cuentos nostálgicos desde calatayud

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    CUENTOS NOSTÁLGICOS DESDE CALATAYUD

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    ANTONIO SÁNCHEZ PORTERO

    CUENTOS NOSTÁLGICOSDESDE CALATAYUD

    CENTRO DEESTUDIOSBILBILITANOSINSTITUCIÓN«FERNANDO ELCATÓLICO»

    CALATAYUD2 0 0 3

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    © Antonio Sánchez Portero

    © De la presente edición:Centro de Estudios Bilbilitanosde la Institución «Fernando el Católico»

    Portada: Diseño y realización: Alberto José Sánchez Gracia

    I.S.B.N.: 84-7820-683-3Depósito Legal: Z. 743-03

    Imprime: COMETA, S.A.Ctra. Castellón, Km. 3,400 – Zaragoza

    Publicación n.º 75 del Centro de Estudios Bilbilitanosy n.º 2.335 de la Institución «Fernando el Católico»

    SÁNCHEZ PORTERO, Antonio

    Cuentos nostálgicos desde Calatayud / Antonio Sánchez Portero.—Cala-tayud: Centro de Estudios Bilbilitanos de la Institución «Fernando el Católico»,2003.

    213 p. : il. ; 21 cm.ISBN : 84-7820-683-3

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    A Manola, mi esposa,que como está mandado,a veces, me da la lata,

    pero que no puedo estar sin ella;y a nuestros nietosIrene, Daniel, Luis

    y el recién llegado Pablo.

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    PRÓLOGO

    Antonio Sánchez Portero ha tenido el privilegio de con-vertir la aspiración —que pronto se constituyó en pasión—de su vida en fehaciente realidad. Su labor en pro de cer-tificar la historicidad de la Dolores cuajó en tres libros quehan aportado una nueva visión sobre el mito que forjó latan exitosa obra de Felíu y Codina y el maestro Bretón. Por estos libros tenemos también prueba documentada de quela recepción de la Dolores y su reflejo en tantas parcelas

    de la literatura, la música y la vida cotidiana fue tan pro-funda como supondría el mero observador de la historiadel siglo XX. Este esfuerzo trajo además la concreción deuna idea, defendida con su tenacidad natural por su autor,que en principio parecía irrealizable: la restauración delMesón de la Dolores —un viejo caserón abandonado quepor todas partes rezumaba ruina— y su conversión en unode los mayores reclamos turísticos de una ciudad tan privi-legiada en ellos como Calatayud.

    Pero Antonio Sánchez Portero albergaba una pasiónliteraria que venía de mucho antes. En 1961 había dado ala luz la que fue su primera obra en una olvidada y muyinteresante colección que propiciaron Joaquín MateoBlanco y José Antonio Anguiano, con la colaboración deEmilio Alfaro y Emilio Gastón. Me refiero a la colección Alcorce, inscrita en una empresa tan inesperada para la

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    Zaragoza de los fines de los cincuenta y principios de lossesenta como fueron las publicaciones del llamado Coso Aragonés del Ingenio, que editaron alrededor de una vein-tena de obras y están pidiendo a calladas voces un estudio

    ilustrativo.Los solteros era el título de esta hoy inencon-trable novela corta que nos presenta en un friso costum-brista la cotidianeidad de la juventud de la época en unlugar que no podía ser otro que su amado Calatayud. Laquerencia por su ciudad natal deparó otro fruto erudito,Noticia y Antología de poetas bilbilitanos (1969), unauténtico venero de datos que supone un trabajo exhaus-tivo de documentación y al que cualquier estudioso de laperiferia de aquellos debe ineluctablemente recurrir. Vinie-ron después sus tres obras sobre la Dolores que, junto alresto de su labor intelectual, le valieron ser nombradomiembro del Centro de Estudios Bilbilitanos, y hoy saca ala luz un rimero de cuentos escritos a lo largo de cuarentaaños ya que los más antiguos están fechados en 1957.

    En su mayoría son apuntes impresionistas que, como

    sucedía con Los solteros , nos muestran la pequeña his-toria de Calatayud que se convierte en muchas ocasionesen la verdadera protagonista de ellos. Sánchez Portero nopuede ni quiere dejar a un lado su vinculación con su tierray es ella la que al fin nos da la pauta de su forma de ser yestar en el mundo. Narrador tradicional, el cuento es paraél una vía de escape para sus obsesiones y para darnos lapanorámica de una vida que se ha movido en el transcursode unos años que han significado el paso de unos modosde vida rurales a otros propios de la sociedad postindus-trial. Este salto feroz ha marcado la vida de unas pocasgeneraciones que hubieron de convivir con el burro, laalpargata, el botijo, las fórmulas patriarcales, la represiónsexual y política o la omnipresencia de la religión y, al pocotiempo, asistieron a la revolución de los transportes, de loselectrodomésticos, de la cibernética, a la liberación de la

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    mujer aherrojada durante miles de años y a la liberación entodos los ámbitos, independiente de que esté más omenos dirigida. Transformación que deja honda huella enlas fórmulas y perspectivas del autor, como certificará el

    lector en estos relatos. En ellos asoman, es verdad, laingenuidad, ciertas afirmaciones elementales y un recono-cible costumbrismo de mesa camilla, de vieja pensión.Pero también asistimos a raptos líricos, a observacionessutiles y a ese ojo avizor para captar personajes entraña-bles, escenas que son vida y, sobre todo, el latir de unasociedad en extinción como es la de los profundos pueblosespañoles, que a tanta literatura han dado pábulo.

    El lector reconocerá, pues, el trasfondo biográfico y lasimpresiones latentes en una sensibilidad que se sentíaintegrada en su entorno y, a un tiempo, distinta: los giroslingüísticos, muchas veces de rancia estirpe dialectal ara-gonesa, y, sobre todo, la vocación de un hombre bueno por dar cuenta de su visión de la realidad. Ésa que estamoscondenados a no reconocer, a no identificar. Y la literatura

    nos ayuda a aliviar y, en cierto modo, a olvidarnos de eseesfuerzo.

    Javier Barreiro

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    COMENTARIO DEL AUTOR

    El prologuista, mi amigo el profesor Javier Barreiro, para realizar un estudio sobre la colección de libros COSODEL INGENIO ARAGONÉS, en una de cuyas secciones,en la denominada “Alcorce”, de teatro y cuento, se publicómi novela corta Los solteros , me pidió este libro. Habíansalido un corto número de ejemplares en 1961, y está ago-tada la edición. Me quedaban varios y pude enviarle uno.Esto sucedió hace un año y pico.

    Algún tiempo después —ya no recordaba este episo-dio— Javier me comentó que le había sorprendido mi novela, que no sospechaba tuviese tan buena factura lite-raria, al ser obra primeriza; pero, me recalcó, lo másvalioso de ella es que recoge facetas, aspectos, costum-bres, lugares, de una ciudad tipo, como puede ser Calata-yud, que han desaparecido, que son ya historia y llevancamino de perderse en el olvido.

    No se me había pasado por alto esta circunstancia, pero la observación de Barreiro me animó a revisar losescritos de aquella mi primera etapa y, como sospechaba,me he encontrado con muchos trabajos que, al margen desus posibles cualidades literarias, contienen datos sobreCalatayud, que de no recogerlos, a buen seguro se perde-rán, sobre todo cuando han transcurrido cerca de cin-cuenta años, que se dice pronto.

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    Es posible que haya en mí una vena narrativa a la queno he dedicado el tiempo que merece, absorbido por mi labor investigadora, centrada en Noticia y Antología de

    poetas bilbilitanos , en el ejercicio del periodismo como

    colaborador y corresponsal y, últimamente, en el estudiodel entorno de la Dolores universal. Ahora tengo oportunidad de dar a conocer esta faceta

    con una selección de cuentos, que fueron escritos en1957, como es el caso de La viejecita de las golosinas ,La suerte quiere divertirse , Lamentable equivocación o

    Atardecer sin fin , cuando andábamos muy lejos de hablar de la eutanasia. Algunos fueron creados varios años des- pués, entre éstos Encuentro en el expreso , Mariquilla latonta y ¡No soy un asesino! Y los más tardíos, como El caso de la patata vagabunda , Un billetero con alas o Lamoneda en la vía afloraron antes de 1965, que es el añoque figura en el rudimentario libro en el que mecanografia-dos los recogí.

    Debo aclarar que, conservando todos íntegramente suargumento, los he sometido a una revisión estilística y loshe completado y ampliado con el propósito de mejor reco-ger —y así conservar— una visión de aspectos urbanosdel Calatayud de mediados del siglo XX, así como costum-bres y sucesos curiosos y forma de vida de esta ciudad, deZaragoza y de alguna otra.

    Entre todos los cuentos, hay dos cuya acción seamplía, en uno de ellos hasta el momento actual:

    La soledad del poeta , redactado en 1965 y enrique-cido ahora, atribuyendo al personaje imaginario versos dealgunos poetas bilbilitanos, y con el que deseo rendirleshomenaje.

    La foto de su vida , tiene otra historia. Nació en 1964con el título de “Una foto impresionante” y fue seleccionadoen un Concurso Internacional de Cuentos convocado por el “Diario Regional” de Valladolid. Últimamente, respe-

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    tando íntegramente su argumento, lo he ampliado, inclu-yendo datos de actualidad bilbilitana, para presentarlo, conel título de «Sucedió en Pamplona», a un concurso deNarrativa Taurina, sin que mereciera la atención del

    Jurado.Considerando que el mero hecho de recoger el pasado no es bagaje suficiente, he procurado que loscuentos seleccionados tengan algo más, como que seanvariados, interesantes y, sobre todo, amenos, y que su lec-tura —sin otra pretensión— proporcione algún placer a loslectores. Si lo consigo, aunque sea mínimamente, mi satis-facción será grande, ampliada por el convencimiento deque he contribuido a rescatar del olvido una parte de nues-tra ciudad.

    Antonio Sánchez Portero

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    hablar a solas con Luisa, aunque no sabía de qué hubieran podidohablar, ¿o sí? Una amargura vieja, honda, tomando consistenciase le agarró dolorosamente al pecho. A pesar de ello, le alegrabaver a Luisa, aunque era una alegría controvertida, pues se le hizo

    presente el alto precio que había tenido que pagar. Juan desvió lavista para que no se cruzara con la del marido de Luisa, quienseguramente buscaría un lugar más libre para acomodarse. Y pre-cisamente, al lado de Juan, había menos apreturas. Y hacia allí seencaminó el matrimonio, Luisa detrás, medio oculta por sumarido.

