bruno forte _ el maestro en la reflexiÓn teolÓgica

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B. Forte 1 EL MAESTRO EN LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA DESDE LA ÉPOCA MODERNA HASTA NUESTROS DÍAS Actas del Seminario internacional sobre "Jesús, el Maestro" (Ariccia, 14-24 de octubre de 1996) por P. Bruno Forte Sumario 1. Del "objetivismo" al "subjetivismo" 2. El triunfo moderno del sujeto: Cristo Maestro, modelo de subjetividad completa 3. El retorno a la historia en las teologías del siglo XX: Jesucristo, el Maestro viviente en nosotros 4. El retorno a la historia en las teologías del siglo XX: Jesucristo, el Maestro viviente en nosotros - 2. 1. De la síntesis medieval a la emergencia moderna de la subjetividad (por la subjetivización de los valores y del relieve de la ejemplaridad moral del Maestro) «El carácter peculiar de la edad moderna —escribe Joseph Lortz— puede comprobarse especialmente por sus diferencias con la edad precedente, el medievo, es decir, por sus tendencias disgregadoras: subjetivismo e individualismo, nacionalismo, laicismo y secularización. Su trascurso se caracteriza por la realización de las potencialidades contenidas en estos factores».(1) Si el mundo medieval se caracteriza por la síntesis en el plano político-religioso (Imperio-Papado) y en el del pensamiento (mentalidad ordenadora y métodos escolásticos), la edad moderna se caracteriza por la disolución de la síntesis a nivel político-religioso y

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B. Forte 1

EL MAESTRO EN LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA

DESDE LA ÉPOCA MODERNA HASTA NUESTROS DÍAS

Actas del Seminario internacional sobre "Jesús, el Maestro"

(Ariccia, 14-24 de octubre de 1996)

por P. Bruno Forte

 

Sumario

1. Del "objetivismo" al "subjetivismo" 2. El triunfo moderno del sujeto:Cristo Maestro, modelo de subjetividad completa 3. El retorno a la historia en las teologías del siglo XX:Jesucristo, el Maestro viviente en nosotros4. El retorno a la historia en las teologías del siglo XX: Jesucristo, el Maestro viviente en nosotros - 2. 

 

1. De la síntesis medieval a la emergencia moderna de la subjetividad

(por la subjetivización de los valores y del relieve de la ejemplaridad moral del Maestro)

 

«El carácter peculiar de la edad moderna —escribe Joseph Lortz— puede comprobarse especialmente por sus diferencias con la edad precedente, el medievo, es decir, por sus tendencias disgregadoras: subjetivismo e individualismo, nacionalismo, laicismo y secularización. Su trascurso se caracteriza por la realización de las potencialidades contenidas en estos factores».(1) Si el mundo medieval se caracteriza por la síntesis en el plano político-religioso (Imperio-Papado) y en el del pensamiento (mentalidad ordenadora y métodos escolásticos), la edad moderna se caracteriza por la disolución de la síntesis a nivel político-religioso y socio-cultural. Las causas de este proceso son complejas y múltiples. Si entre las político-religiosas hay que señalar especialmente la formación de los estados nacionales de monarquía centralizada (Inglaterra, Francia, España) y la creciente resistencia antirromana, debida también al relajamiento del clero, en el plano más específicamente espiritual e intelectual el declive del medievo se anuncia de múltiples formas. Por una parte, el humanismo, con su tendencia positiva y crítica, facilitada por la invención de la imprenta, permite un gran contacto personal y directo con los textos, casi imposible anteriormente y

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capaz ahora de estimular de forma nueva el discernimiento y el juicio individual; por otra, la "vía moderna", inaugurada por Guillermo de Occam, opone el saber crítico humano a la realidad religiosa positiva, relegada en un fideísmo de tipo voluntarista, al tiempo que el nominalismo produce una desconfianza difusa en la posibilidad de un conocimiento que tenga alcance real sobre las cosas. La inquietud psicológica del siglo XV, por otra parte, alimentada por la inseguridad social y política y favorecida por acontecimientos dramáticos, como la peste negra que en 1348 trastornó a Europa, se expresa en una mentalidad ansiosa y con frecuencia infantil, en una religiosidad a menudo supersticiosa, cuyo ejemplo lo tenemos en la caza de brujas típica de esta época y en la difusión del tema de la muerte y lo demoníaco en el arte. De este conjunto de factores será fruto y al mismo tiempo expresión original la Reforma, que evidenciará la disolución de la precedente síntesis crítica y la emergencia del sujeto en su dimensión histórico-concreta y en su existencia ante el Dios vivo de manera única y original.

En el ámbito teológico, la Escolástica —tras el gran florecimiento del siglo XIII— se había ido convirtiendo en un ejercicio dialéctico sobre sí mismo (recuérdense los sarcasmos de Erasmo en el capítulo 53 de Elogio de la locura, dirigido contra «los locos más locos, los teólogos»). Esto no dejará de tener consecuencias en el alejamiento progresivo de la espiritualidad respecto de la teología, por ir en busca de una experiencia de Cristo más subjetiva, intimista y concreta. Es justamente esta piedad intimista y subjetiva la característica de la "devotio moderna" del tardo medievo, dominada por el motivo de la "imitatio Christi". Como reacción al intelectualismo de la Escolástica tardía, favorecida por la separación nominalista entre fe y razón, la atención se concentra prioritariamente en la vida interior del sujeto, conforme a una necesidad de apropiación subjetiva de los valores, lo que enlaza también con el proceso de introyección de la figura de Jesús Maestro. Es la lucha espiritual y el camino de perfección del alma lo que aparece en primer plano. Y Cristo es el Maestro interior, que habla al alma sedienta de Dios, presentándose sobre todo como modelo moral y espiritual al que imitar y seguir. Eso sucede, por ejemplo, en el extraordinario testimonio de experiencia interior que es la Imitación de Cristo, al igual que en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, que en la confrontación con los misterios de la vida de Cristo conducen al ejercitante al discernimiento espiritual y a la decisión del corazón ante la alternativa suprema, de tal modo que la vida y las opciones del Maestro se reproduzcan en el seguimiento del discípulo.

Gran heredero de la piedad cristológica medieval y al mismo tiempo testimonio y artífice de los albores de la modernidad es Martín Lutero. Si el pesimismo nominalista y el individualismo exasperado se unen a los tonos dramáticos de la conciencia afligida del siglo XV, no es menos resplandeciente en su obra el principio cristológico paulino de la "theologia Crucis" y del "celo" por Cristo.

