contame un tango (1)

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Breves historias

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Agradecimientos Y acá la lista de los amigos entrañables que estuvieron a disposición, apoyando y aguantándome.

Manuela Schiavina German Tolopka

Hugo Martin Irma Isabel Andrade

Margot Radici Ilka Luetich Podestá

Victoria Alberca

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Prólogo Se supone que ésta es la parte donde yo justifico las razones que me llevaron a la creación de esta obra, que es donde debo orientarlos en cómo leerla. Léanla con ganas y libres, yo supongo que así estaría bien. Creo que estas historias cortas poco entendieron de razones para ser, si entienden que estamos olvidándonos de nosotros mismos y muy distraídos en la idea de limitación. Yo espero simplemente que lo disfruten, con eso tengo bastante.

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Para algún Nahuel La Compañía de tango para la que trabajaba Fernando concretó una pequeña gira en China. Fer se inquietó, sintió que algo no le cerraba…serían interminables horas de viaje y no estaba acostumbrado a trayectos tan largos. Su cuerpo acusaba disconformidad. Desde que se enteró, intentó un ensayado y caprichoso optimismo, obligándose tranquilidad. Después de todo el trabajo no abundaba. Ese día estaba monotemático así que simplemente se ocupó de lo cotidiano de lleno, ese laberinto donde cualquier insignificancia evoluciona inexplicablemente hasta adquirir una urgencia insoportable. En la noche, ya cansado, se refugió inocente en la sala, sin intrusiones. Quedó enjaulado y sin opción fue devorado en instantes por la blanca pared. Trató de zafar, de ordenarse desmenuzando cada emoción que aparecía. En cada pensamiento estaba acobachada la muerte como una posibilidad, comprendió que por ahí venía todo y sintió miedo. No lo torturaba la posibilidad, sino más bien la certeza de saber que en algún momento moriría. No sabía cuándo llegaría el día y le daba un respiro. De seguro, como decían los viejos "no será en la víspera". Sea cuando sea, no dejaba nada y esa parte sumada a una profunda frustración lo atemorizó.

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Pensó en su hijo de cinco años que vivía con su antigua pareja. Vino a su mente cómo tenía, desde hacía tiempo, que flanquear exigencias absurdas, reclamos económicos, legales, filantrópicos, cómo ella, siempre argumentando abandono y desinterés, terminaba afectando, manipulando y malogrando su paternidad. En algunas cosas tenía razón… no en todas. Buscaba instintivamente, a veces, algún rastro de lo que le gustaba antes de ella, pero no quedaban, ahora le resultaba desagradable todo, hasta sus aros. Tan sólo escuchar su voz por el celular le generaba malestar en la panza. Cada tanto Fernando se decía a sí mismo:”¿Cuándo aparecerá algún gaucho que la atienda y le cambie el foco de atención?”. Ella se casó con un bohemio y reclamaba como si hubiera sido dejada a su suerte por un empresario exitoso. Es proporcional el amor por su hijo a la vulnerabilidad y estancamiento que padece como padre casi todo el tiempo. Es claro, la única abertura por la que ella entra a su antojo con los tacos de punta y lo sodomiza hasta el hartazgo tiene un cartel luminoso enorme que dice “me importa mi hijo”. Eran las reglas, aun así tenían tanto por hacer con Nahuelito, tanto que compartir …tirarse al suelo a jugar con autitos, armar fortalezas, trepar, descubrir bichos, andar en bici en una calle desierta… Pero si no llegaran a esas vivencias. ¿Qué más podría dejarle? Su cabeza no tenía paz así que se sentó frente al escritorio a descifrar algunos pensamientos, le dio ganas de plasmarlos por las dudas.

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Revisó su vida y escribió. Le hizo bien escribir, poco a poco algo se sosegó. Nahuelito: Hacer lo correcto no da necesariamente aceptación social. Conocerse a uno mismo dista de la devolución del otro. Seguí tu sueño, aunque sea sólo tuyo y nadie lo entienda. Donde le hagas lugar a la vida, la vida aparecerá. Tus dones tienen que ver con compartir. Tu limitación no te exime. La ignorancia te condena y esclaviza. Si no te interiorizas estás en el horno. La confianza es una sola. No tenés obligación de creer nada, sí de buscar. Preguntate siempre si estás donde y con quien querés estar. No temas a empezar. No presiones, no invadas, no pidas lo que no podés dar. La felicidad no se destapa. Odiar enferma al que odia. No es importante que tu nombre esté en algo. No pongas tu necesidad ni tus expectativas de por medio. El día que no te replantees nada, replantéate. Si creés que no podés, no insistas, no vas a poder. Tu lugar es donde estés feliz. Vivimos en un presente continuo así que debemos vivirlo. No estés en efecto, siempre estate en causa. Los mediocres son importantes para hacer más lenta la evolución. Si no sabés como salir, no entres. Si elegís no estar en control, que sea en un ambiente controlado.

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La estupidez siempre pasa factura. La biblia se resume en "ama a tu prójimo como a ti mismo" con eso tienes para entretenerte. No te llenes de basura. Respetar y ser educado está siempre de moda. Desconfía y escapá de los dueños de la verdad. Hay personas que no les importa lo que rompen por un capricho. Leé las letras chiquitas. No juzgues, limita tu entendimiento. No discrimines, condena tu esencia. No enseñes a quien no quiere aprender. No entres en ningún combate por tu ego. Tu ser entiende más que tu razón, aprendé a escucharlo. Con referencia a de dónde venimos, a dónde vamos o para qué estamos, aún no tengo idea pero sigo buscando. A mí me decían que llevara ropa interior limpia y sana por las dudas, un peine y un pañuelo en el bolillo. Nunca les hice caso. Hay más, me voy a ir acordando y sigo cuando vuelva de China. Papá.

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El Problema del Mundo

Llegamos a Zarate a eso de las nueve de la mañana. La idea era descender con Roco en kayak por el Paraná hasta Tigre, donde nos esperaría Óscar con la camioneta. Eran muchos kilómetros pero a favor de la corriente llegaríamos aún sin remar. El Paraná es parte de la segunda cuenca importante de Sudamérica. En su última parte se forma un delta y que divide en tres grandes brazos. Nosotros descenderíamos por el más occidental, llamado “El Paraná de las Palmas”. Paramos a comer unos ravioles caseros en la isla de Doña Kata, era una travesía gastronómica y relajada. Estuvimos una hora, no más, y después volvimos al agua. La idea era no detenernos hasta llegar. Pasando Escobar, Roco acusó no sentirse bien, así que decidimos cambiar de margen del río rápidamente ya que la salita estaba del otro lado. El Paraná de las Palmas tiene a esa altura, más de 800 metros de ancho, y el viento aquel día era cambiante. Pusimos atención a las islas. Sabíamos que el hospital estaba más adelante pero no recordábamos en cuál de ellas, sólo recordábamos que el edificio era muy chico y visible. Al final lo vimos y cuando llegamos, nos recibió para ayudarnos un viejo de aspecto nórdico, tenía unos ochenta años, eso sí,

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muy bien puestos. Atamos los kayaks para que no derivaran y subimos. El viejo nos acompañó hasta la guardia. Roco entró mientras yo esperaba fuera. Me senté en un largo banco sin respaldo para mirar el paisaje selvático y aquel hermoso río. El anciano se sentó al lado mío. —Va a estar bien tu amigo, este médico es bueno, no como el otro. Si hubieran venido ayer les habría dicho que regresaran porque el otro médico nunca sabe nada… No respondí a aquellas palabras que me dijo el anciano, pero le hablé de lo tranquilo que era aquel lugar de preciosas vistas perdido en la naturaleza. Él me respondió hosco: —A mí esto no me gusta, demasiados bichos que pican, demasiada humedad, mucha agua, siempre falta algo. Estoy acá porque me quedé, pero en cualquier momento me vuelvo por donde vine. Me dejó sin argumentos, fue tan expeditivo que no sabía por dónde seguir la conversación. De todos modos no hizo falta. Él continuó solo. —El problema de mundo, ¿sabes cuál es, pibe? Es la deshonestidad, la comodidad, la ignorancia, el juicio…Todos creen merecer todo sin ninguna responsabilidad. El que tiene una ideología la defiende sin preguntarse de dónde apareció y sin buscar un poco más atrás. El que piensa distinto, te cuestiona o te hace tambalear en tu

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rigidez es el enemigo. No importa qué tan extrema y desgraciada sea la vida para cualquier otro mientras no se trate de la tuya. Algunos verán a los inundados con cierto morbo, comiendo un chocolate; otros acallarán su conciencia mandando una bolsa de arroz. Otros se pondrán una remera con un logo partidario y se tomarán unas fotos alzando un colchón con un brazo y en el otro sostendrán a un chico en malas condiciones, de preferencia oscuro de piel. Algún trasnochado se preguntará por qué viven esos ahí, o especulará que la tierra está llorando o que son las profecías de San Pete pero pocos estarán dando soluciones o nada más dando una mano desinteresada, mojándose en el lugar. Cualquiera se siente con derecho a cortar un árbol que tardó años en crecer para calentarse un rato el culo si hace frío, o para no tener que barrer las hojas en otoño. ¿Qué creen? ¿Que cuando pasa el camión de basura ésta desaparece? No, no desaparece, se la lleva a otro lado, nada más, sigue en el mundo que heredan sus hijos. Cualquiera quiere tener un motor y acelerar como si eso le agrandara el nabo. Vienen a las islas a depredar lo poco que queda, toman un vino barato en caja, que es básicamente alcohol y azúcar con gustito y te tiran la caja al río. ¿Y quién los para? Estamos cada vez más llenos de leyes para confundir el bien del mal. Pibe, lo que está mal está mal, lo sabemos todos. Las cosas son verdad o no según la televisión, es de terror. Prestá atención a ésta: Mi madre amasaba fideos para mis hijos y esos arrogantes le decían que eran más ricos los fideos de paquete. Le hicieron

