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Fernando Olavarría Gabler 98 CUENTOS PARA ENTRETENER EL ALMA CONSUELO O LA VENGANZA DE LOS ZORZALES

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Fernando Olavarría Gabler 98

C U E N T O S PA R A E N T R E T E N E R E L A L M A

CONSUELO O LA VENGANZA

DE LOS ZORZALES

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Fernando Olavarría Gabler

Inscripción Registro de Propiedad Intelectual Nº 37100. Chile.© Fernando Olavarría Gabler.

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CONSUELO O LA VENGANZA

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sta historia no se hubiera escrito o narrado ni menos leída si Consuelo Alejandra hubiera nacido de un huevo. Habría roto la cáscara y asomado su cabecita sin plumas como un zorzal recién nacido. Pero no fue así. Consuelo nació y se sintió rodeada del cariño de sus padres y de sus tías, tíos y abuelos. El abuelo materno le escribió un cuento cuando era pequeñita. Se titulaba “El pato gordo y el pescador”, o algo así. Lo que recuerdo con claridad es que el título era larguísimo: Una vida, cien vidas, infinitas vidas, etc. esto trajo la ira de los zorzales que estaban en el árbol frente a la ventana del dormitorio de la niña, cuando vivía en casa de sus abuelos. -¡Nos vengaremos!, piaron al unísono. El abuelo no nos deja dormir con su voz lenta contándote esa historia; en cambio tú te quedas dormida y nosotros no sabemos el final del cuento. Hemos tenido noticias que ahora que eres una niña de doce años, el abuelo piensa escribirte otro cuento. ¡Nos vengaremos! Cada vez que cante uno de nosotros, el abuelo tendrá que cambiar de

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C O N S U E L O O L A V E N G A N Z A D E L O S Z O R Z A L E S

“El mundo es como una nube. Al despertar la puedes ver y un momento después se ha ido”.

(Pensamiento budista)

INTRODUCCION

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sta historia no se hubiera escrito o narrado ni menos leída si Consuelo Alejandra hubiera nacido de un huevo. Habría roto la cáscara y asomado su cabecita sin plumas como un zorzal recién nacido. Pero no fue así. Consuelo nació y se sintió rodeada del cariño de sus padres y de sus tías, tíos y abuelos. El abuelo materno le escribió un cuento cuando era pequeñita. Se titulaba “El pato gordo y el pescador”, o algo así. Lo que recuerdo con claridad es que el título era larguísimo: Una vida, cien vidas, infinitas vidas, etc. esto trajo la ira de los zorzales que estaban en el árbol frente a la ventana del dormitorio de la niña, cuando vivía en casa de sus abuelos. -¡Nos vengaremos!, piaron al unísono. El abuelo no nos deja dormir con su voz lenta contándote esa historia; en cambio tú te quedas dormida y nosotros no sabemos el final del cuento. Hemos tenido noticias que ahora que eres una niña de doce años, el abuelo piensa escribirte otro cuento. ¡Nos vengaremos! Cada vez que cante uno de nosotros, el abuelo tendrá que cambiar de

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C O N S U E L O O L A V E N G A N Z A D E L O S Z O R Z A L E S

“El mundo es como una nube. Al despertar la puedes ver y un momento después se ha ido”.

(Pensamiento budista)

INTRODUCCION

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Miró al anciano y le hizo una pregunta que desencadenaría un extraño diálogo, repetitivo y cacofónico. -¿Usted sabe a qué hora pasa el tren? -Está por pasar- respondió el anciano, mirando su reloj- habitualmente pasa a las quince treinta o veinte para las cuatro, y si no pasa a esa hora es porque algo le ha pasado. -¿Qué cosa?- preguntó Consuelo. -El tren. -¿Le ha pasado algo? -No, no ha pasado. -¿Sabe qué? -Qué le pasa. -Creo que no va a pasar, mejor me voy a ir en omnibus. -No, no se vaya -replicó el viejo-. Ahí viene. De pronto sucedió lo que la abuela le había previsto; venía un tren por una vía y el otro por la vía opuesta y los dos se detuvieron en la estación. Consuelo se subió al que iba a Quilpué y se sentó al lado de la ventanilla. Entonces el tren partió lentamente y fue alcanzando cada vez más velocidad. El otro tren que estaba al lado desapareció y la niña se dio cuenta de que aún no se había movido de la estación. Había sido una ilusión óptica. El que se había movido era el otro tren y no el de ella. Esto la dejó pensativa. Cuántas cosas que nos ocurren en la vida, no son reales sino un producto de nuestra imaginación -se dijo-. Pero lo que no se daba cuenta era que, en esos instantes, a partir de esa ilusión óptica, la niña iba a tener extrañas y asombrosas aventuras creadas con el mismo mecanismo que lo sucedido con los trenes.Se oyó un silbato, se cerraron las puertas y ahora sí, el tren se deslizó suavemente sobre los rieles rumbo a ¿dónde?

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tema, pasará de una escena a otra y el cuento no tendrá coordinación alguna. Recurriremos a la bruja tartamuda, aquella que duerme en el jacarandá junto a nosotros y viste de violeta y usa un bonete negro. Cuando el abuelo haya escrito bastante, la bruja le dará un pequeño golpe en su lapicera con su varita color índigo. ¡Ya verás lo que pasará!

CAPITULO I

EL TREN DEL TIEMPO

Consuelo Alejandra estaba pasando sus vacaciones en Viña del Mar, en casa de sus abuelos. Esa tarde había decidido ir a visitar a sus primos que vivían en Quilpué. Estaba sentada en un banco en la estación de Chorrillos esperando que pasara el tren. Su abuela le había dicho: Recuerda que los trenes van y vienen por el lado izquierdo, al revés que los automóviles, así que fíjate bien al atravesar la línea. Además, cuando llega uno por un lado a menudo pasa otro por la vía opuesta. Lo tenía bien presente. También había un viejo sentado en el banco, cercano a ella. Hacía frío. A los árboles recién estaban brotándole las hojas. La niña no sabía si el tren llegaría de un momento a otro o no llegaría, nunca, jamás…

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Miró al anciano y le hizo una pregunta que desencadenaría un extraño diálogo, repetitivo y cacofónico. -¿Usted sabe a qué hora pasa el tren? -Está por pasar- respondió el anciano, mirando su reloj- habitualmente pasa a las quince treinta o veinte para las cuatro, y si no pasa a esa hora es porque algo le ha pasado. -¿Qué cosa?- preguntó Consuelo. -El tren. -¿Le ha pasado algo? -No, no ha pasado. -¿Sabe qué? -Qué le pasa. -Creo que no va a pasar, mejor me voy a ir en omnibus. -No, no se vaya -replicó el viejo-. Ahí viene. De pronto sucedió lo que la abuela le había previsto; venía un tren por una vía y el otro por la vía opuesta y los dos se detuvieron en la estación. Consuelo se subió al que iba a Quilpué y se sentó al lado de la ventanilla. Entonces el tren partió lentamente y fue alcanzando cada vez más velocidad. El otro tren que estaba al lado desapareció y la niña se dio cuenta de que aún no se había movido de la estación. Había sido una ilusión óptica. El que se había movido era el otro tren y no el de ella. Esto la dejó pensativa. Cuántas cosas que nos ocurren en la vida, no son reales sino un producto de nuestra imaginación -se dijo-. Pero lo que no se daba cuenta era que, en esos instantes, a partir de esa ilusión óptica, la niña iba a tener extrañas y asombrosas aventuras creadas con el mismo mecanismo que lo sucedido con los trenes.Se oyó un silbato, se cerraron las puertas y ahora sí, el tren se deslizó suavemente sobre los rieles rumbo a ¿dónde?

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tema, pasará de una escena a otra y el cuento no tendrá coordinación alguna. Recurriremos a la bruja tartamuda, aquella que duerme en el jacarandá junto a nosotros y viste de violeta y usa un bonete negro. Cuando el abuelo haya escrito bastante, la bruja le dará un pequeño golpe en su lapicera con su varita color índigo. ¡Ya verás lo que pasará!

CAPITULO I

EL TREN DEL TIEMPO

Consuelo Alejandra estaba pasando sus vacaciones en Viña del Mar, en casa de sus abuelos. Esa tarde había decidido ir a visitar a sus primos que vivían en Quilpué. Estaba sentada en un banco en la estación de Chorrillos esperando que pasara el tren. Su abuela le había dicho: Recuerda que los trenes van y vienen por el lado izquierdo, al revés que los automóviles, así que fíjate bien al atravesar la línea. Además, cuando llega uno por un lado a menudo pasa otro por la vía opuesta. Lo tenía bien presente. También había un viejo sentado en el banco, cercano a ella. Hacía frío. A los árboles recién estaban brotándole las hojas. La niña no sabía si el tren llegaría de un momento a otro o no llegaría, nunca, jamás…

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La vieja gorda se había callado, como un pájaro ante la presencia del gato. Estiró el brazo tímidamente para que le pusieran una pulsera de aluminio en una de sus patitas, pero el inspector solamente le perforó el pasaje. ¡Tic! Luego desapareció de la escena al abrir la puerta en el extremo del vagón y pasar al otro carro. De pronto la vieja se rió en una forma muy especial. Era un verdadero trino o canto de zorzal y el vagón del ferrocarril sufrió una gradual transformación. Desaparecieron las puertas corredizas laterales y apareció una cuerda que atravesaba el pasillo; ésta era sostenida cerca del techo por bandas con una argolla en el extremo inferior por donde iba la cuerda. Los asientos eran más amplios y cómodos y las ventanas eran dobles. Además de ser dos, tenían cremalleras que al subirlas sonaban como un molino de juguete. Nuevamente se abrió la puerta del extremo del carro y apareció un garzón con un delantal blanco ofreciendo la venta de unos pastelillos blancos y rosados. -¡Sustancias! ¡Las ricas sustancias! Ofrecía su mercancía con un gran vozarrón. Consuelo compró una, más por curiosidad que por apetito, y la encontró deliciosa. Era suave, se deshacía en la boca y su sabor era una mezcla de anís y azucarado. Después de un rato, el mismo garzón, portando ahora un canasto, pasó ofreciendo bebidas que venían dentro de largas botellas. ¡Malta, pilsener, bilz, papaya, agua mineral panimávida, aloja! ¡Están heladitas! El tren llegó a la estación de Llay-Llay y unas mujeres morenas y gordas, vestidas con largos delantales blancos y gorras del mismo color, ofrecían tortas, sustancias y pasteles a los pasajeros

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El viejo había desaparecido ¿Se había subido al tren? O se había ido caminando a su casa, o quizás se había esfumado en el aire.Consuelo consideró que esto último era lo más probable. El tren se dirigía hacia Quilpué a bastante velocidad. Los pasajeros permanecían silenciosos, cada uno ensimismado en su propio pensamiento. Solamente uno de ellos hablaba en voz alta. Era una vieja canosa, gorda y chata, con un llamativo chaleco amarillo. Le hablaba a una señora que tenía un bebé en sus brazos. La pequeña dormía. No era la bella durmiente del bosque sino la bella guagua del tren. -Sí señora- comentaba la vieja, con una voz lenta y ronca. -Las pulgas de este tren son muy gordas. Son carnívoras. La muerden a una y le sacan el pedazo. En cambio las pulgas de Santiago son más elegantes, porque chupan la sangre. Éstas en cambio son muy gordas. Si se las aprieta se aplanan pero se vuelven a hinchar. La mamá de la bella nena del tren solamente sonreía sin atreverse a establecer una conversación con la vieja demente que más bien parecía un chirigüe o un canario gigantesco. Se abrió una puerta y entró el inspector. Era un hombre alto, moreno, con bigotes negros y una gorra del mismo color, adornada con una huincha roja y una placa metálica. Hacía sonar una tenaza o alicate cromado llamando la atención a los pasajeros para que los pasajes fueran perforados. -¡Pasajes sin revisar! Tiqui, tiqui, tiqui -decía la palanquita cromada. -¡Pasajes sin revisar! Tiqui, tiqui, tiqui.

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La vieja gorda se había callado, como un pájaro ante la presencia del gato. Estiró el brazo tímidamente para que le pusieran una pulsera de aluminio en una de sus patitas, pero el inspector solamente le perforó el pasaje. ¡Tic! Luego desapareció de la escena al abrir la puerta en el extremo del vagón y pasar al otro carro. De pronto la vieja se rió en una forma muy especial. Era un verdadero trino o canto de zorzal y el vagón del ferrocarril sufrió una gradual transformación. Desaparecieron las puertas corredizas laterales y apareció una cuerda que atravesaba el pasillo; ésta era sostenida cerca del techo por bandas con una argolla en el extremo inferior por donde iba la cuerda. Los asientos eran más amplios y cómodos y las ventanas eran dobles. Además de ser dos, tenían cremalleras que al subirlas sonaban como un molino de juguete. Nuevamente se abrió la puerta del extremo del carro y apareció un garzón con un delantal blanco ofreciendo la venta de unos pastelillos blancos y rosados. -¡Sustancias! ¡Las ricas sustancias! Ofrecía su mercancía con un gran vozarrón. Consuelo compró una, más por curiosidad que por apetito, y la encontró deliciosa. Era suave, se deshacía en la boca y su sabor era una mezcla de anís y azucarado. Después de un rato, el mismo garzón, portando ahora un canasto, pasó ofreciendo bebidas que venían dentro de largas botellas. ¡Malta, pilsener, bilz, papaya, agua mineral panimávida, aloja! ¡Están heladitas! El tren llegó a la estación de Llay-Llay y unas mujeres morenas y gordas, vestidas con largos delantales blancos y gorras del mismo color, ofrecían tortas, sustancias y pasteles a los pasajeros

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El viejo había desaparecido ¿Se había subido al tren? O se había ido caminando a su casa, o quizás se había esfumado en el aire.Consuelo consideró que esto último era lo más probable. El tren se dirigía hacia Quilpué a bastante velocidad. Los pasajeros permanecían silenciosos, cada uno ensimismado en su propio pensamiento. Solamente uno de ellos hablaba en voz alta. Era una vieja canosa, gorda y chata, con un llamativo chaleco amarillo. Le hablaba a una señora que tenía un bebé en sus brazos. La pequeña dormía. No era la bella durmiente del bosque sino la bella guagua del tren. -Sí señora- comentaba la vieja, con una voz lenta y ronca. -Las pulgas de este tren son muy gordas. Son carnívoras. La muerden a una y le sacan el pedazo. En cambio las pulgas de Santiago son más elegantes, porque chupan la sangre. Éstas en cambio son muy gordas. Si se las aprieta se aplanan pero se vuelven a hinchar. La mamá de la bella nena del tren solamente sonreía sin atreverse a establecer una conversación con la vieja demente que más bien parecía un chirigüe o un canario gigantesco. Se abrió una puerta y entró el inspector. Era un hombre alto, moreno, con bigotes negros y una gorra del mismo color, adornada con una huincha roja y una placa metálica. Hacía sonar una tenaza o alicate cromado llamando la atención a los pasajeros para que los pasajes fueran perforados. -¡Pasajes sin revisar! Tiqui, tiqui, tiqui -decía la palanquita cromada. -¡Pasajes sin revisar! Tiqui, tiqui, tiqui.

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después de un largo viaje. La locomotora echaba una columna de humo negro por la chimenea, ascendía hasta el techo de la estación y luego salía por los lados. La gente se retiraba y Consuelo, para no ser menos, también siguió a los pasajeros que seguían a las maletas en los carritos de equipaje. Salió de la estación y se encontró en una gran plazoleta donde había toda clase de carruajes tirados por caballos.

CAPITULO II

EL CARROMATO DEL CIRCO

Le llamó la atención un inmenso carro en el otro extremo de la explanada. Era tan grande que más bien parecía un edificio o casa de varios pisos. Fue tanta la impresión que le causó que no pudo dejar de aproximarse a él para observarlo mejor. Sus ocho ruedas eran enormes, de una altura de siete o más metros y estaba conducido por diez yuntas de bueyes. En los costados tenía varias ventanas de diferente tamaño y en el centro había una gran puerta por la cual descendía una escalera de madera. El inmenso carruaje estaba pintado de diversos colores, predominando el azul. El techo era rojo intenso y los marcos de las ventanas, blancos, amarillos y verdes. En la escalera estaba de pie un personaje vestido a la antigua,

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del tren detenido en el andén. El tren nuevamente se puso en marcha y empezó a subir una cuesta por el costado de una alta montaña. Atravesó un túnel y llegó a un altiplano. Pasó velozmente por las estaciones de Til-Til, Batuco, Quilicura, Renca y se introdujo a una zona urbana. Finalmente se detuvo en una gran estación de hierro al estilo francés. Consuelo había llegado a Santiago. No solamente el vagón o coche de pasajeros donde viajaba Consuelo había cambiado de apariencia, sino todo el tren. La niña abrió una de las puertas que estaban ahora en los extremos del carro y bajó tres peldaños de acero apoyándose en unas manillas verticales de bronce que había a cada lado de la puerta de salida. La estación era inmensa y techada. Estaba construida con columnas de hierro que se inclinaban formando gigantescas ojivas. Sobre ellas estaba el cielo negro, también de conformación ojival. Había varios trenes en diferentes líneas. El de Consuelo era larguísimo. En un extremo resoplaba una locomotora. Echaba humo por la chimenea y bocanadas de vapor cerca de las ruedas delanteras.La gente se bajaba presurosa con maletas y otras cargas menores. Todos llevaban sombrero, tanto los hombres como las mujeres. También había hombres con gorros rojos que ofrecían sus servicios para llevar el equipaje en carros con grandes ruedas. Tenían una plataforma sin barandas y un hierro delantero movible en forma de T para tirar el carro. En esos carros eran colocadas las maletas y el hombre de gorra roja las llevaba fuera de la estación. La gente del tren era saludada por familiares y amigos que habían venido a recibirlos y toda esa escena provocaba confusión a la niña porque no se explicaba el comportamiento de la gente que se abrazaba y besaba como si los pasajeros del tren hubieran llegado

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después de un largo viaje. La locomotora echaba una columna de humo negro por la chimenea, ascendía hasta el techo de la estación y luego salía por los lados. La gente se retiraba y Consuelo, para no ser menos, también siguió a los pasajeros que seguían a las maletas en los carritos de equipaje. Salió de la estación y se encontró en una gran plazoleta donde había toda clase de carruajes tirados por caballos.

CAPITULO II

EL CARROMATO DEL CIRCO

Le llamó la atención un inmenso carro en el otro extremo de la explanada. Era tan grande que más bien parecía un edificio o casa de varios pisos. Fue tanta la impresión que le causó que no pudo dejar de aproximarse a él para observarlo mejor. Sus ocho ruedas eran enormes, de una altura de siete o más metros y estaba conducido por diez yuntas de bueyes. En los costados tenía varias ventanas de diferente tamaño y en el centro había una gran puerta por la cual descendía una escalera de madera. El inmenso carruaje estaba pintado de diversos colores, predominando el azul. El techo era rojo intenso y los marcos de las ventanas, blancos, amarillos y verdes. En la escalera estaba de pie un personaje vestido a la antigua,

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del tren detenido en el andén. El tren nuevamente se puso en marcha y empezó a subir una cuesta por el costado de una alta montaña. Atravesó un túnel y llegó a un altiplano. Pasó velozmente por las estaciones de Til-Til, Batuco, Quilicura, Renca y se introdujo a una zona urbana. Finalmente se detuvo en una gran estación de hierro al estilo francés. Consuelo había llegado a Santiago. No solamente el vagón o coche de pasajeros donde viajaba Consuelo había cambiado de apariencia, sino todo el tren. La niña abrió una de las puertas que estaban ahora en los extremos del carro y bajó tres peldaños de acero apoyándose en unas manillas verticales de bronce que había a cada lado de la puerta de salida. La estación era inmensa y techada. Estaba construida con columnas de hierro que se inclinaban formando gigantescas ojivas. Sobre ellas estaba el cielo negro, también de conformación ojival. Había varios trenes en diferentes líneas. El de Consuelo era larguísimo. En un extremo resoplaba una locomotora. Echaba humo por la chimenea y bocanadas de vapor cerca de las ruedas delanteras.La gente se bajaba presurosa con maletas y otras cargas menores. Todos llevaban sombrero, tanto los hombres como las mujeres. También había hombres con gorros rojos que ofrecían sus servicios para llevar el equipaje en carros con grandes ruedas. Tenían una plataforma sin barandas y un hierro delantero movible en forma de T para tirar el carro. En esos carros eran colocadas las maletas y el hombre de gorra roja las llevaba fuera de la estación. La gente del tren era saludada por familiares y amigos que habían venido a recibirlos y toda esa escena provocaba confusión a la niña porque no se explicaba el comportamiento de la gente que se abrazaba y besaba como si los pasajeros del tren hubieran llegado

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con levita. Calzaba botas y llevaba puesto un alto sombrero alón. Su mirada era lejana, como si buscara a alguien por encima del gentío bullicioso que se movía allí en la plaza. A pesar de tener bigotes que se unían a una larga barba gris, a Consuelo le pareció conocer ese rostro y al acercarse aún más, la niña reconoció a su abuelo. ¿Estaría disfrazado? Los ojos del viejo encontraron a la niña y sonrió. Entonces bajó de la escalera y fue donde ella. -¡Consuelo! Te estaba esperando- y abrazó y besó a la niña.-Tengo una rica once con tortas y hojuelas con almíbar -le dijo- y la invitó a entrar en el gran carromato. La niña estaba emocionada. Todo lo que le había sucedido desde muy poco tiempo atrás era insólito ¡inexplicable!, y ahora se encontraba con un personaje parecido a su abuelo, en una casa rodante gigantesca tirada por diez yuntas de bueyes. Lo más singular de todo esto era que ¡la estaban esperando! ¿Para qué? -Partimos esta misma noche- le dijo el abuelo, sacándose el sombrero y colgándolo en una percha. -¿Hacia dónde, abuelo? -Hacia el Sur. Empieza la temporada de los circos. -Ven, pasemos al comedor. Debes de estar con buen apetito. Diciendo esto, el abuelo abrió una puerta y entraron a un pasillo iluminado con lámparas a petróleo, luego pasaron a una gran sala con una larga mesa situada en el centro. Alrededor de ella estaban sentados unos llamativos personajes, todos vestidos a la manera circense. Consuelo identificó a un payaso, a dos trapecistas, a un domador, a una hermosa mujer vestida como bailarina y a otros más cuya identidad no pudo precisar.

