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Domínguez Márquez / Melancolia 2 (2017) pp. 27-50
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CONCEPCIONES TEOSÓFICAS DE LA NATURALEZA DEL SER Y SU
REPRESENTACIÓN EN LAS NOVELAS DE GUSTAV MEYRINK.
Guadalupe Antonia Domínguez Márquez
Universidad Nacional Autónoma de México
e-mail: [email protected]
Enviado: 15/05/2017
Aceptado: 17/07/2017
ISSN 2526-1096
RESUMEN
El novelista austriaco Gustav Meyrink (1868-1932) fue una figura importante en la consolidación
y divulgación de la teosofía en el Imperio Austrohúngaro. Su profundo conocimiento de diferentes
corrientes esotéricas de finales del siglo XIX y principios del XX se refleja en la configuración de
sus personajes y en su modelación de un universo multidimensional, que es accesible a través del
despertar de una consciencia ocultista. En la estética de sus novelas se evidencia también la
asimilación del modelo septenario teosófico, que supone un continuum entre el aspecto más
material y el más divino en la constitución del hombre y que se erige como contrapunto espiritual
a los discursos cientificistas sobre la consciencia y el inconsciente que imperaron desde la segunda
mitad del siglo XIX.
PALABRAS CLAVE: teosofía, in/consciente, Gustav Meyrink.
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TEOSOPHIC CONCEPTIONS OF THE NATURE OF BEING AND ITS
REPRESENTATION IN THE NOVELS OF GUSTAV MEYRINK.
ABSTRACT
The Austrian novelist Gustav Meyrink (1868-1932) was an important figure in the consolidation
and dissemination of Theosophy in the Austro-Hungarian Empire. His deep knowledge of different
esoteric currents from the end of the 19th and beginning of the 20th centuries is mirrored in the
shaping of his characters and the molding of a multidimensional universe, accessible only through
the awakening of an occult consciousness. In the aesthetics of his novels the assimilation of the
theosophical septenary model is evident. This entails a continuum between the most material and
most divine aspects in the constitution of man and stands as a spiritual counterpoint to the
dominant, scientific discourses on consciousness and unconsciousness prevailing since the second
half of the 19th century.
KEY WORDS: Theosophy, un/conscious, Gustav Meyrink.
Guadalupe Domínguez (Ciudad de México, 1983) es Licenciada en Letras Modernas Alemanas
(2009) y Maestra en Letras Comparadas (2011) por la Universidad Nacional Autónoma de México,
donde actualmente cursa el doctorado en Letras Comparadas, con el proyecto titulado: “En la
interfaz del misterio: elementos esotéricos en las novelas de Gustav Meyrink”. Desde el 2010, ha
impartido cursos de literatura alemana de los siglos XIX y XX en la Facultad de Filosofía y Letras
de la U.N.AM., así como seminarios de historia cultural europea. Ha colaborado como coautora
del capítulo “Elegías de Duino en la versión de Juan Rulfo” en Tríptico para Juan Rulfo. Poesía.
Fotografía. Crítica (2006), Jiménez V., Vital A. y Zepeda J. (eds.) Editorial RM.
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CONCEPCIONES TEOSÓFICAS DE LA NATURALEZA DEL SER Y
SU REPRESENTACIÓN EN LAS NOVELAS DE GUSTAV MEYRINK.
I. El problema de las potencialidades ocultas del inconsciente.1
A partir de la segunda mitad del siglo XIX se generó un fuerte interés por los fenómenos
relacionados con la vida psíquica humana y con la naturaleza de la consciencia y de sus diferentes
estratos. Sin embargo, el problema de cómo abordar el estudio de este nuevo campo de
conocimiento dejó al descubierto muchas de las tensiones dialécticas que conforman el carácter
ambivalente de la modernidad. Por un lado, la tradición ilustrada, encarnada en el avatar de la
filosofía positivista, habría de reclamar la psique para la ciencia y sus métodos estrictamente
racionalistas y materialistas, hermanando así su estudio al de la neurología y la psiquiatría. Por
otro lado, las concepciones esotéricas de la naturaleza del ser, habrían de integrarla a un complejo
sistema orgánico y transcendental, que mantenía una conexión esencial con lo numinoso.
La incipiente teorización psicoanalítica freudiana de finales del siglo XIX, que propuso la
existencia de un inconsciente, es decir, de procesos mentales más allá del asimiento lúcido de la
persona, cuyo estudio podría abordarse con fines terapéuticos a partir del análisis del discurso del
analizante, y no tanto a partir de su materia neuronal, luchó por mantener su campo de estudio
dentro de los parámetros respetables del racionalismo y de la ciencia dura. Sigmund Freud no solo
tenía en su contra la noción general de que el psicoanálisis era un discurso perteneciente al campo
semántico del judaísmo, o la incomodidad que provocaba en el espíritu racionalista la idea de la
existencia de un ámbito mental que escapaba totalmente al control de la vida consciente, o el hecho
de que la mente de cada individuo, en su faceta consciente o inconsciente, difícilmente constituye
un objeto adaptable al rigor del método científico tradicional; sino también que el estudio del
inconsciente de la mente humana se encontraba en un peligroso vecindario, el de las ciencias
ocultas. La postura estrictamente racionalista de Freud fue la razón de su ruptura con Carl Jung,
quien tenía una concepción del mundo y del inconsciente más cercana al misticismo y a la tradición
esotérica occidental: “Jung debe ser visto como un ‘retoño tardío del romanticismo’ que ‘regresa
1 El presente trabajo es una adaptación del primer capítulo de mi tesis doctoral en Letras Comparadas titulada: “En la
interfaz del misterio: elementos esotéricos en las novelas de Gustav Meyrink”, cuya escritura está todavía en curso.
Agradezco al doctor José Ricardo Chaves sus observaciones y comentarios.
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a las fuentes no adulteradas del romanticismo psiquiátrico y de la filosofía de la naturaleza”
(Hanegraaff, 2012: 28). En efecto, el estudio del potencial “oculto” de la mente estaba fuertemente
arraigado en la tradición del pensamiento romántico, ya que fue en el seno de este movimiento que
se gestó el concepto mismo de “inconsciente”. El filósofo Gotthilf Heinrich von Schubert
desarrolló sus reflexiones en torno a la simbólica del sueño y de la noche y concibió el
inconsciente, ese lado “nocturno” del ser humano, como un centro de posibilidades creativas y
poéticas, donde surge el genio, donde fluye y se intuye la presencia de lo divino.
En la periferia del esoterismo y como antecedente del romanticismo se encuentra el
mesmerismo de finales del siglo XVIII, el cual proponía la existencia de un fluído vital invisible
que permeaba a todos los seres vivos y cuyo desbalance se podría manifestar en alteraciones
psíquicas o físicas. El mesmerizador o magnetizador tendría la capacidad de alterar el flujo de
dicho fluído para sanar el cuerpo de la persona magnetizada o, como se arraigó en el imaginario
popular, también para controlar su mente y manipular sus actos. El tema mesmérico suscitó fuertes
debates en la comunidad científica, que terminó por proscribirlo como pseudociencia; sin embargo,
esto no significó que desapareciera de la arena cultural. De hecho, la Naturphilosophie romántica
acogió el tema con entusiasmo y muy pronto surgió una especie de subgénero literario fantástico
de tema mésmerico “donde suele aparecer el magnetizador como el villano y la sonámbula como
la víctima, en sus versiones más dramáticas, o el mesmerista como enamorado y la magnetizada
como objeto de deseo” (Chaves, 2005: 142). En cualquier caso, el recelo ante los potenciales
peligros del mesmerismo sobrevivió varias décadas más y se asoció a las técnicas hipnóticas
desarrolladas ya bien entrado el siglo XIX, de modo que incluso llegó a existir un uso popular
intercambiable de los términos.
