar, por Él fuecreado —sugirió vagamente, con laesperanza de que Sanderson cogería laindirecta—, y lo mismo ocurre con losárboles...

—En lo que respecta al conjuntodel reino vegetal, seguramente es así —dijo el artista tomando el relevo—.Todo él está al servicio del hombre,

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para proporcionarle alimento, abrigo ycumplir otras mil funciones útiles parasu vida diaria. ¿No es acasosorprendente que una forma de vidaperfectamente organizada, aunqueinmóvil, que tenemos siempre a nuestroalcance y que nunca puede salirhuyendo, ocupe una superficie tangrande de nuestro planeta? Pero, a pesarde todo, no es tan fácil apropiarse deella. Hay personas que no se atreven aarrancar flores, otros a cortar árboles.No deja de ser curioso que la mayoríade las leyendas y las historias sobrebosques sean sombrías, misteriosas y untanto aciagas. En ellas las criaturas delbosque rara vez son alegres oinofensivas. Normalmente se percibía la

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vida de los bosques como algo terrible.El culto a los árboles aún sobrevive ennuestros días. Los leñadores, porejemplo... los que le quitan la vida a losárboles... tienen un aura de raza maldita.

Su voz se quebró bruscamente conun extraño temblor. Antes incluso de quehubiera pronunciado las últimas frases,Bittacy ya había sentido algo. Su esposa—estaba seguro— lo habría sentido conmás fuerza todavía. Porque fue en mediodel profundo silencio que siguió a estosúltimos comentarios, cuando la señoraBittacy se levantó violentamente de lasilla y atrajo la atenLión de los demáshacia algo que se movía en dirección aellos cruzando el jardín. Una siluetaamplia y extrañamente dispersa se

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aproximaba en silencio. Parecíaencontrarse a gran altura, pues el trozode cielo que había sobre las matas dearbustos, teñido todavía con el pálidoresplandor del crepúsculo, se oscurecióal pasar delante de él. Con posterioridadla señora Bittacy aseguró que se movía«formando rizos», pero lo queseguramente quería decir era que semovía en «espiral».

Dejó escapar un chillido ahogado.—¡Al final ha venido! ¡Y lo ha

traído usted!Presa de un gran nerviosismo,

asustada y furiosa a un tiempo, se volvióhacia Sanderson. Había pronunciadoaquellas palabras con un jadeoentrecortado, dejando a un lado toda

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cortesía.—Lo sabía... si usted continuaba...

Lo sabía. ¡Oh! ¡Oh! —y gritó de nuevo—. ¡Han sido las cosas que usted hadicho lo que le ha hecho salir!—. Elterror que se reflejaba en su voztemblorosa producía verdadero espanto.

Sin embargo, la confusión deaquellas vehementes palabras pasóinadvertida ante el primer efecto desorpresa que causaron. Durante uninstante nada ocurrió.

—¿Qué es lo que crees haber visto,querida? —preguntó su marido,asustado. Sanderson, en cambio, no dijonada. Los tres se inclinaron haciadelante; los hombres no llegaron alevantarse, pero la señora Bittacy se

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abalanzó hacia la ventana y se colocó,aparentemente a propósito, entre sumarido y el jardín. Señalaba algo. Supequeña mano trazaba una silueta en elaire; el chal amarillo colgaba de uno desus brazos como una nube.

—Pasado el cedro... entre las lilas—su voz, que había perdido su tonoagudo habitual, sonaba débil y apagada—. Allí... mirad, ahora vuelve a darse lavuelta ... se va, ¡gracias a Dios!...regresa al Bosque. —susurró con untemblor; y, finalmente, tras soltar un gransuspiro, repitió—: ¡Gracias a Dios! ¡Alprincipio... pensé... que venía aquí... apor nosotros! ¡A por ti... David!

Se fue alejando de la ventana;andaba con paso vacilante, palpando en

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la oscuridad en busca de una silla dondeapoyarse; pero, en su lugar, encontró lamano que le tendía su marido.

—Agárrame cariño, agárrame muyfuerte... por favor. No me sueltes. —Estaba, como su marido diría másadelante, «con los nervios totalmentealterados». La sujetó con fuerza mientrasla ayudaba a sentarse en una silla.

—Sofía, querida, ha sido el humo—le dijo rápidamente, procurando quesu voz sonara tranquila y natural—. Sí,ya lo veo. Es humo que sale de la granjadel jardinero...

—Pero David, hacía ruido —ahorase notaba un nuevo horror en su voz—.Lo sigue haciendo. Lo oigo, suena algoasí como risss. —Risss, chisss, rasss, o

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cosa similar, fue la onomatopeya queutilizó—. David tengo mucho miedo. ¡Esalgo espantoso! ¡Ese hombre lo hatraído!

—Chsss, chsss —susurró sumarido, mientras acariciaba su manotemblorosa.

—Está en el viento —dijoSanderson en voz muy baja, hablandoahora por primera vez. En aquellaoscuridad no se podía distinguir laexpresión de su rostro, pero su tono erasuave y no denotaba temor. Al oír elsonido de aquella voz, la señora Bittacyvolvió a sufrir una violenta convulsión.Su marido corrió un poco su silla haciaadelante para impedir que le viera.También él se sentía un tanto perplejo,

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sin apenas saber qué hacer o qué decir.Todo era muy extraño y había ocurridode forma demasiado repentina.

La señora Bittacy tenía un susto demuerte. Le parecía que lo que habíavisto procedía del bosque que rodeabael jardín. Había emergido en secreto yhabía avanzado hacia ellos, moviéndosefurtivamente y con dificultad, como sialbergara alguna intención oculta. Y, derepente, algo lo había detenido. Nohabía podido avanzar más allá delcedro. Tenía la impresión —y aquellose le quedaría grabado en la memoria—de que el cedro le había impedido seguiravanzando, le había mantenido a raya.Como un mar embravecido, el Bosquese había lanzado por un instante en

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dirección a ellos al amparo de laoscuridad; aquel movimiento visiblehabía sido su primera oleada. Así eracomo ella se lo imaginaba... Igual quelos misteriosos cambios de marea quetanto la fascinaban y asustaban durantesus estancias en la costa de niña. Elempuje externo de alguna energíadescomunal era lo que había sentido...algo contra lo que se rebelaban todoslos instintos de su ser porque suponía unpeligro para ella y para los suyos. Enaquel momento percibió la Personalidaddel Bosque con una intensidad...amenazadora.

Se levantó, y mientras se alejabatambaleándose de la ventana paraacercarse a donde estaba la campana,

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apenas si captó la frase que Sanderson—¿o era su marido?— dijo en unmurmullo, como hablando consigomismo:

—Vino porque hablamos de ello;nuestro pensamiento hizo que cobraraconsciencia de nosotros y lo sacó. Peroel cedro lo detiene. Ya sabe, no puedecruzar el jardín...

Ahora los tres se encontraban depie; los dedos de la señora Bittacy sedisponían ya a tocar la campana, cuandooyó de pronto la voz de su marido quecon tono autoritario le decía:

—Querida, yo no le diría nada aThompson —la angustia que sentía sereflejaba en su voz, pero, exteriormente,había recobrado la calma—. El

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jardinero puede ir...Entonces Sanderson le interrumpió.—Permítame —dijo rápidamente

—. Veré si ocurre algo anormal. —Antes de que ninguno de ellos pudieraresponder o hacer alguna objeción yahabía salido, saltando por la ventanaabierta. Vieron su figura cruzarcorriendo el jardín y perderse en elbosque.

Un momento después, en respuestaa la campana, entró la doncella, y conella llegó el sonoro ladrido del terrierdesde el recibidor.

—Las lámparas —dijoescuetamente el señor de la casa.Mientras la doncella cerrabasuavemente la puerta al salir, oyeron el

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canto quejumbroso de los vientos quedaban vueltas en torno a los muros de lacasa. Un rumor de hojas distantes leacompañaba.

—Ves, se está levantando el viento.¡Era el viento! —la rodeó con el brazopara tranquilizarla, angustiado de verque ella seguía temblando. Sin embargo,sabía que también él temblaba, aunqueno de alarma, sino poseído más bien deuna extraña sensación de júbilo—. Y erahumo lo que viste acercarse, vendría dela caseta de Stride o de la hojarasca queestarán quemando en el huerto. El ruidoque oímos era el rumor de las ramasmecidas por el viento. Ya ves que nohay motivo para que estés tan nerviosa.

Su esposa le respondió con un hilo

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de voz:—Tenía miedo por ti, querido.

Algo hizo que temiera por ti. Mepreocupa y me intranquiliza que esehombre te influya tanto. Ya sé que es unatontería pero... no sé, creo que estoycansada; me siento tan alterada, taninquieta... —las palabras brotabanatropelladamente de sus labios ymientras hablaba se daba la vuelta devez en cuando para mirar por la ventana.

—La tensión de tener visita te haafectado —le dijo en tono tranquilizador—. No estamos acostumbrados a tenergente en la casa. En fin, mañana semarcha —calentó las manos heladas desu mujer entre las suyas mientras lasacariciaba tiernamente. Por más que

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quisiera no podía hacer o decir más. Elgozo que le producía aquel insólitoentusiasmo interior hacía que su corazónlatiera aceleradamente. No entendía loque le estaba ocurriendo. Lo único quequizá supiera era de donde provenía.

La señora Bittacy estudióatentamente su rostro en la oscuridad, ydijo algo muy extraño:

—Por un momento, David, pensé...que parecías... distinto. Tengo losnervios de punta esta noche. —Delinvitado de su marido ya no volvió ahacer mención alguna.

Un sonido de pasos que venían deljardín avisó al señor Bittacy de lallegada de Sanderson, y se apresuró aresponderla en voz baja:

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—No me pasa nada, puedes estarsegura; no me he sentido mejor ni másfeliz en toda mi vida.

Thompson trajo consigo laslámparas y, con ellas, llegó la luz;acababa de volver a salir cuandoSanderson entró trepando por la ventana.

—No hay nada —dijo con tonodespreocupado mientras cerraba laventana—. Alguien ha estado quemandohojas y el humo se está dispersandoentre los árboles. Además —añadió,dirigiendo una mirada significativa a suanfitrión, pero con tal discreción que laseñora Bittacy no se dio cuenta de ello—, el viento ha empezado a bramar...allá lejos... en el Bosque.

Pero la señora Bittacy sí que

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advirtió en él dos cosas que no hicieronsino aumentar su inquietud. Se fijó en elbrillo de sus ojos, porque una luzsimilar había iluminado de pronto los desu marido; y también se fijó en que habíapronunciado aquellas simples palabras,«el viento ha empezado a bramar... allálejos... en el Bosque», de una forma queparecía indicar que encerraban unsignificado más profundo. Le quedó ladesagradable impresión de que queríadarles un sentido distinto al queaparentemente tenían. El tono en que lashabía dicho parecía implicar algo muydiferente. En realidad no era del«viento» de lo que hablaba y, fuera loque fuera, tampoco iba a permanecer«allá lejos»... sino que más bien se

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estaba acercando. Otra impresión quetuvo —aún menos grata— fue que sumarido había comprendido aquelsignificado oculto.

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4

—David, querido —le comentó

con delicadeza tan pronto como sequedaron solos en su habitación—. Esehombre me produce una horriblesensación de inquietud. No puedolibrarme de ella. —El temblor de su vozle llenó de ternura.

Se volvió para mirarla.—¿Qué clase de inquietud,

querida? ¿No será que a veces eres unpoco fantasiosa?

—Creo que... en fin, ¿no será unhipnotizador, o una de esas personasllenas de ideas teosóficas o alguna cosa

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por el estilo? Ya me entiendes... —dijocon voz vacilante y tartamudeando unpoco; todavía estaba confundida yasustada.

Estaba muy acostumbrado a esosvagos temores suyos y, por reglageneral, no intentaba disiparlosmediante una explicación convincente nicorregir las imprecisiones de sulenguaje, pero esta noche se daba cuentade que ella necesitaba que se la trataracon mucho cuidado y cariño. De modoque procuró tranquilizarla lo mejor quepudo.

—Pero, aunque fuera así... ¿qué hayde malo en ello? —replicó con vozsosegada—. Mira, querida, ésos no sonmás que los nombres actuales de unas

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ideas muy antiguas. —En su voz no seapreciaba ningún signo de impaciencia.

—Precisamente por eso —replicó—. Él es una de esas cosas contra cuyallegada se nos ha prevenido; uno de losseres de las Postrimerías. —Tras suspalabras subyacía la innominablemultitud de textos que él tanto temía. Supensamiento seguía plagado de losviejos fantasmas del Anticristo y lasProfecías, y por poco no habíamencionado también el Número de laBestia. El blanco al que solía dirigir susdardos era el Papa, porque lo entendía;era una diana obvia y sencilla contra laque disparar. Pero todo aquel asunto delos bosques y de los árboles erademasiado vago, demasiado horrible. Le

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aterrorizaba.—Me hace pensar en los

Principados y Potestades de las altasregiones y en seres que caminan en laoscuridad —prosiguió—. Eso que dijode que los árboles cobran vida de nochey todas esas cosas, no me gustó nada; mehace pensar en lobos con piel decordero. Y cuando vi esa cosa horribleen el cielo sobre el jardín...

Pero él la interrumpió deinmediato, había decidido que erapreferible no hablar de aquello. Desdeluego lo mejor sería no seguir dándolevueltas al tema.

—Sofía, creo que lo único quequería decir —dijo con seriedad,aunque esbozando una sonrisa— es que

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los árboles pueden tener un cierto gradode vida consciente (lo cual, en losustancial, es una idea bastanteagradable) algo parecido, recuerdas, alo que leímos la otra noche en el Times;eso, y que un gran bosque quizá poseauna especie de personalidad colectiva.No olvides que es un artista, untemperamento poético.

—Es peligroso —dijoenfáticamente—. Me parece que es jugarcon fuego, una insensatez y un riesgo.

—¡Pero si es para mayor gloria deDios! —insistió con delicadeza—. Nodebemos cerrar nuestros oídos ynuestros ojos al conocimiento, sea deltipo que sea ¿no te parece?

—David, tú siempre construyes la

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realidad con tus deseos —replicó ella—. Igual que un niño que en vez de decir«padeció bajo el poder de PoncioPilatos» dice «apareció bajo el poder dePoncio Pilatos», la señora Bittacy solíaconfundirse cuando reproducía algúndicho. En cualquier caso, tenía laesperanza de que aquella cita le sirvierade aviso—. Además, siempre hemos deponer a prueba los espíritus para sabersi es Dios quien los envía —añadió paratantearle.

—Claro, querida, siempre debemoshacerlo —asintió mientras se metía en lacama.

Pero tras un breve silencio, duranteel cual David Bittacy aprovechó paraapagar la luz y buscar una postura

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cómoda para dormir, y mientras sentíasu sangre bullir presa de una emociónnovedosa e increíblemente placentera,cayó en la cuenta de que quizá suspalabras no habían bastado paratranquilizarla. Ella permanecía tumbadaa su lado despierta y todavía asustada.El señor Bittacy se incorporó en laoscuridad.

—Sofía, en cualquier caso, nodebes olvidar —dijo con suavidad—que entre nosotros y cualquier otra...cosa, se abre un abismo infranqueable...mmm... al menos mientras conservemosnuestra forma corpórea.

Al no obtener réplica alguna, sequedó tranquilo pensando que elladormía ya feliz. Pero, en realidad, la

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señora Bittacy no estaba dormida.Aunque había oído aquella frase nohabía dicho nada, porque tenía lasensación de que era preferible noexpresar en voz alta sus pensamientos.Le daba miedo oír sus propias palabrasen la oscuridad. Afuera, el Bosquepermanecía a la escucha y también élpodía oírlas; el Bosque... que «bramabaallá lejos».

Y lo que pensaba era lo siguiente:ese abismo sin duda existía, pero, dealgún modo, Sanderson había tendido unpuente sobre él.

Fue aquella misma noche, aunquebastante más tarde, cuando la señoraBittacy, tras un sueño agitado e inquieto,se despertó y oyó un sonido que hizo que

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todo su cuerpo se pusiera a temblar demiedo. El sonido pareció desaparecerde forma inmediata al despertar deltodo, pues por más que aguzó los oídos,lo único que consiguió escuchar fue elrumor inarticulado de la noche. Debíahaberlo escuchado en sueños, y con lossueños se había desvanecido. Sinembargo, aquel sonido erainconfundible; se trataba del mismo quehabía oído antes atravesandorápidamente el jardín, sólo que esta vezsonaba mucho más cerca. Mientrasdormía había sentido que un murmullo,similar al de unas ramas que semecieran dentro de la misma habitacióno al susurro del follaje, pasaba porencima de ella. La frase «viajando por

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las copas de las moreras» le vino a lamemoria. Había soñado que seencontraba en algún lugar desconocido,tumbada bajo las extensas ramas de unárbol que le susurraba algo a través demiles de suaves labios verdes. Por lovisto, aquel sueño se había prolongadounos instantes después de haberdespertado.

Se recostó en la cama y miró a sualrededor. La parte superior de laventana estaba abierta y a través de ellase divisaban las estrellas. La puerta,recordó, estaba cerrada como siempre y,naturalmente, no había nadie más en lahabitación. El profundo silencio de lasnoches estivales se extendía sobre todaslas cosas, roto tan sólo por otro sonido

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que, en esta ocasión, provenía de lassombras que rodeaban la cama. Era unsonido humano y, sin embargo,antinatural; un sonido que se apoderódel miedo que había sentido aldespertarse e inmediatamente loincrementó. Aunque le resultabafamiliar, al principio no fue capaz deidentificarlo. Tuvieron que pasaralgunos segundos —unos segundos quese le hicieron eternos— antes de que sediera cuenta de que era su marido,hablando en sueños.

La procedencia de aquella voz laconfundía y le intrigaba, porque al revésde lo que había imaginado al principio,no sonaba a su lado. Venía de más lejos.Un minuto después, iluminada por la

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mortecina luz de la vela, distinguió lablanca silueta de su marido de pie enmedio de la habitación, no muy lejos dela ventana. La luz de la lámpara se fuehaciendo más intensa y vio cómo seaproximaba a la ventana con los brazosextendidos. Le pareció que balbuceabaalgo en voz baja, pero aquellas palabrassonaban demasiado juntas para resultarcomprensibles.

La señora Bittacy se estremeció.Eso de hablar en sueños le parecía algomuy misterioso y le producía verdaderoespanto; era como oír hablar a unmuerto, una mera parodia de lo que esuna voz viva, algo antinatural.

—¡David! —susurró, asustada deescuchar su propia voz y temiendo que,

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al interrumpirle, volvería hacia ella surostro. No podía soportar la visión deaquellos ojos abiertos de par en par—.¡David, estás andando dormido! ¡Vuelvea la cama, querido, por favor!

Aquel susurro pareció atronar enmedio del silencio de la oscuridad. Alsonar su voz, su marido se detuvo y sevolvió lentamente hacia ella. Sus ojos,completamente abiertos, se clavaron enlos suyos sin reconocerla. Su mirada leatravesaba como si contemplara algoque se encontrara detrás de ella; parecíacomo si identificara la dirección delsonido pero no pudiera verla. Se fijóque sus ojos tenían el mismo brillo quehabía visto en los de Sanderson hacíaunas horas. Su rostro estaba

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congestionado y tenía una expresión desufrimiento; la ansiedad se reflejaba entodos y cada uno de sus rasgos. Se diocuenta de que tenía fiebre y, deinmediato, las consideraciones de tipopráctico hicieron que, de momento,olvidara su terror. Finalmente, sumarido llegó a la cama sin despertarse.Le cerró los párpados, y él se pusocómodo para dormir, o mejor dicho,para dormir más profundamente. Laseñora Bittacy se las ingenió paraconseguir que tomara unas gotas delvaso que estaba junto a la cama.

Luego, se levantó sin hacer ruidopara ir a cerrar la ventana, al notar queel aire nocturno, demasiado frío ycortante, entraba en la habitación.

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Colocó la vela en un lugar donde la luzno le diera a su marido, y al ver allí allado la gran Biblia de Baxter, se sintióun poco reconfortada, aunque por su sermás profundo seguían circulandoextraños mensajes de alarma. Entonces,mientras cerraba el pasador con unamano y tiraba de la cuerda de lapersiana con la otra, su marido volvió aincorporarse en la cama y pronuncióunas palabras que, en esta ocasión, eranperfectamente audibles. De nuevo teníalos ojos abiertos del todo. Señalabaalgo. Ella permaneció completamenteinmóvil y se dispuso a escuchar; susombra se reflejaba distorsionada en lapersiana. Contrariamente a lo que habíatemido en un principio, su marido no se

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le acercó.El susurro de aquella voz sonaba

nítido y horrible; no se parecía a nadaque ella conociera.

—Braman en el Bosque, allálejos... y yo ... tengo que ir a ver —mientras decía aquello, sus ojosparecían atravesarla y mirar hacia elbosque—. Me necesitan. Han enviado apor mí... —Luego, tras volverse y dejarque su mirada vagara por los objetos dela habitación, cambió súbitamente depropósito y se tumbó. Ese cambiotambién fue horrible, aun más incluso,pues ponía de manifiesto que él semovía en un universo perfectamentedefinido que no tenía nada que ver conel suyo.

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Aquella frase tan rara le heló lasangre; durante un momento se sintióabsolutamente aterrorizada. En la voz desonámbulo de su marido, cuya diferenciacon su voz normal era tan leve y, a lavez, tan inquietante, descubría lapresencia de algo maligno. El mal y elpeligro acechaban detrás de esa voz.Temblando de pies a cabeza se apoyó enel antepecho de la ventana. Por uninstante tuvo la espantosa sensación deque algo se estaba acercando paraapoderarse de él.

—Bien, todavía no —oyó quedecía desde la cama con un tono másbajo—, más adelante. Será mejor así...Iré más adelante.

Esas palabras reflejaban una parte

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de los temores que le veníanobsesionando desde hacía tanto tiempo yque, con la llegada y la presencia deSanderson, parecían a punto de alcanzarun clímax en el que ni tan siquiera seatrevía a pensar. Le daban forma, loaproximaban y hacían que suspensamientos se tornaran hacia su Diosen una oración sentida y desesperada enla que rogaba que se le concedieraayuda y consejo. De forma inconsciente,su marido acababa de revelarle queexistía un mundo de intenciones yaspiraciones íntimas que reconocíacomo propias, pero que guardaba casiexclusivamente para sí.

Cuando se acercó a él y sintió elreconfortante roce de su mano,

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comprobó que había vuelto a cerrar losojos, en esta ocasión por sí mismo, yque su cabeza reposaba en calma sobrela almohada. Estiró suavemente lassábanas y, tapando con cuidado la luz dela vela con una mano, se quedóobservándole durante unos minutos. Ensu rostro se dibujaba una sonrisa quetransmitía una extrañísima sensación depaz.

Luego, apagó la vela, se arrodilló,y estuvo un rato rezando antes de volvera la cama. Pero no consiguió dormirse.Se pasó toda la noche despierta,pensando, haciéndose preguntas,rezando, hasta que por fin, cuandocomenzó el coro matinal de los pájarosy los primeros rayos del amanecer

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dieron en las verdes persianas, elagotamiento hizo que se rindiera alsueño.

Pero mientras dormía, el vientocontinuó bramando allá lejos, en elBosque. Sonaba cada vez más cerca; aveces incluso demasiado cerca.

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5

La partida de Sanderson hizo que la

relevancia de aquellos extrañosincidentes disminuyeraconsiderablemente, pues el estado deánimo que los había producido ya habíapasado. Al poco tiempo, la señoraBittacy terminó por considerar que leshabía dado una importanciadesproporcionada y que, en granmedida, todo había sido producto de supropia imaginación. No le sorprendió larapidez con que se produjo aquelcambio, puesto que sucedió de unaforma perfectamente natural. Por un

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lado, su marido nunca habló del asunto,y por otro, ella misma recordó cuántasveces a lo largo de su vida habíaocurrido que algo que en su momento lepareció extraño e inexplicable,finalmente había resultado ser del todobanal.

Como es natural, achacó a lapresencia del artista y a susdescabelladas y sugerentes charlas laprincipal responsabilidad de losucedido. Con su anhelada partida, elmundo se volvió de nuevo un lugarnormal y seguro. Las fiebres, aunquecomo de costumbre duraron pocotiempo, no permitieron a su maridolevantarse para despedirse, y fue ellaquien tuvo que transmitirle sus disculpas

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y decirle adiós de su parte. El aspectoque tenía el Señor Sanderson por lamañana no podía ser más normal. Con susombrero de hombre de ciudad y susguantes —así vestía cuando ella le viopartir— parecía un ser dócil ytotalmente inofensivo.

«¡Al fin y al cabo —pensó,mientras le observaba alejarse en uncarro tirado por dos ponis—, no es másque un artista!» Su exigua imaginaciónno se aventuró a desvelar qué otra cosahabía pensado que pudiera ser. Elcambio que se había producido en sussentimientos era muy saludable yreconfortante. Se sentía un pocoavergonzada de su comportamientoanterior. Cuando él se agachó para

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besarle la mano, le dirigió una sonrisa—sincera, pues sincero era el alivio quesentía— pero no hizo mención alguna ala posibilidad de una segunda visita, ypara su tranquilidad y satisfacción, sumarido tampoco había dicho nada alrespecto.

Aquella pequeña familia volvió acaer en la soñolienta y cotidiana rutina ala que estaba acostumbrada. El nombrede Arthur Sanderson apenas salía arelucir. Por su parte, ella tampocomencionó a su marido el incidente de susonambulismo ni las insensateces quehabía dicho en aquella ocasión. Peroolvidar era igualmente imposible. Loocurrido era el misterioso síntoma dealgo que permanecía sepultado en lo

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más hondo de su ser, como el foco deuna enfermedad que tan sólo esperabauna oportunidad para propagarse. Todaslas mañanas y todas las noches rezabapara que no fuera así; para que pudierallegar a olvidarlo; para que Dios libraraa su marido de todo mal.

A pesar de aquella insensatezaparente, que muchas personas tomaríanquizá por un signo de debilidad decarácter, la señora Bittacy era enrealidad una persona equilibrada,sensata e imbuida de una fe sincera yprofunda. Valía mucho más de lo queella pensaba. Para ella, el amor quesentía por su marido y el que sentía porDios, venían a ser la misma cosa, y esoes algo que sólo está al alcance de un

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alma verdaderamente noble.Cuando finalmente llegó el verano

lo hizo lleno de belleza y violencia. Debelleza, porque las lluvias nocturnasrefrescaban la atmósfera, prolongaban elesplendor de la primavera y lo extendíana lo largo del mes de julio, manteniendoel verdor y la juventud del follaje; y deviolencia, porque los vientos queazotaban el sur de Inglaterra afectabantambién al resto del país y lo lanzaban auna danza frenética. Zarandeaban losbosques de una forma impresionante ylos tenían bramando sin parar con unavoz grandiosa. Sus notas más gravesnunca abandonaban el cielo. Cantaban ygritaban, mientras las hojas arrancadaspasaban volando a toda velocidad,

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mucho antes de que hubiera llegado suhora. Fueron muchos los árboles que,tras varios días de bramidos y danzas,se desplomaron exhaustos contra elsuelo. Dos ramas del cedro del jardíncayeron en días sucesivos y justo a lamisma hora... antes del ocaso. Eraentonces cuando el viento soplaba conmás fuerza, para no amainar hasta quesalía el sol. Sus enormes ramas, comoun par de oscuros despojos, cubrían lamitad del jardín. Estaban tendidastransversalmente, apuntando endirección a la casa. Habían dejado unhorrible vacío en el árbol, hasta talpunto que el cedro del Líbano parecíainacabado, casi destruido; una especiede monstruo al que se le hubiera

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arrebatado su antigua gallardía ymagnificencia. La parte del Bosque quese podía ver ahora era mucho mayor, y através de aquella brecha abierta en lasdefensas, parecía asomarse para echarun vistazo. Desde las ventanas de lacasa —sobre todo desde las del salón yel dormitorio— se tenía ahora una vistadirecta de los claros y las espesuras quese extendían a lo lejos.

La sobrina y el sobrino de laseñora Bittacy, que se encontrabanentonces pasando unos días con ellos, sedivirtieron de lo lindo ayudando a losjardineros a retirar los restos del árbol.Emplearon dos días en hacerlo, porqueel señor Bittacy insistió en que seretiraran las ramas enteras. No permitió

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que las cortaran, y tampoco consintióque se usaran para hacer leña. Bajo susupervisión, aquellas pesadas molesfueron arrastradas hasta el extremo deljardín y colocadas en la línea fronterizaque le separaba del Bosque. A los niñosaquella idea les pareció estupenda y sesumaron a ella con entusiasmo. Habíaque asegurar a toda costa una defensacontra el avance del Bosque. Se habíandado cuenta de que su tío se lo tomabatodo muy en serio y percibieron,además, que debía tener algún motivooculto; de ese modo, una visita que porlo general no solía hacerles muchagracia, se convirtió en el granacontecimiento de las vacaciones. Enesta ocasión fue tía Sofía la que les

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pareció una aburrida y una mandona.—Se ha convertido en una vieja

maniática —manifestó Stephen.Pero Alice, que había advertido en

aquel disgusto sordo de su tía algo quele resultaba un poco alarmante, dijo:

—Creo que tiene miedo de losbosques. ¿Te has fijado? Nunca nosacompaña cuando vamos al bosque.

—Razón de más para que hagamosque este muro sea inexp... muy gordo, ymuy grueso, y muy sólido —concluyó él,incapaz de pronunciar aquella palabratan larga—. Entonces nada —absolutamente nada— podráatravesarlo. ¿Verdad que no, tío David?

Y el señor Bittacy, que se habíadesprendido de la chaquetaytrabajaba

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con el chaleco moteado puesto, seacercó resoplando en su ayuda, y sepuso a colocar aquella inmensa rama delcedro a modo de seto.

—Venga —dijo—, ya sabéis queesto tiene que estar terminado antes deque se haga de noche sea como sea. Elviento ya ha empezado a bramar allálejos en el Bosque.

Y Alice, haciéndose eco de la frasede su tío, añadió en voz baja:

—Stevie, date prisa, no seas vago.¿No has oído lo que ha dicho el tíoDavid? ¡Va avenir y nos atrapará antesde que hallamos terminado!

Trabajaban como mulas, yentretanto, sentada bajo la mata deglicina que trepaba por el muro sur de la

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casita del jardinero, la señora Bittacy,labor en mano, les observaba y, de vezen cuando, les hacía pequeñasadvertencias y les daba consejos.Consejos de los que, naturalmente,hacían caso omiso. Aunque lo másprobable es que ni tan siquiera losoyeran, pues aquella cuadrilla detrabajadores estaba totalmenteenfrascada en su tarea. A su marido leadvertía que no sudara, a Alice que nose rompiera el vestido, a Stephen que noforzara la espalda al tirar. Su mentefluctuaba entre el botiquín homeopáticoque tenía en el piso de arriba y laansiedad por ver acabada cuanto antesaquella obra.

La caída de las ramas del cedro

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había hecho que sus preocupacionesvolvieran a despertar de su letargo. Elrecuerdo de la visita del señorSanderson, que llevaba bastante tiempohundido en el olvido, volvía a cobrarvida. De nuevo le venía a la memoria laextraña y detestable forma de hablar quetenía aquel hombre, y muchas cosas queconfiaba no tener que volver a recordarasomaban ahora a su cabeza desde esaregión del subconsciente donde nada seolvida. Aquellas cabezas la miraban yasentían. Seguían estando bien vivas; noparecían dispuestas a que se las dejara aun lado y se las enterrara para siempre.«¡Escucha! —susurraban— ¿Acaso no telo habíamos advertido?» Simplementehabían estado esperando a que llegara el

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momento de reafirmar su presencia.Aquella vaga angustia que antes sintieravolvió a apoderarse de ella. La ansiedady el desasosiego regresaron. Elespantoso abatimiento también.

Aunque el incidente de lamutilación del cedro carecía deimportancia, la actitud que habíaadoptado su marido parecía dotarlo deuna enorme transcendencia. No es quehubiera dicho, hecho o dejado de hacernada en concreto que la hubieraasustado, pero aquel aire de gravedadque irradiaba le parecía totalmenteinjustificado. Daba la sensación de que,para él, aquello era algo muyimportante. Se le veía preocupado. Eseinterés y ese desasosiego, de los cuales

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no había visto ni percibido nada a lolargo de todo el verano, hacía que ahorase diera cuenta de que se los habíaestado ocultando intencionadamente; loshabía mantenido en secreto a propósito.En lo más hondo de su ser circulaba unacorriente de pensamientos, de deseos yde esperanzas muy distintos a los quemostraba hacia fuera. ¿Cuáles eran? ¿Adónde le conducían? El accidente quehabía sufrido el árbol ponía todoaquello de manifiesto de una forma muydesagradable y, seguramente, mucho másde lo que él mismo se daba cuenta.

Se quedó mirando el rostro serio ygrave de su marido mientras trabajabaen aquel lugar con los niños, y cuantomás le observaba, más se iba asustando.

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Le irritaba que los niños trabajaran contanto ahínco. De manera inconsciente leestaban apoyando. Ni se atrevía aponerle un nombre a su miedo. Pero allíestaba, esperando.

Por otra parte, en la medida en quesu confusión mental le permitía hacerfrente a unos temores tan vagos eincoherentes, lo cierto es que la caída delas ramas del cedro contribuía a hacerque los sintiera más próximos. El hechode que tuviera conciencia de ellos, apesar de lo incomprensibles e informesque eran, y de que los sintiera vivos yactivos aunque estuvieran fuera de sualcance, la llenaba de un asombro en elque se mezclaban la confusión y elespanto. Su presencia era real, su fuerza

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arrebatadora, su ocultación parcialabominable. Entonces, de entre lasbrumas de su mente, rescató una idea yvio como se destacaba nítidamente antesu ojos. Le costaba trabajo expresarla enpalabras, pero su significado venía a serel siguiente: aquel cedro era unapresencia amiga; su caída presagiabaalgún desastre; a raíz de ello unaespecie de influencia protectora querodeaba a la casa, y especialmente a sumarido, se había debilitado.

—¿Por qué te asustan tanto losvientos fuertes? —le había preguntadoél varias veces hacía unos días, cuandoel viento soplaba con especialviolencia. A ella misma le sorprendió surespuesta mientras la decía. Una de

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aquellas cabezas se asomó de formainconsciente, y dejó escapar la verdad:

—David... porque me producen lasensación de que... traen con ellos elBosque —balbució—. Arrastranconsigo algo que hay en los árboles... ylo introducen en nuestras mentes... ennuestra casa.

Durante un instante se le quedómirando fijamente.

—Será por eso que los amo —respondió—. Esparcen las almas de losárboles por el cielo como si fuerannubes.

Ahí se acabó la conversación.Nunca antes le había oído hablar así.

En otra ocasión, cuando trató deconvencerla para que le acompañara a

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uno de los claros más próximos, ella lepreguntó por qué se llevaba el hachapequeña, y para qué la quería.

—Para cortar la hiedra que seagarra a los troncos y les va quitandovida —dijo.

—¿Pero eso no es tarea de losguardabosques? Para eso se les paga,¿no?

Él le respondió explicándole que lahiedra era un parásito, que los árbolesno sabían cómo combatirla por símismos, y que los guardabosques erandescuidados y no hacían las cosas aconciencia. Daban un tajo aquí y otroallá, dejando que fuera el árbol el que seocupara del resto, si es que podía.

—Además, me gusta hacer cosas

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por ellos. Me encanta ayudarlos yprotegerlos —añadió; sus palabrasfluían envueltas por el murmullo delfollaje mientras paseaban.

Aquellos comentarios dispersos,unidos a su actitud hacia el cedro roto,revelaban ese cambio extraño y sutil quese estaba operando en su personalidad.De forma lenta, pero imparable, habíaido creciendo a lo largo de todo elverano.

Estaba creciendo —y de sólopensarlo se sobrecogía— exactamenteigual que un árbol. Aunque la evidenciaexterna que se apreciaba día a día eratan ligera que pasaba casidesapercibida, aquella marea crecienteera profunda e irresistible. La alteración

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se extendía por todo su ser y semanifestaba tanto en su mente como ensus actos; a veces incluso en su rostro.En ocasiones podía llegar a ser algo tanpatente que la asustaba. Era como si lavida de su marido se estuviera ligandoestrechamente a la de los árboles y atodo lo que los árboles significaban.Cada vez coincidían más sus intereses ylos de ellos, su actividad cada vezestaba más relacionada con la de ellos,sus pensamientos y sus sentimientos separecían más a los de ellos, y lo mismoocurría con sus objetivos, susesperanzas, sus deseos, su destino...

¡Su destino! Al pensarlo, la sombrade un terror inmenso e indefinido seproyectó sobre ella. Algún instinto

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profundo de su corazón, al que temíainfinitamente más que a la muerte —que,al fin y al cabo, no era para el alma másque una dulce traslación— hacía que, deforma gradual, pensar en su maridoquedara asociado con pensar en árboles,sobre todo con los árboles de aquelBosque. A veces, antes que pudieraafrontarlo, quitárselo de la cabeza oconjurarlo con alguna oración, descubríaque al pensar en su marido la idea delBosque le venía inmediatamente a lacabeza; los dos estaban íntimamenteligados y unidos, cada uno de ellos eraparte y complemento del otro, formabanun único ser.

Aquella idea era demasiado difusapara poder contemplarla cara a cara.

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Hasta la mera posibilidad de intentarlose esfumaba en el momento en quetrataba de concentrarse en ella paradesentrañar cuál fuera su verdad. Erademasiado esquiva, demasiadodescabellada y proteica. Bastaba consometerla a un minuto de atención paraque su propio significado sedesvaneciera, se volatilizara. Enrealidad, por más que se esforzara nopodía encontrar palabras con queexpresarla; quedaba fuera del alcance decualquier pensamiento concreto. A sumente le era imposible asimilarla.Mientras se desvanecía, el rastro quehabía dejado al aproximarse primero ydesaparecer después, parpadeabadurante unos instantes ante su trémula

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mirada. El horror, ciertamente,permanecía.

Reducidos a la sencillez de unaformulación en los términos humanos alos que ella, por su propiotemperamento, tendía de formainstintiva, sus temores podríanexpresarse de la siguiente manera: sumarido la amaba, pero también amaba alos árboles; ahora bien, los árbolesestaban en primer lugar, tenían acceso aunas partes de él que ella desconocía. Siella amaba a Dios y a su marido, élamaba a los árboles primero y después aella.

Era así, bajo la apariencia de unacuerdo frágil y angustioso, cuyascondiciones resultaban particularmente

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conflictivas, como su mente perpleja seplanteaba la cuestión. Se estaba librandouna batalla sorda y oculta que, por elmomento, se encontraba todavía lejos.La desmembración del cedro no era sinoun episodio externo yvisible de uncombate, distante y misterioso, que, díaa día, se iba acercando más a ellos.Ahora el viento, en lugar de bramar allálejos, en el Bosque, se aproximaba; susráfagas intermitentes retumbaban ya entodos los límites y fronteras.

El verano, entre tanto, languidecía.Cruzaba ya los bosques el suspiro de losvientos otoñales; el color rojizo de lashojas empezaba a adquirir tonosdorados y el anochecer se adelantabacon su acogedor cortejo de sombras,

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cuando hizo su aparición el primer signode algo verdaderamente alarmante. Loque ocurrió entonces se manifestó conuna violencia áspera y tajante queindicaba que llevaba mucho tiempomadurando. No fue algo impulsivo opoco meditado. En cierto modo eraprevisible, incluso inevitable. Faltabansólo quince días para que, siguiendo sucostumbre anual, se mudaran a Seillans,un pueblecito junto a St. Raphael —algotan habitual en los últimos diez años queni siquiera merecía comentario algunoentre ellos— cuando, de pronto, el señorBittacy se negó a ir.

Tras poner la mesa para el té,Thompson había colocado el quemadorbajo su urna, bajado las persianas con la

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agilidad y el silencio que lacaracterizaban y, finalmente, habíasalido de la habitación. Las lámparasestaban todavía sin encender. Elresplandor del fuego del hogar sereflejaba en los sillones de zaraza yBoxer dormía tumbado en la negraalfombra de crin. En las paredes, losmarcos dorados de los cuadros brillabandébilmente, mientras que los lienzosquedaban en penumbra. La señoraBittacy había calentado ya la tetera y sedisponía a echar agua en las tazas paracalentarlas, cuando su marido, alzandola vista desde su silla y mirando hacia elotro extremo de la chimenea, dio aconocer bruscamente su decisión.

—Querida, de veras, es

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absolutamente imposible que vaya. —dijo, como si hubiera seguido unrazonamiento del cual a ella sólo lellegaba la última frase.

Fue algo tan brusco y tanincoherente que en un primer momentolo interpretó de forma errónea. Creyóque hablaba de ir al jardín o a losbosques. En cualquier caso, al oírlo, ledio un vuelco el corazón. El tono de suvoz no hacía presagiar nada bueno.

—Claro que no —respondió— nosería nada sensato. ¿Por qué ibas a tenerque...? —pensaba en la neblina quesiempre se extendía por el jardín en lasnoches de otoño; pero antes de quehubiera acabado la frase ya sabía que élhablaba de algo distinto. Y entonces, por

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segunda vez, el corazón le dio un vuelcoterrible.

—¡David! ¿No te referirás a ir alextranjero? —dijo con un grito ahogado.

—Sí, querida, a eso me refiero.Esa forma de hablar le recordaba

al tono que solía emplear hace añoscuando se despedía antes de una de esasexpediciones a la jungla que ella tantotemía. En aquellas ocasiones su vozsiempre sonaba así de resuelta, así deseria. Con idéntica resolución yseriedad sonaba ahora. Durante un ratono se le ocurrió qué decir. Se entretuvojugueteando con la tetera. Llenó una tazacon agua caliente hasta que rebosó, yluego la vació lentamente en el cuencode los posos, poniendo el máximo

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empeño en que él no se diera cuenta deltemblor de su mano. La luz de lachimenea y la penumbra de la habitaciónle ayudaron a conseguirlo. Pero, detodos modos, él difícilmente lo habríaadvertido. Sus pensamientos seencontraban muy lejos...

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6

La casa en la que vivían nunca

había sido del agrado de la señoraBittacy. Prefería un campo más llano yabierto, en el que todas las vías deacceso estuvieran bien a la vista. Legustaba ver qué era lo que se acercaba.Aquella casa de campo, situada justo enel lindero de los antiguos terrenos decaza de Guillermo el Conquistador,nunca se había ajustado a su idea de loque es un lugar agradable y seguro en elque vivir. Algún lugar en la costa, conunas colinas peladas a la espalda y unhorizonte despejado enfrente, como

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Eastbourne por ejemplo, era su ideal delo que debe ser un hogar como Diosmanda.

Aquella aversión instintiva quetenía a sentirse rodeada, sobre todo deárboles, era algo extraño, casi unaespecie de claustrofobia; y, como ya seha señalado, seguramente se remontabaa los días pasados en la India, cuandolos árboles le arrebataban a su maridorodeándole de peligros. En aquellassemanas de soledad había idomadurando ese sentimiento, y aunquehabía intentado hacerlo frente a sumanera, no lo había conseguido.

Cuando ya lo creía dominado,siempre se las arreglaba para metérseleotra vez dentro bajo una nueva

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apariencia. En este caso concreto, alhaber cedido al intenso deseo que habíamanifestado su marido con respecto a lacasa, creía haber ganado la batalla, peroel terror de los árboles regresó antes deque hubiera pasado un mes. Los árbolesse reían de ella en su misma cara.

Siempre tenía presente que su casaestaba rodeada por una formidablemuralla formada por centenares deleguas de bosque; una presencia,multitudinaria y vigilante, quepermanecía a la escucha y les cerrabatodas las salidas que permitían escaparhacia la libertad. Al no ser una personade inclinaciones morbosas, hacía todo loposible por desterrar talespensamientos, y dado lo sencilla y lo

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poco artificial que era su mente,conseguía borrarlos de su cabezadurante varias semanas seguidas. Pero,de pronto, volvía a asaltarla con unaráfaga de una realidad desoladora. Porotra parte, no era algo que existieraexclusivamente en su pensamiento o quedependiera de cuál fuera su estado deánimo; aquel miedo tenía vida propia,iba y venía, pero cuando se marchaba...lo hacía tan sólo para observarla desdeotro ángulo. Se mantenía al acecho...esperándola a la vuelta de la esquina.

El Bosque nunca llegaba a dejarlaen paz del todo. Siempre estabadispuesto a meterse en su terreno. Aveces se lo imaginaba alargando todassus ramas en una misma dirección, hacia

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su pequeña casa y su minúsculo jardín,como si quisiera arrastrarlos y fundirlosconsigo. Al grandioso espíritu quealentaba en el corazón del Bosque lemolestaba la presencia de aquel jardíntan coqueto justo a sus puertas, leparecía una ofensa, una insolencia, unaprovocación. Si podía lo absorbería y loasfixiaría. Los atronadores mensajes queproclamaban los vientos a través de lainmensa caja de resonancia queformaban un millón de árboles enmovimiento, comunicaban ese mismopropósito. Aquel poderoso espírituestaba molesto. Su bramido, profundo eincesante, expresaba el sentir de sucorazón.

Todas estas cosas nunca las llegaba

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a expresar en palabras; las sutilezas dellenguaje no estaban a su alcance. Pero,instintivamente, las sentía; y más quesentirlas, le turbaban profundamente.Sobre todo a causa de su marido. Dehaber sido algo que tan sólo le afectaraa ella, tal pesadilla le hubiera dejadoindiferente. Era aquel extraño interésque David tenía por los árboles lo quela provocaba.

Finalmente, los celos, en su aspectomás sutil, vinieron a fortalecer larepugnanciayla animadversión que leproducían los árboles, pues sepresentaron de una manera a la queninguna esposa sensata habría podidoponer objeción alguna. La pasión de sumarido, pensaba, era algo natural e

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innato en él. Había determinado suvocación, alimentado su ambición ynutrido sus sueños, sus deseos y susesperanzas. Los mejores años de su vidalos había dedicado al cuidado y lavigilancia de los árboles. Los conocía,sabía los secretos de su vida y de sunaturaleza, era capaz de «manejarlos»intuitivamente, igual que otras personas«manejan» a un perro o un caballo. Nopodía vivir alejado de ellos durantemucho tiempo sin sentir una extraña eintensa nostalgia que le robaba latranquilidad de espíritu y la fortalezafísica. Un bosque le hacía sentirse felizy en paz; le cuidaba, le nutría, letranquilizaba. Los árboles incidían enlas mismas fuentes de su vida, frenaban

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o aceleraban el propio latir de sucorazón. Separado de ellos languidecía,como languidece tierra adentro quienama el mar o se consume el montañeroen la plana monotonía de las llanuras.

Aquello era algo que hasta ciertopunto llegaba a entender y con lo quepodía mostrarse indulgente. Se habíaplegado sin quejarse, dulcementeincluso, a la elección que había hecho sumarido de su hogar en Inglaterra, a pesarde que, en la pequeña isla, no hay ningúnlugar que evoque tanto las selvas de lastierras vírgenes como el Nuevo Bosque.Posee esa atmósfera y ese misteriogenuinos, la profundidad y el esplendor,la soledad y, aquí y allá, el carácterfuerte e indómito de los bosques

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antiguos que Bittacy había conocidocuando trabajaba para el DepartamentoForestal.

Tan sólo en una cuestión se habíaplegado él a sus deseos. Accedió a quela casa estuviera en el lindero y no en elcorazón del Bosque. Ya llevaban más dediez años viviendo felices y en paz alborde de aquella extensa masa quecubría cientos de leguas con una marañade ciénagas, páramos y ancianos ymajestuosos árboles.

Sólo durante los dos últimos años,poco más o menos —debido quizá alnatural envejecimiento y al consiguientedeclive físico— se había producido unsignificativo aumento de su apasionadointerés por el bienestar del Bosque.

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Ella, que lo había visto crecer, alprincipio se lo había tomado a risa,después se había mostrado comprensiva—en la medida en que su sinceridad selo permitía— más tarde había discutidolevemente y, por fin, se había dadocuenta de que aquel tema la desbordabay había terminado por cogerle un miedoatroz.

Como es natural, cada uno de ellosveía las seis semanas que todos los añospasaban lejos de su casa inglesa de muydistinta manera. Para su maridosignificaba un doloroso exilio que nohacía ningún bien a su salud; echaba demenos sus árboles... su visión, susonido, su aroma; pero para ellasignificaba liberarse de un terror

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obsesionante... escapar. Renunciar a lasseis semanas en la resplandeciente ysoleada costa francesa, era algo queaquella mujer, a pesar de sugenerosidad, no quería ni plantearse.

Tras la sorpresa inicial que leprodujo aquella decisión, se puso areflexionar con toda la profundidad quele permitía su naturaleza: rezó, lloró ensecreto... y tomó una determinación. Sedaba perfecta cuenta de que la voz deldeber la orientaba hacia la renuncia. Lapenitencia sin duda sería muy severa —¡por el momento no quería ni imaginarselo severa que podría llegar a ser!—pero aquella cristiana auténtica yconsecuente tenía las cosas muy claras;aceptó, sin proferir suspiros de mártir,

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aunque al hacerlo demostrara un corajedigno de una verdadera mártir. Sumarido no tenía que descubrir jamás elprecio que había pagado por ello.Quitando aquella pasión, la generosidadde su marido era siempre tan grandecomo la suya. El amor que ella le habíaprofesado durante todos estos años,como el amor que profesaba a su deidadantropomorfa, era profundo y verdadero.Siempre estaba dispuesta a sufrir porcualquiera de los dos. Además, sumarido había planteado las cosas de unaforma muy singular. No parecía tratarsede una mera preferencia egoísta. Desdeun principio daba la impresión de que loque estaba en juego era algo mucho másserio que un mero conflicto entre dos

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voluntades que trataban de encontrar unasolución de compromiso.

—Tengo la sensación, Sofía, deque no sería capaz de soportarlo —dijolentamente mientras lanzaba una miradaal fuego por encima de la punta de susbotas embarradas—. Mi deber y mifelicidad están aquí, con el Bosque ycontigo. Mi vida está profundamenteenraizada en este lugar. Hay algo, nosabría cómo definirlo, que conecta miser interior a estos árboles, y laseparación me haría enfermar... podríaincluso matarme. Mi apego a la vida sedebilitaría; mi fuente de energía estáaquí. No sabría explicarlo mejor. —Lamiraba fijamente a la cara desde el otroextremo de la mesa, de tal modo que ella

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podía ver la gravedad de su expresión yel brillo que desprendían aquellos ojosque tenía clavados en los suyos.

—¿David, así de fuerte lo sientes?—inquirió. Se había olvidado porcompleto de ocuparse de las cosas delté.

—Sí —respondió— así lo siento.Y no es algo meramente fisico. Tambiénlo siente mi alma.

Como si se tratara de una presenciafisica, la realidad que se insinuaba trassus palabras se introdujo en lahabitación en penumbra y se colocó a sulado. Aunque no había entrado por lospaneles de cristal de la puerta, habíaocupado todo el espacio que se extendíaentre las paredes y el techo. El calor del

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fuego que tenía delante de elladesapareció al instante. De pronto tuvofrío y se sintió un poco confusa yasustada. Casi le parecía oír el rumor delas hojas mecidas por el viento. Aquelser estaba allí, entre ellos dos.

—Creo que hay cosas... ciertascosas... —dijo con voz entrecortada—que no nos está permitido conocer. —Enaquellas palabras se resumía su actitudgeneral ante la vida y no simplemente enlo que hacía a este incidente enparticular.

Tras varios minutos de silencio, sumarido, pasando por alto aquella crítica,como si no la hubiera oído, le respondiócon voz grave:

—Verás, no puedo explicarlo

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mejor. Pero sé que existe un vínculoprofundo y formidable... hay una fuerzasecreta que emana de ellos que hace queme sienta bien, feliz... y vivo. Si nopuedes comprenderlo, confío en que almenos sabrás... perdonarme. —Su tonose volvió tierno, dulce, suave—. Soyconsciente de que mi egoísmo no tienedisculpa posible. Pero es algo que, poralguna razón, no puedo evitar; estosárboles y este anciano Bosque parecenestar entrelazados con todo lo que mehace vivir, y si me fuera...

En su voz se apreciaba un ligeroabatimiento. Se calló bruscamente y serecostó en la silla. Su esposa, con unnudo en la garganta que apenas podíacontrolar, se acercó hasta él yle rodeó

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con sus brazos.—Querido, Dios nos guiará.

Aceptaremos su consejo. Siempre nos hamostrado cuál era el camino quedebíamos seguir —le susurró.

—Me duele ser tan egoísta... —empezó a decir él, pero su esposa no ledejó continuar.

—David, Él nos guiará. Nada tehará daño. Jamás has sido egoísta, y nopuedo soportar oírte decir esas cosas.Se nos mostrará el camino que sea mejorpara ti... para los dos —le besó; noquería dejarle hablar; se le encogía elcorazón. La compasión que sentía por élera mucho mayor que la que sentía por símisma.

Luego él le sugirió que se fuera ella

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sola a la casa de campo de su hermano,aunque fuera por menos tiempo, para asíestar con los niños, Alice y Stephen.Como ella bien sabía, allí siempre erabien recibida.

—Necesitas un cambio, lonecesitas tanto como yo lo temo —ledijo, una vez que la doncella salió trasencender las lámparas—. Ya me lasarreglaré hasta que regreses, además, asíno me sentiré tan culpable. Quierodemasiado a este Bosque como paraabandonarlo. Querida Sofia, creoincluso que... —se incorporó en la silla,la miró, y acabó la frase casi en unsusurro— nunca podré volver aabandonarlo. Mi vida y mi felicidad seencuentran aquí.

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Aunque ni por un momento se lepasó por la cabeza la idea de dejarlesolo, rodeado de aquel Bosque queentonces podría ejercer sin trabas suinfluencia sobre él, al oírle deciraquello, no pudo evitar sentir una aguday ceñida punzada de esos sutiles celosque le atormentaban. Amaba al Bosquemás que a ella, lo ponía en primer lugar.Además, tras aquellas palabras seocultaba esa idea que nunca se atrevía aformular y que tanto le inquietaba. Elterror que Sanderson había traídoconsigo revivió y batió sus alas delantede sus propios ojos. Del conjunto de laconversación —de la que este diálogono era sino un fragmento— se derivabauna consecuencia inefable: del mismo

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modo que él no podía prescindir de losárboles, tampoco ellos podíanprescindir de él. La manera tan vívidaque tenía su marido de ocultar y hacerpatente a la vez aquel hecho, la llenabade un profundo desasosiego que,traspasando la frontera entre elpresentimiento y la advertencia, seadentraba de lleno en el terreno de laauténtica alarma.

Él se daba perfecta cuenta de quelos árboles, aquellos árboles que habíacuidado, protegido, vigilado y amado, leecharían de menos.

—David, me quedaré aquí, contigo.Creo que me necesitas, ¿verdad? —aquellas palabras le salieron de lo máshondo del corazón, teñidas de ansiedad

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y con una nota de sentida pasión.—Ahora más que nunca, querida.

Dios te bendiga por tu dulcegenerosidad. Tu sacrificio —añadió—lo es aún más porque no entiendes larazón por la que tengo que quedarme.

—¿Tal vez por primavera...? —dijo con voz trémula.

—Por primavera... tal vez —lerespondió suavemente, casi en unsuspiro—. Entonces no me necesitarán.A todo el mundo le gustan en primavera.Es en invierno cuando se sienten solos yabandonados. Precisamente ése es elmomento en que más me gusta estar conellos. Para mí es casi un deber, unaverdadera obligación.

De este modo, sin mediar más

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palabras, la decisión quedó tomada. Laseñora Bittacy, por lo menos, no hizomás preguntas. Sin embargo, tampococonsiguió forzarse a sí misma ademostrar más comprensión de lanecesaria. Creía que hacerlo podíaconducir a que él se explayara con máslibertad y le contara cosas de las que noquería ni oír hablar. Y ése era un riesgoque no se atrevía a correr.

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7

Aquella conversación tuvo lugar a

finales de verano y, muy poco después,entró por fin el otoño. En realidad, dichaconversación marcó el umbral entre lasdos estaciones, y al mismo tiempo, trazóla línea divisoria que señaló el cambiode su marido, que de una actitud pasivapasó a otra desafiante La señora Bittacycasi llegó a pensar que había hecho malen ceder; su marido se envalentonó ydejó a un lado toda ocultación. Ahoramarchaba al Bosque abiertamente,olvidando todas sus obligaciones ytodas sus ocupaciones anteriores.