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sentir vergüenza y la mujer empezó a comprar hasta las mermeladas. Ahora vuelven a redescubrir lo que ya sabíamos y compran más cara el azúcar sin refinar que la refinada. Son menos los que se avivan. Sobran los insignificantes que necesitan que los aplaudan, los que se creen importantes. ¿Y las mujeres? Todas quieren ser flacas, a mí por ejemplo con mucho hueso no me gustan. Prefieren pasar más horas en una oficina y dejar su ganancia en el supermercado, a meter las manos en la tierra de una maceta para plantar dos lechugas. Es así pibe, creeme que es así. Cuando puedas, si tenés de esas computadoras donde podés buscar cosas, búscate a Tesla, con T. Tesla ¡ése la tenía clara!, no le dieron bola y escondieron sus cosas. Hace años que se tendrían que haber dejado de joder con el petróleo y con matar gente. Te rompen las bolas con lo de las ballenas. ¿A quién conoces, pibe, que mate ballenas? Avisame que le rompemos la cara. ¿Por qué no ponen presos a los que maltratan animales, a los que cazan, nos dejan sin bosques o selvas, a los que contaminan y cuelgan del forro a los que realmente sí matan a las ballenas? ¿Ves que está todo mal? No se entiende, o lo que es peor, lo que se entiende no está bueno. Repetimos cualquier verdura que nos dicen sin preguntarnos nada y seguimos en la que nos plantean. Así es como nos cagan todos los corruptos. Con los hippies nos hicieron lo mismo. Eran pacifistas. ¿Sabes lo que es eso? Yo que viví la guerra lo sé y de eso no

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quiero hablar aunque siempre me acuerdo. Los hippies rechazaban el consumismo. Les arruinaba el negocio así que se los sacaron de encima diciendo que eran sucios y que les gustaba la fiesta. ¿A quién no le gusta la fiesta? A mí me encanta. Una pena que las cocineras y enfermeras de acá son muy feas. Además tomo pastillas para el corazón y eso te la deja muerta, si no feas y todo les daba, solas o de a dos. Mirá, te cuento una más que ya debe estar por salir tu amigo y es gratis. Pensala y otro día me contás. Mi mamá tenía un gallinero espacioso con una higuera, una buena sombra para el verano, y dos naranjos en el centro del predio, un buen reparo para las “chicas cluecas” que la venían a recibir todas las veces que se acercaba en el día. Las alimentaba, les hablaba un poco. Eventualmente iban a la olla. El trámite era rápido, preciso, respetuoso, casi sin dejar de acariciar y empezaron todos a decir que era barbarie, crueldad. La cosa es que se sigue comiendo pollo, cada vez más, o sea, alguien lo mata por vos y te aseguro que le importa bien poco cómo vive y lo que sufre ese animal toda su vida. En el envase te ponen un dibujo de una gallina contenta y te lo querés creer. Basta por hoy, venite otro día y la seguimos. Me voy a pelar las papas para la cena y ver si le puedo tocar el culo a la cocinera… Después de toda esa letanía sin pausa, de aporrear mi cerebro con tanta información desordenada se fue y me dejó mudo mirando el río. Roco salió a los pocos minutos. Por lo visto le había hecho mal a comer tantos ravioles sumado al

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frio así que le dieron un antiespasmódico. El médico me miró sonriendo y me dijo: — ¿Te hizo compañía Ricardo? El hijo lo invitó a navegar en velero. Un treinta pies, buenísimo. El viejo se sintió mareado y lo trajeron. Lo acompañaron hasta la puerta del consultorio y ni bien entró se subieron al bote y no volvieron más. De esto hace ya cinco años. ¿Qué íbamos a hacer? Tiene problemas de memoria, no recuerda nada, ni donde vivía, así que nosotros le pusimos Ricardo. Es servicial y de buen corazón. Le encanta hablar con la gente. Si damos parte lo dejan en una institución, acá por lo menos está tranquilo y vive bien. Mientras podemos lo bancamos. Seguro te dejó pensando. Qué poeta el doctor, ya fue mucho por hoy, pensé. Subimos a los kayaks, llegamos a Tigre entrada la noche. Al año, volví solo para saludar a Ricardo. Había intentado hacer alguno de los deberes que me dejó, se los quería contar aunque no se acordara de mí. Ya había muerto, fue súbito, se durmió y nunca despertó. El”médico- poeta” me contó que dejó de tomar las pastillas.

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Él Sabía Él sabía que si buscás, entrás por un vericueto donde identificás la sabiduría de tu conciencia y se ve en conexión, libre. Lo invade todo una emoción primaria, incondicional, simple, enorme. Subyace una extraña alegría. La sabía, parece que estallas y sos capaz de traspasar el límite de dogmas. Él sabía que no cabe el ego, el condicionamiento, que es diferente y para nada regresivo. Quizás como somos en realidad… Él sabía de nosotros, los que encontramos alguna vez esa ventana, los que supimos de lo efímero, de lo difícil de agarrarse y mantenerse en frecuencia. Él sabía que urgía recordar, volver como legión. La sabía de batallas, que creamos lo que vemos. Él sabía que su energía vital disminuía y deterioraba inexorablemente por las elecciones que en definitiva simulaban sólo ser suyas. Él sabía de él en otros tiempos, en otras realidades, podía ver su linaje como una cuadrícula, sabía que debía expandirse y mutar como tantas otras veces pero más rápido y más profundo.

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Él sabía de los que eligieron irse repentinamente, los que pasaron años sin pisar la tierra en patas. Sabía de nosotros, los que sólo accedemos a una parte que ni siquiera vislumbramos bien y aun así vamos. Los que no fabricamos respuestas, los que seguimos improvisando. Los que aún somos libres, con el solo hecho de sentir un huracán en la cara con la brisa mañanera respirando un color. Sabía de nosotros, que no podíamos ir por él. Que tenía que salir, asomarse, generar, pero igual esperó. Esperó resignado, entretenido, una y otra vez con lo que conocía. Se preparó unos mates, puso el cuerpo en los sitios de siempre y esperó. Esperó mucho, esperó todo lo que le quedaba y aun así no nos encontramos.

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Los Cosos Eran las once y media de la noche de un jueves gélido y, como todos los jueves, Esteban llegaba al barrio. Volvía de la facultad en el último colectivo 252 que, emergiendo como un bólido descontrolado en las desiertas calles suburbanas, lo dejó a siete cuadras de su casa. Dios atiende en Capital, ser suburbano es llegar a un acuerdo, convivir con el demonio y aun así no hay garantías. Es el cruce de la poesía de un tango que te sorprendés tarareando y un infaltable rock pesado. La comprensión del entorno es fundamental… adoptar, aceptar y adecuarse. La inestable paz tiene que ver con mirar a los ojos, el manejo del espacio, pero principalmente, siempre es el cálculo de daños mutuos potenciales. Todo resuelve demasiado rápido. Es fácil estar en el momento y lugar equivocado; por eso, cuando Esteban bajó, se levantó el cuello del polar hasta la mitad de la nariz y caminó por el medio de la calle con su visión periférica agudizada tanto como su oído. Su paso es calmo, ágil, revelando y afirmando su derecho a ser en el lugar. Camina dos cuadras. Cincuenta metros antes

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de la próxima esquina abandonada y a lo lejos divisó la hoguera con cinco siluetas. Eran parte de la tercera generación de ocio forzado, ese limbo mental y físico creado por la falta de oportunidad real, la carencia de estímulos, destrucción sistemática de la creatividad, la motivación y la autoestima. No es que no lo intentaron, al contrario, lo intentaron en vano hasta en piloto automático, pero un día, ya sin ganas, quedaron fijos en la incertidumbre culpando a todo y todos de su suerte. De la primera y segunda generación no quedaban casi, fueron sorprendidos generalmente de manera truculenta por la muerte. A muchos se los llevó el sida pero aún la enigmática esquina los llama, los reúne, desertan, se suman, se sustituyen, se acompañan. Esteban los miró (con uno había hecho primario), y adelantó el saludo ritual sin detenerse. Una de las siluetas tomó dimensión y le cortó el paso. Se le plantó a menos de un brazo de distancia y acortando le pidió un cigarrillo gesticulando. Esteban lo midió y sin dejar de mirarlo buscó en su bolsillo. Le alcanzó el paquete con el encendedor para ahorrar interacción. Otra de las siluetas le pidió otro. Esteban le hizo un gesto de aprobación al que tenía el paquete mientras respondió serio: — ¿Son del peaje o me vieron cara de kiosco? —Todo bien con vos, vieja. —. Respondió su ex compañero

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acercándole la botella de cerveza con una mano y abrazándolo por los hombros con la otra. — Arrimate a nosotros.—Insistió. Parte del equilibrio es a veces socializar, así que aceptó. Desde el calor de la hoguera y sin tener nada que hacer se respiraba otra perspectiva. Parecía estar en el siglo XVIII, en el peligroso aburrimiento y tedio de un fortín del desierto. Hablaron, se sintieron cómodos, se entendían y de poco iban renovando sus votos. Carlos estaba nervioso pero intentaba disimularlo (había sido una promesa futbolística hasta que se lastimó la rodilla). Se paró dolorido e instintivamente visualizó la calle sin nadie. Esperó. Todos se pusieron alerta como si fueran presas. Se levanta viento suave y cobra fuerza. Uno agarró firme el brazo a Esteban y le dijo: — Mira bien, ya vienen. — ¿Quiénes? —preguntó Esteban. — Si mirás fijo por donde viene el viento, vas a ver como que se desdibuja la noche. A un lado de la luz tenés que mirar y a veces los podés llegar a ver. Son unos cositos redondos negritos que se mezclan con la oscuridad. No sé qué son, no tenemos ni idea, fantasmas no son. Aparecieron hace unas semanas y siguen…Se van metiendo en algunas casas, no se van y ahí las vidas les cambia, pero mal. Después vienen más. A tu casa no van, a nosotros nos pasan siempre de largo.