    Juan sintió deseos de huir, pero se quedó inmóvil, irresoluto,con la sensación de que en cualquier momento le fallarían lasfuerzas y caería fulminado. Se colocaron junto a Juan, en lamisma ventanilla, el marido rozándole. Luisa apoyó la espalda junto a la puerta de un departamento y entonces vio a Juan. Sufrióuna sacudida, su rostro se demudó y sus ojos, paralizados, des-mesuradamente abiertos, se quedaron fijos en Juan. Por fortuna,su marido le daba la espalda. Luisa procuró serenarse, sin conse-guirlo del todo. Juan no estaba menos afectado. El señor gordo deantes volvió a pasar. Juan y Luisa, situada al otro lado de sumarido, se pegaron a la ventanilla. A Luisa le notó algo raro suesposo.

    —¿Te sucede algo? —Preguntó más bien por compromiso.—Nada, un ligero mareo, pero ya me encuentro bien. ¡Estos

    viajes tan pesados!Juan hubiera querido saludar a Luisa, preguntarle muchas

    cosas, conocer su vida minuto a minuto desde que hace cuatroaños la vio por última vez. Otro tanto deseaba Luisa. Pero elmomento no era propicio. Ambos se ensimismaron en sus recuer-dos comunes, que desfilaron en unos instantes por su imagina-ción.

    Estaban empleados los dos en Telégrafos. Un día coincidie-ron al salir del trabajo y se conocieron. Simpatizaron desde el pri-mer momento. Al principio los unió buena amistad, que poco apoco fue convirtiéndose en un lazo más íntimo. Se hicieron

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    novios, se prometieron. Vivían muy felices. Pero a Luisa la des-tinaron a otra localidad. Juan aconsejó a su novia que dejara lacolocación para no separarse, de todas formas tendría que aban-donarla no tardando mucho. Luisa adujo que su paga les vendríamuy bien para mejor instalar su hogar, y que ya pensarían si unavez casados dejaba el trabajo o pedía la excedencia, para no per-der el derecho a una pensión y, por fin, convinieron en la momen-tánea separación.

    Se escribían muy a menudo. Juan iba a visitar a su novia casitodos los fines de semana, porque ella era reacia a los viajes. Así pasaron varios meses. Hasta que una carta de Luisa dejó a Juan

    de una pieza, ¿o de muchas?, porque el corazón y todo su cuerpose le rompió en pedazos.Poco más o menos le decía Luisa en la carta que la perdo-

    nara por lo mal que se portaba con él, que lo había estado enga-ñando, que él no se merecía eso, y que se casaba. Juan no seresignó y pensó ir a buscarla para oírla de viva voz e intentar con-vencerla. Pero a menos que fuera en un avión particular y sin per-der ni un minuto no la encontraría soltera. Con la carta había unatarjeta de boda.

    Juan quedó destrozado. En un instante todos sus sueños sederrumbaron. “¿Cómo pudo engañarme Luisa en sus cartas y,sobre todo, cuando estaba con ella?” Ahora reparó en que lenotaba algo raro, sí, pero... Juan recobró el equilibrio con eltiempo. ¡Qué remedio! Un año después recibió carta de Luisa. Sumatrimonio era un martirio, estaba arrepentida, reconocía su gra-vísima equivocación, la desesperanza la consumía. Aquella cartaera un desahogo. Pero reavivó los sentimientos de Juan, quien leescribió varias veces, aunque siempre sin respuesta. Y así estabanlas cosas cuando, de improviso, se habían encontrado en el tren.

    Juan miró a su ex novia, la señora de no sabía quien, y laencontró hermosa. Tenía Juan un peso en el pecho que lo mismopodía ser de dolor que de contento, o quizás de ambas cosas.Luisa lo miraba a hurtadillas, aparentemente serena, pero con un

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    caos en su interior. Entre ambos, el marido, odioso rival para Juany, tal vez, pesada carga para Luisa. ¿O habían hecho las paces?

    El trío encajaba en el marco de la ventanilla, rodeados por lagente, envueltos en el traqueteo de las ruedas. Luisa, pensativa,

    apoyó la mano en el extremo de la barra, de cara al paisaje, aveces velado por las ráfagas de humo que se desprendían de lalocomotora. Le hacía bien el rápido desfilar de los postes, de loscampos, de los árboles, de los montículos en la lejanía... Juanapoyó la mano en el otro extremo, creyendo ingenuamente perci-bir el calor de Luisa a través del metal; pero la barra estaba fría yla apretó hasta hacerse daño.

    Juan andaba dándole vueltas a la cabeza para encontrar lamanera de comunicarse con Luisa, cuando le pareció notar que labarra metálica de la ventanilla se movía levísimante bajo sumano, y que los movimientos no eran maquinales. Prestó aten-ción. En efecto: golpecitos suaves, casi imperceptibles, otros másacentuados, o más prolongados. Le vino a la memoria, de pronto,que durante una temporada les había dado a él y a Luisa pordecirse tonterías en morse en cualquier sitio. Se reían mucho dela gente, que no podían entender sus manipulaciones. Miró aLuisa. Ella le hizo una ligera seña de inteligencia con los ojos. Ycomenzaron a comunicarse sin palabras.

    Movimiento suave, otro leve, uno más amplio, luego suave,amplio, más acentuado... Punto, dos puntos, punto y raya, punto,raya...

    —L u i s a —marcó Juan, y en sus pulsaciones se encerrabatodo su reavivado cariño.

    —N e c e s i t o h a b l a r c o n t i g o —dijo ella.Aquel juego requería habilidad y mucha paciencia. Y que no

    lo descubriese la persona que estaba entre ambos.—T e q u i e r o —Juan no se andaba con rodeos.—V o y a B a r c e l o n a —dijo Luisa.—Y o t a m b i é nEn alguna palabra se confundían, o no se entendían exacta-

    mente, pero insistían hasta dar con lo que se querían decir.

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    LA SUERTE QUIERE DIVERTIRSE

    El dormitorio se encuentra débilmente alumbrado por la luzque se cuela a través de la entreabierta puerta que da al pasillo.Encima de la cama se adivina un bulto, que corresponde a Nico-lás. Su esposa, que se ha levantado hace un rato faena en lacocina. Asomándose al pasillo, avisa:

    —Nicolás, Nicolás, que vas a llegar tarde a la oficina.Nicolás parece no oír. No da señales de ello. Poco después,

    se le acerca su mujer y le dice, empujándole suavemente:

    —Levanta, que ya es la hora. Me marcho a San Juan.Encima de la mesa te he dejado el desayuno.Nicolás se rebulle. Sus entreabiertos ojos le permiten ver la

    sombra de su mujer que sale del cuarto. Cierra los ojos sinesfuerzo y con placer y tras dar media vuelta buscando una posi-ción más cómoda, se ajusta la ropa al cuerpo. Tiene conscienciade su obligación, por lo que sólo piensa disfrutar un instante dellecho. Pero se le pegan las sábanas.

    Cuando se da cuenta, se siente amodorrado. Se levantamaquinalmente, más dormido que despierto. Bien le gustaría dis-poner de tiempo, como de costumbre, para acompañar su vueltaa la realidad con estudiados desperezos. Le agrada enormementeatarse los zapatos con lentitud y, mientras se pone la camisa, bos-tezar con deleite. Y aún después de medio vestido, permanecersentado en el borde del lecho, en actitud contemplativa, despere-zándose con los ojos perdidos... Pero no, no puede permitirse hoy

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    estos menudos placeres cotidianos. Se ha entretenido demasiadoen la cama y dispone de poco tiempo.

    Por el lavabo pasa como una exhalación; tanto es así, queapenas nota la frescura del agua con la que se hace un lavado de

    gato. Encima de la mesa de la cocina encuentra el desayuno quele ha dejado su mujer. Al salir a la calle y encender el primer piti-llo se siente contento...

    Al pasar por el quiosco compra un periódico. Continúaandando sin excesiva prisa, como si estuviera jubilado y su únicoobjetivo fuera disfrutar de la bonancible mañana. Pero algo no lecuadra y mira instintivamente su reloj. Es la hora justa en quetodos los días llega a su trabajo. Calcula el tiempo que le durarállegar a la oficina: unos quince minutos. Contempla la próximaparada del tranvía, y a falta de éste ve una larga hilera de gente.Aunque no le hace mucha gracia tomar un taxi, porque desnivelasu presupuesto, no tiene otro remedio.

    En seguida lo recoge uno. Repantingado en el asiento, ojeael periódico. Su vista tropieza con la lista de la lotería. Recuerdaque compró un décimo. Lo saca de la cartera y sin mucha convic-ción busca su número entre los premiados. Al comenzar a mirarla lista algo convulsiona su interior premonitoriamente con unasensación especial que nunca había sentido. Creyéndose tonto opoco menos, sigue buscando. De pronto sus ojos se posan en lacabecera de la lista. ¿Será posible? ¡Su número coincide con eldel gordo! Vuelve a mirar una y otra vez. Sí, si la vista no le falla,es rico... El taxi al llegar a su destino, se detiene.

    —Hemos llegado —anuncia el taxista, notando en su clientealgo raro.

    Nicolás, preso de gran nerviosismo, le alarga el diario y eldécimo, y pide balbuciente:

    —Mire, mire a ver si ha tocado.Tras un ligero examen, el taxista, es ahora quien se emo-

    ciona, y exclama alterado, como si el agraciado fuese él:—Le han tocado un buen puñado de duros.No podría decirse quien de los dos estaba más nervioso.

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    Después de unos minutos en que ninguno de los dos sabe quehacer o decir, propone Nicolás:

    —¿Y si nos acercáramos al estanco donde lo compre paratener seguridad...?

    En efecto, en el estanco estaban todos revolucionados: esenúmero, que fue vendido allí, ha resultado premiado con elgordo. Nicolás está loco de contento. Piensa en ir a darle la granalegría a su mujer, que ya habrá vuelto a casa después de su misa,aunque tiempo le quedará... Primero va a ir a la oficina, para quesean sus compañeros los primeros en enterarse.

    En el coche nuevamente, da instrucciones al taxista. De

    momento lo alquila para todo el día, advirtiéndole, aunque no erapreciso, que no quedará descontento. Luego va a un Banco,donde tiene cuenta, y deposita el décimo. Por último, con unahora de retraso sobre la hora de entrada, sube por las tan conoci-das para él escaleras de su oficina, una reputada Agencia Inmo-biliaria y Correduría de Seguros donde sufren galeras una docenade “penados”.

    Algunos compañeros lo miran con extrañeza, los demás, ninotan su presencia, azacaneados en su labor para no soliviantar alpatrón. Ve Nicolás su vacía mesa de trabajo, y le parece increíbleque haya podido estar allí sujeto tanto tiempo. Su primera inten-ción es sentarse cómodamente, apoyando los pies encima de lamesa, como ha visto en las películas. Desiste porque teme, y conrazón, que no les agrade a sus compañeros. Sin embargo, piensadecirle al jefe lo que tantas veces hubiese deseado decirle... Ymejor todavía..., le arrojará al rostro todos los papeles que le hanestado atormentando en los últimos años, y hasta no desecha laque cree genial idea, de que entre los papeles se encuentre un tin-tero abierto.