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Incluso trataba de persuadirla de que leacompañara. Lo que hasta entonceshabía permanecido oculto resplandecíaahora sin ningún disimulo. La energíaque desplegaba su marido le dabaescalofríos, y no obstante, tampocopodía dejar de sentir admiración poraquel derroche de apasionamiento viril.Hacía tiempo que los celos, relegados aun segundo lugar, habían dado paso almiedo; su deseo ahora era, ante todo,protegerle. La esposa se habíaconvertido completamente en madre.

Aunque no solía hablar mucho...estaba claro que odiaba tener que volvera la casa. Se pasaba de la mañana a lanoche vagando por el Bosque; a menudosalía incluso después de cenar. Los

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árboles acaparaban todos suspensamientos: su follaje, su crecimiento,su desarrollo; lo maravillosos, lo bellosy lo fuertes que eran; su soledad cuandocrecían aislados y su poder cuandoformaban grandes masas. Conocía elefecto que cada viento ejercía sobreellos: el peligro del tempestuoso vientodel norte; el esplendor que acompañabaal viento del oeste; la sequedad que traíael viento del este, y la suave y húmedaternura que los vientos del sur dejabanen su ramaje cuando éste comenzaba aralear. Se pasaba el día entero hablandode lo que sentían: cómo absorbían la luzdel sol poniente, soñaban bajo el clarode luna o se estremecían al recibir elbeso de las estrellas. El rocío podía

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devolverles buena parte de su exaltaciónnocturna, pero la escarcha hacía que sehundieran bajo tierra con la esperanzade que en el futuro sus raíces volvierana adquirir tersura. Hablaba de cómoprotegían la vida a la que daban cobijo—los insectos, las larvas, las crisálidas—; y cuando los cielos descargabantrombas de agua sobre ellos, decía quese levantaban «inmóviles en un éxtasisde lluvia», y si los contemplaba al soldel mediodía, que «se erguían conelegancia sobre sus prodigiosassombras».

En cierta ocasión, el sonido de lavoz de su marido la había despertado enmedio de la noche. No hablaba ensueños, estaba completamente despierto;

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miraba hacia la ventana donde seproyectaba la sombra del cedro almediodía, y decía:

¡Ah!, ¿suspiras por el Líbanosiguiendo la larga brisa que fluye

hacia tu Oriente delicioso?Suspiras por el Líbano,

oscuro cedro;

y cuando, con una mezcla defascinación y terror, se volvió hacia él yle llamó por su nombre, él se limitó adecir:

—Querida, me acabo de dar cuentade lo solo y lo triste que se debe sentirese árbol aquí, en nuestro pequeñojardín inglés, mientras todos sushermanos del Oriente le llaman en

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sueños.Aquella respuesta le resultó tan

extravagante, tan poco «evangélica»,que se quedó esperando en silencio aque él se volviera a dormir. La poesíade aquellas palabras le dejó indiferente.Le parecía innecesaria y fuera de lugar.Los celos, el miedo y la desconfianza laatormentaban.

No obstante, sus temoresparecieron quedar subsumidos y sedisiparon en parte ante la admiracióninvoluntaria que sentía por laarrebatadora magnificencia del estadoen que se hallaba su marido. Cuandomenos, su ansiedad pasó del terrenoreligioso al médico. Se le ocurrió quequizá comenzaba a sufrir un ligero

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deterioro de sus facultades mentales. Nohay forma de saber cuántas veces dabagracias en sus oraciones por lainspiración que había hecho quepermaneciera a su lado para vigilarle yayudarle. Pero no cabe duda de que, porlo menos, lo hacía dos veces al día.

En cierta ocasión, cuando el señorMortimer, el vicario, les hizo una visitaen compañía de un doctor de ciertorenombre, había llegado incluso acomentarle a aquel profesional algunosde los síntomas del extraño estado enque se encontraba su marido. Surespuesta en el sentido de que «no habíanada que pudiera recetarle» no hizo sinocontribuir a aumentar aquella terribleperplejidad que sentía. Sin duda nunca

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antes sir James había sido consultado enunas circunstancias tan poco ortodoxas.Su sentido del decoro anuló de formaespontánea el instinto adquirido que leconvertía en un instrumento cualificadopara contribuir al bienestar del génerohumano.

—¿Está seguro de que no tienefiebre? —insistía en preguntarle ellaapresuradamente, decidida a sacar algode aquel hombre.

—Señora, como ya le he dicho, nohay nada que yo pueda hacer —fue surespuesta.

Evidentemente no era de su agradoque se le invitara de forma encubierta areconocer a un paciente mientrasdisfrutaba de una taza de té en el jardín,

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sobre todo cuando la posibilidad decobrar sus honorarios era más queproblemática. Le gustaba ver la lengua ytomar el pulso, pero también conocer elabolengo y el estado de la cuentacorriente de quien le interpelaba.Aquello no sólo era algo insólito sino,además, de un gusto pésimo. Y sin dudalo era. Pero aquella mujer angustiadatrataba de aferrarse desesperadamente acualquier cosa que le diera algunaesperanza.

La actitud desafiante de su maridose había vuelto tan abrumadora queapenas se atrevía a preguntarle nada. Noobstante, en la casa se mostraba en todomomento atento y cariñoso, y hacía todolo que estaba en su mano para que su

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sacrificio fuera lo más llevaderoposible.

—David, de verdad, es una locuraque salgas ahora. Hace una noche muyhúmeda y fría. La tierra está empapadade rocío. Vas a agarrar una pulmoníadoble.

El rostro de su marido se iluminó.—¿Por qué no vienes conmigo,

querida... aunque no sea más que unavez? Sólo voy hasta el recodo de losacebos para ver ese haya aislada queparece tan solitaria.

Durante las breves horas de latarde habían salido a dar una vueltajuntos en la oscuridad y habían pasadoal lado de aquel maligno grupo deacebos donde solían acampar los

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gitanos. Ninguna otra planta crecía enese lugar, tan sólo el acebo habíaconseguido arraigar en aquel terrenopedregoso.

—David, el haya se encuentra bieny está a salvo. —Había aprendido algode su fraseología; el amor, aunquetardíamente, la había vuelto másespabilada—. Esta noche no haceviento.

—Pero se está levantando —respondió—. Se está levantando por eleste. Lo he oído soplar entre las ramasdesnudas de los hambrientos alerces.Necesitan sol y rocío; siempre gritan asícuando les da el viento del este.

Cuando la señora Bittacy oyóaquello se apresuró a dirigir una oración

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a su divinidad. Ahora, siempre que élhablaba de la vida de los árboles con untono tan familiar y tan íntimo, sentíacomo si una lámina de hielo se apretaracontra su piel y su carne. Le temblabatodo el cuerpo. ¿Cómo era posible queél supiera aquellas cosas?

No obstante, en otros muchosaspectos —y particularmente en su tratocotidiano— se mostraba sensato yrazonable; cariñoso, amable, tierno. Tansólo daba muestras de uncomportamiento desquiciado yextravagante en todo lo que guardabarelación con los árboles. Curiosamente,daba la impresión de que, desde que seprodujo la desmembración del cedro —un árbol que, aunque de distinta manera,

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ambos amaban— su comportamiento sehabía ido desviando cada vez más de lanormalidad. ¿Por qué si no cuidaba deellos como cuidaría un hombre a un niñoenfermo? ¿Por qué alargaba susestancias fuera, sobre todo a la hora delcrepúsculo, para captar lo que élllamaba «su estado de ánimo nocturno»?¿Por qué se preocupaba tanto por elloscuando había amenaza de heladas o selevantaba el viento?

Una y otra vez se hacía la mismapregunta: ¿Cómo era posible que élsupiera esas cosas?

Finalmente, su marido salió, ycuando ella fue a cerrar la puerta, oyó alo lejos el bramido del Bosque...

Entonces otra pregunta le vino de

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pronto a la cabeza: ¿Y cómo era posibleque ella también las supiera?

Fue como un golpe súbito queimpactara al mismo tiempo sobre sucuerpo, su corazón y su mente. Elhallazgo se abalanzó sobre ella desde ellugar en donde estaba emboscado y laarrolló. Aquella verdad indiscutiblehizo que se le embotaran todas susfacultades mentales. Pero aunque alprincipio la dejó aturdida, no tardó enreaccionar, y todo su ser se aprestó aoponer una resistencia feroz. Un valordesesperado y calculado a un tiempo,similar al que anima a los líderes de unaespléndida causa perdida, inflamó aaquella pobre mujer de una fuerzagrandiosa e invencible. Aunque se sabía

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débil e insignificante, también sabía quela fuerza en que se apoyaba era capaz demover montañas. Su inquebrantable feera el arma que tenía en sus manos y, ala vez, el derecho por el cual reclamabapara sí dicha fuerza. Sin embargo, eraante todo aquel espíritu de sacrificio,desprendido y absoluto, quecaracterizaba su vida, el medio que lapermitía hacerla suya de formainmediata. Guiada por una especie deintuición pura e inmaculada, marchabaal combate. Su Dios y su Biblia larespaldaban.

Que tuviera semejante revelaciónquizá sea motivo de asombro; sinembargo, es muy posible que laexplicación resida, en parte, en la

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propia simplicidad de su naturaleza. Entodo caso, había ciertas cosas que podíaver con gran nitidez, aunque aquello leocurriera tan sólo en momentos muyconcretos: tras la oración, en medio dela quietud de la noche, o cuando sequedaba en la casa durante horas, asolas con su labor y sus pensamientos.Las orientaciones que recibía en esosmomentos de inspiración se le quedabangrabadas aun cuando ya hubieraolvidado el modo en que se produjeron.

Aquellas revelaciones sepresentaban sin forma y sin palabras. Leresultaba imposible traducirlas acualquier tipo de lenguaje, pero por elmismo hecho de no quedar formuladasen frases, conservaban plenamente toda

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su fuerza original.Tras varias horas de paciente

espera llegó la primera, y en díassucesivos, ya con más facilidad, de unaen una fueron llegando gradualmente lasdemás. Su marido llevaba fuera desdeprimeras horas de la mañana y se habíallevado consigo el almuerzo. Esperabasentada junto a la bandeja del té, con lastazas y la tetera calientes, los panecillosreposando al lado de la chimenea paraque no se enfriasen, y todo listo para elmomento en que él regresara, cuando, depronto, se dio cuenta de que aquello quele había hecho salir, aquello que un díatras otro le hacía pasar tantas horasfuera de la casa, aquello que se oponía asu pequeña voluntad y a sus instintos era

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algo tan inmenso como el mar. No setrataba simplemente del encanto quepodía tener cada árbol por separado,sino de algo masivo y descomunal. Entorno a ella se alzaba hacia el cielo, auna escala gigantesca y con un poderíoabsolutamente prodigioso, la colosalmuralla que simbolizaba su frontalantagonismo. Lo que hasta entonces lehabía parecido un conjunto de formasverdes y frágiles que se balanceaban ysusurraban mecidas por el viento, no era—por así decirlo— más que la espumaque emerge de pronto en la distancia alborde de un abismo insondable. Losárboles, en efecto, eran los centinelasapostados en los límites de uncampamento que permanecía oculto. El

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espantoso rumor y el murmullo dellejano núcleo principal penetraba enaquella habitación en calma y se fundíacon el crepitar del fuego de la chimeneay con el silbido del calentador de agua.Allá fuera, en las lejanas profundidadesdel Bosque, en su mismo centro, aquellacosa que bramaba sin parar parecíaestar creciendo de una forma espantosa.

Y con aquel sonido llegaba tambiénla sensación de que la batalla que seavecinaba —la batalla entre ella y elBosque por el alma de su marido—sería la decisiva. Aquel presentimientoera tan palpable que no le hubieraextrañado en absoluto que Thompsonentrara en la habitación para informarla,con toda tranquilidad, que la casa estaba

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sitiada: «Disculpe señora, los árbolesrodean toda la casa». Y su respuestabien pudiera haber sido: «No pasa nada,Thompson. El grueso del ejército aún seencuentra lejos».

A esa primera certeza le siguióinmediatamente otra, cuya autenticidadle resultó tan incontestable que leprodujo verdadero espanto. Se dabacuenta de que los celos no afectabanexclusivamente al mundo de loshumanos y de los animales, sino que seextendían a la creación entera: el ReinoVegetal también los experimentaba, lallamada «naturaleza inanimada» loscompartía con el resto de los seres, losárboles también los sentían. AquelBosque que podía ver desde la ventana,

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erguido en el silencio del atardecerotoñal al otro extremo del jardín,también parecía entenderlo así. El flujodel deseo de ese poder implacable einfinitamente ramificado, cuyo objetivoera poseer él solo aquello que amaba ynecesitaba, se expandía a través de susmillones de hojas, de tallos y de raíces.En los seres humanos, por supuesto, setrataba de un deseo consciente, y en losanimales actuaba con la inmediatez deun instinto; pero en los árboles los celosse manifestaban mediante una especie demarea ciega de una ira impersonal einconsciente, capaz de barrer todaresistencia que le saliera al paso comoel viento barre la nieve en polvo de unasuperficie helada. Formaban una legión

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cuyo número se veía constantementeincrementado con nuevos refuerzos, yuna vez que se habían dado cuenta deque su pasión era correspondida, supoder ya no dejaba de aumentar. Sumarido amaba los árboles... Ellos sehabían enterado... Y terminarían porarrebatárselo... Porque también ellos leamaban.

Entonces, mientras los pasos quevenían del recibidor y el sonido de lapuerta de entrada al cerrarse leinformaban del regreso de su marido,vio una tercera cosa con toda claridad:se dio cuenta del abismo que se estabaabriendo entre los dos. Aquel otro amorera el causante. Durante todas aquellassemanas de verano en que se había

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sentido tan unida a él —especialmentetras realizar el mayor sacrificio de suvida quedándose a su lado para ayudarle—, su marido, lenta pero firmemente,había ido alejándose de ella. Ahora esedistanciamiento era ya un hechoconsumado. Había ido madurandodurante todo ese tiempo hasta abrir unaprofunda sima entre los dos. A travésdel vacío que los separaba, laperspectiva que se tenía de dichocambio era particularmente cruel. Alotro lado, la imagen de su cara y de sufigura, que con tanta ternura habíaquerido e idolatrado antes, se veíalejana, borrosa, pequeña; le daba laespalda, y mientras ella le observaba, seiba alejando... se alejaba de ella.

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Tomaron el té en silencio. No quisohacerle preguntas y él, por su parte,tampoco le contó nada sobre cómo habíapasado el día. Sentía que el corazón sele encogía y que la terrible soledad de lavejez se iba esparciendo por su ánimocomo una neblina gélida. Le observabacon atención, mientras trataba deatenderle en todo lo que necesitaba.Tenía el pelo revuelto y las botasestaban cubiertas de una gruesa y negracapa de barro seco. Al fijarse en susmovimientos, nerviosos y oscilantes, susmejillas palidecieron y un espantosoescalofrío le recorrió todo el cuerpo. Leevocaba el movimiento de los árboles.Los ojos de su marido fulguraban.

Traía encima un olor a tierra y a

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bosque que casi la asfixiaba,obligándola a hacer un gran esfuerzopara poder respirar; entonces, a la luz dela lámpara, descubrió algo que la sumióen un paroxismo de inquietud que apenaspodía controlar: en el rostro de sumarido se apreciaba el tenue y leverastro de un halo que le recordaba alparpadear del claro de luna entre lassombras de un bosque. Lo que allíbrillaba era esa nueva felicidad que élhabía descubierto, una felicidad de laque ella no era causa ni parte.

Prendido del abrigo llevaba unramillete de hojas de hayas de unamarillo desvaído.

—Te he traído esto del Bosque —dijo con un aire que era muy

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característico de él cuando, en otrostiempos, tenía esos pequeños detallescon los que le mostraba su cariño.

Cogió mecánicamente las hojas,esbozó una sonrisa y susurró un«gracias, querido»; era como si sumarido, sin darse cuenta, hubiera puestoen sus manos el arma destinada a sudestrucción, y ella la hubiera aceptado.

Cuando terminaron el té y salió dela habitación, no se fue a su estudio o acambiarse de ropa. El suave ruido de lapuerta delantera al cerrarse le indicóque su marido regresaba de nuevo alBosque.

Un poco más tarde se encontraba ensu habitación, arrodillada junto al lecho—del lado de la cama donde él dormía

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— hecha un mar de lágrimas y rogandofervorosamente a su Dios que le salvaray le retuviera junto a ella. Mientrasrezaba, el viento golpeaba contra loscristales de las ventanas que tenía a suespalda.

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8

Una soleada mañana de noviembre,

cuando la tensión había alcanzado unpunto que hacía que apenas fueraposible seguir refrenándola, la señoraBittacy tomó impulsivamente unadeterminación y se dispuso a llevarla ala práctica. Su marido había vuelto asalir, llevándose consigo el almuerzo.Decidió lanzarse a la aventura yseguirle. Había accedido ya a un gradode clarividencia tan poderoso, que sesentía impelida a tratar de llegar a unnivel sobrenatural de comprensión. Depronto, quedarse en la casa esperando su

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regreso sin hacer nada, le resultabaimposible. Quería saber lo que él sabía,sentir lo que sentía él, ponerse en sulugar. Se arriesgaría a enfrentarse a lafascinación del Bosque; la compartiríacon él. Era un riesgo muy grande, perode esa manera comprendería mejor cuálera el modo de ayudarle y de salvarle, yademás, eso le permitiría obtenermayores poderes. No obstante, antes departir, subió un momento a su habitaciónpara rezar.

Vestida con una falda gruesa demucho abrigo y con unas botas muypesadas —las botas de campo que solíausar cuando iban juntos a los montes querodeaban Seillans— salió de la casa porla puerta trasera y se dirigió al Bosque.

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En realidad, seguir a su marido eraimposible, pues hacía ya una hora quehabía salido y no sabía con exactitudqué dirección había tomado. Sentía elapremiante deseo de estar con él en elBosque, de caminar bajo las ramasdesnudas igual que él hacía, de estar allía la vez que él; daba igual que no fueranjuntos. Se le había ocurrido que, de esamanera, quizá podría hacer suya laexperiencia de esa vida terrible ypoderosa que alentaba en los árboles yque él tanto amaba. Le había dicho queera en invierno cuando más lenecesitaban; y el invierno ya estabacerca. Su amor tenía que ayudarla asentir lo que él sentía: la inmensaatracción, la succión y la fuerza de todo

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ese conjunto de árboles. Así, aunquefuera indirectamente, y sin que él losupiera, podría compartir precisamenteaquello que le estaba apartando de sulado. Cabía incluso la posibilidad deque, al hacerlo, pudiera atenuar lavirulencia del ataque.

El impulso le sobrevino en uno desus momentos de clarividencia, y loobedeció sin vacilar en lo más mínimo.Confiaba en obtener una comprensiónmás profunda de aquel espantosoenigma. Y ciertamente la obtuvo, aunqueno fue del modo en que ella habíaimaginado y esperado.

El aire estaba totalmente en calma,y en el cielo, de un frío azul pálido, nohabía ni rastro de nubes. El Bosque

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entero permanecía atento y en silencio.Sabía muy bien que ella había venido.Sabía en qué preciso instante habíaentrado; la vigilaba, la seguía, y una vezque se encontró dentro, algo cayósilenciosamente detrás de ella y la dejóencerrada. Sus pies no hacían ruido alpisar el tapiz de musgo que cubría lasveredas; las hileras de robles y hayas leabrían paso y, a continuación, ibantomando posiciones a su espalda. Noresultaba nada tranquilizador ver cómola masa de árboles se iba espesandodetrás de ella a medida que avanzaba.Se daba cuenta de que, entre ella y lacasa, se estaba concentrando un inmensoy abigarrado ejército que no paraba decrecer y que le cerraba toda vía de

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escape. De momento le dejaban avanzarsin oponer resistencia, pero cuandollegara la hora de salir, presentarían unaspecto muy diferente: espesos,apiñados, con todas sus ramasextendidas en actitud hostil. Su número,cada vez mayor, le abrumaba. Delantede ella el Bosque no parecía tan denso;los árboles se encontraban másdesperdigados, dejando espaciosabiertos en los que daba el sol. Perocuando miraba hacia atrás, los veía atodos apiñados; formando un ejércitocuyas prietas filas cegaban el sol.Impedían el paso de la luz del día,congregaban todas las sombras ylevantaban una imponente muralla deramas desnudas, tan negra como la

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noche. Engullían la propia vereda queestaba siguiendo, pues al echar la vistaatrás —cosa que rara vez hacía— elcamino se desdibujaba hastadesaparecer.

Sin embargo, allá en lo altoresplandecía la mañana y un exaltadodestello parecía recorrer con un temblorel día entero. Era lo que ella siemprehabía conocido como «un tiempo paraniños»; despejado, inofensivo, sinningún signo de peligro, sin nada quehiciera presagiar la presencia de algoinquietante o amenazador. Firme en supropósito, mirando hacia atrás lo menosposible, Sophia Bittacy se ibainternando lenta y pausadamente en elsilencioso corazón del bosque; dentro,

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cada vez más dentro...De pronto, al llegar a un espacio

abierto inundado de luz, se detuvo. Erauno de los remansos del bosque.Esparcidas a trechos por el suelo habíamatas de helechos secos y marchitos deun gris sucio y, aquí y allá, sedistinguían también algunos arbustos debrezo. Su perímetro estaba totalmentecubierto de árboles que parecíanmirarla: robles, hayas, acebos, fresnos,pinos, alerces, y también algunos gruposespaciados de enebros. Al detenerse adescansar en la linde de aquel rincón delbosque había desobedecido por primeravez la voz de su instinto. Porque lo queaquella voz le decía era que siguiera. Enrealidad, ella no quería pararse.

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Ésta fue la insignificantecircunstancia que hizo que le llegara elmensaje que un vasto Emisor le habíaenviado por el aire.

—Han hecho que me detenga —pensó, invadida de un terriblesentimiento de aprensión.

Recorrió con la mirada aquelparaje apacible y anciano. No seadvertía ningún movimiento. No habíasigno alguno de vida animal: no se oía elcanto de los pájaros ni el corretear delos conejos que huyeran ante suproximidad. El silencio que reinaba enaquel lugar era desconcertante y sobreél, como si se tratara de una pesadacortina, flotaba una atmósfera desolemnidad. Hacía que a uno se le

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encogiera el corazón. ¿Sería algo así loque sentía su marido; esa sensación deencontrarse atrapado en una maraña detallos y ramas, de raíces yhojas?

—Esto siempre ha estado así —pensó, sin saber muy bien por qué se lehabía ocurrido aquello—. Nunca hacambiado.

Mientras pronunciaba aquellaspalabras, la cortina de silencio fuedescendiendo y espesándose a sualrededor.

—¡Miles de años... estoy rodeadade algo que tiene miles de años! ¡Ydetrás de este lugar se encuentran todoslos bosques del mundo!

Aquellas ideas eran tan contrarias asu temperamento, tan ajenas a todo lo

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que le habían enseñado sobre lo quehabía de buscarse en la Naturaleza, quetrató de desterrarlas de su mente. Hizoun esfuerzo para resistirse. Pero todoera inútil, se aferraban a ella, laobsesionaban, se negaban a desaparecer.La textura de la densa y pesada cortinaque colgaba sobre aquel lugar parecióvolverse más tupida. Le costabarespirar.

Entonces, creyó advertir que lacortina se movía. En algún lugar sehabía producido un movimiento. Esapresencia oscura e indefinida quesiempre acecha tras la aparienciaexterna de los árboles se estabaacercando. Contuvo el aliento, mirófijamente a su alrededor, y aguzó los

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oídos. Aunque quizá se debiera al hechode que ahora podía distinguir losárboles con mayor nitidez, lo cierto esque le parecían cambiados. Una ligeraalteración se iba extendiendo por todosellos. Al principio fue algo tan nimioque se resistió a aceptarlo. Después,aunque todavía de forma un tantoconfusa, fue creciendo hasta que por finse manifestó exteriormente con todaclaridad. «Tiemblan y se transforman»,aquel terrible verso del poema quehabía recitado Sanderson le vinosúbitamente a la memoria. Pero lo mássorprendente era que, a pesar de latorpeza que suele acompañar a laejecución de un movimiento de talenvergadura, el cambio se había

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producido con suma agilidad. Todos sehabían vuelto hacia ella. Eso era lo quehabía ocurrido. La miraban.

Era así como su mente, confundiday aterrorizada, trataba de explicarseaquel cambio. Hasta entonces las cosashabían sido muy distintas: ella los habíamirado siempre desde su propio puntode vista; ahora les tocaba a ellos mirarladesde el suyo. Era una mirada fija quese clavaba en sus ojos y en su cara, quele recorría todo el cuerpo. Su forma demirarla expresaba crueldad, rencor,hostilidad. A lo largo de su vida, loshabía observado de muy diversasmaneras pero siempre de un modosuperficial, atribuyéndoles aquellosrasgos que su propia mente le sugería.

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Ahora ellos mismos le sugerían lo querealmente eran y no la merainterpretación que alguien tenía de ellos.

Aunque permanecían inmóviles yen silencio, parecían estar henchidos devida; de una vida que exhalaba unencantamiento suave y terrible que latenía hechizada. Se iba ramificando porsu cuerpo y trepaba hasta alcanzar sucerebro. La colosal fascinación delBosque la había atrapado. En aquelrincón apartado, inalterable a lo largode los siglos, se hallaba ya muy cercadel lugar donde latía el corazón ocultode toda aquella gran masa de árboles. Yéstos, conscientes de su presencia, sehabían dado la vuelta para lanzar sobrela intrusa una vasta e infinita mirada. Le

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gritaban en medio de aquel silencio.Quería devolverles la mirada, pero eracomo tratar de mirarle a los ojos a unamultitud, y su vista tenía que limitarse apasar rápidamente de uno a otro sinconseguir nunca fijarse en ninguno. Alos árboles sin embargo, a todos y cadauno de ellos, les resultaba muy sencillomirarla. Incluso las hileras que tenía asu espalda la estaban observando. Nopodía responderles. Se dio cuenta deque su marido, en cambio, sí que podíahacerlo. A ella le resultaba imposible;esa mirada fija la turbaba demasiado,era como si la estuvieran desnudando.Veían mucho de lo que ella era...mientras que ella apenas podía ver nadade ellos.

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Sus esfuerzos por devolverles lamirada eran patéticos y el continuomovimiento de sus ojos no hacía sinoaumentar su desconcierto. Abrumada poraquella mirada enorme y espantosa quesentía en todas partes, clavó sus ojos enel suelo y luego los cerró. Trató contodas sus fuerzas de mantener lospárpados apretados.

Pero la mirada de los árbolespenetraba incluso en la oscuridadinterior que se abría tras sus prietospárpados, no había manera de escapar.Sabía que allá fuera las hojas de losacebos seguían brillando suavementebajo la luz de la mañana, que por encimade ella las hojas secas de los roblescolgaban con fragilidad en el aire, que

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las agujas de los pequeños enebrosapuntaban todas en una misma dirección.La difusa percepción del Bosque habíaconvergido sobre su persona y nobastaba con cerrar los ojos para ocultaresa mirada dispersa y concentrada a lavez; la visión de los grandes bosquesque todo lo abarca.

No había viento, pero por doquierse oía la vibración de alguna hojasolitaria, que colgada de su seco tallo,se agitaba a gran velocidad. Era elcentinela que avisaba de su presencia.De nuevo, como ya le ocurriera unassemanas atrás, percibió al Ser queformaba el conjunto de los árboles comosi se tratara de una marea que lerodeaba. La marea había cambiado. Le

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vino a la memoria el recuerdo de susestancias infantiles en la costa, cuandosu aya le decía: «Ya ha cambiado lamarea; tenemos que volver a casa».Entonces, recordaba, veía agolparse enel horizonte las masas verdes de agua yse daba cuenta de que, lentamente, seiban acercando. Aquella masagigantesca, cuya propia inmensidad leimpedía moverse con rapidez, pero que,sin embargo, parecía estar dotada de unadeterminación inquebrantable, avanzabahacia ella. El cuerpo fluido del mar seiba deslizando bajo el cielo en direccióna aquel punto de las doradas arenasdonde ella estaba jugando. Esa imagen yesa idea siempre le habían sobrecogido;era como si su insignificante persona

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fuera el objetivo hacia el que se dirigíatodo el avance del mar. «Ya hacambiado la marea; será mejor quevolvamos a casa».

Eso era precisamente lo que estabaocurriendo ahora con el bosque; lento,seguro, constante, y con un movimientotan inapreciable como el del propio mar,el bosque avanzaba. La marea habíacambiado. La pequeña presencia humanaque había osado adentrarse en sudescomunal y verde espesura era suobjetivo.

Todo esto lo tenía muy claromientras permanecía sentada, esperando,con los párpados fuertemente apretados.Pero un instante después abrió los ojos;se había dado cuenta de otra cosa. En

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realidad no era su presencia la quedeseaban. Era la presencia de otrapersona.

Entonces lo comprendió todo. Alabrir los ojos había sonado unchasquido, pero no era ella quien lohabía producido, venía de fuera. Al otrolado del claro, en un lugar que el solinundaba de paz y de calma, vio lafigura de su marido entre los árboles; unhombre, como si fuera un árbol más,caminando.

Avanzaba muy despacio, con lasmanos a la espalda y la cabeza erguida;parecía estar absorto en suspensamientos. Aunque apenas lesseparaban más de cincuenta pasos, nodaba señal alguna de haberse apercibido

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de su presencia, allí, tan cerca. Pasófrente a ella con expresión abstraída ycon todos los sentidos vueltosenteramente hacia dentro, igual que unafigura salida de un sueño, y como ocurreen los sueños, le vio alejarse. Unatormenta de amor, de anhelos, decompasión, se levantó dentro de ella,pero como si todo aquello fuera unapesadilla, era incapaz de hablar o demoverse. Se quedó sentada viendo cómose alejaba —cómo se alejaba de ella—hacia los lugares más recónditos deaquella espesura verde que todo loenvolvía. El deseo de salvarle, depedirle que se detuviera y volviera laarrebataba, pero no podía hacer nada.Le vio alejarse de ella, alejarse por su

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propio impulso y voluntad; vio cómo lasramas se iban cerrando a su paso y leocultaban. Su figura se fuedesvaneciendo en un temblor de luces ysombras. Los árboles le habían cubierto.La marea se le había llevado sin que élopusiera ninguna resistencia; se alegrabade irse. Sobre el suave regazo verde deaquel mar se alejó flotando hastaperderse de vista. Sus ojos ya no podíanseguirle. Había desaparecido.

En aquel instante, a pesar de ladistancia que les separaba, advirtió porvez primera la expresión de paz y defelicidad que tenía su rostro; estabaembelesado, henchido de gozo, aquellaera la mirada de un joven. Era unaexpresión que, en los últimos tiempos,

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nunca le había mostrado. Pero ella lahabía conocido. Hacía muchos años, alprincipio de su vida de casados, lahabía visto en su rostro. Ahora ya noobedecía a la llamada de su presencia yde su amor. Tan sólo los bosques podíandevolvérsela; ya sólo respondía a lallamada de los árboles. El Bosque sehabía apoderado de su marido, se lohabía arrebatado por entero... el alma yel corazón incluidos.

Su vista, que había estadosumergida en los desvaídos paisajes delrecuerdo, regresó de nuevo a lasrealidades exteriores. Miró a sualrededor, y su amor, que regresabafrustrado y con las manos vacías, la dejóa merced de la invasión del terror más

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desolador que jamás hubiera conocido.Que tales cosas fueran reales yocurrieran era algo para lo que noestaba en absoluto preparada. El terrorinvadió hasta los recodos más serenosde su corazón, que hasta entonces jamáshabían conocido lo que fuera sentir untemblor. No podía —al menos por elmomento— acudir ni a su Biblia ni a suDios. Desconsolada en medio de unmundo vacío donde imperaba el miedo,se quedó allí sentada, con los ojosdemasiado secos y doloridos para elllanto, pero sintiendo un frío tan gélidocomo si tuviera una capa de hieloadherida a la carne. Miraba a sualrededor sin ver nada. El horror queacecha en la paz del mediodía, cuando

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los árboles se yerguen inmóvilesiluminados por un resplandor artificial,reinaba a su alrededor. Sentía supresencia delante y detrás de ella. Másallá de aquel silencio furtivo, justo ensus márgenes, discurrían aquellos seresde otro mundo. Pero ella era incapaz depercibirlos. Su marido, en cambio, sí; élsabía de su belleza y del temorreverencial que podían inspirar, perotodo aquello quedaba fuera de sualcance. No podía compartir con él ni lamás humilde de esas experiencias. Enpleno corazón del bosque, más allá delresplandor del mediodía invernal, sehallaba otro universo rebosante de viday de pasión al que ella no tenía acceso.El silencio lo velaba, la quietud lo

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mantenía oculto; pero su maridocaminaba a su lado y lo comprendía. Suamor le permitía interpretarlo.

Se puso de pie, dio unos pocospasos inseguros, se tambaleó, y volvió acaer sobre el musgo. No era por ella porquien sentía aquel terror; ningún miedoegoísta podía alcanzar a alguien cuyasangustias y afanes estaban volcados enla persona a la que amaba con tantavalentía. En aquel instante de totalabandono, cuando ya había comprendidoque la batalla estaba perdida y pensabaque hasta su Dios la había abandonado,de pronto, volvió a encontrarlo a sulado, como una pequeña presencia en elterrible corazón de aquel Bosque hostil.Al principio no advirtió que Él estaba

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allí; no lo reconoció bajo aquellaextraña apariencia que le resultabainaceptable. Porque su presencia erademasiado cercana, demasiado íntima,dulce y reconfortante; y al mismotiempo, tan dificil de comprender...como la Resignación.

De nuevo hizo un esfuerzo paraponerse en pie, esta vez con éxito, ycomenzó a avanzar lentamente por lavereda que le había conducido a aquellugar. En un primer momento lesorprendió —aunque la sorpresa no leduraría mucho— la facilidad con queencontraba el camino. Y si aquellasorpresa duró sólo un instante fueporque no tardó en comprender laverdad. Los árboles se alegraban de

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verla marchar. Le estaban ayudando aencontrar el camino. El Bosque no laquería.

Sí, la marea se acercaba, pero novenía a por ella.

Y así, en otro de aquellos destellosde clarividencia que últimamente habíanalzado su existencia a un plano máselevado, vio y comprendió aquelterrible asunto en su totalidad.

Hasta entonces, aunque no hubierallegado a formularlo en pensamientos oen palabras, lo que temía era que, de unau otra manera, los bosques que sumarido tanto amaba terminaran porarrebatárselo —lo absorbieran— eincluso, de algún modo misterioso,llegaran a matarlo. Ahora se daba cuenta

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de lo equivocada que había estado, y alpercatarse de ello, la intensa agonía deaquel horror la invadió completamente.Los celos que ellos sentían no eran losmezquinos celos de los animales y delos seres humanos. Le querían para ellosporque le amaban, pero no lo queríanmuerto. Rebosante de entusiasmo y deuna vitalidad espléndida, así era comolo querían. Lo querían... vivo.

Era ella la que se interponía en sucamino, y era a ella a quien tenían laintención de quitar de en medio.

Fue esto lo que hizo que se sintieratotalmente indefensa. Estaba en la playa,enfrentada a un océano que avanzabalentamente hacia ella. Porque, delmismo modo que todas las fuerzas de

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una persona se combinan de formainconsciente para expulsar un grano dearena que, al contacto con la piel,produce una sensación molesta, latotalidad de aquello que Sandersonhabía denominado la ConscienciaColectiva del Bosque se esforzaba porexpulsar a aquel átomo humano que seinterponía en el camino que conducía alasatisfacción de sus deseos. El amor quesentía por su marido había hecho queentrara en contacto con la piel delBosque. Era a ella, no a él, a quien ibana llevarse y a expulsar; era a ella, no aél, a quien iban a destruir. Querían ynecesitaban a su marido; lo mantendríancon vida. Tenían la intención dellevárselo vivo.

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Llegó a la casa sana y salva, peronunca recordó cómo encontró el caminode regreso. Lo cierto es que se lopusieron muy fácil. Hasta las mismasramas parecían apremiarla para que semarchara.

Cuando salió de aquel sombríorecinto, sintió como si detrás de ella unmajestuoso Ángel de los Bosques dejaracaer sobre el umbral una espadaflameante, formada por una innumerablemultitud de hojas que erigían una barreraverde, reluciente e infranqueable. Nuncamás volvió a entrar en el Bosque. .....................................................................

Continuó ocupándose de susquehaceres cotidianos con una calma y

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un sosiego que a ella misma leasombraron, pues no parecían cosa deeste mundo. Habló con su maridocuando regresó a tomar el té... tras lacaída de la noche. A veces, laresignación viene acompañada de unextraño y formidable valor... ya no haynada que perder. El alma se muestradispuesta a correr cualquier riesgo y seatreve a todo. ¿Quién sabe si, enocasiones, no será un atajo paraelevarse a un plano superior?

—David, esta mañana, un pocodespués de que tú te fueras, yo tambiénestuve en el Bosque. Te vi.

—¿Verdad que era maravilloso? —se limitó a responder mientras inclinabaligeramente la cabeza. En su mirada no

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se apreciaba ningún signo de sorpresa ode enfado; quizá tan sólo un tenue atisbode fastidio. Lo que había dicho no era enrealidad una verdadera pregunta. Suactitud le hizo pensar en un árbol dejardín que, al sufrir súbitamente elataque del viento, se ve forzado ainclinarse en contra de su voluntad; algode esa ligera renuencia con que losárboles se dejan vencer por el viento seapreciaba en él. Así era como ahora seimaginaba muchas veces a su marido,mediante algún símil arbóreo.

—Sí, querido, desde luego que eramaravilloso. Pero a mí me resultademasiado... demasiado grande yextraño —le respondió en voz baja, conuna entonación poco articulada, aunque

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sin llegar al balbuceo.Aunque no se apreciaba en su tono,

lo cierto es que bajo la suavidad deaquella voz, latía el temblor de laslágrimas. Sin embargo, consiguiócontenerse.

Se produjo un momento de silencioy después añadió él:

—A mí cada día que pasa meparece más maravilloso.

Su voz se fue dispersando poraquella habitación iluminada como si setratara del murmullo del viento entre lasramas. La expresión de juventud y defelicidad que había advertido en surostro cuando estaba fuera habíadesaparecido por completo, en su lugarse apreciaba ahora la expresión de

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hastío de quien se encuentra ligeramentemolesto por hallarse en un entorno pocoacogedor en el que no se siente a gusto.La casa era lo que detestaba; tener queregresar a las habitaciones, las paredesy los muebles. El techo y las ventanascerradas le hacían sentirse preso. Sinembargo, no había en su actitud nada queindicara que la presencia de su mujer leincomodara. De hecho, más bien parecíano importarle en absoluto; era como sino se percatara de ella. Durante largosperíodos de tiempo, casi daba laimpresión de que se le hubiera borradode la mente; no parecía darse cuenta deque estaba allí. No la necesitaba. Vivíasolo. Los dos vivían solos.

Los signos externos que ponían de

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manifiesto que reconocía que aquelespantoso combate se libraba contra ellay que aceptaba las condicionesimpuestas para su rendición, eranverdaderamente patéticos. Ya no poníael botiquín en la mesilla; mandaba quese le preparara a su marido el almuerzopara llevar, sin necesidad de que él lopidiera; se iba a la cama sola muytemprano, sin echar el candado a lapuerta de entrada; y dejaba leche, pan ymantequilla junto a la lámpara delrecibidor. Todas estas concesiones sehabía visto impelida a hacer. Cada vezera más normal que su marido —amenos que hiciera muy maltiemposaliera incluso después de la cenay pasara varias horas en el bosque. No

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obstante, nunca se dormía hasta que lellegaba desde el piso de abajo el sonidode la puerta de entrada al cerrarse yreconocía, al cabo de un momento, suspasos subiendo las escaleras concuidado y entrando finalmente en lahabitación sin hacer ruido. Hasta que nooía a su lado la respiración profunda yacompasada de su marido no se dormía.Ya no le quedaba ninguna fuerza niningún deseo de resistirse. Elcontrincante al que se enfrentaba erademasiado grande y poderoso. Surendición incondicional era un hechoconsumado. Se remontaba al día en quele siguió al Bosque.

Por otro lado, el momento de laevacuación —de su propia evacuación

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— parecía hallarse ya muy próximo. Seacercaba en silencio, cada día un pocomás, lenta pero inexorablemente, comola marea creciente que tanto solíaasustarla. De pie junto a la línea dejadapor la marea alta, esperaba contranquilidad a que la arrastrara. Durantetodos aquellos días terribles delinvierno, el Bosque que rodeaba la casahabía estado observando desde el otroextremo del jardín cómo se ibaacercando, y había guiado sussilenciosas oleadas y corrientes haciasus pies. A lo único que ella nunca habíarenunciado era a su Biblia y a susoraciones. Sin embargo, aquellaresignación tan absoluta también habíatraído aparejada una comprensión

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extraña y más profunda de la situación; ysi bien no podía compartir el terribleabandono de su marido a esos poderesexternos a él, sí que podía —y de hechoasí lo hacía— aferrarse, siquiera fueratentativamente, a algunas nociones vagasque quizá hicieran de aquel abandonoalgo... posible, sí, pero más quemeramente posible, algo que, porinsólito que pudiera parecer, tampocoera intrínsecamente perverso.

Hasta aquel momento ella habíaconsiderado siempre que el mundo delmás allá se dividía en dos mitades biendiferenciadas: a un lado estaban losespíritus del bien y al otro los del mal.Pero ahora, con caminar vacilante ysilencioso, con el mismo sigilo con que

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andan los dioses, le venía a la mente laidea de que, al margen de aquellascategorías tan claramente definidas, bienpodían existir otras Potencias que nopertenecían de forma clara ni a una ni aotra. Su pensamiento no iba más allá.Pero la estrechez de su mente pudoalbergar esa idea grandiosa y, gracias asu gran corazón, allí se quedó. En ciertomodo le servía de consuelo.

La incapacidad o —como preferíadecir ella— la negativa de su Dios ainterferir y a prestarle su auxilio, fuealgo que, hasta cierto punto, tambiénterminó por comprender. Seguramente—y aquello era algo que cada vez lecostaba menos esfuerzo imaginar— noera éste un caso en el que estuvieran

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involucradas las fuerzas del mal, sinomás bien algo que suele mantenersealejado de los seres humanos, algo ajenoy que, generalmente, pasa inadvertido.Entre aquellos dos mundos se abría unabismo, pero el señor Sanderson habíatendido un puente sobre él con suscharlas, sus explicaciones y su actitud.Gracias a ello, su marido habíaencontrado el camino que conducía aaquel otro lugar. Su temperamento y sunatural inclinación hacia los bosqueshabían ido preparando su alma, de modoque, cuando vio aquella vía despejada,la tomó; era el camino más fácil.Naturalmente la vida está abierta acualquier posibilidad y su marido teníaderecho a elegir dónde quería vivirla.

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Había elegido hacerlo... lejos de ella ylejos del resto de los hombres, pero nonecesariamente lejos de Dios. Aquellaera una concesión enorme a la que enocasiones se acercaba, pero que nuncaquiso contemplar cara a cara; erademasiado revolucionaria. Pero laposibilidad de que así fuera se asomabaa veces a su mente perpleja. Quizáaquello retrasara el progreso espiritualde su marido o quizá lo acelerara,¿cómo saberlo? Al fin y al cabo, ¿porqué Dios, que ha ordenado todas lascosas de este mundo hasta el másmínimo detalle, desde la trayectoria delsol hasta la caída de un simple gorrión,habría de oponerse a su libre elección otratar de interferir para ponerle trabas y

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detenerle?Contemplada bajo aquel nuevo

aspecto, la resignación terminó porresultarle más llevadera. Aunque noconsiguiera hacer que se sintiera en paz,al menos le reconfortaba. Luchabacontra todo lo que pudiera suponer unmenosprecio de su Dios. Quizá bastabacon que Él ... lo supiera.

—Querido, ¿no te sientes solocuando estás en el bosque? ¿Está Dioscontigo? —se aventuró a preguntarle unanoche mientras él entraba de puntillas enla habitación casi de medianoche.

—De una forma majestuosa, porqueestá en todas partes. —le respondióinmediatamente lleno de entusiasmo—.Ojalá tú...

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Pero ella se tapó los oídos con laropa de cama. Oír aquella invitación desus labios era más de lo que podíasoportar. Era como si le pidiera quemarchara alegremente a su propiaejecución. Enterró su rostro entre lassábanas y las mantas, y se puso atemblar.

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9

Así pues, la idea de que era ella

quien tenía que irse se le quedó grabadaen la mente y fue creciendo. Era quizá elprimer síntoma de ese debilitamiento deljuicio que indicaba la sin guiar forma enque se iba a producir su partida. Losárboles sabían que lo único que seinterponía en su camino era su oposiciónmental. Una vez que hubiera sidosuperada y aniquilada, su presenciafisica carecería de importancia.Resultaría inofensiva.

Al aceptar su derrota, en la medidaen que había terminado por creer que

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aquella obsesión no era realmentemaligna, había aceptado también lascondiciones de una soledad atroz. Ahorasu marido se encontraba más alejado deella que la propia luna. No teníaninvitados. Las visitas eran pocas y muyespaciadas y, además, las alentaban aúnmenos que antes. El oscuro vacío delinvierno se abría ante ellos. No habíanadie entre sus vecinos en quien pudieraconfiar sin que hacerlo fuera un signo dedeslealtad hacia su marido. De haberestado soltero, el señor Mortimer podríahaberla ayudado a sobrellevar aqueldesierto de soledad que había hechopresa en ella; pero, en aquel caso, elobstáculo era su esposa; pues la señoraMortimer llevaba sandalias, creía que el

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alimento más completo para el serhumano eran las bayas, y se permitíaotra serie de extravagancias que laclasificaban de forma inequívoca entrelos «signos de las postrimerías» a losque había aprendido a considerarpeligrosos. Estaba hundida en la másabsoluta de las soledades.

Y fue precisamente la soledad, queal relajar los controles de la mentepermite que ésta se alimente de suspropios delirios, la causa a la que ha deatribuirse el progresivo trastorno yderrumbe de su buen juicio.

Con la llegada definitiva de losfríos, su marido abandonó susexcursiones nocturnas. Pasaban lastardes juntos en torno al fuego del hogar;

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él leía el Times e incluso volvió a sacarel tema de su aplazado viaje alextranjero de la primavera siguiente. Nose le notaba inquieto por aquel cambio;parecía encontrarse satisfecho y a gusto.De los árboles y de los bosques apenashablaba; se encontraba mucho mejor desalud que si hubiera cambiado de aires,y con ella se mostraba siempre tierno,afectuoso y solícito en todas laspequeñas cosas, como en los ya lejanosdías de su luna de miel.

Pero ella no se dejaba engañar poraquella profunda calma; se dabaperfecta cuenta de que lo único quequería decir era que se sentía seguro desí, seguro de ella y seguro también delos árboles. En lo más hondo de su ser

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las cosas seguían igual que antes,aquello era algo demasiado sólido yprofundo, algo que estaba tanestrechamente ligado al núcleo de su serque ni tan siquiera dejaba traslucir esasfluctuaciones superficiales que suelenacompañar a los desórdenes internos. Suvida se ocultaba tras los árboles. Inclusosus fiebres, que siempre eran motivo depreocupación cuando llegaban lashumedades del invierno, le habíanrespetado en esta ocasión. Ahoraentendía por qué. Las fiebres eran unaconsecuencia del esfuerzo que losárboles realizaban para apoderarse deél, y del propio esfuerzo que él tenía quehacer para responderlos y marcharsecon ellos; eran el síntoma fisico de una

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intensa inquietud que no habíacomprendido hasta que llegó Sandersoncon sus malditas explicaciones. Ahoralas cosas habían cambiado. Se habíatendido el puente. Y él... se había ido.

Entretanto, el alma valiente, leal ytenaz de la señora Bittacy, se encontrabaabsolutamente sola, e incluso trataba defacilitarle el tránsito lo más posible.Tenía la sensación de encontrarse en elfondo de un enorme barranco que seabría en su mente, cuyas paredes lasformaban árboles en lugar de rocas;unos árboles majestuosos que se alzabanhacia el cielo y la rodeaban por todaspartes. Sólo Dios sabía su paradero. Élla observaba, y lo permitía, incluso esposible que lo aprobara. Por lo menos...

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Él lo sabía.Durante aquellas tardes sosegadas

que pasaban sentados en torno al fuegodel hogar mientras escuchaban cómodeambulaban los vientos alrededor de lacasa, su marido seguía teniendo unacceso permanente al mundo que lehabía habilitado su extraña pasión. Enningún momento se encontraba separadode él. Ella se quedaba mirando alperiódico desplegado que le cubríadesde la cara hasta las rodillas, se fijabaen las volutas de humo que emergían porencima de sus bordes, advertía que teníaun pequeño agujero en los calcetines deandar por casa, y escuchaba los párrafosque, como solía hacer antes, le leía devez en cuando en voz alta. Pero todo

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aquello no era más que un velo que sumarido extendía sobre su persona apropósito. Protegido tras él... seescapaba. Era el viejo truco delprestidigitador que trata de atraer laatención hacia algún detalleinsignificante, mientras lo esencialocurre sin que nadie se dé cuenta. Lohacía a las mil maravillas, y ella lequería aún más por las molestias que setomaba para evitarle padecimientos. Sinembargo, tampoco ignoraba que elcuerpo que estaba apoltronado en aquelsillón que tenía delante, tan sólocontenía un pequeño fragmento de suverdadero ser. Era poco más que uncadáver. Una forma vacía. La esencia desu alma se encontraba allá fuera, en el

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Bosque; o aún más lejos, junto a aquelcorazón que nunca paraba de bramar.

Al caer la noche, el Bosque seacercaba con osadía y empujaba contralos propios muros y ventanas de la casa;echaba una ojeada por ellas, yaprisionaba el edificio pasando susbrazos por encima de las tejas depizarra y las chimeneas. Los vientos noparaban de corretear por el jardín y porlos senderos de grava; se oía acercarseunos pasos, luego alejarse, y al cabo deun rato volver de nuevo. Siempreparecía haber alguien hablando en elBosque, alguien que también estabadentro de la casa. La señora Bittacy secruzaba con ellos en las escaleras; oía elruido tenue y amortiguado que hacían

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cuando, después del anochecer, corríancon ágiles zancadas por pasillos yrellanos; era como si algunos trozosdesprendidos del día se hubieranquedado atrapados dentro, entre lassombras, y ahora trataran de salir.Andaban dando tumbos en silencio portoda la casa. Esperaban a que ellahubiera pasado de largo para lanzarse acorrer en busca de alguna salida. Sumarido siempre sabía donde seencontraban. En más de una ocasión lehabía visto evitarlos de formadeliberada... porque ella estabapresente. Varias veces había observadocómo se quedaba quieto, escuchando,cuando pensaba que ella no andabacerca, y al cabo de un rato, había oído

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cómo se aproximaban cruzando elsilencioso jardín a grandes zancadas.Pero él hacía ya bastante que los habíaoído moverse allá a lo lejos, entre losvientos de la noche. Llegabanrápidamente, siguiendo —bien lo sabía— la misma vereda de turba por la queella había salido del Bosque la últimavez; silenciaba el ruido de sus pasosexactamente igual que había hecho conlos suyos.

Tenía la sensación de que losárboles estaban siempre con él en lacasa, incluso en el dormitorio. Les dabala bienvenida, ignorando que tambiénella lo sabía, y temblaba.

Una noche la cogierondesprevenida en su dormitorio. Acababa

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de despertar de un sueño profundo,cuando se le vinieron encima antes deque tuviera tiempo de reunir fuerzaspara controlarse.

El viento, tras bramarviolentamente durante todo el día, porfin había amainado; sólo quedabanalgunas ráfagas sueltas que seguíanrevoloteando perdidas en la noche. Laluna llena vertía sus rayos en cascadaentre las ramas de los árboles. En elcielo aún corrían retazos deshilachadosde nubes con formas monstruosas; peroen la tierra, todo estaba en calma. Desdela inmóvil hueste arbórea llegaba elrepicar de miles de gotas. La humedadhacía que los troncos relucieran yemitieran pequeños destellos allí donde

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les daba la luz de la luna. Había unfuerte olor a moho y a hojas secas. Unintenso aroma impregnaba la atmósfera.

De todo esto se había dado cuentanada más despertar; porque tenía lasensación de haber estado en algún otrolugar, de haber estado... siguiendo a sumarido... ¡era cómo si hubiera salidofuera! Aquello no era un sueño, sino unarealidad innegable e inquietante. Pero yase había marchado, había desaparecido,se había perdido en la noche. Estabasentada en la cama. Ella, al menos,había regresado.

Las persianas estaban subidas y laluz de la luna se filtraba en la habitacióna través de las ventanas, iluminándolacon un pálido resplandor. Miró a la

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figura de su marido; dormíaprofundamente a su lado. Pero lo que lecogió desprevenida y la llenó de espantofue que, al despertar de forma tan súbitae inesperada, sorprendió a aquellascosas dentro de la habitación, rodeandode cerca a su marido mientras dormía.La audacia atroz que demostraban —supresencia no parecía importarles en lomás mínimo— la aterrorizó hasta talpunto que, sin darle tiempo a reunirfuerzas para controlarse, se puso agritar. Gritó sin darse cuenta de lo quehacía; fue un aullido de terror largo yagudo que pareció llenar la habitación,aunque, en realidad, apenas si produjosonido alguno. Aquellos seres húmedosy relucientes se agrupaban erguidos en

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torno a la cama. Distinguió sus siluetasbajo el techo; la masa de verdor de susfrondas se extendía difusa por paredes ymuebles. Sus formas se desplazaban deuno a otro lado, sólidas y traslúcidas,finas y voluminosas. Se movían ygiraban sobre sí mismas al son de unruido sordo similar al suave susurro deinnumerables hojas. Había en aquelsonido algo dulce y subyugador que hizoque cayera en una especie de trance.Tomados uno a uno resultaban muygráciles y, sin embargo, cuandoformaban grupo eran terribles. Leinvadió una intensa sensación de frío.Las sábanas que apretaba contra sucuerpo parecían haberse vuelto de hielo.

Gritó por segunda vez, pero el

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sonido apenas pasó de su garganta. Elhechizo iba penetrando cada vez másadentro hasta alcanzarle el corazón.Remansaba el fluir de su sangre y leextraía la vida a chorros, haciéndolosfluir en dirección a ellos. En aquelmomento resistirse parecía imposible.

Entonces su marido comenzó arebullir y se despertó. Al instante, lasformas se irguieron cuan altas eran y,con asombrosa agilidad, se agruparon.Redujeron su extensión y sedesperdigaron en el aire, como un efectoluminoso que quedara borrado por lassombras. Era algo impresionante y deuna enorme belleza. Una capa desombras de un color verde pálido que,sin embargo, seguía conservando forma

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y sustancia, llenaba la habitación. Seoyó el rumor de un movimientosilencioso mientras aquellos Serespasaban flotando delante de ella para,finalmente, desaparecer.

No obstante, pudo distinguir contoda claridad cómo se produjo sumarcha, pues mientras huíantumultuosamente a través de la aperturaque había en la parte superior de laventana, vio aquellos mismos «rizos» —aquella especie de espirales— que yahabía visto sobre el jardín variassemanas atrás cuando hablabaSanderson. La habitación volvió aquedar vacía.

En medio de la postración quesiguió a aquella escena, oyó la voz de su

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marido; parecía llegarle desde unaenorme distancia. También se oyó a símisma respondiéndole. Ambas vocessonaban extrañas y su forma de hablarera completamente distinta a la que solíaser habitual entre ellos; hasta las mismaspalabras le parecían antinaturales:

—¿Qué pasa, querida? ¿Por qué medespiertas precisamente ahora? —Elsonido de su voz se asemejaba alsuspiro del viento al soplar entre lasramas de los pinos.

—Hace tan sólo un instante algo hapasado junto a mí, flotando por el airede la habitación. Después ha salido paraperderse de nuevo en la noche. —También el sonido de su voz se parecíaal de un viento atrapado en una maraña

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de hojas.—Querida, era el viento.—Pero te llamaba, David. Te

llamaba... a ti ... por tu nombre.—El movimiento de las ramas,

querida, eso es lo que has oído. Venga,vuelve a dormirte, por favor, duerme.

—Tenía ojos por todas partes;cientos de ojos, por delante, por detrás...—al decir aquello había alzado la voz.En cambio, la voz de su marido alresponderle sonaba más baja, más lejanay extrañamente apagada.

—Querida, es la luna reflejada enun mar de ramas y hojas mojadas delluvia lo que has visto.

—Pero me ha asustado. He perdidoa mi Dios... y te he perdido a ti. ¡Me

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muero de frío!—Es el frescor del amanecer

querida. El mundo entero duerme.Vamos, duerme tú también.