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con levita. Calzaba botas y llevaba puesto un alto sombrero alón. Su mirada era lejana, como si buscara a alguien por encima del gentío bullicioso que se movía allí en la plaza. A pesar de tener bigotes que se unían a una larga barba gris, a Consuelo le pareció conocer ese rostro y al acercarse aún más, la niña reconoció a su abuelo. ¿Estaría disfrazado? Los ojos del viejo encontraron a la niña y sonrió. Entonces bajó de la escalera y fue donde ella. -¡Consuelo! Te estaba esperando- y abrazó y besó a la niña.-Tengo una rica once con tortas y hojuelas con almíbar -le dijo- y la invitó a entrar en el gran carromato. La niña estaba emocionada. Todo lo que le había sucedido desde muy poco tiempo atrás era insólito ¡inexplicable!, y ahora se encontraba con un personaje parecido a su abuelo, en una casa rodante gigantesca tirada por diez yuntas de bueyes. Lo más singular de todo esto era que ¡la estaban esperando! ¿Para qué? -Partimos esta misma noche- le dijo el abuelo, sacándose el sombrero y colgándolo en una percha. -¿Hacia dónde, abuelo? -Hacia el Sur. Empieza la temporada de los circos. -Ven, pasemos al comedor. Debes de estar con buen apetito. Diciendo esto, el abuelo abrió una puerta y entraron a un pasillo iluminado con lámparas a petróleo, luego pasaron a una gran sala con una larga mesa situada en el centro. Alrededor de ella estaban sentados unos llamativos personajes, todos vestidos a la manera circense. Consuelo identificó a un payaso, a dos trapecistas, a un domador, a una hermosa mujer vestida como bailarina y a otros más cuya identidad no pudo precisar.

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Así pasaron las horas y el cielo se tiñó de un color anaranjado anunciando la noche. Sonó una campanilla en uno de los pasillos, el abuelo abrió la puerta y le comunicó a la niña que bajara a la sala del comedor porque estaba lista la cena. Contigua al comedor estaba la cocina y desde allí venía un exquisito olor a comida. Se sentaron todos los habitantes del carromato. Era el primer turno. Luego vendrían los demás, porque en esos momentos estaban trabajando. Sí, porque tenían que dirigir otros carros más pequeños que portaban fieras y gran parte de lo que necesita un circo, como cuerdas, trapecios, barras, taburetes y muchas otras cosas. Todo lo que ustedes puedan imaginar. Consuelo no se había dado cuenta de que el carromato era seguido por una larga hilera de estos carruajes, algunos tirados por caballos. En la caravana había dos camellos y hasta un elefante. La niña los había divisado cuando estaba asomada por la ventana de su dormitorio. -Esta noche llegaremos a la orilla del río Maipo- dijo el abuelo. Pernoctaremos allí y en la mañana, no muy temprano, lo cruzaremos. Conozco un buen vado que no nos dará problemas con las ruedas de los carros porque el lecho del río es pedregoso. Sirvieron sopa y carne cocida con papas y cebollas, y de postre, naranjas. Los platos eran escasos pero la comida abundante. Terminado el primer turno, todos se levantaron y se despidieron con un ¡Buenas noches! Consuelo se despidió también y después de subir tres pisos por una empinada escalera, llegó a su pequeño dormitorio y cerró la puerta.

Todos sonrieron y la saludaron amablemente y esto provocó en la niña un sentimiento de cariño que la hizo sentirse agradada, con una seguridad espiritual que vino de inmediato.

CAPITULO III

RUMBO AL SUR

Lentamente la inmensa casa rodante comenzó a moverse; las maderas crujían con los balanceos como si el carromato gigante fuera un antiguo velero que se hacía a la mar. Consuelo estaba asomada en la ventana de su dormitorio que estaba en el tercer piso y veía cómo los hombres encargados de los bueyes picaneaban a los animales y los estimulaban con fuertes gritos. Al parecer, las diez yuntas de bueyes no hacían un mayor esfuerzo para mover la gran casa rodante, la cual se alejaba lentamente de la plaza y de la estación. Se dirigían por un amplio camino de tierra hacia el Sur. -¡Adiós!- saludaba la niña con la mano, y la gente que miraba asombrada este extraño desplazamiento, respondía sonriendo con el mismo saludo. El paisaje era cada vez más campestre y las casas de la ciudad quedaron atrás. A lo lejos se veía un gran cerro que estaba al Norte, y hacia el Este se divisaba la imponente cordillera nevada.

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Así pasaron las horas y el cielo se tiñó de un color anaranjado anunciando la noche. Sonó una campanilla en uno de los pasillos, el abuelo abrió la puerta y le comunicó a la niña que bajara a la sala del comedor porque estaba lista la cena. Contigua al comedor estaba la cocina y desde allí venía un exquisito olor a comida. Se sentaron todos los habitantes del carromato. Era el primer turno. Luego vendrían los demás, porque en esos momentos estaban trabajando. Sí, porque tenían que dirigir otros carros más pequeños que portaban fieras y gran parte de lo que necesita un circo, como cuerdas, trapecios, barras, taburetes y muchas otras cosas. Todo lo que ustedes puedan imaginar. Consuelo no se había dado cuenta de que el carromato era seguido por una larga hilera de estos carruajes, algunos tirados por caballos. En la caravana había dos camellos y hasta un elefante. La niña los había divisado cuando estaba asomada por la ventana de su dormitorio. -Esta noche llegaremos a la orilla del río Maipo- dijo el abuelo. Pernoctaremos allí y en la mañana, no muy temprano, lo cruzaremos. Conozco un buen vado que no nos dará problemas con las ruedas de los carros porque el lecho del río es pedregoso. Sirvieron sopa y carne cocida con papas y cebollas, y de postre, naranjas. Los platos eran escasos pero la comida abundante. Terminado el primer turno, todos se levantaron y se despidieron con un ¡Buenas noches! Consuelo se despidió también y después de subir tres pisos por una empinada escalera, llegó a su pequeño dormitorio y cerró la puerta.

Todos sonrieron y la saludaron amablemente y esto provocó en la niña un sentimiento de cariño que la hizo sentirse agradada, con una seguridad espiritual que vino de inmediato.

CAPITULO III

RUMBO AL SUR

Lentamente la inmensa casa rodante comenzó a moverse; las maderas crujían con los balanceos como si el carromato gigante fuera un antiguo velero que se hacía a la mar. Consuelo estaba asomada en la ventana de su dormitorio que estaba en el tercer piso y veía cómo los hombres encargados de los bueyes picaneaban a los animales y los estimulaban con fuertes gritos. Al parecer, las diez yuntas de bueyes no hacían un mayor esfuerzo para mover la gran casa rodante, la cual se alejaba lentamente de la plaza y de la estación. Se dirigían por un amplio camino de tierra hacia el Sur. -¡Adiós!- saludaba la niña con la mano, y la gente que miraba asombrada este extraño desplazamiento, respondía sonriendo con el mismo saludo. El paisaje era cada vez más campestre y las casas de la ciudad quedaron atrás. A lo lejos se veía un gran cerro que estaba al Norte, y hacia el Este se divisaba la imponente cordillera nevada.

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Finalmente llegó a la rivera opuesta. Después le tocó el turno a los camellos y luego el carromato con sus diez yuntas de bueyes. Habían amarrado una gruesa cuerda en la primera yunta. La cuerda atravesaba el río y su otro extremo se unía a la argolla de un gran arnés de cuero que cubría el pecho y el lomo del elefante. Éste hacía fuerzas y la gruesa cuerda salía del agua poniéndose tensa. Los bueyes tiraban el carruaje pero llegó un momento en que no tocaron fondo y empezaron a nadar con las cabezas en alto. La cuerda tensa los guiaba y al cabo de poco tiempo tocaron fondo y avanzaron hacia la orilla. Consuelo observaba todo esto desde su ventana y le causaba miedo el torrente de agua que pasaba bajo del carromato y chocaba contra las grandes ruedas. En esa forma fue vadeado el río por la mayor parte de los vehículos que componían el circo, pero los más pequeños y los caballos, pasaron mediante una balsa que trabajaba unos cuantos cientos de metros más arriba. El vadeo había sido un éxito y todos estaban muy alegres.Cada uno se hizo cargo de lo que tenía que hacer, especialmente del cuidado y la alimentación de los animales. Consuelo había salido del carromato y estaba calentándose al sol, de pie, en una playa de la orilla opuesta. Se respiraba un aire puro y la mañana lucía hermosa. Entonces se acercó su abuelo y le dijo que lo acompañara a tomar desayuno. Se sirvieron huevos a la copa, té con leche y pan con mantequilla. La niña tenía bastante apetito y estaba feliz. El abuelo, limpiándose la boca con una gran servilleta, le

La ventana estaba abierta. Por ella entraba una cálida brisa y se divisaba el cielo estrellado. La niña se tendió en su camarote y se quedó contemplando el cielo a través de la ventana. ¡En qué extraña aventura se había metido!Muy poco tiempo atrás estaba en la estación Chorrillos esperando el tren y ahora estaba contemplando las estrellas desde una casa rodante que pertenecía a un circo, y el empresario era un señor que físicamente era igual a su abuelo. ¡Todo esto era absurdo! Pero encantador. Deliciosamente mágico. Cerró los ojos y se quedó dormida. Despertó con un trompeteo del elefante. Ya era de día y un gran río de aguas plomizas se deslizaba bajo el carromato.

CAPITULO IV

EL VADO

Estaban atravesando el río Maipo. El elefante iba primero y era el que había despertado a la niña con su bramido. Se sentía nervioso porque el agua le había llegado al vientre y en esos momentos estaba a mitad de recorrido entre las dos orillas. Su domador, sentado a horcajadas en el cuello detrás de la orejas, le daba ánimo y lo espoleaba para que avanzara.

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Finalmente llegó a la rivera opuesta. Después le tocó el turno a los camellos y luego el carromato con sus diez yuntas de bueyes. Habían amarrado una gruesa cuerda en la primera yunta. La cuerda atravesaba el río y su otro extremo se unía a la argolla de un gran arnés de cuero que cubría el pecho y el lomo del elefante. Éste hacía fuerzas y la gruesa cuerda salía del agua poniéndose tensa. Los bueyes tiraban el carruaje pero llegó un momento en que no tocaron fondo y empezaron a nadar con las cabezas en alto. La cuerda tensa los guiaba y al cabo de poco tiempo tocaron fondo y avanzaron hacia la orilla. Consuelo observaba todo esto desde su ventana y le causaba miedo el torrente de agua que pasaba bajo del carromato y chocaba contra las grandes ruedas. En esa forma fue vadeado el río por la mayor parte de los vehículos que componían el circo, pero los más pequeños y los caballos, pasaron mediante una balsa que trabajaba unos cuantos cientos de metros más arriba. El vadeo había sido un éxito y todos estaban muy alegres.Cada uno se hizo cargo de lo que tenía que hacer, especialmente del cuidado y la alimentación de los animales. Consuelo había salido del carromato y estaba calentándose al sol, de pie, en una playa de la orilla opuesta. Se respiraba un aire puro y la mañana lucía hermosa. Entonces se acercó su abuelo y le dijo que lo acompañara a tomar desayuno. Se sirvieron huevos a la copa, té con leche y pan con mantequilla. La niña tenía bastante apetito y estaba feliz. El abuelo, limpiándose la boca con una gran servilleta, le

La ventana estaba abierta. Por ella entraba una cálida brisa y se divisaba el cielo estrellado. La niña se tendió en su camarote y se quedó contemplando el cielo a través de la ventana. ¡En qué extraña aventura se había metido!Muy poco tiempo atrás estaba en la estación Chorrillos esperando el tren y ahora estaba contemplando las estrellas desde una casa rodante que pertenecía a un circo, y el empresario era un señor que físicamente era igual a su abuelo. ¡Todo esto era absurdo! Pero encantador. Deliciosamente mágico. Cerró los ojos y se quedó dormida. Despertó con un trompeteo del elefante. Ya era de día y un gran río de aguas plomizas se deslizaba bajo el carromato.

CAPITULO IV

EL VADO

Estaban atravesando el río Maipo. El elefante iba primero y era el que había despertado a la niña con su bramido. Se sentía nervioso porque el agua le había llegado al vientre y en esos momentos estaba a mitad de recorrido entre las dos orillas. Su domador, sentado a horcajadas en el cuello detrás de la orejas, le daba ánimo y lo espoleaba para que avanzara.

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crecen las callampas después de la lluvia. La labor era intensa y programada. Primero se levantaron los mástiles mayores que eran fraccionados. Éstos se ensamblaron con fuertes pernos. Luego, se colocaron los cables que sujetaban los mástiles; todo se levantaba mediante grandes poleas y roldanas que chirreaban cuando un buen número de hombres tiraba de las cuerdas. Se trabajaba fuerte, con gran seriedad y pronto la carpa fue subiendo y se extendió desde la base hacia la cúspide, hasta llegar a los extremos de los mástiles. Posteriormente se inició la estructura de la pista. Se echaron carretilladas de aserrín. Se instalaron los palcos y las graderías escalonadas, hechas con tablones que hacían de asiento y a la vez de piso para apoyar los pies. Consuelo recorrió pensativa las jaulas de los animales. Tenía que elegir un trabajo. La jaula de los leones despedía un olor que era mezcla de orín, carne podrida y paja húmeda. Estos animales, además de su olor, le causaban miedo. El elefante se balanceaba debajo de una pequeña carpa destinada a él. Estaba amarrado de una pata con una gruesa cadena que llegaba a un poste enterrado profundamente en el suelo. El animal se veía inteligente. Era una joven hembra proveniente de la India. La niña simpatizó con la bestia y ésta estiró su trompa para olfatearla y pedirle una golosina. Consuelo no se atrevió a acariciarla pero le habló tiernamente. Después de visitar a los monos y a los perros amaestrados, se dio cuenta de que los animales le causaban inquietud, quizás inseguridad en su comportamiento; entonces decidió actuar con los

manifestó algo que tomó a Consuelo de sorpresa. Le dijo que tenía que trabajar en el circo. -¡Pero abuelo!- exclamó la niña. ¡No sé ninguna cosa que esté relacionada con este trabajo! -No importa- respondió el abuelo. Ya aprenderás. He pensado que podrías cuidar a algún animal o trabajar con los trapecistas. En un principio servirás de adorno allá arriba, en la plataforma; hasta que se te quite el miedo y luego, si lo deseas, te puedes lanzar a volar en el trapecio. -¡Qué horror! ¡Me voy a matar! Sollozó Consuelo. Pero el abuelo le habló cariñosamente y le dijo que todo iba ir muy bien. Entonces, desde los árboles cercanos a la rivera, cantó un zorzal. El abuelo se levantó de la mesa y se dirigió al exterior del carromato para supervisar la actividad circense.

CAPITULO V

LA DECISIÓN

Siguió la caravana hacia el Sur. Pasaron por Rancagua y llegaron a San Fernando. Allí se levantó la gran carpa que venía plegada y era transportada por partes en carros menores. El primer izamiento de la carpa fue una novedad para Consuelo, porque nunca había visto instalarse un circo. Siempre los había visto ya listos, sorpresivamente de la noche a la mañana, como

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crecen las callampas después de la lluvia. La labor era intensa y programada. Primero se levantaron los mástiles mayores que eran fraccionados. Éstos se ensamblaron con fuertes pernos. Luego, se colocaron los cables que sujetaban los mástiles; todo se levantaba mediante grandes poleas y roldanas que chirreaban cuando un buen número de hombres tiraba de las cuerdas. Se trabajaba fuerte, con gran seriedad y pronto la carpa fue subiendo y se extendió desde la base hacia la cúspide, hasta llegar a los extremos de los mástiles. Posteriormente se inició la estructura de la pista. Se echaron carretilladas de aserrín. Se instalaron los palcos y las graderías escalonadas, hechas con tablones que hacían de asiento y a la vez de piso para apoyar los pies. Consuelo recorrió pensativa las jaulas de los animales. Tenía que elegir un trabajo. La jaula de los leones despedía un olor que era mezcla de orín, carne podrida y paja húmeda. Estos animales, además de su olor, le causaban miedo. El elefante se balanceaba debajo de una pequeña carpa destinada a él. Estaba amarrado de una pata con una gruesa cadena que llegaba a un poste enterrado profundamente en el suelo. El animal se veía inteligente. Era una joven hembra proveniente de la India. La niña simpatizó con la bestia y ésta estiró su trompa para olfatearla y pedirle una golosina. Consuelo no se atrevió a acariciarla pero le habló tiernamente. Después de visitar a los monos y a los perros amaestrados, se dio cuenta de que los animales le causaban inquietud, quizás inseguridad en su comportamiento; entonces decidió actuar con los

manifestó algo que tomó a Consuelo de sorpresa. Le dijo que tenía que trabajar en el circo. -¡Pero abuelo!- exclamó la niña. ¡No sé ninguna cosa que esté relacionada con este trabajo! -No importa- respondió el abuelo. Ya aprenderás. He pensado que podrías cuidar a algún animal o trabajar con los trapecistas. En un principio servirás de adorno allá arriba, en la plataforma; hasta que se te quite el miedo y luego, si lo deseas, te puedes lanzar a volar en el trapecio. -¡Qué horror! ¡Me voy a matar! Sollozó Consuelo. Pero el abuelo le habló cariñosamente y le dijo que todo iba ir muy bien. Entonces, desde los árboles cercanos a la rivera, cantó un zorzal. El abuelo se levantó de la mesa y se dirigió al exterior del carromato para supervisar la actividad circense.

CAPITULO V

LA DECISIÓN

Siguió la caravana hacia el Sur. Pasaron por Rancagua y llegaron a San Fernando. Allí se levantó la gran carpa que venía plegada y era transportada por partes en carros menores. El primer izamiento de la carpa fue una novedad para Consuelo, porque nunca había visto instalarse un circo. Siempre los había visto ya listos, sorpresivamente de la noche a la mañana, como

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Diciendo esto, el trapecista se inclinó dando la espalda a la niña y Consuelo, alentada, lo abrazó con pies y manos como si fuera una pequeña mona a espaldas de su progenitor. El trapecista recibió el trapecio arrojado por su compañero que ahora se balanceaba sentado en su trapecio. El otro, con la niña en su espalda, se lanzó hacia el espacio. Consuelo no tuvo tiempo de gritar ni hacer otra cosa que apretar con las piernas y brazos al atleta que en esos instantes volaba a gran altura por los aires. Era terrorífico, pero al mismo tiempo fascinante. De repente, el trapecista se soltó de una mano y se dio media vuelta. Luego, con un mayor impulso aterrizó otra vez en la plataforma. Consuelo no se atrevía a liberarse y el hombre le separó suavemente las manos que estaban agarrotadas. -¿Qué te pareció?- le dijo. Es emocionante. ¿Verdad? La niña asintió con la cabeza sin decir una sola palabra. Entonces le dijeron que bajara por la escala de cordel. Mientras tanto el otro trapecista también había llegado a la plataforma y ambos atletas bajaron por una gruesa cuerda que caía de la plataforma. La bajada por la escala fue menos terrorífica para la niña que la subida y cuando llegó al suelo ambos hombres la recibieron alegremente con aplausos. Consuelo les dio las gracias y echó a correr hacia el carromato. Subió a toda prisa la escalera y cerrando fuertemente la puerta de su dormitorio se tendió boca abajo sobre la cama y se puso a llorar. La emoción había sido muy grande. La decisión estaba hecha. Iba a ser trapecista en el circo de su abuelo. Entonces cantó un zorzal y la bruja violeta de bonete negro y

trapecistas. No le importaba que estuviera de adorno allá arriba, en las alturas. Después de todo, era cuestión de dominar los nervios y acostumbrarse. Se dirigió a donde estaban practicando los trapecistas. En esos momentos uno de ellos volaba por los aires haciendo una voltereta mortal, para ser recibido segundos después, por su compañero, que colgaba cabeza abajo sujeto del trapecio con las piernas flexionadas. El balanceo era sincrónico y con el movimiento de un péndulo, el trapecio del que colgaba boca abajo se acercaba al otro, éste ya estaba volando por los aires y ambos se agarraban fuertemente de las muñecas. Todo aquello era emocionante y la niña contemplaba extasiada a estos acróbatas. Así estaba, mirando hacia arriba, cuando uno de ellos le gritó: ¡Sube por la escala de cuerdas y párate en la plataforma! Consuelo obedeció y empezó a subir, a subir cada vez más. Le temblaban las piernas y tenía una sensación de vacío en el estómago. -¡No mires hacia abajo!- le aconsejó el que la había invitado. Dirige la mirada hacia las barandas de la plataforma y proponte llegar a ella. Así lo hizo la niña y finalmente descansó en la pequeña repisa. Ésta estaba rodeada de una débil baranda hecha por cuatro hierros y una cuerda. Consuelo se sentó jadeando y se aferró a uno de los pilares. Estaba muy asustada. El trapecista que había saltado voló de regreso en su trapecio y se detuvo quedando de pie junto a ella. -Eres muy valiente- le dijo. Cualquiera no hace lo que tú has hecho por primera vez. ¿Quieres volar? Ven. Abraza mi cuello y sujétate con los pies.

