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CAPÍTULO 5 – “DIOS LE HA RESUCITADO” El testimonio de los apóstoles La intención manifiesta de los apóstoles es confesar su certeza y su veracidad: no anunciaríamos la resurrección de Jesús si no estuviéramos seguros de ella, y estamos seguros porque le hemos visto, vivo, después de su muerte. Pero el testimonio de los apóstoles no se ciñe únicamente al acontecimiento pasado (“ha sido visto”), se extiende igualmente, si no más, a la persona misma de Jesús, a su estado presente, nuevo, definitivo: ya no está muerto, ahora ha resucitado, está vivo en lo sucesivo, y ya no está sujeto a la muerte. Otro aspecto importante del testimonio de los apóstoles es que éste les ha sido confiado como una misión. Esta orden de misión precisa claramente que los apóstoles han sido constituidos ante todo testigos de Cristo, no sólo de una hazaña de Dios en el pasado, sino testigos de la nueva identidad de Jesús resucitado, la de Juez escatológico. Son “testigos de su resurrección”, aunque con el encargo de explicar lo que ésta significa: la inauguración de los últimos tiempos en la persona de Cristo. Lo que habilita a los apóstoles para cumplir esta misión no es simplemente el hecho de haber sido sus compañeros de ministerio en el tiempo de su vida terrestre, sino expresamente el hecho de que “comimos y bebimos con él después de que resucitó” (Hch 10, 41). La vida histórica de Jesús es prolongada más allá de su muerte y de su resurrección hasta el día de su ascensión, porque es en este lapso de tiempo cuando Jesús “se manifiesta” como “Señor” y cuando toda su vida anterior, desde que Juan anunciaba la venida del Reino de Dios, y toda la verdad de su identidad antes oculta y oscura, queda iluminada por esta manifestación. Puesto que Jesús había hablado en sus parábolas del Reino bajo la imagen de un banquete, evidentemente los apóstoles vivieron el hecho de comer y

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CAPÍTULO 5 – “DIOS LE HA RESUCITADO”

El testimonio de los apóstoles

La intención manifiesta de los apóstoles es confesar su certeza y su veracidad: no anunciaríamos la resurrección de Jesús si no estuviéramos seguros de ella, y estamos seguros porque le hemos visto, vivo, después de su muerte. Pero el testimonio de los apóstoles no se ciñe únicamente al acontecimiento pasado (“ha sido visto”), se extiende igualmente, si no más, a la persona misma de Jesús, a su estado presente, nuevo, definitivo: ya no está muerto, ahora ha resucitado, está vivo en lo sucesivo, y ya no está sujeto a la muerte. Otro aspecto importante del testimonio de los apóstoles es que éste les ha sido confiado como una misión. Esta orden de misión precisa claramente que los apóstoles han sido constituidos ante todo testigos de Cristo, no sólo de una hazaña de Dios en el pasado, sino testigos de la nueva identidad de Jesús resucitado, la de Juez escatológico. Son “testigos de su resurrección”, aunque con el encargo de explicar lo que ésta significa: la inauguración de los últimos tiempos en la persona de Cristo. Lo que habilita a los apóstoles para cumplir esta misión no es simplemente el hecho de haber sido sus compañeros de ministerio en el tiempo de su vida terrestre, sino expresamente el hecho de que “comimos y bebimos con él después de que resucitó” (Hch 10, 41). La vida histórica de Jesús es prolongada más allá de su muerte y de su resurrección hasta el día de su ascensión, porque es en este lapso de tiempo cuando Jesús “se manifiesta” como “Señor” y cuando toda su vida anterior, desde que Juan anunciaba la venida del Reino de Dios, y toda la verdad de su identidad antes oculta y oscura, queda iluminada por esta manifestación. Puesto que Jesús había hablado en sus parábolas del Reino bajo la imagen de un banquete, evidentemente los apóstoles vivieron el hecho de comer y beber con Jesús resucitado como la anticipación de su presencia a su lado en el Reino de Dios donde él vivía ya: Jesús se manifestó así a ellos en su calidad de Señor y de Juez, y de eso fueron establecidos como testigos. Su testimonio se caracteriza también por su puesta en relación con el de los profetas; ambos son del mismo orden, se articulan entre sí y se confirman mutuamente: los profetas anunciando la salvación futura por la victoria que obtendría Cristo sobre la muerte, los apóstoles atestiguando que esta salvación se cumplió en la resurrección de Jesús. Tanto en un caso como en el otro el testimonio apunta a la calidad de Salvador que se debe reconocer a la persona de Jesús: él es el que tenía que venir.El carácter profético de la misión y del testimonio de los apóstoles hace comprender que estos últimos, al mismo tiempo que veían a Jesús “manifestarse” a ellos, oían a Dios “mandarles dar testimonio de que ha constituido a Jesús Juez de vivos y de muertos” (Hch 10, 42). No es lo que ellos ven lo que enseña a los apóstoles a reconocer a Jesús en la identidad nueva que Dios le acaba de conferir al resucitarle. Para ello no les hubiera bastado con reconocerle tal cual lo habían conocido, con los mismos ojos de carne. Su misión de dar testimonio no se detiene en decir lo que han visto, les insta a retransmitir la revelación que ellos han recibido de la palabra de Dios. Los apóstoles, como los

