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CUENTOS TOMÁS VARGAS OSORIO Dirección Cultural Biblioteca Mínima Santandereana

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Page 1: Cuentos Tomás Vargas Osorio

CUENTOS

TOMÁS VARGAS OSORIO

Dirección Cultural

Biblioteca Mínima Santandereana

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Biblioteca Mínima Santandereana No. 2Cuentos. Tomás Vargas Osorio

Rector: Jaime Alberto Camacho PicoVicerrector Académico: Álvaro Gómez Torrado

Editor: Dirección Cultural

Luis Álvaro Mejía A.

Comité EditorialArmando Martínez GarnicaSerafín Martínez González

Luis Alvaro Mejía A.

Impresión y Encuadernación: División de Publicaciones

ISBN: xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Dirección Cultural. [email protected]

Bucaramanga, Octubre del 2008

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BIOGRAFÍA

Tomás Vargas Osorio nació en Oiba, departa-mento de Santander, el día 23 de octubre de 1908. Fueron sus padres don José Joaquín Vargas y doña Angélica Osorio de Vargas. Siendo niño fue llevado al Socorro. A los once años cumplidos ingresó al Colegio Universi-tario del Socorro. En 1926 viajó a Bogotá e hizo sus primeras publicaciones literarias en “El Diario Nacional”. Al año siguiente regresó al Socorro y trabajó en la redacción del perió-dico “Vida Nueva”, hasta 1930, año en que volvió a Bogotá movido por el entusiasmo político. Interviene en la campaña liberal de Olaya Herrera.

En 1934 viajó al Ecuador. En 1935 trabajó en “El Espectador”, de Bogotá. Luego ocupó

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importante cargo en la Contraloría General de la República. En abril de 1936 se hizo cargo de la dirección de “Vanguardia Liberal” y al año siguiente fue Diputado a la Asamblea de Santander por el círculo electoral del So-corro. En ese mismo año, publicó su primer libro “Vidas menores”. En agosto de 1939 fundó y dirigió el periódico “El Día”, y es de-signado representante a la Cámara.

Por motivos de salud viaja a Bogotá y se vin-cula a la redacción de “El Tiempo” donde tra-bajó hasta cuando decide regresar a su tierra nativa. Seis día antes de su muerte, acaeci-da en Bucaramanga, el 21 de diciembre de 1941, apenas cumplidos los treinta y tres años, apareció “La familia de la angustia”, obra al decir de Roberto García Peña, “en la cual quedará para la historia de las letras, a través de su entendimiento de Nietzsche, de Dostoievski, de Unamuno y de Proust, el relato de su propia angustia, de su personal agonía”.

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INDICE

Lluvia en el campo 7Hombres 25La aldea negra 35Encrucijada 41Tempestad 51El enganche 63

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LLUVIA EN EL CAMPO

Sí, sí, era una franja de luz, ancha, allá, lejos; pero una luz verdadera, tibia, que se adhería al cuerpo como una caricia; tal vez una luz ingenua, inocente, dadivosa, sí, sí, tras de esas masas de verdor tierno y nuevo, esmaltado tan liso y tan fresco. Era el sol. Y era una alegre brisa trotona y mañanera que mordisqueaba las hojas de los cayenos y las largas y puntiagudas de los maizales que empezaban a cuajar. Sobre la cerca de piedra que rodeaba la casa los gallos, estiraban sus

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pescuezos presuntuosos y se oían su canto, penetrante, extenderse por el campo como una clarinada.

“Una alimentación sana y abundante, y aire, mucho aire puro”, había dicho el médico. Y me habían llevado a aquella granja casi abandonada que mi madre alquilara por diez pesos al mes. Ahora estaba allí, sobreaguando en un océano de luz, mirando las copas de los naranjos ácidos del patio y comparando su verdor profuso, a trechos claro y nuevo y a trechos obscuro, según la mudanza de las hojas. En el aire reventaban como gallardetes las rojas flores de los cayenos. Más allá de la cerca de piedra y en un bajonazo había una mata de bambúes. Entre todo aquello y detrás de un sotillo de fique, aparecía todas las mañanas la cabeza greñuda de Manuel. Sonreía y su rostro ancho se llenaba de menudas arrugas. Sus dientes brillaban desiguales y fuertes en aquel rostro atezado al que los ojos pequeños y maliciosos daban siempre un aspecto infantil, un poco tonto. Traía un canasto lleno de frutas que coloreaban entre frescas hojas de plátano y un jarro de aluminio lleno de leche.

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Hola! – le gritaba yo al verlo aparecer con su cabezota enmarañada y silvestre llena de gotas del rocío.

Manuel avanzaba a saltitos, ponía sobre una mesa el canasto y el jarro y se acercaba para darme la mano.

— Cómo se encuentra hoy el patroncito?

— Tiéntame las orejas — le decía yo —. Están más calientes que ayer. Lo ves? Ya me estoy poniendo bueno.

Porque la salud y la vida eran una manchita rosada que se iba extendiendo, calientita, bajo la piel de las orejas antes tan pálidas como si éstas fueran de cera; cada día la manchita se extendía más y yo sentía mi cuerpo llenarse de savia; era una sensación voluptuosa, fina, dulce, experimentar de nuevo cierto calor recóndito que no era el de la fiebre, ver cómo se iban azulando las venas y cómo se desvanecían en las mejillas esas sombras que hacían el perfil más largo, más blanco, más extraño. Todos los días me miraba las orejas en el espejo.

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Fue Manuel quien me relacionó con varias familias de campesinos cuando, sosteniéndome en un bordón, se me permitió pasear por el campo. La familia de Manuel vivía a un cuarto de legua de la granja en una pequeña propiedad. La casa era de techo de teja como la de todos los pequeños propietarios rurales; se reducía a un corredor de tierra apisionada, a una salita obscura y a dos habitaciones más obscuras todavía por la falta de ventanas. En el patio un rancho de paja y bahareque servía de cocina. En el corredor, sobre la baranda, colgaban los aperos de labranza, y de un cuerno clavado en la pared pendía una escopeta y una mochila. En la sala había cuatro taburetes viejos, con flores pintadas en la baqueta de los espaldares. Las paredes estaban adornadas con violetas de Chinquiquirá, cubiertas de grasa.

— Huuss! —gritaba Feliciana, la madre de Manuel, para espantar las gallinas del corredor cuando me veía atravesar el portillo; luégo corría a darme la mano que primero secaba en la falda de zaraza que siempre llevaba muy recogida en la cintura, de manera que descubría sus pantorrillas gruesas y venosas

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como las de un hombre. Feliciana era una mujer de edad, rolliza, y se ponía roja al hablar. Bajo la blusa de lienzo blanco del país, con pespunte de sedas rojas, se agitaban los senos abundosos todavía. Podía, a su edad, tener hijos y criarlos.

— Todos lo que mi Dios quiera — decía.

El viejo Pedro estaba casi siempre en el corredor torciendo cabuya en un tornillo, cuando no iba al potrero a hacer la cura del ganado. Era un viejo locuaz, nervudo y vigoroso. En su juventud había sido soldado y de aquella época solía contar picantes anécdotas.

Un día llegaron unos peones con un ataúd negro que cargaban sobre dos gruesas varas.

— Quién habrá muerto? — pregunté yo.

Pedro se echó a reír. Fue a abrir el portillo y ayudó a los peones a colocar el ataúd en el corredor.

— Nadie. Este es el mío — me contestó.

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Ayudado por Manuel colgó el ataúd de las vigas de la sala, después de haber palpado detenidamente las tapas y de haberse cerciorado de que el barniz estaba bien seco.

— Ladrones! — exclamó —. Me dijeron que lo harían de cedro. Que den de beber a los muchachos y se vayan – agregó.

Después me explicó. Había que estar prevenido cuando se empezaba a ser viejo, porque la muerte no avisa. Y es muy distinto morir en la ciudad a morir en el campo, donde hay tantas dificultades. Por eso era conveniente tener el cajón dispuesto para cualquier hora y pagar por anticipado el diezmo al padrecito. El quería un entierro con misa cantada y todo. Para eso había trabajado durante treinta años.

— Pero no es de cedro? — preguntó Feliciana, verdaderamente consternada.

— Lo mismo da – respondió el viejo —. Y siguió torciendo su cabuya.

Después de un momento volvió a decir Feliciana:

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— Se acuerda de Domingo?

— Si me parece estar oyendo los gritos: “Hoy por mí, mañana por ti1” Pobre Domingo! Después de tanto sufrir

— Domingo — me explicó entonces Feliciana — no tenía para comprar su cajón. Y tuvimos que llevarlo en una barbacoa. Había que espantar las moscas con una ramita.