Por otro lado, el surgimiento en 1848 de un movimiento en Estados Unidos llamado
espiritismo, que postulaba la posibilidad de contactar a los espíritus de los muertos con la ayuda
de un/a médium en las séances, abrió las puertas a la discusión sobre la posible manifestación de
diversos fenónemos “paranormales”. Entre ellos se encontraba la supuesta materialización de los
espíritus en el ectoplasma, la transmisión de pensamientos de una persona a otra, el movimiento
espontáneo de objetos o la comunicación con los espíritus a través de la escritura automática. Los
espiritistas, por su parte, concebían el lugar de su movimiento más lejos de la mistificación y más
cerca de la tradición positivista occidental, es decir, que la manifestación de este tipo de fenómenos
constituía la prueba empírica de la existencia de un “más allá” bastante material –o, en todo caso,
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materializable–, de la inmortalidad del alma individual y de un ámbito de existencia que, si bien
había permanecido oculto hasta ese momento, era susceptible de ser estudiado científicamente en
tanto que objeto ahora percibible, medible y cuantificable.
Sin embargo, algunos investigadores de las supuestas comunicaciones con los espíritus
especularon que éstas eran más bien manifestaciones de “este mundo”, es decir, que se trataba de
“fenómenos psicológicos que se filtraban desde la mente inconsciente del médium” (Treitel, 2004:
21). Con esto se negaba la dimensión espiritual de los fenómenos pero, al mismo tiempo, se ponía
de manifiesto que el inconsciente de la mente humana constituía una nueva terra incognita de
potencialidades excepcionales que sería necesario conocer y elaborar. A esta postura mediadora,
pero escéptica, se le denominó “metapsíquica” y contó entre sus filas a científicos de renombre
como William Crookes, Sir Oliver Lodge, Lombroso y Schrenck-Notzing. De este modo, en la
incipiente teorización sobre el inconsciente y los límites metodológicos y epistemológicos que
concernían su delimitación como un nuevo objeto de estudio se fueron borrando de forma cada
vez más alarmante, lo cual dificultaba el establecimiento de un discurso cientificista, secularizante
y definitivo sobre la psique: “ésta era la tierra de nadie del pensamiento psicológio de fin de
siglo XIX, un territorio en el cual filósofos, psicólogos, fisiólogs, físicos, psiquiatras, médicos,
clérigos, pedagogos, espiritistas y legos reclamaban sus derechos” (Ibidem).
Si bien no podemos suscribir ni al mesmerismo, ni al espiritismo a la tradición
estrictamente esotérica, sí podemos afirmar que constituyeron un importante caldo de cultivo para
la elaboración de filosofías ocultistas que florecieron en el último cuarto del siglo XIX y que se
erigieron como un contrapunto más intelectualizante, con una organización conceptual matizada.
Tal es el caso de la teosofía de Mme. Blavatsky, quien después de frecuentar por algún tiempo los
grupos espiritistas, terminó por rechazar sus postulados como demasiado mundanos y sus
“pruebas” como demasiado prosaicas, así que fundó su propia sociedad en 1875.
Como la metafísica, la teosofía no rechazó la concepción de algunos fenómenos
supuestamente sobrenaturales en tanto que manifestaciones de la psique humana, sin embargo,
también matizó estas afirmaciones al suscribirlas a un contexto más amplio en el cual la mente se
encontraba en estrecha relación con dimensiones y estados de consciencia cada vez más sutiles y
ligados a la divinidad, todo ello en un marco de reencarnación progresiva. La aportación teosófica
a la elaboración de discursos en torno a la psique se dio a través de la propuesta de una división
tripartita en la ontología del “ego” dentro de una división septenaria de la naturaleza total del ser,
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que resultaría esencial para posibilitar la entrada a dimensiones inaccesibles para los estados
habituales de consciencia, o los métodos racionalistas de cognición. A grandes rasgos, se podría
decir que:
Los teósofos, por ejemplo, entendían al yo como consciencia, ellos insistieron en una clara
distinción entre el “Ser personal” terreno, o “Ego personal” (el “yo”) y un “Ser permanente”, o
“Ego permanente”, que se encarnaba continuamente en forma humana hasta su perfección final
y expulsión de la rueda del karma […] Pero Madame Blavatsky también habló de un Ser
Superior impersonal y sin género […] semejante a la chispa de divinidad que indicaba la
presencia de “Dios en nosotros” (Owen 2004: 21-122).
El modelo blavatskiano del ego asimilado a la consciencia fue a su vez adoptado por otros
grupos dedicados al cultivo del ocultismo. Gustav Meyrink (1868-1932) dedicó gran parte de su
vida al estudio concienzudo del ocultismo y buscó respuestas, entrenamiento e instrucción en un
buen número de sociedades y grupos esotéricos a final del siglo XIX y principios del siglo XX, de
modo que no fue ajeno a la concepción teosófica de la consciencia, expresada en el llamado
“septenario”.
II. El modelo septenario teosófico.
La fundación de la Sociedad Teosófica (S.T.) puede considerarse, en la tradición de la
Naturphilosophie romántica, como un esfuerzo dialéctico por reconciliar ciencia y religión, y
también como un intento por encontrar correspondencias y sintetizar todas las religiones conocidas
en su esencia esotérica. La propuesta teosófica de la existencia de una tradición antiquísima,
preservada por una cadena de maestros iniciados y que, al pasar de los siglos, se habría diluído en
las religiones que hoy conocemos, se hermana a la narrativa de la prisca theologia creada por
Marsilio Ficino durante el Renacimiento italiano, pero actualizada al contexto colonialista y
exotizante del siglo XIX. Esta vez también se incorporó al panteón de las espiritualidades más
antiguas y prístinas, las religiones del lejano Oriente: en particular el hinduismo y el budismo. El
reconocimiento y el estudio esotérico de esta “sabiduría sagrada” permitiría, en última instancia,
la evolución espiritual del hombre a lo largo de sus diferentes reeencarnaciones y también su
reencuentro con su esencia divina.
El optimismo subyacente a la idea de la posibilidad del perfeccionamiento continuo
evidencia a su vez la íntima relación que el surgimiento de la filosofía teosófica tuvo con su
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contexto positivista. Las aspiraciones evolutivas que se adscribieron a la idea de reencarnación son
reminiscentes de la teoría de la evolución biológica de las especies de Charles Darwin, así como
de la fe inquebrantable en el progreso material que constituyó uno de los pilares discursivos de la
modernidad. La teosofía, sin embargo, trasladó estas estructuras ascendentes del plano de lo
contingente al plano de lo trascendente, y constituyó una especie de remanso para todas aquellas
personas que se sentían asfixiadas entre el cientificismo dogmático y la ortodoxia religiosa
insatisfactoria. Por su herencia neoplatónica, la teosofía plantea la existencia de un continuum de
planos físicos y espirituales que integra el cuerpo, la mente consciente e inconsciente, el intelecto,
el alma, el espíritu y la divinidad en un sistema interdependiente y orgánico que denomina
septenario.
Cuadro 1. División septenaria teosófica (Blavatsky, 1889, pp. 91-92).
Términos en
sánscrito
Significado exotérico Explicación
Cuaternario
inferior.