Le susurraba las palabras junto aloído. Sintió cómo su mano le acariciaba.Su voz era suave y tranquilizadora. Perosólo una parte de él le hablaba; lo quetenía tumbado a su lado, pronunciandoaquellas extrañas frases y forzándolaincluso a elegir las singulares palabrasque ella misma empleaba, era un cuerposemivacío. El hechizo oscuro yabominable que emanaba de los árbolesse encontraba muy cerca de ellos en lahabitación; solitarios y antiguos, losnudosos árboles del inviernomurmuraban agrupados en torno a la

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vida humana que amaban.—¡Deja que vuelva a dormirme! —

oyó que le decía con un susurro mientrasse volvía a cubrir con las sábanas—.¡Deja que regrese a la paz profunda yplacentera de la que me has sacado...!

El tono soñador y feliz de su voz yaquella expresión juvenil y alegre quepodía distinguir en su semblante bajo laluz tamizada de la luna, hizo quevolviera a sentir el hechizo que emanabade aquellos seres verdes y brillantes.Penetraba en lo más hondo de su ser.Sintió cómo el sueño la buscaba atientas. Cuando estaba a punto dequedarse dormida, una de esas extrañasvoces errantes que quedan liberadas alperder la consciencia gritó débilmente

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en su corazón...—Más se regocija el Bosque por

un pecador que...El sueño la venció antes de que

tuviera tiempo de darse cuenta de queestaba parodiando vilmente uno de sustextos más sagrados y cometiendo unairreverencia atroz.

Y aunque rápidamente se quedódormida, esta vez, a diferencia de lo queera habitual en ella, sí que soñó, pero nofue con bosques y árboles. Se trataba deun sueño breve y enigmático que serepetía sin cesar. Se hallaba en el mar,sobre una diminuta roca pelada, y lamarea iba subiendo. El agua lealcanzaba primero los pies, luego lasrodillas y después la cintura. Cada vez

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que aquel sueño volvía a comenzar lamarea llegaba un poco más arriba. Enuna ocasión le llegó al cuello, y en otra,hasta la boca, cubriendo durante uninstante sus labios e impidiéndolarespirar. Entre sueño y sueño nodespertaba, seguía durmiendo conmonotonía, sin soñar en nada duranteaquel intervalo. Finalmente, el aguasuperaba sus ojos y su rostro y le cubríadel todo la cabeza.

Entonces llegó la explicación; unade esas explicaciones que suelenproporcionar los sueños. Por fincomprendió: bajo el agua había visto ununiverso de algas que ascendían desdeel fondo marino formando un bosque deun intenso color verde: tallos largos y

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sinuosos, ramas interminables de unenorme grosor, millones de tentáculosque extendían a través de lasprofundidades acuáticas el poderío desu fronda oceánica. El Reino Vegetalllegaba incluso hasta el mar. Estaba entodas partes. La tierra, el aire y el aguafavorecían su crecimiento; no habíamanera de huir de él.

También bajo el mar escuchó aquelterrible rugido —¿era el oleaje, elviento, voces?—; sonaba a lo lejos,pero acercándose hacia ella sin cesar.

Y fue así, en la soledad de unmonótono invierno inglés, como lamente de la señora Bittacy,revolviéndose contra sí misma yalimentándose de sus propios temores,

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terminó por perder todo sentido de lamedida. El mismo clima deprimente ysombrío de unos cielos sin sol y unahumedad permanente que no conocía eltonificante alivio de las heladas sesucedía una semana tras otra. A solascon sus pensamientos y con su marido, yausente su Dios, contaba los días quefaltaban para la primavera. Se abríacamino a tientas, tambaleándose poraquel largo túnel. A través de la bocaque se abría al otro extremo se divisabauna brillante imagen del centelleantemar violeta de la costa francesa. Allíesperaba la seguridad y la escapatoriapara ambos, siempre y cuando ella fueracapaz de resistir. A su espalda, losárboles cegaban la otra salida. En

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ningún momento miraba hacia atrás.Se sentía desfallecer. Su vitalidad,

sometida a lo que parecía ser un procesoconstante de succión, la ibaabandonando. Aquella sensación de quele estaban drenando todas sus fuerzasera abrumadora e incesante. Le habíanabierto todos los grifos. Era como si supersonalidad fluyera constantementefuera de ella, atraída por una Fuerza quenunca descansaba y que parecía serinagotable. La atraía igual que atrae laluna a las mareas. Y ella iba decayendo,se apagaba, se rendía.

En un principio se limitó aobservar el proceso y a constatarfielmente lo que estaba ocurriendo. Suvida física y ese equilibrio mental que

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depende del bienestar físico, estabansiendo socavados lentamente. Eso lotenía muy claro. Tan sólo el alma, comouna estrella lejana, e independiente detodo lo corporal, se encontraba asalvo... con su lejano Dios. Lo asumíatodo con gran tranquilidad. El amorespiritual que le unía a su marido estabaprotegido contra cualquier ataque.Gracias a ello, cuando llegara el Día delSeñor, ambos volverían a estar unidos.Pero, entretanto, todo lo que en ellaestaba vinculado a lo terrenal iba poco apoco desapareciendo. Tal separación seiba consumando de manera implacable.

Toda parte de su persona a la quepudieran acceder los árboles se veíasometida a un proceso de drenaje

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constante. La estaban quitando de enmedio.

Pero al cabo de cierto tiempo, esacapacidad de darse cuenta de lo queestaba ocurriendo también terminó pordesaparecer, de tal modo que ya no«observaba el proceso» ni sabía conexactitud lo que pasaba. Su únicomotivo de satisfacción —el sentimientode dulzura que le producía saber queestaba sufriendo por su marido—también la abandonó. Se encontrabaabsolutamente sola frente al terror de losárboles... entre las ruinas de su mentedesquiciada y rota.

Dormía mal; por las mañanasdespertaba con los ojos cansados ydoloridos; padecía continuas jaquecas;

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sus ideas se volvían cada vez másconfusas y empezaba a perder las clavesque rigen la vida cotidiana. Al mismotiempo, fue perdiendo de vista aquellabrillante imagen al final del túnel; se fuedesvaneciendo hasta convertirse en undiminuto semicírculo de luz pálida. Elmar violáceo y el sol brillante ya noeran más que un minúsculo punto blanco,tan remoto como una estrella e igual deinalcanzable. Ahora sabía que nuncallegaría hasta allí. Entretanto,atravesando la oscuridad que seextendía a sus espaldas, el poder de losárboles se acercaba yla atrapaba; se leenroscaba a los pies y a los brazos,trepaba hasta sus mismos labios. Enmedio de la noche despertaba con la

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sensación de que apenas podía respirar.Parecía tener hojas húmedas pegadas ala boca y tiernos zarcillos anudados alcuello. Los pies le pesaban como siestuvieran echando raíces en la espesaprofundidad de la tierra. A lo largo deaquel negro túnel se extendían plantastrepadoras que le tentaban el cuerpobuscando algún punto al que poderagarrarse con fuerza, igual que hacen lahiedra y las gigantes plantas parásitasdel Reino Vegetal cuando se instalan enlos árboles para extraerles la savia ymatarlos.

Lenta e inexorablemente, aquelmorboso crecimiento se apoderó de suvida y la anuló. Hasta los vientos quecorrían desbocados por el bosque

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invernal le asustaban. También ellosformaban parte de aquellaconfabulación. Donde quiera que seencontraran siempre la apoyaban.

—¿Por qué no duermes, querida?—Era ahora su marido quiéndesempeñaba el papel de enfermero,atendiendo a todas sus pequeñasnecesidades con una solicitud genuinaque, al menos, remedaba los cuidadospropios del amor. No tenía ni la másmínima consciencia de la feroz batallaque había desencadenado—. ¿Qué es loque no te deja dormir y te tiene taninquieta?

—Los vientos —susurró ella en laoscuridad. Llevaba horas mirandoagitarse a los árboles a través de las

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ventanas—. Esta noche hablan y andanpor todas partes, y no me dejan dormir.Siempre te están llamando en voz muyalta.

Durante un instante ella misma sesintió horrorizada por aquella extrañarespuesta que había susurrado, peropronto el sentido de la misma sedesvaneció y volvió a quedar sumida enaquella oscura confusión que se estabavolviendo ya un estado casi permanente.

—De noche los árboles losestimulan. Los vientos son sus raudos ygrandiosos mensajeros. Síguelosquerida... no vayas en contra de ellos. Silo haces recuperarás el sueño.

—Se está levantando una tormenta—comenzó a decir, sin saber muy bien a

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cuento de qué venían aquellas palabras.—Razón de más, querida, para que

les sigas. No te resistas. Te conduciránhasta los árboles, eso es todo.

¡Resistir! Aquella palabraaccionaba un mecanismo que se hallabaen algún texto que en tiempos le habíaayudado.

«Resiste al demonio, y huirá de ti»,se oyó a sí misma responder con unsusurro, e inmediatamente enterró surostro entre las sábanas y estalló en unllanto histérico.

Pero a su marido aquello nopareció molestarle. Quizá ni tan siquieralo oyó, pues en aquel momento el vientochocaba contra las ventanasproduciendo un enorme estruendo, y tras

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aquella ráfaga, desde la lejanía, llegó elbramido del Bosque y entró en tropel enla habitación. Aunque también esposible que ya se hubiera vuelto adormir. En cuanto a ella, poco a pocofue recuperando una cierta calmaabúlica. Su rostro había emergido denuevo de entre la maraña de sábanas ymantas. Invadida de una crecientesensación de espanto se puso a escuchar.Se estaba levantando una tormenta.Llegaba con una sacudida repentina eimpetuosa que hacía imposible conciliarel sueño.

Sola en un mundo turbulento,permanecía tumbada, escuchando. En sumente aquella tormenta representaba elclímax definitivo. El Bosque

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proclamaba su triunfo a los cuatrovientos; y éstos, a su vez, se locomunicaban a la Noche. El mundoentero estaba enterado de su completaderrota, de su pérdida, de su pequeñodolor humano. Lo que escuchaba era elrugido y el grito de la victoria.

Porque no había equivocaciónposible: los árboles gritaban en laoscuridad. También se oía un sonidosemejante al de millares de velasgigantescas que ondearan todas a la vez,y de cuando en cuando, unasdetonaciones que recordaban alretumbar lejano de unos inmensostambores. Los árboles estaban erguidos—toda aquella hueste sitiadora se habíapuesto en pie— y con la barahúnda de

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sus millones de ramas en movimientotransmitían el atronador mensaje através de la noche. Parecía como siellos mismos se hubieran arrancado dela tierra. Sus raíces barrían los prados,los setos, el tejado. Sacudían susfrondosas cabezas bajo las nubes yagitaban sus inmensas ramas con unjúbilo salvaje. Corrían a saltos por elcielo con los troncos enhiestos. En aquelespantoso sonido resonaba el caos y laaventura, y su grito era como el grito deun mar que hubiera roto las compuertasy se hubiera derramado sobre elmundo...

Mientras ocurría todo aquello sumarido seguía durmiendo pacíficamentecomo si no oyera nada. Era, bien lo

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sabía ella, el sueño de quien está yamedio muerto. Pues, en realidad, él seencontraba en medio de aquel tumultoatronador. La parte de él que ella habíaperdido era la que estaba fuera. Laforma que con tanta calma dormía a sulado no era más que la forma externa,semivacía...

Y cuando finalmente apuntó lamañana invernal, y a la marcha de latempestad le sucedió un sol pálido ydescolorido, lo primero que vio alacercarse lentamente a la ventana ymirar por ella, fueron los restos delcedro caídos sobre el jardín. Sólo habíaquedado en pie el tronco, tullido ydescarnado. Tendida sobre la hierbaestaba la mancha gigantesca y oscura de

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la única rama que le quedaba; parecíacomo si un torbellino de viento lahubiera succionado de uno de susextremos arrastrándola hacia el Bosque.Yacía ahí tirada como el montón demaderos de un naufragio que el reflujode una marea primaveral hubieraabandonado en la playa; los restos de unmagnífico y acogedor bajel que entiempos debió servir de refugio a loshombres.

Y en la distancia, oyó el bramidode las voces del Bosque, allá a lo lejos.La voz de su marido era una de ellas.

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EL OCUPANTEDE LAHABITACIÓN

Llegó en la diligence amarilla bien

entrada la noche, entumecido y lleno decalambres tras tres horas de fatigoso einterminable ascenso. El pueblo, unamasa compacta de sombras, dormía ya.Tan sólo delante del hotel persistía aúnel bullicio, la luz y la animación...aunque sería ya por poco tiempo. Lascaballerías, con la cabeza gacha y pasocansino, cruzaron solas la carreteraarrastrando sus arneses por el polvo y

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desaparecieron en las cuadras; mientrasla pesada diligencia, que parecía un granescarabajo amarillo con las patasquebradas, se quedaba a hacer noche enel lugar hasta donde la habían conducidoa rastras.

A pesar del cansancio físico, aquelmaestro de escuela, que disfrutaba delas primeras horas de unas vacacionesque le habían costado diez guineas,estaba rebosante de felicidad. La pazque se respiraba en aquel alto vallealpino era maravillosa; las estrellastitilaban sobre los quebrados riscos delDent du Midi, donde los relucientesneveros se destacaban espectrales sobreunas rocas que parecían de ébano, y elaire helado traía un aroma a pinares, a

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pastos empapados de rocío y a maderarecién cortada. Embargado de unasensación en la que se mezclaban elplacer y el asombro, pasó varíosminutos tratando de captar todosaquellos detalles, mientras los otros trespasajeros daban indicaciones sobre suequipaje y se dirigían a sus respectivashabitaciones. Finalmente, se dio lavuelta, cruzó la basta estera de laentrada, y tras resistir a la tentación dedetenerse a contemplar el mapa de lasmontañas que colgaba junto a la puerta,pasó al deslumbrante recibidor.

De pronto, un desagradablecontratiempo hizo que bajara de lasnubes y volviera a la cruda realidad. Enla posada —la única posada que había

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— no quedaban habitaciones libres.Hasta los sillones de que disponíaestaban ocupados...

¡Qué estúpido había sido de noescribir para hacer una reserva! Claroque, ahora que lo pensaba, le habíaresultado imposible, pues la decisión devenir la había tomado aquella mismamañana en Ginebra de forma repentina,cautivado por el espléndido día quehabía amanecido tras una semana delluvias. El portero, que lucía unachaqueta con ribetes dorados, y unavieja de facciones muy duras —le habíallamado la atención la dureza de aquelrostro— no paraban de hablar y degesticular mientras señalaban al puebloen todas direcciones, haciéndole unas

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sugerencias que sólo comprendía amedias, pues sus conocimientos defrancés eran limitados y el dialecto enque hablaban era algo verdaderamenteespantoso.

«¡Allí —a lo mejor encontrabahabitación— o sino allá! Pero aquí,hélas, está todo completo... más de loque nosotros quisiéramos. ¡Mañana,quizá, si tal y cual dejan su habitación!»Al final, tras mucho encogerse dehombros, la anciana se quedó mirando alportero de la chaqueta ribeteada, y éste,a su vez, se quedó mirando conexpresión somnolienta al maestro. Noobstante, obedeciendo a uno de esosmisteriosos mecanismos que regulan laesperanza, que ni él mismo alcanzó a

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comprender, y siguiendo lasindicaciones, completamenteininteligibles, que le había dado laanciana, salió finalmente a la calle y seencaminó hacia un oscuro grupo decasas que ella le había señalado. De loúnico que estaba seguro era de que teníala intención de aporrear una de aquellaspuertas hasta que le dieran unahabitación. Estaba demasiado cansadopara detenerse a planear las cosas conmás detalle. El portero había hechoademán de acompañarle, pero en elúltimo momento se dio la vuelta y sequedó hablando con la anciana. Laborrosa silueta de las casas sevislumbraba en medio de la oscuridad.Corría un aire gélido y el valle entero

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retumbaba con las carreras y elestruendo de los cursos de agua.Pensaba vagamente que no tardaría enamanecer y que quizá tendría que pasarla noche dando vueltas por el bosque,cuando oyó un ruido sordo a susespaldas y, al darse la vuelta, vio a unafigura que se acercaba apresuradamentehacia él. Era el portero... que veníacorriendo.

En el pequeño recibidor de laposada se reanudó una confusaconversación a tres bandas, salpicada devez en cuando por coloquios en voz bajay apartes susurrados en dialecto entre lamujer y el portero, cuyo resultado finalfue que «si a Monsieur no le parecíamal... después de todo, sí que había una

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habitación, en el primer piso... sólo que,en cierto modo, estaba “ocupada”.Bueno, en realidad lo que pasaba eraque...».

No obstante, el maestro se quedócon la habitación sin meterse en másaveriguaciones sobre aquel embrollo,pues al fin y al cabo le habíaproporcionado de pronto justo lo que élquería. La ética profesional de loshosteleros no era cosa de suincumbencia. Si aquella mujer le ofrecíaalojamiento no le correspondía a élponerse a discutir sobre si estabalegitimada o no para hacerlo.

Mientras acompañaba al huésped asu habitación, el portero, que a todasluces estaba un tanto nervioso, le fue

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suministrando en una mezcla de francésy de inglés los detalles que la patronahabía omitido, y Minturn, pues tal era elnombre de aquel maestro, no tardó encompartir aquel nerviosismo con él y enverse envuelto en la atmósfera de unaposible tragedia. Todo aquel queconozca esa emoción tan característicaque producen los altos valles demontaña, uno de cuyos principalesatractivos consiste en la realización deescaladas con peligro, comprenderá esaligera sensación de alarma que suele irasociada a tales paisajes. Cuando sealza la vista para contemplar los picosdesolados que se remontan solitarios enlas alturas, no se puede evitar pensar enesos hombres cuya diversión consiste en

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pasarse varios días y noches seguidosescalando las peligrosas cumbres que seelevan sobre un mar de nubes, y enconquistar, centímetro a centímetro, lospicos helados que blandenpermanentemente el oscuro pabellón delterror en el cielo. La atmósfera deaventura, aderezada con el posibleespanto de una de las tragedias máshorribles que quepa imaginarse, esinseparable de cualquier contemplaciónimaginativa de semejante paisaje; y loque Minturn dedujo de las palabras delalarmado portero, no perdió nada de sumiga a pesar de su desconocimiento delidioma. Una inglesa, la legítimaocupante de la habitación, se habíaempeñado en ir a las montañas sin guía.

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Había partido hacía dos días justo antesde que amaneciera —el portero la habíavisto salir— y... ¡no había regresado! Laruta era difícil y peligrosa, pero noimposible para un escalador experto,aunque fuera solo. Y la inglesa era unamontañera curtida. Pero también era unapersona terca, que desdeñaba losconsejos, le aburrían las advertencias ytenía una fe ciega en sí misma. Ademásera un tanto rara; no se mezclaba con losdemás huéspedes y, a veces, se pasabadías enteros encerrada con llave en suhabitación sin dejar entrar a nadie;vamos, una «excéntrica» de tomo ylomo.

Todo esto fue lo que Minturn sacóen claro de lo que el portero le fue

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contando mientras subía su equipaje yponía un poco de orden en la habitación;pero hubo algo más. Se enteró tambiénde que ya había salido una partida derescate y que, por supuesto, podíanregresar en cualquier momento. En cuyocaso... En fin, por eso, aunque lahabitación estuviera desocupada, seguíasiendo de ella. «Pero si a Monsieur nole importa correr el riesgo de tener quedejar la habitación en medio de lanoche...» Dado que el locuaz porteroparecía empeñado en aportar todo tipode detalles que ponían en cuestión lavalidez de la transacción que acababade realizar, Minturn lo despachó tanpronto como pudo y se dispuso a irse ala cama —que el propio portero había

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arreglado a toda prisa— para tratar dedormir el máximo de horas posible antesde que viniera alguien a decirle que setenía que marchar.

La verdad es que al principio sesintió incómodo, francamente incómodo.Estaba en la habitación de otra persona.Realmente no tenía ningún derecho aestar allí. Era una intrusiónimperdonable; y mientras deshacía elequipaje, giró en varias ocasiones lacabeza para mirar hacia atrás, como sitemiera que alguien le estuvieraobservando desde alguna de lasesquinas. Tenía la impresión de que, encualquier momento, oiría pasos en elpasillo, llamarían a la puerta y, acontinuación, ésta se abriría yvería a

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aquella fornida inglesa mirándole dearriba a abajo con furia. O aún peor: leoiría preguntarle qué hacía en suhabitación, en su dormitorio. ¡Es ciertoque podía darle una explicaciónconvincente, pero de todos modos...!

Entonces, al darse cuenta de que yaestaba a medio desvestir, su mente captódurante un segundo la vertiente cómicade la situación, y soltó una carcajada...en voz baja. Pero, de inmediato, a la risale sucedió aquella súbita sensación detragedia que ya había experimentadoantes. Puede que mientras él sonreía, elcuerpo de esa mujer yaciera roto yhelado en esas cumbres espantosas, conlos cabellos desordenados por laventisca y los ojos vidriosos lanzando

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una mirada vacía a las estrellas... Sólode pensar en ello se estremecía. Lapercepción que tenía de esa mujer, a laque no había visto nunca y de la que nitan siquiera sabía el nombre, se volvióextraordinariamente real. Casi llegaba aimaginarse que se hallaba oculta enalgún lugar de la habitación, observandotodo lo que él hacía.

Abrió la puerta con cuidado paradejar fuera las botas, y cuando la cerróde nuevo, echó la llave. Después, acabóde deshacer el equipaje y distribuyó laspocas cosas que había traído consigopor la habitación. No tardó mucho enhacerlo; sólo tenía un pequeño baúl deviaje y una mochila y, además, el únicolugar donde se podían extender las ropas

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era el sofá. No había cómoda, y elarmario, un mueble excepcionalmentesólido y grande, estaba cerrado conllave. Era evidente que habían guardadoa toda prisa las ropas de la inglesa enaquel mueble. El único signo queindicaba su presencia reciente en lahabitación era un ramo de Alpenrosenmarchitas, colocadas en un jarrón decristal que había sobre el palanganero.Eso, y un vago olor a perfume, era todolo que quedaba. No obstante, a pesar dela escasez de vestigios, por toda lahabitación se respiraba la extraña ydesagradable sensación de que éstaseguía estando ocupada. Durante uninstante se palpaba en el ambiente unasutil presencia que parecía susurrar un

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«acabo de salir», que al convertirse depronto en un tajante «aún sigo aquí»,hacía que se diera rápidamente la vueltapara mirar a sus espaldas.

La aversión que sentía hacia esahabitación en su conjunto era muysingular; y es precisamente la fuerza deese sentimiento, la única excusa quequizá se pueda esgrimir para justificar elhecho de que arrojara aquellas floresmarchitas por la ventana y colgaradespués su gabardina de la puerta delarmario, procurando taparlo lo máximoposible. Lo cierto es que la visión deaquel horrible y gigantesco armario,lleno de la ropa de una mujer que enaquel momento quizá ya no necesitaranada con que cubrir su cuerpo (pues así

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era como insistía en presentársela suimaginación), provocaba en él unasensación de incongruencia que no sólole llenaba de perplejidad sino que,además, se iba abriendo paso en sumente hasta transformarse en unsentimiento de espanto verdaderamentegrotesco. Sea como fuera, la visión deaquel armario le desagradaba y, casi porpuro instinto, lo había tapado. Luego,tras apagar la luz, se metió en la cama.

Pero desde el preciso instante enque la habitación quedó a oscuras, sedio cuenta de que aquello era más de loque él podía soportar; pues nada máshacerse la oscuridad, sintió una especiede corriente de aire helado que noalcanzaba a explicarse. Y lo curioso es

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que, al encender la vela que había juntoa la cama, advirtió también que letemblaban las manos. La verdad es queaquello era ya demasiado. Suimaginación se estaba tomando muchaslibertades y había que llamarla al orden.Pero la forma en que lo hizo fue muysignificativa, y el propio carácterdeliberado de su acción ponía aldescubierto un estado mental que yahabía dado cabida al miedo. Y una vezque el miedo se ha metido dentro es muydifícil expulsarlo. Se recostó sobre sucodo y se puso a enumerar con sumocuidado todos los objetos que había enla habitación, con la intención, por asídecirlo, de hacer un inventario de todoaquello que percibían sus sentidos, para

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después trazar una línea, sumarlos yexclamar con decisión: «¡Esto es todo loque hay en esta habitación! He contadotodas y cada una de las cosas. No haynada más. ¡Ahora ya puedo dormirtranquilo!».

Fue precisamente durante elabsurdo proceso de enumerar losmuebles de la habitación, cuando seapoderó de él una terrible y angustiosasensación de lasitud que casi le impidióacabar sus cuentas. Le acometió con unarapidez y una virulencia asombrosas quehicieron que, sin apenas darse cuenta, seviera abrumado por una molicie atrozdifícilmente descriptible. Su primerefecto fue hacerle olvidar su miedo. Yano tenía la energía suficiente para

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sentirse verdaderamente asustado onervioso. El frío permanecía, pero laalarma había desaparecido. Por todoslos rincones de aquella personalidad,por lo general vigorosa, se fueextendiendo lentamente el insidiosoveneno de una fatiga muscular que, alcabo de unos segundos, pareciótransformarse en inercia espiritual. Unasúbita conciencia de la supina futilidady del absurdo de la vida, del esfuerzo,de la lucha; de todo lo que hace quevivir merezca la pena, se fue infiltrandoen cada fibra de su ser, dejándole en unestado de extrema debilidad. El espíritude un negro pesimismo, al que lefaltaban fuerzas incluso paramanifestarse con cierta energía, invadió

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las cámaras secretas de su corazón...Todas las imágenes que le venían a lamente aparecían envueltas en grisessombras. ¡Esos caballos sudorosos yaburridos, ascendiendo trabajosamente...a ninguna parte! La patrona aquella delas facciones tan duras, tomándose tantotrabajo en conseguir que su afán de lucrose impusiera sobre su sentido moral...¡por un puñado de francos! ¡El porterodel traje ribeteado; tan quisquilloso, tanlocuaz, tan agotador... ardiendo endeseos de contarle todos los chismesque sabía! ¿Para qué servía toda esagente? Y, en cuanto a él, ¿qué sentidotenía el trabajo penoso y monótono enaquella escuela de la que era maestro?¿A dónde conducía aquello? ¿De qué

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valía tanto incierto afán, cuando lossecretos últimos de la vida permanecenocultos y nadie sabe cuál es el sentidofinal de las cosas? ¡Qué absurdos eranel esfuerzo, la disciplina, el trabajo!¡Qué vano el placer! ¡Qué triviales hastalas cosas más nobles de la vida!

Dando un salto que casi derribó lavela, Minturn trató de hacer frente aaquel estado de decaimiento. Ese tipo deideas eran tan ajenas a su carácterhabitual, que aquella invasión repentinay cobarde produjo una reaccióninmediata. Pero sólo duró un momento.Al instante, la depresión volvió aabatirse sobre él como una ola. Sutrabajo —que a fin de cuentas comomucho le permitiría aspirar al tedioso

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cargo de director de colegio— leparecía tan vano y tan absurdo comoaquellas vacaciones en los Alpes. Quéidiota, qué rematadamente idiota habíasido de venir aquí, con su mochila acuestas, para no hacer otra cosa quematarse de cansancio por aquellasmontañas en un ascenso agotador que noconducía a ninguna parte, que nada lepodía reportar. El estado de ánimo quele poseía era tan lóbrego como unatumba.¡La vida no era más que unrepugnante fraude! ¡La religión, uncamelo pueril! Todas las cosas no eranmás que una trampa; una trampa tendidapor la muerte: ¡un juguete de vivoscolores que la Naturaleza utiliza comoseñuelo! ¿Pero, un señuelo, para qué?

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¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo únicoreal era... LA MUERTE. Y la gente másfeliz eran aquellos que antes laencontraban.

Entonces, ¿por qué esperar a quellegue? Absolutamente aterrorizado,saltó de la cama como impulsado por unresorte. ¿Cómo era posible que la merafatiga pudiera alumbrar un universo tannegro, una actitud tan depresiva, unacobardía que hacía que se tambalearanlas raíces mismas de la vida,asestándoles semejante golpe dedesesperanza? Por lo general él era unapersona fuerte y alegre, rebosante desalud y de vida; pero aquella lasitudatroz arrasaba las bases mismas de supersonalidad, conduciéndole a la nada y

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al deseo de morir. Era como si hubieradesarrollado una Segunda Personalidad.Cierto que había leído que algunaspersonas, tras sufrir una fuerteimpresión, podían llegar a desarrollarcomo consecuencia de ello unos rasgosde carácter distintos, otros recuerdos,otros gustos y demás cosas por el estilo.Aquella posibilidad siempre le habíaasustado. Sabía que algunos científicosrespaldaban la autenticidad de taleshistorias, pero a él no le parecía quefueran muy creíbles. Y, no obstante, algosimilar a eso era lo que le estabaocurriendo ahora a su propia conciencia.Estaba, de eso no le cabía ninguna duda,experimentando todas las fluctuacionesmentales... ¡de otra persona! Era algo

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inmoral. Algo espantoso. Era... bueno, laverdad es que también era algoenormemente interesante.

Y aquel interés que comenzaba asentir fue el primer signo de que su yonormal estaba regresando. Pues quiensiente interés por algo, está vivo, y amala vida. De un salto, se plantó en mediode la habitación y encendió la luz. Loprimero que captó su atención fue...aquel enorme armario.

—¡Vaya! ¡Ahí está... esamonstruosidad de armario! —exclamópara sí sin querer, aunque en voz alta.Dentro estarían colgadas sus faldas, susabrigos, sus blusas de verano; todas lasropas de la mujer muerta. Porque ahorasabía que —de uno u otro modo—

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aquella mujer tenía que estar muerta.En ese momento, a través de las

ventanas abiertas, irrumpió el sonido delagua que caía, y con él llegó también unavívida imagen mental de la desolaciónde las cumbres barridas por la ventisca.Entonces vio a la mujer —¡sí,verdaderamente la vio!— en el lugardonde había caído; las mejillascubiertas de escarcha, la nieve en polvoarremolinándose en torno a sus cabellosy a sus ojos, sus extremidades rotasaprisionadas entre bloques de hielo. Porun momento, aquella sensación delasitud, de vacío vital, se desvanecióante aquella imagen de un esfuerzoinútil, de la pequeña fuerza de un serhumano peleando con coraje, aunque en

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vano, contra las potencias impersonalesy despiadadas de la naturaleza inerte; y,de nuevo, recuperó su yo habitual. Sinembargo, un instante después, regresóotra vez el terrible frío, la nada, elvacío...

Se descubrió a sí mismo de piefrente al gran armario que guardaba lasropas de aquella mujer. De repentequería ver esas ropas; las cosas que ellahabía usado y llevado. Estaba muycerca, casi podía tocarlo. Y un segundodespués ya lo había tocado. Estabagolpeando con los nudillos en lamadera. Es difícil saber por qué lo hizo.Probablemente se trató de unmovimiento reflejo. Algo desde lo másprofundo de su ser se lo había dictado...

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se lo había ordenado; y él, habíagolpeado la puerta. El sonido sordo dela madera en medio de la quietud deaquella habitación... le horrorizó. Elporqué de aquel sentimiento era algoque le resultaba tan inexplicable comola razón por la que se había sentidoimpulsado a llamar a aquella puerta. Elhecho es que, cuando oyó una levereverberación en el interior del armario,tuvo una conciencia tan vívida de lapresencia de la mujer que se quedó depie temblando con una terroríficasensación de que algo iba a ocurrir; casiesperaba oír que desde el interior lerespondían con un golpe —quizá sólo elfrufrú de las faldas colgadas— o, aúnpeor, que veía como aquella puerta

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cerrada con llave se abría lentamentehacia afuera.

A partir de ese momento aseguraque, de un modo u otro, debió perderparcialmente el control sobre sí mismo,o al menos, una parte importante de susentido común; pues se vio poseído porun deseo tan irresistible de abrir comofuera aquel armario y de ver las ropasque había dentro, que probó todas lasllaves que había en la habitación en unvano intento de abrirlo, hasta que,finalmente, antes de que tuviera tiempode darse cuenta de lo que hacía... ¡llamóal timbre!

Pero, tras haber llamado al timbrea las dos de la madrugada, sin quehubiera ninguna razón sensata u obvia

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para hacerlo, y mientras esperaba de pieen medio de la habitación a que vinieraalgún empleado, se dio cuenta porprimera vez que algo ajeno a su sernormal le había impulsado a haceraquello. Era como si una voz interna ledictara lo que tenía que hacer. Por eso,cuando finalmente se oyeron pasos quese acercaban por el pasillo, y tuvo frentea frente a una doncella adormilada,enojada y muy sorprendida de que lahubieran llamado a esas horas, no tuvoninguna dificultad en encontrar palabrascon las que expresar sus deseos. Aquelmismo poder que le había apremiado aque abriera la puerta del armariotambién le impelía a pronunciar unaspalabras sobre las que, aparentemente,

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no tenía control alguno.—¡No es a usted a quien he

llamado! —dijo con decisión eimpaciencia—. Necesito a un hombre.Despierte al portero y envíemeloinmediatamente. ¡Dése prisa! ¿Es que nome ha oído? ¡Dése prisa!

Cuando la chica se hubo marchado,Minturn, asustado de su propiaseveridad, se dio cuenta de que aquellaspalabras le habían sorprendido a él tantoo más que a la propia doncella. Hastaque no salieron de sus labios no supoexactamente qué era lo que iba a decir.No obstante, comprendía que algunafuerza ajena a su personalidad estabautilizando su mente y los órganos de sucuerpo. Aquella negra depresión que le

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había poseído hacía poco tambiénformaba parte de ello. De algún modo,el poderoso estado de ánimo de la mujerdesaparecida se había apoderado de élmomentáneamente; con toda seguridaddebido a la atmósfera que creaba en lahabitación la presencia de cosas que lehabían pertenecido. Pero ni siquieracuando el portero —sin chaqueta nicuello duro— se hallaba ya junto a él enla habitación, consiguió comprender porqué insistía, hecho una verdadera furia ysin admitir un no por respuesta, en quebuscara la llave del armario y abrierainmediatamente la puerta. La escenaresultaba bastante curiosa. Tras realizarun intercambio de susurros de asombrocon la doncella al fondo del pasillo, el

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portero se las arregló para encontrar ytraer la llave en cuestión. Ni él ni lachica sabían a ciencia cierta qué era loque pretendía aquel inglés tan nervioso,o por qué ponía tanto empeño en que seabriera un armario a las dos de lamadrugada. Le observaban con el airede quien no puede dejar de preguntarsequé será lo que va a ocurrir acontinuación. Sin embargo, algo de laextraña seriedad y del miedo que ahoraapreciaban en aquel hombre se lescontagió, de modo que cuando la llavechirrió al introducirse en la cerradura,los dos pegaron un respingo.

Contuvieron el aliento mientras lapuerta se abría lentamente con uncrujido. Todos oyeron el ruido de otra

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llave al caer contra el suelo de maderadel armario... por dentro. Había sidocerrado desde el interior. Pero fue laaterrorizada doncella, desde su posiciónen el pasillo, quien lo vio primero; ylanzando un grito desgarrador sedesplomó contra el pasamanos de laescalera. El portero no hizo intentoalguno de rescatarla. Tanto él como elmaestro salieron corriendo hacia lapuerta, que ahora se hallabacompletamente abierta. También ellos lohabían visto.

Colgadas de las perchas no habíaropas, ni faldas, ni blusas; lo que vieronfue el cuerpo de la mujer inglesasuspendido en el aire con la cabezacaída hacia delante. Sacudida por el

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movimiento que se había producido alabrir la puerta, el cuerpo había idogirando lentamente hasta darles la cara...Clavado en la parte de atrás de la puertahabía un sobre del hotel con lassiguientes palabras escritas con letratemblorosa:

«Cansada... infeliz... desesperada...deprimida... No puedo seguir haciendofrente a la vida... Todo es negro. Tengoque poner fin a esto... Quería hacerlo enlas montañas pero tuve miedo. Volví ami habitación cuando no vi a nadie. Asíes más fácil, y mejor...».

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CULTO SECRETO

Harris, un comerciante en sedascruzaba el sur de Alemania de regreso asu país tras un viaje de negocios,cuando, de repente, se le ocurrió la ideade coger en Estrasburgo el tren de lasmontañas y acercarse a visitar su antiguocolegio tras una ausencia de algo más detreinta años. Este impulso fortuito delsocio más joven de la firma HarrisBrothers de St. Paul's Churchyardproporcionaría a John Silence uno delos casos más extraños de toda sucarrera, pues daba la casualidad de que,en aquel preciso momento, recorría a

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pie con una mochila a la espaldaaquellas mismas montañas; y aunqueambos hombres habían partido de puntosmuy alejados entre sí, el caso es que losdos se dirigían a la misma posada.

Pues bien, en lo más hondo delcorazón de Harris, que durante losúltimos treinta años se había ocupadocasi de forma exclusiva del lucrativonegocio de la compraventa de seda,aquel colegio había dejado una marcaindeleble y, aunque es posible que ni élmismo se diera cuenta de ello, habíaejercido una influencia decisiva en todasu vida posterior. El colegio en cuestiónpertenecía a una comunidad protestante(no es necesario especificar cual)entregada a una vida profundamente

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religiosa. Cuando tenía quince años supadre le había enviado allí, en partepara que aprendiera el alemán necesariopara desenvolverse en el negocio de laseda, y en parte porque la disciplina eramuy estricta; y si había algo que su almay su cuerpo necesitaban en aquelmomento era, por encima de todo,disciplina.

La vida en aquel lugar habíaresultado extremadamente dura, y eljoven Harris había sacado muchoprovecho de ello, pues si bien no sepracticaba el castigo físico, existía unsistema de correctivos espirituales ymentales que permitía que el almamantuviera intacto su orgullo, a la vezque se atacaba de raíz la falta cometida,

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haciendo ver al muchacho que aquéllaera una forma de fortalecer y purificarsu carácter y no una mera tortura a laque se le sometía con ánimo devenganza.

Todo aquello había ocurrido hacíaya algo más de treinta años, cuandoHarris no era más que un adolescentesoñador e impresionable. Ahora,mientras el tren ascendía con lentitud,serpenteando entre los barrancos de lasmontañas, su mente, no sin ciertaternura, viajaba en el tiempo saltándoselos años transcurridos desde entonces ymuchos detalles olvidados surgían deentre las sombras y volvían apresentarse nítidamente en su memoria.No podía parecerle más maravillosa la

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vida que había llevado en aquel remotopueblo de montaña, protegido delbullicio del mundo por el amor y ladevoción de la piadosa Hermandad, acuyo cargo estaban cerca de cienmuchachos llegados de todas las partesde Europa. Vívidas escenas del pasadoacudían a su pensamiento. De nuevo lellegaba el olor de los largos pasillos depiedra, de las cálidas aulas de maderade pino donde estudiaba durante lashoras de bochorno del verano, mientrasoía el zumbido de las abejas a través delas ventanas abiertas y en su mente selibraba un feroz combate entre loscaracteres alemanes y la evocación delos prados ingleses... hasta que, depronto, se oía el temible grito del

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maestro de alemán:—¡Harris, levántese! ¡Está usted

dormido!También se acordaba del horror de

tener que permanecer de pie sin moversedurante una hora con un libro en lamano, mientras sentía cómo las rodillasle iban flojeando y la cabeza comenzabaa pesarle como si fuera una bala decañón.

Hasta los olores de la cocina levenían ahora a la memoria: elSauerkraut de a diario, el chocolateaguado de los domingos, el aroma de lacarne llena de nervios que les servíandos veces por semana durante elMittagessen; y sonreía al pensar en lasmedias raciones con que le castigaban

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por hablar en inglés. También le llegabala penetrante fragancia de los cuencosde leche; el perfume cálido y dulce quese desprendía al mojar los trozos de pande pueblo durante los desayunos de lasseis de la mañana. Aquel recuerdo leevocaba la imagen del enormeSpeisesaal donde un centenar demuchachos, vestidos con el uniforme delcolegio, se sentaban a comeradormilados y en silencio, tratando detragar a toda prisa el pan basto y laleche hirviendo, temerosos de que encualquier momento sonara la campanaque daba por finalizada la hora deldesayuno. Al otro extremo de la sala,donde se sentaban los maestros, veíatambién la estrecha hendidura de las

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ventanas tras las cuales se adivinaba elcautivador paisaje de prados y bosquesque rodeaba al colegio.

Estas imágenes le condujeron a suvez a la gran sala del piso más alto, tansemejante a un granero, donde tenían quedormir juntos todos los alumnos encatres de madera. Vino entonces a sumemoria el repicar cruel de la campanaque, en las mañanas de invierno, lesdespertaba a las cinco de la madrugadapara que bajaran al enlosado delWaschkammer, donde maestros ymuchachos, tras un lavado breve ygélido, se vestían en completo silencio.

Pasaba ligera su mente de unosrecuerdos a otros ofreciéndole vívidasestampas de su pasado, cuando sintió un

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fugaz estremecimiento al recordar cómole había ido carcomiendo la inmensasoledad de no poder estar nunca a solas.

Todo —el trabajo, las comidas, elreposo, los paseos, el ocio— se hacíaen compañía de los veinte muchachosque componían su «sección» y siemprebajo la mirada vigilante de, por lomenos, dos maestros. La única manerade poder estar a solas era pedir unpermiso de media hora para ensayar enaquellas salas de música que parecíanceldas. Harris esbozó una sonrisa alrecordar el celo que ponía en susestudios de violín.

Cuando el tren se adentrabaresoplando en los grandes pinares quedesplegaban sobre las montañas su

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gigantesca alfombra de terciopelo, delas capas más gratas de su memoriacomenzaron a resucitar otros recuerdos.Revivió entonces la admiración quesentía por la bondad de aquellosmaestros —a quienes todos se dirigíanllamándoles Hermanos— y volvió amaravillarse de esa devoción que lesllevaba a enclaustrarse durante años enaquel lugar que, por lo general, sóloabandonaban para abrazar la vida, aúnmás sacrificada, de los misionerosdestinados a los parajes más inhóspitosde la tierra.

Una vez más pensó en aquellareligiosa atmósfera de quietud queenvolvía a la pequeña comunidad delbosque con un velo, protegiéndola de las

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asechanzas del mundo exterior. Recordóel colorido de las celebraciones deSemana Santa, Navidad y Año Nuevo,los numerosos días de fiesta y el encantode los pequeños festejos. Se recreóespecialmente en la Beschehr-Fest —laentrega de regalos de Navidad— cuandotoda la comunidad se dividía en parejaspara intercambiar presentes, que amenudo llevaban semanas preparando ohabían costado los ahorros de muchosdías. Le vino a la mente entonces laimagen de la misa de medianoche delAño Nuevo y, subido en lo alto delpúlpito, se le apareció el rostroencendido del Prediger, el predicadordel pueblo. Todas las celebraciones dela última noche del año, aquel hombre

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veía en la desierta galería del coro quese encontraba tras el órgano, los rostrosde las personas que morirían en los docemeses siguientes; y cuando finalmentedescubrió su propio rostro entre ellos,cayó en estado de éxtasis en medio delsermón y prorrumpió en un torrente dealabanzas.

Los recuerdos acudían en tropel asu memoria. La imagen de aquelpequeño pueblo, que vivía en lascumbres de las montañas el sueño deuna vida generosa y pura, sana ysencilla, mientras buscaba a su Dios contodo fervor y formaba a cientos demuchachos para que siguieran el buencamino, acudía a su mente con toda lafuerza de una obsesión. Volvió a sentir

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el viejo entusiasmo místico, másprofundo que el mar y más maravillosoque las estrellas; oyó otra vez el suspirode los vientos, recorriendo leguas y másleguas de bosque hasta llegar a los rojostejados iluminados por el claro de luna;oyó también las voces de los Hermanos,hablando de las cosas del más allá comosi las hubieran experimentado en supropia carne; y mientras permanecíasentado en aquel vagón, acunado por eltraqueteo del tren, un espíritu deinefable añoranza se apoderó de su almafatigada y marchita, agitando en lo máshondo de su ser un mar de emocionesque creía hace tiempo congeladas.

El contraste entre el joven eidealista soñador que un día fue y el

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hombre de negocios que era ahora, leapenaba. Sentía que el espíritu de la pazy la belleza ultramundana, que sóloconoce el alma entregada a la vidacontemplativa, le había rozado con lapunta del ala el corazón, produciendo unmisterioso movimiento en la superficiede esas aguas.

Harris sintió un leveestremecimiento y se asomó por laventana de aquel vagón, que le tenía a élpor único pasajero. Hacía tiempo que eltren había dejado atrás Hornberg; alláabajo los torrentes se precipitaban porentre las rocas calizas en un tumulto deblanca espuma. Delante de él,recortándose contra el cielo, se sucedíanuna tras otra las cimas redondeadas de

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las montañas cubiertas de árboles. Erael mes de octubre y corría una aire frío ycortante en el que se mezclaban deforma exquisita el olor a leña quemada ya musgo húmedo con la sutil fraganciade los pinos. Allá arriba, entre las copasde los abetos más altos, vio asomar lasprimeras estrellas en un cielo raso conel mismo tono amatista pálido queparecía envolver todos aquellosrecuerdos que le venían a la mente.

Se arrellanó en su asiento y dejóescapar un suspiro. La vida le habíaendurecido y hacía muchos años que nosabía lo que era tener sentimientos. Eraun gran hombre, se requería muchoesfuerzo para conmoverle, tanto físicacomo emocionalmente. Sin embargo, a

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diferencia de lo que suele ser habitual,el sueño de Dios que alienta en el almade los jóvenes, a pesar de la inmundiciaacumulada en la lucha por ganarse lavida, no se encontraba en su casocompletamente extinguido.

Regresaba ahora a aquel filónabandonado durante años, donde tantooro puro se había ido amontonado sinque nadie lo tocara, con el ánimoagitado por todas aquellas emocionespseudoespirituales; y a medida que veíaacercarse las cumbres de las montañas yolía los olvidados aromas de la infancia,algo se iba derritiendo en la superficiede su alma, haciendo que recobrara ungrado de sensibilidad que no habíatenido desde que, hacía más de treinta

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años, vivió en aquel lugar con sussueños, sus conflictos y las penaspropias de la juventud.

Harris tembló de emoción cuandoel tren se detuvo con una sacudida y vio,sobre el edificio de piedra gris, elnombre de aquella diminuta estaciónescrito con letras negras, y debajo, laaltitud expresada en metros sobre elnivel del mar.

—¡El punto más alto de la línea! —exclamó—. ¡Qué bien lo recuerdo:Sommerau, El Prado del Estío! ¡Lapróxima estación ya es la mía!

Cuando el tren, tras cortar el vapor,comenzó a descender con los frenosechados, sacó la cabeza por la ventanay, a la luz del crepúsculo, se puso a

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identificar uno por uno todos aquellosviejos lugares que le resultaban tanfamiliares. Le devolvían la mirada comosi fueran personas muertas salidas de unsueño. Un sentimiento extraño e intenso,dulce y doloroso a la vez, palpitaba ensu corazón.

«Ahí está el camino por el quesolíamos dar tantos paseos a pleno sol,con dos hermanos siempre pegados anosotros —pensó— y eso de ahí, ¡Diosmío, es el desvío que conduce a travésdel bosque hasta Die Galgen, el patíbulode piedra donde antiguamente ahorcabana las brujas!»

Esbozó una sonrisa mientras el treniba dejando atrás aquel lugar.

«Y ése es el bosquecillo que se

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llenaba de lirios de los valles porprimavera; y juraría que ése es... —conun súbito impulso sacó un poco más lacabeza por la ventana— sí, es el clarodonde estuve con aquel muchachofrancés, Calame, persiguiendo a unagolondrina, y después el hermano Pagelnos castigó a medias raciones porhabernos salido del camino sin permisoy haber soltado unos gritos en nuestrosidiomas».

Se le escapó de nuevo una risa,mientras un torrente de recuerdosinundaba su mente de vívidos detalles.

Al llegar a su destino, Harris bajódel tren y se quedó un rato parado en elandén de grava gris como si estuvieraviviendo un sueño. Le parecía que había

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pasado casi un siglo desde la última vezque había estado allí, con todo suequipaje metido en unas cajas de cartónatadas con cordeles, esperando el trenque le llevaría a Estrasburgo para,finalmente, regresar a su hogar tras dosaños de exilio. El reloj del tiempoparecía haberse parado y volvía asentirse un niño. La única diferencia eraque ahora las cosas le parecían máspequeñas de como las recordaba; todoparecía haber menguado y encogido ylas distancias se habían reducido deescala.

Cruzó la carretera y se dirigió a lapequeña Gasthaus. Los rostros y lasfiguras de sus antiguos compañeros decolegio —alemanes, suizos, italianos,

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franceses, rusos— surgían de entre losárboles del bosque y le acompañaban ensilencio. Flotaban en torno suyo,mirándole a los ojos con un semblanteinquisitivo y triste. Pero no conseguíarecordar sus nombres. También veníancon ellos algunos de los Hermanos, y delos nombres de muchos de ellos sí quese acordaba: el hermano Rost, elhermano Pagel, el hermano Schliemann.Tampoco había olvidado el nombre delviejo predicador que descubrió supropia imagen en la fantasmal galería delos que iban a morir: el hermano Gysin.La oscuridad del bosque le cercabacomo un mar cuyas olas de terciopelopodían encresparse en cualquiermomento y anegar la escena, arrastrando

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consigo los rostros de los que leacompañaban. El aire era frío y estabarepleto de deliciosas fragancias, perocada vez que aspiraba aquel perfume levenía a la memoria la tenue evocaciónde un recuerdo.

A pesar del inevitable poso detristeza que iba unido a aquellaexperiencia, todo le resultaba muyinteresante y le producía una curiosasensación de placer; de modo quecuando cogió una habitación en laposada y encargó la cena, se sintió muysatisfecho de sí mismo y se hizo el firmepropósito de dar un paseo hasta su viejocolegio esa misma noche. El colegioestaba justo en el centro del pueblo, quese encontraba a unas cuatro millas de

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distancia atravesando el bosque. Fueentonces cuando recordó que aquel lugarera un pequeño enclave protestantesituado en medio de una regiónmayoritariamente católica. Las ermitas ylos crucifijos rodeaban aquel claro delbosque como si fueran los centinelas deun ejército sitiador. Una vez que sedejaba atrás la plaza del pueblo —alrededor de la cual se desplegabanunos cuantos acres de prados y huertos— las prietas falanges de pinos sesucedían una tras otra y, justo en ellindero de aquel bosque, empezaba elterritorio donde ejercían su autoridadlos sacerdotes de otra confesión.Recordaba vagamente que, en algunasocasiones, los católicos habían

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mostrado cierta animosidad contra aquelpequeño oasis protestante que florecíaen paz y benevolencia en medio de susdominios. Harris tenía todo aquellobastante olvidado. Qué mezquino leparecía ahora, con su ampliaexperiencia de la vida y el conocimientoque tenía de otros países y del granmundo. Era como si hubiera retrocedidotrescientos años en el tiempo en vez detreinta.

A la hora de la cena sólo habíaotros dos huéspedes en el comedor. Unode ellos era un hombre de mediana edad,con barba, y vestido con un traje detweed, que se sentaba solo en unextremo de la mesa. Harris, al darsecuenta de que era inglés, procuró

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mantenerse alejado de él. Temía que supresencia allí estuviera relacionada conalgún asunto de negocios —incluso conel negocio de la seda— y que quizáestuviera interesado en charlar un ratosobre el tema. El otro huésped era uncura católico. Se trataba de un hombrede pequeña estatura que comía laensalada con cuchillo, aunque lo hacíacon tal delicadeza que no llegaba aresultar molesto. Fue precisamente lavisión de aquel clérigo la que le trajo ala memoria el antiguo antagonismo.Cuando Harris, para sacar tema deconversación, le habló de los motivosque le habían llevado a emprender aquelviaje sentimental, el cura alzó la vista,enarcó las cejas, y se le quedó mirando

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con una expresión de sorpresa y receloque, por alguna razón, consiguió que sesintiera herido en su orgullo. Harrisatribuyó aquella expresión a ladiferencia de credos que existía entreellos.

—Sí —prosiguió el comerciante ensedas, encantado de poder hablar deltema que acaparaba todos suspensamientos—, para un muchachoinglés verse de repente en una escuelarodeado de cien extranjeros fue unaexperiencia muy extraña. Me acuerdomuy bien de la soledad y la insoportableheimweh que me produjo al principio.—Hablaba un alemán muy fluido.

El cura, que estaba sentado frente aél, alzó la vista del plato de ensalada y

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sonrió. Tenía un rostro agradable. Leexplicó, en voz baja, que se encontrabaallí de paso y que estaba haciendo unrecorrido por las parroquias deWürttemberg y Baden.

—La vida allí era dura —añadióHarris—. Recuerdo que los chicosingleses decíamos que eraGefängnisleben: una vida carcelaria.

Por alguna razón inexplicable, lamirada del cura se ensombreció. Trasuna breve pausa, y más por cortesía quepor deseo de seguir hablando de aqueltema, dijo en voz baja:

—Sí, aquélla fue la mejor épocadel colegio. Después, según tengoentendido...

Se encogió ligeramente de hombros

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y aquella mirada extraña, casi dealarma, volvió a dibujarse en susemblante. Dejó la frase sin terminar.

Harris percibió en su voz algo quele pareció completamente fuera de lugar,un tono raro, como de reproche. Nopudo evitar sentirse molesto.

—¿Cómo, qué ha cambiado? —preguntó—. No puedo creer que...

—Ya veo que no está ustedenterado —señaló el cura, con muchotacto, mientras iniciaba con las manos elgesto de hacer la señal de la cruz, perosin llegar a completarlo—. ¿No ha oídohablar de lo que ocurrió allí antes deque lo abandonaran?

La reacción de Harris fue, sin duda,muy infantil, y quizá se debiera a que

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estaba demasiado cansado y alterado,pero las palabras y los modales del curaaquel le ofendieron hasta tal punto, queni siquiera prestó atención a la últimafrase que dijo. Le vinieron a la mentelos viejos rencores y antagonismos y,por un momento, casi perdió losestribos.

—¡Tonterías! —le interrumpió conuna risa forzada—. Unsinn! Siento tenerque contradecirle, caballero, pero yo fuialumno de ese colegio. No había nadaque se le pudiera comparar. Me resultaincreíble que pueda haber ocurrido algolo bastante grave como para que haya...para que haya... perdido su carácter. Ladevoción de los Hermanos no teníaparangón posible, era...

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Bruscamente dejó sin concluir lafrase; se había dado cuenta de que habíasubido en exceso el tono de voz y temíaque el hombre que se sentaba en el otroextremo de la mesa entendiera elalemán. En ese mismo instante, alzó lavista y se encontró con la mirada fija delos ojos de aquel tipo. Tenían un brillomuy especial. Eran unos ojos fascinantesy, sin que alcanzara muy bien aexplicárselo, le pareció adivinar enaquella mirada una expresión dereproche y de advertencia. El rostro deaquel desconocido le impresionóvivamente. Por primera vez se percatóde que era uno de esos rostros en cuyapresencia se procura no decir o hacernada que resulte impropio. No entendía

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cómo no le había llamado antes laatención.

En cualquier caso, Harris lamentóno haberse mordido la lengua en vez dedejarse llevar por su apasionamiento. Elcura no volvió a dirigirle la palabra.Tan sólo en una ocasión, tras alzar lamirada, dijo como hablando para sí,pero con la clara intención de que se leoyera:

—Lo encontrará cambiado. —Y almomento se levantó de la mesa, hizo unainclinación dirigida a los dos huéspedesy se retiró.

Al otro extremo de la mesa elhombre del traje de tweed también selevantó, y Harris se quedó solo en elcomedor.

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Permaneció un rato en aquella salaen penumbra, bebiendo el café apequeños sorbos y fumando un buenpuro, hasta que apareció la doncellapara encender las lámparas de aceite.Estaba enfadado consigo mismo porhaber dejado a un lado sus buenosmodales, aunque no llegaba a explicarsepor qué había ocurrido. Pensó queseguramente le había molestado que elcura, aún sin querer, hubiera introducidouna nota discordante en el carácterplacentero de sus sueños. Más adelantetendría que buscar la ocasión de pedirledisculpas pero, de momento, estabademasiado impaciente por dar un paseohasta su viejo colegio y, tras coger subastón y su sombrero, salió de la casa

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de huéspedes.Al cruzar por delante de la

Gasthaus, vio al cura y al hombre deltraje de tweed. Estaban tan enfrascadosen su conversación que apenas si sefijaron en él cuando pasó a su lado y sedescubrió para saludarles.