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profetas, no son únicamente testigos de un hecho de visión, sino de un acontecimiento de palabra; atestiguan que la palabra de Dios les ha sido dirigida y la proclaman.El primer discurso de Pedro a los judíos el día de Pentecostés (Hch 2) ilustra bien el modo en que los apóstoles comprendieron y cumplieron su misión de dar testimonio: no se dirige a los individuos, sino a todo el “pueblo” reunido, va mucho más allá de la atestación del hecho de la resurrección, pues atribuye además a Jesús la calidad de Juez escatológico, a tal efecto invoca el testimonio de los profetas, por último invoca a sus oyentes a recibir el perdón de los pecados reconociendo lo que Jesús ha llegado a ser por la voluntad de Dios; y todo esto es lo que constituye su “testimonio”. Las circunstancias confieren a este testimonio un carácter ejemplar por ser universal, pues su auditorio estaba compuesto de “judíos piadosos venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo”.

Apreciación del testimonio

Si la afirmación de la resurrección de Jesús se impuso con tanta facilidad, se debe simplemente a que el testimonio que de ella se daba parecía verídico y firme. En los primeros tiempos, el vigor de la predicación de los apóstoles, la amplitud del asentimiento que obtuvo desde muy pronto, el poder de interpelación de una fe condensada a riesgo de la muerte, pronto la extensión y la unanimidad de una tradición oral cuya propagación no fue contenida por ningún desmentido: todo eso servía de garantía al testimonio de los apóstoles y a su transmisión. Más tarde, su consignación en forma de relatos, insertados en el corpus de los relatos evangélicos, le confería el valor de documento histórico y la autoridad de la cosa escrita: no había ningún motivo válido para contestar el testimonio, excepto el rechazo a creer en Cristo resucitado. Sin embargo, en el siglo XIX, con el empuje de la ola de la crítica histórica, todo eso se va a poner en tela de juicio, y se van a exigir criterios más estrictos de verificación de documentos y testimonios históricos. En efecto, relatos como los de la tumba vacía o los de las apariciones no daban plena satisfacción a esos criterios; se empezó a considerar que esos relatos emanaban de testigos interesados en contar esas cosas por la sencilla razón de que eran creyentes.Ahora bien, la cuestión que surge desde un punto de vista estrictamente teológico es: la fe en la resurrección de Jesús, ¿necesita o no una certeza histórica? La teología católica tradicional tenía costumbre de sostener, sobre todo después del Vaticano I, que los relatos evangélicos están en condiciones de procurar esa certeza y consideraba toda aserción opuesta como contraria a la fe, estableciendo así un vínculo de hecho, si no de necesidad, entre certeza de razón y fe. La teología protestante dialéctica, por su parte, dio también una respuesta negativa, diciendo que la fe no admite otro fundamento que no sea la palabra de Dios y repudia cualquier apoyo que la humana razón natural quisiera darle. La resurrección de Jesús es acontecimiento de revelación y de salvación y es recibida a este título, únicamente porque contiene una interpelación que Dios nos dirige a través de la predicación de la Iglesia y que no es posible conocer de otro modo. La fe que quisiera fundamentarse en

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argumentos racionales decaería de su propia naturaleza y perdería sus únicas verdaderas certezas; no sería más que conocimiento humano, buscando falsamente su seguridad en ella misma, en vez de entregarse a Dios con confianza. Algunos teólogos (Pannenberg, Jeremías y otros) consideran que, efectivamente, la fe que se le debe a la revelación requiere una certeza exenta de duda; ahora bien, cuando su objeto es un acontecimiento producido en la historia, requiere una certeza adquirida y verificable por los medios propios de la ciencia histórica; por consiguiente, es necesario que podamos formarnos una convicción de este tipo en el tema de la resurrección de Jesús. Así pues, según Pannenberg, la resurrección de Jesús debe ser considerada como un acontecimiento histórico, susceptible de control histórico, pues según él, “no hay ninguna razón válida para afirmar la resurrección de Jesús como un acontecimiento que se ha producido realmente, si no se puede certificar como tal desde el punto de vista histórico. No es la fe lo que nos proporciona la certeza de que un determinado acontecimiento haya tenido o no lugar hace dos mil años, únicamente lo puede hacer la investigación histórica, en la medida en que se pueda llegar a la certeza en semejante materia”. Ahora bien, el problema que este punto de vista plantea es que si alguien mantiene que la resurrección es una realidad que se ha producido en la historia no podrá sustraerla legítimamente a una investigación histórica, y la fe difícilmente podría coexistir con una duda razonada sobre la realidad del hecho, con una duda positiva que procedería de la impotencia para convencerse mediante argumentos procedentes del conocimiento histórico. Pues no existe una frontera hermética entre la fe y la razón en un mismo individuo, y la fe no podría estar segura de un punto sobre el que la razón estuviera obligada a confesar su incertidumbre. Por esta razón, varios teólogos buscan una vía intermedia entre el “fideísmo” y el “historicismo”, una vía que no haga depender la fe de las convicciones de la razón, pero que tampoco la prive de su concurso, una vía que evite sobre todo cortar el contacto entre las realidades de que habla la fe y aquellas de que se ocupa la razón histórica. La referencia a la historia, explica Ernst Käsemann, no puede producir el objeto de la fe, pero es necesaria para impedir la evasión a la “gnosis”, es decir, a una creencia que abandonaría las realidades de la historia para complacerse exclusivamente en las realidades celestes. Jürgen Moltmann preconiza con este mismo objeto mantener al mismo tiempo que la resurrección pertenece a la historia de este mundo, pues viene a salvarla practicando en ella una “abertura”, y que no le pertenece, pues no procede de evidencias “mundanas”. Por consiguiente, no acepta la tesis de Pannenberg.

