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Atlas Entropía # Madrid LA CASITA AZUL CENTROCENTRO CIBELES EDICIONES ASIMÉTRICAS Eduardo Prieto ¬ Juan Rodríguez ¬ Jacobo García-Germán (ed.)

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Atlas Entropía # Madrid

LA CASITA AZUL CENTROCENTRO CIBELES EDICIONES ASIMÉTRICAS

Eduardo Prieto ¬ Juan Rodríguez ¬ Jacobo García-Germán (ed.)

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El presente catálogo acompaña al sexto montaje en La Casita Azul de CentroCentro Cibeles y supone la tercera publicación en la vida de este pabellón que, a pesar de sus reducidas dimensiones, es en la actualidad el único espacio dedicado íntegramente a la exposición de arquitectura en Madrid. Hasta la fecha, el programa de La Casita Azul ha alternado la exhibición del trabajo de diferentes estudios de ar-quitectura con la revisión de temas relacionados con Madrid, su historia y su imagen urbana.

A esta última categoría pertenece Atlas Entropía #Madrid, la exposición correspondiente a esta sexta edición. Una exposición que propone recoger, en un conjunto limitado de edificios emblemáticos madri-leños, el rastro del desgaste y el paso del tiempo so-bre ellos y la forma en la que, a lo largo de los años, la apropiación que supone el uso o los usos conti-nuados y tantas veces imprevistos ejercidos sobre la arquitectura, ha dado lugar a situaciones complejas. Situaciones cuyas contingencias, imperfecciones, alejamientos del estado ideal, inicial, que desde la arquitectura se pensó para estos edificios, se querría aquí defender como un valor positivo.

Frente a la obstinada costumbre, tan firmemente enraizada en la comunicación y publicación de arqui-tectura, de presentar la arquitectura vacía de perso-nas y en un estado de abstracción ajeno a la huella

Atlas Entropía#MadridJacobo García-Germán

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humana, Atlas Entropía #Madrid se alinea con las vo-ces que crecientemente reclaman la superación de este alejamiento entre la arquitectura como objeto con valores exclusivamente plásticos y la arquitec-tura en su roce comprometido con la realidad. Ya que es a partir de este roce desde el que se debe evaluar el rendimiento efectivo de la arquitectura, su posible “éxito”, no solo por cumplir con las intencio-nes apriorísticas del arquitecto sino sobre todo por poseer, como dijo Cedric Price, “built-in-tolerance” o, en términos más claros, “manga ancha” para poder contaminarse, responder, asumir, adaptarse, modi-ficarse, maquillarse o, en el caso extremo de esta exposición, reconstruirse pasadas varias décadas, enriqueciendo sus cualidades y multiplicando los niveles de interpretación ejercidos desde la ciudad y sus habitantes.

Evidentemente este interés por reflejar el desgaste, el uso real y el paso del tiempo, no es nuevo. Bastaría apuntar aquí la tradición surrealista tan bien ejempli-ficada por la famosa fotografía de una locomotora de-vorada por la maleza y publicada por Benjamin Péret en Le Minotaure en 1937; la sensibilidad posmoderna, de amplio registro y que abarcaría desde el Aldo Rossi de la Autobiografía Científica al trabajo de Alison y Peter Smithson en su Climate Register, o más cerca-namente el realismo sucio de Lacaton & Vassal y las fotografías de Phillipe Ruault, que muestran las ocupa-

ciones no convencionales de sus edificios construidos. En España, y desde el mundo del arte, han ejercido esa mirada entre otros muchos los fotógrafos Bleda y Rosa o el artista David Bestué en su sobrecogedor registro de las obras de Enric Miralles tras veinte años de uso, muchas de ellas en dramática transformación e incluso en descomposición.

Es en esta línea en la que se instala la sutil conver-sación entre las fotografías de Juan Rodríguez y el ensayo de Eduardo Prieto que compone Atlas En-tropía #Madrid. Dos trabajos de precisión, casi ma-temáticos, que en un diálogo de solistas enfrentados dejan más cuestiones abiertas que cerradas e invita a prolongar este “registro del desorden” en casos sucesivos como un mecanismo revelador y contem-poráneo a partir del cual reflexionar sobre el legado de la Modernidad, los modos de empleo de la arqui-tectura y el paso del tiempo.