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Diciendo esto, el trapecista se inclinó dando la espalda a la niña y Consuelo, alentada, lo abrazó con pies y manos como si fuera una pequeña mona a espaldas de su progenitor. El trapecista recibió el trapecio arrojado por su compañero que ahora se balanceaba sentado en su trapecio. El otro, con la niña en su espalda, se lanzó hacia el espacio. Consuelo no tuvo tiempo de gritar ni hacer otra cosa que apretar con las piernas y brazos al atleta que en esos instantes volaba a gran altura por los aires. Era terrorífico, pero al mismo tiempo fascinante. De repente, el trapecista se soltó de una mano y se dio media vuelta. Luego, con un mayor impulso aterrizó otra vez en la plataforma. Consuelo no se atrevía a liberarse y el hombre le separó suavemente las manos que estaban agarrotadas. -¿Qué te pareció?- le dijo. Es emocionante. ¿Verdad? La niña asintió con la cabeza sin decir una sola palabra. Entonces le dijeron que bajara por la escala de cordel. Mientras tanto el otro trapecista también había llegado a la plataforma y ambos atletas bajaron por una gruesa cuerda que caía de la plataforma. La bajada por la escala fue menos terrorífica para la niña que la subida y cuando llegó al suelo ambos hombres la recibieron alegremente con aplausos. Consuelo les dio las gracias y echó a correr hacia el carromato. Subió a toda prisa la escalera y cerrando fuertemente la puerta de su dormitorio se tendió boca abajo sobre la cama y se puso a llorar. La emoción había sido muy grande. La decisión estaba hecha. Iba a ser trapecista en el circo de su abuelo. Entonces cantó un zorzal y la bruja violeta de bonete negro y

trapecistas. No le importaba que estuviera de adorno allá arriba, en las alturas. Después de todo, era cuestión de dominar los nervios y acostumbrarse. Se dirigió a donde estaban practicando los trapecistas. En esos momentos uno de ellos volaba por los aires haciendo una voltereta mortal, para ser recibido segundos después, por su compañero, que colgaba cabeza abajo sujeto del trapecio con las piernas flexionadas. El balanceo era sincrónico y con el movimiento de un péndulo, el trapecio del que colgaba boca abajo se acercaba al otro, éste ya estaba volando por los aires y ambos se agarraban fuertemente de las muñecas. Todo aquello era emocionante y la niña contemplaba extasiada a estos acróbatas. Así estaba, mirando hacia arriba, cuando uno de ellos le gritó: ¡Sube por la escala de cuerdas y párate en la plataforma! Consuelo obedeció y empezó a subir, a subir cada vez más. Le temblaban las piernas y tenía una sensación de vacío en el estómago. -¡No mires hacia abajo!- le aconsejó el que la había invitado. Dirige la mirada hacia las barandas de la plataforma y proponte llegar a ella. Así lo hizo la niña y finalmente descansó en la pequeña repisa. Ésta estaba rodeada de una débil baranda hecha por cuatro hierros y una cuerda. Consuelo se sentó jadeando y se aferró a uno de los pilares. Estaba muy asustada. El trapecista que había saltado voló de regreso en su trapecio y se detuvo quedando de pie junto a ella. -Eres muy valiente- le dijo. Cualquiera no hace lo que tú has hecho por primera vez. ¿Quieres volar? Ven. Abraza mi cuello y sujétate con los pies.

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varita mágica de color índigo dio una alegre carcajada y comentó en voz alta: “En lo que se ha metido esta niñita”. Lo que la bruja no sabía, que Consuelo tenía grandes cualidades gimnásticas. Había sido una eximia bailarina de gimnasia rítmica en el colegio y a esto se agregaba una sensibilidad artística exquisita. Poco a poco, el miedo a las alturas fue disminuyendo pero sin desaparecer por completo y vino un momento en que pudo trepar y bajar por la cuerda al igual que sus compañeros de trabajo. Llegaba vestida con una malla rosada y su cuerpo grácil de niña de circo hacía de adorno y llenaba el vacío de la plataforma solitaria cuando sus compañeros trabajaban en los trapecios. Algunas veces pensaba, qué estaba haciendo allí, media muerta de susto y con mucho frío, vestida solamente con su frágil malla. Parecía una niña de un cuadro de Picasso en su época rosada, antes que se descuadrara. Se había dado cuenta de que la distancia entre ella y el suelo era mucho mayor viéndola desde arriba, que alzando la cabeza desde la pista del circo hacia los trapecistas. Día tras día Consuelo fue progresando junto a sus dos amigos el "Voltereta" y el "Cabeza-abajo”, así le decían cariñosamente sus compañeros de circo. Una noche sucedió algo inusitado. El Voltereta daba en esos instantes un salto mortal y era sostenido por el Cabeza-abajo que se balanceaba con las manos abiertas para recibir a su compañero. Me gustaría volar como ellos -pensó Consuelo- y en esos instantes se acercó el Cabeza-abajo con los brazos abiertos,

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varita mágica de color índigo dio una alegre carcajada y comentó en voz alta: “En lo que se ha metido esta niñita”. Lo que la bruja no sabía, que Consuelo tenía grandes cualidades gimnásticas. Había sido una eximia bailarina de gimnasia rítmica en el colegio y a esto se agregaba una sensibilidad artística exquisita. Poco a poco, el miedo a las alturas fue disminuyendo pero sin desaparecer por completo y vino un momento en que pudo trepar y bajar por la cuerda al igual que sus compañeros de trabajo. Llegaba vestida con una malla rosada y su cuerpo grácil de niña de circo hacía de adorno y llenaba el vacío de la plataforma solitaria cuando sus compañeros trabajaban en los trapecios. Algunas veces pensaba, qué estaba haciendo allí, media muerta de susto y con mucho frío, vestida solamente con su frágil malla. Parecía una niña de un cuadro de Picasso en su época rosada, antes que se descuadrara. Se había dado cuenta de que la distancia entre ella y el suelo era mucho mayor viéndola desde arriba, que alzando la cabeza desde la pista del circo hacia los trapecistas. Día tras día Consuelo fue progresando junto a sus dos amigos el "Voltereta" y el "Cabeza-abajo”, así le decían cariñosamente sus compañeros de circo. Una noche sucedió algo inusitado. El Voltereta daba en esos instantes un salto mortal y era sostenido por el Cabeza-abajo que se balanceaba con las manos abiertas para recibir a su compañero. Me gustaría volar como ellos -pensó Consuelo- y en esos instantes se acercó el Cabeza-abajo con los brazos abiertos,

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colgando de las piernas. Voltereta la empujó y la niña dando un grito cayó al vacío. Entonces Cabeza-abajo la tomó de las manos y la niña tuvo la sensación más maravillosa de su corta vida. ¡Volaba! Sí. Volaba por los aires vertiginosamente. La red, el público y la pista allá abajo se balanceaban rítmicamente y también el toldo de la carpa. De pronto, sin darse cuenta cómo, ya estaba nuevamente de pie en la plataforma. El corazón le latía fuertemente y tenía miedo. Mucho miedo. Allá abajo, el público aplaudía y reía, porque creyó que el grito que había lanzado y las manifestaciones de pánico habían sido una comedia.

CAPITULO VI

UN INESPERADO CONTRATIEMPO

El circo se trasladaba más y más hacia el Sur. Su destino final era Puerto Montt. A medida que se avanzaba, Consuelo sentía más frío allá arriba, en la plataforma, vestida con su malla de seda rosada. Una noche estaba lloviendo torrencialmente. A pesar de ser domingo, había poco público en las graderías. Consuelo temblaba, no de miedo sino de frío. Empezó a toser. Tenía calofríos y le dolía la cabeza. No quiso salir a volar por los aires y esto se lo comunicó a Voltereta. Éste, comprensivo, no insistió. Terminó el número de los trapecistas y Consuelo a duras penas

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pudo bajar por la cuerda y al salir de la pista se desmayó. Despertó en su camarote y el abuelo, sentado al lado de ella, la observaba preocupado. Cuando la niña abrió los ojos, él le sonrió. -Hemos llamado al doctor- le dijo. Pronto te sentirás bien. El doctor, después de examinarla, dictaminó un cuadro infeccioso respiratorio y recetó un jarabe. Cataplasmas de mostaza, bebidas calientes de tilo con limón y cuatro aspirinas al día. No podrá seguir viaje -dijo el médico-. Y el abuelo trató de darle una solución a este inesperado contratiempo. El pueblo donde estaban, era pobre y parecía abandonado de Dios. Su aspecto sombrío y remojado por constantes lluvias, quería expresar que el barro era el rey ahí, y la reina, la humedad. Se percibía una pobreza honda, profunda, que se transmitía de generación en generación, y todo ello, empapado en una tristeza que limitaba toda iniciativa hacia algo hermoso, sano u optimista. Daba la impresión que el alcohol impregnaba el cerebro de los habitantes y les daba una constante sensación de falsa belleza y alegría artificial. Sobrevenía un conformismo que no se deseaba más allá que las pocas cosas que se tenían alrededor. -Cómo sería este pueblo -pensó Consuelo- si no existieran vicios aquí, porque la naturaleza que lo rodea es linda. A pesar de tanta pobreza física y espiritual, el abuelo tenía una amiga en el pueblo y decidió que ella se hiciera cargo de la enferma. Mientras tanto, el circo cambiaría de itinerario y visitaría los pueblos de los alrededores. Así, después de algunos días o semanas volverían a tomar el rumbo original con la niña ya mejorada. La señora Matilde (la amiga del abuelo) recibió con cariño a la enferma y la acomodó en su dormitorio que aún tenía dos catres.

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colgando de las piernas. Voltereta la empujó y la niña dando un grito cayó al vacío. Entonces Cabeza-abajo la tomó de las manos y la niña tuvo la sensación más maravillosa de su corta vida. ¡Volaba! Sí. Volaba por los aires vertiginosamente. La red, el público y la pista allá abajo se balanceaban rítmicamente y también el toldo de la carpa. De pronto, sin darse cuenta cómo, ya estaba nuevamente de pie en la plataforma. El corazón le latía fuertemente y tenía miedo. Mucho miedo. Allá abajo, el público aplaudía y reía, porque creyó que el grito que había lanzado y las manifestaciones de pánico habían sido una comedia.

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UN INESPERADO CONTRATIEMPO

El circo se trasladaba más y más hacia el Sur. Su destino final era Puerto Montt. A medida que se avanzaba, Consuelo sentía más frío allá arriba, en la plataforma, vestida con su malla de seda rosada. Una noche estaba lloviendo torrencialmente. A pesar de ser domingo, había poco público en las graderías. Consuelo temblaba, no de miedo sino de frío. Empezó a toser. Tenía calofríos y le dolía la cabeza. No quiso salir a volar por los aires y esto se lo comunicó a Voltereta. Éste, comprensivo, no insistió. Terminó el número de los trapecistas y Consuelo a duras penas

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pudo bajar por la cuerda y al salir de la pista se desmayó. Despertó en su camarote y el abuelo, sentado al lado de ella, la observaba preocupado. Cuando la niña abrió los ojos, él le sonrió. -Hemos llamado al doctor- le dijo. Pronto te sentirás bien. El doctor, después de examinarla, dictaminó un cuadro infeccioso respiratorio y recetó un jarabe. Cataplasmas de mostaza, bebidas calientes de tilo con limón y cuatro aspirinas al día. No podrá seguir viaje -dijo el médico-. Y el abuelo trató de darle una solución a este inesperado contratiempo. El pueblo donde estaban, era pobre y parecía abandonado de Dios. Su aspecto sombrío y remojado por constantes lluvias, quería expresar que el barro era el rey ahí, y la reina, la humedad. Se percibía una pobreza honda, profunda, que se transmitía de generación en generación, y todo ello, empapado en una tristeza que limitaba toda iniciativa hacia algo hermoso, sano u optimista. Daba la impresión que el alcohol impregnaba el cerebro de los habitantes y les daba una constante sensación de falsa belleza y alegría artificial. Sobrevenía un conformismo que no se deseaba más allá que las pocas cosas que se tenían alrededor. -Cómo sería este pueblo -pensó Consuelo- si no existieran vicios aquí, porque la naturaleza que lo rodea es linda. A pesar de tanta pobreza física y espiritual, el abuelo tenía una amiga en el pueblo y decidió que ella se hiciera cargo de la enferma. Mientras tanto, el circo cambiaría de itinerario y visitaría los pueblos de los alrededores. Así, después de algunos días o semanas volverían a tomar el rumbo original con la niña ya mejorada. La señora Matilde (la amiga del abuelo) recibió con cariño a la enferma y la acomodó en su dormitorio que aún tenía dos catres.

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de par en par. Entonces lanzó un antiguo sortilegio:

“Santa Ana parió a María.Santa Isabel parió a San Juan.

Con estas santas palabrasLos perros se han de callar.”

Después cerró la ventana, se metió en su cama y minutos después estaba nuevamente roncando. La luz de la Luna entraba a través de los visillos e iluminaba tenuemente la habitación. La noche estaba fría. No se oía ni un ladrido. Había un silencio total.

-------------------

En pocos días Consuelo ya estaba mejor y con bastante apetito. La fiebre había desaparecido y las transpiraciones también. Doña Matilde le hacía vigorosas fricciones con un gran algodón empapado en alcohol, cambiaba la camisa de dormir y la peinaba con agua de colonia. A la hora de almuerzo, el plato principal era una sabrosa cazuela de ave con unas presas de gallina de campo. La niña se repetía el plato una y hasta dos veces con gran satisfacción de su enfermera. Y así pasaron los días en compañía de la señora Matilde y su gato regalón. Era un gato romano que acostumbraba dormir a los pies de la cama de su dueña pero ahora había decidido cambiar de

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Uno era de la dueña de casa y el otro había pertenecido a su finado esposo. Las paredes estaban cubiertas con un viejo papel amarillento adornado con flores desteñidas. De una alta ventana que daba a la calle colgaban unos hermosos visillos blancos tejidos a palillos por la dueña de casa. Al frente había una cómoda con un espejo, un lavatorio, un jarro con agua, una jabonera, y un balde con una tapa situado en el suelo. Estaba destinado para echar el agua que se había usado en el lavatorio para lavarse la cara y las manos. Los catres eran de bronce. Consuelo se sintió confortable al sentir las sábanas calentadas por una botella con agua caliente y con un clavo adentro. Ésta servía de guatero. Las sábanas tenían olor a limpio, a pesar de la humedad. Una almohada con un blando almohadón hacían que la niña se sintiera cómoda a pesar de sus malestares. Doña Matilde la regaloneaba. Era una gorda maternal. Su optimismo era contagioso y Consuelo se sentía protegida por esta señora tan cariñosa. Una noche de luna llena, Consuelo despertó sobresaltada. Los perros aullaban en forma lastimera y la niña no podía quedarse dormida. Doña Matilde roncaba en la cama de al lado. De pronto despertó y le preguntó a la niña por qué estaba despierta. -No puedo dormir con el aullido de los perros- se quejó Consuelo. -No te preocupes- le dijo doña Matilde. Eso tiene una solución, y levantándose de la cama fue hacia la ventana y la abrió

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de par en par. Entonces lanzó un antiguo sortilegio:

“Santa Ana parió a María.Santa Isabel parió a San Juan.

Con estas santas palabrasLos perros se han de callar.”

Después cerró la ventana, se metió en su cama y minutos después estaba nuevamente roncando. La luz de la Luna entraba a través de los visillos e iluminaba tenuemente la habitación. La noche estaba fría. No se oía ni un ladrido. Había un silencio total.

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En pocos días Consuelo ya estaba mejor y con bastante apetito. La fiebre había desaparecido y las transpiraciones también. Doña Matilde le hacía vigorosas fricciones con un gran algodón empapado en alcohol, cambiaba la camisa de dormir y la peinaba con agua de colonia. A la hora de almuerzo, el plato principal era una sabrosa cazuela de ave con unas presas de gallina de campo. La niña se repetía el plato una y hasta dos veces con gran satisfacción de su enfermera. Y así pasaron los días en compañía de la señora Matilde y su gato regalón. Era un gato romano que acostumbraba dormir a los pies de la cama de su dueña pero ahora había decidido cambiar de

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Uno era de la dueña de casa y el otro había pertenecido a su finado esposo. Las paredes estaban cubiertas con un viejo papel amarillento adornado con flores desteñidas. De una alta ventana que daba a la calle colgaban unos hermosos visillos blancos tejidos a palillos por la dueña de casa. Al frente había una cómoda con un espejo, un lavatorio, un jarro con agua, una jabonera, y un balde con una tapa situado en el suelo. Estaba destinado para echar el agua que se había usado en el lavatorio para lavarse la cara y las manos. Los catres eran de bronce. Consuelo se sintió confortable al sentir las sábanas calentadas por una botella con agua caliente y con un clavo adentro. Ésta servía de guatero. Las sábanas tenían olor a limpio, a pesar de la humedad. Una almohada con un blando almohadón hacían que la niña se sintiera cómoda a pesar de sus malestares. Doña Matilde la regaloneaba. Era una gorda maternal. Su optimismo era contagioso y Consuelo se sentía protegida por esta señora tan cariñosa. Una noche de luna llena, Consuelo despertó sobresaltada. Los perros aullaban en forma lastimera y la niña no podía quedarse dormida. Doña Matilde roncaba en la cama de al lado. De pronto despertó y le preguntó a la niña por qué estaba despierta. -No puedo dormir con el aullido de los perros- se quejó Consuelo. -No te preocupes- le dijo doña Matilde. Eso tiene una solución, y levantándose de la cama fue hacia la ventana y la abrió

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sido en su juventud un gran trapecista; hasta que vino un accidente y quedó lesionado. Consuelo había observado que el payaso actuaba rengueando de una pierna. Creyó que ese andar era parte de la comedia pero después supo lo de su caída y su invalidez. El payaso era estridente en la pista pero muy quitado de bulla en su vida de descanso. Casi no hablaba y siempre se le veía solitario, como recordando algo. Quizás tiempos pasados o un viejo amor, la madre de sus dos hijos trapecistas. Un día, en forma excepcional, estaba de muy buen humor. Consuelo recordaba con toda claridad lo que había sucedido. Estaban los dos solos en el comedor y de pronto el payaso se puso a cantar y a bailar en forma muy divertida, con las manos en la cintura. Tenía una voz clara y varonil y sus movimientos eran graciosos y acompasados. Hacía reír porque todos sus gestos expresaban una gran felicidad. Consuelo llevaba el compás palmoteando con las manos. De pronto… dio un salto y caminó por el aire. ¡Sí! ¡Bailaba y no caía y estaba a más de dos metros del suelo! Continuaba danzando como si estuviera en un proscenio invisible. Consuelo se quedó muda, con la boca abierta y las manos inmóviles en alto. ¡Era increíble! El payaso dejó de cantar y bailar y dando un salto cayó frente a Consuelo y la saludó con una ceremoniosa venia. -¿Cómo pudiste hacer eso?- exclamó Consuelo, admirada. -Es cuestión de voluntad e imaginación -respondió- y riendo alegremente se alejó de ella.

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alcoba y pasaba horas dormitando a los pies de la cama de Consuelo. La niña lo contemplaba cómo ronroneaba con los ojos semicerrados y de vez en cuando rasguñaba la colcha como un saludable ejercicio para las garras. Consuelo se entretenía mirándose en el espejo de la cómoda que estaba frente a las camas y también miraba a través del visillo de la ventana a la gente que pasaba por la vereda. Atardecía. El pueblo estaba silencioso. Por la calle solitaria se oyó la voz de un vendedor ambulante que ofrecía su mercancía. La voz se fue acercando y se escuchó frente a la casa donde estaba Consuelo. Después se alejó lentamente hasta casi no oírse. A la niña le embargó una gran tristeza. Siempre los vendedores ambulantes le habían causado pena porque tenía la sensación de que nadie les compraba lo que ofrecían. Solamente se escuchaba llorar a un niño. Era el hijo de la vecina. Por su voz balbuceante, Consuelo dedujo que tendría muy poca edad, tal vez dos años. -¿Cuándo vas a aprender a hacer pipí?- lo reprendía su madre. -En la noche -contestaba el pequeño- cuando esté durmiendo… Consuelo se puso a reír por la divertida respuesta del pequeño. Después de todo, no lo había pasado tan mal durante su enfermedad. Doña Matilde era una mujer maravillosa. ¿Qué sería de sus compañeros de circo? ¿Se acordarían de ella? El Voltereta y el Cabeza-abajo ¿echarían de menos a la aprendiz a trapecista? Ambos eran muy buenos con ella. Días antes de caer enferma, Consuelo había sabido que eran hermanos. El Cabeza-abajo era mayor y ambos eran hijos del payaso, éste había

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sido en su juventud un gran trapecista; hasta que vino un accidente y quedó lesionado. Consuelo había observado que el payaso actuaba rengueando de una pierna. Creyó que ese andar era parte de la comedia pero después supo lo de su caída y su invalidez. El payaso era estridente en la pista pero muy quitado de bulla en su vida de descanso. Casi no hablaba y siempre se le veía solitario, como recordando algo. Quizás tiempos pasados o un viejo amor, la madre de sus dos hijos trapecistas. Un día, en forma excepcional, estaba de muy buen humor. Consuelo recordaba con toda claridad lo que había sucedido. Estaban los dos solos en el comedor y de pronto el payaso se puso a cantar y a bailar en forma muy divertida, con las manos en la cintura. Tenía una voz clara y varonil y sus movimientos eran graciosos y acompasados. Hacía reír porque todos sus gestos expresaban una gran felicidad. Consuelo llevaba el compás palmoteando con las manos. De pronto… dio un salto y caminó por el aire. ¡Sí! ¡Bailaba y no caía y estaba a más de dos metros del suelo! Continuaba danzando como si estuviera en un proscenio invisible. Consuelo se quedó muda, con la boca abierta y las manos inmóviles en alto. ¡Era increíble! El payaso dejó de cantar y bailar y dando un salto cayó frente a Consuelo y la saludó con una ceremoniosa venia. -¿Cómo pudiste hacer eso?- exclamó Consuelo, admirada. -Es cuestión de voluntad e imaginación -respondió- y riendo alegremente se alejó de ella.