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"Crux probat omnia" expresa no sólo que la Cruz es la subversión y la confutación de todas las presunciones humanas, y por tanto la negativa más radical de todo posible pelagianismo que vea al hombre salvarse con sus solas fuerzas, sino también que únicamente por el camino dialéctico de la ruptura y no por el analógico de la continuidad, "per passiones et crucem" y "sub contraria specie", puede el hombre encontrar la revelación de Dios en Jesucristo. Para quien acepta la locura de la Cruz y no presume de tener más certeza que Cristo, Señor y Maestro, y Cristo crucificado, la vida en la muerte se hace posible, la "sola gratia" triunfa, la "sola fides" salva. Lo que en Lutero resulta verdaderamente nuevo y moderno es que el punto de apoyo de su investigación es el problema existencial decisivo, el posicionamiento concreto y al mismo tiempo radical sobre el que se juega todo, la búsqueda de la salvación. Lutero «no es un sistemático. En consecuencia, se ve en gran medida determinado por la experiencia vivida (Erlebnis) y por la voluntad... Todo lo que escribió y dijo es confesión, es decir, reconocimiento, que es pagado con la vida vivida y con el propio sufrimiento y que debe participar a los demás».(2) Por la vivencia de sus pruebas y tentaciones y por la experiencia consoladora de la gracia, anunciada por la Palabra de Dios, que él lee y medita asiduamente, se le plantean a Lutero los interrogantes que se encuentran en la base de su mensaje y sobre los que construye su camino hacia la salvación: Cristo es para él el Maestro sobre el que contrasta todos los bienes y todas las verdades. «Toda la confianza, la vida, la gloria, el poder y la sabiduría del hombre está sólo en Cristo. Pero Cristo está escondido en Dios, por lo que todo lo que aparece interna o externamente no es lo que puede ser supuesto por el hombre, con lo que afirmo que habernos convertido en necios, es decir, en saberlo todo, fuera de Cristo es no saber nada».(3) Esta afirmación exclusiva y casi celosa de Cristo, cargada de densidad existencial, es la que hace a Lutero afín a Pablo y Agustín y la que al mismo tiempo le convierte en signo de una edad nueva. Su teología militante, fuertemente radicada en la experiencia, es imagen y al mismo tiempo factor determinante de los cambios que se anuncian, bajo el signo de una atención nueva a la subjetividad, de la que la doctrina del "libre examen" no será más que tematización refleja. Pero el subjetivismo de Lutero sigue estando sólidamente ancorado en la fuerza del Objeto puro, en la victoria del Dios vivo revelado en Cristo sobre el pecado del mundo: «Ésta es la diferencia estable entre la ley antigua y la nueva. La ley antigua dice a los que son soberbios en su justicia: debes poseer a Cristo y su Espíritu; la ley nueva dice a los que se han humillado en su pobreza, en materia de justicia, y buscan a Cristo: mira, aquí está Cristo y su Espíritu. Por tanto, los que entienden por Evangelio algo distinto a anuncio gozoso, no comprenden el Evangelio. Hacen eso justamente los que lo han transformado en ley en vez de entenderlo como gracia; y son ellos los que han hecho de Cristo un Moisés para nosotros».(4) No obstante, la reivindicación del carácter intensamente personal de la experiencia de la gracia al acoger a Cristo, constituye la premisa

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decisiva para intensificar el proceso de subjetivización de la fe, que culmina en la referencia al Señor Jesús especialmente como Maestro y modelo moral del alma.

2. El triunfo moderno del sujeto: Cristo Maestro,

modelo de subjetividad completa (5)

René Descartes lleva a cabo la aceptación especulativa de la nueva emergencia de la subjetividad. El "cogito, ergo sum" es la inscripción refleja de un acto existencial denso y concreto; es llevar a la palabra, de forma sistemática y con capacidad de refundar el universo del conocimiento, los derechos del sujeto, enraizados en el acto mismo de la razón. Justamente por haber sabido expresar el ansia de toda una época, la influencia de Descartes será enorme. Antes que maestro de contenidos, es maestro de pensamiento que educa a la búsqueda de una claridad y una evidencia que se convierten en norma y medida de la verdad del conocimiento. A pesar de la fascinación que despertará en muchos espíritus religiosos, la forma cartesiana se opone irreductiblemente al pensamiento del advenimiento divino, porque parte del movimiento "exodal" o peregrinante del hombre, en su aspecto cognoscitivo y elaborativo, y se detiene en él.. El Dios de Descartes es un producto de la razón, al que necesita como garantía suprema de su verdad y de la relación —insoluble en caso contrario— entre la "res cogitans" y la "res extensa", pero no es el Dios vivo subversivo e inquietante para el horizonte mundano. De ahí que, también por esto, sea amplia y profunda la reacción teológica y espiritual contra Descartes y el cartesianismo.

En el campo teológico, la necesidad de confirmar la objetividad de la verdad contra las aventuras de la subjetividad emergente lleva a la enseñanza católica especialmente a presentar sin solución de continuidad la reflexión intensamente especulativa de la Escolástica, pero empobreciéndola progresivamente de toda presencia de cristología concreta, lo que podría por lo menos dar la impresión de un propósito ejemplarista y subjetivista. El uso mismo de la Escritura se reduce cada vez más a una colección de argumentos probativos o de sentencias piadosas, hasta llegar a la aridez conceptiva de los manuales. No sorprende, por tanto, que la piedad cristológica, separada de la teología de las Escuelas, se alimente en otros cauces, que irán desde el hincapié que se hace en la unión con Cristo, característico de Pierre de Bérulle († 1629), a la espiritualidad del anonadamiento en conformidad con Aquel que es sacerdote y víctima, al rigorismo jansenista de Cristo juez y a la devoción al Sagrado Corazón, como camino para entrar en lo íntimo del misterio de Cristo Amor, cuyos pensamientos, afectos y deseos deben descubrirse e imitarse (San Juan Eudes, † 1680). Aunque se mantenga en el protestantismo la acentuación cristológico-bíblica de los orígenes, no es menos cierto que se perfilarán en todo su alcance las consecuencias de la exageración del principio subjetivista implícito en los orígenes de la Reforma: la piedad confesional

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desarrollará temas intimistas acompañados por un rigorismo moral, como en el pietismo iniciado por Philipp Jakob Spener († 1705), mientras que la reflexión sobre la Escritura se abrirá a los desafíos de la razón iluminista, no sólo con el nacimiento de la exégesis crítica —que por lo demás tiene en el oratoniano Richard Simon un iniciador en el campo católico—, sino también y especialmente con los avances del reduccionismo racionalista.