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La perduración es un destino improbable de la ar-quitectura. Es cierto que resistirse a la destrucción que opera el tiempo sobre la frágil estofa resulta ser uno de los trabajos que se le encomiendan a los edificios, pero no es menos cierto que éstos acaban cediendo a los envites de la entropía, ya sea la incuria meteorológica, ya la destrucción humana. Conociendo el destino final de cualquier construcción, los antiguos incluyeron en su famosa tríada aquel concepto de firmitas que suele asociarse a la na-turaleza tectónica de la arquitectura, pero que en realidad tiene que ver con lo que hoy llamaríamos “durabilidad”, es decir, con la firmeza, la solidez, la estabilidad, la resistencia, la robustez y la ente-reza de las fábricas. Fascinados por la geometría y fieles en mayor o menor medida al pitagorismo, o bien convertidos al dogma del funcionalismo, los arquitectos han puesto sin embargo más énfasis en la venustas y en la utilitas que en la firmitas, quizá porque la exigencia de aguantar con dignidad la prueba del tiempo no terminaba de compadecerse con su estética o su ideología.

El descrédito del tiempo ha estado tan asentado en la cultura occidental que, cuando la ciencia del siglo XIX descubrió el concepto de entropía, fueron muchos los que se indignaron por una noción que destinaba al mundo, nada más y nada menos, que a la “muerte térmica”. A diferencia del tranquilizador

Cronos y Entropía

Euardo Prieto

Sobre la prueba del tiempoen la arquitectura

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Primer Principio de la Termodinámica, que “garanti-zaba” la conservación de la energía y, por tanto, el mantenimiento de la máquina del mundo dentro de la ley, el orden y la estabilidad, la Segunda Ley, la de la disipación de la energía, demostraba la tenden-cia de los estados físicos a evolucionar del orden al desorden, de manera que todo sistema aislado tendía a seguir espontáneamente la dirección del desconcierto. Esta sórdida imagen del cosmos como un caos autodestructivo refutaba de paso el pensa-miento evolucionista compartido por los biólogos de la época, para quienes los organismos evoluciona-ban del desorden al orden, de la sencillez a estados de creciente complejidad, siguiendo una suerte de escatología por entonces vigente también en otros ámbitos de saber, pues se creía que el arte y la arqui-tectura progresaban de un modo semejante a como lo había hecho el homo sapiens: paso a paso, pero siempre para mejor.

La entropía, pues, ha sido siempre la incómoda reali-dad que, como la enfermedad o la muerte, no se quiere mirar de frente, y que, en el caso de la arquitectura, se rehúye enajenando a los edificios de su vida real para conservarlos ilusoriamente en la probeta del plano, del dibujo, de la maqueta o, como mucho, de la fotografía resplandeciente del edificio recién ter-minado. Pero, ¿qué ocurre después? Ocurre que el edificio comienza a degradarse a una velocidad que

resulta distinta en función de las precauciones to-madas por el arquitecto, pero que inevitablemente conduce a la ruina o, en el mejor de los casos, a la decorosa decadencia. Ocurre también que, en para-lelo, la realidad, como si fuera un organismo viviente, tiende a enlazarse con el edificio, creciendo muchas veces de una manera hipertrófica para imponerle sus trazas de desorden. De ahí que puedan hablar-se de dos vertientes de la entropía: por un lado, la catabólica que roe, carcome y destruye los edificios; por el otro, la anabólica que configura la realidad en ellos o en torno a ellos.