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alcoba y pasaba horas dormitando a los pies de la cama de Consuelo. La niña lo contemplaba cómo ronroneaba con los ojos semicerrados y de vez en cuando rasguñaba la colcha como un saludable ejercicio para las garras. Consuelo se entretenía mirándose en el espejo de la cómoda que estaba frente a las camas y también miraba a través del visillo de la ventana a la gente que pasaba por la vereda. Atardecía. El pueblo estaba silencioso. Por la calle solitaria se oyó la voz de un vendedor ambulante que ofrecía su mercancía. La voz se fue acercando y se escuchó frente a la casa donde estaba Consuelo. Después se alejó lentamente hasta casi no oírse. A la niña le embargó una gran tristeza. Siempre los vendedores ambulantes le habían causado pena porque tenía la sensación de que nadie les compraba lo que ofrecían. Solamente se escuchaba llorar a un niño. Era el hijo de la vecina. Por su voz balbuceante, Consuelo dedujo que tendría muy poca edad, tal vez dos años. -¿Cuándo vas a aprender a hacer pipí?- lo reprendía su madre. -En la noche -contestaba el pequeño- cuando esté durmiendo… Consuelo se puso a reír por la divertida respuesta del pequeño. Después de todo, no lo había pasado tan mal durante su enfermedad. Doña Matilde era una mujer maravillosa. ¿Qué sería de sus compañeros de circo? ¿Se acordarían de ella? El Voltereta y el Cabeza-abajo ¿echarían de menos a la aprendiz a trapecista? Ambos eran muy buenos con ella. Días antes de caer enferma, Consuelo había sabido que eran hermanos. El Cabeza-abajo era mayor y ambos eran hijos del payaso, éste había

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CAPITULO VII

EL ALMACEN Y LA CALLE MÁGICA

Consuelo había sanado. Ahora caminaba por los aposentos de la casa acompañada del gato romano. De vez en cuando el micifuz, maullando, se restregaba en una de las pantorrillas de la niña y eso le desagradaba. ¡No te refriegues en las piernas! -le decía al minino, pero el gato la miraba con la cola en alto y emitía un suave maullido, que en lenguaje gatuno significaba: Te quiero. La señora Matilde tenía un almacén al lado de su casa. Era el almacén de la esquina. Días después, Consuelo pudo salir a la calle y visitar a su buena amiga que había terminado su labor de enfermera y ahora había vuelto a sus actividades comerciales detrás del mesón. A Consuelo le agradaba el ambiente de ese viejo almacén pueblerino. Con su olor peculiar, mezcla de sacos de papas, vino, verduras, aceite, parafina y otros productos que, mezclados todos en el aire, le daban una personalidad característica. Doña Matilde vendía aceite mediante una pequeña bomba pintada de rojo y empotrada en un barril de metal. Al mover la palanca hacia arriba y abajo, salía un fino chorro de aceite que llenaba un jarro de hierro enlozado. A la niña le gustaba bombear el aceite porque el líquido amarillento fluía a presión y caía en el jarro. Era una sensación agradable. Una mañana deseó conocer los aposentos internos del

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CAPITULO VII

EL ALMACEN Y LA CALLE MÁGICA

Consuelo había sanado. Ahora caminaba por los aposentos de la casa acompañada del gato romano. De vez en cuando el micifuz, maullando, se restregaba en una de las pantorrillas de la niña y eso le desagradaba. ¡No te refriegues en las piernas! -le decía al minino, pero el gato la miraba con la cola en alto y emitía un suave maullido, que en lenguaje gatuno significaba: Te quiero. La señora Matilde tenía un almacén al lado de su casa. Era el almacén de la esquina. Días después, Consuelo pudo salir a la calle y visitar a su buena amiga que había terminado su labor de enfermera y ahora había vuelto a sus actividades comerciales detrás del mesón. A Consuelo le agradaba el ambiente de ese viejo almacén pueblerino. Con su olor peculiar, mezcla de sacos de papas, vino, verduras, aceite, parafina y otros productos que, mezclados todos en el aire, le daban una personalidad característica. Doña Matilde vendía aceite mediante una pequeña bomba pintada de rojo y empotrada en un barril de metal. Al mover la palanca hacia arriba y abajo, salía un fino chorro de aceite que llenaba un jarro de hierro enlozado. A la niña le gustaba bombear el aceite porque el líquido amarillento fluía a presión y caía en el jarro. Era una sensación agradable. Una mañana deseó conocer los aposentos internos del

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Al final de la calle había un viejo murallón hecho de adobes y un portón semiabierto. La niña se escurrió por él y llegó al último patio de la casa de la señora Matilde. -¡Es asombroso! -se dijo. Entonces apareció el gato romano y se acercó con la cola en alto para darle la bienvenida. -¿Dónde has estado? -le preguntó doña Matilde, cuando llegó del almacén. -No te aventures sola sin saber yo por donde andas. Mira que en este pueblo ocurren cosas misteriosas y a veces de mucho peligro. En un árbol de uno de los patios de la casa cantó un zorzal. La escena iba a cambiar y la niña tendría una espantosa experiencia que no la olvidaría hasta mucho tiempo después.

CAPITULO VIII

EL BANDIDO

Esa tarde, en las afueras del pueblo se oyeron unos gritos desgarradores y varios disparos de escopeta. Consuelo vio que la poca gente que había en la calle corría presurosa a sus casas y cerraban con trancas las puertas y los postigos de las ventanas. Había algo eléctrico y terrorífico en el pueblo, con sus calles solitarias y las casas herméticas. No se veía a nadie. Ni un alma. Doña Matilde estaba en el almacén y Consuelo tuvo mucho

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almacén donde se guardaba la mercancía. Pensó que algunas de estas piezas estarían comunicadas con uno de los patios de la casa contigua al almacén. En efecto, después de recorrer varias habitaciones llegó a un patio, pero éste no llegaba a la casa sino que salía a una calle. La mañana estaba deliciosa. Se respiraba un aire puro y los rayos de un sol invernal bañaban tímidamente el pavimento a través de las ramas desnudas de los árboles. Consuelo corrió por esa calle, no recta sino ondulante, entre prados de flores bien cuidados y limitados por sutiles barandas con barrotes verticales. Solamente se oía el ruido de sus pisadas. En uno de los prados divisó unos hombrecitos vestidos con llamativos colores. Eran estatuas no mayores que un metro y medio. Parecían jinetes de caballos de carrera. Más allá había una hilera de casas de un piso con alargadas ventanillas y grandes aleros que se inclinaban a la calle silenciosa por donde corría la niña. En medio de la calle, crecían cinco grandes árboles de diferentes especies. Todo esto parece un barrio chino -pensó. Por la calle solamente puede transitar gente a pie o en bicicleta porque un vehículo no podría avanzar debido a los árboles que se interponen al medio. Y continuó corriendo más presurosa porque tuvo miedo de este solitario y misterioso ambiente. Lo que la rodeaba era completamente distinto al pueblo. -Debe de ser un pueblo mágico - se dijo. Mientras corría se dio cuenta de que había recuperado totalmente sus fuerzas.

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Al final de la calle había un viejo murallón hecho de adobes y un portón semiabierto. La niña se escurrió por él y llegó al último patio de la casa de la señora Matilde. -¡Es asombroso! -se dijo. Entonces apareció el gato romano y se acercó con la cola en alto para darle la bienvenida. -¿Dónde has estado? -le preguntó doña Matilde, cuando llegó del almacén. -No te aventures sola sin saber yo por donde andas. Mira que en este pueblo ocurren cosas misteriosas y a veces de mucho peligro. En un árbol de uno de los patios de la casa cantó un zorzal. La escena iba a cambiar y la niña tendría una espantosa experiencia que no la olvidaría hasta mucho tiempo después.

CAPITULO VIII

EL BANDIDO

Esa tarde, en las afueras del pueblo se oyeron unos gritos desgarradores y varios disparos de escopeta. Consuelo vio que la poca gente que había en la calle corría presurosa a sus casas y cerraban con trancas las puertas y los postigos de las ventanas. Había algo eléctrico y terrorífico en el pueblo, con sus calles solitarias y las casas herméticas. No se veía a nadie. Ni un alma. Doña Matilde estaba en el almacén y Consuelo tuvo mucho

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almacén donde se guardaba la mercancía. Pensó que algunas de estas piezas estarían comunicadas con uno de los patios de la casa contigua al almacén. En efecto, después de recorrer varias habitaciones llegó a un patio, pero éste no llegaba a la casa sino que salía a una calle. La mañana estaba deliciosa. Se respiraba un aire puro y los rayos de un sol invernal bañaban tímidamente el pavimento a través de las ramas desnudas de los árboles. Consuelo corrió por esa calle, no recta sino ondulante, entre prados de flores bien cuidados y limitados por sutiles barandas con barrotes verticales. Solamente se oía el ruido de sus pisadas. En uno de los prados divisó unos hombrecitos vestidos con llamativos colores. Eran estatuas no mayores que un metro y medio. Parecían jinetes de caballos de carrera. Más allá había una hilera de casas de un piso con alargadas ventanillas y grandes aleros que se inclinaban a la calle silenciosa por donde corría la niña. En medio de la calle, crecían cinco grandes árboles de diferentes especies. Todo esto parece un barrio chino -pensó. Por la calle solamente puede transitar gente a pie o en bicicleta porque un vehículo no podría avanzar debido a los árboles que se interponen al medio. Y continuó corriendo más presurosa porque tuvo miedo de este solitario y misterioso ambiente. Lo que la rodeaba era completamente distinto al pueblo. -Debe de ser un pueblo mágico - se dijo. Mientras corría se dio cuenta de que había recuperado totalmente sus fuerzas.

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montar. Sujetando a la niña por los costados manejaba las riendas con gran destreza. Consuelo estaba a punto de desmayarse debido a las emociones sufridas en tan escaso tiempo y haciendo esfuerzos por no caerse del caballo se aferró con ambas manos a la montura. Ahora se galopaba en silencio. Gruesos nubarrones ennegrecían el cielo y a lo lejos el horizonte rojo se asomaba como una lengua de sangre entre los cerros y las negras nubes. El pueblo se esfumó allá abajo, en el valle, y Consuelo se dio cuenta de que no había ninguna esperanza de que la salvaran de este inesperado rapto. Entonces tuvo pánico. Le vino a su mente el recuerdo cuando era pequeñita y su mamá y los abuelos la llevaban a pasear al parque de diversiones. La montaban en un caballo en el carrusel y éste subía y bajaba dando vueltas lentamente al compás de una música. Su mamá la acompañaba de pie a su lado pero la niña tenía mucho susto. No soportaba todo aquello, hecho especialmente para niños mayores que ella. Sí. El caballo era muy grande y sus movimientos de sube y baja eran bruscos. Además, el mundo giraba alrededor y los caballos delante y detrás de ella subían y bajaban. Todo eso mareaba y entonces decidían sacarla del carrusel. Pero ahora nadie la sacaba de allí, montada sobre un caballo y rodeada de forajidos. Fue tanto el miedo y la desesperación, que perdió los sentidos y no supo más… Los caballos iban ahora al paso. Estaban cansados y sudorosos y respiraban fuerte después de la frenética arremetida. Los ijares sangraban debido a las espuelas que se habían hundido rebanando la carne viva. La niña había recobrado el conocimiento y el hombre le

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susto de sentirse sola en la casa porque no atinaba a cerrar los postigos de las ventanas ni trancar las puertas como lo habían hecho sus vecinos. Entonces se le ocurrió salir y llegar al almacén para encontrarse con la señora Matilde, y dando un portazo se fue corriendo a toda prisa al almacén. Pero la puerta del almacén estaba cerrada. Seguramente la señora Matilde la había trancado e iba a llegar a la casa por detrás, a través de los patios Empezó a llamar a gritos a la mujer y a golpear con los puños los maderos pero nadie contestó. Decidió volver a la casa pero el portazo había cerrado la puerta por dentro y no la podía abrir. ¡Qué desesperación! -¡Señora Matilde! ¡Ábrame por favoor!- gritaba la niña. En eso estaba, cuando al final de la calle se oyó un galope de caballos y aparecieron cuatro jinetes a toda prisa que fustigaban a sus cabalgaduras con pencazos en las ancas. Se venían encima y la niña horrorizada se afirmó de espaldas a la pared con las rodillas semiflectadas por el terror. Se sintió levantada brutalmente en vilo y cayó a horcajadas entre la montura y el cuello del animal que huía a más no poder. El caballo iba con la cabeza hacia adelante, las orejas plegadas y las riendas sueltas. Consuelo veía cómo corrían las patas delanteras frente a su cara pero los cuerpos no se cimbraban porque el galope era rapidísimo. Se oían disparos y los jinetes gritaban emitiendo alaridos guturales como los arrieros o los indios. Los techos de las casas quedaron atrás y ahora se galopaba en pleno campo. El jinete, en un gesto de gran fuerza y dominio, se desplazó al anca del caballo y levantó a Consuelo sentándola en la silla de

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montar. Sujetando a la niña por los costados manejaba las riendas con gran destreza. Consuelo estaba a punto de desmayarse debido a las emociones sufridas en tan escaso tiempo y haciendo esfuerzos por no caerse del caballo se aferró con ambas manos a la montura. Ahora se galopaba en silencio. Gruesos nubarrones ennegrecían el cielo y a lo lejos el horizonte rojo se asomaba como una lengua de sangre entre los cerros y las negras nubes. El pueblo se esfumó allá abajo, en el valle, y Consuelo se dio cuenta de que no había ninguna esperanza de que la salvaran de este inesperado rapto. Entonces tuvo pánico. Le vino a su mente el recuerdo cuando era pequeñita y su mamá y los abuelos la llevaban a pasear al parque de diversiones. La montaban en un caballo en el carrusel y éste subía y bajaba dando vueltas lentamente al compás de una música. Su mamá la acompañaba de pie a su lado pero la niña tenía mucho susto. No soportaba todo aquello, hecho especialmente para niños mayores que ella. Sí. El caballo era muy grande y sus movimientos de sube y baja eran bruscos. Además, el mundo giraba alrededor y los caballos delante y detrás de ella subían y bajaban. Todo eso mareaba y entonces decidían sacarla del carrusel. Pero ahora nadie la sacaba de allí, montada sobre un caballo y rodeada de forajidos. Fue tanto el miedo y la desesperación, que perdió los sentidos y no supo más… Los caballos iban ahora al paso. Estaban cansados y sudorosos y respiraban fuerte después de la frenética arremetida. Los ijares sangraban debido a las espuelas que se habían hundido rebanando la carne viva. La niña había recobrado el conocimiento y el hombre le

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susto de sentirse sola en la casa porque no atinaba a cerrar los postigos de las ventanas ni trancar las puertas como lo habían hecho sus vecinos. Entonces se le ocurrió salir y llegar al almacén para encontrarse con la señora Matilde, y dando un portazo se fue corriendo a toda prisa al almacén. Pero la puerta del almacén estaba cerrada. Seguramente la señora Matilde la había trancado e iba a llegar a la casa por detrás, a través de los patios Empezó a llamar a gritos a la mujer y a golpear con los puños los maderos pero nadie contestó. Decidió volver a la casa pero el portazo había cerrado la puerta por dentro y no la podía abrir. ¡Qué desesperación! -¡Señora Matilde! ¡Ábrame por favoor!- gritaba la niña. En eso estaba, cuando al final de la calle se oyó un galope de caballos y aparecieron cuatro jinetes a toda prisa que fustigaban a sus cabalgaduras con pencazos en las ancas. Se venían encima y la niña horrorizada se afirmó de espaldas a la pared con las rodillas semiflectadas por el terror. Se sintió levantada brutalmente en vilo y cayó a horcajadas entre la montura y el cuello del animal que huía a más no poder. El caballo iba con la cabeza hacia adelante, las orejas plegadas y las riendas sueltas. Consuelo veía cómo corrían las patas delanteras frente a su cara pero los cuerpos no se cimbraban porque el galope era rapidísimo. Se oían disparos y los jinetes gritaban emitiendo alaridos guturales como los arrieros o los indios. Los techos de las casas quedaron atrás y ahora se galopaba en pleno campo. El jinete, en un gesto de gran fuerza y dominio, se desplazó al anca del caballo y levantó a Consuelo sentándola en la silla de

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-Consuelo. -Ese era el nombre de mi hermanita- balbuceó el bandido. La mataron los pacos cuando rodearon mi rancho. Me traes recuerdos, niña. No me tengas miedo que no te haré daño.

Consuelo contemplaba la cara del bandido que estaba iluminada por las llamas de la fogata. Tenía un cabello tieso, corto y algo canoso en las sienes, a pesar de su juventud. Las cejas parecían unirse como si fuera un felino y sus ojos castaños traducían cierta tristeza y una gran soledad. Estaban inyectados en sangre y su aspecto vidrioso transmitían maldad y arraigados vicios. Por sus mejillas cubiertas por una barba de varios días, corría una cicatriz que llegaba hasta el cuello; un recuerdo quizás de qué duelo a cuchillo años atrás. Vestía un grueso y largo poncho indio y sus zapatos tenían espuelas de pequeñas rodajas. Iba fuertemente armado. Una escopeta, con la culata y el doble cañón recortados se encajaba fácilmente en su cintura. Además llevaba un cuchillo medio escondido en la faja. Los bandoleros permanecían silenciosos cerca del fuego. Uno de ellos, más distante, apoyado en el muro de la caverna, escupió despectivamente hacia la oscuridad cuando el bandido le habló a la niña. Consuelo sintió curiosidad por este personaje y se atrevió preguntarle su nombre. -¿Cuál es tu nombre?- le dijo con timidez. El bandido se sorprendió ante tan singular pregunta. - Ciriaco- contestó.

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ordenó que se fuera al anca mientras él ocupaba su puesto en la montura. -Hazlo “al tiro” o te rajo el cogote- le dijo. Era tal la fuerza de convicción de la voz, que la niña sintió que si no efectuaba lo que se le ordenaba, el bandido iba a cumplir la amenaza. La tomó de la cintura y la trasladó por un costado hacia el anca del caballo y Consuelo quedó sentada a horcajadas mirando hacia atrás, dándole la espalda al jinete. Entonces se puso a llorar desconsoladamente, mientras los otros tres hombres que habían permanecido silenciosos, reían ahora al ver la posición ridícula de la prisionera. -Agárrate de la cola para que no te caigas -le dijo uno- y todos se mofaron. Al parecer desahogaban sus tensiones del reciente tiroteo. El jinete que cabalgaba con la niña, extrañamente compadecido de las burlas, echó una mano atrás y le dijo que se agarrara de ella. Consuelo, haciendo un gran esfuerzo se levantó sujetándose del brazo del bandido; dando media vuelta y apoyando las rodillas en el anca del caballo, quedó mirando hacia adelante y más cómoda pudo descansar en esa posición. Cabalgaron largas horas por la montaña entre riscos y senderos de arrieros, hasta que llegaron a un pequeño valle escondido entre las cumbres donde había una tenebrosa grieta. Ésta permitía la entrada de los jinetes sin necesidad de desmontar. Allí acamparon. Encendieron una fogata y prepararon té caliente en unos tarros. -¿Cómo te llamas?-le preguntó el hombre que la había raptado. Al parecer era el jefe de la cuadrilla.

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-Consuelo. -Ese era el nombre de mi hermanita- balbuceó el bandido. La mataron los pacos cuando rodearon mi rancho. Me traes recuerdos, niña. No me tengas miedo que no te haré daño.

Consuelo contemplaba la cara del bandido que estaba iluminada por las llamas de la fogata. Tenía un cabello tieso, corto y algo canoso en las sienes, a pesar de su juventud. Las cejas parecían unirse como si fuera un felino y sus ojos castaños traducían cierta tristeza y una gran soledad. Estaban inyectados en sangre y su aspecto vidrioso transmitían maldad y arraigados vicios. Por sus mejillas cubiertas por una barba de varios días, corría una cicatriz que llegaba hasta el cuello; un recuerdo quizás de qué duelo a cuchillo años atrás. Vestía un grueso y largo poncho indio y sus zapatos tenían espuelas de pequeñas rodajas. Iba fuertemente armado. Una escopeta, con la culata y el doble cañón recortados se encajaba fácilmente en su cintura. Además llevaba un cuchillo medio escondido en la faja. Los bandoleros permanecían silenciosos cerca del fuego. Uno de ellos, más distante, apoyado en el muro de la caverna, escupió despectivamente hacia la oscuridad cuando el bandido le habló a la niña. Consuelo sintió curiosidad por este personaje y se atrevió preguntarle su nombre. -¿Cuál es tu nombre?- le dijo con timidez. El bandido se sorprendió ante tan singular pregunta. - Ciriaco- contestó.

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ordenó que se fuera al anca mientras él ocupaba su puesto en la montura. -Hazlo “al tiro” o te rajo el cogote- le dijo. Era tal la fuerza de convicción de la voz, que la niña sintió que si no efectuaba lo que se le ordenaba, el bandido iba a cumplir la amenaza. La tomó de la cintura y la trasladó por un costado hacia el anca del caballo y Consuelo quedó sentada a horcajadas mirando hacia atrás, dándole la espalda al jinete. Entonces se puso a llorar desconsoladamente, mientras los otros tres hombres que habían permanecido silenciosos, reían ahora al ver la posición ridícula de la prisionera. -Agárrate de la cola para que no te caigas -le dijo uno- y todos se mofaron. Al parecer desahogaban sus tensiones del reciente tiroteo. El jinete que cabalgaba con la niña, extrañamente compadecido de las burlas, echó una mano atrás y le dijo que se agarrara de ella. Consuelo, haciendo un gran esfuerzo se levantó sujetándose del brazo del bandido; dando media vuelta y apoyando las rodillas en el anca del caballo, quedó mirando hacia adelante y más cómoda pudo descansar en esa posición. Cabalgaron largas horas por la montaña entre riscos y senderos de arrieros, hasta que llegaron a un pequeño valle escondido entre las cumbres donde había una tenebrosa grieta. Ésta permitía la entrada de los jinetes sin necesidad de desmontar. Allí acamparon. Encendieron una fogata y prepararon té caliente en unos tarros. -¿Cómo te llamas?-le preguntó el hombre que la había raptado. Al parecer era el jefe de la cuadrilla.