Emprendió la marcha a buen paso.Recordaba perfectamente el camino ytenía la esperanza de llegar al pueblo atiempo de charlar un rato con alguno delos Hermanos. A lo mejor hasta leinvitaban a tomar una taza de café.Estaba seguro de que sería bien recibidoy, una vez más, los viejos recuerdos seapoderaron de él. No había ningunaprisa en volver, podía regresar a la horaque quisiera.

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Serían un poco pasadas las siete, yel temprano anochecer del mes deoctubre venía acompañado de un airefrío que parecía brotar de los lugaresmás recónditos del bosque. Nada máscruzar el claro donde se encontraba laestación de tren, el camino comenzaba ahundirse en la espesura y, al cabo depocos minutos, Harris avanzaba yarodeado por todas partes de árboles. Elsonido de sus botas moría al chocarcontra aquellos millones de abetos enprieta formación sin devolverle ningúneco. Reinaba una oscuridad casicompleta que a duras penas permitíadistinguir el tronco de un árbol del deotro. Caminaba con paso rápido,impulsándose con el balanceo de su

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bastón de madera de acebo. En una odos ocasiones se cruzó con campesinosque regresaban a sus casas; el sonidogutural de su saludo, Grüss Got, quehacía tanto que no escuchaba, contribuíaa poner de relieve el paso del tiempo y,a la vez, le hacía sentir que nada habíacambiado. Su mente se poblaba denuevos grupos de imágenes y las figurasde sus antiguos compañeros volvían asurgir del bosque y caminaban a su ladosusurrándole al oído historias de lostiempos pasados.

Los ensueños se sucedían unos aotros sin interrupción. Conocía cadacurva del camino, cada claro del bosquey, a su vez, todos y cada uno de ellos,hacían que los viejos recuerdos

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cobraran vida. Estaba disfrutandointensamente de aquel paseo.

Proseguía su marcha sin detenerseni un momento. Al salir la luna, el finopolvo dorado que cubría el cielodesapareció y un viento de un tenuecolor plateado se fue extendiendosilencioso entre la tierra y las estrellas.Se fijó en el resplandor de las copas delas abetos y escuchó cómo susurrabancuando la brisa mecía sus afiladas hojasen dirección a la luz. El dulzor del airede montaña era embriagador. El caminobrillaba como la espuma de un río quecorriera entre tinieblas. Las mariposasnocturnas revoloteaban por doquiercomo pensamientos silenciosos que secruzaran en su camino y, desde las

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cavernas del bosque, cientos de aromassaltaban la barrera de los años paradarle la bienvenida.

Entonces, cuando menos loesperaba, los árboles desaparecieronbruscamente de ambos lados del caminoy se encontró al borde del claro delpueblo.

Aceleró el paso. Allí estaban lassiluetas de las mismas casas de siempre,bañadas de una capa de luz plateada;también los árboles de la placita central,con su fuente y sus pequeñas alfombrasde césped; allí se alzaba la figura de laiglesia junto al Gasthof derBrüdergemeinde; y al divisar un pocomás allá, elevándose oscuramente haciael cielo, la imponente mole del edificio

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del colegio, sintió un escalofrío. Comouna fortaleza, cúbica y formidable,emergía frente a él, surcada por lasprofundas sombras del claro de luna,tras un silencio de más de un cuarto desiglo.

Cruzó rápidamente la calle desiertadel pueblo y se paró junto a la sombraque proyectaba el edificio paracontemplar aquellos muros que, entiempos, le tuvieron preso durante dosaños... dos años ininterrumpidos dedisciplina y de nostalgia del lejanohogar. En su mente se agolpaban lasimágenes y los recuerdos; en aquel lugarse concentraban las sensaciones másintensas de su juventud, pues era allídonde había empezado a vivir y a

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aprender el valor de las cosas. Ni unsolo paso rompía el silencio, aunquetras las ventanas de muchas de las casasse distinguía un parpadeo de luces. Sinembargo, al alzar la vista hacia los altosmuros envueltos en sombras, no le costónada imaginarse que un tumulto derostros conocidos se apretujaban en lasventanas para darle la bienvenida;ventanas cerradas que, en realidad, tansólo reflejaban la luz de la luna y elresplandor de las estrellas.

Aquí estaba, por fin, el viejoedificio del colegio, aislado del mundotras sus cuatro muros; con los postigoscerrados, la empinada cubierta de tejasy sus aguzados pararrayos apuntando alcielo desde sus cuatro esquinas cual

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negras garras. Se quedó un buen ratomirando ensimismado y, de pronto,advirtió con alegría que aún había luz enlas ventanas del Bruderstube.

Abandonó el camino y atravesó laverja. Subió luego el tramo de doceescalones, y se plantó frente a la oscurapuerta de madera que guarnecíanpesadas barras de hierro. Poseído de undeleite casi infantil, contemplaba ahoracon ternura aquella puerta queantiguamente detestara y temiera con elodio y la pasión de un alma cautiva.

Un tanto cohibido, tiró de la cuerday se estremeció de emoción al escucharcómo se propagaba el repique de lacampana por el interior del edificio.Aquel sonido, hace tanto olvidado, le

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hizo evocar el pasado con tal realismo,que se puso literalmente a temblar. Eracomo la campana mágica de los cuentosque levanta el telón del Tiempo,convocando a los habitantes del reino delas sombras. Le embargaba unsentimentalismo que nunca antes habíaexperimentado. Era como volver a serjoven. Pero, a la vez, comenzaba aformarse una imagen falaz de su propiavalía. Al fin y al cabo era todo unpersonaje que venía de un mundo dondelo que contaba era la acción y la lucha,¿acaso no causaría una gran impresiónen aquella pequeña comunidadentregada a sus sueños de paz?

—Probaré de nuevo —pensó, trasuna larga pausa, y volvió a coger la

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cuerda de la campana. Se disponía ya atirar de ella, cuando oyó pasos que seacercaban por el pasillo de piedra; uninstante después la enorme puerta seabría pesadamente.

Un hombre alto, de semblanteadusto, se encontraba frente a élmirándole en silencio.

—Le ruego que me disculpe, ya séque es un poco tarde —dijo con un tonoun tanto afectado—, pero soy un antiguoalumno de la escuela. Acabo de llegar yno he podido resistir la tentación. Teníatanto interés... Estuve aquí en el setenta.—Su alemán no le salía tan fluido comode costumbre.

Entonces, aquel hombre abrió másla puerta, y haciendo una reverencia, le

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invitó a pasar con una sonrisa queindicaba a las claras que erabienvenido.

—Soy el hermano Kalkmann —dijocon voz grave en un tono muy bajo—.Precisamente yo fui maestro en laescuela por aquellos años. Siempre esun placer recibir a un antiguo alumno. —Durante unos segundos le miró con granatención y después añadió:

—Además creo que ha hecho ustedmuy bien en venir, pero que muy bien.

—Para mí es un auténtico placer —respondió Harris encantado con elrecibimiento.

Aquel pasillo, pavimentado delosas grises y envuelto en penumbra,donde resonaba el eco tan familiar de

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una voz alemana, con la peculiarentonación que ponían los Hermanos alhablar, le hacía flotar en la atmósfera deensueño de unos días hace tiempoolvidados. Entró muy a gusto en eledificio, y el atronador ruido de lapuerta al cerrarse, que tan bienrecordaba, acabó de redondear laperfecta reconstrucción del pasado. Casivolvió a experimentar la vieja sensaciónde encarcelamiento, de dolorosanostalgia, de haber perdido la libertad.

A Harris se le escapó sin querer unsuspiro y se volvió hacia su anfitrión,que tras devolverle levemente la sonrisaque le había dirigido, comenzó a abrir lamarcha a lo largo del pasillo.

—Los muchachos ya se han

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recogido —le explicó—. Comorecordará, aquí nos acostamos temprano.Pero confío que al menos se una anosotros un momento en la Bruderstubepara tomar una taza de café.

Eso era justo lo que esperaba elcomerciante en sedas, que trató deatenuar la excesiva presteza en aceptarla invitación, adornándola con susmejores modales.

—Y mañana —prosiguió elHermano—, tiene usted que volver ypasar todo un día con nosotros. Puedeincluso que encuentre a algún viejoconocido; varios alumnos de supromoción han vuelto a la escuela comomaestros.

Durante una fracción de segundo,

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cruzó por los ojos de aquel hombre unamirada que hizo que el visitante sesobresaltara. Pero fue visto y no visto.Era algo indefinible. Harris seconvenció de que todo se debía a unasombra proyectada por una de laslámparas del muro, delante de la cualacababan de pasar, y se lo quitó de lacabeza.

—Le agradezco enormemente suamabilidad —dijo con cortesía—. No seimagina usted el placer que me causavolver a visitar este lugar. ¡Ah! —separó justo delante de una puerta con unamampara de cristal y trató de escudriñarlo que había en su interior—. Seguroque ésta es una de las salas de músicadonde yo solía hacer prácticas de violín.

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¡Qué bien lo recuerdo a pesar de losaños que han pasado!

El hermano Kalkmann, con unasonrisa benévola, se detuvo para que suinvitado pudiera echar una ojeada.

—¿Siguen teniendo la orquesta demuchachos? Me acuerdo de que yotocaba el zweite Geige con ella. Elhermano Schliemann dirigía desde elpiano. ¡Caray! Es como si lo estuvieraviendo ahora mismo, con su largamelena negra y... y... —Dejó sinconcluir la frase con brusquedad. Denuevo había visto cruzar por el adustosemblante de su compañero aquellamirada rara y sombría que, por uninstante, le había resultado extrañamentefamiliar.

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—Sí, aún seguimos con la orquestade muchachos —dijo—, pero sientodecirle que el hermano Schliemann... —titubeó un momento y luego añadió—: Elhermano Schliemann falleció.

—Entiendo, entiendo —se apresuróa decir Harris—. No sabe cuánto losiento.

Se dio cuenta de que estaba untanto inquieto, pero no sabía si atribuirloa la noticia del fallecimiento de suantiguo profesor de música o a algunaotra cosa. Echó una mirada al fondo dellargo pasillo que se perdía entresombras. En la calle y en el pueblo todole había parecido mucho más pequeñode como él lo recordaba, pero aquí,dentro del edificio del colegio, todo le

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parecía mucho más grande. La altura y lalongitud del pasillo, su dimensión y suamplitud no se correspondían con laimagen mental que había conservado deél. Sus pensamientos vagaron soñadorespor un instante.

Alzó los ojos y vio el rostro delHermano, que le observaba con unasonrisa de paciente indulgencia.

—Está usted poseído por losrecuerdos —le comentó con tonoamable; su mirada adusta habíaadquirido ahora una expresión casicompasiva.

—Tiene usted razón —respondió elhombre de las sedas—. En cierto modo,aquélla fue la etapa más importante detoda mi vida. Aunque entonces la

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odiara... —vaciló antes de proseguir, noquería herir los sentimientos delHermano.

—Según los criterios inglesesresultaría estricto, claro —dijo con untono comprensivo que animó a Harris acontinuar.

—...sí, en parte era eso, y en partela incesante nostalgia y la sensación desoledad que producía el hecho de nopoder estar nunca verdaderamente asolas. Ya sabe que en los colegiosingleses los muchachos gozan de muchamayor libertad.

Se fijó que el hermano Kalkmann leescuchaba con mucha atención.

—Sin embargo, dejó en mí unahuella que no me ha abandonado en toda

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mi vida —dijo con cierto pudor—, y porla que siempre le estaré agradecido.

—Ach! Wie so, denn?—Aquel sufrimiento constante que

sentía en mi interior hizo que mesumergiera en la vida religiosa quepracticaban ustedes hasta tal punto, quetodas las energías de mi ser parecíanproyectarse hacia la búsqueda de unasatisfacción más profunda, de un lugardonde el alma pudiera por fin encontrarla paz. Durante los dos años que estuveaquí ansié acercarme a Dios,seguramente de una forma un tantoinfantil, pero con una intensidad con laque no he vuelto a desear ninguna otracosa. Es más, nunca he llegado a perderdel todo la sensación de paz y de alegría

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interior que acompañaban a esabúsqueda. Nunca podré olvidar estecolegio y las profundas enseñanzas queen él aprendí.

Hizo una pausa al terminar su largodiscurso y, durante un instante, se hizo elsilencio entre los dos. Harris temíahaber hablado demasiado y no haberseexpresado correctamente en aquellalengua extranjera, y cuando el hermanoKalkmann posó una mano sobre suhombro, no pudo evitar dar un respingo.

—Sí, es posible que estédemasiado poseído por mis recuerdos—añadió a modo de disculpa—, peroeste pasillo tan largo, las aulas, lalúgubre puerta de entrada con susbarrotes, en fin, todo esto me toca una

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fibra sensible que... que... —No levenían las palabras alemanas; lanzó unamirada a su compañero, y con unasonrisa y un gesto trató de explicar loque sentía. Sin embargo, el Hermano yahabía retirado la mano del hombro deHarris y ahora estaba de espaldasmirando hacia el fondo del pasillo.

—Claro, claro —dijo el Hermanoapresuradamente, sin darse la vuelta—.Es ist doch selbstverständlich. Todosnos hacemos cargo.

Luego se volvió, y Harris percibióen su semblante una expresión siniestraque le produjo una sensación muydesagradable. Puede que fueran denuevo los juegos de sombras de lasdichosas lámparas de aceite, pues al

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volver sobre sus pasos por el pasillo,aquella expresión tétrica desapareció alinstante. No obstante, el inglés se quedócon la impresión de haber dicho algoque había molestado al Hermano, algoque no había sido de su agrado. Separaron frente a la puerta delBruderstube. Harris se dio cuenta de quese había hecho tarde y que quizá llevabaya hablando demasiado rato. Hizo unintento de marcharse, pero sucompañero no quiso ni oír hablar delasunto.

—Tiene que quedarse a tomar uncafé con nosotros —dijo en un tonofirme que parecía sincero—. Miscolegas estarán encantados de verle.Incluso puede que alguno de ellos se

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acuerde de usted.A través de la puerta llegaba el

sonido de las voces de varios hombresen animada conversación. El hermanoKalkmann hizo girar el picaporte yentraron en aquella habitación inundadade luz y repleta de personas.

—Disculpe, ¿su nombre era? —susurró el Hermano, a la vez queagachaba la cabeza para oír mejor larespuesta—. Creo que todavía no me hadicho cómo se llama.

—Harris —dijo el inglésrápidamente mientras entraba. Cruzaraquel umbral le ponía nervioso, peroatribuyó aquella fugaz inquietud al hechode estar transgrediendo la norma mássagrada del lugar, que castigaba

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severamente a los muchachos que seacercaran a este sanctasanctórum, dondelos maestros pasaban sus escasos ratosde ocio.

—¡Ah sí, claro... Harris! —repitióel Hermano como si recordara elnombre—. Pase Herr Harris, haga elfavor de pasar. Ya verá la inmensaalegría que produce su visita. La idea devenir aquí ha sido estupenda,verdaderamente maravillosa.

La puerta se cerró a sus espaldas, ymientras trataba de acostumbrar su vistaa aquel súbito cambio de luz, le pasódesapercibido lo exageradas que habíansido aquellas palabras. Oyó la voz delhermano Kalkmann haciendo laspresentaciones. Hablaba en voz muy

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alta, de hecho, aquel tono de voz lepareció innecesario y absurdo.

—Hermanos —anunció—, tengo elplacer y el privilegio de presentaros aHerr Harris, de Inglaterra. Acaba dellegar para hacernos una pequeña visitay ya le he expresado, en nombre detodos, lo mucho que nos complacetenerle entre nosotros. Fue, como todosrecordáis, alumno del curso del setenta.

Era una presentación muy formal,muy alemana, pero a Harris le resultóbastante satisfactoria. Le hacía sentirseimportante y, además, le había agradadoel detalle que había tenido el Hermanoal dar a entender que le esperaban.

Aquellas figuras vestidas de negrose levantaron y les saludaron haciendo

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una inclinación con la cabeza; Harris yKalkmann respondieron a su vez consendas inclinaciones. Todo el mundo secomportaba con mucha cortesía yrefinamiento. La habitación bullía depersonas, la luz, tras la oscuridad delpasillo, le deslumbraba y el ambienteestaba muy cargado por el humo de lospuros. Cogió la silla que le ofrecieron yse sentó entre dos de los Hermanos, conla vaga sensación de que sus sentidos nole respondían con la precisión y agudezahabituales. Se encontraba un tantoaturdido y el hechizo del pasado hizopresa en él con tal fuerza, que losperfiles del presente inmediatocomenzaron a borrarse y todo pareciómenguar hasta adquirir las dimensiones

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de un tiempo muy lejano. Era como sihubiera caído bajo el dominio de unestado de ánimo que venía a ser uncompendio de todos los que habíaexperimentado en su ya olvidada niñez.

Hizo un gran esfuerzo paratranquilizarse y comenzó a tomar parteen la conversación, que había vuelto ainiciarse con un animado murmullo. Lohizo además encantado, ya que losHermanos —de los que habría enaquella pequeña habitación cerca de unadocena— le trataban con unos modalestan exquisitos que no tardaron en hacerlesentir que era uno más de ellos. Eso leproducía un placer muy sutil. Era comosi hubiera salido de un mundo en el quereinaba la codicia, la vulgaridad y el

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egoísmo —el mundo del negocio de laseda, los mercados y los beneficios—para introducirse en un ambiente máslimpio, donde lo primordial eran losideales del espíritu y la vida sencilla ypiadosa. Ese sentimiento le cautivabahasta tal punto, que, en cierto modo,hacía que contemplara los veinte añosen que su vida había estado centrada enel mundo de los negocios como algodegradante. Aquella atmósferailuminada por las estrellas erademasiado pura, demasiado enrarecidapara el mundo en que él se desenvolvíaen la actualidad. Comenzó a hacercomparaciones de las que no salía muybien parado: comparaba al pequeñosoñador místico que treinta años atrás

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había abandonado la austera paz de estadevota comunidad con el hombre demundo en que se había convertido desdeentonces; y el contraste le dabaescalofríos y le hacía sentir un hondoarrepentimiento que le llevaba casi adespreciarse a sí mismo.

Echó un vistazo a su alrededor y sefijó en aquellos rostros que parecíanflotar hacia él envueltos en humo; elhumo de los cigarros que tan bienrecordaba. Cuánto entusiasmo seapreciaba en ellos, qué fortaleza y quéplacidez transmitían; estaban tocados deesa nobleza que otorgan las grandesaspiraciones y los propósitosdesinteresados. Uno o dos de ellos lellamaban especialmente la atención,

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aunque no sabía muy bien por qué. Casile fascinaban. Tenían un aireextremadamente íntegro y severo, yaunque no fuera capaz de definirlo,percibía también en ellos algo que leresultaba extraña y sutilmente familiar.Sin embargo, siempre que su mirada secruzaba con la de cualquiera de ellos,descubría en sus ojos una expresiónllena de cordialidad y, en algunos casos,incluso un sentimiento de asombro queparecía encontrarse a medio caminoentre la estima y la deferencia. Elrespeto por su persona que percibía entodos aquellos rostros halagaba suvanidad.

Pronto se sirvió el café, preparadopor un Hermano de cabello oscuro que

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estaba sentado junto al piano y queguardaba un singular parecido con elhermano Schliemann, el maestro demúsica de hacía treinta años. Harrisintercambió con aquel hombre lasacostumbradas reverencias cuando tomóla taza de café de sus pálidas manos,que, al fijarse en ellas, le parecieron lasmanos de una mujer. El Hermano que sesentaba a su lado, con quién manteníauna conversación muy agradable, leofreció un puro y, al ir a encenderlo,aquel rostro iluminado por el resplandorde la cerilla le recordó por un momentoal del hermano Pagel, el tutor de suclase.

—Est ist wirklich merkwürdig —dijo Harris—. Hay que ver la de

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parecidos que les encuentro, no sé sireales o imaginarios. ¡Esverdaderamente curioso!

—Sí —respondió aquél,observándole por encima de su taza—,el hechizo que ejerce este lugar es muypoderoso. Me parece muy comprensibleque los viejos rostros le vengan a lamemoria... quién sabe si hasta borrar losnuestros.

Ambos rieron encantados. Era muytranquilizador ver cómo entendían ysabían apreciar su estado de ánimo.Pasaron después a hablar del pueblo dela montaña, de su aislamiento, de loapartado que estaba de la vida mundana,de lo adecuado que era para lameditación y el culto y para... cierto tipo

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de desarrollo espiritual.—Y este regreso suyo, Herr Harris

—dijo el Hermano que tenía a suizquierda, uniéndose a la conversación—, no sabe usted cuánto nos agrada. Letenemos en la más alta estima por habervenido. Le honramos.

Harris hizo un gesto con el quequería quitarse importancia, y dijo conun tono un tanto afectado:

—En lo que a mi respecta, me temoque se trata tan sólo de un placeregoísta.

—No todo el mundo habría tenidoel valor —añadió el que se parecía alhermano Pagel.

—¿Lo dice por los malosrecuerdos? —inquirió Harris, algo

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confundido.El hermano Pagel le miró

fijamente, sus ojos expresaban demanera inequívoca su admiración y surespeto:

—Lo que quiero decir es que lamayor parte de los hombres se aferrancon todas sus fuerzas a la vida y es muypoco lo que están dispuestos a sacrificarpor sus creencias.

El inglés se sintió ligeramenteincómodo. Le parecía que aquelloshombres tan respetables estabanexagerando la importancia de su viajesentimental. Por otra parte, laconversación empezaba a resultarleincomprensible. Apenas si podíaseguirla.

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—La vida mundana todavía tienealgunos atractivos para mí —respondiócon jovialidad, queriendo indicar queaún se encontraba bastante lejos de lasantidad.

—Razón de más para que lehonremos por haber venido por propiavoluntad —dijo el Hermano que tenía asu izquierda—, y de una forma tanincondicional.

A esto siguió una breve pausa, y elcomerciante en sedas se sintió aliviadocuando la conversación tomó unosderroteros de carácter más general,aunque tampoco pudo dejar de advertirque nunca se alejaba mucho de los temasde su visita y de las maravillosasposibilidades que la situación de

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aislamiento del pueblo ofrecía a loshombres que deseaban desarrollar suspotencias espirituales y practicar losritos de un culto más elevado. OtrosHermanos se fueron uniendo al pequeñogrupo; alababan su dominio de la lenguay le hacían sentirse a sus anchas, aunquea la vez, un tanto incómodo por ladesmedida admiración que leprofesaban. Al fin y al cabo, su viajesentimental tampoco era para tanto.

El tiempo pasaba volando; el caféera excelente, los puros muy suaves, yjusto con aquel sabor a nuez que Harristanto apreciaba. Finalmente, temiendohaber abusado en exceso de lahospitalidad de los Hermanos, selevantó de mala gana para despedirse.

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Pero los demás no querían ni oír hablardel tema. Rara era la ocasión en que unantiguo alumno volvía a visitarles contanta naturalidad y sencillez. La nocheera joven. Si era necesario ya le haríanun hueco en el gran Schlafzimmer delpiso de arriba. No les costó muchoconvencerlo de que se quedara un pocomás. En cierto modo se había convertidoen el centro de aquella pequeñacelebración. Se sentía contento,halagado, honrado.

—Además, quizá el hermanoSchliemann quiera tocar algo paranosotros... ahora.

Era Kalkmann quien había hablado,y Harris dio un respingo bien patente aloír ese nombre y ver a aquel hombre de

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negra melena que se sentaba junto alpiano darse la vuelta y sonreírle.Schliemann era el nombre de su viejomaestro de música, que ya habíafallecido. ¿Sería acaso su hijo? Erancasi idénticos.

—Si el hermano Meyer no haacostado todavía su violín Amati le haréel acompañamiento —dijo el músicocon un tono insinuante, mientras mirabaa un hombre en el que Harris no se habíafijado hasta entonces y que, se diocuenta, era el vivo retrato de un antiguomaestro que respondía a ese mismonombre.

Meyer se puso de pie y se excusócon una ligera reverencia y, en aquelmomento, el inglés notó que hacía un

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gesto muy peculiar; era como si, detrásdel alzacuellos, su cabeza no estuvierabien unida al resto del cuerpo y temieraque se le fuera a desprender. Esemovimiento era típico del viejo Meyer.Recordaba que los muchachos solíanimitarlo.

Su mirada fue pasando rápidamentede uno a otro rostro; tenía la sensaciónde que un proceso silencioso e invisibleestaba alterando todo lo que le rodeaba.No había ni una sola cara que no leresultara extrañamente familiar. Pagel,el hermano con el que había estadohablando, era la viva imagen del otroPagel, el tutor de su clase; y Kalkmann—por primera vez lo veía claro— bienpodría haber sido el hermano gemelo de

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otro maestro, cuyo nombre norecordaba, pero al que tenía muchamanía en los viejos tiempos. Los rostrosde todos los hermanos que le miraban através de aquel ambiente cargado dehumo eran los mismos que habíaconocido y con los que había convividohacía mucho tiempo: Röst, Fluheim,Meinert, Rigel, Gysin.

Sus sentidos habían despertado depronto, y se puso a observar atentamenteaquellos rostros: en todos veía, o creíaver, extraños parecidos, semejanzasfantasmales, o más bien, unos rostrosidénticos a los de años atrás. Aquíestaba ocurriendo algo raro, algo que noencajaba, algo que le producía una graninquietud. Trató de quitarse aquella idea

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de la mente con una brusca sacudida dela cabeza, y al lanzar una bocanada deaire que disipó el humo que flotabafrente a sus ojos, advirtió conconsternación que todos tenían la miradaclavada en él. Le estaban observando.

Aquella circunstancia hizo querecuperara el sentido común. En sucalidad de inglés y de extranjero, noquería mostrarse mal educado o hacercualquier tontería que llamara laatención y estropeara la armonía quehabía reinado en la velada. Era uninvitado y, además, un invitado dehonor. Por otro lado, la música habíaempezado. Los largos dedos pálidos delhermano Schliemann acariciaban ya elteclado del piano.

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Se arrellanó en su asiento ycontinuó fumando, pero mantuvo losojos entornados para no perder detallede lo que ocurría.

Sin embargo, aquelestremecimiento ya se había instalado ensu ser y, sin que pudiera hacer nada paraevitarlo, no dejaba de repetirse. Al igualque una ciudad asentada en el curso altode un río siente la presión del lejanomar, Harris notaba que una serie defuerzas poderosas, provenientes dealgún lugar que le era del tododesconocido, trataban de imponerse a sualma en aquella pequeña habitaciónllena de humo. Comenzaba a sentirseverdaderamente inquieto.

A medida que el sonido de la

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música se iba expandiendo por lahabitación, su mente comenzó adespejarse. Era como si se hubieradescorrido un velo que hasta entonceshabía oscurecido su visión. Las palabrasdel cura en la posada de la estación levinieron a la memoria: «lo encontrarácambiado». Y también, aunque noalcanzara a explicarse por qué, viomentalmente los ojos enérgicos yfascinantes del otro huésped que habíaen el comedor; el hombre que había oídosu conversación y al que, más tarde,había visto hablando muy seriamentecon el cura. Sacó su reloj y lo miró condisimulo. Llevaba allí dos horas. Yaeran las once.

Entretanto, Schliemann, totalmente

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absorto en su música, había iniciado uncompás solemne. El piano sonaba a lasmil maravillas. La fuerza de unasconvicciones profundas, la naturalidaddel gran arte, la esencia del mensajeespiritual de un alma que se haencontrado a sí misma; todo esto, ymucho más, estaba presente en aquellosacordes y, sin embargo, aquella músicatenía algo que sólo se podía calificar deimpuro, atroz y diabólicamente impuro.La pieza misma, aunque Harris no lareconoció, era sin duda la música de unamisa: enorme, mayestática, ¿lúgubre? Seesparcía amenazadora por la habitaciónllena de humo a un ritmo lento ypoderoso. Era como si una presenciaimponente, a la par que profundamente

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íntima, se estuviera abriendo camino y,al hacerlo, dejara marcada en todos ycada uno de los rostros de los presentesla huella de las enormes fuerzas de lasque era el símbolo audible. Lossemblantes de aquellos hombres habíanadquirido una expresión siniestra, peroaquel matiz siniestro no era algomeramente pasivo o negativo, tras sussombrías expresiones se escondía algúnpropósito. De pronto recordó elsemblante del hermano Kalkmann en elpasillo aquella tarde. Los motivos quealentaban en lo más secreto de sus almasse reflejaban ahora con toda nitidez ensus ojos, en sus bocas, en sus frentes,como los negros estandartes de unaasamblea de criaturas desventuradas y

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perdidas. Demonios... fue la horriblepalabra que le cruzó por la mente comoun relámpago.

Cuando tuvo aquella súbitarevelación, Harris perdió el control. Sinpararse a pensar o a ponderar lo insólitode aquella idea, hizo algo que era a lavez muy estúpido y perfectamentenatural. Impulsado de pronto por unatensión irresistible que le impelía aactuar se levantó de un salto... y se pusoa gritar. Para su propio asombro estabade pie chillando con todas sus fuerzas.

Pero nadie se movió ni un ápice.Aparentemente no habían prestado lamás mínima atención a aquelcomportamiento absurdo y desmedido.Era como si nadie, aparte de él, hubiera

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escuchado el grito, como si la música lohubiera ahogado y engullido; endefinitiva, como si no hubiera gritadotan alto como él creía o, simplemente,no hubiera gritado.

Entonces, mientras miraba aaquellos rostros impasibles y sombríos,sintió que un frío helador le recorríatodo el cuerpo hasta llegar a su propiaalma. Todas sus emociones se enfriaronde pronto, retirándose como la marea albajar. Volvió a sentarse, avergonzado yenfadado consigo mismo por aquelcomportamiento, más propio de un locoo de un chiquillo. Entretanto, de lospálidos dedos del hermano Schliemann,semejantes a pequeñas serpientes,seguía fluyendo la música, como un vino

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envenenado vertido a través de lasextravagantes formas de los cuellos delas vasijas de la antigüedad.

Y al igual que hacían todos losdemás, Harris lo fue absorbiendo.

Trató de convencerse a sí mismode que había sido víctima de unaespecie de alucinación y puso el máximoempeño en controlar sus sentimientos.En aquel momento la música cesó.Todos aplaudieron y comenzaron deinmediato a hablar, a reír, a cambiarsede sitio, a acercarse a felicitar almúsico, comportándose con todanaturalidad y desenvoltura como si nadaextraño hubiera ocurrido. Sus rostrosvolvían a ser normales. Los Hermanosse arremolinaban en torno a su invitado,

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que se unió a la conversación e inclusose oyó a sí mismo felicitando al dotadopianista.

Pero, al mismo tiempo, se ibaacercando poco a poco hacia la puerta,cada vez más y más cerca, cambiando desilla siempre que le era posible yprocurando unirse a los grupos que seencontraban más próximos a la vía deescape.

—Quisiera darles las graciastausendmal por esta pequeña recepcióny por el gran placer que me ha causado ylo honrado que me he sentido —comenzó a decir, finalmente, condecisión—, pero me temo que ya heabusado bastante de su hospitalidad y,además, aún me queda un largo trecho

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que andar hasta la pensión.Sus palabras fueron recibidas con

un coro de protestas. No querían ni oírhablar de su partida, al menos, no antesde que hubiera compartido con ellos unpequeño refrigerio. Sacaronpumpernickel de un armario, pan decenteno y salchichas de otro, y todos sepusieron de nuevo a charlar y a comer.Se preparó más café, se encendieronnuevos puros y el hermano Meyer sacósu violín y comenzó a afinarlosuavemente.

—Siempre habrá alguna cama libreen el piso de arriba, si a Herr Harris leparece bien —dijo uno.

—Y además, es difícil salir ahoraque todas las puertas están ya cerradas

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—dijo otro lanzando una risotada.—Aceptemos los pequeños

placeres según nos llegan —gritó untercero—. El hermano Harris tiene quecomprender lo mucho que nos honra consu última visita.

Pusieron docenas de excusas.Todos reían como si la cortesía de suspalabras fuera una mera formalidad queocultara levemente —cada vez máslevemente— un significado muy distinto.

—Y ya se acerca la medianoche —añadió el hermano Kalkmann, luciendouna sonrisa encantadora, pero con untono de voz que al inglés le hizo pensaren el chirrido de unos goznes.

Cada vez le costaba máscomprender el alemán que hablaban

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aquellos hombres. Se había fijado enque le habían llamado Hermano, como sile consideraran ya uno de los suyos.

De repente lo vio claro, y sintió unescalofrío al darse cuenta de que durantetodo aquel tiempo había estadointerpretando de una manera errónea,completamente errónea, lo que decían.Habían hablado de la belleza del lugar,de su aislamiento, de lo apartado queestaba del mundo, de lo adecuado queera para cierto tipo de desarrollos ydevociones espirituales; pero ahora sepercataba de que el sentido que daban aaquellas palabras no era ni muchomenos el que él había interpretado. Sereferían a cosas muy distintas. Suspoderes espirituales, su deseo de

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soledad, su pasión por el culto, no eranlos poderes, la soledad ni el culto en losque él pensaba. Estaba desempeñandoun papel en una horrible mascarada, sehallaba entre hombres que se ocultabanbajo el manto de la religión para poderllevar a cabo sus verdaderos propósitoslejos de las miradas indiscretas.

¿Qué significaba todo aquello?¿Cómo era posible que se hubierametido por error en una situación tanequívoca? ¿Pero, había sido un error?¿No sería más bien que le habíanconducido a ella de una formadeliberada? Sus pensamientos eran cadavez más confusos y comenzaba a perderla confianza en sí mismo. ¿Y, por qué —volvió a pensar— les impresionaba

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tanto el mero hecho de que hubieravenido a visitar el colegio? ¿Qué habíade admirable en algo tan trivial? ¿Porqué le daban tanta importancia a quehubiera tenido «el valor de venir», ahaberse «ofrecido tan libre, tanincondicionalmente» como uno de elloshabía dicho con tal exageración queparecía más bien una burla?

El miedo había hecho presa en sucorazón de una forma horrible y noencontraba respuesta a ninguno deaquellos interrogantes. Sólo había unacosa que ahora le parecía muy clara:tenían la intención de que no saliera deallí. No estaban dispuestos a dejarlemarchar. A partir de aquel momento sedio cuenta de que eran siniestros,

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temibles y que, de un modo que aún nohabía conseguido descubrir,representaban una amenaza para supersona, para su propia vida. La fraseque había dicho uno de ellos hacía nomucho —«su última visita»— le vino ala cabeza escrita con caracteres defuego.

Harris no era un hombre de acción,y a lo largo de toda su carreraprofesional nunca se había visto en unasituación de verdadero peligro. No esque fuera un cobarde, pero sí unapersona cuyo temple aún no había sidopuesto a prueba. Por fin se había dadoperfecta cuenta de que su situación eramuy delicada y que se las tenía que vercon unos hombres que estaban

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dispuestos a todo. Sin embargo, tan sólose hacía una vaga idea de cuálespudieran ser sus intenciones. Su menteestaba demasiado ofuscada para poderrazonar con claridad, se limitaba adejarse guiar ciegamente por su instinto.En ningún momento llegó a pensar quelos Hermanos pudieran haberse vueltolocos o que fuera él mismo quienhubiera perdido temporalmente el juicioy se hallara bajo los efectos de algúntipo de delirio. Lo cierto es que sumente estaba en blanco, de lo único queestaba seguro era de que tenía queescapar de allí... y cuánto antes mejor.Sus sentimientos habían sufrido uncambio brusco y ahora le dominaban porcompleto.

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En consecuencia, abandonó demomento cualquier intento de rebeldía.Comió pumpernickel y bebió café,mientras hablaba con los demás de laforma más natural y correcta de que fuecapaz y, cuando lo creyó oportuno, sepuso en pie y les anunció una vez másque ya era hora de marcharse. Hablómuy pausadamente pero con un tonodecidido. Nadie que le hubieraescuchado habría albergado la másmínima duda de que hablaba muy enserio. En aquel instante se encontraba yamuy cerca de la puerta.

—No saben cuanto lamento —dijo,con su mejor alemán, a una habitaciónque le escuchaba en completo mutismo— que nuestra encantadora velada tenga

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que concluir, pero creo que ha llegadola hora de que me despida de ustedesdeseándoles las buenas noches. —Entonces, en vista de que nadie decíanada, añadió, aunque en esta ocasión untanto más dubitativo—: Y quiero quesepan que les agradezco de todo corazónsu hospitalidad.

—Muy al contrario —respondióKalkmann de inmediato, levantándose desu silla y haciendo caso omiso de lamano que Harris había extendido paradetenerle—, somos nosotros los quetenemos que darle a usted las gracias, ylo hacemos con toda sinceridad ygratitud.

En aquel preciso momento, cercade media docena de Hermanos se

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plantaron entre Harris y la puerta.—Es usted muy amable al decir eso

—respondió Harris con toda la firmezade que fue capaz, tras advertir desoslayo el movimiento que acababa deproducirse—, pero de verdad que noentiendo por qué les complace tanto estavisita que he hecho un poco porcasualidad.

Avanzó entonces un paso más haciala puerta, pero el hermano Schliemanncruzó rápidamente la habitación y sepuso delante de él. Su postura indicabaque no tenía intención de moverse deahí. En su rostro se dibujaba unaexpresión sombría y terrible.

—Pero usted no ha venido aquí porcasualidad, hermano Harris —dijo en

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voz muy alta para que sus palabras seoyeran en toda la habitación—. Confíoen que no habremos interpretadoerróneamente su presencia aquí —añadió, arqueando sus negras cejas.

—No, no —se apresuró aresponder el inglés—. Estaba... estoyencantado de encontrarme entre ustedes.No me interpreten mal, se lo ruego. —Suvoz titubeaba un poco y le costabaencontrar las palabras. Además, tambiénle costaba cada vez más entender laspalabras que ellos usaban.

—Claro que no nos hemosequivocado —intervino el hermanoKalkmann con su férrea voz de bajo—.Usted ha regresado imbuido de unespíritu de auténtica y generosa

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devoción. Se ofrece usted libremente ytodos lo valoramos. Son precisamente sudisposición y su nobleza las que hanhecho que se gane usted nuestro respetoy veneración. —Un leve murmullo deaprobación se extendió por toda lahabitación—. Lo que más nos complacea todos —y lo que le complacerá mássin duda a nuestro gran Maestro— esque usted se haya ofrecido de maneraespontánea y voluntaria como...

Empleó una palabra que Harris nocomprendió: Opfer. El inglés, totalmentedesconcertado, se puso a darle vueltas ala cabeza en busca de la traducción deaquella palabra, pero fue inútil. Aunquele hubiera ido la vida en ello no habríapodido recordar su significado. Sin

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embargo, a pesar de ser incapaz deencontrar su traducción, aquella palabrale había helado el corazón. Aquello erapeor, mucho peor, que todo lo que habíaimaginado. Se sentía perdido, desvalidoy, a partir de aquel instante, toda sucapacidad de lucha se desvaneció.

—Es magnífico que de formavoluntaria acceda a ser... —añadióSchliemann, mientras se desplazabafurtivamente hasta su lado, con unmirada lasciva en su semblante. Habíavuelto a utilizar la misma palabra:Opfer.

¡Dios bendito, qué podía significartodo aquello! ¡Ofrecerse a sí mismo!¡Auténtico espíritu de devoción! ¡Deforma voluntaria! ¡Generosa!

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¡Magnífico! ¡Opfer, Opfer, Opfer! ¿Diosdel cielo, qué podía significar esaextraña y misteriosa palabra que lellenaba de espanto el corazón?

Hizo un heroico esfuerzo pormantener su presencia de animo ycontrolar sus nervios. Se dio la vuelta yvio que el rostro de Kalkmann tenía unapalidez de muerte. ¡Kalkmann! Sabía loque quería decir aquel nombre.Kalkmann significaba: hombre de caliza;sí, eso lo sabía, ¿pero qué significabaOpfer? Ésa era la verdadera clave de lasituación. Un torrente de palabras fluíapor su mente desordenada: palabraspoco frecuentes que quizá sólo habíaoído una vez en la vida, pero elsignificado de Opfer, un término de uso

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común, se le escapaba totalmente. ¡Quécruel sarcasmo!

Entonces Kalkmann, pálido comoun cadáver, pero con un semblante durocomo el hierro, dijo en voz baja unaspalabras que Harris no consiguióentender, e inmediatamente, losHermanos que se encontraban junto a lapared bajaron la luz de las lámparashasta que la habitación se quedó casi aoscuras. En aquella penumbra Harrisapenas si alcanzaba a distinguir susrostros y sus movimientos.

—Ha llegado la hora —oyó, justodetrás de él, la voz grave de Kalkmannexpresándose con tono implacable—.Ya casi es medianoche. Preparémonos.¡Ya viene! ¡El hermano Asmodelius

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viene! —Su voz parecía entonar uncanto.

El sonido de aquel nombre, poralguna razón inexplicable, era terrible,absolutamente terrible. Harris se puso atemblar de los pies a la cabeza al oírlo.En el momento de pronunciarlo el airehabía retumbado levemente y se habíahecho el silencio en toda la habitación.Sintió alrededor de él unas fuerzas quetransformaban lo normal en algoespantoso, y un miedo atroz le recorriótodo su ser llevándole al borde delcolapso.

¡Asmodelius! ¡Asmodelius! Aquelnombre le horrorizaba. Ya sabía a quiénhacía referencia y cuál era el significadoque se ocultaba tras el sonido de aquella

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poderosa palabra. En aquel precisoinstante supo también el significado dela palabra que había sido incapaz derecordar. La transcendencia de lapalabra Opfer se le reveló a su alma conun mensaje de muerte.

Pensó hacer un último intentodesesperado de alcanzar la puerta, perola debilidad de sus rodillas, que noparaban de temblar, y la fila de figurasnegras que se interponían entre él y suobjetivo, le disuadieron de inmediato.Habría gritado pidiendo auxilio, pero alrecordar el inmenso vacío del edificio yla soledad de su emplazamiento,comprendió que no obtendría ningunaayuda por esa vía, de modo que no abrióla boca. Permaneció inmóvil, sin hacer

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nada y, sin embargo, sabía muy bien loque le esperaba.

Dos Hermanos se le acercaron y lecogieron del brazo con muchadelicadeza.

—El hermano Asmodelius leacepta —le susurraron—. ¿Está listo?

Entonces recuperó el habla y tratóde decir algo:

—¿Pero qué tengo que ver yo conese tal hermano As... Asmo...? —tartamudeó, mientras un torrente depalabras pugnaban por salir en vano delcerco de su titubeante lengua.

Sus labios se negaban a pronunciaraquel nombre. No sabía pronunciarlocomo hacían los demás. Le era del todoimposible. La sensación de hallarse

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indefenso entró en su fase más aguda; suincapacidad para decir aquel nombrehizo que su mente volviera a sumirse enuna horrible confusión y entró en unestado de máximo nerviosismo.

—Vine aquí para hacer una visitaamistosa —trató de decir con un granesfuerzo, pero oyó con espanto cómo suvoz decía algo muy distinto, utilizandoprecisamente la misma palabra que losdemás habían usado—. Vine aquí porpropia voluntad como Opfer —se oyódecir— y estoy plenamente dispuesto.

Ya no había salvación posible. Nosólo su mente, sino también susmúsculos habían dejado de obedecerle.Tenía la sensación de hallarse vacilandoen los confines de un mundo fantasmal o

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demoníaco, cuyo amo y señor respondíaal nombre que habían pronunciado y enel cual aquella palabra constituía lasuprema expresión del poder.

Todo lo que vio y oyó a partir deentonces le pareció una pesadilla.

—En la penumbra que oculta todaverdad, preparémonos para el culto y ladevoción —salmodió Schliemann, quele había precedido hasta el fondo de lahabitación.

—Envueltos en las brumas queprotegen nuestros rostros de la presenciadel Negro Trono, preparemos a lavíctima voluntaria —respondió la vozgrave de Kalkmann.

Todos alzaron los rostros ypermanecieron a la escucha. Entonces el

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aire retumbó con un estruendo similar alde un potente proyectil que llegaradesde una lejanísima distancia; era unsonido impresionante, prodigioso. Lasparedes de la habitación temblaron.

—¡Ya viene! ¡Ya viene! ¡Ya viene!—entonaron todos los Hermanos a coro.

El estruendo se fue apagando; unaatmósfera de quietud y un frío glacial seextendieron sobre la habitación.Entonces Kalkmann, con una expresiónde extrema severidad, se dio la vuelta enla penumbra y se puso de cara a losdemás.

—Asmodelius, nuestro GranHermano, está entre nosotros —gritócon su voz férrea en la que, sin embargo,se apreciaba un cierto temblor—.

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Asmodelius está entre nosotros.Disponedlo todo.

Siguió luego una pausa durante lacual todos permanecieron inmóviles ysin decir nada.

Un Hermano muy alto se acercó alinglés, pero Kalkmann le sujetó la mano.

—No le tapéis los ojos —dijo—,en señal de reconocimiento a su entregavoluntaria. —En aquel momento Harrisse dio cuenta, con horror, de que yatenía las manos atadas a los costados.

El Hermano se retiró en silencio y,poco después, todas las formas que lerodeaban se postraron de rodillas y sóloquedó él en pie. Mientras searrodillaban, con voces apagadas en lasque se mezclaba la reverencia y el

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temor, empezaron a entonar suavementeel nombre odioso y terrible del Ser cuyaaparición esperaban de un momento aotro.

En el otro extremo de la habitaciónlas ventanas parecían haberdesaparecido y en su lugarresplandecían las estrellas.Recortándose sobre el cielo nocturnosurgió a gran altura la silueta majestuosay terrible de un hombre. Estaba envueltoen una nube gris de tal manera queparecía casi una estatua encerrada enuna caja de acero. Aún en su distanteesplendor aquella figura resultabainmensa, imponente, horrible. Su rostro,aunque rebosaba poderío espiritual,expresaba tal orgullo y una tristeza tan

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severa, que Harris, al contemplarlo,sintió que sus ojos no podrían aguantarsu visión y que, en cualquier momento,su vista le abandonaría y se disolveríaen la nada.

Aquella figura que se manteníasuspendida en el aire parecía tan remotae inaccesible que resultaba imposibledeterminar su tamaño; pero, al mismotiempo, su presencia se sentía tanpróxima que, cuando el resplandor grisde su semblante quebrado, tan poderosoy tan profundamente triste, se abatiósobre su alma, irradiando como unanegra estrella los poderes de laperversión espiritual, Harris tuvo lasensación de contemplar un rostro queno se encontraba más lejos que el de

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cualquiera de los Hermanos que tenía asu lado.

Entonces la habitación se llenó desonidos y comenzó a temblar. Harriscomprendió que se trataba de las vocesrotas de todas las víctimas que le habíanprecedido a lo largo de los años. Loprimero que oyó fue un grito breve yagudo, como de un hombre que en suúltima agonía tratara desesperadamentede respirar, para acabar pronunciando,justo antes de expirar, el nombre de suAmo, de aquel Ser que se regocijaba aloírlo. Luego siguieron los gritos delestrangulamiento, los jadeos breves ycontinuos de la asfixia y el gorgoteoapagado de una garganta oprimida. Losecos de estos gritos y de muchos otros

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resonaban encerrados entre aquellascuatro paredes, las mismas en las queHarris, la nueva víctima propiciatoria,estaba prisionero. Pero másdesgarradores aún que los gritos de loscuerpos destrozados eran los de lasalmas golpeadas y quebrantadas. Ymientras los alaridos de aquel espantosocoro subían y bajaban de intensidad,aparecieron también los rostros de lascriaturas desdichadas y perdidas a lasque pertenecían las voces. Contra eltelón de fondo de aquella tenue luz gris,desfilaba en el aire un cortejo desemblantes pálidos y lastimeros quebalbucían palabras dirigidas a él yparecían hacerle gestos con la manopara que se les uniera como si ya fuera

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uno más de ellos.La gigantesca figura gris, mientras

se alzaba el coro de voces y el pálidocortejo iba pasando de largo, fuedescendiendo lentamente del cielo y seacercó a la habitación donde seencontraban sus fieles y el prisionero.Harris, en medio de la oscuridad,advirtió junto a él un movimiento demanos y se dio cuenta de que le estabanponiendo algo. Sintió el tacto helado deuna diadema que le rodeaba la cabeza,mientras que, en torno a su cintura, porencima de sus manos atadas, lecolocaban una correa muy apretada.Finalmente, sintió alrededor de su cuelloun roce sedoso y suave; no necesitabauna luz más intensa o un espejo para

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saber que se trataba de la cuerda delsacrificio... y de la muerte.

En aquel momento los Hermanos,que seguían postrados en el suelo,volvieron a entonar aquel cantolastimero a la par que vehemente y, justoentonces, ocurrió algo extraño. Aunqueaparentemente la enorme figura no sehabía movido ni había cambiado deposición, ahora parecía encontrarsedentro de la habitación, casi a su lado,abarcando todo el espacio que lerodeaba.

Harris había traspasado lasfronteras normales del miedo, en sucorazón sólo palpitaba ya el sentimientode abandono que precede a la muerte... ala muerte del alma. El pensamiento

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había dejado de acuciarle para queintentara escapar. El fin estaba cerca, ylo sabía.

La espantosa salmodia de las vocesse alzaba en torno suyo a oleadas:¡Adoramos! ¡Veneramos! ¡Ofrecemos!Aquellos sonidos retumbaban en su oídoy rebotaban contra su cerebro sintransmitirle apenas ningún significado.

Entonces, aquel majestuoso rostrogris se agachó lentamente hacia él, yHarris sintió que el alma se le escapabadel cuerpo y se hundía en el mar deaquellos ojos atormentados. En aquelpreciso momento, una docena de manosle forzaron a ponerse de rodillas. Vio aKalkmann alzar el brazo y sintió que lapresión en torno a su garganta se hacía

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más intensa.En ese instante terrible, cuando ya

había abandonado toda esperanza ycualquier tipo de ayuda, divina ohumana, parecía descartada, sucedióalgo extraordinario. De forma totalmenteinesperada, sin ninguna explicaciónlógica, ante sus ojos aterrorizados apunto ya de cerrarse apareció, envueltoen un halo de luz, el rostro del otrohombre que había compartido mesa conél en la posada de la estación. La solaimagen mental del rostro sano y enérgicode aquel inglés le infundió de prontonuevos bríos.

No había sido más que un destellofugaz que había cruzado su debilitadavisión justo antes de hundirse en una

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muerte oscura y terrible y, sin embargo,por alguna razón difícil de explicar, laimagen de aquel rostro le había llenadode esperanza, haciéndole sentir que suliberación estaba próxima. Era un rostroque transmitía poder, un rostro —ahorase daba cuenta— de pura bondad;similar quizá al que los hombres de laantigüedad vieron en las costas deGalilea: un rostro capaz de derrotarincluso a los diablos del espacioexterior.

Aunque estaba ya sumido en ladesesperación y el abandono, lo invocócon tono decidido. En aquel momentosobrecogedor recuperó el habla. Nuncallegó a recordar cuáles fueron laspalabras que empleó o si fueron

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palabras alemanas o inglesas. Noobstante, su efecto fue instantáneo. LosHermanos comprendieron y aquella grisPresencia del mal también comprendió.

Durante un segundo reinó laconfusión. Se escuchó un estruendoensordecedor. Era como si la tierraentera se hubiera puesto a temblar. Pero,lo único que Harris recordaría más tardefue que, en torno de él, se alzó un clamorde voces presas de una terrible alarma:

—¡Hay un hombre con poder entrenosotros! ¡Un enviado de Dios!

El tremendo ruido que ya oyeraantes —aquel tronar de inmensosproyectiles surcando el espacio— serepitió, y entonces Harris se desplomóinconsciente sobre el suelo de la sala.

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Toda la escena se disipó como el humoque sale de una chimenea al soplar elviento.

A su lado se sentaba la figuramenuda y de aspecto nada alemán deldesconocido que viera en la posada, elhombre de los ojos fascinantes.

Cuando Harris recobró elconocimiento sintió frío. Estabatumbado al raso y la fresca brisa quevenía de los campos y del bosque ledaba de cara. Se incorporó un poco ymiró a su alrededor. El horror de laúltima escena seguía grabado en sumente, pero de todo aquello ya noquedaba ni rastro. No estaba encerradoentre paredes, no había un techo sobre

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él: ya no estaba en una habitación. Nohabía lámparas a media luz, ni humo depuros, ni las formas oscuras y siniestrasde los adoradores, ni la imponenteFigura gris que permanecía suspendidaen el aire más allá de las ventanas.

Se encontraba en un espacioabierto tirado sobre una pila de ladrillosy argamasa; el rocío empapaba susropas y, en lo alto, brillaban benignaslas estrellas. Estaba tumbado, cubiertode magulladuras, y en un estado de granagitación, entre los escombros de unedificio derrumbado.

Se puso en pie y echó una mirada asu alrededor. En la distancia se extendíael cinturón del bosque, envuelto ensombras y, muy próximas, se levantaban

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las siluetas de los edificios del pueblo.Pero, a sus pies, no había absolutamentenada más que montones de cascotes; losvestigios de un edificio que hacía muchoque se había desmoronado. Las piedrasestaban ennegrecidas y, sobre losescombros, se distinguían las líneas quetrazaban unas vigas entre quemadas ypodridas. Se encontraba entre las ruinasde un edificio destruido por el fuego; lasortigas y las malas hierbas que crecíanpor todas partes daban testimonio de quese hallaba en ese estado desde hacíamuchos años.

La luna ya se había ocultado tras elbosque circundante, pero la luz de lasestrellas que tachonaban el cielo bastabapara cerciorarse de la veracidad de lo

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que contemplaba. Harris, el comercianteen sedas, rodeado de piedras rotas yquemadas, se puso a temblar.

Súbitamente se percató de unapresencia que surgía de entre lassombras y se ponía a su lado. Forzó lavista y creyó reconocer el rostro deldesconocido de la posada de laestación.

—¿Es usted real? —preguntó conuna voz que apenas si le pareció la suya.

—Soy algo más que real... soy unamigo —replicó el desconocido—. Lehe seguido hasta aquí desde la posada.

Harris se quedó un rato mirándolesin pronunciar palabra. Los dientes lecastañeteaban y el más mínimo ruido leproducía un sobresalto, pero el simple

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hecho de oír que le hablaban en supropio idioma y el tono en que habíapronunciado aquellas palabras bastaronpara que sintiera un gran alivio.

—Gracias a Dios que también esusted inglés —dijo de formaincongruente—. Estos demonios dealemanes... —No pudo concluir la frasey se cubrió los ojos con las manos—.¿Pero qué ha sido de ellos... y lahabitación y... y. ..? —Se llevó la manoa la garganta y la pasó nervioso por elcuello. Lanzó un larguísimo suspiro dealivio—. ¿Todo ha sido un sueño...todo? —dijo con turbación.

Miró ansioso a su alrededor, y eldesconocido, dando un paso adelante, letomó del brazo.

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—Venga —dijo imprimiendo a suvoz un tono tranquilizador, aunque concierto matiz de orden—, será mejor quenos alejemos de aquí. La carretera, oincluso el bosque, serán más de suagrado. Ahora estamos en uno de loslugares más hechizados —másterriblemente hechizados— de toda latierra.

Guió el paso titubeante de sucompañero por entre aquellos cascotesen dirección al sendero; las ortigas lespinchaban las manos y Harris avanzabaa tientas, como un sonámbulo. Cruzaronlos retorcidos barrotes de la verja, y unavez que llegaron al sendero, sedirigieron hacia la carretera, quebrillaba blanca en la noche. Cuando por

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fin se hallaron fuera de las ruinas,Harris, ya más sereno, se dio la vuelta ymiró hacia atrás.

—¿Pero, cómo es posible? —exclamó, con voz todavía temblorosa—¿Cómo se explica todo esto? Cuandollegué aquí vi el edificio alumbrado porla luz de la luna. Me abrieron la puerta.Vi aquellas figuras, oí sus voces y toqué—sí, llegué a tocar— sus mismas manosy vi sus malditos rostros sombríos, conmás claridad aún de como le veo a ustedahora. —Estaba profundamenteaturdido. Seguía dominado por aquelembrujo hasta el punto de parecerle másreal que la vida normal—. ¿Es que hasido todo una ilusión?

De repente, las palabras del

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desconocido, a las que no habíaprestado demasiada atención, levinieron a la mente.

—¿Hechizado? —preguntó,clavando la mirada en el otro—. ¿Hadicho usted hechizado? —Se detuvo enmedio de la carretera y se quedómirando a la oscuridad donde se lehabía aparecido por primera vez eledificio de su viejo colegio. Pero eldesconocido tiró de él para queapresurara el paso.