La triada
superior
imperecedera.
a) Rupa, o
Sthula-
Sarira.
b) Prana.
c) Linga
Sharira.
d) Kama rupa
e) Manas. Un
principio
dual en sus
funciones.
a) Cuerpo físico.
b) Vida o principio
vital.
c) Cuerpo astral.
d) La sede de los
deseos y pasiones
animales.
e) Mente,
inteligencia que es
la mente humana
superior, cuya luz
o radiación vincula
la mónada al
hombre mortal a lo
largo de la vida.
a) Es el vehículo de todos los
otros “principios” durante la
vida.
b) Necesaria solo para a, c, d
y para las funciones del
manas inferior, que
corresponden a todas aquellas
limitadas por el cerebro
(físico).
c) El doble, el cuerpo
fantasma.
d) El centro del hombre
animal, donde se sitúa la línea
de demarcación que separa al
hombre mortal de la entidad
inmortal.
e) El futuro estado y el
destino kármico del hombre
depende de si el manas
gravita más hacia abajo, hacia
kama rupa, la sede de las
pasiones animales, o hacia
arriba, a Buddhi, el Ego
Espiritual.
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f) Buddhi
g) Atma
f) El alma espiritual.
g) Espíritu.
f) El vehículo del espíritu
puro universal.
g) Uno con el Absoluto.
El septenario teosófico resulta particularmente interesante, por la sutileza de sus diferentes
estratos, en cuanto al concepto de manas o mente, dado que es este elemento el que constituye la
fina interfaz entre el ser material y el ser espiritual. La mente inferior está apegada más a una
concepción cientificista de la psique, es decir, que se trata de la consciencia mundana ligada al
cerebro y a los sentidos físicos, así como a las capacidades cognitivas “ortodoxas” del mundo
postilustrado, como el raciocinio, la producción de pensamientos y el intelecto. Ésta opera con
base en diversas preconcepciones epistémicas, como su tendencia al análisis, a lo heterogéneo y a
ordenar el mundo en ciertas taxonomías arbitrarias, lo cual condiciona a su vez la organización de
lo percibido. Si nos limitáramos a la glorificación del manas inferior, como efectivamente ha
sucedido en el occidente cartesiano, nuestra concepción del mundo sería necesariamente limitada
e ilusoria, porque lo real, filtrado a través de los procesos mentales, nos sería inaccesible en su
esencia inalterada e indivisible. Sin embargo, esto no significa que habría que rechazar el intelecto
o el raciocinio como facultades deficientes o inservibles, sino que sería necesario relativizar su
importancia al reconocer su funcionalidad solo en un plano restringido de todas las dimensiones
del ser.
El modelo teosófico propone también la existencia de la mente o el manas superior, que
constituye la consciencia espiritual, la mente sintética iluminada por la luz del Buddhi, el canal a
través del cual puede intuirse la existencia de un espíritu absoluto, divino, más allá de toda
manifestación o materialización. Es decir, que esta otra dimensión de la mente está en contacto ya
no con el ámbito de lo fenomenológico, sino con el de lo numinoso, y constituye un aspecto del
ser mucho más permanente y real. Por esta misma razón, los estratos más elevados de la mente no
desaparecen con la muerte física, sino que la trascienden. Acceder a las facultades imaginativas e
intuitivas del manas superior daría cuenta del potencial mágico de la psique en otras dimensiones
de la existencia, integraría el modelo cientificista a un sistema más orgánico y sutil, y aportaría la
posibilidad de escapar al carácter ilusorio del mundo. Además, la relativización de la importancia
de la mente inferior y de sus facultades dentro de esta división septenaria, posibilita también la
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desidentificación del ego con las mismas y abre el espectro a conceptualizaciones más complejas
del ser.
Como hemos mencionado ya en el apartado anterior, el modelo teosófico distingue entre
el “ego personal”, el “ego permanente” y el “ser superior”, cada uno de ellos ligado a los siete
principios esbozados en el Cuadro 1 y relacionado con una parte del proceso de reencarnación. La
permanencia o impermanencia de estos estratos estaría relacionada a su vez con su tendencia a la
triada superior o al cuaternario inferior del septenario, respectivamente. Para tener un panorama
más claro de dichos vínculos, resulta conveniente organizar estas nociones en otro cuadro
conceptual.
Cuadro 2. Diferentes divisiones del ego (Ibidem, pp.175-176)
1. Ser superior (Atma) El Uno, Dios, el Absoluto, Brahma, el ser único, no materializable,
nunca objetivo (ni siquiera a través de la más alta percepción
espiritual), indivisible y no manifiesto.
2. Ego espiritual o
divino (Buddhi)
Buddhi o “alma espiritual” que constituye tan solo el vehículo de
Atma y que actúa en conjunción con el manas superior.
3. Ego superior o
individualidad
permanente.
Manas superior independiente de Buddhi. Ningún ser materialista
puede poseer tal ego, no importa si sus capacidades intelectuales
son muy elevadas. Es la individualidad permanente o el “ego
reencarnante”.
4. Ego inferior o
personal.
El hombre físico en conjunción con su ser inferior, es decir, con los
instintos animales, las pasiones, los deseos, etc. Es llamada la “falsa
personalidad” y consiste en el manas inferior combinado con el
kama-rupa y opera a través del cuerpo físico y su fantasma o
“doble”.
A manera de síntesis, podríamos afirmar entonces que el modelo teosófico plantea una
personalidad, una individualidad y un ser absoluto: la primera se refiere a todos los atributos
contingentes que se relacionan con cada nueva encarnación y que se extinguen con la muerte; la
segunda al “hombre divino”, que constituye la sede del manas superior y también una entidad
inmutable, no importa cuántas veces se haya revestido con las características contingentes de cada
encarnación. Es la esencia que sobrevive a la muerte y en la cual se imprimen las consecuencias
del karma adquirido en cada vida transcurrida, lo que determina a su vez las condiciones en las
que se efectúa la siguiente encarnación. Además, posibilita el ascenso progresivo hacia el ser
absoluto o la unidad no manifiesta, que constituye el tercer componente. Si bien la memoria ligada
a la personalidad perece con cada muerte, existe una reminiscencia intuitiva o “memoria del alma”
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que, según la propuesta teosófica, garantiza para el que la posee la convicción de haber vivido
antes y de tener que vivir después. El reconocimiento de la multidimensionalidad de los planos de
existencia a través del desarrollo de dicha reminiscencia, con el consecuente desmantelamiento de
una idea limitada del ego, así como la exploración de las otras posibilidades del ser, constituyen
un importante eje narrativo en las novelas meyrinkianas.
III. Gustav Meyrink y la teosofía.
El involucramiento serio de Gustav Meyrink con la S. T. y su filosofía puede datarse de manera
precisa con la fundación de la Logia de la Estrella Azul en Praga, en 1891. Sin embargo, esta logia,
configurada de acuerdo con el modelo masónico, nunca existió de manera abierta, pues las leyes
del Imperio Austrohúngaro prohibían la constitución de este tipo de grupos o sociedades. De modo
que, en el caso de “la rama praguense de la [S.T…] se trató, de hecho, de una sociedad secreta,
que no dejó huellas en los archivos” (Binder, 2009: 120). En su ensayo autobiográfico “La
transformación de la sangre” de 1923, Meyrink afirmó haber sido el fundador de esta logia y
efectivamente fungió como su presidente, mientras que Karel Weinfurter ejerció la posición de
secretario, pero la conformación de la hermandad se llevó a cabo con la ayuda de más personas,
como el famoso erudito praguense Friedrich Eckstein, quien desde el año 1884 ya había
establecido contacto en Viena con Franz Hartmann, fundador de la S. T. alemana y secretario
personal de Mme. Blavatsky, para después conocerla a ella personalmente.