La presencia de estos dos ímpetus antitéticos fue detectada en su día por Rudolf Arnheim, que en Arte y entropía renunció a asociar a lo entrópico sólo las convencionales connotaciones negativas (las de su sentido catabólico y destructivo), para concluir que el desorden podía constituir, en el ámbito del arte, una fuerza anabólica y constructiva, capaz de generar for-mas imprevistas. N1 El enfoque permitía establecer paralelismos interesantes, como el que se da entre el orden surgido espontáneamente de los experimentos con gases o líquidos, y las sencillas estructuras ame-boides de Jean Arp o los aparentemente azarosos patrones de Jackson Pollock. F1-F2

Esté o no justificada la interpretación de la entropía como agente generador de otro tipo de orden artísti-

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co, lo cierto es que las tesis de Arnheim sigue resul-tando fructífera para dar cuenta de lo que se ha for-mado a través del aparente desorden, de lo que está deshaciéndose o de lo que se presenta simplemente en un caos inextricable. La arquitectura, tan desfa-sada respecto del arte o la ciencia, fue sin embargo pionera en descubrir que esta fuerza disgregadora y productora de desorden tenía un insoslayable componente estético, y que éste podía evaluarse en los restos demolidos del pasado. Desde el Re-nacimiento, las ruinas pasaron a formar parte del catálogo de las arquitecturas, bien como registros en los que medir las verdaderas razones de los órdenes clásicos, bien como motivos para la reflexión moral en cuanto que vestigia de un mundo grandioso pero definitivamente aniquilado, o bien como ocasiones para plantear admonitorias vanitas o para darle paso a la retórica efectista del memento mori. Pero en el fondo la ruina tenía un efecto más bien lenitivo, pues dotaba de un aura tranquilizadora a la destrucción producida por el tiempo, y la volvía presentable trascendiéndola en las categorías de lo pintoresco y lo sublime. Todo ello por mor de una estética que pretendía ir más allá —aunque fuera como mero com-plemento— de la vieja noción de belleza basada en la geometría y en la intemporalidad. Fue el primer paso para introducir la entropía en la arquitectura, aun-que tal paso entrañara, como se verá a continuación, formas bien contradictorias.

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LA TRADICIÓN DE LA RUINA

“Todos los hombres”, escribe Chateaubriand en su Genio del Cristianismo, “tienen una secreta atracción por las ruinas a causa de un sentimiento de lo sublime provocado por la comparación entre nuestra condi-ción humana y la caída de los grandes imperios, de la cual las ruinas dan testimonio y evidencia”. Para Cha-teaubriand (que en esto se hacía sin más eco de los lugares comunes de su época), las ruinas constituían expresiones de una sublimidad que encontraba en la corrupción moral del mundo fenecido la base de otro tipo de corrupción, la material, evidenciada en los re-stos informes de los antaño esplendorosos edificios. F3 Expresado en el dicho latino “Roma quanta fuit, ipsa ruina docet”, el tópico se evidencia muy bien en las series de cuadros de Poussin titulados Et in Arcadia ego, en los que tres jóvenes descubren, en su bucólica morada natural, las huellas de la aniquilación humana en un ajado sepulcro, apercibiéndose así de su propia condición mortal. F4

Con el debilitamiento de las teorías de la belleza clásica y la consolidación de otras categorías alterna-tivas, como lo pintoresco o lo sublime, al tradicional valor elegíaco o moral de las ruinas se superpuso otro estético basado en la contemplación directa de sus formas. Fue un cambio de perspectiva al que pronto tanto Diderot en su Salón de 1767 como Bernardin

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de Saint-Pièrre dotaron de su correspondiente eje-cutoria artística, al acreditar el “placer de la ruinas” y la melancolía que según ellos tales ruinas destilaban, pues en ellas la naturaleza luchaba contra el arte de los hombres y, a través de la destrucción de la obra humana, creaban algo nuevo donde se convocaba lo sublime dinámico y lo sublime matemático, y lo sublime artístico y lo sublime natural. Se trataba de una inteligencia de la ruina que explicaba con menos aridez el conde Volney al contemplar los vestigios de la hoy como nunca tan amenazada Palmira:

El anochecer comenzó y ya casi no pude distinguir más que los pálidos fantasmas de los muros y columnas. Lo solitario de la situación, la serenidad del crepúsculo y la grandeza de la escena inundaron mi mente de pen-samientos espirituales. La visión de una ilustre ciudad desierta, el recuerdo de tiempos pasados, la compa-ración con el presente, todo se combinaba para elevar mi corazón con sublimes meditaciones. N2 F5