—Será mejor que hablemos de ellocuando estemos más lejos, en un lugarmás seguro —dijo—. Desde que me dicuenta de a dónde se dirigía abandoné lapensión y comencé a seguirle. Cuando leencontré eran ya las once de la noche...

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—Las once —dijo Harris, agitadopor un temblor al recordar lo ocurrido.

—...le vi caer. Estuve vigilándolehasta que recuperó el sentido por sí soloy ahora... bien, ahora estoy aquí parallevarle sano y salvo a la posada. Heroto el hechizo, el encantamiento.

—Estoy en deuda con usted,caballero —le interrumpió de nuevoHarris, que comenzaba a hacerse unaidea de por qué aquel hombre semostraba tan amable—, pero noentiendo muy bien lo que ha pasado.Todavía estoy un tanto aturdido yafectado. —Le castañeteaban los dientesy sufría violentos espasmos que lerecorrían de los pies a la cabeza. Sindarse cuenta se había aferrado al brazo

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de su acompañante. De esta guisa,dejaron atrás los vestigios del puebloabandonado y alcanzaron la carreteraque, tras cruzar el bosque, conducía devuelta a la posada.

—Hace mucho que el edificio delcolegio está en ruinas —dijo en esemomento el hombre que caminaba a sulado—. Los Mayores de la comunidadordenaron que lo quemaran hará ya unosdiez años. Desde entonces el pueblo estádeshabitado. Sin embargo, continúaproduciéndose un simulacro de loshorrendos acontecimientos que tuvieronlugar bajo ese techo. Las «formasexternas» de los principalesprotagonistas aún representan allí losterribles hechos que condujeron a su

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final destrucción y al abandono de todoel asentamiento. ¡Eran adoradores delDemonio!

Mientras Harris le escuchaba sufrente se iba perlando de gotas de sudorque no se debían tan sólo a su lentocaminar envueltos por el frescor de lanoche. Aunque no había visto a estehombre más que una vez en su vida, ynunca había intercambiado con él ni unapalabra, su presencia le hacía sentir ungrado de confianza y una sutil sensaciónde seguridad y bienestar que constituíanel mejor efecto curativo que podíadesearse tras la experiencia por la quehabía pasado. A pesar de ello, seguíateniendo la sensación de estar andandoen sueños, y aunque no perdía palabra

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de lo que le decía su compañero, no fuehasta el día siguiente cuando se dioplena cuenta de la importancia de lo quele había contado. La presencia sosegadade aquel desconocido, el hombre de losojos fascinantes, que ahora más queverlos los sentía, era como un bálsamoque aliviaba a fondo su espíritu turbado.El efecto curativo que desprendía laoscura figura que caminaba a su lado,satisfacía su necesidad más imperiosa,de tal modo que apenas si se dabacuenta de qué extraño y qué oportunohabía sido que se encontrara en aquellugar.

El caso es que no se le ocurriópreguntarle su nombre, ni le sorprendióen exceso que un turista que estaba allí

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de paso se tomará tantas molestias porotro turista. Se limitaba a caminar a sulado, escuchando sus sosegadaspalabras y disfrutando, tras la terribleexperiencia que acababa de pasar, de lamaravillosa sensación de sentirseayudado, fortalecido, reconfortado. Sóloen una ocasión, tras un comentario másextraordinario de lo habitual, recordóvagamente algo que había leído hacemuchos años y, volviéndose hacia elhombre que estaba a su lado, le preguntóde forma casi involuntaria:

—Caballero, ¿no será usted porcasualidad un Rosacruz?

Pero el desconocido hizo casoomiso de aquellas palabras o, quizá, nitan siquiera las oyó, pues siguió

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hablando como si tal cosa. En aquelmomento, mientras caminaban uno juntoal otro por los tramos más fríos delbosque, una imagen bastante singular seapoderó de la mente de Harris; le vino ala imaginación el recuerdo infantil deJacob luchando con el ángel... luchandotoda la noche contra un ser superior,cuya fuerza, finalmente, pasaba a sersuya.

—Su áspera conversación con elcura durante la cena me puso tras lapista de este extraordinario suceso —sentía la voz sosegada de aquel hombremuy próxima en medio de la oscuridad—, y fue precisamente aquel cura quien,una vez que usted se hubo marchado, mecontó la historia del culto satánico que

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se había implantado en secreto en elmismo seno de esta pequeña comunidadde vida tan sencilla y devota.

—¡Un culto satánico! ¡Aquí...! —balbució Harris horrorizado.

—Sí... aquí; practicado en secretodurante años por un grupo de Hermanoshasta que una serie de misteriosasdesapariciones en el vecindariocondujeron a su descubrimiento. ¿En quéotro lugar del mundo que no fuera esterecinto protegido por el manto de labeatitud y la vida santa habrían podidosentirse más seguros para desarrollar suinfame comercio y sus perversospoderes?

—¡Es horrible, horrible! —susurróel comerciante en sedas—. Cuando le

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cuente las cosas que me dijeron...—No hace falta —le respondió con

calma el desconocido—. He visto yescuchado todo lo ocurrido. En unprincipio mi plan era esperar hasta elúltimo momento y, entonces, dar lospasos necesarios para destruirlos, peropor su propia seguridad —hablaba conla máxima convicción y seriedad—, porla seguridad de su alma, preferí dar aconocer mi presencia justo cuando lohice, antes de que hubiera concluidotodo.

—¡Mi seguridad! Entonces elpeligro era real. Estaban vivos y... —Nole salían las palabras. Se paró en lacarretera y se volvió hacia suacompañante; apenas si conseguía intuir

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el brillo de sus ojos en medio de tantaoscuridad.

—Era una reunión de las formasexternas de unos hombres violentos,dotados de una espiritualidad muydesarrollada, aunque perversa, quebuscaban a través de la muerte —lamuerte de los cuerpos— la prolongaciónde su existencia vil y antinatural. Dehaber conseguido sus objetivos ustedmismo, tras la muerte de su cuerpo,habría caído en su poder y les habríaayudado a acometer sus terriblespropósitos.

Harris no respondió. Trataba contodas sus fuerzas de concentrar suspensamientos en las cosas sencillas yagradables de la vida. Incluso pensó en

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sedas, en St. Paul's Churchyard y en losrostros de sus socios.

—Usted reunía todos los requisitospara que le atraparan —Harris sentíaque aquella voz le llegaba ahora desdemuy lejos—. El estado de ánimo tanintrospectivo en que se hallaba ya habíareconstruido el pasado tan vívida eintensamente que, de forma inmediata,entró en contacto con todas las fuerzasde aquellos tiempos que pudieranpermanecer todavía asociadas al lugar.Se le llevaron por delante sin que ustedofreciera ninguna resistencia.

Harris, al oír aquello, se agarrócon más fuerza al brazo deldesconocido. De momento en su corazónsólo había espacio para una emoción.

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No le pareció extraño que aquel hombretuviera un conocimiento tan detallado desus pensamientos más íntimos.

—Es una pena, pero lo cierto esque son sobre todo los sentimientosmalignos los que dejan su impresiónfotográfica en aquellos lugares u objetosasociados a ellos. ¿Cuándo se ha oídohablar de algún lugar encantado por unaacción noble o de un fantasma bello yencantador que regresara para visitar losescenarios sublunares? Es una auténticadesgracia, pero sólo las pasionesperversas de los corazones humanos sonlo bastante fuertes para dejar de síimágenes que persistan; el bien essiempre demasiado tibio.

El desconocido exhaló un suspiro

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mientras hablaba. Sin embargo, Harrisestaba tan agotado y turbado que selimitaba a seguir sus pasos sin prestarexcesiva atención a lo que decía. Aúnseguía caminando como en sueños.Aquel paseo de regreso bajo la luz delas estrellas, a primeras horas de lamadrugada de octubre, le parecíamaravilloso. Les envolvía la paz delbosque, la neblina se alzaba por doquieren los pequeños claros y el sonido delagua de cientos de regatos invisiblesllenaba las pausas de la conversación. Alo largo de su vida Harris siemprerecordó aquel paseo como algo mágicoe increíble, algo que parecía casidemasiado hermoso —demasiadoextraordinario y hermoso— para haber

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sido del todo real. Y aunque mientrasocurría apenas si oyó o comprendió unacuarta parte de lo que aqueldesconocido le contó, más adelantevolvería a recordarlo y permaneceríacon él hasta el final de sus días, envueltosiempre en ese halo de encantamiento eirrealidad, como si todo hubiera sido unmaravilloso sueño del que guardara tansólo un recuerdo impreciso pero muyintenso de algunas de sus partes.

Finalmente, el horror de suexperiencia anterior terminó pordisiparse del todo. Cuando llegaron a laposada de la estación, a eso de las tresde la madrugada, Harris estrechócordial y efusivamente la mano deldesconocido y puso todo su corazón en

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la respuesta que dio a la mirada deaquellos fascinantes ojos; después subióa su habitación, recordando vagamente,como en un sueño, las palabras con lasque el desconocido había dado porfinalizada su conversación al salir delbosque:

«Si los pensamientos y lasemociones pueden perdurar muchotiempo después de que el cerebro quelos originó se haya convertido en polvo,es de vital importancia que sepamoscontrolarlos desde el mismo momento enque brotan de nuestro corazón y lossometamos a la más estrechavigilancia».

Harris, el comerciante en sedas,durmió aquella noche mucho mejor de lo

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que cabía esperar, y tan profundamente,que no despertó hasta bien avanzado eldía siguiente. Cuando bajó de suhabitación y se enteró de que eldesconocido ya había partido, lamentócon amargura que en ningún momento sele hubiera ocurrido preguntarle sunombre.

—Sí, ha firmado el libro deregistro —le dijo la chica de larecepción en respuesta a su pregunta.

Fue pasando las páginas hastallegar a la última entrada donde, escritocon una caligrafía muy cuidada ysingular, podía leerse:

JOHN SILENCE, Londres

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COMPLICIDADPREVIA ALHECHO

Al llegar a aquella encrucijada del

páramo Martin se detuvo, y permanecióun rato observando perplejo los cuatroletreros del poste indicador. Aquellosno eran los nombres que esperabaencontrar y, además, no figuraban lasdistancias; su mapa —tuvo que admitircon fastidio— debía estarcompletamente anticuado. Lo extendiócontra el poste y se inclinó paraestudiarlo más de cerca. El viento

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levantaba las esquinas y las batía contrasu cara. Apenas conseguía descifrar laletra pequeña a la tenue luz delatardecer. Sin embargo —por lo quealcanzó a distinguir— parecía ser quedos millas más atrás había tomado undesvío equivocado.

Recordaba aquel desvío. Elsendero tenía un aspecto muy tentador, ytras vacilar un momento, se habíadecidido a seguirlo, atraído —comotantos otros caminantes— por el señuelode que «quizá resultara ser un atajo». Latrampa del atajo es tan vieja como lanaturaleza humana. Durante algunosminutos estudió alternativamente elposte y el mapa. Caía la noche y lamochila comenzaba a pesarle. Aquellas

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dos guías no concordaban en nada y laincertidumbre iba haciendo presa en suánimo. Se sentía desconcertado,frustrado. Cada vez le costaba mástrabajo pensar con claridad. Tomar unadecisión le parecía la cosa más difícildel mundo.

«Estoy hecho un lío —pensó—,debo estar cansado», y finalmente optópor seguir la indicación que le pareciómás prometedora. «Tarde o tempranome conducirá a una posada, aunque nosea a la que yo pretendía llegar».

Se confió a la suerte del caminantey reanudó la marcha con energía. En elletrero podía leerse «por la colinaLitacy», escrito en unos caracteres muyfinos y pequeños que parecían oscilar y

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cambiar de lugar cada vez que losmiraba; aquel nombre no figuraba en elmapa, pero al igual que el atajo,resultaba tentador. Un impulso similar alque había sentido antes volvía adeterminar su elección. Sólo que estavez parecía ser más apremiante, casiurgente.

Fue en aquel momento cuando sedio cuenta de la inmensa soledad delpaisaje que le rodeaba. El caminocontinuaba en línea recta unas cienyardas para después curvarse, como unrío plateado, y perderse en el infinito; elintenso tono verdeazulado de las matasde brezo que cubrían los márgenes sefundía con los colores del crepúsculo; yespaciados a uno y otro lado del camino,

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se alzaban solitarios unos pinospequeños muy enigmáticos. Desde quese le había ocurrido ese curioso adjetivono conseguía quitárselo de la cabeza.Eran tantas las cosas que aquella tardele parecían igualmente enigmáticas... elatajo, el mapa velado, los nombres delposte, sus propios impulsos erráticos oaquel misterioso estado de confusiónque le iba embargando. El paisaje enterorequería una explicación, aunque quizá«interpretación» fuera la palabra másexacta. Aquellos árboles solitarios se lohabían hecho ver claro ¿Por qué sehabía extraviado con tanta facilidad?¿Por qué consentía que aquellas vagasimpresiones le indicaran el camino aseguir? ¿Por qué se encontraba aquí,

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precisamente aquí? ¿Y por quémarchaba ahora «por la colina Litacy»?

Entonces, junto a un prado verdeque resplandecía como un rayo de luz enmedio de la oscuridad del páramo,distinguió una figura tumbada en lahierba. Era como una mancha en elpaisaje, un simple amasijo de harapossucios a los que su propia fealdadconfería cierto aire pintoresco; y sumente —aunque sus conocimientos dealemán eran muy básicos— eligió deinmediato los términos alemanes en vezde los ingleses. Las palabras lump ylumpen acudieron misteriosamente a sumemoria. En aquel instante le parecieronlas más correctas, las más expresivas,casi como onomatopeyas visuales, si tal

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cosa fuera posible. Ni «harapos» ni«rufián» habrían hecho justicia a lo queacaba de ver. Sólo en alemán se podíadescribir aquello con alguna precisión.

Aquel era un mensaje que leenviaba su lado irracional. Pero,aparentemente, le pasó desapercibido.Un momento después, el vagabundo seincorporó y le preguntó la hora. Lo hizoen alemán. Y Martin, sin dudarlo uninstante, le respondió también enalemán:

—Halb sieben —las seis y media.No le falló su intuición. Un vistazo

al reloj, cuando lo miró un poco mástarde, se lo confirmó. Oyó que elhombre le decía, con esa solapadainsolencia tan característica de los

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vagabundos:—Grrasias, muy agrradesido —

Martin no había enseñado el reloj; otraintuición de su subconsciente que habíaobedecido.

Con el ánimo agitado por unaextraña mezcla de ideas y sentimientos,avivó el paso y prosiguió su marcha porla soledad del camino. De algunamanera, sabía que le harían esa preguntay que se la harían en alemán. Aquellohacía que se sintiera nervioso y abatido.Pero había otra cosa que también habíacontribuido a ese estado de nerviosismoy abatimiento; por alguna extraña razóntambién se la esperaba... y no se habíaequivocado. Cuando aquel bulto marróncubierto de harapos se incorporó para

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hacerle la pregunta, una parte de élhabía permanecido tendida en la hierba:había otro bulto marrón y sucio. Erandos los vagabundos. Pudo verlesperfectamente la cara. Tras sus barbasdesaliñadas, y medio ocultos por unosviejos sombreros, descubrió unosrostros desagradables y sagaces que leobservaban con atención mientraspasaba delante de ellos. Le seguían conla mirada.

Durante un segundo los habíamirado fijamente para poderidentificarlos mejor. Y habíacomprendido con horror que sus rostroseran demasiado delicados, demasiadofinos y astutos para ser los de unossimples vagabundos. Aquellos hombres

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no eran ni mucho menos unosvagabundos. Estaban disfrazados.

«¡Qué manera más furtiva demirarme!», pensó, mientras se alejabade prisa por aquel caminoensombrecido, plenamente conscienteahora de la abrumadora soledad ydesolación del páramo que le rodeaba.Lleno de inquietud y de angustia, aceleróaún más la marcha. De pronto, mientraspensaba en el inoportuno ruido quehacían sus botas de clavos al golpear enla dura superficie del camino,irrumpieron en su mente todo el conjuntode cosas que le habían obsesionado porparecerle «enigmáticas». Lecomunicaban un único y categóricomensaje: que todo aquello no tenía nada

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que ver con él —de ahí su confusión ysu perplejidad— que se habíaentrometido en un escenario que no lecorrespondía y estaba invadiendo elterritorio vital de otra persona. Al tomaralgún desvío interno erróneo, se habíasituado en medio de un conjunto defuerzas desconocidas que operaban en elpequeño mundo de otro individuo.

Sin darse cuenta, en algún lugar,había traspasado el umbral, y ahora yase había adentrado demasiado: era unintruso, un entrometido, un mirón. Estabaescuchando, espiando; sus oídoscaptaban cosas que no tenía ningúnderecho a conocer porque no era a él aquien estaban dirigidas. Como un barcoen alta mar, interceptaba mensajes de

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radio que no alcanzaba a descifrarporque su receptor no estabacorrectamente sintonizado. Pero habíaalgo más: ¡aquellos mensajes advertíande algún peligro!

El miedo, como la noche, se abatiósobre él. Estaba atrapado en una red defuerzas sutiles y profundas que eraincapaz de controlar, pues desconocíatanto su origen como su propósito. Lehabían conducido hacia una inmensatrampa psíquica, elaborada con tododetalle, pero concebida para otrapersona. Algo le había atraído haciaella; algo en el paisaje, en la hora deldía, en su estado de ánimo. Algunaoculta debilidad interna había hecho deél una presa fácil. Su miedo pasó a

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convertirse en terror.Lo que sucedió entonces ocurrió

con tal rapidez y en tan corto espacio detiempo que le pareció que todo ello secomprimía en un solo instante. Ocurrióde golpe, como en un torbellino. Nohubo forma de evitarlo. Haciendo esesde un lado a otro del camino, avanzabahacia él un hombre que sin duda fingíaestar borracho: era un vagabundo.Cuando Martin se apartó para dejarlepaso, los bandazos se transformaron enuna acometida y el tipo se le vinoencima. El impacto fue súbito y brutal;no obstante, mientras se tambaleaba,Martin pudo darse cuenta de que a susespaldas se abalanzaba sobre él unsegundo hombre que le levantó por las

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piernas y le hizo caer de bruces sobre latierra con un estrépito sordo.

Entonces comenzaron a lloverle losgolpes; distinguió el resplandor de unobjeto brillante; y una náusea letal lehundió en un estado de debilidadabsoluta que hizo inútil toda defensa.Sintió que un objeto ardiente lepenetraba en el cuello y, al instante,comenzó a brotar de sus labios unliquido dulce y viscoso que le asfixiaba.Después, se hizo la oscuridad. ...Sinembargo, en medio de todo el horror ylaconfusión, se había dado perfecta cuentade dos cosas: que el primer vagabundose había escabullido a toda prisa entrelos brezales para adelantarle e ir a suencuentro; y que le arrancaban de debajo

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de la ropa un objeto pesado que unoscierres mantenían firmemente ajustado asu cuerpo...

De repente, las tinieblas serasgaron, se disiparon del todo. Seencontró de nuevo mirando de cerca elmapa que sostenía apoyado contra elposte. El viento batía las esquinas contrasus mejillas, y él estudiaba atentamenteunos nombres, que ahora, podíadistinguir con toda nitidez. Alzó la vista:las direcciones que figuraban en el posteeran las que había esperado encontrar,exactamente las mismas que venían en sumapa. Las cosas volvían a estar en susitio, tal y como debía ser. Leyó elnombre del pueblo al que tenía pensadodirigirse; era perfectamente visible a la

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luz del crepúsculo, dos millas era ladistancia que se indicaba. Perplejo,turbado, incapaz de pensar, apretujó elmapa en el bolsillo sin doblarlo y seapresuró camino adelante como quienacabara de despertar de un sueñoespantoso que, en apenas un segundo,hubiera condensado todo el tormento deuna prolongada y angustiosa pesadilla.

Se echó a correr con un trotecontinuo que pronto se convirtió engalope; chorreaba sudor, las piernas leflojeaban y le costaba controlar larespiración. Tan sólo era consciente deldeseo irrefrenable de alejarse cuantoantes de aquel poste de la encrucijadadonde le había asaltado la terriblevisión. Martin, un contable de

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vacaciones, nunca había sospechado queexistieran otros mundos llenos deposibilidades psíquicas. Para él, todo loocurrido había sido un auténticosuplicio. Mucho peor que aquellaconfabulación de jefes y empleados que,en cierta ocasión, le habían acusadoinjustamente de haber «amañado» unsaldo en los libros de cuentas. Corríacomo si el campo entero, aullando, lepisara los talones. Y en ningún momentole abandonaba la increíble certeza deque nada de aquello le estaba destinado.Había escuchado los secretos de otrapersona. Se había apropiado deadvertencias que no estaban dirigidas aél, y al hacerlo, había modificado sucurso. Había impedido que llegaran a su

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verdadero destinatario. La conmociónque todo aquello le producía no se podíaexpresar con palabras. Desajustaba losmecanismos de aquella alma equilibraday precisa. La advertencia estabadestinada a otra persona, que ya nuncallegaría a recibirla.

El esfuerzo físico acabó porejercer sobre él un efecto beneficioso yle permitió recobrar hasta cierto puntola calma. A la vista de las luces delpueblo, aminoró la marcha y entró a unritmo más pausado. Una vez hubollegado a la posada, inspeccionó yalquiló una habitación, y encargó lacena, a la que acompañó con unasustanciosa y reconfortante jarra decerveza que le ayudara a mitigar aquella

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endiablada sed y a completar la totalrecuperación de su equilibrio mental.Las singulares sensaciones que hastaentonces le habían embargado acabaronpor pasársele en gran medida; y de igualmanera, le abandonó aquella extrañaimpresión de que cualquier cosa en susencillo y saludable mundo requería unaexplicación. Poseído aún de una vagainquietud, pero superada ya la sensaciónde miedo, entró al bar para fumar supipa de después de cenar y charlar unrato con los parroquianos, como teníacostumbre de hacer cuando estaba devacaciones. Entonces se fijó en doshombres que, apoyados en la barra alfondo de la sala, le daban la espalda. Alinstante vio sus rostros reflejados en el

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espejo, y la pipa estuvo a punto decaérsele de la boca. Eran unos rostrosbien afeitados, finos y astutos; charlabanmientras tomaban una copa, y Martinalcanzó a coger una o dos palabras de loque decían: eran palabras alemanas. Losdos vestían bien, no había nada en suatuendo que llamara la atención; con sustrajes de tweed y sus botas de campopodrían haber sido, como él, dos turistasde vacaciones. De pronto, pagaron lascopas y se marcharon. En ningúnmomento llegó a verlos cara a cara, perovolvió a sentirse empapado de sudor yuna ráfaga febril de frío y de calor lerecorrió todo el cuerpo; habíareconocido sin ningún genero de duda alos dos vagabundos, en esta ocasión sin

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disfrazar... todavía sin disfrazar.No se movió de su esquina, el

regreso de aquel vil terror apenas si lepermitía sostener la pipa, quecontinuaba chupando con frenesí a pesarde estar ya apagada. Con la absolutaclaridad de una certeza, acudió de nuevoa su mente la idea de que aquelloshombres no tenían nada que ver con él, yaún más, que por nada del mundo teníaderecho a inmiscuirse en sus asuntos. Notenía locus standi; sería inmoral...incluso si se presentaba la oportunidad.Y tenía la impresión de que laoportunidad se presentaría. Habíaestado escuchando a escondidas y habíaaccedido a una información privada decarácter secreto que no tenía derecho a

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utilizar, ni tan siquiera para hacer elbien... ni tan siquiera para salvar unavida. Sentado en aquella esquina —aterrorizado, en silencio— permanecióa la espera de lo que fuera a ocurrirdespués.

Pero la noche no trajo explicaciónalguna. No ocurrió nada. Durmióprofundamente. En la posada sólo habíaotro huésped; un hombre, ya entrado enaños que, como él, debía de ser unturista. Llevaba gafas con montura deoro, y a la mañana siguiente, Martin oyócómo preguntaba al posadero el caminopara ir a la colina Litacy. Los dientes leempezaron a castañetear y las rodillas leflojearon.

—Doble a la izquierda en el cruce

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de caminos —se apresuró a decir Martinantes de que el posadero alcanzara aresponderle—. Encontrará el posteindicador como a dos millas de aquí; apartir de entonces es cosa de otrascuatro millas.

Con espanto se preguntó cómodiablos podía saberlo.

—Yo voy en la misma dirección —dijo a continuación—. ¡Le acompaño unrato, si no le importa!

Aquellas palabras le habíansurgido de manera espontánea, de golpe;sin pensar. Su dirección era justo lacontraria pero... no quería que aquelhombre fuera solo. El desconocido, sinembargo, eludió amablemente suofrecimiento de compañía. Le dio las

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gracias y le comentó que no teníapensado partir hasta que el día estuvieramás avanzado.

Los tres se encontraban junto alabrevadero que había frente a la posaday, en ese preciso instante, un vagabundoque avanzaba encorvado por el caminoalzó la vista y les preguntó la hora. Fueel hombre de las gafas con montura deoro quien respondió.

—Muchas grrassias; muyagrradessido —dijo el vagabundomientras se alejaba con aquel caminarencorvado y cansino. El posadero, unhombre muy locuaz, aprovechó parahacer un comentario sobre el grannúmero de alemanes que vivían enInglaterra y que parecían dispuestos a

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engrosar las filas de una invasiónteutona que, al menos él, considerabainminente.

Pero Martin no lo escuchó. Aún nohabía recorrido una milla de caminocuando se adentró en el bosque paraenfrentarse con su conciencia a solas. Sudebilidad, su cobardía, constituían sinduda un delito. Le atormentaba unagenuina angustia. Una docena de vecesdecidió volver sobre sus pasos, y otrastantas veces, la singular autoridad deaquella voz que le susurraba que notenía derecho a entrometerse, le detuvo.¿Cómo iba a actuar basándose en unconocimiento que había obtenidoescuchando algo a escondidas? ¿Cómoiba a interferir en los asuntos privados

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de la vida oculta de otra persona por elsimple hecho de haber escuchado, comosi de un cruce de líneas se tratara, lospeligros secretos que la amenazaban?Una especie de confusión interna leimpedía pensar con la más mínimaclaridad. Aquel desconocido le tomaríapor loco. No tenía ningún «hecho» en elque basarse... Reprimió un centenar deimpulsos, y finalmente... siguió sucamino con el corazón encogido.

Sus dos últimos días de vacacionesfueron un infierno, sembrado de dudas,interrogantes y sobresaltos. Todos ellosjustificados más tarde, cuando leyó queun turista había sido asesinado en lacolina Litacy. El hombre usaba gafascon montura de oro y llevaba, guardada

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en un cinturón atado alrededor delcuerpo, una gran cantidad de dinero. Lehabían degollado. Y la policía andabatras la pista de un misterioso par devagabundos, a los que se creía...alemanes.

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DESCENSO AEGIPTO

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1

Era un hombre polifacético y

capaz, al que algunas personascalificaban incluso de brillante. Tras susmuchas aptitudes había tal riqueza demateriales, que de haber sido sometidosa una selección adecuada, podrían haberalcanzado la auténtica excelencia. Sinembargo, movido por una curiosidadinsaciable que hacía que nunca pararaquieto, se dedicaba a demasiadas cosascomo para llegar a descollar en algunade ellas. No obstante, George Isley eraun hombre competente. Su breve carreraen el cuerpo diplomático así lo había

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demostrado, a pesar de lo cual, cuandola abandonó para dedicarse a los viajesy las exploraciones, no hubo nadie quepensara que era una lástima. Haríagrandes cosas en cualquier actividadque emprendiera. Simplemente tratabade encontrarse a sí mismo.

Entre las piedras movedizas de lahumanidad, algunas terminan por cogermusgo de un valor considerable. No haypor qué considerarlos unos holgazanes;viajan con poco equipaje; y las cómodasoquedades hacia las que se sientenatraídas la mayoría de las personas en elgran juego de la vida son demasiadopequeñas para retenerlos: entran en ellasy al instante ya han salido. Todo elmundo exclama:

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«¡Qué pena! ¡No perseveran ennada!» Pero lo único que ocurre es que,al igual que las aves migratorias,siempre están buscando el nido que másles conviene. Es una simple cuestión devalores. Toman rápidamente unadecisión, cambian la dirección de suvuelo, y antes de que llegue a sus oídosel comentario de que podrían «haberseretirado con una buena pensión», ya handesaparecido.

George Isley pertenecía sin duda aese tipo de espíritus vagabundos yerrantes. Pero no era ni mucho menos unholgazán. Simplemente sentía el anheloinsaciable de encontrar ese nido mullidoen el que poder establecerse de formapermanente. Y acompañado por el coro

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unánime de suspiros y lamentos de todossus amigos, terminó por encontrarlo; y loencontró, además, no en el presente, sinoretirándose del mundo «sin una buenapensión» y desprovisto de cualquier tipode honores y distinciones. Se alejó delpresente y se fue deslizando poco a pocohacia ese Pasado grandioso al quepertenecía. El cómo y el por qué lo hizo,o cuáles fueron los extraños instintosque le impulsaron a realizar aquello, esalgo que aún se desconoce y queconstituye el hondo secreto de una vidainterior que no encontró acomodo en elmundo moderno. Tales instintos no sepueden desvelar utilizando el lenguajepropio del siglo veinte, ni es posibledescribir con exactitud los detalles de

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un viaje de esa índole. Excepción hechade unos cuantos poetas, profetas,psiquiatras y otras gentes similares, lamayoría de las personas suelen desdeñartales experiencias clasificándolas bajola etiqueta museística de lo «raro».

Quien esto escribe —que por puroazar fue testigo de alguno de los signosvisibles y externos de ese viajeespiritual interior— también merece elhonor de que se le aplique tal etiqueta.Sin embargo, la asombrosa realidad dela experiencia es innegable; y el hechode que tan sólo el autor de estas páginasposea alguna de las posibles claves dela misma, quizá se deba a que tambiénél, aunque de una forma menosimperiosa, se sintió tentado de

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emprender un viaje similar. En todocaso, esta interpretación está destinada aaquellos pocos que son conscientes deque los trenes y demás vehículosmotorizados no son los únicos mediosde viajar de que dispone nuestraprogresista especie.

Intimé con George Isley en sujuventud, y aún hoy le sigo tratando.Pero el George Isley que conocí en elpasado, aquella personalidadarrolladora con quien compartí viajes,escaladas y expediciones, ya no seencuentra entre nosotros. No está aquí.Fue desapareciendo gradualmente hastaperderse en el pasado. George Isley yano existe. Y que una personalidad de talcalibre se desvaneciera, cuando aún no

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había cumplido los cincuenta, mientrasalguien con su mismo aspecto sigapaseando por las calles de siempre,aparentemente con toda normalidad, esuna historia que, por más difícil queresulte, es digna de ser contada. Aunqueyo fui testigo de esa lenta inmersión, ysé que fue algo muy gradual, no pretendocomprender su significado último. Entodo aquel asunto hubo algo muy dudosoy siniestro que permitía vislumbrar unasposibilidades increíbles. De existir uncuerpo de policía espiritual, es posibleque el caso se hubiera podido aclarar enparte, pero dado que ninguna de lasiglesias existentes parece haber tomadoninguna medida eficaz en este sentido, sediría que sólo queda recurrir a una de

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esas dichosas fórmulas mágicas quetodo lo explican o a hacer comentariosen voz baja sobre un posible trastornomental o cosa semejante. Como esnatural, tales etiquetas, como tantosotros clichés en la vida, no explicangran cosa. En esa figura de portemarcial, vestida siempre de punta enblanco, que pasea por Picadilly, asiste alas carreras o sale a cenar, no hay signode trastorno mental alguno. Su semblanteno expresa melancolía y en sus ojos nohay ni un atisbo de furia. Sus gestos sonreposados y su hablar comedido. Y sinembargo, tiene la mirada perdida y elrostro carece de expresión. Su personatransmite una sensación de vacío queinvita a reflexionar. Si no llama en

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exceso la atención se debe, sin duda, aque, en esta vida, son pocos los queesperan u ofrecen mucho más que eso.

Quizá una observación másminuciosa lleve a plantearse algunosinterrogantes, o quizá no; me temo quemás bien a esto último. En cualquiercaso, alguien puede llegar a preguntarsepor qué ese algo que continuamente seespera no hace nunca su aparición, oquedarse aguardando a que se presentealgún signo de esa «personalidad» quela presencia general del hombre haceprevisible. Quien así lo haga se llevarásin duda una decepción; pero desafio acualquiera a que advierta el más mínimoatisbo de desorden mental, trastornopsíquico o afección nerviosa, pues no

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hallará en él nada de eso. Puede que nose tarde mucho en tener la sensación deestar hablando con el muñeco de unventrílocuo o con un autómataperfectamente entrenado; un serinsignificante carente de una vitalidadespontánea. También es posible que,más adelante, se descubra que elrecuerdo de tal individuo se desvanecerápidamente sin dejar la más mínimahuella en nuestra memoria. No voy anegar tal posibilidad, pero en ello no hade verse nada patológico. Habrá aquienes esta discrepancia entre lasexpectativas y las realidades lesdespierte la curiosidad, pero la mayoría,acostumbrada a juzgar las cosas por lasapariencias, se dirán: «un tipo agradable

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pero sin nada de especial...» y al cabode una hora ya le habrán olvidado porcompleto.

Pues como quizá ya se habráadivinado, la verdad es que durante todoeste tiempo no se ha estado sentado allado de nadie; no se ha hablado, miradoo escuchado a nadie. De ese trato no seha obtenido nada que pueda dar lugar auna reacción humana; buena, mala oindiferente. George Isley no existe. Y taldescubrimiento, en caso de haberseproducido, ni siquiera habrá provocadoun temblor de inquietud, pues el exteriorde la persona resulta extremadamentegrato. El George Isley de hoy en día escomo un cuadro que no encierra ningúnsignificado y que complace meramente

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por la armonía cromática con que sepresenta un tema insustancial. En elreducido ámbito social en el que naciópasa desapercibido, sin salirse delcarril en el que unos hábitos adquiridosa edad temprana han hecho que se sientaperfectamente cómodo. Nadie sospechanada; nadie, claro está, excepto aquellospocos con quienes le unió una estrechaamistad en otras épocas. Sin embargo,su vida errante ha hecho que éstos seencuentren desperdigados por todo elmundo, y la mayoría de ellos ya sehabrán olvidado de cómo era él.Encarna con tal perfección los modalesdel hombre convencional a la moda, queninguna de las mujeres de su «círculo»se da cuenta de que hay algo que le

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diferencia del tipo al que estánacostumbradas. Devuelve los cumplidosateniéndose al lenguaje establecido enlos manuales que ellas manejan, dapaseos en coche, juega al golf y haceapuestas, según los cánones que rigen enese mundo concreto. Es un perfecto yexcelente autómata. Es un serinexistente. Es la forma vacía de un serhumano.

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2

Hacía varios años que el nombre

de George Isley andaba en boca de todoel mundo, cuando tras un período detiempo considerable volvimos aencontrarnos en un hotel de Egipto,donde yo había ido por motivos de saludy él por razones que, al principio, meeran desconocidas. Sin embargo, notardé en averiguarlo: la pasión por lasexcavaciones y la arqueología habíahecho presa en él, aunque se habíadedicado a ello con tal discreción quenadie parecía haberse enterado. Noestoy seguro de que se alegrara de

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verme, pues en un primer momento tratóde evitarme; molesto, al parecer, de quealguien le hubiera localizado. Noobstante, luego debió pensárselo mejory, tras algunas vacilaciones, se acercó amí. Me saludó realizando un extrañomovimiento de todo el cuerpo con el quepareció sacudirse de encima algo que lehabía hecho olvidar mi identidad. Habíaen su actitud un cierto patetismo, casicomo si esperara provocar unsentimiento de compasión.

—Llevo por aquí, yendo de un ladopara otro, durante los últimos tres años—dijo, tras contarme alguna de lascosas que había estado haciendo—.Encuentro que es la afición másgratificante del mundo. Aspira a

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reconstruir —me refiero, por supuesto, auna reconstrucción imaginaria— algograndioso que el mundo ha perdido porcompleto. Créeme, es una aficiónmaravillosa y estimulante,verdaderamente seduc... sacrificada —rápidamente cambió de palabra.

Recuerdo haberle mirado de arribaa abajo con verdadero estupor. Seapreciaba un cambio en él, una carencia;había algo que se echaba en falta en suentusiasmo, en el timbre de su voz, ensus ademanes. Los elementos quecomponían su personalidad no estabancombinados exactamente del mismomodo que antaño. No quise incomodarlehaciéndole preguntas, pero lo cierto esque desde el primer instante advertí esa

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sutil alteración en su persona. Aquelhombre presentaba una nueva faceta desu personalidad. Todo lo que en él habíade independiente y de enérgico habíasido sustituido por una especie devacuidad que inspiraba compasión. Esecambio se apreciaba incluso en sufisico; producía la extraña sensación dehaber empequeñecido. Volví a fijarmeen él más detenidamente. Sí,empequeñecido era la palabra adecuada.Parecía haber menguado. Resultabasorprendente y, a la vez, un tantorepulsivo.

Como era habitual en él, dominabael tema a fondo, conocía a todas laspersonas importantes y había gastado eldinero a manos llenas en su afición. Reí

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al recordarle que en cierta ocasión habíacomentado que Egipto no le atraía, puesdebido a la sistemática propaganda quese hacía de sus encantos, éstos leresultaban un tanto teatrales. Reconociósu error con un gesto y, sin más, pasópor alto aquella objeción. Susademanes, y una especie de aura queparecía envolverle mientras respondía amis preguntas, no hizo sino aumentar miprimera sensación de estupor. Su voztenía una entonación muy expresiva ysugerente.

—Sal conmigo un día y ya verás lopoco que importan los turistas —dijo envoz baja—, lo insignificantes que sonlas excavaciones en comparación con loque queda por hacer, qué colosal —

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pronunció aquella palabra con un énfasisimpresionante— es el campo de lo quequeda por descubrir.

El movimiento que hizo con lacabeza y los hombros conseguíatransmitir la idea de algo prodigioso,pues se trataba de un hombre fornido yde rasgos duros, y sus ojos, rehundidosen su rostro, me miraban con un oscurofulgor que no alcanzaba a explicarme.Pero era su voz la que comunicaba unamayor sensación de misterio. Bajo susonido se percibía una vibración queparecía proceder de algún lugar másprofundo.

—Egipto ha enriquecido su sangrecon el desfilar de multitud decivilizaciones —prosiguió, con una

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solemnidad que, en un principio, mehizo cometer el error de pensar queelegía aposta aquellas extrañas palabrascon objeto de dar mayor dramatismo alo que decía—. Ha asimilado a persas,griegos, romanos, sarracenos ymamelucos, y a docenas de otrasconquistas e invasiones... ¿Qué puedenimportarle unos simples turistas yexploradores? Los arqueólogos selimitan a escarbar en la superficie y adesenterrar unas cuantas momias. ¡Y quédecir de los turistas! —sonrió condesdén—. ¡Son como moscas que seposan un instante sobre su rostro oculto,para esfumarse de inmediato al primeratisbo de calor! Egipto ni se entera deque existen. El verdadero Egipto se

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encuentra bajo tierra, envuelto enoscuridad. Los turistas necesitan luz,para ver ypara que les vean. ¡Y encuanto a los arqueólogos...!

Hizo una pausa y sonrió con unamezcla de conmiseración y desprecioque no fue de mi agrado, pues a mí, almenos, los tenaces arqueólogos memerecían el máximo respeto. A renglónseguido, con un matiz de apasionamientoen la voz que parecía indicar que estabaresentido contra ellos y que se habíaolvidado de que también él había«excavado», añadió:

—Unos hombres que desentierran alos muertos, restauran templos yreconstruyen un esqueleto creyendo quede ese modo han interpretado la esencia

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palpitante de su corazón...Mientras decía aquello encogió sus

enormes hombros; y el resto de la fraseno habría pasado de ser más que laqueja de un hombre que trataba dedefender su afición, de no haber sidopor la seriedad y la gravedaddesmedidas con que se expresaba, cuyoefecto fue hacer que aumentara aún másmi asombro. Habló luego de lo rara queera aquella tierra: una mera franja devegetación extendida a lo largo delanciano río, y el resto, nada más queruinas, desierto y una desolación demuerte calcinada por el sol que, sinembargo, rebosaba vitalidad,fascinación y energía, y que producía lainquietante sensación de poseer algo

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imperecedero. En aquella tierra dondeel Pasado pervivía con tanta fuerzaparecía hallar algún tipo de revelaciónespiritual fuera de lo común. Hablabacomo si en ella el Presente hubieradejado de existir.

Ciertamente, la solemnidad quedejaban traslucir sus palabras hacía queme resultara difícil seguir suconversación, de modo que aproveché lapausa que llegó entonces para decir algoque expresara mi sorpresa y losinterrogantes que me surgían; aunquecreo que, en lo sustancial, lo que vine aexpresar fue, más bien, mi asentimiento.Se notaba que poseía una convicciónmuy profunda, una pasión que leembargaba y cuyo sentido no acababa yo

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de captar. Sin embargo, aunque no lecomprendiera, su enorme entusiasmoresultaba contagioso. Luego, bajando eltono de voz, se puso a hablar detemplos, tumbas y deidades, y a darmedetalles sobre los descubrimientos quehabía hecho y sobre el efecto que habíantenido en él. Pero la verdad es que nopresté excesiva atención a lo que medijo entonces, pues en aquel lenguaje taninsólito que había empleado al principiohabía detectado algo que despertaba másmi curiosidad... y la despertaba, además,de una forma inquietante.

—De modo que, como le ocurre acasi todo el mundo, el hechizo tambiénha hecho presa en ti, sólo que con másfuerza todavía —le dije, recordando el

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efecto que me había producido Egiptodos años atrás.

Clavó su mirada en mí durante unsegundo; en las duras facciones de aquelrostro tan sugerente se dibujaron vagossignos de inquietud. Creo que deseabacontarme más cosas pero que no sedecidía a confesármelas. Vacilaba.

—De lo que me alegro es de que nose haya adueñado de mí en una épocamás temprana de mi vida —respondiótras una pausa—. Me habría absorbidopor completo. Habría perdido interéspor cualquier otra cosa. Ahora... —ymientras hablaba, como una sombrafugaz, pasó por sus ojos aquella extrañamirada de desamparo que parecía pedircomprensión—. Ahora que estoy en

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declive... ya no importa tanto.¡En declive! No me explico cómo

pude ser tan torpe de dejar escapar esaoportunidad que nunca volvería apresentárseme; por la razón que fueraaquella singular expresión no me llamóla atención en aquel momento, y sólo medi cuenta del alcance último de esaspalabras más adelante, cuando ya notenía ningún sentido hacer referencia aellas. Puso a prueba mi disposición aayudarlo, a comprenderlo, a compartirsu vida interior. Pero la pista se me pasópor alto. En ese momento sentía mayorinterés por una cuestión más prácticaque había apreciado en su lenguaje.Dado que yo me contaba entre aquellosque lamentaban que no hubiera llegado a

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sobresalir en algo, por no haberdedicado todas sus energías a una solaactividad, me limité a encogerme dehombros. Captó de inmediato elsignificado de aquel gesto. ¡Sí, estabadeseando hablar! Creo que intuía laposibilidad de encontrar en mí lacomprensión que buscaba.

—No, no, no me has entendido bien—dijo con tono grave—. Lo que quierodecir —¡y nadie lo sabe mejor que yo!— es que si bien la mayoría de lospaíses te dan algo, hay otros que te loquitan. Egipto te cambia. Nadie puedevivir aquí y seguir exactamente igual acomo era antes.

Aquello me desconcertó. Una vezmás había conseguido sobresaltarme.

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Hablaba con la máxima seriedad.—¿Y quieres decir que Egipto es

uno de esos países que te quitan algo?—le pregunté. Lo extraño de aquellaidea me tenía un tanto confundido.

—Primero se lleva algo tuyo —respondió—, pero al final es a ti mismoa quien se lleva. Hay tierras que teenriquecen —prosiguió, al ver que leescuchaba atentamente—, pero otras tehacen más pobre. De la India, de Grecia,de Italia, de todas las tierras de laantigüedad, se regresa con recuerdos delos que se puede hacer uso. De Egipto seregresa... sin nada. Su magnificencia tansólo aturde; es inútil. Produce un cambioen lo más hondo de tu ser, un vacío, unanhelo inexplicable, y nada puede llenar

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esa carencia de la que ahora eresconsciente. Nada puede reemplazar loque ha desaparecido. Te ha vaciado.

Le miré fijamente, pero hice ungesto de aquiescencia general con lacabeza. Aplicado a un temperamentosensible y artístico aquello era cierto sinduda, aunque no fuera ni mucho menos laopinión generalizada que solía admitirsede forma superficial. La mayoría de lagente sentía que Egipto les había llenadoa rebosar. Sin embargo, entendía lalectura más profunda que él hacía de loshechos. Por otra parte, aquella idea meproducía una rara fascinación.

—A fin de cuentas —continuó—,el Egipto moderno no es más que unacivilización artificial —hablaba como si

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le faltara el aliento, pero su tono de vozera reposado—; sin embargo, el antiguoEgipto permanece justo ahí debajo,oculto, esperando. Muerto y, a la vez,increíblemente vivo. Cada vez quesientes que te roza, se lleva algo de ti.Se enriquece contigo. Al regresar deEgipto... se es menos de lo que se eraantes.

Es difícil de expresar lo queentonces se me pasó por la cabeza. Sentícomo si un fulgor de imaginaciónvisionaria me atravesara la mentetrazando una senda de fuego. Pensé enalgún antiguo héroe griego que hablarade una magnífica batalla librada contralos dioses; una batalla en la que se sabíaderrotado de antemano y que, sin

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embargo, le causaba un gran placer,pues sabía que tras su muerte su espírituse uniría a aquella gloriosa compañía ensu morada del más allá. En otraspalabras, percibía en él una mezcla deresignación y de rebeldía. Él sentía ya elnatural abandono que sigue a una luchaprolongada y desigual, como la de unhombre que, enfrentado contra losrápidos de un río, termina por rendirseante un empuje superior a sus fuerzas yse deja arrastrar por la espantosa masade agua que suave e indiferente leprecipita hacia la paz de la caída.

No obstante, lo que hacía que mimente se viera sumida en la oscuridad yel misterio, no eran tanto las palabrasque con tanta plasticidad revestían una

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verdad innegable, como la profundaconvicción que se adivinaba tras ellas.He de reconocer que sus ojos, quedurante todo aquel tiempo habíansostenido mi mirada, relampagueaban, ysin embargo, expresaban la mismaserenidad y cordura que los de un doctorque analizara los síntomas de esa batalladiaria en la que, finalmente, todoshabremos de sucumbir. Ése fue el símilque se me ocurrió entonces.

—Es cierto que... en alguna partede este país... hay algoinconmensurable... lo reconozco.¿Pero... no crees que exageras un poco?—Hablaba con un ligero tartamudeo ylas palabras me salían entrecortadas.

Me respondió con voz pausada,

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mientras desviaba los ojos de mi rostroy los dirigía a la ventana que enmarcabael cielo espléndido y sereno que setendía en dirección al Nilo.

—Te aseguro que el verdaderoEgipto, el invisible —murmuró—, meresulta demasiado... fuerte. Me cuestamucho manejármelas con él. Sabes —dijo, volviéndose hacia mí y sonriendocomo un chiquillo cansado—, enrealidad creo que es él quien me manejaa mí.

—Arrastra... —comencé a decir, yal interrumpirme él de inmediato, di unrespingo.

—Hacia el Pasado.No me siento capaz de describir la

forma en que pronunció la última de

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aquellas palabras. Transmitía unamagnificencia desbordante, unasensación de paz y belleza, de batallasconcluidas, de un reposo al finalcanzado. Ningún santo habríaconseguido que el significado de lapalabra «cielo» rebosara tal grado depasión y de seducción. Sí, él partía porpropia voluntad, y si prolongaba lalucha era simplemente para aumentar elalivio y la dicha de la consumación.

Porque de nuevo hablaba como sien su interior se estuviera librando uncombate. Yo al menos tenía la impresiónde que había una parte de él que pedíaayuda. Ahora comprendía mejor aquelpatetismo que ya había percibidovagamente con anterioridad. Su carácter,

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de por sí fuerte e independiente, parecíahaberse debilitado; era como si lehubieran arrancado alguna de las fibrasque lo componían. También comprendíentonces que el hechizo de Egipto,objeto de tanta cháchara sensacionalistae insustancial, pero tan desconocido enlo que es su fuerza desnuda —esainfluencia indescriptible y sigilosa que,desde las profundidades, envíadelicados zarcillos al exterior— lollevaba ahora en la sangre. Yo mismo, apesar de mi supina ignorancia, lo habíasentido, no lo podía negar; en Egipto seperciben muchas cosas extrañas eincomprensibles, hasta los individuosmás prosaicos pueden llegar a sentirlas.El Egipto muerto está prodigiosamente

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vivo...Dirigí la mirada a los grandes

ventanales que se abrían a su espalda: lamonótona extensión de leguas y másleguas amarillas de desierto despedíanuna tenue luz y dos inmensas pirámidesemergían desde la otra orilla del Nilo.De pronto —inexplicablemente, comomás tarde pensaría al rememorar loocurrido— la robusta figura de micompañero, que debía encontrarse a tansólo dos palmos de mis ojos,desapareció de mi vista. Se acababa delevantar de la silla y tenía queencontrarse de pie a mi lado y, sinembargo, no conseguía verle. Algooscuro como una sombra y etéreo comoun soplo de aire se había alzado,

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llevándose consigo mis pensamientos ycegando mi visión. Durante un instanteme olvidé de quien era; mi propiaidentidad me abandonó. El pensamiento,la vista, todos mis sentidos, sehundieron en el vacío de aquellas arenasabrasadas por el sol. Se hundieron, porasí decirlo, en la nada; arrancados delPresente, subyugados, absorbidos.

...Y cuando volví a mirar haciadonde él estaba para responderle, o másbien preguntarle por el significado deaquellas enigmáticas palabras, ya noestaba allí. Invadido de un sentimientoque iba mucho más allá de la merasorpresa —pues había algo en aquelladesaparición que me perturbabaprofundamente— me di la vuelta para

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buscarle. No le había visto irse. Sehabía escabullido de mi lado con sumocuidado, se había esfumado en silencio,misteriosamente, y con una facilidadasombrosa. Recuerdo que un ligeroestremecimiento me recorrió todo elcuerpo al darme cuenta de que meencontraba solo.

¿Acaso había captado por unmomento un reflejo de su estado deánimo? La simpatía que sentía hacia supersona, ¿no habría producido en mí uneco de lo que él experimentaba de formaplena; ese ir hacia atrás, esa pérdida devigor, esa sutil y tentadora atracción queejercían las inconmensurables arenasque ocultaban y protegían a los muertosvivientes de las negligentes

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intromisiones de los vivos...?Me senté para reflexionar un poco

y, de paso, aproveché para contemplarel esplendor del crepúsculo. Una cosaque había dicho resonaba en mi mentecon poderosa insistencia como si setratara del repicar de unas campanaslejanas. Su charla sobre tumbas ytemplos no había dejado huella en mí,pero aquello permanecía. Me producíaun extraño efecto estimulante.Recordaba que era así como solíaconseguir que su conversacióndespertara la curiosidad de los demás.Hay países que dan y otros que quitan.¿Qué era exactamente lo que queríadecir con eso? ¿Qué era lo que le habíaquitado Egipto? Entonces me di cuenta

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con mayor claridad de que había en élalgo que se echaba en falta, algo que enotro tiempo había poseído y que ya notenía. Su propia figura se me aparecía yaborrosa cuando trataba de pensar enella. Mi mente se afanaba porrecordarla, pero todo era en vano... Alcabo de un rato dejé mi silla y mecambié de ventana, invadido de unavaga sensación de desasosiego de la queformaba parte la inquietud que sentíapor él. Había despertado mi compasión.Pero tras aquel sentimiento se escondíatambién una curiosidad ávida yabsorbente. George Isley parecía estarperdiéndose en la distancia, y lo curiosoes que yo mismo me sentía acometidopor un deseo irrefrenable de alcanzarle,

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de acompañarle en su viaje hacia aquelesplendor perdido que él había vuelto adescubrir. Era un sentimientoverdaderamente singular, pues iba unidoa un anhelo; el anhelo de una bellezaolvidada e indescriptible que el mundohabía perdido. También yo lo sentíadentro de mí.

Ante la proximidad del crepúsculola mente se complace en albergarsombras. A mi espalda, la sala, vacía dehuéspedes, permanecía a oscuras;también sobre el desierto se ibaextendiendo lentamente un velo deoscuridad, ahondando la serenidad de surostro adusto e inexpresivo. El paisajeiba palideciendo en la lejanía; todaaquella inmensa sábana avanzaba

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susurrando hacia la noche. Suspendidasfrágilmente en el aire, como si se tratarade racimos de grosellas que pudieranarrancarse, titilaban en el cielo lasprimeras estrellas; el sol se habíaocultado ya en el horizonte libio, dondelas tonalidades doradas y carmesíes, alirse atenuando, pasaban del colorvioleta al azul. Me quedé contemplandoel misterioso anochecer egipciomientras un embrujo sobrecogedor hacíaque mis sentidos medio embotadospercibieran la inquietante proximidad de1o imposible... y entonces comprendí loque estaba ocurriendo. Sobre GeorgeIsley, sobre su mente y sus energías,sobre su pensamiento, e incluso sobresus propias emociones, también se

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estaba extendiendo lentamente unaespecie de oscuridad. Aunque no eracosa de la edad, algo en él se habíadebilitado, se había apagado. Una nocheinterior se estaba apoderando delPresente y lo estaba eliminando. Y, noobstante, su mirada se dirigía alamanecer. Al igual que ocurría con losmonumentos egipcios, sus ojosmiraban... hacia oriente.

Se me ocurrió que quizá lo quehabía perdido era su ambición. Decíaalegrarse de que sus estudios egipciosno se hubieran adueñado de él en unaépoca más temprana; los términos en quese había expresado eran bastantesingulares: «ahora que estoy en decliveya no importa tanto». Una base poco

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sólida, sin duda, para asentar sobre ellauna certeza y, a pesar de ello, tenía elconvencimiento de que no andabadesencaminado. Estaba fascinado sí,pero fascinado en contra de su voluntad.En su interior combatían el Presente y elPasado. Aunque seguía luchando, yahabía perdido toda esperanza. El deseode no cambiar le había abandonado...

Me aparté de la ventana para nover aquel desierto gris que todo loinvadía, pues el hallazgo que acababa dehacer había provocado en mí ciertazozobra. Egipto me parecía de prontouna entidad dotada de un inmenso poder.Se agitaba a mi alrededor. En aquelpreciso instante estaba sintiendo cómose agitaba. Aquella tierra llana e

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inmóvil que aparentaba carecer demovimiento, en realidad estabaconstantemente realizando multitud deademanes que, poco a poco, se ibanenroscando al corazón de las personas.A él lo estaba disminuyendo. De lacompleja textura de su personalidad yahabía arrancado una hebra vital, cuyarelación con la trama general de su serera de crucial importancia: su ambición.Era mi mente quien había elegido esesímil, pero en mi corazón, donde lasideas palpitaban con inusitada violencia,se insinuaba otro símil aún más certero.En lugar de «hebra» la palabra era«arteria». Me alejé rápidamente de allíy subí a mi habitación para estar a solas.Había en aquella idea algo que me

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resultaba repugnante.

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3

Sin embargo, mientras me vestía

para ir a cenar, aquella idea comenzó aexfoliarse como si se tratara de un servivo. Veía dibujarse sobre la figura deGeorge Isley un gran interrogante queanteriormente no estaba allí. Todo elmundo, por supuesto, lleva consigo uninterrogante, aunque por lo general nosuele manifestarse de forma visiblehasta el momento final. En su caso, talpresencia le envolvía de forma palpablecuando aún se encontraba en la plenitudde la vida. Gravitaba sobre su cabezacomo una espléndida cimitarra. Aunque

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estaba lleno de vitalidad, parecía haberaceptado de buen grado la muerte. Pormás que mi imaginación trataba deencontrar una posible explicación, nuncaiba más allá de una conclusión decarácter negativo: cierta energía, que noguardaba relación alguna con la merasalud fisica, había desaparecido. Creoque se trataba de algo más que laambición, pues incluía también una faltade objetivos, de deseos, de confianza ensí mismo. Era la propia vida. GeorgeIsley había dejado de pertenecer alPresente. Ya no estaba aquí.