La tumba vacía

Sean cuales fueren las intenciones de los narradores, la desaparición del cadáver de Jesús no obliga a concluir que haya salido vivo de la tumba, pues pudo ser sustraído por diversos personajes y por motivos diversos; la propagación y la persistencia, entre los judíos de Jerusalén, del rumor del rapto del cuerpo, difundido por iniciativa de las autoridades judías, son muy comprensibles, incluso al margen de toda maniobra malévola, pues es la hipótesis más verosímil que acude a la mente de manera

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espontánea, como vemos en el caso de María de Magdala, que va a decir a los apóstoles: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (Jn 20, 2). El relato deja abierta, por tanto, la cuestión de saber lo que le ha sucedido a Jesús, no fuerza la convicción, deja a la fe plena libertad para decidir su sentido. El relato propone, por supuesto, una explicación, que procede del mensaje del ángel: “No está aquí, pues ha resucitado” (Mt 28, 6). La cuestión es que algunas personas que habían ido a rendir las últimas atenciones al cuerpo de Jesús o a recogerse junto a él, constatan con asombro que ya no estaba allí, es decir, que la tumba estaba vacía. El rumor se extendió enseguida y alertó a las autoridades religiosas que, a pesar de las investigaciones pertinentes que aparentemente emprendieron, no encontraron el cadáver de Jesús. En efecto, en el caso contrario, las autoridades religiosas, que intentaban arrancar hasta el recuerdo de Jesús, no hubieran dejado de exhibir el cuerpo en público, lo que hubiera cortado en seco el rumor de su resurrección, que había comenzado a filtrarse, aunque sólo fuera de boca en boca y de manera dubitativa, muy poco después del descubrimiento de la tumba vacía. En cuanto a la hipótesis de una disimulación del cuerpo por parte de los fieles de Jesús, apenas es creíble: más bien se mostraban deseosos de venerar sus restos mortales, podían rendirle culto y transmitir su enseñanza sin anunciar resurrección alguna, que nadie esperaba y de la que apenas comprendían la palabra, y resulta difícil imaginarse que semejante mentira les hubiera dado el valor de tal predicación. El relato de Juan rechaza indirectamente la tesis del rapto: quienes se hubieran llevado el cadáver de Jesús, sea quienes fueren, no hubieran complicado su trabajo quitándole el sudario y las vendas que le envolvían. Resulta, pues, más objetivo registrar el hecho tal como es relatado sin buscarle explicación: el cuerpo de Jesús ha desaparecido. La apertura del relato a la esperanza de la resurrección se expresa en su registro simbólico: la tumba no sólo aparece vacía, sino abierta. La apertura es el signo inequívoco de la intervención deliberada y autoritaria de alguien, y cuando se piensa en ello se impone el pensamiento de que se trata de Dios mismo. El cierre de la tumba sobre Jesús significaba la victoria de sus enemigos, poniendo punto final a su pretensión de ser el Enviado y el Hijo de Dios. Su reapertura constituye, por tanto, el signo de una intervención de Dios, que vuelve a abrir el libro del que se creía haber vuelto la última página. La apertura de las tumbas constituía además, junto con los temblores de tierra y otros fenómenos cósmicos inquietantes, uno de los signos apocalípticos que debían anunciar el fin de los tiempos, y que se produjeron en el momento de la muerte de Jesús; en este contexto simbólico, la tumba abierta de Jesús anunciaba la venida del Día de Dios, la irrupción de la resurrección universal. La aparición del ángel del Señor cumple asimismo una función simbólica; presenta los signos característicos (blancura, luz, pavor de los testigos) de los relatos teofánicos del AT; señala una intervención del poder de Dios, un acto de revelación; es la firma de Dios sobre la piedra rodada de la tumba. El mensaje del ángel, por su parte, no hace sino explicitar el simbolismo de la apertura de la tumba: “No está aquí, pues ha resucitado”.Tomado en su perspectiva histórica (en cuanto relata lo que ha pasado), el relato no obliga a concluir que Jesús ha escapado a la muerte, pero plantea el enigma de la desaparición del cadáver, confirmada por la seguida de los acontecimientos: no se ha