Los domingos iban a la ciudad a oir misa y a hacer el mercado. Desde la tarde del sábado habia gran agitación en la casa. Feliciana extraía de un profundo arcón de madera con guarniciones de cuero sin curtir, la ropa del domingo; la camisa blanca de Pedro, los pantalones nuevos de Manuel, su blusa de zaraza rosada y sus enaguas de amarillas cenefas. Aquella ropa olía a humedad y a hierba de sahumerio que Feliciana echaba en el arcón. Manuel iba a la labranza y regresaba con una carga de legumbres para vender en el mercado. Pedro se recortaba la barba con unas tijeras y examinaba con cuidado los

1 Hoy por mí, mañana por ti, es un grito con que los campesinos lla-man a sus vecinos cuando alguien muere.

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viejos aperos de su silla. Luego Feliciana y la criada Rosenda emprendían en el corral una activa campaña contra las pollas. “La zarabiá para el padrecito y la polla amarilla para la comadre Eudoxia”…

El domingo, ya entrada la noche, regresaban los campesinos de la ciudad. Casi todos volvían borrachos, hombres y mujeres. Algunos entraban a la granja a pedir de beber y se marchaban luego diciendo “su Dios se lo pague”. Una vez una campesina ebria se echó a llorar en el patio desconsoladamente. Mi madre le preguntó que le sucedía:

— Sumercé — dijo la mujer — lloro de pensar que este año apenas alcanzó el maíz para pagar el arriendo y el diezmo del año pasado. Y el padrecito está furioso y dice que no acrismará al pequeño si no se le pagan cinco pesos que se le deben de unas salves, cuando Remigio se enfermó de la espalda.

El rancho de José quedaba más cercano a la granja que la casa del viejo Pedro. Levantaba su cono pajizo sobre el follaje de un platanar hermoso, cargado de racimos. El rancho se

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dividía, por medio de un tabique de barro, en dos compartimentos pequeños; servía el uno de cocina y el otro de alcoba; en un rincón había una tinaja ventruda sobre la cual zumbaban las moscas; en otro, junto al fogón, había una enorme piedra cóncava para moler maíz. Andrea, la mujer de José, era una guapa moza. Sobre todo me gustaba el vaivén rítmico de su cuerpo cuando destripaba los granos en la piedra de moler; también solía cantar cuando iba en busca de agua con si botijilla a la cadera.

La mala suerte siempre había perseguido a José. En una ocasión llego a tener un terreno con unas vacas y un caballo; pero un domin-go, de regreso de la ciudad, en la venta, trabó pendencia con otro campesino. José le dio una cuchillada en la cabeza y el terreno, las vacas y el caballo se vendieron para pagar al abogado. Pero al salir de la cárcel José sintió nuevos deseos de trabajar. Conoció a Andrea, se casaron y se fueron a vivir a una hacien-da como arrendatarios. Trabajando mucho, ahorrándolo todo, llegaron a reunir al cabo de tres años el dinero con que habían comprado aquel rancho y cinco hectáreas de tierra. Todo

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esto me lo contó Andrea porque José era muy poco comunicativo. José se emborrachaba con frecuencia y a veces golpeaba a su mujer. Al principio ella creía que era pecado “levan-tar la mano contra su marido” y aguantaba los golpes; pero luego lo consultó con el padreci-to, quien le dijo:

— No hija, qué va a ser pecado. Pégale tú también y así habrá armonía.

Y Andrea zurraba también a José siempre que podía.

Mi presencia frecuente en el rancho puso un poco de orden al matrimonio, por lo cual An-drea me estaba muy agradecida. Sabía pre-parar el café que me servía en una vieja taza desportillada. Cuando ya había anochecido, me quedaba aún un rato contemplando las bra-sas del fogón. Después regresaba a la granja. Como le referí a Feliciana la manera de vivir de José y Andrea, Feliciana me dijo, riendo:

— Que quiere sumercé? Para eso es su mujer. Las campesinas tenemos los huesos duros. Cuando sean viejos, como el Pedro y yo, se querrán como dos palomitos…

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Yo no podía comprender bien esta manera de tomar las cosas. Esa resignación me repugnaba. Por qué no habían de vivir de otro modo? Luchaban con la tierra, con la miseria, se emborrachaban y nada más. De cuando en cuando, como diversión, una cuchillada en la venta, el viaje a la cárcel, el regreso al campo para encontrarlo todo lo mismo. Y así seguía la vida, monótona, igual, hasta el fin.

Pedro se mostraba ahora muy preocupado. Hasta parecía haberse hecho un poco más viejo. Creo que la causa de esta preocupación era la hipoteca de su tierra, cuyo plazo vencía al fin de año. Había ido a la ciudad para hablar con el Banco pero el banco se había negado a concederle una prórroga. El viejo andaba mohino y triste y había empezado a quejarse de dolores en la cintura. A menudo brillaban gruesos lagrimones silenciosos en los ojos de Feliciano. Llovía constantemente desde hacía algunos días. El camino brillaba, lleno de baches y lodazales, con reflejos plomizos. Cortinas de lluvia cubrían los flancos de las montañas y el cielo estaba siempre lleno de vapores densos y grises. Los platanares inclinaban sus anchas hojas. La luz era

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manchada y vaga, pero de la tierra se alzaban olores dulces y profundos. Me gustaba andar por el campo después de la lluvia, desmenuzando el oro de los barzales y de los follajes. La tierra se hundía suavemente bajo mis botas y el viento disolvía la azulada hebra de humo de los ranchos, que apenas sí podía alzarse sobre los árboles.

La casa del viejo Pedro se había vuelto triste. Ya lo era con ese ataúd colgado de las vigas de la sala; pero ahora parecía que la muerte rondara por allí cerca, que se aproximara con la lluvia por los caminos brillantes. Yo llevé algunos líquidos y pomadas medicinales a Feliciana para los dolores del viejo. Todo iba mal para los campesinos, sobre todo para los propietarios pequeños. Habían tenido que abandonar sus plantaciones de caña. Los trapiches estaban arruinados, trabados por la hierba y la maleza, y nadie pensaba ya en moler una sola caña. No sabían que hacer los campesinos. Algunos creían que en la ciudad podían hacer algo y querían vender sus tierras. Otros no podían hacerlo por que las tenían hipotecadas al banco.

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— Mal tiempo — decían con resignación

Los mozos se marchaban a trabajar en las obras del gobierno y sólo quedaban los viejos, las mujeres y los niños. Algunos campesinos regresaban poco después, enfermos, con fiebres y casi todos morían. Se les hinchaba el vientre como un globo y reventaban. Qué iban a hacer? Se preguntaban. Nada valía nada. Y en cambio la sal costaba a diez, hasta a quince centavos la libra. Por la tarde, cuando llegaban de las labranzas, se emborrachaban. Un campesino borracho se quedó dormido a la orilla de un camino y al día siguiente lo encontraron muerto. Sin duda se había ahogado con la lluvia de la noche.

Manuel me refería todo esto. El quería hacer algo para ayudar al viejo y quizás en la ciudad … Los días se hacían breves, anochecía muy pronto y yo había empezado también a preocuparme.

Pensaba en el tiempo. Qué es el tiempo? Cuándo hace su aparición en nuestra vida? Para la mayoría de los hombres el tiempo aparece cuando se va llegando a los treinta

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años. Entonces empieza a descubrirse un paisaje diferente, más profundo que extenso. No son las cosas externas, que viven independientemente de nuestro propio tiempo personal, las que constituyen ese paisaje; sino nuestra alma misma sobre la cual volcamos una mirada penetrante y angustiosa llena de perplejidad y de incertidumbre. El adolescente no conoce su alma. Vive entonces en las cosas, en una dimensión en que comprendemos que entre las cosas y nuestra alma existe una diferencia de duración y que esa diferencia constituye nuestro porpio tiempo personal. El tiempo es, ante todo, conciencia. Y conciencia no solamente de la duración de las cosas, sino principalmente, de nuestra transitoriedad inevitable. No conciencia de vivir sino de morir. Para mí el tiempo apareció demasiado pronto, a los veinte años, cuando debía ignorarlo todavía. Cómo fue aquello? Llovía. Los colores habían desaparecido. Ahora era un gris profundo, compacto, pesado, sucio. Tras de la niebla las moles de las montañas se insinuaban apenas, remotas y sombrías. Un silencio de muerte agobiaba las cosas y oprimía el corazón.

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Me dolían mis veinte años. Empezaba a descubrir mi alma contra el fondo de aquel paisaje de invierno. A veces tenía la sensación de que la tierra se alejaba, lentamente, de que las montalas se marchaban a otra parte y de que yo me quedaba solo con mis reflexiones. Si uno tiene alma tiene que haber Dios. Pero dónde estaba Dios? Acaso en las cosas se encontraran señales misteriosas, signos secretos que indicaran la presencia de Dios, no de un Dios lejano, sino de un Dios presente en todas las cosas, inclusive en los hombres, por que nó?

Pasaban los días fugazmente — por qué ahora tan fugazmente? — con sus capuchones de niebla, con su llovizna menuda, persistente. Caían gruesos goterones de las tejas sobre las piedras del patio. Yo me quedaba mirándolas. Aún largo rato después de haber cesado la lluvia seguían cayendo gotitas de agua, una, dos, tres, cien, mil … Los barzales, que habían crecido profusamente, se mostraban entonces brillantes, constelados; y si el sol aparecía un momento, entonces, cuánto oro! Daban deseos de coger esas gotitas de oro en las manos y tenerlas allí por mucho tiempo. Ya no

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se podía ver nada a lo lejos; pero en cambio las cosas próximas crecían, saltaban a los ojos, con sus colores apagados, inmóviles.

