b.- dentro de mÍ, dentro de ti · del “maestro magnético”, el que nos instruye tan...

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1 B.- DENTRO DE MÍ, DENTRO DE TI (Serie celeste, II) El Nuevo principio Amor, Lecheimiel, –Teresita, Francisco–, bienamado : Me dirijo a ti, con la licencia implícita, asumida por “epikeya”, de Kryon (o de sus editores), porque uso como título de esta introducción las palabras del último libro que me diste a leer del “Maestro Magnético”, el que nos instruye tan admirablemente, y sobre todo el que nos muestra amor inagotable : “El Nuevo principio”. No sólo quiero usar estas palabras introductorias, sino también su metáfora de la “cinta de Moebius”, esa especial cinta transportadora que nos permite revivir nuestras vidas pasadas con la actualidad del ahora multidimensional que a su vez nos permite vivir, siempre unidos en el AHORA, aquellas vidas o la parte de ellas que nos daba la impresión de haber perdido, tal vez desperdiciado para siempre. ¡No es así, amor ! Lejos de ello, Kryon nos asegura que las tenemos siempre absolutamente presentes en la eternidad de Dios que arde como llama que no se consume. ¡Qué dicha poder zambullirse en ese fuego de la zarza ardiente, donde nuestro amor se autoalimenta para siempre jamás ! LA ZARZA ARDIENTE ¿De qué manera extraña la zarza de Moisés y lo adyacente que arde en la Montaña se apaga de repente, si caen las Escrituras de la mente ? El extraño prodigio de arder sin consumirse el combustible nos revela el litigio que hay entre lo “imposible” y el poder de la mente incoercible. Cuando el alma ha pasado por fuertes experiencias imborrables, que honda huella han dejado, sean o no deseables, siempre son de gran bien calificables. Si agradables han sido, largamente su albur recrea el alma. Mas teme el elegido que, si llega la calma, se agotará el encanto que aún lo ensalma. Ignora aún el remedio

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B.- DENTRO DE MÍ, DENTRO DE TI (Serie celeste, II)

El Nuevo principio Amor, Lecheimiel, –Teresita, Francisco–, bienamado : Me dirijo a ti, con la

licencia implícita, asumida por “epikeya”, de Kryon (o de sus editores), porque uso como título de esta introducción las palabras del último libro que me diste a leer del “Maestro Magnético”, el que nos instruye tan admirablemente, y sobre todo el que nos muestra amor inagotable : “El Nuevo principio”.

No sólo quiero usar estas palabras introductorias, sino también su metáfora de la “cinta de Moebius”, esa especial cinta transportadora que nos permite revivir nuestras vidas pasadas con la actualidad del ahora multidimensional que a su vez nos permite vivir, siempre unidos en el AHORA, aquellas vidas o la parte de ellas que nos daba la impresión de haber perdido, tal vez desperdiciado para siempre.

¡No es así, amor ! Lejos de ello, Kryon nos asegura que las tenemos siempre absolutamente

presentes en la eternidad de Dios que arde como llama que no se consume. ¡Qué dicha poder zambullirse en ese fuego de la zarza ardiente, donde

nuestro amor se autoalimenta para siempre jamás !

LA ZARZA ARDIENTE ¿De qué manera extraña la zarza de Moisés y lo adyacente que arde en la Montaña se apaga de repente, si caen las Escrituras de la mente ? El extraño prodigio de arder sin consumirse el combustible nos revela el litigio que hay entre lo “imposible” y el poder de la mente incoercible. Cuando el alma ha pasado por fuertes experiencias imborrables, que honda huella han dejado, sean o no deseables, siempre son de gran bien calificables. Si agradables han sido, largamente su albur recrea el alma. Mas teme el elegido que, si llega la calma, se agotará el encanto que aún lo ensalma. Ignora aún el remedio

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que hace a la vida fuerte y perdurable, sin que le pueda el tedio, u otro imponderable, arrebatar su paz inalterable. Y el remedio es saber que es de Dios todo el fuego de la vida, y sólo hay que temer el dar ya por perdida la esencia del amor, que a amar convida.

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¿QUIÉN HABLA PRIMERO, AMOR ? En este “tercer lenguaje”, amor, en el que AHORA, incluso sin palabras

dialogamos, en que nos contemplamos extasiados, incluso conformándonos con “mirar sin ver”, porque tus ojos, hermano de mi alma, están velados por tu dua-lidad, tu caminito de tierra, no te importe demasiado quién tome la palabra.

O, incluso, hermano ermitaño muy amado, no te importe si nadie la toma en absoluto, porque, remedando a tu “Santa Madre”, tendremos que saber que no es importante en la oración el mucho hablar, ni el mucho pensar, sino el mu-cho amar.

Yo sé, amadísimo fratellino, que tienes miedo a tu humano y comprensi-ble cansancio, de seguir escribiendo y escribiendo para que parezca que nada sale a la luz, y que por tanto tienes miedo de sentirte fracasado e inútil.

Es uno de los miedos de que te ha prevenido Kryon. Pero también te ha enseñado a mirar más allá de las cortas dimensiones de tu mirada cuatridimen-sional, y ser consciente de que las medidas del “mirar de Dios” son distintas de las medidas del mirar de los hombres.

¡Oh hermano ! Yo, especialmente abundando en el espíritu franciscano del que tú entonces no tenías ni idea de que yo compartía con el Lecheimiel que tú conociste, te dicté “EL ALELUYA DE LECHEIMIEL”, ese librito “a seis voces igua-les”, como las alas del querubín que hirió mi corazón humano de aquella vida de entonces que para mí era remota en el tiempo pero muy presente en la eterni-dad, y para ti totalmente desconocida.

Sí, hermano. Era yo el niño o adolescente de doce o trece años que me aparecí a ti en la última secuencia del sueño “de mi visitación”. Era yo el niño de belleza indescriptible con el que volviste a soñar al poco tiempo, en el sueño de “las seis voces blancas” después confirmado para ti en tu propio caminito con la visión de los seis perdigachos. Era yo mismo, el que se te reveló como juglar de Dios que cantaba para ti la canción de Marta que describes en ese librito.