    Se acerca a la puerta de la dirección y comete la peor infrac-ción posible: entrar sin permiso y sin previo aviso. El jefe levantala cabeza extrañado y, al verlo, se endurece su gesto y alborota:

    —¿Cómo se atreve a entrar sin solicitar el permiso?

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    —¿Es que no me ha oído? —replica Nicolás con sorna, yañade:— Aparte de idiota noto que se ha vuelto sordo.

    El jefe se queda estupefacto, de una pieza, sin capacidadpara reaccionar. Es todo tan inaudito, tan inverosímil... Nicolás,acercándose a él, lo confunde más al decir:—He terminado el trabajo, ¿quiere repasarlo? —Y haciendomención de dejar sobre la mesa un grueso manojo de papeles, selos arroja violentamente a la cara, de abajo arriba. (Sin tintero, hadesistido en el último instante.)

    El Jefe, con los ojos como platos, se queda privado de sufacultad de hablar; aun así, su subconsciente le permite gritar:

    —¡Qué modales son estos! Esta locura va a pagarla cara.Salga de aquí inmediatamente y considérese despedido.—Bueno, bueno, no se ponga así y escúcheme unas palabri-

    tas que tengo que decirle. Ha sido un tirano esclavizándonos yseguirá haciéndolo con estos que quedan. Además, si le compen-sara. Pero sólo cobra unas cuantas pesetas más que nosotros.Tenga cuidado no sea cosa que le vayan a romper la crisma. Si yono lo hago es por compasión. Bien merecido lo tendría. Ahora memarcho, y será mejor que no volvamos a encontrarnos.

    El portazo de Nicolás hizo que se volvieran hacia él lasmiradas de todos sus compañeros, que ya estaban pendientespor las voces que habían oído. Al verlo risueño, su confusiónaumentó. En pocas palabras les explicó Nicolás lo sucedido consu suerte y con el jefe y prometió invitarlos a comer.

    En la calle le esperaba el taxista. En seguida compartiría consu mujer su alegría. Estaba contento, extraordinariamente con-tento, feliz y satisfecho. Le parecía que estaba viviendo un sueño.Si, de verdad, no sabía si estaba despierto o soñando...

    Y la verdad es que soñaba: todo había sido un sueño. Selevantó de la cama rápidamente, malhumorado. Se aseó como unrelámpago. Era muy tarde, tan tarde que ni se entretuvo en desa-yunar. Al cruzar presuroso la calzada estuvo a punto de ser atro-pellado por un coche. No encontró ningún taxi. Tuvo suerte por

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    la oportuna llegada del tranvía. Cuando se acercaba a la oficinano pensaba en otra cosa que en la excusa con que se justificaría.

    Subió las escaleras. Traspuso la puerta de la galera. Elrevuelo, la anarquía y el desorden imperaban entre sus compañe-

    ros. Cuando le dijeron la causa, palideció. No necesitaba excusa.No tenía que preocuparse por la tardanza. El jefe había salido yno era fácil que volviese en algún tiempo. Le había tocado el pre-mio gordo de la lotería. No supieron decirle si jugaba tres o cua-tro décimos. Nicolás recordó su sueño, y pensó en su jefe conira... Y lo aborreció más que otras veces...

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    ¡SÁLVESE EL QUE PUEDA!

    Zaragoza estaba en fiestas. El aire matinal fue surcado porun cohete y retumbó su estallido. Gonzalo, cogido de improviso,se sobresaltó y se quedó varios segundos con una pierna en elaire. Pero se rehizo en seguida y continuó caminando, no sin queantes mirara receloso a su alrededor por si lo había observadoalguien. Porque Gonzalo tenía un miedo tremendo a hacer el ridí-culo. Pero las personas que estaban cerca iban a su marcha y lesimportaba un bledo que un señor vulgar y corriente se asustarapor un cohete. Aun sin susto, para los varones, si se hubiese tra-tado de una chica estupenda, la cosa cambiaría.

    Se había congregado mucha gente en el paseo de Echegarayy Caballero, junto a la baranda del Ebro. Gonzalo, que iba sinrumbo y sin prisa, cruzó la calzada y se dirigió hacia allí. Comono sabía que se estaba celebrando una competición de remo, seextrañó de que se congregara tal gentío para ver pescar. Algunosdomingos cogía Gonzalo a sus hijos y, después de misa, en laiglesia del Portillo, daban un paseo hasta el río, y se entreteníanun rato viendo manipular a los pescadores. El hijo pequeño, San-tiaguín, disfrutaba de lo lindo, con la cabeza casi metida entre losbarrotes de la baranda, siguiendo extasiado los menores movi-mientos de los pescadores, situados entre los árboles, abajo, alborde del río. Y cuando sacaban algún barbo, palmoteaba y chi-llaba lleno de gozo.

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    —¡Papá, papá, mira que pez tan grande —decía siempre,aunque fuera una madrilla o un barbo insignificante.

    Santiaguín se hubiera pasado las horas muertas mirando alrío. Le subyugaba el manso discurrir de las caudalosas aguas,

    surcadas de ordinario por barcas de recreo y piraguas del ClubNáutico Helios. Con Santiaguín no había problema. Era manso,pacífico, se conformaba con cualquier cosa. Sin embargo, el otro,Gonzalito, era un verdadero rayo. Mientras su hermano estabatan tranquilo, él se entretenía persiguiendo a las palomas, dándo-les patadas a los perros que tenían la desgracia de pasar por allí,insultando o pegando a los chicos, o haciendo cualquier trastadade su amplio repertorio. Pero cosa rara, el padre sentía predilec-ción por el mayor. Estaba orgulloso de él, y siempre encontrabaexcusa para sus travesuras. Por lo que Gonzalito se crecía y, aun-que su madre intentaba meterlo en vereda, era un verdaderobarrabás.

    Gonzalo caminó a lo largo del río, hacia la pasarela, hastaque encontró un sitio libre junto a la barandilla. El panorama quese podía contemplar era espléndido. La arboleda de la ribera con-traria estaba llena de personas. Al fondo, el majestuoso Puente dePiedra. Sobre las refulgentes y onduladas aguas se deslizabanrápidas y rítmicas las yolas. Gonzalo contó hasta siete. Las vocesde los timoneles resonaban en el aire fresco, limpio y soleado demediados de octubre.

    Se acordó Gonzalo de sus hijos. Sintió no haberlos traído.Pero... Santiaguín, sobre todo, hubiera disfrutado en grande.“¡Qué poca sangre tiene! Estaría mirando con la boca abierta—pensó su padre.” Aunque lo que de verdad le molestaba era lafalta de Gonzalito. Cuando estaba con él se sentía más seguro,más satisfecho. Veía en su hijo el niño travieso que a él le hubieragustado ser pero que nunca fue, porque, aunque no quería reco-nocerlo, nunca dejó de ser el último mono de la pandilla, con elque nunca se contaba y el que recibía los coscorrones.

    Gonzalo no aguantó más de cinco minutos viendo a losremeros. No le gustaba aquel deporte. Todos los deportes los

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    —¿Pero no te da vergüenza, las once y media y todavía enla cama? No teherniarás , no, por echarme una mano.

    —¿Quieres que te ayude a fregar? —Saltó Gonzalo consorna.

    —¡Pero podrías encargarte de que no dieran guerra los chi-cos!—¿Te callas de una vez? ¡Me estás poniendo dolor de

    cabeza!—¡Esto si que es grande! ¡Encima que te pongo dolor de

    cabeza!Al llegar a este punto los ánimos se encresparon. Gonzalo le

    dijo que tenía un genio insoportable. Ella lo llamó calzonazos yotras cosas mucho peores. Gonzalo optó por callarse, como solíahacer casi siempre y, en cuanto se arregló, se marchó a la calle sindar explicaciones. Y a los pocos minutos se había desinflado yasu malhumor.

    Gonzalo estaba aburrido de deambular solo, y su estómagocomenzaba a reclamar lo suyo. Y como eran cerca de las dos, seencaminó hacia casa. Gonzalo trabajaba en una oficina y, más porlos años de servicio que por su capacidad, ocupaba un puesto bas-tante importante. Le gustaba dárselas de entendido, y el caso esque solía engañar a las personas poco perspicaces. Era grueso, derostro húmedo y pálido, pelo castaño, y unos ojos redondos,de mirar bovino. Sus ideas eran tan cortas como grande su ne-cedad.

    Cuando estuvo Gonzalo frente a su casa, miró hacia las ven-tanas de su piso y recorrió la fachada con la vista. Estaba orgu-lloso de su vivienda, que aunque no muy nueva, sí era confor-table, situada al principio de la avenida del Tenor Fleta, y lehabía salido muy barata. Mientras subía lentamente las escaleras—la falta de ascensor era la única pega, pero vivía en unsegundo— ningún pensamiento ocupaba su cerebro. Al llegar a lapuerta se detuvo y se buscó la llave; pero con las prisas se lahabía dejado en la mesilla. Pulsó el timbre. Salió a abrirle Santia-guín.

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    —¡Hola, papá! ¿De donde vienes? Hoy no nos has llevadode paseo.

    —Vengo de trabajar.—¿También trabajas ahora los domingos?

    —Sí, hijo —replicó secamente Gonzalo.—¿Y por eso llora mamá? —preguntó el niño con ingenui-dad.

    Gonzalo no contestó e intentó borrar un gesto de contrarie-dad que le asomó al rostro. Gonzalo, después de ponerse laszapatillas y la chaqueta del pijama, se asomó un instante a lacocina.

    —¿Está la comida? —Preguntó, a manera de saludo. Lehubiera gustado decir algo amable; pero sólo le salieron estaspalabras egoístas.

    Teresa miró de soslayo a su marido y permaneció callada,sin hacerle caso. Gonzalo se arrepintió de su deseo de amabilidady se fue al comedor. La mesa estaba ya puesta. Gonzalito jugabaen el suelo con una arquitectura de madera. Al ver entrar a supadre, se levantó rápidamente y le dio un beso en silencio, y vol-vió a su juego. Gonzalo se sentó en su sitio. Santiaguín estabaleyendo un tebeo.

    Gonzalo miró embelesado a su hijo mayor y se sintió feliz.Este hijo colmaba sus ansias de perpetuar la especie y daba trans-cendencia y significado a su vida. Le extrañó verlo tan callado.Pero fue por pocos minutos, porque, de improviso, dio un mano-tazo al castillo que había formado y se desparramaron las piezaspor el suelo. Gonzalito miró a su padre, esperando que riera lagracia. En efecto, Gonzalo le dijo aparentando seriedad, aunquecomplacido:

    —¿Te parece bonito lo que has hecho? Venga, ya estás reco-giendo las piezas.

    —Si me ayudaras papá, entre los dos...—¡Cómo que entre los dos! ¡Tú solo! —Ordenó Gonzalo

    con fingida seriedad, mientras empujaba con el pie las piezas queestaban a su alcance.