«Algunos países dan y otrosquitan... Me cuesta mucho manejármelascon Egipto. Lo encuentro demasiado...—y después ese adjetivo tan sencillo,

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tan corriente— fuerte». Por susrecuerdos y por su propia experiencia,el mundo entero no guardaba secretospara él; tan sólo le quedaba Egipto paraenseñarle aquella novedad maravillosa.Pero no se trataba del Egipto de hoy endía; era el Egipto desaparecido el que lehabía robado las fuerzas. Había dichoque se encontraba enterrado, oculto,esperando... De nuevo volví a sentir unleve estremecimiento, como si en lo máshondo de mi corazón anidara en secretoel deseo de compartir aquellaexperiencia con él, como si lacompasión que sentía implicara unconsentimiento voluntario de que asífuera. La compasión conlleva siempreuna cierta renuncia al propio yo; cada

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vez que me invadía ese sentimiento teníala sensación de que una parte de mí meabandonaba. Mi pensamiento se movíaen círculos sin encontrar un punto firmedonde poder apoyarse y decir: «ya lotengo; ahora lo entiendo todo». Que unpaís tenga una cierta disposición a dares algo fácilmente comprensible, peroaquella idea de un país que despoja, queroba, me desconcertaba. Me invadió unavaga sensación de alarma; no sólo por élsino también por mí.

En cualquier caso, durante la cena—que me invitó a compartir con él en sumesa— aquella impresión terminó porírseme de la cabeza, y me reproché a mímismo haber incurrido en unasexageraciones más propias de una

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mujer. Sin embargo, a medida quehablábamos de tantos días de aventuracomo habíamos pasado juntos en otraslatitudes, me llamó la atención lo raroque era que nunca hiciéramos mencióndel presente. Lo ignorábamos. Se diríaque a su pensamiento le resultaba mássencillo orientarse hacia el pasado.Cada una de aquellas aventuras, comoimpulsada por su propio peso, conducíade forma natural a una misma idea: lainmensa magnificencia de una edaddesaparecida. En aquel misterioso juegoentre la vida y la muerte el antiguoEgipto representaba la casilla del«hogar». La gravedad específica de supropio ser —por no hablar de momentode la mía— se había desplazado hacia

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un punto inferior y más lejano, haciaatrás y hacia las profundidades, o comoél mismo decía, bajo tierra. Yo mismoexperimentaba literalmente la sensaciónde estar hundiéndome.

Empezaba a preguntarme cuál seríala razón que le había llevado a elegir unhotel como éste. En mi caso habíavenido aquí aquejado de una afección enun órgano de mi cuerpo que, según mehabía asegurado el especialista, notardaría en sanar gracias a losmaravillosos aires de Helouan; pero meparecía extraño que mi compañerotambién lo hubiera elegido. La clientelaestaba compuesta en su mayor parte deconvalecientes, alemanes y rusos sobretodo. Su gerencia vivía de espaldas al

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lado más alegre y frívolo de la vida que,por lo general, los hoteles egipciosfomentan con todo entusiasmo. Era unaverdadera casa de reposo, un lugar paradescansar y disfrutar del ocio, donde sepodía permanecer en el anonimato conla seguridad de no ser descubierto. Losingleses no solían frecuentarlo. Era ellugar indicado —se me ocurriósúbitamente — para esconderse.

—O sea, que por ahora no estásmetido en ningún proyecto arqueológico,¿no es así? —le pregunté—. ¿Nada deexpediciones o excavaciones demomento?

—Me estoy recuperando —merespondió de manera despreocupada—.He estado dos años en el Valle de los

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Reyes y, la verdad, creo que he forzadoun poco la máquina. Pero estoypreparándome para trabajar en un asuntoaquí cerca, en la otra orilla del Nilo —yseñaló hacia Sáqqara donde el inmensocementerio menfita se extendía bajotierra desde las pirámides de Dachurhasta las moles de Gizeh, cuatro millasmás abajo—. ¡Sólo en ese lugar haytarea para cien años de trabajo!

—Debes haber reunido una grancantidad de material interesante.Supongo que más adelante lo utilizaráspara un libro o...

La expresión de su cara hizo que nocontinuara; de nuevo había asomado asus ojos aquella extraña mirada que,cuando la vi por primera vez, ya me

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había producido una gran inquietud. Eracomo si algo dentro de él consiguieracon gran esfuerzo aflorar por un instantea la superficie, y tras echar una miradasombría sobre el presente, volviera ahundirse y desaparecer.

—Mucho más de lo que nuncapueda llegar a utilizar —respondió condesgana—. Lo más probable es que seaello lo que me utilice a mí. —Lo dijotodo precipitadamente, mientras echabauna ojeada por encima del hombro,como si temiera que alguien pudieraestar escuchando. Luego, volvió amirarme con una elocuente sonrisa en surostro. Le dije que pecaba de modesto.

—Si todos los arqueólogos fuerancomo tú —añadí— seríamos los pobres

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ignorantes como yo quienes sufriríamoslas consecuencias —acompañé micomentario con una risa, pero aquellarisa no pasó más allá de mis labios.

Negó con la cabeza con unaexpresión de indiferencia.

—Lo hacen lo mejor que pueden; ylo cierto es que hacen verdaderasmaravillas —replicó, mientras hacía ungesto indefinible que parecía indicar queprefería desentenderse de aquel tema,aunque no pudiera conseguirlo del todo—. Conozco sus libros, y también a susautores... de muy diversasnacionalidades. —Hizo una brevepausa, y sus ojos adquirieron unaexpresión grave—. Lo que no llego acomprender del todo es ... como lo

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consiguen —añadió con un tono de vozapagado.

—Lo dices por el esfuerzo quesupone, ¿no? ¿La dureza del clima y esascosas? —Hice aquel comentario apropósito, pues sabía perfectamente queno era a eso a lo que él se refería. Noobstante, la forma en que clavó sus ojosen mi cara me turbó hasta tal punto, quecreo que di un respingo. Una parte muyprofunda de mí le escuchaba con lamáxima atención, en actitud vigilante,casi en guardia.

—Lo que quiero decir es que tienenuna capacidad de resistirseextraordinaria —respondió.

—¡Eso era! ¡Había usado justo lapalabra que yo mismo llevaba escondida

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en mi interior!—Es algo que me deja perplejo —

prosiguió—, pues quitando a uno deellos, no son personas excepcionales. Encuanto a su talento, sí, claro. Pero yo merefiero a su capacidad de resistirse, deprotegerse. De protegerse a sí mismos—añadió con énfasis.

La manera en que había dicho«resistirse» y «protegerse a sí mismos»había hecho que un escalofrío merecorriera el cuerpo. Más adelante meenteraría de que él había realizadoalgunos descubrimientos asombrososdurante aquellos dos últimos años,ahondando en los misterios de la vidadel antiguo Egipto sacerdotal más quecualquiera de sus predecesores o

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colegas... y que después,inexplicablemente, había abandonadosus investigaciones. Pero todo aquellosólo lo supe más tarde y por boca deterceros. En aquel momento de lo únicoque era consciente era de aquel extrañosentimiento de turbación. Aunque noentendiera muy bien lo que quería decir,intuía que estaba tocando unos temas queafectaban a lo más profundo de su ser.Hizo una pausa, como si esperara que yodijera algo.

—Es posible que Egiptosimplemente fluya a través suyo sindejar huella —me aventuré a decir—.Dan a conocer los datos de una formamecánica y no se dan cuenta de laimportancia que tienen. Presentan los

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hechos sin interpretarlos. En tu caso esel verdadero espíritu del pasado el quese descubre y se presenta en su realidaddesnuda. Tú lo vives. Sientes el antiguoEgipto y lo revelas. Siempre tuviste unasdotes de adivino que a mí, recuerdo, meparecían sorprendentes.

El destello que percibí en susombría mirada puso de manifiesto quehabía dado en el blanco. Entonces tuvela sensación de que un tercero se habíaunido silenciosamente a nosotros enaquella pequeña mesa de la esquina. Sehabía entrometido invocado por el poderde algo que planeaba constantementesobre nuestra conversación sin quenunca se llegara a mencionar. Era unapresencia inmensa y difusa que parecía

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vigilarnos. Egipto se deslizaba hacianosotros y ascendía flotando a nuestrolado. Podía verlo reflejado en el rostroy en la mirada de mi compañero. Eldesierto se filtraba a través de los murosy del techo, emergía bajo nuestros pies,se iba depositando a nuestro alrededor;nos escuchaba, nos observaba, nosacechaba. Aquella súbita y extrañafantasmagoría parecía completamentereal. Las colosales dimensiones deEgipto fluían por entre los pilares, losarcos y los ventanales de aquel modernocomedor. Un aire gélido, que los rayosdel sol nunca habían alcanzado, brotabadesde debajo de los monolitos degranito y me rozaba la piel. Tras élvenía la sofocante atmósfera de las

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tumbas térmicas del Serapeum, de lascámaras y los pasadizos de laspirámides. Se oía un rumor como de unamiríada de pasos avanzando en lalejanía y de arenas movidas sindescanso por el viento a lo largo de lossiglos. Y de pronto, en asombrosocontraste con esta impresión de algodescomunal, la figura de Isley parecióencoger. Durante un segundo disminuyóa ojos vistas. Se estaba alejando. Susilueta parecía retirarse y decrecercomo si se encontrara envuelto en unaneblina que le llegara por encima de lacintura, dejando tan sólo al descubiertosu cabeza y sus hombros. Cada vez se leveía más lejos.

Se trataba sin duda de una vívida

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imagen mental que, de algún modo,había adquirido una realidad objetiva.No era más que una especie deescenificación de algo que habíasentido. La frase que le había oído decirantes, «ahora que estoy en declive», mevino súbitamente a la memoria,produciéndome un intenso desasosiego.Puede que, de nuevo, una especie detelepatía emocional hubiera hecho quesu estado anímico se reflejara en el mío.Invadido de una sensación de opresióncasi física de la que no me podíadesembarazar, me quedé a la espera deque dijera algo. Parecieron pasar siglosantes de que se decidiera a hablar, ycuando por fin lo hizo, en su voz senotaba un temblor que, no obstante,

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intentaba reprimir. Por alguna razón nofui capaz de levantar la vista de la mesa.Pero le escuché con la máxima atención.

—Eres tú quien tiene dotes deadivino, no yo —aquella extrañasensación de lejanía se percibía inclusoen su voz; parecía retumbar como siascendiera encerrada entre muros—.Creo que hay algo aquí que no se dejainvestigar más de cerca o, más bien, quese resiste a ser descubierto... es casicomo si se sintiera ofendido.

Alcé rápidamente la vista y deinmediato volví a bajarla. Resultabasorprendente oír aquello de labios de uninglés contemporáneo. Hablaba conligereza, pero la expresión de su rostrocontradecía su tono despreocupado. En

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la seriedad de aquellos ojos no habíaasomo de burla, y tras su voz apagada sepercibía un leve sonido arrastrado quede nuevo me puso la carne de gallina.Sólo se me ocurre una palabra paradescribirlo: «subterráneo». Todo lo queen él era mental se había hundido,parecía hablar bajo tierra; era como sitan sólo la cabeza y los hombrospermanecieran a la vista. El efecto queproducía era casi repugnante.

—Son tan formidables losobstáculos que se interponen en elcamino cuando las pesquisas se acercandemasiado a la realidad —prosiguió—.Me refiero a obstáculos físicos,externos. O bien eso... o bien la mentepierde su capacidad de asimilación.

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Siempre ocurre una cosa o la otra y,entonces, todo descubrimiento cesaautomáticamente —había bajado la vozhasta convertirla en un murmullo.

En aquel preciso instante, como sifuera un muerto saliendo de una tumba,se levantó y se apoyó sobre la mesa.Estaba realizando un violento esfuerzointerno, pues se disponía —estoyconvencido de ello— a realizar unadeclaración íntima cargada designificado. Tenía la actitud de quien vaa hacer una confesión; creo que iba ahablarme de sus trabajos en Tebas y dela razón que le había llevado ainterrumpirlos tan bruscamente. Yomismo me sentía como alguien que, deun momento a otro, iba a tener que

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asumir la ingrata responsabilidad deescuchar un secreto muy importante. Ésaera la sensación que me embargabacuando, casi sin querer, le dirigí unamirada y descubrí que estabacompletamente equivocado. No era a mía quien miraba. Su vista me dejaba a unlado y se dirigía hacia los ampliosventanales abiertos que se encontraban ami espalda. Algo le había hechoenmudecer.

De forma instintiva, me di lavuelta, y pude ver lo que élcontemplaba. Al menos en lo querespecta a los detalles externos, lo vi.

Mi vista atravesó el deslumbranteresplandor de aquel comedorostensiblemente moderno, dejó atrás las

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mesas atestadas de gente, y pasando porencima del cuadro que componía aquelbosque de cabezas de alemanesalimentándose burdamente, alcanzó aver... la luna. Su disco rojizo, inmenso eirreal, permanecía suspendido en mediodel firmamento, alzando la extensasábana del desierto hasta hacerla flotarsobre la superficie del mundo. El granventanal se abría hacia el este, donde eldesierto arábigo se adentra en undesolador paisaje de gargantas,despeñaderos y montes de cimasaplanadas. Se trata de un territorioinhóspito y ominoso en el que, por todaspartes, se siente acechar el peligro. Adiferencia de lo que ocurre con lasserenas dunas del desierto libio, tras

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aquel mar de sombras se palpa laamenaza y la tentación. El claro de lunano hacía sino acentuar su espectraldesolación, su crueldad, su severahostilidad, hasta hacerlo parecermortífero. Ningún río endulza con supresencia este tramo del desiertoarábigo, donde las suaves arenas sonreemplazadas por un paisaje erizado decolmillos de roca caliza, afilados yamenazantes. A lo lejos, como un pálidohilo gris iluminado por la luz de la luna,la vieja ruta de las caravanas parecíaemitir señales. Era aquello lo que élmiraba con tanta intensidad.

Me doy perfecta cuenta de que laimagen que acabo de describir pareceráquizá un tanto teatral, pero lo cierto es

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que poseía una fuerza de seducciónpoderosísima. «Ven a probar mi bellezaatroz», parecía susurrar. «Ven, piérdete,y muere. Ven a seguir la ruta que bajo laluz de la luna conduce hacia el Pasado...donde te espera la paz, la inmovilidad yel silencio. Mi reino subterráneopermanece inmutable. Baja, venlentamente, ven a través de loscorredores de arena que se escondentras el oropel del mundo moderno.Regresa, baja a mi áureo pasado...»

Un deseo arrebatador, que parecíallegar hasta mí montado en los propiosrayos del claro de luna, me traspasó elcorazón; sentía un anhelo irresistible dedejarme llevar sin ofrecer resistencia.Aquella visión repentina e inquietante

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del mundo exterior tenía una fuerzainusitada. El contraste que ofrecíanaquellos velludos extranjeros con sustoscos atuendos, comiendo afanosamentebajo la deslumbrante luz artificial, eraformidable. Sobre aquellas lejanías quese avistaban tras la ventana se cerníauna de esas atmósferas que suelencalificarse de sobrenaturales. Estabapenetrada de misterio. Egipto noscontemplaba, nos observaba, nosescuchaba; y a través de las ventanas delcorazón que iluminaba la luna, nos hacíaseñas para que nos acercáramos y lodescubriéramos. La mente y laimaginación podrán vacilar cuantoquieran, pero tanto si las palabras soncapaces de expresar la verdad como si

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no, es innegable que algo así estabaocurriendo. George Isley, que se sabíaobservado, no podía quitar los ojos deencima a ese terrible semblante... estabafascinado.

Sobre el bronce de su piel se habíaextendido una tonalidad grisácea. Por miparte, también yo sentía crecer en mí esesentimiento cautivador; ese deseo desalir y perderme bajo el claro de luna,de abandonar el mundo de los sereshumanos y errar a ciegas por el desierto,de ver el resplandor plateado de losdesfiladeros y sentir el frío cortante eintenso de la brisa. En mi caso las cosasno iban más allá, pero no me cabíaninguna duda de que mi compañeroexperimentaba la atracción más intensa y

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profunda que se ocultaba tras aquelencanto superficial. Lo cierto es que,durante un instante, creí que iba alevantarse de la mesa. Hizo ademán deponerse de pie, pareció luchar yresistirse... pero, finalmente, supoderosa anatomía se dejó caer en lasilla. La postura que adoptó su cuerpohacía que pareciera menos imponente,más pequeño; daba la sensación de quesus dimensiones se habían reducido auna escala mucho menor. Era como si,en aquel preciso instante, le hubiera sidoarrebatada una parte de su persona, detal modo que incluso su apariencia físicaparecía haber disminuido. Su voz,cuando al poco tiempo volvió a hablarcon tono resignado, sonaba apagada y

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carecía de timbre viril.—Siempre está ahí —susurró

mientras se retrepaba torpemente en lasilla—, siempre está vigilando,esperando, escuchando. Es casi como elogro de los cuentos, ¿verdad? Nunca semueve, ¿sabes? Se limita a permanecersuspendido entre el cielo y la tierracomo una gigantesca tela de araña. Suspresas se precipitan volando contra ella.Así es Egipto allá donde uno vaya.Dime, ¿sientes tú lo mismo, o crees queson imaginaciones mías? A mí, por lomenos, me parece que sólo espera a quellegue su hora; de ese modo te atrapaantes. Al final no queda más remedioque partir.

—Sí, desde luego tiene mucho

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poder —le dije, tras hacer una brevepausa para recuperar el control sobre mímismo, pues aquel símil morboso habíahecho que aumentara mi turbación—.Incluso puede que llegue a producirterror... a alguna de esas personasdébiles de carácter que son todoimaginación. —No conseguía hilvanarmis ideas ni encontrar las palabrasadecuadas para expresarlas—. Una vistacomo ésa, por ejemplo, posee unagrandeza extraordinaria —dijeseñalando al ventanal—. Te sientesarrastrado hacia ella y... sí, simplementetienes que partir. —En mi menteresonaban aún sus extrañas palabras, «alfinal no te queda más remedio quepartir». En ellas quedaba resumido el

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sentir de su alma y de su corazón—. Meimagino que algo similar le debe ocurrira una mosca o a una mariposa cuando sesiente arrastrada hacia la llamadestructora. ¿O será algo de lo que noson conscientes? —añadí.

Sacudió su imponente cabeza conun gesto muy expresivo.

—Bueno, bueno, pero eso no tienepor qué indicar que la mosca sea débil oque la mariposa sea una insensata —respondió—. Quizá pequen deaventureras, pero ambas obedecen lasleyes que rigen los instintos másprofundos de su ser. Además, estánadvertidas; lo que pasa es que, cuandola mariposa quiere saber demasiado, elfuego la detiene. Tanto la llama como la

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araña se enriquecen al comprender lanaturaleza de sus presas; y la mosca y lamariposa vuelven una y otra vez hastaque su destino se cumple.

A pesar de aquellos comentarios,George Isley estaba tan cuerdo comopodía estarlo el mismísimo maître delhotel, que al advertir el interés quedemostrábamos por el ventanal, seacercó para preguntarnos si habíacorriente y deseábamos que lo cerrara.En cualquier caso, me daba cuenta deque Isley se estaba esforzando porexteriorizar un apasionado estadoanímico para el cual, dada susingularidad, no existe una forma deexpresión adecuada; hay un lenguaje dela mente pero, de momento, no lo hay

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del espíritu. Yo me sentía muy inquieto.Todo aquello era absolutamente ajeno aaquel carácter saludable y enérgico queyo recordaba.

—Querido amigo —le dije con untemblor en la voz—, ¿no estarás dandoal pobre Egipto una mala reputación queen ningún caso se merece? Lo único quesiento es una fuerza y una bellezaformidables; sobrecogedoras si quieres,pero en absoluto ese resentimiento alque tú aludes de forma tan misteriosa.

—Puedes decir lo que quieras,pero yo sé que tú lo entiendes —merespondió con tranquilidad. De nuevoparecía estar a punto de hacer unaconfesión crucial que aliviaría el pesarde su alma. Mi sensación de

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incomodidad creció. No cabía duda deque alguna parte de su ser estabasometida a una gran presión—. Además,de ser necesario, me ayudarías. Enrealidad tu comprensión ya me sirve deayuda. —Lo dijo como si hablaraconsigo mismo y en un tono de voz que,súbitamente, volvía a ser más bajo.

—¡Ayudarte! —exclamé con ungrito ahogado—. ¡Mi comprensión!Claro, si la...

—Un testigo —murmuró sinmirarme—, alguien que comprenda,pero que no me tome por loco.

Había en su voz tal tono de súplicaque no pude menos que sentirmedispuesto y ansioso de hacer todo cuantoestuviera en mi mano para ayudarle.

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Nuestros ojos se encontraron, y traté deque los míos expresaran aquelladisposición; pero apenas recuerdo quefue lo que dije, pues mi mente se hallabaenvuelta en una nube de confusión ytartamudeaba como un colegial. Estabaabsolutamente desconcertado. En mediode tal perplejidad, sólo alcancé a cogerel final de otra frase que entonces medijo: «el alivio de tener alguien en quienconfiar... cuando llegue el momento dela desaparición». Aquellas palabras meprodujeron la sensación de haber sidopronunciadas por una voz salida de unsueño. Pero no cogí la oración completay tampoco me atreví a pedirle que larepitiera.

Haciendo un gran esfuerzo,

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conseguí que de mis labios brotara unarespuesta que expresaba micomprensión, aunque no sé qué fueexactamente lo que dije. En cualquiercaso, debí acertar en las palabras queentonces murmuré, pues al oírlas, seapoyó sobre la mesa y, durante uninstante, posó su enorme mano sobre lamía y la apretó con un gesto muyelocuente. Tenía la mano helada. Unamirada de gratitud se dibujó fugazmenteen aquellas facciones quemadas por elsol. Dejó escapar un suspiro y,seguidamente, nos levantamos ambos dela mesa y nos dirigimos a tomar el café ala sala de fumadores; una sala cuyasventanas daban a unos patios rodeadosde columnas que no tenían vistas al

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desierto. George Isley llevó laconversación hacia temas menospersonales y —gracias a Dios— sin uncarácter tan intensamente emotivo ymisterioso. Ya he olvidado de quéhablamos; aunque era interesante poseíaun cariz completamente distinto. Suantiguo encanto y su energía aún surtíanefecto; volví a experimentar con fuerzael respeto que siempre había sentido porsu carácter y su talento, pero elsentimiento que ahora predominaba enmí era de pena. El cambio que se habíaproducido en su persona resultaba cadavez más patente. Sus palabras ya noimpresionaban tanto, eran menosconvincentes, menos sugestivas. Aunquedaba muestras de su vasta cultura, en su

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conversación se echaba en falta esa notade espiritualidad que hace que las cosasnos toquen de cerca. Por algunamisteriosa razón me parecía menos real.Cuando finalmente subí a la habitaciónpara irme a la cama, lo hice turbado einquieto. «No es cosa de la edad», medije, «y aunque haya hablado dedesaparecer, tampoco es la muerte loque teme. Es algo mental en el sentidomás profundo del término. Tiene que vercon eso que los creyentes llaman elalma. Algo le ocurre a su alma».

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4

La palabra alma no iba a

abandonarme ya hasta el momento deldesenlace final. Egipto se estaballevando su alma hacia el Pasado. Todolo que en él había de valioso partía debuen grado; el resto, algún aspectomenor de su mente y de su carácter, seresistía y trataba de aferrarse alpresente. Por lo tanto, sí que habíalucha. Pero también ella se ibadesdibujando poco a poco.

Cómo pude llegar tan alegremente auna conclusión tan monstruosa es algoque, aún hoy, me sigue pareciendo un

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misterio. Es bien sabido que de unaconversación se suele extraer una ideageneral cuyo contenido excede siempreal de las palabras que efectivamente sepronunciaron o se oyeron. Naturalmente,aquí sólo he recogido una parte de loque nos comunicamos a través dellenguaje, y en cuanto a lo que se sugirió—mediante gestos, expresiones osilencios— quizá poco más que algúnindicio suelto. Lo único que puedoasegurar es que, para mí, ese veredictotan perturbador equivalía a una certeza.Cuando subí al piso de arriba, vinoconmigo; caminaba a mi lado,observándome, escuchándome. Aquelmisterioso Tercero que habíamosevocado en nuestra conversación era

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más grande que cualquiera de nosotrospor separado; podría denominarse elespíritu del antiguo Egipto, ogeneralizando todavía un poco más, elespíritu del Pasado. Lo cierto es queaquel Tercero permanecía a mi lado,susurrándome al oído aquella cosa tanincreíble. Cuando salí al pequeñobalcón de mi habitación para fumar unapipa y disfrutar de la reconfortantepresencia de las estrellas antes de irmea dormir, aquello salió tambiénconmigo. Estaba en todas partes. Se oíaladrar a unos perros, a lo lejos seescuchaba el monótono redoble de untambor que parecía provenir deBedraschien, y desde las barracas y lascalles oscuras llegaba el sonsonete de

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las musicales voces de los nativos.Detrás de todos aquellos sonidos tanfamiliares percibía la presenciainvisible de aquel Tercero. El inmensocielo nocturno, salpicado de estrellas,también me hablaba de su presencia.Estaba en la brisa helada que susurrabaen torno a los muros del hotel y secernía sobre toda la superficie deldesierto insomne. Estaba tanacompañado como si el propio GeorgeIsley en persona se encontrara a milado... y en ese momento, me llamó laatención una figura que se movía a lolejos. Aunque mi ventana se encontrabaen el sexto piso, la estatura y el portemarcial de aquel hombre que se alejabapaseando del hotel eran inconfundibles.

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George Isley se estaba internandolentamente en el desierto.

En realidad, aquella visión no teníanada de particular. No eran más que lasdiez de la noche, y yo mismo, de no serpor las órdenes del médico, bien podríahaber estado haciendo otro tanto. Sinembargo, mientras me apoyaba en elalféizar de la ventana y le observabadesde aquella altura de vértigo, unescalofrío me recorrió el cuerpo, y unasensación que, por más páginas queescribiera, jamás podría llegar aexplicar o describir, me invadió y seapoderó de mí. Las palabras que élhabía pronunciado durante la cena mevinieron a la memoria con singularfuerza. Egipto le rodeaba como una

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inmensa e inmóvil telaraña gris. Suspies habían quedado atrapados en ella yhabía empezado a vibrar. Aquellaurdimbre plateada que iluminaba la lunaiba transmitiendo la noticia de Menfis aTebas, desde la subterránea Sáqqara alValle de los Reyes, a una y otra orilladel Nilo. Un temblor recorría todo eldesierto, y una vez más, como yaocurriera en el comedor, escuché elrumor del movimiento de miles deleguas de arena. Tuve la impresión dehaberle sorprendido en el precisoinstante en que iba a desaparecer.

En aquel momento me di cuenta delpoderoso embrujo que se desprende deesa misteriosa atmósfera de inmovilidadque es Egipto, y sentí que una emanación

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mágica de su poderoso pasado rompíasúbitamente sobre mí como si se tratarade una ola. Quizá experimenté entonceslo mismo que él: la sensación de que elreflujo de aquella ola gigantesca mearrancaba una parte de mi ser y laarrastraba hacia el pasado. Un anheloindescriptible extraía de mi corazónalgún elemento vital que, embargado deuna dulzura ardiente y anhelante, ansiabaalcanzar el éxtasis de una pasiónespiritual que hacía mucho que habíadejado de existir. No hay palabras paraexpresar la intensidad del dolor y lafelicidad que aquello me producía; mipersonalidad —o al menos una parteesencial de ella— parecía marchitarseante aquella fuerza cautivadora.

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Permanecí en aquel lugar, inmóvilcomo una piedra, sin poder dejar demirarle. Firme y erguido, consciente deque cualquier resistencia sería vana,ansiando partir y, a la vez, esforzándosepor quedarse, George Isley, más queandar parecía flotar en el aire avanzandohacia aquel hilo gris pálido que era laruta de Suez y del lejano Mar Rojo.Mientras le contemplaba me invadió unextraño e intenso sentimiento de pesar,de desgarramiento y de compasión queno soy capaz de explicar; era tanmisterioso como lo es el dolor en lossueños. Creo que sentí algo de laespantosa soledad que él experimentaba,una soledad que nada en el mundo podíaatenuar. Despojado del Presente, su

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alma buscaba la quimera de un Pasadoirreal. Ni siquiera la majestuosa calmade la espléndida noche egipciaconseguía disipar aquel sortilegio;reinaban una paz y un silenciomaravillosos y el dulce perfume del airedel desierto era embriagador; peroaquello tan sólo contribuía a hacerlomás intenso.

Aunque me sentía incapaz deexplicar mis propias emociones, laconmoción que me producían era tanreal que se me escapó un suspiro y me dicuenta de que estaba a punto de llorar.No podía dejar de observarle y, sinembargo, sentía que no tenía derecho ahacerlo. Lentamente me fui retirando dela ventana con la sensación de haber

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estado entrometiéndome en su intimidad,pero antes pude ver cómo su silueta sefundía con el oscuro universo de arenaque comenzaba nada más traspasar losmuros del hotel. Llevaba puesto unmanto verde que le caía casi hasta lostalones y cuyo color se fusionaba con lasuperficie plateada de la oscuridadmarina del desierto. Aquel brillo que, enun principio, parecía rodearle,finalmente le ocultó. Desapareció bajouno de los pliegues de esa misteriosavestidura, sin costuras ni cierres, queenvuelve a Egipto a lo largo de miles ymiles de leguas. El desierto se habíaapoderado de él. Egipto le habíaatrapado en su tela de araña. Habíadesaparecido.

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No me sentía capaz de irme adormir en aquel momento. El cambioque él había experimentado hacía queme sintiera menos seguro de mí. Sudesintegración me había sobrecogido.Me daba cuenta de hasta qué punto yomismo estaba nervioso.

Permanecí sentado junto a laventana, fumando; estaba agotadofísicamente pero mi imaginación sehallaba en un desagradable estado desobreexcitación. Los grandes cartelesluminosos del hotel se apagaron; una poruna se fueron cerrando debajo de mítodas las ventanas; en las farolas de lacalle ya no había luz, y Helouan seasemejaba al montón de piezas blancasde un juego de construcción

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desperdigado sobre la moqueta de uncuarto de niños. Su aspecto en medio deaquella vasta inmensidad erainsignificante. El entramado reticular desus luces parpadeaba como si se tratarade un racimo de luciérnagas caído enuna pequeña grieta de aquel formidabledesierto. Parecía levantar la vista hacialas estrellas con cara asustada.

Hacía una noche serena. Sobre elpaisaje flotaba una atmósfera de unabelleza inmensa, tras la cual seadivinaba un matiz siniestro, apenasaliviado por el centellear de lasestrellas. Pero, en realidad, nadadormía. Agrupados a intervalos sobreaquel universo de tonos pardos sealzaban solemnes y vigilantes los

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guardianes eternos: las descomunalesPirámides, la Esfinge, los adustosColosos, los templos vacíos, las tumbasabandonadas desde hace siglos. Portodas partes se sentía la presencia deaquellos centinelas apostados a lo largode la noche. El silencio parecíasusurrar: «Esto es Egipto; es en Egiptodonde estás. Más allá de tu ventanapalpitan ochenta mil años de historia.Bajo tierra reposa, insomne, poderoso,imperecedero; no es algo que se puedatomar a la ligera. ¡Ten cuidado! Otambién a ti te transformará!».

Mi imaginación me ofrecióentonces una pista. Egipto es unarealidad difícil de concebir. Como si setratara de una idea fabulosa y cuasi

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legendaria, la mente no consigue darlecabida. Son tantos los elementosdescomunales que lo componen que nohay forma de asimilarlos; el ánimo sequeda en suspenso, trata de ganar tiempopara recobrar el aliento, los sentidoscomienzan a vacilar y, finalmente, unembotamiento próximo al estupor se vaapoderando del cerebro. Con un suspirose abandona el combate y la mentecapitula ante Egipto aceptando todas suscondiciones. Sólo los excavadores y losarqueólogos, al ceñirse estrictamente alos hechos, consiguen resistirse. Ahoracomprendía mejor el significado que miamigo daba a los términos «resistencia»y «protección». Mi razón vacilaba, perola intuición no paraba de darle vueltas a

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esta pista tratando de descubrir cuálespudieran ser las influencias que estabanen juego en aquel proceso. George Isleytenía una idea mucho más clara que lamayor parte de la gente de lo que eraEgipto, pero se trataba del Egipto quefue.

Recordé entonces la primeraimpresión que me causó aquella tierra ycómo, más adelante, había sido incapazde sobrellevar su recuerdo. Al evocarlo,acudía a mi mente una mezcolanzaimpresionante, una gigantesca mancha decolor que, simplemente, anonadaba.Sólo los aspectos de menor importanciaencontraban acomodo en el corazón. Lavisión que tenía era caótica: arenasinundadas de una luz deslumbrante,

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vastas naves de granito, imponentesefigies que miraban al sol sin parpadear,un río brillante y un desierto envuelto ensombras, el uno como el otro taninfinitos como el cielo; pirámidesdescomunales y gigantescos monolitos,ejércitos de cabezas, de zarpas y derostros de una escala prodigiosa. Sicada uno de aquellos elementos tomadospor separado aturdía, el efecto deconjunto era demasiado vasto einabarcable para que la mente pudieradarle cabida. Su refulgente esplendorpasaba tan cerca de los ojos —y tanlejos a la vez— que no era posibledistinguirlo con claridad; no habíamanera de comprenderlo.

Al cabo de unas semanas todo

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aquello comenzó lentamente a cobrarvida. Me atacó por sorpresa y quedéatrapado entre sus formidables garras;pero ni siquiera entonces fui capaz dehablar de ello, de describirlo, depintarlo. Cuando menos se esperabalanzaba su ataque: de repente, en lasneblinosas calles de Londres, en el Clubo en el teatro, un sonido evocaba elgriterío de los árabes en las calles o unabocanada de aire perfumado traía a lamemoria las ardientes arenas que seextienden al dejar atrás los palmerales.Entonces, el inmenso embrujo de Egipto,que hasta ese momento habíapermanecido enterrado en uno de esosrecodos del corazón a los que no tienenacceso las realidades cotidianas, surgía

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y lo transformaba todo. Tras él seadivinaba la presencia oculta de algoinexplicable, inquietante ysobrecogedor; el atisbo de una eternidadgélida, el hálito de algo terrorífico einmutable, una realidad sublime,fascinante y ultraterrena, perdida entrelas sombras del tiempo y del espacio. Lamelancolía del Nilo y la grandiosidadde un centenar de templos en ruinasderramaban sobre el corazón un torrentede inefable belleza. El aire del desiertose levantaba y, con él, pálidas sombrasluminosas y una desolación desnuda que,sin embargo, rebosaba de enérgicavitalidad. Por la mente pasaba rauda lavívida y colorista imagen de un árabe alomos de un burro, hasta que, finalmente,

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se empequeñecía y se perdía en ladistancia. Las siluetas de una hilera decamellos se recortaban contra el cielopúrpura. Grandes vientos, espaciosresplandecientes, majestuosas noches,días inmensos de un áureo esplendorsurgían del suelo del patio de butacasdel teatro; y, entonces, Londres, lasombría Inglaterra y la totalidad de lavida moderna quedaban reducidos aalgo insignificante e irrisorio queproducía un dolorido anhelo por elesplendor de aquellos millones de almasdesaparecidas. Durante un instante,Egipto te traspasaba el corazón, yluego... se desvanecía.

Así pues, yo mismo recordabahaber tenido una experiencia fantástica

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de ese tipo. Desde luego, pareceindudable que para cierta clase depersonas Egipto puede hacer que elPresente pierda en gran medida elinterés que antes despertaba en ellos. Enmi caso, aquel recuerdo terminó porconvertirse en una parte integrante de mipersonalidad; algo en mí ansiaba aquellaextraña y terrible belleza. Quien habebido del Nilo regresará para volver abeber de sus aguas ... Y, si en mi casoesto era posible, ¿qué no sería en el deuna personalidad como la de GeorgeIsley? Comenzaba a vislumbrar elsignificado de lo que estaba ocurriendo.El antiguo Egipto, ese Egipto quepermanecía enterrado y oculto, habíalanzado sus redes sobre su alma. Su

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vida, cada vez más desdibujada en elPresente, estaba siendo transferida a unPasado glorioso y reconstruido donde suexistencia se iba perfilando con másnitidez. Hay países que dan y otros quequitan... y George Isley era una piezadigna de ser cobrada.

Turbado por tan singularesreflexiones, cerré la ventana y me alejéde ella. Sin embargo, aquello no bastópara dejar fuera la presencia de aquelTercero. La cortante brisa nocturna entróconmigo. Corrí la mosquitera en torno ala cama, pero no apagué la luz; y una veztumbado, intenté poner por escrito misextrañas impresiones en un trozo depapel, aunque no tardé en descubrir conqué facilidad su sentido se perdía al

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tratar de reflejarlo con palabras. Estaspercepciones visionarias y espiritualesson demasiado sutiles para podercaptarlas por medio del lenguaje. Alvolver a leerlo tras un intervalo devarios años cuesta trabajo recordar lomucho que significaba para mí y laasombrosa emoción que latía trasaquellas líneas desvaídas escritas alápiz. Su retórica resulta vulgar y sucontenido muy exagerado; pero, en sumomento, cada una de sus sílabasencerraba una verdad. Egipto, que desdela noche de los tiempos ha sufrido elviolento expolio de manos de todo elmundo, se toma ahora su venganzaeligiendo una presa. La hora de Egiptoha llegado. Tras su máscara moderna

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permanece a la espera, rebosante deactividad y confiado en su poder oculto.Esta tierra, que ha sido la prostituta detantos imperios fenecidos, descansaahora en paz bajo las mismas estrellasde la antigüedad; con su belleza intacta,engalanada con el oro batido a lo largode los siglos, con sus pechos aldescubierto y sus magníficasextremidades tendidas al sol. Alzandosus hombros de alabastro por encima delos montículos de arena, inspecciona alas pequeñas figuras del presente... yelige.

Aunque aquella noche no tuveningún sueño, mi mente tampocodescansó del todo. Durante las largashoras de oscuridad una imagen me venía

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una y otra vez a la cabeza: la imagen deGeorge Isley perdiéndose en el desiertobajo la luz de la luna. Con un ágilmovimiento, la noche dejaba caer sucapucha sobre su figura y él se fundíamisteriosamente con esa entidadinmutable que envuelve al pasado con sumanto. Una inmensa mano envuelta ensombras, suave como si estuvieraenfundada en un guante pero labrada engranito, salía de debajo y se estiraba alo largo de cientos de leguas de desiertopara atraparle. Entonces, él desaparecía.

¡Se habla mucho de la inmovilidaddel desierto y de su falta deexpresividad! Pues bien, aquella nocheyo lo vi moverse, y correr. Marchaba atoda prisa en pos de él. ¿Se entiende lo

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que quiero decir? ¡No, claro! Pero ésaes la extraña impresión que producecuando comienza a agitarse; y elmomento más terrible llega cuando...consciente de la propia impotencia...uno termina por rendirse y lo único quese desea es ser devorado. Se le dejaacercarse sin hacer nada. George Isleyhabía hablado de una tela de araña.Desde luego, se trata de algún poderprimordial que se oculta tras el encantosuperficial de eso que las gentes llamanel embrujo de Egipto. No es algo que seaprecie a simple vista. Se encuentrajunto al Antiguo Egipto: bajo tierra. Trasla quietud de esos días ardientes en queno sopla el viento, tras la paz de lasnoches sosegadas e inmensas,

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permanece al acecho, monstruoso eirresistible, sin que nadie lo advierta.Mi mente era tan incapaz de asimilaraquella idea como el hecho de quenuestro sistema solar, con toda sucohorte de satélites y planetas, recorraanualmente varios millones de millas atoda velocidad en dirección a unaestrella en la constelación de Hércules,sin que, aparentemente, dichaconstelación parezca hallarse máspróxima de lo que estaba hace seis milaños. Sin embargo, aquello me dio unapista. A George Isley, con toda sucohorte de pensamientos, de vivencias yde sentimientos, también le estabanarrastrando. Y yo, un satélite menor,sentía igualmente esa terrible fuerza de

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arrastre. Era algo impresionante... y enla cresta de aquella inmensa ola mequedé dormido.

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5

Sin que nos diéramos cuenta fueron

pasando los días, y también, creo, lassemanas. Escondidos en aquel hotelcosmopolita pasábamos desapercibidos,apartados del resto del mundo. Eltiempo parecía seguir su curso al ritmoque más le placía: rápido unas veces,lento otras, llegando incluso a detenerseen algunas ocasiones. Aquellos díasradiantes, situados entre el esplendordel amanecer y del crepúsculo, eran tansimilares que producían la impresión deno ser más que un único e interminabledía. El mecanismo mental encargado de

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realizar mediciones se habíadesajustado. El tiempo marchaba haciaatrás; las fechas se olvidaban; el mes, laépoca del año, incluso el siglo, sehundían en un transcurso indiferenciado.

El Presente discurría de una formaverdaderamente extraña; los periódicosy la política carecían de importancia, lasnoticias no tenían ningún interés. La vidainglesa resultaba tan remota que parecíairreal y los acontecimientos europeos sedesdibujaban. El flujo de nuestras vidascorría en una dirección completamentedistinta: marchaba hacia atrás. Losnombres y los rostros conocidosaparecían envueltos en brumas. Lasgentes llegaban como caídas del cielo;de repente estaban ahí. Al encontrarlos

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en el comedor se tenía la sensación deque habían llegado de un mundo exteriorque, en alguna parte, debía seguirexistiendo. Cierto que un vapor hacía latravesía cuatro veces por semana, y queel viaje sólo duraba cinco días, pero esoera algo que, aunque se sabía, no setenía en cuenta. El hecho de que aquífuera siempre verano, mientras enaquellos otros lugares reinaba elinvierno, contribuía a hacer que ladistancia pareciera inconcebible.Mirábamos al desierto y hacíamosplanes: «haremos esto y aquello;tenemos que ir a ese sitio; visitaremostal y cual lugar...», y, sin embargo, nuncasucedía nada. Todas las cosaspertenecían al ayer o al mañana; como

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Alicia, habíamos descubierto que el hoy,en realidad, no existe. Nos bastaba conpensar en algo para que ocurriera. Coneso era suficiente. Si lo pensábamos,había ocurrido. Vivíamos inmersos en larealidad de los sueños. Egipto era unmundo de fantasía en el que el corazónvivía hacia atrás.

Así pues, durante aquellas semanasestuve contemplando cómo se ibaapagando una vida, y aunque manteníauna actitud vigilante y llena decomprensión hacia él, me sentía incapazde intervenir y de prestar ayuda. Através de pequeños detalles advertía enGeorge Isley el progreso de aquelcombate desigual, pero mi capacidad desocorrerle se veía anulada por el hecho

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de que también yo me encontraba en unasituación similar a la suya. Lo que élexperimentaba de forma definitiva ycompleta, yo lo experimentaba en menormedida y solamente en algunasocasiones. También yo parecía haberquedado atrapado en los bordes deaquella telaraña invisible. Me sentía tanimplicado en aquella situación que nome costaba comprender lo que le estabaocurriendo... y asistir a su declive eraalgo verdaderamente espantoso. En elproceso su carácter desaparecía; vicómo todas sus aptitudes se ibanextinguiendo, cómo menguaba supersonalidad, cómo su propia alma sedisolvía ante aquella influenciainsidiosa e invasora. Apenas si ofrecía

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resistencia. Me hacía pensar en esosinsectos abominables que paralizan elsistema motriz de sus víctimas paradespués poder devorarlas a placercuando aún están vivas. Aquellaincreíble aventura era rigurosamentecierta, pero, dado su carácter espiritual,no es posible narrarla como si se tratarade un relato detectivesco. La versiónque doy de ella no es sino unainterpretación personal; tan sólo una delas muchas versiones posibles. Todoaquel que conozca el verdadero Egipto,ese Egipto que nada tiene que ver con laconstrucción de presas, con elnacionalismo o con el bienestar materialde los falaheen, lo entenderá. Esa tierraaún tiene que sufrir el despojo de sus

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muertos, y en venganza, eligetranquilamente sus presas entre losvivos.

Las circunstancias en que sedelataba podían ser de lo más banales;lo que las hacía interesantes era laposibilidad que ofrecían de entrever elproceso que se desarrollaba bajo sutranquilo aspecto externo. Recuerdo queen cierta ocasión, tras comer juntos enMena, fuimos a visitar unasexcavaciones que se estaban haciendono muy lejos de las pirámides de Gizeh,y de regreso, pasamos junto a la Esfinge.Era la hora del crepúsculo; el grueso delejército de turistas ya se había retirado,aunque algunas docenas de visitantespululaban todavía por el lugar entre el

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griterío de los muchachos quealquilaban borricos y de los pedigüeños.De pronto, vimos emerger su cabeza ysus hombros descomunales flotandosobre aquel mar de arena. Bajo aquellaluz mortecina, su figura oscura ymonstruosa se destacaba tan imponentecomo de costumbre, como un ser cuyolinaje no fuera humano. Ningún grado defamiliaridad con esa imagen puededevaluar su grandeza, el impresionantemarco en donde se ubica o la expresiónvacía de un semblante de unasdimensiones tan vastas que no permitenidentificarlo como un rostro. Aunque sevisite un millar de veces su poderíopermanece inalterable. Se ha agregado ala tierra desde un mundo desconocido.

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Tanto George Isley como yo nos hicimosa un lado al avistar aquella presenciaajena e inquietante. No llegamos adetenernos, pero aminoramos la marcha.Hacerlo era algo obvio,inevitable.Entonces, con una brusquedadque hizo que me sobresaltara, me señalóalgo con la mano. Apuntaba a losturistas que se encontraban por allí.

—Ves —dijo en voz baja—, de díay de noche, encontrarás siempre a unamultitud rindiendo pleitesía a esa cosa.Pero fíjate en su comportamiento. Queyo sepa las gentes no hacen eso frente aninguna otra ruina en el mundo.

Se refería a cómo las personasprocuraban apartarse de los demás paracontemplar aquel rostro formidable a

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solas. Desperdigados por aquellaprofunda concavidad de arena se veíanhombres y mujeres —de pie, tumbados,en cuclillas— que se mantenían alejadosdel grueso del grupo donde losdragomanes, con su proverbial labia,recitaban sus peroratas.

—Es el deseo de estar solo —prosiguió como si hablara consigomismo, tras habernos detenido unmomento— la necesaria intimidad queexige la adoración.

Aquella escena era muysignificativa, pues ponía de manifiestocomo, a pesar de toda la propaganda quese le había hecho, no disminuía en nadael efecto que causaba aquel semblanteinescrutable cuyos ojos de piedra

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contemplaban en silencio los humanos.Ni tan siquiera aquel soldado de casacaroja, de pie sobre una de sus gigantescasorejas, conseguía introducir una notabanal en aquel cuadro. Pero las palabrasde mi compañero sí que añadían algomás al espectáculo, algo menos excelsoy que dejaba caer una gota de horror enaquel cuenco de arena. Por un instanteno era difícil imaginar que esos turistasrendían culto... en contra de su voluntad.No costaba imaginarse que el monstruose percataba de su presencia, quelentamente hacía girar su espantosacabeza, mientras la arena comenzaba adeslizarse visiblemente entre una de suspatas que empezaba a moverse. En unapalabra, que podía apoderarse de

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ellos... y transformarlos.—Ven, se hace tarde, y quedarse a

solas con esa cosa es algo que en estemomento me resulta insoportable —mesusurró con voz apagada,interrumpiendo mis fantasías como si lashubiera adivinado—. En fin, ya tehabrás dado cuenta, de lo poco queimportan los turistas, ¿no? —añadiómientras me tiraba del brazo para quenos alejáramos rápidamente de allí—.En vez de hacer que disminuya su efecto,no hacen sino aumentarlo. Los utiliza.

Una vez más un ligero escalofrío,causado posiblemente por elnerviosismo que aprecié en él altocarme o por la seriedad con que habíapronunciado aquellas extrañas palabras,

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me recorrió todo el cuerpo. Una parte demí se quedó rezagada en esa oquedad dearena, postrada ante aquella inmensidadque simbolizaba el pasado. Un anhelomisterioso e insensato se apoderó de mípor un instante, un intenso deseo decomprender exactamente por qué sesentía en aquel lugar la presencia delterror, cuál era el verdadero sentido quetuvo aquella figura para quienes lacolocaron allí, esperando al sol; cuálera el papel específico quedesempeñaba —a qué almasconmocionaba y por qué lo hacía— enese sistema de majestuosas creencias yde fe del cual seguía siendo el emblemamás indestructible. El pasado seagrupaba solemne en torno a aquella

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amenazadora efigie. Percibía con todaclaridad esa especie de fuerza desucción espiritual que arrastraba haciaatrás y a la que mi compañero, a pesarde la oposición de su yo más moderno ycomún, se sometía con gusto. Conseguíaque el pasado pareciera algoextremadamente deseable y desligabatodas las ataduras que nos unen alpresente. Encarnaba tres de losprincipales ingredientes del profundoembrujo de Egipto: el tamaño, elmisterio y la inmovilidad.

Por fortuna, a George Isley ledejaban indiferente los aspectos másburdos de aquel hechizo. Loconvencionalmente misterioso no leinteresaba; ni relataba historias de

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momias ni tan siquiera hizo nuncaalusión a esa cualidad sobrenatural queacude siempre a la mente de la mayoríacuando piensa en Egipto. Lo suyo no eraningún juego. Aquella influencia eraalgo serio y vital. Aunque yo sabía quetenía ideas muy firmes sobre laimpiedad de perturbar el reposo de losmuertos, estando yo presente nuncaatribuyó ningún carácter supuestamentevengativo a las energías de un pasadoultrajado. Las clásicas historias de estetipo —adecuadas tan sólo para lasmentes supersticiosas y para los niños—las ignoraba completamente; lasdeidades que querían apoderarse de sualma tenían un rango muchísimo máselevado. Él vivía ya —si es que se

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puede expresar así — en un mundo quesu corazón había reconstruido orecordado; la dirección hacia la que leconducían era radicalmente distinta. Conesa visión moderna y sensacionalista dela vida, su espíritu ya no tenía tratoalguno: vivía hacia atrás. Observabacómo su figura se iba alejando hacia laespaciosa y dorada atmósfera del tiemporecuperado con tristeza, pero nunca consentimentalismo. El alma inmensa delEgipto subterráneo le arrastraba haciaabajo. Su empequeñecimiento físico era,por supuesto, una interpretación mentalque yo había hecho, pero otrainterpretación todavía más extraña, decarácter espiritual, maravillosa yhorrible a un tiempo, corría en paralelo

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a aquella. Mientras su aparienciaexterna y todo lo que le vinculaba con elmundo moderno y el Presente parecíadisminuir, por dentro crecía y se volvíagigantesco. El tamaño de Egipto habíapenetrado en él. Unas dimensionesdescomunales comenzaban a acompañarcualquier representación que mi visióninterior se hacía de su personalidad. Seestaba agigantando. Ya se habíanapoderado de él dos rasgoscaracterísticos de aquella tierra: lamagnitud y la inmovilidad.

Finalmente, ese temor reverencialque el mundo moderno ignora condesprecio, se despertó en mi corazón. Lamera presencia de mi compañerobastaba a veces para asustarme, pues

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uno de los aspectos del embrujo deEgipto radica precisamente en su tamañoy sus dimensiones. Nuestro corazóndesdeña este presente que es sólovelocidad, pero las grandes magnitudessiguen inquietándole, y en Egipto seencuentran tamaños que fácilmentepueden llegar a producir espanto.

Cada detalle de esa tierra pareceempeñado en meternos esa idea en lacabeza, hasta que, por fin, el presentetiene que dejarle su sitio. Los cómputosen millas no bastan para hacercomprensible la inmensidad deldesierto, y las fuentes del Nilo seencuentran a tal distancia que, más queen el mapa, se diría que sólo existen ennuestra imaginación. El esfuerzo

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necesario para aprehender su realidadse paraliza; daría lo mismo queestuvieran en la Luna o en Saturno. Aúnse desconoce la magnificencia desnudadel desierto, y en cuanto a las pirámides,los templos, los pilares y los Colosos,sus proporciones se quedan a las puertasde nuestra mente, pero nunca llegan asuperar ese umbral. Egipto permanecefuera, revestido de las prodigiosasmedidas del pasado. Sus antiguascreencias no sólo participan de eseefecto titánico sino que lo elevan a unadimensión superior. Sus dimensionesagobian y producen una desagradablesensación de inmensidad; por eso lamayoría de las personas regresa conalivio a aquellos detalles que pueden

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medirse haciendo uso de una escala másmanejable. Los trenes expresos, losaviones o los transatlánticos no exigenuna expansión tan dolorosa de nuestrasfacultades como los pilares de Karnak,las pirámides o el interior delSerapeum.

Por otra parte, justo detrás de esamagnitud, acecha lo monstruoso. No esalgo que se manifieste solamente en lasarenas y las piedras, en los extrañosefectos de luz y de sombra o en lasrelumbrantes puestas de sol y losmágicos crepúsculos, sino también entoda su variada vida animal. Se adivinaen esos búfalos de voluminosas cabezas,en los buitres, en las miríadas demilanos o en el grotesco aspecto de esos

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camellos que nunca paran de rumiar. Nohay un sólo lugar de ese paisaje colosaly áspero donde no se perciba esasensación. La lírica no tiene cabida enesa tierra de arrebatados espejismos.Una inmensidad deforme observa eldiario ajetreo de los minúsculos sereshumanos. Los días se suceden en unamarea de un dorado esplendor, y noqueda más remedio que dejarse llevarpor esa corriente irresistible quearrastra hacia atrás, hacia lasprofundidades. Vestidos con suscoloridos ropajes, los indígenascaminan en silencio a este lado de lacortina; al otro lado habita el alma delantiguo Egipto —la Realidad, como lallamaba George Isley— observándolo

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todo con sus ojos insomnes de un grisinfinito. A veces la cortina tiembla y selevanta una esquina; surge una manoinvisible; el alma recibe su toque... yalguien desaparece.

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6

El proceso de desintegración debía

estar ya bastante avanzado cuandoaparecí yo, pues los cambios seproducían con gran rapidez.

Aquel era su tercer año en Egipto,y dos de ellos los había pasado de formaininterrumpida en las proximidades deTebas, en compañía de un egiptólogollamado Moleson. No tardé en descubrirque, para Isley, esa región constituía elgran polo de atracción o, como él mismodecía, el corazón de la telaraña.Naturalmente no eran Luxor ni las vistasde la reconstruida Karnak lo que le

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interesaba, sino esa extensión de terrenocubierto de sombrías e imponentesmontañas donde la realeza terrenal yespiritual había buscado la paz eternapara sus restos mortales. Rodeados deaquella soberbia desolación, los grandessacerdotes y los poderosos reyes sehabían creído a salvo de los sacrílegos.En aquellas cavernas subterráneashabían acudido fielmente a su cita conlos siglos, protegidos por el silencio desu impresionante oscuridad. Allíesperaban dormidos, en íntima comunióncon el transcurrir de las edades, a queRa, su alegre divinidad, los convocarapara dar satisfacción a su antiguo sueño.Y allí, en el Valle de las Tumbas de losReyes, su sueño se hizo añicos, sus

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maravillosas profecías fueron objeto deburla y su gloria se vio ensombrecidapor la impía profanación de loscuriosos.

Que George Isley y su compañero,a diferencia de sus pragmáticos colegas,no se habían limitado a emplear eltiempo en excavar y descifrarjeroglíficos, sino que se habíanenfrascado en una serie de extrañosexperimentos de recuperación yreconstrucción del pasado, era un temadel que se hablaba abiertamente en elseno de la comunidad arqueológica. Losincreíbles acontecimientos que allíhabían tenido lugar habían sido lacomidilla de, por lo menos, las dosúltimas temporadas de excavaciones. De

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todo aquello me enteraría más adelante,y las historias que entonces me contaroneran absolutamente asombrosas:hablaban de cómo aquel desolado vallerocoso se repoblaba las noches de lunallena, del humo de unas misteriosashogueras que se elevaba hasta coronarlas cumbres achatadas de los montes, decómo se había visto salir de unasaperturas situadas en las colinas unasprocesiones pertenecientes a algún cultoolvidado y se había escuchado el eco deunos cánticos sonoros e increíblementedulces que brotaban de aquellosdesoladores y repulsivos precipicios. Alparecer el contenido de aquellashistorias se había exagerado hastaextremos inusitados; primero las

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difundieron algunos beduinos nómadas;luego los guías y los intérpretes lasrepitieron añadiéndoles nuevos toquesde misterio y, finalmente, a través de lossirvientes indígenas de los hoteles,llegaron a oídos de los turistasaderezadas con todo tipo de anécdotaspintorescas. Según parece, tambiénllegaron a oídos de las autoridades. Encualquier caso, el único dato fiable queobtuve en aquel momento fue que todoaquello cesó bruscamente. George Isleyy Moleson se separaron; y, por lo queoí, era Moleson quien había iniciadoaquel asunto. Entonces aún no le conocíapersonalmente; su fascinante libro, Unareconstrucción moderna del culto al solen el antiguo Egipto, era mi único

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contacto con aquella mente tan pococomún. En él defendía la idea de que elsol sería la deidad de una religióncientífica que remplazaría en el futuro alos diversos dioses antropomorfos deunos credos pueriles y planteaba laposibilidad de que los signos delzodiaco fueran una especie deInteligencias Celestes. La feresplandecía en cada una de sus páginas.Tenía la teoría de que el calor, cuyafuente de procedencia exclusiva era elsol, constituía la base de la vida humanay, por lo tanto, los hombres formabanparte del sol del mismo modo que, paralos cristianos, cada hombre forma partede su deidad personal. El destino finalera la absorción. La descripción que

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hacía de «los ceremoniales del culto alsol» conseguía transmitir una sensaciónde realidad y una bellezaimpresionantes. Aunque este libro tansingular era lo único que sabía de suautor hasta que vino a visitarnos aHelouan, no me costó mucho darmecuenta de que, de algún modo, lainfluencia de aquel hombre estaba en elorigen del cambio que habíaexperimentado mi compañero.

