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CRÓNICAS PARLAMENTARIAS

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CRÓNIC A SPARLAMENTARIAS

Julio Camba

y otros a rt ículos políticos (1907-1909)

Edición e introducción deJosé Miguel González Soriano

Prólogo de David Gistau

B I B L I OT E C A D E H I S TO R I AE S P U E L A D E P L ATA M M X V I I

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© Edición e introducción: José Miguel González Soriano© Prólogo: David Gistau

© 2017. Ediciones Espuela de Plata

www.editorialrenacimiento.compolígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

te l . : (+34) 955998232 • [email protected]ía renacimiento s .l .

Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez, sobre una ilustración de Bagaría, portada del semanario España, n.º 42, 11 de noviembre de 1915

depósito legal: se 1014-2017 • isbn: 978-84-16034-97-0Impreso en España • Printed in Spain

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Los próceres de camba

J ulio camba se asomó al parlamento durante el «gobierno largo» de maura que de alguna manera se propuso discutir el sentido patrimonial respecto de la nación que cultivaban los caciques. Ya

bajo el longevo reinado de alfonso XIII, españa regresaba del siglo XIX de los espadones regentes fundado por espartero y la carlistada y se preparaba para otros grandes acontecimientos, de los cuales el más inminente era la semana Trágica, que desembocarían finalmente en la II república y en la Guerra civil. como se ve, una época con más motivos que la nuestra para pretenderse histórica, fronteriza y funda-cional, así como dramática. más si a todo esto se añade el profundo sentido disolvente con el que los «regeneracionistas» de entonces se propusieron transformar la naturaleza misma de un país anquilosado de estrecheces cortijeras y en manos de una oligarquía gastada. entre estos agentes, uno de los más corrosivos fue Lerroux, el «emperador del paralelo», en cuyo movimiento militaba el diario España Nueva que acogió las crónicas parlamentarias de un camba que, en la bara-húnda de denominaciones políticas y de siglas fugaces, gustaba de considerarse un «anarko-aristócrata».

Habida cuenta del momento nacional en 1907, un cronista con más sentido de la posteridad o del servicio patriótico habría acudido

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al Parlamento con claras predisposiciones pomposas y creyéndose él mismo un actor de los tiempos. No así Camba que, como si hubiera pretendido despejar dudas desde el mismo epígrafe, tituló su sec-ción parlamentaria como «Diario de un escéptico», inaugurando una distancia prudente y más o menos descreída con el espectáculo del Hemiciclo que luego prolongaría Wenceslao al considerarse tan sólo un oyente que hace acotaciones. En las crónicas parlamenta-rias, precursoras de todas cuantas fueron intentadas durante los cien años siguientes, Camba exhibe ya el humor de sus piezas costum-bristas, humor a menudo desatado, de carcajada, así como esa deli-ciosa sensación de ser un hombre desubicado, recién llegado, que todo lo observa por primera vez y que brilló como en ningún otro registro en sus crónicas viajeras. Un hombre que, de tanto estar de paso en todas partes, vivió hasta su última hora en una habitación de hotel, la 383 del Palace, en cuya Rotonda echaba siestas aureo-ladas por el blindaje invisible del gruñón postrero que sólo salía si era para ser invitado a cenar. Resulta fácil imaginar a los clientes del Palace caminando de puntillas por la Rotonda para no despertar abruptamente al propietario entonces de un mal humor mitológico.

También a los parlamentarios de su tiempo los observa Camba como a extranjeros de quienes interesa más lo cotidiano, lo casi imperceptible, que lo estatuario: el elemento decorativo de un macero puede ser algo que distraiga a Camba justo cuando Maura larga un discurso con ambición de permanencia. De tanto carac-terizarlos a través de las minucias de su carácter y de sus rutinas cotidianas, Camba termina confiriendo un hálito humanizador a personajes que, hoy en día, no son para mucha gente sino una placa con el nombre de una calle –Canalejas, Dato, Maura, Figueroa…–. Pocas excepciones hace Camba para su desdén por todo cuanto