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¿Será que ya estamos cagados? ¿O que a nosotros no nos interesa nada? Esteban no contestó, se quedó en una pieza, escéptico, expectante. El viento frío horada y toma formas casi imperceptibles y, ahí justo entre la sombra del auto estacionado y el arbusto de aole, vió una de las esferas por un segundo, fugaz. — ¿La viste? Se quedaron quietos mirando cómo las escurridizas esferitas traspasaban paredes contaminando y perjudicando la vida de algunos. Se quedaron pegados en grupo, como unidad, como una pared indivisible e infranqueable. Nadie bajó la vista ni se replegó mientras el viento sopló. Se quedaron íntegros, impermeables, el tiempo que les hizo falta. Se quedaron proclamando desafiantes su derecho a ser quienes eran, su derecho a ocupar ese, su lugar.

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El Bluthner Se fue a la computadora después de esa comida mediocre con la televisión prendida. Tenía que sacudirse el sentimiento de pobreza impuesto por los reclamos económicos de su esposa. Abrió el Facebook tratando de encontrar una vida, pero al final era más de lo mismo, como todos los días salvo por un mail de una tal Dana que decía: "Hola, soy Dana, cuido a tu tío Hugo y quiere hablar con vos para dejarte el piano, contactame." Hugo, el hermano de su madre, había sido un gran pianista clásico, tocó tango mucho tiempo. Se fue a vivir a las afueras de un pueblo cerca del río Salado hacía ya 40 años. Ahí donde unos tanos, caprichosos empedernidos, jugaron con lo desconocido y se le animaron. Hicieron unas 20 chacras y se quedaron. Grito más fuerte que la televisión:” ¡Mi tío me quiere dar el bluthner de cola!” Entonces, “la insoportable” se apersonó frente a la pantalla, remangada, con una vajilla en la mano y el desapego en la mirada mientras elucubraba en voz alta. Ya lo estaba vendiendo, tapando agujeros, renovando atuendo o lo que sea que pasara por esa cabeza avara. Fabián la miró, llevaban 15 años de casados, desde los 28. Le resultó increíble darse cuenta cómo pasa el tiempo, cómo

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uno se acostumbra simplemente a estar mal. Él amaba ese instrumento, podía recordar sus vibraciones, su resonancia. Estuvo en la familia por generaciones como un umbral. “La música nos hace mejores” decía el abuelo que lo apoyó todos los años de conservatorio pero nada de eso tenía valor alguno para ella. Fabián no fue original, se dejó cortar las alas como tantos otros. Terminó dando clases de historia musical en colegios secundarios y con un Casio de los 90 amontonado con otras cosas en la baulera del departamento. Inmutable y dinámico, aprovechó la cresta de la ola en el burdo intento oportunista del despojo para que no se cuestionara ni su viaje ni el tiempo que estaría fuera de la ciudad. —No te preocupes, el sábado tomo la combi y me ocupo, va a ser jodido, pero es buena marca y cotiza. Convencida vuelve a la cocina mientras a él le entra curiosidad por saber cómo sería Dana. Vuelve la vista a la pantalla, a la foto de perfil. Lo invade un impulso joven y renovador pero fantasea culposo. ¿Sabrá que soy el patrón de frustración ramificado de mi padre?, pensó. A través de los ojos de mi tío, ¿cómo me verá? Viajó al pueblo, mirando por la ventanilla todo el recorrido, divagando entre el significado y el propósito de la propuesta.

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No lo podía tener, no lo podía vender, no confiaba en sí mismo, cada vez que podía cambiar elegía estabilidad. Hacia muchísimo que no tocaba. Llegó. El campo no lo pacificó, sólo revolucionó sus sentidos, lo dejó sin ideas, hambriento de vivencias. Cruzó el pueblo y siguió 4 km más a pie, sin perder detalle, nutriendo y fortaleciéndose. En la chacra tocó la campana atornillada al eucaliptus con runas talladas a fuego. Las reconoció y recordó los pisos en damero de los aleros. Había estado ahí muchos domingos de verano en su niñez. Dana sale a recibirlo. Es más bonita en persona, lo escolta a la casa. El piano ocupa media sala. Abraza a su tío que está en el sillón frente al hogar a leña. Éste lo mira fijo y dice: —El Bluthner es tuyo porque así debe ser. Dana vive en la casa de los caseros que eran sus padres y con 26 años me cuida, mantiene la huerta, ordeña las cabras y hace los quesos. Ese su negocio, Además estudia de acompañante terapéutico y pronto se recibe. Tengo 21 alumnos que no quiero que dejen de estudiar cuando ya no esté. Vos no tenés donde poner el piano, ni los huevos ni el corazón para venderlo. Te dejo parte de la chacra, 4 hectáreas con la casa. Las otras 6 hectáreas y la casa en la que vive se las queda Dana y no te quiero escuchar tocar porque seguro hoy me das lástima. Pensá rápido, contestame, comé algo y volvete. Fabián aceptó de primera y fue a por el diálogo. El viejo quedó con la mirada dura del que sufre fija en los leños, no emitió ni una palabra más. — Vení a la cocina que te preparo algo. —le dice Dana suavizando la situación. Frente a la mesa de quebracho,

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cortando un pan casero continúa. —El viejo se está muriendo, te adora y siempre me habla del talento que tenés pero no entiende cómo lo desaprovechas y se enoja. Las cosas son a su manera. Ya dejó todo firmado y ordenado, él cree en vos, está esperando que algún día reacciones. Le da clases a cuatro chicos por día, todas las tardes de lunes a viernes, son divinos. Seguro vos no podés por tus cosas así que te armo para que puedas con todo los sábados cuando él ya no esté. —Se le ponen los ojos llorosos pero sigue. —Te venís el viernes a última hora, yo cocino para vos y te ayudo. Arrancás desde las nueve hasta la nochecita. Vas a andar bien, la biblioteca está llena de libros, no te va a faltar nada. Seis años pasan… Fabián asiente, no sabe qué decir ni cómo reconfortarla así que sale con otra cosa totalmente descolgado. — Acá en esta zona ni pisaban los indios, preferían rodearla a cruzarla. Nunca supe bien por qué nadie me hablaba de eso, las chacras están llenas de runas por todos lados. Los del pueblo dicen que cada tanto se escapan los animales en la noche pero vuelven al día siguiente. Eso es lo más heavy que oí de este lugar. Dana le alcanza unos tostados y mirando al plato con una sonrisa le contesta. —Sí, a veces por aca los animales quedan sueltos una noche pero no es seguido, quizás una vez cada cinco o seis años. A mí ocurrió una vez estando sola, tu tío se había ido con una amiga. En cualquier momento pasa de nuevo. Ambos sonrieron. Fabián volvió a la ciudad, a su vida. Buscó contactarse con Dana pero ella nunca contestó los mensajes.

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A “la insoportable” le pareció bien el arreglo, era más que un piano. Consideraba que no era importante seguir con las clases, vendía y se capitalizaba. Sin vueltas. Cada tanto se ponía impaciente y sacaba el tema. Pasaron dos meses hasta que recibió el mail. “Tu tío está enterrado, venite el viernes que el sábado te esperan los chicos.” Fue una y muchas veces más. Cumpliendo, disfrutando lo pactado. La presencia de Dana hacía todo más sencillo y agradable. El primer sábado de julio terminó a eso de las seis de la tarde. Salió a despedir al último pibe. Notó cómo se levantaba una densa neblina. Común del lugar, pero por alguna razón inquietante. A la media hora, mientras se preparaba para volver a la ciudad, escuchó cómo en el corral los animales se iban poniendo nerviosos, pateaban las maderas perimetrales. El gallinero también estaba alborotado, como si hubiera entrado un predador. Dana desencajada pero organizada le salió al encuentro. —No llegás a la combi, tenemos poco tiempo, diez minutos máximo. Abrí el corral, abrí el gallinero. Que se escapen. Yo voy a buscar quesos y otras cosas a mi casa, nos encontramos en la grande. Fabián no entendía, se la quedó mirando. Ella insistió. — Apurate que no hay tiempo, hacé lo te dije y metete adentro que ya voy.

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Se encontraron en la casa. Dana no paraba. Abrió una puertita en la cocina que resultó ser tremendo espacio de almacenaje. Garrafas de gas, leña, latas y bolsas de comida. —Ayudame con la bomba de mano para sacar agua que la tenemos que conectar en la mesada de madera donde está el caño y los agujeros. Haceme acordar de buscar los velones blancos que se va a cortar la luz y los inciensos. Tenemos que trancar todas las ventanas y puertas. Hay que tapar con mantas los espejos del baño y del cuarto. Rápido. Fabián obedecía a todo pero aún no entendía nada y Dana estaba ocupada para explicar. En una de las ventanas tuvo unos segundos para mirar fuera, la niebla parecía una pared a medio metro y la oscuridad semejaba vacio. Cerró todos los postigos con premura y cierto temor. Después prendió cuatro velas, aún había electricidad. Al terminar se quedó en el sillón de la sala junto al hogar encendido. Dana se acercó casi enseguida con unos mates y se sentó en la alfombra. —Los indios, que valientes arremetían a muerte contra la civilización que los usurpaba y despojaba, no cruzaban este lugar en invierno si veían que los podía encontrar la noche porque a veces, y hoy es una de esas veces, la noche dura días o meses. Y si no estás a reparo y protegido se pone muy feo. Supuestamente se abre una trampa dimensional creada por los antiguos dioses que bajaron a estas tierras. Así se lo contaron los últimos viejos aborígenes a unos italianos anarquistas que de alguna manera no se sorprendieron, sabían de qué se trataba, hachearon el sistema y se instalaron. Pero pasa sólo acá, en las chacras, con el pueblo amaneceremos juntos.