Hay un nombre que se impone por encima de todos en el escenario de la resistencia anticartesiana, y el del gran napolitano Juan Bautista Vico, el pensador que, «desde un rinconcito muerto de la historia», reacciona genialmente a la apresamiento de la subjetividad absoluta y restablece la relación exacta con la objetividad en la circularidad propia del conocimiento histórico.(6) Su anticartesianismo es sobre todo rechazo del principio de que el hombre es sólo razón, en nombre de la recuperación del sentimiento, de la fantasía y de la propia razón como razón concreta. El "cogito", en conclusión, se ve como constatación de una presencialidad que en modo alguno puede ser criterio exclusivo o fuente absoluta de conocimiento. El criterio de la verdad debe buscarse, por tanto, en el sentido de la explicación, no en el de la mera deducción interna del pensamiento: se conoce una cosa cuando se la explica en sus causas, en su proceso histórico. Y se explica así una cosa cuando se la hace, y por tanto cuando puede presentarse su evolución, su vida: "verum ipsum factum". De este modo, el sentido profundo del axioma de Vico: "verum et factum convertuntur", se opone tanto a una reducción idealista de lo real a lo ideal, cuanto a un apresamiento materialista de lo ideal en lo real, para establecer una correlación exacta de subjetividad y objetividad en el conocimiento, que no sacrifique ni el valor informativo, el dato, ni la trascendencia de la norma, la verdad divina sobre la que se mide la capacidad epestimológica de la mente humana. La correlación de verdadero y efectivo está por tanto abierta siempre: no se da una linealidad progresiva, sino la posibilidad de una serie interminable de corsi y recorsi, que no expresan una ley abstracta del eterno retorno, sino la permanencia concreta de la libertad y de sus posibilidades de caída y de recuperación. La historia es para Vico una historia abierta. En ella el paso a estadios sucesivos y superiores de civilización revela una heterogénesis de los fines que remite a la intervención de la Providencia divina, simultáneamente transcendente y soberana e inmanente a la vicisitud de sus criaturas. Lejos de entrar en disputa con el hombre, la Providencia abre de la forma más radical a lo nuevo, al más allá de y al más.

Una indicación de la posibilidad de aceptar en el pensamiento de la fe las geniales intuiciones de Vico y su alma profundamente anticartesiana puede encontrarse en otro gran napolitano, san Alfonso de Ligorio.(7) Su teología moral y sus escritos espirituales —que tendrán una amplísima influencia en el mundo cristiano— conjugan de forma admirable el sentido de la divinidad de Dios con el de la humanidad del hombre y con el

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pensamiento de su encuentro en Jesucristo: si la afirmación rotunda de lo sobrenatural evita a Alfonso la caída en racionalismos áridos, la intensa percepción de lo humano le hace desconfiado y liberador en relación con el rigor jansenista. En él, la circularidad de éxodo y de advenimiento es total, con un respeto limpio de las diferentes propiedades de los dos, síntesis que es fruto del mundo mismo en el que han nacido y se han desarrollado las fecundas intuiciones de Vico. La referencia a Jesucristo en Alfonso nada tiene que ver con un modelo moral abstracto y lejano, sino que es siempre y sólo una experiencia del amor del Dios vivo, que resulta posible en Él. Al amor corresponde sólo el amor, y sólo amando y dejándose amar se aprende a amar.(8) Jesucristo es el Maestro en la dulzura y en la fuerza de su amor, que atrae y forma el corazón y la vida: «El Señor del mundo se humilla hasta tomar forma de esclavo... Nos amó, y porque amaba se abandonó al dolor, a las ignominias y a la muerte más penosa que haya padecido hombre alguno en la tierra».(9) «Es el mismo amor que enseña a no hacer nunca nada que desagrada a Dios y a hacer todo lo que le agrada».(10)

La aparición de la subjetividad, sin embargo, no se mantiene en el avance de la mentalidad moderna dentro del equilibrio conseguido por Vico y san Alfonso. El proceso puesto en marcha con el Humanismo y la Reforma desemboca, por el contrario, en un triunfo del sujeto que es la vicisitud del Iluminismo, tanto en su traducción práctica, que es la revolución francesa, como en su expresión teórica, que es el idealismo alemán. El proceso es complejo, pero puede ser evocado y, al menos en parte, comprendido en su más alta formulación refleja, la producida por G.W.F. Hegel. Éste quiere pensar la vida llevando a la palabra el movimiento, la contradicción y la superación, que animan nuestra existencia y la historia. En él la verdad no está hecha de esencias inmutables y eternas, no es un objeto; es un devenir perenne, que afirma, niega y actúa para superarse nuevamente a sí misma. El pensamiento adquiere así una formidable dignidad práctica, es conciencia y factor de cambio, movimiento del espíritu que se supera inagotablemente en la historia real de los hombres. Contra el pensamiento del estancamiento y de la identidad muerta, la filosofía debe pensar la vida y por tanto también la contradicción como momento propio de todo devenir, la relación como tejido concreto de encuentros en que se sitúan el sujeto y el objeto, y la unidad como reconciliación final, rica de todo el dinamismo del proceso, y sin embargo momento siempre nuevamente inicial. Todo esto constituye la fascinación y la belleza de la filosofía hegeliana: la vida del pensamiento y el pensamiento de la vida... Se puede comprender desde esta perspectiva que justamente desde la cristología es de donde arranca el poderoso monismo hegeliano del Espíritu: el encuentro entre el Espíritu y la historia, que manifiesta a ésta como fenomenología del Espíritu absoluto en el proceso eterno de su realización dialéctico, se verifica en Jesucristo, el hombre divino o el Dios humano, que es en sí mismo la autoconciencia universal, en

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quien todo encuentra paz y conciliación. Una conciliación y una paz, sin embargo, de un mundo cerrado sobre sí mismo, satisfecho racionalmente de sí, incapaz de hospedar la Diferencia y de respetar su preeminencia, y por tanto expuesto al final al arbitrio de la razón despótica, inevitablemente totalitaria y violenta, como será la razón ideológica en todas sus expresiones.

Y es precisamente este aspecto el que constituye el riesgo y la deficiencia de la filosofía hegeliana. Demasiado ambicioso resulta el proyecto de un pensamiento que abarque la fluidez perenne de la vida en una especie de «triunfo báquico donde no hay miembro que no esté borracho». Detenerse parece inevitable, y la mitología hegeliana del concepto, la victoria final del sistema sobre la fluidez permanente de la vida real, es simultáneamente es repliegue de Hegel y la tentación que se asoma a quien acepte su desafío. La razón necesita una reconciliación completa para sentirse segura y pacificada, y Hegel parece no saber resistir a la seducción de este pacificación última. Le empujaba a ello cierta presuntuosa conciencia de ser la mies, el fruto maduro de toda una época. Las exigencias de la subjetividad moderna fueron en él llevadas a su tensión extrema, más allá de la cual no parece que hubiera más que desierto y aburrimiento. Le empujaba a ello el freno reaccionario que siguió a la revolución francesa y que pedía restauración y tranquilidad, orden ideal frente al desorden experimentado en lo real. Y le empujaba a ello la actitud instintivamente defensiva —y tan ampliamente humana— del pensamiento, especialmente si muy ejercitado, en relación del "plus ultra". El filósofo del acontecer termina así cerrando el movimiento de la vida en la tranquilidad del sistema, en la reconciliación de aquel monismo del espíritu que no deja ya espacio a la novedad del futuro y a las sorpresas del advenimiento. En esta luz Jesús Maestro no es Aquel en quien el proceso del mundo ha sido definitivamente publicado y realizado: «Lo que representa la vida de Cristo... es el proceso de la naturaleza del espíritu, Dios en la forma humana. Este proceso es en su desarrollo el progreso de la idea divina hacia la más alta escisión, hacia lo contrario del dolor y de la muerte que es ella misma la conversión absoluta, el amor supremo, en sí mismo el negativo del negativo, la absoluta reconciliación, la superación de la oposición del hombre con Dios y el final, que se resuelve en el esplendor que es la acogida gozosa de la naturaleza humana en la divina. El primero, Dios en la forma humana, es real en este proceso, que muestra la separación de la idea y su unificación, su realización como verdad. Esta es la totalidad de la historia».(11)