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acontece a su alrededor, incluida la melancólica, «romántica», la llama Camba, tribuna para exdiputados que hoy, más ingrávido el sentido de pasado, ya ni siquiera existe. Camba respeta, por ejem-plo, al Galdós parlamentario, al que sin embargo bosqueja con ter-nura aplastado por el peso de una chistera y algo envidioso por lo bien que le sienta el frac a Azorín. Esta escena ocurre durante una invitación a café previa a una sesión. Al parlamentario actual le resultará idéntica a cualquier otra invitación rápida a café como las que se cumplimentan hoy en día en el bar Manolo: la perife-ria costumbrista siempre atrae a Camba más que los palabros que piden ser cincelados en mármol. Acaso por eso sean más gratas para Camba las sesiones en las que no ocurre nada que aquellas en las que tiemblan los escaños. Él se apaña con muy poca cosa. Las cró-nicas son periodísticas, asociadas muchas veces a noticias de hace más de un siglo que ni siquiera entonces fueron vitales, y por lo tanto algo efímeras. Perduran la escritura y la atmósfera, el desfi-lar de algunos personajes que hoy están expuestos, petrificados de pasado, en los corredores del Parlamento.

El desarraigo de su inteligencia impide a Camba no sólo apasio-narse, sino incluso escandalizarse ante aquello que es escandaloso. Hay crónicas en las que aborda la podredumbre usando el humor como mascarilla higiénica. La más significativa tal vez sea aque-lla en la que habla de las argucias de un sistema electoral tram-poso en el que votan los muertos, a los que Camba concede una legitimidad más solemne que a la opinión de los vivos. En gene-ral, el efecto es impresionante. Ante la vocinglera presencia de los truhanes que se toman demasiado en serio a sí mismos, aparece la honda percepción de un burlador que los desactiva como si fueran bombas. Esta función terapéutica la necesita el parlamento español

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de cualquier época. Por supuesto, también de la nuestra, que se da ínfulas de fronteriza, regeneradora y constituyente. Algo que Julio Camba habría observado con una media sonrisa sardónica desde lo alto de la tribuna de prensa en la que tomó apuntes durante unos meses antes de saltar, fugitivo, a otra forma cualquiera de distancia.

David Gistau

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diario de un escéptico

EL CONGRESO SOFISTAS, ERGOTISTAS Y SILOGISTAS

H oy se ha celebrado en el Senado la apertura de las Cor-tes y mañana se verificará en el Congreso la elección de las Mesas provisionales. En seguida comenzará la

discusión de actas, y cuando todos los diputados electos se hayan puesto de acuerdo en este punto, empezará a funcionar la máquina compleja, pesada y estrepitosa –sobre todo, estrepitosa– de la repre-sentación nacional.

Cuando Théophile Gautier vino a Madrid, después de exami-nar atentamente desde la Carrera de San Jerónimo el palacio del Congreso, anotó en su carnet de viaje esta curiosa observación: «Es imposible que, dentro de un edificio construido con tan mala arquitectura, se pueda hacer ninguna cosa buena»1. Yo desconozco las relaciones que existen entre la arquitectura y las leyes, y no me explico de qué modo una cornisa, un friso o una archivolta, pueden influir en una votación parlamentaria o en un proyecto

1. En su famoso Voyage en Espagne, publicado originalmente en 1843: «El edificio de las Cortes está entremezclado de columnas pestumnianas y de leones en peluca de un gusto muy abominable. Dudo mucho que se puedan elaborar buenas leyes en una arquitectura semejante» (cit. por la ed. de Jesús Cantera Ortiz de Urbina, Madrid, Cátedra, 1998, p. 161).

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de legislación; pero lo indudable es que influyen, y esto, que no se puede admitir teóricamente, está confirmado por una larga y lamentable experiencia.

El Congreso es una magna asamblea de sofistas, de ergotistas y de retóricos, que se entretienen en hacer silogismos y en chupar caramelos. Ir a una tribuna del Congreso con un criterio político, no me parece menos absurdo que tomar un asiento de grada o de barrera para ver quién tiene más razón: si el torero o el toro. Ordi-nariamente, y por motivos puramente fisiológicos, tiene más razón el torero; pero en el acto de la lidia, los dos piensan en matarse mutuamente, y solo nos ofrecen el interés de la fuerza, del valor y de la destreza; un interés puramente pintoresco y del cual se deduce que la plaza de toros está situada mucho más allá del bien y del mal.

Más allá del bien y del mal está, asimismo, el edificio del Con-greso. En este edificio no triunfa nunca el que tiene más razón o más justicia, sino el que tiene más ingenio, más audacia y más retó-rica. Es un espectáculo un poco caro, pero sumamente entretenido y de un corte perfectamente helénico. Para contemplarlo, las tribu-nas se pueblan de bellas y elegantes damas, que carecen en absoluto de fe política y que, convencidas de que están ante un juego exento de peligros, sonríen deliciosamente a los bellos gestos, a las frases sonoras y al ingenio ágil, flexible y oportuno.