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    —Vienen de París, los trae una cigüeña —y se quedó tanancho.

    Gonzalito, no muy convencido, añadió:—Pues Toño ha tenido un hermanito y me ha dicho que ha

    salido de la tripa de su mamá.—Eso es una estupidez —replicó Gonzalo, disimulando suconfusión con un tono brusco..— No le hagas caso, tu amigo esun mentiroso —y como su hijo no se quedara muy conforme eiba a insistir en sus preguntas, añadió:— Además, a ti ¿qué teimportan estas cosas? ¡Venga, calla y termina de comer!

    Gonzalito se ruborizó sin saber por qué y bajó la vista sinatreverse a mirar a su padre.

    Gonzalo respiró hondo, como cuando se pasa un mal trago,y paseó la mirada sobre los suyos con gesto de suficiencia.

    Teresa no dijo nada; pero pensó, una vez más, que su maridoera un estúpido que no aprendería jamás a tratar a sus propioshijos.

    Gonzalo era un egoísta que nunca se había puesto en lasituación de los demás. Siempre satisfacía su capricho, guiadoinvariablemente por la ley del mínimo esfuerzo. En la oficina nogozaba de muchas simpatías. Las personas de su nivel lo consi-deraban un rutinario, un cargante y hasta a veces un bobo. Y susinferiores estaban resentidos con él por su excesiva meticulosi-dad y porque no desaprovechaba la ocasión para amargarles eltrabajo con pejigueras.

    A Gonzalo, además, le gustaba presumir de culto aunque susconocimientos eran de los más superficiales, lo que no impedíaque se considerara entre sus subordinados como un reyezuelo.Pero había un ordenanza que lo sacaba de quicio con su actitud,“un tipo rebelde y presumido que se creía algo y no era mas queun simple ordenanza”. Las relaciones entre ambos habían llegadoa tomar caracteres de guerra abierta. Gonzalo estaba siempre trasmandarle encargos y chillarle a la primera oportunidad. El orde-nanza se valía de una fingida sordera y de una desesperante len-titud o de simulada torpeza para no cumplir las órdenes, o cum-

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    —Me quedo con mamá.—Ah, bueno, te quedas con la mamá —remedó el padre con

    desencanto.Gonzalo se levantó de la silla, dio unas chupadas al cigarrillo

    y se dispuso a marcharse. Desde la puerta, antes de dar unportazo, se despidió con un seco “hasta luego”. Gonzalo estabamalhumorado. Gonzalo, a estas alturas, sospechaba que algo nomarchaba bien. Pero Gonzalo nunca, y menos ahora, se había de-tenido a pensar en las posibles causas de aquella situación, por loque estaba muy lejos de vislumbrar qué es lo que andaba desarre-glado y, por tanto, a años luz, de dar con una solución. Por lo queel único consejo que se podía dar a esta familia era el de: “Sálve-se el que pueda”.

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    LA VIEJECITA DE LAS GOLOSINAS

    Las líneas que van a seguir a ésta no sé si tendrán algúninterés, o no. Tampoco sé si serán muchas o pocas. Algo que hevisto y creo es paradójico o, al menos, curioso me incita a escri-birlas.

    Yendo de paso, en un atardecer de marzo de 1957, cuando yaapuntaba la primavera, me he cruzado por la plaza del Fuerte conuna viejecita regordeta y afable, muy viejecita, que vende chu-cherías y dulces. Es de edad indefinible, pero muy mayor, y por

    su negocio tiene que tratar con los chiquillos. ¿Quiénes si no lecompran su mercancía?Siempre he creído que los viejos se llevan de maravilla con

    los niños, pero si no hubiese sido así, bastaría con que contem-plara la solicitud y el cariño con que atiende la viejecita a suspequeños clientes para creerlo.

    Los chiquillos, corriendo, atropelladamente, con prisas, co-mo suelen hacer todas sus cosas, se le acercan presurosos, ense-ñando orgullosamente sus moneditas. Los chiquillos apenas tie-nen conciencia de su valor y si acaso, lo miden con relación a uncaramelo o al regaliz. Se confían en la abuelita y reciben a cam-bio de su dinero las golosinas que para ellos suponen el más pre-ciado manjar. En sus ojillos diminutos y chispeantes brilla laansiedad y el deseo de hacer suyos todos aquellos dulces maravi-llosos; pero comprenden que no puede ser, que por sus monedasno pueden aspirar a más. Y se conforman, y se alejan gozosos con

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    su tesoro, sin preocupaciones, pensando que pronto podrían vol-ver con más propinas.

    La viejecita los comprende y los mima, volcando sutilmenteen ellos un cariño infinito al que no ha podido dar salida en reto-

    ños de su estirpe. Por su gusto les daría todos los caramelos, cho-colatinas, los chupones, las piruletas, todo el palo dulce, el rega-liz, los pepinillos y cebolletas en vinagre, todas las pipas, loscacahuetes, los cromos..., pero sabe que es viejecita, que está solay que lo necesita para vivir; y como no quiere morirse, recoge susmoneditas y sigue vendiéndoles chucherías.

    Su habitual puesto lo monta en la conocida como puerta fal-sa de la iglesia de San Pedro de los Francos, en la céntrica y co-mercial calle peatonal de La Bodeguilla, que nace en la Plaza delMercado, bordeando la fachada lateral del Ayuntamiento, muycerca de la plazuela de Los Mesones, donde se halla emplazada yen activo la Posada de San Antón, más conocida como el Mesónde la Dolores, el de la leyenda.

    Cuando llueve o el tiempo está desapacible, la viejecita seresguarda, acomodándose en uno de los dos amplios escalones

    bajo el monumental soportal. Sobre sus rodillas, una gastadamanta de grandes cuadros rojos. En invierno y hasta muy avan-zada la primavera, mantiene junto a ella para calentarse lasmanos, o bajo la saya, una lata con lumbre. Y desde allí, desde suescasa elevación, espera a los niños que se le acerquen.

    A sus espaldas tiene la puerta. Prendidas en ella con tachue-las se ven unas esquelas mortuorias. De tal forma que, como si setratase de una aureola, enmarcan el rostro de la viejecita. Ella, alo suyo, ni se da cuenta. Pero los que pasamos a su lado y fijamosen ella cariñosa y compasivamente la mirada, no dejamos de pen-sar que dentro de poco, de muy poco, porque es muy mayor, yano podrá verse la cesta de golosinas, su manta de grandes cuadrosrojos, ni su regordeta y simpática figura; y en cambio penderáuna nueva esquela en la puerta que con sus orlas, recuadros ynegras letras nos explicará su ausencia.

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    SU ÚLTIMA INTERPRETACIÓN

    Al salir de sus camerinos se tropiezan Gerardo y Susana. Elencuentro no ha sido casual. Gerardo esperaba a Susana. Ambosconstituyen la atracción de la sala de fiestas más en boga en Bar-celona. Actúan por separado; ella canta canciones ligeras, élinterpreta al piano un variado repertorio de composiciones entrelas que intercala alguna suya. Gerardo se siente invadido por uníntimo afecto hacia su compañera. Muchas veces y usando todaslas tretas posibles, ha intentado hacérselo saber. Ella lo estima,

    incluso le profesa cariño; pero sus sentimientos hacia él no pasande ahí. Y Gerardo, sin querer reconocer la evidencia, sin darsepor vencido, espera un milagro que no llega y sufre...

    Acaban de concluir la última actuación de la noche.— Susana, ¿tienes inconveniente en que te acompañe? —A

    Gerardo se le nota ansiedad al formular la pregunta.Susana se queda un momento suspensa. Le desagrada no

    compartir los sentimientos de su amigo, de su compañero. Perono puede hacer nada. Con ligera contrariedad, contesta:

    — Me están esperando, Gerardo, comprende...Al oír la respuesta, una nube de amargura cruza por la mente

    de Gerardo. ¡Comprende demasiado bien! Algo se le desgarra ensu interior... La ilusión de su vida se desvanece... Pero no quiereresignarse. Con voz entrecortada, que delata su apasionamiento,se explaya:

    — Susana..., perdóname que te moleste con mi insistencia...,

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    te quiero por encima de todo y no puedo remediarlo. Hace tiempoque desespero con tus negativas. Estoy sufriendo un calvario...Me es imposible aguantar más...

    — Tú eres quien tiene que perdonarme. No he nacido paravivir sujeta a ningún hombre. ¡Qué quieres que le haga? Compa-déceme...

    — ¿Compadecerte? —Replica impulsivamente—. ¿Cuántasveces quieres que te diga que no puedo vivir sin ti? ¿Que soycapaz de cualquier locura? ¿Que la vida no tiene ningún signifi-cado para mí sin tu cariño?

    Susana, apoyando una mano en su brazo, suspira confusa

    por el pesar que involuntariamente causa a su amigo, y le dice:— Perdóname... Yo soy así. No puedo, no puedo domi-narme...

    — Tendrás algún motivo —añade Gerardo excitado.— El motivo soy yo —reconoce Susana—, es un fuego que

    me consume. Necesito... No quiero hacerte un desgraciado. Losiento... —Termina diciendo con resignación.

    Gerardo, muy pálido, con un hilo de voz, añade:— Es tanto lo que te quiero, que no puedo prescindir de ti.

    Considérame un cobarde si quieres, pero como la vida carece dealicientes para mí, pienso renunciar a ella. —El tono de Gerardoes amargo y firme. Continúa—: Hasta mañana te de doy tiempopara que medites. Si no me contestas, si me rechazas... Sólo quie-ro decirte algo: No te consideres responsable de lo que me suce-da. Nadie más que yo tendrá la culpa...

    — ¡Cuántas tonterías estás diciendo? —Contesta Susanaqueriendo aparentar jovialidad cuando su preocupación es gran-de. —No obstante, añade—: Me marcho, porque vas a contagiar-me con tu pesimismo. ¡Y a ver si eres buen chico...!

    A Gerardo le sienta muy mal eso de “buen chico”. Se quedadesencantado. Creía que lograría intimidar a Susana..., y ya lohabía visto... Si no reírsele, se había marchado sin hacerle elmenor caso. Piensa en la muerte como solución, y no le asusta.

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    baile. Gerardo lucha contra sus impulsos y procura, sin conse-guirlo, distraerse con la musiquilla que interpreta.

    Instintivamente gira con levedad la cabeza. El corazón legolpea con fuerza el pecho produciéndole dolor. Acaba de ver a

    Susana. Está acompañada por un hombre. Gerardo no puededecir si es el mismo de la noche anterior... Y nuevamente tomanconsistencia sus ansias de muerte...

    Deja de tocar. Sin moverse de su asiento se limpia el sudorque corre por su frente. Pide un vaso de agua. Mira, ahora defrente, hacia la mesita de Susana. Tiene ésta sus manos entre lasde su acompañante... Sus ojos se cruzan con los de Gerardo. Enseguida desvía la mirada...