La misma idea puede expresarse con términos con-temporáneos: lo que de “bello” tienen las formas de las ruinas descansa precisamente en su modo de hacer patente la aniquilación progresiva de la forma, pues en ellas está escrita la historia de la lucha entre la energía que destruye y la energía que conserva, una batalla desigual que acaba siempre decantándo-se a favor de la entropía. Las ruinas son, por tanto,

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el momento intermedio de la evolución de la arqui-tectura hacia su desaparición en la naturaleza, el estadio en el que el edificio ya no es cultura, pero aún no se ha entregado por completo a los dominios de lo natural. En esta evolución, la materia, al prin-cipio oculta bajo la capa de estuco o la piel de már-mol, poco a poco va aflorando al exterior, y cobra un protagonismo que resulta creciente con el paso del tiempo. Los edificios se desvisten, así, de su esplen-dor geométrico, y conforme caen sus revestimien-tos bajo la acción del agua y el sol, la materia bruta se va mostrando para devenir forma y sustituir con sus blandas y retorcidas figuras lo que en su tiempo había sido la perfección rigurosa de una columna o un frontón, de un obelisco o una pirámide.

Nadie mejor que Piranesi supo plasmar la plástica de lo informe de la que depende el efecto estético de las ruinas. Sus grabados de las antigüedades de Roma, con sus sublimes edificios descarnados, son colecciones de grandes y ajados bloques de grani-to o masas de hormigón a punto de hundirse: for-mas blandas que cubre la vegetación, semejantes a entrañas puestas a la vista. Los dibujos de Piranesi tienen, en efecto, algo de anatómico, pues muestran lo que antes estaba oculto —la materia aparejada—, pero que gracias al escalpelo manejado hábilmente por Cronos salen a la luz. F6 Algo semejante sugieren las célebres Carceri, espacios cuyas paredes y estruc-

turas muestran sus recios aparejos almohadillados, semejando tanto extrañas ruinas cuanto improba-bles edificios en construcción. ¿No parecen al cabo las ruinas obras en proceso? ¿No son de algún modo las construcciones en marcha una especie de ruinas? En su modo de exponer los materiales, las poéticas láminas de las arquitecturas destruidas de Piranesi acaban hermanándose con los tratados contem-poráneos de Jean-François Blondel o Jean-Baptiste Rondelet, donde se presentan rigurosos planos de construcciones descarnadas. F7

¿DESTRUCCIÓN O CONSTRUCCIÓN PERPETUA?

El caso de las ruinas sugiere, pues, que la energía presenta una doble dimensión arquitectónica: por un lado, es una fuerza generadora de orden y construc-ción; por el otro, es un agente productor de desorden y destrucción. En el primer caso, la energía se gasta en aparejar los materiales para cumplir su función mecánica, y en revestirlos para favorecer la autonomía respecto de su entorno. En el segundo, la energía, transformada en entropía catabólica, actúa como una fuerza que se enseñorea de la materia construida para mermarla y terminar derrumbándola, a no ser que exista una acción de sentido opuesto (una energía de mantenimiento) capaz de hacer frente, al menos por un tiempo, a ese trabajo de devastación. N3

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Por ello, la arquitectura se debate entre la destrucción y la construcción perpetua, y presenta un carácter fronterizo entre lo artificial y lo natural. Esto se hace patente de manera indeseada en aquellos edificios que no están pensados para resistir el paso de las estacio-nes, que ocultan su materia y confían el esplendor de su forma a una finísima capa superficial que se juzga inmutable y perfecta, tal y como ocurre en la Villa Savoye y en tantos edificios modernos tan fácil y tan rápidamente ajados por el tiempo. F8 Hay, sin embargo, construcciones que asumen decorosamente la degra-dación de los materiales y hacen de la necesidad virtud estética a través de las pátinas, y los hay que convierten esta pugna entre lo anabólico y lo catabólico, entre el orden y el caos, en una suerte de símbolo construido a través de sus formas desestructuradas y parlantes.