Eckstein fue el fundador de la primera rama de la S. T. en Austria y contó en su grupo al mismo
Hartmann, al barón Leonhardi y a Rudolf Steiner. Entre sus otros conocidos se encontraban Henry
Steel Olcott, cofundador de la S. T., y Alfred Percy Sinnett, un teósofo de renombre que se
especializó en el estudio del budismo esotérico. Fue precisamente el grupo vienés de Eckstein el
que llevó a Praga el proyecto de difusión y afianzamiento de la teosofía, lo cual se logró
ciertamente con ayuda de Gustav Meyrink. De hecho, las reuniones de sus miembros se llevaron
a cabo en su domicilio de la Ferdinandstraße una vez a la semana, durante dos años. En la logia,
el estudio del ocultismo y de los textos esotéricos se realizó con toda seriedad y rigor. El barón
Leonhardi se encargó de familiarizar a todos los miembros del grupo con la teosofía y su literatura
(Binder, op.cit.: 120) y Meyrink, el único con perfecto dominio del idioma inglés, tuvo la
importante tarea de traducir al alemán los libros teosóficos que se publicaban en Inglaterra o, si el
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tiempo apremiaba, de dictar conferencias para los compañeros, en las que reseñaba o resumía los
contenidos de los textos a los que él tenía acceso. Es por esto que su importancia como difusor de
la teosofía en el ámbito germanohablante no puede dejar de ser enfatizada. Como ejemplo de la
variedad de los temas abordados en las reuniones de los miembros de esta logia, conviene citar el
testimonio del secretario general, Karel Weinfurter:
Nuestra lectura era: Sinnet[t] (La enseñanza esotérica), los escritos de Mabel Collins, (sobre
todo “Luz en el camino”), algunos escritos de H.P. Blavacky [sic], “Zanoni” de Bulwer y “A
Strange Story”, los escritos de Kerning, y más tarde también una serie de escritos ingleses y
toda la literatura mística alemana, que Gustav Meyrink conseguía. Cuando podíamos hacer
tiempo de alguna forma u otra, nos reuníamos a diario en un café de Praga, donde
desmenuzábamos nuestras opiniones, comentábamos los libros leídos y proponíamos el camino
que debía seguir éste o aquél (citado por Binder, op. cit.: 125).
En 1885, seis años antes de la fundación de la Logia de la Estrella Azul, tanto Mme.
Blavatsky como la S. T., que para ese momento había trasladado su sede a la ciudad de Adyar, en
India, se habían visto envueltas en un escándalo. Una acusación de fraude fue presentada por
algunos ministros protestantes, que alegaban poseer pruebas de la falsificación de ciertas cartas
entregadas a ellos por Emma y Alexis Coulomb, antiguos trabajadores en el área de mantenimiento
de la sede. Según aseguraba Blavatsky, dichas cartas habían sido materializadas para algunos
miembros de la S. T. (como Alfred Sinnett) por los Mahatmas, que vivían en algún lugar del Tíbet.
La importancia de la narrativa de dichos maestros era enorme, pues se suponía que ellos, a través
de sus enseñanzas transmitidas gracias a sus poderes psíquicos, habrían inspirado su fundación.
Poner en tela de juicio la veracidad, tanto de los transmisores, como del canal de comunicación,
implicaba la destrucción de los cimientos mismos de la teosofía. Fue precisamente esto lo que
sucedió después de que una comisión de la London Society for Psychical Research enviada a la
India para investigar el caso y lidereada por el doctor Richard Hodgson, dictaminara en contra de
Madame Blavatsky y de la autenticidad de las cartas. No fue hasta 1986 que se llevó a cabo una
revisión del “Informe Hodgson” con el rigor de la técnica forense del siglo XX. El Dr. Vernon
Harrison, quien estuvo a cargo de ella, encontró muchas fallas metodológicas evidentes en el
proceder de Hodgson y ante las pruebas, la Society terminó por rechazar dicho informe. Sin
embargo, esta aclaración llegó cien años demasiado tarde para Mme. Blavatsky y la teosofía.
El daño causado a la reputación internacional de la S. T. fue devastador y de largo alcance
temporal. Gustav Meyrink, a pesar de su interés e involucramiento serio con la filosofía teosófica,
tampoco fue ajeno a sus efectos. El escritor mantuvo una cierta distancia escéptica hacia la figura
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de Blavatsky, sin embargo, nunca dudó de la existencia de los maestros (Ibidem: 108). Después de
la muerte de Blavatsky en 1891, Meyrink y su círculo decidieron adherirse a la rama de la Eastern
School of Theosophy, dirigida por Annie Besant. Esta organización correspondía al Círculo Interno
de la Sociedad, el cual exigía un severo ascetismo y la práctica del vegetarianismo. Meyrink fue
aceptado en 1892, pero solo permaneció tres meses, dado que Besant no satisfizo las expectativas
que el praguense tenía en cuanto a la figura de un/a gurú. El escritor se dio cuenta muy pronto que
su propia práctica yogui, meditativa y espiritual parecía haberlo llevado más allá de la contención
que la líder de la Eastern School podría haberle brindado y buscó maestros espirituales fuera de la
teosofía y persistió en su interés por explorar las filosofías asiáticas, comenzó a practicar Hatha
Yoga y formó parte de otros grupos dedicados a los estudios esotéricos.
A pesar de todas las desavenencias con la teosofía y sus representantes, Meyrink continuó
su estudio de manera independiente. En todo caso resulta innegable que el contenido filosófico y
la influencia de los procesos sincréticos de la metodología teosófica dejaron una huella indeleble
en su estética, así como la adaptación del desarrollo espiritual de los héroes meyrinkianos al
modelo teosófico septenario de los principios, y a los correspondientes cambios cualitativos de la
consciencia, que permiten el acceso a otras dimensiones de existencia y a la recuperación de la
unidad perdida.
IV. Los héroes meyrinkianos y la desarticulación del ego.
El proceso de desarrollo espiritual de los héroes meyrinkianos suele iniciarse con un cambio
de paradigma en su forma de aprehender el mundo. Esto los lleva a darse cuenta de la existencia
de un conocimiento esotérico más allá de las posibilidades de las facultades “normales” de
cognición, lo cual desencadena una experiencia de transmutación o metamorfosis. En la tradición
esotérica occidental, este viraje está relacionado tanto con el proceso alquímico de la modificación
de la naturaleza de los elementos, como con el concepto de gnosis. Ésta promueve a su vez el
“segundo nacimiento” del sujeto en cuestión, esta vez en las esferas más altas del ser. Según la
tradición alquímica, la trayectoria hacia la reintegración con el absoluto también implica un
renacimiento que es consecuencia de la muerte previa, y suele dividirse en tres etapas: “nigredo
(muerte, decapitación, de la primera materia o del anciano), albedo (trabajo con el blanco), y
rubedo (trabajo con el rojo, la piedra filosofal)” (Faivre 1992: xviii), que se corresponden con la
purgación, la iluminación y la unificación, respectivamente. En el presente apartado examinaremos
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los elementos narrativos que tienen que ver con la etapa del nigredo y que se relacionan con la
muerte simbólica que antecede al renacimiento, y que se manifiesta en la desarticulación de una
noción restringida del ego de los personajes y la consecuente expansión de la consciencia hacia
otros planos que existen de manera paralela al plano de lo simplemente material. Es decir, las
formas en que los protagonistas mueren una muerte mágica al reconocer el carácter menos real, en
tanto que ilusorio, del mundo de lo fenomenológico y lo heterogéneo. En las novelas meyrinkianas,
la peripecia suele desarrollarse por lo menos en dos, y a veces en tres planos de consciencia, que
se corresponden con el “ego personal”, el “ego permanente” y el “ser superior” de la teosofía
blavatskiana. Es sobre todo en El Golem (1914), El rostro verde (1916), El dominico blanco (1921)
y El ángel de la ventana occidental (1927) que esta estructura se hace más evidente.