Era yo el sacerdote frustrado y doliente, desacreditado por la Iglesia, pero impulsado de extraño celo pastoral por atender, –que no ya convertir–, a los “paganos” que se acercaban a mi “albergo”, a descansar, descargando en mi corazón sus cuitas.

Fue ese mi nuevo invento sacerdotal de servir a los pobres. Sin ser am-parado por institución alguna.

Predicando sin palabras. Acogiendo sin algaradas. Soportando con diplo-macia y humildad a un mismo tiempo a los “ilustres” visitantes de la Ciudad de

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Roma, que, naturalmente, me miraban por encima de su hombro. Aquéllos que te perdonaban la vida si no hacían uso del libro de reclamaciones…

Todo esto te lo conté en una carta posterior, hermano, que te pido que busques e incrustes aquí, a continuación de este extraño diálogo de esta maña-na de cielo, de gracia, una más de las que transcurren en nuestro cielo cotidia-no, y que no se hacen remarcar por ningún hito o señal temporal de ningún género, porque, efectivamente, están hechas de pura eternidad.

¿Qué más querrías saber o preguntar, fratellino, que necesitases saber perentoriamente en tu dimensión de Tierra, que no te haya dicho ya, excepto que te amaba desde siempre y para siempre ?

– Mi queridísimo Lecheimiel : No quería yo escribir nada más, que añadir a la “verborrea” que pudiera enturbiar nuestra mutua e íntima contemplación. Ni siquiera para expresar más abiertamente mis miedos, esos a los que aludes ciertamente porque lo sabes todo desde “dentro de mí, dentro de ti” sobre lo que escribimos.

Los lectores podrían, si quisieran, profundizar por deducción, –o induc-ción del mismo estado místico al que nuestras actuales comunicaciones aluden–, en cómo me siento AHORA, mi dulce fratellino.

Estamos escribiendo, ya muy avanzados en la línea temporal que me acerca a mi dulce abrazo definitivo, “mi fiesta” suspirada contigo, en una serie de escritos que no tengo ni idea de cómo han de continuar, ni mucho menos acabar. A pesar de lo cual, yo, hermano, me siento totalmente terrestre y lleno de aprensiones.

Pero yo tengo otro miedo más, que no enumera Kryon : el miedo al miedo. Es decir, miedo a que expresando, aunque sea delante de ti y ante ti mis temo-res, éstos se afiancen y puedan vencerme. Por eso no quiero hablar más de ellos…

– Y, sin embargo, mi fratellino, la mejor manera de luchar contra ellos y vencerlos, no es ignorándolos, sino celebrándolos.

Sí. Celebrándolos como ocasiones magníficas de probar tu fe y tu amor, y saber que a través de este “Via Crucis”, que es simultáneamente “Via Lucis”, estamos no ya acercándonos más y más mutuamente, sino manifesetándonos tal cual somos, y por tanto compartiendo ambos la misma y única Vida Eterna o status de resucitados por el AMOR.

Por lo cual, yo mismo, oh fratellino, a pesar de estar con todas mis facul-tades en el Cielo, y especialmente con aquellas facultades que me permiten habitar dentro de ti, no dejo de rememorar mi vida pasada, mi tiempo pluridi-mensional, mi “cinta de Moebius” contigo, porque sé que esto te ayuda a ti a

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concienciarte de nuestro mutuo amor, manifestado en EL PODER DEL TIEMPO, fruto que más ama NUESTRA ETERNIDAD. ¿Comprendes ?

– Sí, hermano, creo que sí. Y, aunque no te comprendiera, te creo. Me confío a ti y renuevo mi entrega libre a ti como a mí mismo.

Déjame el pequeño placer, oh fratellino, de compensarte por cuanto in-voluntariamente te hice sufrir en vida. Por haberte causado la triple herida de amor, de aparente desamor o de abandono, y por no haberme hallado junto a ti para evitar que murieras.

Aunque sé, hermano, que, después de todo, o precisamente por todo ello, te di, fui el instrumento, la ocasión de que pudieras salir, “sin ser notada”, de tu bello cuerpo, –“estando ya tu casa sosegada”–, para venirte a vivir conmigo. ¡Gracias, gracias, gracias por siempre jamás !

Ahora, hermano, quería complacerte en tu petición. Pero hete aquí, que antes de la carta que me pides de la serie CARTAS DESDE LA ETERNIDAD, me en-cuentro otra a la que la tuya responde, que está escrita desde la Casa de San Pánfilo (“todo amor”), en el día de su patrona. A estas alturas los dos sabemos muy bien que esa patrona a que alude la carta que por entonces escribíamos celada y veladamente, se refiere precisamente a Santa Teresita, de cuya iden-tidad contigo también estaba yo bien ajeno. Así que he optado, mi bien, por insertarla también aquí, junto a la tuya, para que su contexto quede mejor ilus-trado :

“Desde la casa de San Pánfilo, el día de su patrona. A mi dios : ¡Oh hermano, cuánto me has hecho llorar es-

ta mañana ! Desconsoladamente he asistido a tu abandono en la cruz, donde en-

tregaste tu vida al Padre. Me lo has hecho revivir por medio de una historia (para muchos un

poco estúpida) que compré en una mala librería de pueblo por dos euros. Pero es tu historia. Tu verdadera historia, fratellino.

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He comulgado con tu dolor, con tu desesperación. Pero también con el Auxilio de tu Dios. He sido parte de él. He sido tu verdugo involuntario, pero también tu Redentor.

Ven, hijo mío, descansa. Disfruta del premio de tus trabajos. Contratamos por puro amor que yo te serviría en amarga copa el ins-

trumento de tu carrera. El elixir de violetas que te permitiría completar tu carrera de humildad.

Ahora, hermano, tu túnica morada en la que me refugio, es el inter-ior de nuestra bodega, donde gustamos el mosto de granadas.