    Gerardo, lleno de gran amargura, deposita disimuladamenteel contenido de la cajita en el vaso de agua que acaban de traerle.Mira distraído y con nostalgia a Susana. Luego, entornando losojos, bebe con decisión. Se limpia con el dorso de la mano conademán resignado y... continúa su trabajo.

    Todas las miradas de los asistentes concurren en el pianista.Está interpretando una vibrante y maravillosa composición, quenadie conoce y que no encaja en una sala de fiestas. Es tremen-damente triste, trágica, que sobrecoge y suspende a los oyentes...Gerardo va progresivamente exaltándose. Sus pesadas manos semueven con sobrehumano esfuerzo. Su rostro, que por momentosva contrayéndose con un rictus doloroso, es como una máscara...Se percibe su entrecortada respiración... Los oyentes, inmóviles,no pueden disimular su asombro. Están impresionados, más biendominados por el matiz trágico y sobrecogedor que Gerardoimprime a su interpretación.

    Llega un momento en que Gerardo tiene que detenerse paracobrar fuerzas. Sigue con menos brío. El gesto de su rostro des-compuesto se adapta impresionantemente a la música... Por fin,exhausto, apoya sus antebrazos en las teclas y deja caer entreellos pesadamente su cabeza.

    Todos, inquietos, respiran ansiosos sin poder evadirse de latragedia que flota en el aire. Susana se acerca presurosa a

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    Gerardo. Cuando marchaba a su camerino a cambiarse de ropa,la detuvo la extraña música de su amigo. Ahora está junto a él.Apoya la mano en su hombro y su ligera presión le hace perderel equilibrio. Gerardo resbala del asiento y cae al suelo. Da miedo

    mirar su cara contraída por el dolor...Susana, conteniendo un grito, se arrodilla junto a él. Losabultados y huidizos ojos de Gerardo se posan un instante en ellay brillan fugazmente en un amago de sonrisa, reconociéndolaquizá. Luego se retuerce grotescamente y, después de unas con-vulsiones, permanece rígido, con los ojos abiertos en un supremogesto de dolor.

    Susana, avasallada por una angustia infinita que le corta larespiración, impotente, con la muerte en el alma, le oprime fuer-temente una mano intentando inútilmente infundirle calor. Es yamuy tarde...

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    ¿UN ALMA EN PENA?

    El atardecer caía lenta, melancólicamente. El sol, tras unfugaz e intenso centelleo, después de teñir de tonos rojizos lasnubes sueltas que vagaban por el cielo, se disponía a ocultarsetras los montes de Armantes, en cuya avanzadilla, sobre Calata-yud, se recortaba el castillo de Ayub. En el camposanto, los pos-treros rayos, ponían brillo en lo alto de las cruces. Una vieja, enun rincón, desgranaba con prisa las últimas oraciones junto a latumba de su familia, en donde descansaba su esposo, fallecido

    hacía ya tiempo.Procedente de la iglesia de San Andrés, sonó lejano el tañidode la “Campana de los perdidos”. Los altos cipreses recortadospor la tarde que moría, cedían en su triste presencia, humanizán-dose. Un enterrador, que tenía a su cuidado la pacífica y calladaciudad, como salido de algún agujero, anduvo por la calle princi-pal del cementerio mirando protocolariamente. Al mismo tiempo,agitaba una campanilla, convencido de la inutilidad de su acción.Seguidamente, después de observar que no acudía nadie a su lla-mada, recogió sus cosas y cerrando tras de sí la alta verja aban-donó el sagrado recinto.

    Instantes después caminaba la vieja hacia la salida. Suexpresión era conformada, tranquila. Sentía una bondadosa satis-facción por haber estado junto a los suyos, junto a su esposo, aun-que la barrera de la muerte los separara. Pronto se reuniría conellos...

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    Aun extrañando encontrar la puerta cerrada no se preocupógran cosa. Aproximándose a ella, la empujó. Ahora sí que nacióen su pecho una indefinible angustia. Tuvo que empujar muchasveces hasta convencerse de que estaba encerrada. Se acercó a unacaseta, que podría llamarse conserjería, junto a la entrada, y susgolpes y voces no tuvieron contestación. No dio en mirar unapuertecilla lateral, pero igual hubiese sido, porque estaba cerrada.

    Aunque el sol se había ocultado, todavía podían distinguirselas cosas con claridad. La vieja luchaba conteniendo la congojaque se apoderaba de su ánimo. Encerrada y sola en aquel lugar,sintió miedo...

    Por algunos lugares, en su parte interior, la tapia tenía esca-samente la altura de una persona. Conteniendo como pudo lavieja su temor y sacando fuerzas de flaqueza, amontonó junto ala tapia, en su parte más baja, cuantos ladrillos estimó convenien-tes para, con unos bloques de cemento, que le costó Dios y ayudamover, y sobre ellos un cajón de madera de los que se empleanpara recoger la fruta, prepararse un altillo, en el que una vez enca-ramada, no sin ímprobo esfuerzo, consiguió que el borde de latapia le llegara a la cintura.

    Pero su gozo en un pozo, y nunca mejor dicho, porque elsuelo, en el exterior de la tapia, debido a un desnivel, estaba a unaaltura superior a sus posibilidades. No obstante, le renació enparte la esperanza, porque aunque apenas se veía ya de pura oscu-ridad, sabía que el camino no pasaba muy lejos de allí.

    Se encuentra el cementerio a unos dos o tres kilómetros dela ciudad, cerca de la carretera que conduce a Soria, y junto alcamino, más que carretera, de tierra apisonada, que bordeando elJalón conduce a la enriscada ciudad romana de Bílbilis, a cuyospies se encuentran los barrios de Huérmeda, Campiel, rodeadosde fértiles huertas y bucólicos paisajes y, un poco más alejado, elde Embid de la Ribera.

    La luna quiso hacer compañía a la vieja y derrochó generosaun torrente de plata, que fue recibida por ella con gozo, reconfor-

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    fortando su decaído espíritu. Y siguió encomendándose a su Vir-gencita de la Peña.

    Un buen rato llevaba esperando cuando distinguió por elcamino a un labriego montado en un borrico. Si no le hubiera

    parecido ridículo o impropio de sus años y de la situación en quese encontraba, hubiese palmoteado de alegría cuando se aseguróde que, en efecto, era una persona. Reuniendo todas sus fuerzasgritó, llamando la atención de quien fuese.

    El pobre hombre del burrillo, que no veía nada y sí oía agu-das voces que provenían del camposanto, creyó que danzaríaalgún alma en pena, y temiendo perder la suya, preso de unpánico cerval, se apeó y arrastrando al animal huyó con tantaceleridad como su pavor y piernas le permitían.

    La vieja, confusa y decepcionada, creyó iba a perder el sen-tido. Y calló, comprendiendo la inutilidad de sus voces quehacían huir más y más aprisa al caminante. Y sus labios se movie-ron en un rezo a Dios pidiéndole entereza...

    Bastante tiempo había pasado desde la fallida petición desocorro cuando, entumecida, creyó adivinar que se acercabaalguien. Primero esperó a cercionarse, y, cuando estuvo segura,discurrió la forma de llamar la atención sin asustar al que la for-tuna ponía a su alcance.

    —¡Por amor de Dios! —Exclamó con voz lo suficiente-mente fuerte para ser oída, pero sin chillar mucho.— ¡Me handejado encerrada! ¡Soy la tía Manuelica! ¡Estoy viva! ¡Estoyviva!

    El nocturno andariego, que venía de Huérmeda, donde habíaestado de merendola con sus amigos y venía algo achispado, enel primer instante se sobresaltó al oír de improviso las voces quevenían de semejante lugar; después no estaba seguro si eran rea-les o las soñaba; pero comprendiendo, al fin, que las palabras quehasta él llegaban eran propias más de vivos que de difuntos, con-teniendo un ligero temor, esperó.

    —Soy la tía Manuelica, la del pobre Chamorro. No tengasmiedo el que seas. Estoy subida en la tapia, al lado de la puerta.

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    Estas palabras y el ver a la vieja recortada sobre la tapia, lehicieron reconocer al caminante la real pesadilla que la viejasufría y se dispuso a ayudarla. Se colocó debajo de ella y ele-vando sus brazos, llegaban un poco más arriba de media pared.

    Si la tía Manuelica hubiera podido descolgarse, le hubiera suje-tado los pies, pero cuando lo intentó, sus muchos años, su debili-dad y el desgraciado incidente que estaba sufriendo le habíanrobado las fuerzas, y se dejó caer. Mal lo hubiera pasado a noestar debajo el fornido mozo que la recogió en sus brazos evitán-dole la violencia de la caída.

    Aun así, un golpe no muy fuerte que se dio contra la pared ytodas las emociones acumuladas la privaron del sentido. Una vezque la depositó cuidadosamente en el suelo, el joven encendió unfósforo para reconocer las facciones de la vieja. Y en efecto, aun-que por la palidez de su rostro más parecía una muerta, era la tíaManuelica la que, con dificultad, respiraba...

    Todavía siguió respirando muchos años. Y algunas veceshasta recordaba la desagradable aventura que, por su sordera ydescuido, estuvo a punto de producirle la muerte...

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    LAMENTABLE EQUIVOCACIÓN

    Enrique, mientras subía las escaleras, iba recordando laspalabras de su amigo: “...No tendrá más de veintidós años. Esdeliciosa, rubia y menudita. Y su madre o tía o lo que sea nocobra mucho. Nadie diría que... Sí, hombre, sí, ya te lo he repe-tido unas cuantas veces, lo haré una más: Calle Mayor, nº 45, 3ºizquierda. Es una casa nueva con el patio embaldosado de azul.”Efectivamente, el patio que acababa de cruzar tenía las baldosasazules. Enrique se fijó en la pared del rellano y pudo ver que se

    leía Piso Segundo. Con el corazón tembloroso, no tanto por lasubida como por sus comcupiscentes pensamientos, continuó laascensión. Piso Tercero. “Aquí es —pensó—.” Había tres puer-tas; a la derecha, a la izquierda y en el centro. La puerta de laizquierda estaba entreabierta. Al empujarla apareció ante su vistaun corto pasillo. En primer lugar y a continuación del recibidor,un cuartito de estar alegremente decorado. En el cuarto de estar,una linda chiquilla, angelical, rubia y menudita. “¿Quién hubieradicho que...?”

    Empujando la puerta Enrique, carraspeó, para denotar supresencia. La menudita rubia levantó los ojos con extrañeza dellibro que estaba leyendo. Enrique, adoptando un aire de suficien-cia, le hizo una seña para que se acercara, sonriendo pícaramente.La angelical rubita, aproximándose temerosa y desconcertada,preguntó con un hilito de voz:

    —¿Qué desea?, ¿a quién busca?

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    —Buenas tardes, encanto —saludó Enrique sorprendido,pues no creía que fuese tan joven—, ¿a quién sino a ti podía bus-car?