La casa de pedro estaba rodeada de un barri-zal. Desde el portillo hasta el corredor habían hecho un puente de tablas para poder pasar sin hundirse en el barro. Las habitaciones es-taban siempre como llenas de humo. El viejo se quejaba, arrinconado con un ángulo de la sala, sobándose las piernas adoloridas.

— Esto es el final de todo — me decía.

Era que algo pesaba sobre las almas de todos. El campo despoblado, mustio, silencioso, bajo la lluvia; los mozos lejos, trabajando en las obras del gobierno, para volver un dia con el cuerpo roído y chupado por la fiebre, el dinero escaso, pues hasta los grandes propietarios andaban apurados; todo eso era como una nube espesa que flotaba sobre los corazones, oprimiéndolos. Qué importaba que la tierra fuera buena y que, trabajándola, pudiera dar hasta dos cosechas de maíz en el año? se preguntaba el viejo Pedro. Nunca había conocido él tiempos peores. En el corral, las

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dos vacas de Feliciana, estaban inmóviles, con las testuces agachadas, de las narices les salía un vaho azuloso y tibio; sobre los grandes ojos los párpados caían pesadamente. Todo aquel revuelo alegre de antes, ese agitar de plumas en el aire, ese ajetreo de la cocina y del corral, había pasado. Todo descansaba, todo dormía ahora. Había una sensación próxima a la desolación y sin embargo, si alguien se hubiese fijado en la tierra, la hubiera contemplado llena de verdor impetuoso, abundante, vívido, que ascendía de los barrancos a los follajes, que se multiplicada en las hojas y en las malezas, acariciando dulcemente los ojos.

Acompañado por Manuel yo seguía dando mis paseos por el campo. Manuel se había vuelto silencioso.

— Es raro — me dijo un día — no se da uno cuenta de cómo se quiere la tierra.

Algo fermentaba en el alma de Manuel. Sus ojos estaban siempre sombríos, tristes. Hasta se le había borrado las arruguitas que se le hacían alrededor de los ojos cuando reía.

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No había variación ninguna en el tiempo. Llu-via, barro, vapores, silencio. Los caminos de-siertos … Pero aquella monotonía empezaba a serme grata, a invadirme como un sueño. Los campesinos que sorprendía el agua cerca de la granja, entraban en ella para guarecerse. Conversaban entre ellos con un habla lenta, de su situación, de las penas, del mal tiempo. Cuando terminaba de llover volvían a marchar-se. Se perdían, se borraban en la atmósfera pálida y húmeda como pequeñas machitas fugaces.

Pero un día cesó la lluvia. La vida volvió al campo. El viejo Pedro se sintió de nuevo como antes. Una fiebre de trabajo acometió a todos los campesinos. Las labranzas verdeaban y de los trapiches antes abandonados empezaban a elevarse, por los grandes buitrones de ladrillo rojo, negras columnas de humo. Olía a miel.

Y el sol reía, en el cielo, como un buen viejo de rostro de plata.

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HOMBRES

En la barraca de Matías se encontraban al anochecer, cuando la marea humana que descendía de las petroleras, sucia de aceite y de lodo, empezaba a invadir las cantinas y los burdeles. Matías era un viejo mestizo cuya procedencia no había podido establecerse. Llegó a Barranca en busca de trabajo, pero luego pensó que la vida podía llevarse perfec-tamente sin hacer nada. Se le veía pasearse a la orilla del río, fumando un grueso cigarro y golpeando la arena con sus botas remenda-

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das. Se detenía algunas veces a charlar con los negros de las canoas y con los vendedores de sábalo, y de noche huroneaba por las canti-nas, rondaba alrededor de las mesas de juego o simplemente se marchaba a dormir a cual-quier parte. Era de pequeña estatura, adiposo y afable, y sus ojillos parecían reír, bajo las ce-jas rojizas, a todas horas. Pero un día Matías hizo una barraca. Se le vio entonces trabajar con ardor desde las seis de la mañana, en la construcción de su casa de madera. Cuan-do estuvo construído colgó de la puertecilla un aviso que decía en torcidas letras negras. “CANTINA DE MATÍAS”. Y se dedicó a esperar tras el mostrador, con su paciencia habitual, a que alguien llegara.

El primero en llegar era el antioqueño. Luégo llegaba “Cuba” y el otro, que siempre se ha-cía esperar algunos minutos, un hombre alto, cenceño, que se emborrachaba en silencio y a quien sus camaradas respetaban un poco porque nada se asemejaba a ellos. Parecía de “buena familia”, era blanco, aun cuando su piel mostraba parches amarillos, y siempre olía a agua de colonia. Le llamaban simplemente “El” sin agregar nada a esa lacónica palabra.

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El antioqueño echaba sobre la mesa la baraja y Matías servía una botella de ron blanco. Ju-gaban y bebían silenciosamente hasta la ma-drugada y se marchaban luego, cada cual por su lado, sin despedirse. “El” solía quedarse a veces en la barraca jugando solo con las car-tas hasta el amanecer.

El antioqueño y “cuba” trabajaban en los pozos. Eran robustos a pesar de que algunas veces tenían fiebre y tiritaban haciendo chocar sus dientes amarillos de una manera horrible. Entonces se iban hacia el muelle y se quedaban mirando el río fijamente, tan fijamente, como si pensaran que ya jamás podrían salir de allí. Ellos lo sabían. Nunca podría regresar a sus casas. Una fuerza misteriosa los retenía en el puerto como a tantos otros hombres que habían llegado con la ilusión de hacer dinero y marcharse después. Todos se habían quedado y en dos años se habían convertido en guiñapos humanos. Un demonio habitaba en el río, un demonio implacable que los seducía para que sus vidas se perdieran en aquel infierno de alcohol y de fiebre y no se rebelaban contra esa invisible presencia que los encadenaba. A veces pensaban: “por

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qué no acabar de una vez? Por qué no ir al encuentro del demonio en el lecho del río?”. Sobre todo, cuando la fiebre roía las entrañas pensaban que sería muy dulce ir a tenderse sobre el barro, allá en el fondo, y oír a lo lejos la ronca sirena de un barco que se iba. Además, los ojos sentían a veces necesidad de ver cosas verdes cubiertas de rocío…

Podía adivinarse claramente –y así lo hacía Matías – lo que pensaba “Cuba” y el antioqueño. Pero el pensamiento de “El” era inescrutable. Tenía un rostro absolutamente inexpresivo, de rasgos inmóviles. Amaba la vida? La odiaba? Qué fuerza podría mover su corazón? Jamás se le escapaba una sola palabra sobre su pasado y nunca sus camaradas lo interrogaron sobre él. Era, simplemente, otro hombre. El nombre no importaba ni por qué estuviera en el puerto. Al principio a Matías, a “Cuba” y al antioqueño los impresionó un tanto ese misterio, pero luego se acostumbraron a él y no volvieron a hablar entre ellos del asunto.

Un acontecimiento vino a turbar en cierto modo la tranquilidad de esa vida (porque después todo sigue lo mismo). Jugaban una

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noche a las cartas, cuando alguien llamó a la puerta de la barraca. Matías abrió y en el círculo de luz que formaba la bombilla vio destacarse el rostro de una mujer. Matías reflexionó un instante y luego abrió la puerta para que la mujer entrara. Entró y dijo que tenía sed. Matías le sirvío un vaso de cerveza que la mujer bebió vorazmente, limpiándose después la espuma de los labios con el dorso de la mano. Los hombres levantaron la cabeza para verla. Era joven y sus cabellos castaños brillaban en la luz con reflejos pálidos. “Cuba” advirtió, además, que tenía los ojos grandes, pero no lo dijo. Matías estaba visiblemente turbado y, al parecer, meditaba en lo que podía hacerse. Arrojarla a la calle o invitarla a que se quedase, ambas cosas requerían ser pensadas. La mujer observó la perplejidad en el rostro de Matías y dio un paso hacia la puerta pero se detuvo. Miró a los hombres atentamente y preguntó a Matías.

— Puedo quedarme?

Matías hizo un movimiento de hombros que no quería decir nada, pero miró a la mujer con lástima. Tenia una voz suplicante y altiva

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al mismo tiempo y parecía rogar y desafiar cuando dijo si podía quedarse alli. No llevaba nada, solo su vida, pero ésta no parecía preocuparla demasiado. Los hombres se marcharon. Matías le ofreció una esfera a la mujer, apagó la luz y pasó a su habitación que tenía una ventana que miraba hacia el río. Las luces de un barco empezaban a borrarse en la noche.