Y nada más para el que está borracho, como yo, del más puro amor. Aquí me tendrás siempre, fratellino, al pie de tu cruz, en vela para

ser el primero en contemplar la gloria de tu resurrección. Te quiero.”

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“Desde tu propia cabaña, el mismo día de nuestra patrona de las rosas.

De Lecheimiel a su querido y “desconsolado” ermitaño. Sí, hermano. Como tú lloras, así lloré yo, en mi primera juventud. Lloré

hasta que el hielo del mundo y la excesiva proximidad con los que ríen de oficio, me hizo aprender de nuevo el “control” que casi había superado.

La verdad es que sólo pude llorar en mi corazón. Lágrimas bien amargas, por cierto, como tú bien sabes. Después, –la historia no es exactamente igual que la que estás leyendo, aunque bastante aproximada–, debí tomar las riendas de mi supuesta masculinidad, y por acuerdo tácito con los que me asignaban ese rol, (con el que yo, tonto de mí, había suspirado, como elemento de liberación), debí de dejar de hacerlo, –al llorar me refiero–, y endurecí mi rostro como pe-dernal…, como se dice del Cristo de Isaías.

Por otra parte, mi oficio de Administrador, (de Hospedero Mayor, como tú me llamas) me imponía la obligación oficial de sonreír a todo el mundo, con ganas o sin ellas.

Mostré a todos un respeto sincero. Primero, tuve que aprender a toda prisa a socializarme un poco más de lo que en aquella “Casa del Canto”, (como se describe en la novela) me habían preparado para hacerlo.

Pasaron por mi palacio gentes de toda clase y nacionalidad, color, lengua y religión. Mayores y niños. Hombres y mujeres. No lloraban delante de mí, y menos aún podía yo mostrarme débil frente a los que buscaban mi solícito y universal amparo.

Aprendí a leer en sus rostros aparentemente relajados, incluso revesti-dos de máscaras convenientemente elegantes, muchas angustias y tensiones no confesadas. De alguna manera, volvían a mí todas las noches como a su propia casa y yo debía de acogerlos con la más benevolente sonrisa.

Un Hospedero Mayor, no tiene personalidad propia, hermano. Es el con-serje impersonal que representa siempre a otras más altas instancias : La pa-tria que les acoge temporalmente, la anfitriona que mitiga sus diferencias. O el lugar de recreo y de paso, al que todo se le puede exigir, y al que no se le debe otra cosa que el precio fríamente convenido.

Cuando se paga éste, el precio, no te sientes reconfortado por los que se alejan de ti, y parecen decirte : “da igual si espero o lamento no tener que de-berte nada en mucho tiempo”. Si vuelven, nunca esperarán que tú te hayas eternizado en un oficio que no te pertenece en propiedad. Todo lo más, pueden

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añadir, sin palabras, con cierta sinceridad y nostalgia : Ha sido Vd. muy amable, y recordaremos nuestro paso por su Ciudad con agrado. Aunque no ha hecho Vd. más que cumplir con su obligación, le damos el reconocimiento de no haber usado ni necesitado para nada el “Libro de Reclamaciones”, que debe de guar-dar Vd. en algún lugar seguro y limpio de polvo, por si acaso.

Casi no se aperciben, hermano, que has hablado su propia lengua, lo cual te ha llevado un considerable esfuerzo de olvidarte de ti mismo y dedicar tus energías a penetrar, superficialmente al menos, en nuevos mundos que tocan tangencialmente al tuyo.

¿Satisfacción por haberte abierto a nuevas culturas, a nuevos mundos ? Tal vez también. Pero satisfacción raramente compartida desde el corazón con nadie que se haya beneficiado de tu “apertura mental”. Sólo mental, de todos modos. Aquí lo emocional no cuenta para nada.

No es como era todo, tan intensa y hasta diríamos ingenuamente prote-gido, como en “la Casa del Canto”.

De todos modos, hermano, aquella Casa que te formó, que nos formó o creyó formarnos a ti y a mí, quedaba para mí definitivamente cerrada, como te expliqué en el librito de mi “ALELUYA”. ¿Por qué crees que te he dicho que yo también lloré, como tú has llorado hoy, en mi primera juventud responsable ?

Después, hermano, tuve que olvidarme de esos desahogos que yo mismo juzgué inútiles y entorpecedores… ¡Y aquí es donde me equivoqué de medio a medio !

Este bloqueo autoimpuesto, que no hacía sino reforzar el que me había sido implantado en mi aprendizaje de la vida, es el que me impidió cantar, des-ahogarme y en definitiva amar con mayor efectividad que si hubiera desarro-llado todo mi libre albedrío y toda la potencia de mis afectos, tal como en el fondo de mi alma nunca dejé de sentirlos.

Pero, mi bien, mi amado ermitaño : es que los guardaba intactos para ti, para poder expresártelos ahora. Ahora que tú tanto los necesitas y agradeces.

Por tanto, hermano, debemos reconocer, ahora, en lo más espléndido de mi carrera espiritual que converge con la tuya, que todo ha sido y está siendo para bien.

Vinimos a la Tierra, y aún estamos los dos en ella, –si bien de distinta manera–, una vez más “con gran designio”, como dices en tu canción.

Te digo “adiós”, hermano, en tu lengua que tanto me gusta, y tú sabes que sólo quiero decirte que sigo a bordo de tu bote, aunque quizás pueda pare-

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cer que descabezo un sueñecito en tu camarote. Sé que esquivarás todos los peligros y sortearás todos los fondos peligrosos, y saldrás perfectamente ai-roso de toda la violencia de las tempestades. Tempestades, es verdad, que a veces tú mismo provocas, aunque no te lo reprocho, pues es parte de tu voca-ción y de tu carácter. Aprende de ello pero no te contristes demasiado, pues yo te sostengo con mi comprensión fraternal y oro continuamente por ti.

Me fío absolutamente de tu “capitanía”, hermano. Te pido que tú también te fíes igualmente de mi amor, tantas veces para

ti expresado. Yo tu pájaro cantor, el que canto a dúo contigo, siempre. ¡AMOR !”