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Ninguno de los propietarios de estas casas vendió, solo las traspasaron a sus afectos más cercanos. Está prohibido hacer ampliaciones en los edificios o modificar estructuras. Tu tío estaba bien al tanto, y no hacía las cosas porque sí. Algún día sabremos nosotros también de qué se trata todo esto. Puede pasar y va a pasar que escuchemos voces, algunas en idiomas ancestrales, lamentos, súplicas, que golpeen la puerta o las ventanas. Ni se abre, ni se contesta, ni se pregunta. Cada quién de su lado. Así funciona. Estamos bien acá, tenemos lo que necesitamos y a nosotros. Los de la zona siempre estamos preparados, nadie nos entendería si lo contamos… Pasaron dos meses y medio juntos, la noche fue toda de ellos. Música, libros, miedo, incertidumbre, angustia, infinitas charlas, cenas, pasión. Fue intenso, convivieron y se sintieron fuertes. Fabián volvió a estar con Bach, Debussy, Brahms, volvió a ser Fabián. Y el amor, amor. Se dieron cuenta que misteriosamente en momentos de tensión el Bluthner calmaba la angustia de los de afuera. Aun así no hicieron amigos. En la mañana Dana lo despierta con un beso y un café. —Voy a buscar los animales—dice. Fabián sale un rato al alero, mira la escarcha. El sol entibia su orgullo y fascinación por lo aún desconocido. Bebe de a sorbos pausados. Al entrar a guardar la taza repara en su

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teléfono celular que está sin carga sobre una mesa de arrime. Después lo va a descartar, ahora sólo necesita entrar las cabras que faltan y abrazar a Dana que ya la extraña.

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No te quejes En la complaciente mezquindad la infelicidad hace nido, tu cuerpo se arquea en el intento de alcanzar algo, acusando soledad. Vos le entregás a los culpables necesarios, no importa hasta dónde llegues para encontrarlos, van a estar ahí, hasta en el tiempo en que trepabas al limonero del fondo de la vieja casa del barrio. El prójimo murió, no existe, seguramente el último ejemplar fue esa vieja vecina que ayudabas a cruzar de pibe la calle. La que, agradecida, te sacudía tiernamente la cabellera. El amor quedó atascado sin sosiego en tus veintitantos, te apacigua esporádicamente aquel beso en el místico remanso del adiós. En la complaciente seguridad que te dan cuatro pesos, un semejante es nada más que otra camisa blanca, o una media con la que formas el par. A pleno en la desvergonzada indiferencia, justificando lo que sea en el tiempo que dura el semáforo para ponerse en verde. Negándote, sin mirar los ojos del que limpiaba los vidrios y te pidió poder trabajar, o los del nene que estiró su mano por unas migas. Y es así, dar se fue con la abuela que entregaba lo que no tuviera por vos.

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El almacenero no le regala más caramelos a un crío para sacarle una sonrisa, los cambia por las monedas de su vuelto. Pero igual no podés entender, sólo porque quedaste pegado y enredado a la idea de un “después” y éste simplemente no se te dejó convencer.

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Suena un Tango

¡A disfrutarlo! —le dice el bandoneonista mientras se acomoda al viejo piano de cola del Centro Cultural San Martín. Nos inquieta lo desconocido, lo que va a pasar. Tenemos una idea y se nos adelanta, nos contradice, irónicamente impune. Es nuestro destino esperar lo inesperado viendo cómo cada certeza se pulveriza o se desvanece fumando en un papel de arroz. …El pianista coloca el taburete, se sienta erguido, relajado. Saludan juntos al público dando lugar al tango. Un remís incómodo me saca del barrio, me lleva a la empedernida rutina de autocomplacencia, tu futura empañada relación…Y nunca supe de vos más allá de tus pretensiones con las mías aquella noche… Con los primeros acordes, una premonición. Es inminente el colapso, el control muestra su naturaleza ficticia. El bar estuvo bien. Ahora la rentada y áspera cama anónima. Jugás con las luces y me das la espalda para una caricia ensayada que no repara nada. Transpiramos pero más allá de nuestras piruetas y agilidad nos gana al tiempo el

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conformismo. Cautivos lo ignoramos. Se nos ríe como loco en la cara. Suena un tango y en él, pulsa irremediable la lenta agonía de un final. “El próximo viernes podríamos acampar en San Pedro” decís, y golpeando con el puño un botón, matás rápido al cantante retro que intentó tomar parte del rojo ambiente. Nos miramos e intentamos juntos despegar el cenicero. En un espiral nuestras vivencias se suceden inestables, borrosas, somos parte y escribimos torpes en ellas, endulzando, justificando, entibiando… Amaneció. Tiritamos aún en sombra de la vereda. Me das un piquito frío con un "llamame" mentido sin mentir. Te veo ir. Pisás impune las hojas otoñales de los fresnos sin mirar atrás. Podríamos intentarlo ¿pero cómo tan dañados? Viene a mi cabeza tu mejor momento mientras me paso al cuello la desgastada bufanda del abuelo Nicola. La idea del adiós despierta el fantasma colectivo que se expande como un gas, llenando cada rincón de la sala. La cicatriz se transforma en herida, piel inmaculada que llega al metal desidioso. Otra vez te sangro.

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Expuestos ya hasta las entrañas, cada quien se envuelve lentamente con los andrajos que puede. El arsenal del repertorio no da respiro. ¿Quién no amó tanto? ¿Quién no anhela tan fuerte que, a veces, se ve a sí mismo estirando el cuello mientras balbucea incoherencias? Ni cómo te llamabas, te exhumo, sin idea de buscarte. Ensayamos un argumento tardío para un pasado inevitable que simplemente no tiene interés. Quedamos desprovistos patitas en el aire, esperando con desgano que algo vuelva o pueda brillar. Armonía, palabras, experiencias que sin querer nos relacionan con el otro como parte de una misma materia componiendo identidad… Gotea un tango, se filtra. La humedad de la ciudad invade. Inmerso, lastimado, contrahecho, vencido, un flaco allá por las últimas filas se adelanta en la letra. Hace propio el lamento desgarrador. Sentado se inclina, enojado y a media voz le recrimina al espectro añejo que, para su mirada, está estampado en el respaldo de la butaca desierta frente suyo. "Saber perder es esperar que tu ausencia se torne en olvido".

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La Casita de mis Viejos Había un burdel hacía no muchos años en Barrio Norte, cerca de Santa Fe y Pueyrredón. Era bastante exclusivo. Por fuera lucía una vidriera ahumada y una fachada oscura. No se veía nada desde ningún lado. Por dentro un espacio grande con algunos sillones de varios cuerpos, alguna mesa con dos sillas contra la pared, y una barra grande al fondo a la derecha con bancos altos y muchas lámparas de pie con luces de colores. En el centro, un cuarto de cola, marca Gaveau, francés. Santiago tocaba ese piano, ambientando, dándole al lugar un toque de estilo, así como lo hacían las hermosas chicas. Muchas de ellas financiaban de aquella manera sus estudios universitarios. Santi cobraba bien, además tenía un arreglo que le propusieron sus compañeras. Conocían los temas que sabía tocar y cariñosamente le decían al cliente las ganas que tenían de escucharlo. Eso incrementaba las propinas. Más de una vez lo invitaban con un whisky y respondía: “No tomo mientras toco, pero sí cuando termino”. Dicho de otra manera, le dejaban paga la bebida y al terminar recogía la mitad del dinero de lo invitado, la otra mitad quedaba para el barman.

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Se divertía mucho, ni hablar cuando Lucila o Emiliana pescaban con la lengua la aceituna de un "Margarita". Cero juicio, un compañerismo nunca experimentado. No lo dejaban irse sin cenar y más que alguna noche, si se hacía tarde, se quedaba a dormir con Manuela que tenía su departamento a unas cuadras y una cama japonesa estilo Zen. Todos sabían que se amaban pero ellos no se dieron cuenta y se lo permitieron. A veces, Santiago hacía tiempo para perder el último tren. Manuela parecía torneada por un artista obsesivo, una belleza genuina, extraña. Tímida, inteligente, llena de luz. A su lado cualquiera se sentía insignificante. Generalmente sólo dormían aún así pasaban horas abrazados, apegados, recorriendo por la piel senderos y perspectivas integradoras. Indemnes, amparados, reparando…generando un sublime estado de bienestar mutuo atemporal. Al mediodía ella se venía en camisón corto con el desayuno-almuerzo (como lo denominaba) y un enorme vaso con jugo de naranja. Después se zambullía sobre las almohadas. Y estaban hasta volver al trabajo. Ese martes al establecimiento, como a eso de las diez llegó el dueño, que normalmente no estaba. Se instaló en la barra con unos papeles.

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Santiago estaba sumido en su música y en algún momento pintó un tango, "La Casita de mis Viejos".

“Barrio tranquilo de mi ayer,

como un triste atardecer, a tu esquina vuelvo viejo...