La mujer se hizo cargo de la cantina. Los primeros dias estuvo muy callada, pero se advertía en ella, en sus movimientos fáciles, en sus miradas y en el pliegue menos rígido de sus labios que estaba contenta. Se había salvado, al menos por algún tiempo, y esta seguridad le devolvía la juventud y el vigor y aun cierta belleza. No preguntó a Matías sobre sus compañeros ni éste le dio tampoco ninguna explicación sobre la vida de la barraca. Solamente le dijo que podía quedarse y atender a la cantina si lo deseaba, lo que la mujer aceptó. Arregló la casa, lo limpió todo y colocó unas flores de papel en la mesa en un vaso roto. Por la noche “Cuba” tomó el farolillo y lo puso en un rincón, pero “El “ volvió a colocarlo donde estaba sin decir una sola palabra. La

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mujer lo observó en silencio y le agradeció haberlo hecho; el florero se veía bien allí en la mesa. Al salir, “Cuba” y el antioqueño se fueron juntos. Anduvieron hacia el río, hombro a hombro y se echaron bocarriba sobre la arena, aspiraron fuertemente el aire cálido. Las estrellas brillaban en el cielo profundo y se escuchaban dulces rumores, el ruido del agua, el aleteo de un pájaro, la brisa que movía las palmas.

— Las estrellas me hacen pensar en mi pueblo — dijo el antioqueño. Hubo, después, un largo silencio, al cabo del cual dijo “Cuba”:

— Para quién debe ser la mujer?— Yo la odio — repuso el antioqueño.— Pero siempre es una mujer — agregó el otro.— Es del viejo. Porque vamos a quitársela?—No sé, pero me parece que nos falta una mujer — insistió. “Cuba”

Volvieron al puerto y se separaron llevando cada uno la sensación de que todo podía cambiar de un momento a otro. Valía la pena de que fuera así? Sin embargo de que ambos

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pensaron en ello, a la noche siguiente, des-pués de salir de la barraca “Cuba” y el antio-queño volvieron a charlar sobre el asunto de la mujer.

— Lo he estado pensando y tú tienes razón — dijo el antioqueño.

— Qué dirá “El”? – preguntó entonces “Cuba”.— No dirá nada, como siempre— Y entre los dos cómo lo decidiremos?“Cuba” sacó del bolsillo unos dados.Juguémosla — dijo.— Está bien — asintió el antioqueño.—Juguémosla.

“Cuba” arrojó los dados sobre la arena y los dos se inclinaron sobre ellos para ver lo que había decidido la suerte.— Es tuya — dijo el antioqueño.

A la noche siguiente “Cuba” le explicó a Matías:

— Antioquia y yo nos jugamos anoche la mujer. Creímos que tú no te opondrías. Eres viejo y además hay otras mujeres. La he ganado yo.

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La mujer es mía.

Matías reflexionó o bien aparentó que estaba pensando en lo que “Cuba” le acababa de decir. Al cabo preguntó:

— Qué dirá “El”?

— No dirá nada. Nada le importa

— Está bien — dijo Matías.— Llevátela

La mujer estaba oyendo el diálogo de los hombres y al pretender escapar tropezó con “El”, que entraba.

— Me han jugado al dado — le dijo-. Salveme!

“El” entró y preguntó:

— Qué quieren hacer con la mujer?

— “Cuba” la ha ganado — repuso el antio-queño—. Todo es legal.

La mujer temblaba de miedo. Los ojos muy dilatados y los labios blancos.

— Cómo la han jugado? — volvió a preguntar “El”

Le explicaron entonces todo. El hombre alto y blanco se volvió hacia la muchacha:

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— Es la suerte, vete con él —le dijo.

La mujer echó a correr desesperadamente sintiendo cómo la arena le mordía los pies en medio de los dedos y “Cuba” salió tras ella. Los otros se sentaron alrededor de la mesa y echaron la baraja. Matías sirvió la botella de ron y murmuró:

— Yo que estaba tan contento con la muchacha. Así es la vida. Qué vamos a hacer.

La muchacha corría, faltándole el aliento. Detrás de ella escuchaba las ágiles zancadas de “Cuba” y casi sentía sobre su nuca la caliente respiración del hombre. Hizo un esfuerzo más y llegó a la orilla. El hombre la alcanzaba. La mujer se volvió hacia él y al verlo agigantado monstruosamente en la sombra, tuvo un miedo horrible. Estaba al borde del barranco y saltó. “Cuba” se detuvo, acezando, y se quedó mirando fijamente las aguas al pie del barranco unos instantes. Al principio creyó oír un ligero chapoteo, pero luégo, nada. Regreso a la barraca, despacio, todo el cuerpo adolorido como si le hubieran dado palos. Nadie le preguntó nada. Tomó una copa, se enjugó los labios y pidió las cartas.

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LA ALDEA NEGRA

Todos los días el agua subía un poco. Por las noches los hombres y mujeres de la aldea la oían rugir como una bestia hambrienta. De día tenían aún el consuelo de ver la selva protectora extenderse a sus espaldas y arriba, sobre la cresta de la ola, brillar el sol como un extraño pez oblicuo; pero cuando bajaba la noche y todo se confundía en una masa negra, entonces el río roncaba más fuerte. Las canoas cabeceaban sobre el fango fétido y grandes pájaros volaban asustados hacia el

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interior por sobre la jungla, confundiéndose en la distancia ocre con las hojas errantes. Había momentos de un silencio pavoroso. La selva, siempre salvaje y terrible, se callaba de pronto y hasta las mismas aguas enmudecían. Aquellos pobres pescadores de sábalo, negros y mulatos todos, sentían renacer sus temores ancestrales. Lejos, muy lejos, estaba Puerto Wilches y más lejos todavía Gamarra. Allí había cómo defenderse del río, había ron para calentar los estómgos, café y tabaco. miraban al cielo; estaba a veces tan azul que parecía verano, pero no había que engañarse. Las aguas seguían creciendo, arrastraban grandes troncos de hobos derribados, islotes de juncos donde las garzas se detenían un instante y todo eso bajaba velozmente y desaparecía. En el segundo día de inundación los hombres vieron bajar una vaca que luchaba contra la corriente. No se le veía sino el hocico desesperadamente levantado hacia fuera y los cuernos donde se habían engarzado algunos hierbajos. De noche llovía implacablemente y la selva se inundaba de pantanos de los cuales se alzaba al amanecer una niebla espesa.

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Después de la inundación vendría la fiebre. Los niños empezaban a toser y morían. Los hombres se ponían amarillos, huesudos, y se les dilataban las órbitas de los ojos. Algunos se hinchaban y morían también y los dientes blancos quedaban brillando al sol. Era horrible aquello pero en la aldea ya todos estaban acostumbrados a estos males. Enterraban los muertos, se emborrachaban y danzaban durante tres noches y luego todo seguía lo mismo. Alguna vez un barco de carga arrimaba al barranco para proveerse de leña, les dejaba ron, tabaco negro y algunos pesos. Oían hablar de Barranquilla, del mar, de otras ciudades que para ellos eran cosas fabulosas. Cómo serían? Luego el barco seguía su rumbo y todos se agolpaban en la orilla para ver la estela de olas que dejaba la rueda.

Este año el invierno era más violento que el de los anteriores. Ya no se podía pescar y como el huracán había descuajado los platanares el hambre empezaba a aullar en los vientres como un perro furioso. Si, al menos pasara un barco que les dejara al fiado algunas provisiones. Pero los barcos pasaban de largo

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por la orilla opuesta. Ramos se aventuró en su canoa y esperó el paso de un barco. En vano hizo señas para que se detuviera y tuvo que regresar a la aldea sin una onza de sal. Luégo vendría la fiebre.

El agua subió e inundó las chozas. Al octavo día, el río seguía subiendo y las covachas se derrumbaron. Ahora ya no les quedaba otro refugio que la selva llena de pantanos. Nubes de mosquitos obscurecían el aire, mordían la carne y chupaban la poca sangre que había en las venas, inoculando la fiebre, regando la muerte. Cada año, con la inundación venía la muerte y escogía unos cuantos de la aldea. Los descarnaba primero hasta dejarles la piel obscura adherida al esqueleto, arrugada, colgante en el vientre: luego los ponía amarillos como la barriga de las tortugas que dormían en los mángles y por último les abría las quijadas para que con los dientes blancos quedaran brillando al sol en una risa esmaltada y siniestra. A la muerte le gustaban estos dientes de los negros, blancos y fuertes y todos los años venían a verlos reír en una risa interminable, brillante e inmóvil.

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Un día el agua empezó a descender. El cielo se ponía azul y por la noche brillaban las estrellas como arenas de oro, pero nadie podía verlas porque la fiebre había venido. Ya estaba aquí la fiebre! En vano eran verdes y frescas las grandes hojas de los hobos y de los nogales; en vano aleteaban los barcos por esta orilla con sus grandes ruedas de madera haciendo brillante espuma; ya había llegado la fiebre. Hombres y mujeres, acurrucados sobre el barranco temblaban como tiemblan los peces en el fondo del río; sus grandes dientes blancos chocaban unos contra otros y ni siquiera se quejaban. Solo Ramos, que era joven y fuerte, iba y venia en su canoa cargada de sábalos cuyas aletas fulguraban al sol como una fantástica pedrería. Por la tarde ayudaba a cavar las sepulturas de los que ya habían muerto o de los que iban a morir, y por la noche se emborrachaba completamente.