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podido oponer ningún desmentido material al anuncio de su salida de la tumba. E invita al lector a ir a buscar en el evangelio aquello que pueda aclarar el destino de Jesús. Una revelación semejante a la que acaeció a los discípulos, “cuando nos hablaba en el camino” (Lc 24, 32) espera al lector, atento a lo que pueda significar para él mismo la enigmática apertura de la historia de Jesús: el descubrimiento de que su ausencia del mundo es una presencia mantenida en nuestra historia. Ahora bien, tomada del lado de los discípulos, esa revelación no ofrece una evidencia física del Resucitado, ni tampoco una evidencia intelectual de la Palabra de Dios atestiguando su resurrección; como se subraya bien en los cuatro relatos del episodio, no dispensa en ningún caso de un acto libre de fe, y esta fe es al mismo tiempo un acto de inteligencia y de rememoración, no algo repentino, sino un trabajo del espíritu. Tomada del lado de Dios, esta revelación es el acto mediante el que Dios pone en movimiento, guía e ilumina este trabajo de inteligencia de la fe. Esta última, en el lector del relato, será semejante a esta revelación en cuanto requiere ser adquirida por el trabajo mismo del espíritu, al mismo tiempo que es otorgada por la misma iniciativa de Dios. Pero no es más que semejante, pues encontramos en el caso de los discípulos dos rasgos que les son propios y que los califican como testigos de la revelación en lo que tiene de único y de universal: por una parte, la relación con un ver, que los designa como testigos históricos de Jesús; por otra, la cita en Galilea, que les asigna una misión, les aleja de la tumba vacía y los pone en camino en calidad de mensajeros autorizados de Dios entre los hombres. Por otra parte, cabría preguntarse si el relato trata de persuadirnos de que Jesús ha resucitado con su cuerpo vuelto a la vida o, por el contrario, de que su resurrección ha consistido simplemente en la reanimación de su cadáver. Ambas cosas no son idénticas. La antropología de los judíos no concebía la dualidad substancial del alma y del cuerpo, y no permitía, por consiguiente, pensar en una resurrección que no afectara al cuerpo. Lo mismo ocurre con la nuestra, por muy diferente que sea, pues conoce esta distinción, pero rehúsa la dicotomía entre cuerpo y alma. Pero si la resurrección fuera comprendida como la reanimación del cadáver, significaría la recuperación sin cambio de la vida terrestre, del mismo modo de vivir “en” o “con” su cuerpo, como sucedió con Lázaro. Ahora bien, los mismos relatos de las apariciones no dejan entender nada de eso. El de la tumba vacía, aún más discreto, tampoco. Se limita a hacer comprender lo que precisa la proclamación de Pedro: Jesús no se ha quedado prisionero de la estancia de los muertos adonde había bajado. No se interesa por decir en qué se ha convertido el cuerpo que estaba en la tumba, sino por afirmar que el muerto ha sido arrancado de la muerte y que ha salido del Hades plenamente vivo, con una vida ahora incorruptible, es decir, substraída a las condiciones de la vida terrestre.El mensaje esencial del relato es que la muerte ha sido devorada en la victoria. Su alcance rebasa el solo caso individual de Jesús, es universal, incluye a todos los seres humanos en lo que acaece a Jesús. Mediante la apertura de su tumba, se ha abierto una brecha en el destino de muerte, que era el de la humanidad. La tumba vacía es la huella en este mundo de la derrota de la muerte.