Mirado desde la perspectiva de la forma, la entropía es un problema estético que se trata en términos de equilibrios o compensaciones: los que impone la geo-metría a la materia bruta, o la derrota temporal que la energía de mantenimiento puede infligir a la ruina. Por el contrario, bajo la óptica de la materia, la entropía sólo puede ser una energía de desorden, de meta-morfosis perpetua que descoyunta cualquier forma estable, halla belleza en lo inacabado, lo fragmentario y lo ajado, y aspira a dar cuenta de los procesos por los que se rige tal metamorfosis. En el ámbito artísti-co, este último sentido ha acabado prevaleciendo, de

acuerdo a un desplazamiento del gusto que, como afirma Rudolf Arnheim, coincide también con un cam-bio de sentido en el modo en que tiende a interpretar-se vulgarmente la entropía, que ha pasado de ser una palabra para expresar la “degradación de la cultura” en el más amplio sentido del término, a otra suscep-tible de evocar unos no por nuevos menos intensos “placeres del caos”. N4

LOS PLACERES DEL CAOS

La estética de los placeres del caos se funda en buena medida en las dos manifestaciones artísticas contem-poráneas más afines a la entropía: por un lado, el llama-do “arte ecológico”; por el otro, el land art. El primero reconoce la entropía a través de los procesos vitales, las transformaciones de energía o las relaciones ecosi-stémicas. Por su parte, el land art —especialmente en la versión de Robert Smithson— consiste en una amplia-ción de las viejas estéticas de las ruinas y de lo pintore-sco, en la que ambas, en cierto sentido, se funden. Para Smithson, el pintoresquismo de la naturaleza no estri-ba ya en la acción destructiva de los meteoros sobre la corteza terrestre, sino en las transformaciones pro-ducidas por las industrias humanas. F9 De este modo, los lugares devastados por la aceleración de la moder-nidad (canteras, balsas de productos contaminantes, grandes complejos fabriles o redes de saneamiento) y

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abandonados cuando la lógica de la explotación capi-talista así lo exige (ruinas condenadas a las periferias de las ciudades, es decir, a la trastienda indecorosa del sistema) se convierten, como antaño los vestigios de la Antigüedad y los paisajes salvajes e irregulares, en un objeto estético, siguiendo en ello una suerte de am-pliación de aquella Estética de lo feo que Rosenkranz había propuesto durante el Romanticismo.

Robert Smithson es el gran redescubridor de lo pin-toresco, pero su trabajo, a diferencia del de los vedu-tistas de los siglos XVIII y XIX, no consiste en ideali-zar las ruinas o la naturaleza, sino en representarlas tal y como se manifiestan a los sentidos, es decir, en cuanto productos informes, caóticos y devastados. Smithson renuncia a reconstruir el objeto y colec-ciona, casi al modo del entomólogo o el botánico, las piezas encontradas en su promenade científica por los paisajes desolados: muestras heterogéneas de cosas que, con frecuencia, no son más que un montón de desperdicios llevados directamente a las salas inmaculadas del museo o la galería de arte. Estos materiales de desecho son, en rigor, antiformas, pues lo que se busca en ellos no es una determinada configuración estable, sino su poder energético, su potencia para el cambio: no la forma, sino los proce-sos que conducen a la forma. Con este informalismo matérico, el largo camino para dignificar o redimir a la materia y el tiempo tiene su momento más radical

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en el arte y la arquitectura, después de que los pin-toresquistas hicieran aflorar las entrañas de los edifi-cios, dieran a los materiales una vida propia o incluso supieran encontrar en las ruinas o en los paisajes las potencialidades estéticas de lo informe.

EL DESECHO CONSTRUYE

Sin embargo, la arquitectura reciente no ha sabido incorporarse a esta línea informalista, sino que ha preferido seguir dando cuenta de la entropía en un sentido conservador e interesado menos en los ma-teriales en bruto o en los procesos que en las formas en sí mismas. Es el caso de muchos edificios, llama-dos deconstructivistas, que remedan las dislocacio-nes figurativas producidas tanto por la acción de la naturaleza como por el propio hombre, y que combi-nan la touche de Gordon Matta-Clarck, por ejemplo, con los presupuestos intelectuales de la “estética del accidente” de Paul Virilio. En otros casos, la cer-canía al arte povera resulta más patente, como en las primeras obras de Frank Gehry, entre ellas su propia casa construida con materiales de escaso valor (mal-las de acero, tablones de madera, plásticos), que se redimen mediante la presentación estética. F10