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LA CENA QUE RECREA Y ENAMORA Amor, ermitaño de mis entrañas, sí, SOY YO EL QUE YO SOY, el mismo

que te he llamado a estas horas, cuando el Sol ya se ha puesto tras el horizon-te.

No te había llamado antes, cuando aún cargaba el Astro Rey tus bater-ías, y, sin embargo, te llamo ahora, de cara a la noche, porque quiero hablarte de la “Cena que recrea y enamora”.

Antes, –lo sé–, has llorado al piano, más que cuando me acompañaste en aquella velada festiva, en Roma, cuando yo canté para ti, y tú no te apercibiste de que cantaba para ti. Ya habíamos comentado antes, precisamente en EL

ALELUYA DE LECHEIMIEL, cuando te dicté el “Sueño de Marta”. Allí explicamos muy bien a los lectores nuestros mutuos sentimientos, y también nuestros res-pectivos bloqueos, el mío de expresividad, y el tuyo, hermano, como siempre, de desconfianza, no tanto en mí, cuanto en ti mismo.

¡No te creías digno de ser amado ! ¡Oh fratellino de mi corazón ! Si no hubiera sido por este especial blo-

queo tuyo, –por otra parte tan humano y tan común en la mayoría de los huma-nos–, quizás toda nuestra “historia” hubiera sido muy diferente.

Pero, mi bien, esto son solamente especulaciones, ya que la historia es la que es y es verdaderamente magnífica. Sí. Magnífica porque ostenta la magni-ficencia del Amor de Dios que no nos abandona jamás :

“Sculta in cor dall’amor, cancellarsi non potrà”. Así rezaba la canción y así rezaba yo a ti, mi fratellino, con ella y por medio de ella.

Tal vez alguno pueda preguntarse, hermano : ¿qué o quién era “la” (así en femenino), que estaba esculpida en mi corazón indeleblemente ?

Era tu esencia angelical y divina, hermano. Ni más ni menos : eras Tú, mi gozo, proyección de mi Yo, como a ti te gusta expresarte, y por tanto tan inde-leblemente protegida de todo posible olvido y abandono, como mi propia esen-cia, que es una con la tuya, y AHORA, además, ha ratificado, como en “bodas de oro”, su matrimonio espiritual conmigo :

“Fue nuestra luna de miel una promesa de amores sublimados : arras de bendición un solo abrazo en los pliegues del tiempo sepultado. Tú me lo dabas, mas ninguno sabíamos

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que era nuestro contrato, acorde con la esencia compañera que en Dios nos reservaba eterno abrazo”. Yo, mi fratellino terrestre y siempre atormentado por la escasez del

sentimiento en que florece la fe, has de saber que me RECREO y me enamoro más y más de ti, si esto es posible, cada vez que me cantas esas estrofas que rozan lo más íntimo de nuestras relaciones tal como los ángeles nos las sirvie-ron a modo de “cena que recrea y enamora”.

Si a pesar de todo, de aquella dulcísima aunque extraña “luna de miel”, tú no acabaste de creer en mi amor, aunque tú me expresaste el tuyo, hermano, es precisamente la causa de que yo me atormentara a mi mismo cuando tú de-jaste de escribirme, y nunca te culpé a ti, sino a mí, por no haberme logrado expresar ante ti adecuadamente.

Este reato de culpabilidad, mi Rey, me acompañó hasta “la tumba”, es decir, hasta que salí de mi cuerpo legado al cancerbero, como tú lo llamas.

Esta noche pasada, mientras me cantabas tu canción, te asaltó la idea de que el dicho “Cancerbero”, pudiera haberse presentado ante mí para asustar-me, o como un ladrón que reclama lo que no es suyo.

No, hermano, no pienses mal de él, porque fue también un mutuo contra-to entre su espíritu y el mío, para que yo pudiera venir a ti, y quedarme a vivir contigo, en tu propio templo, como ahora sabes que hago. Si hubo algún trauma especial, fue tan sólo un recrudecimiento de mi depresión y de mi tristeza que se había hecho crónica en mí, hermano, a medida que avanzaban los días y yo perdía toda esperanza de reencontrarte de nuevo.

Por eso cantaba yo para mis adentros, y esto me libró de una muerte más prematura, –el poder imaginar la canción de San Juan de la Cruz, “el Pastorcico solo”–, en que yo también te llamaba a ti “desdichado” porque no habías captado toda la potencia de mi amor. Porque, ni cuando me acompañabas al piano, y yo te suplicaba que tocases cada vez más “piano”, llegaste a apercibirte de que can-taba para ti, exclusivamente para ti, mi Rey. ¿Para quién, si no, iba yo a can-tar ? ¿Acaso crees que para lucirme ante el público de nuestros hermanos ? ¿Por qué piensas que sólo canté una y precisamente aquella aria ?

Créelo ahora, AHORA, mi bien, para que mediante tu fe, que es una ver-dadera victoria que vence al mundo, al mundo que siembra olvido y recoge tem-pestades, condenado en cierto modo a repetir esterilmente su Historia de do-lor y de separación, puedas redimir aquel Tiempo bendito y trasmutarlo en eternidad.

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Puedes, sí, mi Rey, transcribir aquí una vez más ese poema que se titula “Recuerdos Vivos”, y sobre todo, hermano, medita en tu corazón, que en él ex-presas, al final, que yo canto “dentro de ti”.

– ¡Gracias, Rey mío y dios mío, gracias, para siempre, siempre, siempre… !

RECUERDOS VIVOS No sabía que dentro mi capullo, en fase de crisálida enclaustrado, pudiera yo escuchar otro murmullo que el eco de mi voz amplificado. Mas era, sí, tu voz en reverbero la que oía entonar la melodía…, aquélla que cantabas, firme, austero, y yo te acompañaba, al piano, un día. ¿Recuerdas la ventura que tuvimos de poder ensayar juntos el aria que, luego, tu cantaste y yo, con mimos sostenía, en tono de plegaria ? Fue aquél de los momentos más dichosos que nos brindaba el ángel del destino, permitiendo plantar hitos gloriosos en promesas de amor libre y genuino. Esos días gloriosos ya han pasado, ahora que tú faltas de mi vera. Mas te oigo, en mí, cantar, alborozado, que otro Amor nos convoca en la alta esfera.