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El lugar afuera de la cueva estaba iluminado. Gente uniformada y de a caballo rodeaba la salida de la caverna y alumbraba la entrada con linternas. Un hombre entró en la cueva y llamó en voz baja: -Consuelo… Consuelito ¿estás ahí? La voz le era conocida a la niña. Era su abuelo. -¡Abuelo!- balbuceó. El abuelo llegó donde la niña y la abrazó emocionado. -¡Abuelo!- sollozó. ¡Tengo tanto miedo! -Ya, ya. Mi pequeña lagartija- la consoló. Mira donde te he encontrado. Y la besó tiernamente en la cabeza. -El peligro ha pasado- le dijo. Te hemos venido a buscar para llevarte a casa. Consuelo salió con el abuelo quien la hizo montar en su cabalgadura. Tiempo después partió la patrulla de carabineros con el abuelo y la niña, llevando a los caballos de los bandidos tirados por las riendas. Sobre ellos iban cuatro muertos que estaban amarrados por los pies y las manos con nudos debajo del vientre de los caballos. Amanecía, cuando llegaron al pueblo. La patrulla se detuvo frente a la casa de doña Matilde quién recibió llorosa y alborozada a su niña perdida. -¡Dios los bendiga! Se despidió la mujer de los carabineros y éstos siguieron su rumbo hasta perderse de vista al final de la calle. El abuelo se quedó a tomar desayuno. El circo había regresado al pueblo. Consuelo se integraría a la comparsa y viajaría en el enorme carromato azul con grandes ruedas y sus diez yuntas de bueyes. Rumbo al Sur… Siempre al Sur…

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-Ciriaco Contreras… En esos momentos los demás hombres se pusieron de pie en estado de alerta y cogiendo sus armas, escucharon en silencio. Uno de ellos se abalanzó y apagó el fuego vertiendo el agua del tarro y luego con el pie lo apagó definitivamente. Un caballo en el fondo de la caverna relinchó y otro le contestó allá lejos, en la oscuridad. -¡Nos han seguido! Vociferó uno de los bandidos y lanzó unas tremendas herejías contra sus perseguidores. Consuelo, en la oscuridad de la caverna, pudo captar el ruido que hacían los bandidos para ir a buscar los caballos y cómo preparaban sus armas de fuego. Se oyó una voz en la noche que gritaba: -¡Ciriaco Contreras! ¡Estás rodeado! ¡No tienes escapatoria! ¡Ríndete! ¡Sale con las manos en alto y desarmado! Hubo un silencio y luego la niña oyó cómo discutían los bandidos en voz baja. -¡Estos h… nos van a matar de todas maneras! Echemos los caballos por delante y nosotros nos escabullimos por entre las peñas. Nuevamente se oyó la voz: -¡Ciriaco Contreras! ¡Entrégate o eres hombre muerto! Sonó un disparo y una bala rebotó en una de las paredes de la caverna. Los caballos relincharon asustados. Consuelo estaba aterrorizada. Lentamente se arrastró por el suelo, pegada a la pared, hacia el interior de la cueva. En esos instantes los caballos salieron de la caverna y los bandoleros detrás de ellos. Se oyó un tiroteo, gritos y blasfemias y después de un rato todo quedó en silencio.

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El lugar afuera de la cueva estaba iluminado. Gente uniformada y de a caballo rodeaba la salida de la caverna y alumbraba la entrada con linternas. Un hombre entró en la cueva y llamó en voz baja: -Consuelo… Consuelito ¿estás ahí? La voz le era conocida a la niña. Era su abuelo. -¡Abuelo!- balbuceó. El abuelo llegó donde la niña y la abrazó emocionado. -¡Abuelo!- sollozó. ¡Tengo tanto miedo! -Ya, ya. Mi pequeña lagartija- la consoló. Mira donde te he encontrado. Y la besó tiernamente en la cabeza. -El peligro ha pasado- le dijo. Te hemos venido a buscar para llevarte a casa. Consuelo salió con el abuelo quien la hizo montar en su cabalgadura. Tiempo después partió la patrulla de carabineros con el abuelo y la niña, llevando a los caballos de los bandidos tirados por las riendas. Sobre ellos iban cuatro muertos que estaban amarrados por los pies y las manos con nudos debajo del vientre de los caballos. Amanecía, cuando llegaron al pueblo. La patrulla se detuvo frente a la casa de doña Matilde quién recibió llorosa y alborozada a su niña perdida. -¡Dios los bendiga! Se despidió la mujer de los carabineros y éstos siguieron su rumbo hasta perderse de vista al final de la calle. El abuelo se quedó a tomar desayuno. El circo había regresado al pueblo. Consuelo se integraría a la comparsa y viajaría en el enorme carromato azul con grandes ruedas y sus diez yuntas de bueyes. Rumbo al Sur… Siempre al Sur…

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-Ciriaco Contreras… En esos momentos los demás hombres se pusieron de pie en estado de alerta y cogiendo sus armas, escucharon en silencio. Uno de ellos se abalanzó y apagó el fuego vertiendo el agua del tarro y luego con el pie lo apagó definitivamente. Un caballo en el fondo de la caverna relinchó y otro le contestó allá lejos, en la oscuridad. -¡Nos han seguido! Vociferó uno de los bandidos y lanzó unas tremendas herejías contra sus perseguidores. Consuelo, en la oscuridad de la caverna, pudo captar el ruido que hacían los bandidos para ir a buscar los caballos y cómo preparaban sus armas de fuego. Se oyó una voz en la noche que gritaba: -¡Ciriaco Contreras! ¡Estás rodeado! ¡No tienes escapatoria! ¡Ríndete! ¡Sale con las manos en alto y desarmado! Hubo un silencio y luego la niña oyó cómo discutían los bandidos en voz baja. -¡Estos h… nos van a matar de todas maneras! Echemos los caballos por delante y nosotros nos escabullimos por entre las peñas. Nuevamente se oyó la voz: -¡Ciriaco Contreras! ¡Entrégate o eres hombre muerto! Sonó un disparo y una bala rebotó en una de las paredes de la caverna. Los caballos relincharon asustados. Consuelo estaba aterrorizada. Lentamente se arrastró por el suelo, pegada a la pared, hacia el interior de la cueva. En esos instantes los caballos salieron de la caverna y los bandoleros detrás de ellos. Se oyó un tiroteo, gritos y blasfemias y después de un rato todo quedó en silencio.

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labios expresando tranquilidad. El balanceo de los trapecios era sincrónico. Debía ser preciso como péndulos de dos relojes que se acercan en su recorrido sin tocarse. El Cabeza-abajo tomaba vuelo con su cuerpo hasta llegar a cierta distancia y el Voltereta lanzándose después en su trapecio, le daba casi la misma velocidad. Ambos trapecios, al estar a la distancia más cercana quedaban en un instante inmóviles antes de alejarse. La niña había aprendido a darse el exacto impulso y se balanceaba en el trapecio afirmada con ambas manos, dándose cada vez más impulso con las piernas y los pies juntos hasta que en un instante, el Cabeza-abajo le daba la orden, entonces se desprendía soltando las manos y volaba hacia el Cabeza-abajo que la agarraba de los antebrazos. Consuelo se apretaba firme de las muñecas del trapecista y su balanceo era ahora mayor y más lento. Se sentía segura al sentir la tremenda fuerza que el Cabeza-abajo tenía en sus brazos. Luego se soltaba de una mano y daba media vuelta quedando de frente a su trapecio que venía y se alejaba de ella. El Cabeza-abajo se daba más impulso con la niña colgando de sus brazos y el otro trapecio era regulado por el Voltereta que lo agarraba desde la plataforma y lo empujaba hasta adquirir la velocidad deseada. Consuelo saltaba otra vez quedando algunas fracciones de segundo suspendida en el aire y agarrando el trapecio, llegaba después de una oscilación a la plataforma, en posición de pie. Su corazón palpitaba de gozo por la gran emoción de los dos

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CAPITULO IX

MARI MARI

Son muchas las aventuras que tuvo la caravana circense en su lenta trayectoria cuyo destino final era Puerto Montt. Tuvieron que vadear caudalosos ríos, ensanchar la senda para que pasara el carromato y talar árboles sacados del espeso bosque para construir rústicos puentes. Los hombres eran tenaces y en varias ocasiones, ayudados por la fuerza de los animales del circo, realizaban verdaderos milagros para seguir adelante, en medio de lluvias torrenciales, terrenos pantanosos donde se atascaban las ruedas y muchas otras dificultades. Pero la gente lugareña siempre estaba dispuesta a ayudarlos. En una ocasión, en que las ruedas del carromato se habían hundido hasta los ejes, veintidós yuntas de bueyes lo sacaron del atoche como si hubiera sido una liviana tabla resbalándose sobre el barro. Después de estas proezas, el abuelo les ofrecía función gratuita, pero ellos sonreían satisfechos y se iban con sus bueyes, tan sencillos como habían llegado. Consuelo ya no tenía miedo y sus músculos y nervios dominaban plenamente la situación allá arriba. El vértigo había desaparecido. Se sentía segura como un pájaro planeando con sus alas inmóviles en las alturas. La niña observaba la pista y al público, con una sonrisa en los

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labios expresando tranquilidad. El balanceo de los trapecios era sincrónico. Debía ser preciso como péndulos de dos relojes que se acercan en su recorrido sin tocarse. El Cabeza-abajo tomaba vuelo con su cuerpo hasta llegar a cierta distancia y el Voltereta lanzándose después en su trapecio, le daba casi la misma velocidad. Ambos trapecios, al estar a la distancia más cercana quedaban en un instante inmóviles antes de alejarse. La niña había aprendido a darse el exacto impulso y se balanceaba en el trapecio afirmada con ambas manos, dándose cada vez más impulso con las piernas y los pies juntos hasta que en un instante, el Cabeza-abajo le daba la orden, entonces se desprendía soltando las manos y volaba hacia el Cabeza-abajo que la agarraba de los antebrazos. Consuelo se apretaba firme de las muñecas del trapecista y su balanceo era ahora mayor y más lento. Se sentía segura al sentir la tremenda fuerza que el Cabeza-abajo tenía en sus brazos. Luego se soltaba de una mano y daba media vuelta quedando de frente a su trapecio que venía y se alejaba de ella. El Cabeza-abajo se daba más impulso con la niña colgando de sus brazos y el otro trapecio era regulado por el Voltereta que lo agarraba desde la plataforma y lo empujaba hasta adquirir la velocidad deseada. Consuelo saltaba otra vez quedando algunas fracciones de segundo suspendida en el aire y agarrando el trapecio, llegaba después de una oscilación a la plataforma, en posición de pie. Su corazón palpitaba de gozo por la gran emoción de los dos

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Son muchas las aventuras que tuvo la caravana circense en su lenta trayectoria cuyo destino final era Puerto Montt. Tuvieron que vadear caudalosos ríos, ensanchar la senda para que pasara el carromato y talar árboles sacados del espeso bosque para construir rústicos puentes. Los hombres eran tenaces y en varias ocasiones, ayudados por la fuerza de los animales del circo, realizaban verdaderos milagros para seguir adelante, en medio de lluvias torrenciales, terrenos pantanosos donde se atascaban las ruedas y muchas otras dificultades. Pero la gente lugareña siempre estaba dispuesta a ayudarlos. En una ocasión, en que las ruedas del carromato se habían hundido hasta los ejes, veintidós yuntas de bueyes lo sacaron del atoche como si hubiera sido una liviana tabla resbalándose sobre el barro. Después de estas proezas, el abuelo les ofrecía función gratuita, pero ellos sonreían satisfechos y se iban con sus bueyes, tan sencillos como habían llegado. Consuelo ya no tenía miedo y sus músculos y nervios dominaban plenamente la situación allá arriba. El vértigo había desaparecido. Se sentía segura como un pájaro planeando con sus alas inmóviles en las alturas. La niña observaba la pista y al público, con una sonrisa en los

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Se iba a iniciar la fiesta religiosa llamada el Nguillatún. El poblado se reunió en el centro de la aldea frente a una estatua de madera escalonada, el Rehue. Éste era un tronco con escalones y su extremo estaba adornado con ramas del árbol sagrado de los araucanos, el canelo. También había ramas de arrayán y otras plantas odoríferas. Sobre ellas estaba encaramada en el Rehue la hechicera o curandera, la machi. Se oía el cultrún, el tambor que tocaba la machi; también se escuchaban los sones de la flauta o pifilca y la trutruca con su ronco lamento. De pronto hubo silencio. Hombres, mujeres y niños iniciaron su oración comunitaria: “Saludos Nguechén. Te saludamos abuelos y antepasados. ¡Sednos propicios Dominador de los hombres! Después vinieron las cabalgatas alrededor del rehue. La machi empezó a bailar y a cantar largas oraciones al son de las trutrucas y del pequeño tambor o cultrún. Hombres y mujeres portaban ramas del sagrado canelo. Consuelo y sus acompañantes guardaban respetuoso silencio ante este baile y sus cantos porque se daban cuenta de que estaban ante una fiesta religiosa muy importante para la comunidad. Se invocaba a los espíritus para que hubiera buenas cosechas y para que no vinieran desgracias y enfermedades a los presentes. La machi invocaba a los buenos espíritus protectores y alejaba con sus artes mágicos a los espíritus malignos. Después del prolongado ceremonial, vino la fiesta, donde se comió carne asada de cordero y se bebió chicha de manzana. Consuelo no entendía lo que los indios conversaban porque hablaban mapuche pero si preguntaba algo le respondían en

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saltos, y el público allá abajo aplaudía con entusiasmo. Una mañana llena de sol salpicada de blancas nubes, llegaron a Temuco. En la afueras de la ciudad hubo una gran función que se repitió durante varios días. Consuelo, diestra en el trapecio, volaba con su malla rosada de un lado a otro como un pajarillo en el interior de una inmensa jaula, saltando de palo en palo. La gente aplaudía a los tres trapecistas y la niña se sentía orgullosa de pertenecer a ese número porque era el más importante de todos. Una tarde, el abuelo decidió visitar una comunidad mapuche y haciendo uso de uno de los carruajes del circo, partió hacia el interior, acompañado de Consuelo y otras personas de la comparsa. Llegaron a unos hermosos lomajes sembrados de trigo. Al fondo, los cerros cubiertos de bosque virgen y la cordillera nevada les daban la bienvenida. Una cuadrilla de quince hombres a caballo los vino a recibir. -¡Mari Mari!- gritaban sonrientes. Usaban largos ponchos y sus monturas con piel de oveja no tenían estribos. Rodearon el carruaje y luego escoltaron a los visitantes hacia el poblado. Éste estaba constituido por veinte chozas o rucas de totora. Las mujeres, con sus trajes típicos, en los que predominaba el negro, el verde, el rosado y el azul, detuvieron sus labores para observar a los recién llegados. Al parecer, ese día, era un día de fiesta porque tenían puestos sus adornos de plata. El trarilonco o cintillo sujeto en la frente y sus mantillas o chamales estaban sujetos con un gran alfiler del mismo metal y del pecho colgaba un hermoso medallón.

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Se iba a iniciar la fiesta religiosa llamada el Nguillatún. El poblado se reunió en el centro de la aldea frente a una estatua de madera escalonada, el Rehue. Éste era un tronco con escalones y su extremo estaba adornado con ramas del árbol sagrado de los araucanos, el canelo. También había ramas de arrayán y otras plantas odoríferas. Sobre ellas estaba encaramada en el Rehue la hechicera o curandera, la machi. Se oía el cultrún, el tambor que tocaba la machi; también se escuchaban los sones de la flauta o pifilca y la trutruca con su ronco lamento. De pronto hubo silencio. Hombres, mujeres y niños iniciaron su oración comunitaria: “Saludos Nguechén. Te saludamos abuelos y antepasados. ¡Sednos propicios Dominador de los hombres! Después vinieron las cabalgatas alrededor del rehue. La machi empezó a bailar y a cantar largas oraciones al son de las trutrucas y del pequeño tambor o cultrún. Hombres y mujeres portaban ramas del sagrado canelo. Consuelo y sus acompañantes guardaban respetuoso silencio ante este baile y sus cantos porque se daban cuenta de que estaban ante una fiesta religiosa muy importante para la comunidad. Se invocaba a los espíritus para que hubiera buenas cosechas y para que no vinieran desgracias y enfermedades a los presentes. La machi invocaba a los buenos espíritus protectores y alejaba con sus artes mágicos a los espíritus malignos. Después del prolongado ceremonial, vino la fiesta, donde se comió carne asada de cordero y se bebió chicha de manzana. Consuelo no entendía lo que los indios conversaban porque hablaban mapuche pero si preguntaba algo le respondían en

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saltos, y el público allá abajo aplaudía con entusiasmo. Una mañana llena de sol salpicada de blancas nubes, llegaron a Temuco. En la afueras de la ciudad hubo una gran función que se repitió durante varios días. Consuelo, diestra en el trapecio, volaba con su malla rosada de un lado a otro como un pajarillo en el interior de una inmensa jaula, saltando de palo en palo. La gente aplaudía a los tres trapecistas y la niña se sentía orgullosa de pertenecer a ese número porque era el más importante de todos. Una tarde, el abuelo decidió visitar una comunidad mapuche y haciendo uso de uno de los carruajes del circo, partió hacia el interior, acompañado de Consuelo y otras personas de la comparsa. Llegaron a unos hermosos lomajes sembrados de trigo. Al fondo, los cerros cubiertos de bosque virgen y la cordillera nevada les daban la bienvenida. Una cuadrilla de quince hombres a caballo los vino a recibir. -¡Mari Mari!- gritaban sonrientes. Usaban largos ponchos y sus monturas con piel de oveja no tenían estribos. Rodearon el carruaje y luego escoltaron a los visitantes hacia el poblado. Éste estaba constituido por veinte chozas o rucas de totora. Las mujeres, con sus trajes típicos, en los que predominaba el negro, el verde, el rosado y el azul, detuvieron sus labores para observar a los recién llegados. Al parecer, ese día, era un día de fiesta porque tenían puestos sus adornos de plata. El trarilonco o cintillo sujeto en la frente y sus mantillas o chamales estaban sujetos con un gran alfiler del mismo metal y del pecho colgaba un hermoso medallón.

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castellano. El abuelo conversaba con el cacique de la comunidad, quien estaba rodeado y era servido por sus tres esposas. Pronto la fiesta agarró bríos y los visitantes decidieron regresar a la ciudad porque se hacía tarde. Fueron despedidos por todos los allí presentes y unos pocos los escoltaron de vuelta a caballo; luego cambiaron rumbo y se devolvieron a todo galope. El abuelo estaba muy alegre y después de un rato se puso a cantar:

“Cuando los indios bajaronCuando los indios bajaron

Bajaron por el estanqueBajaron por el estanque

Y el indito ChinanperezRequiriendo sus amores

¡Yaja! ¡Yaja ¡Yajajá!¡Hay comadre compadre los indios!

¡Hay comadre, compadre! ¡los indios!

¡Yaja! ¡yaja ¡yajajá!Si no hay re. Sin no hay re

Aunque quiera su mercé…”

Cuando iban llegando a la ciudad el abuelo se tendió en el fondo del carruaje y se quedó dormido. El Voltereta condujo el coche con los caballos.

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castellano. El abuelo conversaba con el cacique de la comunidad, quien estaba rodeado y era servido por sus tres esposas. Pronto la fiesta agarró bríos y los visitantes decidieron regresar a la ciudad porque se hacía tarde. Fueron despedidos por todos los allí presentes y unos pocos los escoltaron de vuelta a caballo; luego cambiaron rumbo y se devolvieron a todo galope. El abuelo estaba muy alegre y después de un rato se puso a cantar:

“Cuando los indios bajaronCuando los indios bajaron

Bajaron por el estanqueBajaron por el estanque

Y el indito ChinanperezRequiriendo sus amores

¡Yaja! ¡Yaja ¡Yajajá!¡Hay comadre compadre los indios!

¡Hay comadre, compadre! ¡los indios!

¡Yaja! ¡yaja ¡yajajá!Si no hay re. Sin no hay re

Aunque quiera su mercé…”

Cuando iban llegando a la ciudad el abuelo se tendió en el fondo del carruaje y se quedó dormido. El Voltereta condujo el coche con los caballos.

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-¡Ah!- respondió el abuelo. Es una canción muy antigua. Me la cantaba mi padre cuando yo era niño y a él su papá, y así se ha transmitido de generación en generación. Piensa que se refiere cuando los indios atacaban a los españoles en tiempos de la Colonia o de la Conquista. Es muy antigua… pero deja contarte el relato del cacique Calvún. ¿Te interesa? -Sí, mucho. -“Hace algunos miles de años, dicen, que en Chile apareció un hombre blanco llamado Trome. Este hombre era similar a los españoles que llegaron muchos años más tarde. Dicen que Trome subido en lo alto de un cerro llamado Treng-Treng, dijo lo siguiente: Les traigo muy buenas noticias del cielo que conviene que sepan. Hay un Gran Señor Todopoderoso dueño del cielo y de la tierra y que las pobló. El hizo el Sol, la Luna y las estrellas y también creó a nosotros en la Tierra. Todas estas noticias las dio y también dijo otras grandes cosas pero los hombres no le hicieron caso. Entonces él gritó a todos los animales: Ya no me quieren oír los hombres; que vengan a oír los zorros, los leones, los guanacos y todos los animales. Entonces ¡qué gran maravilla vio esa gente! Dicen que acudieron los zorros, los leones, los guanacos, las culebras y los lagartos y todos los animales de los bosques y montañas, y los peces del agua de mar y de los ríos y las aves de todos los colores, hasta el manque (cóndor ) de la cordillera. Todos acudieron al cerro Treng-Treng a escuchar la palabra de Trome. Estaban parados sobre las rocas y en ellas dejaron sus huellas.

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Consuelo estaba feliz. Lo había pasado muy bien y la fiesta había sido muy interesante. Esa noche recordó los vestidos de las mujeres mapuches y sus adornos. A la machi y su cultrún mágico invocando a los espíritus y el ronco sonar de las trutrucas. Todo aquello era misterioso; un mundo mágico, invisible, que rodeaba a los que bailaban. Había otros seres que no se percibían con los cinco sentidos, pero estaban allí. Antes de quedarse dormida, recordó que, cuando venían de vuelta y el abuelo estaba tendido en el fondo del coche, una culebra se había atravesado en el camino y los caballos se habían detenido. ¿Había sido algo sin mayor trascendencia? ¿Un hecho casual?

Atardecía. El Sol semiescondido detrás de una muralla de nubes, estaba deformado por un efecto óptico. Se veía como un trompo rojo gigantesco. El abuelo y Consuelo estaban sentados en sillas de playa contemplando este espectáculo maravilloso. -Abuelo- dijo la niña. ¿Viste la culebra que se atravesó en el camino cuando veníamos de vuelta del Nguillatún? -No la vi, porque iba durmiendo por los efectos de la chicha - respondió el abuelo. Cuando yo era niño, un famoso cacique llamado Calvún, era amigo de mi padre. Él me contaba historias mapuches muy entretenidas. Recuerdo una relacionada con culebras y tiene cierta similitud con la Historia Sagrada. -Y esa canción que cantaste antes de quedarte dormido, ¿de adónde la sacaste?-interrumpió Consuelo. ¡Era muy divertida!