No obstante, si «Hegel negó el futuro, ningún futuro negará a Hegel».(12) Él negó el futuro porque absolutizó el evento de la razón, celebrando así el triunfo de la subjetividad moderna. Sin embargo, el futuro del pensamiento no podrá negar su problema, el desafío a pensar la fuerza de la vida para transformarla y transformar la historia. El hechizo hegeliano inspirará empresas de derecha y de izquierda, la recuperación de la singularidad y la lucha

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de clases. En todas estas tentativas, tan diferentes entre sí, revivirá el esfuerzo hegeliano del concepto, es decir, el rechazo de una teoría abstracta en favor de un ideal cargado de la concreción dialéctica de lo real y por tanto de la pasión de la historia. Ni siquiera el pensamiento teológico podrá negar a Hegel en lo que tiene de desafío y problema, y esto no sólo porque también esté provocado éste por la emergencia de la subjetividad moderna, sino por estar más que ningún otro disponible para este esfuerzo de pensar la vida. Se ve en esto que las raíces hegelianas son teológicas: el pensamiento del encuentro entre el Absoluto y la historia, que es la encarnación de Dios, es el alimento profundo de la radicalidad de la antítesis y de la profundidad de la síntesis de las que vive el sistema hegeliano.

Esto explica de qué manera todo un mundo teológico cristiano haya podido sentir el influjo cautivador de Hegel: Schleiermacher verá en la religión una "provincia del espíritu", es decir, una dimensión de la subjetividad abierta al sentimiento de la infinita dependencia que encuentra en Cristo su forma ejemplar. La búsqueda de un valor universal del Crucificado Resucitado que le haga alzarse a "verdad de razón" por encima de la pobre y contingente "verdad de hecho" de su existencia histórica, llevará a destacar a Cristo como ejemplo puro y altísimo de conciencia moral. Gotthold Efraim Lessing presenta a Jesús como «el primer maestro digno de fe y atento a la vida práctica... digno de fe por las profecías que parecieron verificarse en él; digno de fe por los milagros realizados; digno de fe por su resurrección después de la muerte con la que había sellado su doctrina... Atento a la vida práctica, porque una cosa es esperar y creer en la inmortalidad del alma como se cree y espera en una especulación filosófica plausible, y otra fundar sobre esta fe la propia vida interior y exterior». Pero Lessing añade: «Dejo sin respuesta la pregunta sobre la posibilidad de la resurrección y de sus milagros, y ni siquiera intento resolver la cuestión de la naturaleza real de la persona de Cristo. Todo esto podía tener su importancia entonces para convencer a la aceptación de su doctrina; ahora ya no es necesario para reconocer su verdad».(13) Jesús se convierte en modelo del alma que ha sabido vivir hasta el fondo la dependencia absoluta de Dios y la entrega incondicional a los demás: «El ideal de la humanidad grata a Dios... sólo podemos concebirla nosotros mediante la idea de un hombre que no solamente haya estado dispuesto a realizar todos los deberes humanos y al mismo tiempo a difundir en derredor suyo el bien del modo más intenso posible por medio de la doctrina y el ejemplo, sino dispuesto también, a pesar de toda tentación y halago, a someterse a dolores mayores, incluida la muerte más ignominiosa, por el bien del mundo y también por el de sus enemigos».(14) Cristo será visto como la proyección de la autotrascendencia del hombre (L. Feuerbach) o será modelado sobre la base del criterio de la razón indagadora, declinándose con las numerosas imágenes propuestas en las vidas de Jesús de la "Leben-Jesu-Forschung". Estas imágenes

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del Nazareno maestro de vida justamente en su humanidad ordinaria, esbozadas en la investigación de su rostro auténtico, llegarán al mismo resultado de proyectar sobre Jesús el deseo, los gustos y las aspiraciones de una época: ¡El Jesús de un protestante liberal es sólo un protestante liberal! (15)

La reacción a estas tesis se expresará no sólo en la crítica y el rechazo de las reducciones liberales y de las tentaciones racionalistas, sino también en la tentativa positiva de oponer al triunfo de la subjetividad la recuperación, necesaria y saludable, de la objetividad. Si la Escuela de Tubinga se esforzará por llevar a cabo esta recuperación mediante el recurso al dato de la historia —evidenciando cómo «fe cristiana y teología se apoyan en la palabra divina pronunciada una vez por todas en la historia y con la acción histórica de Dios», y cómo por eso mismo «la teología como tal no tiene nada que ver con las ideas generales y con los principios abstractos, sino con la historia»,(16) y por tanto con un Maestro vivo y viviente que es el Señor Jesús resucitado de los muertos—, la Neoescolástica querrá contraponer al naufragio moderno en la subjetividad el sentido fuerte y puro de la objetividad como se expresó en los grandes maestros que cristianizaron a Aristóteles. En esta línea, sin embargo, «el moderno pensamiento histórico y la fe católica aparecieron desde el principio como términos contradictorios»,(17) y la comunicación de lenguajes tan diversos como el de la dialéctica medieval y el de la razón moderna resultó imposible: Cristo Maestro será contrapuesto —cual pared contra pared— al magisterio de la razón absoluta y enloquecida. Kierkegaard reaccionará a su vez contra la reducción idealista de Cristo (pero también contra cierto abstractismo racionalista y evasivo de determinada teología...) reclamando el valor infinito de su singularidad: «Cristo es el hombre humilde y sin embargo el salvador de la humanidad... el signo del escándalo y el objeto de la fe...). La invitación de Cristo "se encuentra en la encrucijada que divide la muerte de la vida...»: teniéndole en cuenta a él «parten dos caminos, uno lleva al escándalo y el otro a la fe, pero nunca se llega a la fe sin pasar a través de la posibilidad del escándalo».(18) La impresión que deja la reacción cristiana al desafío hegeliano, por tanto, es por una parte la de un sometimiento a la razón moderna (hasta los epígonos del modernismo) y, por otra, la de una clausura y un rechazo sin diálogo suficiente. El problema crítico que el siglo XIX deja abierto a la conciencia de la fe será, por consiguiente, el de una conciliación más profunda entre la fidelidad al Eterno y la fidelidad al tiempo moderno, entre la objetividad del Dios vivo y el descubrimiento de la subjetividad del hombre. Y del tema de Jesús Maestro, por las declinaciones a las que se presta entre objetivismo y subjetivización exasperada, será un valiosísimo papel de tornasol de esta confrontación.