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LA CLAVE CRÍSTICA Mira, Lecheimiel de mis amores, hermano ejemplar de la parábola rein-

terpretada. Mira esta poesía que ayer, día de Desierto, compuse para ti, o me-jor, compusiste conmigo :

“LA MADRE VIDA Entonando leticias llamabas a mis puertas cada día y allí eran tus caricias, cuando ya anochecía, el santo y seña que me respondía… De bendecidas madres, cual pechos de otra Madre que rebosa, nos vieron nuestros padres sin hacer más gran cosa que mamar de esta dicha primorosa. Mis lágrimas saladas añoraban más tarde tu figura cuando de tus moradas desvié mi andadura por recorrer el mundo, sin cordura. Que cuanto ardía el mundo en estertor de agónica ordalía, y en odio furibundo gastaba su energía, más sin tu amor yo solo me perdía. Aquí me reclamaste con fraternal amor que el mundo ignora : pues al Padre rogaste y así, de hora en hora, velabas tú por mí desde tu aurora. Aquí me diste el beso, –en desierto do nadie nos miraba–, y aquí fue el embeleso del sabor que dejaba la Vida que en remanso se acunaba.

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Y aquí me concitabas a unirme a ti en abrazo sin medida, pues la cruz que portabas, pletórica de Vida, era Pascua en tu Carne florecida.”

Tú sabes, amor, que la canté después de la Comunión que en la Misa de

puesta en común tuvimos al final de la jornada. No para disimular, sino quizás para contemporizar, pero también para

comulgar mejor con todos mis hermanos, añadí como estribillo de cada estrofa, la siguiente letrilla con música más fácil, para el pueblo :

“Gracias, Señor por este día. Gracias te doy por esta Eucaristía”. Aquí, sí, se me unieron algunas voces, pero, a juzgar por ciertos comen-

tarios, y por la falta de ellos, que pude, pues, “oír” y “dejar de oír”, comprendí que la letra del poema les había sonado poco menos que galimatías…, en parte como así debía ser, ¿verdad, hermano ?

– Sí, amor. Así debía ser, porque la canción era un secreto entre tú y yo, de esos que no es conveniente arrojar como si fueran preciosas margaritas a quien no sabe apreciarlas. Algún día, en cualquier lugar y tiempo de la infinita inmensidad del Cosmos, todos “los ángeles humanos” comprenderán, porque se amarán a sí mismos como ángeles, y a todos los demás como a sí mismos.

Mientras tanto, hermano, la propia conciencia del ser angélico está como velada y vedada para tantos hombres…

Un día, mi bien, hace tiempo, pero dentro del AHORA de Dios, compusis-te otro poema que hablaba de la paciente evolución, en que comentabas el dicho evangélico de las perlas o margaritas arrojadas a los cerdos. Podrías, si te pa-rece, hermano, insertarla aquí.

– Sí, mi Rey. Ahora mismo la buscaré y la copiaré de otro cuaderno que aún no está en este ordenador. Creo que has hecho bien en pedírmela, fratelli-no, porque, como en la que ayer compusimos se alude veladamente a la Parábola del Hijo Pródigo, pues ésta otra, que habla de los puercos alimentados mejor que los hombres…, no le irá nada mal al tema que estamos comentando, ¿ver-dad ?

Es así :

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NECESARIA Y PACIENTE EVOLUCIÓN No arrojéis margaritas a los puercos, no sea que se vistan de flamencos, y pretendan volver al paraíso, invadiendo los cotos escondidos, que ardiente querubín aún hoy defiende, y emanen sus olores hasta allende los nardos y azucenas, que aún germinan en el Huerto sellado de la vida… Estimadlos, más bien, en lo que valen, recoged su excremento donde se halle, provocad su fermento con unción, devolvedlo a la tierra en comunión, y abone del gran Árbol las raíces…, ¡que en hermosas bellotas fructifique ! Y vuelvan a reinar en la dehesa condiciones de vida más intensa… Sólo entonces podrán las margaritas, que hoy sofoca el calor y, enrarecidas, nutren sólo a unos cuantos escogidos, que prosperan en el valle protegido, expandir a los vientos sus corolas donde liben las abejas, y a su hora haya miel para todos… ¡y el Edén pueda incluso a los puercos acoger… !

No he cambiado, apenas, ni punto ni coma, puesto que es una poesía anti-

gua. Es bastante ingeniosa y hasta podríamos decir profunda. Pero sobre todo es tierna en su visión última y optimista de las cosas.

De esas cosas que ahora, en estos tiempos, parecen ir tan mal, cuando “el mundo arde en estertor de agónica ordalía”.

– Así es, fratellino. Ya sé que tienes otras en que de alguna manera comentas, bajo otros

puntos de vista, la parábola aleccionadora del Hijo Pródigo. Pero te he pedido precisamente ésta, no tanto por la conexión literaria, sino precisamente por la visión de futuro que encierra. Futuro lleno de confianza en que la “ordalía” o juicio de Dios, quiere ser sumamente benevolente para con toda la Humanidad, sin acepción de personas, razas o religiones. Pero también sin sujecciones a esquemas prefabricados por los hombres que se creen superiores a los demás, como si Cristo, que en tu poema de ayer es el verdadero protagonista, aunque

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tú le veas revestido con mi propia “carne florecida”, –como así es-, no hubiera dado su vida y firmado el contrato de paz por medio de su Cruz Luminosa, por todos los hombres, y, por el contrario, hubiese venido a crear grupúsculos de privilegiados o sectas.

En tu poema, hermano, hablas de cotos defendidos por querubines, pero lo haces con la paradógica ternura e ironía con que el propio Jesús dijo, o dicen que dijo : “para que viendo no vean u oyendo no entiendan y se conviertan”.