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Las apariciones de Jesús

Los relatos de apariciones incluyen un doble elemento: visión (o visualidad) y palabra. El primero, al que estaríamos inclinados a otorgar la mayor importancia, no es decisivo por sí solo: ni los dos discípulos de Emaús (Lucas) ni María de Magdala (Juan) reconocen a Jesús a la primera. Mas produce un efecto de choque, de encuentro, de paso, de acontecimiento, menos por lo que da a ver que por el imprevisible carácter repentino y por la iniciativa soberana del aparecer y desaparecer de Jesús: no se le encuentra por casualidad en el camino, no puede ser visitado a voluntad, sino que se hace presente él mismo, cuando quiere y donde quiere. Ya esto nos advierte que no habita más entre nosotros y que no vuelve a emprender de nuevo su vida con nosotros: su presencia funciona al modo de la ausencia. Esta es la cara, negativa aunque necesaria, de su revelación: para comprender aquello en que se había convertido tras su muerte –Señor y Juez de vivos y muertos- , para comprender su resurrección como exaltación a la derecha de Dios, los discípulos debían cesar de esperar su retorno a la vida terrestre. Jesús se hace identificar al tomar la palabra. La palabra que pronuncia es la que tendrán que transmitir a los discípulos. Se refiere ante todo a su identidad personal, primero, ciertamente, a su identidad antigua e histórica de Jesús de Nazaret, a fin de que no se le tome por algún espíritu celeste, pero también, e incluso más, a su nueva identidad, o al menos no manifestada aún, de Señor e Hijo de Dios, de introductor en el Reino de Dios. Ahora bien, si la primera identidad era la única que podía ser reconocida y sólo tenía necesidad de ser traída a la memoria, la segunda no podía ser más que revelada y recibida en la fe; y puesto que ambas no forman más que una, era preciso que aquella fuera “descubierta” y que esta “apareciera” bajo los velos de la antigua. Eso es lo que hace Jesús al retomar y explicar sus antiguas palabras, aquellas que anunciaban, en base a las Escrituras, lo que él estaba destinado a ser. La venida de Jesús no podía ser identificada más que a través de su palabra, y cada toma de la palabra por parte de Jesús creaba el choque de un nuevo encuentro; eso tenía lugar cada vez que regresaba del fondo del pasado, a lo largo de todo ese proceso de rememoración, a “suscitar” de nuevo sus antiguas palabras y a grabarlas, vivas del todo y dotadas de un sentido nuevo, en el corazón de los discípulos, reactualizando a la vez sus encuentros pasados con ellos como otros tantos nuevos encuentros. Mas una vez que la identificación de Jesús llega a su “plenitud”, en la exacta superposición de su antigua identidad y de la nueva, todas esas múltiples tomas de la palabra se recapitulan en la última, la única que produce un efecto de reconocimiento indubitable y que no tiene necesidad de ser repetida para permanecer para siempre, y permanecer al mismo tiempo como el primero y el último encuentro con Jesús, puesto que adquiere la verdad de su aparecer como Hijo de Dios cuando se le reconoce en su acto de desaparecer en la gloria de Dios. La diferencia que se observa en los relatos evangélicos entre la primera aparición y la segunda y última contiene otra lección. La primera, la dirigida a las mujeres, tiene como función esencial comunicarles un mensaje a transmitir a los discípulos y, principalmente, a los apóstoles. El mensaje fracasa, no es recibido. Ahora bien,

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normalmente, hubiera debido lograr su propósito, puesto que Jesús reprocha a los suyos “su obstinación en no creer a los que le habían visto resucitado”; y, si hubiera logrado su cometido, no hubiera habido necesidad de otras apariciones de Jesús, a no ser para despedirse de ellos y transmitirles sus últimas consignas, aunque no para hacerles reconocer la realidad de su resurrección. El reproche de Jesús se explica en este sentido: el régimen normal de la fe es creer sobre la base del testimonio de aquellos que han sido enviados por Dios, y faltamos contra el orden de la fe cuando reclamamos pruebas, signos y razones, y, a fin de cuentas, no queremos creer más que lo que vemos. La identificación de Jesús no podía resultar de una simple experiencia sensible, no puede producirse más que al precio de un recorrido de reconocimiento, de una búsqueda de inteligibilidad realizada “en todas las Escrituras”.En Lc 24, 30 Jesús insinúa su verdadera identidad: “Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando”. Este gesto era un rito que Jesús había realizado recientemente en una circunstancia solemne y al que había dado una significación muy precisa: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” (Lc 22, 15-16). Este gesto formaba parte también, por tanto, del registro del reconocimiento simbólico, del anuncio y de la prueba. Entonces “se les abrieron los ojos”, para comprender el sentido, ayer aún futuro, del signo ahora reproducido, “y le reconocieron” (Lc 24, 31), como aquel en quien se cumple este anuncio. Sin embargo, una vez de que le reconocieron, él desapareció de su lado. ¿Qué sentido tiene esto? El signo trazado sobre el pan compone junto con el de las Escrituras, mediante la mutua referencia del uno al otro, un recorrido circular de reconocimiento que permite identificar a Jesús con su destino, anunciado por los profetas, y después por él mismo, que se acaba de manifestar como realizado: la apertura del Reino de Dios. Pues no puede “desaparecer” más que ahí, para consumar en él la Pascua cuyo signo acaba de renovar tras haber trazado de nuevo su historia; ha llegado al final del recorrido y pasa al otro lado, con un gesto soberano, ausentándose por sí mismo del tiempo y del lugar en el que estaba con los suyos, para entrar en su por-venir y en su estar-en-otra-parte. Permanece incógnito mientras está presente, no es reconocido hasta que se ausenta, se hace descubrir al marcharse, porque es en el Reino de Dios donde toma su verdadera identidad, inaccesible a los ojos de la carne, descubierta únicamente por la voz interior, que cuenta, escribiéndolo en los corazones, lo que le sucedió cuando le llegó “la hora de pasar de este mundo a su Padre”. Al repetir, como un gesto de regreso de inmediato interrumpido, el signo que había realizado en el momento de su partida, Jesús hace comprender a los discípulos que recobra la vida que había entregado, vida del “cuerpo entregado por vosotros”, pero que la recobra como vida eterna, tal como se había vuelto al pasar por la muerte, fuente de vida para toda la humanidad.