3. El retorno a la historiaen las teologías del siglo XX:

Jesucristo, el Maestro viviente en nosotros

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La primera guerra mundial, desmontando las presunciones del "siglo largo", el burgués siglo XIX, y trastornando los equilibrios de conservación política y espiritual, que parecían indestructibles, abre lo que será llamado, por sus procesos acelerados y sus cambios traumáticos, "siglo breve",(19) e introduce en las conciencias una intensa percepción de crisis: mientras se apaga el mito liberal del progreso, el espacio se vacía y vuelve a plantearse de manera radical la cuestión del futuro, con una convicción renovada de la complejidad de la historia. El rechazo del monismo idealista-liberal da a esta conciencia un carácter abierto: contra un pensamiento que aprisione a la historia, se abre camino la posibilidad de que la historia acometa al pensamiento con nueva frescura, comenzando por la historia de la revelación. «El destino de esta generación —escribe Gogarten— es encontrarse entre los tiempos. Nosotros no hemos pertenecido nunca al tiempo que hoy declina hacia el final. ¿Perteneceremos tal vez algún día al tiempo que está por venir? Y admitido que por nuestra parte seamos capaces de pertenecerle, ¿llegará tan pronto? Nos encontramos así en el medio. En un espacio vacío».(20) Pero este espacio está abierto a la novedad radical, a la pregunta sobre el Absoluto: «El espacio se ha hecho libre por la pregunta sobre Dios. Por fin. Los tiempos se han separado uno de otro y ahora el tiempo está en silencio».(21) Si se abre camino la tentación de reconciliar lo real roto por medio de un pensamiento de la crisis, que sea superación ideológica de ésta y esté cargado de aspectos de violencia y de dominio (piénsese en las ideologías totalitarias), no es menos cierto que se perfila la crisis del pensamiento, la imposición en él de lo real con sus infinitas posibilidades y los riesgos innegables que comporta. La historia entra por este segundo camino en las venas del pensamiento teológico y las anima con nueva vida abriendo potencialidades antes insospechadas: se puede reconocer como un triple ingreso de la historia en la teología del siglo XX.(22)

El primer ingreso se identifica con la atención renovada prestada al Objeto puro de la fe cristiana, percibido en su dinamismo de acontecimiento o historia de revelación: contra lo estancamientos del pensamiento liberal, prisionero de sí mismo, es un sonido fresco y nuevo de la Palabra, una percepción renovada y profunda de la incapturabilidad y de la potencia del acontecimiento divino. Karl Barth es quien da voz a este nuevo comienzo: es preciso dejar hablar al acontecimiento descubriendo «en las palabras la relación de las palabras con la Palabra». Jesucristo es Maestro porque en él se realiza el encuentro subversivo y transformador de la tierra y del cielo, en él el nuevo Dios toca, juzga y transforma lo antiguo de los hombres: «Jesucristo nuestro Señor, he aquí el evangelio, he aquí el significado de la historia. En este nombre se encuentran y se dividen dos mundos, se cortan dos planos, uno desconocido y otro conocido. El conocido es el mundo de la "carne", creado por Dios pero que ha perdido su originaria unidad con Dios, necesitado por tanto de salvación; el mundo del hombre, del tiempo, de las cosas, nuestro

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mundo. Este plano conocido es cortado por otro desconocido, el mundo del Padre, el mundo de la creación original y de la redención final... "Jesús", como indicación histórica, significa el lugar de ruptura entre el mundo que nosotros conocemos y otro mundo desconocido».(23) «En Cristo habla Dios, como es, y convence de mentira al no-Dios de este mundo. Él se afirma a sí mismo en cuanto nos niega a nosotros como somos y al mundo como es».(24) Sólo a este Maestro se debe confianza y obediencia, y no a los falsos maestros de los diversos totalitarismos históricos, como afirma valientemente el manifiesto de la "Iglesia confesante", alma de la resistencia crisitiana contra el nazismo que escribió el propio Barth: «Jesucristo, tal como nos viene testimoniado por la sagrada Escritura, es la única Palabra de Dios que nosotros tenemos que escuchar y a la que debemos confianza y obediencia en la vida y en la muerte. Rechazamos la doctrina falsa según la cual la Iglesia, como fuente de su anuncio, puede y debe reconocer, además y junto a esta única Palabra de Dios, otros acontecimientos y potencias, figuras y verdades como revelación de Dios».(25) Este intenso y denso realce del primado de Dios y de la exigencia para el hombre de situarse radicalmente en situación de escucha y de obediencia al único Maestro, alternativo a los falsos maestros producidos por las astucias de la razón totalitaria y violenta, encuentra una correspondencia significativa en la reacción católica antimodernista, así como en el amplio "retorno a las fuentes", bíblicas, patrísticas y litúrgicas, que caracteriza a la teología de este período. Con formas diversas y acentos diferentes, es la hora de un nuevo descubrimiento de la objetividad de la llegada de Dios frente al cual está el camino "exodal" del hombre y consiguientemente del carácter poderosamente antiideológico del cristianismo.

La reanudación refleja del valor del componente antropológico señala el segundo ingreso de la historia en el pensamiento teológico del siglo XX: en continuidad con la moderna emergencia de la subjetividad, pero en relación también con el descubrimiento del Objeto puro, se evidencian la apertura del corazón y la mente del hombre, el carácter histórico de su razón y la seriedad radical de sus preguntas. Es la recuperación del valor del encuentro y de la interpretación existencial en Rudolf Bultmann, pero es también la más general exigencia hermenéutica, tendente a conseguir que los textos del pasado hablen a nuestro presente y lo subviertan o lo consoliden con su fuerza. El Maestro no es alguien que confirma al sujeto humano en sus presunciones, sino alguien que llama a salir de uno mismo en el acto de libertad de la decisión existencial: «Por tanto, si nosotros encontramos en la historia de Jesús palabras, no debemos juzgarlas a partir de un sistema filosófico en relación con su validez racional, sino que las encontramos como interrogantes sobre el modo como queremos comprender nuestra existencia».(26) «Jesús ve al hombre como alguien que está en su hic et nunc, en la decisión, con la posibilidad de decidirse por medio de su acción libre. Sólo lo que el hombre