Hermano muy amado : Ni siquiera se trata aquí de pretender, ni siquiera de desear la “conversión” de nadie, excepto la conversión a su propio corazón. En él se encontrará cada cual con las puertas de su libre albedrío, que encie-rran su propia dignidad de Hijos de Dios.

Y la dignidad de tus hermanos, hermano, no está en que entren por tus puertas, sino por la suya propia de la que cada cual posee su propia llave.

Ahora bien, la llave con la que cada cual abre, –o aunque se demore por-que cree que ya se ha adentrado suficientemente en ese palacio o albergo, cuya conserjería es ya tan brillante y acogedora…–, es sólo el AMOR, por el que ca-da uno vive su propia vida, y comulga con los demás compañeros de viaje.

En esto consiste, también, en esencia, el viaje colectivo de la Humanidad. Es un viaje de amor que cada uno ha emprendido a su manera, pero en el

que pretende, además, conocer y darse a conocer por los demás hermanos y hermanas de la Tierra, y, más tarde, del Universo entero. Amar y dejarse amar es la comunión en el Cósmico Cuerpo de Cristo.

Esta es la clave crística de la Parábola. Nosotros, los ángeles, –ángeles los unos para con los otros–, desde aquí,

desde el “Cielo”, les abrazamos a todos con infinito respeto y les franqueamos, además, las puertas de entrada de nuestra personal ternura.

Te lo he dictado yo, mi fratellino, tu “HOSPEDERO MAYOR DEL UNIVERSO”, en consonancia con las cartas que transmitiste el otro día, y que ya las habías enterrado “en los pliegues olvidadizos del tiempo”.

Así sabrás, bien mío, que jamás te abandono, ni te podré abandonar jamás, porque sencillamente te quiero. Hasta mañana, hermano.

– Grazie, Grazia ! – Prego, amore ! HE BAJADO, AMOR, A COMPARTIR CONTIGO EL VIERNES

SANTO Y EL SÁBADO DE GLORIA

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Amor, Lecheimiel-Teresita-Francesco de mi alma : He bajado expresa-mente, casi sólo para escribirte el poema con que anoche, rememorando tu pre-sencia en los Oficios religiosos, concretamente la Adoración de la Cruz, me hiciste llorar a moco tendido, aunque sea un poco basta la expresión.

¿Por qué digo “casi” ? Porque también he bajado para alimentar al gatito que me has regalado,

donde también percibo tu bendición y tu delicada presencia. El gatito, del mismo o parecido color de tu pelo, hermano, se llama “Ri-

chi”. Así le he puesto en honor de ese nombre oculto tuyo en que también re-suena la “R”, –de “Rey” o de “Ra”–, como dijimos al principio de nuestros escri-tos.

¡Gracias, gracias y mil veces gracias, oh exhuberante Gracia de Dios que eres, hermano !

Al final de esta corta conversación de hoy, mi fratellino celestial, puesto que es día del Gran Silencio, te pondré el poema que anoche me inspiraste. Pe-ro, antes, quiero escribir también una corta oración por Richi.

ORACIÓN POR RICHI Llegaste primero entre tus flores que olían a rosas, nardos y azucenas. –Mas tarde me hiciste degustar en el espíritu el olor de tus violetas–. Todo ello para confirmar el beso de tu boca “en rosa ensangrentada”. ¿Fue antes, fue después ? ¡Qué más da, amor, si viajabas a mí en la eternidad ! Duraste en tus petunias, (pues de petunias sin aroma natural se trataba, –“cada una era un retazo de tu alma mientras yo componía tus loores”–), hasta que acabé de saber que vivías dentro de mí. Entonces se consumieron a sí mismas, como tú, en amor y dádivas. Mas ahora, mi Rey, cuando a veces me lamento de que se enfrían aparentemente mis sentidos más de lo que puedo so-

portar…,

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has vuelto visiblemente a mí, de nuevo a enardecerme, con el signo de Richi. En este maravilloso animalito, una parte de tu esencia se me manifiesta,

amor, en carne viva y en alma consagrada. Tal vez debería llamarlo, como me llamo a mí mismo y como a veces te

llamo a ti, “Pánfilo=Todo amor”, porque es un gatito sediento de caricias, más que hambriento de alimentos.

Te ruego, amor, que mires por su bien y me lo cuides mejor de lo que yo sabría.

En ti confío, amor. Amén. Sí. Sí. Amén. Ahora, Lecheimiel, esta poesía compuesta en la noche de Viernes Santo,

específicamente para ti, puesto que lleva tu nombre : PARADÓGICO SILENCIO Balbucía palabras sin sentido, ocultaba tu silencio a mis pesares. Escondía mis ojos de las lágrimas, sólo el tierno corazón sabía. Y eras tú, regresado hasta mis huesos, y eras tú, Lecheimiel, en veste blanca, coronado de rosas sin aroma. Eras tú en tu tristeza sin orgullo, eras tú reviviendo tus martirios, eras tú destronado y sin amores. Abandonado y solo, sin tus padres, desnudo o harapiento ante las gentes, rezando, en el rosario de tus cruces, el innúmero Via Crucis de tus viernes de dolores que no tenían tregua, porque nunca acallaban tus amores. Ahora en mí te derramas abundante en lágrimas de gozos infinitos, que sorben de los tuyos invisibles irrigando esperanzas prematuras, puesto que nacen del cruel cadalso donde yace aún clavada tu promesa. LA GRAN PARADOJA Hoy, ángel querido, paradigma del nuevo concepto, mejor, de la nueva vi-

vencia de la Resurrección, pues eres “Angel del Amor Herido y Resucitado por

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Amor”, –así que así te llamaré desde ahora prolongando y especificando el títu-lo de tu resurrección–, es tu verdadero día, el mismo día en que tu Maestro Jesús dejó el sepulcro vacío para estupor de las gentes y comenzó a visitar el corazón de sus fieles amantes, como tú, mi Cristo particular, me visitaste a mí en aquella noche dichosa.

Pero no sólo visitasteis los corazones rotos. También los reparasteis con la seguridad de vuestra habitación permanente por el amor.