Al fin atracó un barco. Era un rápido barco de pasajeros que subía de Barranquilla con unos turistas. Algunos saltaron a tierra, todos impecablemente vestidos de blanco y con gafas verdes. Uno de la marinería le preguntó

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a Ramos que fue a ofrecer un sábalo a la cocina:

— Qué tal la inundación este año?— Mu mala — repuso el mulato.— Y el paludismo?

Ramos señaló la aldea desierta y empantanada. Un turista tomó una fotografía y regresó a bordo. Después el barco se puso en marcha y Ramos se quedó mirando la sucia moneda de veinte centavos que tenía en la palma de la mano. Se la echó al bolsillo y entró en su choza; luego volvió a salir mascando un bocado de tabaco, desamarró su canoa y de un solo impulso tomó rumbo. Quería emborracharse en compañía de alguien y navegaría hasta Gamarra, río abajo, cien kilómetros. Volvióse para ver la aldea y vio que todos los negros agolpados en la orilla reían extrañamente con sus grandes dientes blancos. Eran verdes las hojas, el cielo azul y el río se deslizaba sin prisa, como cansado, hacia el mar.

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ENCRUCIJADA

El río era una bestia devoradora de hombres. El viejo Tchen lo había pensado muchas veces. Siempre estaba hambrienta, al acecho de vidas nuevas que engullir. Y esas vidas llegaban de todas partes, en oleadas abigarradas y sucesivas. Unas llegaban por la carretera en destartalados y casi deshechos camiones de carga, otras por el mismo río en toda clase de barcos; y se las veía llegar y desaparecer luego en aquel mundo ardiente donde el aire abrasaba como una llama. Tchen, desde

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su llegada a Barranca, había adquirido la costumbre de distraerse adivinando el destino de aquellas infortunadas vidas. Ya estuviera en su negocio de ropa blanca o anduviera por el puerto, al atardecer, cuando la brisa refrescaba un poco, Tchen escrutaba atenta y minuciosamente como se analizan las larvas de los laboratorios, los rostros nuevos que encontraba; y descifraba el destino de esas vidas con una claridad sorprendente que al principio le pruducía a él mismo cierta zozobra interior. Una vez, ya no recordaba cuándo, había visto pasar frente a su ropería una muchacha desconocida; no tenía nada de particular, pero Tchen sintió un vago y frio estremecimiento y pensó: “la muerte va detrás de esa muchacha”. Y al día siguiente la habían encontrado muerta misteriosamente en el muelle. Esa fue la primera vez; luego siguieron otras muchas ocasiones y el viejo Tchen se acostumbró a ello hasta el punto de que al fin llegó a constituir para el una diversión y una especie de agradable ejercicio mental.

Cuando sonaba la sirena de un vapor Tchen bajaba apresuradamente al puerto para

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observar las personas que desembarcaban, o bien se iba a la estación de autos para estudiar a las gentes que llegaban por la carretera. Nunca se equivoca. Rostros, rostros, rostros … El viejo Tchen llevaba en su memoria una estadística trágica de rostros que había visto una sola vez y luego habían desaparecido para siempre. El río los devora inexorablemente. En qué consistía ese poder misterioso de la bestia? Tchen mismo lo había sentido enroscado en torno a su voluntad. Todos los sentían, pero nadie hubiera podido decir exactamente que era aquella fuerza extraña que los retenía para siempre allí, junto al río mientras el río los devoraba.

Estaba el viejo Tchen pensando en todo esto, cuando oyó, un poco lejos, la sirena de un barco que se acercaba al puerto. Dejó su tienda y según su costumbre bajo al muelle. En el muelle había la agitación de todos los días. Unas canoas se balanceaban suavemente cargadas de plátanos y las escamas doradas de un pez brillaban al sol. El río se arrastraba tranquilo, sucio y venía a lamer el lodo de la orilla con su ancha lengua de agua turbia. Abajo, por sobre la floresta tupida e inmóvil,

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se elevaba el humo negro del barco. Tchen se sentó sobre un haz de madera que había junto a un pontón y esperó pacientemente a que llegara el barco, fumando un cigarrillo.

El único pasajero descendió al muelle. Era un hombre alto, joven de sólidas espaldas y largos brazos vigorosos. Tchen se aproximó a él mientras el pasajero cruzaba el muelle a largos pasos, pero cosa extraña! no pudo descifrar su destino. En vano le escrutó los ojos, que es donde el destino de los hombres se refleja con mayor precisión e intensidad; los tenía pardos y cálidos, abiertos a las cosas sin asombro ni recelo, pero el destino no asomaba en ellos, no podía vérsele como a los otros que lo llevaban cifrado de cualquier modo en las pupilas. Tchen se estremeció un tanto. Era aquel su primer fracaso. Ya en su tienda, mientras afuera el sol restallaba con fuerza como un látigo y hacía crujir la madera creosotada de las casas, Tchen pensaba: sería suficientemente poderoso aquel hombre para luchar contra la bestia hambrienta? Qué cantidad de vida, qué aura de victoria en torno suyo! Andaba a largos pasos y la goma de sus botas amarillas quedaba profundamente

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impresa en la arena; el sol brillaba en sus abundantes cabellos castaños provocando en ellos un resplandor de minúsculos incendios y el viento se entretenía en abombar su camisa de seda blanca. Qué hombre se decía Tchen, cada vez más pensativo.

Por la noche fue a la estación de autos. No había nadie. Esperó, sin embargo, con la paciencia habitual hasta que al fin, echando humo como un condenado y crujiendo espantosamente la carrocería, llegó un camión con una carga de cemento. El chofer apagó el motor, saltó por la portezuela y golpeó fuertemente uno de sus lados:

— Eh, ya llegamos! — gritó.

Por la parte de atrás bajó una mujer. Dio algunos pasos vacilantes como si todavía la dominara el sueño y de un pequeño bolso sacó un billete que alargó al chofer.

—Lo convenido — dijo

El chofer escupió y se metió el billete en el bolsillo. La mujer miró a todos lados como

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si quisiera orientarse y de pronto sus ojos se fijaron en Tchen. Tuvo al principio miedo — Tchen lo advirtió claramente — pero luégo se dirigió a él para preguntarle:

— Quisiera indicarme un hotel? Que no sea muy caro...

Tchen hizo una reverencia y él mismo la guió, a través de las calles bulliciosas, llenas de obreros de las petroleras, que olían a sudor, a barro y a aceite. La muchacha era blanca y tenía las mejillas hundidas como si hubiera tenido fiebre o hambre. Llevaba en la mano un saquillo de viaje, excesivamente pequeño, y los cabellos de un castaño bastante claro le caían sobre los hombros, revueltos y sucios de polvo. Cuando se despidió Tchen en la puente del hotelillo con una sonrisa desvaída, Tchen pensó: “Esa muchacha trae la muerte a Barranca. Para quién?”. Y de pronto tuvo un sobre salto: “Para el hombre joven que había llegado ese mismo día? Pero por qué? Sí, sí, no le cabía duda. Esta vez no experimentó ninguna satisfacción. Empezó a caminar maquinalmente por las calles. Es

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posible evadirse al destino? Pensaba. Quizás, quizás estuviera equivocado. Hacía un calor sofocante y el ruido que vomitaban los bares hería, punzaba la noche. La muchacha tenía los ojos extrañamente claros, verdosos, como dos algas; y las manos, nerviosas, largas, pálidas, como extrañas raíces.

Tchen se detuvo frente a un bar. Allí sentado a una de las mesas, frente a una botella de cer-veza, vio al hombre joven cuyo destino creía haber descifrado ya. Tchen se aproximó a él. Quería hablarle, prevenirlo contra el peligro desconocido que se cernía sobre él en giros cada vez mas bajos y envolventes.

— Me permite? — le dijo con humildad tomando asiento a la misma mesa.

El hombre clavó en Tchen sus ojos tranquilos.

— Usted me tomará por loco o por borracho. Sin embargo, lo que voy a decirle le interesa, le interesa a usted. Usted corre un grave peligro.

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— Yo? Siempre lo estoy corriendo. Qué quiere usted?— se encogió de hombros y levantó el vaso.— Pero esta vez — dijo Tchen — se trata de un peligro de muerte.— No me parece a mí lo mismo — dijo el hombre clavando en Tchen otra vez sus ojos tranquilos.— Esta usted seguro? — pregunto Tchen.— Amigo, la muerte no quiere nada conmigo por ahora. Se lo aseguro.

Tchen se levantó, se despidió con una reverencia y salió afuera. Anduvo un poco al azar, meditando, sintiendo que una extraña angustia se apoderaba de su espíritu, a menudo tan tranquilo. No corría la más ligera brisa y de la tierra arenosa se alzaba un vaho caliente. De pronto Tchen vio un bulto que avanzaba en la misma dirección suya, pero algunos pasos más allá, hacia el muelle. Lo siguió apresurando el paso sin llegar a emparejarse con la sombra. Sí, era ella, la mujer que había llegado hacia una hora. Ahora no llevaba nada en la mano y andaba resueltamente en dirección al río. A poco Tchen sintió algunos pasos, acompasados y duros, que lo seguían.