La casa de Gehry se presenta, de hecho, como si fue-ra un “bodegón” de materiales, del mismo modo en

que son una suerte de bodegones, por ejemplo, los revestimientos de mármol de las viviendas de Loos o los muros de ónice de tantas obras de Mies van der Rohe. Pero si estos últimos recogen el paso de una arquitectura narrativa (megalotécnica) a una material (ropotécnica), Gehry en su casa parece aspirar a una arquitectura de simples desechos: una “riparotécni-ca” arquitectónica análoga a la riparografía pictórica que antaño se complacía en representar desperdi-cios y porquerías, y del que Norman Bryson encontró ejemplos abundantes en la historia del arte. N5

Pero este “arte riparográfico” presente en la obra de Gehry o Smithson, y que consiste en combinar fragmentos procedentes de la producción industrial (materiales que tienen embebida en su interior una gran cantidad de energía), se remonta a una tradi-ción, por decirlo así, más presentable. En origen, la descontextualización de los materiales no consistía tanto en cambiar de lugar los fragmentos como en sacarlos de un estrato temporal determinado para llevarlos a otro merced a una presentación estética, de manera que, más que energía, lo que estos ma-teriales conservaban, embebidos en su interior, era el propio tiempo. La descontextualización antigua aspiraba a hacer aflorar este tiempo escondido gra-cias a un traslado que se realizaba con la tozudez del arqueólogo o del coleccionista, y que recurría, en general, a la técnica de un collage realizado avant la

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lettre. ¿No son acaso collages las evocadoras lámi-nas en las que Piranesi presenta colecciones de frag-mentos de lápidas o mármoles romanos? F11 ¿No lo son también la fachada del Palacio Zuccaro de Roma o el interior de la galería de antigüedades de la casa de John Soane en Londres? F12 Sin duda, el valor de los objetos allí presentados estribaba precisamente en su condición de fragmentos, de ruinas miniaturi-zadas que uno podía hacer viajar sin escrúpulos por el interior del tiempo y a través del espacio, para llevárselas a casa.

EL DIENTE DEL TIEMPO

El desecho construye. Pero la dimensión anabólica y constructiva de la entropía se despliega también de una manera más discreta, y acaso también más invisi-ble y sorda, a través del tiempo que se posa sobre la superficie de los materiales, hibridándose con ellos para formar las pátinas. Ajeno a la tradición pitagóri-ca de la arquitectura, y contradictorio con el princi-pio de perfección formal de la modernidad purista, el principio de la pátina ha sido apreciado por cultu-ras como la china y la japonesa, en las cuales el barniz opaco del tiempo, lejos de ser una simple evidencia de desgarro o de imperfección, constituye un signo de elegancia. Basta recordar al respecto las conoci-das reflexiones de Junichiro Tanizaki en su Elogio de

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la sombra, donde dice que a los orientales “la vista de un objeto brillante” les produce “cierto malestar”, pues prefieren que los utensilios estén velados por el uso, pues sienten amor por cómo, poco a poco, los objetos “van oscureciendo su superficie y cómo, con el tiempo, se ennegrecen del todo”. De este modo, no hay casa oriental “en la que no se haya regañado a alguna sirvienta despistada por haber bruñido los utensilios de plata, recubiertos de una valiosa páti-na”. N6 Pero el lustre turbio de la vajilla de plata o de la cocina de estaño, que a los orientales tanto les gusta no es, en puridad, fruto de un desgaste o de una ero-sión de la superficie de estos objetos, sino de una opacidad producida por la suciedad de las manos, por la impregnación, tan grasienta como al parecer sofisticada, que se produce con el tiempo. No hay que engañarse: la pátina que cubre los materiales es suciedad sublimada. F13

A través de la pátina, el tiempo añade un nuevo tipo de valor estético al que se supone que ya tiene la forma por sí misma. En los objetos de uso cotidiano esta pátina se produce a través de la mano; en la ar-quitectura la acción erosiva del quehacer del hom-bre no deja de ser relevante, pero las pátinas tienen que ver más con la envolvente exterior, y al cabo su valor estético no depende sólo del trabajo humano, por cuanto las pátinas son el resultado de la acción de los ciclos meteorológicos en conjunción con los

