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Carmen y la cueva de Miraflores

Te cuento tu cuento www.tcuentotucuento.com

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Te cuento tu cuento CB, septiembre 2013

Edición Única

Impreso en España / Printed in Spain

Impreso por Recco para Te cuento tu cuento CB

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Para Carmen,

con todo nuestro cariño y amor

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La excursión

Era una mañana soleada y, como muchas otras, la casa bullía con la actividad frenética de sus ocupantes. Carmen adoraba a su familia: su marido, Agustín, y sus dos hijos, Ana y Carlos. Lo que no adoraba con igual pasión era ese incómodo y perturbador momento de desobediencia civil en el que todo el mundo parecía comportarse como si ella no existiera. Sus peticiones de recoger la casa parecían no ser escuchadas e, incluso, a veces eran ignoradas con alevosía, por lo que Carmen tenía que sacar su artillería pesada. Precisamente aquella mañana se vivía uno de esos momentos.

—Por favor, tenéis toda la ropa tirada por el suelo. O la recogéis o nos quedamos sin ir a Miraflores —afirmó Carmen dirigiéndose a sus hijos.

Ana, una rubita de siete años muy guapa, y Carlos, un terremoto de tres, se pusieron en marcha para cumplir el encargo de Carmen. Conocían perfectamente a su madre y sabían que aquel era el tono. Ese tono que sugería que la única salida posible era hacer exactamente lo que ella decía.

—Y tú —continuó Carmen mirando a su marido— no creas que te vas a librar.

—Tienes toda la razón. Ahora mismo me pongo a recoger —contestó Agustín mientras ponía su cara de arrepentimiento, perfeccionada durante largos de años de entrenamiento.

—Ni se te ocurra poner esa voz de no haber roto nunca un plato —dijo Carmen—. Eres el peor de los tres.

—¿Y si te digo que eres la mujer más encantadora y sensual del mundo? —preguntó Agustín con inocencia.

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—Bueno, eso podría valer —reconoció Carmen lanzando una de sus sonrisas, capaz de alegrar el día a quien tuviera la suerte de contemplarla—. Eso sí, no te relajes. Te voy a vigilar de cerca.

—A sus órdenes, señora. En unos minutos le prometo que estaremos en el coche todos listos y en silencio —afirmó Agustín.

—¿Crees que es un buen día para ir a Miraflores? Ya no es verano y cada vez anochece antes —dijo Carmen.

—Yo creo que hace un día estupendo. Vamos a pasear un poco y habremos llegado a casa para la cena —explicó Agustín.

—Quizá pudiéramos pasarnos por el McDonald’s a la vuelta. ¿Qué te parece? —propuso Carmen.

—Me parece que te quiero mucho —afirmó Agustín mientras se acercaba a su mujer para besarla.

—Eres un pelota —sonrió Carmen.

—Sí, pero un pelota adorable —sentenció Agustín.

Tal y como había prometido su marido, Carmen comprobó con alivio que sus hijos estaban preparados para emprender el viaje hasta Miraflores. Habían decidido pasar juntos el día para celebrar su reciente cumpleaños. La idea consistía en hacer una pequeña ruta, nada complicada, por las riberas del río y disfrutar de la comida campestre que habían preparado antes de marcharse. Ana y Carlos llevaban pensando en aquel momento toda la semana. Estaban deseando corretear por los caminos. Además, tenían la esperanza de poder descubrir grandes hallazgos que luego contarían entusiasmados a sus compañeros de clase. Nunca se sabe lo que un sendero puede ofrecer, así que la emoción de ambos era notable.

El aire de Miraflores olía a limpio y fresco. Los cuatro se dirigieron al número ocho de la calle del Rosal, desde donde descendía una bella callejuela, cuyo empedrado conducía directamente a la ribera del río. Cruzaron el puente y ya, en la orilla derecha, emprendieron la marcha por una estrecha senda que se adentraba entre los prados verdes de encinas y esparragueras.