Vuelvo más viejo, la vida me ha cambiado...

en mi cabeza un poco de plata me ha dejado. ”

Todo bien en las primeras estrofas, hasta que se le vino encima un cliente habitual, un tal Arturo que lo abrazó por la espalda. El tango siguió y Arturo no lo soltaba y lloraba con la cara contra la de Santiago mirando las teclas. —Tenés razón pibe, tenés razón...— le dijo levantando la voz, y añadió. —Mi viejo era un gallego que vino sin nada, una mano atrás y otra adelante, bestia, una mula de carga. Le dabas una montura y se ponía abajo. Se deslomó laburando toda su vida para que yo fuera ingeniero. Llegaba de noche cuando estábamos dormidos y nos daba un beso. Se iba antes que amanezca con otro beso…Estoy haciendo lo mismo que mi viejo con mis hijos pero por pelotudo. Gracias pibe, gracias, me cambiaste la vida. Dejó cien dólares en el piano, lo abrazó fuerte otra vez, pagó su cuenta, agarró sus cosas y se fue. Desde la puerta entreabierta le repitió:

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— ¡Gracias pibe! Por segundos todos quedaron congelados, descolocados. Alguien por ahí le dio al play, la música sonó y prosiguieron. El dueño llamó al músico para hablarle a solas. —Nene volvé a tu casa y no vengas más, no entendiste el concepto, acá se viene a coger, no a llorar. Santiago pasó por muchos trabajos que nada que ver. Muchos brazos, somiers “Premium”, “platinum”, espuma de alta densidad. Tardó casi dos años para descubrir que amaba a Manuela y que extrañaba la cama japonesa. Una tarde se decidió. Fue al fondo de su armario buscando en algo su vieja bohemia, algo de cuando fue feliz. Sacó unas zapatillas blancas, un jean montana prelavado, una camiseta de frizza y un abrigo negro muy amplio. Desemprolijó su pelo y salió a la calle. Compró unas obleas y tomó el tren. En la puerta del edificio de Manuela estaba el rengo portero de siempre barriendo la entrada. Lo atajó desde metros antes diciéndole: —No vive más acá. —Se recibió hace seis meses, volvió a su pueblo, no sé cual. —Yo tampoco. Era alguno de La Pampa. —No va a ser fácil, tenemos algo pendiente, recién empiezo a buscarla, la voy a encontrar. Dijo Santiago.

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Y poco a poco se alejó, enfiló como quien va a la terminal de micros de larga distancia, comiéndose una oblea rellena.

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Palmeritas Llegué a casa después de una hora y veinte de viajar mal. Siempre digo que el trabajo queda a una hora, pero la verdad es que me engaño, pocas veces lo logro. Nueve horas de oficina y casi tres de viaje. Años atrás me hubiera parecido patética mi situación actual, pero no pienso en eso. Una vez en el departamento veo a la flaca, en el living, detrás de la pantalla de su pc, absorta. No debe haber llegado hace mucho. —Ya termino, te compré palmeritas. —me dice. "Ya termino" son al menos quince minutos, así que me caliento un café en el microondas, miro el paquete de galletas. Hermosas, doraditas, esponjosas, voluminosas, como las hacía Dolores, la vieja vecina de la infancia que a veces nos traía un plato repleto pero no, al abrirlo el contenido dista muchísimo de lo esperado, ¿pero sabes qué? Lo tomamos con naturalidad. Aprendemos a adaptarnos, incluso cultivamos como si fuera una virtud actual el recibir menos por siempre más. Renunciamos obedientes con un "las cosas son así".

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Me llevo el café al living y mantengo una charla muy real con su nuca. Evidentemente ella puede hacer dos o más cosas a la vez, yo no. Trascurrimos apacibles en esa, nuestra personal manera de comunicarnos, mientras se hace noche (Serán las siete, no mucho más). Nos sobresalta abruptamente el grito desesperado de una mujer. Viene de la calle. Sin evaluarlo salgo. En la esquina desde un auto blanco dos jóvenes forcejan con una chica. Tironean de sus cosas. Corro en su ayuda sin un plan, sin dudar, sin preparación, sin siquiera ser un héroe. Me ven y el auto afortunadamente desaparece velozmente a contramano. Ella resulta ser Tamara, tiene unos diecinueve, creo, vive al lado de casa. Tenía clases de cocina hasta las diez, me cuenta a como le sale, pero no vino un profesor y salió temprano. Temblando llegamos a su puerta. Cuando intenta abrir su madre sale frenéticamente. Escuchó el grito, pero no relacionó. En su pensamiento su hija volvía tarde. En su cabeza estaría esperándola en la parada a partir de las diez. El rostro de esa mujer se transforma de maneras indecibles, me toca el hombro y aprieta. Me voy acongojado, bajo la cabeza y me voy. No me interesa su culpa, sus vergüenzas, su agradecimiento, sus explicaciones. No me interesa nada que emita.

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Aún tiemblo. Levanto la vista y ahí en nuestra entrada, paradita está la flaca que salió atrás mío aunque no repare en eso hasta recién. Entramos, caliento nuevamente mi café y uno más. Permanecemos parados, shockeados, mirando como giran en la bandeja dos tazas desiguales. Ella rompe el silencio sin moverse. —Veamos de mudarnos, vendamos todo y nos vamos. ¿Por qué no? Reparo en las palmeritas, retorcidas, escuálidas, chamuscadas, horrorosas. Y sí, ella como siempre tiene razón. ¿Me está proponiendo no vivir donde sea natural escuchar un grito desesperado y no accionar? ¿Me está proponiendo manifestar de alguna manera nuestra disconformidad no siendo cómplices? Pienso antes de hablar y le digo: —Y no compremos más esas palmeritas, ¡que son una mierda!

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Llueve en mi barrio Son las ocho y media de la noche. Llueve un poco más fuerte cada vez y por cómo está el cielo podrían que caer piedras. El servicio meteorológico decía que llovería mañana. Se cortó la luz. Eso siempre pasa porque puede. En el hospital, la familia de un gordo baleado por la policía grita desesperada. — ¡Respirador! El respirador se escabulló rápido a neonatología y están orando para que arranque el grupo electrógeno minúsculo. En los consultorios se encerraron las médicas y enfermeras. Buscaron sus sevillanas en la cartera. — ¡Respirador! —Pedíselo al intendente que lo prometió toda la campaña. Discutieron varios anónimos por pasillos y recovecos oscuros. —Él no hizo nada y se muere, es inocente y le tiraron por ser pobre. —Que se muera ese turro, siempre entra por una puerta y sale por la otra. — ¡Ahh! perdón chuchi, los que caemos acá somos ricos y no nos dimos cuenta.

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El cementerio se inunda rápido, es común, está construido en un bajo por algún genio de turno. Es chico y no hay lugar para todos. Como siempre, desentierran para reducir o para el osario común; es fácil ver en los montículos huesos chicos… quien sabe de cuántos. El agua arrastra alguno. Me gustaría verlo con vos. Nada como aquellos barquitos de papel, a mí siempre me salieron horribles. Un perro que salió a comer afuera, de las bolsas, pide que lo entren, los oriundos de la calle se refugian donde siempre. Alguno tira una frazada vieja sobre el auto, el seguro no cubre daño por granizo. El chino haciendo guardia en la puerta del super, puso llave y está al borde de las lágrimas, no quiere que se escape nadie sin pagar. Sabe hoy que perdió. Alguien busca una vela, alguien ni se gasta porque no tiene. Un bombero voluntario cose su pantalón viejo de fajina en el cuartel con actitud para lo que surja y casi nada de equipamiento. Un mal entretenido arrima a la vereda a velocidad mirando como desparrama agua a altura. Para mí que tiene ganas de alcanzar alguna casa sin escalón o a algún desprevenido. Alguien espera en la puerta con una toalla en mano y un trapo de piso a los pies. Me acuerdo de vos y también de mí con vos. Al de la bicicleta ya no le importa nada, no encontró más que una bolsa verde grande y se la puso. Cada cual en su cucha sin poder enchufarse a nada.

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Uno de la media cuadra refuerza con pedazos de escombro las chapas del techo de su casa para que no se vuelen. Una rata sale de la alcantarilla y se cuela por detrás en la panadería. Alguien afina una guitarra, alguien prepara un mate. Alguien se moja, alguien les da un uso no convencional a baldes y ollas. Yo te sigo latiendo como esos días, sin saber a qué no pude renunciar, porque no me fui con vos. Alguien se olvidó cómo se entretiene o se calma a un niño sin una play station. Alguien no tiene con quién hablar si no es por chat o celular. Alguien se pierde una serie, alguien agarra un libro de cuando se compraban. Alguien busca un lápiz y un papel. No tengo ganas de ir donde estés. Un par de cascajos se dieron un beso en la esquina por venir flojos de frenos, se amenazaron y ahora se perdonan mutuamente. También venían flojos de papeles. Alguno de los dos tiene un primo chapista. Victoria camina sonriente en patas pateando agua, va con las zapatillas al hombro. La vieja de al lado le grita que se puede cortar con algo, que está loca, loca como su padre, que en paz descanse y no lo traiga de nuevo. Ese le daba hasta a un rey momo si le pintabas los labios. Me gustaría contarte algo, lo que sea que te haga bien, o sólo sentarnos en el descanso de la escalera y mirar…Me sale decirte que a nuestra gata Lola le queda poco tiempo, está

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mal pero rebien atendida. Me parece que tiene veinte años. ¿Te acordás de Lola? Botellas flotan, salieron de las bocas de tormenta que no limpia nadie pero ensucian. Somos desparejos y es tan pegajoso lo que no nos gusta… Acá no te perdiste de mucho. Parece que no para, ya casi no queda nadie en la calle. En un rato seguro viene Leticia con empanadas caseras. No es muy linda pero tiene un cuerpo alucinante. Vestida no das dos pesos. Es todo amor, con unos ojos que te llevan a navegar. Viene varias veces en la semana, se queda hasta el otro día. Habla gansadas, no sé si para impresionarme o porque es así. Yo mucha bola no le doy aunque está ahí. Vamos juntos siempre que puede al veterinario porque yo me pongo mal. Comemos, hablamos y después nos damos como en Camboya. No nos prometemos nada, no nos preguntamos. Si lo hace le salgo con otra cosa. Quiere enseñarme a bailar salsa. ¿Me imaginás bailando salsa? Nunca fui de tirar papel picado, pero ¿quién sabe? El agua cae limpia y se ensucia al tocar la calle. Ahora sin querer veo a que no pude renunciar. No pude, no puedo y no quiero dejar atrás a Lola. Voy a acompañarla como ella a mí, hasta el final, y después sí, a lo que venga... Me hacés falta, pero me tocó seguir vivo. Llueve y simplemente, sin querer, te estoy dejando ir de mí por un pluvial, de verdad que duele y me alivia. Es

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irremediable, ya sucede, como el agua marrón que se metió en la entrada y aún no encuentro el secador. Me quedaré con lo que pueda que me acerque a mí en ese tiempo. Para cuando escuche un buen lento de los ochenta, con esos en los que nos colgábamos. Y ya no te voy a hablar más solo. …Como te decía, ya viene Lety. No lo había visto así porque estaba estropeado pero es mi compañera ahora y podríamos ir por más.