Así pues, era en Tebas donde sehallaba el punto neurálgico de la fuerzaque tiraba de mi amigo, alejándolo delas realidades de la vida moderna. Erafácil suponer que debió ser allí dondeaquellos hombres se tropezaron con unaserie de «obstáculos» que habían

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impedido que siguieran investigando conmás detalle. En aquel valle opresivo yembrujado, situado en las proximidadesde la Ciudad de las Cien Puertas, dondelo blasfemo y lo reverencial se enfrentancara a cara, donde la curiosidadmoderna se halla más afanosamenteorganizada, y donde hasta los propiosturistas son conscientes de unahostilidad latente que acosa lasindagaciones de las mentes menosimaginativas, era donde Egipto habíalevantado el cuartel general de suirreconciliable antagonismo. Y era allí,entre las ruinas más espléndidas de supasado, donde habían transcurrido losaños que George Isley había dedicado asu mágica reconstrucción y donde se

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había topado con aquella fuerza queahora dominaba por completo su vida.

Aunque en las charlas quemantuvimos nunca se le escapó unreconocimiento explícito de aquelcombate interior, recuerdo, ya entonces,algunos fragmentos de conversacionesque ponían de manifiesto su renunciavoluntaria al presente. En cierta ocasiónhablábamos del miedo; aunque, comosiempre hacíamos, con esa especie devaguedad que acabo de mencionar. Yoinsistía en que la mente, una vez que hasido prevenida contra algo, puedemantener el control sobre sí misma yevitar que ocurra.

—Pero eso no quiere decir que loque iba a ocurrir fuera irreal —objetó.

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—La mente puede negarlo —dije—. Entonces se vuelve irreal.

Hizo un gesto negativo con lacabeza.

—No se puede negar algo que esirreal. La negación es un mecanismo deautodefensa infantil contra algo quecreemos que va a ocurrir. —Por unmomento me miró fijamente a los ojos—. Se niega lo que se teme —dijo—.Pero el miedo también atrae. Sabes que,tarde o temprano, te atrapará —al deciraquello sonrió con inquietud.

Dado que los dos conocíamos elsecreto que se ocultaba tras aquellaconversación, hablar de esa maneraresultaba un tanto indecoroso einadecuado, pues de hecho lo que

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discutíamos eran los aspectospsicológicos de su propia desaparición.No obstante, a pesar del disgusto que meproducía, lo cierto es que había en aqueltema algo que me fascinaba y que lohacía extremadamente atractivo...

—Una vez que se lleva dentro elmiedo —añadió luego—, la confianzaen uno mismo comienza a socavarse, laestructura de la vida se ve amenazada yfinalmente,... se parte con alegría. La fees el cimiento de todas las cosas. Unhombre es aquello que cree sobre símismo; y en Egipto se pueden llegar acreer cosas que, en otro lugar delmundo, a nadie se le pasarían por lacabeza. Ataca las propias esencias de lapersona.

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Dejó escapar un suspiro, en el que,no obstante, se adivinaba una extrañaexpresión de placer; una sonrisa deresignación y de alivio pasó fugazmentepor sus duras facciones. El gran placerdel abandono ya se había apoderado deél.

—Pero incluso las creencias debenestar basadas en algún tipo deexperiencia —objeté—. Me producíaespanto hablar de su enfermedadespiritual enmascarándola tras aquellasalusiones indirectas. Mi única excusa esque era evidente que él se prestabagustosamente a ello.

De forma inmediata expresó suasentimiento.

—Algún tipo de experiencia

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siempre hay —dijo en tono misterioso—. Habla con la gente que vive aquí,pregunta a cualquiera que piense unpoco o que tenga una imaginaciónmínimamente despierta. Sea cual sea lafrase con que la formulen, siempreobtendrás la misma respuesta. Inclusolos turistas y los simples funcionarios losienten. Y no es cosa del clima, no escosa del estado nervioso, no es ningunatendencia concreta que puedan nombraro identificar. Tampoco se trata de que lamente se halle imbuida de la magia delOriente. Es algo que empieza porarrancarte de tu vida habitual y que, másadelante, te arranca la propia vida a laque estás acostumbrado. Al finalrenuncias voluntariamente a un Presente

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que no te aporta nada. Además, una vezque la puerta se ha abierto... ya no valenmedias tintas.

Era tan innegable la verdad queencerraban aquellas palabras que no seme ocurrió ninguna réplica que fuera lobastante consistente como para forzarlea rectificarlas. De hecho, todos losintentos que hice en ese sentidoresultaron inútiles. Tenía la intención departir; mis palabras no le iban a detener.Quería un testigo —la soledad de lamarcha le horrorizaba— pero notoleraba ninguna interferencia. Locontradictorio de aquella situación hacíaque tanto nuestro corazón como nuestramente se hallaran en un estado deperplejidad. El ambiente que se respira

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en esa tierra mayestática, taninsignificante hoy en día y tan grandiosaen el pasado, contribuía sin duda a quese produjera la apertura de unoshorizontes espirituales que revelabanunas posibilidades asombrosas.

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7

Fue durante unos días sin viento de

un espléndido mes de diciembre cuandoMoleson, el egiptólogo, nos localizó ehizo una visita relámpago a Helouan.Aunque sus obligaciones le llevaban deun extremo a otro del país, al parecerpodía disponer libremente de su tiempo.Su estancia entre nosotros se prolongó.Su llegada introdujo un elemento nuevoque no sabría muy bien cómo evaluar,aunque en términos generales el efectoque produjo en mi compañero fue el dehacer más patente su alteración.Subrayaba el cambio que se había

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producido en él y lo hacía más palpable.Me pareció advertir también que supresencia no era bien recibida. «Jamáshubiera esperado encontrarte aquí»,había dicho Moleson, soltando unarisotada, cuando se encontraron; sin quequedara muy claro si se refería aHelouan o al hotel. Mi impresiónpersonal fue que se refería a ambos, yrecordé entonces mi fantasía sobre loapropiado que era aquel hotel paraesconderse. George Isley no habíapodido contener un ligero sobresaltocuando le trajeron la tarjeta de visita ala hora del té. Tuve la impresión de quehabía intentado escaparse de su antiguocolega. Pero Moleson le habíaencontrado.

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—He oído decir que estabas con unamigo y que te estabas planteando laposibilidad de emprender nuevos expe...trabajos —Moleson sustituyórápidamente la palabra «experimentos»por aquella otra.

—Como tú mismo puedes ver, loprimero es cierto, pero no lo segundo —replicó con sequedad mi compañero. Ensu tono se apreciaba cierto matiz deantipatía que bien hubiera podidointerpretarse como hostilidad. Me dicuenta no sólo de que los dos seconocían desde hacía mucho, sino que,además, se conocían muy bien. En suspalabras, en sus gestos y en sus miradasse percibía un trasfondo cuyosignificado no alcanzaba a captar

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¡Tramaban algo; o al menos, habíanestado tramando algo; algo de lo queIsley se habría desentendido con gustode haber sido posible!

Moleson era una personaambiciosa y llena de energía, que vivíapara su profesión, mostrándoseigualmente receptivo a la vertientepoética y al lado práctico de laarqueología, y la primera impresión queme causó fue plenamente satisfactoria.Un don natural para aquella disciplina lehabía granjeado el éxito y una ciertafama a una edad bastante temprana. Susconocimientos eran enciclopédicos ymuy precisos; y su mente estabaempapada de la sabiduría de aquellacivilización extinta. Tras una apariencia

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externa ligeramente descuidada seadivinaba una naturaleza apasionada ycompleja. No podía dejar de observarcon interés a aquel hombre para quien elviejo culto solar de unos tiemposprecientíficos conservaba una bellezatan verdadera como real. Muchosaspectos de su libro, que en su momentome sorprendieron, se volvíaninteligibles ahora que conocía a suautor. No sabría dar detalles de cómosucedía aquello, pero el caso es quehabía algo en su persona que lo hacíaposible. Aunque se trataba de un hombremoderno hasta la médula, y estaba altanto de todas las tendencias de últimahora, parecía ocultar dentro de sí otro yoque adoptaba una actitud de desapego y

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digna indiferencia hacia los interesesque centraban la atención de su espíritu«cultivado». Por así decirlo, sabía leerlos secretos vitales que se hallaban traslas etiquetas de los museos. Si ha habidoalguna vez un hombre que parecierarecién salido de los tiempos faraónicosése era él. Al poco de conocernos, me dicuenta de que éste era aquel hombre quetenía una capacidad de «resistirse y deprotegerse» extraordinarias, y que,dentro de los de su profesión, era«excepcional». Su disposición de ánimosolía ser ligera y alegre, tenía un gransentido del humor, y su modo deenfrentarse a las cosas parecía indicarque consideraba que la actitud más sanaante la vida era tomárselo todo a risa.

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Sin embargo, hay risas que ocultan...otras cosas. Moleson, según pudecolegir por las distintas pistas queextraje de su conversación, sus actitudesy sus silencios, era un ser profundo ysingular. Fueran cuales fueran susexperiencias en Egipto habíasobrevivido a ellas de forma admirable.Existían por lo menos dos Moleson.Aunque su personalidad, más que doble,a veces me parecía múltiple.

Era alto, delgado y enjuto, tenía lapiel reseca y unas facciones tanmarchitas como las de una momia; comoél mismo decía, mientras soltaba unacarcajada, la Naturaleza le habíaelegido físicamente para aquellaprofesión. Lo cierto es que era fácil

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imaginarle arrastrándose a lo largo delos estrechos túneles que conducen a lastumbas de arena o retorciéndose porsombríos pasadizos en medio de uncalor sofocante sin sentir la más mínimaincomodidad. En su mente había algosinuoso, casi fluido, que se manifestabatambién en su cuerpo. A nadie le habríacausado sorpresa descubrir que eracapaz de desplazarse en todasdirecciones; hacia delante o haciaatrás... o incluso en dos direcciones a untiempo.

Aquella primera impresión se fueahondando antes de que hubieran pasadomuchos días. Percibía en él una especiede irresponsabilidad, algo había en sucarácter que no era sincero, casi

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producía la sensación de no tenercorazón. Ciertamente su moral no era lahabitual en estos tiempos, y había algoescurridizo en su forma de pensar. Creoque el mundo moderno, por el cual nosentía apego alguno, le confundía y leirritaba. La mera presencia de aquelhombre bastaba para introducir una notade inseguridad en el ambiente. El interésque sentía por George Isley no diferíamucho del que se puede sentir por un«espécimen» psicológico. Recordé queen su libro describía el proceso deselección de los individuos que habíande cumplir determinadas funciones enaquel maravilloso culto, y entonces,como un relámpago, se me pasó por lamente la idea de que... en fin, de que

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quizá Isley era la persona idónea paradesempeñar alguna función específica ensus actividades de recreación. Aquelhombre era extremadamente observador,lo miraba todo de los pies a la cabeza,pero no lo hacía sólo con la vista;parecía conocer las motivaciones y lasemociones mucho antes de que éstas semanifestaran por medio de acciones ygestos. Tenía la sensación de quetambién yo le interesaba. Desde luegome miraba de arriba abajo con esafacultad de observación interna queparecía salirle de forma automática.

Moleson no se alojaba en nuestrohotel —había elegido otro con más vidasocial— pero venía con frecuencia aalmorzar o cenar con nosotros, y a veces

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pasaba la tarde en la habitación de Isleyentreteniéndonos con sus dotespianísticas, cantando canciones árabes osalmodiando frases de los antiguosrituales egipcios, acompañadas deritmos de su propia cosecha. La viejamúsica egipcia, tanto en su armoníacomo en su melodía, estaba mucho másdesarrollada de lo que yo imaginaba,pues según parece, la utilización delsonido tenía una importancia capital ensus ceremonias. La forma en queinterpretaba las salmodias producía unefecto extraordinario, aunque no sabríadecir si se debía a la sonoridad de suvoz, a la peculiar entonación ascendentecon que pronunciaba las vocales o aalguna otra razón más profunda. En

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cualquier caso, el resultado era algoúnico. Conseguía que el Egiptoenterrado saliera a la superficie; casi sepodía sentir cómo aquel Ente gigantescoentraba en la habitación. Desde elmomento en que empezaba el canto, suesplendor y su inmensidad seintroducían en la mente, acompañadossiempre de una sensación de algoterrible y opresivo. Aquel sonidoencerraba en sí el reposo de laeternidad. Al poco rato de haber estadooyendo esa música acudíaninvariablemente a mi cabeza imágenesdel Valle de los Reyes, de los templosabandonados, de titánicos semblantes depiedra, de grandiosas efigies tocadascon signos zodiacales, pero sobre todo

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... de los dos Colosos gemelos.Le comenté a Moleson esta última

circunstancia.—Es curioso que también usted

sienta eso... quiero decir que es curiosoeso que usted dice —me respondió sinmirarme, pero dando a entender queesperaba que yo hiciera aquelcomentario—. En mi opinión, las efigiesde Memnon expresan lo que es Egiptomejor que todos los demás monumentosjuntos. Como el desierto, carecen derasgos. Se podría decir que locompendian, pero sin llegar apronunciar su mensaje. Porque, vera, nopueden hacerlo —dijo, soltando una risagutural—. No tienen ojos ni labios ninariz; sus rasgos se han borrado.

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—Y a pesar de todo, revelan elsecreto... a aquellos que se molestan enescucharlo, justamente porque carecende palabras —apostilló Isley con un hilode voz—. Aún siguen cantando alamanecer —añadió en voz más alta, conun tono casi desafiante que mesobresaltó.

Moleson se volvió hacia él, abrióla boca para decir algo, vaciló, y secontuvo. Durante un rato permaneció ensilencio. No soy capaz de describir quéhabía en la fugaz mirada queintercambiaron que, por alguna razón enabsoluto obvia, consiguió ponerme enestado de alerta. Me puso los nervios depunta y sentí cómo un soplo de airegélido se deslizaba entre nosotros.

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Moleson volvió a girarse hacia mí.—A veces casi tengo la sensación

de haber sido un sacerdote de Amon-Raen una vida anterior, porque esto mesale de forma natural, como si loconociera por instinto —me dijo,riéndose, después de que yo le hubierafelicitado por la música—. Recuerdeque Plotino, a quien debemos lagrandiosa idea de que todoconocimiento no es sino recuerdo, vivióa tan sólo unas millas de aquí, enAlejandría —dijo con cínico regocijo—. Al menos en aquellos tiempos —añadió con un tono muy significativo—,los cultos eran auténticos y losceremoniales sí que expresaban grandesideas y enseñanzas. Tenían fuerza. —

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Tras aquellas palabras contradictoriasse adivinaban dos Molesons distintos.

Me fijé que Isley se movía inquietoen su asiento; por algunos de sus gestosse podía colegir el desasosiego quesentía. Durante un momento ocultó elrostro entre las manos, luego suspiró ehizo un movimiento como si tratara deevitar algo que iba a ocurrir. PeroMoleson se resistió a su intento decambiar de conversación, aunque apartir de aquel momento el tono de lamisma varió ligeramente de formanatural. Abundaban las ocasiones deeste tipo en las que me daba cuenta deque ambos trataban de orillar algo quehabía ocurrido, algo que Molesondeseaba reanudar, pero que Isley

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parecía estar ansioso de diferir lomáximo posible.

Por más que estudiaba lapersonalidad de Moleson nuncaconseguía llegar más allá de un ciertopunto. Era astuto, sutil, con unainteligencia más aguda que grande; ytambién era cínico y falso. Sin embargo,aunque no me veo capaz de explicar porqué medios, llegué a otras dosconclusiones con respecto a él: enprimer lugar, me di cuenta de que nosiempre había sido una personainsincera y carente de sentimientos; y ensegundo, que buscaba las diversionessociales con un propósito muydeterminado y nada común. Creo estarbastante seguro de que lo primero tenía

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que ver con la impronta que habíadejado Egipto en él, y en cuanto a losegundo, debía ser parte del esfuerzoque realizaba para resistir yautoprotegerse.

—Si no fuera por la diversiónnadie aguantaría más de un año aquí sinvenirse abajo. La vida social se vuelvedesenfrenada, alocada; la gente hacecosas que nunca se les ocurriría hacer ensus propios países —señaló en ciertaocasión, con un tono frívolo que apenasconseguía velar la trascendencia de loque decía—. Quizá ya lo habrá ustedadvertido —añadió mirándome derepente—. Ya sabe cómo son las cosasen El Cairo y en otros lugares; la gentese entrega de lleno a la diversión y se

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cometen todo tipo de excesos.Asentí con la cabeza, aunque la

forma en que lo expresaba me producíauna sensación un tanto desagradable.

—Es un antídoto —dijo, con unligero tono mordaz—. Yo mismo solíaaborrecer el trato social. Pero ahoraencuentro que la diversión —un poco dejuerga sana— tiene su importancia. Alcabo de cierto tiempo Egipto terminapor sacarle a uno de quicio. La fibramoral comienza a fallar. La voluntad sedebilita —y al decir aquello miródisimuladamente a Isley como indicandolo que quería decir—. Quizá sea elcontraste entre la fealdad del presente yla magnificencia del pasado —añadiócon una sonrisa.

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Isley, por todo comentario, seencogió de hombros, y Molesonaprovechó para contar los casos dealgunos amigos y conocidos sobre loscuales Egipto había ejercido unainfluencia perniciosa: Barton, unmaestro formado en Oxford, que seempeñó en vivir en una tienda decampaña hasta que, finalmente, lasautoridades le relevaron de su puesto.Fue entonces cuando, impulsado por unafuerza irresistible, se marchó con sutienda a vagar por el desierto, dejando aun lado cualquier tipo de consideraciónpráctica. Aquel anhelo se habíaapoderado de él, aunque nunca supodefinir exactamente qué era lo que lehabía impulsado a hacer aquello. Su

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equilibrio mental terminó por resentirse.—Pero ya se encuentra recuperado;

precisamente este mismo año le vi enLondres. No sabía explicar lo que habíasentido o por qué hizo aquello. Eso sí...se le ve cambiado.

También habló de John Lattin, quehabía padecido un terrible acceso deagorafobia en el Alto Egipto; deMalahide, a quien la fascinación delNilo había inducido una manía suicidaque le había llevado a cometer repetidosintentos de ahogarse; de Jim Moleson,un primo suyo (que había acampado enTebas con Isley y con él), que se habíavisto atacado súbitamente por un extrañotipo de megalomanía en medio deaquellas inmensidades de arena. Todos

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ellos se habían curado completamentetan pronto como abandonaron Egipto,aunque también, todos y cada uno deellos, habían cambiado y sufrido unatransformación en lo más profundo desus almas.

Hablaba de un modo vago ydeshilvanado, y muchas de las cosas quecontaba eran descabelladas, como sipretendiera desafiar a que se lecontradijera. Sin embargo, había en todoello algo que imponía, seguramente acausa de un efecto de acumulaciónemotiva.

—Los monumentos no impresionanmeramente por su tamaño, sino tambiénpor su majestuosa simetría —recuerdoque dijo en otra ocasión—. Basta con

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fijarse en la forma que eligieron;pensemos en el caso de las Pirámides,por ejemplo. Ninguna otra forma hubierasido posible: la cúpula, el cubo, el cono;cualquiera de ellas habría resultado deltodo inadecuada. La combinación de unvolumen en forma de cuña, unoscimientos inmensos y un vérticeapuntado constituyen la expresiónperfecta en materia de contorno. ¿Acasocree usted que alguien que no llevaraesa misma grandeza dentro de sí hubieraelegido semejante forma? No fueronunas mentes desequilibradas quienesconcibieron las magníficas y armoniosasestructuras de los templos. En susconciencias había un esplendormajestuoso que sólo puede nacer de la

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verdad y la sabiduría. El poder de susimágenes es una expresión directa deunas realidades eternas y esenciales queellos conocieron.

Le escuchábamos en silencio. Sedejaba llevar por el entusiasmo quesentía por aquel tema. Pero detrás de sutono desenfadado y de las preguntasburlescas latía un apasionamiento queme resultaba inquietante. Tenía lasensación de que, poco a poco, se ibaaproximando un clímax que tanto para élcomo para Isley iba a ser cuestión devida o muerte. Sin embargo, noconseguía descifrar aquel misterio. Lasimpatía que sentía por Isley mepermitía participar un poco de lo queestaba ocurriendo, pero no lo suficiente

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como para comprenderlo del todo. Medi cuenta de que también él estabaintranquilo, aunque tampoco alcanzaba aexplicarme el motivo.

—Casi es posible creer —continuó— que aún flota en el ambiente parte delespíritu de los tiempos antiguos —habíaentrecerrado los ojos, pero pude captarel brillo que desprendían—. Es algo queafecta a la mente a través de laimaginación. En algunos casos puedellegar a alterar la propia perspectivasobre la realidad. Arrastra consigo lasalmas hacia unas condiciones deexistencia radicalmente distintas a lasactuales que, prácticamente, debieronrepresentar un estado de conciencia deotro orden.

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Hizo una pausa y alzó la vista hacianosotros.

—La intensidad de las creencias enaquellos tiempos era asombrosa —prosiguió, en vista de que ninguno denosotros le contradecía—. Eso es algoque en el mundo de hoy en día no sepuede encontrar en ninguna parte.Poseían una autenticidad y una solidezque... bueno, lo que quiero decir es queno se trataban de meras especulacionesteóricas. Es como si hubiera algo en elclima, en la posición exacta que ocupaesta franja de tierra en relación con lasestrellas, en su «postura» con respectoal sol, que hiciera más sutil el velo quesepara a la humanidad... de otrasrealidades. Como es bien sabido, las

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divinidades de su panteón no eran merosídolos. Todos, los animales, los pájaros,los monstruos y cualquier otra cosa quequieran añadir, tipificaban fuerzasespirituales y energías que afectaban asu vida cotidiana. Pero lo fundamentales lo que sabían. Un pueblo científicocomo aquél no se traga cualquiersuperstición absurda. Eran capaces defabricar colores que podían durar seismil años, incluso al aire libre; y auncareciendo de instrumentos de precisión,medían con exactitud la precesión de losequinoccios; un cálculo enormementedifícil y complejo. ¿Ha estado enDenderah? —dijo de pronto,dirigiéndose a mí—. ¿No? Bueno, esasmentes que alcanzaron a comprender el

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significado de los signos del zodiaco,¡cómo iban a creer que Hathor era unavaca!

Isley tosió. Iba a interrumpirle,pero antes de que pudiera encontrar laspalabras adecuadas, Moleson volvió ala carga; en su tono de voz y en susademanes se apreciaba un rasgo nuevoque resultaba casi agresivo. Lo quedejaba entrever tras aquellas palabrasiba mucho más allá de las merasinsinuaciones. Hablaba con unaconvicción extraña y profunda. Parecíaestar tratando de orillar alguna cuestióncrucial que su compañero y él conocían,aunque creo que, en realidad, suverdadero propósito era comprobarhasta qué punto yo era vulnerable, hasta

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dónde llegaba mi identificación conellos. En cualquier caso, aquellacuestión tan importante era algo queGeorge Isley y él compartían. Tenía laimpresión de que debía estar basado enalgún tipo de conocimiento que leshabría sido desvelado a través de susexperimentos.

—Piense en las grandes enseñanzasde Ajenatón, ese joven faraón queregeneró todo el país y lo condujo a unainmensa prosperidad. Predicaba el cultoal sol, pero no al sol visible. Aquelladeidad no tenía una figura, una forma. Elgran disco de la gloria no era más que sumanifestación; cada uno de sus rayosacababa en una mano que bendecía elmundo. Era el dios de la energía, del

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amor y del poder eternos y, sin embargo,los hombres tenían un acceso directo aél en su vida cotidiana, podían adorarloal amanecer y al crepúsculo con la másintensa de las devociones. ¡No hallaráen eso ningún asomo de esas mascaradasantropomórficas!

Sus palabras rebosabanentusiasmo. En ese mismo instante bajóla voz y su tono cambióimperceptiblemente. Seguía mirándomecon los ojos entornados.

—Y otra cosa que sabían muy bien—dijo casi en un susurro—, es que conla precesión de su deidad a través de loscambios equinocciales, nuevos poderesdescendían sobre el mundo de loshombres. Cada ciclo —cada signo

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zodiacaltraía consigo unos poderesespecíficos que rápidamente erantipificados en las monstruosas efigiesque hoy en día catalogamos en nuestrosaburridos museos. Cada uno de estossignos empleaba cerca de dos mil añosen completar su trayecto. Pero loverdaderamente importante es que cadauno de ellos traía aparejado un cambioen la conciencia humana. Existía unarelación entre los cielos y el corazónhumano. Todo eso sabían. Mientras elsol iba atravesando lentamente el signode Tauro, adoraban al toro; cuandopasaba por Aries, sus símbolos degranito aparecían cubiertos con la figuradel carnero. Entonces, como recordará,en un momento en que ellos, tras haber

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alcanzado su gran cenit se hundían ya enel ocaso, con la llegada de Piscis seprodujo el Nuevo Advenimiento y seeligió al pez como emblema del cambiode poderes que encarnaba en la figura deCristo. Porque, según creían, el almahumana se hace eco de los cambios quese producen en el inmenso viaje a travésdel zodiaco de la deidad primigenia dela que proviene y la clave de cualquiermanifestación de vida se encuentrasiempre en la vieja verdad de que «lo deabajo es reflejo de lo de arriba». Ahoraque el sol está a punto de entrar enAcuario, nuevos poderes se ciernensobre el mundo. Lo antiguo —lo que haexistido durante dos mil años— denuevo se tambalea, decae y muere. A

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nuestra puerta llaman nuevos poderes yuna nueva conciencia. Ha llegado lahora del cambio. También —y al deciraquello se echó hacia delante de talmodo que sus ojos me contemplarondesde muy cerca—, la hora de hacer quese produzca ese cambio. El alma puedeelegir sus propias condiciones de vida.Puede...

Un repentino estruendo tapó elresto de la frase. Una silla había caídoproduciendo aquel estrépito al golpearcontra el trozo de suelo que la alfombradejaba al descubierto. Ignoro si Isleyhabía tropezado con ella al ir alevantarse o si la había derribado apropósito. Lo único que sé es que sehabía levantado bruscamente y que, con

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la misma brusquedad, volvió a sentarse.Tuve la extraña sensación de que, dealgún modo, aquello era una señalconvenida de antemano. Fue algodemasiado repentino. Además, cuandohabló, su voz me sonó forzada.

—Muy bien, me parece que ya seha hablado bastante del tema, Moleson—le interrumpió con un tono desabrido—. ¿Qué tal si nos tocas una canción?

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8

Habíamos subido a la habitación de

Isley después de la cena, y hasta aquelsúbito arrebato, había permanecido todoel tiempo sentado en una esquina sinapenas decir palabra. Moleson selevantó lentamente y se dirigió ensilencio hacia el piano. Creí ver —¿oserían simplemente imaginaciones mías?— cómo una nueva expresión pasabafugazmente por aquel rostro ajado.Estaba maquinando algo.

Desde ese preciso instante —desdeel momento en que se levantó y cruzó lagruesa alfombra— me sentí fascinado

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por aquel hombre. La atmósfera quehabía creado su charla y sus historiaspermanecía. Sus finos dedoscomenzaron a recorrer el teclado. Alprincipio, tocó diversos extractos de lascomedias musicales que estaban enboga. Era una música bastanteagradable, pero que no exigía que se leprestara excesiva atención; la oí sinescucharla. Tenía la mente en otrascosas: pensaba su forma de andar. Lamanera en que había recorrido aqueltrecho de alfombra transmitía poder.Tenía un aspecto distinto, no era elmismo hombre de antes; habíacambiado. Curiosamente —como aúnahora me ocurre a veces con Isley— mepareció más grande. A partir de

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entonces, de un modo que era a la vezcautivador y opresivo, la autoridad queemanaba de su presencia se apoderó demi imaginación.

Abandoné mi asiento en el otroextremo de la habitación y me dejé caeren una silla que se encontraba más cercadel piano, junto a una de las ventanas.Entonces me di cuenta de que tambiénIsley se había vuelto para mirarle. Perono era exactamente el Isley que yoconocía, aunque aquel cambio más queverlo, lo sentí. Ambos habían sufridouna ligera transformación. Sus cuerposparecían haberse expandido y su siluetase había difuminado.

Isley, tenso y preocupado, alzó lavista hacia el intérprete. La expresión de

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su cara ponía de manifiesto que su mentede otras épocas intentaba seguir aquellamúsica ligera, pero que hacerlo lesuponía una gran dificultad, un esfuerzoinmenso, casi un combate.

—Toca eso otra vez, ¿quieres? —se le oía decir de vez en cuando.

Trataba de apoderarse de esamúsica, de recuperar por medio de ellasu ligazón con el presente, de aferrarse auna estructura mental que ya habíadesaparecido, de agarrarse a ella contodas sus fuerzas; todo para descubrirfinalmente que hacía ya mucho tiempoque había caído en el olvido, que erademasiado frágil. Ya no le sostenía.Estoy convencido de que eso era lo queocurría y de que había adivinado su

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estado de ánimo. Luchaba porreencontrarse a sí mismo tal y comohabía sido, pero todo era inútil. Leobservé atentamente mientraspermanecía sentado en aquella esquinaenvuelto en penumbra. El gran pianonegro se interponía entre nosotros. Porencima de él asomaba la figura enjuta ymedio velada de Moleson,balanceándose mientras tocaba. Por lahabitación parecía flotar un débilsusurro: «Estás en Egipto», decía. Enningún otro lugar del mundo habríaprendido en nosotros con tanta facilidadese extraño sentimiento lleno depremoniciones y presagios. Me dabacuenta de que a los tres nos embargabauna profunda emoción. Cualquier cosa

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que me recordara al presente, por nimiaque fuera, me resultaba desagradable.Anhelaba un antiguo esplendor que yahabía dejado de existir.

Tenía los cinco sentidos puestos enlo que estaba ocurriendo, porque habíaadvertido que el comportamiento deMoleson respondía a un planpreconcebido y deliberado. Lo habíasopesado todo cuidadosamente; y no eramuy difícil imaginar el propósito quealbergaba. Era Egipto lo que trataba deinterpretar a través del sonido;expresaba algo que para él eraverdadero para después observar cuálera su efecto, y mientras tanto, nos ibahábilmente conduciendo... hacia elpasado. Iniciaba el recorrido por el

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presente, ejecutaba la música conagudeza y convencimiento, y conseguíaque las notas parecieran estar cargadasde significado. Poseía la habilidad deevocar un ambiente real y, en unprincipio, fue ese ambiente al quesolemos denominar moderno. Reflejabavívidamente el espíritu londinense; delas ramplonas melodías de losmusicales, del nervio del ragtime y de lasensualidad del tango pasaba a losacordes más elevados de las salas deconciertos y de los círculos «cultos».Pero no lo hacía con brusquedad.Cambiaba de registro con suma destreza,y al hacerlo, cambiaban tambiénnuestras emociones. Aunqueinterpretadas de una forma un tanto

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paródica, reconocí algunas de lasgrandes novedades del momento: lasturbulencias de Strauss, la dulzurapagana del primitivo Debussy, lasextravagancias y el éxtasis delmetafísico Scriabin. Conseguía traer aaquel salón privado de un hotel situadoen medio del desierto la amalgama delpresente en sus dos extremos; ymientras, George Isley, que le escuchabaatentamente, se revolvía inquieto en susilla.

—Après-midi d'un faune —dijoMoleson con voz soñadora, cuando lepregunté qué había tocado—. Ya sabe,Debussy. Y lo anterior era del TillEulenspiegel; Strauss, naturalmente.

Hablaba arrastrando las palabras y

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haciendo una pausa entre cada una deellas, sin dejar en ningún momento debalancearse suavemente al compás de lamúsica. No parecía prestar muchaatención a sus oyentes y en su voz seapreciaba no sé qué matiz que hacía queaumentaran mi inquietud y mis temores.Isley me preocupaba. Tenía la sensaciónde que algo iba a ocurrir y de que eraprecisamente Moleson quien lo estabaprovocando. Lo que su modo de andarrevelaba de forma inconsciente, semanifestaba ahora conscientemente en sumúsica; era algo que provenía deaquella parte de su personalidad que sehallaba oculta. Un hechizo, un sutilcambio, se iba extendiendomisteriosamente por la sala y, de paso,

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también por mi corazón. Mi capacidadpara enjuiciar las cosas me abandonaba,era como si mi mente se deslizara haciaatrás y fuera perdiendo todas lasreferencias que le resultaban familiares.

—Tienen ese tono inequívocamentemoderno, ¿verdad? —dijo Moleson,arrastrando las palabras—. Esa especiede agudeza —intelectual, supongo— eseingenio superficial, nada que seaprofundo o permanente, tan sólo el brillosensacionalista de lo actual —se volvióhacia mí y, durante un instante, me miróa los ojos—. Nada imperecedero —añadió con un tono imponente—.Expresa todo lo que conoce... que no esmucho.

Mientras decía aquello la

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habitación pareció volverse másinsignificante; una sombra mucho mayorque ella cubría ahora sus pequeñasparedes. A través de las ventanas sefiltraba furtivamente un gesto deeternidad. La atmósfera se expandíavisiblemente. En ese momento Molesontocaba una parte espléndida delPrometeo de Scriabin. Sonaba pobre ybanal. Aquella música moderna, todaella, resultaba trivial y estabacompletamente fuera de lugar. Era casiridícula. De forma imperceptible laescala de nuestras emociones se revestíaahora de una profundidad cuyo nombre,por más que se busque, no se encontraráen ningún diccionario, pues pertenece aotra era. Miré las ventanas, donde

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enmarcadas por columnas de piedra, sedistinguían oscuras vistas del grandiosoEgipto, que allá afuera nos escuchaba.No había luna, pero suspendidos en elcielo resplandecían nutridosdestacamentos de estrellas. Mesobrecogí al pensar en el misteriosoconocimiento que aquel pueblodesaparecido tenía de aquellas estrellasy del inmenso viaje del sol por elzodiaco...

Entonces, con la pasmosainmediatez de un sueño, una imagen sedestacó sobre el cielo estrellado.Flotando entre el cielo y la tierra, vipasar a gran velocidad un panorama delos majestuosos templos egipcios,encabezados por los de Denderah, Edfu,

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y Abú Simbel. De pronto se detuvo, semantuvo inmóvil en el aire, ydesapareció. Al desvanecerse dejó trasde sí una atmósfera de una solemnidadinconmensurable. La contemplación dealgo tan vasto moviéndose por el airepausadamente, pero con soltura, hizoque mi sentido de la medida setrastocara por completo. Traté deconvencerme de que aquello no era másque un recuerdo que había adquirido unarealidad objetiva debido a algo que lamúsica había evocado, y sin embargo,no pude evitar pensar que, en breve,todo Egipto —Egipto tal y como habíasido en el cenit de su irrecuperablepasado— comenzaría a desfilar por elcielo. Tras el tintineo de aquel piano

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moderno sonaba el rumor de unamultitud en marcha, el pesado caminarsobre la arena de innumerables pasos...la percepción había sidoextraordinariamente vívida. Había hechoque se detuviera algo que, por logeneral, fluía dentro de mí. Cuandovolví la cabeza hacia la habitación parahacer partícipes a mis compañeros demi extraña experiencia, vi que los ojosde Moleson estaban fijos en los míos. Laluz que desprendían me traspasaba, ycomprendí que, de alguna manera, era élquien habían evocado aquella ilusión.En aquel momento Isley se levantó de susilla. Lo que había estado esperandovagamente parecía estar a punto deocurrir. Justo entonces el intérprete

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decidió cambiar de música.—Puede que ésta les guste más —

susurró, como si hablara consigo mismo,pero con una especie de reverberación—. Es más apropiada para el lugar. —Su voz resonaba como si emergiera dealguna cavidad subterránea—. La otraparece casi sacrílega... aquí. —Comenzó a arrastrar la voz, siguiendo elritmo de las modulaciones máscadenciosas que ahora estaba tocando.Su sonido se había vuelto más opaco.Además, daba la impresión de que lamúsica no provenía del piano, sino de élmismo.

—¿Lugar? ¿Qué lugar? —preguntóal instante Isley, volviendorepentinamente la cabeza mientras decía

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aquellas palabras. Su voz sonaba tanremota que me produjo escalofríos.

El músico se rió para sí.—Lo que quiero decir es que este

hotel no pinta nada en este lugar —susurró mientras atacaba las notas consuavidad y maestría—; y que, bienpensado, esto no es más que una merafachada. Donde de verdad estamos es enel desierto. Los Colosos están ahí fuera,y todos los templos. O, al menos, asídebería ser —añadió alzandobruscamente la voz y dirigiéndome unamirada.

Se irguió en su asiento y se quedómirando fijamente al cielo estrelladopor encima de los hombros de GeorgeIsley.

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—¡Eso es a lo que cantamos y esahí donde estamos! —exclamó conreveladora vehemencia; de inmediato suvoz se alzó hasta convertirse en unrugido—. Eso —repitió—, es lo quearrebata nuestros corazones. —Elvolumen de su entonación eraasombroso.

La forma en que había pronunciadoaquella palabra ponía al descubierto lacorriente secreta de su vida que seocultaba tras esa capa externa decinismo y de risas, y explicaba elporqué de su falta de corazón. Tambiénél vivía en cuerpo y alma en el pasado.«Eso» era más revelador que cientos depáginas llenas de descripciones. Sucorazón vivía en las naves de los

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templos; su mente estaba ocupada endesenterrar un saber olvidado; su almase había vuelto a revestir con laseductora gloria de la antigüedad.Animado de una existencia regeneradamágicamente, moraba en el esplendorreconstruido de lo que para la mayoríade la gente no es más que un montón deruinas. George Isley y él habíanresucitado un poder que los atraía haciael pasado; pero mientras que el primerode ellos aún se resistía, el segundo yahabía establecido allí su hogarpermanente. La misma facultad que mehabía permitido ver la procesión de lostemplos hacía que viera también queaquello era absolutamente irreversible.El hombre que estaba sentado al piano

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se me mostraba en toda su desnudez.Ahora lo veía tal y como era. Ya no seocultaba tras aquella máscara de burlasy risas sardónicas. Hacía tiempo que sehabía abandonado, que se había perdido,que se había marchado; y desde el lugaren que ahora habitaba su alma,observaba cómo George Isley se ibahundiendo para unirse con él. Vivía enel antiguo Egipto subterráneo. Aquelgran hotel se levantaba en un equilibrioprecario sobre una finísima capa dedesierto. En el exterior, casi al alcancede nuestras voces, se hallaban miles detumbas, cientos de templos. Moleson sehabía fundido con «eso».

Aquella intuición, como lasimágenes que había visto en el cielo, se

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me pasó por la cabeza como unrelámpago; y ambas eran ciertas.

La nueva pieza que entretanto habíaempezado a tocar, poseía una fuerzaarrolladora que no soy capaz dedescribir. Era sombría, majestuosa,solemne. Transmitía la misma fuerza quese apreciaba en su forma de andar.Parecía venir de muy lejos; pero sulejanía no era meramente espacial. Enaquella música alentaba también elsentimiento de un tiempo muy remoto,acompañado de esa extraña tristeza yese anhelo melancólico que suelenevocar los largos intervalos temporales.Se desplazaba a una gran distancia; susestribillos recogían los ritmos de lasmultitudes que los siglos habían hecho

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enmudecer; sonaba como una canción,pero su canto discurría por pasadizossubterráneos cubiertos de múltiplescapas de fina arena que apagaban susonoridad. A través de él retumbabanlos suspiros de los vientos perdidos yerrantes. El contraste que producía trashaber escuchado aquella otra músicamoderna y vulgar era devastador. Y, sinembargo, el cambio se había producidocon toda naturalidad.

—En cualquier otro lugar sonaríavacío y monótono; en Londres, porejemplo —oí que decía Moleson,arrastrando las palabras mientras sebalanceaba de uno a otro lado—. Peroaquí suena grandioso y espléndido...verdadero. ¿Oyen lo que les digo? —

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añadió con gravedad—. ¿Lo entienden?—¿Qué es? —preguntó Isley con

voz sorda, antes de que yo pudiera abrirla boca—. No lo recuerdo bien. Al oírlome entran ganas de llorar... no sé sipodré soportarlo. —El final de su fraseapenas si llegó a salir de su garganta.

Mientras le contestaba no era a él aquien miraba Moleson. Era a mí.

—Deberías saberlo —respondiócon una voz que parecía oscilarsiguiendo el ritmo de la música—. Noes la primera vez que lo escuchas; es esecántico del ritual que nosotros...

Isley se puso de pie de un salto y ledetuvo. No oí el final de la frase. Comouna exhalación se me pasó por la cabezala idea de que las voces con las que

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hablaban no eran las suyas. Por másdescabellado que pueda sonar, imaginéque á quienes estaba oyendo era a losdos Colosos, cantándose el uno al otroal amanecer. Los más extravagantespensamientos cruzaban por mi mente.Parecía como si esos símbolos eternosdel cosmos, descubiertos y adorados enaquella antigua tierra, hubieran cobradouna espantosa vida. Mi conciencia sehabía vuelto envolvente. Tenía lainquietante sensación de que las edadesse habían salido de su sitio y mellevaban consigo; me dominaban; mehacían perder pie y me arrastraban en sucorriente. Tiraban de mí hacia atrás.También yo cambiaba... aquello meestaba cambiando.

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—Ahora lo recuerdo —dijosuavemente Isley. En su tono seapreciaba la adoración de un devoto y,no obstante, denotaba también angustia ytristeza; había dejado que el presente leabandonara del todo, y al comprobarcómo las últimas ataduras que le ligabana él se rompían, sentía dolor. Imaginéque oía cómo su alma pasaba delante demí y se alejaba sollozando hacia lasprofundidades.

—La cantaré —susurró Moleson—, necesita voz. ¡El sonido y el ritmoson absolutamente gloriosos!

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9

Inmediatamente comenzó a entonar

una serie de cadencias largas yarrastradas que parecían contener lossonidos primigenios de todas las lenguasque alguna vez habían existido en elmundo. El hechizo que entonces seapoderó de mí se podía tocar y palpar.Estaba atrapado en una tela de araña;tenía los pies y los brazos enredados yun velo de finos hilos se entretejía entorno a mis ojos. La fuerza cautivadorade aquel ritmo imprimía a mi alma unaespecie de movimiento mágico. A mialrededor, próxima y lejana a un tiempo,

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la vida comenzaba a palpitar en lasmoradas de los muertos y en loscorredores de las colinas de hierro.Tebas estaba en pie y Menfis florecía aorillas del río. El mundo moderno setambaleaba y caía ante aquel sonido querestauraba el pasado; y era precisamenteen aquel pasado donde los dos hombresque estaban delante de mí vivían ytenían su verdadero ser. Las tormentasde la vida presente pasaban flotandosobre sus cabezas, mientras elloshabitaban bajo tierra, desdibujados,perdidos. Montados en aquella ola desonido descendían hacia el reino quehabían recobrado.

Me puse a temblar, me revolví conviolencia e hice ademán de levantarme,

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pero al instante volví a dejarme caer,resignado e impotente. Según parecía, elmero hecho de estar con ellos bastabapara que quedara sujeto a los mismostérminos que regulaban su extrañacautividad. Mis pensamientos, missentimientos, mi propia perspectiva delas cosas, habían sido transferidas aalgún otro lugar. Incluso mi concienciase estaba transformando. Veía las cosasbajo otro prisma... el prisma de laantigüedad.

Una vez que el presente cayó en elolvido y el pasado reinó soberano, perdítodo sentido de la Realidad. Lahabitación se convirtió en una diminutaimagen en una gota de agua, mientras elmundo subterráneo, transformado en

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algo inmenso, la reemplazaba. Micorazón comenzó a latir siguiendo elritmo lento y majestuoso de algo quehabía existido en unos tiempos muylejanos. Todas las dimensionescrecieron; quedé atrapado en unasmedidas colosales y las magnitudes sevolvieron tan monstruosas que borraronde un plumazo todo sentido de laproporción. Una mano resplandecientecomo el sol me agarró y me depositó enaquella telaraña temblorosa junto a misdos compañeros. Oí el crujido de loshilos al reajustarse tras recibir micuerpo; oí el sonido de pies que searrastraban por la arena; oí los susurrosque provenían de las moradas de losmuertos. Escuché sus voces en las

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oscuras cámaras excavadas en la roca.Las antiguas galerías habían despertado.La vida de unas edades olvidadas secongregaba a mi alrededor formandoturbulentas multitudes.

La realidad de una experiencia tanincreíble se evapora al tratar deexpresarla mediante el fluir dellenguaje. Sólo puedo dar fe de una cosaverdaderamente singular: incluso elconocimiento más profundo y mássatisfactorio que el Presente puedaofrecernos palidecía al lado de larobusta majestad del Pasado que lehabía usurpado su puesto por completo.Aquella habitación moderna quecontenía un piano y dos figuras humanasdel Presente, parecía una miniatura

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ridícula prendida de una inmensa cortinatransparente, tras la cual se vislumbraba,en un primer plano, una multitud desímbolos de templos, esfinges ypirámides, pero que al fondo, se abría aun esplendoroso paisaje de un magníficocolor gris donde las ciudades de losMuertos se sacudían la arena yabarrotaban todo el espacio hasta másallá de donde alcanzaba la mirada.

...Las estrellas, el universo todo,lleno a rebosar de una vida palpitante,se integró en aquella nueva realidad.Sentí pasar de largo vastos períodos detiempo... Me parecía estar viviendo hacemilenios... Vivía hacia atrás...

El tamaño y la eternidad de Egipto

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se apoderaron de mí con toda facilidad.Su abrumadora grandeza echaba portierra todos los parámetros del presente.El paisaje entero se elevaba, se ponía enpie. El desierto se erguía, los propioshorizontes se levantaban; majestuosasfiguras de granito descollaban porencima del hotel, grandiosos rostros secernían un momento en el aire y pasabanflotando, gigantescos brazos se estirabanpara arrancar las estrellas y colocarlasen los techos de laberínticas tumbas. Decada una de aquellas ruinas brotaba elcolosal significado de aquella venerabletierra... reconstruido... lleno de ardientevitalidad.

Finalmente no pude resistirlo más.Estaba deseando que aquel zumbido

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cesase, que disminuyera el prodigiosoempuje de aquel ritmo. Mi corazónpedía a gritos que regresara elresplandor dorado del sol iluminando eldesierto, el dulzor de la brisa a orillasdel río, los reflejos color violeta sobrelas colinas al amanecer. Me resistí, hiceun esfuerzo para regresar.

—¡Tu salmodia es espantosa! ¡PorDios, toca una canción árabe... o algo demúsica moderna!

El esfuerzo fue intenso, elresultado... nulo. Puedo asegurar queaquéllas fueron exactamente mispalabras. Aunque probablemente nadiemás lo oyera, yo sí que pude oír elsonido de mi propia voz, pues recuerdomuy bien el desaliento que sentí al

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comprobar cómo aquel inmenso espaciose lo tragaba, convirtiendo lo que habíasido un volumen considerable en unmero susurro, similar al grito de unpájaro o de un insecto. En cualquiercaso, la figura a la que había tomado porMoleson, en vez de responderme o darsepor aludida, se limitó a crecer y a crecercomo ocurre a veces en los cuentos dehadas. Eso es todo lo que sé, que nadieme pida que lo explique. Aquella partede mí que empequeñecía y se limitaba aobservar lo que ocurría a su alrededorregistró aquel efecto extraordinariocomo si fuera algo perfectamentenatural... Moleson estaba creciendo deforma espectacular.

Inmediatamente, la enorme fuerza

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de aquel hechizo entró en acción.Experimenté el gozo del más absolutoabandono y el terror de ver partir todolo que hasta entonces me había parecidoreal. Comprendí la risa fingida deMoleson y la sutil resignación de Isley.Una idea sorprendente pasó volandocomo un pájaro por mi concienciaalterada: para que se produjera aquellaresurrección en el Pasado, para quetuviera lugar aquel renacimiento delespíritu al que aspiraban, era necesarioque cada uno de ellos adoptara porturnos la forma de aquellos antiguossímbolos. Al igual que el embrión vaenglobando cada etapa de la evoluciónque le precede antes de alcanzar laforma humana, las almas de aquellos dos

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aventureros adoptaban los distintosemblemas de aquella apasionadacreencia. El adorador devoto adopta lascualidades de su deidad. Sucaracterización de toda la seriecompleta de las deidades del mundoantiguo era tan verídica que yo mismopodía percibirlas e incluso llegar aobjetivarlas sensorialmente. El presenteno era para ellos más que un estadoprenatal; para entrar en el pasado teníanque volver a nacer.

Pero aquella espantosatransformación no afectaba tan sólo alsemblante de Moleson. Ambos rostros,agrandados hasta alcanzar la prodigiosaescala propia de todo lo egipcio,producían una sensación mareante

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encerrados en aquella pequeñahabitación moderna. El símil del espejodeformante no permite hacerse una ideade ello, ya que la proporción entre lasdistintas partes no se veía alterada.Perdí de vista sus fisonomías humanas,pero pude ver sus pensamientos, sussentimientos y sus corazonesagigantados y transformados; todo lo queEgipto ponía en ellos mientras les ibasustrayendo el amor por la vidamoderna. Poco a poco fueronadquiriendo una abominable majestadque era enorme, misteriosa e inmóvilcomo las piedras.

El estrecho rostro de Moleson tomóprimero la apariencia de un halcón, asemejanza del siniestro dios Horus.

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Había sufrido una dilatación tan enormeque descollaba por encima del pianohaciéndolo parecer de juguete. Era unrostro afilado, malévolo, monstruoso,ávido de presas; cada uno de susbrillantes ojos despedía unos destellostan vertiginosos como los del sol alamanecer. La forma general quepresentaba la silueta de George Isley,igualmente inmensa, resultaba aún másmajestuosa si cabe. La amplitud de sushombros hacía pensar en la Esfinge y susemblante evocaba el inescrutable poderde las hieráticas imágenes cultuales delos templos. Éstas fueron las primerasmanifestaciones de aquella posesión,pero no tardarían en seguirles otras. Enrápidas series, como transparencias

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proyectadas en una pantalla, los antiguossímbolos pasaban como una exhalaciónpor aquellos dos rostros humanosagigantados y luego desaparecían. Eraimposible zafarse de aquello. Lassucesivas marcas parecían superponersecomo si fueran fotografías compuestas;cada una de ellas aparecía y sedesvanecía antes de que fuera posiblereconocerlas, de modo que parainterpretar aquella alquimia interna teníaque recurrir a ciertos signos externoscon los que mis sentidos estaban másfamiliarizados. Egipto, al poseerlos, seexpresaba a través de su aspecto fisicode esa forma tan maravillosa,recurriendo a los símbolos de su intensopoder regenerativo...

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Los cambios se fundían con talrapidez que apenas podía captar ni lamitad de ellos; pero, finalmente, aquellaprocesión culminó en una sola imagenque se quedó impresa en sus rostros conuna fijeza espantosa. Todas las series sefusionaron. Me di cuenta de que esaimagen reunía en sí a todas las demás enuna síntesis que transmitía una sensaciónde sublime reposo. Aquella cosagigantesca se alzaba formando unaincreíble estatua. El espíritu de Egipto,sintetizado en aquel símbolomonstruoso, los había eliminado. Vi lasefigies sedentes de los adustos Colosos;medio hundidos en la arena, cubiertospor la noche, esperando el amanecer...

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En aquel momento hice un supremo

esfuerzo por recuperar mi identidad; unesfuerzo para concentrar mi mente en elpresente. Y al tratar de buscar algúnrasgo de Moleson y de George Isley, porpequeño que fuera, comprobé que noencontraba ninguno. De la imagen tanfamiliar de mis dos compañeros noquedaba ni rastro.

Durante un instante lo vi todo conla misma claridad con que veía aquelpequeño y ridículo piano. Pero elinstante se prolongó; la Eternidad deEgipto permanecía. Aquella solitaria y

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formidable pareja había agachado loshombros e inclinado sus espantosascabezas. Estaban en la habitación. Lasfrágiles estructuras de los dosadoradores humanos reflejaban laimagen del poder de aquel Pasadoimperecedero. La habitación, lasparedes, el techo, habían desaparecido.Las arenas y el cielo abierto los habíanreemplazado.

Con los ojos a punto de salírsemede las órbitas contemplé a aquellos dostitanes que se alzaban el uno junto alotro. Y como un niño que desde el suelode su cuarto tiene que hacer frente a suspropios gigantes, me quedé petrificado,incapaz de moverme o de pensar. Nopodía dejar de mirarlos. Me destrozaba

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la vista intentando descubrir a los doshombres con los que estabafamiliarizado, pero lo único queencontraba era aquella visión simbólica.No se distinguía con claridad. Susrostros habían sufrido una dilataciónformidable, sus facciones se perdían enaquella insólita magnitud; los hombros,los cuellos y los brazos se extendíaninmensos por el espacio. Les ocurría lomismo que al desierto, conservabancierta fisonomía, pero carecían porcompleto de expresión individual; todorasgo humano se desdibujabacompletamente en aquella masa depiedras resquebrajadas. No pudedistinguir ni las mejillas ni la boca ni lasmandíbulas; tan sólo unos ojos

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cuarteados y unos labios de granitopartidos. Inmenso, inmóvil y misterioso,Egipto les iba moldeando y se losllevaba consigo. Y entre ellos y yo, enuna extraña perspectiva, se encontrabaese absurdo símbolo del presente: unpiano. Aquello era atroz. Durante unsegundo supe lo que era sentir un horrorinconmensurable. Todo mi cuerpo seestremeció. Me atravesaban oleadas defrío y de calor. Las fuerzas meabandonaron, y junto a ellas, lacapacidad de hablar y de moverme; eracomo si me encontrara en un estado deabsoluta parálisis.

Además, aquel hechizo no afectabasolamente a la habitación, sino que seextendía también al exterior, estaba en

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todas partes. El Pasado se agolpabacontra los propios muros del hotel.Todas las lejanías, espaciales otemporales, se aproximaban. Aquellasalmodia convocaba a aquellos titanesen todo su antiguo esplendor. Un mar desombras se agrupaba sobre las arenas anuestro alrededor. Advertí que aquelpoderoso ejército, sin hacer ningúnruido, cambiaba constantemente deposiciones: las pirámides se remontabanhacia el cielo; las deidades pétreasadoptaban una postura vigilante; lostemplos, con la misma solemnidad quedebieron tener en la noche de lostiempos, se alineaban en toda su prístinabelleza; y la silueta de la Esfinge,inmóvil pero amenazadora, se erguía en

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el aire. Una inmensidad llamaba a otra....Transcurrían vastos intervalos de

tiempo y las distancias eran enormes,pero sin embargo todo sucedía en unmismo instante y dentro de un espaciomuy reducido. Todo aquello estabaocurriendo aquí y ahora. La eternidadsusurraba en cada segundo, en cadagrano de arena. Captaba múltiplesdetalles de un golpe, pero en realidadtan sólo era consciente de una cosa:tenía frente a mí al espíritu del antiguoEgipto, representado en aquellas dosformidables figuras, y mi concienciaexpandida, con gozo y dolor a untiempo, era capaz de abarcarlo todo, delmismo modo que Aquel espíritu nosincluía a mis compañeros... y a mí.

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Porque yo también guardaba ciertoparecido con ellos. Un símbolo menor,aunque de un tipo similar, también mehabía poseído. Traté de moverme, perotenía los pies encajados en una piedra;mis brazos estaban inmovilizados; micuerpo entero se hallaba empotrado enuna roca. La arena se estrellabaviolentamente contra mí, arrastradahacia arriba en pequeños remolinos porun viento helador. Aunque no sentíanada, podía oír el tamborileo de losgranos que chocaban desperdigadoscontra mi cuerpo endurecido...