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Volvióse para ver y era el hombre joven que había salido también del bar y caminaba detrás de él. Su camisa blanca flotaba precisamente en la media sombra de la calle que se iba haciendo cada vez más obscura. Tchen siguió detrás de la muchacha sin dejar de volver los ojos de cuando en cuando. Por qué iba la muchacha tan apresuradamente hacia el río? Y por qué el hombre joven seguía en la misma dirección? Era el destino. El hombre se detuvo, ya a pocos pasos del muelle, y retrocedió como si algo se le hubiera olvidado. En la sombra se percibían las moles de dos barcos de carga, la mujer había llegado a la orilla en aquel instante y permaneció inmóvil algunos segundos. La luna azulaba el agua y arriba, en el cielo pálido, brillaban algunas estrellas. Repentinamente la muchacha tomó impulso y se arrojó al río.

— Hola! — gritó Tchen, despavorido. Y contra su conciencia, sin poder evitarlo, se lanzó al agua para salvar a la muchacha.

Cuando Tchen volvió a sacar la cabeza, por última vez, estaba muy lejos de la orilla. Sentía que una rápida parálisis se extendía por sus

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brazos y sus piernas y que un agudo y sordo zumbido le horadaba los oídos. La sirena de un barco! Intentó gritar y no pudo. Iba hacia abajo, cada vez más hacia abajo, sobre las fauces hambrientas del río. Un pequeño bulto blanco — la camisa blanca del hombre joven — se advertía en la obscuridad del muelle, y los ojos de Tchen fue lo último que vieron.

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TEMPESTAD

El viento era bajo y húmedo y sin embargo el aire quemaba como una plancha de acero ardiente sobre la carne. La mujer se acercó al embarcadero. Sus ojos miraban fijamente el río que chapoteaba con un gruñido sordo entre las canoas vacilantes y contra el barranco negruzco y deleznable de la orilla. Troncos hinchados y podridos se amontonaban en la resaca y se balanceaban pesadamente medio sumergidos en una espuma amarillenta y fétida. Más allá el río se irisaba en un alegre

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juego de colores. Parecía, a veces, que las aguas se hicieran sólidas, duras, bajo el sol que caía sobre ellas en sesgos dorados. La lancha cabeceaba ya con el motor encendido lista a partir en seguida. Las espaldas desnudas del práctico, encorvadas, brillaban de sudor con ese brillo mineral que tiene la piel de los mulatos. Se irguió y miró a la mujer con rencor. Ella advirtió la mirada del hombre y tuvo deseos de volverse, pero algo, la última esperanza, la hizo quedarse allí. Esa lancha significaba para ella el último recurso. Bajó los ojos y esperó.

Sobre la arena se oían las pisadas lentas del único pasajero que iba a llevar la lancha. Avanzaba despacio hacia el embarcadero con la cabeza desnuda. El viento le englobaba la camisa de seda y el pantalón de franela gris. Era de mediana estatura, de espaldas cargadas, de cuello grueso pero que tenía sin embargo cierta finura de líneas. La mujer no pudo ver otra cosa que las anchas espaldas y el cuello vigoroso. Otra vez tuvo miedo y pensó alejarse; pero allí se iba a decidir su vida. Su vida! por poco que valiera, siempre era algo precioso para ella, algo que quería conservar,

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que no quería dejar allí entre aquellas sucias canoas y esos troncos podridos de la resaca. Se aproximó al pasajero, al que conocía vagamente por haberlo visto algunas veces en la cantina del antioqueño bebiendo grandes cantidades de ron sin emborracharse, y le lanzó la súplica.

— Lléveme.El se volvió con cierta brusquedad y la reconoció,— Tú eres la que echan de aquí? — le dijo.El práctico argumentó entonces:— Tiene mal ojo, patrón. No la lleve. Pasará alguna desgracia.— Cállate tú, negro! — le ordenó el pasajero.

La mujer observó entonces que no tendría más de treinta años aunque la barba le obscurecía un poco el rostro, haciéndolo aparecer más viejo. Pero había que mirarle los cabellos y sobre todo la nuca dorada para convencerse de que era joven.

— A dónde quieres ir? — le preguntó a la mujer— A Barranca. Le pagaré algo. Tengo cinco pesos...

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El hombre guardó silencio unos instantes. La mujer a bordo de la lancha, de noche, no era una cosa que le halagara. Le dijo:

— Probablemente el tiempo se pondrá malo y tú sabes lo que es el río.

— No me importa. Sólo quiero salir de aquí — repuso ella.

El volvió a meditar unos segundos durante los cuales la mujer temblaba toda como sacudida por un intenso calofrío. El patrón observó la lancha, pequeñita, tan reducida que apenas había sitio para dos personas, para él y para el práctico. Saltó a la lancha y ordenó al mulato:

— Vámonos:

La mujer extendió involuntariamente las manos haciendo al mismo tiempo un ademán de lanzarse al río.

— Espera! — volvió a ordenar el patrón — y volviéndose a la mujer le dijo con una voz áspera y casi colérica: Suba!

La mujer subió y procuró encogerse todo lo que le fue posible a no quitarle sitio al patrón que ya se había sentado sobre unos cajones y

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encendía un cigarrillo. Era allí un montoncillo de carne y de tela sucia, nada más que eso, una cosa que podría flotar sobre el río, corriente abajo, algún día. Lentamente la lancha salió del embarcadero y tomó rumbo. El viento soplaba, frío y fuerte; grandes bandadas de pájaros volaban hacia la selva; una canoa se deslizaba velozmente cortando el agua hacia la orilla. Cuando la lancha se alejó unos centenares de metros del puertecillo, el patrón sacó de una pequeña maleta de cuero el revólver y se lo ciñó a la cintura; luego se quedó mirando el río y fumando... La mujer seguía sintiendo miedo. Ahora era la soledad, esas grandes playas de arena, la selva, el crepúsculo. La lancha era tan pequeña y estaba tan cargada! Su pobre carne seguía tiritando a pesar del calor sofocante que se alzaba del río como una fiebre. Veía cómo la camisa de seda del patrón se iba empapando rápidamente aun cuando él pareciera insensible. También ahora las espaldas del mulato brillaban menos, a medida que la luz se iba debilitando; dentro de pocos minutos el práctico no sería sino un bulto más negro, a proa. La noche lo eliminaba y sólo quedaba el blanco, con sus cabellos alborotados por la

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brisa, ligeramente inclinado hacia adelante, apoyando los codos en los muslos; visto así daba la sensación de que iba a saltar sobre algo de un momento a otro.

El agua embestía a la lancha, la golpeaba por los costados y la hacia bailar como una cáscara. Luces azufradas empezaban a rayar el horizonte, allá lejos, y se escuchaba el distante tableteo del trueno.

— María, pórtate bien, dijo el patrón dando una fuerte palmada de los costados de la lancha. Y volvió a quedar silencioso.

La mujer empezaba a tranquilizarse al ver que ni el patrón ni el práctico hacían caso de ella, ni siquiera el mulato! La habían echado como un perro. No servía ya para nada, ni siquiera para calmar la brutalidad de los negros borrachos y el desprecio extendía alrededor suyo una protección más eficaz que la fuerza misma. No se revelaba contra ese desprecio, como sucedía al principio. Entonces luchaba, peleaba, y al ver que todo era inútil se emborrachaba hasta perder la cabeza; pero ahora era distinto. Aquí, en el río, experimentaba una sensación de libertad que

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era casi agradable. Si no fuera por el hambre que le roía las entrañas estos momentos hubieran sido los más felices de su vida.

Se hacía rápidamente la noche. El patrón encendió una lámpara de gasolina que extendió un círculo de luz verdosa, pero volvió a apagarla en seguida. La orilla opuesta ya no se advertía en la sombra. El viento silbaba ahora y las embestidas del agua eran más fuertes. La mujer se esforzaba por mirar algo, por calcular la anchura del río, pero todo era obscuro, impenetrable, sin límites. Sólo se veía la brasa del cigarrillo del patrón que se encendía y se apagaba intermitentemente. De cuando en cuando a la luz de un relámpago podía verse el río, más ancho, sin orillas, negro y misterioso. Si el patrón dijera una sola palabra! pero su silencio hacía más honda la noche, aproximaba más el peligro de la tempestad. Todo era un inmenso círculo negro apretándose alrededor de la lancha, de su cabeza sudorosa, de su cintura adolorida. Había perdido la noción del tiempo. Cuántas horas llevaba en la lancha? No se veían las luces de ningún puerto, nada, en aquella inmensidad negra. Si el patrón pronunciara

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una sola palabra! volvió a desear la mujer. El silencio gravitaba con una pesadumbre física, abrumadora y aplastante y ella sentía que no podía soportar más aquello. Era como si se hinchara la garganta. Habían empezado a caer gruesas gotas de agua y el viento seguía silbando sobre las cabezas de todos con su silbido extraño y agorero; se escuchaba más cerca el tableteo del trueno y de pronto el cielo se rasgaba, crujiendo como una tela que se rompe. El patrón volvió a encender la lámpara. La lancha tenía su instalación para luz eléctrica pero debido a alguna causa que la mujer no comprendía el patrón no quiso utilizarla. A la luz verdosa vio cómo la camisa de seda se ceñía al busto del patrón, dibujándose los músculos amplios y la curva de los riñones que descansaban sólidamente sobre la cintura. La empuñadura del revólver fulguraba más abajo.