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El Imán de la Heladera Despertó súbitamente a eso de las tres y media de la mañana en una noche cerrada y fría. Se escuchaban a lo lejos cuatro grillos desvelados, unas ranas y esporádicamente el cantar de un gallo que arrancaba todas las madrugadas a las dos de manera intermitente. Fue al baño del baño a la cocina. Abrió la heladera sin pensar, buscaba algo, algo rico. “Algo rico” por ejemplo un buen alfajor de chocolate y dulce de leche. En otros tiempos habría sido un buen flan, un budín de pan con pasas, algo rico de verdad...Pero no, ya no había nada de eso, sólo frutas frescas de estación o verduras para hacerse una suculenta y abundante ensalada. No había ni un vestigio de azúcar refinada, hacía ya varios años que había cambiado la dieta. Definitivamente no se despertaba para comer un apio de parado y religiosamente durante todos estos años, cada madrugada cerraba la heladera con la misma frase: "En esta casa no hay una mierda para comer". Esta vez cerró algo más enérgicamente de lo normal, así que el imán del ridículo y colorido honguito de la puerta se cayó y el montón de papeles que sujetaba se desparramaron por el suelo.

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Miró el pequeño desorden con desdén y puso a calentar agua para un té de manzanilla, obviamente sin azúcar. Mientras esperaba a que estuviera en su punto, se dispuso a recoger el desastre. Había más imanes pegados, publicidades de comida macrobiótica y vegetariana. Entonces entendió dos opciones, una, deshacerse de todos los papelitos o dos, intentar, otra vez, hacer malabares para que estuvieran débilmente sujetos. Optó por algo menos dramático de lo cual no tuviera que arrepentirse cuando despertara en la mañana su compañera, revisar lo que era más importante. Aprovechó y tiró la colección de imanes publicitarios que no tapaban ninguna picadura de la pintura. Casi todo fue basura. Después de ver y descartar tanto papelorio inútil se encontró con algo que había olvidado que tenía: una foto que resultó traspapelada de sus hijos, por lo menos tendría veinte años. Terminó de preparar el té, se sentó, se apoyó en la mesa y aprisionó el saquito de té sin quitar los ojos de su hallazgo. Absorto, recordó el momento en que tomaron aquella foto. Le asaltó el recuerdo de unas pequeñas manos tomando la suya para cruzar la calle, recordó como en una vorágine hamacas, el sol en el parque, guardapolvos, cuadernos, abracitos en cuclillas, el colegio de los críos…No paraba de traer imágenes a su mente.

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Ahora tienen su propia agenda, pensó. Están estudiando, trabajando en la ciudad, crecen tan rápido...como debe ser. Las respuestas no le alcanzaban lo suficiente. Algo faltaba. Dejó aquel té por la mitad encima de la pileta sin soltar la foto hasta llegar a la mesa de luz, y se detuvo a mirarla un poquito más. Cansado y con cada vez más imágenes se volvió a acostar. En un sueño endeble y en las relaciones erráticas de su mente, se le apareció Doña Virgilia, radiante y etérea. Era su abuela, la única que tenía la habilidad de conseguir reunir en aquellos tiempos a toda la familia. La excusa de Virgilia solía ser una empanada gallega o unos ñoquis, improvisaba según el día y sus ganas arbitrarias… Sintió un calor extraño y la presencia de la anciana, se dejó llevar por las historias que ella contaba desde chico… Se transportó vinculante por su mirada al año 1930, al Camiño Novo que era el antiguo camino de Santiago de Compostela. Desde ahí podía ver con nitidez la casa, las fragantes flores, las imperturbables piedras, los colores, podía oír las campanas de la iglesia que decían: "Te estamos esperando “. Los viajeros de Pontevedra… y aquel poema que la anciana recitaba inconcluso de Rosalía de Castro. Inconcluso porque simplemente no lo había memorizado entero.

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Y siguió… Un barco de vapor, el Atlántico, incertidumbre, puerto de Buenos Aires, un tango, el patio, la pequeña huerta, los rosales, los malvones, la parra de uva chinche, un vino patero dulzón… Salió ileso de aquel sueño, intacto y renovado en la idea de sí mismo. “El que busca, encuentra” repetía bíblicamente su abuela y con las preguntas apropiadas, entendió cómo poco a poco vamos cediendo lo que nos queda de libertad individual, de humanidad. Nuestra esencia se va opacando, estancando y anulando. Somos partícipes necesarios, enmarañados entre la dialéctica y el facilismo. Quedamos fijos ante nuestros cinco sentidos, cada vez más atrofiados en la ilusoria idea de la separación...Estériles ante lo que en verdad importa, olvidadizos y paralizados ante nuestro potencial creador en el amor... Se quedó plácidamente dormido con su nueva consigna: Invitar a sus hijos el próximo sábado a una empanada gallega.

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La Tranquera No aguantó más el tedio, terminó de parado la partida de dominó y lo que quedaba en el vaso. Saludó con aquella mueca impersonal, los parroquianos respondieron vagamente de manera similar. Una y otra vez repetía el mismo escenario: el bar de campo de Don Pardomo, los personajes, la ginebra, la palma de su mano contra el paño verde... Rumbeó lerdo para la casa. Cinco kilómetros del pueblo por la calle grande de tierra mejorada, el viento ¿zonda? lo llenaba de polvo, lo obligó a ir cerrando los ojos. Abrió la misma tranquera...con el mismo desgano. Rústica, pesada, añosa, alguna vez radiante, alguna vez tantas cosas... Por esa tranquera supo entrar todo lo que valió la pena. Por esa tranquera ella se fue sin poder avisar… Caminó doscientos metros más hasta la pampeana cabaña, cruzó el alero y la sala a oscuras, de memoria. En la pieza alcanzó a tientas la perilla del velador. Encendió de paso un viejo y aparatoso ventilador de los cuarenta que tenía en la chifonier, ruidoso como pocos, si bien no era necesario, escondía el canto de los pájaros al amanecer.

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Principalmente de esas molestas calandrias que invitan desde muy temprano a vivir. Se quitó el abrigo, pesado, como quien se quita una mochila llena de culpas heredadas, de esperanzas roídas, las cadenas de un rehén interminable. Lo colgó en la percha, lo guardó en el ropero. Un extraño y diminuto destello asomó desde abajo. Los emitían, extravagantes y suntuosos, esos zapatos negros de tango, polvorientos y en desuso, como sus anhelos de lejanías. Enfocó en ellos, en el portal que repentinamente se abrió en paralelo. "Tu piel, magnolia que mojo la luna, Tu voz, murmullo que eligió el amor..." Accedió, Bárbara está ahí como siempre cuidándolo, conteniendo… los dos a amuchados mientras bailan una milonga... Se diluyó la soledad, impregnando el lugar la sensación de estar completo con su escocesa pelirroja. La persona más bella e íntegra que supo conocer, la que podía tomar más que nadie sin perder un gramo de dignidad, la que lo apretujaba en sus brazos repentinamente solo porque le venía en ganas, la del humor variable y temperamental que tan feliz lo hizo hasta que partió. Cerró lentamente el ropero, resignado y se fue a su la cama de bronce, esa cama donde todo valió la pena, esa que se llenó de ausencia el día que se fue sin despedirse... Se arropó.

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Al rato sintió estar despierto pero sabía que no. Se sintió desorientado, relajado, se hundió en la sensación . Bárbara aparece, con el pelo suelto en su batón de dormir. Se sienta al borde de la cama, lo toma de la mano y le habla. La escucha, su voz enciende otra vez todo. Le contó cosas, quién sabe qué cosas con esa sonrisa que calma y aleja cualquier desesperación, esa sonrisa que persiste y transgrede los límites conocidos. “No tiene sentido, que vivas ésta pérdida empecinada si no me fui...” ¿Habrán estado horas? ¿Minutos? Descansó... Al amanecer, las calandrias lo llamaron desde el sauce grande, aquel que plantaron una tarde de junio. Las escuchó desde la cocina porque ya estaba despierto. Salió y les contó de ella.