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-¡Ah!- respondió el abuelo. Es una canción muy antigua. Me la cantaba mi padre cuando yo era niño y a él su papá, y así se ha transmitido de generación en generación. Piensa que se refiere cuando los indios atacaban a los españoles en tiempos de la Colonia o de la Conquista. Es muy antigua… pero deja contarte el relato del cacique Calvún. ¿Te interesa? -Sí, mucho. -“Hace algunos miles de años, dicen, que en Chile apareció un hombre blanco llamado Trome. Este hombre era similar a los españoles que llegaron muchos años más tarde. Dicen que Trome subido en lo alto de un cerro llamado Treng-Treng, dijo lo siguiente: Les traigo muy buenas noticias del cielo que conviene que sepan. Hay un Gran Señor Todopoderoso dueño del cielo y de la tierra y que las pobló. El hizo el Sol, la Luna y las estrellas y también creó a nosotros en la Tierra. Todas estas noticias las dio y también dijo otras grandes cosas pero los hombres no le hicieron caso. Entonces él gritó a todos los animales: Ya no me quieren oír los hombres; que vengan a oír los zorros, los leones, los guanacos y todos los animales. Entonces ¡qué gran maravilla vio esa gente! Dicen que acudieron los zorros, los leones, los guanacos, las culebras y los lagartos y todos los animales de los bosques y montañas, y los peces del agua de mar y de los ríos y las aves de todos los colores, hasta el manque (cóndor ) de la cordillera. Todos acudieron al cerro Treng-Treng a escuchar la palabra de Trome. Estaban parados sobre las rocas y en ellas dejaron sus huellas.

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Consuelo estaba feliz. Lo había pasado muy bien y la fiesta había sido muy interesante. Esa noche recordó los vestidos de las mujeres mapuches y sus adornos. A la machi y su cultrún mágico invocando a los espíritus y el ronco sonar de las trutrucas. Todo aquello era misterioso; un mundo mágico, invisible, que rodeaba a los que bailaban. Había otros seres que no se percibían con los cinco sentidos, pero estaban allí. Antes de quedarse dormida, recordó que, cuando venían de vuelta y el abuelo estaba tendido en el fondo del coche, una culebra se había atravesado en el camino y los caballos se habían detenido. ¿Había sido algo sin mayor trascendencia? ¿Un hecho casual?

Atardecía. El Sol semiescondido detrás de una muralla de nubes, estaba deformado por un efecto óptico. Se veía como un trompo rojo gigantesco. El abuelo y Consuelo estaban sentados en sillas de playa contemplando este espectáculo maravilloso. -Abuelo- dijo la niña. ¿Viste la culebra que se atravesó en el camino cuando veníamos de vuelta del Nguillatún? -No la vi, porque iba durmiendo por los efectos de la chicha - respondió el abuelo. Cuando yo era niño, un famoso cacique llamado Calvún, era amigo de mi padre. Él me contaba historias mapuches muy entretenidas. Recuerdo una relacionada con culebras y tiene cierta similitud con la Historia Sagrada. -Y esa canción que cantaste antes de quedarte dormido, ¿de adónde la sacaste?-interrumpió Consuelo. ¡Era muy divertida!

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predica a los hombres y éstos no lo escuchan. Posteriormente viene un cataclismo similar al Diluvio o el fin del mundo y se salvan los buenos y perecen los malos.

El Sol o el dios Antu se había escondido en el horizonte. Sus dorados rayos aún se reflejaban en la nieve del volcán Villarrica. Éste echaba humo por su cráter. -Abuelo ¿por qué echa humo el volcán? ¿Acaso está en actividad? -Así dicen los científicos, al estudiar esa fumarola, pero yo creo otra cosa. -¿Qué otra cosa crees? -Es el cherufe. El genio que vive dentro del volcán. El volcán es su ruca y están avivando el fuego para preparar la comida. Esta lista la cena. Guardemos las sillas de playa.

CAPITULO X

LA RESIDENCIAL DE LAS SEÑORITAS MINTE

El carromato y su caravana de coches y animales llegaron a Puerto Varas. Un hermoso pueblito de colonos alemanes, situado en la orilla del lago Llanquihue, y al fondo, el volcán Osorno, imponente, dándole un sello de misterio y majestuosidad a todo el paisaje a su alrededor. Hubo un desfile de animales con banda de músicos por el

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El hombre blanco se fue y no volvió. Los animales se dispersaron y los hombres se quedaron solos. Comenzó entonces a llover mucho. A llover sin parar día y noche. La culebra buena del Treng-Treng silbó entonces muy fuerte llamando a los hombres buenos. Pero la serpiente mala Kaikai silbaba más fuerte, relinchaba como un caballo y llovía más fuerte. Los ríos se salían de sus lechos. Algunos pocos hombres y mujeres buenos se fueron al cerro Treng-Treng. Cuando estuvieron allí implorando el Ser Supremo de lo que les había hablado Trome, el cerro se levantó en cuatro patas largas, muy largas. La serpiente Kaikai rugía más estrepitosamente y las aguas subían y subían. Parecía que los hombres, refugiados en la cima de la montaña iban a morir. Pero silbaba la culebra buena Treng Treng y las cuatro patas del cerro se alargaban más. Mientras más relinchaba la culebra Kaikai, más subía el agua pero el cerro Treng-Treng se elevó tanto que alcanzó el cielo. Entonces -dicen- terminó de llover después de cuatro días y cuatro noches. Bajó el cerro Treng-Treng a su sitio y los mapuches que habían sobrevivido hicieron nuevamente sus rucas en el valle. Muchos de los hombres malos que no habían querido salvarse en el cerro Treng-Treng, se convirtieron en piedras…”

-Muy bonito tu cuento, abuelo- dijo la niña. Debe ser muy antiguo. -Así es- respondió el abuelo. Si tú te fijas, hay alguna relación entre el personaje Trome con Nuestro Señor Jesucristo. Cómo

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predica a los hombres y éstos no lo escuchan. Posteriormente viene un cataclismo similar al Diluvio o el fin del mundo y se salvan los buenos y perecen los malos.

El Sol o el dios Antu se había escondido en el horizonte. Sus dorados rayos aún se reflejaban en la nieve del volcán Villarrica. Éste echaba humo por su cráter. -Abuelo ¿por qué echa humo el volcán? ¿Acaso está en actividad? -Así dicen los científicos, al estudiar esa fumarola, pero yo creo otra cosa. -¿Qué otra cosa crees? -Es el cherufe. El genio que vive dentro del volcán. El volcán es su ruca y están avivando el fuego para preparar la comida. Esta lista la cena. Guardemos las sillas de playa.

CAPITULO X

LA RESIDENCIAL DE LAS SEÑORITAS MINTE

El carromato y su caravana de coches y animales llegaron a Puerto Varas. Un hermoso pueblito de colonos alemanes, situado en la orilla del lago Llanquihue, y al fondo, el volcán Osorno, imponente, dándole un sello de misterio y majestuosidad a todo el paisaje a su alrededor. Hubo un desfile de animales con banda de músicos por el

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El hombre blanco se fue y no volvió. Los animales se dispersaron y los hombres se quedaron solos. Comenzó entonces a llover mucho. A llover sin parar día y noche. La culebra buena del Treng-Treng silbó entonces muy fuerte llamando a los hombres buenos. Pero la serpiente mala Kaikai silbaba más fuerte, relinchaba como un caballo y llovía más fuerte. Los ríos se salían de sus lechos. Algunos pocos hombres y mujeres buenos se fueron al cerro Treng-Treng. Cuando estuvieron allí implorando el Ser Supremo de lo que les había hablado Trome, el cerro se levantó en cuatro patas largas, muy largas. La serpiente Kaikai rugía más estrepitosamente y las aguas subían y subían. Parecía que los hombres, refugiados en la cima de la montaña iban a morir. Pero silbaba la culebra buena Treng Treng y las cuatro patas del cerro se alargaban más. Mientras más relinchaba la culebra Kaikai, más subía el agua pero el cerro Treng-Treng se elevó tanto que alcanzó el cielo. Entonces -dicen- terminó de llover después de cuatro días y cuatro noches. Bajó el cerro Treng-Treng a su sitio y los mapuches que habían sobrevivido hicieron nuevamente sus rucas en el valle. Muchos de los hombres malos que no habían querido salvarse en el cerro Treng-Treng, se convirtieron en piedras…”

-Muy bonito tu cuento, abuelo- dijo la niña. Debe ser muy antiguo. -Así es- respondió el abuelo. Si tú te fijas, hay alguna relación entre el personaje Trome con Nuestro Señor Jesucristo. Cómo

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-¿Dónde queda eso abuelo? -En Puerto Chico. Así se llama el barrio que está al final de la playa. Avanzó el automóvil y un poco más allá se detuvo nuevamente frente a una hermosa casa de dos pisos, de madera de alerce. Como antejardín había un prado muy bien cuidado, rodeado de helechos, manzanos y otras plantas bellísimas. Se bajaron del taxi y después de cancelar el recorrido entraron al antejardín. El abuelo hizo sonar una campanilla y se abrió la puerta de entrada. Apareció una hermosa mujer alemana de cabello rojo que se alegró de ver al abuelo y a la niña. Los hizo pasar a un salón a la izquierda, donde había un piano. Después de conversar y preguntar por gente conocida de ambos, el abuelo le preguntó si podían almorzar. -Por supuesto- contestó la mujer pelirroja y levantándose de su silla dijo que iba a avisarle a sus hermanas para que vinieran a saludarlos. Mientras tanto, Consuelo observaba el salón. Todo estaba ordenado en forma muy pulcra. Había una pequeña mesa adornada con un mantel finamente bordado y un florero con flores recién cortadas. Más allá, sobre otro mueble, estaba un grueso libro de visitas y un estante con viejos libros muy bien encuadernados. El piano, con sus candelabros de bronce para alumbrar con la luz de las velas las partituras, la alfombra, las sillas, todo tenía un aire antiguo muy conservado. Las frescas flores esparcían su suave perfume por todo el salón y a esto se agregaba en esos momentos un exquisito olorcillo a comida que venía de la cocina y que daba un gran apetito.

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pueblo. Lo encabezaba la joven elefanta. Se apiñó la gente para ver este espectáculo poco acostumbrado. Marcharon hacia la plaza y allí se confundieron en medio de un gran gentío. Posteriormente se fueron a la carpa que estaba levantada en las afueras del pueblo, al otro lado de la línea férrea. Consuelo paseó por la costanera, y luego bajó a la playa. Ésta no tenía arena sino guijarros o cantos rodados. El agua era límpida y en la orilla, pequeñas olas transparentes, no más altas que una cuarta, reventaban tímidamente haciendo un ruido armonioso, exquisito, en la gran quietud del lago inmenso y el cielo nublado. Era una calma que se esparcía en el aire puro, que se aspiraba profundamente y vivificaba el cuerpo y el alma. Un agradable olor a pino alerce se sentía de vez en cuando, provenía de unos maderos y embarcaciones que había por ahí cerca. -¡Qué hermoso es este lugar!- se dijo Consuelo. Es tan apacible y silencioso. Al final de la playa había un viejo molino, y orillando el camino del lago divisó casas de madera construidas casi íntegramente de alerce, con sus techos y paredes cubiertas con tejuelas de madera de ese árbol. Del interior de las ventanas se veían maceteros con helechos y otras plantas de hojas rojas, muy hermosas. Consuelo estaba admirando las plantas cuando pasó un viejo automóvil y se detuvo al lado de ella. Era el abuelo. Abrió la puerta y la invitó a subir. -Vamos a almorzar en la Residencial de las señoritas Minte- le dijo.

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-¿Dónde queda eso abuelo? -En Puerto Chico. Así se llama el barrio que está al final de la playa. Avanzó el automóvil y un poco más allá se detuvo nuevamente frente a una hermosa casa de dos pisos, de madera de alerce. Como antejardín había un prado muy bien cuidado, rodeado de helechos, manzanos y otras plantas bellísimas. Se bajaron del taxi y después de cancelar el recorrido entraron al antejardín. El abuelo hizo sonar una campanilla y se abrió la puerta de entrada. Apareció una hermosa mujer alemana de cabello rojo que se alegró de ver al abuelo y a la niña. Los hizo pasar a un salón a la izquierda, donde había un piano. Después de conversar y preguntar por gente conocida de ambos, el abuelo le preguntó si podían almorzar. -Por supuesto- contestó la mujer pelirroja y levantándose de su silla dijo que iba a avisarle a sus hermanas para que vinieran a saludarlos. Mientras tanto, Consuelo observaba el salón. Todo estaba ordenado en forma muy pulcra. Había una pequeña mesa adornada con un mantel finamente bordado y un florero con flores recién cortadas. Más allá, sobre otro mueble, estaba un grueso libro de visitas y un estante con viejos libros muy bien encuadernados. El piano, con sus candelabros de bronce para alumbrar con la luz de las velas las partituras, la alfombra, las sillas, todo tenía un aire antiguo muy conservado. Las frescas flores esparcían su suave perfume por todo el salón y a esto se agregaba en esos momentos un exquisito olorcillo a comida que venía de la cocina y que daba un gran apetito.

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pueblo. Lo encabezaba la joven elefanta. Se apiñó la gente para ver este espectáculo poco acostumbrado. Marcharon hacia la plaza y allí se confundieron en medio de un gran gentío. Posteriormente se fueron a la carpa que estaba levantada en las afueras del pueblo, al otro lado de la línea férrea. Consuelo paseó por la costanera, y luego bajó a la playa. Ésta no tenía arena sino guijarros o cantos rodados. El agua era límpida y en la orilla, pequeñas olas transparentes, no más altas que una cuarta, reventaban tímidamente haciendo un ruido armonioso, exquisito, en la gran quietud del lago inmenso y el cielo nublado. Era una calma que se esparcía en el aire puro, que se aspiraba profundamente y vivificaba el cuerpo y el alma. Un agradable olor a pino alerce se sentía de vez en cuando, provenía de unos maderos y embarcaciones que había por ahí cerca. -¡Qué hermoso es este lugar!- se dijo Consuelo. Es tan apacible y silencioso. Al final de la playa había un viejo molino, y orillando el camino del lago divisó casas de madera construidas casi íntegramente de alerce, con sus techos y paredes cubiertas con tejuelas de madera de ese árbol. Del interior de las ventanas se veían maceteros con helechos y otras plantas de hojas rojas, muy hermosas. Consuelo estaba admirando las plantas cuando pasó un viejo automóvil y se detuvo al lado de ella. Era el abuelo. Abrió la puerta y la invitó a subir. -Vamos a almorzar en la Residencial de las señoritas Minte- le dijo.

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Llegaron las dos hermanas a saludar al abuelo. Ellas eran mayores y no tan bien parecidas como la pelirroja. Se pusieron muy alegres al ver al abuelo y después de una breve conversación invitaron a los recién llegados a pasar al comedor. Éste estaba a la derecha del pasillo de entrada. El comedor era tan pulcro y hermoso como el salón. Había seis mesas con sus respectivas sillas. Estaban todas con el servicio puesto, con manteles blancos; todo muy limpio y ordenado. La ventana que daba al jardín y con vista al lago, era alta y la luz llegaba a través de unos delicados visillos tejidos a mano. Todo esto le daba una agradable acogida al que estaba allí y una sensación de plena quietud y felicidad. Había dos mesas ocupadas por familias de parroquianos que estaban alojados en la residencial. Hubo saludos y sonrisas. El abuelo ocupó una de las mesas y Consuelo se sentó al frente y esperaron a que les sirvieran. Entró una joven mapuche con un vestido negro y un delantal blanco almidonado. Ofreció bebidas o licores y el abuelo pidió una cerveza. Pronto llegó con una bandeja y dos platos con una rica entrada de verduras, jamón, medio huevo duro, todo esto adornado con mayonesa y una aceituna. Sirvió la cerveza al abuelo y le sonrió a Consuelo. Después vino una sabrosa sopa y posteriormente un asado con papas cocidas y ensalada de lechugas. La gente en el comedor hablaba en voz baja y en algunos momentos Consuelo escuchaba con cierta curiosidad lo que conversaban los vecinos. Todo era un ambiente inolvidable de tranquilidad, mutuo

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Llegaron las dos hermanas a saludar al abuelo. Ellas eran mayores y no tan bien parecidas como la pelirroja. Se pusieron muy alegres al ver al abuelo y después de una breve conversación invitaron a los recién llegados a pasar al comedor. Éste estaba a la derecha del pasillo de entrada. El comedor era tan pulcro y hermoso como el salón. Había seis mesas con sus respectivas sillas. Estaban todas con el servicio puesto, con manteles blancos; todo muy limpio y ordenado. La ventana que daba al jardín y con vista al lago, era alta y la luz llegaba a través de unos delicados visillos tejidos a mano. Todo esto le daba una agradable acogida al que estaba allí y una sensación de plena quietud y felicidad. Había dos mesas ocupadas por familias de parroquianos que estaban alojados en la residencial. Hubo saludos y sonrisas. El abuelo ocupó una de las mesas y Consuelo se sentó al frente y esperaron a que les sirvieran. Entró una joven mapuche con un vestido negro y un delantal blanco almidonado. Ofreció bebidas o licores y el abuelo pidió una cerveza. Pronto llegó con una bandeja y dos platos con una rica entrada de verduras, jamón, medio huevo duro, todo esto adornado con mayonesa y una aceituna. Sirvió la cerveza al abuelo y le sonrió a Consuelo. Después vino una sabrosa sopa y posteriormente un asado con papas cocidas y ensalada de lechugas. La gente en el comedor hablaba en voz baja y en algunos momentos Consuelo escuchaba con cierta curiosidad lo que conversaban los vecinos. Todo era un ambiente inolvidable de tranquilidad, mutuo

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respeto y felicidad. Llegó una de las dueñas de la residencial a preguntarle al abuelo cómo estaba la comida y si era bien atendido. El abuelo estaba rozagante de felicidad. Bebía satisfecho su cerveza y se había metido la punta de una gran servilleta en el cuello, por encima de la corbata. Finalmente vino el postre. Era un postre alemán exquisito; consistía en un flan hecho de murta y adornado con una cereza sobre crema amarilla. Consuelo lamentó que la ración fuera tan pequeña. Se habría comido la fuente entera. Después de beber una tacita de café, el abuelo pagó la cuenta y se despidió de las señoritas Minte. La niña se despidió con un beso de las simpáticas dueñas de la residencial, y posteriormente se fue caminando con el abuelo en dirección al pueblo por la orilla del lago. Antes de llegar al muelle, la costanera se cortaba y tuvieron que subir un cerro por una calle para llegar a la plaza.

---------------

Llegaron a un viejo hotel cubierto con planchas de cinc. Una pintura amarillenta cubría las latas. Era el Hotel Bellavista. Un poco más allá había una playa y un muelle de madera, atracado a él había un pequeño barco. Por su chimenea salía un humo azul. Sus maquinarias trabajaban con leña como combustible, en lugar de carbón. -Sí tú deseas- dijo el abuelo- podríamos navegar en este barquito hasta el otro extremo del lago.

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respeto y felicidad. Llegó una de las dueñas de la residencial a preguntarle al abuelo cómo estaba la comida y si era bien atendido. El abuelo estaba rozagante de felicidad. Bebía satisfecho su cerveza y se había metido la punta de una gran servilleta en el cuello, por encima de la corbata. Finalmente vino el postre. Era un postre alemán exquisito; consistía en un flan hecho de murta y adornado con una cereza sobre crema amarilla. Consuelo lamentó que la ración fuera tan pequeña. Se habría comido la fuente entera. Después de beber una tacita de café, el abuelo pagó la cuenta y se despidió de las señoritas Minte. La niña se despidió con un beso de las simpáticas dueñas de la residencial, y posteriormente se fue caminando con el abuelo en dirección al pueblo por la orilla del lago. Antes de llegar al muelle, la costanera se cortaba y tuvieron que subir un cerro por una calle para llegar a la plaza.

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Llegaron a un viejo hotel cubierto con planchas de cinc. Una pintura amarillenta cubría las latas. Era el Hotel Bellavista. Un poco más allá había una playa y un muelle de madera, atracado a él había un pequeño barco. Por su chimenea salía un humo azul. Sus maquinarias trabajaban con leña como combustible, en lugar de carbón. -Sí tú deseas- dijo el abuelo- podríamos navegar en este barquito hasta el otro extremo del lago.

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CAPITULO XI

PUERTO MONTT

Varios días estuvo el circo del abuelo funcionando en Puerto Varas. Finalmente se levantó la carpa y la caravana siguió rumbo a Puerto Montt. Después de un largo día de viaje, por un camino rodeado de bosques, bajaron una cuesta y llegaron de noche a una calle que terminaba en una playa. Llovía torrencialmente y a pesar de ser primavera, hacía bastante frío. El abuelo estaba preocupado por los animales. Temía que se enfermaran. Consuelo observaba la ciudad con ojos muy abiertos. Las casitas de madera con sus ventanas luminosas se reflejaban en las calles mojadas por la lluvia. El cielo oscuro no dejaba ver ni una sola estrella. A lo lejos se oía el ruido de las olas y al fondo, en los cerros, la selva lo cubría todo y se confundía con las nubes. Se respiraba un aire frío que venía del mar. -¡Qué linda es esta ciudad, abuelo! -exclamó la niña- aspirando el aire fresco con cierto olor a algas marinas. -Siempre las mujeres y las ciudades se ven hermosas cuando es de noche- contestó lacónicamente el abuelo. Consuelo se quedó pensativa. No comprendía bien la observación del abuelo. Quizás -se dijo- la oscuridad sólo deja ver algunas cosas bellas de las mujeres y las ciudades y no permite ver las feas…

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-¡Me encantaría, abuelo! -Entonces -dijo el abuelo- mañana vendremos al muelle y ¡nos embarcaremos! Llegó la mañana del día siguiente y Consuelo subió con el abuelo a bordo del pequeño buque llamado “Santa Rosa”. Sonó un pitazo y empezaron a funcionar las máquinas del barquito. Lentamente se separó del muelle y principió a navegar a toda máquina hacia la orilla opuesta del lago, hacia el volcán. Navegó toda la mañana. El agua se veía profunda y de color azul oscuro. Consuelo observó gruesos oleajes. Parecía que estuvieran navegando en el mar. El aire era frío y muy puro. Era un aire limpio como los manteles y los corazones de las señoritas Minte. Llegaron a la orilla opuesta después de navegar varias horas por el extenso lago. Un pitazo del Santa Rosa anunció su llegada. Habían alcanzado La Ensenada. Desembarcaron junto con otros pasajeros y caminaron hacia un hermoso hotel. El Hotel Ensenada. Allí Consuelo disfrutó de otro rico almuerzo junto a su abuelo y después se embarcaron en el Santa Rosa para navegar de regreso a Puerto Varas. Atardecía cuando atracaron al muelle de madera. Se acabó el paseo- dijo el abuelo. Ahora tenemos que trabajar. Y se dirigieron al circo.