La mujer, azotada por la lluvia, se encogió todavía más. Sin embargo, la luz de la lámpara era un consuelo para ella y fijó sus ojos en la llama amarilla que se retorcía dentro de su oblonga cárcel de vidrio. Se apretó el vientre con ambas manos y permaneció así largo rato.

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De pronto el patrón dijo:— Ya entramos en el huracán.

Fué como si se hubiera hecho una luz en el alma de la mujer. Sonrió, pero el patrón no vio su sonrisa. Sacó del fondo de la lancha una botella de ron, se la llevó a los labios, trasegó un poco, se la alargó al práctico y luego a la mujer. Esta bebió también un poco. Hubiera querido decir algo pero no pudo. Además, para qué? Quién iba a escuchar sus palabras? Pero llevaba en el alma la luz que habían abierto las palabras del patrón aunque sabía que no fueron dirigidas a ella, acaso ni al mulato mismo, sino a la noche, al viento, al río que se encabritaba como un potro salvaje debajo de la lancha. En ese instante una descarga eléctrica desgajó un árbol. Se escuchó el ruido que éste hacía al desplomarse herido de muerte, allí, a muy poca distancia. La mujer se estremeció, su alma volvió a obscurecerse y el presentimiento de la muerte la anegó el corazón como una agua negra... Sin embargo tenía aún fuerzas para pensar y pensaba si “él” (así lo llamaba mentalmente), si “él” también tendría miedo. Sería horrible morir sin saber nada de él y también sin que él

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supiera nada de ella. La lancha saltaba sobre el oleaje y como navegaba contra la corriente no se podía calcular si avanzaba mucho.

De pronto ella sintió un vehemente deseo de contar su vida al patrón. De decirle cómo durante dos años había errado a lo largo del río. Al principio le había ido bien y hasta viajaba gratis en los barcos. Pero eso había durado poco, muy poco tiempo. También quería decirle cómo era su pueblo. Era lindo su pueblo con su torre blanca, en la montaña. Pero el patrón estaba vuelto de espaldas, inmóvil con el cigarrillo pendiente de los labios. Inmóvil y agazapado. Sí, sería horrible morir sin pronunciar una sola palabra. No tendría recuerdos el patrón, no tendría un lindo pueblo como ella y por eso se desprendía de él esa sensación de frialdad más cruel, más profunda que la de la noche y la tempestad. Al menos la tempestad hacía ruido, un ruido pavoroso en la selva le debía estar erizada, debatiéndose con el viento. Era tan fuerte el viento que ella lo sentía ceñido a su cuerpo como una garra, destrozándola. Le parecía haber oído aullar un perro; el patrón se irguió y pegó el oído a la tiniebla; luégo volvió a recobrar su postura

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habitual, encorvado hacia adelante como si fuera a saltar y otra vez el silencio, el silencio que emanaba del hombre como una muerte y que la traspasaba toda, volvió a agobiarla con su horrible sensación física. No pudo más. Se le quemaba la garganta y se le arrasaban los ojos. Hundió la cabeza entre los hombros y sollozó.

Cuando volvió a erguir la cabeza -cuánto tiempo había permanecido con ella hundida entre los hombros? – oyó que el patrón hablaba. Sería precio arrimar a la orilla y esperar a que calmara la tormenta o a que amaneciese. Cuánta felicidad inundó su pobre alma, su alma miserable llevada y traída tantas veces por la vida. Se sentía otra mujer, se sentía libre de sus culpas, de sus remordimientos de sus vergüenzas, como si de pronto se le hubiera cicatrizado la herida sangrante e inmunda que le abrieran los hombres. Otra vez virgen! Sí, eso era lo que sentía la mujer después de haber llorado, después de haber oído las pocas palabras del patrón. Se durmió, al fin, oyendo cómo el mulato saltaba a tierra para amarrar la lancha.

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Cuando amaneció el río estaba tranquilo, el cielo era azul concreto, y algunas bandadas de garzas volaban lentamente en línea recta, sobre los juncales. En la orilla el práctico preparaba café. También saltó ella y se acercó al fuego. El patrón le puso una mano en la espalda, luego la levantó y la atrajo bruscamente; ella le dejó hacer, asombrada; pero ahora no había en los ojos de “él” ninguna dureza, ningún desprecio, ninguna humillación: la miraba con unos ojos puros y apacibles, limpios, como de niño. Lo oyó decir:

— No sé qué diablos te ha pasado, pero hoy estás distinta. — La estrechó más fuertemente contra su pecho, la rodeó con un brazo la cintura y la besó en los labios.

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EL ENGANCHE

Aquella llanura rojiza estaba llena de dédalos de agua sombría y quieta, de pantanos y ciénagas sobre los cuales se extendía una vegetación espesa de juncos y anchas hojas flotantes. La selva de manglares se alejaba hacia el sur, confundiéndose con la barrera de fuego del horizonte. Por el otro flanco de la llanura el Lebrija se arrastraba entre médanos de fulgurante arena.

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Allí, casi en mitad del llano, se alzaban las toldas del cam pamento, grises y sucias, formando un círculo estrecho. Cerca se oía el estampido intermitente de la dinamita y allá, en el límite de la selva, golpeaban las hachas. Había que ir hacia el río, tendiendo rieles a través de las maniguas y de los pantanos donde la tierra acechaba, implacable y certera. Hacia el río! La dinamita hacía saltar las rocas de sus grandes alvéolos, las hachas se abrían paso a través del manglar y los hombres caían uno a uno, en aquella llanura ardiente y fatídica. La muerte llegó a no tener ninguna importancia. Moría un hombre, se le daba sepultura a la orilla de la vía y se colocaba encima una cruz de ramas. Eso era todo. Casi todos los hombres estaban enfermos y la quinina no era suficiente. Por la noche, el campamento se iluminaba con lámparas de kerosén y algunas veces se hacían hogueras para ahuyentar el tigre y las culebras. A la lumbre verdosa de las lámparas, pendientes en las puertas de las toldas de lona, los rostros de los hombres adquirían contornos espectrales.

Los hombres empezaban a emborracharse, mezclando la qui nina con el aguardiente,

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desde la hora en que dejaban los trabajos. De cuando en cuando se oían disparos de revólver en la noche pero nadie se preocupaba por ello; y alguna vez un trabajador aparecía muerto de un tiro en la cabeza o de una cuchillada en el vientre. Todo eso entraba dentro de la vida normal del campamento y a nadie le parecía una cosa extraña.

Había que ir hacia el río. Todavía estaba lejos, a muchos kilómetros de distancia, a través de la selva. Cuando un enganche de trabajadores se agotaba por el paludismo, por las úlceras o por las mordeduras de serpientes, venía otro y seguía adelante. Ahora, precisamente, se estaba esperando en el campamento un enganche nuevo. Sólo había unos veinte hombres del anterior, a los cuales se les podía contar los huesos bajo la piel amarilla y reseca. Eran los veteranos de aquella guerra a muerte contra la manigua. Sabían que no se debía beber el agua de las ciénagas; que para extraer el veneno de la mordedura de una culebra se aplicaba un lancetazo profundo a la parte afectada y luego se chupaba la sangre; dónde podían encontrarse los huevos de tortuga, en los médanos del Lebrija

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Se reunieron todos en la cocina que era un barracón de madera con techo de zinc para esperar el nuevo enganche.

— Vendrán muchos? — preguntó uno de los hombres.

— Como siempre, ochenta o cien — dijo otro, el más viejo de todos, que estaba sentado a la puerta y fumaba un grueso tabaco negro —. Al fin y al cabo, lo mismo da que sean muchos o pocos.

— Si vinieran mujeres! — dijo otro — . Siempre estoy pensando en la Rosa aquella de Puerto Santos. Te acordás, Antonio, de la Rosa?

— Oí decir que la semana pasada los “fríos” la habían hecho estirar la pata- respondió el viejo.

Hubo un momento de silencio. Se oía el croar de los sapos en los pantanos.

— A mí me gusta la hembra esa. Qué carajo, aquí todo se vuelve pura m...

El hombre de la puerta gruñó pero no dijo nada. Echaba espesas bocanadas de humo para ahuyentar los voraces mos quitos. La

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noche se hacía cerrada, tupida, como un follaje negro. Se oyeron unos disparos y luego voces de hombres que llegaban.

— El enganche — dijo uno de los de la cocina.— Quién hay aquí? — gritó una voz desde fuera.

El viejo Antonio sin abandonar su posición, contestó:— Los estábamos esperando. Cuántos son?— Sesenta. Los otros no alcanzaron a llegar y se quedaron en Puerto Santos.— Les toca acomodarse de diez en cada barracón. No hay más que diez barracones. Traen aguardiente?