    —¡Cómo! —Fue todo lo que pudo balbucear espantada la

    angelical y menuda rubita—.Enrique pensó: “Mucho me la ha ponderado mi amigo, perose ha quedado corto.” Y sin encomendarse a Dios y sí, acaso, aldiablo, con un tonillo autoritario, como para no verse contrade-cido, pidió:

    —Puedo pasar, ¿verdad?La rubita, en el colmo de su asombro, vio como Enrique le

    ponía familiarmente el brazo sobre los hombros y la atraía haciasí con intención de... No pudo por menos que gritar pidiendoauxilio:

    —¡Papá, papá!Enrique, ante esta reacción inesperada, comprendiendo por

    el tono de voz de la muchacha que algo no marchaba bien, vis-lumbró como única salida posible las escaleras y se precipitóhacia ellas, no sin antes, apresuradamente, hacerle a la asombrada

    y temerosa rubita una reverencia que quiso ser de disculpa. Enri-que oyó voces y revuelo sobre su cabeza cuando estaba en el pri-mero, y aceleró, si cabe, su descenso.

    Cuando respiró el aire fresco de la calle, se sintió reconfor-tado, fuera de peligro. Miró absorto hacia el edificio que acababade dejar y observó que era enteramente igual a los que tenía aambos lados. Se fijó rápidamente en sus numeraciones. El de laizquierda era el 45. El de la derecha el 47. Y el que acababa dedejar tan poco airosamente, era el 45 duplicado. A Enrique se lefueron repentinamente las pocas ganas que le quedaban decorrerse una aventura y se perdió raudo tras una esquina, bus-cando el amparo la de lejanía.

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    ¡NO SOY UN ASESINO!

    Poco a poco se había ido exaltando el recluso. Como un ani-mal exacerbado se revolvía entre las agobiantes paredes de lacelda. Se acercó a la puerta y la golpeó rabiosamente con lospuños. Con voz entrecortada e iracunda empezó a gritar:

    —¡Soy inocente! ¡Soltadme! ¡Yo no he sido!Y continuó aporreando la puerta profiriendo alaridos sin

    sentir dolor en sus maltratados puños.El alboroto atrajo al carcelero, un hombrón de mala cata-

    dura. Parecía que se habían invertido los términos y el que estabafuera debía estar dentro.—¡Tú, cállate de una vez, si no quieres que haya candela!Masculló el preso, desalentado, un improperio, y se dejó

    caer en el catre. Un martirio sobrehumano lo envolvía por todoslos lados, lo acorralaba, aplanándolo. Junto a él tenía unas cuar-tillas de papel basto. Sintió curiosidad por leer lo que con rama-lazos de escritor y a modo de notario había escrito recién ingre-sado en aquel infierno. Lo cierto es que relatando sus desventurasencontró un ligero consuelo:

    Yo, Julio Ramos, empleado de banco, de buena conducta einmejorables sentimientos, incapaz de hacer daño a bichoviviente por repugnante que sea, y por tanto menos a mi prójimo,me veo acusado formal y rotundamente de asesinato. Sí, soy unhomicida aunque no lo parezca, o parezco un homicida aunque

    no lo sea.

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    Me han vestido con un mono, cortado el pelo al rape, mehan desinfectado y, en fin, he sufrido todas las actuaciones co-rrespondientes al alojamiento que me han asignado: una as-querosa celda en la Prisión de Torrero. El piso es de cemento.

    Las paredes húmedas por falta de ventilación y de luz, con una puerta forrada de chapa de hierro con una mirilla enrejada. Enun rincón un mugriento camastro con colchoneta rellena de bo-rra y compartida con innumerables parásitos que no se ven, osí, como las chinches, por lo que solo, precisamente solo no es-toy, y además muy entretenido, por el trabajo que me dan. Tam-bién comparto mi habitación, y si me descuido el rancho, conunas ratas lustrosas y gordísimas que no sé de donde salen.¿Acaso de la mugrienta taza del water de la que más vale nohablar?

    Lo mejor que han hecho por mí hasta ahora, lo único agra-dable, ha sido proporcionarme papel y un lápiz. Así al menos medesahogo contando mis impresiones. No es tan fácil escribir co-mo parece, pues tengo que apoyarme en un plato de aluminio yéste sobre mis rodillas. No sé cómo puedo escribir, y hasta dar

    un tono deportivo a mis palabras, porque una sorda desespera-ción me come el alma y si no hiciera uso de toda mi voluntadme pasaría el día berreando y dándome coscorrones contra las

    paredes.¡Un asesino! Como si se encontraran alargando la mano.

    Por el mismo procedimiento que yo, cualquiera podría ser uncriminal. La experiencia que estoy viviendo no se la recomiendoa nadie, ni a mi más odiado enemigo. Me han sometido a tortuo-sos y agotadores interrogatorios, de tal forma que he estado a

    punto de confesar para que me dejaran tranquilo. A veces no sé donde estoy ni por donde me ando. ¡Cómo podré escribir contanta parsimonia? Posiblemente acabaré sin cordura. Ya notengo seguridad de si he matado o no a alguien. De lo que estoyconvencido es del ansia de matar que ahora me domina, se apo-dera de mí. ¡Es terrible mi situación!

    Me canso de repetir en todos los tonos imaginables, una y

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    mil veces, o un millón (qué sé yo), que soy inocente, inocente, INOCENTE. Y no me creen. Las circunstancias, la fatalidad, hansido pródigas en crearme dificultades, tantas que... que quizás seme apoderen.

    Debo estar perdiendo el juicio. La tranquilidad de queahora disfruto es anormal. No veo solución a mis problemas yestoy tan fresco, saturado de resignación. Y hasta me encojo dehombros, mirando a través de le enrejada mirilla... ¡Si acabaré loco...!

    Todo sucedió de la forma más simple. Era sábado. Al salir,avisé a la patrona que no me esperara a cenar. Como de costum-bre, aprovechaba este día para ir de bares tomando aperitivos ychatos de vino. Me junté con unos conocidos, que no amigos.

    Entre charla y bocado y bocado y charla, de un lado para otro, por los alrededores de la plaza del Carbón, bebimos una buenacantidad de vino.

    Como tenemos cierta costumbre de beber, lo que a otroshubiera emborrachado, nos entonó. Comimos unos callos pican-tes, sabrosos. ¡Qué ricos estaban! Acallamos el ardor del estó-

    mago con nuevos tragos. ¡Y qué bien sabía el vino! Y completa-mos lo que podría considerarse como una cena con una raciónde calamares y otra de papas bravas en la Nicanora, pagadas delo que habíamos aportado en un fondo común. Aun visitamosalgunas “estaciones” por el Tubo, hasta agotar el fondo, y misamigos, pasadas las once, se marcharon a cenar. Yo diría que aasomar las narices por casa para tranquilizar a los suyos, o por-que iban ya muy cargados. Al verme solo, me puse sentimentalrecordando mi casa de Morata de Jalón, la del Conde.

    Necesitaba compañía. Estaba un poco achispado. Pensé meterme en el Plata, como escala previa para darme un garbeo

    por “La Camelia”, en la calle de la Verónica, donde servía una pupila con la que había intimado y me dispensaba un trato espe-cial, aunque nada más fuese porque me había ocupado con ellacon cierta frecuencia; pero me decidí por ir a casa de la

    “Gorda”, pensando encontrar a algún conocido.

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    No había ninguno. Pedí coñac. En un rincón del mostradorhabía un grupo de gitanos, desaliñados, sucios, con rostros debuenas personas. Uno patilludo, taciturno, en el centro de suscompañeros, cantaba por lo bajini un fandango. De pronto, un

    compañero lo jaleó con un olé estentóreo, y como si este gritohubiera sido el de guerra, parecieron los calés cobrar vitalidad.Comenzaron a coro a palmear rítmicamente. El gitano patilludose arrancó por seguidillas. Formaban un bullanguero cuadro.

    Entonces reparé en una gitanilla que permanecía arrinco-nada, casi escondida. Era graciosa, aunque sucia y desgreñada.Con sus grandes ojos miraba con arrobo al cantaor. “—Baila,

    pequeña —le dijo un gitano viejo, empujándola al centro delcorro.” Y ella, sin hacerse de rogar, bailó primorosamente, conun garbo inigualable.

    Pedí otra copa. De buen grado me hubiera mezclado con losgitanos y tocado palmas con ellos. Me acordé de mi amigo

    Alfonso, un entusiasta del flamenco y del cante jondo, a pesar deser de Calatayud, que cantaba con muy buen gusto y con cono-cimiento del tema. Ahora se encontraba en Ariza, desempeñando

    el cargo de director de una Caja de Ahorros. Si hubiera estadoaquí, seguro que nos metemos en el grupo. Y así hubiera contem-

    plado más a mi sabor a la gitanilla. Y hasta hubiera olvidado lasuciedad que la envolvía, aunque era sabedor de las malas pul-gas que gastan los calés cuando se fija uno en sus paisanas.

    Así que, desde mi atalaya, seguí mirando y bebiendo coñaca pequeños sorbos, sin sospechar lo que para dentro de un ratome preparaba el destino. En esto, un patoso hizo una gracia. Conculebreantes pasos se acercó a la gitanilla y sin encomendarse a

    Dios ni al diablo, le espetó, con voz pastosa:—Bailas muy bien, ven conmigo, te invito a un vaso de vino

    —e intentó cogerla de la mano.Se suspendió la fiesta. El cantaor, que sería su marido o su

    novio, herido en su fibra más sensible, se abalanzó sobre elborracho con el brazo preparado para darle una guantada; pero,

    antes de que llegasen las cosas a mayores, los payos intervinimos

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    había bebido más de la cuenta, se me revolvió el estómago y menotaba la cabeza un poco pesada. De repente sentí unas terriblesganas de orinar y decidí ir al servicio.

    Al meterme por el oscuro pasillo, apenas alumbrado por

    una bombilla cubierta de mugre, me tropecé con un individuo,que se paró indeciso y me miró torvamente. Pensé que le doleríael estómago o algo peor, porque su fisonomía no era normal. Enaquel momento, otro salía del retrete y me dejaba el campo libre.

    Al cruzarnos en la mitad del pasillo, nos arrimamos a la pared para poder ambos pasar. No sé si serían figuraciones mías, perocreo que me miró también de mala manera. La verdad es que nohice el menor caso y seguí mi camino.

    Llegué al retrete y empujé la puerta. Me quedé pasmado, paralizado de estupor. ¿Era verdad o veía visiones? Semiincor- porado, apoyada la cabeza tronchada en la pared se encontrabaun hombre en aquel sucio cuadrado, con los brazos extendidos.Tenía los ojos desmesuradamente abiertos de pavor, la bocaabierta, y de su pecho, a la altura del corazón, manaba un hilillode sangre. Desde el primer instante tuve el convencimiento de

    que estaba muerto. Los vapores alcohólicos que se albergaban en mi cabeza

    desaparecieron como barridos por un manotazo. Sólo habían pasado segundos, aunque de infinita intensidad...