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—¿A qué huele, mamá? —preguntó Ana.

—A tomillo —dijo su madre recogiendo del suelo un poco para ofrecérselo a su hija—. ¿A que huele bien?

—Yo también quiero —se quejó Carlos.

—Toma un poco, Carlos — dijo su padre dándole los tallos leñosos y finos de aquella aromática planta.

—No. Quiero el tomillo de mamá —protestó.

—Pero si son iguales. Es la misma planta —trató de explicar Agustín.

—No. Esa es la de mamá —contestó Carlos con una lógica aplastante que cerró la discusión.

Con la paz recuperada tras la lucha del tomillo, siguieron ruta disfrutando del paisaje y de los animales de un puñado de granjas con las que se cruzaron. Aunque el día era cálido, el otoño ya se atisbaba en el horizonte y las hojas caídas hacían las delicias de los niños.

—Buscamos un sitio para comer —propuso Agustín. Los chicos deben estar hambrientos. Llevan toda la mañana corriendo.

—Yo, lo estoy desde luego —dijo Carmen.

—Si seguimos por aquí, no parece que vayamos a encontrar ningún sitio muy bueno para plantar nuestro picnic. Vamos por allá —sugirió Agustín señalando un camino secundario que se perdía entre los frondosos robles.

—¿Estás seguro? ¿Te has fijado en la cantidad de vegetación que hay? Casi no se puede pasar —comentó Carmen.

—Después de un bosque siempre hay una explanada llena de flores con un arroyo de agua pura y cristalina —dijo Agustín.

—¿De dónde te has sacado eso? —quiso saber Carmen.

—Es sabiduría popular —afirmó Agustín con una sonrisa socarrona.

—Está bien, sabio, veamos dónde nos lleva tu camino. Espero que el arroyo valga la pena —contestó Carmen siguiendo el juego.

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La explanada

Como había predicho Carmen, aquella senda resultaba bastante complicada para caminar. Las ramas de los árboles taponaban el poco espacio que quedaba. Solo se podía ir en fila de a uno, por lo que Agustín y Carmen abrían y cerraban el grupo para que Ana y Carlos estuvieran siempre a la vista. No fueron pocos los arañazos que se llevaron, especialmente Agustín, que lideraba la marcha. Los niños parecían disfrutar de aquella aventura y se divertían esquivando piedras y arbustos. Carmen, por su parte, estaba un poco preocupada. Aquella senda parecía no tener final y cada vez se estrechaba más y más, haciendo prácticamente intransitable aquel camino de locos.

—Deberíamos volver, Agustín —comentó Carmen.

—¡No, no! Un poco más —gritaron los niños.

—Cinco minutos más y, si no encontramos nada, nos volvemos —dijo Agustín.

—Está bien, pero solo cinco minutos —aceptó Carmen.

El tiempo límite estaba a punto de cumplirse cuando Agustín se paró en seco.

—¿Qué ocurre? —preguntó Carmen.

Agustín necesitó varios segundos más antes de poder responder.

—Es in-cre-í-ble —tartamudeó.

—¡¡Qué!! ¡¡Di algo!! —le apremió Carmen.

—Papá, ¿qué pasa? —preguntó Ana agarrándose a las piernas de su madre.

—Es lo más hermoso que he visto en la vida… bueno, exceptuando a vuestra madre, por supuesto —susurró Agustín sin poder apartar la vista de lo que fuera que tuviera delante.

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—¡¡Quiero ver!! —gritó Carlos.

Poco a poco, las piernas de Agustín se movieron. Parecía estar hipnotizado, como si su cuerpo respondiera a otros estímulos más allá de su mente. Carmen le siguió a una distancia prudencial. Con cada mano sujetaba con fuerza las de sus hijos. Los tres, sin apenas darse cuenta, contenían la respiración y caminaban muy despacio, en una lucha constante entre las ganas de ver y el miedo a lo desconocido.