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obra ahora le da su valor. Y esta situación de la decisión resulta para el hombre del hecho de que el futuro del Reino de Dios caiga sobre él».(27) El Maestro no propone una teoría sobre Dios, sino que anuncia y hace presente al Dios vivo ante el que debe jugarse toda la existencia: «Por Jesús Dios es la potencia que pone al hombre en la situación de la decisión, que se hace encuentro para él en la exigencia del bien, que determina su futuro. Por tanto, en modo alguno puede ser considerado Dios "objetivamente" como una naturaleza que descansa sobre sí misma; en cambio, sólo el hombre en la comprensión efectiva de su existencia puede comprender también a Dios. Si no lo encuentra aquí, no lo encontrará en ninguna naturaleza».(28) El cambio antropológico en la teología católica y la reflexión sobre la autotrascendencia humana, especialmente en Karl Rahner, recuperarán, con ópticas diferentes, la mismas exigencias de pensar la condición del sujeto humano delante y en relación con el puro objeto divino, tematizando, en cierto sentido, las condiciones y las expectativas del éxodo ante el acontecimiento. El Maestro es el "portador absoluto de salvación" ("der absolute Heilsbringer"), alguien que, revelando el misterio de Dios, llama al hombre, "oidor de la Palabra", a situarse existencialmente en relación con esta revelación: «El hombre es el ente que, amando libremente, se encuentra ante el Dios de una posible revelación. El hombre está a la escucha de la palabra o del silencio de Dios en la medida que se abre, amando libremente, a este mensaje de la palabra o del silencio del Dios de la revelación».(29) «Por tanto, mientras el hombre no participe de la visión inmediata de Dios, es siempre y esencialmente —debido a la constitución fundamental de su existencia— un oidor de la palabra de Dios, alguien que debe prever una posible revelación de Dios, que no consiste en la manifestación directa del contenido del objeto revelado en su propia esencia, sino en su comunicación mediante signos representativos que señalen lo que debe ser revelado, aun siendo diverso de aquellos».(30) «Jesús de Nazaret se comprendió como el Salvador absoluto y en la resurrección se cumplió y manifestó que él lo es realmente... Es en la relación con él donde se decide la salvación del hombre en general y es su muerte la que funda el pacto nuevo y eterno entre Dios y el hombre».(31)

Entre descubrimiento del advenimiento divino y descubrimiento del éxodo humano la síntesis se realiza con el tercer ingreso del pensamiento histórico de la conciencia refleja de la fe: aceptando el valor de una y otra exigencia, se trata de pensar propiamente el encuentro de los dos mundos, de Dios y de los hombres, en sus relaciones recíprocas y diversificadas. Se descubre así el primado de la escatología, no como un capítulo entre otros de la dogmática cristiana, sino como «la aurora del nuevo día esperado que da color a todo con su luz»,(32) y determina la reflexión de la fe como pensamiento de la esperanza: entre la tesis, que está en el pasado (el "ya sí" de la promesa), y la antítesis, que está en el presente, la síntesis debe buscarse en el futuro del Dios que viene,

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en aquel "todavía no" de la promesa, al que hay que abrirse con toda la tensión del compromiso y de la espera. Al contrario de lo que ocurre en el apresamiento ideológico, donde es el presente el lugar del cumplimiento, y pasado y futuro son sólo antítesis agrupadas en el dominio incontrastado del acto de la razón, la razón teológica es percibida como razón abierta, por la que será el futuro de Dios el que decida lo que una cosa es, aunque esté ya en el advenimiento realizado la promesa y la anticipación del cumplimiento futuro. La verdad del éxodo está así unida a la verdad del advenimiento, en la tensión entre el "ya sí" y el "todavía no", que es constitutivo de la salvación experimentada en la historia. El Objeto puro entra en la subjetividad humana determinándola como estructura abierta al más allá de y a lo nuevo, siempre subvirtiéndola y vivificándola nuevamente; el sujeto histórico se relaciona con el Misterio que viene aceptándolo en el propio presente y respecto al propio pasado como poder de futuro, de anticipación y promesa siempre inquietas. «El elemento escatológico —escribe Jürgen Moltmann— no es uno de los componentes del cristianismo, pero es en sentido absoluto el camino de la fe cristiana, es la nota sobre la que se acompasa todo lo demás, es la aurora del nuevo día esperado que da color a todo con su luz».(33) Jesús es el Maestro por cuanto en él se asoma el Reino que viene de Dios y este advenimiento abre el presente de los hombres al mañana de la promesa: «La escatología cristiana habla de "Cristo y de su futuro". Su lenguaje es el lenguaje de la promesa. Ésta entiende la historia como la realidad inaugurada por la promesa. En la promesa y en la esperanza presente, el futuro de la promesa, que todavía no se ha realizado, se encuentra en contradicción con la realidad dada. En esta contradicción se hace experiencia de la historicidad de lo real en la línea del frente que divide el presente del futuro que ha sido prometido. La historia, con sus grandes posibilidades y peligros, se revela en el acontecimiento prometido de la resurrección y de la cruz de Cristo».(34) El Maestro es el testimonio de la promesa que cambia el corazón y la vida, más aún, es en persona esta misma promesa, que «punza como una espina en la carne cualquier presente y lo abre al futuro... Justamente esta promissio inquieta impide que la experiencia humana del mundo se convierta en una completa y autosuficiente imagen cósmica de la divinidad y hace que la experiencia del mundo se mantenga abierta a la historia».(35)

3. El retorno a la historiaen las teologías del siglo XX:

Jesucristo, el Maestro viviente en nosotros - 2 -

Una circularidad análoga es afirmada —en una relación más directa con los análisis del presente histórico— por las teologías de la praxis, narrativas y políticas: «Reflexionar partiendo de la praxis histórica liberadora equivale a reflexionar a la luz del futuro sobre lo que se cree y se espera, sobre una acción transformadora del presente, pero no in vitro, sino enraizando donde late en este momento determinado el pulso de la historia, iluminando el presente