    Era incapaz de discurrir, y aun a respirar no me atrevía. Entonces me acordé de los dos individuos que se habían cruzadoconmigo en el pasillo. “¡Ya está! Ellos lo han matado. Todavíano les habrá dado tiempo de huir. —Pensé—. Me volví para salira dar el aviso. Y en ese instante recibí un fuerte golpe en la sienque por lo visto, o mejor por lo no visto, me privó del sentido(¡Caray, con mi dichoso humor, en estas circunstancias!)

    Estuve inconsciente muy poco tiempo. Medio minuto, unminuto... Recordé. Con mil apuros pude incorporarme. En lamano derecha tenía..., ¡una navaja! La tiré como si estuvieraincandescente. Noté en la mano unas manchas viscosas. Enton-

    ces volví a acordarme de mi cabeza, la sangre me resbalaba por

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    Me enteraron de que en el arma homicida sólo había huellasdactilares mías. Supe también que mi víctima , con su mediaborrachera, momentos antes de morir, junto al mostrador, habíaalardeado de llevar mucho dinero encima y hasta lo enseñó.

    Algunos testigos aseguraban que dijo cien mil pesetas, otros quesesenta mil, y aun daban otras cantidades, pero todas muy supe-riores a la encontrada en su cartera: trece mil ochocientas cin-cuenta y cinco pesetas.

    Intenté ponerles de relieve esta incongruencia apuntandoque los criminales podían haberse llevado el resto del dinero ydejar esa cantidad para despistar; pero me acallaron destempla-

    damente. Por desgracia, cabía la posibilidad de que, suponiendoque el móvil que me había impulsado a matar fuese el robo, algolpearme la víctima con la barra que le encontraron en la cris-

    pada mano, me había impedido consumar mi propósito. Tambiénentraba dentro de lo posible que se tratara de una reyerta deborrachos por algo tan fútil como el tener prelación para orinar.Por otra parte, era factible que hubiera exagerado al hablar deldinero que llevaba, ya que nadie pudo asegurar que dijo la ver-dad. Total: que estaba bien cogido por todos los sitios.

    Pasé un domingo horrible. ¡Santo Dios, qué domingo! Conti-nuamente dominado por una angustia infinita, dándole mil vueltasa la cabeza, con todos los nervios en tensión. Sólo de recordarlome pongo enfermo, más enfermo y decaído aún que me encontrabaen aquellos momentos. Al atardecer, en una furgoneta, esposado,entre una pareja de guardias, me trasladaron a Torrero.

    El lunes, aunque lucía un bonancible sol, amaneció para mí tenebroso. No sabía hasta donde podrían aguantar mis fuerzas.Pedí insistentemente la presencia de un sacerdote. Por fin, aten-dieron mi petición. Experimenté un ligero alivio contándole miscuitas. Pero tengo la sospecha de que aquel buen hombre nocreyó ni una sola de mis palabras, aunque procuró consolarmecon su mejor voluntad.

    Estoy pasando unos días, incomprensiblemente, con cierta

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    —Por aquí, haga el favor —le indicó el alcaide—, le esperael comisario en mi despacho.

    Acompañó a Julio hasta una puerta y abriéndola se hizo a unlado.

    —Pase usted, no tema... —dijo.El comisario se levantó y fue al encuentro de Julio, tendién-dole la mano.

    —¿Qué tal está...?Julio se encogió de hombros, estrechándole la mano fría-

    mente.—No se preocupe, pronto pensará de otra manera. Siéntese,

    por favor.Julio no sabía qué viento iba a soplarle, estaba como enton-

    tecido. El comisario lo miró un instante, sin saber cómo empezar.Por fin, expuso:

    —Ha tenido que pasar unos días muy..., muy molestos. Aveces ocurren estas cosas. No es nuestra la culpa. —Y tras ungesto, como queriendo justificarse, pero sin dar su brazo a tor-cer—: Mire, tenía toda la razón, pero el destino ha querido jugarle una mala pasada... Por fortuna, ya todo está claro. Nos hacostado...

    —Así es que... —interrumpió Julio, anhelante.—Sí, hombre. Está usted libre. Ya se ha acabado su pesa-

    dilla.—Libre... —balbuceó, y de puro contento no sabía si reír, si

    dar brincos, si llorar..., que es lo que hizo—. ¡Libre!—Todas las circunstancias se pusieron en contra suya, hicie-

    ron un buen trabajo los criminales. Gracias que su buena estrellano le ha vuelto del todo la espalda, si no, es posible que sehubiese cometido con usted una injusticia, eso que llamamoserror judicial.

    Un escalofrío sacudió a Julio. Aspiró el aire con ansia y, pro-curando tranquilizarse, requirió:

    —Si no le importara, me gustaría conocer los pasos que hanseguido para llegar a mi inocencia.

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    —Con muchísimo gusto, pero..., pero no sé por dondeempezar. —El comisario estuvo pensativo unos instantes, y aña-dió—: Bueno, comenzaré por el principio. Algunas cosas lassabrá, aunque relacionadas quizá no. Así es que contaré todo.

    —Sí, será lo mejor —admitió Julio, sin poder contener suimpaciencia.—El muerto se llamaba Enrique Gutiérrez. Había bebido

    demasiado. Medio minuto antes de entrar usted en el bar, Enriquese fue al servicio. Los delincuentes, unas buenas piezas, lo siguie-ron. Mientras uno vigilaba, otro se acercó a la confiada víctima(que se volvió al notar a alguien cerca) y sin mediar palabra leclavó la navaja en el corazón. La muerte fue instantánea. El ase-sino metió el cadáver en el retrete, le cogió la cartera, y quitán-dole la mayor parte del dinero, la dejó otra vez en su sitio. Por lovisto, a costa de unas pesetas, quería despistar. Luego verá comoel criminal es un pez de cuidado, o era, mejor dicho. Recuperó lanavaja, limpió el filo en la ropa de Enrique y se la guardó, porqueera una herramienta muy valiosa. Salió y cerró la puerta. Verificótodas estas operaciones en unos segundos. Entonces aparecióusted. Y mientras permanecía atónito, contemplando el macabrodescubrimiento, se le acercaron por la espalda y al volverse logolpearon. No les entretuvo mucho meterlo con el cadáver, lim-piar de huellas el arma homicida y ponérsela en la mano y colocarla barra con la que le golpearon en la del muerto. Aunque recobróen seguida el conocimiento, dispusieron de tiempo para salir porla puerta trasera. Cerca tenían aparcado un coche que, por cierto,habían robado el día anterior.

    —¡Uf...! ¡Cómo juega el destino con nosotros. —ExclamóJulio, y rogó—: Por favor, me da un cigarrillo? —Hacía muchosdías que no fumaba.

    —Con mucho gusto —le alargó un paquete de Bisonte—,puede quedárselo, tengo más.

    —Gracias. ¿Y cómo..., cómo han podido descubrir a los cul-pables?

    —Trabajamos para eso y la experiencia cuenta; aunque, en

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    no me han dejado libre? “Su asesinato” era injustificado, absur-do, sin motivo, contra toda lógica..., pero mientras no hubierapruebas que contrarrestaran la evidencia de los hechos...

    —Y sin ninguna pista de los culpables, ¿como han

    logrado...?—Hemos tenido una corazonada y nos ha acompañado lasuerte. Intentamos reunir a todos los que estaban en el bar en elmomento del suceso. No pudimos dar ni con la mitad, que pregun-taban y querían saber más que nosotros. Sacamos a relucir toda lavida e historia del muerto. Indagamos acerca de usted. Total, queno sacamos nada en claro. Pero hace varios días, nuestros compa-ñeros de Madrid persiguieron a un delincuente y, tras un tiroteo,después que hirió a varios policías, lograron capturarle malherido.Se trataba del “Capi”. Falleció unas horas más tarde. Hacía dos se-manas que había terminado de cumplir una condena por asesinato.Nada más salir del presidio, de la Modelo de Barcelona, había ro-bado un coche, en compañía de otro sujeto. Y como tenían que ha-ber pasado por aquí para ir a Madrid, precisamente el día de “su”homicidio, tuve la ligera sospecha de que acaso ellos...

    Julio estaba atrapado con el discurso del comisario, que con-tinuó:—No lo pensé mucho. Les enseñé al dueño y a los camare-

    ros la foto del “Capi”. Uno de los camareros recordó haberlovisto en el bar momentos antes del crimen, aunque no podía ase-gurarlo. Era suficiente. Movilizamos a toda la policía para cogera su acompañante. Ayer lo encontraron en Barcelona. Y estamañana lo han traído aquí. Le hemos dicho que el “Capi”, antesde morir, lo había acusado del crimen. Ha protestado enérgica-mente, y ha contestado que el asesino era el “Capi”, que él sola-mente le ayudó porque no pensaba que iba a matar; y nos ha con-tado con todo lujo de detalle como cometieron el delito. Y eso estodo. —Añadió con una jovialidad no exenta de prepotencia elcomisario—. ¿Qué le parece?

    Julio no contestó. Estaba absorto, con los pensamientosentrecruzados, revueltos, dominado aún por la desgracia.

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    manos; un pasaje no le gustaba demasiado y tendría que modifi-carlo. A veces, el escribir le resultaba un suplicio, sobre todocuando no se hacía con las palabras justas para expresarse o, peoraún, cuando se le bloqueaba la mente y era incapaz de pensar.

    Se acordó Manuel, cuando terminaba de merendar —lehabía sabido a gloria el bocadillo de tortilla con chorizo— de quehacía una tarde templada; y asoció el atardecer primaveral conuna vecina con quien se tropezaba varias veces al día: “¡Que deli-cioso, pasear con una chiquilla!, sin prisa, sin preocupaciones...,pensar en un hogar, ir paso a paso hacia él, mientras se disfrutade la vida...” Pero su vocación literaria lo tenía encadenado a lamesa de trabajo, le absorbía su voluntad, sus pensamientos, loesclavizaba.

    Un tanto pesaroso se encerró Manuel en su cuarto. Encimade la mesa tenía todo tal como lo dejó el día anterior. Las prime-ras líneas le salieron fáciles, fluidas. Y se frotó las manos consatisfacción. Pero se fue desinflando hasta encontrarse cortado.Intentó concentrarse, leyó varias veces los párrafos precedentes,se esforzó en reconstruir mentalmente la trama del cuento; mastodo inútil, siempre tropezaba con un fallo, que conforme pasa-ban los minutos lo veía más insalvable. Sentía verdadero horrorpor estos estancamientos, que lo mismo podían ser breves queprolongados. El mejor antídoto contra ellos era la perseverancia,la machaconería, el no rendirse doloroso, ya que, por lo común,encontraba inesperadamente la frase feliz que lo volvía al buencamino.