El hombre que hablaba desde fuera se aproximó y Antonio pudo verle el rostro a la luz del kerosén. Era joven, demasiado joven.— Aguardiente, tabaco y quinina — dijo —. En el campamento de los ingenieros nos dieron todo esto.

Los hombres se acomodaron como pudieron en los estrechos barracones, de tablas mal condicionadas. Los mosquitos zum baban

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como cuerdas desapacibles y se escuchaba también, a cierta distancia, el rumor misterioso y confuso que tienen los bosques tropicales en la noche. Al día siguiente les dieron las herramientas y les fijaron las secciones. Unos fueron a la sección de taladros, otros a la sección de desmonte y unos pocos quedaron para el acarreo de maderas y tierra y para el sostenimiento de la línea. Cuando los hombres, ya instruídos por los jefes de cuadrillas, fueron al barracón de la cocina a recibir su café negro, Antonio le preguntó al muchacho que había llegado la noche anterior:— A qué sección te pasaron?— A la de taladros — dijo el otro.— Menos mal. Cómo te llamas?— Juan, Juan Vergara. Y tú?— Antonio. Yo me llamo Antonio. También estoy en la sección de taladros.

Echaron a andar, en silencio. Antonio tenía los brazos delgados como bejucos secos y las venas le formaban gruesas nudazones.

— Qué tal se pasa aquí? — preguntó Juan.— Regular — dijo Antonio. Por la noche se bebe

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aguardiente con quinina, se juega al naipe. Lo que hacen falta son mujeres.— Y los “fríos” agarran duro?— Mira esas cruces. Cuántas hay?

Juan se puso a contarlas. Una, dos, tres, cuatro... había más de doce cruces entre los matorrales.

— Por supuesto que no todos esos han muerto de fiebres — dijo Antonio.

A algunos los picaron las “coscojas”. Ves aquella cruz, a la izquierda? A ese le pegaron un tiro y no se sabe quién...

Guardaron un poco de silencio. Al fin Antonio le preguntó a Juan, que andaba detrás de él:

— Por qué te enganchaste?— Los jornales son buenos. Y por conocer — respondió Juan.

Llegaron al campamento de los ingenieros. Rústicas casitas de madera barnizadas de verde o de rojo. Las puertas y las ventanas estaban cubiertas de anjeo para que los mosquitos no pudieran penetrar al interior. Se oía el ruido de una máquina de escribir.

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Frente a una de las casas había un pradecillo y una pluma de agua saltaba alegremente sobre aquel pedacito de tierra verde y fresca. Se dirigieron al almacén en busca de los barrenos, de la dinamita y de la mecha.

— Qué bien se estará aquí! — dijo Antonio, con envidia.— Sí, qué bien! Todo está limpio y huele a petróleo. A mí me gusta el olor a petróleo.

La fiebre empezó a visitar el nuevo enganche. Sobre todo, los hombres de la sección de desmontes enfermaron pronto. Empezaron a ponerse amarillos y a enflaquecer y muy pronto hubo necesidad de cavar nuevas tumbas a la orilla de la vía. Por la noche, hacinados en los barracones, tiritaban de una manera horrible y se creería oír el crujido de sus huesos. Deliraban y cuando volvían en sí pedían agua. El agua era gruesa y tibia y no calmaba la sed. No más en el barracón de Antonio y de Juan había cinco enfermos. Los otros jugaban al naipe y bebían aguardiente con quinina. A veces les daban a los enfermos un poco de sus botellas. Cada tres días venía un enfermero, daba una vuelta por las barracas y preguntaba invariablemente:

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— Cuántos murieron ayer? —. Y volvía a marcharse.

Antonio ya no experimentaba ninguna sensa-ción, ni de piedad ni de miedo. Hacía mucho tiempo, tres meses por lo menos, que estaba en aquel campamento. Le habían dado las fiebres pero se había salvado, aun cuando to-davía de cuando en cuando le volvían los ca-lofríos. Tres meses en aquel mundo maldito eran mucho tiempo, el suficiente para endure-cer como una piedra las entrañas. Pero Juan empezaba a tener miedo. Era joven y no que-ría morir como los otros. Ni siquiera los ente-rraban en un ataúd, sino que los echaban en el hoyo tal como habían quedado. Era horrible ver desaparecer lentamente un cadáver bajo la tierra, cómo se iba hundiendo, perdiendo para siempre, la cabeza, el pecho, las piernas, una mano, bajo las paletadas. A veces una mano se quedaba todavía sola, por unos ins-tantes, amarilla y huesuda, asomando entre la tierra.

Y hora estaba allí, encogido como un ovillo de nervios, bajo los primeros golpes de la fiebre. A su izquierda estaba tendido el reinoso, que sollozaba recordando s u tierra distante; a la

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derecha estaba un mulato de alguna edad, que tosía constantemente con una tos cavernosa y seca. Los demás estaban en los trabajo y sólo llegarían por la noche. Las horas eran largas, y por entre las rendijas de las tablas se podía ver el sol, un sol que penetraba en todas partes ardiéndolo todo, consumiendo la vida de los tallos y de las hierbas que se iban secando con un chirrido agudo y dolorido. El día era interminable, el día de fuego abrasador y terrible.

— Maldita sea! — dijo el tísico, incorporándose un poco y dirigiéndose al reinoso,—. Estás berreando ahí como una mujer.

— Toma un trago — le dio Juan, largándole su botella.— Quiero agua — dijo el reinoso, con voz ahilada, casi inaudible.

Juan salió afuera, arrastrándose, y sacó del depósito con una totuma un poco de aquella agua tibia y espesa. El reinoso la apuró con ansiedad, jadeando horriblemente; luego dejó caer la cabeza y no volvió a sollozar.

Antonio le había dicho a Juan:

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— Tú eres de los que no mueren así no más. Ya verás que te aguantas esta tanda de “fríos” y muchas otras. El todo está en acostumbrarse como yo. Los dos tenemos que llegar hasta el río.

El enfermero llegó al caer de la tarde, los examinó rápidamente y preguntó:— Tomaron la dosis de quinina? Ese — dijo señalando al reinoso — no necesitará más.

El hombre se incorporó trabajosamente. — Voy a mo-rir-me? — preguntó.El enfermero salió apresuradamente de la barraca.

— Qué te vas a morir! — le dijo Juan —. Es una pendejada del boticario. Qué sabe ese! Hubo un largo silencio. Por entre las rendijas de la barraca ya no se veía el sol. Las ranas empezaban a croar en las ciénagas. Regresaban grandes bandadas de pájaros a los manglares y el cielo se iba haciendo de un azul añil, profundo... Era la hora en que los hombres recordaban. El reinoso sacó de debajo de la almohada una cosa que extendió

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ante sus ojos. Era una camisa amarilla con bordados en todas partes.

— Bonita, no? — dijo —. Esos bordados los hizo mamá. Ella creía que aquí ya podía ganar mucho dinero para comprar luego allá, en Duitama, un pedazo de tierra.

— Por qué no te la pones? — le dijo Juan.

— La tenía para cuando fuera a Bucaramanga. Pero voy a a ponérmela.

Juan fue el primero en darse cuenta, al día siguiente, de que el reinoso había muerto. El cadáver estaba ya frío y rígido.-— Quién va a hacer el hoyo? — preguntó Anto-nio —. Y hay que dar cuenta a los ingenieros.— Yo — dijo el tísico —. Después a alguien le tocará abrir el mío.

— Allá, en aquella lomita — indicó Antonio —. Ese va a ser el nuevo cementerio

El tísico tomó una pala y se fue a su oficio. Juan se quedó con el cadáver, le cubrió el rostro con un pañuelo para que no lo pateasen las moscas y lo colocó sobre unas varas cruzadas, atándolo con piola. Después de un rato el

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tísico vino y entre él y Juan lo transportaron al hoyo donde debía ser enterrado; lo hicieron descender cuidadosamente y luego empezaron a cubrirlo con tierra. La camisa amarilla con sus bordados fue desapareciendo rápidamente.

— Cómo se llamaba? — preguntó el mulato.

— No sé — dijo Juan —. Era de por allá de Duitama.

Cortaron unas ramas y las clavaron sobre la tumba a manera de cruz y después regresaron a la barraca.

Un nuevo enganche, otro y otro... Toda la llanura estaba ya llena de cruces, pero al fin llegó la primera locomotora, bufando como un demonio, hacia el río. En la plataforma iban Antonio y Juan, que ahora se dirigían a las petroleras en busca de trabajo.

— Mira, aquella cruz es la del reinoso — dijo Juan.— Y esa otra la del tísico — repuso Antonio.

Guardaron un momento de silencio. Quizás re-cordaban aque llos días terribles de lucha con-tra la selva y contra la fiebre. Cuántos hombres

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habían perecido? Los viejos barracones del campamento estaban invadidos por la maleza y las maderas estaban podridas. Las cruces apenas sí se levantaban sobre los matorrales. El tren trepidaba, se sacudía, se bamboleaba a un lado y otro. Al fin se vio una sinuosa línea brillante, un dilatado espacio claro y azul.

— El río! — dijo Antonio —. No te dije, Juan, que tú y yo teníamos que llegar hasta el río?