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No Todavía ¿Cómo ver una foto de Ámsterdam sin recordarla? Fue contratado hace unos años como bandoneonista para acompañar un cantante, la paga no era mucha pero servía. Después de un par de días de ensayo arrancaron con la primera presentación. Esa noche, particularmente fría y cerrada, se sentía suelto y sintonizado para la milonga. Ámsterdam esperaba por él y él a lo que viniera. Llegaron sobre la hora, los hábitos argentos no se pierden. Había un escenario chico, pintoresco, acogedor. Un hogar en el centro de la pista, un patio que podías ver desde la ventana del salón con sillas, mesas todas de distinto juego y un improvisado fogón que reunía. Todo era novedoso, amigable y a la vez familiar, invadido por esa sensación que tenemos algunos argentinos cuando estamos en Europa. Algo así como que regresamos y estamos en casa, esa casa de la que hace tiempo nos fuimos por elección propia... Buscó dónde sentarse. Obvio, donde pudiera ver todo y pasar desapercibido. Se calzó firme el Funyi marrón, bajó el ala del sombrero para adelante un toque, cosa que no se notara que estaba mirando. Sonó un tango de los 40 y la pista empezó a llenarse. Se

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detuvo en la espuma de su café mientras respiraba pausado con cierta alegría ajena el momento. Volvió su mirada a la taza, alguien vino. Levantó la vista. Ahí estaba ella, en cuclillas de frente a la mesa, con esos ojos azules mirándolo desde abajo, buscando los suyos evitando el sombrero .Con un gesto corporal que lo invita a bailar. Sólo atinó a sacar la cuchara de la taza y enfiló pronto a la pista de su mano, como si llegaran tarde. Se ciñó al talle, casi tímidamente, sintiendo la suavidad del satén. Ella pasó su brazo por su hombro acercándolo, hasta tener las mejillas juntas. Él inspiró profundamente como para embriagarse y nunca olvidar su piel. El momento fue mágico, único, irrepetible. Un corte, un desplazamiento perfecto, la trajo hasta sí al ritmo de un 2x4 impecable. Ella trastabilló. Inmediatamente rompió en esa risa cautivadora y buscando espacio se separó de él, que no la soltó de la mano. Pidió disculpas por la torpeza. Sin dar importancia, el músico intentó retomar, pero la música se detuvo. Volvió a su mesa, sin haber intercambiado palabra…si bien lo habían intentado, él no hablaba nada más que castellano y ella no lo entendía. Se preparó para tocar, después de todo a eso había ido. La luz se fue de la pista, sólo estaba el escenario. Puso lo mejor de sí y de a ratos se encontró a sí mismo intentando vanamente encontrarla en la oscuridad. Terminó la presentación y volvió a la mesa, aun sentía buscarla instintivamente.

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¿Y ella? Bailando. No le quedó otra que poner su atención en la aburrida charla del cantante, parecido a la de un amante mediocre que le preguntó: — ¿Te gustó?, ¿cómo estuve? El tiempo pasa siempre extraño en una milonga. Subió al escenario de nuevo, pero esta vez solo. Ordenó un montón de partituras añosas amarillentas en el atril y se sentó en esa silla de mimbre. Uno tras otro pasaron los tangos. Tocó para ella secretamente, sufriéndola, llorándola. Desde ahí arriba se veía la ventana y desde la ventana el patio y junto al fogón un grupo de fumadores empedernidos tratando de ganarle al frío. Al rato, decidió bajar agradeciendo, y se fue a fumar. No arrimó al fogón a temblar parado, se sentó en una mesa solitaria…de última, si fumaba, que fuera con clase. Mientras soportaba el frío pensaba como tantas veces "yo y este vicio de mierda". Llegó ella con un café muy grande y humeante acompañado con esa sonrisa que nunca olvidaría. Traía puesto un gorro de lana, un tapado largo, guantes, bufanda y le dijo "yo Anita" .Le dio un tierno beso y se fue. Reaccionó tardío, tiró el pucho, dejó la taza en la mesita, salió a su encuentro y no la vio. Se fue pero él no quería que se vaya… Caminando a la salida se puso su pañuelo al cuello y el

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sobretodo que recogió de pasada. Le levantó el cuello, se calzó el sombrero, llevó las manos a los bolsillos y apuró sin que se notara. Estará en el pasillo largo que separaba la milonga de la calle, pensó. Pero no, el pasillo estaba desierto, entonces sí, corrió. La vio en la vereda, desenganchando la traba de su bicicleta con la carita roja de frío. Se le aproximó, separó suavemente unos cabellos rojos de su corte carre que salían por debajo del gorro y la abrazó. La abrazó fuerte, muy fuerte... Quedó lejos todo, la sensación del espacio se detuvo o quizás tomó conciencia y se sumó a otros aires. Anita susurró sin dejar de apretarlo en sus brazos... "I love You", y eso él lo entendió. Por un instante le cayó una ficha, ese lapso solo tardó en darse cuenta que la amaba, la amaba profundamente. Llevaba vidas amándola. Otra vez juntos, fugaz, otra vez partir. Vuelve, uno siempre vuelve, repite, y ahí está esa lágrima que recorría sus pecas. Apoyó sus labios fríos en los de él y sonrió tímidamente… Juntos, embarcados cíclicamente en Adiós….pero después, aún no, no todavía…

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El Jabón de Lavanda Raro, todo resulta tan raro. Terminó de nadar. Era algo que hacía varias veces a la semana. Siempre le apasionó el agua. En el vestuario buscó en el bolso lo necesario para ducharse pero sólo estaba su toalla impresentable. Emitió un sincero "¡pero la pu… madre!" desde lo más hondo de su corazón y el compañero de banco de vestuario se apiadó con un "te dejo éste, dame la jabonera". Agua caliente, abundante, al límite de la tolerancia… enjuagó aquel jabón y de pronto se echó para atrás con una sonrisa amplia y antigua. Apoyó la espalda contra los azulejos y dijo "lavanda... qué recuerdos". Lavanda, como el cerco de Doña Rosa, la loca que escuchaba tangos de Disarli los fines de semana a todo volumen. Lavanda para que las hormigas no se comieran las plantas. Lavanda como el aceite que usaban las viejas para alejar los malos espíritus de la casa o evitar el ojeo en la milonga. Lavanda, lavanda como la de las hojitas que guardaban en los pañuelos, o las que hervían para aspirar su vapor y así el sosiego llegaría…

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Aquellas flores que se guardaban en la ropa que no se usaría hasta el próximo el invierno, ramitas de espliego que se quemaban junto a las semillas como un sahumerio…lavanda. Pero más allá de todo, como aquella carta de María Alejandra, su noviecita de los dieciséis años, esa carta azul que traía dentro una flor de lavanda y en una hoja perfumada escrito: “De mí para vos, con un rayito de luna y una gotita de sol. Te amo pero no caigamos en la monotonía". Puso en su boca una y otra vez como entonces cada palabra y aquella flor seca que pasó de bolsillo en bolsillo durante años. Vinieron como un pampero aquellas charlas filosóficas de adolescentes en el cordón de la vereda, ese abrazo efusivo que siempre nos devuelve limpios a la loca incógnita de estar vivos… Ahora convivía desde hacía tres años con Andrea en el departamento del padre de ella. Al llegar Andrea lo atajó diciéndole "cambiá el desodorante, olés a viejo". “Está bien...” respondió sin dar importancia y enfiló a la cocina. Sobre la mesa un plato con una milanesa sequita y dos mitades hacinadas de un tomate descolorido. Resignado, como tantas veces, buscó el vaso, los cubiertos que faltaban y algunos aderezos, mientras ella lo persiguió

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festejándose a sí misma y dando todo lujo de detalles sobre las peripecias acontecidas referentes a la compra de unos zapatos que usaría el viernes próximo en quién sabe qué evento social. ¿Cómo mantenerse a salvo de tanta superficialidad y desamor? ¿Por qué hendija de la cocina escapar mentalmente? ¿Cómo había llegado a esa picadora? ¿Bajo qué bandera? ¿Acaso la madurez? ¿Conformismo? ¿Prudencia? ¿Oferta y demanda? Imposible y vano a estas alturas de determinar, ya estaba hecho. Siempre idealizamos que algo va a salir de una manera, y nos apegamos a un futuro determinado por nuestras expectativas, cargando la responsabilidad del resultado en el azar. Elegimos forzarnos a lo aprendido, a la imagen que nos hicieron creer otros de nosotros mismos. Se sintió inmerso en ese sistema de existencia, tan eficiente como la muerte que lo condena hasta hoy obligatoriamente a la infelicidad. A la mañana siguiente se sintió diferente, sin saber el porqué, con un toque antiguo de rebeldía en solitario. Se afeitó, se bañó y lavó el pelo sólo con el jabón de lavanda, como un símbolo. Lo secó con papel, lo puso en una bolsita y lo guardó en el bolsillo de su abrigo, como si se tratara de un tótem ancestral con poderes mágicos.

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Desayunó en un bar, tranquilo, un submarino con tres medialunas de grasa. En la oficina buscó ansioso por las redes sociales a María Alejandra. No estuvo exento de buscar durante horas, no fue fácil, pero la encontró. Vivía en Córdoba, en el medio de las sierras. Le pareció obvio conociéndola. Abrió la ventanita de mensaje y le escribió algo así: "Me quede sin jabón en el club, me dieron uno con olor a lavanda y me acordé de vos… ¿Querés ser mi amiga?” Ella aceptó en la tarde y la alegría fue inmensa, pasaron horas chateando. En uno de los mensajes ella le dijo: “Vení cuando quieras, el tiempo que quieras hay lugar en los domos”. “Cómo no”, respondió él. “Este mismo viernes estoy allá, buscame en la terminal, en el primer micro que llegue después del mediodía". El jueves por la noche en el departamento de Andrea, preparó sus cosas, sin culpas, sin contexto, sin dar explicaciones, sin mucho peso. Sabía que se iba, curiosamente, guardó todo lo que le hizo falta para partir en la mochila y aun así quedó un montón espacio.