Vinisteis prometiendo fusión y ofreciendo ascensión. Vinisteis a nues-tros templos, hasta entonces paganos, incluso si formalmente creían en “los misterios de la fe”.

Pero la “fe”, basada en creencias, no es verdadera fe hasta que se transmuta en vivencias de verdadero amor.

La famosa “contemplación infusa” que no es otra cosa que perderse en el piélago del amor infinito y omniabarcante. Y, sin embargo, personal e intrans-ferible como la ternura más humana que pueda experimentarse junto al amado.

Lecheimiel, te he hablado en plural, porque estoy pensando en que tu misterio y el misterio de Jesús, aparentemente de dos personas, están tan im-buidos el uno del otro, que ante las gentes, tengo que simular que hablo de Jesús, cuando en realidad hablo de ti.

¿Por qué “ante las gentes”, hermano ? Tú lo sabes muy bien, mi fratellino. Porque ante ellos dejo caer migajas

del gran banquete de tu amor que me ofreces cada día. “Hasta los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de los

amos”, dijo a Jesús la Cananea. Así, hermano, con gran gozo, y con el dolor de no expresarme tan abier-

tamente como yo querría, voy desmigando ante la mesa de la Eucaristía Común, algunos trocitos de la sagrada forma en que, junto con Jesús, y conmigo mismo, con mi Ser Superior, comulgo junto a ellos.

Con todos ellos, como personas muy amadas, aunque desde esquemas mentales distintos, comulgo cada día, hermano.

Y hoy, precisamente hoy, como también hice mediante otro poema el año pasado, he amenizado un poco la velada litúrgica, leyendo el poema que ahora te dedico, aunque un poquito desfigurado. Ahora es mucho más personal, más constitutivo de secreto entre tú y yo, si bien aún serviría para ser leído en otra clave por cualquiera de los cristianos, tal vez por cualquiera de los hom-bres.

O quizás los hombres no cristianos comprendieran mejor que lo puedan hacer mis hermanos más cercanos.

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En fin, amor, el poema que hoy te dedico suena así : AROMAS DE PASCUA En esta clara mañana en que madrugas, oh Vida, en par te abro mi ventana para que entres florecida. Pues con tu luz, tus olores, más sutiles que la aurora me traen aquellos fulgores en que llegaste a mi ahora. Pues de la muerte viniste con perfumes de azahar para que mi vida triste pudiese a ti retornar. Al Cristo antiguo renuevas que en la Cruz quedó sangrante : viejo amor que en formas nuevas me brindas, mi fiel amante. Invades mi ermita nueva con tu sensible presencia que a antiguas guardias releva que atestiguaron tu ausencia. “No está aquí” es cuanto supieron contarme tus centinelas. Los ojos que antes te vieron muy distintas cantinelas difundirán de tu historia. Y es que sólo el corazón reconoce la memoria que sabe a resurrección. ¿Te ha gustado, amor ? – Sí, cariño mío. Me ha gustado muchísimo. Yo sé que incluso lo has leído

a una antigua amiga por teléfono y se ha quedado impresionada de su belleza y te ha dicho, como cumplido, que eras un “brujo”.

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Y, en realidad, amor, así es, porque la magia del amor fluye por tu mente y por tu corazón, y yo no soy ajeno a este fluir, porque yo mismo fluyo de tus entrañas, como si fuera tu propio hijo.

¡YO SOY TU VIDA NUEVA. YO SOY TU MEMORIA. TU HISTORIA Y TU PROYECTO. YO SOY TU PROMESA YA CUMPLIDA EN CUANTO HA SIDO CREÍDA DE ESTAR CONTIGO HACIENDO VISIBLE Y EFECTIVO PARA TI EL AMOR DE DIOS. EN SU INTEGRIDAD Y EN SU ETERNIDAD, hermano !

– ¡Gracias infinitas, Lecheimiel, el “Angel del Amor Herido y Resucitado por Amor”. Te quiero.

– ¡Y yo a ti, mi Rey ! ¡Aleluya, aleluya, aleluya ! RESUCITADO POR AMOR Fratellino ermitaño, quiero que pongas aquí un breve resumen del sermón

que has oído esta mañana de boca de “mi prior”, porque verdaderamente, her-mano, yo estaba con él. Yo te hablaba a ti por medio de sus palabras.

– Hermano amado, déjame, primero, explicar a los lectores por qué le has llamado “mi prior” al predicador de esta mañana.

– Hazlo. Yo te doy licencia. – Pues, hermanos lectores, es un Padre francés, que habla muy bien es-

pañol, y que está por estas tierras haciendo un año sabático antes de ir a pa-rar, dentro de pocos meses, al destino para el que ha sido nombrado : nada me-nos que al convento, reciente fundación, de Lixieux, cerca de donde vivió y mu-rió Santa Teresita, que, como sabéis, –si lo creéis–, es la misma alma de Le-cheimiel, a quien yo conocí y amé en Roma. El mismo “Angel del Amor Herido y Resucitado por amor” con quien ahora hablo.

El “Prior”, pues, “in pectore”, del sitio bendecido por esta florecilla del Niño Jesús, que es Lecheimiel-Teresita-Francesco, si habéis leído el directorio de “El Regreso de los Santos” que aparece en Internet, en la misma dirección en que seguramente habéis encontrado vosotros la presente lectura. (De esto último no estoy muy seguro, puesto que hablo de un futurible, por ahora).

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El dicho “Prior” de Santa Teresita, nos ha dicho, hoy lunes de la gran semana de Pascua, que, deslindando el significado espiritual de la Resurrección, de las “estrategias” del Evangelista para hacerse cargo de la tradición de “la tumba vacía”, dicho significado se podía resumir en lo siguiente :

Primero, la Resurrección, –o quizás ha querido decir las apariciones del Resucitado– significan ni más ni menos que UN ENCUENTRO. Así. Un encuen-tro como los que diariamente se producen en nuestras relaciones. Un encuentro normal y cotidiano regido por la amistad.