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CAPITULO XI

PUERTO MONTT

Varios días estuvo el circo del abuelo funcionando en Puerto Varas. Finalmente se levantó la carpa y la caravana siguió rumbo a Puerto Montt. Después de un largo día de viaje, por un camino rodeado de bosques, bajaron una cuesta y llegaron de noche a una calle que terminaba en una playa. Llovía torrencialmente y a pesar de ser primavera, hacía bastante frío. El abuelo estaba preocupado por los animales. Temía que se enfermaran. Consuelo observaba la ciudad con ojos muy abiertos. Las casitas de madera con sus ventanas luminosas se reflejaban en las calles mojadas por la lluvia. El cielo oscuro no dejaba ver ni una sola estrella. A lo lejos se oía el ruido de las olas y al fondo, en los cerros, la selva lo cubría todo y se confundía con las nubes. Se respiraba un aire frío que venía del mar. -¡Qué linda es esta ciudad, abuelo! -exclamó la niña- aspirando el aire fresco con cierto olor a algas marinas. -Siempre las mujeres y las ciudades se ven hermosas cuando es de noche- contestó lacónicamente el abuelo. Consuelo se quedó pensativa. No comprendía bien la observación del abuelo. Quizás -se dijo- la oscuridad sólo deja ver algunas cosas bellas de las mujeres y las ciudades y no permite ver las feas…

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-¡Me encantaría, abuelo! -Entonces -dijo el abuelo- mañana vendremos al muelle y ¡nos embarcaremos! Llegó la mañana del día siguiente y Consuelo subió con el abuelo a bordo del pequeño buque llamado “Santa Rosa”. Sonó un pitazo y empezaron a funcionar las máquinas del barquito. Lentamente se separó del muelle y principió a navegar a toda máquina hacia la orilla opuesta del lago, hacia el volcán. Navegó toda la mañana. El agua se veía profunda y de color azul oscuro. Consuelo observó gruesos oleajes. Parecía que estuvieran navegando en el mar. El aire era frío y muy puro. Era un aire limpio como los manteles y los corazones de las señoritas Minte. Llegaron a la orilla opuesta después de navegar varias horas por el extenso lago. Un pitazo del Santa Rosa anunció su llegada. Habían alcanzado La Ensenada. Desembarcaron junto con otros pasajeros y caminaron hacia un hermoso hotel. El Hotel Ensenada. Allí Consuelo disfrutó de otro rico almuerzo junto a su abuelo y después se embarcaron en el Santa Rosa para navegar de regreso a Puerto Varas. Atardecía cuando atracaron al muelle de madera. Se acabó el paseo- dijo el abuelo. Ahora tenemos que trabajar. Y se dirigieron al circo.

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Siguieron por una calle que partía de la estación del ferrocarril, bordeaba la costa y terminaba en un lugar muy pintoresco. Al frente había una isla. La isla Tenglo. Por la calle barrosa, flanqueada por un lado por el mar y por el otro por una oscura hilera de casas de madera, se dirigieron a una caleta o pequeño puerto. Allí estaban varados decenas de veleros chilotes. Al día siguiente el cielo estaba límpido y azul. Una que otra nube blanca y gruesa adornaba el firmamento. El Sol hacía brillar todo objeto. Consuelo y el abuelo fueron de compras a la caleta. Era la caleta Angelmó. Los veleros negros reclinados en el fango, estaban con las velas sin arriar porque las estaban secando al sol. El espectáculo era maravilloso. Las velas amarillentas y relucientes, los mástiles pintados de rojo, azul y verde y los pescadores con sus gorros chilotes de lana, ofrecían sus mercancías traídas de mar afuera. Se vendía pescado, mariscos, carbón de leña, papas y otros productos. A Consuelo le llamó la atención unos enormes choros negros, tan grandes como un zapato. Había también almejas, se vendían las papas no por kilo sino por almud. Esta medida se usaba como una medida de volumen y no de peso ya que metían cierta cantidad de papas en un cajoncito de madera y esa cantidad era un almud. El ambiente olía a luche, a pescado y a piure. Estos últimos colgaban secos, en sartas y por su penetrante olor dominaban el ambiente.

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Siguieron por una calle que partía de la estación del ferrocarril, bordeaba la costa y terminaba en un lugar muy pintoresco. Al frente había una isla. La isla Tenglo. Por la calle barrosa, flanqueada por un lado por el mar y por el otro por una oscura hilera de casas de madera, se dirigieron a una caleta o pequeño puerto. Allí estaban varados decenas de veleros chilotes. Al día siguiente el cielo estaba límpido y azul. Una que otra nube blanca y gruesa adornaba el firmamento. El Sol hacía brillar todo objeto. Consuelo y el abuelo fueron de compras a la caleta. Era la caleta Angelmó. Los veleros negros reclinados en el fango, estaban con las velas sin arriar porque las estaban secando al sol. El espectáculo era maravilloso. Las velas amarillentas y relucientes, los mástiles pintados de rojo, azul y verde y los pescadores con sus gorros chilotes de lana, ofrecían sus mercancías traídas de mar afuera. Se vendía pescado, mariscos, carbón de leña, papas y otros productos. A Consuelo le llamó la atención unos enormes choros negros, tan grandes como un zapato. Había también almejas, se vendían las papas no por kilo sino por almud. Esta medida se usaba como una medida de volumen y no de peso ya que metían cierta cantidad de papas en un cajoncito de madera y esa cantidad era un almud. El ambiente olía a luche, a pescado y a piure. Estos últimos colgaban secos, en sartas y por su penetrante olor dominaban el ambiente.

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Todo tenía olor a piure. Hasta los chilotes y sus gruesos chalecos de lana. Las mujeres vestían de negro y usaban pañuelos para cubrirse la cabeza. -¡Qué lindo sería pintar todo esto! -exclamó Consuelo. -Algún día alguien lo pintará. Será un pintor famoso y una calle por aquí llevará su nombre -contestó al abuelo. Esa tarde atravesaron en bote el pequeño trecho de mar que había entre la caleta de Angelmó y la isla Tenglo. Allí, el abuelo y la comparsa del circo caminaron por la playa de arena casi negra. Se dirigieron a unos restaurantes que estaban al aire libre. Iban a servirse un curanto. Habían cavado un gran hoyo en la arena y lo cubrieron con piedras. Echaron leña y le prendieron fuego. Después de un rato, las piedras se veían blancas de lo calientes que estaban. Sacaron las cenizas y echaron cholgas, choros, jaivas, carne de chancho, presas de pollo, papas y pescado. Todo esto lo iban colocando en capas separadas por grandes hojas de una planta que crecía en la orilla del bosque. La planta se llamaba nalca o pangue. Finalmente, después de tapar el hoyo con la última capa de estas hojas, echaron arena y se esperó a que la comida enterrada se cociera. Consuelo veía salir humo blanco desde la arena donde estaba el hoyo y no se imaginaba cómo se iba a cocinar todo aquello si no había fuego adentro. Pero se coció con el calor de las piedras, y después de un tiempo se destapó el hoyo, se sacó la comida y se sirvió en platos. Su sabor era exquisito al mezclarse todo dentro del hoyo caliente. También se sirvieron tortillas de harina cocida y otras de harina

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Todo tenía olor a piure. Hasta los chilotes y sus gruesos chalecos de lana. Las mujeres vestían de negro y usaban pañuelos para cubrirse la cabeza. -¡Qué lindo sería pintar todo esto! -exclamó Consuelo. -Algún día alguien lo pintará. Será un pintor famoso y una calle por aquí llevará su nombre -contestó al abuelo. Esa tarde atravesaron en bote el pequeño trecho de mar que había entre la caleta de Angelmó y la isla Tenglo. Allí, el abuelo y la comparsa del circo caminaron por la playa de arena casi negra. Se dirigieron a unos restaurantes que estaban al aire libre. Iban a servirse un curanto. Habían cavado un gran hoyo en la arena y lo cubrieron con piedras. Echaron leña y le prendieron fuego. Después de un rato, las piedras se veían blancas de lo calientes que estaban. Sacaron las cenizas y echaron cholgas, choros, jaivas, carne de chancho, presas de pollo, papas y pescado. Todo esto lo iban colocando en capas separadas por grandes hojas de una planta que crecía en la orilla del bosque. La planta se llamaba nalca o pangue. Finalmente, después de tapar el hoyo con la última capa de estas hojas, echaron arena y se esperó a que la comida enterrada se cociera. Consuelo veía salir humo blanco desde la arena donde estaba el hoyo y no se imaginaba cómo se iba a cocinar todo aquello si no había fuego adentro. Pero se coció con el calor de las piedras, y después de un tiempo se destapó el hoyo, se sacó la comida y se sirvió en platos. Su sabor era exquisito al mezclarse todo dentro del hoyo caliente. También se sirvieron tortillas de harina cocida y otras de harina

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CAPITULO XII

EL RETORNO

El circo estuvo tres días en Angelmó y el público proveniente de la ciudad, acudió a divertirse. Consuelo estaba diestra en el trapecio y deseaba con toda su alma hacer un salto mortal en plena función, al igual que el Voltereta, pero su abuelo, al escuchar esta locura, frunció el ceño y le dijo que tenía que pensarlo para dar la autorización. Pero antes ¡por ningún motivo! -¿Sabes quién ha venido a visitarnos? -dijo el abuelo, cambiando de tema. -¿Quién, abuelo? -La señora Matilde. -¡La señora Matilde! ¡Qué alegría de verla nuevamente! Expresó la niña. En efecto, la gorda tía Matilde estuvo sentada en el palco esa noche mientras Consuelo volaba por los aires. Al final de la función se abrazaron con gran cariño. -¡Qué bien y saludable se ve mi niña! -comentó la tía Matilde. -La señora Matilde -dijo el abuelo- mañana regresa al Norte y deseo que vayas con ella; es necesario que vuelvas a casa porque las vacaciones han terminado. -Pero abuelo -balbuceó la niña- yo quiero seguir contigo, actuando como trapecista y… -No- replicó el abuelo, hablando con bondad y firmeza. Tu destino es otro. Mañana tomarás el tren Nocturno que va a

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cruda. Eran los chapaleles y los milcaos. A la niña no le agradaron porque los encontró desabridos, pero el abuelo los engullía con placer junto con el jugo que salía de las conchas de los mariscos. Después se bebió vino y se brindó por el éxito que había tenido el circo en su travesía hacia el Sur. El Voltereta y el Cabeza-abajo estaban muy alegres y tomando a Consuelo por pies y manos empezaron a mantearla. La niña gritaba y reía entre placentera y asustada porque era lanzada a bastante altura. Finalmente la dejaron suavemente sobre la arena y se fueron a descansar. El viento frío los hizo levantarse de la playa y se decidió regresar. Se dirigieron a los botes que los habían traído y remaron de vuelta hacia Angelmó. La isla quedó atrás. Atardecía. Consuelo divisó un viejo buque que había encallado en ese lugar. Con la luz del crepúsculo se veía como un fantasma rojizo que reposaba allí hasta que el tiempo y las tempestades hicieran polvo su hierro mohoso. -Qué hermoso es todo esto -pensó Consuelo- y tan diferente al también lindo Puerto Varas. Es increíble que estando las dos ciudades cerca una de otra, puedan tener una belleza tan diferente. ¡Hasta la comida es totalmente distinta! Entonces recordó el postre del comedor de las señoritas Minte y se le hizo agua la boca.

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CAPITULO XII

EL RETORNO

El circo estuvo tres días en Angelmó y el público proveniente de la ciudad, acudió a divertirse. Consuelo estaba diestra en el trapecio y deseaba con toda su alma hacer un salto mortal en plena función, al igual que el Voltereta, pero su abuelo, al escuchar esta locura, frunció el ceño y le dijo que tenía que pensarlo para dar la autorización. Pero antes ¡por ningún motivo! -¿Sabes quién ha venido a visitarnos? -dijo el abuelo, cambiando de tema. -¿Quién, abuelo? -La señora Matilde. -¡La señora Matilde! ¡Qué alegría de verla nuevamente! Expresó la niña. En efecto, la gorda tía Matilde estuvo sentada en el palco esa noche mientras Consuelo volaba por los aires. Al final de la función se abrazaron con gran cariño. -¡Qué bien y saludable se ve mi niña! -comentó la tía Matilde. -La señora Matilde -dijo el abuelo- mañana regresa al Norte y deseo que vayas con ella; es necesario que vuelvas a casa porque las vacaciones han terminado. -Pero abuelo -balbuceó la niña- yo quiero seguir contigo, actuando como trapecista y… -No- replicó el abuelo, hablando con bondad y firmeza. Tu destino es otro. Mañana tomarás el tren Nocturno que va a

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cruda. Eran los chapaleles y los milcaos. A la niña no le agradaron porque los encontró desabridos, pero el abuelo los engullía con placer junto con el jugo que salía de las conchas de los mariscos. Después se bebió vino y se brindó por el éxito que había tenido el circo en su travesía hacia el Sur. El Voltereta y el Cabeza-abajo estaban muy alegres y tomando a Consuelo por pies y manos empezaron a mantearla. La niña gritaba y reía entre placentera y asustada porque era lanzada a bastante altura. Finalmente la dejaron suavemente sobre la arena y se fueron a descansar. El viento frío los hizo levantarse de la playa y se decidió regresar. Se dirigieron a los botes que los habían traído y remaron de vuelta hacia Angelmó. La isla quedó atrás. Atardecía. Consuelo divisó un viejo buque que había encallado en ese lugar. Con la luz del crepúsculo se veía como un fantasma rojizo que reposaba allí hasta que el tiempo y las tempestades hicieran polvo su hierro mohoso. -Qué hermoso es todo esto -pensó Consuelo- y tan diferente al también lindo Puerto Varas. Es increíble que estando las dos ciudades cerca una de otra, puedan tener una belleza tan diferente. ¡Hasta la comida es totalmente distinta! Entonces recordó el postre del comedor de las señoritas Minte y se le hizo agua la boca.

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emocionada con la partida. Llevaba puesto un pequeño sombrero de terciopelo con un velo que le ocultaba en parte sus lágrimas. Sonó un nuevo y definitivo pitazo del jefe de estación y éste fue contestado por la locomotora. El tren se ponía en marcha lentamente. Crujían los goznes y patinaban las ruedas de la locomotora. -Shu Shu Shu ¡Shushushushushu! El maquinista hizo sonar la campana Tlan tlan. Tlan tlan. Shu Shu Shu Shushushushushushu - patinaban las ruedas. El tren se alejaba de la estación. Consuelo asomada a la ventana se despidió con la mano de su abuelo y de todos sus amigos. Sabía que nunca más los iba a ver y se le llenaron de lágrimas sus lindos ojos. -No es para tanto mi querida niña- la animó la tía Matilde. El tren corría presuroso hacia Puerto Varas. Después de detenerse algunos minutos, siguió veloz rumbo al Norte. Echaba bastante humo por la chimenea. Entonces el inspector avisó que había que cerrar las ventanas porque iban a atravesar un túnel. -Huiiii ooo Huiiii- sonaba el pito de la locomotora en las curvas peligrosas. Consuelo oía el ruido acompasado de las ruedas cuando pasaban por la unión de los rieles. -Tatá Tatá…….. tatá.. tatá… -Tatá tatá… Se abrió una puerta y el ruido de los rieles se hizo más fuerte. Apareció un garzón anunciando que estaba listo el primer turno para la cena. Los que se habían inscrito deberían pasar al coche comedor. La tía Matilde estaba presta. El viaje y las emociones le habían

Santiago. La tía Matilde te dejará en tu hogar y después ella volverá a su casa.

____________

La locomotora resoplaba inmóvil en la estación de Puerto Montt. Se oía un silbido constante como si hubiera un escape de vapor por una rendija. Shhhhhhh. Era como una vibración permanente. De vez en cuando la inmensa máquina tenía unos accesos de resoplidos. Fu. Fu. ¡Fufufufufu…!… Fu. Shhhhhhhhhh, se oía el silbido del vapor. Los pasajeros se habían subido a los coches. Acomodaban nerviosamente las maletas. Consuelo observó que un carro, que iba inmediatamente después del carro que portaba el carbón para la locomotora, tenía solamente una gran puerta corrediza en el centro y por ésta introducían gran cantidad de equipaje. La gente se despedía y la locomotora seguía silbando y resoplando y lanzaba chorros de vapor por delante de las ruedas. Se oyó el pitazo de advertencia del jefe de estación mientras la gente se decía adiós. Algunos se besaban, otros mandaban saludos y hacían encargos. Los del tren, asomados a las ventanas con sus marcos levantados, se despedían en voz alta. El abuelo y la comparsa habían venido a despedir a la niña. Allí estaban los trapecistas, el payaso, el domador de fieras, la equitadora, el encargado de la elefanta y varios más. -¡Adiós! ¡Adiós Consuelo! -Adiós- replicaba la niña. En el andén ya se había despedido con un beso, de su abuelo y de todos los demás. La tía Matilde, sonriente y con un pañuelo en la mano estaba

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emocionada con la partida. Llevaba puesto un pequeño sombrero de terciopelo con un velo que le ocultaba en parte sus lágrimas. Sonó un nuevo y definitivo pitazo del jefe de estación y éste fue contestado por la locomotora. El tren se ponía en marcha lentamente. Crujían los goznes y patinaban las ruedas de la locomotora. -Shu Shu Shu ¡Shushushushushu! El maquinista hizo sonar la campana Tlan tlan. Tlan tlan. Shu Shu Shu Shushushushushushu - patinaban las ruedas. El tren se alejaba de la estación. Consuelo asomada a la ventana se despidió con la mano de su abuelo y de todos sus amigos. Sabía que nunca más los iba a ver y se le llenaron de lágrimas sus lindos ojos. -No es para tanto mi querida niña- la animó la tía Matilde. El tren corría presuroso hacia Puerto Varas. Después de detenerse algunos minutos, siguió veloz rumbo al Norte. Echaba bastante humo por la chimenea. Entonces el inspector avisó que había que cerrar las ventanas porque iban a atravesar un túnel. -Huiiii ooo Huiiii- sonaba el pito de la locomotora en las curvas peligrosas. Consuelo oía el ruido acompasado de las ruedas cuando pasaban por la unión de los rieles. -Tatá Tatá…….. tatá.. tatá… -Tatá tatá… Se abrió una puerta y el ruido de los rieles se hizo más fuerte. Apareció un garzón anunciando que estaba listo el primer turno para la cena. Los que se habían inscrito deberían pasar al coche comedor. La tía Matilde estaba presta. El viaje y las emociones le habían

Santiago. La tía Matilde te dejará en tu hogar y después ella volverá a su casa.