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Musgo Gris Resulta inquietante saber que alguien pasivamente, en busca de la subjetiva recompensa positiva externa, entiende como un canapé a una tostada con una rebanada de mortadela arriba. Coquetea la ilusión por todas partes, pero al menos yo te tengo en mí. Soy ineficaz para olvidarte. Te veo cada tanto sentada en la cama y me da alegría que estés ahí con medio pomelo rosado, lleno de azúcar y una cucharita. “¿Me amas?”, te preguntaba. “Hasta que dejen de pasar El Chavo” decías. Inexorablemente me niego a sucumbir a cualquier posibilidad que me arranque de vos, que me deje inconsistente. Incompatible o no, transito como tantas veces un nuevo proceso creativo plagiado, obvio, previsible. Transcurro aburrido, caprichoso y antojadizo.Soy funcional al grotesco paquete de creencias puesto en mí, quien sabe por cuántos y por cuánto tiempo. Me adecúo para definirte. Te acerco, como aquella tarde que se vistió de primavera, sorprendiéndome en esa

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megalomanía que me asalta en bucle con sólo respirar al sol. Ensayo un retorno. Es inútil, un salvavidas reglamentario estropeado. Ya fue, no volverías. La pared del edificio lindero que veo desde el cuarto que alguna vez compartimos está llena de ese musgo gris. Nunca vi cuando estuvo verde. O no me acuerdo, ¿qué importa? Parece que estar desde siempre, como tu ausencia, mi letargo o mi indefensión programada, la que se retroalimenta obscena con infinidad de necesidades superfluas implantadas por ajenos codiciosos. Paso mi tiempo libre arrumbado en el sillón inglés de todos los días, ese que rescatamos aquella noche en la calle, el que cargamos cuadras, el que tapizaste en verde para mí. Acobardado, acorralado por lo que se suponía en logros debería ser mi vida hoy. Y no es. Me refugio en nuestros diciembres comiendo sandia fría en la playa, chorreados de rojo jugo, pegajosos, desvergonzados, llenándonos de arena para luego bañarnos en el mar. Me doy cuenta, que a esto llegué solo y lo peor, no sé por dónde… A lo mejor quedé quemado y en retirada por ser bombardeado sistemáticamente toda una vida con pilas ¿de? información sesgada y maliciosa. Quizás me entregué ya harto al constante e incansable mandato social y familiar, a la

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necesidad ¿de? éxito urgente, ese que se mide sólo por lo que tenés y lo que tenés por dinero. Soy obsoleto como cada chuchería que compro embobado e ilusionado en la fracasada y pobre perspectiva de obtener felicidad consumiendo. Me sumo a los que fotografiamos, copiamos pensamientos lindos o empáticos, los subimos buscando la fraudulenta popularidad que te da un "me gusta". Nos engañamos con que hicimos lo correcto, algo por un mundo mejor que no viene. Nos comprometemos una y otra vez con la espeluznante aprobación, inflando una nada que nos llena un instante y al siguiente se nos revienta e intoxica la poca piel que nos quedaba. Me retrotrae por un momento verte bronceada en esa malla entera amarilla con el cielo azul detrás. Estás en la repisa que armamos juntos. La que quisiste y blanqueaste un domingo con ese jardinero de jean que tanto me gustaba y tus alpargatas blancas. Siempre me resultó simpático, a mí me durarían dos minutos blancas, a vos siempre. Me rescatas y no te suelto. Pero aun así, místicamente aferrado, sigo sin poder ser rescatado. Me embriaga bien estar seguro que al menos vos, donde estés, seguís siendo vos. No te lo dije, supe tarde que debí bajar del tren.

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El vengador Ángel desde hacía años acogió a la televisión en su vida como un integrante más en la familia. Mantenía una estrecha relación con el aparato. Sin remordimiento, se adhirió y coexistió cuanto pudo sobre todo al volver del trabajo, sábados, domingos y fiestas de guardar. Fascinado por las películas, preferentemente thrillers, de acción, de suspenso y bélicas no despegaba la mirada de la pantalla. Empezó primero con el blanco y negro en apenas cuatro canales…pero ahora tenía un plasma en la pieza, otro en el living y un veinte pulgadas en la cocina con más de 300 canales en todos ellos. Hace meses se jubiló, y se dedicó a más de lo mismo, no podía asumir la confusión. Su matrimonio estaba derruído, pero anestesiados por lo que veían a través de aquellas pantallas, seguían juntos. Las paredes de lo que fue un hogar estaban invadidas de moho negro, había algún revoque caído, parches por todas partes, aquella casa se les venía abajo. Desde esa ventana electrónica entraban en otros paisajes, en otras situaciones. Se sentían parte de cualquier argumento, siendo uno con el personaje de turno. Sin embargo, Ángel no siempre fue así. En los años setenta llegó a tener su modesto taller de tornería, con cuatro empleados. Proveía piezas algo sofisticadas a otras empresas.

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No era un hombre codicioso ni especulador, producía a conciencia y trataba de incorporar conceptos novedosos cada vez que podía. No lo vio venir, la inestabilidad económica argentina lo acostó, lo dejó sin clientes y con pagos retrasados. Asumió todas las responsabilidades económicas con sus empleados, sus proveedores y cerró. No quedó debiendo a nadie. Vendió las maquinas, su auto, todo lo que hizo falta. Nunca más iba a tener su propio negocio, no se recuperó nunca. Se limitó a trabajar como tornero. Su experiencia no es original, por estos lados estamos habituados a ellas. ¿Quién no conoce alguien que le pasó algo similar? No imploró, no enfatizó, nadie le tuvo compasión o lo consoló, así que simplemente quedó inmóvil sin poder ni esperar creer. Ángel hace poco, después de tanta sobreexposición, se aburrió de los argumentos. Se cansó de los refugios del fin del mundo, los traficantes, los abogados, de los ex de la CIA que aún retirados tenían que seguir disparando, quedo hastiado de las persecuciones en auto, de las explosiones, los asesinatos y demás. Se pudrió de ver empezado, repetido y del control remoto. Ya no captaba nada de eso su interés. Tampoco quería ver caer las paredes ni arreglarlas. Al menos, no de momento. Ángel, sin nada que hacer, decidió estar despierto y

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presente. Era un antisocial pero pensó que podía crear un nuevo escenario, quizás buscar alguna injusticia en la que nadie hubiera puesto atención y actuar un rol. Le pareció entretenido. Estaba viejo, fuera de estado, así que se abocaría a buscar su nicho de mercado no muy movido, que no demandara mucho esfuerzo físico. Salió, fue a un bar. Sacó su paquete de cigarrillos, lo miró con una mirada distinta, nueva. …Esto que me ponen la foto de que fumar mata, ¿será para que no fume o para que me haga a la idea y me muera? Se divirtió con su nueva perspectiva, y empezó a leer el diario. Puso su atención en los avisos, principalmente en unos que decían “amarre de pareja”. No sabía de qué se trataba. Le preguntó al mozo qué era todo aquello. — Son los que hacen gualichos para el amor.—le contestó. Ángel se intrigó, quería averiguar más. Fue a un ciber y buscó. Quedó realmente impresionado. O sea, a vos te gusta alguien que no te da bola y ¿le pagas a un tipo para que mediante hechizos y rituales logre que esa persona esté con vos? Eso es privación ilegítima de la libertad y en las pelis se castiga con la muerte, pensó. Estudió más y más el tema, quería llegar al fondo. Ahí estaba la injusticia y tenía que hacer algo. Lo primero ordenarse. Llamó a su hijo, le pidió que le ayudara a conseguir una computadora usada para internet y que le enseñara un poco más a navegar. Pidió el combo del servicio a la compañía de cable.

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Acondicionó el cuarto de servicio hasta con una mano de pintura. Empezó a caminar todas las mañanas varios kilómetros, algo así como cuando entrenan los marines. Cuanto más leía el tema más se perdía. El concepto lo captaba y le parecía bizarro porque estaba lleno de información extrañísima, incomprobable, traída de los pelos, un quilombo. Encontraba básicamente dos culpables: el primero, el que solicitaba el amarre, el segundo, el que lo realizaba. ¿Dónde empezaban a ser culpables? ¿En la intención o en el resultado del trabajo? ¿Se podía constatar la efectividad? Qué mala gente, mi vida será una mierda pero al menos no se la cagué a nadie, pensaba. Transitó laberintos sin hueso, magia blanca, magia negra, pepas para enema, cuerpo emocional o astral, cuerpo mental, cuerpo físico, Vudú haitiano, candados, llaves del amor, santos, estampas, fotos, platos, nudos, fechas de nacimiento, nombres, cintas de colores, azúcar, miel, santería milagrosa, canela, mirra, el chamán de los Andes, el brujo del Amazonas, la enanita de Berazategui. La lista era interminable, todo se mezclaba. Parecía no tener fin, desde rituales de unión de pareja hasta rituales para dominar al ser amado. Ángel se enojó mucho y cada vez más al ver videos en YouTube. ¿Cómo es que si amas a alguien querés que llegue a vos como manso cordero rendido a tus pies? ¿Cómo vas a poner la foto de la persona que amás en tu zapato para adueñarte del

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alma y del pensamiento? ¿Cómo podes pedir que alguien te pertenezca? ¿Cómo podes pretender que alguien sólo tenga sentimientos para vos? Qué estupidez, ¡no le tienen miedo a nada estos inmorales! Eran muchos, no podría salir a cazar a todos, pseudo-hechiceros, magos, brujos, hermanitos, videntes naturales, consultores espirituales, lo que sea, todos desesperados por truncar la libertad de alguien por algunas monedas. Uno de los videos que vio tenía 400.000 reproducciones. Era mucha demanda. No se deprimió, todo lo contrario, iba a salirles al cruce, darles batalla despiadada con los mismos medios desde su cuarto de servicio. Ya tenía un plan. Se interiorizaría más, abriría un canal de videos y atacaría la ignorancia y la violencia de esos homúnculos. Aplastaría a todos esos amorales con educación, los iba a desenmascarar. Sobre la marcha quizás surgirían nuevas maneras de combate. Así que si andás buscando amarrar a alguien ¡cuidado!, Ángel vigila.

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