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con la palabra del Señor de la historia, que se comprometió definitivamente con el hoy del devenir de la humanidad para llevarlo a su cumplimiento».(36) El Maestro es Alguien que se ha manchado las manos con la historia real de los hombres, haciendo de ella la historia de Dios con ellos y por tanto el camino de su liberación plena y duradera: escucharle y seguirle significa vivir el esfuerzo de tomarse en serio las dos formas de experiencia «que deberán ser mantenidas continua y críticamente unidas entre sí..., por una parte, la tradición entera de experiencia del gran movimiento judeo-cristiano, y por otra, la nueva experiencia humana que hoy hacen cristianos y no cristianos».(37) También aquí es la circularidad hermenéutica sujeto-objeto, la recíproca relación que se pone en la historia entre la Palabra que viene y las situaciones humanas, lo que hace brotar el pensamiento y la praxis de la fe: no en el sentido de reducir la Palabra a la historia ni en el de reducir la historia de la Palabra, sino en el sentido vivo e intenso de leer la Palabra, con toda su normatividad, en la historia, y la historia, con toda su precariedad y complejidad, en la Palabra. El éxodo se abre al advenimiento y el advenimiento viene a demorar en el éxodo: el Maestro se hace vivo y presente en nosotros, en el corazón de la historia, y atrae de este modo el futuro de Dios al presente de los hombres, que aceptan como él existir para Otro, para los otros. De cara al martirio, Dietrich Bonhoeffer escribía desde la cárcel donde la barbarie nazi le había encerrado: «El "ser-para-los-demás" de Jesús es la experiencia de la trascendencia. Sólo desde la libertad de sí mismos, sólo del "ser-para-los-demás" hasta la muerte nace la omnipotencia, la omnisciencia, la omnipresencia. Fe es participar de este ser de Jesús... Nuestra relación con Dios no es una relación "religiosa" con un ser, el más alto, el más poderoso, el mejor que pueda pensarse —ésta no es trascendencia auténtica—, sino que es una vida nueva en el "ser-para-los-demás", en la participación del ser de Jesús. Lo trascendente no es asunto infinito, inalcanzable, sino el prójimo que se nos presenta una y otra vez, que es alcanzable. ¡Dios en forma humana!... "¡el hombre para los demás!", y por eso crucificado. El hombre que vive a partir de lo trascendente».(38) Eso es Jesús Maestro, no como un modelo exterior y lejano, sino como el Dios cercano, doliente, junto a nosotros, en nosotros, en lo vivo de las tensiones de la historia: «Jesucristo no se sitúa ante la realidad como un extraño; sólo él ha experimentado en su cuerpo la esencia de lo real para decir palabras que nadie en la tierra sabe decir; sólo él ha evitado la caída en la ideología, y es el ser real claro y limpio que llevó en sí mismo y cumplió la esencia de la historia y personificó su ley».(39) Jesús es el Maestro porque sólo él hace presente al Último en el centro y el corazón del penúltimo: «Sólo Cristo nos da la realidad última, la justificación de nuestra vida ante Dios, y no obstante esto, o mejor, a causa de esto, no se nos quitan o se nos ahorran las realidades penúltimas... La vida cristiana es el alborear de las realidades últimas en mí, es la vida de Jesucristo en mí; pero también es siempre un vivir en las realidades penúltimas en espera de las supremas».(40)

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Se proyecta así una teología de Jesús Maestro que tenga simultáneamente los tres ingresos en la historia y sea, por consiguiente, intensamente bíblica y rica en la escucha del testimonio viviente del pasado fontal de la fe, densamente existencia y concreto, atento a la complejidad del presente en el que se produce, tendiendo a conjugar las dos dimensiones en una apertura permanente a lo nuevo de la promesa de Dios. El Concilio Vaticano II ha ofrecido un testimonio emblemático de una empresa como ésta: rico en memoria de la Palabra de Dios y de los Padres, atento a la compañía del hombre del mundo contemporáneo, se ha situado como profecía de futuro, nuevo inicio de la situación histórica del cristianismo. Concilio de la historia, el Vaticano II la ha asumido en la memoria del origen, en la conciencia del presente y en la redescubierta apertura al futuro, que no sólo determina la índole escatológica de la Iglesia peregrinante, sino que ofrece el horizonte más vasto para la presencia y la acción del pueblo de Dios en la andadura mundana. Esta fuerte percepción de estar entre los tiempos ha consentido a la reflexión del Concilio el conjugar éxodo y acontecimiento de la manera más fiel a la complejidad de la vivencia eclesial y mundana: el sentido del Misterio y de la primacía de la Palabra de Dios se añade a la solicitud —a veces hasta demasiado optimista— por el hombre moderno; el sentido de la comunión radicada en las profundidades de la Trinidad santa se empalma con la relevancia de la condición histórica del pueblo de Dios y de sus relaciones con la complejidad de lo humano, el sentido de la escatología se traduce en un fuerte llamamiento a la perenne conversión y reforma. En esta luz Jesús Maestro se presenta de veras como el sentido y la esperanza de la historia: «La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro».(41) El Maestro es la revelación del corazón humano, la vida nueva del mundo: «Realmente, el misterio del hombre, sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado, pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al proprio hombre y le descubre la grandeza de su vocación».(42)

Esta conciencia histórica de la fe se la ha apropiado la Tertio millennio adveniente,(43) releyendo el camino de los siglos a partir del acontecimiento de Jesucristo, Maestro y Señor, «nuevo comienzo de todo»,(44) según una "teología de la historia", que reconoce al mismo tiempo el drama del "mysterium iniquitatis" (incluso entre los hijos de la Iglesia) y la consoladora certeza de la fidelidad divina, que obra mediante el Espíritu en el tiempo. Así esta lectura de fe sale al encuentro de las inquietudes de la época posmoderna,

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marcada por la crisis de las certezas ideológicas y por la sensación de naufragio y caída que la misma ha significado para muchos. Para la fe cristiana, la muerte del Crucificado es la muerte de la muerte, pues Quien muere es el Señor de la vida: la "teología de la historia" no es más que el esfuerzo de dar razón —frente al dolor del tiempo— de esta esperanza suscitada por la Cruz del Hijo de Dios. La misma pregunta de la cruz de la historia ha motivado en lo profundo las modernas "filosofías de la historia", cuya parábola de triunfo y decadencia repropone con nueva actualidad en este final de milenio el escándalo de la Cruz del Hijo de Dios como único y posible sentido del sufrimiento del devenir y por tanto como fundamento y contenido central de una visión del mundo y de la vida que pueda dar significado y esperanza a la historia. Cuando la violencia ejercida por la ideología sobre lo real ha chocado con la dura resistencia de la realidad misma, se ha visto evidente que no basta cambiar el mundo y la vida en el pensamiento para luego cambiarlos efectivamente en la concreta complejidad que les caracteriza. La crisis de las ideologías de progreso histórico es la crisis de una totalidad cerrada, es la rotura de un horizonte que ha querido imponerse como último, y que —justo en la fragilidad y en la incompleción de lo que ha producido— se ha manifestado claramente penúltimo.