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Relato y revelación

Proceso de reconocimientoe identificación

Acción simbólica

Acontecimiento de presencia, encuentro,

lenguaje-comunicación

El relato otorga mayor eficacia a la palabra que a la vista e indica que el reconocimiento de Jesús por parte de los discípulos se debió a una revelación dirigida al corazón más que a los sentidos, un conocimiento recibido a través de la gratuidad de la fe y no bajo evidencias sensibles. También muestra que la fe en la resurrección de Jesús se volvió “buena nueva”, subraya el carácter social de las apariciones, se trata de testigos que dan testimonio no tanto de la resurrección sino del Resucitado. El relato tiene el valor de un doble testimonio en favor de una revelación recibida de Dios y comunicada a través de un acontecimiento de encuentro con Jesús, de una revelación que se ha realizado en su historia. Los evangelistas dan testimonio de este acontecimiento contándolo como el relato de un encuentro.La revelación queda atestiguada por la importancia dada a la palabra, que presenta los mismos caracteres que la palabra de Dios (de improviso, con autoridad, que impulsa a dar testimonio…) transformando al oyente en locutor. Este carácter se atestigua en las apariciones de Jesús: Dios revela la resurrección de Jesús dándole el poder y la misión de aparecerse; Jesús revela a Dios, lo que Dios ha hecho de él, a la manera de Dios.Los evangelistas, al poner en primer plano de sus relatos la incredulidad obstinada de los discípulos, nos advierten que debieron rendirse, a pesar de sus vacilaciones y la resistencia de sus sentidos, a la autoridad de una revelación que es la única que pudo brindarles la evidencia de la resurrección de Jesús. Esta revelación no les ha dispensado del uso de sus facultades intelectuales ni tampoco del lento caminar de la libertad que consiente a la fe, y nos invitan a realizar el mismo esfuerzo y tener la misma paciencia, y no a reposar en las “pruebas” que pudieran proponernos. Su llegada a esta certeza les ha venido de una revelación en su historia, haciendo irrupción en su vida y conmocionando su curso. Fue Jesús quien vino a ellos, y no a la inversa. Han experimentado su viva realidad como un acontecimiento de presencia que surge cuando no se lo espera.El reconocimiento de su presencia es común, no es obra de un solo individuo, es también necesariamente un acontecimiento de lenguaje, comunicación, no sólo entre Jesús y cada uno de aquellos a quienes se aparece, sino asimismo entre todos ellos.La presencia se concibe en términos de intercambio simbólico más que de ser-ahí sensible, de don gratuito más que de necesidad física, se trata de una realidad espiritual e intersubjetiva y no simplemente ni en primer lugar material. Aquí se sitúa el salto de la fe. Sería faltar a la gratuidad de la fe tanto negarle el asentimiento racional, que pueda proporcionar el examen crítico del relato, como querer dotarla de pruebas históricas en forma correcta.La fe no nos obliga a creer en la realidad histórica de todo lo que los discípulos han contado, pero como la manifestación de Jesús resucitado forma parte de la historia de la salvación tanto como su resurrección, nos pide creer que esta manifestación se ha

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producido en la historia vivida por ellos. Tampoco pertenece a la naturaleza de la fe proporcionar certezas históricas, sin embargo, al hacernos compartir la fe de los discípulos, nos hace comulgar en la certeza de la presencia del Señor que estos experimentaron.La fe tanto para ellos como para nosotros, no puede ser más que un proceso, constantemente recomenzado, de comunicación con ellos y entre nosotros.