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La locomotora resoplaba inmóvil en la estación de Puerto Montt. Se oía un silbido constante como si hubiera un escape de vapor por una rendija. Shhhhhhh. Era como una vibración permanente. De vez en cuando la inmensa máquina tenía unos accesos de resoplidos. Fu. Fu. ¡Fufufufufu…!… Fu. Shhhhhhhhhh, se oía el silbido del vapor. Los pasajeros se habían subido a los coches. Acomodaban nerviosamente las maletas. Consuelo observó que un carro, que iba inmediatamente después del carro que portaba el carbón para la locomotora, tenía solamente una gran puerta corrediza en el centro y por ésta introducían gran cantidad de equipaje. La gente se despedía y la locomotora seguía silbando y resoplando y lanzaba chorros de vapor por delante de las ruedas. Se oyó el pitazo de advertencia del jefe de estación mientras la gente se decía adiós. Algunos se besaban, otros mandaban saludos y hacían encargos. Los del tren, asomados a las ventanas con sus marcos levantados, se despedían en voz alta. El abuelo y la comparsa habían venido a despedir a la niña. Allí estaban los trapecistas, el payaso, el domador de fieras, la equitadora, el encargado de la elefanta y varios más. -¡Adiós! ¡Adiós Consuelo! -Adiós- replicaba la niña. En el andén ya se había despedido con un beso, de su abuelo y de todos los demás. La tía Matilde, sonriente y con un pañuelo en la mano estaba

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yo estoy demasiado gorda para encaramarme a esas alturas. En esos instantes, en la casa de la abuela chilló un zorzal. Se oía el traqueteo de las ruedas tatá tatá… tatá tatá y Consuelo sentada sobre una maleta de la tía Matilde se quedó dormida algunos instantes. Despertó con el mismo traquetear de las ruedas y oyó una voz que era conocida. Sí señora- decía la voz, una voz ronca de mujer. -Sí. Las garrapatas son unos bichos grandes, y si se le mete una de esas garrapatas al oído una está perdida… Era la vieja gorda de chaleco amarillo. El coche del tren ya no era el mismo. La tía Matilde había desaparecido. Consuelo se levantó sobresaltada. Miró por la ventana y divisó una estación y un letrero. Leyó: “Chorrillos”. El tren estaba detenido. -¡No puede ser!- exclamó. ¡Yo iba a Santiago con la tía Matilde! La gente se bajaba presurosa y la niña sin saber cómo y por qué se bajó también. El vagón del tren cerró sus puertas corredizas y se alejó rápidamente. La niña se quedó sola en el andén. Después, recordando los consejos de mamá, miró para ambos lados antes de atravesar la línea férrea. -Qué extraño todo lo que me ha sucedido -se dijo. He viajado en un tren mágico en tiempos ya pasados. Se encogió de hombros y se encaminó a casa de la abuela. Atardecía. El Sol se estaba escondiendo en el mar y los zorzales cantaban en los árboles al fondo del jardín de la abuela.

dado bastante apetito. Tomó a la niña de la mano y se encaminaron al coche comedor. La pasada de un coche al otro con la plataforma oscilante y tratando de abrir las puertas de los extremos de cada carro daba cierta emoción. Después de pasar por varios carros, finalmente llegaron y se sentaron. En el coche había dos hileras de mesas con el pasillo al medio y cada mesa tenía cuatro sillas. Los garzones caminaban presurosos por el pasillo y se equilibraban hábilmente sin derramar nada. El tren corría en esos momentos a gran velocidad. Sirvieron una sopa de verduras en unas tazas de metal con dos orejas. Era bastante agradable y tenía cierto olorcillo a coliflor o repollo. -¡Adiós mi querido Sur!- balbuceó la niña. Cuánta felicidad me has dado en estos días de vacaciones. El traqueteo de las ruedas y los mozos que servían de prisa, con gran seguridad, le daban un agradable bienestar. Las lámparas del coche comedor estaban encendidas y el ambiente era placentero. El tren seguía su trayectoria por un paisaje maravilloso. Campos extensos cultivados con trigo o potreros con gran cantidad de ganado. Al fondo la selva y más allá, bien lejos, la cordillera nevada con sus volcanes. Después de cenar, volvieron al coche dormitorio. Lo asientos habían sido trasformados en camas. El camarero había trabajado mientras ellas estaban en el coche comedor. -Tú dormirás en la cama de arriba -dijo la tía Matilde- porque

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yo estoy demasiado gorda para encaramarme a esas alturas. En esos instantes, en la casa de la abuela chilló un zorzal. Se oía el traqueteo de las ruedas tatá tatá… tatá tatá y Consuelo sentada sobre una maleta de la tía Matilde se quedó dormida algunos instantes. Despertó con el mismo traquetear de las ruedas y oyó una voz que era conocida. Sí señora- decía la voz, una voz ronca de mujer. -Sí. Las garrapatas son unos bichos grandes, y si se le mete una de esas garrapatas al oído una está perdida… Era la vieja gorda de chaleco amarillo. El coche del tren ya no era el mismo. La tía Matilde había desaparecido. Consuelo se levantó sobresaltada. Miró por la ventana y divisó una estación y un letrero. Leyó: “Chorrillos”. El tren estaba detenido. -¡No puede ser!- exclamó. ¡Yo iba a Santiago con la tía Matilde! La gente se bajaba presurosa y la niña sin saber cómo y por qué se bajó también. El vagón del tren cerró sus puertas corredizas y se alejó rápidamente. La niña se quedó sola en el andén. Después, recordando los consejos de mamá, miró para ambos lados antes de atravesar la línea férrea. -Qué extraño todo lo que me ha sucedido -se dijo. He viajado en un tren mágico en tiempos ya pasados. Se encogió de hombros y se encaminó a casa de la abuela. Atardecía. El Sol se estaba escondiendo en el mar y los zorzales cantaban en los árboles al fondo del jardín de la abuela.

dado bastante apetito. Tomó a la niña de la mano y se encaminaron al coche comedor. La pasada de un coche al otro con la plataforma oscilante y tratando de abrir las puertas de los extremos de cada carro daba cierta emoción. Después de pasar por varios carros, finalmente llegaron y se sentaron. En el coche había dos hileras de mesas con el pasillo al medio y cada mesa tenía cuatro sillas. Los garzones caminaban presurosos por el pasillo y se equilibraban hábilmente sin derramar nada. El tren corría en esos momentos a gran velocidad. Sirvieron una sopa de verduras en unas tazas de metal con dos orejas. Era bastante agradable y tenía cierto olorcillo a coliflor o repollo. -¡Adiós mi querido Sur!- balbuceó la niña. Cuánta felicidad me has dado en estos días de vacaciones. El traqueteo de las ruedas y los mozos que servían de prisa, con gran seguridad, le daban un agradable bienestar. Las lámparas del coche comedor estaban encendidas y el ambiente era placentero. El tren seguía su trayectoria por un paisaje maravilloso. Campos extensos cultivados con trigo o potreros con gran cantidad de ganado. Al fondo la selva y más allá, bien lejos, la cordillera nevada con sus volcanes. Después de cenar, volvieron al coche dormitorio. Lo asientos habían sido trasformados en camas. El camarero había trabajado mientras ellas estaban en el coche comedor. -Tú dormirás en la cama de arriba -dijo la tía Matilde- porque

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ventanas como flores curiosas que se abren a la diáfana mañana. Ha empezado a lloviznar. Es una lluvia tibia, generosa, que moja sin enfermar. Es aguacero sureño de verano destinado a dejar las cosas limpias y bonitas, bien puestas en su lugar y cuando así ha ocurrido, se va hasta un próximo día manteniendo a raya el polvo, la suciedad y el tiempo. La música se aproxima por la calle principal provocando más, cada vez más un grandioso alboroto. La gente se ha agolpado en las cunetas diseñando una interminable fila en cada costado para verlos pasar. ¡Allá vienen! ¡Ya aparecen! Avanzan los “clowns” haciendo piruetas en una risotada cósmica. Una camioneta portando un megáfono anuncia en alta voz la función de la noche. Se presenta a los animales y principalmente a ella, la elefantita. Avanzan los camellos con su doble joroba asiática. Arrogantes, armoniosos, y sus grandes ojos negros, bordados de sedosas pestañas, parecen decir: ¡Somos los dueños del mundo! Somos los dueños del mundo, porque lo pisoteamos de la Europa a la China. ¡Observen nuestro paso! Podemos bailar a este compás por dos milenios y no nos cansamos. Siempre va agradar. Es un estilo ¡que marca a las generaciones del pasado y a las futuras! Mas, la curiosidad pronto salta a otra parte. ¡Tanta arrogancia es intolerable! Sí. Es más atrayente la bondad y la enorme masa con fuerza de gravedad propia; y es por esto que se aglutinan las hormigas humanas a su alrededor. Avanza feliz amando al mundo porque el mundo también la ama a ella. Tanta carne en movimiento provoca asombro y también felicidad, porque viene al compás de la

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-Este año la higuera ha dado pocos frutos- cantaban. Uno de ellos trinó. No pudimos engañar al abuelo. -¡No!- contestaron los otros. Fue imposible. El abuelo ordenó muy bien las páginas y los capítulos y se pudo leer esta historia en forma coherente. ¡Sí! ¡Eso es verdad! ¡Desde el principio hasta el final! -¡A callarse pap pajarracos! Gritó la bruja tartamuda. Esa que se viste de violeta y usa un bonete negro. La bruja estaba contrariada. Su varita mágica reluciente de color índigo, no había funcionado como ella hubiese deseado. En realidad estaba muy, pero muy enojada, mas, pronto le vino sueño y se quedó profundamente dormida, encaramada en una rama del árbol jacarandá, acompañada de sus amigos los zorzales.

EPÍLOGO

El pueblo está tranquilo. Es verano y han llegado las aves migratorias, los turistas invaden las calles, las tiendas y mercados con su andar sin prisa. Sin la angustia del deber que cumplir, observan las vitrinas y el paisaje volcánico. A lo lejos se oyen unos acordes de música de circo. Son lejanos como un recuerdo de la infancia. Alegres, simples, con marcialidad bufónica que avanza por la calle y va creciendo en intensidad. Todos se alborotan en sana revolución. Los niños corren y gritan llamándose mutuamente. Las mujeres se asoman por las

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ventanas como flores curiosas que se abren a la diáfana mañana. Ha empezado a lloviznar. Es una lluvia tibia, generosa, que moja sin enfermar. Es aguacero sureño de verano destinado a dejar las cosas limpias y bonitas, bien puestas en su lugar y cuando así ha ocurrido, se va hasta un próximo día manteniendo a raya el polvo, la suciedad y el tiempo. La música se aproxima por la calle principal provocando más, cada vez más un grandioso alboroto. La gente se ha agolpado en las cunetas diseñando una interminable fila en cada costado para verlos pasar. ¡Allá vienen! ¡Ya aparecen! Avanzan los “clowns” haciendo piruetas en una risotada cósmica. Una camioneta portando un megáfono anuncia en alta voz la función de la noche. Se presenta a los animales y principalmente a ella, la elefantita. Avanzan los camellos con su doble joroba asiática. Arrogantes, armoniosos, y sus grandes ojos negros, bordados de sedosas pestañas, parecen decir: ¡Somos los dueños del mundo! Somos los dueños del mundo, porque lo pisoteamos de la Europa a la China. ¡Observen nuestro paso! Podemos bailar a este compás por dos milenios y no nos cansamos. Siempre va agradar. Es un estilo ¡que marca a las generaciones del pasado y a las futuras! Mas, la curiosidad pronto salta a otra parte. ¡Tanta arrogancia es intolerable! Sí. Es más atrayente la bondad y la enorme masa con fuerza de gravedad propia; y es por esto que se aglutinan las hormigas humanas a su alrededor. Avanza feliz amando al mundo porque el mundo también la ama a ella. Tanta carne en movimiento provoca asombro y también felicidad, porque viene al compás de la

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-Este año la higuera ha dado pocos frutos- cantaban. Uno de ellos trinó. No pudimos engañar al abuelo. -¡No!- contestaron los otros. Fue imposible. El abuelo ordenó muy bien las páginas y los capítulos y se pudo leer esta historia en forma coherente. ¡Sí! ¡Eso es verdad! ¡Desde el principio hasta el final! -¡A callarse pap pajarracos! Gritó la bruja tartamuda. Esa que se viste de violeta y usa un bonete negro. La bruja estaba contrariada. Su varita mágica reluciente de color índigo, no había funcionado como ella hubiese deseado. En realidad estaba muy, pero muy enojada, mas, pronto le vino sueño y se quedó profundamente dormida, encaramada en una rama del árbol jacarandá, acompañada de sus amigos los zorzales.

EPÍLOGO

El pueblo está tranquilo. Es verano y han llegado las aves migratorias, los turistas invaden las calles, las tiendas y mercados con su andar sin prisa. Sin la angustia del deber que cumplir, observan las vitrinas y el paisaje volcánico. A lo lejos se oyen unos acordes de música de circo. Son lejanos como un recuerdo de la infancia. Alegres, simples, con marcialidad bufónica que avanza por la calle y va creciendo en intensidad. Todos se alborotan en sana revolución. Los niños corren y gritan llamándose mutuamente. Las mujeres se asoman por las

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bocinas haciendo estruendo. Ella sonríe con sus pícaros ojitos. Sabe que lo ha provocado todo para bien y felicidad del género humano. “En el mundo no hay maldad” -dice- “y el hombre es bueno porque yo lo siento así. La tierra es hermosa bajo mi carpa con olor a heno y a orín; y me cuidan y alimentan abundantemente. En verdad ¿existe realmente la miseria del alma? ¿La fealdad del espíritu? El circo se retira. Avanza; se va con la hermosa elefanta, y a la vanguardia van los principescos camellos. Poco a poco se disipa el atoche. Los automóviles siguen su camino y los niños regresan a sus casas, los más pequeños, de la mano de sus padres. Lentamente vuelve la calma y la vida sigue su rutinaria trayectoria. Atardece. A lo lejos se oyen aún los acordes de la banda del circo y se alcanza a divisar el lomo gris de la elefanta. Es el epílogo del silencio rural que se transmite al firmamento eterno. Ha llegado la hora en que se encienden las velas y los gatos se preparan para huir a los tejados. Ha empezado nuevamente a lloviznar. Un perro distante le ladra a un verde y pálido atardecer que agoniza bajo negros nubarrones. El desfile ha terminado.

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C O N S U E L O O L A V E N G A N Z A D E L O S Z O R Z A L E S

alegre marcha circense. El bombo, los platillos y la tuba no se hacen de rogar y dominan el espacio haciendo vibrar los ventanales y los cristales profundos de nuestro corazón. Avanza la elefanta saludando y oliendo a los más cercanos con su trompa erguida. Los niños la acarician y los grandes sonríen al observar a tan simpática belleza. Algunos rapaces arrancan pasto de los prados y acercan sus manos con una ofrenda a la diosa de los animales. Ella los acepta complacida y las briznas son llevadas mediante la trompa a su boca triangular con la delicadeza propia de algunas gordas. Mientras tanto, en las esquinas se atochan los automóviles, microbuses, carretas y camiones. ¡Esta noche señores! ¡No dejen de venir al gran circo! Un turista con anteojos de mariscal de campo, dándoselas de intelectual, pregunta a gritos para hacerse oír: -A juzgar por los colmillos ¿es hembra? -Sí - le responden. -Y por las orejas, ¿es de la India? - Sí. -¿Cuántos fardos de pasto come al día? -Cinco- contesta lacónicamente el cuidador mientras marcha al lado, más bien debajo de su niña enorme. La fiesta se concentra en la plaza del pueblo. ¡Jamás un elefante había visitado a la pequeña y solitaria placita adornada con hermosos ulmos en flor. ¡La música y el colorido llegan a su paroxismo! ¡Es todo un frenesí! El pueblo entero se mece alegre al compás de los camellos y al balanceo del descomunal paquidermo. Flotan los globos multicolores en racimos de uva gigantescos y los niños devoran complacidos sus golosinas mientras los autos saludan con sus

Fin

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bocinas haciendo estruendo. Ella sonríe con sus pícaros ojitos. Sabe que lo ha provocado todo para bien y felicidad del género humano. “En el mundo no hay maldad” -dice- “y el hombre es bueno porque yo lo siento así. La tierra es hermosa bajo mi carpa con olor a heno y a orín; y me cuidan y alimentan abundantemente. En verdad ¿existe realmente la miseria del alma? ¿La fealdad del espíritu? El circo se retira. Avanza; se va con la hermosa elefanta, y a la vanguardia van los principescos camellos. Poco a poco se disipa el atoche. Los automóviles siguen su camino y los niños regresan a sus casas, los más pequeños, de la mano de sus padres. Lentamente vuelve la calma y la vida sigue su rutinaria trayectoria. Atardece. A lo lejos se oyen aún los acordes de la banda del circo y se alcanza a divisar el lomo gris de la elefanta. Es el epílogo del silencio rural que se transmite al firmamento eterno. Ha llegado la hora en que se encienden las velas y los gatos se preparan para huir a los tejados. Ha empezado nuevamente a lloviznar. Un perro distante le ladra a un verde y pálido atardecer que agoniza bajo negros nubarrones. El desfile ha terminado.

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alegre marcha circense. El bombo, los platillos y la tuba no se hacen de rogar y dominan el espacio haciendo vibrar los ventanales y los cristales profundos de nuestro corazón. Avanza la elefanta saludando y oliendo a los más cercanos con su trompa erguida. Los niños la acarician y los grandes sonríen al observar a tan simpática belleza. Algunos rapaces arrancan pasto de los prados y acercan sus manos con una ofrenda a la diosa de los animales. Ella los acepta complacida y las briznas son llevadas mediante la trompa a su boca triangular con la delicadeza propia de algunas gordas. Mientras tanto, en las esquinas se atochan los automóviles, microbuses, carretas y camiones. ¡Esta noche señores! ¡No dejen de venir al gran circo! Un turista con anteojos de mariscal de campo, dándoselas de intelectual, pregunta a gritos para hacerse oír: -A juzgar por los colmillos ¿es hembra? -Sí - le responden. -Y por las orejas, ¿es de la India? - Sí. -¿Cuántos fardos de pasto come al día? -Cinco- contesta lacónicamente el cuidador mientras marcha al lado, más bien debajo de su niña enorme. La fiesta se concentra en la plaza del pueblo. ¡Jamás un elefante había visitado a la pequeña y solitaria placita adornada con hermosos ulmos en flor. ¡La música y el colorido llegan a su paroxismo! ¡Es todo un frenesí! El pueblo entero se mece alegre al compás de los camellos y al balanceo del descomunal paquidermo. Flotan los globos multicolores en racimos de uva gigantescos y los niños devoran complacidos sus golosinas mientras los autos saludan con sus

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Otros títulos en esta colección C U E N T O S PA R A E N T R E T E N E R E L A L M A

01 El sol con imagen de cacahuete02 El valle de los elfos de Tolkien03 El palacio04 El mago del amanecer y el atardecer05 Dionysia06 El columpio07 La trapecista del circo pobre08 El ascensor09 La montaña rusa10 La foresta encantada11 El Mágico12 Eugenia la Fata13 Arte y belleza de alma14 Ocho patas15 Esculapis16 El reino de los espíritus niños17 El día en que el señor diablo cambio el atardecer por el amanecer 18 El mimetista críptico19 El monedero, el paraguas y las gafas mágicas de don Estenio20 La puerta entreabierta21 La alegría de vivir22 Los ángeles de Tongoy23 La perla del cielo24 El cisne25 La princesa Mixtura26 El ángel y el gato27 El invernadero de la tía Elsira28 El dragón29 Navegando en el Fritz30 La mano de Dios31 Virosis32 El rey Coco33 La Posada del Camahueto34 La finaíta35 La gruta de los ángeles36 La quebrada mágica37 El ojo del ángel en el pino y la vieja cocina38 La pompa de jabón39 El monje40 Magda Utopia41 El juglar42 El sillón43 El gorro de lana del hada Melinka44 Las hojas de oro45 Alegro Vivache46 El hada Zudelinda, la de los zapatos blancos47 Belinda y las multicolores aves del árbol del destino48 Dos puentes entre tres islas49 Las zapatillas mágicas50 El brujo arriba del tejado y las telas de una cebolla51 Pituco y el Palacio del tiempo

52 Neogénesis53 Una luz entre las raíces54 Recóndita armonía55 Roxana y los gansos azules56 El aerolito57 Uldarico58 Citólisis59 El pozo60 El sapo61 Extraño aterrizaje62 La nube63 Landrú64 Los habitantes de la tierra65 Alfa, Beta y Gama66 Angélica67 Angélica II68 El geniecillo Din69 El pajarillo70 La gallina y el cisne de cuello negro71 El baúl de la tía Chepa72 Chatarra espacial73 Pasado, presente y futuro mezclados en una historia policroma dentro de un frasco de gomina74 Esperamos sus órdenes General75 Los zapatos de Fortunata76 El organillero, la caja mágica y los poemas de Li Po77 El barrio de los artistas78 La lámpara de la bisabuela79 Las hadas del papel del cuarto verde80 El Etéreo81 El vendedor de tarjetas de navidad82 El congreso de totems83 Historia de un sapo de cuatro ojos84 La rosa blanca85 Las piedras preciosas86 El mensaje de Moisés87 La bicicleta88 El maravilloso viaje de Ferdinando89 La prisión transparente90 El espárrago de oro de Rigoberto Alvarado91 El insectario92 La gruta de la suprema armonía93 El Castillo del Desván Inclinado94 El Teatro95 Las galletas de ocho puntas96 La prisión de Nina97 Una clase de Anatomía98 Consuelo99 Purezza100 La Bruja del Mediodía101 Un soldado a la aventura

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01 El sol con imagen de cacahuete02 El valle de los elfos de Tolkien03 El palacio04 El mago del amanecer y el atardecer05 Dionysia06 El columpio07 La trapecista del circo pobre08 El ascensor09 La montaña rusa10 La foresta encantada11 El Mágico12 Eugenia la Fata13 Arte y belleza de alma14 Ocho patas15 Esculapis16 El reino de los espíritus niños17 El día en que el señor diablo cambio el atardecer por el amanecer 18 El mimetista críptico19 El monedero, el paraguas y las gafas mágicas de don Estenio20 La puerta entreabierta21 La alegría de vivir22 Los ángeles de Tongoy23 La perla del cielo24 El cisne25 La princesa Mixtura26 El ángel y el gato27 El invernadero de la tía Elsira28 El dragón29 Navegando en el Fritz30 La mano de Dios31 Virosis32 El rey Coco33 La Posada del Camahueto34 La finaíta35 La gruta de los ángeles36 La quebrada mágica37 El ojo del ángel en el pino y la vieja cocina38 La pompa de jabón39 El monje40 Magda Utopia41 El juglar42 El sillón43 El gorro de lana del hada Melinka44 Las hojas de oro45 Alegro Vivache46 El hada Zudelinda, la de los zapatos blancos47 Belinda y las multicolores aves del árbol del destino48 Dos puentes entre tres islas49 Las zapatillas mágicas50 El brujo arriba del tejado y las telas de una cebolla51 Pituco y el Palacio del tiempo

52 Neogénesis53 Una luz entre las raíces54 Recóndita armonía55 Roxana y los gansos azules56 El aerolito57 Uldarico58 Citólisis59 El pozo60 El sapo61 Extraño aterrizaje62 La nube63 Landrú64 Los habitantes de la tierra65 Alfa, Beta y Gama66 Angélica67 Angélica II68 El geniecillo Din69 El pajarillo70 La gallina y el cisne de cuello negro71 El baúl de la tía Chepa72 Chatarra espacial73 Pasado, presente y futuro mezclados en una historia policroma dentro de un frasco de gomina74 Esperamos sus órdenes General75 Los zapatos de Fortunata76 El organillero, la caja mágica y los poemas de Li Po77 El barrio de los artistas78 La lámpara de la bisabuela79 Las hadas del papel del cuarto verde80 El Etéreo81 El vendedor de tarjetas de navidad82 El congreso de totems83 Historia de un sapo de cuatro ojos84 La rosa blanca85 Las piedras preciosas86 El mensaje de Moisés87 La bicicleta88 El maravilloso viaje de Ferdinando89 La prisión transparente90 El espárrago de oro de Rigoberto Alvarado91 El insectario92 La gruta de la suprema armonía93 El Castillo del Desván Inclinado94 El Teatro95 Las galletas de ocho puntas96 La prisión de Nina97 Una clase de Anatomía98 Consuelo99 Purezza100 La Bruja del Mediodía101 Un soldado a la aventura

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Inscripción Registro de Propiedad Intelectual Nº 37100. Chile.© Fernando Olavarría Gabler.

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