—¡Venid! —dijo Agustín, que parecía haber recobrado su vitalidad.

Carmen y los chicos aceleraron el paso y por fin lo vieron. Allí estaba, la explanada más bella que jamás habían contemplado. El campo estaba lleno de flores de todos los colores y el arroyo, no solo llevaba agua cristalina, sino que producía un sonido adorable y tranquilo. En el centro había un hermoso árbol, cuya verde y frondosa copa se perdía en el cielo. Su tronco era fuerte y liso, sin ninguna imperfección.

—Parece un dibujo —dijo Ana, dejándose caer sobre la suave y aromática manta de flores. Carlos siguió enseguida su ejemplo.

—No parece real. Tengo que reconocer que ha sido una gran idea seguir este camino —dijo Carmen cogiendo la mano de su marido.

—Todo es poco para celebrar tu cumpleaños —afirmó besándola.

Después de la embriaguez de los primeros minutos, decidieron comer en aquel lugar de fantasía y descansar un poco antes de emprender el camino de vuelta. Junto al arroyo, al otro lado del árbol, había una pequeña pradera de un verde intenso, casi fluorescente, que parecía el lugar perfecto para un apetitoso picnic.

Sacaron de las mochilas el mantel, los bocadillos, las patatas y una deliciosa ensalada. Tampoco faltaba la fruta y la bebida, aunque, aprovechando las bondades del arroyo, decidieron renovar sus cantimploras. El sabor y la frescura del agua eran indescriptibles, como si perteneciera a un manantial oculto durante siglos en el centro de la tierra.

Después de comer, Ana y Carlos decidieron que había llegado el momento de explorar a fondo aquellos territorios misteriosos. Mientras

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tanto, sus padres prefirieron seguir disfrutando del reposo sobre aquella alfombra verde y suave.

—¿Te está gustando el día? —preguntó Agustín mientras acariciaba el pelo de su mujer, que descansaba tumbada con la cabeza apoyada sobre su regazo.

—Me está encantado, la verdad —contestó Carmen mientras miraba el cielo azul y claro.

—¿Más que el bolso? —interrogó Agustín con malicia.

—Bueno… dejémoslo en empate —rio Carmen—. No vaya a ser que a partir de ahora te dé por regalarme excursiones y te olvides de los complementos.

—No sería mal cambio —dijo Agustín divertido—. Así no tendría que que volverme loco con el color del bolso que elijo.

—¡Serás…! —exclamó Carmen indignada— Pero si te lo pongo muy fácil. Solo me falta entrar en la tienda y comprármelo yo misma.

—Tienes razón —admitió Agustín.

—Pero bueno, no veo por qué hay que elegir. Puedo tener ambas cosas. Bolso y excursión —sugirió Carmen riendo.

—Acaparadora —dijo Agustín uniéndose a las carcajadas—. Me lo pensaré, pero solo si recibo algo a cambio. ¿Qué tal un beso? —propuso.

Agustín sentía predilección por cada centímetro de su mujer, pero si había algo a lo que no podía resistirse era sin duda la boca de Carmen.

El tiempo pasaba sin que ninguno de los dos fuera consciente realmente de los minutos que habían transcurrido. Era como si el reloj no tuviera competencias en aquella jurisdicción. Se sentían llenos de felicidad, incapaces de moverse ni de pensar en abandonar aquel pequeño paraíso. Charlaban y reían, y por un momento, nada más importaba. El mundo más allá de aquel campo de flores no existía. Solo las voces de sus hijos los sacaron de sus ensoñaciones.

—¡Mamá, papá, mirad lo que hemos encontrado! —gritó Ana.

—¡Una cueva, una cueva! —repetía emocionado Carlos.