El soplo del envío

El lazo de la resurrección de Jesús con la historia de los apóstoles, en particular, y con la historia humana, en general, está marcado por el lazo entre las apariciones de Jesús a sus discípulos y su envío en misión y ligado por el don del Espíritu Santo a los apóstoles y su manifestación pública el día de Pentecostés.Este vínculo no es simple continuidad temporal, reúne acontecimientos cronológicamente dispersos en un mismo proceso de revelación, de reconocimiento y de comunicación de la resurrección de Jesús.El momento en el que los discípulos salen de su incredulidad, acogen con certeza su retorno a la vida y consienten a la plena verdad de su nueva existencia, es identificado por los evangelistas con el de su envío en misión. Esto nos enseña que la intención de Jesús no es simplemente hacer constatar su resurrección sino proseguir la predicación del Evangelio del Reino. La certeza de fe no es un puro asunto de persuasión interior sino de movimiento, de “misión”. Esto es así porque la puesta en presencia de otro no se lleva a cabo sin dejarnos alterar por él, y esta alteración es manifestación y aceptación de la presencia del otro. La reagrupación de los discípulos es significativa de este efecto de presencia. Lo que les había constituido en discípulos era su estar-juntos-alrededor de Jesús. Su muerte había supuesto la disolución de este grupo. La reconstrucción del grupo les hace reconocer aquello que lo ha permitido: el retorno de Jesús en medio de ellos. Pero se trata de una presencia en la ausencia, una proximidad en la distancia, como sucede con el Reino de Dios, y la venida de Jesús no es otro acontecimiento.La misión de los apóstoles les hace conocer y notifica hacia el exterior que “el asunto de Jesús continúa” en ellos y por ellos. Propiamente hablando, no son ellos quienes toman el relevo de Jesús ni quienes prosiguen su misión, es ella la que los llena. Como el Padre hablaba y obraba en Jesús, así es él quien habla y obra en ellos, permitiéndoles hacer las mismas obras que él “y mayores aún”.Jesús vuelve a la vida recuperando la palabra. Los discípulos experimentaron también ser invadidos por la palabra de otro, una palabra que les proporcionará más tarde la fuerza para afirmar su libertad en el enfrentamiento con las contradicciones y con la misma muerte.La inserción de la palabra de Jesús en el corazón de los apóstoles es la obra del Espíritu Santo, que Jesús les promete cuando los envía en misión o que incluso les da por adelantado y cuya venida se manifiesta el día de Pentecostés. Este acontecimiento concluye la revelación de la resurrección y le da su emplazamiento histórico.

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Lo que se describe en un lapso de tiempo muy corto resume el lento camino de la palabra de Jesús a través del discurso, que reúne de nuevo a los apóstoles en torno a su presencia reconocida, y el de la fe a través de las dudas, de las que sus oyentes no estuvieron más dispensados que ellos mismos. Pero llegó un día en que brotó una palabra pública de proclamación con el poder de suscitar una conversión pública al Cristo resucitado: ese fue el comienzo de la Iglesia de Cristo.Existen varios motivos para vincular Pentecostés a la resurrección de Jesús como un único acontecimiento de revelación: una revelación no es nunca una palabra puramente interior de Dios al profeta, la resurrección de Jesús se vuelve revelación cuando se exterioriza en un acontecimiento público de palabra. En segundo lugar, son un sólo acontecimiento debido al vínculo que existe entre el lenguaje y la constitución de la persona humana, Jesús vuelve a ser persona viva al mismo tiempo que hablante. Por último, Pentecostés está directamente unido a la resurrección por la trama del relato, su simbolismo hace de Pentecostés una réplica de la escena de la creación, que revela la resurrección de Jesús como el principio de la recreación de una humanidad nueva. El anuncio de la venida del Espíritu Santo, como repercusión e inscripción en la historia humana de la resurrección de Jesús, es lo que introduce en el corazón de la revelación cristiana. Los apóstoles la anuncian como un acontecimiento dotado a la vez de interioridad y de universalidad, que tiene una historia y que hace historia. En eso consiste la “Buena Nueva del Reino” que merece ser proclamada en todas las lenguas y retener la atención de todo hombre que busque el sentido de su destino.La resurrección de Jesús se consuma en la historia de los creyentes, Jesús resucita en su Iglesia. No se puede profundizar en la revelación sin pasar por la meditación de la pasión de Cristo, esto es lo que enseñan los apóstoles, que sólo llevando su muerte sobre nosotros mismos podemos participar en su resurrección. Pero antes hay que examinar a qué tipo de revelación de Dios se presta el relato de las experiencias pascuales cuando lo recibimos con fe.

El Dios de vivos

La tradición cristiana ha establecido un lazo muy estrecho entre la identidad del Dios de Jesucristo y la fe en la resurrección de la carne. Dios se hace reconocer como creador por el cuidado que pone en salvar a su criatura de la muerte y restaurarla comunicándole su propia vida incorruptible, manifestando según la enseñanza de Jesús que “no es un Dios de muertos, sino de vivos”. El acceso a la revelación de Dios pasa, por tanto, por un esfuerzo encaminado a comprender qué tipo de ser se vuelve el Cristo resucitado.Pablo enseña que entre la muerte y la resurrección existe discontinuidad en la continuidad. El hombre no es sólo cuerpo, es también espíritu, conocimiento, amor, libertad. Su identidad no está definida por una naturaleza estática sino por lo que hace de sí mismo, para alcanzar la verdad a cuya imagen ha sido hecho. La resurrección puede ser comprendida como la acción de Dios de salvar la historia que el hombre se construye en su cuerpo, de dar una vida incorruptible a la realidad espiritual que el