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agentes materiales (polvo o partículas contaminan-tes) y los ecosistemas vivos invisibles (hongos, líque-nes, bacterias innúmeras) F14. Asimismo, las pátinas de la arquitectura son más agresivas y suelen ir más allá de su condición de depósito material superpue-sto a la superficie de las fachadas, para convertirse en el resultado de una acción corrosiva en sentido literal, que merma el espesor de los materiales em-pleados y saca a la luz su meollo. Theodor Lipps, a finales del siglo XIX, fue de los primeros en dotar de valor estético tanto a la pátina como al influjo de-structor del ambiente sobre los materiales, influjo al que llamó, metafóricamente, el “diente del tiempo”, y que se sostenía en la idea de que la pátina puede ser una herramienta estética, habida cuenta de cómo “clava sus dientes en cada material de una manera específicamente propia de éste” de manera que, merced a este efecto específico “toma expresión también la esencia de cada material”. N7

Bajo esta perspectiva, el valor estético de la pátina presenta una doble vertiente. Es, por un lado, el re-sultado de una superposición, de un barniz de sucie-dad que cubre la piel de la arquitectura; por el otro, es el producto de una erosión, de un mordisco de la entropía que quiebra las formas originales de los edifi-cios para destruir su supuesta perfección formal y ha-cer aflorar en ocasiones el simbolismo inherente a los materiales. En otras palabras: en cuanto “barniz”, la en-

tropía da cuenta de la dimensión anabólica que, según se vio más arriba, Arnheim consideraba indispensable para la configuración de un objeto artístico; en cuanto “diente” recoge, por el contrario, el sesgo catabólico que tradicionalmente se asocia al paso del tiempo.

Estéticamente, el primero de estos sentidos sugiere un valor de adición; el segundo, de sustracción. La arquitectura, por tanto, puede entenderse como el resultado de una especie de equilibrio entre ambas acciones: la que destruye, quitando material, y la que construye, añadiéndolo en la pátina. De ahí que, en muchos sentidos, como proponen Mohsen Mostafa-vi y David Leatherbarrow en On Weathering, N8 los edificios deban considerarse como algo más que un proyecto construido, habida cuenta de que el tiem-po, en su doble acepción cronológica y meteorológi-ca, empieza a trabajar sobre ellos una vez terminada la obra, y cambia su aspecto en un ciclo imprevisto de metamorfosis que no acaba sino en la destruc-ción definitiva.

EL FUNERAL DE LA MEMORIA

La del tiempo como constructor no es, obviamente, una idea nueva; la advirtió, extrayendo de ella mu-chas conclusiones moralizantes, el apasionado John Ruskin de Las piedras de Venecia y Las siete lámpa-

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ras de la arquitectura, obras cuyos protagonistas son, en el fondo, Cronos y Entropía. Desde la óptica hi-storicista que es sin duda la de Ruskin y en general la de los arquitectos del siglo XIX, la aptitud paradójica que los arquitectos renacentistas o barrocos habían tenido hacia las ruinas (vestigios de formas perfectas dignas de imitarse y, a la vez, canteras donde era per-fectamente lícito extraer materiales de construcción) resultaba intelectualmente repugnante. Frente a la ruina, sólo cabían dos posibilidades: la restauración o la conservación, pero nunca la destrucción completa. Representada por Viollet-le-Duc, la restauración era, ideológicamente, la consecuencia de extrapolar a los edificios la misma historia de erosión presente en la geología. Una catedral gótica a medio construir o medio derrumbada se consideraba, así, un trasunto de la montaña arada por el glaciar pero cuya forma regular originaria era posible deducir de acuerdo a las evidencias científicas. En esta mirada pitagórica lo relevante era recuperar la unidad orgánica de la forma, perdida tras los envites de la entropía. Así, restaurar un edificio no significaba, en palabras del propio Viollet-le-Duc, “conservarlo, repararlo o re-hacerlo”, sino “obtener su completa forma prístina, incluso aunque nunca hubiera sido así”.