    Durante un rato interminable se devanó los sesos sin conse-guir nada práctico. Comenzaba a enfadarse. Tenía la cabeza muypesada, sin ideas. Se acercó a la ventana a fumarse un cigarrillo.Estuvo contemplando la calle unos instantes, prendida su vista enunos chiquillos que jugaban al marro. Hasta él llegaban sus ale-gres voces. El fresco del anochecer le hizo bien, empezó a ilumi-narse su cerebro. Y de repente, se hundió la muralla que le impe-día el paso. Volviendo a la mesa, empezó su pluma a deslizarsecon facilidad...

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    suponía la aproximaba a Manuel. Y no abandonaba la esperanzade que algún día reparara en ella...

    * * *Las primeras sombras del anochecer se colaban en el cuarto.

    Manuel, en mangas de camisa, el cabello revuelto, tenía la impre-sión de estar amarrado a una galera, torturado por los latigazos desu esterilidad. Atravesaba unos días terribles, seca su imagina-ción, con la nube del fracaso, pesada, arremolinada en tornosuyo. Vencido, apoyó la cabeza sobre el papel lleno de tachadu-ras. Hacía calor, se ahogaba, se acercó a la ventana.

    Aspiró el aire con ansia, pero lo encontró espeso, cálido.Manuel estaba gustando las heces de un fracaso prematuro, ladesesperanza lo acorralaba, perdía poco a poco la ilusión...¡Tanto esfuerzo... y para nada! Había mandado sus mejores cuen-tos a muchas revistas y periódicos y, a pesar del tiempo transcu-rrido, aún estaba esperando contestación. Los había enviado aconcursos, y nada. En cuanto a su novela, no había corrido mejorsuerte: palabras vacías, intranscendentes, desmoralizadoras,cuando no silencio o repulsas. ¿Tan malo era lo que escribía, quemerecía tan poca atención?

    Recordó Manuel el afán conque había esperado el momentooportuno para darse a conocer. No pretendía hacer diana a la pri-mera, aunque sí lograr algo positivo. Pero la realidad no habíapodido ser más desmoralizadora: sólo consiguió la publicaciónde un cuentecillo en una revista de poca monta. Y con ser estodesagradable no era lo peor, sino que el pobre resultado de sudespliegue le afectaba hasta el punto de incapacitarlo para escri-bir, para crear.

    No obstante agotar todos sus recursos y su gran paciencia,llevaba muchas jornadas sin llenar una página aceptable. Alfallarle la literatura se le malograba algo vital. Se encontródesamparado, vacío, disminuido, sin ilusión. Volvió a la mesa e

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    continuaron burlándose de él. El puño del joven escritor descri-bió un breve arco y cayó, violento, sobre el manchado papel.

    * * *Al día siguiente, como de costumbre, Manuel salió a la calle.

    El nubarrón que lo martirizaba la víspera se había acentuado des-pués de una noche más en vela. Comenzó a caminar con gestoagrio, rápido el paso. Rosita salió de su casa. Al tanto de las tri-bulaciones de su vecino, había decidido tomar contacto con él, dela forma que fuese; pero por mucho que discurría no encontrabasolución, o no sabía cómo ponerla en práctica. Siempre, en elmomento oportuno, se apoderaba de ella una invencible timidez,y sólo con sonreír, con ponerse ante la vista de Manuel, no con-seguía nada, porque o él era un grandísimo despistado o nolograba inspirarle un mínimo de atención.

    Había llegado Rosita a una situación difícil. Su interés porManuel era grande, cada vez mayor. Y debía tomar una resolu-ción: o se arrojaba con valentía al agua, ya que el agua no iba aella, o desistía de bañarse. La casualidad vino en su ayuda.Manuel llevaba un libro y, al cambiarlo de mano, el lomo haciaarriba, se le cayó un papel que estaba entre las hojas. Rosita,viendo el cielo abierto, lo recogió: contenía unos apuntes.

    —¡Chist! Oiga... ¡Chist!Pero Manuel ni se enteró.Tuvo Rosita que correr para alcanzarlo. Cuando estuvo a su

    lado, con la respiración levemente alterada, le tocó en el brazo.—Oiga..., se le ha caído esto... —la voz le salió temblorosa,

    como un susurro.Manuel se detuvo. Ensimismado, no supo al punto qué res-

    ponder. Intentó sonreír por amabilidad, se miró el libro y, trasunos segundos, añadió, recogiendo el papel:

    —¡Ah! Muchas gracias. Hubiera sentido mucho perder estasnotas.

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    Rosita no podía creer en tanta felicidad, se quedó seria, suinmensa alegría casi era dolorosa, y apenas le salió la voz:

    —Bueno, si quieres...UNA MOCITA MADURA

    Pilarín vivía en una ciudad provinciana, en Calatayud, paramás señas. Pilarín sabía que no era joven, que había traspasado laépoca de las esperanzas sepultándose en la triste realidad. Notenía vocación, nunca la había tenido, para ceñir su cuerpo conunos hábitos monjiles. El destino no había querido proporcio-

    narle marido o ella no había sabido buscarlo. ¿Causas? Caso deque las hubiese, ni las adivinaba.Siempre casta, siempre virtuosa, nada ñoña, aunque los años

    levemente la presentaban así. De familia normal, agradablefigura, buenas costumbres, exquisitez espiritual... ¿Por qué equí-vocas causas se malograba en Pilarín una prudente esposa, unaexcelente madre? ¿Por qué...?

    No es que sea inmodesta, pero, a veces, calibra sus méritos,sus menguados méritos, si se quiere, y comparándolos con los delas que le rodean, nota que no desmerecen ostensiblemente y aun,en algunos casos, los superan, y se sulfura. Entonces piensa en eloculto delito que haya podido cometer para merecer tal trato. Yentonces se enfosca, se entristece, y la melancolía prende en ella,una melancolía que va tornándose poco a poco dulce, nostálgica,incorpórea...

    Hasta hace bien poco ha mantenido fresca su ilusión, una

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    humana ilusión de ser como las demás mujeres, de vivir y de sen-tir como ellas, de alcanzar su madurez, de gozar las dulzuras delhogar y del amor, de enternecerse con su fruto...

    Ahora no es que haya perdido la esperanza, que es lo último

    que se pierde, pero nota que conforme los días van lentamentepasando, sus más caras ilusiones, la ilusión de su vida, se diluyey escapa, como huye la frescura de su tez...

    Y no encuentra los motivos, y se desespera, y siente deseosde romper los convencionalismos, de gritar a la sociedad la injus-ticia que con ella comete; pero calla, calla y suspira hondamente,y espera, espera siempre...

    A veces piensa, sin temor, lo fácil que sería fertilizar susentrañas, al precio que fuese, y dejar que brotara el ansiado fruto.Cree que aún está a tiempo. Sueña en ver su anhelo cumplido, enser madre, en dejarse acariciar por un delicado montoncito decarne que ella iría moldeando, dándole forma. Y su ternura, y sucariño, encontrarían un motivo. Su vida tendría objeto, viviríapara alguien y para algo...

    No siente miedo por ella, siente miedo por su hijo y, sobre

    todo, de la sociedad. De esa sociedad que no comprende ni per-dona, y que repudiaría a su hijo solamente por faltarle unos requi-sitos ¿superfluos? en su nacimiento. La sociedad parece noquiere comprender que sería una criatura como todas las demás,y que debería olvidarse el pasado y atenerse al presente. Y el pre-sente, para todos los niños, sean las que fueren las circunstanciasde su nacimiento, debería ser igual.

    Contiene sus ansias Pilarín, envejeciendo lánguidamente y!qué terrible sarcasmo! siguen llamándola Pilarín y señorita, sincomprender el daño que le hacen, sin comprender que su trun-cada vida carece de sentido... ¡Claro! ¿Que otra cosa podríanhacer? Sería pedir demasiado.

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    CUANDO MURIÓ SU MADRE

    La ciudad estaba en silencio, sosegada, en sombras. Mejoresclarecía la palidez de la luna que las bombillas suspendidas enlas esquinas. Las estrellas asomaban tímidamente sus puntitos deluz en un cielo agrisado, titilaban y permanecían inmóviles en laquietud de la noche. Una noche magnífica y silente que estabaimpregnada de poesía, de suaves susurros, de vehementes de-seos...

    Por el firmamento vagaba, camino de lo más alto, el alma

    limpia y paciente, compasiva y angustiada, de una madre queabandonaba las miserias terrestres. Tendría que estar contenta,más no era así. Abajo, aquí en la tierra, dejaba entre la miseria untrozo de miseria, que era un trozo de sus entrañas.

    Por más que se esforzó la buena madre no pudo inculcar ensu hijo las elementales normas imprescindibles para que fuese unhombre de provecho, un hombre de bien. No era malo, no teníamalos sentimientos, era trabajador, pero... El ambiente en que sehabía criado, las compañías poco recomendables, su falta devoluntad, y hasta una buena parte de culpa que se achacaba labuena madre, eran causa de que, sin hacer mal, sin meterse connadie, anduviese descarriado. El alcohol, el vino, tenía la culpa.Había arraigado en su hijo el hábito de beber desmedidamentecon tanta fuerza, que ella se había visto incapaz e impotente parahacerle que rectificara...

    Y sufría, un sufrimiento continuado, sordo, trágico, apenas

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  • 8/18/2019 Cuentos nostálgicos desde Calatayud

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    mitigado por el cariño que creía sorprender en los desvaídos ojosde su hijo envilecido, desencajado, vencido por el vicio. Padecíatodos los días, todas las horas, todos los minutos... Esperaba con-tinuamente que le trajeran a su hijo de cualquier manera. Podía

    esperarse lo peor. Y la buena madre que intuía próximo su fin,temía por su hijo, por dejarlo abandonado. Y sufría..., como sólosufre una madre.

    Por fin, entre agudas congojas y una inconmensurableangustia, vio que le llegaba su hora. Sus miradas, ya que no suslabios ya mudos, transmitieron un último mensaje al hijo envi-ciado... Éste no podía comprender. No comprendió.

    Ahora, el alma angustiada de la buena madre, se acerca a lasabiertas puertas de su merecida dicha, mientras todavía llena porentero el pensamiento y el corazón de su hijo, sin apenas tiempo—solamente unas horas— para que éste tomara concienciaexacta de su ausencia.

    El hijo, en la tierra, a su manera, le rinde tributo. No sabríahacerlo de otra forma. Con los ojos velados por las lágrimas tantocomo por el alcohol, apura una copa que no será la última. Y

    canta, canta muy bajito, canta tristemente, dejando escapar sudolorida alma por los labios. Canta tristemente dejando que laslágrimas le resbalen por su rostro en un supremo gesto de dolor.

    Fuertes congojas y estremecimientos lo conmueven, se leanuda el hilillo de voz a la garganta, y sigue cantando, cantandoluctuosamente. Las lágrimas copios