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hombre extrae de su vida corporal. Existe un nexo entre el lenguaje, el cuerpo y el tiempo.Lo que importa a la fe es la identidad de cada uno con la existencia histórica que ha vivido en su cuerpo en relación con Dios y con los hombres, y que se expresa y se reproduce en el lenguaje que cada uno mantiene con Dios y con los hombres. Esta existencia llegada a ser es lo que Dios resucita, respondiendo a la palabra del hombre por medio de su palabra eternamente viva.Jesús no se hace reconocer poniéndose ante los ojos de los discípulos, sino hablándoles. Resucita en la comunidad que su palabra reúne. Vuelve a tomar cuerpo formando cuerpo con esa comunidad. La apelación “cuerpo de Cristo” que Pablo atribuye a la Iglesia no es simple metáfora. Ahora bien, que exista en este cuerpo y que le dé vida, forma y unidad, se debe a su palabra, que es “espíritu y vida”. Podemos comprender que Cristo resucita “corporalmente” en el sentido de que expresa, a lo largo de toda su vida, su existencia histórica, corporal y social a través de su palabra y que expresa esta palabra, en el momento de morir, a la vez en Dios, que vuelve a darle la vida, y en la Iglesia, a la que ella da vida y en quien vuelve a tomar cuerpo en virtud de estar articulada realmente con el cuerpo social de la Iglesia.Dios se revela resucitando a Jesús, se revela como Dios creador, crea volviendo a dar la vida, pero una vida nueva desligada de la muerte, a alguien que ya había existido; crea colaborando con su criatura, salvando de la muerte la existencia y la historia que el hombre se da y se hace mediante su libertad, y con el concurso de todos. Se revela así como “Dios de vivos”: no como el dios cósmico que, desde las alturas de una morada celeste, gobierna todas las cosas sin ocuparse de ellas, sino como el Dios que vive lo más cerca posible de los hombres en lucha por la vida, como Dios de una historia confiada a su libertad. Es una revelación de poder pero no se accede a ella sino a través de la gratuidad de una valerosa libertad.

El espíritu de Dios

Como Dios de vivos, Dios se manifiesta en aquello que es para nosotros acontecimiento de vida. Dios se revela en el trato con Jesús, no le devuelve simplemente la vida del cuerpo, le da su propia vida, que es su Espíritu, le hace vivir en él, de él, para él; la resurrección es, pues, acto de generación, y Jesús es reconocido Hijo de Dios. Dios se manifiesta así como Padre. Poniendo al margen este aspecto es la revelación del Espíritu lo que pasa al primer plano. El carácter de acontecimiento histórico y público de la venida del Espíritu es la inscripción de la revelación de Jesús en la historia.El Espíritu es común y es comunicable, común a Cristo y a Dios que se lo da, comunicable de Dios a las criaturas por Cristo. Dios comunica su Espíritu a Jesús y, de él, a las demás criaturas, pero existe una diferencia radical entre una y otra comunicación: la segunda depende de la primera. Se nos revelan, a la vez, la intimidad de Dios como Padre y la divinidad de Cristo como Hijo. El acto como tal de comunicación de Dios a otro y a una criatura constituye el reverso de un despojo y la marca de una humillación, y Dios se revela, fundamentalmente, bajo este aspecto

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mediante el don del Espíritu Santo. No es el ser solitario que se creía (en el Antiguo Testamento), se muestra en comunión íntima con otro, al que comunica su propia identidad, en un grado que no hubiera podido ser imaginado sin incurrir en blasfemia: Dios se “profana” haciéndose “común”. Se trata de una revelación insólita y desconcertante: Dios se revela cuando no se le espera, y, sobre todo, de un modo inesperado, rebajándose a ser compartido y en eso mismo es el Todo-Otro. Por eso lo más duro es convertirse a la humildad de Dios.El Dios que se revela aquí no es exactamente el que las religiones reverencian como Dios de los orígenes sino un Dios que establece su morada en el corazón de los hombres. Aunque se haga buscar de todas las maneras, no se deja encontrar más que cuando dice: “Soy yo”, haciéndose descubrir por sí mismo, porque no puede ser conocido ni descubierto de otro modo, por nuestra propia iniciativa, tal como es: es el Todo-Otro. Dios se revela en la historia tal como es en sí mismo. Al dar el Espíritu, Dios revela que es donante por propiedad de su ser. Tampoco eso podía ser conocido más que por revelación. El Dios Espíritu se revela a través de dones totalmente gratuitos, que la mayoría de las veces ni siquiera se hacen notar. Dios no nos obliga ni siquiera a reconocerlo en sus dones, es por esencia el Don gratuito. Por consiguiente, no es posible disponerse a recibir su revelación más que a través de una actitud semejante a la suya, consintiendo al dinamismo de intercambio y de don que el Espíritu no cesa de imprimir en nosotros, para hacernos acceder a la gratuidad de la existencia simbólica y revelarnos de qué don gratuito la recibimos.