Por deber profesional, yo voy a ir al Congreso a hacer un diario de impresiones, y este diario será el diario de un escéptico, que soy yo. Yo soy un escéptico de carácter alegre, que no cree gran cosa en la utilidad de las contiendas parlamentarias, pero que está dis-puesto a admirar todo el ingenio, toda la gracia y toda la habili-dad que en ellas se ponga. Mi escepticismo es una garantía de mi ecuanimidad y de mi imparcialidad. Yo veré el Congreso como un

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vasto gimnasio, y no admiraré al que piense de esta o de la otra manera, sino al que tenga más músculo y más agilidad, belleza y presteza en las actitudes. Y, con tal criterio, yo tendría un gran placer en aplaudir a los diputados de la mayoría, si estos diputados hablasen…

España Nueva, L-13-5-1907, p. 1

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diario de un escéptico

EL PRESIDENTE INTERINO

E l Sr. Dato, que a las dos menos cuarto era un simple particu-lar, a las dos y media ya había sido elegido presidente interino

del Congreso. Para celebrar este fausto acontecimiento de su vida política, el Sr. Dato nos obsequió con dos cosas igualmente dulces: un discurso y unos caramelos. Yo no sé cuál de estas dos cosas ha tenido mayor trascendencia en la sesión de esta tarde, ni sé tam-poco a cuál de ellas le debo dedicar esta crónica, porque ambas fueron agradables, frescas y efímeras; ambas han regocijado por un momento nuestro espíritu atribulado, y de ambas no queda ya en nosotros más que un suave perfume en el paladar y un fugitivo recuerdo en la memoria.

El Sr. Dato ha pronunciado un discurso de gracias y de prome-sas. Este discurso está hecho sobre el plan de todos los discursos análogos, que es el siguiente:

1.º Expresión de gratitud por la benevolencia de los electores.2.º Invocación lírica a las grandes figuras que, en el curso de la

Historia, han precedido al orador, y declaración de la propia y per-sonal insignificancia.

3.º Esperanza en el apoyo e indulgencia de los señores diputados para disculpar posibles errores del presidente.

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4.º Promesa de una gran imparcialidad, a falta de otras cualida-des que la modestia impide reconocer en uno mismo; y

5.º Confianza en que ningún diputado hará necesaria la inter-vención presidencial.

En estas cinco partes fundamentales se puede descomponer el discurso pronunciado hoy por el Sr. Dato. Yo le he oído respetuo-samente, y la elocuencia del ilustre orador iba dejando en mi espí-ritu una sensación de dulcedumbre y de banalidad muy semejante a la que dejaba en mi boca un caramelo a medio deshacerse. «Mi misión –decía el Sr. Dato– consiste en mantener íntegro el respeto al reglamento, y, para esto, yo espero que ningún diputado lo que-brante». Convengamos en que si ningún diputado quebranta el reglamento, la misión del presidente será tan fácil que no valdrá la pena de haberle elegido. Yo llamo la atención de mis lectores acerca de este detalle, que, bajo su apariencia trivial, encierra una profunda filosofía. Un hombre acaba de ser nombrado para ocupar un puesto de alta autoridad, y todo su programa consiste en no hacer nada. «Yo espero que no tendré necesidad de trabajar», ha dicho, en síntesis, el Sr. Dato. Y los diputados aplaudían. Moraleja: el cargo de presi-dente del Congreso es un cargo odioso, y el presidente más simpá-tico será aquel que no ejerza nunca…

Hubo un momento en que el Sr. Dato, señalando con su mano los escaños que en anteriores legislaturas ocupaban los liberales, hizo un párrafo conmovedor y sentimental. «Yo espero –decía el Sr. Dato con voz trémula– que los liberales tornen pronto a esos bancos, y creo que así lo esperamos todos». Los Sres. Maura, Figueroa, Osma y La Cierva, que estaban en el banco azul, inclinaron sus cabezas, y, por un instante, las mantuvieron dobladas sobre el pecho, en una actitud de resignación y de melancolía. En el señor Maura, sobre

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todo, este gesto de humildad ha resultado extraordinario y merece pasar a la Historia. Yo le consigno en estas notas marginales al dis-curso del Sr. Dato, porque el discurso del Sr. Dato y el gesto del Sr. Maura han sido los dos detalles más importantes de la sesión de hoy.

España Nueva, M-14-5-1907, p. 3

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