En la primera novela, El Golem, se presenta un relato marco en el que el narrador se queda
dormido y sueña que se encuentra en el antiguo gueto judío de Praga, compartiendo la consciencia
de un hombre llamado Athanasius Pernath. La mayor parte de los acontecimientos se desarrolla en
la segunda dimensión que supone el sueño y con esto se plantea, ya desde el inicio, la paradoja del
dormir cuando se está despierto y del velar en el dormir; así como de su correlato: la irrealidad del
mundo de la vigilia y la realidad del mundo del sueño. El personaje de Pernath, en amalgama con
el narrador original, experimenta por lo menos dos puntos de no retorno en lo que a su despertar
espiritual se refiere. El primero de ellos sucede cuando un extraño personaje lo visita para
entregarle un libro antiguo para ser restaurado, a saber: el Ibbur. En la tradición cabalística esta
palabra alude a una forma benévola de posesión o fecundación espiritual, y representa también un
guiño a la copresencia del narrador del relato marco en la consciencia de Pernath. Al comenzar a
hojearlo, el protagonista tiene una visión mística en la cual diversos personajes desfilan frente a
él: el enorme cuerpo ctónico de una mujer, un hermafrodita, un Pierrot que imita sus propios gestos
y una serie de figuras que siguen a éste último:
empujado por las figuras de atrás, impacientes por imponerse frente a su vista. Pero ninguno
de estos seres tiene permanencia alguna. Son series de perlas deslizándose por un hilo de seda,
notas únicas de una melodía, que emanan de la boca invisible (Meyrink, 1994: 24).
La visión se estructura como una especie de representación mística del trayecto espiritual
que Pernath tendrá por delante, aunque se plantea de manera inversa, es decir, de la meta al inicio.
A pesar de que el protagonista es incapaz de interpretar lo que ha visto, intuye que el libro
representa la materialización de su interior o de la vida esotérica de su ego: “Todo lo que la voz
me dijo, yo lo había llevado conmigo toda mi vida, solo que había estado obnubilado y olvidado,
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se había mantenido oculto a mi pensamiento hasta el día de hoy” (Ibidem: 25). En una revisión
minuciosa del imaginario que conforma la visión, se evidencia, en primer lugar, una tensión
dialéctica entre el mundo de lo material (la mujer ctónica) y el mundo de la síntesis que trasciende
la contingencia (el hermafrodita). En segundo lugar, el Pierrot que antecede a la cadena de seres
del final de la progresión, en su función arquetípica del payaso triste, enfatiza un aspecto actoral
que, en el imaginario teosófico, se relaciona con la naturaleza performativa del ego individual o
permanente, que sobrevive a los múltiples ciclos de reencarnación:
Les he dado ya una ilustración familiar que compara el Ego, o la individualidad, con un actor,
y sus numerosas y variadas encarnaciones con los papeles que representa. ¿Llamarían a estos
papeles o sus vestuarios la individualidad o el actor en sí mismo? Como dicho actor, el Ego es
forzado a representar durante el ciclo de necesidad […] muchos papeles que le pueden resultar
desagradables (Blavatsky, op.cit.: 168).
En tercer lugar, las imágenes de las “series de perlas deslizándose por un hilo de seda”, que
“no tienen permanencia”, así como las “notas únicas de una melodía”, se corresponden tanto con
la noción del ego inferior o personal, sujeto a la extinción que trae la muerte de cada encarnación,
como con la del ego actor o ego individual:
En los libros sagrados del hinduismo se dice que aquello que se somete a la encarnación
periódica es el Sutratma, que literalmente significa “el Alma de Hilo”. Es un sinónimo del Ego
reencarnante –Manas en conjunción con Buddhi– que absorbe los recuerdos manásicos de todas
nuestras vidas precedentes. Es llamado así porque, tal como las perlas en un hilo, se engarza la
larga serie de vidas humanas en una misma fibra (Ibidem: 163. El énfasis es mío).
La sugerencia de que el alma de Pernath pudiera estar preñada, no solo de la presencia del
narrador del relato marco, sino también de todas sus existencias anteriores, a manera de
reminiscencia esotérica, tiene efectos de correspondencia, pues esto provoca a su vez un cambio
en su forma de ver el mundo. El uso recurrente en la literatura teosófica de metáforas ubicadas en
el campo semántico de la actuación es particularmente apropiado para lograr este resultado, ya
que, por su carácter omniabarcante, enfatiza el carácter ilusoriodel mundo y al mismo tiempo
concede la posibilidad un cierto control que el actor puede ejercer sobre sus diferentes papeles,
una vez que se percata de la existencia de los mismos:
El “verdadero” humano está escondido adentro y la superficie es solo el exterior de un
contenedor o ilusión que encubre la verdadera identidad del hombre. Esta metaforización es
muy importante en la teosofía pues es redundante en la metaforización de todos los aspectos de
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la vida. Los humanos deben encontrar su identidad propia, interna y velada; el cosmos es regido
por leyes desconocidas; la interpretación de un textos está basada en un significado interno y
oculto, etc. El “mundo superficial” con sus personas, eventos y organizaciones sociales es solo
una superficie ilusoria que esconde el significado interno y verdadero de los fenómenos en
relación con la evolución del cosmos y del hombre (Sørensen, 1999-2000: 239-240).
Es justo en el intersticio entre la ilusión y la realidad, con su correlato del velar y del dormir
que se da el segundo momento de no retorno para Pernath, y esto sucede poco tiempo después de
haber tenido la visión antes mencionada. Una noche asiste con sus amigos al bar local, donde
discuten sobre su experiencia y sugieren que el misterioso personaje que le entregó el libro pudo
ser el famoso Golem, que cada treinta y tres años merodea por el gueto y que, de cierta manera,
representa la posibilidad de la materialización del alma de quien lo ve, así como la del alma del
gueto en su totalidad. Sin embargo, Pernath se encuentra en un aparente estado de desmayo, aunque
su consciencia está, de hecho, mucho más clara que si estuviera velando. Cuando los demás lo
llevan con el cabalista Schemajah Hillel para que lo ayude, el sabio continúa con el proceso de
iniciación de Pernath al “despertarlo” en un sentido esotérico. La intuición poco clara del cambio
que se estaba gestando en él, desatada por la primera visión, adquiere entonces más lucidez con
ayuda del cabalista:
Admite que el hombre, a quien tú llamas el Golem, significa el despertar del muerto a través de
tu vida espiritual más íntima. ¡Cada cosa en la tierra no es más que un símbolo eterno vestido
de polvo! ¿Cómo es posible pensar con tus ojos? Cada forma que ves es un pensamiento en tu
ojo. Todo lo que toma forma fue antes un fantasma (Ibidem: 85).
Con la intervención de Hillel, se refuerza no solo la narrativa de un aspecto permanente o
eterno del ser, contrapuesto al polvo de lo pasajero (ego individual vs. ego personal), sino también
la muerte que supone la subordinación de las posibilidades espirituales a las limitaciones del
mundo material. En contraste, el no iniciado, cegado por su ignorancia, e incapaz de darse cuenta
de su propia muerte, se cree, irónicamente, en la plenitud de la vida.
En la novela El rostro verde el protagonista es el ingeniero Fortunat Hauberrisser, quien,
afligido por el ennui, se pasea por Ámsterdam durante el periodo de la primera postguerra. Desde
el principio, esta ciudad es descrita como una especie de oasis que ha sobrevivido a la destrucción
generalizada de Europa. Sin embargo, al final de la novela, un torbellino apocalíptico barre
también con ella y anuncia el comienzo de una nueva era para aquellos pocos que han sido
elegidos. De esta forma, se perfila un paralelismo entre la ruina traída por la Gran Guerra, el
cataclismo en Ámsterdam y el propio proceso de nigredo o muerte mágica del protagonista, lo cual
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establece a su vez correspondencias mágicas entre los sucesos contingentes del microcosmos y los
transcendentes en el macrocosmos. Lo anterior no es más que otra forma de manifestación del
continuum, de transiciones sutiles en vez de divisiones tajantes, ya que todo hecho, en cualquier
esfera, reverbera a manera de reacción en cadena en los otros ámbitos del ser.