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La cueva

En uno de los extremos de la pradera, oculta entre las flores, un agujero enorme se adentraba en el interior de una pequeña colina. Antes de aventurarse en las profundidades de su descubrimiento —aquel sí que era un hallazgo para contar en el cole—, decidieron llamar a sus padres. Cuando Carmen y Agustín la vieron por primera vez no notaron nada extraño. Era una cueva, como muchas otras, oscura y fría. Para asegurarse de que no había ningún peligro al acecho, Agustín decidió explorarla un poco más a fondo, mientras el resto de la familia permanecía fuera, expectante.

Cogió de su mochila una linterna que llevaba para casos de emergencia y comenzó a caminar entre aquellas paredes húmedas. Se escuchaba claramente el sonido del agua, por lo que debía haber algún riachuelo que discurría bajo el suelo. Solo había una galería de unos cinco metros de ancho por otros siete de largo. Por lo demás, aquella cueva estaba completamente vacía.

—Podéis venir. No hay ningún peligro —dijo Agustín con una voz metálica y sonora gracias al efecto del eco.

Carlos salió disparado hacia dentro y Carmen lo siguió. Ana, sin embargo, permanecía quieta sin atreverse a dar un paso más.

—Venga, hija. Ya estamos todos aquí —explicó Agustín.

—No quiero ir. Seguro que hay murciélagos —contestó Ana.

—No hay ningún murciélago —afirmó Carmen mientras se daba la vuelta en busca de su hija—. ¿Qué tal si cantamos un poco?

Carmen empezó a entonar la canción Roar de Ketty Perry, y Ana, poco a poco, se fue animando mientras seguía los pasos de su madre. Con los cuatro en medio de aquella gruta, Agustín alumbró hacia el techo para confirmar que efectivamente no había ningún animal volador

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morando aquel espacio. Poco a poco, el miedo de Ana fue desapareciendo y hasta comenzó a divertirse jugando con el eco. Tanto ella como su hermano corrían de pared en pared, lanzando gritos hacía la roca húmeda, que, instantes después, los devolvía con más fuerza para martirio de sus padres.

—Bueno, ya, parad —pidió Agustín— tenemos que irnos.

—¡Noooo! —gritaba Ana.

—¡Noooo! —chillaba Carlos.

—¡Noooo! ¡Noooo! —retumbaba el eco.

—Venga, hijos. Ya vale. Es hora de irse. Volveremos pronto —dijo Carmen tratando de calmarlos.

Como si hubieran hecho caso a las palabras de su madre, las carreras cesaron de repente. En su lugar, se escuchó un ruido seco, como el de una puerta al abrirse de golpe. Unos segundos más tarde, las voces de sus hijos volvieron a sonar. Se oyeron gritos de asombro y, después, unas frases cada vez más lejanas.

—¡Ahhhhhhhh! ¡Mamáaaaaa! —gritó Ana.

Carmen y Agustín se miraron sin comprender nada. Por mucho que buscaban en la cueva, no había ni rastro de sus hijos.

—¡Ana! ¡Carlos! —gritó Carmen desesperada—. ¿Dónde estáis?

—¡Aquí, mamá! —chilló Ana.

—Tengo miedo —dijo Carlos.

—Las voces suenan como si estuvieran debajo de nosotros —afirmó Agustín—. ¿Os habéis caído? —les preguntó.

—¡Sí, por el tobogán! —exclamó Ana.

Carmen y Agustín recorrieron de nuevo la cueva, aunque esta vez observaron con detenimiento cada palmo del suelo. Iban de rodillas, alumbrando cada centímetro con la linterna para no perder ningún detalle importante. Prácticamente habían dado una vuelta completa al perímetro de la cueva y seguían sin encontrar ni una pista.

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—¡Mira, Agustín! ¡Aquí está, entre el suelo y la pared! —dijo Carmen con la esperanza recuperada.

—¡Vaya, es un agujero enorme! ¡Cómo no lo habré visto antes! —exclamó Agustín.