Sin duda, el naufragio de los sistemas de totalidad puede ceder el puesto a un simple vuelco, a una especie de totalidad negativa, de amor a las tinieblas: una patente prueba de esta posibilidad es el resultado nihilista, que la superación dialéctica de la razón moderna asume en muchas formas del denominado "posmoderno". Allí donde la ideología ofrecía un sentido a todo, el sinsentido parece ahora triunfar sobre todas las cosas, y la indiferencia, como pérdida del gusto a plantearse la pregunta sobre el sentido, parece llegar a ser la actitud dominante. Se abre camino la fascinación de un pensamiento débil, que niegue todas las presunciones de pensamiento fuerte, conservando una sola, la más terrible: la de abrazar todo el horizonte. Si la nada se ha volcado del todo, y el sinsentido es la simple negación de que haya un sentido, el horizonte resulta muy bajo: el país extranjero que parecía asomarse allende el ocaso de la razón moderna, se queda en tierra olvidada, otro lugar no tomado en serio... Aquí es donde emerge el desafío último que una teología sobre Jesús Maestro, del hombre y de la historia, rica de la herencia de la peregrinación cristiana en el tiempo, puede ofrecer a la conciencia de todos en nuestro presente: semejante teología deberá ante todo testimoniar el "adviento", que en el Señor y Maestro se nos asoma, y consiguientemente poner de relieve la fuerza objetiva de la salvación que en Cristo alcanza a todas las cosas y se hace presente a todo ser humano, llamándolo a la decisión suprema (el "Nolite timere. Ego vobiscum sum" del programa alberoniano referido a la figura de Jesús Maestro). Pero tal teología deberá ofrecer asimismo el sentido que la luz del Dios que viene arroja sobre los humildes días del éxodo, y rescatar no

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sólo el hoy de la decisión, con su no y su sí transformante, sino también las obras y los días que lo preceden y siguen (el "Ab hinc illuminare volo" del mismo sueño alberoniano, que releva cómo «toda la luz ha de recibirse de Jesús Maestro»). La teología de la historia se presenta en esta perspectiva como una teología de la esperanza, fundada en el acontecimiento trinitario de la Cruz y Resurrección del Hijo, y por tanto de la continua reforma, que provoca el corazón de cada uno y de la Iglesia a hacerse terreno de adviento de la novedad inasible del Dios de la vida y de la historia (el "Poenitens cor tenete", que completa el programa de Don Alberione). Jesús Maestro deviene así la promesa y el desafío de los tiempos nuevos, entrecerrados al ocaso del "siglo breve" y al final de los mitos totalitarios que tan dramáticamente lo han marcado: «El cristianismo hoy —escribía Luigi Pareyson— no es algo ante lo cual se pueda permanecer indiferentes. Es necesario optar o a favor o en contra. No hay término medio: toda posición de compromiso ha sido arramblada por la crisis de la cultura moderna».(45) Ante el Maestro que viene y llama hay que tomar posición: «il faut choisir!».(46)

Notas

1 Storia della Chiesa nello sviluppo delle sue idee, II, Alba 1967,12.

2 E. Iserloh, Martin Lutero, en Storia della Chiesa, dirigida por H. Jedin, VI, Milán 1975, 13s.

3 M. Lutero, Conclusio prima ex Philisophia Lutheri. Studienausgabe, hrsg. v. H.-U. Delius, I, Berlín 1979, 213.

4 Vorlesung über den Römerbrief, en Weimarer Ausgabe 56, 338-339.

5 Sobre lo que se dice aquí, cfr B. Cottret, Il Cristo dei Lumi. Gesú da Newton a Voltaire (1660-1770), Brescia 1982, y F. P. Bowman, Il Cristo delle barricate (1789-1848), Brescia 1991.

6 De la enorme bibliografía sobre Vico baste recordar la lectura idealista que de él hace un predecesor de Hegel, un ejemplo del cual es B. Croce, La filosofia de J. B. Vico, Roma 41980, y la más respetuosa del contexto histórico y de la raíz teológico-cristiana, presente por ejemplo en K. Löwith, Vico, en Id., Significato e fine della storia, Milán 1972, 137-159.

7 Cfr la monumental presentación de Th. Rey-Mermet, Il Santo del secolo dei lumi, Alfonso de Liguori, Roma 1983.

8 Son las ideas que predominan en una obra que ha tenido una difusión extraordinaria, Pratica di amar Gesù Cristo, Roma 131986.

9 Ib., I, 6 a 7.

10 Ib., I, 1.

11 G. W. F. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la religión.

12 E. Bloch, Soggetto-Oggetto. Commento a Hegel, Bolonia 1975, 5.

13 G. E. Lessing, L'educazione del genere umano, Turín 1974, 68-70.

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14 E. Kant, La religione nei limiti della semplice ragione, en Id., Scritti morali, Turín 1969, 382.

15 Es la conocida tesis de la obra de Albert Schweitzer, Geschichte der Leben Jesu Forschung (21913), Tübingen 31977.

16 W. Kasper, Concezione della teologia ieri e oggi, en Id., Fede e storia, Brescia 1975, 23.

17 Id., Per un rinnovamento del metodo teologico, Brescia 1969, 27.

18 S. Kierkegaard, Esercizio del cristianesimo, en Opere, ed. de C. Fabro, Florencia 1972, 693-822, passim.

19 Cfr E. Hobsbawn, Il secolo breve, Milán 1995.

20 F. Gogarten, Fra i tempi, en Le origini della teologia dialettica, ed. de J. Moltmann, Brescia 1976, 502.

21 Ib., 507.

22 Cfr B. Forte, Cristologie del Novecento, Brescia 31995.

23 K. Barth, L'epistola ai Romani, ed. de G. Miegge, Milán 1974, 17.

24 Ib., 16.

25 Theologische Erklärung von Barmen (31 de mayo de 1934), citado en Kirchliche Dogmatik II/1, Zürich 1942, 194.

26 R. Bultmann, Gesù, ed. de I. Mancini, Brescia 1972, 106.

27 Ib., 144.

28 Ib., 185.

29 K. Rahner, Uditori della parola, Turín 1967, 145.

30 Ib., 153.

31 Id., Corso fondamentale sulla fede, Alba 21977, 385.

32 J. Moltmann, Teologia della speranza, Brescia 1971, 10.

33 Ib.

34 Ib., 229.

35 Ib., 85.

36 G. Gutiérrez, Teologia della liberazione, Brescia 1972, 25.

37 E. Schillebeeckx, La questione cristologica. Un bilancio, Brescia 1980, 11,

38 D. Bonhoeffer, Resistenza e resa. Lettere e scritti dal carcere, Cinisello-Balsamo 1988, 462.

39 Id., Etica, ed. de E. Bethge, Milán 21969, 194.

40 Ib., 120.

41 Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et Spes, n. 10.

42 Ib., n. 22.

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43 Carta Apostólica de Juan Pablo II, 10 nov. de 1994, en preparación del Jubileo del año 2000.

44 Ib., n. 6.

45 L. Pereyson, Esistenza e persona, Génova 41985, 11s.

46 Ib.