En el caso de Hauberrisser, el proceso de iniciación comienza con su primer encuentro con
el personaje de Chidher Grün (o el legendario “Judío Errante”)2, cuyo nombre aparece en el letrero
de una tienda de trucos de prestidigitación y lo impele a entrar en ella. Ya en su interior, el
protagonista entra en un trace visionario, en el cual ve la figura fantasmal de un viejo rabino. Al
recobrar el sentido y darse cuenta de que en realidad no había nadie allí, el protagonista se lleva
consigo la impresión de que nada es lo que parece. El cuestionamiento de ciertas certezas
axiomáticas, que antecede al proceso de desarticulación del ego, posibilita así el reconocimiento
de la existencia tanto de una dimensión exotérica (el mundo de las apariencias), como de una
dimensión esotérica en la realidad:
Quiere ir al desierto a aprender la alta magia, nebbich, cuando es lo suficientemente tonto como
para pagar con plata por un simple truco con corchos: no puede distinguir una sala de acertijos
del mundo real y ni siquiera sospecha que los libros de la vida contienen algo más de lo que está
escrito en su lomo (Meyrink, 1963: 28).
A partir de este momento, se desata una serie de sincronicidades que sugieren que Chidher
Grün, o el rostro verde, también ha estado rondando la vida inconsciente y onírica del grupo de
amigos cercanos a Hauberrisser: el barón Pfeill, el rabino Sefardí y su sobrina Eva van Druysen.
La epifanía colectiva de todos estos personajes es instrumental para dar cauce a la iniciación del
protagonista, porque cada uno de ellos se convierte, a su manera, en una especie de guía o
complemento espiritual. Sefardí propone la siguiente interpretación de la aparición de Chidher
Grün:
“[T]ales cosas ocurren con mucha más frecuencia de lo que uno piensa. Y yo tengo la firme
convicción de que si pudiéramos descubrir su origen, sería como si las escamas se cayeran de
nuestros ojos: volveríamos a tener acceso a una existencia paralela que conducimos en las
profundidades del sueño; en nuestro presente estado no somos conscientes de ella porque está
más allá de nuestro ser físico y es olvidada a medida que retrocedemos en nuestros pasos a
través del puente onírico que conecta el día y la noche. Lo que los extasiados de su tradición
mística cristiana escriben sobre el ‘renacimiento’, sin el cual es imposible ‘ver el reino de los
cielos’, me parece que no es otra cosa que el despertar del alma, que hasta este punto ha estado
como muerta, en un mundo que existe más allá del rango de nuestros sentidos externos, en, para
decirlo en pocas palabras, el paraíso.” Tomó un libro de los estantes y señaló una ilustración en
2 El personaje del Judío Errante está relacionado, en la tradición rosacruz, con la idea del inmortal iniciado en los
secretos de la alquimia que ha llevado a cabo en sí mismo el proceso de transmutación material.
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él. “Estoy seguro que el cuento de la Bella Durmiente tiene alguna conexión con esto, y ¿qué
otro podría ser el sentido de esta antigua ilustración alquímica del ‘renacimiento’: un hombre
desnudo levantándose de su ataúd y junto a éste un cráneo con un una vela encedida encima?
(Ibidem: 82-83).
En este fragmento resaltan los motivos que hemos estado elaborando: el segundo
nacimiento, la presencia oculta de un yo transcendental que ha permanecido “como muerto”, la
existencia de una especie de velo ilusorio (o escamas en este caso) que nos ciega ante las distintas
posibilidades del ser, así como la yuxtaposición de los conceptos de dormir y velar. La
recuperación del valor de la consciencia onírica como puerta a otras dimensiones se conecta a su
vez con la concepción teosófica de las potencialidades del sueño, equiparado a una consciencia no
fragmentaria o limitada por el manas inferior y la materialidad del cuerpo: “después de la
disolución del cuerpo, comienza [para el Ego] un periodo de consciencia plenamente despierta, o
un estado de sueños caóticos, o un dormir desprovisto de sueños, indistinguible de la aniquilación,
y éstos son los tres tipos de sueño” (Blavatsky, op.cit.: 165). Para los teósofos, la consciencia
despierta o el primer tipo de sueño, vendría solo a aquellos que reconocen la dimensión inmortal
del ser. Los otros dos tipos de sueño estarían reservados para aquellos que han vivido su vida bajo
una concepción estrictamente materialista. De este modo, el despertar de la consciencia vuelve a
ligarse a la necesidad de dar muerte mágica al cuerpo, de liberarse de ese ataúd, lo que se
corresponde con el proceso del nigredo o “noche saturnal” del imaginario alquímico: “espíritu y
alma abandonan el cuerpo envejecido que, representado por el cuervo, penetra en el estadio de
negritud (nigredo), y en el de putrefacción” (Roob, 2001: 197).
Durante sus pesquisas esotéricas, el grupo de amigos de Hauberrisser conoce a un grupo
de “extáticos cristianos” en busca de iluminación, tal como aquellos de los que hablaba Sefardí.
Entre ellos destacan dos personajes: Jan Swammerdam3, un entomólogo iniciado en los misterios
arcanos, quien se convierte en un importante guía para el protagonista, y también el personaje de
Anselm Klinkherbogk, un pobre zapatero4 que está a punto de tener un “segundo nacimiento”, el
cual se manifiesta a través de la supuesta unión hipostásica con el Abraham bíblico.
3 Es muy posible que el nombre del personaje sea un guiño al Jan Swammerdam histórico (1637-1680), un historiador
natural cuyo libro de entomología titulado Biblia Naturae (1727) influyó fuertemente en Swendeborg y en su “noción
de un universo ordenado y racional como la revelación de Dios y la realización visible de la voluntad divina”
(Goodrick-Clarke, 2008: 159). 4 La referencia a un zapatero iniciado podría ser de nuevo un guiño a otro personaje histórico, también zapatero: Jacob
Boehme (1575-1624), quien fuera el principal representante de la teosofía cristiana durante la época barroca, en un
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Algunos estudiosos como Hartmut Binder han visto en Klinkherbogk una referencia clara
al místico cristiano y rosacruz Alois Mailänder, el principal maestro de Meyrink después de que
éste se alejara de la Eastern School of Theosophy a raíz de su desaveniencia con Annie Besant. La
inclinación netamente cristiana del grupo que se formó alrededor de Mailänder contrastaba de
forma importante con el caracter orientalizante de la teosofía. Los discípulos de Mailänder recibían
un nombre espiritual propio tomado de la Biblia, así como un fragmento de las escrituras que
habrían de repetir constantemente a manera de mantra. Con estos dos elementos, se esperaba que
las personas comenzaran un proceso de metamorfosis interna: “El pensar vivamente este “nombre
verdadero” habría de transformar poco a poco el cuerpo, ‘el antiguo nombre’, en espíritu” (citado
por Binder, op.cit.: 185). De la misma forma, las personas congregadas alrededor del grupo de los
personajes de Swammerdam y Klinkherbogk, reciben nombres cristianos como esperanza del
segundo nacimiento y la muerte mágica del cuerpo:
Nuestra meta es la vida eterna. –En cada nombre hay una fuerza secreta interna, y si nosotros
repetimos incesantemente este nombre en nuestro corazón, con los labios cerrados, hasta que
llene de forma constante, día y noche, nuestros ser, entonces llevamos hacia nuestra sangre la
fuerza espiritual que, circulando en las venas, transforma nuestro cuerpo con el tiempo”
(Meyrink, 1963: 92).