—No es fácil de ver. Está tan pegado a la pared… —comentó Carmen—. Debería meterme yo primero por si luego se estrechara —propuso.

—Espera un momento. Lo mejor será llamar al 112. No podemos correr el riesgo de que nos quedemos atrapados los cuatro —explicó Agustín.

—Por eso tú te vas a quedar fuera, por si pasara algo. Yo voy a entrar —afirmó Carmen con su habitual resolución—. No te preocupes, cariño. No pasará nada —susurró con dulzura mientras besaba la mejilla de su marido.

—No lo veo muy claro, la ver…

Ni siquiera pudo terminar la frase. Carmen se adentró en el agujero y se deslizó con agilidad por la piedra húmeda y lisa. Como había dicho Ana, aquello parecía un auténtico tobogán. Si no fuera por las circunstancias, hasta hubiera resultado divertido. Cada vez tomaba más y más velocidad hasta que de repente sus pies toparon con el suelo.

La imagen que observó la dejó sin habla. Allí no hacía falta linterna ni ningún tipo de iluminación. Sin explicarse cómo, los rayos del sol llegaban hasta aquel lugar. Era una galería más grande que la del piso superior, de una piedra tan blanca que deslumbraba. En el centro descansaba un tranquilo manantial. Caía con elegancia en una pequeña cascada que se perdía a los ojos. Aunque a simple vista no había nadie, se escuchaban risas y chapoteos, como si un grupo de muchachas se estuviera bañando en aquellas aguas. Alrededor del manantial crecían hierbas y extrañas flores y plantas de colores jamás vistos. Carmen se sobresaltó al notar una mano que sujetaba la suya.

—¿Qué haces aquí? —preguntó aturdida.

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—Resulta que el móvil no tiene cobertura ni en la cueva ni fuera, de modo que poco podía hacer allí —explicó Agustín.

—La verdad es que me alegro de que estés aquí —reconoció Carmen.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Agustín impresionado.

—Ni idea, pero no hay ni rastro de los niños —contestó Carmen—. ¡Carlos!, ¡Ana! —llamó.

A los pocos segundos hubo respuesta, aunque, para sorpresa de ambos, no la esperada.

—Es imposible que os escuchen —dijo una voz profunda y desconocida—. Me he encargado personalmente de ello.

—¿Quién eres? ¿Dónde estás? ¿Dónde están mis hijos? —preguntó Carmen atropelladamente.

—En un lugar seguro —dijo aquella voz con una potencia perturbadora.

—¡¡Sal de una vez!! —exclamó Agustín—. ¡¡Deja que te vea!!

Como el mejor de los trucos de magia, el extraño ser apareció sentado apoyado sobre una roca situada en el centro del manantial. Su voz ronca y fuerte contrastaba con aquel cuerpecillo enclenque que apenas llegaba al metro y medio. Llevaba unas ropas zarrapastrosas y ningún tipo de calzado cubría sus pies. Daba la impresión de que aquel lugar había sido su hogar durante mucho tiempo.

—¿Quién eres y qué quieres de nosotros? —preguntó Carmen.

—Teniendo en cuenta que estáis en mi casa, debería ser yo quien hiciera las preguntas. Que yo sepa, nadie os ha invitado a entrar en mis dominios —dijo el hombre con una sonrisa irónica.

—Discúlpanos, pero no había ningún cartel que anunciara que estas tierras y esta cueva eran de tu propiedad —contestó Agustín.

—Deberías mostrar más respeto. No olvides que tengo a tus hijos —le espetó.

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—Dinos entonces qué quieres —dijo Carmen tratando de aparentar tranquilidad.

—Reconozco que cuando os vi entrar pensé en acabar con todos vosotros. Nadie ha osado entrar aquí desde hace siglos —dijo sumido en sus pensamientos—. Sin embargo, luego te vi —explicó mirando a Carmen fijamente— y pensé que podía haber otra opción. Tus hijos por ti —sentenció.

—De acuerdo —respondió Carmen.