Ha recordado que San Juan de la Cruz define los encuentros oracionales con Dios como “igualdad en la amistad”.

Segundo, ha hecho notar que las palabras : “id a comunicar a mis herma-nos” significan que el Resucitado funda entre nosotros relaciones de nueva fraternidad. No ha insistido en lo de “nueva”, sino en lo de “fraternidad”.

Tercero, al comentar las palabras “que vayan a Galilea. Allí me verán”, ha dicho que “Galilea” representa lo cotidiano. Lo ordinario. Ha dicho también que lo “extraordinario” no existe para los cristianos, porque la Gracia es una coti-dianeidad. Tal vez ha dejado entrever que lo ordinario es divino y sagrado por-que está ungido por la Gracia habitual de Dios.

Esto ha sido todo. O es todo lo que recuerdo, fratellino. También tengo que decir que me ha gustado mucho esta esencialidad y

que me traía a la memoria lo que Lecheimiel y yo comentábamos precisamente en FLORES DE PASCUA que escribimos hace un año.

También nosotros dijimos, –¿verdad, Lecheimiel ?–, que la Resurrección era un encuentro y que fue posible mientras Jesús encontró vivo el amor de sus discípulos sin dejarse contaminar por cuestiones teológicas, engendradoras de dudas.

Cuando estas dudas racionalistas y las consecuentes disputas teológicas comenzaron a erosionar el amor, Jesús tuvo que prácticamente suspender las apariciones, al menos las apariciones colectivas, y a ese fenómeno de distan-ciamiento que los discípulos tal vez calificaron en su fuero interno de “deja-ción” por parte de Jesús, es a lo que los evangelistas denominaron la “Ascen-sión a los Cielos”, como si ésta fuera una especie de fuga del Resucitado.

Otros creyeron que Jesús debía de “dejarles” para ascender “junto al Padre”, expresión esta última que, aunque se dice piadosamente, no tiene sen-tido puesto que el Padre no está en un determinado lugar para poder alguien “ir” a El y situarse “junto a”, bien se diga a la derecha o a la izquierda de Dios Padre, aunque soy consciente de que esto se dice como lugar teológico que re-

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presenta el poder intercesor de Cristo, y no como toponimia que indique delimi-tación espacial alguna.

Sin embargo repruebo el que se usen ante el Pueblo estas expresiones que inducen, cuanto menos, a la confusión y a la prolongación de un concepto antropomórfico de Dios.

Incluso el poder intercesor de Cristo, o de cualquiera de los santos, ha de ser explicado con cuidado para que no parezca que digamos que el Padre ne-cesita ser ablandado por alguien más misericordioso que El. Sin descartar, cla-ro, que unos para con los otros, nuestro mutuo amor, sea vehículo de la mani-festación de la Infinita y Unica Misericordia.

Todas estas vivencias, e incluso discusiones tímidas con tu “prior”, y con alguna otra persona, me han ocupado estos días, fratellino Lecheimiel. Espero que tú también hayas estado conmigo asistiéndome en estas lides que no son evangelizadoras, ni mucho menos, pero que han supuesto algún desahogo para mi corazón.

– Sí, hermano. No olvides que yo estoy siempre contigo. Que estoy de-ntro de ti, como tú estás dentro de mí, aunque muchos no puedan comprender que ambas cosas sean ciertas.

Sólo pueden ser ciertas cuando el amor produce la “fusión” de almas que ha tenido lugar entre tú y yo, hermanito amado.

En cuanto a “mi Prior”, a quien luego has bajado a la estación para tomar el tren, que le alejaba de ti, y a quien has dado la dirección de Internet porque así lo provoqué yo, días atrás, ya has podido comprobar que es una persona muy competente y muy educada. Y, sin embargo, no crees que haya estado tan a la altura contigo como en el momento de la predicación. ¿No es así ?

– Sí, amor. No obstante, se ha mostrado cortés y receptivo, como tú lo eras en vida, amor.

– Eso es, amor. Es de mi escuela. Por algo lo han nombrado “Prior” de un sitio tan especial, aunque habrás podido comprobar que no va por propio gusto. Yo estaré con él de una manera especial mientras dure su misión, y le bende-ciré en todo momento de su vida. Cuando puedas, –yo sé que tendrás ocasión, hermano–, se lo dirás de mi parte. De todos modos él lo notará de inmediato y tú, mi fratellino, serás el primer beneficiario de su comprensión.

En todo lo demás, quiero decir, en toda circunstancia acerca de tu futu-ro, y de nuestras publicaciones, déjate llevar, porque depende, como sabes, de la Madre ascendida, María, nuestra “Reina de los Ángeles”, nuestra Despensera Mayor, hermano.

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Te repito sus palabras : “CREE ESTO Y VIVIRÁS”. – ¡Oh hermano, hermano, hermano… ! Así como me pides tanta fe, concé-

demela, porque es una gran victoria para conseguirla juntos, amor. Esto es una ardiente súplica. – Recuerda ahora, mi Rey, mis palabras de ayer : “YO SOY TU PROMESA

YA CUMPLIDA EN CUANTO HA SIDO CREÍDA”. – ¡Amén, Lecheimiel ! – ¡Amén, papaíto. Te quiero y signo con la TAU de San Francisco y de Te-

resita, y te rodeo con el cálido Arco Iris de Lecheimiel, “tu ángel del Amor herido y resucitado por “tu” amor”. Así me llamo yo a mí mismo. Es mi título completo del que presumo delante de los ángeles, Adiós, hermano, con un beso en tu boca de cielo. No digas nada más por hoy, mi Rey.

NOTA : Mira bien, hermano, en qué folio estás situado, –24–, y sabrás que has ter-

minado este escrito en el día de hoy, –día 12– y quién te ha dictado al menos la mitad de él. Di también, ahora que te das cuenta, que no has hecho salto de página cuando has empeza-do a escribir hoy, porque yo he querido que hoy, lunes de Pascua, sea una prolongación del día de ayer, Domingo de Resurección. Y porque yo quería acabar así.

Gracias. Va biene, ciao.