La actitud de Ruskin era indiferente a esta búsque-da de arquetipos geométricos, y se decantaba por el conservacionismo. Para el polígrafo inglés, la lám-

para de la memoria que alumbra a la arquitectura lo era también de la verdad de las vidas que, en su mo-mento, construyeron el edificio, unas vidas ya pasa-das que no se podía resucitar, y ante la cuales sólo cabía expresar el respeto debido. N9 De ahí que la pátina de un edificio antiguo fuera algo irrepetible e intocable que daba cuenta tanto de la touche origi-nal de los artesanos que lo construyeron como del lustre de la mano del tiempo. La pátina sugería, así, lo que el edificio, una vez, “había sido”, y también la “dulzura de las suaves líneas que la lluvia y el sol habían labrado” en su superficie. N10 En este enfo-que no cabía ninguna estética idealista o pitagórica; por el contrario, eran los aspectos perecederos, las imperfecciones entrópicas del edificio las que, al ser testimonio de un pasado irrecuperable, resul-taban valiosos.

Para Ruskin lo pintoresco no consistía a la postre tanto en el desorden o el desmoronamiento de las ruinas (las ruinas son, a fin de cuentas, la evidencia de una destrucción o de un fracaso) como en la “su-blimidad de las grietas, en las fracturas, en las man-chas o en la vegetación que asimilan la arquitectura a la obra de la Naturaleza”. N11 Las bellas láminas que ilustran los libros de Ruskin, en especial las de Las piedras de Venecia, recogen estas hibridaciones de lo natural con lo artificial, y se recrean, merced a zooms que entonces eran inéditos en los modos

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de representar la arquitectura, en las variaciones de escuadría, en las imperfecciones de la talla, en la irregularidad de las texturas o en las pátinas de suciedad que recubren las fachadas de los edificios. F15 Lo que de una manera tan lúcida recogían ta-les detalles entropizados era una conclusión de carácter moral: que en la arquitectura, como en la termodinámica y en la vida, no hay vuelta atrás. “Cuidad adecuadamente vuestros monumentos”, sentenciaba Ruskin, “y no tendréis que restaurarlos […] Su día fatal habrá de llegar al final; pero dejad que llegue abierta y francamente, y no permitáis que la deshonra y los falsos sustitutos les priven del funeral de su memoria”. N12

Pero que un edificio llegue a tener este “funeral de la memoria” es algo que depende de cómo haya en-vejecido, y también de que, como las personas, haya sabido hacerlo bien. A los fenomenólogos contem-poráneos de la arquitectura esto les ha preocupado desde siempre; para ellos, la búsqueda de la tersura, de la perfección y la asepsia de los materiales indu-striales (el vidrio, el acero, el aluminio, el plástico) no es sino un síntoma del miedo humano ante las seña-les del desgaste y de la edad que los arquitectos modernos tienen al proyectar, unas reticencias que, como ha escrito Juhani Pallasmaa, guardan relación (nada más y nada menos) que “con nuestro miedo a la muerte” N13. Los materiales naturales, por el con-

trario, son porosos al envejecimiento y dignos de so-meterse a la prueba del tiempo, y expresan su edad y su historia, al igual que la historia de sus orígenes y la del uso humano: en ellos, la pátina del desgaste aña-de “la enriquecedora experiencia del tiempo”. N14

La cuestión de la entropía, sin embargo, no acaba en este sentimentalismo de los materiales, que en el fondo es una especie de versión laica de aquel sentimiento de sublimidad moral que antaño evoca-ran las ruinas. Pues la entropía presenta una doble dimensión. Es, por un lado, un concepto cultural que, por cuanto mide la destrucción de las sociedades humanas, atañe a la memoria, y por cuanto explica cómo nuestras ciudades se organizan a partir del desorden, atañe a la imaginación. Pero es también una idea que muestra cómo la naturaleza sigue su devenir imparable y ajeno a los hombres. Al cabo, la entropía, como la arquitectura, resulta ser una cifra de la doble acción del tiempo: la del tiempo del hom-bre y la del tiempo de la naturaleza moviéndose por trayectorias diferentes que sólo se tocan cuando el azar lo quiere.

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Viviendas sociales en la M-30 FRANCISCO JAVIER SÁENZ DE OÍZAMadrid, 1989fotografía de época: Javier Azurmendi

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