Esperábamos la llegada del alba,cuando se produciría la resurrección dela inmutable deidad que era la fuente yla inspiración de toda nuestra gloriosa

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vitalidad... Soplaba un aire cada vezmás fresco y penetrante. En la lejanía,una franja rosada de cielo pasaba alvioleta y al oro; pronto una delicada luzrosácea se extendió por el desierto. Enlas alturas, el pálido brillo de las pocasestrellas aún visibles se ibadesvaneciendo y el viento que anunciabael amanecer comenzaba a levantarse. Latierra entera se detenía, esperando lallegada de su poderoso Dios...

En medio de aquella pausa seescuchó un curioso sonido que, alparecer, debíamos estar esperando, puesno me produjo ninguna sorpresa. En unprimer momento hubiera jurado que eraGeorge Isley que se había unido al cantode su compañero. Tras aquel volumen

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atronador resonaban, aumentadas demanera prodigiosa, las mismas notas yritmos que antes había escuchado. Si enun principio había sido la salmodia deMoleson la que había despertadoaquella voz, era ahora ella quien cantabadesde la lejanía de forma autónoma. Lasresonantes vibraciones de aquel cantohabían alcanzado las profundidadesdonde dormía. Ahora, ambas cantaban alunísono. Era la voz de Egipto lo que oía.Se distinguía en aquella voz el rugirronco de un millar de tambores, como siel propio desierto estuviera articulandoaquellas portentosas sílabas. Mientras laescuchaba, sentía que mi corazón depiedra se paraba. Las dos voces sonabanen el cielo. Sostenían un majestuoso

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diálogo a medida que iba amaneciendo:«Qué fácil nos es seguir siendo los

señores de esta tierra......mientras los siglos pasan

rugiendo sobre nosotros y sedesvanecen».

Las palabras iban brotando consuavidad y llenas de poder, aunque conun sonido retumbante como si salierande las profundidades de una caverna.

«Nuestro silencio ha sidoperturbado... Marchamos con la multitudhacia el Oriente... Al amanecer,inmóviles, cantamos la sabiduría delmundo antiguo... Nuestro discurso seoirá, mas no con los oídos de la carne.Al alba nuestras palabras brotan yrecorren inmensidades de tiempo y de

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arena, atravesando la luz del día... Alcrepúsculo, con alas de águila, regresande nuevo a nuestros labios de piedra...Cada siglo, una sílaba, sin que aún sehaya completado ni una sola frase.Entretanto, nuestros labios se vanquebrando al pronunciarlas...»

Mientras escuchaba desde mi lechode arena, me pareció que horas, meses eincluso años pasaban junto a mí. Losfragmentos de su discurso se perdían enla distancia y después volvían a sonarmuy cercanos. Era como si por encimade las nubes los picos de las montañashablaran entre sí. Un viento atrapabaaquel rugido sordo y se lo llevaba. Yotro viento volvía a traerlo... Entonces,durante un instante vacío que pareció

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durar años y que transmitía de una formaespectacular el paso de largos períodosde tiempo, pude oír su discurso con másclaridad. La lenta declamación deaquella voz grandiosa se propagó portodo mi ser como un torrente:

«En soledad esperamos,observamos, y escuchamos. Nuestrosojos nunca se cierran. La luna y lasestrellas navegan sobre nosotros ynuestro río alcanza el mar. Traemoseternidad a vuestras vidasfragmentadas... Vemos las pequeñaslíneas de acero que tendéis sobrenuestro territorio, ocultas tras una finanube de humo blanco. Oímos el silbidode vuestros mensajeros de hierropropagarse por el aire... Las naciones se

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alzan y caen. Los imperios marchan enun revuelo hacia Occidente y perecen...El sol se va haciendo viejo y lasestrellas palidecen... Los vientos alteranla línea del horizonte y nuestro ríocambia su lecho. Pero nosotrospermanecemos; inalterables,imperecederos. De agua, de arena y defuego es nuestro ser esencial, construidoen el seno de la atmósfera del universo...No hay pausa en la vida, no hay rupturaen la muerte. Los cambios no conocenfinal. El sol regresa... La resurrección eseterna... Mas nuestro reino permanecebajo tierra entre las sombras, ajeno a labrevedad de vuestro día. ¡Venid!¡Venid! Los templos siguen repletos ynuestro Desierto os bendice. Nuestro río

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os hace perder pie. Nuestra arena ospurificará y arderéis dulcemente en elfuego de nuestro Dios hasta alcanzar lasabiduría ... Venid, pues, y adorad, lahora se acerca. Amanece...»

Las voces se fueron extinguiendoen las profundidades, apagadas por lasarenas de los siglos, mientras elencendido amanecer del Oriente seextendía rápidamente por el cielo. Lasalida del sol, el gran símbolo de laperpetua resurrección de la vida, estabaa punto de producirse. A mi alrededor,envuelta en sombras, se desplegaba todala inmensidad del antiguo Egipto,esperando ansiosamente la llegada delmomento de la adoración. Desprovistasya del terrible y severo esplendor de su

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largo abandono, aquellas efigies sealzaban erguidas en toda su arrebatadagrandeza como un bosque demajestuosas piedras; los labios degranito entreabiertos, los ancianos ojosdilatados. Todos estaban de cara aloriente. Y el sol se iba aproximando alborde del Desierto que aguardabaexpectante.

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No sentía ninguna emoción, al

menos no lo que yo entiendo poremoción. Si es que experimenté algofueron los secretos primordiales de dossensaciones muy primitivas: el gozo y elsobrecogimiento. El brillo de la mañanase difundía con rapidez. El día llegababañado en oro, como si las arenas deNubia derramaran su fulgor sobre cadapartícula de luz; lleno de gloria, como siel reflujo de la marea estelar vertiera suespuma luminosa sobre la tierra; y llenode pasión, como si las creencias detodas las edades del mundo regresaran

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flotando con abandono... hacia el núcleodel sol. Las ruinas de Egipto se fundíanpara crear un único templo de unainmensidad primigenia cuyo suelo era eldesierto desnudo, pero cuyos muros seelevaban hacia las estrellas.

De pronto, el canto y los ritmoscesaron; se hundieron bajo tierra. Lasarenas les hicieron enmudecer. Y el solbajó la vista para contemplar su antiguomundo...

Me sentí invadido de una calidezradiante y descubrí que de nuevo podíamover mis extremidades. Un flujo deexaltación vital recorría mi cuerpo depiedra. Durante una milésima desegundo oí la lluvia de partículasarenosas que chocaban contra mí, como

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si se tratara de arena levantada por unaráfaga de viento; aunque en esta ocasiónsí que sentí cómo se me clavaban en lapiel. Pero el instante pasó. El calorsofocante me empapaba de sudor de lospies a la cabeza mientras mi concienciarecobrada me permitía darme cuenta deque mi insensibilidad pétrea daba paso auna vuelta de la sangre y de la carne. Elsol había salido... Yo estaba vivo, sí,pero... transformado.

Creo que entonces abrí los ojos. Elalivio que sentí fue inmenso. Me di lavuelta y aspiré una profunda bocanadade aire fresco; estiré una pierna sobreuna gruesa alfombra verde. Algo mehabía abandonado, y otra cosa habíaregresado conmigo. Me retrepé en mi

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asiento, embargado de la reconfortantesensación de quien se sabe libre y asalvo.

El final llegó de forma violenta ydesordenada. Me encontré a mí mismo, ya Moleson, y también a George Isley.Sin que yo lo hubiera advertido, esteúltimo había sufrido un cambio dentrode la propia habitación. Isley se habíaelevado, y desde su altura, se precipitóhacia donde yo estaba. Vi que movía losbrazos. De debajo de sus manos parecióbrotar una llamarada; entonces me dicuenta de que estaba dando las luces. Sefueron encendiendo en distintos lugaresde la habitación: a lo largo de lasparedes, en la hornacina, junto alescritorio y, finalmente, una de ellas,

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que se encontraba en un estante situadojusto encima de donde yo estaba, medeslumbró. Me hallaba de nuevo en elPresente, rodeado de todos aquellosobjetos modernos.

Mientras que la mayoría de losdetalles se fueron presentando de formagradual a mis sentidos reciénrecobrados, el regreso de Isley vinoacompañado de ese extraño efecto dedistancia y velocidad; el impacto queaquello me produjo fue terrible. Habíacaído desde la altura de su inmensotamaño. Tuve la sensación de que veníalanzado hacia mí. En cuanto a Moleson,él simplemente estaba «ahí»; adiferencia de lo que ocurría con sucompañero no daba la impresión de

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haber sufrido un cambio súbito y veloz.Permanecía inmóvil junto al piano, consus largas y finas manos extendidassobre el teclado, pero sin llegar atocarlo. Isley, en cambio, había caídocomo un rayo en la pequeña habitación yen sus facciones alteradas se apreciabantodavía signos de la monstruosaposesión que había sufrido. En la miradade sus ojos rehundidos se confundían elcombate y la devoción. Sus labios,aunque de manera un tanto forzada,esbozaban una sonrisa. Sentí unescalofrío al advertir con toda claridadcómo se iba desprendiendo de su rostroaquella sensación de inmensidad, igualque se desprenden las sombras de loscortados de un acantilado. Todas las

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proporciones parecían estarespantosamente mezcladas. La fuerzadescomunal que había vuelto areabsorber su ser se replegó lentamentehacia el interior. Isley parecía habersederrumbado. Por las mejillas quemadaspor el sol de aquel rostro ajado viresbalar una lágrima.

Durante un instante me embargó unsentimiento de intensa repulsión. Elpresente se me aparecía a los ojoscubierto de harapos. La reducción deescala resultaba terriblemente dolorosa.Suspiraba por aquel esplendor perdidoque, no obstante, parecía hallarsetodavía misteriosamente próximo. Lavulgaridad de aquella habitación dehotel, la chillona fealdad de su

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decoración, la bajeza de los ideales quegobernaban la vida del presente —donde la utilidad suplanta a la belleza yla ganancia prima sobre la devoción—unido al hecho de que mis compañerosparecieran haber disminuido hastaalcanzar el tamaño de unas ridículasmarionetas, me producía un dolor tanintenso que, en un primer momento, nocreí que fuera capaz de soportarlo. Mefijé en el reloj que se destacaba sobre elmantel de la mesa, iluminado por elresplandor de las luces, marcaba lasonce y media de la noche. Molesonhabía estado dos horas al piano. Larecuperación de mi facultad de medircompletó mi sensación de desengaño.Sí, me encontraba de regreso entre los

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objetos del mundo moderno. Volvía aser un prisionero del espíritu maquinaldel Presente.

Durante un largo intervalo detiempo ninguno de nosotros se movió oabrió la boca para decir algo; el cambiorepentino nos tenía confundidos;habíamos saltado desde las alturas,desde la cúspide de una pirámide, desdeuna estrella... y al chocar contra el suelonuestros pensamientos se habíandesperdigado por todas partes. Lancéuna mirada furtiva a Isley, mientras mimente se interrogaba distraídamentecómo era posible que siguiera allí. Unaexpresión resignada había sustituido a laenergía que antes desprendiera su rostro;se había limpiado la lágrima. Ahora no

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se apreciaba combate alguno en él, nohabía ningún indicio de resistencia, tansólo abandono; tenía un aspectoinsignificante. El verdadero GeorgeIsley estaba en otra parte: su yo másauténtico no había regresado.

Torpemente, como si avanzáramosa empellones, fuimos superandosucesivas etapas hasta que, por fin, lostres regresamos de nuevo a la realidadcotidiana. De pronto, volvíamos ahablar como si nada hubiera pasado;haciéndonos preguntas los unos a losotros y respondiéndolas, encendiendocigarrillos y todo ese tipo de cosas.Moleson tocaba unos acordes bastantevulgares en el piano mientras serecostaba con desgana en su silla,

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salpicando de vez en cuando la músicacon algunas frases, y dandoconversación a cualquiera que estuvieradispuesto a hacerle caso. Isley cruzólentamente la habitación, se acercó adonde yo estaba, y me ofreció tabaco.En el intenso bronceado de su rostro sedescubrían profundas sombras. Parecíaagotado, exhausto, como un soldadocurtido en mil batallas.

—¿Te ha gustado? —oí que mepreguntaba con un hilo de voz. Su tonono demostraba ningún interés, carecía deexpresividad; no era el verdadero Isleyquien hablaba, no era más que aquelfragmento de su persona que habíaregresado. Sonreía como un verdaderoautómata.

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Cogí mecánicamente uno de loscigarrillos que me ofrecía, mientraspensaba confusamente qué respuesta lepodía dar.

—Es irresistible —susurré—.Comprendo que resulte más sencillopartir.

—Y también más dulce —merespondió con un suspiro— ¡Y tanmaravilloso...!

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12

Me fijé en la mano que me daba

fuego; estaba temblando. De repentesentí dentro de mí un deseo de haceralgo violento, de realizar un movimientobrusco, de empujar o tirar algo.

—¿Qué ha sido todo esto? —pregunté abruptamente, alzando la vozen un tono casi desafiante, con laintención de que me oyera el hombre quese sentaba al piano—. Cómo se haatrevido a hacer semejanteexperimento... con otras personas... sinhaberles pedido previamente permiso...Me parece algo intolerable... es...

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Fue el propio Moleson quienrespondió. Pasó por alto el final delafrase como si no lo hubiera oído. Seacercó con aire despreocupado hastadonde nos encontrábamos, sosteniendoen la mano un cigarrillo al que dabacuidadosamente forma entre sus finosdedos.

—Pregunte cuanto quiera —respondió tranquilamente—, peroexplicarlo no es tan sencillo. Lodescubrimos —y con un gesto de lacabeza señaló hacia Isley— hará dosaños en el Valle. Estaba caído junto a unsacerdote que tenía todas las trazas dehaber sido un personaje muy importante.Formaba parte del ritual que se utilizabapara la adoración del sol. En el museo

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(puede verlo cuando quiera en elBoulak) lo han catalogado simplementecon una etiqueta que dice «Himno a Ra».Pertenece al período de Ajenatón.

—Las palabras sí —apuntó Isleyque escuchaba atentamente.

—¿Las palabras? —repitióMoleson con un extraño tono de voz—No hay palabras. En realidad todoconsiste en una manipulación dediversos sonidos vocálicos. Y en cuantoal ritmo, la salmodia o como quierallamarlo, yo mismo la compuse. Sabe,los egipcios no escribían su música. —De repente se puso a estudiar mi rostrodurante un instante con ojos escrutadores—. Cualquier palabra que haya oído ohaya creído oír habrá sido producto de

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su propia interpretación —añadió.Me le quedé mirando fijamente sin

responderle.—En sus rituales se servían de lo

que llamaban una «lengua raíz» —prosiguió— que estaba compuestaenteramente de sonidos vocálicos. Nohabía consonantes. Verá, los sonidosvocálicos tienen un fluir ininterrumpido,carecen de principio o de fin, mientrasque las consonantes interrumpen eseflujo, lo rompen y lo limitan. Lasconsonantes carecen de sonido propio.El verdadero lenguaje es un continuo.

Nos quedamos un rato fumando ensilencio. Comprendí entonces que lo quehabía hecho Moleson se basaba en unosconocimientos muy sólidos. Era la

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versión de un fragmento de un ritualantiguo que Isley y él habíandesenterrado, cuyo efecto, bienconocido ya con respecto al primero,quería probar en mí. Tenía la impresiónde que sólo de esa manera cabíaexplicarse los espectaculares resultadosque había obtenido conmigo.

En la fe y en la poesía de unanación reside la vida de su alma; y eraprecisamente la descomunal fe de Egiptolo que latía tras el ritmo de aquel cantomonótono e interminable. Tenía sangre,nervio, corazón. Millones de personaslo habían oído cantar; millones habíanllorado, rezado y suspirado alescucharlo; la pasión de aquellacivilización prodigiosa, que veneraba a

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la divinidad solar y aún seguía vivaaunque permaneciera oculta bajo tierra,le había insuflado su propia alma. Aquelcántico hacía que brotara la majestuosafe del antiguo Egipto; ese desarrolloformidable y apasionado de todos losaspectos relacionados con la vida deultratumba y con la Eternidad queconstituía el eje de la existencia enaquellos tiempos grandiosos. Durantesiglos inmensas multitudes, guiadas porel sacerdocio regio, habían entonado esemismo ritual, esas mismas fórmulas; lohabían creído, lo habían vivido ysentido. La salida del sol seguía siendosu momento culminante. Sus grandessímbolos en ruinas seguían impregnadosde aquel poder espiritual. La fe de una

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civilización sepultada había vuelto aprender en el presente, y también ennuestros corazones.

Un extraño respeto por el hombreque había sido capaz de producirsemejante efecto sobre dos mentesmodernas se fue apoderando de mí y semezcló con la repulsión que a su vez meproducía todo aquello. Lancé una miradafurtiva a aquel rostro arrugado y reseco.Todavía conservaba algún rastrodesdibujado y borroso de lo que, hastahacía un momento, había llevado dentrode sí. Sus mejillas contraídas teníancierta apariencia pétrea. Me dio laimpresión de que era más pequeño.Parecía haber menguado. Seguíapensando en él tal y como había sido

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hacía un rato, cuando aún estabaaprisionado en los grandes captores depiedra que le habían poseído...

—Tiene un poder tremendo... unpoder espantoso —tartamudeé, más porromper aquel silencio opresivo que pordeseo de hablar con él—. Hace quereviva Egipto —el antiguo Egipto— deuna forma extraordinaria, lo introduce enlos corazones. —Las palabras salían demis labios de forma casi espontánea.Aunque no era consciente de ellohablaba en voz muy baja. Estabasobrecogido. Isley se había alejado demí y se había acercado a la ventanadejándome cara a cara con aquellaextraña encarnación de unos tiempospretéritos.

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—No podía ser de otra manera —replicó; sus ojos brillaban aún con unoscuro resplandor—; contiene en sí elalma de los tiempos antiguos. Dudo quealguien, tras escucharlo, pueda seguirsiendo la misma persona. Verá, expresala pasión y la belleza esenciales deaquel culto gozoso, de esa fe espléndida;el culto razonable e inteligente del sol,la única creencia científica que haconocido el mundo. Naturalmente, en suvertiente popular había grandes dosis desuperstición, pero en su versiónsacerdotal —es decir, en la quepracticaban los sacerdotes— quecomprendían la relación existente entreel color, el sonido ylos símbolos, era...

Se interrumpió súbitamente, como

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si aquello fuera algo que se estuvieracontando a sí mismo. Nos sentamos. Anuestra espalda, George Isley, asomadoa la ventana, contemplaba la noche sinluna.

—¿Ha probado sus efectos... sobreotros? —le solté a bocajarro.

—Los he probado sobre mí —respondió de manera cortante.

—He dicho sobre otros —insistí.—Sobre otro... sí —reconoció.—¿Intencionadamente? —mientras

hacía aquella pregunta sentíestremecerse algo dentro de mí.

Se encogió ligeramente dehombros.

—No soy más que un arqueólogoespeculativo —sonrió— y... bueno, un

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egiptólogo con algo de imaginación.Tengo el deber ineludible de reconstruirel pasado para que aparezca vivo a losojos de los demás.

Me entraron ganas de abalanzarmesobre su cuello.

—Como es natural, usted sabíaperfectamente el efecto mágico que contoda seguridad —o al menos con todaprobabilidad— tendría, ¿no es así?

Me miró fijamente a través delhumo de su cigarrillo. A día de hoy sigosin saber qué había en aquel hombre queme producía escalofríos.

—Yo no estoy seguro de nada —replicó con voz suave—, pero consideroque es perfectamente legítimo probar.En cuanto a ese adjetivo que usted ha

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utilizado, «mágico»; no tiene ningúnsentido para mí. Si algo así existe no esen realidad más que conocimientocientífico, olvidado o aún por descubrir.—Mientras hablaba sus ojos despedíanun fulgor desafiante, insolente; su actitudera casi agresiva—. Supongo que serefiere a nuestro común amigo más que austed.

Haciendo un gran esfuerzo traté deresponder a aquella mirada tan singular.Aún emanaba de su persona algo queimponía, pero que, al mismo tiempo,resultaba terriblemente atractivo. Mehacía pensar de nuevo en aquella Redinvisible, en aquella oscura cortina degasa, en el poder que aguardaba inmóvilen el centro a su presa, en aquellas

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Entidades enigmáticas y monstruosasque se mantenían alertas y vigilantes a lolargo de los siglos.

—¿Se refiere usted al cambio quese ha operado en su actitud hacia lavida, a su marcha? —añadió Moleson enun tono más bajo.

Al oírle utilizar aquellas palabras,aquella frase precisamente, unescalofrío me recorrió todo el cuerpo.No obstante, antes de que pudieraresponderle, y a buen seguro muchoantes de que pudiera controlar aquelsúbito terror que se había apoderado demí, oí cómo continuaba en un susurro.Una vez más parecía hablar consigomismo más que conmigo.

—Imagino que el alma tiene

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derecho a elegir las condiciones de viday el entorno que más le convengan. Elpaso a otro lugar supone una traslación,no una extinción. —Se quedó un ratofumando en silencio; luego alzó la vistay, mirándome a la cara con unaexpresión de profunda seriedad, me dijootra cosa francamente extraña. De nuevosu auténtico ser reemplazó a su posecínica.

—El alma es eterna y puede elegirestablecer su morada allí donde desee,sin tener para nada en cuenta la duracióntemporal. ¿Qué tiene este Presentesuperficial y vulgar para pretenderarrogarse derechos exclusivos sobreella? Hoy en día, ¿en qué lugar delmundo moderno va a encontrar las

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creencias, la fe y la belleza que son lamisma esencia de su vida? ¿Dónde enmedio del tráfago y la confusión de estaera de la vulgaridad va a encontrar suhogar? ¿Está acaso condenada arevolotear por toda la eternidad sobreeste valle de huesos secos, cuando tieneun Pasado vivo al alcance de la mano,que la espera lleno de amor, lleno defuerza y de gloria? —Se acercó más amí y posó su mano sobre mi hombro.Sentía su aliento pegado a mi cara.

—¡Venga con nosotros, regrese connosotros! —fue su terrible susurro—.¡Aleje su vida de esta inmundicia, deesta anodina fealdad! Regrese y adorecon nosotros imbuido del espíritu delPasado. Haga suyos ese esplendor

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inmemorial, esa gloria, esos conceptosgrandiosos; la maravillosa certidumbre,el inefable conocimiento de lasesencias. Aún sigue estando alrededorde usted; llamándole, llamándolesiempre; está muy cerca; le arrastra díay noche... le está llamando, llamando,llamando.

Su voz parecía irse perdiendo en ladistancia mientras repetía aquellasúltimas palabras; aún hoy a veces creooírlas, con esa misma cadencia suave ymonótona, intensa y apagada a la vez: leestá llamando, llamando, llamando. Perosus ojos tenían ahora una miradaperversa. Entonces sentí todo elsiniestro poder de aquel hombre. Me dicuenta de que en su corazón y en su

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mente habitaba la locura. El Pasado queél trataba de glorificar yo lo veía negro,envuelto en la intimidatoria oscuridadegipcia de una plaga. Lo que me estaballamando, llamando y llamando no era labelleza, sino la Muerte.

—Es real, no es un sueño —prosiguió, sin apenas percatarse de queyo me iba echando para atrás—. Esossímbolos en ruinas siguen en contactocon lo que existió en tiempos. Son tanpotentes hoy como lo fueron hace seismil años. Detrás de ellos rebosa aún laasombrosa vida de aquella época. Noson simplemente unas moles de piedraque parecen aplastarnos, sino laexpresión visible de grandes poderes alos que todavía es posible... acceder. —

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Bajó la cabeza, estudió detenidamentemi cara, y susurró algo. Por sus ojospasó la expresión de quien se sabeconocedor de un secreto.

—Le he visto cambiar, igual queusted nos vio cambiar a nosotros —suspalabras parecían brotar desde algúnlugar muy profundo—. Y ese cambiosólo lo puede producir la adoración. Elalma asume las cualidades de la deidada la que adora. Los poderes de sudeidad la poseen y la transforman a suimagen y semejanza. Usted también losintió. También usted estaba poseído. Viel rostro de piedra de la deidad impresoen el suyo.

Creo que entonces sacudí todo micuerpo, igual que un perro que tratara de

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quitarse el agua de encima. Me levanté.Recuerdo que estiré mis manos haciadelante como si quisiera apartarle de unempujón y expulsar así de mi mente suinsidioso influjo. Pero también recuerdootra cosa. De no ser por la realidad delo que sucedería más adelante y por elresultado práctico al que aún hoy tengoque hacer frente —la desaparición deGeorge Isley, la pérdida para el tiempopresente de todo lo que George Isleyalguna vez fue— lo que vi entonces bienpodría haber sido motivo de risa. Sinlugar a dudas tenía algo de cómico. Sinembargo, era a la vez repugnante yterrorífico. Bajo una apariencia absurdaacechaba un profundo horror, porquetras aquel mimetismo externo se

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ocultaba una gran verdad. Era espantosoporque era real.

En el gran espejo que reflejaba laparte de la habitación que se encontrabaa mi espalda, vi la figura de Moleson yla mía, y algo más al fondo, junto a laventana abierta, la de Isley. Los tresteníamos la postura de unos jeroglíficosque hubieran cobrado vida. Ciertamenteyo tenía las manos estiradas, pero no enademán defensivo, como había creído.Estaban estiradas de una forma...antinatural. Los antebrazos formaban unextraño ángulo obtuso, idéntico al que sepuede observar en los antiguos relievestallados en granito: las palmas de lasmanos estaban vueltas hacia arriba, lacabeza inclinada hacia atrás, las piernas

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adelantadas y el cuerpo rígido, en unapostura que confería expresión a unasmentes antiguas y olvidadas. Laconfiguración física de los tres eramonstruosa y, no obstante, la tosquedadde aquellos gestos venía dictada por lareverencia y la verdad. Algo que sehallaba presente en los tres inspiraba laformas que nuestros cuerpos habíanasumido. Nuestras posturas expresabananhelos, emociones, inclinacionesocultas —no sé muy bien cómollamarlas— que el espíritu del Pasadohabía evocado.

Sólo vi aquella imagen reflejadurante un instante. Inmediatamente dejécaer los brazos, consciente de loridícula que era aquella postura.

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Moleson se acercó a mí dando una desus largas y elocuentes zancadas, y enaquel mismo instante, Isley, desde ellugar que ocupaba junto a la ventana, seaproximó rápidamente y se unió anosotros. Nos quedamos mirándonos ala cara sin pronunciar palabra. Aquellabreve pausa no debió de durar más dediez segundos, pero durante ella sentíque el mundo entero pasabadeslizándose a mi lado. Oí a los siglosprecipitarse a toda velocidad. Elpresente se iba hundiendo en ladistancia. La existencia ya no transcurríaa lo largo de una línea tendida en dosdirecciones; era un círculo en cuyocentro, nosotros mismos, en compañíadel Pasado y el Futuro, permanecíamos

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inmóviles, pero con la posibilidad deacceder a cualquier instante temporal deforma inmediata. Los tres caíamos,caíamos hacia atrás...

—¡Venga! —exclamó la voz deMoleson con solemnidad, pero con ladulzura de un niño que ya anticipa unfuturo gozo—. ¡Venga! Marchemosjuntos, la barca de Ra ya ha cruzado elmundo subterráneo. La oscuridad hasido subyugada. Marchemos juntos alencuentro del amanecer. ¡Escuche! Estállamando, llamando, llamando...

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13

Sentí como un movimiento muy

rápido; era mi propia alma que seaceleraba. Se estaba viendo sometida aunas transformaciones vertiginosas,indescriptibles. Las más variadas eintensas emociones fluían a través de mía la velocidad del rayo, y antes de quepudiera ponerles un nombre, ya lashabía experimentado en toda su plenitud.La vida de varios siglos caía conmigohacia atrás y, como ocurre al hundirse,aquel arquetipo de la existencia superóen pocos segundos las empinadasladeras que con tanto esfuerzo había

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erigido el Pasado. Los cambios pasabancomo una exhalación. Lloré, recé yadoré; amé y sufrí; combatí, perdí ytriunfé. Descendiendo por la gigantescaescala de las edades, comprimidas enunos pocos instantes, mi alma seprecipitaba hacia el reposo y lainmovilidad del Pasado.

Recuerdo algunos detalles nimiosque interrumpieron el inmensodescenso... me puse el abrigo y elsombrero. Recuerdo unas palabras quealguien dijo... su extraño sonido meevocó el canto de un pájaro quedespierta a medianoche: «Salgamos porla puerta trasera; a estas horas la puertaprincipal ya estará cerrada». Tambiénguardo un vago recuerdo de la silueta

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del gran hotel, con sus columnatas yterrazas, que se iba difuminando amedida que lo dejábamos atrás.Aquellos detalles oscilaban un instanteante mis ojos y después desaparecían;era como si estuviera cayendo desde unaestrella hacia la tierra y, en mi caída,fuera encontrando las plumas y hojassecas que el viento había barrido. Mialma no experimentaba ningúnrozamiento mientras se hundía haciaatrás en el tiempo; era un vuelo ágil ysilencioso, como el de un sueño. Mesentía absorbido hacia abismos cuyovacío no oponía resistencia alguna...hasta que, finalmente, aquella velocidadescalofriante comenzó a aminorar y elvuelo vertiginoso se convirtió en un

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suave flotar. De forma imperceptible setransformó en un movimiento deslizante,como si se hubiera producido unavariación en el ángulo de la caída. Mispies tocaron tierra sin ningún problemay comenzaron a andar por una superficieque se agarraba a ellos, acompañandocada uno de sus movimientos con unsordo rumor.

Alcé la vista y vi los brillantesejércitos de estrellas. Delante de míreconocí los sombríos montes de crestasaplanadas; a un extremo y a otro de ellosse abrían amplias parameras quetambién me resultaban familiares; juntoa mí, uno a cada lado, avanzaban misdos compañeros. Estábamos en eldesierto, pero era el desierto de hace

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miles de años. Aunque una parte de míseguía reconociendo a mis compañeros,tenía también la sensación de que eranunos desconocidos o, al menos, unaspersonas a las cuales sólo conocía muysuperficialmente. Traté en vano derecordar cómo se llamaban: Mosely,Ilson; ésos eran los nombres que se mevenían a la cabeza, los mezclaba.Cuando les eché una mirada furtiva, loque vi fueron los contornos oscuros deunos muñecos carentes de sustancia. Susmovimientos reproducían los grotescosademanes de unos jeroglíficos vivientes.Durante un instante me pareció quetenían los brazos atados a la espalda enuna postura imposible y que las cabezasdescribían un ángulo cerrado sobre la

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línea de sus hombros.Pero aquella impresión sólo duró

un instante. Cuando los miré por segundavez sus figuras volvían a ser sólidas ycompactas, y sus nombres me vinieronde nuevo a la memoria; los trescaminábamos agarrados del brazo.Debíamos haber cubierto ya una grandistancia; me dolían las piernas y mefaltaba el aliento. Corría un aire muyfrío y por todas partes reinaba unsilencio sepulcral. Más que avanzar connuestros propios pasos, bajo aquella luzmortecina, la sensación que se tenía eraque el desierto fluía bajo nuestros pies.Nos sobrepasaban riscos con crestas enforma de capucha; montículos de arena yenormes peñascos iban pasando de

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largo. Entonces, a mi izquierda, oí unavoz; sin lugar a dudas era Moleson quienhablaba:

—Hacia Enet se encaminannuestros pasos —dijo con un tono queera mitad canto mitad susurro—, haciaEnette-ntore. Allí, en la Casa delNacimiento, consagraremos de nuevonuestros corazones y nuestras vidas.

Tanto su lenguaje como laentonación musical de su voz meembelesaron. Comprendí que se referíaa Denderah, en cuyo majestuoso templohacía no mucho que unas manos habíanpintado con colores imperecederos lossímbolos de nuestra relación cósmicacon los signos del Zodiaco. Denderahera el grandioso centro donde rendíamos

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culto a la diosa Hathor, la Afroditaegipcia, la portadora del gozo y delamor. Su consorte, Horus, el dios decabeza de halcón, era quien nos habíaimbuido de briosa energía en su mansiónde Edfu. Además... nos encontrábamosen las fechas del Nuevo Año, la granfestividad durante la cual todas lasfuerzas vitales de la tierra brotan engozoso crecimiento.

Caminábamos por el desierto haciaDenderah, pisando las arenas de hacemiles de años.

La detención del tiempo y delespacio venía acompañada de unasorprendente ligereza del espíritu,similar, imagino, a la que seexperimenta en un estado de éxtasis. El

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alma estaba embriagada. Nada meseparaba de las estrellas ni de aqueldesierto que avanzaba con nosotros. Elviento brotaba sin trabas de mis nerviosy de mi piel; y las acariciantes ondas delNilo, que brillaba con luz trémula anuestra derecha, se recogían entre mismanos. Conocía la vida de Egiptoporque la llevaba dentro de mí, mecubría, me rodeaba; yo formaba parte deella. Marchábamos felices como pájarosque se dirigen hacia el amanecer. Anuestro paso, el tiempo no abría fosos niintervalos que pudieran detenernos.Fluíamos, pero permanecíamos enreposo; estábamos infinitamente vivos;el presente y el futuro eran algoinconcebible; aquello era el Reino del

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Pasado.Las pirámides estaban en

construcción, y el ejército de obeliscosdesplegaba su mirada en torno a sí,orgulloso de su equilibrio reciénestrenado. Tebas abría sus cien puertasal mundo; Menfis, nueva yresplandeciente, se reflejaba con unamiríada de destellos en las aguas que laslágrimas de Isis habían endulzado, y loscantiles de Abú Simbel ignoraban aún lagigantesca progenie que engendrarían.Tan sólo la Esfinge, uniendo laeternidad y el tiempo, se alzaba ajena yenigmática en un mundo propio.Marchábamos por la antigüedad caminode Denderah.

Cuánto estuvimos andando, a qué

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velocidad marchábamos o qué distanciarecorrimos, son cosas de las que guardotan poco recuerdo como del maravillosotorrente de palabras que fluía a través demí mientras mis dos compañeroshablaban entre ellos. Lo único que sé esque, de repente, una oleada de dolorpuso fin a aquella dicha maravillosa ehizo que esa paz, que yo creíaimperturbable, se disipara. De pronto elsonido de las voces de mis compañerosme produjo espanto. Una sensación detemor, de pérdida, un desconcierto depesadilla me fue invadiendo como si setratara de un viento helado. Lo que ellosvivían de forma natural y sentían comoverdadero en lo más hondo de suscorazones, yo lo vivía simplemente

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gracias a una afinidad temperamental.Había llegado la fase en que mispoderes ya no daban más de sí. Aquelladesmesurada expansión de la concienciahacia atrás que me había sido impuestapor otra persona había alcanzado sulímite; la cuerda se había tensado enexceso y se había roto. A mis oídos susvoces sonaban ahora lejanas y horribles.Mi gozo había terminado. Un resplandorde horror alumbró el desierto y lasestrellas cobraron una aparienciaperversa. Un deseo angustioso deregresar a la seguridad y a la sanidaddel Presente usurpó el puesto de todosaquellos anhelos descabellados derecuperar el Pasado. Perdí el paso demis compañeros. El desierto detuvo su

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apresurada marcha. Me solté de subrazo. Entonces los tres nos detuvimos.

Aún hoy recuerdo perfectamenteaquel lugar. Más tarde volvería alocalizarlo e incluso lo fotografié. Dehecho no se encuentra muy lejos deHelouan; a no más de una milla de laPalmera Solitaria, donde las laderas deondulante arena marcan el comienzo deun valle misterioso y cautivador querecibe el nombre de Wadi Gerraui. Y siaquel valle resulta tan cautivador esporque al llegar a él parece hacer señasy tirar de uno. Entre las desgarradasgargantas de ese desolado paisaje calizose encuentra súbitamente un trecho deunas arenas amarillas muy finas queparecen fluir y arrastrar los pies hacia

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delante. No hay nada más sencillo quedejarse llevar por ellas; la siguientecadena de montes y la siguiente cuencase ven cada vez un poco más lejos.Actúa como un señuelo. Los peñascosparecen decir: «deténte»; pero lacorriente de arena te invita a seguir. Elflujo de sus meandros dorados poseeuna rara fascinación.

Fue allí, justo al borde de aquelvalle, donde nos detuvimos cuando elritmo de nuestra marcha se rompió ynuestros corazones dejaron de latir alunísono. Mi arrobamiento temporalhabía pasado. Sentía miedo. El Presenteme embestía con fuerza y tenía lasensación de que mi mente se habíadetenido a un solo paso de la locura. Las

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brumas de mi cerebro se habíandisipado y veía las cosas con másclaridad.

Es cierto que el alma puede «elegirsu morada», pero vivir en un lugar tanradicalmente ajeno era elegir la locura,y vivir divorciado de todas las dulces ysaludables realidades del Presente eraun exilio aún peor que la locura. Era lamuerte. Se me partía el alma al pensaren George Isley. Recordé aquellalágrima que había visto caer por sumejilla. En aquel instante compartí conél la agonía de su combate. Sin embargo,él lo experimentaba en realidad,mientras que lo mío no era más que unmero reflejo fruto de la simpatía que meinspiraba su persona. Él ya había

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llegado demasiado lejos para seguirluchando...

Nunca olvidaré la desolación de laextraña escena que se desarrollóentonces bajo la luz de las estrellasmatinales. El desierto se recostó y sequedó observándonos. Nosencontrábamos al borde de una pequeñacadena de colinas quebradas mirando alas doradas arenas de aquel valle. Unosveinte metros más abajo, iluminadas porel cielo estrellado, las arenas despedíanuna luminosidad tenue y maravillosa. Eldescenso no presentaba ningunadificultad, pero yo no me moví. Menegué a dar un paso más. Distinguí lafigura de mis compañeros bajo aquellaluz mortecina; oteaban el espacio que se

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extendía más allá de aquel promontorio.Moleson se había adelantado un poco.

Me dirigí hacia donde él estaba,convencido de cuál era el papel que mecorrespondía desempeñar y, ala vez,dolorosamente consciente de lainutilidad del mismo. Me sentía comouna brizna de paja que, en medio de unacorriente, gira sobre sí misma en un fútilintento de detener el torrente de aguaque la arrastra. El silencio que reinabaen aquel momento estaba preñado contodo el dilema de un intenso conflictohumano. Era un remolino detenidodurante un instante en la gran masa de lamarea. Entonces hablé. ¡Qué vergüenzasentí ante la insignificancia de mi voz yla fragilidad de mi pequeña persona!

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—Moleson, nosotros no seguimos.Ya hemos ido demasiado lejos. Nosvolvemos.

Mis palabras las respaldabantreinta míseros años. Su respuesta arrojócontra mí sesenta siglos. Su voz parecíarecoger el sonido del viento que pasabasusurrando sobre las corrientes de arenaque se encontraban por debajo denosotros. Me sonrió.

—Nuestros pasos se encaminanhacia Enet-te-ntore. No hay marchaatrás. ¡Escuche! ¡Nos está llamando,llamando, llamando!

—Volvemos al lugar que noscorresponde —grité en un tono que, envano, intenté que sonara imperativo.

—Nuestro hogar está ahí —

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salmodió mientras señalaba con uno desus largos y flacos brazos en direcciónal resplandor del oriente—. El Templonos llama y el Río endereza nuestrospasos. Llegaremos a la Casa delNacimiento para encontrarnos con elamanecer..

—¡Miente! —grité de nuevo—¡Ésas son las mentiras de la locura, yese Pasado que busca no es más que laCasa de la Muerte! ¡Es el reino de losmuertos!

La impotencia hacía que mispalabras brotaran de mis labiosviolentas y desesperadas. Agarré aGeorge Isley del brazo.

—Regresa conmigo —le rogué convehemencia, embargado de un dolor

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indescriptible por él—. Volveremossobre nuestros pasos. ¡Vuelve a dondeperteneces ¡Vuelve! ¡Escucha! ¡La dulcevoz del Presente te está llamando!

Aunque creía tenerle bien agarrado,comprobé con espanto cómo su brazo seme escurría de entre las manos. Molesonse encontraba ya en aquellas arenasamarillas y comenzaba a perderse en ladistancia. Se alejaba deslizándose conuna rapidez sobrenatural. Ladisminución de su figura resultabarepugnante. Parecía un muñeco. Su vozllegó débilmente a nuestros oídos comosi un abismo le separara de nosotros.

—Está llamando... llamando... Sela oye eternamente llamando...

El viento se llevó sus palabras

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hacia aquel valle arenoso y el Pasadoinundó como un torrente el cielo que seiba volviendo cada vez más brillante.Sentí como si una tormenta se abatieracontra mi espalda, y perdí el equilibrio.Me tambaleé. También yo estuve a puntode caer a las arenas desde la altura deaquel inestable promontorio.

—¡Regresa conmigo! ¡Regresa a tulugar! —grité, ya más débilmente—.Sólo el Presente es real. En él haytrabajo, ambición, obligaciones.También hay belleza, ¡la belleza de unavida digna! ¡Y hay amor! ¡Hay unamujer... llamándote, llamándote...!

Allá abajo aquella otra voz volvióa tomar la palabra. Desde detrás de losmuros de arena se escuchó cómo

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entonaba suavemente un cántico. Estabatraspasado de una emoción dulce yarrebatada que me impresionóhondamente.

—Nuestros pasos se encaminanhacia Enet-te-ntore. ¡Nos está llamando,llamando...!

Mi voz se desvaneció en la nada.George Isley se encontraba ya pordebajo de donde yo estaba, su diminutasilueta se destacaba sobre las sábanasde arena amarilla. Las arenascomenzaron a moverse. El desiertovolvía a ponerse rápidamente enmarcha. Las figuras humanas se alejabanraudas hacia el Pasado que habíanreconstruido con el anhelo creador desus almas.

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Me quedé solo, observándoles conimpotencia desde el borde de aquelpromontorio de caliza que se ibadesmoronando poco a poco.Comenzaban a alzarse en el cielo losrayos púrpura del amanecer, cuando fuitestigo de algo asombroso. Envuelto enun resplandor de tonos dorados, azules yplata, el desierto, en toda su inmensidad,estaba cobrando vida en el horizonte.Las sombras púrpura se volvían grises.Los montes aplanados resplandecían.Los destellos de enormes mensajeros deluz aparecían por todas partes a la vez.El resplandor de la salida del soldeslumbraba mi vista externa.

Pero al estar mis ojos cegados, mivisión interior pudo concentrarse con

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mayor intensidad aún en lo que ocurrióentonces. Fui testigo de la desapariciónde George Isley. La imagen quecontemplé poseía una magia terrible.Aquellas dos figuras, pequeñas ydistantes, se destacaban nítidamentesobre la concavidad de arena, como sifueran unos hombres en miniatura. Susterribles siluetas, que parecían unrepugnante parche, se distinguían contoda claridad, recortadas contra aquelinmenso paisaje de fondo. Aunque entérminos de espacio real se encontrabanbastante cerca de donde yo estaba, enmateria de tiempo nos separaban siglos.A su alrededor se extendía una sombradifusa e inmensa que era algo más que lasombra de los montes. Se desplazaba

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reptando sobre la arena; los engullía, losborraba. Habían quedado encerradosdentro de ella, como insectos atrapadosen una gota de ámbar. Su tamañodisminuía, se los llevaba a lasprofundidades, los absorbía.

Entonces reconocí sus perfiles. Denuevo, aunque en esta ocasiónreclinados y tendidos sobre el rostro deldesierto, identifiqué las monstruosasformas de aquellos obsesionantessímbolos gemelos. Llegada la hora delamanecer, el espíritu de Egipto seesparcía formidable por todo elterritorio. Había acudido a la llamadadel sol. Se postraba ante la deidad. Lassombras de los imponentes Colosostambién se postraban. Los dos pequeños

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seres humanos, con sus corazonesdevotos y entregados, estabanengastados en ellos.

Era a George Isley a quien sedistinguía con más claridad. La nitidez yla viveza de aquella imagen producíanun efecto devastador. Le habíandesnudado, despojado; nada le cubría.Lo que vi era un esqueleto, cuyos huesosestaban tan limpios como si se leshubiera aplicado un ácido. Su vida sehallaba oculta en el ser de aquelpoderoso Pasado. Egipto le habíaabsorbido. Se había marchadodefinitivamente...

Apreté los ojos, pero no conseguímantenerlos cerrados mucho tiempo. Notardaron en volver a abrirse sin que

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pudiera hacer nada para evitarlo. Lostres nos acercábamos al gran hotel;aquel gran volumen amarillo, con todaslas contraventanas cerradas, se alzabafrente a nosotros iluminado por la luzdel amanecer. Desde el norte soplabacon brío el viento que atravesaba losmontes de Mokattam. Nubes con formade balas de cañón aparecíandesperdigadas por el cielo, y al otrolado del Nilo, sobre el que se extendíaun fino hilo de blanca niebla, vislumbrélos vértices de las Pirámides, reluciendocomo si fueran los picos de unasmontañas de oro. Una hilera de camelloscargados de piedras blancas pasó anuestro lado. Desde las calles deHelouan llegó a mis oídos el griterío de

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los lugareños, y mientras íbamossubiendo las escaleras, llegaron lasrecuas de borricos y se instalaron a unlado de la polvorienta carretera junto asu bersim para esperar a que los turistaslos reclamaran.

—¡Buenos días! —gritó Abdullah,su dueño—. ¿A dónde irán hoy, aSáqqara o a Menfis? ¡Día bonito, burrosmuy buenos!

Moleson subió a su habitación sindecir palabra. Isley hizo otro tanto. Creoque se tambaleó durante un instantemientras doblaba la esquina del pasilloy se perdía de vista. Su rostro lucía esaexpresión de vacío que algunos dicenque expresa paz. Su figura parecíairradiar un resplandor. Al apreciarlo

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sentí un escalofrío. Con el cuerpo y lamente doloridos, y sin haber dichotampoco ni una palabra, me decidí aseguir su ejemplo. Subí a la habitación,y dormí hasta pasado el anochecer, sinsoñar en nada...

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14

Desperté invadido de un

sentimiento de pérdida y de tristeza,como si el reflujo de una marea mehubiera abandonado en la costa,dejándome solo y desconsolado. Miprimer pensamiento fue para mi amigoGeorge Isley. Entonces me fijé en unsobre blanco en el que figuraba minombre escrito con su letra. Antes deabrirlo ya sabía perfectamente quépalabras iba a encontrar dentro: «Nosvamos a Tebas —se limitaba ainformarme aquella nota— partimos enel tren de la noche. Si quieres...». Las

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últimas palabras habían sido tachadas,aunque no de forma que impidiera sulectura. A continuación venía ladirección de la casa del egiptólogo conquien se iban a alojar y la firma, escritacon trazo muy firme: «Estimadamentetuyo, George Isley». Le eché un vistazoal reloj; eran ya las siete pasadas. Eltren nocturno salía a las seis y media.Ya habían partido...

El dolor de sentirme abandonado,de haber sido dejado atrás, era muyprofundo y amargo, pero el que sentíapor él, por mi viejo amigo y camarada,era aún más intenso, porque ya no teníaremedio posible. El miedo y lasemociones del tipo más convencionalme habían detenido a las mismas puertas

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de una oportunidad asombrosa; de unestado de conciencia que permitía hacerdel Pasado una realidad y despojarsedel Presente, que permitía deslizarsefuera del tiempo y experimentar laEternidad. Ésa era la seducción a la quehabía escapado debido a la mezquinaresistencia de mi alma prosaica. Encambio él, mi amigo, al haber aceptadodoblegarse para así poder mejorconquistar, había obtenido unarecompensa espantosa. Sí, con una penainenarrable, comprendía también cuálera la otra cara de la moneda: larecompensa de la inmovilidad que no esmás que puro estancamiento, la dichaimaginaria de una salida en falso, elsueño de encontrar la belleza lejos de

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las cosas del presente. Despertar de unsueño como ése debe serverdaderamente duro. Al aferrarse aestrellas extinguidas, había abrazado elsueño más viejo de la humanidad. A mimodo de ver se había dejado llevar porese engaño que consiste en negar lavida. La tristeza que aquello meproducía me abrasaba por dentro.

Pero no quise «acompañarlos».Esperé su regreso en Helouan, llenandolos días vacíos con explicaciones aúnmás vacías si cabe. Me sentía como unhombre que ha visto cómo un serquerido se hundía en unas aguascristalinas y profundas, que le permitíanseguir viéndolo allí cerca, aunque ya nohubiera posibilidad alguna de

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rescatarlo. Moleson lo había llevado devuelta a Tebas; y Egipto, esa monstruosaefigie del Pasado, había capturado a supresa.

El resto es fácil de contar. AMoleson no le volví a ver. A día de hoysigo sin haberle visto, aunque estoy altanto de los libros que ha idopublicando, así como de lacircunstancia, más bien banal, de que secuente entre esos fanáticos ilusos yllenos de energía que instauran unanueva religión, obtienen ciertanotoriedad, unos cuantos adeptoshistéricos y, finalmente, caen en elolvido.

En cuanto a George Isley, trasquince días de ausencia regresó a

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Helouan. Le vi, le reconocí, hablé ycomí con él; incluso llegamos a haceralgunas pequeñas expediciones juntos.Se comportaba con la delicadeza y elencanto propios de una mujer que haamado un ideal maravilloso ylo haalcanzado... en el recuerdo. Todaaspereza había desaparecido de supersona; su carácter era tan suave yestaba tan pulido como la superficie deun cristal que refleja todo aquello que seacerca lo bastante como para permitirlecapturar su imagen.

Sin embargo, su aspecto meprodujo una impresión que apenas puedoexpresar con palabras: no había nada enél... nada. Lo que volvió de Tebas fueuna mera efigie de George Isley, una

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máscara; la misma forma vacía que hoypasea por las calles de Londres. Noencontré ningún vestigio del hombre queen tiempos conocí. George Isley habíadesaparecido.

Con tan fabuloso autómata pasaríatodavía un mes más. Ese ser espantosofue mi acompañante en aquel hotel. Semovía entre aquella humanidadcosmopolita como un fantasma quevisita la luz del día, pero cuyo hogar seencuentra en alguna otra parte.

Aquella imagen hueca de GeorgeIsley vivió conmigo en nuestro hotel deHelouan hasta que los primeros vientosde marzo debieron transmitir a su cuerpoel mensaje de que se avecinabanincomodidades, y que haría mejor en

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desplazarse a algún otro lugar; que eneste caso resultó ser hacia el norte.

Y se marchó del mismo modo enque había estado... mecánicamente. Sucerebro obedeció a los estímulosconvencionales a los que sus nervios, yen consecuencia, sus propios músculos,estaban acostumbrados. Todo esto podrásonar ridículo, pero lo cierto es quesacó mecánicamente su billete; dio lasrazones habituales y adecuadas en talesocasiones mecánicamente; eligió barco ydestino igual que lo hace la gentecorriente; y como cualquier persona quedeja a un conocido, se despidióexpresando su «confianza» en volver averlo pronto. Vivía, por así decirlo,completamente encerrado en su cerebro.

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Su corazón, sus emociones, sutemperamento y su personalidad; esasuma total inefable de la que esresponsable la gran empatía de nuestrosistema nervioso, o dicho en otraspalabras, su alma, estaba en otro lugar.Aquel ser que en tiempos estuviera llenode vigor y de talento, se habíaconvertido en una persona normal yacomodaticia a la que todo el mundopodía entender: un hombre vulgar ycorriente. Era precisamente lo que lamayoría esperaban de él: unavulgaridad, un buen tipo, un hombremundano; «un verdadero encanto». Selimitaba a reflejar la vida cotidiana sintomar parte en ella. Para la mayoríapasaba desapercibido: «muy

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agradable», era el veredicto general. Suambición, sus inquietudes, su fervorhabían desaparecido; ese entusiasmoinagotable cuyo motor es el anhelo lehabía abandonado, dejando tras de sí unvigor físico desprovisto de todo impulsoespiritual. Su alma había encontrado sunido y había volado a él. Vivía sereno,indiferente y distante en la quimera delPasado. A mis ojos se me aparecíainmenso, como una figura mayestática yborrosa que se mantenía erguida —¡sinmoverse, ay!— en un reposo que erasatisfactorio precisamente porque nopodía cambiar. El tamaño, el misterio yla inmovilidad que le tenían enjauladome parecía... terrible. No meatrevía aentrometerme en el espanto de su vida

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privada y entre nosotros no existíaintimidad alguna. De sus experiencias enTebas no le hice ni una sola pregunta; encierta manera me parecía que no eraposible ni legítimo; por su parte, éltampoco se dignó ofrecerme ni una solaexplicación; al fin y al cabo era algoincomunicable a un habitante delPresente. Entre nosotros se levantabauna barrera que los dos respetábamos. Através de una oscura cortina de gasa,miraba la vida moderna sin curiosidad,apáticamente, con indiferencia. Él seencontraba al otro lado.

Las gentes a nuestro alrededor ibana Sáqqara y a las Pirámides, a ver laEsfinge a la luz de la luna, a soñar aEdfu y a Denderah. Otros describían sus

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viajes a Asuán, Jartum y a Abú Simbel,dando toda suerte de detalles sobre susacampadas en el desierto. ¡Viento,viento, viento! Los vientos de Egiptosoplaban, cantaban, suspiraban. DelNilo Blanco llegaban los viajeros; y delNilo Azul y del Fayum y de tantas otrasexcavaciones sin nombre. Hablaban sinparar y escribían libros. Tenían esaávida forma de conocimiento propia delos tiempos presentes. Los egitpólogos,tanto los grandes como los pequeños,leían lo que estaba escrito en los murosy vertían los jeroglíficos y los papiros alas lenguas modernas. Sólo George Isleyconocía su secreto. Él lo vivía.

Y esa apasionada calma, esaelevada belleza, la fascinación y el

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encanto que constituyen el embrujo deesta tierra triplemente hechizada,también estaban en mi alma; al menos lobastante como para hacerme una idea decuál era su estado. No podía abandonaraquella tierra, y ni siquiera cuandofinalmente me marché conseguímantenerla lejos de mí. Anhelaba elEgipto que él había conocido. Nuncahablé de ello; las palabras no podíanexpresar aquel sentimiento. Vagábamosjuntos por el Nilo y cruzábamos losbosques de palmeras que se alzabandonde en tiempos se hallara Menfis. Lasinmensidades de arena que seencontraban más allá de las Pirámidesconocieron nuestros pasos; los montesde Mokattam, púrpuras al anochecer y

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dorados al alba, reflejaron nuestrassombras errantes cuando pasamos juntoa ellos en silencio. No hubo ni un solodía en que se quedara en el hotel cuandollegaba la hora del amanecer o delcrepúsculo, y acabó siendo para mí unhábito acompañarle; el gozo queexperimentaba su alma en aquellosmomentos de adoración era algomaravilloso. Los cielos egipcios,grandiosos e inmóviles, noscontemplaban con sus racimos deestrellas, con su gigantesca bóveda azul;sentíamos juntos el ardiente viento delsur; la dulzura dorada del sol latía ennuestras venas cuando veíamos a losgrandes barcos coger la brisa del nortepara remontar la corriente. Por todas

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partes nos rodeaba la inmensidad y lamagia dorada del sol...

Pero era sobre todo en el desierto,donde tan sólo el sol y el vientoobedecen las débiles señales delTiempo, donde el espacio no es nadaporque no está dividido y donde ningúndetalle le recuerda al corazón que estemundo se llama Presente; era, sí, en eldesierto, donde aquella cortina quecolgaba entre nosotros se hacía máspatente, él a un lado y yo al otro.Entonces se volvía transparente. Él seencontraba junto a una multitud queningún hombre jamás será capaz decontar. Alzándose hacia la luna yextendiéndose a la vez hacia atrás endirección a la fuente ardiente de su vida,

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el espíritu de George Isley, arrastradopor el sol y por el aire cristalino haciael interior de una vasta magnitud,permanecía suspendido a mi lado,próximo y sin embargo muy lejano,envuelto en las brumas de los tiempospasados.

Y alguna vez se movía. Alzaba lacabeza como si escuchara algo.Balanceaba uno de sus brazos endirección a aquel mar de montesquebrados. Desde muchas leguas dedistancia una línea de arena se levantabalentamente. Se oía como un rumor. Otrobrazo inmenso surgía para encontrarsecon el suyo, y las dos fabulosas figurasse acercaban la una a la otra.Suspendidos sobre el Tiempo, y

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presidiendo los siglos desde sus tronos:conocían la eternidad. Qué fácil lesresultaba seguir siendo los señores deaquella tierra. Esperaban el amanecermirando al oriente. Y su maravillosocanto olvidado se derramaba sobre elmundo...