—¡¿Pero te has vuelto loca?¡ —gritó Agustín desesperado.

—No te preocupes, sé lo que hago. Es un buen cambio —dijo Carmen.

—Vaya, además de bella, inteligente. Hacía mucho, mucho tiempo que no encontraba a nadie digno de compartir mi casa. Quizá te conviertas en una buena compañera —susurró el hombre con voz sibilina.

Con un simple chasquido de dedos, el extraño hombre hizo aparecer a Carlos y Ana. Se encontraban de pie junto a él, en aquella roca sobre las aguas.

—¿Estáis bien? —preguntó Carmen con el estómago encogido.

—Sí, mamá. Hemos aprendido un montón de trucos —dijo Ana sonriendo, ajena a la tensión que vivían sus padres.

—A la piedra le han salido dientes —añadió Carlos mientras enseñaba orgulloso una pequeña roca del tamaño de su diminuta mano—. Ya no los tiene, pero antes sí. Dice el señor que es magia.

—Vaya, ha tenido que ser alucinante —sonrió Agustín.

—Bien, escuchadme. Ahora el señor me va a enseñar a mí todos esos trucos. Vosotros estaréis con papá. ¿De acuerdo? —preguntó Carmen.

—Vale, mamá, ya verás qué divertido —dijo Ana.

De nuevo, con un simple chasquido, los niños aparecieron junto a su padre mientras Carmen aterrizaba sentada al lado del extraño hombre.

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—Con esos poderes no te hacía falta raptar a mis hijos para conseguirme —comentó Carmen.

—¡Oh, sí! No puedo retener a nadie en contra de su voluntad. Las hadas del manantial no lo permitirían. Afortunadamente, tú has accedido voluntariamente —explicó el hombre—. Es hora de que te despidas de tu familia.

—Chicos, tenéis que iros. Yo tardaré solo unos minutos —explicó Carmen.

—Esto no me gusta, Carmen. No pienso separarme de ti ni un seg…

El ruido seco y súbito de los dedos al chocarse impidió que Agustín pudiera terminar su frase. Casi sin percatarse de lo que había pasado, se encontró fuera de la cueva, en la explanada, junto a sus dos hijos.

En la cueva ya solo quedaban el hombre de los poderes mágicos, Carmen y las invisibles hadas, que jugaban en el manantial.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —preguntó Carmen.

—Compañía. ¿Acaso no es evidente? —preguntó cabizbajo con los ojos perdidos en otros tiempos—. ¿Sabes? No siempre he sido así —señaló su cuerpo con repugnancia—. Una vez fui un hombre alto y fuerte. Muchas mujeres soñaban conmigo, aunque solo una fue capaz de captar mi atención. Era tan hermosa… me recuerdas a ella —explicó dejando entrever una llama de ternura en sus ojos.

—¿Qué pasó? —se interesó Carmen.

—Demasiadas preguntas, demasiadas. ¡Ya basta de preguntas! —gritó.

—Si tengo que pasar la eternidad contigo, debería poder conocerte —dijo Carmen con dulzura, tratando de calmar la rabia del hombre.

—Hace mucho que nadie se preocupa por mí. —Su voz sonaba de nuevo suave y cálida—. Un día se cansó de mis trucos de magia y desapareció —explicó con amargura.

—¿Y después? ¿No volviste a enamorarte? —preguntó Carmen.

—No. Mi corazón estaba roto en tantos trozos que resultaba imposible recomponerlo. Por eso decidí encerrarme en esta cueva para

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siempre. Las hadas lo permitieron a cambio de unos cuantos trucos de magia. Disfrutan mucho, especialmente cuando transformo las piedras en animales salvajes. Tu hijo, Carlos, también se ha reído con ese viejo truco.

—¿Sabes lo especial que eres? No deberías esconderte en esta cueva. Los niños te adorarían y estoy seguro de que muchas mujeres caerían rendidas a tus pies —afirmó Carmen con aplomo.