El sincretismo religioso, que en este caso mezcla la tradición teosófica con un misticismo
meramente cristiano, es característico de la forma en que operaba el quehacer esotérico de fin de
siglo XIX y principios del siglo XX, pues la relación de los estudiosos con las diferentes propuestas
no siempre estaba marcada por límites claros:
Durante este periodo, era frecuente que las corrientes mágicas no se separaran de todo un
complejo de formas esotéricas de conocimiento; la práctica de la magia estaba vinculada a
menudo con varias logias esotéricas o grupos que en todo caso no podrían ser descritos
cabalmente como solo mágicos, sino como místico-mágicos (Versluis, 2007: 136).
En El rostro verde dicho sincretismo demuestra la existencia de varios caminos o
posibilidades para llegar a la desarticulación del ego. En cuanto a la muerte mágica del cuerpo o
su reconocimiento como un nivel muy básico de existencia, el personaje de Jan Swammerdam se
convierte en el principal guía del protagonista Hauberrisser, sobre todo a raíz de la muerte física
de su amada Eva van Druysen. Swammerdam concibe el ego individual y el ego personal con otra
contexto de recrudecimiento de la ortodoxia reformista alemana. Boehme planteaba “una psicología esotérica del alma
individual y su unión con la divinidad a través de la meditación en Sophia (Sabiduría)” (Ibidem:87).
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metáfora frecuente en el imaginario teosófico, a saber: como entomólogo, con la analogía con la
mariposa y su capullo: la primera debe necesariamente salir del segundo para emprender el vuelo.
Así que, en una especie de reelaboración del discurso kantiano sobre la Ilustración, el iniciado
aboga siempre por alcanzar una “mayoría de edad” espiritual que supone la emancipación del
tutelaje de lo material, o en su defecto, experimentar lo material solo en tanto motor del progreso
espiritual:
Las personas que han sometido su destino al espíritu que reside en ellos, están bajo la ley
espiritual. Han alcanzado la madurez, se han liberado del tutelaje de la tierra, sobre la cual algún
día habrán de ser señores. Cualquier cosa que aún pueda pasarles en su ser físico, ha de llevarlos
hacia adelante, todo lo que les sucede a ellos es lo mejor que podría pasarles (Meyrink, op.cit:
201-202).
En este sentido, la muerte física de Eva, aunque dolorosa, se convierte en un
acontecimiento necesario para que la unión de ambos personajes no se concrete solo en el plano
de un matrimonio físico, sino más bien en la boda alquímica o espiritual, que supondría la
superación analógica de lo que ha sido separado analíticamente.
En cuanto a la novela El dominico blanco, la desarticulación del ego en el personaje
principal, Christopher (quien puede ser interpretado como alegoría del Christian Rosenkreuz de la
leyenda rosacruciana del siglo XVII), se logra a lo largo un camino de iniciación en el cual le es
revelado que su forma contingente es tan solo un eslabón más en la cadena de la línea genealógica
de los Jöckers, una ancestral familia de iniciados que, generación, tras generación, ha intentado
llevar a buen fin el proceso de retorno al ser superior. Es decir, que él, en conjunto con sus
antepasados, constituye un “ego permante”, representado con frecuencia en el imaginario
meyrinkiano a través de un árbol o una casa con innumerables niveles y habitaciones. Los múltiples
“yoes” del personaje se encuentran atrapados en un proceso de reencarnación y de purificación y
están en espera de que su último avatar “personal” tenga una epifanía de su misión y lleve a buen
fin la “Gran Obra” alquímica. La primera referencia importante al proceso de nigredo en esta
novela se plantea en un sueño alegórico que Christopher tiene de niño en un orfanato, antes de ser
adoptado por el barón Jöcker:
Empecé por soñar que había sido enterrado vivo y que no podía mover mis manos o mis pies;
pero entonces llené mis pulmones con poderosas inhalaciones y reventé así la tapa del ataúd; y
estaba caminando a lo largo de un sendero solitario y blanco, que era más terrible que la tumba
de la que acababa de escapar, pues yo sabía que nunca tendría fin. Yo añoraba estar de vuelta
en mi ataúd, y ahí estaba atravesado en el camino.
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Se sentía suave, como carne, y tenía brazos y piernas, manos y pies, como un cadáver. Cuando
me metí en él, me di cuenta que no proyectaba una sombra, y cuando miré hacia abajo para
revisar, yo no tenía cuerpo; luego toqué mis ojos, pero no tenía ojos; cuando traté de mirar las
manos que tanteaban por ellos, no pude verlas.
Mientras la tapa del ataúd se cerraba sobre mí, sentí como si todos los pensamientos y
sentimientos que tuve mientras caminaba a lo largo del camino blanco hubieran sido de alguien
muy viejo, aunque todavía sin joroba; luego, cuando la tapa del ataúd se cerró, desaparecieron,
justo como se desvanece el vapor, dejando atrás como depósito el modo de pensar, mitad ciego,
mitad inconsciente, que normalmente llenaba la cabeza del joven imberbe que era yo, parado
como un extraño en la vida. (Meyrink, 1921: 48-49)
Así como la primera visión que Athanasius Pernath experimenta en El Golem, también
Christopher tiene acceso a una representación condensada del camino de transmutación a través
de la muerte del cuerpo entendido como ataúd de la consciencia y ligado a la idea de la muerte en
vida o al dormir en el velar, así como al concepto teosófico de manas inferior. Es decir, que la
alegoría de la carne también puede relacionarse con la producción de pensamientos y con las
capacidades cognitivas regulares, descritas en el pasaje como “un modo de pensar, medio ciego,
medio inconsciente”. En contraposición a ellos se presenta la imagen de los “pensamientos y
sentimientos evaporados” que se producen una vez que se cierra el ataúd y que surgen mientras
Christopher camina por el sendero blanco. Estos otros pensamientos pueden ser a su vez asociados
con el manas superior, es decir, con la imaginación, la intuición y todos los instrumentos de la
gnosis. El progreso espiritual que supone escapar al ataúd y a la corporalidad (el cuerpo que se
deshace) en la primera parte del sueño, y acceder al sendero terrible de la iniciación, se ve truncado
cuando el miedo ante lo real se abre para el protagonista y lo obliga a buscar refugio nuevamente
en el mundo material. En este sentido, el viejo que camina por el sendero puede interpretarse, en
el marco de la teosofía, como el ego individual de Christopher y todos sus avatares, que ha pasado
muchas vidas buscando concretar la trayectoria iniciada, aún sin éxito.
El sendero blanco, en tanto que alegoría alquímica, es una referencia al eslabón en el
proceso de transmutación que sigue al nigredo y que representa la iluminación, a saber: el albedo
o trabajo en blanco. Esta segunda etapa también encuentra su correlato en la tradición gnóstica y
cabalística:
En la gnosis y en la cábala, Sophia […] reúne los caracteres de la esposa virginal y de madre
engendradora, la Mater Materiae. La semilla que recibe, se dice en ‘Aurora consurgens’ produce
un triple fruto. Y ese fruto que lleva en su seno es el caduceo tripartito, el Cristo-Mercurio, la
serpiente curativa, el agua benefactora que fluye por el Hades para vivificar los cuerpos muertos
de los metales y redimir a su madre y esposa. Así comienza el ‘blanqueo’: sus vestidos son ahora
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“más blancos que la nieve”, y dará a su esposo alas como las de paloma para elevarse con él a
los cielos (Roob, op.cit: 238).
El blanqueo de los metales, la vivificación del cuerpo en otra dimensión, tras su muerte
mágica y la unión con Cristo (el Christopher trascendente de este ego), nos remite a su vez a la
idea teosófica de la recuperación o camino de vuelta a la triada superior en el septenario:
‘Christos’, que para nosotros representa Atma-Buddhi-Manas, el ‘YO’ […] nos lleva a esto: el
único Dios al que debemos rezar y reconcer, o más bien, con el cual debemos actuar al unísono,
es el espíritu de Dios, cuyo templo es nuestro cuerpo, en el cual él mora (Blavatsky, op. cit.:71).
En el caso de la novela El ángel de la ventana occidental el lector también es testigo del
tortuoso camino que lleva al protagonista, quien, en su versión de “ego personal” es el barón
Müller, limitado en la jaula de su consciencia más burda de ciudadano secular del siglo XX, al
reconocimiento y a la recuperación paulatina de las otras dimensiones de su ser en la figura de
John Dee, el mago, astrólogo, astrónomo y matemático de la era isabelina. El reconocimiento de
la misión inconclusa de los representantes de las otras dimensiones de su yo, obliga a Müller a
moverse a través de complicadas redes de planos que encuentran su correlato en el acceso a las
diferentes dimensiones de su ser tripartito.
Como en el caso del personaje de Swamerdamm en El rostro verde, el proceso de nigredo
también se plantea en la última novela meyrinkiana en términos entomológicos, con el imaginario
de la mariposa emergiendo de la crisálida, que habrá de ser abandonada después de haber cumplido
con su función incubadora. La descripción de esta imagen suele reverberar en los distintos planos
de realidad a los que tiene acceso Müller, poniendo de manifiesto el principio esotérico de
correspondencias o espejeos mágicos que trascienden tiempo y espacio. Así, después de
reflexionar sobre su antepasado John Dee e intuir una cercanía con él más íntima que el mero
parentesco, el protagonista emprende una caminata en la que tiene esta visión escindida de sí
mismo:
Me ví en casa, en cuclillas, no como uno se ve al mirar el pasado, no: así, como si estuviera
todavía sentado todavía frente a mi escritorio en la ciudad, como una cáscara vacía, un capullo
de insecto invernado, despojado y adherido a su lugar de muerte, fuera del cual yo, mariposa
revoloteante, había eclosionado apenas hacía unos días, para disfrutar de mi nueva libertad aquí
arriba, en el brezo rojo (Meyrink, 1975: 111).
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Cuando finalmente regresa a su casa, Müller se entera de la muerte de su conocido, el barón
Stroganoff, en términos parecidos, pues su ropa queda abandonada en su cuarto como “capullo de
mariposa” (Ibidem: 112). Y poco tiempo después, lee en los diarios de Dee sobre la visión que éste
tiene de una libélula emergiendo de su capullo:
“Este es el secreto de la vida”, me dije en voz alta a mí mismo. “Así se ha desprendido de su
piel lo inmortal en otra ocasión, así se ha escapado la voluntad otra vez de su prisión, de acuerdo
a sus designios” (Ibidem:122).
Es importante recalcar que la reintegración de los personajes a sus consciencias no
fragmentarias se formula en términos de perfeccionamiento, ascenso y transmutación. Si bien la
tradición esotérica premoderna plantea que este tipo de experiencia es un “proceso dinámico que
se desenvuelve fuera del tiempo” (Hanegraaff, 1998: 261. Énfasis en el original), es decir, que se
lleva a cabo más en la eternidad que en el tiempo, la novela esotérico-fantástica meyrinkiana es
hija de su época, y está ligada a un temporalismo y a una consciencia histórico-evolutiva que
constituyen una de las más importantes aportaciones de la modernidad al discurso esotérico
finisecular: “de este modo, la idea platónica del retorno circular se fusiona con la idea del
progreso linear, y el resultado es ‘la figura distintiva del pensamiento y la imaginación románticos
–el círculo ascendente, o espiral’” (Ibidem: 248. Énfasis en el original). Siguiendo este postulado,
aunque los héroes meyrinkianos terminen por reintegrarse a una esfera más allá del tiempo, dan
cuenta de su proceso evolutivo en términos de repetición de patrones, de perpetuación de rasgos y
flaquezas de carácter en innumerables generaciones históricas que, al final, constituyen avatares
materiales del mismo ser: “¡Necio, que todavía no te reconoces a tí mismo! ¿Qué es el tiempo?
¿Qué es la metamorfosis? –Aún después de centurias sigo siendo yo: – ¡Yo después de la centésima
tumba, yo soy: después de la centésima resurrección!” (Meyrink, 1975: 208).
Lo mismo puede decirse de los antagonistas que lo acompañan con el propósito de
entorpecer su misión, por ejemplo los entes “Mascee”, “Bartlett Greene” y “Assja Shotokalungin”,
que regresan esencialmente iguales, pero ligeramente diferentes en cuanto a su necesidad de
adaptación al contexto histórico específico de su última encarnación. En la larga espiral del tiempo
esotérico, las batallas y las evoluciones se ganan o pierden una generación a la vez. Así, Lipotin,
quien también es Mascee, afirma que este conjunto de personajes seguirá encontrándose hasta que
alguno de ellos rompa el ciclo:
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[D]igamos, en pos de la sencillez: ‘yo’, –yo, ha usted de saber, soy eterno. Toda ser es inmortal,
solo que no lo sabe o lo olvida cuando llega al mundo, o lo abandona, por lo cual no pueda
afirmarse que tenga la vida eterna. Quizás en otro momento. Estaremos, con suerte, un largo
tiempo juntos (Ibidem:118).
También en El Golem se plantea que algunos de los habitantes del gueto han estado siempre
ahí, a guisa de distintas generaciones de una familia, que se mueven en el ciclo del eterno retorno.
Sin embargo, su presencia, al igual que la de los personajes de Mascee o Assja en El ángel de la
ventana occidental, no necesariamente significa que se encuentren en un proceso de purificación.
En algunos casos, como con la prostituta adolescente Rosina, se relacionan más bien con ciertos
arquetipos antagónicos, como la femme fatale: las Evas y Liliths, siempre acechando para desviar
a los héroes de su camino:
“¡Sí! La pelirroja Rosina, ese también es un rostro, del que uno no se puede desprender y al que
uno ve emerger siempre de los recodos y esquinas”, dijo de pronto Zwakh, así sin más. “Esta
sonrisa petrificada y maliciosa la conozco desde hace toda una vida. ¡Primero la abuela, luego
la madre! –Y siempre la misma cara, ¡ni un solo rasgo diferente! El mismo nombre Rosina; –
siempre es la resurrección de la otra” (Meyrink, 1994: 58).
Con la asimilación del modelo teosófico de la división septenaria del hombre a la
configuración de los protagonistas y antagonistas, así como de la estructura de los diferentes planos
de realidad en sus novelas, Gustav Meyrink se adscribe a una corriente cultural que se resiste al
proceso de desencantamiento del mundo moderno. El nigredo o muerte mágica, tiene su correlato
en la desarticulación de la concepción burguesa del sujeto material como unidad monádica, que
ejerce un supuesto control del mundo a través de su racionalidad. Laaparente pérdida se compensa
con el acceso a un conocimiento superior o gnosis: el darse cuenta del carácter ilusorio del mundo
no implica una desgracia, sino la restitución a la experiencia humana de su dimensión espiritual e
incluso de la posibilidad de la reintegración con la divinidad, así como del ejercicio de ciertos
poderes supranormales. Esta exploración de una “consciencia revitalizada”, de carácter más
ontológico que epistémico, se da en el marco de una preocupación general por el tema del
inconsciente y de una batalla por el dominio de su narrativa. Los psiquiatras, el psicoanálisis
freudiano y la metapsíquica se inclinaron en definitiva hacia el polo cientificista; la teosofía por
su parte, logra armonizar los aspectos contingentes y los trascendentes del ser, convirtiéndose así
en una veradera síntesis de las cualidades ocultas del inconsciente.
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