—¿Te burlas de mí? ¿Tú caerías rendida a mis pies? Porque no es lo que me ha parecido —comentó el hombre indignado.

—No, es cierto. Yo ya he encontrado el amor, pero tú también podrías intentarlo si quisieras —dijo Carmen.

—¿Y podría encontrar a alguien que me quisiera como os amáis vosotros dos? He visto como os miráis. Está claro que jamás conoceréis la soledad. Siempre os tendréis el uno al otro —contó el hombre con resignación.

—Estoy segura de que podrás encontrar a esa persona, pero lo importante es que recuperes la felicidad. ¿Hace cuánto que no ríes? —preguntó Carmen— ¿Por qué no pruebas?

Aquel gesto que empezó como una mueca torpe e incómoda acabó convirtiéndose en una sonrisa amplia y clara. El hombre suspiró de alegría.

—¡Había olvidado lo bien que sienta sonreír! —dijo—. Tal vez tengas razón. Tal vez sea el momento de cambiar. He vivido demasiado tiempo entre amarguras. Agradezco tus palabras, Carmen.

El hombre unió los dedos pulgar y corazón y, un instante después, Carmen se encontraba fuera de la cueva.

—¡¡Mami, mami!! —gritaron los niños lanzándose a sus brazos.

—¡¡Carmen!! —exclamó Agustín corriendo hacia ella.

—Estoy bien —intentó tranquilizarlos Carmen.

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—Me estaba volviendo loco tratando de buscar otra entrada. El agujero del tobogán había desaparecido ¿Cómo has conseguido salir de ahí? —preguntó Agustín mientras la rodeaba con sus brazos.

—Digamos que hemos acabado entendiéndonos —respondió.

—Eres realmente increíble —dijo Agustín con admiración—. He pasado tanto miedo por perderte.

—¡¡Abrazo de familia!! —gritó Carlos.

—¡¿Por qué no?! —exclamaron Carmen y Agustín a la vez—. ¡¡Bis!! —soltaron al unísono.

Los cuatro se miraron y comenzaron a reírse mientras se fundían en un reconfortante abrazo.

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Un final para un cumpleaños

La noche pasó veloz. Al despertar, Carmen se desperezó y rodó por la cama en busca de Agustín.

—Muchas felicidades, cariño —le dijo su marido al sentirla cerca.

—¿Perdón? —preguntó Carmen sin entender nada.

—Sería la primera vez que olvidas tu cumpleaños y, desde luego, no creo que sea por la edad. Estás más guapa que nunca —sonrió Agustín.

—Pero mi cumpleaños fue ayer. ¿No recuerdas todo lo que pasó en Miraflores? —preguntó aturdida.

—No, ayer comimos en casa. Me estás empezando a preocupar —dijo Agustín.

—¿No te acuerdas de la explanada y del extraño hombre que quería quedarse conmigo? ¿No recuerdas el miedo que pasaste al creer que no volverías a verme? —explicó Carmen.

—Siempre tengo miedo de perderte, pero, de verdad, ayer no ocurrió nada de eso que me cuentas. Creo que has tenido un sueño de lo más perturbador —contestó Agustín acariciándola.

—Si es así y hoy es mi cumpleaños, ¿cómo puedo saber que me vas a regalar un bolso? —preguntó Carmen.

—¡Vaya! ¿Acaso me has espiado? —rio Agustín—. Mira, hoy es 29 de septiembre —dijo mostrándole el móvil.

—Entonces ¿todo ha sido un sueño? Parecía tan real… —susurró Carmen sin acabar de creerse que todo fuera obra de Morfeo.

—Tú sí que eres un sueño para mí. —dijo Agustín estrechándola en sus brazos—. ¿Qué te parece si pasamos el día en Miraflores?

—¡Buena idea! Conozco una cueva espectacular —contestó Carmen entre risas.

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